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1/12/14

EL PRECIO. ARTHUR MILLER.













EL PRECIO


ARTHUR MILLER




ACTO PRIMERO

El escenario está a oscuras.
Se filtra luz del día por una claraboya del cielo raso, pero los cristales sucios la tornan grisácea. Al mismo tiempo penetra luz por la ventana pringosa de foro, en la cual han trazado una X con lechada, para denotar que el edificio está condenado a la demolición.
Lo primero que hace la luz que llega de lo alto es chocar con un sillón demasiado relleno que se encuentra en el centro y está cubierto con una funda descolorida. Al lado de este sillón, a su izquierda, una mesita con un viejo aparato de radio cuyo mueble luce calados, que data de antes del 1930. A su dere­cha, un mueble para diarios. Detrás de éste, una lámpara de pie liviana y con brazo, como las que se usan para jugar al bridge. En el Tarazo de esta lám­para, un repasador, cerca, un balde y también por allí una barredera de alfombras.
Paulatinamente va viéndose mayor espacio del cuarto y se advierte la zona que circunda al sillón, pero sólo esa zona, da la impresión de que alguien vive en la casa, habiendo otras sillas y un canapé puestos de modo que forman un conjunto activo. Pero fuera de este espacio, a los lados y hasta los confines posteriores de la habitación, así como subiendo las paredes, impera un caos formado por los muebles de diez habitaciones embutidos en ésta.
Hay cuatro canapés y tres poltronas puestos de cualquier modo en el piso; sillones, sillones con pie­zas laterales, un diván, algunas sillas. En el suelo y en pilas contra las tres paredes, elevándose hasta el cielo raso, escritorios, aparadores grandes y con mu­cho adorno, un alto secreter, un "breakfront" (ar­mario cuyo frente tiene una superficie discontinua), un trinchero grande, muy torneado y alargado, y mesas laterales; una mesa biblioteca, pupitres, biblio­tecas con frentes de cristal, gabinetes con frentes de cristal bombé, etc. Varias largas alfombras enrolladas y algunas más cortas. Una Victrola de cuerda, dos remos de espadilla largos, cajas, baúles. Por encima, dos arañas, una grande y otra de menor tamaño, de cristales, colgadas de cuerdas, pero no conectadas a cables de electricidad. Doce sillas de comedor en fila, a lo largo de una pared.
Hay una abundante pesadez, algo casi germánico en los muebles, una especie de carga del tiempo que gravita sobre los frentes bombés y las cómodas cur­vadas puestas en fila contra las paredes. El cuarto está monstruosamente atiborrado de cosas y denso, y es difícil determinar si lo acumulado impresiona o resulta simplemente abrumador y feo.
Un arpa sin funda, descascarado el oro, está sola hacia delante.
A foro, detrás de un cortinado bastante improvi­sado, que se ha descolorido hace mucho, puede ver­se una pequeña pileta, un hornillo portátil y una heladera.
A foro derecha, una puerta que da al dormitorio.
Delante izquierda, una puerta comunica con el corredor y la escalera, que no se ven.
Estamos en el desván de una casa de Manhattan, de arenisca pardo-rojiza, que pronto será demolida.


Por la puerta de delante izquierda, vestido con uniforme, entra Víctor Franz, sargento de la policía, quien se detiene una vez dentro del cuarto, mira en torno, camina al azar unos pasos y luego se detiene. Sin expresión, pero algo sobrecogido por una extraña emanación del cuarto, deja que su mirada vague de mueble en mueble, captando fuertemente la presencia de la habitación, que tiene mucho de esfinge.
Se sienta en el brazo del sillón del centro, dispues­to a esperar. De pronto observa la hora en su reloj. Fija en el espacio una mirada de expresión vacía. Pero parecería que el tiempo se negase a seguir su marcha.
La mirada de Víctor se posa en una pila de discos que está al lado del fonógrafo y va hacia ella, toma un disco, lee la etiqueta y vuelve a dejarlo en la pila.
Nuevamente camina al azar, esperando; se encuen­tra a unos treinta centímetros del arpa e indolentemente alarga un dedo índice y pulsa una cuerda, arrancándole una nota débil. Vuelve al fonógrafo y le da cuerda; pone un disco.
Este disco es cantado por Gallagher y Shean; son­ríe al pensar en lo viejo que es. Mientras el canto continúa, camina a la puerta del dormitorio y mira hacia dentro, permaneciendo inmóvil un instante, mientras su vista recorre el cuarto al azar.
Vuelve a venir y se sienta en el brazo del sillón de centro. Empieza a sacar un diario del mueble que está al lado del sillón, pero el diario se le desarma y cae de la mano.
Permanece de pie, se afloja la corbata, se desabro­cha el cuello y vuelve a mirar la hora en su reloj. El tiempo sigue negándose a pasar. Camina a lo largo de una pared llena de muebles, tocando uno de éstos de cuando en cuando, levantando fugazmente la vis­ta en dirección a las arañas y llegando a una biblio­teca, donde lee los títulos de los volúmenes; toma un libro, que empieza a abrir, y un recuerdo se abre paso en su espíritu. Guarda el libro donde estaba, mira en torno con fijeza; luego camina, se detiene y, alargando un brazo entre dos muebles, saca un largo remo de espadilla, se fija en lo largo que es y luego lleva la vista de nuevo al espacio vacío, buscando algo. Se vuelve y enciende otra lámpara; mira otra vez entre los muebles buscando algo más, introduce una mano y saca una máscara de esgrima. Luego mete la mano de nuevo y extrae un florete.
El rostro se le ha suavizado y está casi divertido, pero siente una gran curiosidad. Se quita la gorra, y, dejando de momento el florete, se pone la careta y vuelve la cara, como experimentando, de un lado a otro. Hace en forma bastante indiferente una flexión de rodillas y se yergue; después repite el movimiento.
Ahora, no sin cierta vacilación, recorre con la vista el florete, lo toma y después lo sacude en el aire. Luego, con nueva resolución, levanta la mano iz­quierda por detrás de su cabeza, adopta la primera posición, con el florete en alto y los pies en ángulo recto, se lanza a fondo y retrocede.
Baja el florete y arquea la espalda, para que se le vaya el dolor que siente. Adopta de nuevo la posi­ción y una vez más se lanza al ataque, pero en forma torpe, terminando por quitarse la careta. Deja el arma y cierra y abre las manos, que han perdido la costumbre, levantando las rodillas y haciendo presión en los músculos de los muslos.
Se apoya en el borde de una mesa y alarga una mano para levantar el brazo del fonógrafo. Ahora mueve la mandíbula y se aprieta una oreja, como si la tuviese herida. Mira fugazmente la hora de nuevo, va al fonógrafo otra vez, le da cuerda y toma otro disco. La expresión lo denota intrigado al leer la etiqueta.
Pone el disco en el plato del fonógrafo; es un disco de risas, donde dos hombres procuran infruc­tuosamente pronunciar una oración entera en medio de su loca histeria.
Sonríe. Sonríe más. Luego ríe con una risa ahoga­da. Después con carcajadas verdaderas. Esto puede más que él y su risa es más intensa. Ahora se dobla a causa de la risa, dando un paso inseguro mientras la falta de estabilidad se acentúa en él.
Esther, su esposa, entra por la puerta de delante izquierda. El le da la espalda. Una media sonrisa asoma ya al rostro de ella al mirar en torno, tratando de ver si alguna otra persona ríe con él. Va liada Víctor, quien oye las pisadas y se vuelve.

