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15/4/20

EL ESTADO DE SITIO. Albert Camus.

El jardín de la muerte - Hugo Simberg - como impresión artística ...



EL ESTADO DE SITIO

Albert Camus



PERSONAJES


LA PESTE

LA SECRETARIA

NADA

VICTORIA

EL JUEZ

LA MUJER DEL JUEZ

DIEGO

EL GOBERNADOR

EL ALCALDE

MUJERES DE LA CIUDAD

HOMBRES DE LA CIUDAD

GUARDIAS

EL ACOMPAÑANTE DE LOS MUERTOS




PRÓLOGO

Obertura musical sobre un tema sonoro que recuerda la

sirena de alarma.

Se levanta el telón. La escena está en completa oscuridad.

La obertura termina, pero continúa el tema de la alarma»

como un zumbido lejano.

De improviso, en el fondo, surgiendo del lado del coro, un

cometa se desplaza lentamente hacia el jardín.

Ilumina, recortando las sombras, las murallas de una ciudad

española fortificada, y las siluetas de varios personajes, de

espaldas al público, inmóviles, con la cabeza alzada hacia

el cometa.

Dan las cuatro. El diálogo es casi incomprensible, como un

murmullo.

—¡El fin del mundo!

— ¡No, hombre!

—Si el mundo muere...

—No, hombre. ¡El mundo, pero no España!

—La misma España puede morir.

— ¡De rodillas!

—¡Es el cometa del mal!

—¡España no, hombre, España no!

Dos o tres cabezas se vuelven. Uno o dos personajes se

desplazan con precaución: luego todo torna a la

inmovilidad. El zumbido se intensifica entonces, se hace

estridente y se desarrolla musicalmente como una palabra

inteligible y amenazadora. Al mismo tiempo, el cometa crece

desmesuradamente. Un terrible grito brusco de mujer hace

callar, súbitamente, la música, y reduce él cometa a su

tamaño normal, ha mujer huye jadeando. Revuelo en la

plaza. El diálogo, más silbante y perceptible, todavía no se

comprende.

—¡Es signo de guerra!

—¡Claro!

—No es signo de nada.

—Según.

—Basta. Es el calor.

—El calor de Cádiz.

—Ya basta.

—Silba demasiado fuerte.

—Sobre todo ensordece.

—¡Es un maleficio que ha caído sobre la ciudad!

—¡Ay, Cádiz! ¡Un maleficio ha caído sobre ti!

—¡Silencio! ¡Silencio!

Miran de nuevo el cometa cuando se oye, con claridad esta

vez, la voz de un oficial de los guardias civiles.

EL OFICIAL DE LOS GUARDIAS CIVILES. — ¡Volved

a vuestras casas! Lo visto, visto está, es suficiente. Tanto

ruido para nada, eso es todo. Mucho ruido y al fin nada. Al

cabo, Cádiz sigue siendo Cádiz.

UNA voz. — Sin embargo es una señal. Las señales no son

porque sí.

UNA voz. — ¡Oh Dios grande y terrible!

UNA VOZ. — ¡Pronto habrá guerra, ésa es la señal!

UNA VOZ. — ¡En nuestra época nadie cree en las señales,

sarnoso! ¡Afortunadamente, somos demasiado inteligentes!

UNA VOZ. — Sí, y por eso nos dejamos espichar. Estúpidos

como cerdos, eso es lo que somos. ¡Y a los cerdos los

sangran!

EL OFICIAL. — ¡Volved a vuestras casas! La guerra es

asunto nuestro, no de vosotros.

NADA. — ¡Ay! ¡Si dijeras la verdad! Pero no, los oficiales

mueren en la cama, y la estocada la recibimos nosotros.

UNA VOZ. — Nada, ahí está Nada. ¡Ahí está el idiota!

UNA VOZ. — Nada, tú has de saberlo. ¿Qué significa esto?

NADA (es lisiado). — Lo que tengo que decir, no os gusta

saberlo. Os reís. Preguntad al estudiante, pronto será doctor.

Yo hablo con mi botella.

Se lleva una botella a la boca.

UNA VOZ. — Diego, ¿qué quiere decir esto?

DIEGO. — ¿Qué os importa? Mantened firme el corazón y

será bastante.

UNA VOZ. — Preguntad al oficial de los guardias civiles.

EL OFICIAL. — La guardia civil piensa que alteráis el orden

público. NADA. — La guardia civil tiene suerte. Sus ideas

son simples. DIEGO. — Mirad, vuelve a empezar...

UNA VOZ. — ¡Ah, Dios grande y terrible!

El zumbido comienza de nuevo. Segundo paso del cometa.

—¡Basta!

— ¡Que cese!

—¡Silba!

—Es un maleficio ...

—Que ha caído sobre la ciudad ...

—¡Silencio! ¡Silencio!

Dan las cinco. El cometa desaparece. Amanece.

NADA (encaramado en un mojón, con risa burlona). —

¡Pues bien! Yo, Nada, luz de esta ciudad por la instrucción y

los conocimientos, borracho por desdén a todas las cosas y

por asco a los honores, burla de los hombres porque he

conservado la libertad del desprecio, quiero, después de estos

fuegos artificiales, haceros una advertencia gratuita. Os

informo, pues, que vemos y que vamos a ver cada vez más.

Observad que ya lo veíamos. Pero se necesitaba un borracho

para darse cuenta. ¿Y qué vemos? Adivinadlo vosotros,

hombres razonables. Yo tengo mi opinión formada desde

siempre y mis principios son firmes: la vida vale tanto como

la muerte; el hombre es de la leña con la que se hacen las

hogueras. ¡Creedme! Tendréis disgustos. Ese cometa es una

mala señal. ¡Os da la voz de alarma!

¿Os parece inverosímil? Me lo esperaba. Como habéis hecho

las tres comidas, ocho horas de trabajo y mantenéis dos

mujeres, imagináis que todo está en orden. No, no estáis en

orden, estáis en fila. Bien alineados, con cara plácida,

maduros ya para la calamidad. Vamos, buenas gentes, ésta

es la advertencia, estoy en regla con mi conciencia. En

cuanto a lo demás, no os inquietéis; allá arriba se ocupan de

vosotros. Y ya sabéis lo que eso significa: ¡no son amables!

EL JUEZ CASADO. — No blasfemes. Nada. Hace ya

mucho tiempo que te tomas libertades culpables con el cielo.

NADA. — ¿He hablado del cielo, juez? De todas maneras,

apruebo lo que hace. Soy juez a mi manera. He leído en los

libros que es preferible ser cómplice que víctima del cielo.

Tengo por lo demás la impresión de que el cielo no tiene

nada que ver. En cuanto a los hombres les da por empezar a

romper vidrios y cabezas. uno se da cuenta de que el buen

Jesús, aunque conoce la música, no pasa de ser un niño del

coro.

EL JUEZ CASADO. — Los libertinos de tu ralea son los que

nos atraen las señales celestes de alarma. Porque en efecto,

es una señal de alarma. Pero va dirigida a todos aquellos que

tienen corrompido el corazón. Temed todos los más terribles

efectos y rogad a Dios que perdone vuestros pecados. ¡De

rodillas! ¡De rodillas, os digo!

Todos se arrodillan, salvo NADA.

EL JUEZ CASADO. — Teme. Nada, teme y arrodíllate.

NADA. — No puedo, tengo las rodillas duras. En cuanto a

temer, lo he previsto todo, aun lo peor, quiero decir, tu moral.

EL JUEZ CASADO. — ¿Así que no crees en nada,

desventurado?

NADA. — En nada de este mundo, fuera del vino. Y en nada

del cielo.

EL JUEZ CASADO. — Perdónalo, Dios mío, porque no

sabe lo que dice, y sé indulgente con esta ciudad habitada por

tus hijos.

NADA. — Ite missa est. Diego, convídame con una botella

en la taberna del Cometa. Y me contarás cómo andan tus

amores.

DIEGO. — Voy a casarme con la hija del juez. Nada. Y

quisiera que en adelante no ofendieses a su padre. Es

ofenderme a mí.

Trompetas. Un heraldo rodeado de guardias.

EL HERALDO. — Orden del gobernador. Que todos se

retiren y reanuden sus tareas. Buenos gobiernos son los

gobiernos en los que no pasa nada. Y es voluntad del

gobernador que no pasó nada en su gobierno, a fin de que

siga siendo tan bueno como siempre. Se asegura, pues, a los

habitantes de Cádiz, que en este día nada ha sucedido que

merezca la pena de alarma o molestia. Por lo cual todos, a

partir de las seis, deberán tener por falso que alguna vez

planeta alguno se haya mostrado en el horizonte de la ciudad.

Todo aquel que contravenga esta decisión, todo habitante

que hable de cometas como si no fueran fenómenos siderales

pasados o por venir, será castigado, pues, con el rigor da la

ley.

Trompetas. Se retira.

NADA. — Bueno. Diego, ¿qué me dices? ¡Es una

ocurrencia!

DIEGO. — ¡Es una tontería! Mentir siempre es una tontería.

NADA. — No, es una política. Y que apruebo, ya que apunta

a suprimirlo todo. ¡Ah, qué buen gobernador tenemos! Si su

presupuesto está en déficit, si su hogar es adúltero, anula el

déficit y niega el adulterio. Cornudos, vuestra mujer es fiel,

paralíticos, podéis andar, y vosotros, ciegos, mirad: ¡es la

hora de la verdad!

DIEGO. — ¡No anuncies desgracia, vieja lechuza! ¡La hora

de la verdad es la hora de la muerte!

NADA. — Justamente. ¡Muera el mundo! ¡Ah, si pudiera

tenerlo entero frente a mí, como un toro que tiembla sobre

sus patas, con sus ojitos ardiendo de odio y su hocico rosado

donde la baba pone una puntilla sucia! ¡Ay, qué momento!

¡Esta vieia mano no vacilaría, y el cordón de la medula sería

cortado de un golpe y la pesada bestia fulminada caería hasta

el fin de los tiempos a través de espacios interminables!

DIEGO. — Desprecias demasiadas cosas. Nada. Economiza

tu desprecio, lo necesitarás.

NADA. — No necesito nada. Desprecio a la misma muerte.

¡Y nada de esta tierra ni rey, ni cometa, ni moral, estarán

jamás por encima de mí!

DIEGO. — ¡Calma! No subas tan alto. Serías menos

querido.

NADA. — Estoy por encima de todas las cosas, pues ya no

deseo nada.

DIEGO. — Nadie está por encima del honor.

NADA. — ¿Qué es el honor, hijo?

DIEGO. — Lo que me mantiene en pie.

NADA. — El honor es un fenómeno sideral pasado o por

venir. Suprimámoslo.

DIEGO. — Está bien, Nada, pero tengo que marcharme. Ella

me espera. Por eso no creo en la calamidad que anuncias.

Debo ocuparme de ser feliz. Es éste un largo trabajo que

necesita la paz de las ciudades y los campos.

NADA. — Ya te lo he dicho, hijo, lo estamos viendo. No

esperes nada. La comedia va a empezar. Y apenas' me queda

tiempo de correr al mercado para beber al fin por la muerte

universal.

Todas las luces se apagan.

PRIMERA PARTE

Luz. Animación general. Los ademanes son más vivos, el

movimiento se precipita. Música. Los comerciantes quitan

los postigos, apartando los primeros planos del decorado.

Aparece la plaza del mercado. El coro del pueblo,

conducido por los pescadores, la llena poco a poco,

exultante.

EL CORO. — No pasa nada, no pasará nada. ¡Refrescos,

refrescos! ¡No es una calamidad, es la abundancia del

verano! (Grito de alegría.) Apenas concluye la primavera y

ya la naranja dorada del verano, lanzada a toda velocidad por

el cielo, se iza en la cima de la estación y estalla sobre España

en un chorro de miel, mientras todos los frutos de todos los

veranos del mundo: uvas pegajosas, melones color de

manteca, higos llenos de sangre, albaricoques inflamados,

vienen a rodar en el mismo momento por los estantes de

nuestros mercados. (Grito de alegría.) ¡Oh, frutos! Aquí, en

el mimbre, concluyen la larga carrera precipitada que los trae

de los campos donde empezaron a cargarse de agua y azúcar,

sobre los prados azules de calor y entre el fresco brotar de

mil manantiales soleados, unidos poco a poco en una sola

agua de juventud aspirada por las raíces y los troncos,

conducida hasta el corazón de los frutos, donde termina por

deslizarse lentamente como una inagotable fuente melosa

que los nutre y los pone cada vez más densos.

¡Pesados, cada vez más pesados! Y tan pesados que al fin los

frutos corren al fondo del agua del cielo, comienzan a rodar

a través de la hierba opulenta, se embarcan en los ríos,

caminan a lo largo de todas las rutas, y desde los cuatro

puntos del horizonte, saludados por los rumores jubilosos del

pueblo y los clarines del estío (breves trompetas) vienen en

multitud a las ciudades humanas, a probar que la tierra es

dulce y que el cielo nutricio sigue fiel a la cita de la

abundancia. (Grito general de alegría.) No, no pasa nada. He

aquí el estío, ofrenda y no calamidad. ¡Más tarde el invierno,

el pan duro es para mañana! ¡Hoy, dorados, sardinas,

langostinos, pescados, pescado fresco que llega de los mares

tranquilos, queso, queso al romero! La leche de las cabras

espumea como la lejía, y en las mesas de mármol, la carne

congestionada bajo su corona de papel blanco, la carne con

olor a alfalfa, ofrece al mismo tiempo, sangre, savia y sol al

rumiar del hombre. ¡En la copa! ¡La copa! Bebamos en la

copa de las estaciones. ¡Bebamos hasta el olvido, no pasará

nada!

Hurras. Gritos de alegría. Trompetas. Música, y en las

cuatro esquinas del mercado se desarrollan pequeñas

escenas.

EL PRIMER MENDIGO. — ¡Una caridad, hombre, una

caridad, abuela!

EL SEGUNDO MENDIGO. — ¡Más vale hacerla pronto

que nunca!

EL TERCER MENDIGO. — ¡Vosotros nos comprendéis!

EL PRIMER MENDIGO. — No ha pasado nada, por

supuesto.

EL SEGUNDO MENDIGO. — Pero quizá pase algo.

Roba el reloj a un transeúnte.

EL TERCER MENDIGO. — Haced siempre caridad. Dos

precauciones valen más que una.

En la pescadería.

EL PESCADOR. — ¡Un dorado fresco como un clavel! ¡La

flor de los mares! Y viene usted a quejarse.

LA VIEJA. — ¡Tu dorado es perro marino!

EL PESCADOR. — ¡Perro marino! Hasta que llegaste,

bruja, el perro marino nunca había entrado en este comercio.

LA VIEJA. — ¡Ay, hijo de tu madre! ¡Mira mi pelo blanco!

EL PESCADOR. — Fuera, vieja cometa

Todo el mundo se inmoviliza, llevándose el dedo a la boca.

En la ventana de VICTORIA. VICTORIA tira de los

barrotes, y DIEGO.

DIEGO. — ¡Hace tanto tiempo!

VICTORIA. — ¡Loco, nos separamos a las once, esta

mañana!

DIEGO. — ¡Sí, pero estaba tu padre!

VICTORIA. — Mi padre ha dicho que sí. Estábamos seguros

de que diría que no.

DIEGO. — Tenía yo razón al dirigirme directamente a él y

mirarlo de frente.

VICTORIA. — Tenías razón. Mientras él reflexionaba, yo

con los ojos cerrados, escuchaba en mí un galope lejano que

subía y se acercaba cada vez más rápido y numeroso, hasta

hacerme temblar toda. Y mi padre dijo que sí. Entonces abrí

los ojos. Era la primera mañana del mundo. En un rincón del

cuarto donde estábamos, vi los caballos negros del amor, aún

estremecidos, pero tranquilos ya. Nos esperaban a nosotros.

DIEGO. — Yo no estaba ni sordo ni ciego. Pero sólo oía el

piafar dulce de mi sangre. Mi alegría era súbita sin

impaciencia. Oh, ciudad de luz, he aquí que me has sido

entregada para toda la vida, hasta la hora en que nos llame la

tierra. Mañana partiremos juntos y montaremos en la misma

silla.

VICTORIA. — Sí, habla nuestra lengua, aunque los demás

la consideren insensata. Mañana besarás mi boca. Miro la

tuya y me queman las mejillas. Dime, ¿es el viento del sur?

DIEGO. — Es el viento del sur, y también a mí me quema.

¿Dónde está la fuente que me curará?

Se acerca y ella, pasando los brazos entre los barrotes, le

estrecha los hombros.

VICTORIA. — ¡Ah! ¡Me hace daño quererte tanto! Acércate

más.

DIEGO. — ¡Qué bella eres!

VICTORIA. — ¡Qué fuerte eres!

DIEGO. — ¿Con qué te lavas la cara para tenerla tan blanca

como la almendra?

VICTORIA. — Me la lavo con agua clara; ¡el amor le pone

su gracia!

DIEGO. — ¡Tu pelo es fresco como la noche!

VICTORIA. — Porque todas las noches te espero en mi

ventana.

DIEGO. — ¿El agua clara y la noche han dejado en ti el olor

del limonero?

VICTORIA. — ¡No, es el viento de tu amor que me ha

cubierto de flores en un solo día!

DIEGO. — ¡Las flores caerán!

VICTORIA. — ¡Los frutos te aguardan!

DIEGO. — ¡Vendrá el invierno!

VICTORIA. — Pero contigo. ¿Recuerdas lo que me cantaste

la primera vez? ¿No sigue siendo cierto?

DIEGO. — Si a cien años de mi muerte

la tierra me preguntara

si por fin te he olvidado

le respondería: aún no.

Ella calla.

DIEGO. — ¿No dices nada?

VICTORIA. — La dicha me anuda la garganta.

Bajo la tienda del astrólogo.

EL ASTRÓLOGO (a una mujer) — El sol, hermosa mía,

atraviesa el signo de la Libra en el instante de su nacimiento,

lo cual autoriza a considerarte venusina, por ser tu signo

ascendente el Toro, que, como todos saben, está también

gobernado por Venus. Tu naturaleza, es, pues, emotiva,

afectuosa y agradable. Puedes alegrarte, aunque el Toro

predispone al celibato y corre el riesgo de dejar sin empleo

esas preciosas cualidades. Además, veo una conjunción

Venus-Saturno que es desfavorable al matrimonio y a los

hijos. Esta conjunción presagia también gustos extraños y

hace temer los males que afectan el vientre. Pero no te

quedes en esto y busca el sol que fortalecerá tu mente y la

moralidad, y que es soberano en cuanto al flujo del vientre.

Elige tus amigos entre los taurinos, pequeña, y no olvides

que tu posición está bien orientada, fácil y favorable y que

puede darte alegría. Son seis pesetas.

Recibe el dinero.

LA MUJER. — Gracias. Estás seguro de lo que me has

dicho, ¿verdad?

EL ASTRÓLOGO. — ¡Siempre, pequeña, siempre!

¡Atención, sin embargo! Esta mañana no ha pasado nada, por

supuesto. Pero aquello que no ha pasado puede trastornar mi

horóscopo. ¡No soy responsable de lo que no ha ocurrido!

La mujer se va.

EL ASTRÓLOGO. — ¡Haceos el horóscopo! ¡El pasado, el

presente, el pon enir, garantizados por los astros fijos! ¡He

dicho fijos! (Aparte.) Si los cometas intervienen, este oficio

se pondrá imposible. Habrá que hacerse gobernador.

GITANOS (al mismo tiempo). —

Un amigo que te quiere bien...

Una morena que huele a naranja. . .

La herencia de las Américas ...

UNO SOLO. — Después de la muerte del amigo rubio,

recibirás una carta morena.

