LA FIERECILLA DOMADA
William Shakespeare
PERSONAJES
En el prólogo:
Un noble (lord).
CRISTÓBAL SLY, calderero.
Una hostelera.
Pajes, cómicos, monteros y criados del lord.
En la comedia:
BAUTISTA, hidalgo rico de Padua.
VINCENTIO, hidalgo anciano de Pisa.
LUCENTIO, hijo de Vincentio, galán de Blanca.
PETRUCHIO, hidalgo de Verona, pretendiente y luego marido de
Catalina.
GREMIO, HORTENSIO, pretendientes de Blanca.
TRANIO, BIONDELLO (muchacho joven), servidores de
Lucentio.
GRUMIO, hombre diminuto, lacayo de Petruchio
CURTIS, criado viejo, encargado de la casa de campo de
Petruchio.
NATANIEL, FELIPE, JOSÉ, NICOLÁS, PEDRO, criados de
Petruchio.
Un pedagogo de Mantua.
CATALINA (la Tarasca), BLANCA, hijas de Bautista.
Una viuda.
Un sastre, un mercader, criados al servicio de Bautista y de
Petruchio.
La acción ocurre en Padua y en la casa de campo de Petruchio
PRÓLOGO
ESCENA PRIMERA
Ante la puerta de una taberna en un bosquecillo
(Se abre la puerta de la taberna y sale
SLY, expulsado
por la
TABERNERA)
SLY.-¡Por quien soy, que te voy a cardar el moño!
TABERNERA.-¡Las esposas es lo que te hacen falta, bribón!
SLY.-La bribona y redomada lo eres tú. Los Sly jamás fueron
pícaros. Puedes informarte en las crónicas. Vinimos a
Inglaterra con
Ricardo el Conquistador. Por consiguiente, paucas
pallabris, que el
mundo siga dando vueltas y punto en boca.
TABERNERA.-¿Es decir que no quieres pagar los vasos que has
roto?
SLY.-¡Ni un denario! ¡Largo, largo, la santa Jerónima! Vete
a
calentar la cama, que la tienes fría.
TABERNERA.-PUeS entonces ya sé lo que tengo que hacer: ir a
buscar al oficial del barrio.
SLY.-Oficial, capitán o comandante, la ley me servirá de
respuesta. No me vuelvo atrás de lo que he dicho ¡ni una
pulgada!,
hermosa. Que venga, que venga, y será bien recibido. (Cae
por tierra
y se duerme. Al punto se oye el
estrépito producido por cuernos de
caza, y seguidamente entra un Noble que
vuelve, tras una batida, con
sus piqueros y criados.)
NOBLE.-Montero, te recomiendo mis perros. Cuídalos como es
debido. Sangra a Merriman. La fatiga y la espuma ahogan a la
pobre
bestia; y pon juntos a Clowder y la perra de la boca grande.
¿Has
visto, muchacho, cómo Silver ha encontrado la pista en el
recodo del
seto? No quisiera perder este perro por veinte libras.
PRIMER MONTERO.-Pues Belman no le va en zaga, señor.
Apenas la pista perdida, ¡qué manera de ladrar! Y por dos
veces la ha
encontrado y en los sitios más oreados. Para mí es el mejor
de los
perros, creedme.
NOBLE.-¡Bah!, eres bobo. Si Echo fuese tan rápido como él,
¡doce Belman valdría! Pero bueno, hazlo comer como es debido
y
ocúpate bien de todos, pues mañana quiero cazar aún.
PRIMER MONTERO-Contad conmigo, señor.
NOBLE.-(Viendo a Sly.) Pero, ¿qué es esto? ¿Un muerto
o un
borracho? Mirad a ver si respira.
SEGUNDO MONTERO.-Respira, respira, señor. Y por fortuna
para él, la cerveza le calienta. De otro modo, difícil que
durmiese tan
profundamente en cama tan fría.
NOBLE.-¡Qué bruto! Ahí le tenéis, tumbado como un cerdo.
Innoble y repugnante imagen de la sombría muerte. Pero me
voy a
divertir con este borracho. Vamos a ver: ¿creéis que
transportado a
una buena cama, entre sábanas finas, anillos en los dedos,
una mesa
suculenta junto a él al abrir los ojos y en torno criados de
librea;
creéis, digo que este mendigo olvidaría lo que es?
PRIMER MONTERO.-¡Qué duda cabe, señor! Cómo querríais
que ocurriese otra cosa.
SEGUNDO MONTERO.-¡Y qué sorpresa al despertar!
NOBLE.-Poco más o menos, como la impresión que causa un
ensueño halagador o una quimera. Pues dicho y hecho:
levantadle con
todo cuidado y preparemos bien la broma. Llevadle suavemente
hasta
la más hermosa de mis alcobas y llenadla con los cuadros que
tengo
más excitantes. Lavad asimismo su cabeza, ¡tan sucia!, con
aguas
templadas y bien perfumadas, e incluso quemad maderas
olorosas para
que perfumen la estancia. Y para cuando vaya a despertar,
tened
preparada una orquesta a punto de dejar oír una música
dulce,
celestial. Y si empieza a hablar, amontonaos presurosos en
torno suyo
y decidle del modo más humilde y respetuoso: “¿Qué desea
vuestra señoría?”
Y al momento que uno de vosotros se le acerque con una
aljofaina de plata llena de agua de rosas cubierta de otras
flores
deshojadas. Otro que lleve un jarro. Un tercero, una toalla
toda
brochada y que al ofrecérsela diga: “¿Le agradaría a vuestra
señoría
refrescarse las manos?” Al mismo tiempo, que otro tenga
dispuesto
cuanto necesite para su atavío y le pregunte qué traje se
quiere poner.
Aún otro le hablará de sus perros y de sus caballos, sin
olvidar a su
amante esposa, a quien su enfermedad tiene tristísima. En
fin,
persuadidle de que ha estado loco. Y cuando responda que él
es fulano
de tal, decidle que sueña, que quien es realmente es un gran
señor y
no otra cosa. Si lleváis la cosa con habilidad y discreción,
no habrá
entretenimiento comparable.
PRIMER MONTERO.-Yo os garantizo, señor, que
representaremos nuestro papel de un modo tan perfecto, que
no
dudará en creer que es quien le digamos que sea.
NOBLE.-Pues bien, levantadle con todo cuidado y llevadle a
la
cama. Y estad preparados para cuando abra los ojos. (Los
criados se
llevan a Sy. Al punto empieza a sonar
ruido de trompetas.) Tú,
bribón, ve a ver qué trompeta es esa que se oye. (El
criado sale.) Sin
duda algún noble caballero en viaje que, fatigado, desea
descansar
aquí. (Vuelve el criado.) Veamos: ¿qué es?
CRIADO.-Con el permiso de vuestra señoría, se trata de una
compañía de cómicos que se ofrecen a representar ante
vuestro honor.
NOBLE.-Ve y diles que se acerquen. (Entran los cómicos.) Sed
bien venidos, muchachos.
Cómicos.-Gracias, noble señor.
NOBLE.-¿Tenéis el propósito de permanecer en mi casa esta
noche?
UNO DE LOS CÓMICOS.-Si place a vuestra señoría aceptar
nuestros servicios, honradísimos.
NOBLE.-Por mí, con mucho gusto. Por cierto, que he aquí un
bravo del que me acuerdo muy bien. Sí, recuerdo haberle
visto hacer
el papel del hijo mayor de un granjero. Aquella comedia en
que tan
admirablemente hacías la corte a cierta gran dama. Tu nombre
le he
olvidado, pero el papel, a fe que te iba de maravilla. Y que
le
representabas del modo más natural del mundo.
UN CÓMICO.-Me parece que vuestra señoría se refiere a Soto.
NOBLE.-En efecto. Y tú representabas el papel a la
perfección.
Pues bien, habéis llegado a pedir de boca. Tan a punto, que
preparo un
entretenimiento en el que vuestra habilidad podrá serme
sumamente
útil. Hay aquí cierto, señor que sería feliz viéndoos
representar esta
noche. Pero mucho me temo que no seáis capaz de guardar la
compostura debida al ver su extraña traza. Porque trátase de
un
elevado personaje que no obstante, jamás ha presenciado una
obra de
teatro y, como digo, temo se os escape alguna broma que le
ofendería
gravemente. Por consiguiente, os lo advierto mucho: por
poco, amigos
míos, que os viese reír, se pondría furioso.
UN CÓMICO.-No temáis nada, excelencia. Sabremos
contenernos, aunque fuese el más grotesco personaje del
mundo.
NOBLE.-Tú, pícaro, llévales al cuarto de servicio y que
todos
reciban la buena acogida que merecen. Que no carezcan de
nada
cuanto se les pueda ofrecer en mi casa. (Sale el criado
seguido de los
cómicos. El noble sigue, dirigiéndose a
otro criado.) Y tú,
bribón, ve
a buscar a Bartolomé, mi paje, y dile que de pies a cabeza
se vista
como una dama. Y una vez hecho llévale al cuarto del
borracho,
llamándole siempre “señora” e inclinándote al hacerlo en
señal de
profundo respeto. En cuanto a él, dile que si quiere tenerme
contento
que imite la manera de conducirse de las señoras nobles
cuando están
en presencia de sus maridos. Que como tal se comporte con el
borracho,
y que hablándole con voz dulce y con rendida sumisión le
diga, por ejemplo: “¿Qué tiene que ordenar hoy vuestra
señoría que
pueda permitir a vuestra obediente, esposa testimoniaros su
celo y
probaros su amor?” Y al punto, abrazándole cariñosamente y
entre
tiernos besos, y apoyando su cabeza en su pecho, que trate
de llorar,
diciéndole que tales lágrimas vienen de la alegría que
siente viendo
cómo su noble señor ha vuelto a sus sentidos tras haberse
imaginado,
durante siete largos años, que no era sino un pobre mendigo.
Y, caso
de que mi paje no tenga ese don, tan fácil a las mujeres, de
verter a
voluntad lágrimas a torrentes, podrá salir del paso mediante
una
cebolla cuidadosamente envuelta en su pañuelo que, cerca de
los ojos,
hará que están constantemente húmedos. Corre a poner en
práctica
inmediatamente lo que te digo, que luego te daré nuevas
instrucciones.
(Sale el criado.) Seguro que el paje imitará a la perfección
la gracia,
la voz, el porte y los ademanes de una dama de calidad.
Impaciente
estoy ya por oír cómo llama al borracho esposo mío, y por
ver cómo
los demás, conteniendo la risa, se apresuran a prestar toda
clase de
homenajes al patán. Voy a hacerles aún algunas
recomendaciones. Mi
presencia moderará, además, su humor, naturalmente demasiado
alegre, pues sin ello fácilmente podrían ir más allá de los
justos
límites. (Salen todos.)
ESCENA II
Una alcoba en el palacio del noble
(SLY, vestido con una rica bata, está rodeado de criados.
Unos
tienen en sus manos vestidos suntuosos;
otros, aljofaina, jarro y
demás neceseres para lavarse. Entra
también el noble, pero
modestamente vestido.)
SLY.-Por el amor de Dios, dadme un jarrillo de cerveza.
PRIMER CRIADO.-¿No le agradaría a Vuestra Señoría una copa
de vino de Canarias?
SEGUNDO CRIADO.-¿Y no probaría Vuestra Excelencia estas
exquisitas frutas en dulce?
TERCER CRIADO.-¿Qué traje desea Vuestra Honor ponerse hoy?
SLY.-Yo soy Cristóbal Sly. No me hartéis, pues, con tanta
“Señoría” y “Excelencia”. En cuanto al vino de Canarias,
jamás lo he
catado; y si queréis darme algo preparado, que sea buey bien
ahumado. No me preguntéis tampoco qué traje quiero ponerme,
pues
no tengo más justillos que espaldas, más calzas que piernas,
ni más
zapatos que pies. Es más, con frecuencia me ocurre tener más
pies que
zapatos. O tales zapatos que los dedos asomen por los
agujeros del
cuero.
NOBLE.-¡Que el cielo libre a Vuestra Señoría de la triste
chifladura de que es víctima! ¿Cómo es posible que señor tan
poderoso, de tan elevada cuna, dueño de tan cuantiosa
fortuna y de tan
altísima consideración, sea víctima de tan insensata manía?
SLY.-Pero, vamos a ver, ¿es que queréis volverme loco? ¿Es
que
acaso no soy Cristóbal Sly, el hijo del viejo Sly, de
Burton-heath,
buhonero de nacimiento, fabricante de cuerdas, gracias a su
educación,
por cambio, exhibidor de osos y actualmente calderero de
oficio?
Preguntad a Mariam Hacket, la tabernera gorda de Wincot, si
me
conoce o no. Y si no dice que la he dejado de cuenta catorce
denarios
de cerveza, tenedme por el más redomado embustero de la
cristiandad... (Un criado le trae un jarro con cerveza.) ¿Quién
habla
de que yo haya perdido la cabeza? A la... (Bebe.)
TERCER CRIADO.-¡Ay!, eso es lo que hace gemir a vuestra
esposa.
SEGUNDO CRIADO.-¡Y lo que abruma a vuestros servidores!
NOBLE.-Y he aquí por qué vuestros parientes huyen de vuestra
casa, expulsados de ella por vuestro triste extravío. Ea,
noble señor,
piensa en tu nacimiento, llama de su destierro a tus
pensamientos de
otro tiempo, y aleja, por el contrario, lo más que te sea
posible, estas
divagaciones de ahora, tan bajas y abyectas. Mira cómo tus
servidores
se agolpan en torno tuyo, dispuesto cada uno a servirte a la
menor de
tus indicaciones. ¿Te placería oír música? Escucha. (Se
oye, en efecto,
una música dulcísima.) El propio Apolo toca, y veinte ruiseñores
enjaulados cantan. ¿Prefieres, acaso, dormir? Si es así, te
conduciremos a un lecho más suave y mullido que el preparado
ex
profeso para Semíramis. ¿Es que acaso deseas pasearte? Si
así es,
cubriremos el camino de alfombras. ¿Te agradaría montar a caballo?
Tus bridones están dispuestos y enjaezados con arneses
bordados con
oro y perlas. ¿Te apetece tal vez cazar con halcón?
Precisamente
tienes muchos, cuyo vuelo es más rápido que el de la alondra
mañanera. ¿Acaso la montería? Tu jauría hará resonar el
cielo y
despertará con sus ladridos el eco estridente de las
cavernas.
PRIMER CRIADO.-Di, señor, que lo que quieres es cazar a la
carrera, pues tus lebreles son tan rápidos como ciervos
lanzados, y
más ágiles que las corzas mismas.
SEGUNDO CRIADO.-¿Te placen los cuadros? Si es así, al punto
te traeremos uno que representa a Adonis al borde de un
arroyo, y a
Citerea, oculta entre unas cañas, que diríase que se mueven
y ondulan
a causa de su aliento, lo mismo que cuando son agitadas por
la brisa.
NOBLE.-Te mostraremos a lo, aún virgen, en el momento de ser
seducida por sorpresa. La pintura es tan viva que diríase
que se ve la
escena.
TERCER CRIADO.-O bien a Dafné, errando a través de la
agreste
espesura que la araña las piernas. Pero con tal verdad, que
se juraría
que sangra, y que Apolo, desolado, llora al verlo. ¡De tal
modo, sangre
y lágrimas están pintadas con arte magistral!
NOBLE.-Eres un gran señor y tan sólo un gran señor. En
cuanto a
tu dama, infinitamente más hermosa es que todas las de este
degenerado tiempo.
PRIMER CRIADO.-Antes de que las lágrimas que vertió por tu
culpa cayesen a raudales por su hermosísimo rostro, era la
más
hermosa criatura del mundo. Incluso hoy no cedería a ninguna
otra en
belleza.
SLY.-¿De veras soy un gran señor? ¿Tengo, en verdad, una
hermosa mujer? Pero, ¿es que sueño o, por el contrario, es
hasta ahora
cuando he estado soñando? Sin embargo, no estoy dormido,
puesto
que veo, oigo y hablo. Como huelo perfumes deliciosos y toco
objetos
delicados. Sí, ¡por mi vida!, señor soy y no calderero; no
Cristóbal
Sly. Magnífico. Pues traedme al punto a esa nuestra dama
para que yo
la vea. Y aún otro jarro de cervecita.
SEGUNDO CRIADO.-¿Agradaría a Vuestra Señoría lavarse las
manos? (Le presentan cuanto es necesario para ello.) ¡Qué
felicidad
para nosotros ver a nuestro señor vuelto a la razón! ¡Si de
veras os
dieseis bien cuenta de quién sois! Hundido habéis estado
durante los
últimos quince años en un verdadero sueño. Hasta cuando
despertabais
parecíais dormido.
SLY.- ¿Dormido durante quince años? ¡Largo sueño, a fe mía!
Y
durante todo este tiempo, ¿no he dicho nada?
PRIMER CRIADO.-Por supuesto, Señor, pero palabras
desprovistas de sentido. Aunque estabais acostado aquí en
esta
hermosa cámara, pretendías que habíais sido puesto de patas
en la
calle y llenabais de injurias a la dueña de la casa,
asegurando, además,
que la citaríais ante la justicia. Y ello, por haberos
servido cántaros de
gres en vez de botellas bien lacradas. A veces llamabais
también a Cecilia
Hacket.
SLY.-Sí, la criada de la taberna.
TERCER CRIADO.-Pues bien, señor, en realidad no conocíais ni
criada ni taberna. Corno tampoco a ninguno de los hombres
que
citabais tantas veces: por ejemplo, Stephen Sly, el viejo
John Naps de
Greece, Pedro Turph, Enrique Pimprenelle y veinte más, de
nombres
parecidos, que nunca existieron ni alguien vio jamás.
SLY.-Bueno... ¡Pues Dios sea alabado por haberme curado!
TODOS.-¡Amén!
SLY.-(Al criado.) Te doy las gracias, y descuida que
nada
perderás por lo que me has dicho. (Entra el Paje vestido
como una
gran dama y seguido de su séquito.)
PAJE.-¿Cómo está mi noble señor?
SLY.-Muy bien, ¡pardiez!, pues aquí se está de primera y hay
de
todo. ¿Dónde está mi mujer?
PAJE.-Aquí, noble señor, yo soy. ¿Qué me ordenáis?
SLY.-¿Eres mi mujer y no me llamas tu marido? Bueno que
éstos
me llamen “señoría”, pero para ti soy tu hombre.
PAJE.-Mi marido y señor, mi señor y mi esposo. Y, yo vuestra
mujer toda obediente.
SLY.-Ya lo sé. ¿Cómo debo llamarte?
PAJE.-Señora.
SLY.-¿Pero señora Alicia, señora Juana o qué?
PAJE.-Señora y basta, pues de este modo un señor se dirige a
las
damas.
SLY.-Señora mi dama: dicen que he soñado y dormido durante
quince años y tal vez más.
PAJE.¡Ay!, quince años que me han parecido treinta a causa
de
haber estado todo este tiempo ausente de vuestro lecho.
SLY.-Largo tiempo, en efecto... Criados, dejadme solo con ella.
(Los criados se retiran.) Señora, desnúdate y acostémonos en
seguida.
PAJE.-Os suplico, nobilísimo señor, que me excuséis aún por
una
noche o dos; o por lo menos, esperad a que el sol se ponga.
Pues
vuestros médicos me han recomendado muy mucho, so pena de
que
volváis a caer en la antigua enfermedad, que me abstenga aún
de
vuestro lecho. Espero que tan justa causa será suficiente
excusa.
SLY.-Sí, la razón es poderosa. No obstante, mucho me va a
costar
esperar tanto tiempo. Claro que, como no quiero volver a
caer en mis
ensueños, esperaré a despecho de la carne y de la sangre. (Entra
un
criado.)
EL CRIADO.-Los cómicos de Vuestra Señoría, habiendo sabido
vuestro restablecimiento, han venido a ofreceros una
agradable
comedia. Tal ha sido aconsejado por vuestros médicos;
sabiendo que
el exceso de tristeza ha congelado vuestra sangre y, por
aquello de que
la melancolía es madre del frenesí, encuentran saludable que
oigáis
una pieza teatral, con objeto de que vuestro espíritu se
predisponga a
la bulliciosa alegría que, como es sabido, previene toda
suerte de
males y alarga la vida.
SLY.-¡Pardiez!, la cosa me place; que representen su pieza.
Una
“comedia” ¿no es una de esas farsas de Navidad o uno de esos
manejos
de los titiriteros?
PAJE.-No, mi querido señor; es algo más agradable y mejor.
SLY.-¿Cuestión de cortinas y de papeles pintados?
PAJE.-Es una especie de historia.
SLY.-Bien. Ahora lo veremos. Señora mi mujer, siéntate a mi
lado y dejemos que el mundo siga dando vueltas. Jamás
seremos más
jóvenes que ahora. (El paje obedece y empieza a sonar la
música.)
ACTO PRIMERO
ESCENA PRIMERA
Padua. Una plaza
(Entran LUCENTIO y su criado TRANIO)
LUCENTIO.-Por fin, Tranio, tras tanto como deseaba ver la
hermosa
Padua, cuna de las artes, heme aquí al cabo llegado a
Lombardía,
jardín delicioso de la gran Italia. En ella estoy, sí,
gracias al
cariño y autorización de mi padre, y, además, enriquecido
con tu fiel
compañía. Tranio, mi leal servidor, cuya abnegación tantas
veces he
puesto ya a prueba. Respiremos, pues, satisfechos, aquí, y
empiece un
período de trabajo sabio y de nobles estudios liberales...
Pisa, afamada
a causa de la seriedad de sus ciudadanos, me vio nacer. Y
antes que a
mí, a mi padre, de la raza de los Bentivolii, Vincentio,
gran
comerciante cuyos negocios se extienden por el mundo. El
hijo de
Vincentio, educado en Florencia, debe ahora, con objeto de
responder
a todas las esperanzas que en él han sido puestas, añadir a
sus
riquezas el adorno de sus acciones virtuosas. He aquí por
qué, Tranio,
al mismo tiempo que estudio voy a tratar de practicar la
virtud, aplicándome
especialmente a esa parte de la filosofía que trata, en
particular,
de la dicha que se puede conseguir mediante la virtud...
Dame,
pues, tu opinión sobre este propósito, pues he dejado Pisa y
he venido
a Padua como aquel que se aparta de un estanque poco
profundo para
zambullirse en un gran río con el propósito de apagar en él
su sed.
TRANIO.-Mi perdonato, mi gentil amo; comparto
enteramente
vuestros sentimientos y muy feliz seré si persistís en
vuestra
resolución de libar los jugos de la suave filosofía. No
obstante, mi
querido amo, bien que admiremos la virtud y la disciplina
moral, no
nos volvamos, os lo ruego, estoicos, a punto de pasar por
leños, ni
sigamos los preceptos de Aristóteles hasta el punto de
rechazar y abominar
de Ovidio. Discutid sobre lógica con vuestros amigos. Pero
practicad la retórica en vuestras conversaciones
cuotidianas. Acudid a
la música y a la poesía para solazar y reanimar vuestro
espíritu, pero
de la matemática y de la metafísica no toméis más de lo que
vuestro
estómago pueda digerir. Pues allí donde no hay placer no hay
provecho. En una palabra, mi amo, estudiad aquello que más
os
agrade.
LUCENTIO.-Muchas gracias, Tranio. Buenos son tus consejos.
En cuanto a Biondello, lástima que no haya llegado ya a
estas costas.
De haberlo hecho, podríamos tomar al punto nuestras
disposiciones y
escoger un alojamiento digno de recibir a los amigos que el
tiempo
que estemos aquí no dejará de procurarnos. Pero, aguarda...
¿Qué
gente es esa que llega?
TRANIO.-Tal vez una comisión, mi amo, que viene a darnos la
bienvenida. (Entran Bautista acompañado de sus dos hijas,
Catalina y
Blanca, seguidos de Gremio, viejo
hidalgo, ridículo, y de Hortensio,
enamorado de Blanca. Lucentio, y Tranio
se apartan.)