ESTHER
¿Qué diablos te pasa?

VÍCTOR
(Sorprendido) ¡Hola! (Levanta el pickup del fonógrafo, sonriendo un poco turbado.)

ESTHER
Parecía que hubiese fiesta aquí. (El le da un beso rápido.) (Ahora se refiere al disco.) ¿Eso qué es?

VÍCTOR
(Tratando de no manifestar desagrado franco) ¿Dónde has bebido?

ESTHER
Te dije adonde iba; a hacerme revisar. (Ríe con el consciente abandono del buen sentido.)

VÍCTOR
¡Pero tú y ese médico! ¿No te había dicho que no bebieras...?

ESTHER
(Ríe) Tomé una solamente. Una no me hace nada. Además, encontró todo normal. Te manda saludos. (Mira en torno.)

VÍCTOR
Bueno, se lo agradezco. (Se sienta mirando hacia delante y esbozando una sonrisa.) El com­prador de cosas viejas va a venir dentro de un momento. Si quieres llevarte algo...

ESTHER
(Mira en torno y lanza un suspiro) ¡Oh Dios mío! ¡Aquí está todo otra vez!

VÍCTOR  
La vieja ha hecho un buen trabajo.

ESTHER
Sí. Nunca lo vi tan limpio. (Se refiere al cuarto.) ¿No notas algo extraño?

VÍCTOR
(Se encoge de hombros) No... en reali­dad, no.

ESTHER
Bueno, es que... son ciento cincuenta años. (Menea la cabeza mientras mira en torno.) ¿Eh?

VÍCTOR
¿Qué?

ESTHER
El tiempo.

VÍCTOR
Ya lo sé.

ESTHER
Algo ha cambiado.

VÍCTOR
No. Todo está igual que antes. (Señala ha­cia un lado del cuarto.) En aquel lado tenía mi escritorio y mi catre. Lo demás es lo mismo.

ESTHER
Debe ser que siempre me pareció tan pre­suntuoso... burgués, más bien dicho. Pero tiene un cierto carácter. Creo que parte de esto vuelve a estar de moda. Es extraño.

VÍCTOR  
Bueno, ¿te llevas algo?

ESTHER
(Mira, vacila.) No estoy segura si me gus­taría ver esto de nuevo a mi lado. (Mira en torno.) ¡Es todo tan macizo! ¿Dónde íbamos a poner nada de esto? Aquella cómoda es preciosa.

VÍCTOR
Era la mía. (Señala una al otro lado del cuarto.) Esa que está allá era de Walter. Forman pareja.

ESTHER
(Comparándolas.) Sí, es verdad. ¿Te co­municaste con él?

VÍCTOR
(Como si de esto hubiesen discutido. Vuelve la mirada.) Llamé otra vez esta mañana. Estaba en una consulta.

ESTHER  
¿Pero era en su consultorio?

VÍCTOR
Sí. La enfermera entró y habló con él bre­vemente. Ahora ya no importa. Está avisado, de modo que puedo hacer lo que me parezca.

ESTHER
¿Y la parte de él? No es que yo quiera atormentarte, Víctor, pero es posible que algo de esto valga mucho. ¿Tratarás ese aspecto con él, no?

VÍCTOR
He cambiado de idea. En realidad, no pienso que Walter me deba algo. No puedo repre­sentar una comedia. El tiene derecho a la mitad.

ESTHER
¿Por qué no te espero en algún otro lugar? Esto me deprime de un modo... (Se dispone a tomar su cartera.)

VÍCTOR
¿Por qué? Será cosa de un momento. Despreocúpate. Vamos, siéntate... El comprador ven­drá de un momento a otro.

ESTHER
Es que este asunto tiene algo tan desagra­dable, Víctor. Lo siento, pero no puedo evitarlo. Siempre me pareció igual. Me enfurece.

VÍCTOR
No te pongas nerviosa. A todo esto, saqué las entradas.,

ESTHER
¡Ah, muy bien! ¡Ojalá que la película sea buena!

VÍCTOR
Convendría que fuese grandiosa, no buena. Dos dólares y medio por cabeza.

ESTHER
No me importa. Quiero ir a algún lugar. ¡Oh, Dios! ¿Qué es lo que pasa? Hace un momento, mientras subía la escalera, viendo todas las puertas abiertas... No parece posible.

VÍCTOR
Todos los días derriban uno u otro edificio viejo.