En un tablado, al fondo, redoble de tambor.

LOS COMEDIANTES. — ¡Abrid los ojos, graciosas damas

y vosotros, señores, prestad oídos! Los actores que aquí veis,

los más grandes y famosos del reino de España, y a quienes

convencí, no sin esfuerzo, de que abandonaran la corte por

este mercado, van a representar, por complaceros, un acto

sagrado del inmortal Pedro de Lariba: Los espíritus. Pieza

que os dejará asombrados, y que las alas del genio han

llevado de golpe a la altura de las obras maestras universales.

Composición prodigiosa de la que nuestro rey gustaba al

punto de hacerla representar dos veces por día, y que aún

presenciaría si yo no hubiera explicado a esta compañía sin

igual el interés y la urgencia de darla a conocer también en

este mercado, para edificación del público de Cádiz, el más

entendido de todas las Españas!

Acercaos, pues; la representación va a empezar.

Empieza, en efecto, pero no se oye a los actores, por cubrir

sus voces los ruidos del mercado.

—¡Refrescos, refrescos!

—¡La mujer-langosta, mitad mujer, mitad pez!

—¡Sardinas fritas! ¡Sardinas fritas!

— ¡Aquí, el rey de la evasión que sale de cualquier prisión!

—Cómprame tomates, hermosa, son dulces como tu

corazón! » —¡Puntillas y lienzo de bodas!

—¡Sin dolor y sin charla, Pedro arranca los dientes!

NADA (saliendo ebrio de la taberna). — Aplastadlo todo.

¡Haced un puré con los tomates y el corazón! ¡A la prisión el

rey de la evasión, y rompamos los dientes a Pedro! ¡Muerte

al astrólogo que no lo habrá previsto! ¡Comámonos a la

mujer-langosta y suprimamos todo, fuera de lo que se bebe!

Un mercader extranjero, ricamente vestido, entra en el

mercado en medio de tin gran grupo de mujeres.

EL MERCADER. — ¡Comprad, comprad la cinta del

Cometa!

TODOS. — ¡Sh! ¡Sh!

Van a explicarle su locura al oído.

EL MERCADER. — ¡Comprad, comprad la cinta sideral!

Todos compran cintas.

Gritos de alegría. Miísica. EL GOBERNADOR con su

séquito llega al mercado. Se instalan.

EL GOBERNADOR. — Vuestro gobernador os saluda y se

alegra de verlos reunidos como de costumbre en estos

lugares, en medio de las ocupaciones que labran la riqueza y

la paz de Cádiz. No, decididamente nada ha cambiado, y eso

está bien. ¡El cambio me irrita, me gustan mis costumbres!

UN HOMBRE DEL PUEBLO. — No, gobernador, nada ha

cambiado en realidad; nosotros, los pobres, podemos

asegurártelo. Los fines de mes son muy apretados. La

cebolla, la oliva y el pan nos hacen subsistir, y en cuanto a la

gallina, nos alegra saber que otros la comen todos los

domingos. Esta mañana corrieron ruidos por la ciudad y

sobre la ciudad. A decir verdad, tuvimos miedo de que algo

cambiara y que de pronto los miserables fueran obligados a

alimentarse de chocolate. Pero gracias a ti, buen gobernador,

nos anunciaron que no había pasado nada y que nuestras

orejas habían oído mal. En consecuencia, henos aquí contigo

tranquilizados.

EL GOBERNADOR. — El gobernador se congratula de

ello. Nada nuevo es bueno.

LOS ALCALDES. — ¡El gobernador ha dicho bien! Nada

nuevo es bueno. Nosotros los alcaldes, investidos por la

sabiduría y los años, queremos creer en especial que los

pobres no han adoptado un tono irónico. La ironía es una

virtud que destruye. Un buen gobernador prefiere los vicios

que construyen.

EL GOBERNADOR. — ¡Entretanto, que nada se mueva!

¡Yo soy el rey de la inmovilidad!

LOS BORRACHOS DE LA TABERNA (alrededor de

NADA). — ¡Sí, sí, sí! ¡No, no, no! ¡Que nada se mueva, buen

gobernador! ¡Todo gira alrededor de nosotros y es un gran

sufrimiento! ¡Queremos la inmovilidad! ¡Que se detenga

todo movimiento! Que todo sea suprimido, fuera del vino y

la locura.

EL CORO. — ¡Nada ha cambiado! ¡No pasa nada, no ha

pasado nada! Las estaciones giran alrededor de su eje, y en

el cielo suave circulan astros prudentes cuya tranquila

geometría condena a esas estrellas locas y desordenadas que

incendian las praderas del ciclo con su cabellera inflamada,

turban con su aullido de alarma la dulce música de los

planetas, trastornan con el viento de su carrera las

gravitaciones eternas, hacen rechinar las constelaciones y

preparan, en todas las encrucijadas del cielo, funestas

colisiones de astros. ¡En verdad, todo está en orden, el

mundo se equilibra! ¡Es el mediodía del año, la estación alta

e inmóvil! ¡Felicidad, felicidad! ¡Ele aquí el verano! Qué

importa lo demás, la felicidad es nuestro orgullo.

LOS ALCALDES. — Si el cielo tiene costumbres,

agradecedlo al gobernador que es el rey de la costumbre. El

tampoco gusta del pelo despeinado. ¡Todo su reino está bien

peinado!

EL CORO. — ¡Prudentes! Seguiremos siendo prudentes,

porque nada cambiará nunca. ¿Qué haríamos con el pelo a!

viento, los ojos inflamados, la boca estridente? ¡Estaremos

orgullosos de la felicidad de los demás!

LOS BORRACHOS (alrededor de NADA).— ¡Suprimid el

movimiento, suprimid, suprimid! ¡No os mováis, no nos

movamos! ¡Dejemos correr las horas, este reino no tendrá

historia! ¡La estación inmóvil es la estación de nuestros

corazones, porque es la más cálida y nos obliga a beber!

Pero el tema sonoro de la alarma que zumbaba sordamente

desde un momento antes, sube de pronto hasta el agudo,

mientras resuenan dos enormes golpes sordos. En los

tablados, un comediante que avanza hacia el público

mientras continúa su pantomima, se tambalea y cae en

medio de la multitud que lo rodea inmediatamente. Ni una

palabra, ni un gesto: el silencio es completo.

Unos segundos de inmovilidad y luego precipitación

general. DIEGO se mete entre la multitud que se separa

lentamente y descubre al hombre.

Dos médicos llegan, examinan el cuerpo, se apartan y

discuten aguadamente.

Un hombre joven pide explicaciones a uno de los médicos

que hace gestos de negación. El joven lo apremia y alentado

por la multitud, lo obliga a responder, lo sacude, se pega a

él en actitud de adjuración y se encuentra finalmente cara a

cara con él. Ruido de aspiración; parece como si bebiera

una palabra de labios del médico. Se aparta y, con grn

esfuerzo, como si la palabra fuera demasiado grande para

su boca y se necesitaran largos esfuerzos para librarse de

ella, pronuncia:

—La peste.

Todo el mundo dobla las rodillas y todos repiten la palabra

cada vez más fuerte y cada vez más rápida, mientras huyen,

trazando amplias cur\>as en escena en torno al gobernador

subido en su estrado. El movimiento se acelera, se precipita,

se enloquece hasta que las gentes se inmovilizan en grupos,

a la voz del viejo cura.

EL CURA. — ¡A la iglesia, a la iglesia! He aquí que llega el

castigo. ¡El viejo mal ha caído sobre la ciudad! El cielo lo

envía desde siempre a las ciudades corrompidas para

castigarlas a muerte por su pecado mortal. En vuestras bocas

mentirosas serán aplastados los gritos y un sello ardiente se

posará en vuestros corazones. Rogad ahora al Dios de

justicia para que olvide y perdone. ¡Entrad en la iglesia!

¡Entrad en la iglesia!

Algunos se precipitan en la iglesia. Los otros se vuelven

mecánicamente a derecha e izquierda mientras dobla la

campana.

En tercer plano el astrólogo, como si presentara un informe

al gobernador, habla en tono muy natural.

EL ASTRÓLOGO. — Una conjunción maligna de planetas

hostiles acaba de dibujarse en el plano de los astros. Significa

y anuncia sequía, hambre y peste en la primera oportunidad...

Un grupo de mujeres lo cubre todo con su chachara.

— ¡Tenía en la garganta un bicho enorme que le chupaba la

sangre con gran ruido de sifón!

— ¡Era una araña, una gran araña negra!

—¡Verde, era verde!

— ¡No, era un lagarto de las algas!

— ¡Tú no viste nada! Era un pulpo, grande como un

hombrecito. — ¿dónde está Diego?

— ¡Habrá tantos muertos que no quedarán vivos para

enterrarlos! —¡Ay! ¡Si pudiera marcharme!

—¡Marcharse! ¡Marcharse!

VICTORIA. —Diego, ¿dónde está Diego?

Durante toda esta escena el cielo se ha llenado de signos y

el zumbido de alarma se ha desarrollado, acentuando el

terror general. Un hombre, con el rostro iluminado, sale de

una casa gritando: "¡Dentro de cuarenta días, el fin del

mundo!", y de nuevo el pánico traza sus curvas y las gentes

repiten: "Dentro de cuarenta días, el fin del mundo". Unos

guardias vienen a detener al iluminado, pero por el otro lado

sale una hechicera que distribuye sus remedios.

LA HECHICERA. —Toronjil, menta, salvia, romero,

tomillo, azafrán, cascara de limón, pasta de almendras...

¡Atención, atención, estos remedios son infalibles!

Pero se levanta una especie de viento frío, mientras el sol

empieza a ponerse y obliga a alzar las cabezas.

LA HECHICERA. — ¡El viento! ¡Ahí llega el viento! ¡La

plaga le tiene horror al viento! ¡Todo irá mejor, ya lo veréis!

En el mismo momento, el viento cesa, el zumbido se agudiza,

los dos golpes sordos resuenan, ensordecedores y un poco

más cercanos. Dos hombres se desploman en medio de la

multitud. Todos flexionan las rodillas y retrocediendo

comienzan a apartarse de los cuerpos. Silo queda la

hechicera y a sus pies los dos hombres que llevan marcas en

las ingles y en la garganta. Los enfermos se retuercen, hacen

dos o tres gestos y mueren, mientras la noche desciende

lentamente sobre la multitud que sigue desplegándose hacia

el exterior, dejando los cadáveres en el centro.

Oscuridad.

Juez en la iglesia. Proyector en el palacio del rey. Luz en la

casa del juez. La escena es alternada.

EN EL PALACIO

EL PRIMER ALCALDE. — Alteza, la epidemia se

desencadena con una rapidez que supera todos los auxilios.

Los barrios están más contaminados de lo que se cree, lo cual

me inclina a pensar que es preciso disimular la situación y

no decir la verdad al pueblo a a ningún precio. Por lo demás,

y por el momento, la enfermedad te ceba sobre todo en los

barrios exteriores que son pobres y están »up?rpoblados.

Dentro de la desgracia, esto por lo menos es satisfactorio.

Murmullos de aprobación.

EN LA IGLESIA

EL CURA. — Acercaos, y que cada uno confiese en público

lo peor que ha hecho. ¡Abrid vuestros corazones, malditos!

Decíos los unos a los otros el mal que habéis cometido y el

que habéis meditado, o si no el veneno del pecado os

sofocará y os llevará al infierno con tanta seguridad como el

pulpo de la peste... Por mi parte, me acuso de haber carecido

a menudo de caridad.

Tres confesiones mimadas durante el diálogo siguiente.

EN EL PALACIO

EL GOBERNADOR. — Todo se arreglará. Lo fastidioso es

que yo tenía una partida de caza. Estas cosas siempre

suceden cuando uno tiene algún asunto importante. ¿Cómo

hacer?

EL PRIMER ALCALDE. — No falte usted a la caza, aunque

más no sea por dar el ejemplo. La ciudad debe ver qué frente

serena sabe usted mostrar en la adversidad.

EN LA IGLESIA

TODOS. — ¡Perdónanos, Dios mío, lo que hemos hecho y

lo que no hemos hecho!

EN LA CASA DEL JUEZ

El juez lee salmos rodeado por su familia.

EL JUEZ. — "El señor es mi refugio y mi ciudadela

Pues él me preserva de la trampa del pajarero

Y de la peste mortífera"

LA MUJER. — Casado, ¿no podemos salir?

EL JUEZ. — Has salido demasiado en tu vida, mujer. Eso

no ha favorecido nuestra felicidad.

LA MUJER. — Victoria no ha regresado y temo que sufra

daño.

EL JUEZ. — Nunca has temido el daño para ti. Y en ello

perdiste el honor. Quédate, la casa está tranquila en medio de

la plaga. Lo he previsto todo y atrincherados mientras dure

la peste, esperaremos el fin. Dios mediante, no padeceremos

por nada.

LA MUJER. — Tienes razón, Casado. Pero no somos los

únicos. Otros padecen. Quizá Victoria esté en peligro.

EL JUEZ. — Deja a los otros y piensa en la casa. Piensa en

tu hijo, por ejemplo. Haz traer todas las provisiones que

puedas. Paga el precio necesario. ¡Pero entroja, mujer,

entroja! ¡Ha llegado el tiempo de entrojar! (Lee): "El Señor

es mi refugio y mi ciudadela..."

EN LA IGLESIA

Continúa la serie.

EL CORO. — "No tendrás nada que temer

Ni los terrores de la noche

Ni las flechas que vuelan de día

Ni la peste que camina en la sombra

Ni la epidemia que repta en pleno mediodía".

UNA VOZ. — ¡Oh, Dios grande y terrible!

Luz en la plaza. Deambular del pueblo siguiendo el ritmo

de una copla.

EL CORO. — Has firmado en la arena

Has escrito en el mar

Sólo queda la pena.

Entra VICTORIA. Proyector en la plaza.

VICTORIA. — Diego, ¿dónde está Diego?

UNA MUJER. — Está con los enfermos. Cuida a los que lo

llaman.

VICTORIA corre a un extremo de la escena y tropieza con

DIEGO que lleva la máscara de los médicos de la peste.

Ella retrocede, lanzando un grito.

DIEGO (dulcemente). — ¿Te doy tanto miedo, Victoria?

VICTORIA (en un grito). — ¡Oh, Diego, por fin tú! Quítate

esa máscara y estréchame contra ti. ¡Contra ti, contra ti y me

salvaré de ese mal!

Él no se mueve.

VICTORIA. — ¿Qué ha cambiado entre nosotros, Diego?

Hace horas que te busco, corriendo por la ciudad, espantada

con la idea de que el mal podría herirte también, y aquí estás

con esa máscara de tormento y de enfermedad. ¡Quítatela,

quítatela, te lo ruego, y estréchame contra ti! (Él se quita la

máscara.) Cuando veo tus manos, se me seca la boca.

¡Bésame!

Él no se mueve.

VICTORIA (más bajo). — Bésame, me muero de sed. Has

olvidado que sólo ayer nos comprometimos el uno al otro.

Toda la noche esperé este día en que debías besarme con

todas tus fuerzas. ¡Pronto, pronto!...

DIEGO. — ¡Tengo lástima, Victoria!

VICTORIA. — Yo también, pero tengo lástima de nosotros.

¡Y por eso te he buscado, gritando por las calles, corriendo

hacia ti, con los brazos tendidos para anudarlos a los tuyos!

Avanza hacia él.

DIEGO. — ¡No me toques, apártate!

VICTORIA. — ¿Por qué?

DIEGO. — Ya no me reconozco. Nunca me ha dado miedo

un hombre, pero esto es superior a mí, el honor de nada me

sirve y siento que me abandono. (Ella se le acerca.) No me

toques. Quizá el mal ya esté en mí y voy a contagiártelo.

Espera un poco. Déjame respirar, porque estoy estrangulado

de estupor. Ya no sé siquiera cómo tomar a esos hombres y

volverlos en el lecho. Me tiemblan las manos de horror, y la

compasión me tapa los ojos. (Gritos y gemidos.) Sin embargo

me llaman, ¿los oyes? Tengo que ir. Pero vela por ti, vela por

nosotros. ¡Esto ha de terminar. con seguridad!

VICTORIA. — No me dejes.

DIEGO. — Esto ha de terminar. Soy demasiado joven y te

quiero demasiado. La muerte me da horror.

VICTORIA (lanzándose hacia él). — ¡Yo estoy viva!

DIEGO (retrocede). — ¡Qué vergüenza, Victoria, qué

vergüenza!

VICTORIA. — ¿Vergüenza? ¿Por qué vergüenza?

DIEGO. — Me parece que tengo miedo.

Se oyen gemidos. DIEGO corre en dirección a ellos.

Deambular del pueblo al ritmo de una copla.

Camus

EL CORO. — ¿Quién tiene razón y quién se equivoca?

Piensa

Que aquí abajo todo es mentira.

Que lo único cierto es la muerte.

Proyector en la iglesia y en el palacio del gobernador.

Salmos y rezos en la iglesia. Desde el palacio el primer

alcalde se dirige al pueblo.

EL PRIMER ALCALDE. — Orden del gobernador. A partir

de este día, en señal de penitencia por la desgracia común y

para evitar los peligros de contagio, queda prohibida toda

reunión pública y toda diversión. Además ...

UNA MUJER (empieza a proferir alaridos en medio del

pueblo). — ¡Allí! ¡Allí! Esconden un muerto. No hay que

dejarlo. ¡Lo pudrirá todo! ¡Vergüenza de los hombres! ¡Hay

que llevarlo a la tierra!

Desorden. Dos hombres salen llevando a la mujer.

EL ALCALDE. — Además, el gobernador está en

condiciones de tranquilizar a los ciudadanos con respecto a

la evolución del azote inesperado que ha caído sobre la

ciudad. Según opinión de todos los médicos, bastará que

sople el viento marino para que la peste retroceda. Dios

mediante ...

Pero los dos enormes golpes sordos lo interrumpen,

seguidos de otros dos golpes, mientras la campana de los

muertos tañe al vuelo y los rezos se desencadenan en la

iglesia. Luego sólo reina un silencio aterrado en medio del

cual entran dos personajes extraños, un hombre y una mujer,

a quienes todos siguen con la vista. El hombre es corpulento.

Cabeza descubierta. Lleva una especie de uniforme con una

condecoración. La mujer también lleva uniforme, pero con

cuello y puños blancos. Tiene en las manos una libreta.

Avanzan hasta el palacio del gobernador y saludan.

EL GOBERNADOR. — ¿Qué quieren ustedes de mí,

extranjeros?

EL HOMBRE (en tono cortés). — Su lugar.

TODOS. — ¿Qué? ¿Qué dice?

EL GOBERNADOR. — Han elegido un mal momento, y

esta insolencia puede costarles cara. Pero seguramente nos

habremos entendido mal. ¿Quiénes son ustedes?

EL HOMBRE. — ¡Adivínelo!

EL PRIMER ALCALDE. — ¡No sé quiénes son,

extranjeros, pero sé dónde terminarán!

EL HOMBRE (muy tranquilo). — Me impresiona usted.

¿Qué le parece, querida amiga? ¿Tendré que decirles

entonces quién soy?

LA SECRETARIA. — De ordinario, andamos con más

miramientos.

EL HOMBRE. — Pero estos señores son muy apremiantes.

LA SECRETARIA. — Tendrán sus razones, sin duda.

Después de todo, estamos de visita y debemos someternos a

los usos de estos lugares.

EL HOMBRE. — Comprendo. ¿Pero no provocará un poco

de desorden en estas buenas almas?

LA SECRETARIA. — Es preferible el desorden a la

descortesía.