BAUTISTA.-No me importunéis más, señores. Ya sabéis lo que
he resuelto: no casaré a mi hija pequeña sin que la mayor
tenga ya
marido. Por consiguiente, si alguno de vosotros dos ama a
Catalina,
como os conozco bien y os estimo como os merecéis, licencia
tiene el
que sea para hacerla la corte.
GREMIO.-(Aparte.) ¿Hacerla la corte? Que no sea como
es, he
aquí lo que habría que hacerla. Por mi parte, la encuentro
harto áspera.
Pero vos, Hortensio, ¿la tomaríais tal vez por mujer?
CATALINA.-(A su padre.) ¡Cómo! ¿Es que pretendéis
hacer de
mí un cimbel para la ristra de pretendientes?
HORTENSIO.-¿Pretendientes, hermosa criatura? ¿Qué entendéis
vos por pretendientes? Nada de pretendientes, en lo que os
afecta,
mientras no seáis más dulce y más amable que en el presente.
CATALINA.-De veras, señor mío, que nada tendréis que temer
jamás.
No estáis aún, podéis creerme, ni a mitad del camino que
conduce al corazón de la hermosa. Pero de ocurrir, estad
seguro que el
primer cuidado de la bella sería peinaros la cabezota con
las tres patas
de un escabel, pintarrajear vuestra cara y trataros, en fin,
como lo que
sois: como un necio.
HORTENSIO.-(Aparte.) ¡De demonios semejantes
líbranos,
Señor!
GREMIO.-(Idem.) ¡Sin olvidarme a mí, buen Dios!
TRANIO.-(A Lucentio.) ¡Atención, mi amo! Me parece
que la
vamos a gozar. Esa joven o es una loca de atar o una arpía
fenomenal.
LUCENTIO.-En cambio, en el silencio de la otra admiro la
dulzura y la discreción de una virgen... Calla, Tranio.
TRANIO.-Bien dicho, mi amo. Callemos, contentándonos con
mirar cuanto ocurre.
BAUTISTA.-Pues lo dicho, señores. Blanca, vete a casa. Y que
ello no te disguste, mi querida Blanca. No te querré menos
por ello,
hija mía.
CATALINA.-¡ Pobrecita criatura! Metedle un dedo en un ojo y
sabrá al menos por qué llora.
BLANCA.-Sí, sí, que mi tristeza os sirva de alegría...
Señor,
obedezco humildemente vuestra voluntad. Mis libros y mis
instrumentos de. música serán mi compañía. Unos me servirán
de
estudio; la otra, de entretenimiento.
LUCENTIO.-¿Oyes, Tranio? ¿No te parece estar escuchando a
Minerva?
HORTENSIO.-Señor Bautista, extraña decisión la vuestra. Pena
me da que nuestro afecto hacia Blanca sea para ella causa de
contrariedades.
GREMIO.-Pero ¿es que queréis encerrarla en una jaula y
castigarla tan sólo porque este demonio infernal de su
hermana tenga
una lengua de víbora?
BAUTISTA.-Señores míos; haced lo que mejor os plazca. En
cuanto a mí, lo que he resuelto, ¡resuelto está! Blanca, a
casa. (Blanca
sale.) Como sé que ama con pasión música y
poesía, haré venir a mi
casa profesores capaces de instruir su juventud. Si conocéis
alguno,
Hortensio, o vos, Gremio, enviádmelos. Siempre tendré toda
suerte de
atenciones con los hombres de talento; así como no dejaré de
ser
generoso en cuanto afecta a la educación de mis hijas. Y
esto dicho,
adiós. Tú, Catalina, puedes quedarte; yo tengo que hablar
aún con
Blanca. (Sale.)
CATALINA.-Pero, ¿es que si me place largarme no voy a poder
hacerlo? ¡Pues no falta más sino que se me dijese lo que he
de hacer
con mi tiempo, cual si yo fuese incapaz de saber lo que hay
que tomar
y lo que hay que dejar! ¡Está bonito! (Sale.)
GREMIO.-Puedes irte, sí, y si te place, a buscar al demonio
y
hacerte su mujer. Tan a propósito eres para él que nadie te
retendrá
aquí. Está tranquila. ¡Bah!, el amor no nos acucia tanto,
Hortensio,
que no podamos esperar, barajando juntos nuestras esperanzas
y ayunando
mientras sea preciso; nuestro bollo está aún crudo por ambos
lados. Adiós, pues. No obstante, el afecto que siento hacia
Blanca es
tal, que si doy con un maestro capaz de enseñarle las artes
que le son
tan gratas, no dejaré de recomendárselo a su padre.
HORTENSIO.-Yo haré lo mismo señor Gremio. Pero una palabra
aún, os lo ruego. Aunque hasta ahora la propia naturaleza de
nuestra
rivalidad no nos ha permitido conversar largamente,
paréceme, tras
haberlo pensado bien, que, si queremos poder acercarnos aún
a
nuestra bella amada y pretender, como rivales felices, al
amor de
Blanca, tenemos ambos el mayor interés en realizar una cosa.
GREMIO.-¿Qué cosa? Os escucho.
HORTENSIO.-¡Pardiez, señor mío!, encontrar un marido para su
hermana.
GREMIO.-¿Un marido? ¡Un demonio!
HORTENSIO.-Un marido, un marido, digo.
GREMIO.-Pues yo digo un diablo. Porque, ¿es que creéis,
Hortensio, que, pese a la gran fortuna de su padre, habrá en
el mundo
un hombre tan loco como para casarse con ese infierno de
mujer?
HORTENSIO.-¡Bah!, creedme, Gremio, aunque sea algo por
encima de nuestra paciencia, de la vuestra y de la mía, el
soportar sus
gritos y sus querellas, no faltarán, amigo mío, barbianes
atrevidos (la
cuestión es dar con ellos), que carguen con la moza, pese a
todos sus
defectos, si va bien envuelta en dinero.
GREMIO.-No me atrevería yo a asegurar otro tanto. En todo
caso,
y en lo que a mí respecta, yo preferiría recibir tan sólo su
dote, aun
con la condición de ser azotado todas las mañanas en plena
plaza del
mercado.
HORTENSIO.-Razón tiene el proverbio; en efecto, cuando las
manzanas están podridas, es difícil escoger. En todo caso,
puesto que
la condición impuesta por el padre nos hace amigos,
mantengamos
esta amistad hasta que hayamos encontrado un marido para la
mayor
de las hijas de Bautista. Luego, una vez la pequeña en libertad
de
casarse, la batalla empezará de nuevo. ¡Blanca querida!
¡Dichoso el
hombre que consiga tal tesoro! El anillo al corredor más
rápido. ¿No
os parece, señor Gremio?
GREMIO.-Estamos de acuerdo. Y el mejor caballo de Padua
daría, con gusto, con objeto de que llegase rápido a
cortejarla, a aquel
que quisiera empezar a enamorar a Catalina, casarse con
ella, meterla
en su cama y librar de su presencia a la casa. Ea, vamos. (Salen
juntos.)
TRANIO.-Pero decidme, mi amo, por favor, ¿es posible que el
amor adquiera de pronto imperio tan grande?
LUCENTIO.-¡Oh Tranio!, antes de sentir que la cosa es
cierta, no
la hubiera creído posible, ni siquiera probable. Pero,
escucha, mientras
estaba aquí, mirando lo que pasaba sin pensar en otra cosa,
he sentido
los efectos del amor, y ahora, te lo confesaré con franqueza
puesto que
eres para mí un confidente tan querido como lo fue Ana para
la reina
de Cartago; ardo, languidezco, muero. Tranio, si no consigo
conquistar a esa modesta joven. Aconséjame, Tranio, pues tú
puedes
hacerlo, bien lo sé. Ayúdame, Tranio, pues también sé que
querrás
ayudarme.
TRANIO.-Inútil ya, amo, tratar de regañaros. Jamás los
reproches
expulsaron el amor de un corazón enamorado. Si el amor os ha
herido,
no os queda sino un recurso: “Redime te captum quam quaes
minimo”.
LUCENTIO.-Gracias, amigo mío. Continúa; diríase que ya me
siento aliviado. Lo que aún tengas que decirme me reanimará
completamente. Tus consejos son buenos.
TRANIO-Mirabais, mi amo, a la joven con tal insistencia, que
tal
vez no habéis notado lo principal.
LUCENTIO.-¡Ya lo creo que lo he notado! He visto en su
rostro
una dulcísima belleza, tan sólo comparable a la de la hija
de Agenor
que obligó nada menos que al poderoso Júpiter a humillarse
ante ella
y a besar con sus rodillas las playas de Creta.
TRANIO.-¿Y es cuanto habéis visto? ¿No habéis notado cómo su
hermana se ha puesto a gruñir y a tronar, tan fuerte, que no
había
oídos humanos que soportasen el estruendo?
LUCENTIO.-He visto, Tranio, moverse sus labios de coral y
perfumar el aire con su aliento. A ella, y en ella cosas
puras y suaves
es cuanto he visto.
TRANIO. (Aparte.)-Lo primero, en verdad, es sacarle
de su
arrobamiento. Despertad, mi amo, os lo ruego. Si amáis a la
joven
aplicad vuestros pensamientos y vuestro corazón a
conquistarla. La
situación es la siguiente: su hermana mayor es tan arisca y
tan
rabiosa, que mientras su padre no se haya desembarazado de
ella,
vuestra amada, mi amo permanecerá clavada en la casa. Y sólo
con
este propósito ha encerrado a la menor, con objeto de no
verse importunado
por sus pretendientes.
LUCENTIO.-¡De qué modo, oh Tranio, es cruel ese padre! Pero,
¿no te has dado cuenta de que se preocupa por encontrar
maestros
hábiles que puedan instruirla?
TRANIO.-¡Por supuesto, mi amo! Y, ¡pardiez!, he aquí lo que
va
a arreglar el asunto.
LUCENTIO.-Tal creo también.
TRANIO.-Amo, apostaría a que ambos hemos tenido
pensamientos que se encuentran y no hacen sino uno.
LUCENTIO.-Dime primero el tuyo.
TRANIO-Pues que hagáis de profesor, y os encarguéis de
instruir
a la joven. He aquí vuestro proyecto.
LUCENTIO.-Exacto. Y ¿es realizable?
TRANIO.-No, mi amo. Porque entonces, ¿quién cumpliría aquí,
en Padua, el papel del hijo de Vicentio? ¿Quién tendría
dignamente su
casa, estudiaría en sus libros, recibiría a sus amigos,
visitaría a sus
compatriotas y les invitaría a comer con él?
LUCENTIO-Basta, no te inquietes. Tengo ya pensado todo lo
necesario. Como aún no nos han visto en casa alguna y no
pueden leer
en nuestras caras quién es el amo y quién el criado, he aquí
cómo
vamos a arreglar las cosas: tú serás, Tranio, quien hagas de
amo en mi
lugar. Tú quien llevarás la casa, su tren, los servidores y
cuanto
necesites para ocupar mi puesto. Y yo seré otro personaje
cualquiera:
un florentino, un napolitano o un hombre pobre cualquiera de
Pisa. La
idea está ya madura y la vamos a poner en práctica, Tranio.
Conque
despójate al punto y endósate mi sombrero y mi capa de
color. En
cuanto a Biondello, al llegar se pondrá a tus órdenes. Pero
antes
tomaré las precauciones necesarias con objeto de frenar su
lengua.
TRANIO.-Necesidad y mucha tendréis de ello. (Cambian sus
vestidos.) En definitiva, mi amo, sea así, puesto que tal lo
deseáis
puesto que mi deber es ser obediente. Vuestro padre me lo
recomendó
muy bien antes de que partiésemos: “Sirve en todo a mi hijo”,
me
encareció bien. Claro que entendía la cosa de modo muy
distinto.
Total: que soy feliz siendo Lucentio a causa de lo mucho que
a
Lucentio quiero.
LUCENTIO.-Debes decir, Tranio: en atención al amor que arde
en Lucentio. En cuanto a mí, esclavo quiero hacerme tan sólo
por conseguir
a esa joven, cuya sola vista tan súbitamente ha cautivado,
hiriéndolos,
a mis pobres ojos. (Entra Biondello.) Pero aquí llega
este
pícaro... ¿Dónde has estado, bribón?
BIONDELLO.-¿Que dónde he estado? Pues yo... Pero, y vos
mismo, ¿dónde estáis ahora? ¿Es que mi compañero Tranio,
amo, os
ha robado vuestro vestido? ¿O es, al contrario, vos quien le
habéis robado
el suyo? ¿U os habéis robado mutuamente uno a otro? Decidme
qué ocurre, os lo ruego.
LUCENTIO.-Acércate, granuja. El momento no está para bromas;
por consiguiente, trata por tu parte de ponerte de acuerdo
con las
circunstancias. Tranio, tu compañero, al que ves aquí, se ha
puesto mi
traje y toma mi personalidad para salvarme la vida. Y yo me
he endosado
los suyos para poder escaparme. Porque desde que hemos
desembarcado he matado a un hombre querellándome con él y
temo
haber sido descubierto. Por consiguiente, sírvele como si se
tratase de
mí mismo, mientras yo me alejo con objeto de salvar la vida;
¿me has
comprendido?
BIONDELLO.-¿Yo, mi amo? Ni una palabra.
LUCENTIO.-¡Y jamás en la boca el nombre de Tranio! Tranio se
ha cambiado ya en Lucentio.
BIONDELLO.-Suerte que tiene el pícaro. ¡Lástima que no me
sucediese a mí otro tanto!
TRANIO.-Yo hago el mismo voto, compañerito, con tal de que
se
realice otro: que Lucentio pueda conseguir a la hija más
joven de Bautista.
En cuanto a ti, tarugo, ¡mucho cuidado! Y no a causa de mí,
sino
a causa de nuestro amo. Y trata de comportarte del modo más
conveniente, sea cual sea la clase de gente con que nos
relacionemos.
Cuando estemos solos, Tranio seguiré siendo. En toda otra
ocasión,
Lucentio, tu amo.
LUCENTIO.-Vámonos, Tranio, que aún hay algo que debes hacer
tú mismo: ponerte entre el número de los pretendientes de
Blanca. No
me preguntes por qué, bástate saber que tengo para ello
buenas razones.
(Salen. Los del prólogo hablan a su
vez.)
PRIMER CRIADO.-Dormitáis, señor. ¿Acaso no os agrada la
pieza?
SLY.-Ya lo creo, ¡por Santa Ana! Buena historia, no hay
duda.
¿Van a dar aún otra?
PAJE.-Excelencia, ésta empieza apenas.
SLY.-Por seguro que es un trabajo hábilmente hecho, ¿eh,
señora
mi mujer? Pero yo preferiría que hubiese acabado. (Sigue
escuchando.)
ESCENA II
Padua. Delante de la casa de Hortensio
(Entran PETRUCHIO y su criado GRUMIO.)
PETRUCHIO.-Verona, adiós te he dicho por algún tiempo con
objeto de venir, como he venido, a ver a mis amigos de
Padua. Y antes
que otro alguno al más querido y mejor probado, mi buen
Hortensio.
Y ésta es, si no me equivoco, su casa. ¡Aquí, Grumio,
majadero! Da
un porrazo.
GRUMIO.-¿Que dé un porrazo, mi amo? ¿A quién debo pegar?
¿Es que alguien ha insultado a vuestra señoría?
PETRUCHIO.-Pronto, bribón, golpéame ahí y bien fuerte.
GRUMIO.-¿Que os golpee ahí, mi amo? ¿Y quién soy yo, amo,
para golpearos ahí?
PETRUCHIO.-¡Necio!, golpea al punto en esa puerta como es
debido, o seré yo quien golpee tu cabeza de animal.
GRUMIO.-Estáis, mi amo, con ganas de disputa. Por supuesto,
si
yo empezase a golpearos, bien sé que pagaría al punto los
vidrios
rotos.
PETRUCHIO. -¡Cómo! ¿No obedeces? Pues bien, granuja, puesto
que no quieres golpear, yo lo haré por ti. Vamos a ver si
sabes o no
solfear y cantar. (Le tira de las orejas)
GRUMIO.-¡Socorro! ¡Socorro! ¡Mi amo se ha vuelto loco!
PETRUCHIO.-Esto te enseñará a golpear cuando yo te lo mando,
¡idiota!, ¡bribón! (Hortensio abre su puerta.)
HORTENSIO.-¿Qué pasa?. ¿Qué ocurre aquí? ¡Pero si son
Grumio y mi muy querido Petruchio! ¿Cómo estáis todos allá
por
Verona?
PETRUCHIO.-Llegas, mi buen Hortensio, a punto para poner fin
a la batalla. Con tutto il cuore, ben trovato, puedo
decirlo.
HORTENSIO.-Alla nostra casa ben venuto, molto honorato
signor mio Petruchio. Levántate, Grumio, levántate. Ya
arreglaremos
esta cuestión.
GRUMIO.-No, caballero; en verdad que poco importa cuanto
explica en latín. Y decidme si no habría ahora una razón
sobrada para
abandonar su servicio. Porque escuchad, señor: me ha dicho
que le
golpease, que le golpease sin duelo. Y decidme vos si
hubiera estado
bien que un criado hiciese tal cosa con su amo. Sin contar
que se trata
de un hombre que (a simple vista se advierte) no parece
tener talla
como para defenderse. Pero más me hubiera valido haber
golpeado
fuerte, como me decía. No hubieras recibido ¡pobre Grumio!,
lo que
has recibido.
PETRUCHIO.-¡Qué idiota!, querido' Hortensio. Lo que he dicho
a
este majadero ha sido que golpease tu, puerta y no ha habido
medio de
que me obedeciese.
GRUMIO.-¿Que golpease la puerta?. ¡El cielo me valga! ¿Es que
no me habéis dicho exactamente: “¡Pícaro, golpéame ahí!,
¡golpéame
bien, golpéame fuerte!”, y ahora decís se trataba de golpear
la puerta?
PETRUCHIO.-Anda, idiota, quítate de mi vista o calla, te lo
aconsejo.
HORTENSIO.-Paciencia, Petruchio; salgo garante de Grumio. No
vale la pena, en verdad, una querella entre tú y él, tu
antiguo, tu fiel,
tu excelente servidor. Pero dime querido, ¿qué buen viento
te trae de
la antigua Verona aquí, a Padua?
PETRUCHIO.-El viento que dispersa siempre a los jóvenes por
el
mundo y les envía en busca de fortuna lejos de su país
natal, que no
les ofrece recursos suficientes. En pocas palabras, amigo
Hortensio, he
aquí cómo se han presentado para mí las cosas: Antonio, mi
padre, ha
muerto. Y yo me he lanzado al torbellino del mundo con
objeto de ver
de casarme y de hacer fortuna del mejor modo que me sea
posible.
Tengo escudos en la bolsa; allá en mi país, un patrimonio, y
me he
dicho: en camino y a ver mundo.
HORTENSIO.-Pues que es así, ¿quieres que te hable con
franqueza? Porque es que puedo presentarte a una mujer
áspera de
veras y de un carácter infernal. Bien sé que mi proposición
no vale ni
las más mínimas gracias; ahora bien, como rica, esto también
te
aseguro que lo es, ¡y mucho! Claro que, no obstante, eres
demasiado
buen amigo para que yo te desee tal suerte.
PETRUCHIO.-Querido Hortensio, entre amigos tales que
nosotros, pocas palabras bastan. Por consiguiente, si
conoces una
mujer suficientemente rica como para ser la mujer de
Petruchio, como
el oro es el estribillo de mi danza de boda, aunque fuese
tan fea como
la novia de Florent y tan vieja como la Sibila; tan áspera y
malhumorada
como Xantipa, la mujer de Sócrates o peor aun, no cambiaría
de
idea ni sería capaz todo ello de embotar el filo de la
pasión que me
inspiraría, incluso si era más indomable que las poderosas
olas del
Adriático desencadenadas. Precisamente he venido a Padua a
hacer
boda rica: matrimonio rico, matrimonio feliz.
GRUMIO.-Ya veis, caballero, que os dice sin rodeos lo que
piensa. Dadle oro y se casará con una muñeca, con la
figurilla de un
lazo de zapato, o con una bruja vieja que no tenga un diente
y si más
achaques que cincuenta y dos matalones. Abunde la pista y
todo irá
como sobre ruedas.
HORTENSIO.-Petruchio, puesto que tal son las cosas, vuelvo
otra
vez sobre lo que por pura broma te había dicho. Puedo, sí,
Petruchio
amigo, procurarte una mujer no solamente con mucho dinero,
sino
joven y bella, mas educada como corresponde a una doncella
de calidad.
Un solo defecto tiene, ahora de marca; a saber: que es
inaguantable,
áspera, violenta y terca. Pero todo de tal modo, que había
de ser mi fortuna muy inferior a lo que es, y no me casaría
yo con ella
aunque el hacerlo me valiese una mina de oro.
PETRUCHIO.-Detén la lengua, Hortensio. No conoces el poder
del oro. Dime el nombre de su padre y ello me basta. E iré a
dar la batalla
así ruja más que el trueno cuando revienta las nubes en
otoño.
HORTENSIO.-Su padre es Bautista Minola, caballero afable y
cortés. En cuanto a ella, Catalina Minola se llama; célebre
en toda
Padua a causa de la violencia de su lengua.
PETRUCHIO.-Por mi parte, no la conozco; pero sí a su padre,
que, por cierto, en tiempos conocía también mucho al mío. Y
desde
ahora te digo que no descansaré hasta haberla visto. Por
consiguiente,
permíteme que te deje apenas encontrado, a menos que gustes
acompañarme a su casa.
GRUMIO. (A Hortensio.)-Dejadle, dejadle que vaya,
caballero,
mientras le canta el capricho de hacerlo. Os doy mi palabra
que si la
paloma le conociese como yo le conozco, sabría que chillar
con él es
como si nada. Puede llamarle ganapán u otras cosas
semejantes una
docena de veces, y se quedará tan tranquilo. Y como se
decida a que
haya tormenta, ¡tormenta habrá! Esto os lo garantizo
también,
caballero. Es más, por poco que le resista, la caerá tanto y
tan bien
caído en plena cara, que pronto, desfigurada, sus ojos no
serán mas
grandes que los de un gato. Creedme, señor, que no le
conocéis bien.
HORTENSIO.-Pues aguarda un instante entonces, Petruchio, e
iré
contigo. Porque Bautista tiene también bajo su poder a mi
tesoro, a la
joya de mi vida: su hija menor Blanca, a la que ha apartado
de mis
ojos, así como a los de todos sus pretendientes, mis
rivales, porque,
suponiendo que, a causa de todos los defectos que te he
enumerado a
propósito de Catalina, nadie la solicitará en matrimonio, por
ver
precisamente de conseguirlo, el padre ha decidido que nadie
podrá
acercarse a Blanca si previamente la maldita Catalina no ha
encontrado un marido.
GRUMIO.-¿Catalina la maldita? ¿Podría haber apodo peor para
una joven?
HORTENSIO.-Y ahora, mi querido Petruchio, vas a hacerme un
favor. Voy a disfrazarme con el traje más modesto que
encuentre, y
me presentarás al anciano Bautista como un experto profesor
de
música que daría con Ruste lecciones a Blanca. Mediante esta
estratagema tendré al menos la libertad suficiente para
seguir
haciendo la corte a mi amada sin inspirar sospechas, es
decir para
hablar a solas con ella.
GRUMIO.-No me parece que haya en ello trapacería. No
obstante,
ved cómo los jóvenes saben ponerse de acuerdo para engañar a
los
viejos (Entran Gremio Y Lucentio, éste disfrazado de
maestro de
escuela y llevando unos libros bajo el
brazo.) ¡Amo!,
¡amo!, mirad
detrás de vos, mirad. ¿Quiénes serán esos que llegan?
HORTENSIO.-Silencio, Grumio. Es mi rival. Apartémonos un
instante, Petruchio.