ESTHER
Lo sé. Pero una se siente como si tuviese cien años de edad. (Se levanta, va hacia el arpa.) Bueno, ¿por qué no ha venido ya tu comprador?

VÍCTOR
(Mira fugazmente la hora en su reloj.) Son las seis menos veinte. En seguida debe llegar. (Esther pulsa una cuerda en el arpa.) Eso debe va­ler algo.

ESTHER
Pienso que muchas cosas valen. Pero ten­drás que regatear, ¿sabes? No es cuestión de que aceptes lo que te ofrezcan...

VÍCTOR
(Con un atisbo de protesta.) Sé regatear. No te preocupes, que no pienso regalarlo.

ESTHER  
Es que ellos esperan el regateo.

VÍCTOR
No te deprimas tan pronto, ¿quieres? No hemos empezado aún. Mi intención es discutir, conozco a esta gente.

ESTHER
(Se abstiene de más polémica; va al fonó­grafo y, queriendo poner una nota ligeramente alegre.) ¿Qué es este disco?

VÍCTOR
Un disco de risas. Estaban muy de moda hace cuarenta o más años. Una especie de juego.

ESTHER  
(Con curiosidad.) ¿Y lo recuerdas?

VÍCTOR
Muy vagamente. Yo no tenía más que cinco o seis años. Lo tocaban en reuniones... Era... ¿sabes? a ver quién lograba mantener la cara seria. O tal vez se sentaban en torno, riendo. No sé.

ESTHER
Me parece una gran idea.

(La relación en­tre ambos está muy equilibrada; él se vuelve hacia ella.)

VÍCTOR
Estás bien de aspecto. (Ella lo mira y sonríe turbada.) Lo he dicho en serio. Te aseguré que iba a regatear. ¿Por qué no...?

ESTHER
 Te creo... Este es el vestido.

VÍCTOR
¡Así que era ese! ¿Cuánto te salió...? Da­te vuelta.

ESTHER
(Dándose vuelta.) Cuarenta y cinco. ¿Qué te parece? Dijo que nadie lo compraría... por ser demasiado sencillo.


VÍCTOR
(Aprovechando la ocasión.) ¡Ah! ¡Qué ton­tas son las mujeres! Realmente es hermoso. ¿Lo estás viendo? No me importa con tal de que por el dinero te den algo, pero lo que te venden la mitad de las veces es una porquería que... (Va hacia ella.) ¡Oh! Este collar... ¿Es uno de esos que compraste hace poco?

ESTHER  
(Lo observa.) No, éste es más viejo.

VÍCTOR
De todos modos... (Vuelve el tacón de un zapato.) Debería denunciar estos tacones a la Unión de Consumidores. Tres semanas lo tengo. Fíjate.

ESTHER
Bueno, es que no caminas derecho... Confío que no querrás ir con uniforme.

VÍCTOR
¡Habría sido capaz de asesinarlo! Acababa de cambiarme, y McGowan estaba tratando de tomar las impresiones digitales de un sinvergüenza que no quería tocar el pianito y pegó un tirón con el brazo, justo en el momento en que yo pasaba. Me golpeó el jarrito de metal y...

ESTHER
(Como si eso fuese símbolo de algo.) ¡Oh, Dios Santo...!

VÍCTOR
Lo llevé a ese tintorero que limpia trajes en pocas horas... Verá si puede tenerlo listo a las seis.

ESTHER  
¿El café tenía crema y azúcar?

VÍCTOR  
Sí.

ESTHER  
A las seis no podrá tenerlo.

VÍCTOR  
(Mitigando la cosa.) Procurará.

ESTHER
¡No hagas caso! (Pausa breve. Seriamente desconsolada, mira a cualquier sitio.)

VÍCTOR  
Bah, no es más que una película...


ESTHER
¡Pero vamos tan pocas veces! ¿Por qué to­dos tienen que saber cuánto ganas? ¡Yo quiero una velada a gusto! Sentarme en un restaurante donde no haya algún ex-policía borracho que se acerque a la mesa para hablar de los viejos tiempos.

VÍCTOR
Eso pasó dos veces. Después de tantos años, Esther, yo diría que lo lógico...

ESTHER
Sé que carece de importancia. Pero acuér­date de aquel hombre, en el museo. Creyó que eras el escultor.

VÍCTOR  
 ¿Y bueno, qué? Soy el escultor.

ESTHER
(Con la cabeza erguida.) Pero me gustó... sencillamente. La verdad, Víctor, es que... con un traje de civil se te ve distinguido... ¿Por qué no? (Víctor levanta el viejo chassis de receptor de radio y lo pone en la mesa de la biblioteca.) Se me ocurre una idea.

VÍCTOR  
¿Cuál?

ESTHER
¿Por qué no te separas de mí? Me mandas lo bastante para café y cigarrillos.

VÍCTOR
Así nunca tendrías que levantarte de la cama.

ESTHER  
Me levantaría. De cuando en cuando.

VÍCTOR
Tengo una idea mejor. ¿Por qué no te vas por un par de semanas con tu médico? Lo digo en serio. Podría cambiar tu forma de ver las cosas.

ESTHER  
¡Ojalá pudiera!

VÍCTOR
Hazlo, si es por eso. El viste de civil. Hasta podrías llevarte el perro. El perro, sobre todo. (Ella ríe.) No lo digo en broma. Cada vez que sales a dar uno de tus paseos bajo la lluvia, contengo la respiración pensando qué traerás cuando vuelvas.

ESTHER  
(Ríe.) ¡Vamos, si te gusta!

VÍCTOR
¡Que me gusta! Vas por ahí, te emborra­chas, traes a casa animales extraños... ¡y es que a mí me gustan! (Ella ríe con cariño, así como con un cierto femenino desafío. Pausa.) El perro no resuelve tu problema. Eres una mujer inteligente y capaz, y no es posible que te pases los días enteros tirada en la cama. Aunque fuese un trabajo de medio día... tendrías un sitio adonde ir. (Pausa breve.)