EL HOMBRE. — Es usted convincente. Pero me quedan

algunos escrúpulos ...

LA SECRETARIA. — O una cosa o la otra ...

EL HOMBRE. — La escucho . . .

LA SECRETARIA. — O lo dice usted, o no lo dice. Si lo

dice, lo sabrán. Si no lo dice, se enterarán.

EL HOMBRE. — Esto termina de iluminarme.

EL GOBERNADOR. — ¡En todo caso, ya es bastante! Antes

de tomar las medidas que convengan, lo intimo por última

vez a que me diga quienes son ustedes y qué quieren de mí.

EL HOMBRE (siempre natural). — Yo soy la peste. ¿Y

usted?

EL GOBERNADOR. — ¿La peste?

EL HOMBRE. — Sí, y necesito su lugar. Lo siento, créame,

pero tendré mucho que hacer. ¿Si le diera dos horas, por

ejemplo? ¿Le bastarían para pasarme los poderes?

EL GOBERNADOR. — Esta vez ha ido usted demasiado

lejos y será castigado por esta impostura. ¡Guardias!

EL HOMBRE. — ¡Espere! No quiero forzar a nadie. Tengo

por principio ser correcto. Comprendo que mi conducta

parezca sordente y, al fin, usted no me conoce. Pero deseo de

veras que me ceda el sitio sin obligarme a dar pruebas. ¿No

puede creer en mi palabra?

EL GOBERNADOR. — No tengo tiempo que perder, esta

broma ya ha durado demasiado. ¡Detened a este hombre!

EL HOMBRE. — Entonces hay que resignarse. Pero todo

esto es muy fastidioso. Querida amiga, ¿querría usted

proceder a una cancelación? '

Tiende el brazo hacia uno de los guardias. La secretaria

tacha ostensiblemente algo en su libreta. El golpe sordo

resuena. El guardia cae. La secretaria lo examina.

LA SECRETARIA. — Todo está arreglado, Excelencia. Las

tres marcas están aquí. (A los otros, amablemente.) Una

marca, y usted es sospechoso. Dos, ya está contaminado.

Tres, la cancelación está resuelta. Nada más sencillo.

EL HOMBRE. — ¡Ah! Olvidaba presentarles a mi

secretaría. Por lo demás ustedes la conocían. Pero uno

conoce tanta gente ...

LA SECRETARIA. — ¡Es disculpable! Y además, siempre

terminan por reconocerme.

EL HOMBRE. — ¡Un carácter afortunado, ya lo ven!

Alegre, contenta, cuidadosa de su persona ...

LA SECRETARIA. — No hay mérito ninguno. El trabajo es

más fácil entre sonrisas y flores frescas.

EL HOMBRE. — Ese principio es excelente. ¡Pero

volvamos a lo nuestro! (Al gobernador.) ¿Le he dado prueba

suficiente de mi seriedad? ¿No dice usted nada? Bueno, lo

asusté, naturalmente. Pero fue a disgusto, créame. Hubiera

preferido un arreglo amistoso, una convención basada en la

confianza recíproca, garantizada por su palabra y la mía, un

acuerdo basado en el honor en cierto modo. Después de todo,

no es demasiado tarde para hacer bien las cosas. ¿El plazo de

dos horas le parece suficiente?

El GOBERNADOR sacude la cabeza en señal de negación.

EL HOMBRE (volviéndose hacia la secretaria). — ¡Qué

desagradable!

LA SECRETARIA (sacudiendo la cabeza). — ¡Un

obstinado! ¡Qué contratiempo!

EL HOMBRE (al gobernador). — Insisto, sin embargo, en

obtener su consentimiento. No quiero hacer nada sin su

acuerdo, aunque fuera contrario a mis principios. Mi

colaboradora procederá pues a tantas cancelaciones como

sean necesarias para obtener de usted la libre aprobación de

la pequeña reforma que propongo. ¿Está usted lista, querida

amiga?

LA SECRETARIA. — Un momento para sacar punta al

lápiz que se ha roto y todo será para bien en el mejor de los

mundos.

EL HOMBRE (suspira). — ¡Sin su optimismo, este oficio

me sería muy penoso!

LA SECRETARIA (sacando punta al lápiz). — La perfecta

secretaria está segura de que todo puede arreglarse siempre,

que no hay error de contabilidad que no termine por

repararse, ni cita fracasada que no pueda concertarse de

nuevo. No hay desgracia sin su lado bueno. La misma guerra

tiene sus virtudes y hasta los cementerios pueden ser buenos

negocios cuando las concesiones a perpetuidad son

denunciadas cada diez años.

EL HOMBRE. —Sus palabras valen oro... ¿El lápiz ya tiene

punta?

LA SECRETARIA. — Ya la tiene y podemos empezar.

EL HOMBRE. — ¡Adelante!

EL HOMBRE señala a NADA que se ha acercado, pero

NADA lanza una carcajada de borracho.

LA SECRETARIA. — ¿Puedo indicarle que ése pertenece a

la especie de los que no creen en nada y que tal especie nos

es muy útil?

EL HOMBRE. — Muy justo. Tomemos, pues, a uno de los

alcaldes.

Pánico entre los alcaldes.

EL GOBERNADOR. — ¡Deténgase!

LA SECRETARIA. — ¡Buena señal, Excelencia!

EL HOMBRE (solícito). — ¿Puedo hacer algo por usted,

gobernador?

EL GOBERNADOR. — Si le cedo la plaza, yo, los míos y

los alcaldes ¿salvaremos la vida?

EL HOMBRE. — ¡Pero naturalmente, hombre, es la

costumbre!

EL GOBERNADOR conferencia con los alcaldes, luego se

vuelve hacia el pueblo,

EL GOBERNADOR. — Hombres de Cádiz, comprendéis,

estoy seguro, que todo ha cambiado ahora. En vuestro mismo

interés conviene quizá que deje esta ciudad a la nueva

potencia que acaba de manifestarse. El acuerdo concluido

con ella evitará sin duda lo peor, y tendréis así la certeza de

conservar fuera de vuestros muros un gobierno que un día

podrá seros útil. ¿Necesito deciros que, al hablar así, no

obedezco al cuidado de mi propia seguridad, sino...?

EL HOMBRE. — Perdóneme que lo interrumpa. Pero me

gustaría verlo precisar públicamente que consiente usted de

buen grado en estas útiles disposiciones, y que se trata

naturalmente de un libre acuerdo.

EL GOBERNADOR mira a su costado. LA SECRETARIA

se lleva el lápiz a la boca.

EL GOBERNADOR. — Por supuesto, concluyo libremente

este nuevo acuerdo.

Balbucea, retrocede y huye. El éxodo comienza.

EL HOMBRE (al primer alcalde). — ¡Si lo tiene a bien, no

se marche usted tan pronto! Necesito un hombre que cuente

con la confianza del pueblo y por intermedio del cual pueda

dar a conocer mi voluntad. (EL PRIMER ALCALDE vacila.)

Usted acepta, naturalmente... (A LA SECRETARIA.) Querida

amiga...

EL PRIMER ALCALDE. — Pero naturalmente, es un gran

honor.

EL HOMBRE. — Perfecto. En estas condiciones, querida

amiga, comunicará usted al alcalde aquellas de nuestras

resoluciones que es preciso dar a conocer a estas buenas

gentes con el objeto de que empiecen a vivir según el

reglamento.

LA SECRETARIA. — Ordenanza concebida y publicada

por el primer alcalde y sus consejeros ...

EL PRIMER ALCALDE. — Yo no he concebido nada

todavía ...

LA SECRETARIA. — Se le ahorra un trabajo. Y debería

halagarle, creo, que nuestros servicios se tomen la molestia

de redactar lo que usted tendrá de este modo el honor de

firmar.

EL PRIMER ALCALDE. — Sin duda, pero...

LA SECRETARIA. — Ordenanza, pues, que hace oficio de

acta promulgada en plena obediencia a las voluntades de

nuestro bienamado soberano para la reglamentación y

asistencia caritativa de los ciudadanos atacados de infección

y para designar todas las reglas y todas las personas tales

como vigilantes, guardianes, ejecutores y sepultureros que

jurarán aplicar estrictamente las órdenes que les sean dadas.

EL PRIMER ALCALDE. — ¿Qué lenguaje es ése, por

favor?

LA SECRETARIA. — Es para acostumbrarlos a un poco de

oscuridad. Cuanto menos comprendan, mejor marcharán.

Dicho esto, aquí están las ordenanzas que hará usted

pregonar por la ciudad una después de otra, a fin de que su

digestión sea más fácil, aun para los espíritus más lentos.

Estos son nuestros mensajeros. Sus rostros amables ayudarán

a fijar el recuerdo de sus palabras.

Los mensajeros se presentan.

EL PUEBLO. — ¡El gobernador se va, el gobernador se va!

NADA. — Está en su derecho, pueblo, está en su derecho.

El Estado es él y hay que proteger al Estado.

EL PUEBLO. — El Estado era él, y ahora ya no es nada.

Puesto que se va, la Peste es el Estado.

NADA. — ¿Qué más da? Peste o gobernador, siempre es el

Estado.

EL PUEBLO deambula como si buscara salidas. UN

MENSAJERO se adelanta.

EL PRIMER MENSAJERO. — Todas las casas infectadas

deberán marcarse en medio de la puerta con una estrella

negra de un pie de radio, ornada con esta inscripción: "Todos

somos hermanos". La estrella deberá quedar hasta que se

reabra la casa, bajo pena de sufrir los rigores de la ley.

Se retira.

UNA VOZ. — ¿Qué ley?

OTRA VOZ. — La nueva, por supuesto.

EL CORO. — Nuestros amos decían que iban a protegernos,

y ahora, sin embargo, henos aquí solos. Brumas horrendas

comienzan a espesarse en los cuatro extremos de la ciudad,

disipan poco a poco el olor de los frutos y de las rosas,

empañan la gloria de la estación, sofocan el júbilo del estío.

¡Ah, Cádiz, ciudad marina! Todavía ayer y por encima del

estrecho, el viento del desierto, más espeso tras haber pasado

sobre los jardines africanos, hacía languidecer a nuestras

mujeres. Pero el viento ha cesado, sólo él podía purificar la

ciudad. Nuestros amos decían que nunca pasaría nada y he

aquí que el otro tenía razón, que pasa algo, que al

fin lo vemos y que hemos de huir, huir sin tardanza antes de

que las puertas se cierren sobre nuestra desgracia.

EL SEGUNDO MENSAJERO.—Todos los artículos de

primera necesidad estarán en adelante a disposición de la

comunidad, es decir, serán distribuidos por partes iguales e

ínfimas a todos aquellos que puedan probar su leal adhesión

a la nueva sociedad.

La primera puerta se cierra.

EL TERCER MENSAJERO.—Todas las luces deberán

apagarse a las nueve de la noche y ningún particular podrá

permanecer en lugar público o circular por las calles de la

ciudad sin un pase en debida forma que sólo será entregado

en casos extremadamente raros y siempre de modo arbitrario.

Todo el que contravenga estas disposiciones será castigado

con los rigores de la ley.

VOCES (crescendo). — Van a cerrar las puertas.

— Las puertas están cerradas.

— No, todas no están cerradas.

EL CORO. — Ah, corramos hacia las que se abren todavía.

Somos los hijos del mar. Allá, allá tenemos que llegar, al país

sin murallas y sin puertas, a las playas vírgenes donde la

arena tiene la frescura de los labios, y donde la mirada llega

tan lejos que se fatiga. Corramos al encuentro del viento. ¡Al

mar! ¡El mar al fin, el mar libre, el agua que lava, el viento

que libera!

VOCES. — ¡Al mar! Ai mari

El éxodo se precipita.

EL CUARTO MENSAJERO. — Queda severamente

prohibido prestar asistencia a toda persona atacada por la

enfermedad, como no sea denunciarla a las autoridades,

quienes se encargarán de ella. La denuncia entre miembros

de una misma familia es especialmente recomendada y se

recompensará con una doble ración alimenticia, llamada

ración cívica.

La segunda puerta se cierra.

EL CORO. — ¡Al mar! ¡Al mar! El mar nos salvará. ¡Qué

importan las enfermedades y las guerras! ¡Él ha visto y

cubierto muchos gobiernos! ¡Sólo ofrece mañanas rojas y

tardes verdes, y del principio al fin el roce interminable de

sus aguas durante noches desbordantes de estrellas! ¡Oh

soledad, desierto, bautismo de sal! Estar solo frente al mar,

al viento, cara al sol, liberado por fin de estas ciudades

selladas como tumbas y de estos rostros humanos que el

miedo ha cerrado. ¡Pronto! ¡Pronto! ¿Quién me librará del

hombre y sus terrores? Yo era feliz en la cima del año, suelto

entre los frutos, la naturaleza igual, el estío benévolo. Amaba

el mundo; estábamos España y yo. Pero ya no oigo el mido

de las olas. Aquí están los clamores, el pánico, el insulto y la

cobardía; aquí están mis hermanos densos de sudor y de

angustia y en adelante carga pesada. ¿Quién me devolverá

los mares de olvido, el agua calma de alta mar, sus rutas

líquidas y sus surcos recubiertos? ¡Al mar! ¡Al mar, antes de

que se cierren las puertas!

UNA VOZ. — ¡Pronto! ¡No toques a ese que estaba cerca

del muerto!

UNA VOZ. — ¡Está marcado!

UNA VOZ. — ¡Apártate! ¡Apártate!

Lo golpean. La tercera puerta se cierra.

UNA VOZ. — ¡Oh Dios grande y terrible!

UNA VOZ. — ¡Pronto! ¡Lleva lo necesario, el colchón y la

jaula de los pájaros! ¡No olvides el collar del perro!

¡También el tiesto de menta fresca! ¡La masticaremos hasta

llegar al mar!

UNA VOZ. — ¡Al ladrón! ¡Al ladrón! ¡Se ha llevado el

mantel bordado de mi boda!

Lo persiguen. Lo alcanzan. Le pegan. La cuarta puerta se

cierra.

UNA VOZ. — ¡Esconde eso! ¿quieres? ¡esconde nuestras

provisiones! UNA voz. — No tengo nada para el camino,

dame un pan, hermano. Te daré mi guitarra con

incrustaciones de nácar.

UNA VOZ. — Este pan es para mis hijos, no para los que se

dicen mis hermanos. Hay grados en el parentesco.

UNA VOZ. —• ¡Un pan, todo mi dinero por un solo pan!

La quinta puerta se cierra.

EL CORO. — ¡Pronto! ¡Queda una sola puerta abierta! La

plaga anda más rápida que nosotros. Odia el mar y no quiere

que vayamos a él. Las noches son tranquilas, las estrellas

corren por encima del mástil. ¿Qué haría aquí la peste?

Quiere guardarnos, nos ama a su manera. Quiere que seamos

felices como ella lo entiende, no como nosotros lo queremos.

Son los placeres forzados, la vida fría, la dicha a perpetuidad.

Todo se fija, ya no sentimos en los labios la antigua frescura

del viento.

UNA VOZ. — ¡Padre, no me abandones, soy tu pobre!

El sacerdote huye.

EL POBRE. — ¡Se va, se va! ¡Guárdame a tu lado! ¡Es tu

tarea ocuparte de mí! Si te pierdo, lo he perdido todo!

El sacerdote escapa. El pobre cae gritando.

EL POBRE. — ¡Cristianos de España, os han abandonado!

EL QUINTO MENSAJERO (separa las palabras). — En

fin, y esto será el resumen.

LA PESTE y su SECRETARIA frente al PRIMER

ALCALDE sonríen y aprueban congratulándose.

EL QUINTO MENSAJERO. — A fin de evitar todo

contagio por medio del aire, como las mismas palabras

pueden ser vehículo de la infección, se ordena a cada uno de

los habitantes tener constantemente en la boca un tapón

embebido en vinagre que los preservará del mal al mismo

tiempo que los inducirá a la discreción y al silencio.

A partir de este momento cada uno se mete un pañuelo en la

boca y el número de VOCES disminuye al mismo tiempo que

la amplitud de la orquesta. El CORO comenzado a varias

VOCES terminará en una sola, hasta la pantomima final que

se desenvuelve en un silencio absoluto, las bocas de los

personajes llenas e hinchadas. La última puerta se cierra

con un golpe brusco.

EL CORO. — i Maldición! ¡ Maldición! ¡Estamos solos, la

Peste y nosotros! ¡La última puerta se ha cerrado! Ya no

oímos nada. El mar queda, en adelante, demasiado lejos.

Ahora estamos en el dolor y hemos de dar vueltas en esta

ciudad estrecha, sin árboles y sin aguas, encerrada por altas

puertas lisas, coronada por multitudes aullantes, Cádiz, en

fin, como la arena negra y roja donde van a realizarse los

homicidios rituales. ¡Hermanos, esta pena es mayor que

nuestra falta, no merecíamos esta prisión! Nuestro corazón

no era inocente, pero amábamos el mundo y sus estíos: ¡esto

debería habernos salvado! ¡Los vientos han cesado y el cielo

está vacío! Vamos a callar por mucho tiempo. Pero por

última vez antes de que nuestras bocas se cierren bajo la

mordaza del terror, gritaremos en el desierto.

Gemidos y silencio.

De la orquesta sólo quedan las campanas. El zumbido del

cometa se reanuda suavemente. En el palacio del

gobernador reaparecen LA PESTE y su SECRETARIA. LA

SECRETARIA avanza tachando un nombre a cada paso,

mientras la batería escande cada -uno de sus movimientos.

NADA ríe burlón y la primera carreta de muertos pasa

rechinando. LA PESTE se yergue en la cima del decorado y

hace una señal. Todo se detiene: movimientos y ruidos. LA

PESTE habla.

LA PESTE. — Yo reino, esto es un hecho; es, pues, un

derecho. Pero es un derecho que no se discute: debéis

adaptaros.

Por lo demás, no es engañéis; si reino es a mi manera, y sería

más justo decir que funciono. Vosotros los españoles sois un

poco imaginativos y me veríais de buena gana abajo la

apariencia de un rey negro o de un suntuoso insecto.

¡Necesitáis patetismo, ya se sabe! ¡Pues bien! No. Yo no

tengo cetro y he adoptado visos de suboficial. Porque es mi

manera de vejaros, pues está bien que seáis vejados: tenéis

que aprenderlo todo. Vuestro rey tiene las uñas negras y un

uniforme estricto. No reina, preside. Su palacio es un cuartel,

su pabellón de caza un tribunal. Queda proclamado el estado

de sitio.

Por eso, observadlo, cuando yo llego, el patetismo

desaparece.

El patetismo queda prohibido, junto con algunas otras

patraña como la ridícula angustia de la felicidad, el rostro

estúpido de los enamorados, la contemplación egoísta de los

paisajes y la ironía culpable. En lugar de todo esto, traigo la

organización. Quizá os moleste un poco al principio, pero

terminaréis por comprender que una buena organización vale

más que un mal patetismo. Y para ilustrar este bello

pensamiento, comienza por separar a los hombres de las

mujeres: esto tendrá fuerza de ley.

Así lo hacen los guardias.

Vuestras macacadas han tenido su momento. ¡Ahora, a

ponerse serios!

Supongo que ya me habéis comprendido. A partir de hoy,

aprenderéis a morir en orden. Hasta ahora habéis muerto a la

española, un poco al azar, a juicio de cada uno por así decirlo.