GRUMIO.-¡Hermoso joven!, de veras. Y con aire de muy
enamorador. (Se apartan.)
GREMIO.-Muy bien ¡muy bien! La lista de libros, ¡perfecta!
Porque, escuchadme, quiero no solamente que todos estén muy
bien
encuadernados, sino que sólo traten de amor. Tener cuidado
de no
hacerla leer otros, ¿me comprendéis?... Además de lo que os
procuraría la liberalidad del señor Bautista, yo añadiré
largamente lo
que merezcan vuestros servicios. Tomad vuestra lista. (Se
la entrega.)
Y que cuanto vaya a sus manos esté bien perfumado, pues más
suave
es que todos los perfumes la a quien los libros están
destinados. ¿Qué
vais a leerle hoy?
LUCENTIO.-Estad tranquilo; sea lo que sea de lo que trate la
lección, pleitearé vuestra causa, puesto que lo haríais vos
mismo. Y
hasta quizá en términos más persuasivos. A menos, señor, que
seáis
letrado.
GREMIO.-¡Ah, el saber! ¡Las letras! ¡Qué cosa grande las
letras!
GREMIO (aparte.)-¡Oh los besugos! ¡Qué besugo más
grande este
asno!
PETRUCHIO.- ¡Silencio. idiota!
HORTENSIO.-Calla, sí, Grumio (Avanzando.) Dios os
guarde,
amigo señor Gremio.
GREMIO.-¡Ah! Sed bien venido, señor Hortensio. ¿Sabéis
adónde
voy? A casa de Bautista Minola. Le había prometido ocuparme
en,
encontrar un profesor para la hermosa Blanca, y he tenido la
fortuna
de tropezarme con este joven que, a causa de su ciencia y
sus modales,
le conviene perfectamente. Es sumamente versado en poesía y
en otros
libros, todos excelentes, os lo garantizo.
HORTENSIO.-Pues me parece muy bien. Por mi parte, he dado a
mi vez con un hidalgo que me ha prometido encontrar un
maestro de
música capaz de instruir a nuestra amada. Con ello, no seré
yo menos
que vos en salir útil a la deliciosa Blanca, a la que tanto
quiero.
GREMIO.-Lo mismo digo, y mis actos lo probarán.
GRUMIO. (Aparte.)-Y sobre todo sus sacos bien
repletos.
HORTENSIO.-No es éste el momento, señor Gremio, de dar al
viento vuestro amor. Por el contrario, escuchadme y hablando
razonablemente, os diré algo muy bueno para los dos. Ved
aquí un
hidalgo al que he hallado por casualidad, y con el que tras
haber
conversado amigablemente, hemos llegado a un acuerdo: está
dispuesto a hacer la corte a Catalina la maldita, e incluso
a casarse
con ella si la dote le conviene.
GREMIO.-Si lo que hasta ahora sólo es un dicho llega a ser
un
hecho, todo iría de maravilla. Pero ¿le habéis informado,
Hortensio,
de los defectos de la hermosa?
PETRUCHIO.-Sé que es una joven insoportable, escandalosa y
querelladora. Por supuesto, señores, si no es sino esto, no
veo en ello
nada de alarmante.
GREMIO.-¿Nada decís, amigo mío? ¿De dónde sois?
PETRUCHIO.-Verona fue mi cuna y el anciano Antonio mi padre.
Este muerto, viva en cambio y a mi servicio está mi fortuna,
y mi esperanza:
que ella me haga vivir a mí largos y felices días aún.
GREMIO.-Es que con semejante mujer, señor mío, sorprendente
sería que alcanzaseis tal vida. Pero si tenéis estómago para
ello,
¡adelante y que Dios os ayude! En cuanto a mí, contad que os
prestaré
apoyo en todo... Pero ¿en verdad estáis dispuesto a intentar
la conquista
de ese gato montés?
PETRUCHIO.-Tan seguro como que estoy vivo.
GRUMIO.-¿Que si le hace el amor? ¡No se lo ha de hacer! Que
me ahorquen si no cumple lo que promete.
PETRUCHIO.-¿Para qué he venido aquí sino con este objeto?
¿Creéis que un poco de escándalo pueda espantar mis oídos?
¿Es que
no he oído durante mi vida rugir a leones? ¿No he escuchado
el mar
hinchado por los vientos bramar como jabalí furioso cubierto
de espuma?
¿No he oído el tronar de los grandes cañones de campaña, y
en
las nubes artillería del cielo, o en lo más fuerte de la
batalla las
alarmas espantosas, los corceles relinchar y el agrio clamor
de las
trompetas? ¿Y tras todo ello venir a hablarme de la lengua
de una
mujer, que no llega a hacer el ruido que hace una castaña
que crepita
al asarse en el hogar de un campesino? ¡Bah, bah!, guardad
vuestro
coco para los niños.
GRUMIO.-¿Quién dijo miedo a mi amo?
GREMIO.-Me parece, Hortensio, que este hidalgo ha caído lo
que
se dice del cielo, tanto para él como para nosotros.
HORTENSIO.-Le he prometido que tomaríamos parte ambos, vos
y yo, en cuanto gaste cortejándola, sea la cantidad que sea.
GREMIO.-¡Aceptado! Por supuesto, con tal de que se haga
aceptar.
GRUMIO.-¡Que no tuviese yo tan segura una buena comilona!
(Entra Tranio ricamente vestido,
seguido de Biondello.)
TRANIO.-Caballeros, ¡Dios os guarde! Dispensad mi
atrevimiento, y decidme, os lo ruego, cuál es el camino más
corto para
ir a casa del señor Bautista Minola.
BIONDELLO.-¿El que tiene dos lindas hijas? ¿No es por él por
quien preguntáis?
TRANIO.-Por él, exactamente, Biondello.
GREMIO.-Decidme, caballero... ¿Venís acaso por ver la...?
TRANIO.-La y el quizá, caballero. ¿Tenéis algo que oponer a
ello?
PETRUCHIO.-En todo caso, no por la querelladora, ¿verdad?
TRANIO.-No me gustan las querellas, caballero. Partamos,
Biondello.
LUCENTIO. (Aparte).-Buen principio, Tranio.
HORTENSIO.-Una palabra, caballero, antes de que os marchéis.
¿Pretendéis la mano de la joven a que os referís, sí o no?
TRANIO.-Y si tal ocurriese, señor mío, ¿sería un crimen?
GREMIO.-No. Sobre todo si os largaseis excusando ya toda
palabra.
TRANIO.-¡Cómo, caballero! ¿Acaso la calle no es libre para
todo
el mundo?
GREMIO.-La calle, sí; la joven, no.
TRANIO.-¿La razón, si hacéis el favor?
GREMIO.-Si queréis saberla, hela aquí: porque es la
bienamada
del caballero Gremio.
HORTENSIO.-Sobre ser la que el caballero Hortensio ha
escogido.
TRANIO.-Despacio, señores. Si sois hidalgos, hacedme el
favor
de escucharme con paciencia, pues a ello tengo derecho.
Bautista es
un caballero a quien mi padre no es enteramente desconocido;
en
cuanto a su hija, de ser aun más hermosa de lo que es, nada
la
impediría tener más pretendientes de los que ya tiene, y a
mí entre
ellos. Mil enamorados tuvo la hija de la hermosa Leda; por
consiguiente, bien puede Blanca tener uno más. Y le tendrá.
Y éste
será Lucentio, que espera ser el que triunfe, incluso si
Paris mismo
apareciese de repente.
GREMIO.-Pero, bueno, ¿es que este caballero va a cerrarnos a
todos la boca?
LUCENTIO.-Pasadle la rienda, señor, y veréis qué poco
avanza.
PETRUCHIO.-¿Para qué tantas palabras, Hortensio?
HORTENSIO.-Caballero, ¿me atrevería a preguntaros si habéis
visto alguna vez a la hija de Bautista?
TRANIO.-No, señor mío; pero me han dicho que tiene dos: una
tan conocida por su lengua disputadora como la otra por su
modestia
llena de gracia.
PETRUCHIO.-¡Alto ahí, caballero! La primera es para mí, no
os
ocupéis de ella.
GREMIO.-Sí, dejemos este trabajo al poderoso Hércules,
dejémosle que eclipse los doce trabajos de Alcides.
PETRUCHIO.-Caballero, dignaos comprender lo que sigue: la
pequeña,
a la que vos aspiráis, su padre la ha sustraído a todos. No
quiere prometerla a ninguno, sea quien fuere, antes de haber
casado a
la mayor. Sólo entonces la pequeña quedará libre, pero no
antes.
TRANIO.-De ser así, caballero, y de ser vos el hombre que ha
de
hacernos tal servicio a todos, a mí como a los demás; si
sois el hombre
que debe romper el hielo; a quien incumbe la hazaña de
conquistar a
la mayor, dándonos con ello acceso a la pequeña, el que al
fin tenga la
dicha de poseer ésta no será tan perverso como para
mostrarse ingrato.
HORTENSIO.-Bien habláis y bien pensáis, caballero. Y pues
confesáis ser también de los pretendientes, debéis, como
nosotros,
estar agradecido a este hidalgo, a quien nosotros estamos
asimismos
obligados.
TRANIO.-Podéis estar seguro de ello, señor mío. Y como
prueba,
os propongo que pasemos juntos la tarde bebiendo a la salud
de
nuestras amadas. Es decir, haciendo como los abogados, que
ante el
juez luchan implacablemente, pero que luego comen y beben
juntos
como los mejores amigos del mundo.
GRUMIO y BIONDELLO. (A un tiempo.)-¡Excelente
proposición!
Partamos, camaradas.
HORTENSIO.-La proposición es buena, en efecto. Aceptada,
pues. Petruchio, eres mi invitado.(Sale)
ACTO II
ESCENA ÚNICA
Una cámara en casa de Bautista
(CATALINA, látigo en mano, amenaza con él a BLANCA, que
está
pegada a la pared con las manos atadas)
BLANCA.-Hermana querida, no me hagas ni te hagas a ti misma
la injuria de tratarme como a una sirvienta o a una esclava.
Desprecio
tales actos. En cuanto a los perendengues, suéltame las
manos y yo
misma me los quitaré. Sí, me quitaré adornos y baratijas, e
incluso el
jubón si quieres. Todo cuanto me ordenes lo haré, pues bien
sé cuales
son mis deberes respecto a mi hermana mayor.
CATALINA.-Entre todos tus galanes, ¿a cuál prefieres?
¡Responde! ¡Te mando que respondas, y cuidado con mentir!
BLANCA.-Puedes creerme, hermana, que entre todos los hombres
vivos no he encontrado una cara que me agrade particularmente
más
que otra.
CATALINA.- ¡Mientes, hipocrituela ¿A que es Hortensio?
BLANCA.-Si sientes afecto hacia él, hermana mía, te juro que
haré cuanto me sea posible para que lo consigas para ti.
CATALINA.-¡Ya! Sin duda lo que te atrae es la fortuna y por
ello
preferirías a Gremio, ¿verdad?, para que te mantuviese como
una gran
dama.
BLANCA.-¿Es a causa de él por lo que me detestas? Entonces
bien veo que bromeas y que no has hecho hasta ahora sino
bromear.
Pero suéltame las manos, Lina, te lo ruego.
CATALINA.-Si tal cosa te parece una broma, esto te lo
parecerá
también. (Le pega. Entra Bautista.)
BAUTISTA.- ¡Cómo! ¿Qué modales son ésos, hija mía? ¿De
dónde nace tanta insolencia? Apártate de ella, Blanca.
¡Hijita querida!
¡Y la ha hecho llorar!... Vuelve, vuelve a tus labores sin
ocuparte más
de tu hermana. En cuanto a ti, ¡largo de aquí, pécora
endemoniada!
¿Por qué la hacer sufrir, sabiendo que ella jamás te ha
hecho a ti nada
malo? ¿Es que alguna vez siquiera te contradijo con una
palabra
desagradable?
CATALINA.-¡Precisamente es su silencio lo que me insulta, y
no
dejaré de vengarme! (Se lanza sobre Blanca.)
BAUTISTA (deteniéndola).-¿Aún? ¿Y ante mis propios
ojos?
Vete a tu cuarto, Blanca. (Blanca sale.)
CATALINA.-¡Claro! ¡Como que a mí no me podéis soportar! No
hay duda. Vuestro tesoro es ella. Y, naturalmente, preciso
es que tenga
un marido. La queréis tanto a ella, que a mí cuanto me queda
es
bailar descalza el día de la boda y llevar manos al
infierno... No, no
me digáis nada. Me iré, sí; me tiraré al suelo y lloraré
hasta que llegue
el momento de mi venganza. (Sale.)
BAUTISTA.-¿Hubo jamás hombre más desdichado que yo? Pero
¿quién va?
(Entran Gremio y Lucentio, éste vestido
humildemente y transformado
en CAMBIO, maestro de escuela, y tras ellos Petruchio,
acompañado
de Hortensio, que a su vez se ha
cambiado en LICIO, maestro
de música; y Tranio, que hace el papel
de Lucentio, y que llega
acompañado de su paje Biondello, que
trae un laúd y varios libros.)
GREMIO.-Buenos días, vecino Bautista.
BAUTISTA.-Buenos días, vecino Gremio... Dios os guarde,
señores.
PETRUCHIO.-Y a vos lo mismo, querido señor. Pero decidme,
¿no tenéis una hija, bella y virtuosa, que se llama
Catalina?
BAUTISTA.-En efecto, tengo una hija llamada Catalina,
caballero.
GREMIO. (A Petruchio.)-Sois demasiado brusco; poned
un poco
de tino.
PETRUCHIO.-Me juzgáis mal, señor Gremio; dejadme hacer. (A
Bautista.) Yo, señor mío, soy un hidalgo de Verona
que habiendo oído
hablar de vuestra hija: de su hermosura, de su talento, de
su afabilidad,
de su púdica modestia; en fin, de sus maravillosas cualidades
y de su carácter encantador, me he tomado la libertad de
venir a
vuestra casa sin más cumplidos con objeto de que mis ojos
sean
testigos de lo que tantas veces he oído alabar. Y como pago,
y con
objeto de merecer vuestra acogida, os presento a uno de mis
servidores
(señalando, a Hortensio), muy versado en música y matemáticas,
que
podría dar a vuestra hija un conocimiento perfecto de estas
artes o
acabar de hacerlo, pues bien sé que no es ignorante en
ellas.
Aceptadle, pues, os lo ruego, si no queréis hacerme una
afrenta. Su
nombre es Licio; su patria, Mantua.
BAUTISTA.-Sed bien venido, caballero, y él, puesto que con
vos
llega. En cuanto a mi hija Catalina, demasiado sé que no es
lo que
necesitáis, bien que mucho lo deplore.
PETRUCHIO.-Paréceme comprender que no queréis separaros de
ella. A no ser que ocurra que mi persona no os agrada.
BAUTISTA.-No os equivoquéis respecto a lo que pienso. Lo que
hago es decir las cosas tal como son. ¿De dónde sois,
caballero, y
cómo debo llamaros?
PETRUCHIO.-Me llamo Petruchio, y soy hijo de Antonio, hombre
bien conocido en toda Italia.
BAUTISTA.-Le conozco muy bien, sí, y en recuerdo de él, sed
bien venido.
GREMIO.-Un alto en vuestra historia, Petruchio, os lo ruego,
y
permitid que hablemos nosotros también, pues que también
tenemos
una causa que defender. Porque, ¡diablo, qué atrevido sois y
qué prisa
tenéis!
PETRUCHIO.-Excusadme señor Gremio, pero es que me gusta ir
derecho a lo que busco.
GREMIO.-No lo dudo, pero es que tal vez maldigáis luego
vuestra
prisa. (A Bautista.) Vecino, puesto que el regalo de
este caballero os
ha sido agradable, estoy seguro de ello, permitidme que os
haga un
amabilidad semejante, ya que por mi parte tanto os debo,
ofreciéndoos
a este joven sabio (señala decirlo a Lucentio) que ha
estudiado mucho
tiempo en Reims y que es tan versado en griego, latín y en
otras
lenguas como el otro en música y en matemáticas. Se llama
Cambio.
Os ruego, pues, que aceptéis sus servicios.
BAUTISTA.-Gracias mil. amigo Gremio. Sed bien venido, señor
Cambio. (Volviéndose hacia Tranio.) En cuanto a vos,
noble señor,
paréceme que sois extranjero. ¿Puedo tomarme la libertad de
preguntaros el objeto de vuestra visita?
TRANIO.-Sois vos, señor, quien habréis de perdonar mi
libertad,
pues extranjero, en efecto, en esta ciudad, me atrevo a
pretender la
mano de vuestra hija, la bella y virtuosa Blanca. Por
supuesto, no
ignoro vuestra firme resolución de casar antes a su hermana
mayor,
y cuanto pido como gracia especial es que una vez hayáis
conocido mi
nacimiento, no me concedáis peor trato que a los otros que
asimismo
la solicitan. Es decir, permiso para venir y la benevolencia
que a ellos
les otorgáis. Y para ayudar a la educación de vuestras
hijas, me tomo
la libertad de ofreceros este modesto instrumento y este
paquete de
librillos griegos y latinos. (Biondello se adelanta y le
ofrece laúd y
libros.) Poca cosa es, mas si vos los aceptáis,
su valor será grande.
BAUTISTA.-¿Os llamáis Lucentio? ¿De dónde venís? Decídmelo,
os lo ruego.
TRANIO.-De Pisa, caballero. Soy hijo de Vincentio.
BAUTISTA.-Vicentio, es en Pisa un gran personaje. Le conozco
muy bien de reputación. Por consiguiente, sed bien venido. (A
Hortensio.)
Tomad ese laúd. (A Vincentio.) Y vos ese paquete de
libros.
Vais a ver a vuestras alumnas al momento. ¡A ver! ¡Uno aquí!
(Entra
un criado.) Tú, pícaro, conduce a estos caballeros
junto a mis hijas y
diles a ambas que son sus profesores. Que les concedan la
buena
acogida que se merecen. (Sale el criado seguido de
Hortensio y de
Lucentio.) En cuanto a nosotros vamos a dar un
paseo por el jardín y
luego pasaremos a la mesa. Sois, ciertamente, los bien
venidos y como
tales os ruego a todos que os consideréis.
PETRUCHIO.-Señor Bautista, mi cuestión pide ser resuelta.
Mis
asuntos no me permiten venir todos los días a hacer la corte
a vuestra
hija. Puesto que habéis conocido a mi padre suficientemente,
por él
podéis conocerme a mí. Único heredero soy de sus tierras y
bienes,
que más bien he aumentado que disminuido. Por consiguiente,
os
ruego que me digáis qué dote obtendrá vuestra hija, si
consigo obtener
su amor.
BAUTISTA.-Luego de mi muerte, la mitad de mis tierras; e
inmediatamente, veinte mil coronas.
PETRUCHIO.-Pues bien, a cambio de esta dote, si me
sobrevive,
yo le aseguraré, en calidad de viuda heredera, todas mis
tierras y todas
mis rentas. Por consiguiente, establezcamos el contrato con
objeto de
que por ambas partes sea respetado.
BAUTISTA.-De acuerdo. Pero cuando. tengáis la cláusula
esencial; quiero decir, el amor de mi hija; pues todo
depende de ello.
PETRUCHIO.-¡Bah!, eso tenedlo por seguro. Pues he de
deciros,
mi querido padre, que si vuestra hija es imperiosa, yo
autoritario. Y
cuando dos fuegos violentos se encuentran, consumen el
objeto que
alimenta su furor. Algo de viento basta para transformar en
un gran
fuego otro pequeño; pero un huracán acaba con un incendio.
Pues
bien, yo seré para ella el huracán, y preciso será que ceda.
Enérgico
soy y no de esos enamorados con los que se juega como si
fuesen
chiquillos.
BAUTISTA.-¡Ojalá puedas casarte con ella, y cuanto antes
mejor!
En todo caso, acorázate contra las palabras desagradables.
PETRUCHIO.-A toda prueba soy, como las montañas que
desafían los vientos, que nada pueden contra ellas pese a
soplar
eternamente. (Entra Hortensio con la cabeza partida.)
BAUTISTA.-¿Qué te pasa, amigo mío? ¿Por qué estás tan
pálido?
HORTENSIO.-Si estoy pálido es, ¡de miedo!, os lo aseguro.
BAUTISTA.-¿Pues? ¿Es que quizá mi hija no es hábil en lo que
a
la música atañe?
HORTENSIO.-Creo que hará mucho mejor de cabo de vara. El
hierro tal vez resiste entre sus manos más que un laúd.
BAUTISTA.-¡ Cómo! ¿No puedes meterle el laúd en la cabeza?
HORTENSIO-No, a fe mía, es ella la que ha hecho entrar mi
cabeza en el laúd. Le decía suavemente que se equivocaba de
cuerda, y
doblaba un poco su mano con objeto de que pusiera sus dedos
debidamente,
cuando acometida de un exceso de impaciencia diabólica,
ha gritado: “¿Que no toco a vuestro gusto? ¡Pues ved, al
menos si pego
bien al mío!” Y diciendo esto me ha dado tan fuerte con el
instrumento en la cabeza, que me le ha metido hasta el
cuello.
Durante unos instantes he quedado aturdido, sacando la
cabeza por
entre las astillas del laúd, cual hombre en la picota,
mientras ella me
llamaba rascacuerdas improvisado, insoportable atormentador
de
oídos, y veinte calificativos más, en modo alguno
agradables. Pero tan
ágilmente lanzados que diríase que había tomado lecciones de
injurias
para poder mejor insultarme.
PETRUCHIO.-He aquí, ¡por el diablo!, lo que se dice una mujer
de nervio. Diez veces más que la amaba la amo ahora a causa
de ello.
Nadie puede imaginarse la impaciencia que tengo por
entendérmelas
con ella.
BAUTISTA.-Ea, venid conmigo y no tengáis ese aire tan
lastimero. Vais a continuar vuestras lecciones con mi hija
pequeña
que, sobre tener excelentes disposiciones, es sumamente
agradecida
por cuanto se hace en su favor. En cuanto a vos, señor
Petruchio,
¿queréis venir con nosotros o preferís que os envíe a mi
hija Catalina?
PETRUCHIO.-Enviádmela, sí, os lo ruego. Aquí la espero. (Salen
todos menos él.) En cuanto llegue le voy a hacer la
corte como es
debido. Como le conviene. Que empieza a vociferar, le diré
tranquilamente
que su voz es tan dulce como la del ruiseñor. Que frunce el
entrecejo; le aseguraré que su cara es tan tersa como las
rosas
matinales empapadas de rocío. Que, por el contrario, se
obstina en
permanecer muda; entonces alabaré su hablar voluble y su
incomparable elocuencia. Que me dice que tome la puerta; le
daré mil
gracias, cual si oyera que no me fuese de su lado en toda
una semana.
Que se niega a casarse conmigo; le preguntaré amorosamente
qué día
hay que publicar las amonestaciones y cuál ir a la iglesia.
Pero aquí
llega; tú tienes la palabra, Petruchio. (Entra Catalina.)
Buenos días,
Lina. Pues tal es vuestro nombre, según he oído decir, ¿no?
CATALINA.-Sordo no sois, pero sí, sin duda, duro de oídos,
porque los que hablan de mí me llama Catalina.
PETRUCHIO-Mentís, no hay duda. Os llaman Lina, ni más ni
menos; la buena Lina; o bien, a veces, Lina, la maldita.
Pero Lina, la
más encantadora Lina de la cristiandad, Lina, apetitosa como
una
exquisita golosina. Lina, la deliciosa, pues decir Lina es
como decir
golosina. Y he aquí por qué, Lina de mi corazón, quiero que
escuches
lo que tengo que decirte. Habiendo oído en toda las ciudades
que he
atravesado alabar tu dulzura, celebrar tus virtudes y
proclamar tu
hermosura, por cierto, que mucho menos todo de lo que
mereces, me
he sentido inclinado a buscarte para hacer de ti mi esposa.