ESTHER
No soy capaz de ir al mismo sitio un día tras otro. Nunca pude. Nunca podré. Lo que pasa es que no me acostumbro a que Ricardo no esté en casa. Eso es.

VÍCTOR
Se fue, muchacha. Ya es un hombre ma­yor; tienes que ocuparte de algo.

ESTHER
¿Dijiste que querías hablar con tu herma­no?

VÍCTOR
(Mirando hacia otro lado.) Se lo dije a la enfermera. Sí. No podía dejar lo que estaba ha­ciendo.

ESTHER  
¡Qué hijo de puta! Da asco.

VÍCTOR
Bueno, ¿qué le vas a hacer? Nunca tuvo esa clase de sentimientos.

ESTHER
¿Qué sentimientos? Acudir al teléfono des­pués de diez y seis años... Yo diría que es simple decencia. (Con súbita compasión íntima.) Estás furioso, ¿verdad?

VÍCTOR
Sólo conmigo mismo. ¡Llamándolo toda la semana una vez y otra vez como un idiota...! ¡Que se vaya a la mierda! Lo resolveré yo solo y le mandaré la mitad.

ESTHER  
¿Pero cuántos Cadillacs espera manejar?

VÍCTOR
Por eso tiene Cadillacs. Los que aman el dinero no lo regalan.

ESTHER
No entiendo por qué insistes en querer que parezca limosna. Existe eso que se llama una deuda moral.

VÍCTOR
Por favor, Esther. No volvamos a eso, ¿quieres?

ESTHER
¿Cuándo empezarás a hablar como la gen­te habla? El nunca hubiese cursado la facultad de Medicina si tú no te encargabas de tu padre... Es posible que aquí haya una buena suma.

VÍCTOR  
Lo dudo. No hay antigüedades de valor

ESTHER  
¿Sólo porque es nuestro ya no tiene valor?

VÍCTOR  
¿A qué viene eso?

ESTHER
Lo digo porque es la forma en que pensa­mos. En que pensamos nosotros.

VÍCTOR
(Vivazmente.) Si ni siquiera atiende por teléfono, ¿cómo pretendes que yo...?

ESTHER
Le escribes una carta. Vas a golpearle la puerta. ¡Esto es tuyo!

VÍCTOR
(Advirtiendo la enorme seriedad. Sorpren­dido.) ¿Por qué te exaltas de ese modo?

ESTHER
Bueno, por de pronto, podría servir para que decidieses jubilarte. (Pausa breve.)

VÍCTOR
(Un tanto reservado, de mala gana.) No es dinero lo que me contiene.

ESTHER
¿Y qué es entonces? (Víctor guarda silen­cio.) Me pareció que con un poco de respaldo económico, te podrías tomar uno o dos meses hasta que dieses con algo que te guste hacer.

VÍCTOR
Eso es justamente lo único que pienso. Para pensarlo no me hace falta retirarme.

ESTHER  
Piensas, pero no llegas a nada.

VÍCTOR
¿Tan fácil te parece? Voy a cumplir cin­cuenta años. No es como para empezar la vida de nuevo. No comprendo esa urgencia repentina.


ESTHER
(Ríe.) ¡Repentina! Si no te hablo de otra cosa desde que estuviste en condiciones de pedir el retiro. Hace tres años que lo repito sin cesar.

VÍCTOR  
Bueno, no son tres años...

ESTHER
Se cumplen en marzo. ¡Son tres años! Si te hubieses retirado entonces, ahora tendrías casi terminado el curso de maestro en ciencias. Podrías darte el gusto de trabajar en cosas que te encanten. ¿No es así? (Con curiosidad y simpatía totales.) ¿Por qué no intentas algo?

VÍCTOR
¿Quieres que te diga la verdad? Pienso si todo esto no fue un poco irreal. Yo tendría cincuen­ta y tres años, cincuenta y cuatro para el momento en que pudiese iniciar algo.

ESTHER  
Eso lo supiste siempre.

VÍCTOR
Lo sé, pero es distinto cuando uno se en­cuentra... del lado de allá. Dudo que ahora ten­ga sentido.

ESTHER
Te quedarían veinte años todavía, y eso es mucho tiempo. En ese plazo podrías hacer mu­chas cosas interesantes. (Pausa breve.) ¡Eres tan joven, Víctor!

VÍCTOR  
¿Yo?

ESTHER
¡Claro! Yo no soy joven; pero tú, sí. ¡Dios mío! Todas las chicas abren tamaños ojos al mirar­te. ¿Qué más pretendes?

VÍCTOR
(Risa vacía.) Es difícil hablar de eso, Esther; porque yo no lo entiendo.

ESTHER
Me gustaría que escribieses una carta a Walter.

VÍCTOR
(Como si esto fuese una historia repetida.) ¿Para qué metes a Walter de nuevo en esto? Cada vez que hablamos de algo, lo mezclas en seguida.

ESTHER
Es un sabio importante; y ese edificio de hospital es toda una nueva sección de investigación. Lo vi en el diario; su hospital.

VÍCTOR
Esther, hace diez y seis años que ese hom­bre no me llama para nada.

ESTHER
Tampoco tú lo has llamado a él. (Víctor la contempla sorprendido.) Bueno, no lo has lla­mado. Eso también es un hecho.

VÍCTOR
(Cual si la idea fuese nueva e increíble.) ¿Por qué había de llamarlo?

ESTHER
Porque es tu hermano, tiene influencia y te podría ayudar... Sí, Víctor, son cosas que se hacen... Aquellos artículos suyos denotaban un verdadero idealismo, había en ellos algo de legíti­mamente humano... Las personas cambian, ¿sa­bes?

VÍCTOR
(Se vuelve y aleja.) Lo siento, pero Walter no me hace falta.

ESTHER
No digo que debas aprobar su conducta; es un cretino egoísta, pero podría encaminarte en la vida o hacer algo. No veo que esto te humille.