Moríais porque había hecho frío después de hacer calor,

porque vuestras muías daban coces, porque la línea de los

Pirineos estaba azul, porque en la primavera el río

Guadalquivir es atrayente para el solitario, o porque hay

imbéciles mal aleccionados que matan por provecho o por

honor, cuando es tanto más distinguido matar por los

placeres de la lógica. Sí, moríais mal. Un muerto aquí, un

muerto allá, éste en su cania, aquél en la arena: era el

libertinaje. Pero afortunadamente este desorden va a ser

administrado. Una sola muerte para todos y de acuerdo con

el hermoso orden de una lista. Tendréis vuestras fichas, ya

no moriréis por capricho. El destino en adelante se ha puesto

juicioso, ha instalado sus oficinas. Figuraréis en la estadística

y por fin serviréis para algo. Porque olvidaba decíroslo:

moriréis, por supuesto, pero seréis incinerados en seguida, o

aun antes; es más limpio y forma parte del plan. ¡España

primero!

¡Ponerse en fila para morir bien, eso es, pues, lo principal! A

ese precio gozaréis de mi favor. Pero atención con las ideas

desatinadas, con los furores del alma, como vosotros decís,

con las pnqueñas fiebres, que hacen las grandes rebeliones.

He suprimido eitas complacencias y he puesto la lógica en

su lugar. Me horrorizan la diferencia y el desatino. A partir

de hoy seréis, pues, razonables, es decir, tendréis vuestra

insignia. Marcados en las ingles, llevaréis públicamente bajo

la axila la estrella del bubón que os señalará para ser

atacados. Los otros, aquéllos que, persuadidos de que tal

cosa no es de su incumbencia, hacen cola en las arenas del

domingo, se apartarán de vosotros, los sospechosos. Pero no

abriguéis ninguna amargura: es de su incumbencia. Están en

la lista y yo no olvido a nadie. Todos sospechosos; es un buen

comienzo.

Además, nada de esto impide el sentimentalismo. Me gustan

los pájaros, las primeras violetas, la boca fresca de las

muchachas. De tarde en tarde es refrescante, y es muy cierto

que soy idealista. Mi corazón: Pero siento que me enternezco

y no quiero ir más lejos. Resumamos. Os traigo el silencio,

el orden y la absoluta justicia. No os pido que me lo

agradezcáis, pues lo que hago por vosotros es muy natural.

Pero exijo vuestra colaboración activa. Mi ministerio ha

comenzado.

TELÓN

SEGUNDA PARTE

Una plaza de Cádiz. Del lado del jardín, la portería del

cementerio. Del lado del patio, tin muelle. Cerca del muelle

la casa del juez. Al levantarse el telón, los sepultureros, con

ropas de presidiarios, acarrean muertos. El chirrido de la

carreta se deja oír entre bastidores. La carreta entra y se

detiene en medio de la escena. Los presidiarios la cargan.

Vuelve a dirigirse a la portería. En el momento en que se para

delante del cementerio, música militar; la portería se abre al

público por tina de sus paredes. Parece el patio de una

escuela. LA SECRETARIA preside. Un poco más abajo,

mesas como las que se usan para distribuir tarjetas de

abastecimiento. Detrás de una de ellas, el PRIMER

ALCALDE, con sus bigotes blancos, rodeado de

funcionarios. La música se refuerza. Del otro lado los

guardias empujan al pueblo y lo conducen delante de la

portería, mujeres y hombres separados. Luz en el centro.

Desde lo alto de su palacio, la PESTE dirige a obreros

invisibles, cuya agitación en torno a la escena es lo único que

se percibe.

LA PESTE. — Vamos, daos prisa, vosotros. Las cosas

marchan con mucha lentitud en esta ciudad, este pueblo no

es trabajador. Le gusta el ocio, es evidente. Yo sólo concibo

la inactividad en los cuarteles y en las filas de espera. Este

ocio es bueno, vacía el corazón y las piernas. Es un ocio que

no sirve para nada. ¡Despachemos! Terminad de plantar la

torre, la vigilancia no está en su sitio. Rodead la ciudad de

alambradas de púas. A cada uno su primavera; la mía tiene

rosas de hierro. Encended los hornos, son nuestros fuegos de

artificio. ¡Guardias! Poned nuestras estrellas en las casas de

las que me propongo ocufagrne. ¡Uited» querj* da amiga,

comience a confeccionar las listas yWnaga UeníurUios-

certificados de existencia!

LA PESTE sale por el otro lado.

EL PESCADOR (es el corifeo). — ¿Un certificado de

existencia, para qué?

LA SECRETARIA. — ¿Para qué? ¿Cómo prescindiría usted

de un certificado de existencia para vivir?

EL PESCADOR. —Hasta ahora habíamos vivido muy bien

sin eso.

LA SECRETARIA. —Porque no estaban gobernados. En

cambio ahora lo están. Y el gran principio de nuestro

gobierno es justamente que siempre se necesita un

certificado. Uno puede prescindir de pan y de mujer, pero de

un certificado en regla y que certifique cualquier cosa, ¡de

eso no sería posible privarse!

EL PESCADOR. — Hace tres generaciones que mi familia

arroja las redes y el trabajo siempre se ha hecho como Dios

manda; ¡sin un papel escrito, se lo juro!

UNA VOZ. —Somos carniceros de padres a hijos. Y para

matar los carneros no nos servimos de un certificado.

LA SECRETARIA. — ¡Vivían ustedes en la anarquía, eso

es todo! ¡Observen que no tenemos nada contra los

mataderos, al contrario! Pero hemos introducido en ellos los

perfeccionamientos de la contabilidad. Esa es nuestra

superioridad. En cuanto a las redadas, verán también que

tenemos buenas fuerzas. Señor primer alcalde: ¿tiene usted

los formularios?

EL PRIMER ALCALDE. — Aquí están.

LA SECRETARIA. — Guardias, ¿quieren ayudar al señor

para que avance?

Hacen avanzar al PESCADOR.

EL PRIMER ALCALDE (lee). — Apellidos, nombres,

condición.

LA SECRETARIA. —Prescinda de eso. El señor llenará

solo los blancos.

EL PRIMER ALCALDE. — Curriculum vitae.

EL PESCADOR. — No comprendo.

LA SECRETARIA. —Debe usted indicar aquí los

acontecimientos importantes de su vida. ¡Es una manera de

entablar conocimiento!

EL PESCADOR. —Mi, vida me pertenece. Es algo privado,

que a nadie le importa.

LA SECRETARIA. — ¡Algo privado! Esas palabras no

tienen sentido para nosotros. Se trata naturalmente de su vida

pública. Por lo demás, la única que le está autorizada. Señor

alcalde, pase al detalle.

EL PRIMER ALCALDE. — ¿Casado?

EL PESCADOR. —En el .

EL PRIMER ALCALDE. — ¿Motivos de la unión?

EL PESCADOR. — ¡Motivos! ¡La sangre me hierve!

LA SECRETARIA. —Así está escrito. ¡Y es una buena

manera de hacer público lo que debe cesar de ser personal!

EL PESCADOR. —Me casé porque es lo que se hace cuando

se es un hombre.

EL PRIMER ALCALDE. — ¿Divorciado?

EL PESCADOR. — No, viudo.

EL PRIMER ALCALDE. — ¿Ha vuelto a casarse?

EL PESCADOR. — No.

LA SECRETARIA. — ¿Por qué?

EL PESCADOR (gritando). — Quería a mi mujer.

LA SECRETARIA. — ¡Extraño! ¿Por qué?

EL PESCADOR. — ¿Puede explicarse todo?

LA SECRETARIA. — ¡En una sociedad bien organizada, sí!

EL PRIMER ALCALDE. — ¿Antecedentes?

EL PESCADOR. —¿Qué es eso?

LA SECRETARIA. — ¿Ha sido condenado por pillaje,

perjurio o violación?

EL PESCADOR. — ¡Nunca!

LA SECRETARIA. — ¡Un hombre honrado, me lo

sospechaba! Señor primer alcalde, agregará usted la

advertencia: vigilarlo.

EL PRIMER ALCALDE. — ¿Sentimientos cívicos?

EL PESCADOR. — Siempre he servido bien a mis

conciudadanos. Nunca he dejado que se marchara un pobre

sin algún buen pescado.

LA SECRETARIA. — Esa manera de responder no está

autorizada.

EL PRIMER ALCALDE.— ¡Oh, esto puedo explicarlo!

¡Los sentimientos cívicos, como usted sabe, son cosa mía!

¡Se trata de saber, buen hombre, si es usted de los que

respetan el orden existente por la sola razón de que existe!

EL PESCADOR. —Sí, cuando es justo y razonable.

LA SECRETARIA. — ¡Dudoso! ¡Anote que los

sentimientos cívicos son dudosos! Y lea la última pregunta.

EL PRIMER ALCALDE (descifrando penosamente). —

¿Razones de ser?

EL PESCADOR. — Que mi madre sea mordida en el lugar

del pecado si comprendo algo de esa jerga.

LA SECRETARIA. — Eso significa que es necesario dar las

razones que usted tiene de estar en vida.

EL PESCADOR. — ¡Las razones! ¿Qué razones quiere

usted que encuentre?

LA SECRETARIA. — ¡Ya lo ve! Anótelo, señor primer

alcalde, el infrascripto reconoce que su existencia es

injustificable. Estaremos más libres cuando llegue el

momento. Y usted, infrascripto, comprendere mejor que e'

certificado de existencia que se le entrega sea provisional y

a plazo fijo.

EL PESCADOR. — Provisional o no, démelo para volver de

una vez a casa, que me esperan.

LA SECRETARIA. — ¡Por cierto! Pero antes deberá traer

un certificado de salud que le será entregado, mediante

algunas formalidades, en el primer piso, división de asuntos

en curso, oficina de espera, sección auxiliar.

EL PESCADOR sale. La carreta de los muertos ha llegado

entre tanto a la puerta del cementerio; comienzan a

descargarla. Pero NADA, borracho, salta de la carreta

lanzando alaridos.

NADA. — ¡Pero si les digo que no estoy muerto!

Quieren volver a meterlo en la carreta. Escapa y entra en

la

portería.

NADA. — ¡Bueno, qué! ¡Si estuviera muerto se vería! ¡Oh,

perdón!

LA SECRETARIA. —No es nada. Acérquese.

NADA. —Me han cargado en la carreta. ¡Pero había bebido

demasiado, eso es todo! ¡La cuestión es suprimir!

LA SECRETARIA. — ¿Suprimir qué?

NADA. — ¡Todo, encanto mío! Cuanto más se suprime,

mejor van las cosas. ¡Y si se suprime todo, es el paraíso! Los

enamorados, mire usted: ¡me dan horror! Cuando pasan

delante de mí, escupo. ¡A espaldas de ellos, por supuesto,

porque los hay rencorosos! ¡Y los niños, cochina rafea! ¡Las

flores, con ese aire estúpido, los ríos, incapaces de cambiar

de idea! ¡Ah! ¡Suprimamos, suprimamos! ¡Es mi filosofía!

¡Dios niega el mundo, y yo niego a Dios! ¡Viva nada, puesto

que es la única cosa que existe!

LA SECRETARIA. — ¿Y cómo suprimir todo eso?

NADA. — ¡Beber, beber hasta la muerte y todo desaparece!

LA SECRETARIA. — ¡Mala técnica! ¡La nuestra es mejor!

¿Cómo te llamas?

NADA. — Nada.

LA SECRETARIA. — ¿Cómo?

NADA. — Nada.

LA SECRETARIA. — Te pregunto tu nombre.

NADA. —Ése es mi nombre.

LA SECRETARIA. —Eso sí que está bien! ¡Con semejante

nombre, tenemos que trabajar juntos! Pasa de este lado. Serás

funcionario de nuestro reino.

Entra EL PESCADOR.

LA SECRETARIA. — Señor alcalde, ¿quiere usted enterar

al señor Nada? Entre tanto, guardias, venderéis las insignias.

(Se acerca a DIEGO.) Buenos días. ¿Quiere comprar una

insignia?

DIEGO. — ¿Qué insignia?

LA SECRETARIA. — La insignia de la peste, vamos. (Una

pausa.) Es usted libre de rechazarla. No es obligatoria.

DIEGO. —Entonces la rechazo.

LA SECRETARIA. —Muy

VICTORIA.) ¿Y usted?

bien.

(Acercándose

a

VICTORIA. — No la conozco a usted.

LA SECRETARIA. — Perfecto. Les hago notar

simplemente que aquellos que se niegan a llevar esta insignia

tienen la obligación de llevar otra.

DIEGO. — ¿Cuál?

LA SECRETARIA. — Pues la insignia de los que se niegan

a llevar la insignia. De este modo se sabe desde el primer

momento con quién tiene uno que habérselas.

EL PESCADOR. —Discúlpeme. . .

LA SECRETARIA (volviéndose hacia DIEGO y

VICTORIA). — ¡Hasta pronto! (Al PESCADOR.) ¿Qué pasa

ahora?

EL PESCADOR (con furor creciente). — Vengo del primer

piso, y me respondieron que debía llegarme aquí para

obtener el certificado de existencia sin el cual no me darán

certificado de salud.

LA SECRETARIA. — ¡Es clásico!

EL PESCADOR. — ¿Cómo, clásico?

LA SECRETARIA. —Sí, eso prueba que esta ciudad

comienza a estar administrada. Nuestra convicción es que

ustedes son culpables. Culpables de ser gobernados,

naturalmente. Pero es necesario que ustedes mismos

comprendan que son culpables. Y no se considerarán

culpables mientras no se sientan cansados. Los están

cansando, eso es todo. Cuando estén extenuados de fatiga, lo

demás marchará solo.

EL PESCADOR. — ¿Por lo menos puedo conseguir ese

maldito certificado de existencia?

LA SECRETARIA. —En principio no, pues necesita usted

primero un certificado de salud para conseguir un certificado

de existencia. Aparentemente no hay salida.

EL PESCADOR. — ¿Y entonces?

LA SECRETARIA. — Entonces queda nuestra buena

voluntad. Pero es a corto plazo, como toda buena voluntad.

Le damos, pues, este certificado por favor especial.

Simplemente, sólo será válido por una semana. Dentro de

una semana veremos.

EL PESCADOR. — ¿Veremos qué?

LA SECRETARIA. —Veremos si cabe renovárselo.

EL PESCADOR. — ¿Y si no me lo renuevan?

LA SECRETARIA. — Como su existencia ya no tendrá

garantía, se procederá sin duda a cancelarlo. Señor alcalde,

asiente ese certificado en trece ejemplares.

EL PRIMER ALCALDE. — ¿Trece?

LA SECRETARIA. — ¡Sí! Uno para el interesado y doce

para el buen funcionamiento.

Luz en el centro.

LA PESTE. —Haga empezar los grandes trabajos inútiles.

Usted, querida amiga, tenga lista la balanza de las

deportaciones y concentraciones. Active la transformación

de los inocentes en culpables para que la mano de obra

alcance. ¡Deporte el que sea importante! ¡Vamos a carecer

de hombres, seguramente! ¿Cómo andamos con el

empadronamiento?

LA SECRETARIA. — ¡Está en curso, todo marcha bien y

me parece que estas buenas gentes me han comprendido!

LA PESTE. — Es usted demasiado fácil de enternecer,

querida amiga. Siente la necesidad de que la comprendan. Es

un defecto para su oficio. Estas buenas gentes, como usted

dice, naturalmente, no han comprendido nada, pero no tiene

importancia. Lo esencial no es que comprendan sino que se

ejecuten. ¡Vaya! Es una expresión llena de sentido, ¿no le

parece?

LA SECRETARIA. — ¿Qué expresión?

LA PESTE. —Ejecutarse. ¡Vamos, vosotros ejecutaos,

ejecutaos! ¿Eh? ¡Qué fórmula!

LA SECRETARIA. — ¡Magnífica!

LA PESTE. — ¡Magnífica! ¡Está todo en ella! En primer

lugar la imagen de la ejecución, que es una imagen

enternecedora, y luego la idea de que el ejecutado colabora

en su ejecución, que es el fin y el consolidamiento de todo

buen gobierno!

Ruido en el fondo.

LA PESTE. — ¿Qué es eso?

El coro de las mujeres se agita.

LA SECRETARIA. — Son las mujeres que se agitan.

EL CORO. — Esta tiene algo que decir.

LA PESTE. —Acércate.

UNA MUJER (avanzando). —¿Dónde está mi marido?

LA PESTE. — ¡Bueno, bueno! ¡Ahí está el corazón humano,

como dicen! ¿Qué le ha pasado a tu marido?

LA MUJER. — No ha vuelto.

LA PESTE. —Cosa vulgar. No te preocupes de nada. Ya

encontró una cama.

LA MUJER. —Es un hombre y se respeta.

LA PESTE. — ¡Naturalmente, un fénix! Ocúpese de esto,

querida amiga.

LA SECRETARIA. — ¡Apellido y nombre!

LA MUJER. — Gálvez, Antonio.

LA SECRETARIA mira su libreta y habla al oído de LA

PESTE.

LA SECRETARIA. — ¡Bueno! Tiene la vida a salvo,

alégrate.

LA MUJER. — ¿Qué vida?

LA SECRETARIA. — ¡La vida de castillo!

LA PESTE. —Sí,' lo deporté con algunos otros que hacían

ruido y los quise perdonar, quise ser benévolo con ellos.

LA MUJER (retrocediendo). — ¿Qué ha hecho usted?

LA PESTE (con rabia histérica). — Los he concentrado.

¡Hasta ahora vivían en la dispersión y la frivolidad, un poco

diluidos, por así decirlo! ¡Ahora son más firmes, se

concentran!

LA MUJER (huyendo hacia el CORO que se abre para

acogerla). — ¡Ah! ¡Mísera! ¡Mísera de mí!

EL CORO. — ¡Míseras! ¡Míseras de nosotras!

LA PESTE. — ¡Silencio! ¡No os quedéis inactivas! ¡Haced

algo! ¡Ocupaos! (Soñador.) Ellos se ejecutan, se ocupan, se

concentran. La gramática es algo bueno, puede servir para

todo!

Luz rápida en la portería donde NADA está sentado con el

alcalde. Delante de él, filas de administrados:

UN HOMBRE. — La vida ha aumentado y los salarios son

insuficientes.

NADA. —Ya lo sabíamos y aquí tenemos un nuevo arancel.

Acaba de ser establecido.

EL HOMBRE. — ¿Cuál será el porcentaje de aporte?

NADA (lee). — ¡Es muy sencillo! Arancel número . "El

decreto de revaloración de los salarios interprofesionales y

subsiguientes establece supresión del salario de base y

liberación incondicional de las escalas móviles que reciben

de este modo licencia de llegar a un salario máximo que

queda por prever. Las escalas, suprimidas las mejoras

otorgadas ficticiamente por el arancel número ,

continuarán sin embargo siendo calculadas, fuera de las

modalidades propiamente dichas de reclasificación, sobre el

salario de base precedentemente suprimido."

EL HOMBRE. — ¿Pero qué aumento representa eso?

NADA. —El aumento es para más adelante, el arancel para

hoy. Añadimos un arancel, eso es todo.

EL HOMBRE. — Pero ¿qué quiere usted que hagamos con

ese arancel?

NADA (gritando). — ¡Qué se lo coman! El siguiente. (Se

presenta otro hombre.) Tú quieres abrir un comercio. Buena

idea, ya lo creo. Bueno, pues empieza por llenar este

formulario. Mete los dedos en esta tinta. Ponlos aquí.

Perfecto.

El HOMBRE. — ¿Dónde puedo limpiarme?

NADA. — ¿Dónde puedo limpiarme? (Hojea un legajo.) En

ninguna parte. No está previsto por el reglamento.

EL HOMBRE. —Pero no puedo quedarme así.

NADA. — ¿Por qué no? Además, ¿qué te importa, si no

tienes el derecho de tocar a tu mujer? Y te conviene.

EL HOMBRE. — ¿Cómo que me conviene?