CATALINA.-¿Inclinado? ¡Qué te parece! Pues bien; que el que
os
ha inclinado que os enderece. Nada, más veros he comprendido
que
erais algo que se inclina, se endereza, se maneja... Vamos,
¡un
mueble!
PETRUCHIO.- ¡Magnífico! Pero, ¿qué es un mueble?
CATALINA.-Digamos un taburete.
PETRUCHIO.-¡Exacto! Ven, pues, a sentarte sobre mí, Lina.
CATALINA.-Quisierais llevarme, ¿verdad? No me extraña; para
llevar se han hecho los asnos.
PETRUCHIO.-Habiendo sido hechas las mujeres para llevar
también (hace señas refiriéndose al embarazo),
aplícate lo mismo.
CATALINA.-Si yo tuviese que llevar y soportar, jamás sería a
un
mostrenco de vuestra especie.
PETRUCHIO.-¡Mi dulce Lina! ¿No sabes que me esforzaré en no
ser para ti una carga pesada, sabiéndote tan joven, tan
frágil... ?
CATALINA.-Demasiado frágil y ligera, bien que pese lo
suficiente, como para que un patán como vos no pueda cargar
conmigo.
PETRUCHIO.-Eso lo veremos bien, tanto más cuanto que veo te
ciernes a maravilla.
CATALINA.-¿Cerner? No está mal para haberlo dicho un
cernícalo.
PETRUCHIO.-El cernícalo te cogerá, ¡tortolilla de vuelo
lento!
CATALINA.-La tortolilla tendrá con vos para un bocado, cual
si
fuerais un abejorro.
PETRUCHIO.- ¡Hola, hola, avispilla querida! Eres muy
rabiosa.
CATALINA.-Si soy avispa, ¡cuidado con el aguijón!
PETRUCHIO.-El remedio es fácil; se le arranca y en paz.
CATALINA.-Los idiotas no saben dónde está.
PETRUCHIO.-¿Quién ignora dónde tienen las avispas el
aguijón?
¡En la cola!
CATALINA.-En la lengua.
PETRUCHIO.-¿En la lengua de quién?
CATALINA.-En la vuestra, que habla sin ton ni son. Adiós.
(Hace ademán como para irse.)
PETRUCHIO.-Ea, Lina, no te vayas. (La coge entre sus
brazos.)
Lina querida, yo soy un hidalgo.
CATALINA.-Es lo que voy a ver. (Le da un soplamocos.)
PETRUCHIO.-Hazlo otra vez y por quien soy que te ganas un
par
de bofetadas.
CATALINA.-Entonces perderíais vuestros escudos. Si pegáis a
una mujer, no sois hidalgo; y si no sois hidalgo, ¡adiós
blasones!
PETRUCHIO.-¡Hola! Te nombro mi reina de armas. Puedes
inscribirme en tu registro.
CATALINA.-¿Cuál es vuestra cimera? ¿La cresta de un gallo?
PETRUCHIO.-Un gallo sin cresta si Lina llega a ser mi
gallina.
CATALINA.-No os quiero como gallo cantáis como un capón.
PETRUCHIO.-Ea, Lina, ¿a qué tanto vinagre?
CATALINA. -No puedo evitarlo en cuanto me acerco a un
pepinillo.
PETRUCHIO.-No habiendo pepinillo aquí, no hay necesidad de
vinagre.
CATALINA.-¡Ya lo creo que lo hay! Os aseguro que hay uno.
PETRUCHIO.-Entonces, enséñamelo.
CATALINA.-Si tuviese un espejo, le veríais al punto.
PETRUCHIO.-¡Cómo! ¿Te refieres a mi cara?
CATALINA.-(Luchando por salir de sus brazos.) ¡Cómo
lo ha
comprendido pese a sus pocos años!
PETRUCHIO.-¡Por San Jorge!, bien veo que soy demasiado joven
para ti.
CATALINA.-Nadie lo diría, viendo vuestras arrugas.
PETRUCHIO-¡Pesan sobre mí tantos cuidados!
CATALINA.-(Debatiéndose siempre.) Cosa que a mí me
tiene
perfectamente sin cuidado.
PETRUCHIO.-Ea, escúchame, Lina... Inútil todo forcejeo, no
me
escaparás.
CATALINA.-¡Si no me soltáis os arranco los ojos! ...
¡Dejadme
marchar! (Se debate con violencia, le muerde y le araña
mientras
habla.)
PETRUCHIO.-Por nada del mundo. Te encuentro adorable. Me
habían dicho que eras brusca, tristona, desagradable, y veo
que todo
ello era pura mentira. Eres, por el contrario, deliciosa,
alegre, amable
como ninguna. Tu lengua es un poco tarda, cierto, pero dulce
y suave
como una flor primaveral. Incapaz eres de fruncir el ceño,
ni de mirar
de través y mucho menos de morderte los labios como hacen
las
muchachas cuando se llenan de cólera. En vez de complacerte
en
contradecir, acoges a quienes, como yo, te adoran, con
palabras
amables y gratas y sonrisas encantadoras. Además, ¿por qué
se
empeña todo el mundo en que Lina cojea de un pie? (La
suelta.) ¡Oh
mundo calumniador! Lina es derecha como vara de avellano; su
tinte
moreno, como las propias avellanas maduras y mucho más
agradable
aún que ellas. Anda, anda un poco, lucero, para que yo te
vea y esté
seguro de que no cojeas.
CATALINA.-Vete a dar órdenes a tus servidores, ¡imbécil!
PETRUCHIO.-¡Jamás Diana alguna embelleció el bosque como
Lina esta cámara con su andar de princesa! O sé Diana, o que
Diana
se torne Lina. Y que entonces Lina sea casta y Diana
locuela.
CATALINA.-¿Dónde has aprendido tan linda palabrería?
PETRUCHIO.-Acuden a mí espontáneamente desde el fondo,
madre de mi espíritu.
CATALINA.-Poco espíritu debe de tener tal madre cuando tan
menguado muéstrase el hijo.
PETRUCHIO.-¿No tienen ingenio, calor, mis palabras?
CATALINA.-Apenas para que no te enfríes.
PETRUCHIO.-¡Pardiez!, más caliente estaré en tu cama,
adorable
Lina. ¡Allí, allí es donde quiero calentarme! Conque dejemos
aparte
toda palabrería y hablemos claro. Tu padre consiente en que
seas mi
mujer. Ya nos hemos puesto de acuerdo sobre la dote y
quieras o no
quieras, me casaré contigo. Y créeme, Lina, que yo soy el
marido que
te hace falta. Pues por esta luz que se recrea alumbrando tu
hermosura, que no te casarás con otro hombre que conmigo.
Porque
yo he nacido, para domarte, Lina, y para transformarte, mi
gatita
salvaje, en una Lina dócil como son todas las demás Linas
que tienen
un hogar... Aquí llega tu padre; ¡cuidado con desmentirme!
Quiero a
Catalina por mujer, ¡y la tendré! (Entran Bautista,
Gremio y Tranio.)
BAUTISTA.-Y bien, señor Petruchio, ¿cómo va vuestro asunto
con mi hija?
PETRUCHIO.-Del mejor modo, caballero. ¿Podríais dudarlo?
Imposible era que no quedase vencedor.
BAUTISTA.-¿Y tú, Catalina, hija mía? ¿De mal humor, como
siempre?
CATALINA.-¿Y tenéis aún la audacia de llamarme vuestra hija?
De veras que me dais una hermosa prueba de ternura queriendo
casarme con un medio chiflado, con un bárbaro feroz, que
jura como
un demonio y que cree poder conseguir lo que le place a
fuerza de
audacia y de blasfemias.
PETRUCHIO.-Mi querido padre, he aquí los hechos: vos, así
como cuantos hablan de ella, lo hacen a tontas y a locas. Si
a veces se
muestra huraña, por pura cortesía es; pues, lejos de ser
arrogante, es
modesta como una paloma; lejos de ser violenta y encendida,
apacible
y fresca como el aire de la mañana. En cuanto a paciencia,
es una
segunda Griselda, y en lo que a castidad atañe, una Lucrecia
romana.
En una palabra, nos entendemos tan bien que nos casaremos el
próximo domingo.
CATALINA.-¡Preferiría verte ahorcado el sábado!
GREMIO.-¿Oís, Petruchio, que prefiere ver cómo os cuelgan?
TRANIO.-¿Es así como triunfáis? ¡Adiós nuestras esperanzas!
PETRUCHIO-Paciencia, caballeros. Quien la escoge soy yo. Y
si
ella y yo estamos contentos, ¿qué le importa a nadie? Hemos
convenido,
cuando estábamos solos, que ella continuaría siendo hosca
mientras estuviese acompañada. Por lo demás, justo es que os
diga que
me ama de un modo inimaginable. ¡Oh dulcísima Lina mía!
¡Cómo se
me colgaba al cuello y cómo me prodigaba beso tras beso,
promesa
tras promesa! De tal modo que, en un abrir y cerrar de ojos,
me ha
hecho compartir su amor. Pero, ¿qué sabéis vosotros, pobres
novicios,
de esto? Prodigioso es ver cómo un hombre y una mujer, a
solas, él, el
más chorlito e infeliz de los mortales, puede suavizar a la
más
indomable tarasca. Dame tu mano, Lina. A Venecia me voy a
comprar
el ajuar necesario para la boda. Preparad el festín, mi
querido padre, e
invitad a cuantos deban acudir. Sí, seguro quiero estar,
encargándome
de todo, que mi Catalina resplandecerá, de hermosura.
BAUTISTA.-Yo, la verdad, no sé qué decir. Dadme los dos la
mano. ¡Dios te bendiga, Petruchio! Asunto terminado, pues.
GREMIO y TRANIO.-Amén. Seremos vuestros testigos.
PETRUCHIO.-Padre, esposa, amigos, adiós. A Venecia me voy.
El domingo llegará pronto. Tendremos sortijas, joyas,
¡trajes
magníficos! Dame un beso, Lina. (La coge entre sus brazos
y la besa.
Ella se arranca y escapa fuera de la
cámara, mientras que él sale por
otra puerta)
GREMIO.-¿Viose jamás matrimonio alguno tan pronto zanjado?
BAUTISTA.-A fe mía, señores, que represento el papel de un
mercader que se aventura, a ojos cerrados, en un negocio
desesperado.
TRANIO.-Era una mercancía que en vuestra casa se
deterioraba.
Ahora, de no perderse en la travesía, obtendréis beneficio.
BAUTISTA.-Yo no busco otro beneficio en este asunto que
tranquilidad.
GREMIO.-En cuanto a él, sí que a fuerza de tranquilidad va a
conseguir una buena dote. Pero ahora, Bautista, hablemos de
la
pequeña. He aquí, llegado al fin, el día que tanto
esperábamos. No
olvidéis que yo soy vuestro vecino y su primer pretendiente.
TRANIO.-Y yo soy aquel a quien Blanca ama como no haya
palabras
para expresarlo, ni vuestro pensamiento puede concebir.
GREMIO.-Jovenzuelo, incapaz de amar tan tiernamente como yo.
TRANIO.-Barbagris, vuestro amor es hielo puro.
GREMIO.-El vuestro achicharra, en cambio. Atrás, mequetrefe.
Sólo la edad madura da buenos frutos.
TRANIO.-A los ojos de las bellas lo que florece es la
juventud.
BAUTISTA.-Calma, señores; yo arreglaré la querella. El
premio
será concedido, no a las palabras, sino a los actos. Aquel
de vosotros
que asegure a mi hija una dote más fuerte, tendrá el amor de
Blanca...
Hablad, señor Gremio. ¿Qué podéis garantizarle?
GREMIO.-Ante todo, y como bien lo sabéis, mi casa, aquí, en
la
ciudad, está abundantemente provista en vajillas de oro y de
plata; de
aljofainas y de jarras para que pueda lavar sus delicadas
manos. Mis
cortinas son todas de tapicería de Tiro. Mis escudos,
apilados están en
cofres de marfil. Y en armarios de ciprés almacenadas
colchas de
Arras, trajes suntuosos, colgaduras, tapices preciosos, ropa
fina,
almohadones de Turquía bordados con perlas, baldaquines de
Venecia, hechos a aguja y recamados de oro, servicios en
estaño y en
cobre y todo cuanto es necesario en una casa y a un
matrimonio.
Además, en mi granja tengo cien vacas lecheras, ciento
veinte bueyes
grasos en el establo y todo lo demás en proporción... En
cuanto a mí,
yo ya no soy joven, lo confieso, pero si muero mañana, todo
lo dicho
será para ella, con tal de que ella quiera ser para mí sólo,
mientras
tenga vida.
TRANIO.-Este “para mí sólo” está bien dicho. Por mi parte,
señor, escuchadme. Yo soy hijo único, y heredero, por
consiguiente,
de mi padre. Si consigo tener a vuestra hija como mujer, le
legaré tres
o cuatro casas no menos bellas que las del señor Gremio,
situadas
dentro de los muros de la opulenta Pisa; es decir, que la
que éste tiene
en Padua. Sin contar una renta anual de , ducados,
asegurados
sobre buenas tierras, que serán su viudedad. Creo, señor
Gremio, que
estáis cogido.
GREMIO.-(Para sí.) ¿Una renta anual de , ducados
garantizada con tierras? Todos mis inmuebles no llegan a
tanto. (En
voz alta.) Además de todo lo dicho, para ella será
una carraca que
ahora está anclada en la rada de Marsella. ¿Qué? Esta carraca
os ha
cortado el resuello, ¿verdad?
TRANIO.-Todo, el mundo sabe, señor Gremio, que mi padre no
tiene menos de tres grandes carracas, más dos galazas y doce
hermosas
galeras. Que aseguro a Blanca. Más el doble de cuanto vos
ofrezcáis sea lo que sea.
GREMIO.-Yo he ofrecido ya todo. Ni más tengo, ni más puedo
darle de aquello que poseo. Si os convengo, Bautista, tendrá
mi persona
y mis bienes.
TRANIO.-En este caso y de acuerdo con vuestra promesa
formal,
para mí es vuestra hija con exclusión de todo otro. El señor
Gremio ha
quedado eliminado.
BAUTISTA.-Debo convenir en que vuestra oferta es la más
hermosa. Si vuestro padre responde de ella, mi hija será
para vos. Y
digo aún, excusadme, si llegaseis a morir antes que él,
¿cuál sería la
viudedad de mi hija?
TRANIO.-Eso no pasa de una sutileza ingrata; mi padre es
viejo y
yo soy joven.
GREMIO.-¿Es que los jóvenes no pueden morir lo mismo que los
viejos?
BAUTISTA.-Pues, bien, señores, he aquí lo que he resuelto en
definitiva: el domingo próximo, sabéis, mi hija Catalina se
casa. Si me
dais la garantía de vuestro padre, Blanca será vuestra al
domingo
siguiente; si no, lo será del señor Gremio. Y tras ello,
permitidme que
me retire tras haberos dado las gracias a ambos. (Sale.)
GREMIO.-Adiós, mi querido vecino. Y ahora ya no temo nada.
En verdad, joven trapacero que vuestro padre sería bien
inocente si os
diese cuanto tiene, quedándose sometido a vivir a vuestra
costa lo que
le quede de vida. Y, ¡bah!, todo lo demás es puro cuento de
niños. Un
viejo zorro italiano no es tan bobalicón como para hacer
tales cosas,
hijo mío. (Sale a su vez.)
TRANIO.-¡Maldita sea tu piel, no menos vieja y ajada! En
cuanto
a mí, ¡pardiez!, he echado en el juego todos mis triunfos.
Se me había
metido en la cabeza hace ganar a mi amo. Y como sigo con la
idea, no
sé por qué un falso Lucentio no tendría un falso padre
llamado...
supongamos Vincentio. Lo que sería un prodigio; pues de
ordinario
son los padres los que hacen los hijos, mientras en esta
historia de
matrimonio, es un hijo, si mi ardid triunfa, el que va a
engendrar a su
padre (Sale.)
ACTO III
ESCENA PRIMERA
En Padua, en la casa de Bautista
(En la cámara de BLANCA, que está sentada junto a HORTENSIO,
disfrazado o transformado en Licio. LUCENTIO [Cambio], de pie y
un poco separado. HORTENSIO, coge la mano de BLANCA
para
enseñarle a poner los dedos en el laúd)
LUCENTIO.-(Interviniendo.) ¡Eh, señor músico! Diríase
que os
tomáis demasiadas libertades. ¿Habéis olvidado acaso la
encantadora
acogida que os hizo su hermana Catalina?
HORTENSIO.-Es que ahora, señor pedante escandaloso, estoy
con
la dama protectora de la celestial armonía. Permitidme,
pues, usar de
mi prerrogativa, y cuando hayamos consagrado una hora a la
música
os tomaréis vos un tiempo igual para vuestras lecturas.
LUCENTIO.-¡He aquí un asno tan ignorante que ni sabe con qué
fin fue creada la música! ¿Acaso no fue hecha para refrescar
el espíritu
del hombre tras sus estudios y trabajos habituales? Dejadme,
pues,
el placer de enseñarla algo de filosofía, y en las pausas
que yo haga la
emprenderéis con vuestra armonía.
HORTENSIO.-(Levantándose.) ¿Es que creéis que voy a
soportar
vuestras bravatas, bellaco?
BLANCA.-¡Basta, señores! Ambos me ofendéis querellándoos por
algo cuya elección de mí sola depende. Yo no soy un escolar
al que se
puede amenazar con el látigo, ni quiero estar sometida al
que se me
impongan tales lecciones para tal hora del día, ni el tiempo
que han de
durar; sino que quiero arreglar yo misma estas cuestiones
como me
plazca. Por consiguiente cortemos esta querella sentándonos
aquí, y
vos, tomad vuestro instrumento y tocad mientras él me
enseña. Su
lección habrá terminado antes de que hayáis afinado vuestro
laúd.
HORTENSIO.-¿ Dejaréis su lección cuando esté ya afinado?
LUCENTIO.-Ello querría decir ¡nunca! entonces. ¡Hala, afinad
vuestro instrumento! (Hortensio se retira; Blanca y
Lucentio se
sientan.)
BLANCA-¿Dónde habíamos quedado?
LUCENTIO.-Aquí, señora.
“Hic ibat Simois, hic est Sigela
tellus;
Hic steterat Priami regia celsa senis”.
BLANCA.-Traducid.
LUCENTIO.-“Hic ibat”, como ya os he dicho; “Simois”
soy
Lucentio; “hic est”, el hijo de Vincentio, de Pisa; “Sigela
tellus”,
disfrazado de este modo para conseguir vuestro amor: “hic
steterat”,
y el Lucentio que se ha presentado como uno más de vuestros
pretendientes; “Priami”, es mi criado Tranio; “regia”,
que hatomado
mi puesto; “celsa cenis”, con objeto de engañar al
viejo
Pantalón.
HORTENSIO.-Señora, mi instrumento está ya afinado.
BLANCA.-Que yo le oiga. (Hortensio toca.) ¡Qué
horror! Los altos
desafinan.
LUCENTIO.-Escupa por el colmillo el amigo y vuelva a afinar.
(Hortensio se retira de nuevo.)
BLANCA.-Veamos ahora si yo soy capaz a mi vez de traducir:
"Hic ibat Simois”, no os conozco; “hic est Sigela
tellus”, y no puedo
confiar en lo que decís; “hic steterat Priami”, tened
cuidado no vaya a
oírnos; “celsa senis” y no desesperéis.
HORTENSIO.-(Volviendo.) Ahora,
HORTENSIO.-(Volviendo.) Ahora, señora, está afinado.
LUCENTIO.-¿Los bajos también?
HORTENSIO.-Los bajos están a tono (Aparte.) El que
desentona,
pícaro, eres tú. ¡Qué ardiente y qué audaz se está volviendo
este pedagogo!
Que me cuelguen si el bribón no hace la corte a mi amada.
Será preciso que vigile a este maldito pedantucho. (Se
desliza detrás
de ellos.)
BLANCA.-Con el tiempo llegaré a creeros; por el momento,
desconfío.
LUCENTIO.-No dudéis... (dándose cuenta de que está allí
Hortensio), pues es cierto que Eacidas designa a
Aiax, llamado así a
causa de su abuelo.
BLANCA.-(Levantándose.) Naturalmente debo creer a mi
maestro, de otro modo, os aseguro que continuaría
argumentando
sobre este punto dudoso. Pero quedemos aquí. A vos ahora,
Licio.
Queridos maestros, si he bromeado un poco con los dos no lo
toméis,
os lo ruego, en mal sentida.
HORTENSIO.-(A Lucentio.) Podéis iros a dar una vuelta
y
dejarme libre un momento. Mis lecciones no son un coro a
tres voces.
LUCENTIO.-¿Tan formalista sois, señor mío? Bien, me
retiraré...
(Aparte.) Pero sin dejar de vigilar, pues o mucho
me equivoco o el
soplaflautas éste se está enamorando. (Se aparta un poco.
Blanca y
Hortensio se sientan.)
HORTENSIO.-Señora, antes de que toquéis el instrumento debo
enseñaros, lo primero, cómo hay que poner los dedos. Y para
ello, empezar
por los rudimentos de este arte. La gama os la enseñaré
mediante un método corto y agradable; más seguro y más
eficaz que
todos los métodos empleados por mis colegas. Vedle aquí en
este
papel, dispuesto del modo más conveniente.
BLANCA.-Pero la gama ya hace mucho tiempo que la he pasado.
HORTENSIO.-Leed, no obstante, la de Hortensio.
BLANCA.-(Leyendo.)
“Gama de do”, yo soy la base de todo acuerdo.
“A re”, yo vengo a abogar por la pasión de Hortensio.
“B mi”, Blanca, tomadle por esposo.
“C fa”, pues os ama con todo su corazón.
“D sol , re”, tengo dos notas para una sola llave.
“E la, mi”, tened piedad de mí o muero.
¿Y a esto llamáis una gama ¡Bah!, no me gusta nada. Prefiero
los
métodos antiguos. No soy tan caprichosa como para ir a
cambiar las
antiguas reglas contra invenciones extrañas. (Entra un
criado.)
EL CRIADO.-Señora, vuestro padre os ruega dejéis vuestras
lección con objeto de que le ayudéis a decorar el cuarto de
vuestra
hermana. Ya sabéis que mañana es el día de su boda.
BLANCA.-Hasta la vista, mis queridos maestros, no tengo más
remedio que dejaros. (Sale seguida del criado.)
LUCENTIO.-En este caso, señora nada tengo que hacer aquí.
(Sale a su vez.)
HORTENSIO.-En cuanto a mí, bien haré en vigilar a este
pedagogo. Tiene todo el aire, todo, de estar enamorado...
Por tu parte,
Blanca si tus gustos son tan bajos como para llevar tus ojos
hacia el
primero que se presente, que se case contigo el que quiera.
Si tu
corazón es tan ligero, yo cambiaré también de amor para no
ser menos
que tú.
ESCENA II
Padua. Una plaza. Delante de la casa de Bautista
(Entran BAUTISTA, GREMIO, TRANIO [haciendo
siempre de
Lucentio], LUCENTIO [haciendo de Cambio], CATALINA
[vestida
de novia], BLANCA y numerosos invitados)
BAUTISTA.-(A Tranio.) Señor Lucentio, hoy es el día
fijado para
el matrimonio de Catalina con Petruchio y henos aquí sin
noticias de
mi yerno. ¿Qué van a decir los invitados? ¿Qué irrisión no
va a causar
la ausencia del novio cuando el sacerdote llegue dispuesto a
efectuar el
enlace? ¿Qué os, parece a vos, Lucentio, de esta afrenta que
sufrimos?