VÍCTOR
(Azuzado; irritado.) ¿A qué viene tanta urgencia?

ESTHER
Es que yo no sé dónde cuernos estoy, Víc­tor. (Con gran sorpresa de su parte, Esther ha ter­minado al borde de los gritos. Víctor guarda silen­cio. Ella se corrige.) Haré cualquier cosa, con tal de saber por qué lo hago; pero todos estos años dijimos que cuando tuviésemos la jubilación, em­pezaríamos a vivir... Es como haber estado vein­ticinco años haciendo fuerza en una puerta que de pronto se abre... y ahí estamos nosotros. A veces me pregunto si no te habré entendido mal y en realidad te gusta la policía.

VÍCTOR  
La odié en todo momento.

ESTHER
Todo lo hice mal. Te lo juro... pienso que, poniéndome más exigente, te hubiese ayudado más.

VÍCTOR
No es verdad. Has sido una esposa extra­ordinaria.

ESTHER
No lo creo. Sólo que la seguridad signifi­caba tanto para ti, que traté de encajar en ese mar­co; pero me equivoqué. ¡Dios Santo! Apenas un poco antes de venir aquí, miré en torno, recorrí con la vista el departamento para ver si algo de esto nos vendría bien. ¡Nuestra casa es tan fea! Vieja, raída, de mal gusto. ¡Y yo tengo buen gusto! Sé que lo tengo. Es que para nosotros todo era transitorio. Se diría que nunca fuimos nada, que siempre estuvimos por ser algo. Recuerdo los días de la guerra, cuando cualquier imbécil ganaba una fortuna... Entonces debiste dejar tu empleo. Y yo lo sabía. ¡Lo sabía!

VÍCTOR
Yo te juro, Esther. A veces, oyéndote, pa­recería que no hubiésemos vivido en absoluto.

ESTHER
¡Dios Todopoderoso! ¡Cuánta razón tenía mi madre! Nunca soy capaz de creer lo que veo. Sabía que si no lo dejabas durante la guerra, nunca lo dejarías después... Vi lo que pasaba, y no dije nada... ¿Sabes cuál es la maldita causa de todo?

VÍCTOR
(Mirando furtivamente la hora en su reloj. Presiente el final de la rebeldía de ella.) ¿Cuál es la maldita causa?

ESTHER
Nunca podemos pensar seriamente en el dinero. Nos preocupa, hablamos de él, pero se diría que no lo necesitamos. Yo sí lo necesito; pero tú, no. Lo necesito en realidad, Víctor. Lo necesito. ¡Víctor! Necesito dinero.

VÍCTOR  
Felicitaciones.

ESTHER  
¡Vete al diablo!

VÍCTOR
La verdad es que hasta empecé a llenar los formularios un par de veces.

ESTHER  
(En guardia.) ¿Y?

VÍCTOR
(Con dificultad. No logra entenderse a sí mismo.) Presumo que en ello hay una especie de cosa definitiva... (Se interrumpe en seco.) Es es­túpido; lo reconozco. Pero miras el formulario de mierda y no puedes evitarlo... Firmas atestiguan­do los veintiocho años y te preguntas: ¿Eso es todo? ¿Es eso? Y lo es, por supuesto. Lo malo es que cuando me propongo empezar algo nuevo, se me aparece esa cifra... cinco cero... y la energía se disipa. (Con determinación creada.) ¡Pero haré algo! ¡Lo haré! (Pausa breve. Busca la idea.) No sé qué es; cada vez que lo pienso, casi me da miedo.

ESTHER  
¿Qué?

VÍCTOR
Bueno, como antes, cuando entré aquí. (Mira en torno.) Todo esto... me pareció una es­pecie de locura. Apilar todas estas cosas como si fuesen de oro... Estuve a punto de subir las ta­chuelas para las alfombras... Quiero decir que uno mira hacia atrás y muchas de aquellas cosas que parecían tan importantes, de pronto se vuel­ven ... ridículas. (Mira el sillón, no puede seguir.) Como todo lo que hice por él. Ahora me resulta inconcebible.

ESTHER  
Bueno, lo quisiste.

VÍCTOR
Ya sé, pero en una u otra forma, todo eso no es más que palabras. ¿Qué era él? Un comerciante arruinado como miles de otros, y yo me comporté como si algo así como una montaña se hubiese desmoronado. No sé... A veces me pre­gunto si tal vez no firmo porque todo lo lamento más de lo que yo mismo comprendo y no puedo afrontar la verdad. ¿Aunque qué más da lo que uno hace, si no hace lo que quisiera hacer? Es un lujo, la mayoría de las personas casi nunca llegan cerca... (Pero pierde esa seguridad reconquistada.) No sé. Te aseguro que hay algunos días en que es igual que un cuento que alguien me hubiese contado. ¿Sientes eso mismo en ocasiones?

ESTHER  
Todo el día, todos los días.

VÍCTOR    
¡Oh, vamos!

ESTHER
Es la verdad... La primera vez que subí esa escalera tenía diez y nueve años. Y cuando abriste la caja en que estaba tu primer uniforme... ¿lo recuerdas?... ¿Cuando lo viste por primera vez? ¿Cómo nos reímos? Si algo te ocurría, ibas a llamar a un policía. (Ambos ríen.) Fue como una mascarada. Y teníamos razón. Entonces fue cuan­do tuvimos razón.

VÍCTOR
(Dolorido por el dolor de ella.) ¿Sabes una cosa, Esther? Una vez de cuando en cuando, al tratar de ser infantil y...

ESTHER
(Señala los muebles.) No me hables de infantilidad, por favor, Víctor... ¡no en este cuar­to! Has permitido que esto siga aquí todos estos años porque no has sido capaz de mantener una sencilla conversación con tu hermano... ¿y yo soy infantil? Al respecto de ese hombre, sigues teniendo diez y ocho años. Quiero decir que yo estoy clavada, pero lo reconozco.