NADA. — Sí. Te humilla, en consecuencia, te conviene.

Pero volvamos a tu comercio. ¿Prefieres beneficiarte con el

artículo del capítulo de la decimosexta circular

contante para el quinto reglamento general, o bien con el

párrafo del artículo de la circular del reglamento

particular?

EL HOMBRE. — ¡Pero no conozco ninguno de los dos

textos!

NADA. — ¡Por supuesto, hombre! Tú no los conoces. Yo

tampoco. Pero como de todos modos hay que decidirse,

haremos que te beneficies con los dos a la vez.

EL HOMBRE. —Es mucho. Nada, y te lo agradezco.

NADA. —No me lo agradezcas. Porque parece que uno de

los artículos te concede el derecho de tener el comercio,

mientras que el otro te quita el de vender cualquier cosa.

EL HOMBRE. — Pero ¿qué es eso?

NADA. — ¡El orden!

Llega una mujer, enloquecida.

NADA. — ¿Qué pasa, mujer?

LA MUJER. — Mi casa ha sido requisada.

NADA. — Bueno.

LA MUJER. —Han instalado en ella servicios

administrativos.

NADA. — ¡Por supuesto!

LA MUJER. —Pero estoy en la calle y me prometieron

alojamiento.

NADA. — ¡Ya ves: se ha pensado en todo!

LA MUJER. — Sí, pero hay que hacer una demanda que

seguirá su curso. Entre tanto, mis hijos están en la calle.

NADA. —Razón de más para que hagas la demanda. Llena

este formulario.

LA MUJER (toma el formulario). — ¿Pero marchará

rápido?

NADA. — Puede marchar rápido con tal de que alegues una

justificación de urgencia.

LA MUJER. — ¿Qué es eso?

NADA. —Un documento que pruebe que para ti es urgente

no seguir en la calle.

LA MUJER. —Mis hijos no tienen techo; ¿hay algo más

urgente que dárselo?

NADA. —No te darán alojamiento porque tus hijos estén en

la calle. Te darán alojamiento si presentas un testimonio. No

es lo mismo.

LA MUJER. —Nunca he podido entender ese lenguaje. ¡El

diablo habla de ese modo y nadie lo entiende!

NADA. —No es casualidad, mujer. El asunto aquí es

proceder de suerte que nadie entienda, hablando la misma

lengua. Y puedo decirte que nos acercamos al instante

perfecto en que todo el mundo hablará sin encontrar nunca

eco, y en que los dos lenguajes que se enfrentan en esta

ciudad, se destruirán uno al otro con tal obstinación que todo

habrá de encaminarse hacia el logro último que es el silencio

y la muerte.

LA MUJER. —Justicia es que los niños coman lo que tienen

ganas y no sientan frío. Justicia es que mis pequeños vivan.

Los eché al mundo en una tierra de alegría. El mar brindó el

agua de su bautismo. No necesitan otras riquezas. No pido

para ellos nada más que el pan de cada día y el sueño de los

pobres. No es nada y sin embargo eso es lo que negáis. Y si

negáis a los desventurados el pan, no hay lujo, ni hermosas

palabras, ni promesas misteriosas que os otorguen el perdón

jamás. Al mismo ...

NADA. —Optad por vivir de rodillas antes que morir tiempo

de pie, a fin de que el universo encuentre su orden medido

con la escuadra de las potencias, compartido entre los

muertos tranquilos y las hormigas en adelante bien educadas,

paraíso puritano privado de praderas y de pan, donde

circulan ángeles policías de alas mayúsculas entre

bienaventurados hartos de papel y de fórmulas nutritivas, de

rodillas ante el condecorado dios destructor de todas las

cosas y decididamente consagrado a disipar los antiguos

delirios de un mundo demasiado delicioso.

NADA. — ¡Viva nada! Ya nadie se entiende: ¡estamos en el

instante perfecto!

Luz en el centro. Se recortan barracas y alambradas,

miradores y. algunos otros monumentos hostiles. Entra

DIEGO con la máscara, como si se viera acosado. Ve los

monumentos, el pueblo y la PESTE.

DIEGO (dirigiéndose al CORO).— ¿Dónde está España?

¿Dónde está Cádiz? ¡Esta decoración no pertenece a ningún

país! Estamos en otro mundo, donde el hombre no puede

vivir. ¿Por qué estáis mudos?

EL CORO. — ¡Tenemos miedo! ¡Ah, si soplara viento! . . .

DIEGO. — Yo también tengo miedo. ¡Hace bien proclamar

el miedo! Gritad, el viento responderá.

EL CORO. — ¡Éramos un pueblo y ahora somos una masa!

¡Nos invitaban; vednos convocados! ¡Cambiábamos pan y

leche, ahora nos abastecen! ¡Arrastramos los pies! (Los

arrastran.) ¡Arrastramos los pies y decimos que nadie puede

nada por nadie y que hemos de esperar, cada uno en su sitio,

en el lugar asignado! ¿Para qué gritar? ¡Nuestras mujeres ya

no tienen el rostro de flor que nos sofocaba de deseo, España

ha desaparecido! ¡Arrastremos los pies! ¡Arrastremos los

pies! ¡Ah, dolor! ¡Arrastramos los pies sobre nosotros

mismos! ¡Nos ahogamos en esta ciudad clausurada! ¡Ah, sí

soplara el viento! . . .

LA PESTE. —Esto es cordura. Acércate Diego, ahora que

has comprendido.

En el cielo ruido de cancelaciones.

DIEGO. — ¡Somos inocentes!

LA PESTE lanza una carcajada.

DIEGO (gritando). — ¿La inocencia, verdugo, comprendes

la inocencia?

LA PESTE. — ¡La inocencia! ¡No la conozco!

DIEGO. —Entonces, acércate. El más fuerte matará al otro.

LA PESTE. — El más fuerte soy yo, inocente. Mira.

Hace una señal a los guardias, quienes avanzan hacia

DIEGO. Éste huye.

LA PESTE. — ¡Corredlo! ¡No lo dejéis escapar! ¡El que

huye nos pertenece! Mareadlo.

Los guardias corren a DIEGO. Persecución mimada en el

escenario corpóreo. Silbato. Sirenas de alarma.

EL CORO. — ¡Aquél corre! Tiene miedo y lo dice. ¡No es

dueño de sí, está enloquecido! Nosotros nos hemos vuelto

juiciosos. Nos administran. Pero en el silencio de las

oficinas, escuchamos un largo grito contenido que es el de

los corazones separados y que nos habla del mar bajo el sol

de mediodía, del olor de las cañas en la noche, de los brazos

frescos de nuestras mujeres. Nuestras caras están selladas,

nuestros pasos contados, nuestras horas ordenadas, pero

nuestro corazón rechaza el silencio. Rechaza las listas y las

matrículas, los muros que no terminan, los barrotes en las

ventanas, los amaneceres erizados de fusiles. Los rechaza

como éste que corre para llegar a una casa, huyendo de esta

decoración de sombras y de números, para encontrar al fin

un refugio. Pero el único refugio es el mar del cual nos

separan esos muros. Que el viento sople y por fin podremos

respirar. . .

DIEGO, en efecto, se ha precipitado hacia una casa. Los

guardias se detienen delante de la puerta y allí apostan

centinelas.

LA PESTE (gritando). — ¡Mareadlo! ¡Mareadlos a todos!

¡Aun lo que no dicen puede oírse todavía! ¡Ya no pueden

protestar, pero su silencio chirría! ¡Aplastadles las bocas!

Amordazadlos y enseñadles las directivas hasta que ellos

también repitan siempre la misma cosa, hasta que se

conviertan por fin en los buenos ciudadanos que

necesitamos.

De las bóvedas caen entonces, vibrantes como si pasaran por

megáfonos, nubes de slogans que se amplifican a medida que

son repetidos y que cubren el CORO con la boca cerrada

hasta que reina un silencio absoluto.

¡Una sola PESTE, un solo pueblo!

¡Concentraos, ejecutaos, ocupaos!

¡Una buena PESTE vale más que dos libertades!

¡Deportad, torturad, siempre quedará algo!

Luz en casa del JUEZ.

VICTORIA. — No, padre. No entregará usted a esta vieja

sirvienta con el pretexto de que está contaminada. Olvida que

me ha criado y que lo ha servido sin quejarse nunca.

EL JUEZ. — ¿Quién se atrevería a censurar lo que he

decidido?

VICTORIA. — No puede usted decidir en todo. El dolor

también tiene sus derechos.

EL JUEZ. —Mi papel es preservar esta casa e impedir que

el mal' penetre en ella. Yo. . .

Entra de improviso DIEGO.

EL JUEZ. — ¿Quién te ha permitido que entres aquí?

DIEGO. — ¡El miedo me ha empujado a tu casa! Huyo de la

Peste.

EL JUEZ. —No la huyes, la traes contigo. (Señala con el

dedo a DIEGO la marca que lleva ahora en la axila.

Silencio. Dos o tres silbatos a lo lejos.) Vete de esta casa.

DIEGO. — ¡Déjame! Si me echas, me mezclarán con todos

los otros, y será el amontonamiento de la muerte.

EL JUEZ. — Soy el servidor de la ley, no puedo acogerte

aquí.

DIEGO. —Tú servías la antigua ley. Nada tienes que hacer

con la nueva.

EL JUEZ. —Yo no sirvo la ley por lo que dice sino porque

es la ley.

DIEGO. — ¿Y si la ley es el crimen?

EL JUEZ. —Si el crimen se convierte en ley, cesa de ser

crimen.

DIEGO. — ¡Y hay que castigar la virtud!

EL JUEZ. —Hay que castigarla, en efecto, si tiene la

arrogancia de discutir la ley.

VICTORIA. — Casado, no es la ley la que te hace obrar: es

el miedo.

EL JUEZ. —Este también tiene miedo.

VICTORIA. —Pero todavía no ha traicionado nada.

EL JUEZ. — Traicionará. Todo el mundo traiciona porque

todo el mundo tiene miedo. Todo el mundo tiene miedo

porque nadie es puro.

VICTORIA. — Padre, pertenezco a este hombre, usted lo ha

consentido. Y no puede quitármelo después de habérmelo

dado ayer.

EL JUEZ. — No he dicho que sí a tu boda. He dicho que sí

a tu partida.

VICTORIA. — Yo sabía que usted no me quería.

EL JUEZ (la mira). — Toda mujer me inspira horror.

(Llaman brutalmente a la puerta.) ¿Qué pasa?

UN GUARDIA (afuera). —La casa está condenada por

haber cobijado a un sospechoso. Todos los habitantes están

en observación.

DIEGO (lanzando una carcajada). — La ley es buena, tú

bien lo sabes. Pero es un poco nueva y no la conocías del

todo. ¡Juez, acusados y testigos, todos somos ahora

hermanos!

Entran LA MUJER DEL JUEZ, EL HIJO MENOR y LA

HIJA.

LA MUJER. — Han atrincherado la puerta.

VICTORIA. —La casa está condenada.

EL JUEZ. — Por él. Y voy a denunciarlo. Entonces abrirán

la casa.

VICTORIA. —Padre, su honor se lo prohíbe.

EL JUEZ. —El honor es asunto de hombres y ya no hay

hombres en esta ciudad.

Se oyen silbatos, ruido de carrera que se acerca. DIEGO

escucha, mira a todas partes con ojos enloquecidos y se

apodera bruscamente del niño.

DIEGO. — ¡Mira, hombre de la ley! Si haces un solo gesto,

aplastaré la boca de tu hijo sobre la señal de la Peste.

VICTORIA. —Diego, eso es una cobardía.

DIEGO. —Nada es cobardía en la ciudad de los cobardes.

LA MUJER (corriendo hacia el JUEZ) — ¡Prométeselo,

Casado! Promete a ese loco lo que quiere.

LA HIJA DEL JUEZ. —No, padre, no haga nada. No es cosa

nuestra.

LA MUJER. —No la escuches. Bien sabes que odia a su

hermano.

EL JUEZ. —Tiene razón. No es cosa nuestra

LA MUJER. —Y tú también odias a mi hijo.

EL JUEZ. —Tu hijo, en efecto.

LA MUJER. — ¡Oh! Tú no eres hombre que se atreva a

recordar lo que estaba perdonado.

EL JUEZ.—No ha perdonado. Seguí la ley que, a los ojos de

todos, me hacía padre de este niño.

VICTORIA. — ¿Es cierto, madre?

LA MUJER. — Tú también me desprecias.

VICTORIA. — No. Pero todo se hunde al mismo tiempo. El

alma vacila.

El JUEZ da un paso hacia la puerta.

DIEGO. — El alma vacila, pero la ley nos sostiene, ¿no es

cierto, juez? ¡Todos hermanos! (Levanta al niño delante de

él.) Y también tú, a quien daré el beso de los hermanos.

LA MUJER. — ¡Espera, Diego, te lo suplico! No seas como

éste, que se ha endurecido hasta el corazón. Pero se detendrá.

(Corre hacia la puerta y se interpone en el camino del

JUEZ.) Vas a ceder, ¿no es cierto?

LA HIJA DEL JUEZ. — ¿Por qué había de ceder y qué le

importa ese bastardo que ocupa aquí el lugar principal?

LA MUJER. —Calla, te corroe la envidia y ya estás toda

negra. (Al JUEZ.) Pero tú, tú que te acercas a la muerte, bien

sabes que nada hay que envidiar en la tierra, fuera del sueño

y la paz. Bien sabes que dormirás mal en tu lecho solitario si

dejas hacer eso.

EL JUEZ. —La ley está de mi parte. Ella me dará el reposo.

LA MUJER. —Escupo en tu ley. ¡Yo cuento con el derecho,

el derecho de los que no quieren estar separados, el derecho

de los culpables al perdón, y el de los arrepentidos a ser

reivindicados! Sí, escupo en tu ley. ¿Estaba de tu parte la ley

cuando presentaste excusas cobardes a aquel capitán que te

retaba a duelo, cuando trampeaste para escapar a la

conscripción? ¿La ley estaba de tu parte cuando invitaste a

tu lecho a aquella muchacha que litigaba contra un amo

indigno?

EL JUEZ. — Calla, mujer.

VICTORIA. — ¡Madre!

LA MUJER. — No, Victoria, no callaré. Callé durante todos

estos años. Lo hice por mi honor y por amor a Dios. Pero el

honor ya no existe. Y un solo cabello de este niño es para mí

más precioso que el cielo mismo. No callaré. Y por lo menos

le diré a ése que el derecho nunca estuvo de su lado, porque

el derecho, ¿lo oyes, Casado?, está del lado de los que sufren,

gimen, esperan. No está, no, no puede estar con los que

calculan y amontonan.

DIEGO ha soltado al niño.

LA HIJA DEL JUEZ. — Esos son los derechos del adulterio.

LA MUJER (gritando). —No niego mi falta, la gritaré al

mundo entero. Pero sé, en mi miseria, que la carne tiene sus

faltas, en tanto que el corazón tiene sus crímenes. Lo que se

hace en la calentura del amor debe recibir piedad.

LA HIJA. — ¡Piedad para las perras!

LA MUJER. — ¡Sí! ¡Porque tienen un vientre para gozar y

para engendrar!

EL JUEZ. — ¡Mujer! ¡Tu defensa no es buena! ¡Denunciaré

al hombre que ha causado este trastorno! Lo haré con doble

contento, porque será en nombre de la ley y del odio.

VICTORIA. —Maldito seas tú, que acabas de decir la

verdad. Nunca juzgaste sino según el odio, y lo adornabas

con el nombre de ley. Y aun las mejores leyes adquirieron

mal gusto en tu boca; era la boca agria de los que jamás han

amado. ¡Ah, el asco me sofoca! Vamos, Diego, tómanos a

todos en tus brazos y pudrámonos juntos. Pero deja vivir a

ése para quien la vida es un castigo.

DIEGO.—Déjame. Me da vergüenza ver a qué hemos

llegado.

VICTORIA. —Yo también tengo vergüenza. Hasta morir de

vergüenza.

DIEGO se arroja bruscamente por la ventana. El JUEZ

corre también. VICTORIA escapa por una puerta falsa.

LA MUJER. —Ha llegado el tiempo en que los bubones

tienen que reventar. No somos los únicos. Toda la ciudad

padece la misma fiebre.

EL JUEZ. — ¡Perra!

LA MUJER. — ¡Juez!

Oscuridad. Luz en la portería. NADA y el ALCALDE se

preparan para marcharse.

NADA. — Todos los comandantes de distrito han recibido

orden de hacer votar a sus administrados a favor del nuevo

gobierno.

EL PRIMER ALCALDE. — No es fácil. ¡Algunos se

atreven a votar en contra!

NADA. —No, si usted sigue los buenos principios.

EL PRIMER ALCALDE. — ¿Los buenos principios?

NADA. —Los buenos principios establecen que el voto es

libre. Es decir, se considerará que los votos favorables al

gobierno fueron libremente emitidos. En cuanto a los otros,

y a fin de eliminar las trabas secretas que hubiera podido

sufrir la libertad de elección, se descontarán de acuerdo con

el método preferencial, alineando la parte divisional al

cociente de los sufragios no emitidos en relación aF tercio de

los votos eliminados. ¿Está claro?

EL PRIMER ALCALDE. —Claro, señor... En fin, creo

entender.

NADA. —Lo admiro, alcalde. Pero haya o no comprendido,

no olvide que el resultado infalible de este método deberá

consistir siempre en dar por nulos los votos hostiles al

gobierno.

EL PRIMER ALCALDE. — Pero usted había dicho que el

voto era libre.

NADA. — Lo es, en efecto. Sólo que partimos del principio

de que un voto negativo no es un voto libre. Es un voto

sentimental y se encuentra, en consecuencia, encadenado por

las pasiones.

EL PRIMER ALCALDE. — ¡No había pensado en eso!

NADA. — Es que usted no tenía una idea justa de lo que es

la libertad.

Luz en el centro. DIEGO y VICTORIA llegan, corriendo, al

proscenio.

DIEGO. — Quiero escapar, Victoria. Ya no sé dónde está el

deber. No comprendo.

VICTORIA. — No me abandones. El deber está junto a

quienes amamos. Mantente firme.

DIEGO. —Pero soy demasiado orgulloso para amarte sin

estimarme.

VICTORIA. — ¿Quién te impide estimarte?

DIEGO. — Tú, que, según veo, no desfalleces.

VICTORIA. —Ah, no hables así, por nuestro amor, o caeré

frente a ti y te mostraré toda mi cobardía. Porque no es cierto

lo que dices. Desfallezco, desfallezco cuando pienso en

aquel tiempo en que podía abandonarme a ti. ¿Dónde está el

tiempo en que el agua subía en mi corazón en cuanto

pronunciaban tu nombre? ¿Dónde está el tiempo en que una

voz gritaba en mí "Tierra" en cuanto aparecías? Sí,

desfallezco, me muero de cobarde pesar. Y todavía me

mantengo en pie, es porque el impulso del amor me arroja

hacia adelante. Pero si desapareces, mi carrera se detendrá y

me desplomaré.

DIEGO. — ¡Ah! ¡Si por lo menos pudiera ligarme a ti y

deslizarme con mis miembros anudados a los tuyos, hasta el

fondo de un sueño sin fin!

VICTORIA. — Te espero.

DIEGO avanza lentamente hacia ella, que avanza hacia él.

No se quitan los ojos de encima. Van a encontrarse, cuando

surge entre ambos la SECRETARIA.

LA SECRETARIA. —¿Qué hacen ustedes?

VICTORIA (gritando ). — ¡El amor, por supuesto!

Ruido terrible en el cielo.

LA SECRETARIA. — ¡Shh! Hay palabras que no se deben

pronunciar. Debería usted saber que eso está prohibido.