CATALINA.-No hay afrenta sino para mí. He aquí la
consecuencia de obligarme a dar mi mano a un insensato, en
contra de
mi corazón. A un maleducado. A un impulsivo, que tras
hacerme la
corte a todo galope, luego no tiene prisa cuando llega el
momento de
casarse. Por lo tanto, bien os había yo dicho que era un
disparatado,
un loco, que bajo el manto de una ruda franqueza lo que
ocultaba era
una pura burla. Con tal de ser tenido por el más gracioso y
festivo de
los amigos, es de esos chuscos que no dudan en hacer la
corte a mil
mujeres, en fijar el día del matrimonio, en preparar un
banquete, en
invitar a sus amigos y en publicar amonestaciones. Todo ello
sin la
menor intención de desposar a la que corteja. Y he aquí que
ahora
todo el mundo señalará con el dedo a la pobre Catalina
diciendo:
“¡Esa es la mujer del taravilla de Petruchio! Por supuesto,
cuando le
dé la ventolera de casarse con ella.”
TRANIO.-Paciencia, querida Catalina. Paciencia, señor
Bautista.
Yo estoy seguro, por mi vida, de que Petruchio tiene buenas
intenciones,
sea cual sea la casualidad que le impida cumplir su palabra.
Es
brusco, pero sensato; alegre vividor, pero honrado.
CATALINA.-¡Ojalá no le hubiese yo visto jamás! (Va hacia
la
casa, llorando, seguida de Blanca y de
los invitados.)
BAUTISTA.-Anda, hija mía, anda. Esta vez no puedo censurar
tus lágrimas. Tal afrenta indignaría a una santa misma.
Mucho más,
claro, a una muchacha tan dada al arrebato y a la
impaciencia como
tú. (Llega Biondello corriendo.)
BIONDELLO.-¡Amo, amo! ¡Una noticia! ¡Una nueva vieja! La
nueva más vieja que jamás hayáis oído!
BAUTISTA.-¿Una nueva vieja? ¿Cómo es posible tal cosa?
BIONDELLO.-¿No es una nueva anunciaros que Petruchio llega?
BAUTISTA.-¿Ha llegado?
BIONDELLO.-No, señor.
BAUTISTA.-¿Qué es lo que dices entonces?
BIONDELLO.-Que llega.
BAUTISTA.-¿Y cuándo estará aquí?
BIONDELLO.-Cuando esté donde yo estoy y os vea como yo os
veo.
TRANIO.-Pero, vamos a ver, ¿cuál es la nueva vieja entonces?
BIONDELLO.-Pues bien, mi amo: Petruchio llega con un
sombrero nuevo y un jubón viejo. Pantalones también viejos,
vueltos
ya tres veces, y un par de botas que han servido de caja a
los cabos de
vela. De ellas, una va sujeta con una hebilla; la otra con
un lazo. Al
cinto, una antigua espada toda oxidada, tomada a préstamo en
el
arsenal de la ciudad; con la empuñadura rota y la vaina
agujereada
por abajo; cierto que los hierros de la cruz partidos en
dos. Su caballo,
que cojea de la cadena, se adorna con una silla carcomida
cuyos
estribos están descabalados. Sin contar que el pobre animal
es víctima
del muermo, gracias a lo cual sus narices no dejan de fluir;
amén de
sufrir de tolanos infestados de lamparones; además de estar
acribillado
a fuerza de espolonazos, abatido un tanto por la ictericia y
cubierto de
adivas incurables. Y claro, cual suele ocurrir, aturdido por
los vértigos;
sí que comido de reznos. Por el contrario, tiene todo el
espinazo
despeado, las costillas dislocadas y de las manos delanteras
es
patizambo. Por suerte suya, al bocado que trae le falta la
mitad, y
como cabezada, una piel de carnero, que a fuerza de haber
sido
estirada para impedirle que se moviera demasiado se ha roto
más de
una vez, por lo que ha habido que reajustarla a fuerza de
nudos.
También la cincha ha sido remendada seis veces. En cambio,
le
avalora una grupera, de terciopelo, para mujer, con dos iniciales
perfectamente marcadas con clavos y apañada aquí y allá,
pero con
buena cuerda.
BAUTISTA.-¿Y quién viene con él?
BIONDELLO.-Su lacayo, señor. Su lacayo, engalanado en
armonía con el caballo. Es decir, con una media de hilo en
una pierna
y una calza de lana gruesa en la otra. Como ligas, un cordón
rojo en
una y otro azul en la otra. En la cabeza, un sombrero que
fue nuevo tal
vez. Cierto que a guisa de pluma se adorna con un penacho de
lo
menos cuarenta cincuentas. En cuanto al traje, hay que decirlo,
¡es
algo verdaderamente monstruoso! De tal modo, que ni aire
tiene de
paje cristiano, ni de lacayo de hidalgo.
TRANIO.-Sin duda le ha cogido el capricho extraño de
presentarse así. A veces se le ocurre, en efecto, la idea de
salir
pobremente vestido.
BAUTISTA.-De todas maneras, venga como venga, con tal de que
venga, será para mí él bienvenido.
BIONDELLO.-Pero es que, señor, no viene.
BAUTISTA.-¿Pero no has dicho que venía?
BIONDELLO.-¿Quién? Petruchio?
BAUTISTA.-Sí, que Petruchio venía.
BIONDELLO.-No, caballero; lo que yo he dicho era que su
caballo venía trayéndole encima.
BAUTISTA.-Pues bien, es todo uno.
BIONDELLO.-¡Ay, que no, por San Jamy!
Yo dos cobres apuesto
que un caballo y un hombre
más de uno son, cierto.
Sin ser varios, no obstante,
como también sostengo.
(Petruchio y Grumio, vestidos de
cualquier manera,
cual Biondello les ha descrito, entran
súbitamente.)
PETRUCHIO.-¡Vamos a ver! ¿Dónde están los amigos? ¿Quién
en hay esta casa?
BAUTISTA-Sed bienvenido, caballero.
PETRUCHIO.-¿Aunque no llegue mejor vestido? Pero cada uno se
presenta como puede.
BAUTISTA-Menos mal que no cojeando aún.
TRANIO.-En todo caso, no tan bien vestido cual yo hubiera
deseado.
PETRUCHIO.-¿No era mejor llegar, bien que fuese de este
modo?
Pero, ¿dónde está Lina? ¿Dónde está mi encantadora novia? Y
¿cómo
va mi querido padre? Pero diríase, señores míos, que estáis
incomodados. ¿Por qué tan amable compañía arquea las cejas
como
ante un prodigio extraordinario cual un cometa o algún otro
fenómeno
inusitado?
BAUTISTA.-Porque, comprendedlo, hoy es el día fijado para
vuestra boda y, claro, primero estábamos tristes pensando
que no ibais
a llegar. Y ahora lo estamos más aún viéndoos llegar de este
modo.
Ea, ea, despojaos de ese traje que avergüenza vuestra
condición, sobre
deshonrar una fiesta tan solemne como ésta.
TRANIO.-Y decidnos qué asunto importante os ha retenido
tanto
tiempo lejos de vuestra esposa y os hace llegar tan diferente
de vos
mismo.
PETRUCHIO.-Larga cosa sería de contar e ingrata de oír. Que
os
baste saber que aquí estoy, dispuesto a cumplir mi promesa.
Si en algo
me he apartado de lo que había dicho, ya me excusaré cuando
tenga la
ocasión necesaria para ello, y entonces quedaréis
completamente
satisfechos. Pero ¿dónde está Lina? Se me tiene demasiado
tiempo
alejado de ella. La mañana avanza y ya deberíamos estar en
la iglesia.
TRANIO.-No se os ocurra presentaros delante de vuestra
prometida tal cual vais vestido. Venid a mi cámara y yo os
daré ropa
mía.
PETRUCHIO.-Ni mucho menos, creedme. Al contrario, tal cual
estoy voy a presentarme.
BAUTISTA.-Mas espero que no pretenderéis casaros con ella de
este modo.
PETRUCHIO.-¿Y por qué no? ¡Tal cual estoy! No se hable más
de
ello. Es conmigo con quien se casa, no con mis vestidos. De
poder
renovar las fuerzas que ella agotará en mí tan fácilmente
como podría
cambiar de traje, Lina se alegraría mucho y yo aún más. Pero
qué
tonto soy charlando de este modo con vosotros en vez de
correr a
saludar a mi prometida y a sellar este dulce título con un
beso de
amor. (Sale seguido de Grumio.)
TRANIO.-No hay duda que ha venido como ha venido “ex profeso”.
Pero veamos de convencerle, si ello es posible, de que se
vista
mejor para ir a la iglesia.
BAUTISTA.-Corro tras él a ver en qué acaba todo esto. (Sale
seguido
de Gremio.)
TRANIO.-(A Lucentio.) Pero, señor, no hasta contar
con el amor
de Blanca, sino que es preciso tener asimismo el
consentimiento del
padre. Y para conseguir éste, cual ya he dicho a vuestra
gracia, voy a
valerme de un hombre. Quién sea este hombre, poco importa;
lo
esencial es enseñarle debidamente el papel que tiene que
representar.
Es decir, que habrá de hacerse pasar por Vincentio de Pisa y
garantizar aquí en Padua una viudedad aún mucho más
importante
que la que yo he prometido. De este modo obtendréis sin
esfuerzo lo
que deseáis y podréis desposar a la dulce Blanca con el consentimiento
de su padre.
LUCENTIO.-Si mi colega el profesor de música no vigilase
como
lo hace tan de cerca los pasos de Blanca, creo que lo mejor
sería que
nos casásemos en secreto. Una vez el matrimonio celebrado,
habría el
mundo entero de oponerse y yo sabría guardar mi tesoro
frente a todo
el universo.
TRANIO.-Ya veremos, sin precipitarnos, lo que más conviene
realizar. Lo primero que hay que hacer es engañar a ese
vejancón de
Gremio; luego al padre, el receloso Bautista Minola; en fin,
a ese
músico astuto, el enamorado Licio. Y todo por afecto hacia
Lucentio,
mi amo... (Entra Gremio.) ¿Venís, señor Gremio, de la
iglesia?
GREMIO.-¡Y tan alegre como de chico lo hacía de la escuela!
TRANIO.-Y el novio y la novia, ¿vuelven a la casa?
GREMIO.-¿El novio decís? Mejor diríais diciendo un mozo de
cuadra, un palafrenero zafio. ¡La pobre criatura se enterará
pronto!
TRANIO.-¿Es que tal vez es más huraño que ella? ¡No es
posible!
GREMIO.-¿Él? Ese hombre es un diablo. ¡Un verdadero demonio!
TRANIO.-Pues ella en todo caso una diablesa. La verdadera
mujer
del diablo.
GREMIO.-¡Quiá, mi amigo! Junto a él es una cordera, una
paloma, una futesa. Os voy a contar lo ocurrido. Escuchad,
mi señor
Lucentio. Figuraos que cuando el cura le ha preguntado si
quería a
Catalina por mujer ha respondido, pero jurando tan fuerte
que el
sacerdote todo asustado ha dejado caer su libro: “¡Rayos de
rayos!,
pues ya lo creo. “Y cuando se agachaba el pobre cura para
recoger su
breviario, ese disparatado loco le ha dado tal puñetazo, que
cura y
libro y libro y cura han rodado por el suelo. “Ahora -ha
rugido-, que
los levante el que quiera!”
TRANIO.-¿Y qué ha dicho la joven cuando el cura se ha
levantado?
GREMIO.-Ella temblaba y se estremecía, pues el fenómeno
pataleaba y tronaba cual si el cura hubiese tratado de
hacerle cornudo.
Y he aquí que una vez todas las ceremonias acabadas, el
monstruo
pide vino. “¡A la salud de todos!”, grita, cual si hubiese
estado a bordo
de un navío bebiendo por sus camaradas tras una tormenta.
Traga el
moscatel sin dejar para los demás, y lo que quedaba en el
fondo de la
copa se lo tira a la cara del sacristán pretextando para
ello que la
barba del infeliz crecía tan rala y famélica que le estaba
pidiendo a
voces mientras bebía un poco de brebaje. Tras ello, coge a
la recién
casada por el cuello, le sacude en plena boca un beso tan
escandaloso,
que resuena en toda la iglesia. Y es cuando yo, al ver
aquello, he
escapado, avergonzado. Por supuesto, todo el cortejo viene
tras de mí.
Jamás, se había visto un matrimonio tan extraordinario...
Pero
escuchad, escuchad. Oigo a los músicos. (Música. Entran
los músicos
precediendo a los de la bodas Petruchio
y Catalina, seguidos de
Blanca, Bautista, Hortensio, Grumio y
todos los invitados y
comitiva.)
PETRUCHIO.-Caballeros, y vosotros, amigos míos, mil gracias
por el trabajo que os habéis tomado en venir. Sé también que
contabais comer conmigo y que habéis preparado un copioso
banquete
de boda. Pero sucede que asuntos inaplazables me reclaman
lejos de
aquí; por consiguiente, obligado me veo a despedirme de
vosotros en
este preciso instante.
BAUTISTA.-¿Es posible que queráis partir esta tarde misma?
PETRUCHIO.-Hoy mismo, sí, antes de que sea de noche. Y que
ello no os extrañe. Si supieseis las razones que me mueven a
ello, más
bien me rogaríais que partiese, que no me quedase. Por
consiguiente,
doy muchas gracias a todos, nobles compañeros, testigos de
mi unión
con la más paciente, la más dulce y virtuosa de las esposas.
Comed en
compañía de mi suegro, bebed a mi salud, y en lo que a mí
afecta,
como es preciso que me vaya, adiós a todos.
TRANIO.-Permitidnos suplicaros que os quedéis hasta después
de
la comida.
PETRUCHIO.-Imposible.
GREMIO.-Dejadme que os lo suplique yo también.
PETRUCHIO.-Imposible digo.
CATALINA.-Yo uno mis ruegos a los suyos.
PETRUCHIO.-Me place en extremo.
CATALINA.-¿Os place en extremo quedaros?
PETRUCHIO.-Me place en extremo que me supliquéis que me
quede. Pero podríais hartaros de suplicarme y no me
quedaría.
CATALINA.-No obstante, si es que me amáis, quedaos.
PETRUCHIO.-¡Grumio, los caballos!
GRUMIO.-Dispuestos están, mi amo. Y con la tripa llena de
avena.
CATALINA.-Pues bien, haced como os plazca. En cuanto a mí,
no partiré hoy, ¡no! Ni mañana. Ni antes de que me dé la
gana hacerlo.
La puerta abierta está, señor mío; el camino ahí le tenéis.
Podéis
trotar hasta que vuestras botas no puedan ya más. Pero yo no
partiré
más que cuando se me antoje hacerlo. Un hombre que desde el
primer
momento se muestra tan bruto y tan grosero, ¡de veras que
promete
ser una alhaja de marido!
PETRUCHIO.-Ea, Lina querida no te enfades, te lo ruego. Echa
lejos de ti el mal humor.
CATALINA-¡Me da la gana enfadarme! ¿Qué diablos tenéis que
ir a hacer? En cuanto a vos, padre, puedes estar tranquilo.
Esperará
hasta que a mí se me antoje.
GREMIO.-(A Bautista.) Esto ya es otra cosa,
caballero. La cólera
de Catalina empieza a producir su efecto.
CATALINA.-Señores, ¡a la mesa todos! Ya veo que se puede
hacer de una mujer un espantajo si no tiene el valor de
resistir.
PETRUCHIO.-(Con violencia tremenda.) ¡Estos
caballeros irán a
comer, Lina, puesto que se lo ordenas! ¡Obedeced a la recién
casada,
vosotros todos los que habéis formado su cortejo! Id al
banquete, sí;
divertios, haced francachela, brindad hasta hartaros por su
doncellez,
alegraos, haced el loco, Y si no, ¡que os ahorquen! En
cuanto a mi
Lina, mi hermosa Catalina, ¡partirá conmigo! (La coge por
la cintura
cual si la defendiese contra los
otros,) Ea,
lucero, no te hagas la
enfadada, no patalees ni te revuelvas; no eches miradas
furibundas ni
hagas gestos de cólera. Yo quiero ser dueño de lo que es
mío. Mi
mujer es mi bien, mi todo, mi casa, mi mobiliario, mi campo,
mi
granja, mi caballo , mi buey, mi asno: ¡cuanto quiero y
tengo!
(Desenvaina la espada.) ¡Aquí la tenéis! Pero ¡ay de quien la
toque!
¡Desafío a todo matachín de Padua que se atreva a cerrarme
el
camino! Grumio, ¡desenvaina, que estamos rodeados de
bandidos!
¡Ven a socorrer a tu señora si es que eres un hombre! En
cuanto a ti,
mi Lina adorada, no temas nada, que nadie se atreverá a
tocarte.
¡Aquí estoy yo para ser tu escudo incluso contra un millón
de
enemigos! (Se la lleva de la plaza violentamente mientras
Grumio
hace que protege su retirada.)
BAUTISTA.- ¡Dejad, dejad que se vayan enhorabuena! ¡Apacible
pareja!
GREMIO.-Si no se van tan pronto, reviento de risa.
TRANIO.-No creo que haya habido jamás matrimonio de locos
semejantes.
LUCENTIO.-(A Blanca.) Señora, ¿qué pensáis de vuestra
hermana?
BLANCA.-Que para una loca de atar siempre hay un loco
rematado.
GREMIO.-Creo, por mi fe, que Petruchio ha encontrado una
horma digna de su zapato.
BAUTISTA.-Amigos míos, vecinos: si el casado y la casada no
están para ocupar su puesto en la mesa, sí habrá, en cambio,
comida y
bebida en abundancia. Vamos, pues, Lucentio, vos ocuparéis
el puesto
del marido, y Blanca, el de su hermana.
TRANIO.-¿Va la encantadora Blanca a aprender cómo se hace de
recién casada?
BAUTISTA.-Así es, Lucentio. Venid, señores, vamos. (Entran
a
la casa.)
ACTO IV
ESCENA PRIMERA
Gran sala a la entrada de la casa de campo de Petruchio
(Entra GRUMIO todo cubierta de barro)
GRUMIO.-¡Mal haya! ¡Mal haya de todos los jamelgos
derrengados, de todos los amos locos y de todos los malos
caminos!
¿Ha habido jamás hombre más zarandeado, más enlodado y más
molido que yo? Me ha echado por delante para que encienda el
fuego
y llegan tras de mí para calentarse. De no ser yo uno de
esos
pucheritos que al punto están hirviendo, mis labios helados
se
pegarían a mis dientes, mi lengua a mi paladar y mi corazón
a mis
tripas antes de que tuviese fuego para deshelarme. Pero me
calentaré
con sólo soplar lo que arda; un hombre mayor que yo, con este
tiempo,
no habría quien le librase de un resfriado. ¡A ver! ¡Hola!
¡Curtis!
(Entra Curtis.)
CURTIS.-¿Quién llama con voz que tirita?
GRUMIO.-Un pedazo de hielo. Si lo dudas, ensaya y verás que
puedes patinar de mis hombros a mis talones sin otro impulso
que el
que tomes de mi cabeza a mi cuello. ¡Lumbre, lumbre, mi
querido
Curtis!
CURTIS-¿Es que el amo y su esposa llegan, Grumio?
GRUMIO.-Sí, sí, Curtis; están al llegar, conque, ¡fuego!,
¡fuego!
Y no se te ocurra echar agua encima.
CURTIS.-Y dime: ¿la fiera tiene la cabeza tan caliente como
dicen?
GRUMIO.-La tenía, excelente Curtis, antes de esta helada.
Pero
bien sabes que el invierno doma todo: hombre, mujer y
bestia. Este ha
domado a mi amo de siempre, a mi ama de ahora y hasta a mi
mismo,
excelente Curtis.
CURTIS.-¿Qué estás diciendo ahí? ¿Es que crees acaso que soy
tonto, títere de tres pulgadas?
GRUMIO.-Prefiero no tener sino tres pulgadas a llevar, como
tú,
cuernos de más de a pie. Además ¿es que quieres hacernos
fuego, o
será preciso que me queje de ti a nuestra ama? Te aseguro
que si
tardas tanto en preparar lo necesario para que se caliente,
ella te hará
en menos tiempo sentir la caricia de sus manos heladas.
CURTIS.-Ea, Grumio, hombre, dime, te lo ruego, qué pasa por
el
mundo.
GRUMIO.-(Mientras Curtis enciende fuego.) Pasa que se
hiela.
Pasa que el único oficio bueno es el de fogonero: el tuyo.
Por consiguiente,
atiza. Haz tu deber y hallarás recompensa. Mi amo y mi ama
están medio muertos de frío.
CURTIS.-Ya tienes el fuego encendido, conque ahora, mi buen
Grumio, vengan las noticias.
GRUMIO.-Tantas noticias cuantas quieras con música de
“¡Jacobo, muchacho!, ¡eh, muchacho!”.
CURTIS.-¡Siempre el mismo! En embarcar a los demás no hay
otro.
GRUMIO.-Pero como el agua está terriblemente fría, ¡atiza el
fuego de firme! Por cierto, ¿dónde está el cocinero? ¿Está
la sopa lista,
la casa en condiciones, el piso esterado y barridas las
telas de araña?
¿Se han puesto los criados los trajes nuevos, las medias
blancas y
cuantos hayan de servir el traje de boda? Las marmitas,
¿están bien
limpias por dentro y los marmitones por fuera? ¿Tienen las
mesas
manteles? ¿Está todo preparado?
CURTIS.-¡Todo! Por consiguiente, ¡habla, hombre!
GRUMIO.-Pues bien, ante todo, sabe que mi caballo está
rendido
y que el amo y el ama se han caído...
CURTIS.-¿Qué se han caído?
GRUMIO.-...de sus sillas en medio del barro, y aquí empieza
la
historia.
CURTIS.-Cuéntamela, mi excelente Grumio.
GRUMIO.-Aguza el oído.
CURTIS.-Alerto está.
GRUMIO.-(Dándole una bofetada.) Pues aquí la tienes.
CURTIS.-Esto es más sentir una historia que oírla.
GRUMIO.-Es que te la quería hacer palpable. Por supuesto, el
soplamocos era tan sólo para advertir tu oreja y hacerte
escuchar
mejor. Y ahora, empiezo: primero hemos bajado por una cuesta
malísima; el amo a la grupa, detrás del ama...
CURTIS.-(Interrumpiendo a Grumio.) ¡Diantre, los dos
sobre el
mismo jamelgo!
GRUMIO.-¿Qué has dicho?
CURTIS.-He dicho: los dos sobre el mismo jamelgo.
GRUMIO.-Pues si lo sabes, sigue tú contando. ¿Ves?, de no
haberme
interrumpido hubieras sabido cómo el caballo ha caído, y
ella
debajo, pero precisamente encimita del cenagal. Luego, la
clase de
cenagal que era; de qué modo se rebozó en el barro; cómo el
amo la
dejó, caballo y todo sobre ella; y cómo a mí me sacudió por
haber
tropezado el caballo del ama. Luego lo que ella chapoteó en
el barro
para venir a librarme de sus manos; de qué manera él juraba,
¡y
cuanto ella le suplicaba! Ella, que jamás había suplicado
antes. Y
como yo chillaba de tal modo, que los caballos salieron
escapados.
Cómo la brida del ama se rompió. Cómo yo perdí mi grupera. Y
muchas otras cosas más dignas de memoria, pero que morirán
en el
olvido, mientras tú, ignorante de lo que ha pasado, bajarás
a la tumba.
CURTIS.-A juzgar por lo que dices, está él más rabioso que
ella.
GRUMIO.-De ello no hay duda. Y esto, tanto tú como el más
majo
de la casa lo descubriréis en cuanto llegue. ¿Pero a qué
tantas
palabras? Llama a Nataniel, a José, a Nicolás, a Felipe, a
Walter Pilón
de Azúcar y a todos los demás. Y ¡mucho ojo! Que estén bien
peinados, las libreas azules bien cepilladas y las ligas
perfectamente
atadas. Que hagan la reverencia con la pierna izquierda, y
que no se
tomen la libertad de tocar una crin de la cola del caballo
del amo sin
previamente haberle enviado un beso con la mano. ¿Están
todos
dispuestos?
CURTIS.-Lo están.
GRUMIO.-Llámales entonces.