VÍCTOR
Está bien. Yo lo reconozco... estoy clava­do. Miro mi vida y todo es incomprensible para mí. Ya no sé por qué hice algo. Siento lo mismo que si estuviese metido de cabeza en un barril, y si eso es lo que te carcome, duplícalo en mi caso. No reviento de orgullo estos días. Ten paciencia simplemente. Dije que haré algo. Lo haré.

ESTHER
(Pausa. Lo mira alejarse... entristecida.) ¿Tienes la boleta? Iré a buscar tu traje. Lo que quiero es salir de aquí.

VÍCTOR
(Le da la boleta.) No te culpo. Es justo al cruzar la Séptima Avenida. La dirección está ahí.

ESTHER  
Volveré en seguida.

VÍCTOR
(Sin perdonarse a sí mismo.) Está bien. Toma el tiempo que haga falta. (Va a la radio.)

ESTHER
(Compasiva.) Anoche volviste a rechinar los dientes.

VÍCTOR  
¡Con razón me duele una oreja!

ESTHER
Es horrible. Suena como si un montón de rocas se desplomasen por una ladera. Quiero ayu­darte, pero no sé cómo.

VÍCTOR  
(Turbado.) Yo lo estudiaré. (Toma  su radio.)

ESTHER  
¿Eso qué es?

VÍCTOR
Una de las viejas radios que yo hacía. ¡Mamma mía! Mira esas válvulas.

ESTHER
(Más maravillada de lo que se suele mara­villar por los aparatos de radio.) ¿Funcionaría?

VÍCTOR
No. Hace falta un acumulador. (Recordan­do, levanta la mirada hacia el cielo raso.)

ESTHER  
(Mirando arriba.) ¿Qué?

VÍCTOR
Explotó uno de mis acumuladores y atra­vesó el techo por algún lugar. (Señala.) Allí. ¿Ves que el yeso no es el mismo?

ESTHER
(Luchando por mantener una chispa entre ellos.) ¿Con esa captabas Tokio?

VÍCTOR
(Sin aplacarse, la voz muerta.) Sí, éste es el monstruo.

ESTHER
(Con algo de acaloramiento.) ¿Por qué no te la llevas?

VÍCTOR
Ah, no sirve. Es curioso, ¿sabes?... La había olvidado por completo... Durante un tiem­po tuvimos aquí arriba un laboratorio bastante bueno. Walter y yo. El en aquella pared; yo, en esta... A veces trabajábamos toda la noche, y a menudo la casa se llenaba de música. Mi madre tocaba horas enteras ahí en la biblioteca. Lo cual es raro, pues el arpa es tan suave. Pero penetra, supongo... (La mira en medio de un cierto indo­mable conflicto de sentimientos.)

ESTHER
Eres un encanto. Sí, Víctor.

(Se pone en marcha hacia él; pero Víctor la frena y la paraliza mirando la hora en su reloj.)

VÍCTOR
Tendré que llamar a otro. Vamos, salga­mos de aquí. (Con un hueco y exhausto intento de gozo.) Retiraremos mi traje y nos haremos los ricos.

ESTHER  
Víctor, no quise decir que yo...

VÍCTOR
Está bien... Espera, déjame guardar es­tas cosas antes que alguien se las lleve. (Toma el florete y la careta.)

ESTHER  
¿Podrías aún hacer esgrima?

VÍCTOR
(Su tristeza y su aislamiento se afirman en él.) ¡Oh, no! Para esto, uno tiene que estar en forma. Todo depende de las caderas...

ESTHER  
Enséñame. Nunca te vi.

VÍCTOR
(Cediendo un poco.) Bien, pero ya no pue­do agacharme lo necesario...

(Se coloca en posición, los pies en ángulo recto, y se agacha con dificultad; alarga el brazo derecho, en que sostiene el florete y el izquierdo hacia arriba.)

ESTHER  
Tal vez pudieses volver a practicar.

VÍCTOR
No, hay que trabajar mucho. Es el deporte más difícil que existe. (Readapta su posición.) Muy bien. Quédate ahí.

ESTHER  
¿Yo?

VÍCTOR
No tengas miedo. (Coloca la punta, que hace "clic".) Es un hermoso florete. ¿Ves qué vida tiene? Con él vencí al representante de Princeton. (Ríe con risa cansada y lanza una estocada a fondo desde unos metros; el botón toca a ella en el es­tómago.)

ESTHER
(Salta al rozarla el botón.) ¡Caramba Víc­tor!

VÍCTOR  
¿Qué?

ESTHER  
Estabas magnífico.

(Víctor ríe, sorprendido y a medias turbado, al tiempo en que ambos se vuelven hacia la puerta por haber escuchado una tos estridente y sostenida fuera, en el corredor. La tos aumenta de volumen y...
Entra Gregorio Salomón. En resumen, un fenó­meno; un hombre de casi noventa años, pero que todavía tiene la espalda erguida y no ha perdido el aire de solidez. Ha perfeccionado una manera de apo­yarse en el bastón sin dar la sensación de estar débil.
Lleva sombrero blanco, de fieltro, con el ala vuel­ta hacia abajo en el lado derecho, como el de Jimmy Walker, aunque mucho más sucio y lleno de polvo; y un sobretodo deformado. Su raída corbata ostenta un grueso nudo, torcido bajo un cuello, de puntas vueltas hacia arriba. Tiene chaleco arrugado y pan­talones que le hacen bolsa. En el dedo índice de la mano izquierda se le ve un gran anillo de brillantes. Embutido bajo el brazo, un portapapeles exprimido, de cuero. Hoy no se ha afeitado.
Sin dejar de toser y conteniendo el aliento, mien­tras trata de quitarse de la solapa las cenizas del ci­garro para dar una impresión de comercial formali­dad, saluda con inclinaciones de cabeza a Esther y a Víctor, y tiene una mano levantada, como prometiendo que pronto hablará. No ha dejado de contem­plar desconfiado el florete que Víctor empuña.)