Mire.

Golpea a DIEGO en la axila y lo marca por segunda vez.

LA SECRETARIA. — Era sospechoso. Ahora está

contaminado. (Mira a DIEGO.) Lástima. Un muchacho tan

lindo. (A VICTORIA.) Discúlpeme. Pero prefiero los

hombres a las mujeres, tengo una partida empeñada con

ellos. Buenas noches.

DIEGO mira con horror su nueva señal Echa miradas

enloquecidas a su alrededor, luego se abalanza hacia

VICTORIA y se aferra a ella.

DIEGO.— ¡Ah! ¡Odio tu belleza porque ha de sobre

vivirme! Maldita sea, pues servirá a otros. (La aplasta contra

sí.) ¡Así! ¡No estaré solo! ¿Qué me importa tu amor si no se

pudre conmigo?

VICTORIA (debatiéndose). — ¡Me haces daño! ¡Déjame!

DIEGO. — ¡Ah! ¡Tienes miedo! (Se ríe como un loco. La

sacude.) ¿Dónde están los caballos negros del amor?

¡Enamorada en los buenos momentos, pero viene la

desgracia y los caballos desaparecen! ¡Por lo menos muere

conmigo!

VICTORIA. — ¡Contigo, pero nunca contra ti! ¡Detesto ese

rostro de miedo y de odio que tienes ahora! ¡Suéltame!

Déjame libre para buscar en ti la antigua ternura. Y mi

corazón hablará de nuevo.

DIEGO (soltándola a medias). — ¡No quiero morir solo! ¡Y

lo que más amo en el mundo se aparta de mí y se niega a

seguirme!

VICTORIA (lanzándose hacia él). — ¡Ah, Diego, al infierno

si es preciso!. Vuelvo a encontrarte. . . Mis piernas tiemblan

junto a las tuyas. Bésame para sofocar este grito que sube de

lo profundo de mi cuerpo, que va a salir, que sale. . . ¡Ah!

Él la besa con ardor, luego se arranca a ella y la deja

trémula en medio de la escena.

DIEGO. — ¡Mírame! ¡No, no, no tienes nada! ¡Ninguna

señal! ¡Esta locura no tendrá consecuencias!

VICTORIA. — ¡Vuelve, ahora tiemblo de frío! ¡Hace un

instante tu pecho me quemaba las manos, mi sangre corría

en mi como una llama! Ahora. . .

DIEGO. — ¡No! Déjame solo. No puedo distraerme de este

dolor.

VICTORIA. — ¡Vuelve! ¡Lo único que te pido es

consumirme con la misma fiebre, padecer la misma herida

en un solo grito!

DIEGO. — ¡No! ¡En adelante estoy con los otros, con los

que están marcados! Su sufrimiento me inspira horror, me

llena de un asco que hasta ahora me excluía de todo. Pero al

fin he caído en la misma desgracia, ellos me necesitan.

VICTORIA. — ¡Si hubieras de morir, envidiaría a la misma

tierra que desposará tu cuerpo!

DIEGO. — ¡Tú estarás del otro lado, con los que viven!

VICTORIA. — ¡Puedo estar contigo, con sólo que me beses

largo rato!

DIEGO. — ¡Ellos han prohibido el amor! ¡Ah! ¡Te echo de

menos con todas mis fuerzas!

VICTORIA. — ¡No! ¡No! ¡Te lo suplico! Yo he

comprendido lo que quieren. Disponen todas las cosas para

que el amor sea imposible. Pero yo seré la más fuerte.

DIEGO. — Yo no soy el más fuerte. ¡Y no es una derrota lo

que quería compartir contigo!

VICTORIA. — ¡Yo estoy entera! ¡Sólo conozco mi amor!

Nada me atemoriza ya, y aunque el cielo se desplomara, me

hundiría gritando mi felicidad si tuviera tu mano.

Se oye gritar.

DIEGO. — ¡Los otros gritan también!

VICTORIA. — ¡Soy sorda hasta la muerte!

DIEGO. — ¡Mira!

Pasa la carreta.

VICTORIA. — ¡Mis ojos ya no ven! El amor los encandila.

DIEGO. — ¡Pero el dolor está en ese cielo que pesa sobre

nosotros!

VICTORIA. — ¡Demasiado me cuesta llevar mi amor! ¡No

he de cargar además con el dolor del mundo! Esa es una tarea

masculina, una de esas tareas vanas, estériles, obstinadas,

que vosotros proseguís para apartaros del único combate que

sería realmente difícil, de la única victoria de la que podríais

estar orgullosos.

DIEGO. —¿Y qué tengo yo que vencer en este mundo sino

la injusticia que se hace con nosotros?

VICTORIA. — ¡La desgracia está en ti! Y lo demás ya

vendrá.

DIEGO. —Estoy solo. La desgracia es demasiado grande

para mí.

VICTORIA. — ¡Estoy a tu lado, con las armas en la mano!

DIEGO. — ¡Qué hermosa eres y cómo te amaría si no

temiera!

VICTORIA. — ¡Qué poco temerías si quisieras amarme!

DIEGO. — Te amo. Pero no sé quién tiene razón.

VICTORIA. —Aquél que no teme. ¡Y mi corazón no es

temeroso! Arde con una sola llama, clara y alta, como esos

fuegos con los que se saludan nuestros montañeses. Él

también te llama. . . ¡Ves, es la fiesta de San Juan!

DIEGO. — ¡En medio de los osarios!

VICTORIA. — Osarios o praderas, ¿qué más da para mi

amor? ¡El, por lo menos, no perjudica a nadie, es generoso!

Tu locura, tu abnegación estéril, ¿a quién benefician? ¡A mí

no, a mí no; en todo caso, ¡a quién apuñalas con cada palabra!

DIEGO. — ¡No llores, salvaje! ¡Oh desesperación! ¿Por qué

ha llegado este mal? ¡Hubiera bebido esas lágrimas, y con la

boca quemada por su amargura, habría puesto en tú rostro

tantos besos como hojas tiene un olivo!

VICTORIA. — ¡Ah! ¡Vuelvo a encontrarte! ¡Ése es nuestro

lenguaje que habías perdido! (Tiende las manos.) Déjame

que te reconozca. . .

DIEGO retrocede mostrando sus marcas. Ella adelanta la

mano, vacila.

DIEGO. —Tú también tienes miedo. . .

VICTORIA planta la mano en las marcas. DIEGO

retrocede, extraviado. Ella tiende los brazos.

VICTORIA. — ¡Vén pronto! ¡No temas nada más!

Pero los gemidos y las imprecaciones redoblan. DIEGO

mira a todos lados como un insensato y huye.

VICTORIA. — ¡Ah, soledad!

CORO DE MUJERES. — ¡Somos guardianas! Esta historia

excede nuestras fuerzas y esperamos que termine.

Guardaremos el secreto hasta el invierno, hasta la hora de las

libertades, cuando los alaridos de los hombres hayan callado

y vuelvan entonces a nosotras para reclamarnos aquello de

lo cual no pueden prescindir: el recuerdo de los mares libres,

el cielo desierto del verano, el olor eterno del amor. Aquí

estamos, esperando como hojas muertas en el chubasco de

setiembre. Ellas planean un momento, luego el peso del agua

que transportan las aplasta contra la tierra. También nosotros

estamos contra la tierra. Con las espaldas encorvadas,

esperando que se sofoquen los gritos de todos los combates,

escuchamos gemir dulcemente en el fondo de nosotras

mismas la lenta resaca de los mares dichosos. Cuando los

almendros desnudos se cubran de flores de escarcha,

entonces nos incorporaremos un poco, sensibles al primer

viento de esperanza, pronto erguidas en esa segunda

primavera. Y aquellos a quienes amamos vendrán hacia

nosotras, y a medida que avancen, seremos como esas

pesadas barcas que la marea levanta poco a poco, pegajosas

de sal y de agua, ricas de olores, hasta aue floran al fin en el

mar espeso. Ah. que sople el viento, que sople el viento. . .

Oscuridad. Luz en el muelle. DIEGO entra y llama a voces

a alguien a quien ve muy lejos, hacia el mar. El el fondo, el

coro de los hombres.

DIEGO. —¡Ohé! ¡Ohé!

UNA VOZ. —¡Ohé! ¡Ohé!

Aparece un barquero; sólo su cabeza asoma por encima

del muelle.

DIEGO. —¿Qué haces?

EL BARQUERO. — Abastezco.

DIEGO. — ¿A la ciudad?

EL BARQUERO. —No, la ciudad es abastecida en principio

por la administración. De tarjetas, naturalmente. Yo

abastezco de pan y leche. Hay en alta mar navíos anclados y

en ellos se han confinado algunas familias para escapar a la

infección. Traigo sus cartas y les llevo provisiones.

DIEGO. —Pero está prohibido.

EL BARQUERO. —Está prohibido por la administración.

Pero no sé leer y me hallaba en el mar cuando los pregoneros

anunciaron la nueva ley.

DIEGO. — Llévame.

EL BARQUERO. — ¿A dónde?

DIEGO. — Al mar. A los barcos.

EL BARQUERO. —Es que la cosa está prohibida.

DIEGO. —Tú no leíste ni escuchaste la ley.

EL BARQUERO. — ¡Ah! No lo prohíbe la administración

sino la gente del barco. Usted no es seguro.

DIEGO. — ¿Cómo es que no soy seguro?

EL BARQUERO. — Después de todo, podría llevarlos

encima.

DIEGO. — ¿Llevar qué?

EL BARQUERO. — ¡Sh! (Mira a su alrededor.) ¡Los

gérmenes, hombre! Podría usted llevar los gérmenes

DIEGO. — Pagaré lo que haga falta.

EL BARQUERO. — No insista. Soy débil de carácter.

DIEGO. —Todo el dinero que haga falta,

EL BARQUERO. —Embárquese. El mar está en calma.

DIEGO va a saltar. Pero LA SECRETARIA aparece detrás

de él.

LA SECRETARIA. — ¡No! Usted no se embarcará.

DIEGO. — ¿Qué?

LA SECRETARIA. —No está dispuesto. Y además, lo

conozco, usted no desertará.

DIEGO. — Nada me impedirá marcharme.

LA SECRETARIA. — Basta que yo lo quiera. Y lo quiero,

porque tengo un asunto pendiente con usted. ¡Usted sabe

quién soy!

LA SECRETARIA retrocede un poco como para atraerlo

hacia atrás. Él la sigue.

DIEGO. —Morir no es nada. Pero morir mancillado. . .

LA SECRETARIA. —Comprendo. Ya lo ve, soy una simple

ejecutora. Pero al mismo tiempo me han concedido derechos

sobre usted. El derecho de veto, si lo prefiere.

Hojea su cuaderno.

DIEGO. — ¡Los hombres de mi sangre sólo pertenecen a la

tierra!

LA SECRETARIA. —Es lo que yo quería decir. ¡Usted es

mío, en cierto modo! En cierto modo solamente. Quizá no

como lo quisiera . . . cuando lo miro. (Sencilla.) Usted me

gusta mucho, ¿sabe? Pero tengo órdenes.

Juega con el cuaderno.

DIEGO. —Prefiero su odio a sus sonrisas. Las desprecio.

LA SECRETARIA. —Como quiera. Por lo demás, esta

conversación con usted no es muy reglamentaria. La fatiga

me pone sentimental. Con tanta contabilidad, en noches

como ésta, me dejo llevar. Hace girar la libreta entre los

dedos.

DIEGO intenta arrancársela.

LA SECRETARIA. —No, de veras, no insista, querido.

¿Qué vería en ella, además? Es una libreta, bástele con eso,

un clasificador, mitad carnet, mitad fichero. Con las

efemérides. (Ríe.) Es mi agenda, vamos. (Tiende hacia él una

mano como para una caricia.)

DIEGO se vuelve hacia el barquero

DIEGO. — ¡Ah! ¡Se ha marchado!

LA SECRETARIA. — ¡Vaya, es cierto! Otro que se cree

libre y que está inscrito, sin embargo, como todo el mundo.

DIEGO. —Su lengua es doble. Bien sabe usted que eso es lo

que un hombre no puede soportar. Terminemos, ¿quiere?

LA SECRETARIA. —Pero todo esto es muy sencillo y digo

la verdad. Cada ciudad tiene su clasificador. Este es el de

Cádiz; Se lo aseguro: la organización es muy buena y nadie

ha sido olvidado.

DIEGO. — Nadie ha sido olvidado, pero todos se les

escapan.

LA SECRETARIA (indignada). — ¡No, hombre, vamos!

(Reflexiona.) Sin embargo, hay excepciones. De tanto en

tanto, queda uno olvidado. Pero siempre acaban por

traicionarse. En cuanto han pasado los cien años de edad, se

jactan, los imbéciles. Entonces los diarios lo anuncian. Basta

esperar. A la mañana, cuando reviso la prensa, anoto sus

nombres, los colaciono, como decimos nosotros. No

fallamos, por supuesto.

DIEGO. — ¡Pero durante cien años los habrán negado, como

los niega esta ciudad entera!

LA SECRETARIA. — ¡Cien años no son nada! A usted le

impresionan porque ve las cosas de muy cerca. Yo veo los

conjuntos, ¿comprende? En un fichero de trescientos setenta

y dos mil nombres, ¿qué es un hombre, dígame, aunque sea

centenario? Y además, nos resarcimos con los que no han

pasado los veinte. Así se llega a un término medio.

¡Tachamos un poco más rápidamente, eso es todo! De este

modo ... (Tacha en la libreta.)

Un grito en el mar y ruido de una caída al agua.

LA SECRETARIA. — ¡Oh! ¡Lo hice sin pensarlo! ¡Vaya, es

el barquero! ¡Una casualidad!

DIEGO se ha levantado y la mira con asco y horror.

DIEGO. — ¡Se me revuelve el estómago, tanto me repugna

usted!

LA SECRETARIA. — Mi oficio es ingrato, lo sé. Una se

fatiga, y además hay que dedicarse. Al principio, por

ejemplo, yo andaba un poco a tientas. Ahora mi mano es

segura. (Se acerca a Diego.)

DIEGO. — No se me acerque. '

LA SECRETARIA. — Pronto no habrá más errores. Un

secreto. Una máquina perfeccionada. Ya verá. (Se le ha

acercado, frase tras frase basta tocarlo.)

Él la toma de improviso por el cuello, temblando de furor.

DIEGO. — ¡Termine, termine con su cochina comedia!

¿Qué espera? Haga su trabajo y no se divierta conmigo que

soy más grande que usted. Máteme, pues; es la única manera,

se lo aseguro, de salvar ese magnífico sistema que no deja

nada librado al azar. ¡Ah! ¡Usted sólo se ocupa de los

conjuntos! ¡Cien mil hombres, así la cosa se pone

interesante! ¡Es una estadística y las estadísticas son mudas!

Con ellas se hacen curvas y gráficos, ¿eh? ¡Se trabaja con las

generaciones, es más fácil! Y el trabajo puede hacerse en

silencio y en medio del olor tranquilo de la tinta. Pero se lo

prevengo: un hombre solo es más incómodo, grita su gozo o

su agonía. Vivo, yo continuaré molestando su hermoso orden

con el azar de los gritos. ¡La niego a usted, la niego con todo

mi ser!

LA SECRETARIA. — ¡Querido mío!

DIEGO. — ¡Cállese! Soy de una raza que honraba a la

muerte tanto como a la vida. Pero llegaron sus amos: vivir y

morir son dos deshonras ...

LA SECRETARIA. — Es cierto . . .

DIEGO (la sacude). — ¡Es cierto que ustedes mienten y que

mentirán hasta el fin de los tiempos! ¡Sí! He comprendido

bien el sistema. Ustedes les han dado el dolor del hambre y

de las separaciones para distraerlos de su rebeldía. ¡Los

agotan, les devoran tiempo y fuerzas a fin de que no tengan

ni ocio ni impulso para el furor! ¡Los hombres arrastran los

pies, pueden estar ustedes contentos! Están solos a pesar de

la masa, como también yo estoy solo. Cada uno de nosotros

está solo gracias a la cobardía de los demás. Pero yo que

estoy avasallado como ellos, humillado con ellos, les

anuncio sin embargo que ustedes no son nada y que este

poder desplegado hasta perderse de vista, hasta oscurecer el

cielo, sólo es una sombra arrojada sobre la tierra, que un

viento furioso disipará en • un segundo. ¡Creyeron que todo

podía reducirse a números y a fórmulas! ¡Pero en su hermosa

nomenclatura han olvidado la rosa silvestre, las señales del

cielo, los rostros del verano, la gran voz del mar, los instantes

del desgarramiento y la cólera de los hombres! (Ella ríe.) No

se ría. No se ría, imbécil. Están perdidos, ya lo digo. En el

seno de sus victorias más aparentes están ya vencidos,

porque hay en el hombre —míreme— una fuerza que ustedes

no reducirán, una locura clara, mezclada de miedo y coraje,

ignorante y victoriosa por siempre jamás. Esta fuerza es la

que se levantará, y ustedes sabrán entonces que su gloria era

humo.

Ella ríe.

DIEGO. — ¡No se ría! ¡No se ría, le digo!

Ella ríe. DIEGO la abofetea y al mismo tiempo los hombres

del coro se arrancan la mordaza y lanzan un largo grito de

alegría. Vero en el impulso, DIEGO ha aplastado la marca.

Se lleva a ella la mano y la contempla después.

LA SECRETARIA. — ¡Magnífico!

DIEGO. — ¿Qué es esto?

LA SECRETARIA. — ¡Estaba usted magnífico en la cólera!

¡Me gusta todavía más así!

DIEGO. — ¿Qué ha pasado?

LA SECRETARIA. — Ya lo ve. La marca desaparece.

Continúe, anda usted por buen camino.

DIEGO. — ¿Estoy curado?

LA SECRETARIA. — Voy a confiarle un secretito ... El

sistema es excelente, tiene usted razón, pero hay una falla en

la máquina.

DIEGO. — No comprendo.

LA SECRETARIA. — Hay una falla, querido. Lo sé desde

mis más antiguos recuerdos: siempre ha bastado que un

hombre se sobrepusiera al miedo y se rebelara, para que la

máquina comenzase a rechinar. No digo que se detenga, lejos

de eso. Pero, en fin, chirría, y a veces termina por atrancarse

de veras.

Silencio.

DIEGO. — ¿Por qué me lo dice?

LA SECRETARIA. — ¿Sabe?, es inútil, una tiene sus

debilidades. Y además, usted lo descubrió por su cuenta.

DIEGO. — ¿Hubiera tenido consideraciones conmigo si no

le hubiese pegado?

LA SECRETARIA. — No. Había venido a acabar con usted,

según el reglamento.

DIEGO. — Entonces soy el más fuerte.

LA SECRETARIA. — ¿Todavía tiene miedo?

DIEGO. — No.

LA SECRETARIA, — En ese caso no puedo nada contra

usted. Eso también figura en el reglamento. Pero bien puedo

decírselo: es la primera vez que ese reglamento cuenta con

mi aprobación. (Se retira despacito.)

Diego se palpa, mira otra vez su mano y se vuelve

bruscamente en dirección a los gemidos. Se acerca, en

medio del silencio, a un enfermo amordazado. Escena

muda. DIEGO aproxima la mano a la mordaza y la desata.

Es el pescador. Se miran en silencio, luego:

EL PESCADOR (con esfuerzo). — Buenas noches,

hermano. Hacía mucho tiempo que no hablaba.

DIEGO le sonríe.

EL PESCADOR (alzando los ojos al cielo). — ¿Qué es eso?

El cielo se ha iluminado, en efecto. Sopla un viento ligero

que sacude una de las puertas y hace flotar algunos paños.