CURTIS.-(A voces.) ¡A ver! ¿me oís? ¡Que cada uno
vaya al
encuentro del amo, con objeto de hacer buena cara al ama!
GRUMIO.-¿Cómo? Te advierto ella tiene ya su cara.
CURTIS.-¿Quién podría ignorarlo?
GRUMIO.-Diríase que tu, puesto que les llamas para que le
hagan
una buena.
CURTIS.-Lo que hago es invitarles a que le presten sus
respetos.
GRUMIO.-¿Pero es que tú crees que ella viene aquí a que le
presten algo? (Entran cuatro o cinco servidores, que se
agrupan en
torno a Grumio.)
NATANIEL.-Bienvenido, Grumio.
FELIPE.-¿Qué tal, Grumio?
NICOLÁS.-¡Querido Grumio!
NATANIEL.-¿Cómo, te ha ido, muchacho?
GRUMIO.-Hola tú... Y tú, ¿cómo estás?... ¿Estás tú aquí
también... Adiós, compadre... y ya basta de saludos. Y
ahora, mis
buenos mozos, ¿es que todo está dispuesto? ¿Todo en orden?
NATANIEL.-Todo. ¿A qué distancia está el amo?
GRUMIO.-A dos pasos. Ya debe incluso haberse apeado del
caballo. Luego basta de charla. Pero, ¡silencio, por el
gallo de la
Pasión, que ya le oigo! (Entran Petruchio y Catalina,
llenos de barro.)
PETRUCHIO.-¿Dónde, están ese hatajo de inútiles? ¿De modo
que nadie a la puerta para tenerme el estribo y para recoger
al caballo?
¿Dónde está Nataniel? ¿Dónde Gregorio? ¿Dónde Felipe?
LOS CRIADOS.-¡Aquí! ¡Aquí, señor! ¡Aquí!
PETRUCHIO.-¡Aquí! ¡Aquí, Señor! ¡Aquí! ¡Tarugos! ¡Asnos!
¡Unos grandes asnos!, he aquí lo que sois. Aquí estáis, pero
nadie se
ha presentado para servirnos. Nadie para saludarnos y desearnos
la
bienvenida. ¿Dónde, está ese idiota, ese papanatas al que he
enviado
por delante?
GRUMIO.-Aquí estoy, señor, tan idiota como de costumbre.
PETRUCHIO.-¡Palurdo!, ¡rocín de cervecero! ¡hijo de zorra!
¿No
te había dicho que salieses a esperarme al parque en unión
de esta
cuadrilla de gaznápiros?
GRUMIO.-Señor, la librea de Nataniel no estaba completamente
acabada y los escarpines de Gabriel estaban, por el
contrario, perfectamente
acabados por los tacones. No había negro de humo para dar
una mano al sombrero de Pedro, y la daga de Gontrán aún no
se la
había enviado el fabricante de vainas. Es decir, ninguno
estaba listo a
excepción de Adán, Raúl y Gregorio. Los demás estaban, por
decirlo
así, hechos jirones. Más usados en sus trajes, que mendigos.
No
obstante, tal cual estaban han venido a vuestro encuentro.
PETRUCHIO.-¡Largo, bribones! ¡Id a buscar la cena! (Los
criados
salen. Petruchio canta.)
¡Qué fue de la vida que yo llevaba!...
¿dónde están...?
(Fijándose en Catalina.) Pero siéntate y sé la bienvenida,
Lina...
A comer, a comer, ¡a comer! (Entran los criados trayendo
la Cena.)
¿Qué? ¿Llega la cena, al fin? Ea, mi buena, mi dulce Lina,
anímate.
Pero, ¿qué hacéis que no me quitáis las botas, canallas? ¡Vivos!
(Canta.)
“En otro tiempo, un fraile gris siempre que iba de viaje...”
¡Detente animal, que me tuerces el pie! ... (Le pega.) ¡Toma!
¡Así
tendrás más cuidado al sacar la otra!... Alégrate, Lina...
Pero, ¿no hay
agua? (Entra un criado trayéndola.) ¿Y dónde está
Troilus, mi
podenco? En cuanto a ti, bribón, escapa de aquí y ve a rogar
a mi
primo Fernando que venga. (El criado sale.) Se trata
de alguien, Lina
al que será preciso que abraces y al que quiero que
conozcas. ¿Dónde
están mis zapatillas? Y esa agua, ¿llega o no llega? (Le
presentan la
aljofaina por segunda vez.) Ven Lina, ven a lavarte, y de todo
corazón, sé la bien venida. (Empuja al criado, que deja
caer el agua.)
¡Idiota! ¡Hijo de perdida! ¡Ni que decir tiene que la has
tirado toda!
(Le pega.)
CATALINA.-Tened paciencia, os lo ruego. Lo ha hecho sin
querer.
PETRUCHIO.-¡Es un hijo de zorra!, ¡una cabeza de leño!, ¡un
orejas de asno! Ea, Lina, ven a sentarte, que sé que tienes
mucha
hambre. ¿Quieres decir el Pater Noster, mi querida Lina, o
lo digo yo?
Pero, ¿qué es esto?, ¿carnero?
PRIMER CRIADO.-Sí, mi amo.
PETRUCHIO.-¿Quién le ha traído?
PRIMER CRIADO.-Yo.
PETRUCHIO.-¡Pero si está todo quemado! ¡Toda la carne está
quemada! ¡Perros del demonio, qué sois! ¿Dónde está ese
maldito
cocinero? ¿Cómo habéis tenido la audacia de traer una carne
semejante y de servírmela en este estado, sabiendo de qué
modo la
detesto así? ¡Quitadme de delante todo eso! ¡Platos, vasos,
todo! (Les
tira la cena a la cabeza.) ¡Idiotas! ¡Imbéciles! ¡Animales!
¡Malenseñados! ¿Cómo? ¿Y aún refunfuñáis? ¡Dentro de un
instante
me las entenderé con vosotros! (Echa a todos de la sala
menos a
Curtis.)
CATALINA.-Por favor, esposo, no os atormentéis así. En
cuanto
a la carne, en su punto estaba, podéis creerme.
PETRUCHIO.-Pues yo digo, Lina, que estaba toda quemada; toda
seca. Y la carne a tal punto asada me está enteramente
prohibida. No
debo ni probarla. Parece ser que produce bilis y que mueve a
la cólera.
Vale, pues, más para nosotros dos que de naturaleza somos ya
un poco
irritables, quedarnos en ayunas, que comer una carne como
ésta,
demasiado asada. Ten paciencia. Mañana irá la cosa mejor.
Ea, ven.
Voy a conducirte a la cámara nupcial. (Salen seguidos de
Curtis. Los
criados entran poco a poco.)
NATANIEL.-Pedro, ¿viste jamás cosa semejante?
PEDRO.-La está domando a fuerza de imitar su carácter. (Curtis
vuelve.)
GRUMIO.-¿Dónde está?
CURTIS.-En el cuarto de su mujer, pronunciando un gran
discurso sobre la continencia. Maldice, jura truena de tal
modo que la
pobre criatura no sabe ya qué hacer, adónde mirar ni qué
decir. Ha
acabado por sentarse y está como alguien que acaba de
despertar de un
sueño. (Entra Petruchio.)
PETRUCHIO.-Creo que he comenzado mi reinado como hábil
político y espero llevar mi empresa a un buen fin. Por lo
pronto, mi
halcón está hambriento y con el estómago una patena. Hasta
que no
esté bien amaestrada será preciso que no se vea harta; de
otro modo,
no habría medio de que acudiese al señuelo. Y aun conozco
otro
medio de domar a mi ave de presa; de hacerla que aprenda a
conocer
mi voz y acuda a mi mano: que es impedirla que duerma; como
se
hace con los milanos que agitan las alas y no quieren
obedecer. Nada
ha comido hoy y nada comerá mañana aún. La noche última no
durmió y ésta no dormirá tampoco. Del mismo modo que con la
cena,
ya encontraré una estratagema cualquiera, por ejemplo sobre
el modo
como han hecho la cama, y hallada, todo irá por los aires;
aquí la
almohada; allá, el almohadón; las mantas, por un lado; las
sábanas,
por otro. Y, naturalmente, en medio del escándalo no dejaré
de jurar y
de repetir que cuanto hago es por ella; en atención y
solicitud hacia
ella. En una palabra, velará toda la noche, pues en cuanto
incline la
cabeza me pondré a jurar y a maldecir como un condenado, y
con
voces no habrá medio de que pegue los ojos. ¡He aquí cómo
agobia a
una mujer a fuerza de la bondad! Si alguien conoce un medio
mejor
para domar a una fiera, que hable; haría una verdadera
caridad
indicándomelo.
ESCENA II
Padua. Una plaza. Ante la casa de Bautista
(LUCENTIO [como Cambio] y BLANCA, sentados en un
banco,
leen un libro; ´TRANIO [en Lucentio siempre] y HORTENSIO
salen
de una casa situada al otro lado de la
plaza)
TRANIO.-¿Sería posible, amigo Licio, que la señora Blanca se
interesase por otro hombre que por mí, Lucentio? Os aseguro
que no
puede estar conmigo más amable.
HORTENSIO.-Pues para que os convenzáis de lo que os he
dicho,
no tenéis sino observar, sin que os vean, cómo le da su
lección.
LUCENTIO.-Y bien, señora ¿sacáis provecho de vuestras
lecturas?
BLANCA.-Y vos, maestro, ¿cuáles son las vuestras? Responded
primero a esto.
LUCENTIO.-Yo leo lo que profeso: El arte de amar.
BLANCA.- ¡Ojalá lleguéis a ser un maestro en vuestro arte!
LUCENTIO.-Lo seré mientras vos, amor mío, séais la dueña de
mi corazón. (Se levantan, se besan y salen embelesados.)
HORTENSIO-Sus progresos, ¡pardiez!, no pueden ser más
rápidos. Conque, ¿qué decís ahora? Hacedme el favor de
responder,
pues hace un momento os atrevíais a jurar que vuestra
señora, Blanca
no amaba en el mundo a, nadie tanto como a Lucentio.
TRANIO.-¡Oh engañador amor! ¡Oh inconstancia de las mujeres!
Es coma para no creerlo, Licio, te lo aseguro.
HORTENSIO.-Pues bien, cese la equivocación en lo que a mí
afecta; yo no me llamo Licio, ni soy un músico, como
aparento, sino
un hombre harto de cubrirse con esta apariencia y de fingir
por una
mujer capaz de dejar plantado a un hidalgo para hacer su
dios de semejante
majadero. Sabed, caballero, que yo me llamo Hortensio.
TRANIO.-Señor Hortensio, con frecuencia he oído hablar de
vuestro profundo afecto hacia Blanca; y puesto que mis ojos
son
testigos de su ligereza, quiero, al mismo tiempo que vos, si
me lo
permitís, abjurar para siempre de ella y de su amor.
HORTENSIO.-¡Ya habéis visto cómo se besan y se acarician!
Señor Lucentio, he aquí mi mano. Desde este momento me
comprometo formalmente a no hacerle más la corte y a renegar
de ella
como de criatura indigna de los homenajes con que hasta
ahora la he
halagado tan locamente.
TRANIO.-Y yo, asimismo, hago juramento sincero de no
desposarla jamás; incluso si me lo suplicase. ¡Se acabó para
mí esta
mujer! ¡Ved, ved aún los repugnantes cariños que le hace!
HORTENSIO.- ¡Merecería que el mundo entero, menos él,
renegase de ella! En cuanto a mí, con objeto de estar aún
más seguro
de cumplir lo que prometo, voy a casarme antes de tres días
con una
viuda rica que no ha dejado de adorarme mientras yo amaba a
esta
desdeñosa y vanidosa faisana. Pos consiguiente, adiós, señor
Lucentio.
En adelante no serán los lindos rostros de las mujeres, sino
la bondad
de su corazón, lo que conseguirá mi amor. Me despido de vos
resuelto
a cumplir lo que acabo de jurar. (Salen. Tranio va en
busca de los
enamorados, que vuelven a su vez.)
TRANIO.-¡Que el cielo os conceda, señora Blanca, todos los
favores patrimonio de los amantes felices! Debo deciros que,
habiendo
sorprendido vuestras caricias, tanto Hortensio como yo,
hemos renunciado
a vos.
BLANCA.-¿No hablas en broma, Tranio? ¿Habéis renunciado, en
verdad, a mí?
TRANIO.-Así es, señora.
LUCENTIO.-Henos, pues, desembarazados de Licio.
TRANIO.-Ha partido en busca de una buena moza, viuda por más
señas, que se dejará seducir y desposar en un día.
BLANCA.-¡Buen provecho les haga!
TRANIO.-Y, además, él pronto la habrá domado.
BLANCA.-Al menos lo dirá, Tranio.
TRANIO.-Seguro, pues ha partido en dirección a la escuela
donde
se aprende a domar a las mujeres.
BLANCA.-¿La escuela donde se aprende a domar a las mujeres?,
pero, ¿existe tal escuela?
TRANIO.-Por supuesto, señora. Y en ella, Petruchio es el
maestro. El enseña los procedimientos, que caen como un
treinta y un
uno, para domar a las mujeres ariscas, y para hacer dormir
su lengua
cuando es demasiado violenta. (Entra Biondello,
corriendo.)
BIONDELLO.-¡Amo, amo! A fuerza de estar a la espera, como un
perro, estoy derrengado. Mas, por fortuna, he acabado por
divisar a un
viejo, a un buen ángel, que bajaba por la colina, y que creo
nos servirá
perfectamente.
TRANIO.-¿Qué clase de hombre es, Biondello?
BIONDELLO.- O un “mercadero” o un pedagogo, no lo sé. Pero
la compostura de su traje y la gravedad de su rostro y de su
aspecto, le
dan enteramente el aire de un buen padre.
LUCENTIO.-¿Y qué quieres hacer con él, Tranio?
TRANIO.-De ser crédulo y de dar fe a lo que voy a contarle,
conseguiré que acepte con solicitud y diligencia el papel de
Vincentio,
con objeto de que garantice a Bautista Minola lo que haría
el
verdadero Vincentio. Conque llevaos a vuestra amada y
dejadme solo.
(Lucentio y Blanca entran en la casa y
el Pedagogo aparece.)
EL PEDAGOGO.-¡Dios os guarde, caballero!
TRANIO.-Y a vos también, señor mío, sed bien venido. ¿Estáis
de
paso aquí, tan solo, o habéis llegado al término de vuestro
viaje?
EL PEDAGOGO.-Voy a estar aquí durante una semana o dos.
Luego volveré a partir e iré hasta Roma. Y de Roma, a
Trípoli. Si
Dios me concede vida.
TRANIO.-¿De dónde sois, señor?
EL PEDAGOGO.-De Mantua.
TRANIO.-¿De Mantua? ¡Santo cielo! ¿Y venís a Padua sin temor
vuestra vida?
EL PEDAGOGO.-¿Sin temor por mi vida, decís? ¿Y por qué
habría temer? Decídmelo, os lo ruego.
TRANIO.-Pero, ¿no sabéis que es la muerte, para todo
habitante
de Mantua, el venir a Padua? ¿E ignoráis acaso el por qué?
En
Venecia han confiscado vuestras naves, y nuestro Duque, a
consecuencia de una querella privada con el vuestro, ha
hecho
proclamar por todas partes un edicto anunciando esta pena.
Claro que,
como acabáis de llegar, lo ignoráis aún; de otro modo,
extraordinario
sería que no hubieseis oído hablar ello.
EL PEDAGOGO.-Pues caballero, la cosa es tanto más peligrosa
para mí cuanto que soy portador de letras de cambio
establecidas en
Florencia, y que debía presentar al cobro aquí.
TRANIO.-En efecto. Mas con objeto de ayudaros y por pura
cortesía, he aquí lo que estoy dispuesto a hacer y lo que os
aconsejo.
Pero ante todo, decidme: ¿habéis ido alguna vez a Pisa?
EL PEDAGOGO.-Sí, he ido con frecuencia a Pisa, ciudad
afamada a causa de la seriedad de sus ciudadanos.
TRANIO.-Y entre ellos, ¿conocéis a uno llamado Vincentio?
EL PEDAGOGO.-Conocerle no le conozco, pero sí he oído hablar
de él. Es un mercader inmensamente rico.
TRANIO.-Pues es mi padre, señor. Y, en verdad, que hasta os
parecéis un poco a él.
BIONDELLO.(Aparte.)-Exactamente como una manzana a
una
ostra. Se equivocaría uno.
TRANIO.-Pues bien, con objeto de salvaros la vida, pues
vuestro
caso es muy grave, he aquí el servicio que estoy dispuesto a
prestaros,
y que os hará ver que no es poca suerte para vos el
pareceros a Vincentio;
vais a tomar aquí su nombre y a haceros pasar por él. Por
supuesto, seréis alojado en mi casa y como corresponde a un
amigo.
Por vuestra parte, cuanto habréis de hacer consistirá en
representar
vuestro papel como es debido. ¿Me comprendéis? Por
consiguiente,
permaneceréis en mi casa hasta que hayáis terminado vuestros
que
haceres en esta ciudad. Si este ofrecimiento, señor, os
place, no tenéis
sino aceptarle.
EL PEDAGOGO.-¡Pues no lo he de aceptar, caballero! Y siempre
os consideraré como el protector de mi vida y de mi
libertad.
TRANIO.-En este caso, venid conmigo, que vamos a disponer
todo como es debido. ¡Ay!, y a propósito; es preciso que os
diga que
precisamente espero todos los días a mi padre para que asegure
los
derechos de viudedad a la hija de un tal Bautista, con la
cual debo casarme.
Pero ya os pondré al corriente de todos los detalles. Venid
conmigo, señor, con objeto de que os vistáis cual conviene a
vuestra
actual categoría. (Salen.)
ESCENA III
Una gran sala en casa de Petruchio
(Entran CATALINA y GRUMIO)
GRUMIO.-No, no; de veras que no; por nada del mundo me
atrevería.
CATALINA.-Cuanto más sufro, más encolerizado está él.
Además, ¿es que se ha casado conmigo para matarme de hambre?
Los
mendigos que llegan a la puerta de mi padre no tienen sino
pedir y al
momento reciben la limosna que imploran. Y si se les negase
allí, en
otra parte hallarían caridad. Pero yo, que jamás aprendí a
implorar,
que jamás tuve necesidad de implorar, privada me veo de
alimento y
la cabeza se me va por falta de sueño. Despierta me tiene a
fuerza de
juramentos y maldiciones, y sólo con escándalos me alimenta.
Y lo
que aún me desespera más que todas las privaciones, es ver
que todo
lo hace con el pretexto de un amor perfecto; es decir, cual
si comiendo
y durmiendo fuese a sobrevenirme una enfermedad mortal o una
muerte súbita. Por lo tanto, te lo ruego una vez más; ve a
buscarme
algo de comer. No importa el qué, con tal de que sea un
alimento
sano.
GRUMIO.-¿Qué os parecería un pie de ternera?
CATALINA.-¡Pero un pie de ternera es delicioso! ¡Tráemelo al
punto!
GRUMIO.-Ahora me pregunto si no sería un manjar demasiado
fuerte. ¿Qué os parecerían, si no, unos callos bien
preparados?
CATALINA.-¡Oh los callos! ¡Loca me vuelven! ¡Corre a por
ellos, mi buen Grumio!
GRUMIO.-¿Qué hacer? ¿Y si os resultan irritantes? ¿No sería
tal
vez mejor un buen pedazo de vaca con su poquito de mostaza?
CATALINA.-¡Es uno de mis platos preferidos!
GRUMIO.-Sí, pero he hablado de mostaza y la mostaza es,
seguramente, condimento demasiado fuerte.
CATALINA.-Pues bien, tráeme la carne y vaya al diablo la
mostaza.
GRUMIO.-No. Eso de ningún modo. Grumio os traerá, señora, la
vaca con su buena mostaza, o nada.
CATALINA.-Bueno; bien; sí; las dos cosas. O una sin la otra.
O
lo que tú quieras.
GRUMIO.-Tal vez entonces la mostaza sin la carne?
CATALINA.-(Pegándole.) ¡Vete de aquí, insolente, que
te burlas
de mí, y como todo alimento no haces sino enumerarme los
platos!
¡Ay de ti y de toda la miserable banda que de tal modo abusa
de mi
desgracia! ¡vete! ¿No te digo que te vayas? (Entran
Petruchio y
Hortensio trayendo platos con comida.)
PETRUCHIO.-¿Cómo está mi dulce Linita? Pero, ¿qué tienes,
amor mío? ¿Qué carita es ésa de cadáver?
HORTENSIO.-¿Cómo estáis, señora?
CATALINA.-Si he de decir la verdad, tan mal como es posible
estar.
PETRUCHIO.-No, querida. ¡Arriba el ánimo! Mírame con
alegría. Ea, bien mío, mira cómo me he ocupado de ti con
toda
presteza. Yo mismo he preparado tu desayuno y aquí te lo
traigo.
(Ponen los platos sobre la mesa.) Y esta atención, Lina, bien creo que
merece unas “gracias” afectuosas... ¿No? ¿Ni siquiera una
palabra?.
Entonces es que no te gusta lo que te traigo y que toda mi
diligencia
ha sido por nada, ¡A ver!, ¡llevaos este plato!
CATALINA. - ¡No! Dejadle. Os lo ruego.
PETRUCHIO.-El servicio más modesto suele ser recompensado
con un “gracias”. Tú recompensarás, pues, el mío, antes de
tocar este
plato.
CATALINA.-Muchas gracias, señor. (Se sienta a la mesa.
Petruchio permanece de pie.)
HORTENSIO.-(Sentándose frente a Catalina.) ¿No te
sientas tú?
Haces mal. Pues comamos nosotros, señora. Yo os acompañaré.
PETRUCHIO.-(Por lo bajo a Hortensio).- Hortensio, si
me
quieres hacer un favor, ¡cómetelo todo! (A Catalina, en
voz alta.) Que
te haga muy buen provecho lo que vas a comer, corazón mío. Y
date
prisa te lo ruego, Lina mía, porque inmediatamente, mi dulce
compañera querida, volveremos a casa de tu padre, adonde
quiero que
te presentes con trajes tan ricos como los de las más ricas
damas.
Trajes, abrigos, sombreros, sortijas de oro, gorgueras,
puños de encaje
verdugados y mil otras cosas bellas, sin olvidar los chales,
los
abanicos y las joyas a profusión, tales que brazaletes de
ámbar,
collares de todo eso que tanto os agrada a las mujeres. (Grumio
arrambla con los platos.) ¡Ah! ¿Has acabado ya de desayunar? Pues
muy bien. El sastre sólo espera que te plazca recibirle para
adornar tu
graciosa persona con los más suaves y acariciadores atavíos.
(Entra un
sastre, llevando un traje al brazo.) Adelante, sastre, y veamos ese
traje. Muestra tu maravilla. (Entra un mercero con una
caja.) Y tú
mercero, ¿qué te trae?
EL MERCERO.-Traigo, vedla aquí, la toca que Vuestra Señoría
me ha encargado.
PETRUCHIO.-¿Llamas a esto una toca? ¿Las has modelado, acaso
con una escudilla? ¿Toca dices? ¡Esto lo que es, es un
orinal de
terciopelo! ¡Quítamelo de delante! Es no solamente fea, sino
repugnante ¡Llamar toca a una especie de vaina!, ¡a una
cáscara de
nuez!, ¡a una baratija! ¡a un perendengue!, ¡a un juguete!,
¡a un
gorrillo de muñeca! ¡Al diablo tu toca! Yo quiero algo más
grande.
CATALINA.-Pues yo no quiero una cosa más grande. Esta toca
está a la moda. Las damas de buen tono llevan tocas como
ésta.
PETRUCHIO.-¡Cuando dulcifiques el tuyo tendrás una; no
antes!
HORTENSIO.-(Aparte.) Pues ya escampa.