VÍCTOR
¿Quiere que le traiga un vaso de agua?

(Por señas, Salomón denota su imperiosa negativa, mientras se esfuerza por ahogar la tos.)

ESTHER
¿Por qué no se sienta? (Salomón le da las gracias por señas; se sienta en el sillón de centro y al mismo tiempo la tos va cediendo) ¿Seguro que no quiere agua?

SALOMÓN
(Con dejo ruso-judaico) Agua no nece­sito; un poco de sangre me vendría bien. Gracias. (Aspira una honda bocanada de aire, mientras cla­va su atención en Víctor, quien deja el florete) ¡Oh, muchacho! ¡Eso sí que es escalera!

ESTHER  
¿Se siente bien ahora?

SALOMÓN
Otro par de escalones y se llega al cielo. ¡Ah, perdóneme... oficial...! Busco a una per­sona. Se llama... (Mete los dedos en el chaleco.)

VÍCTOR  
Franz.

SALOMÓN  
Eso es, Franz.

VÍCTOR
Soy yo. (Salomón mira incrédulo) Víctor Franz.

SALOMÓN  
¡Así que era vigilante!

VÍCTOR  
(Sonriendo entre dientes) ¡Uh, uh!

SALOMÓN
¡No lo hubiera imaginado! (Su gesto in­cluye a Esther) ¿Se da cuenta? Sólo una cosa tiene de bello este inmundo negocio mío, que uno trata toda clase de gente. Pero nunca traté con un poli­cía. (Extiende la mano) Es un placer conocerlo. Me llamo Salomón... de apellido. Gregorio Sa­lomón.

VÍCTOR  
(Dándole la mano) Mi esposa.

ESTHER  
Encantada.


SALOMÓN
(Mira a Esther y agacha la cabeza con muestras de aprobación) Muy linda. (A Víctor) Una linda y simpática mujer. (Extiende la mano hacia ella) Mucho gusto, tesoro. ¡Hermoso traje!

ESTHER
(Ríe) Lo curioso es que acabo de com­prarlo.

SALOMÓN
Un gusto excelente. Felicitaciones. Que lo disfrute con salud. (Le suelta la mano.)

ESTHER
Voy a la tintorería, querido. Volveré pron­to. (Da un paso hacia la puerta. A Salomón) ¿Va a estar aquí mucho rato?

SALOMÓN
(Mirando en torno suyo a los muebles como si se tratase de un antagonista) Tratándose de muebles, nunca se sabe. Puede ser mucho, pue­de ser poco, puede ser término medio.

ESTHER
Bueno, pero ofrézcale un buen precio. ¿Me ha oído?

SALOMÓN
¡Ah, ja! (Con las manos la echa) Usted vaya a ver al tintorero. Nosotros nos ocuparemos de todo cien por ciento.

ESTHER
Porque aquí hay cosas muy hermosas. Yo lo sé; él, no.

SALOMÓN
No me he sostenido en este negocio se­senta y dos años aprovechándome de la gente. Va­ya. Diviértase en la tintorería. (Ríen Esther y Víctor.)

ESTHER
(Mueve un dedito hacia la cara de él) Con­fío que usted termine gustándome, señor Salomón.

SALOMÓN
Preciosa, yo gusto a todas las chicas. ¿Qué culpa tengo?

ESTHER
(Siempre sonriendo; a Víctor, al tiempo en que va a la puerta) Ten cuidado.

VÍCTOR
(Asiente con la cabeza) Hasta luego. (Mu­tis de Esther.)

SALOMÓN  
Me gusta porque es desconfiada.

VÍCTOR
(Ríe sorprendido) ¿Qué ha querido decir con eso?

SALOMÓN
Bueno, si una mujer cree a todo el mun­do, ¿quién puede confiar en ella? (Víctor ríe denotando haber comprendido) Yo tenía una espo­sa... (Se interrumpe y mueve una mano) Bueno, ¿qué importancia tiene ahora? Dígame, si no es indiscreción... ¿de dónde sacó mi nombre?

VÍCTOR  
De la guía del teléfono.

SALOMÓN  
¡No diga! ¡De la guía!

VÍCTOR  
¿Por qué?

SALOMÓN
(Enigmáticamente) No, no. Está bien, muy bien.

VÍCTOR
El anuncio decía que usted es un tasador público.

SALOMÓN
Oh, sí. Estoy registrado, estoy licencia­do, hasta estoy vacunado. (Víctor ríe) No se ría. Lo único que se puede hacer sin que el gobierno lo autorice es subir en un ascensor y tirarse por una ventana. Pero a usted, que es policía, no hace falta que yo le diga esas cosas. Usted conoce este mundo. (Ansia contacto) ¿Tengo razón?

VÍCTOR  
(Reservado) Supongo que sí.

SALOMÓN
(Una mano en un muslo, la otra en el brazo del sillón, en una postura de elegancia na­tural, observando los muebles) ¡Bueno...! (Mira en torno otra vez, y con una sonrisa insegura) Hay muchos muebles. ¿Todo está en venta?

VÍCTOR  
En fin... sí.

SALOMÓN
¡Muy bien! ¡Muy bien! Me gusta cono­cer el terreno que piso. (Esforzándose débilmente por lograr una sonrisa cautivante) Francamen­te, en este barrio nunca esperé encontrar seme­jante cargamento. Es una gran sorpresa.

VÍCTOR
Yo dije que eran todos los muebles de una casa.

SALOMÓN
(Con un atisbo de inseguridad) Mire, por eso no se preocupe. Lo solucionaremos todo muy bien. (Se levanta del sillón y va a uno de los chiffonniers con que evidentemente está impresionado. Levanta la vista hacia las arañas. Luego, mira di­rectamente a Víctor.) No es que quiera meterme donde no me llaman, oficial, pero si no tiene inconveniente... ¿qué re­lación hay entre usted y todo esto? ¿Cómo ha lle­gado a sus manos?

VÍCTOR  
Era de mi familia.