El pueblo los rodea ahora, con la mordaza desatada, los

ojos alzados al firmamento.

DIEGO. — El viento del mar...

TELÓN

TERCERA PARTE

Los habitantes de Cádiz se afanan- en la plaza. Apostado

en un sitio un poco más alto, DIEGO dirige los trabajos.

Luz brillante que quita importancia a los decorados de LA

PESTE al mostrar su artificio.

DIEGO. — ¡Borrad las estrellas!

Las borran.

DIEGO. — ¡Abrid las ventanas!

Las ventanas se abren.

DIEGO. — ¡Aire! ¡Aire! ¡Agrupad a los enfermos!

Movimientos.

DIEGO. — No tengáis miedo ya, ésa es la condición. ¡De

pie todos los que puedan! ¿Por qué retrocedéis? ¡Levantad la

frente, ha llegado la hora del orgullo! Quitaos la mordaza y

gritad conmigo que ya no tenéis miedo. (Levanta los brazos.)

¡Oh santa rebeldía, negativa viviente, honor del pueblo, da a

estos amordazados la fuerza de tu grito!

EL CORO. — Hermano, te escuchamos y nosotros los

miserables que vivimos de pan y olivas, para quienes una

muía es una fortuna, nosotros que probamos vino dos veces

al año: el día del nacimiento y el día de la boda, comenzamos

a esperar. Pero el viejo temor aún no ha abandonado nuestros

corazones. ¡La oliva y el pan dan gusto a la vida! ¡Por poco

que poseamos, tememos perderlo todo junto con la vida!

DIEGO. — ¡Perderéis la oliva, el pan y la vida si dejáis que

las cosas sigan como están! Hoy debéis vencer el miedo si

queréis por lo menos conservar el pan. ¡Despierta, España!

EL CORO. — Somos pobres e ignorantes. Pero nos han

dicho que la peste sigue los caminos del año. Tiene su

primavera en que germina y brota, su verano en que

fructifica. Viene el invierno y quizá muera. ¿Pero es éste el

invierno, hermano, de veras es el invierno? Este viento que

se ha levantado, ¿viene en verdad del mar? Siempre lo hemos

pagado todo en moneda de miseria. ¿Tendremos que pagar

con la moneda de nuestra sangre?

CORO DE MUJERES. — ¡De nuevo asunto de hombres!

¡Nosotras estamos aquí para recordaros el instante de la

laxitud, el clavel de los días, la lana negra de las ovejas, el

olor de España, en fin! Somos débiles, nada podemos contra

vuestros grandes huesos. ¡Pero hagáis lo que hagáis, no

olvidéis nuestras flores carnales en vuestras riñas de

sombras!

DIEGO. — ¡La peste es lo que nos descarna, ella es la que

separa a los amantes y marchita la flor de los días! ¡Contra

ella hay que luchar primero!

EL CORO. — ¿Llega en verdad el invierno? ¡En nuestros

bosques, las encinas siguen siempre cubiertas de bellotitas

bien enceradas y en sus troncos pululan las avispas! ¡No!

¡Todavía no llega el invierno!

DIEGO. — ¡Cruzad el invierno de la cólera!

EL CORO. — ¿Pero encontraremos la esperanza al final del

camino? ¿O tendremos que morir desesperados?

DIEGO. — ¿Quién habla de desesperar? La desesperación

es una mordaza. Y el trueno de la esperanza, la fulguración

de la felicidad son los que desgarran el silencio de esta

ciudad sitiada. ¡De pie, os digo! ¡Si queréis conservar el pan

y la esperanza, destruid los certificados, romped los vidrios

de las oficinas, abandonad las filas del miedo, gritad la

libertad a los cuatro confines del cielo!

EL CORO. — ¡Somos los más miserables! La esperanza es

nuestra única riqueza, ¿cómo habíamos de privarnos de ella?

¡Hermano, arrojamos estas mordazas! (Gran grito de

liberación.) ¡Ah! ¡Sobre la tierra seca, en las grietas del calor,

cae la primera lluvia!

Llega el otoño en que todo reverdece, el viento fresco del

mar. La esperanza nos levanta como una ola. DIEGO sale.

Entra LA PESTE al mismo tiempo que DIEGO, pero por el

otro lado. Lo siguen LA SECRETARIA y NADA.

LA SECRETARIA. — ¿Qué historia es ésta? ¡Con que

charlando! ¿Quieren ponerse de nuevo las mordazas?

Algunos, en el centro, vuelven a ponerse la mordaza. Vero

otros hombres se han unido a DIEGO. Se afanan, en orden.

LA PESTE. — Comienzan a agitarse.

LA SECRETARIA. — ¡Si, como de costumbre!

LA PESTE. — ¡Bueno! ¡Hay que extremar las medidas!

LA SECRETARIA. — ¡Extrememos, pues!

Abre la libreta y la hojea con un poco de cansancio.

NADA. — ¡Y que así sea! ¡Andamos por buen camino! ¡Ser

reglamentario o no ser reglamentario, ésa es toda la moral y

toda la filosofía! Pero en mi opinión, Excelencia, no vamos

bastante lejos.

LA PESTE. — Hablas demasiado.

NADA. — Es que tengo entusiasmo. Y he aprendido muchas

cosas a vuestro lado. La supresión: ése es mi evangelio. Pero

hasta ahora no tenía yo buenas razones. ¡Ahora, tengo la

razón reglamentaria!

LA PESTE. — El reglamento no lo suprime todo. ¡No estás

dentro de la línea, atención!

NADA. — Observad que había reglamentos antes de

vosotros. Pero faltaba inventar el reglamento general, el

saldo de toda cuenta, la especie humana puesta en el índex,

la vida entera reemplazada por un índice de materias, el

universo en disponibilidad, el cielo y la tierra por fin

desvalorizada.

LA PESTE. — Vuelve a tu trabajo, borracho. ¡Y usted, siga!

LA SECRETARIA. — ¿Por dónde empezamos?

LA PESTE. — Por el azar. Es más sorprendente.

La SECRETARIA tacha dos nombres. Golpes sordos de

advertencia. Los hombres caen. Reflujo. Los que trabajan

se detienen, petrificados. Los guardias de LA PESTE se

precipitan, vuelven a poner cruces en las puertas, cierran

las ventanas, mezclan los cadáveres, etc.

DIEGO (en el fondo, con voz tranquila). — ¡Viva la muerte,

no nos asusta!

Flujo. Los hombres reanudan el trabajo. Los guardias

retroceden. Idéntica pantomima, pero a la inversa. El

viento sopla cuando el pueblo avanza, refluye cuando los

guardias vuelven.

LA PESTE. — ¡Tache a ése!

LA SECRETARIA. — ¡Imposible!

LA PESTE. — ¿Por qué?

LA SECRETARIA. — ¡Ya no tiene miedo!

LA PESTE. — ¡Ah, vamos! ¿Sabe?

LA SECRETARIA. — Tiene sospechas.

Tacha. Golpes sordos. Reflujo. La misma escena.

NADA. — ¡Magnífico! ¡Mueren como moscas! ¡Ah, si la

tierra pudiera saltar!

DIEGO (con calma). — Socorred a todos los que caen.

Reflujo. Idéntica pantomima, a la inversa.

LA PESTE. — ¡Ese va demasiado lejos!

LA SECRETARIA. — Va lejos, en efecto.

LA PESTE. — ¿Por qué lo dice con melancolía? No lo habrá

enterado usted, me imagino.

LA SECRETARIA. — No. Ha de haberlo descubierto solo.

¡En una palabra, tiene el don!

LA PESTE. — Él tiene el don, pero yo tengo medios. Hay

que ensayar otra cosa. Es tarea suya.

Sale.

EL CORO (quitándose la mordaza). — ¡Ah! (suspiro de

alivio.) Es el primer retroceso, el garrote se afloja, el cielo

cede y se airea. Ya ha vuelto el rumor de las fuentes que el

sol negro de la peste había evaporado. El verano se va. Ya

no tendremos uvas en la parra, ni melones, habas verdes y

ensalada cruda. Pero el agua de la esperanza ablanda el suelo

duro y nos promete el refugio del invierno. las castañas

asadas, el primer maíz de granos verdes todavía, la nuez con

gusto a jabón, la leche frente al fuego . . .

LAS MUJERES. — Somos ignorantes. Pero decimos que

esas riquezas no deben pagarse demasiado caras. En todos

los lugares del mundo y bajo cualquier amo, habrá siempre

un fruto fresco al alcance de la mano, el vino del pobre, el

fuego de sarmientos a cuyo lado se espera que todo pase ...

De la casa del juez sale por la ventana LA HIJA DEL JUEZ

que corre a ocultarse entre las mujeres.

LA SECRETARIA (descendiendo hacia el pueblo). — ¡Se

creería que es una revolución, palabra! Sin embargo no es el

caso, bien lo sabéis. Y además, ya no le corresponde al

pueblo hacer la revolución, vamos, sería completamente

pasado de moda. Las revoluciones ya no necesitan

insurgentes. Hoy la policía basta para todo, hasta para

derrocar al gobierno. ¿No es preferible, después de todo? De

este modo el pueblo puede descansar mientras algunos

espíritus buenos piensan por él y deciden en su lugar qué

cantidad de dicha les será favorable.

EL PESCADOR. — Cuando llegue el momento voy a

destripar a esa murena viciosa.

LA SECRETARIA. — Vamos, amigos míos, ¿no valdría

más quedarse así? Cuando hay un orden establecido, siempre

cuesta más cambiarlo. Y en caso de que este orden les

parezca insoportable, quizá podrían conseguirse algunos

arreglos.

UNA MUJER. — ¿Qué arreglos?

LA SECRETARIA. — ¡Yo no sé! Pero ustedes las mujeres,

no ignoran que todo trastorno se paga y que una buena

conciliación vale a veces más que una victoria ruinosa.

Las mujeres se acercan. Algunos hombres se separan del

grupo de DIEGO.

DIEGO. — No escuchéis lo que dice. Todo es deliberado.

LA SECRETARIA. — ¿Qué es lo deliberado? Hablo

razonablemente y no sé nada más.

UN HOMBRE. — ¿De qué arreglos hablaba usted?

LA SECRETARIA. — Naturalmente, habría que

reflexionar. Por ejemplo, podríamos integrar con ustedes una

comisión que decidiera, por mayoría de votos, las

cancelaciones a pronunciar. Esa comisión detentaría en plena

propiedad el cuaderno en el que se hacen las cancelaciones.

Hago notar que digo esto a título de ejemplo. Agita el

cuaderno con el brazo extendido. Un hombre se lo arranca.

LA SECRETARIA (falsamente indignada). — ¿Quiere

usted devolverme ese cuaderno? ¡Bien sabe que es precioso

y que basta tachar el nombre de uno de sus conciudadanos

para que muera en seguida!

Hombres y mujeres rodean al poseedor del cuaderno.

Animación. —¡Es nuestro!

— ¡No más muertos!

—¡Estamos salvados!

Pero aparece LA HIJA DEL JUEZ, arrebata brutalmente el

cuaderno, escapa a un rincón y hojeando rápidamente el

cuaderno, tacha algo. En la casa del juez, gran grito y

caída de un cuerpo. Hombres y mujeres se precipitan hacia

la mujer.

UNA VOZ. — ¡Ah, maldita! ¡A ti hay que suprimirte!

Una mano le arranca el cuaderno y, todos, hojeándolo,

encuentran su nombre que una mano tacha. La mujer cae

sin un grito.

NADA (aullando). — ¡Adelante, todos unidos para la

supresión! ¡Sólo es cuestión de suprimir, cuestión de

suprimirse! ¡Henos aquí todos juntos, oprimidos y opresores,

todos de la mano! ¡Vamos, toro! ¡Limpieza general!

Se va.

UN HOMBRE (enorme, que tiene el cuaderno). — ¡Es cierto

que hay que hacer algunas limpiezas! ¡Y es una ocasión muy

buena para despachar a algunos hijos de perra que se

atiborraron mientras nos moríamos de hambre!

LA PESTE, que acaba de reaparecer, lanza una carcajada

prodigiosa, mientras la SECRETARIA vuelve

modestamente a su sitio, al lado de LA PESTE. Todo el

mundo, inmóvil, cotí los ojos en alto, espera en la

explanada mientras los guardias de LA PESTE se

desparraman por todas partes para restablecer el decorado

y las señales de LA PESTE.

LA PESTE (a DIEGO). — ¡Y ahí tienes! ¡Ellos mismos

hacen el trabajo! ¿Crees que valen la pena?

Pero DIEGO y el PESCADOR han saltado a la explanada,

se han precipitado sobre el hombre del cuaderno a quien

abofetean y arrojan al suelo. DIEGO toma el cuaderno y lo

rompe.

LA SECRETARIA. — Es inútil. Tengo un duplicado.

DIEGO rechaza a los hombres del otro lado.

DIEGO. — ¡Pronto, al trabajo! ¡Os han engañado!

LA PESTE. — Cuando tienen miedo, es por ellos mismos.

Pero el odio es para los demás.

DIEGO (que se ha vuelto frente a él). — Ni miedo, ni odio,

ésa es nuestra victoria.

Reflejo progresivo de los guardias frente a los hombres de

DIEGO.

LA PESTE. — ¡Silencio! Soy el que agria el vino y seca los

fruto». Mato el sarmiento si va a dar uvas, lo verdezco si ha

de alimentar el fuego. Me inspiran horror vuestras alegrías

sencillas. Me inspira horror este país donde se pretende ser

libre sin ser rico. ¡Tengo las prisiones, los verdugos, la

fuerza, la sangre! La ciudad será arrasada y, sobre sus

escombros, la historia agonizará al fin en el hermoso silencio

de las sociedades perfectas. Silencio, pues, o lo aplasto todo.

Lucha mimada en medio de un espantoso estrépito,

chirridos de garrote, zumbido, golpes de cancelaciones,

marea de slogans. Pero a medida que la lucha se define a

favor de los hombres de DIEGO, el tumulto se sosiega y el

CORO, aunque indistinto, ahoga los ruidos de LA PESTE.

LA PESTE (con un gesto de rabia). — ¡Quedan los rehenes!

« Hace una señal, los guardias de LA PESTE abandonan la

escena mientras los otros se reagrupan.

NADA (en lo alto del palacio). — Siempre queda algo. Todo

continúa no continuando. Y mis oficinas continúan también.

¡La ciudad podría desplomarse, estallar el ciclo, los hombres

desertar de la tierra, y las oficinas seguirían abriéndose a hora

fija para administrar la nada! La eternidad soy yo, mi paraíso

tiene sus archivos y su papel secante.

Sale.

EL CORO. — Huyen. El verano concluye con la victoria.

¡Acontece, pues, que el hombre triunfa! Y entonces la

victoria tiene el cuerpo de nuestras mujeres bajo la lluvia del

amor. He aquí la carne feliz, luciente y cálida, racimo de

setiembre donde se encoge el zángano. Sobre la era del

vientre se abaten las cosechas de la viña. Las vendimias

arden en la cima de los senos ebrios. Oh, mi amor, el deseo

revienta como un fruto maduro, la gloria de los cuerpos Huye

por fin. En todos los confines del cielo manos misteriosas

tienden sus flores y un vino amarillo mana de inagotables

fuentes. Son las fiestas de la victoria, vamos a buscar a

nuestras mujeres.

Traen en silencio unas angarillas donde está tendida

VICTORIA.

DIEGO (precipitándose), — ¡Oh! ¡Esto da ganas de matar o

morir! (Llega junto al cuerpo que parece inanimado.) ¡Ah!

¡Magnífica, victoriosa, salvaje como el amor, vuelve un poco

hacia mí tu rostro! ¡Vuelve, Victoria! No te dejes ir a ese otro

lado del mundo donde no podré reunirme contigo. ¡No me

dejes, la tierra está fría! ¡Amor mío, amor mío! ¡Mantente

firme, mantente firme en esta orilla de tierra donde todavía

estamos! ¡No te dejes llevar! ¡Si mueres, en todo lo que me

queda de vida reinará la oscuridad en pleno mediodía!

EL CORO DE MUJERES. — Ahora estamos en la verdad.

Hasta el momento no era cosa seria. Pero en esta hora hay un

cuerpo que sufre y se retuerce. ¡Tantos gritos, el más

hermoso de los lenguajes, viva la muerte y luego la muerte

misma desgarra el pecho de aquélla a quien se ama! Entonces

vuelve el amor, justamente cuando ya no es tiempo.

VICTORIA se queja.

DIEGO. — Es tiempo, ella va a incorporarse. Me enfrentarás

de nuevo, recta como una antorcha, con las llamas negras de

tu pelo y ese rostro resplandeciente de amor cuyo

deslumbramiento acompaña en la noche del combate. Porque

yo te llevaba, mi corazón bastaba para todo.

VICTORIA. — Me olvidarás, Diego, es seguro. Tu corazón

no soportará la ausencia. No soportó la desgracia. ¡Ah! Es un

tormento atroz morir sabiendo que seremos olvidados.

Se vuelve.

DIEGO. — No te olvidaré. Mi memoria será más larga que

mi vida.

EL CORO DE LAS MUJERES. — ¡Oh cuerpo sufriente,

antes tan deseable, belleza real, reflejo del día! El hombre

grita hacia lo imposible, la mujer padece todo lo que es

posible. ¡Inclínate, Diego! ¡Grita tu pena, acúsate, es el

instante del arrepentimiento! ¡Desertor! ¡Ese cuerpo era tu

patria sin la cual ya no eres nada! ¡Tu memoria no

compensará nada!

LA PESTE ha llegado suavemente junto a DIEGO. Sólo el

cuerpo de VICTORIA los separa.

LA PESTE. — Entonces, ¿renunciamos? (DIEGO mira el

cuerpo de VICTORIA con desesperación.) ¡Te faltan

fuerzas! Tus ojos se extravían. Yo tengo la mirada fija del

poder.

DIEGO (después de un silencio). — Déjala vivir y mátame.

LA PESTE. — ¿Qué?

DIEGO. — Te propongo el canje.

LA PESTE. — ¿Qué canje?

DIEGO. — Quiero morir en su lugar.

LA PESTE. — Es una de esas ideas que a uno se le ocurren

cuando está fatigado. Vamos, no es agradable morir y lo más

serio ha terminado para ella. ¡Dejémoslo así!

DIEGO. — ¡Es una idea que a uno se le ocurre cuando es el

más fuerte!

LA PESTE. — ¡Mírame, yo soy la fuerza misma!

DIEGO. — Quítate el uniforme.

LA PESTE. — ¡Estás loco!

DIEGO. — ¡Desvístete! ¡Cuando los hombres de la fuerza

se quitan el uniforme, ya no son agradables de ver!

LA PESTE. — Quizá. ¡Pero su fuerza es haber inventado el

uniforme!

DIEGO. — La mía es negarlo. Mantengo mi precio.

LA PESTE. — Reflexiona por lo menos. La vida tiene sus

cosas buenas.

DIEGO. — Mi vida no es nada. Lo que cuenta, son las

razones de mi vida. No soy un perro.

LA PESTE. — ¿Así que el primer cigarrillo no es nada? El

olor a polvo a mediodía en las ramblas, las lluvias de la

noche, la mujer aún desconocida, el segundo vaso de vino,

¿no son nada?

DIEGO. — ¡Son algo, pero ella vivirá mejor que yo!

LA PESTE. — No, si renuncias a ocuparte de los otros.

DIEGO. — En el camino que he tomado no es posible

detenerse, aunque uno lo quiera. ¡No tendré contemplaciones

contigo!