CATALINA.-¿Cómo? ¿Es que yo no tengo derecho a opinar? Pues
sabed que diré aquello que deba decir, porque yo no soy ni
una niña ni
un muñeco. Gentes de más campanillas que vos tuvieron que
soportar
que dijese lo que pensaba; de modo que si vos no podéis
soportarlo no
tenéis sino taparos los oídos. Porque preciso es que mi
lengua exprese
la indignación que llena ya mi corazón, o que éste estalle a
fuerza de
cólera. Y antes de que tal ocurra, quiero ser libre,
absolutamente libre
de hablar como me plazca.
PETRUCHIO.-Pardiez, dices mucha verdad. Esta toca es
lastimosa. Es fruslería. Una corteza de pastel. Algo como de
confitería
montado sobre seda. Te amo aún más viendo que no te gusta.
CATALINA.-Me améis o no me améis, a mí me gusta la toca. Y
quiero ésa o ninguna. (Grumio hace salir al mercero.)
PETRUCHIO.-¿Tu vestido dices? ¡Ah, sí!, es verdad. Acércate,
sastre. Muestra lo que traes. (El sastre obedece.) ¡Bondad
divina de
bondad divina! ¡Pero es un traje de carnaval! ¿Esto qué es?,
¿una
manga? ¡Pero si parece un cañón!, ¡una bombarda! Y... ¡qué
veo,
además! ¿Cortado de arriba abajo como una tarta de manzanas?
¡Más
cortes, cortaduras y picados: tajado agujereado, como el
calentador de
la peluquería de un barbero! ¿Qué diablo de nombre de
demonio das
tú a esto, sastre?
HORTENSIO.-(A parte.) Que me cuelguen si no se queda
sin toca
ni vestido.
SASTRE.-Me habéis encargado, señor, que le hiciera elegante,
bonito, a la última moda.
PETRUCHIO.-¡Naturalmente! Pero lo que no te he dicho es que
degollases la moda. ¡Largo! Fuera de aquí. A tu casa por
calles y arroyos,
lo más pronto posible, y sin esperanza de que yo sea tu parroquiano.
En cuanto al traje. ¡Ni verle quiero! Quítate de mi vista.
Haz con él lo que te plazca.
CATALINA.-Pues yo no he visto nunca un vestido mejor
cortado,
más elegante, más bonito y más como es debido. Diríase que
os empeñáis
en tratarme como a un pelele.
SASTRE.-Ya lo oís, señor. Bien claro dice que vuestra
señoría
quiere tratarla como a un pelele.
PETRUCHIO.-¡Será atrevido el afilado bellaco. ¡Mientes,
hembra
humana!, ¡hilo!, ¡hebra!, ¡dedal, ¡vara de medir!, ¡tres
cuartos de
vara!, ¡media vara tan sólo!, ¡cuarto apenas! ¡Mientes;
clavo, pulga,
piojo, grillo de invierno! ¡Largo de aquí! ¡Pues no viene
este estropajo
a enfrentarse conmigo en mi propia casa! ¡Fuera, trapo
sucio, pedazo,
cacho, trozo de hombre, aborto humano! ¡Fuera o te mediré de
tal
modo con tu propia vara que te acordarás toda su vida de lo
que te
costó hablar delante de mí! Yo te digo y te repito que has
estropeado
el vestido.
SASTRE.-Vuestra Señoría se equivoca. El traje ha sido hecho
exactamente como mi maestro había recibido orden de hacerlo.
Grumio puede decirlo, que fue quien vino a encargarle.
GRUMIO.-Yo no encargué nada. Cuanto hice fue dejar la tela.
SASTRE.-¿Y cómo dijiste que el vestido fuese hecho?
GRUMIO.-¡Pardiez!, con hilos y agujas.
SASTRE.-Pero, ¿no encargaste que estuviese bien acuchillado?
GRUMIO.-Lo que seguramente ya habíais hecho más de una vez.
SASTRE.-Naturalmente. ¿Y qué?
GRUMIO.-Que no me acuchilles a mí, que yo no soy un vestido.
Y si asimismo estás acostumbrado a vestir, no por ello debes
vestirme
a mí ahora con ropa que no merezco. Yo no quiero ni que me
acuchillen
ni que me vistan. Y repito que dije a tu maestro que cortase
el
vestido, pero que no le cortase en mil pedazos. Ergo,
mientes.
SASTRE.-¿Sí? Pues en prueba de lo contrario, he aquí la nota
de
encargo.
PETRUCHIO.-Lee.
GRUMIO.-Si dice que yo he dicho tal cosa, mentirá la nota.
SASTRE.-(Leyendo.) Primero: un vestido con corpiño
perdido.
GRUMIO.-(A Petruchio.) Mi amo; si yo he dicho jamás eso
de
vestido con corpiño perdido, que me cosan dentro de la falda
y que me
golpeen a muerte con un ovillo de hilo oscuro. Yo dije, tan
sólo: un
vestido.
PETRUCHIO.-(Al sastre.) Continúa.
SASTRE.-(Leyendo.) Con un cuello pequeñito,
redondeado.
GRUMIO.-Cierto. Pongo el cuello por lo del cuello.
SASTRE.-(Leyendo siempre.) Con una manga de jamón.
GRUMIO.-Confieso que dije no una sino dos.
SASTRE.-Las mangas delicadamente recortadas.
PETRUCHIO.-Y en ello está precisamente lo abominable.
GRUMIO.-Error en la lista, señor; error en la lista. Lo que
yo
encargué fue que las mangas fuesen cortadas primero, y luego
cosidas.
Y esto, sastre, dispuesto estoy a probártelo pese a que
tengas el meñique
armado con un dedal.
SASTRE.-Lo que yo digo es la verdad, y si estuviésemos en
otra
parte no tardarías en saberlo.
GRUMIO.-Estoy a tu disposición desde ahora mismo. Coge como
arma tu lista, dame la vara y no me tengas compasión.
HORTENSIO.- ¡Dios me perdone, Grumio!, pero con las armas
no le das ventaja.
PETRUCHIO.-En una palabra, sastre, este vestido no es para
mí.
GRUMIO.-Tenéis razón, señor; es para el ama.
PETRUCHIO.-Por consiguiente, llévatele y que tu maestro haga
con él el uso que quiera.
GRUMIO.-Lo que es eso, no, ¡bribón! ¡Por nada del mundo!
Usar
tu maestro un traje de mi señor ¡jamás!
PETRUCHIO.-¿Qué dices ahí?, ¿qué broma es ésa?
GRUMIO.-Nada de broma, señor; se trata de una cosa muy
seria.
¿Usar su maestro un traje de mi ama? ¡Ah, no!
PETRUCHIO.-(En voz baja a Hortensio.) Hortensio,
ocúpate de
que paguen al sastre. (Al sastre.) Lo dicho. ¡Largo!,
llévate eso, y ni
una palabra más.
HORTENSIO.-(En voz baja al sastre.) Yo te pagaré
mañana el
vestido. Que no te enfaden sus modales algo bruscos. Vete sin
cuidado
y mil felicitaciones a tu maestro. (Sale sastre.)
PETRUCHIO.-Ea, vamos, mi querida Lina. Iremos a casa de tu
padre con los sencillos y modestos adornos que tenemos. Si
nuestros
vestidos son humildes, nuestra bolsa, en cambio, estará
repleta. Lo que
hace, en definitiva, rico al cuerpo, es el alma. Del mismo
modo que el
sol atraviesa las nubes más sombrías, así el honor muéstrase
a través
de los más pobres atavíos. Porque, ¿es que el arrendajo
sería más
precioso que la alondra tan sólo por tener las plumas más
bellas, y la
víbora valdría más que la anguila por ser los colores de su
piel más
gratos a los ojos? ¡En modo alguno, mi excelente Lina!
Asimismo, tú
no eres menos hermosa con tu modesto atavío y tu humilde
compostura. Y si ello te hace enrojecer, ¡caiga sobre mí la
vergüenza!
Por consiguiente, alégrate a partir de este instante, con
objeto de
poder banquetear y festejar, como es debido, en casa de tu
padre. (A
Grumio.) Avisa a mi gente, pues partimos en
seguida. Lleva los
caballos al extremo del camino grande. Allí montaremos tras
dar un
buen paseo a pie. Vamos a ver, me parece que son
aproximadamente
las siete, de modo que podemos estar allá, perfectamente,
para la hora
del almuerzo.
CATALINA.-Yo me atrevo a aseguraros, señor, que son cerca de
las dos. Luego, lo que haremos será llegar para la cena.
PETRUCHIO.-Las siete serán antes de que yo monte a caballo.
Es
curioso que diga lo que diga, haga lo que haga o piense lo
que piense,
siempre has de salir al paso para contrariarme. (A los
criados.)
Dejadnos. Ya no partiré hoy. Y cuando lo haga será a la hora
que me
plazca decir.
HORTENSIO-He aquí, ¡por Cristo!, un barbián capaz de darle
órdenes al sol. (Salen.)
ESCENA IV
En Padua, delante de la casa de Bautista
(Entran TRANIO [haciendo siempre de
Lucentio) y el PEDAGOGO,
vestido cual si fuese Vincentio, y con
botas de viaje cual si acabase
de llegar)
TRANIO.-He aquí la casa, señor. ¿Os agradaría que llamase?
EL PEDAGOGO.-Ciertamente. ¿Por qué no? Si mucho no me
engaño, el señor Bautista recordará, tal vez haberme visto
hace unos
veinte años, en Génova, donde estábamos alojados en la
posada del
Pegaso.
TRANIO.-¡Magnífico! Ocurra lo que ocurra, comportaos siempre
con la gravedad propia de mi padre.
EL PEDAGOGO.-Estad seguro de ello. (Llega Biondello.) Pero
he
aquí vuestro lacayo. Creo que sería conveniente ponerle al
tanto de la
cosa.
TRANIO.-No os preocupéis por él. ¡Biondello!..., atención,
que el
momento ha llegado de que cumplas como es debido tu deber.
No
olvides que este señor es el propio Vincentio.
BIONDELLO.- ¡Bah!, podéis estar tranquilos.
TRANIO.-¿Has llevado mi mensaje a Bautista.
BIONDELLO.-Sí. Le he dicho que vuestro padre estaba en
Venecia, y que esperabais que hoy mismo llegaría a Padua.
TRANIO.-¡Bien! Eres un muchacho astuto. (Dándole dinero.)
Toma, para que eches un trago. (La puerta se abre y sale
por ella
Bautista, seguido de Lucentio haciendo
siempre de Cambio.) He
aquí
a Bautista. Disponeos a manifestaros como es debido. Señor
Bautista,
nos encontramos oportunamente. (Al Pedagogo.) Señor,
he aquí al
hidalgo del que os he hablado. De nuevo os ruego, pues que,
como
siempre, seáis un buen padre, y hagáis que Blanca sea mía,
contra mi
patrimonio.
EL PEDAGOGO.-¡Calma, hijo mío, (A Bautista.) Caballero,
permitidme que os diga que, habiendo venido a Padua a cobrar
ciertas
deudas, mi hijo Lucentio me ha puesto al corriente de un
importante
asunto de amor, entre vuestra hija y él. Y teniendo en
cuenta lo mucho
bueno que de vos he oído decir, y el gran amor que mi hijo
siente
hacia vuestra hija, al que, por lo visto, ella corresponde,
decidido a no
hacerle esperar demasiado tiempo, concedo, como es lógico
que haga
un buen padre, mi consentimiento a este matrimonio. Por
consiguiente, si tal unión no os es tampoco desagradable, me
hallaréis,
una vez que nos hayamos puesto de acuerdo sobre ciertos
extremos,
enteramente dispuesto a consentir su matrimonio. Habiendo
oído tanto
bien de vos, señor Bautista, incapaz sería de suscitar
dificultades.
BAUTISTA.-Señor, dignaos excusar lo que voy a deciros.
Vuestra
franqueza y recta manera de expresar vuestros pensamientos,
me
agrada mucho. Cierto es que vuestro hijo, aquí presente, ama
a mi
hija, y que ella le corresponde; a menos que ambos fingiesen
admirablemente sus verdaderos sentimientos. Por
consiguiente,
prometedme con sinceridad lo siguiente: que obraréis
respecto a él
como un buen padre, y que a mi hija la aseguraréis una
viudedad
eficiente. Esto dicho, convenido está el matrimonio. Vuestro
hijo
tendrá a mi hija con mi pleno consentimiento.
TRANIO.-Mil gracias os doy, señor. ¿Dónde creerá que será
mas
conveniente que nos prometamos y que el contrato matrimonial
sea
establecido, de acuerdo con lo más conveniente para ambas
partes?
BAUTISTA.-En mi casa, no, Lucentio, pues ya sabéis lo de que
las paredes oyen; y no son servidores lo que me falta. Sin
contar que el
viejo Gremio está siempre a la escucha, y fácilmente
pudiéramos ser
interrumpidos.
TRANIO.-Entonces, si no os parece mal, pudiera ser donde yo
habito. Allí, conmigo, se aloja mi padre. De modo que esta
tarde misma
arreglaremos privadamente el asunto. Advertídselo a vuestra
hija
mediante este servidor que os acompaña (hace un gesto a
Lucentio), y
el mío irá al instante en busca del notario. El único
inconveniente es
que, cogidos así, de improviso estáis expuestos a cenar
pobremente.
BAUTISTA.-Ello mismo me complace. (A Lucentio.) Cambio,
entra en casa y di a Blanca que se arregle y prepare. Dile
lo que
ocurre, te lo ruego. Es decir, que el padre de Lucentio ha
llegado a
Padua y añade que, sin duda, está destinada a ser la mujer
de su hijo.
(Lucentio se aparta, pero a una señal
de Tranio, queda oculto)
BIONDELLO.-¡Que tal ocurra a los dioses de todo corazón!
TRANIO.-Deja a los dioses tranquilos, ¡escapa! (Biondello
sale.)
Señor Bautista, ¿me permitís que abra la marcha? Seréis el
bien
venido, pero como cena no hallaréis sino lo de costumbre. En
Pisa
será otra cosa. Vamos.
BAUTISTA-Os Sigo. (Salen Bautista, Tranio y el Pedagogo.
Lucentio y Biondello entran de nuevo.)
BIONDELLO.-¡Cambio!
LUCENTIO.-¿Qué, Biondello?
BIONDELLO.-¿Habéis visto a mi amo guiñaros el ojo y sonreír
mirándoos?
LUCENTIO.-Sí, pero, ¿qué quieres decir?
BIONDELLO.-Nada, sino que me ha encargado me quede aquí
para explicaros el sentido y moralidad de sus gestos y
guiños.
LUCENTIO.-¿O sea? Venga la moral.
BIONDELLO.-Hela aquí, señor: el señor Bautista está en lugar
seguro, hablando con un padre postizo y un hijo imaginario.
LUCENTIO.-Bien, ¿y qué?
BIONDELLO.-Vos debéis conducir su hija a la cena.
LUCENTIO.-¿Qué más?
BIONDELLO.-Que el viejo cura de iglesia de San Lucas está a
vuestra disposición a todas horas.
LUCENTIO.-¿Consecuencia de todo ello?
BIONDELLO.-¡Qué sé yo! A no ser que mientras ellos están
ocupados en hacer un contrato falso, bien podríais vos
redactar uno
verdadero con toda clase de derechos y privilegios, y tras
ello ir a la
iglesia. Un cura, un empleado de notaría y algunos testigos
honrados,
completarían lo que faltase. Si no es ésta la ocasión que
esperabais, no
me queda sino callarme. Claro que no sin aconsejaros que
digáis adiós
a Blanca para siempre. (Hace ademán como para retirarse.)
LUCENTIO.- ¡Espera! Escúchame, Biondello.
BIONDELLO.-No Puedo esperar más tiempo. He conocido una
muchacha a la que le bastó una tarde para casarse. Es decir,
aprovechando el ir a su huerta a coger perejil para preparar
un conejo.
Haced como ella, señor. Tras lo cual ¡adiós mí amo! El otro
me ha
ordenado que vaya a la iglesia de San Lucas con objeto de
decir al
cura que esté dispuesto para el momento en que lleguéis con
vuestra
mitad. (Sale.)
LUCENTIO.-Entendido y de acuerdo... si Blanca consiente. Que
consentirá. ¿Podría dudarlo? Suceda lo que suceda le
propondré la
cosa sin tapujos; y mal tendría que irle a Cambio para
volver sin ella.
(Sale.)
ESCENA V
En el camino de Padua
(PETRUCHIO, CATALINA, HORTENSIO y varios criados,
descansan al borde de la ruta.)
PETRUCHIO.- (Levantándose.) ¡En marcha, en nombre de
Dios!
En marcha hacia la casa de nuestro padre. ¡ Señor de bondad,
con
qué claridad magnífica resplandece la luna!
CATALINA.-¿La luna, decís? Querréis decir el sol. ¿Dónde
está
la luna ahora?
PETRUCHIO.-Yo digo que lo que brilla en el cielo es la luna.
CATALINA.-Y yo que esta luz es la luz del sol.
PETRUCHIO.-¿Cómo? ¡Por el hijo de mi madre! ¡Es decir, por
mí mismo, que ha de ser la luna, una estrella o lo que me dé
la gana!
De lo contrario, no seguiré marchando hacia la casa de tu
padre!
¡Atrás los caballos! ¡Cuidado que siempre ha de
contradecirme!
¡Siempre lo contrario! ¡Eternamente opuesta a cuanto digo!
HORTENSIO.-(En baja a Catalina.) Decid como él o no
llegaremos jamás.
CATALINA.-Continuemos, os lo ruego, ya que hemos venido
hasta aquí. Y que sea luna, sol o lo que gustéis. Y si os
place que lo
que nos alumbra sea un cabo de vela, os juro que, en
adelante, un cabo
de vela será para mí.
PETRUCHIO.-Yo digo que es la luna y basta.
CATALINA.-Pues bien, la luna; seguro.
PETRUCHIO.-¿Por qué mientes? ¡Es el bendito sol!
CATALINA.-Sea entonces Dios bendito también. ¡El bendito sol
es! Y dejará de serlo si decís que no lo es. Como la luna
cambiará a
medida que se os antoje. Nombre que deis a las cosas, tal
será su
nombre verdadero. Y lo será siempre. Al menos para Catalina.
HORTENSIO.-Petruchio sigue tu camino. Todo el campo es tuyo
ya.
PETRUCHIO.- ¡Adelante entonces! Así es como debe rodar la
bola, sin chocar ni tropezar torpemente... Pero... ¡calla!
... ¿Quién
llega? (Ven venir a Vincentio en traje de viaje.
Petruchio se dirige a
él del modo siguiente:) Buenos días, hermosa señora. ¿Adónde
vais?
Dime, querida Catalina, dime con toda franqueza: ¿Has visto
jamás
una joven con un tinte de cara tan fresco? Azucenas y rosas
disputándose sus mejillas. Y, ¿qué estrellas esmaltaron
jamás el cielo,
con belleza semejante a los dos ojos que adornan su rostro
celestial?
Agradable y encantadora joven, una vez aún, ¡buenos días!
Querida
Lina, abrázala por amor a esa deliciosa belleza.
HORTENSIO.-¡Va a volver loco a este hombre, queriendo hacer
de él una mujer!
CATALINA.-Joven virgen en flor, dulce, fresca y suavemente
hermosa, ¿adónde vas y cuál es tu morada? ¡Dichosos los
padres de
tan encantadora criatura! ¡Y más dichoso aún el hombre a
quien su
estrella favorable te destina, cual incomparable compañero
de su
lecho!
PETRUCHIO.- ¡Pero, Lina! ¿Qué te ocurre? ¿Te has vuelto
loca?
¡Considera que se trata de un hombre! De un anciano, todo
lleno de
arrugas. Ajado, marchito; no de una muchacha como tú dices.
CATALINA.-Anciano padre, perdonad el error de mis ojos.
Están
de tal modo deslumbrados por este sol, que cuanto veo me
parece envuelto
en cegadora juventud. Mas ahora advierto, sí, que sois un
venerable
patriarca. Perdonad, pues, mi aturdida equivocación.
PETRUCHIO.-Sí, perdón, noble anciano. Y decidnos, ¿hacia
dónde dirigís vuestros pasos? Si vais allí, donde nosotros,
felices
seremos con vuestra compañía.
VINCENTIO.-Buen caballero, y vos, encantadora señora, que
por
cierto mucho me habéis sorprendido con vuestra manera de
abordarme
(se inclina saludando), mi nombre es Vincentio, mi patria,
Pisa, y voy
a Padua para reunirme con mi hijo, al que no he visto hace
mucho
tiempo.
PETRUCHIO.-¿Cómo se llama?
VINCENTIO.-Lucentio, noble señor.
PETRUCHIO..-¡Feliz encuentro el nuestro, y aún más para
vuestro hijo! La ley, en efecto, lo mismo que vuestra
venerable
ancianidad, autorízanme a llamaros mi padre bien amado.
Sabed que
la hermana de mi mujer, la noble dama aquí presente, acaba
de
casarse con vuestro hijo. Y que ello no os sorprenda ni os
aflija, pues
no solamente ella goza de la más excelente reputación, sino
que su
nacimiento es tan honroso como rica su dote. Por lo demás,
dotada
está, asimismo, de cuantas cualidades necesita la esposa de
un
verdadero hidalgo. Abrazadnos, pues, venerable Vincentio, y
partamos juntos. Vayamos al encuentro de vuestro excelente
hijo, al
cual vuestra llegada colmará de gozo.
VINCENTIO.-Pero, ¿es verdad cuanto oigo? ¿O es que, como
viajeros llenos de buen humor, os entretenéis en bromear con
cuantos
encontráis en vuestro camino?
HORTENSIO.-Os aseguro, venerable anciano, que cuanto os dice
es la pura verdad.
PETRUCHIO.-Ea, ea, venid con nosotros y veréis cuan cierto
es lo
que digo. Claro, que se comprende que nuestra primera chanza
os haga
desconfiado. (Salen todos. Hortensio el último.)
HORTENSIO.-¡Bien por Petruchio! Todo cuanto ha ocurrido me
anima en mi propósito. Corro junto a mi viuda. Tú me has
enseñado,
caso de que sea arisca, a mostrarme aún más intratable que
ella (Sigue
a los demás.)
ACTO V
ESCENA I
(GREMIO en primer plano. Por un lado llegan BIONDELLO,
LUCENTIO y BLANCA.)
BIONDELLO.-De prisa y sin hacer ruido, mi amo. El sacerdote
está preparado.
LUCENTIO.-Corro vuelo, Biondello. Pero quizá tengan
necesidad
de ti en casa. Por consiguiente, déjanos.
BIONDELLO.-No, en verdad. Ante todo quiero ver un poco la
iglesia por encima de vuestros hombros. Luego volveré junto
al otro
amo. (Salen Lucentio, Blanca y Biondello.)
GREMIO.-Es sorprendente que Cambio no haya llegado aún.
(Entran Petruchio, Catalina, Vincentio
Grumio y demás criados del
primero.)
PETRUCHIO.-(A Vincentio.) He aquí señor, la puerta.
Esta es la
casa de Lucentio. La de mi suegro está más lejos; hacia la
plaza del
mercado. Como debemos ir allí, permitidme que os deje.
VINCENTIO.-No os separéis de mí sin que hayamos bebido
juntos. Creo no equivocarme asegurando que seréis bien
acogidos
aquí. Además y a lo que parece, están de fiesta dentro. (Llama
a la
puerta.)
GREMIO.-(Acercándose.) Están muy ocupados dentro.
Haríais
bien llamando más fuerte. (Petruchio llama a grandes
golpes. El
Pedagogo aparece en la ventana.)
EL PEDAGOGO.-¿Quién llama de este modo cual si quisiera
hundir la Puerta?
VINCENTIO.-¿Está el caballero Lucentio en su casa, señor?
EL PEDAGOGO.-En su casa está, pero no se puede hablar con él
en este momento.
VINCENTIO.-¿Incluso si alguien le trajese un centenar o dos
de
libros para que se distrajese con ellos?
EL PEDAGOGO.-Guardaos los cien libros para vos. Él, mientras
yo tenga vida no tendrá necesidad de nada ni dé nadie.