LA PESTE (cambiando de tono). — Escucha. Si me ofreces

tu vida a cambio de la de ella, estoy obligado a aceptarla y

esta mujer vivirá. Pero te propongo otro trato. Te doy la vida

de esta mujer y os dejo huir juntos con tal de que me dejéis

arreglarme con esta ciudad.

DIEGO. — No. Conozco mis poderes.

LA PESTE. — En este caso, seré franco contigo. O soy amo

de todo o no lo soy de nada. Si tú te me escapas, se me escapa

la ciudad. Es la regla. Una vieja regla que no sé de dónde

viene.

DIEGO. — ¡Yo lo sé! Viene del fondo de las edades, es más

grande que tú, más alta que tus patíbulos, es la regla de la

naturaleza. Hemos vencido.

LA PESTE. — ¡Todavía no! Aquí tengo este cuerpo, mi

rehén. Y el rehén es mi última baraja. Míralo. Si hay una

mujer con el rostro de la vida, es ésta. Merece vivir y tú

quieres hacerla vivir. Yo me alegro de devolvértela. Pero ello

puede ser a cambio de tú propia vida o a cambio de la libertad

de esta ciudad. Elige.

DIEGO mira a VICTORIA. Al fondo, murmullos de voces

amordazadas. DIEGO se vuelve al coro.

DIEGO. — Es duro morir.

LA PESTE. — Es duro.

DIEGO. — Pero es duro para todo el mundo.

LA PESTE. — ¡Imbécil! Diez años del amor de esta mujer

valen más que un siglo de la libertad de esos hombres.

DIEGO. — El amor de esa mujer es mi propio reinado.

Puedo hacer de él lo que quiera. Pero la libertad de esos

hombres les pertenece. No puedo disponer de ella.

LA. PESTE. — No se puede ser feliz sin hacer daño a los

otros. Es la justicia de esta tierra.

DIEGO. — No he nacido para consentir esa justicia.

LA PESTE. — ¿Quién te pide que consientas? ¡El orden del

mundo no cambiará en la medida de tus deseos! Si quieres

cambiarlo, deja tus sueños y atente a lo que es.

DIEGO. — No. Conozco la receta. Hay que matar para

suprimir el crimen, violentar para curar la injusticia. ¡Hace

siglos que dura eso! ¡Hace siglos que los señores de tu raza

pudren la llaga del mundo con el pretexto de curarla, y

continúan sin embargo, alabando su receta, porque nadie se

les ríe en las narices!

LA PESTE. — Nadie ríe porque yo realizo. Soy eficaz.

DIEGO. — ¡Eficaz, claro está! Y práctico. ¡Cómo el hacha!

LA PESTE. — Basta mirar a los hombres. Se sabe entonces

que cualquier justicia es bastante buena para ellos.

DIEGO. — Desde que las puertas de esta ciudad se cerraron,

dispuse de todo el tiempo para mirarlos.

LA PESTE. — Ahora sabes, entonces, que siempre te

dejarán solo. Y el hombre solo debe perecer.

DIEGO. — ¡No, eso es falso! Si estuviera solo, todo sería

fácil. Pero de grado o por fuerza, ellos están conmigo.

LA PESTE. — ¡Hermoso rebaño, en verdad, pero huele mal!

DIEGO. — Sé que no son puros. Yo tampoco. Y además nací

entre ellos. Vivo para mi ciudad y para mi tiempo.

LA PESTE. — ¡Tiempo de esclavos!

DIEGO. — ¡Tiempo de hombres libres!

LA PESTE. — Me asombras. Los he buscado en vano.

¿Dónde están?

DIEGO. — En tus presidios y en tus osarios. Los esclavos

están en los tronos.

LA PESTE. — Pon a tus hombres libres el traje de mi policía

y ya verás en qué se convierten.

DIEGO. — Es verdad que suelen ser cobardes y crueles. Por

eso no tienen más derecho que tú al poder. Ningún hombre

tiene virtud suficiente para que pueda consentírsele el poder

absoluto. Pero por eso también esos hombres tienen derecho

a la compasión que te será negada.

LA PESTE. — Cobardía es vivir como lo hacen, pequeños,

menesterosos, siempre a media altura.

DIEGO. — A media altura me interesan. Y si no soy fiel a la

pobre verdad que comparto con ellos, ¿cómo había de serlo

a lo más grande y solitario que hay en mí?

LA PESTE. — La única fidelidad que conozco es el

desprecio. (Muestra el CORO abatido en el patio.) ¡Mira,

hay motivo!

DIEGO. — Sólo desprecio a los verdugos. Hagas lo que

hicieres, esos hombres serán más grandes que tú. Si alguna

vez llegan a matar, es en la locura del momento. ¡Tú matas

según la ley y la lógica! No te burles de sus cabezas gachas,

porque hace siglos que los cometas del miedo pasan sobre

ellos. No te rías de su aire de temor, hace siglos que mueren

y que su amor es desgarrado. El mayor de sus crímenes

siempre tendrá una excusa. Pero no encuentro excusas al

crimen que en todos los tiempos se ha cometido contra ellos

y que para terminar has tenido la idea de codificar en el sucio

orden que es el tuyo. (LA PESTE avanza hacia él.) ¡No

bajaré los ojos!

LA PESTE. — ¡No los bajarás, es evidente! Entonces

prefiero decirte que acabas de triunfar de la última prueba. Si

me hubieras dejado esta ciudad, habrías perdido esta mujer y

te hubieras perdido con ella. Entre tanto, esta ciudad tiene

todas las posibilidades de ser libre. Ya ves, basta un

insensato como tú ... El insensato muere, evidentemente.

¡Pero al fin, tarde o temprano, el resto se salva! (Sombrío.)

Y el resto no merece salvar.

DIEGO, — El insensato muere ...

LA PESTE. — ¡Ah! ¿La cosa ya no marcha? Pero no, estaba

previsto: ¡el instante de vacilación! El orgullo será más

fuerte.

DIEGO. — Yo tenía sed de honor. ¿Y sólo encontraré hoy el

honor entre los muertos?

LA PESTE. — Yo lo decía, el orgullo los mata. Pero es muy

fatigoso para quien envejece como yo. (Con voz dura.)

Prepárate.

DIEGO. — Estoy listo.

LA PESTE. — Estas son las marcas. Duelen. (DIEGO mira

con horror las marcas que lleva de nuevo.) ¡Así! Sufre un

poco antes de morir. Esta es por lo menos mi regla. Cuando

el odio me quema, el sufrimiento de los demás es un rocío.

Quéjate un poto, así está bien. Y deja que te mire sufrir antes

de abandonar esta ciudad. (Mira a LA SECRETARIA.)

¡Vamos, al trabajo ahora!

LA SECRETARIA. — Sí, si es preciso.

LA PESTE. — ¡Fatigada ya, eh!

LA SECRETARIA mueve la cabeza diciendo que sí y en el

mismo momento cambia bruscamente de apariencia. Es

una vieja con máscara de muerte.

LA PESTE. — Siempre he pensado que no tenía usted odio

bastante. Pero mi odio necesita víctimas frescas.

Despácheme a ése. Y volveremos a empezar en otra parte.

LA SECRETARIA. — El odio no me sostiene, sí, porque no

entra en mis funciones. Pero en parte es culpa suya. A fuerza

de trabajar con fichas, una olvida apasionarse.

LA PESTE. — Esas son palabras. Y si busca usted un

sostén... (Señala a DIEGO que cae de rodillas) encuéntrelo

en la alegría de destruir. Ahí está su función.

LA SECRETARIA. — Destruyamos entonces. Pero no estoy

satisfecha.

LA PESTE. — ¿En nombre d» qué discute usted mis

órdenes?

LA SECRETARIA. — En nombre de la memoria. Tengo

algunos viejos recuerdos. Era libre antes que usted y estaba

asociada con el azar. Nadie me detestaba entonces. Era la qut

termina todo, la que fija los amores, la que da forma a todos

los destinos. Era la estable. Pero usted me puso al servicio de

la lógica y del reglamento. Me corrompí la mano que a veces

tenía caritativa.

LA PESTE. — ¿Quién le pide ayuda?

LA SECRETARIA. — Aquellos que son menos grandes que

nosotros. Es decir, casi todos. Con ellos, llegaba a trabajar en

el sentimiento, existía a mi manera. Hoy les hago violencia

y todos me niegan hasta el último aliento. Quizá por eso

amaba yo a éste a quien he de matar por orden suya. El me

eligió libremente. A su manera tuvo compasión de mí. Me

gustan los que me dan cita.

LA PESTE. — ¡Cuidado con irritarme! No necesitamos

compasión.

LA SECRETARIA. — ¡Quién había de necesitar compasión

sino aquellos que no tienen lástima de nadie! Cuando digo

que amo a éste, quiero decir que lo envidio. Entre nosotros

los conquistadores, es la mísera forma que adopta el amor.

Usted bien lo sabe y sabe que por eso merecemos que se nos

compadezca un poco.

LA PESTE. — ¡Le ordeno que se calle!

LA SECRETARIA. — Usted bien lo sabe y también sabe

que a fuerza de matar uno comienza a envidiar la inocencia

de aquellos a quienes se mata. ¡Ah! Por un segundo al menos,

déjeme suspender esta interminable lógica y soñar que me

apoyo al fin en un cuerpo. Estoy asqueada de las sombras.

¡Y envidio a todos esos miserables, sí, hasta a esta mujer

(señala a VICTORIA) que sólo recuperará la vida para lanzar

gritos animales! Ella por lo menos se apoyará en su

sufrimiento.

DIEGO está casi en el suelo. LA PESTE lo levanta.

LA PESTE. — ¡De pie, hombre! El fin no puede llegar sin

que ésta haga lo necesario. Y ya ves que por el momento está

sentimental. ¡Pero nada temas! Hará lo necesario, es la regla

y la función. La máquina chirría un poco, nada más. ¡Antes

de que se atranque del todo, ponte contento, imbécil, te

entrego esta ciudad!

Gritos de alegría del coro. LA PESTE se vuelve hacia ellos.

LA PESTE. — Sí, me voy, pero no os gloriéis, estoy

satisfecho de mí. Aun aquí hemos trabajado bien. Me gusta

el ruido que se hace en torno a mi nombre y ahora sé que no

me olvidaréis. ¡Miradme! ¡Mirad por última vez la única

potencia de este mundo! Reconoced a vuestro verdadero

soberano y aprended a temer. (Ríe.) Antes pretendíais temer

a Dios y sus azares. Pero vuestro Dios era un anarquista que

hacía mescolanzas. Creía en la posibilidad de ser poderoso y

bueno a la vez. Era una falta de consecuencia y de franqueza,

no hay más remedio que decirlo. Yo elegí tan sólo el poder.

Elegí la dominación; ahora sabéis, que es algo más serio que

el infierno.

Durante milenios he cubierto de osarios vuestras ciudades y

vuestros campos. Mis muertos han fecundado las arenas de

Libia y de la negra Etiopía. La tierra de Persia todavía es

fértil gracias al sudor de mis cadáveres. He llenado a Atenas

con los fuegos de purificación, encendí en sus playas miles

de piras fúnebres, cubrí el mar griego de cenizas humanas

hasta volverlo gris. Los dioses, los mismos pobres dioses,

estaban asqueados hasta la náusea. Y cuando las catedrales

sucedieron a los templos, mis caballeros negros las llenaron

de cuerpos clamorosos. En los cinco continentes, a lo largo

de los siglos, maté sin tregua y sin fatiga.

No estaba tan mal, por supuesto, y había cierta idea. Pero no

toda la idea... Un muerto, si queréis mi opinión, es

refrescante, pero no da rendimiento. Para terminar: no vale

lo que un esclavo. Lo ideal es obtener una mayoría de

esclavos con ayuda de una minoría de muertos bien elegidos.

Hoy la técnica está a punto. Por eso, después de haber

matado o envilecido la cantidad de hombres que hacía falta,

haremos arrodillar a pueblos enteros. No hay belleza, no hay

grandeza que nos resistan. Triunfaremos de todo.

LA SECRETARIA. — Triunfaremos de todo, salvo del

orgullo.

LA PESTE. — El orgullo quizá se canse... El hombre es más

inteligente de lo que se cree. (A lo lejos tumulto y trompetas.)

¡Escuchad! Vuelve mi oportunidad. Ahí están vuestros

antiguos tinos, a quienes encontraréis ciegos a las llagas de

los demás, ebrios de inmovilidad y de olvido. Y os cansaréis

de ver triunfar sin lucha la estupidez. La crueldad indigna,

pero la tontería desalienta. ¡Honor a los estúpidos puesto que

ellos preparan mis caminos! ¡Ellos constituyen mi fuerza y

mi esperanza! Quizá llegue el día en que todo sacrificio os

parezca vano, en que el grito interminable de vuestras

cochinas rebeliones calle al fin. Ese día reinaré de veras en

el silencio definitivo de la servidumbre. (Ríe.) Es asunto de

obstinación, ¿no es cierto? Pero tranquilizaos, tengo la frente

estrecha de los tercos.

Camina hacia el fondo.

LA SECRETARIA. — Soy más vieja que usted y sé que el

amor da ellos también tiene su obstinación.

LA PESTE. — ¿El amor? ¿Qué es eso?

Sale.

LA SECRETARIA. — ¡Levántate, mujer! Estoy cansada.

Hay que terminar.

VICTORIA se levanta. Pero DIEGO cae al mismo tiempo.

LA SECRETARIA retrocede un poco en la sombra.

VICTORIA se precipita hacia DIEGO.

VICTORIA. — Ah, Diego, ¿qué has hecho de nuestra

felicidad?

DIEGO. — Adiós, Victoria. Estoy contento.

VICTORIA. — No digas eso, amor mío. Es una palabra de

hombre, una horrible palabra de hombre. (Llora.) Nadie

tiene derecho a estar contento de morir.

DIEGO. — Estoy contento, Victoria. Hice lo que debía.

VICTORIA. — No. Debías elegirme contra el cielo mismo.

Debías preferirme a la tierra entera.

DIEGO. — Me he puesto en regla con la muerte, ésa es mi

fuerza. Pero es una fuerza que lo devora todo, la felicidad no

cabe en ella.

VICTORIA. — ¿Qué me importa tu fuerza? Yo amaba a un

hombre.

DIEGO. — Me he agostado en ese combate. Ya no soy un

hombre y es justo que muera.

VICTORIA (arrojándose sobre él). — ¡Entonces, llévame!

DIEGO. — No, este mundo te necesita. Necesita nuestras

mujeres para aprender a vivir. Nosotros nunca hemos sido

capaces sino de morir.

VICTORIA. — ¡Ah! ¡Era demasiado sencillo, ¿verdad?,

amarse en silencio y sufrir lo que había que sufrir! Yo

prefería tu miedo.

DIEGO (mira a VICTORIA).—Te he querido con toda el

alma.

VICTORIA (en un grito). —No era bastante. ¡Oh. no! ¡No

era bastante todavía! ¿Qué había de hacer yo con tu alma

solamente?

LA SECRETARIA acerca su mano a DIEGO. La

pantomima de la agonía comienza. LAS MUJERES se

precipitan hacia VICTORIA y la rodean.

LAS MUJERES. — ¡Maldición sobre él! ¡Maldición sobre

todos los que desertan nuestros cuerpos! Míseras de

nosotras, sobre todo, que somos las desertadas y que

llevamos a lo largo de los años este mundo que el orgullo de

ellos pretende transformar. ¡Ah! ¡Ya que todo no puede ser

salvado, aprendamos por lo menos a preservar la casa del

amor! Que venga la peste, que venga la guerra, y con las

puertas cerradas, vosotros a nuestro lado, nos defenderemos

hasta el fin. ¡Entonces, en lugar de esa muerte solitaria,

poblada de ideas, nutrida de palabras, conoceréis la muerte

juntos, vosotros y nosotras confundidos en el terrible abrazo

del amor! Pero los hombres prefieren la idea. ¡Huyen de su

madre, se desprenden de la amante, y allá corren a la ventura,

heridos sin llaga, muertos sin puñales, cazadores de sombras,

cantores solitarios, invocando bajo el cielo mudo una

imposible reunión y marchando de soledad en soledad hacia

el aislamiento último, hacia la muerte en pleno desierto!

DIEGO muere.

LAS MUJERES se lamentan mientras el viento sopla un

poco más fuerte.

LA SECRETARIA. —No lloréis, mujeres. La tierra es dulce

para aquellos que la han amado mucho.

Sale.

VICTORIA y LAS MUJERES salen por el costado, llevando

a DIEGO. Pero los ruidos del fondo se han definido.

Una nueva música estalla y se oye aullar a NADA en las

fortificaciones.

NADA. — ¡Ahí están! Llegan los ancianos; los de antes, los

de siempre, los petrificados, los tranquilizadores, los

confortables, los estancados, los bien pulidos, la tradición, en

fin, asentada, próspera, recién afeitada. Alivio general, será

posible comenzar de nuevo. Desde el principio,

naturalmente. Aquí están los sastrecitos de la nada, tendréis

trajes a la medida. Pero no os agitéis, el método de ellos es

el mejor. En lugar de tapar las bocas de los que gritan su

desventura, tapan sus propias orejas. Éramos mudos, ahora

nos convertiremos en sordos. (Fanfarria.) Atención, los que

escriben la historia vuelven. Se ocuparán de los héroes. Los

van a poner al fresco. Bajo la losa. No os lamentéis: por

encima de la losa la sociedad está verdaderamente

demasiado mezclada. (En el fondo, pantomima de

ceremonias oficiales.) Mirad, pues, ¿qué creéis que están

haciendo ya? -: se condecoran. Los festines del odio siguen

abiertos, la tierra agotada se cubre con la madera muerta de

las potencias, la sangre de aquellos que llamáis justos

ilumina aún los muros del mundo, y ellos, ¿qué hacen? ¡se

condecoran! Regocijaos, tendréis discursos celebratorios.

Pero antes de que se adelante el estrado, quiero resumiros el

mío. Ése, a quien yo amaba a pesar suyo, murió robado. (El

PESCADOR se precipita sobre NADA. LOS GUARDIAS lo

détienne.) Ya ves, pescador, lot gobiernos pasan, la policía

queda. Hay, pues, una justicia.

EL CORO. — No, no hay justicia pero hay límites. Y

aquellos que pretenden no dar ninguna regla, como los otros

que entendían darla para todo, exceden igualmente los

límites. Abrid las puertas; que el viento y la sal vengan a

limpiar esta ciudad.

Por las puertas, que se abren, el viento sopla cada vez más

fuerte.

NADA. — Hay una justicia, la que se ha hecho a mi asco.

Sí, volveréis a empezar. Pero ya no es asunto mío. No contéis

conmigo para brindaros el perfecto culpable, no tengo la

virtud de la melancolía. Oh viejo mundo, hay que partir, tus

verdugos están fatigados, su odio se ha hecho demasiado

frío. Sé demasiadas cosas; el mismo orgullo ya cumplió su

tarea. Adiós, buenas gentes, un día aprenderéis que no se

puede vivir bien sabiendo que el hombre no es nada y que la

cara de Dios es horrible.

En el viento que sopla tempestuosamente, NADA corre por

la escollera y se arroja al mar. El PESCADOR ha corrido

tras él.

EL PESCADOR. — Ha caído. Las olas violentas lo golpean

y lo ahogan en sus crines. Esa boca mentirosa se llena de sal

y va a callar por fin. Mirad, el mar furioso tiene el color de

las anémonas. Él nos venga. Su cólera es la nuestra.

Proclama la reunión de todos los hombres del mar, la reunión

de los solitarios. Onda, oh mar, patria de los insurrectos, he

aquí tu pueblo que no cederá jamás. La gran ola de fondo,

nutrida en la amargura de las aguas, se llevará vuestras

ciudades horribles.

TELÓN