PETRUCHIO.-¡Cuando yo os decía que vuestro hijo era adorado
en Padua! (Al Pedagogo.) Escuche, señor, para no
perder tiempo serviros
decir al caballero Lucentio que su padre acaba de llegar de
Pisa,
que está aquí en la puerta y que está impaciente por
hablarle.
EL PEDAGOGO.-¡Mientes! Su padre ha llegado ya de Pisa, y él
mismo es el que mira por esta ventana.
VINCENTIO.-¿Qué?, ¿eres tú su padre?
EL PEDAGOGO.-Yo mismo amigo. Al menos tal dice su madre;
si es que puede creérsela.
PETRUCHIO.(A Vincentio.) ¡Hola, hola, señor mío! Esto
de
tomar el nombre de otro es picardía redomada.
EL PEDAGOGO.-¡No soltéis a ese pícaro! Cuando toma mi
nombre es porque pretende engañar a alguien en la ciudad. (Entra
Biondello.)
BIONDELLO.-Juntos los he visto en la iglesia. ¡Dios les guíe
a
buen puerto! Pero, ¿quién está ahí? ¡Mi anciano señor maese
Vincentio! ¡Estamos perdidos! ¡Deshechos!
VINCENTIO.-(Viendo a Biondello.) Acércate aquí, carne
de
patíbulo.
BIONDELLO.-Espero, señor, tener derecho a elegir mejor
destino.
VINCENTIO.-(Cogiéndole por el cuello.) Ven aquí,
¡ganapán! ¿
es que ya me has olvidado?
BIONDELLO.-¿Olvidado? ¡Imposible! Imposible olvidar a quien
no se ha visto jamás.
VINCENTIO.-¿Cómo, solemne pícaro? ¿Que no has visto jamás a
Vincentio, el padre de tu amo?
BIONDELLO.-Al anciano y venerable padre de mi amo, cierto
que sí. Como que ahora mismo, vedle vos, está asomado a esa
ventana.
VINCENTIO.-(Pegándole.) ¿De veras? ¿Pero de veras?
BIONDELLO.- ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro contra un loco que
me quiere asesinar! (Escapa a todo correr.)
EL PEDAGOGO.-¡Socorro, hijo mío! ¡Socorro, señor Bautista!
(Cierra la ventana.)
PETRUCHIO.-Apartémonos un poco, Lina, te lo ruego. Pero
quedémonos para ver el fin de la querella. (El Pedagogo,
rodeado de
criados enarbolando garrotes, aparece.
Y tras él Bautista y Tranio.)
TRANIO.-¿Quién sois, señor, que os atrevéis a pegar a mi
criado?
VINCENTIO.-¿Que quién soy, señor mío? Y vos mismo, ¿quién
sois? ¡Pero por todos los inmortales dioses, vedme al
emperifollado
bribón! ¡Jubón de seda!, ¡calzas de terciopelo!, ¡manto
escarlata!,
¡sombrero puntiagudo! ¡Mi ruina, mi ruina! Mientras yo hago
economías
en casa, ¡mi hijo y mi criado derrochando en la universidad!
TRANIO.-¿Cómo? ¿qué ha dicho?
BAUTISTA.-¡Bah!, este pobre hombre está loco, sin duda.
TRANIO.-Señor, a juzgar por vuestro traje, diríase sois un
hombre razonable y sensato, pero vuestras palabras son las
de un
demente... Porque, en verdad, ¿qué puede importaros que yo
lleve
perlas y luzca oro? Por mi parte, gracias doy a mi excelente
padre que
me permite hacer tal cosa.
VINCENTIO.-Tu padre, ¡canalla! ¿Tu padre, que fabrica velas
en
Bérgamo?
BAUTISTA.-Os equivocáis, caballero, os equivocáis. ¿Cómo
creéis que se llame? Decidlo, haced el favor.
VINCENTIO.-¿Qué cómo se llama? ¡Cual si yo no lo supiese y
soy yo quien le ha criado desde que tenía tres años! ¡Se
llama Tranio!
EL PEDAGOGO.-¡Fuera, fuera ese asno insensato! Su nombre es
Lucentio y es mi hijo único y el heredero de cuanto poseo.
De toda mi
fortuna, pues yo soy quien soy Vincentio.
VINCENTIO.-¿Lucentio él? ¡Oh! ¡Ha asesinado a su amo!
¡Prendedle! ¡Os lo ordeno en nombre del Duque! ¡Hijo mío!
¡Pobre
hijo mío! ¡Dime, bandido!, ¿qué has hecho de mi hijo?
TRANIO.-¡Llamad a un oficial! (Un oficial se acerca.) Conducid
a ese disparatado loco a la cárcel. Bautista, mi querido
suegro, os
conjuro a que hagáis lo necesario para que comparezca ante
la
justicia.
VINCENTIO.-¿Conducirme a mí a la cárcel? ¡A mí!
GREMIO.-Un instante, señor Oficial. No irá, no a la cárcel.
BAUTISTA.-Callad, señor Gremio. Yo digo que irá a la cárcel.
GREMIO.-Tened cuidado, señor Bautista, no vayáis a ser
engañado en esta ocasión. Yo casi me atrevería a afirmar que
el
verdadero Vincentio es él.
EL PEDAGOGO.-¡Júralo si te atreves!
GREMIO.-Tanto como a jurarlo, no me atrevo.
TRANIO.-Lo mismo podrías decir que yo no soy Lucentio.
GREMIO.-Que eres el señor Lucentio sí, pues lo sé.
BAUTISTA.-¡Fuera ese viejo chocho!, ¡Que le encarcelen sin
más
demora!
VINCENTIO.-¿Es posible que de este modo se insulte y maltrate
a
los extranjeros? ¡Oh banda de canallas! (Vuelve Biondello
acompañado
de Lucentio y de Blanca.)
BIONDELLO.-¡Ahora, sí que estamos perdidos! Ahí lo tenéis.
Renegad de él, abjurad de él, ¡o acaba con nosotros!
LUCENTIO.-(Arrodillándose delante de Vincentio.) ¡Perdón,
padre mío!...
VINCENTIO.-¡Ah! ¡Mi hijo adorado está aún con vida!
(Biondello, Tranio y el Pedagogo
escapan y se refugian a toda prisa
en casa de Lucentio.)
BLANCA.-(Arrodillándose ante Bautista.) ¡Perdón, mi
querido
padre!
BAUTISTA.-¿Qué falta has cometido?... ¿Dónde está Lucentio?
LUCENTIO.-Yo soy quien es Lucentio, el verdadero hijo del
verdadero Vincentio, y mediante matrimonio acabo de hacer
mía a tu
hija, mientras que los demás; haciéndose pasar por lo que no
eran, te
engañaban.
GREMIO.-¡Es un verdadero complot para engañarnos a todos!
VINCENTIO.-¿Dónde está ese bribón insolente de Tranio, que
se
ha atrevido a desafiarme en mi propia cara?
BAUTISTA.-(A Blanca.) ¡Esta sí que es buena! Pero
éste, ¿no es
Cambio?
BLANCA.-Cambio se ha transformado en Lucentio.
LUCENTIO.-Es el amor el que ha obrado estos milagros. Mi
amor
hacia Blanca me hizo cambiar mi condición con Tranio,
mientras éste
se hacía pasar por mí en la ciudad. Mas, al fin, he podido
llegar
felizmente al puerto de mi felicidad. Lo que Tranio ha
hecho, obligado
por mí ha sido. Perdonadle, pues, mi querido padre, por amor
a mí.
VINCENTIO.-¡La nariz he de cortar ese bribón que quería
enviarme la cárcel!
BAUTISTA.-(A Lucentio.) Pero decidme, caballero,
¿seríais capaz
de haber desposado a mi hija sin obtener mi consentimiento?
VINCENTIO.-No temáis nada, Bautista, os daremos toda clase
de
satisfacciones. Pero yo es preciso que me vengue de ese
canalla.
(Sale.)
BAUTISTA.-Y yo preciso es que reflexione bien sobre esta
picardía. (Sale también.)
LUCENTIO.-No palidezcas, Blanca; tu padre no se enfadará.
(Lucentio y Blanca siguen a Bautista.)
GREMIO.-En cuanto a mí, perdí la partida. Pero me iré con
los
demás, porque perdida queda ya toda esperanza, menos en el
banquete
hinchar la panza. (Les sigue.)
CATALINA.-(Asomando poco a poco, con Petruchio.) Vayamos
nosotros también, esposo mío, a ver en qué queda todo esto.
PETRUCHIO-Con mucho gusto, Lina. Pero, ante todo, abrázame.
CATALINA.-¿Aquí, en medio de la calle?
PETRUCHIO.-¿Por qué no? ¿Tienes vergüenza de mí?
CATALINA.-¡Oh, no, señor! Pongo a Dios por testigo. Pero sí
de
hacerlo en plena calle.
PETRUCHIO.-Pues. entonces volvamos a casa. (A Grumio.) ¿Has
oído, granuja? ¡Partamos!
CATALINA.-¡No, no! Te voy a besar, sí (lo hace.). Y
mío,
quedémonos te lo ruego.
PETRUCHIO.-¿No es verdad que el cariño es cosa buena? Ven,
mi dulce Lina. Nunca es demasiado tarde para obrar bien.
Cierto que
más vale tarde que nunca. (Salen.)
ESCENA II
Padua. Una sala en casa de Lucentio.
(Los servidores abren la puerta para
que entren BAUTISTA
y
VINCENTIO, GREMIO y EL PEDAGOGO, LUCENTIO y
BLANCA, PETRUCHIO y CATALINA, HORTENSIO y LA VIUDA.
Más los criados, entre ellos TRANIO con los postres.)
LUCENTIO.-Al fin, tras tan largas discusiones, henos, ya, de
acuerdo. Es, pues, el momento, como tras una guerra furiosa,
cuando,
afortunadamente, ha acabado, de sonreír, pensando en los
daños y peligros
pasados. Mi hermosa Blanca, da la bienvenida a mi padre,
mientras que yo presento mis homenajes al tuyo. Petruchio,
hermano
mío; Catalina, hermana, y tú, Hortensio, con tu amable
viuda, haced
honor a nuestra invitación aún, y sed los bien venidos a mi
casa. Este
postre, destinado a cerrar nuestro apetito está, tras el
buen almuerzo
que acabamos de hacer. Sentaos pues, os lo ruego, y
charlemos
mientras comemos. (Se sientan todos en torno a la mesa y
los criados
sirven frutas, dulces, vinos, etc.)
PETRUCHIO.-Instalémonos, sí, y sigamos comiendo.
BAUTISTA.-Padua es quien os ofrece todas estas cosas
deliciosas,
Petruchio.
PETRUCHIO.-Nada ofrece Padua que no sea amable y dulce.
HORTENSIO.-Bien quisiera, pensando en vosotros dos, que lo
que dices fuese la verdad.
PETRUCHIO.-¡Por mi vida, Hortensio! Me parece que es el
miedo
de tu viuda lo que te hace hablar así.
LA VIUDA.-Por mi parte, os aseguro que el miedo no sería el
mejor medio de seducirme.
PETRUCHIO.-Sois muy inteligente, señora. No obstante, esta
vez
os equivocáis respecto al sentido de mis palabras. Lo que
quiero decir,
por el contrario, es que Hortensio es el que os teme.
LA VIUDA.-Aquel cuya cabeza le da vueltas, cree que lo que
gira
es el mundo entero.
PETRUCHIO.-¡Bien dicho, a fe mía!
CATALINA.-¿Qué queréis decir ello, señora?
LA VIUDA.-Quiero decir lo que concibo de él.
PETRUCHIO.-¡L hago concebir! ¿Qué te parece, Hortensio?
HORTENSIO.-Mi mujer dice que es así como ella interpreta el
dicho.
PETRUCHIO.-Eso se llama arreglar bien las cosas. Dadle un
beso
por el trabajo que se ha tomado, mi querida señora.
CATALINA.-Aquel cuya cabeza da vueltas, cree que lo que gira
es el mundo entero. Ahora soy yo quien os ruega, señora, que
me
digáis qué queréis decir con esto.
LA VIUDA.-Pues que vuestro marido, afligido a causa de una
mujer malhumorada, mide la posible desgracia del mío por la
suya
propia. Ahora ya conocéis exactamente mi pensamiento.
CATALINA.-Pensamiento bien bajo, ciertamente.
LA VIUDA.-Exacto; en lo que a vos se refiere, en todo caso.
CATALINA.-Y tal vez más aún en lo que os afecta, señora mía.
PETRUCHIO.-¡Animo! ¡A ella, Lina!
HORTENSIO.-¡Animo! ¡A ella, esposa!
PETRUCHIO.-¡Cien marcos a que mi Lina queda sobre ella!
HORTENSIO.-Eso de quedar sobre ella, sólo es cuestión mía.
PETRUCHIO.-¡Linda expresión para un cuerpo de guardia! A tu
salud, amigo. (Bebe.)
BAUTISTA.-¿Qué piensa, Gremio, de este asalto de agudezas?
GREMIO.-Que saben atacar de frente y con la frente, amigo
mío.
BLANCA.-¿Con la frente? ¡A cornada limpia más bien!
VINCENTIO.-¡Hola! Ved a la casadita cómo despierta. Diríase
que empiezan a preocuparle los cuernos.
BLANCA.-¡Oh no! Si tal creéis, vuelvo a dormir.
PETRUCHIO.-No os lo aconsejo. Pues que habéis empezado, ¡en
guardia! Voy a lanzaros un buen dardo o dos.
BLANCA.-¿Me tomáis por un pájaro? En todo caso cambiaré de
zarzal. Perseguidme si queréis, pero preparad bien el
arco... ¡Salud a
todos! (Se levanta, hace una reverencia y sale. Catalina
y la viuda la
imitan.)
PETRUCHIO.-Se me escapa. Y que es el pájaro al que tú
apuntaste también, mi buen Tranio, sin conseguir cobrarle.
¡Bebo a la
salud de cuantos, tras apuntar, erraron el tiro!
TRANIO.-¡Ah caballero! Es que Lucentio me había lanzado como
lebrel que corre como es debido, pero sólo caza para su amo.
PETRUCHIO.-Rápida y buena contestación, bien que huela a
perrera.
TRANIO.-En cuanto a vos, bien hicisteis en cazar para vos
mismo. Dícese, por tanto, que vuestra cierva os tiene que ya
no podéis
más.
BAUTISTA.-Donde las dan las toman. Petruchio. Tranio hace de
ti ahora su blanco.
LUCENTIO.-Bien enviado, mi buen Tranio; te doy las gracias.
HORTENSIO.-Confiesa, confiesa, que esta vez te ha tocado.
PETRUCHIO.-Me ha arañado ligeramente, lo confieso. Pero como
el dardo ha salido de rebote contra vosotros dos, apuesto
diez contra
uno a que os ha tullido a ambos.
BAUTISTA.- Hablando seriamente, Petruchio, hijo mío; yo bien
creo que tu mujer es la más fiera de las tres.
PETRUCHIO.-Pues bien, yo digo que no. Y como prueba, que
cada uno haga llamar a su mujer. Y aquel cuya esposa se muestre
más
obediente y llegue antes, ganará la apuesta que
establezcamos.
HORTENSIO.-¡Aceptado! ¿Cuánto?
LUCENTIO.-Veinte coronas.
PETRUCHIO.-¿Veinte coronas? Esta cantidad yo la apostaría
por
mi halcón o por mi perro. Por mi mujer aventuraría veinte
veces más.
LUCENTIO.-Entonces, cien coronas.
HORTENSIO.-De acuerdo.
PETRUCHIO.-Apuesta hecha.
HORTENSIO.-¿Quién empieza?
LUCENTIO.-Yo mismo. Biondello, ve a decir a tu ama de mi
parte que venga.
BIONDELLO.-Al instante. (Sale.)
BAUTISTA.-(A Lucentio.) Querido yerno, la mitad de tu
apuesta,
para mí. Blanca vendrá.
LUCENTIO.-Gracias, pero no quiero mitades con nadie. Yo solo
sostengo lo que he apostado. (Vuelve Biondello.) Y
bien, ¿Qué hay?
BIONDELLO.-Señor, mi ama dice que os haga saber que está
ocupada y que no puede venir.
PETRUCHIO.-¿Cómo que está ocupada y que no puede venir? ¿Es
esto una respuesta?
GREMIO.-Sí. E incluso amable. Rogad a Dios que vuestra mujer
no mande que os digan algo peor.
PETRUCHIO.-Una mejor espero, por tanto.
HORTENSIO.-Pues andando, bribón de Biondello; ve a rogar a
la
mía que venga al instante, que yo la llamo. (Biondello
sale.)
PETRUCHIO.- ¡Hombre!, si la “ruegas” claro que vendrá.
HORTENSIO.-No obstante, mucho me temo que a la tuya le
ruegues
en vano. (Entra Biondello.) ¿Qué pasa? ¿Y mi mujer?
BIONDELLO.-Dice que seguramente habéis preparado alguna
broma y que no quiere venir. Que si queréis, que vayáis vos.
PETRUCHIO.-Esto va de mal en peor. Blanca no “podía”; ésta
no
“quiere”. Respuesta infame, intolerable, insoportable.
¡Grumio!, ve,
tunante, adonde está tu ama y dile que la mando que venga. (Grumio
sale.)
HORTENSIO.-Ya conozco la respuesta.
PETRUCHIO.-¿Es decir?
HORTENSIO.-Que no le da la gana.
PETRUCHIO.-Qué le he de hacer. Peor para mí.
BAUTISTA.-¡Por nuestra Señora! ¡Catalina llega! (Catalina
aparece y entra.)
CATALINA.-¿Qué deseáis, señor? ¿Para qué habéis enviado a
llamarme?
PETRUCHIO.-¿Dónde está tu hermana? ¿Qué hace la mujer de
Hortensio?
CATALINA.-Están sentadas en el salón, charlando junto al
fuego.
PETRUCHIO.-¡Corre por ellas! Y si se niegan a venir tráelas
hasta sus maridos a latigazos. ¡Escapa! ¿No te digo que las
traigas al
instante? (Catalina vuelve rápida sobre sus pasos.)
LUCENTIO.-Como cosa prodigiosa, lo es. ¡De veras!
HORTENSIO. -Cierto, pero, ¿qué puede presagiar?
PETRUCHIO.-Nada más sencillo: es un presagio de paz, de
amor,
de vida tranquila, de sumisión deferente, de superioridad
respetada.
En una palabra: de todo cuanto anuncia armonía y felicidad.
BAUTISTA.-Te felicito, Petruchio: Has ganado la apuesta. Por
mi
parte, añado veinte mil coronas a las que ellos han perdido.
A hija
nueva ¡nueva dote! Que en verdad tan cambiada está, que no
hay
medio de reconocer en ella a la antigua.
PETRUCHIO.-Pues entonces ganaré aún mejor esto que gano
dándoos aún otra prueba de su obediencia. De esa virtud de
obediencia
que acaba de nacer de ella. Pero aquí la tenéis trayendo a
las rebeldes
como prisioneras de su poder de femenina persuasión. (Catalina
llega
acompañada de Blanca y de la viuda.) Catalina: esa toca que llevas
no te sienta bien. Quítame de la vista ese perendengue y
pisotéale.
(Catalina obedece al punto.)
LA VIUDA.-¡Señor!, concédeme que jamás tenga ocasión de
llorar sino el día que tuviese que estar sometida a tan
tonta obediencia.
BLANCA.-¿Tonta? ¿Llamáis sólo tonta a obediencia tan
disparata?
LUCENTIO.-Yo quisiera que la tuya fuese no menos
disparatada.
Su cordura, hermosa Blanca me costado cien coronas desde
hemos
comido.
BLANCA.-Si has apostado contando con mi obediencia,
doblemente loco eres tú.
PETRUCHIO.-Catalina, te intimo que digas a mujeres tan
rebeldes cuáles son sus deberes respecto a sus señores y
esposos.
LA VIUDA.-¡Bah! Estáis de broma. No tenemos necesidad de
lecciones.
PETRUCHIO.-(Señalando a la viuda.) Habla, te he
dicho. Y
empieza por ella.
LA VIUDA.-No lo hará, y hará bien.
PETRUCHIO.-Pues yo digo que lo hará. Empieza por ella.
CATALINA.-¡Ea, ea! Desarruga esa frente colérica y
amenazadora y aparta de tus ojos esas aceradas miradas de
desdén
que hieren a tu señor, a tu rey, a tu amo. Ese aire díscolo
empaña tu
hermosura lo mismo que las heladas marchitan los prados.
Quebrantan asimismo tu buen renombre cual las borrascas
arrancan
los brotes primaverales ya en flor: lo que no es en modo
alguno no
conveniente ni amable. Una mujer colérica es como un
manantial
removido cenagoso, feo, turbio, desprovisto de toda belleza.
Y
mientras está de tal modo, nadie hay, por sediento que se
halle, por
deseoso de beber que se encuentre, que quiera remojar en él
sus labios
ni beber una sola gota. Tu marido es tu señor, tu vida, tu
guardián, tu
jefe tu soberano. El que cuida de ti y quien, porque nada te
falte,
somete su cuerpo a penosos trabajos en tierra o mar;
vigilando de
noche mientras sopla la tempestad; de día, bajo el frío;
mientras que
tú, en el hogar, duermes a su calor tranquila y segura. Por
todo ello,
cuanto te pide como tributo de amor es una cara alegre y
sincera
obediencia. Lo que es pagar levemente deuda tan grande. El
homenaje
que el súbdito debe a su príncipe es la sumisión que la
mujer debe a su
marido. Y cuando es indócil, malhumorada, terca, áspera;
cuando no
obedece cuanto de honrado la manda, ¿qué es sino una mujer
mala y
rebelde, culpable de indigna traición hacia su abnegado
señor?
Vergüenza me da pensar que haya mujeres tan necias como para
declarar
la guerra a aquellos a los que deberían pedir la paz de
rodillas.
Vergüenza de que reclamen el gobierno, el poder, la
supremacía,
cuando su deber es servir, amar y obedecer. ¿Por qué, si no,
tenemos
el cuerpo delicado, frágil, tierno, impropio para la fatiga
y trabajos de
este mundo, si no es para que nuestro corazón y nuestras
amables
cualidades estén en armonía con nuestra naturaleza material?
¡Ea, ea,
gusanillos de tierra insolentes y débiles! Yo he tenido
también, como
vosotras, el carácter altanero, el corazón orgulloso, el
ánimo áspero y
presto a devolver regaño por regaño, amenaza por amenaza. No
obstante, bien veo ahora que nuestras lanzas son cañas y
nuestras fuerzas
briznas de paja. Y que no hay debilidad semejante a la de
buscar
antes que nada lo que menos nos conviene. Abatid, pues,
vuestra
altanería, que para nada sirve, y poned vuestras manos, en
signo de
obediencia, a los pies de vuestros maridos. Si mi marido lo
quiere, las
mías dispuestas están a rendirle este homenaje...
PETRUCHIO.-¡He aquí una mujer como es debido! Ven y
abrázame, mi querida Lina.
LUCENTIO.-Sigue tu camino, amigo. La partida será siempre
tuya.
VINCENTIO.-¡Grata cosa es oír hablar a hijos tan dóciles!
LUCENTIO.-¡Tanto como desagradable escuchar a mujeres
insolentes!
PETRUCHIO.-Vámonos, Lina. Vamos a dormir. Henos a los tres
casados; pero vosotros dos lleváis faldas. Tú has dado en el
blanco,
Lucentio; pero he sido yo el que ha ganado la apuesta.
Vencedor,
pues, me retiro. Que Dios os conceda a todos una buena
noche. (Salen
Petruchio y Catalina.)
HORTENSIO.-Sigue, sigue tu camino; has domado a una famosa
fierecilla.
LUCENTIO.-A fe que ha sido un milagro. Pero que la ha
domado,
¡y
maravillosamente!, no hay duda. (Salen