SALOMÓN
¡No diga! Parece que esto hace mucho que está aquí. ¿No?

VÍCTOR
Bueno, mi padre subió todo aquí después de la crisis del 29. La casa pasó a poder de mis tíos y a él le dejaron usar este piso.

SALOMÓN
(Como si tratase de recalcar que lo cree) Ya veo. (Camina hacia el arpa.)

VÍCTOR
¿Puede darme una tasación ahora o tiene que...?

SALOMÓN
(Recorriendo con la mano el armazón del arpa) No, no. Se la voy a dar en seguida. No perderé ni un minuto; estoy muy ocupado. (Pulsa una cuerda y escucha. Luego se agacha y pasa una mano por la caja de resonancia) ¿Murió su padre?

VÍCTOR  
¡Oh! Hace mucho. Unos dieciséis años.

SALOMÓN
(Enderezándose) ¿Y esta arpa está acá parada hace dieciséis años?

VÍCTOR
Bueno, nunca llegábamos a una decisión; pero ahora van a demoler el edificio y... Todas estas cosas eran buenas, ¿sabe? Valían bastante dinero.

SALOMÓN
Muy buenas, sí... Ya lo veo. (Se apar­ta del arpa, no sin antes dirigirle una mirada esti­mativa) Yo también era muy bueno; ahora ya no soy tan bueno. El tiempo, ¿sabe?, es terrible. (Está a una distancia del arpa y la señala) Esa caja de resonancia está rajada, pero no se preocupe por eso. Sigue siendo un lindo objeto. (Va al aparador grande y de mucho adorno y acaricia el barniz) Es curioso. Un aparador como éste no se lo toma­ban ni regalado. Ahora lo quieren otra vez. ¡Vaya uno a entenderlos! (Va a una de las cómodas.)


VÍCTOR
(Halagado) Bien, déme un precio bueno y hacemos negocio.

SALOMÓN
Sin ninguna duda. Mire, yo no le mien­to... (Señala la cómoda) Por ejemplo, un chiffonnier como éste no estaría en mi casa ni una sema­na. (Señala la otra cómoda) Forman un par, ¿sabe?

VÍCTOR
Sí, lo sé. Hay más cosas en el dormitorio, si las quiere ver.

SALOMÓN
¡Oh! (Va hacia el dormitorio) ¿Qué tie­ne acá? (Mira dentro y de arriba abajo) Me gusta la cama. Es una linda cama tallada. Esa la puedo vender. ¿Es la cama de sus padres?

VÍCTOR
Sí. Supongo que la compraron en Europa, si no estoy equivocado. Viajaban mucho.

SALOMÓN
Muy bueno, muy lindo. Me gusta. Pa­rece una simpática familia. Esas son lindas sillas también. Me gustan las sillas. (Se pone en marcha de regreso hacia el sillón del centro, recorriendo los muebles con la vista.)

VÍCTOR
A todo esto, esa mesa de comedor se agran­da. Es posible que puedan sentarse doce.

SALOMÓN
(Mira la mesa) Sí, conozco. Y en caso de apuro hasta catorce. (Toma el florete) ¿Esto qué es? Cuando entré, me pareció que quería matar a su mujer.

VÍCTOR
(Ríe) No, acababa de encontrarlo... Ha­ce años, yo practicaba esgrima.

SALOMÓN  
¿Estaba en una universidad?

VÍCTOR  
Estuve un par de años, sí.

SALOMÓN  
Muy interesante.

VÍCTOR  
Es lo mismo de siempre.



SALOMÓN
No, escuche... Lo que pasa a la gente, para mí es el elemento principal. Porque, ¿cuándo me llaman? Es un divorcio o que alguien se murió. De modo que el asunto es siempre nuevo. Quie­ro decir que es el mismo, pero diferente. (Se sien­ta en el sillón del centro.)

VÍCTOR  
Usted reúne los pedazos.

SALOMÓN
Ha dicho muy bien, sí. Yo reúno los pe­dazos. Supongo que es parecido en su caso. Pien­so que debe tener tantas cosas que contar...

VÍCTOR  
A veces.

SALOMÓN
¿Qué es usted, policía de tránsito o al­go de...?

VÍCTOR
No, estoy allá en Rockway casi siempre, por los aeropuertos.

SALOMÓN  
Viene a ser Siberia, ¿no?

VÍCTOR  
(Ríe) Yo lo prefiero.

SALOMÓN  
Sí, no se complica en cosas sucias.

VÍCTOR
(Sonriendo) ¡Eso! (Se refiere a los muebles) ¿Y... qué es lo que dice?

SALOMÓN
¿Qué es lo que digo? (Saca dos cigarros mientras mira en torno furtivamente) ¿Quiere un cigarro?

VÍCTOR  
Gracias. Dejé hace mucho.

SALOMÓN  
Veo que a usted le gusta ir a los hechos.

VÍCTOR  
Usted lo ha dicho.


SALOMÓN
No podría ser mejor. Dígame entonces, ¿tiene alguna clase de papel? ¿Que demuestre la propiedad?

VÍCTOR
Bueno, no. Yo... Pero... (Ríe a medias) Es mío, sencillamente.

SALOMÓN
Dicho con otras palabras, no hay herma­nos ni hermanas.

VÍCTOR  
Sí, tengo un hermano.

SALOMÓN
¡Ah, ja! ¿Y está en buena armonía con él? No es que quiera meterme, ¿sabe? pero usted no necesita que yo le diga lo que pasa. En el co­mún de las familias, se aman locamente, pero ape­nas mueren los padres, de repente están todos a ver con qué se quedan y ya son como perros y gatos...

VÍCTOR  
Acá no existe ese problema.

SALOMÓN
Si se tratase únicamente de comprar al­gunos muebles, entonces no me preocuparía; pero tomar el cargamento entero sin un papel es...

VÍCTOR
Está bien, conseguiré una especie de cer­tificado de él; no se preocupe por eso.

SALOMÓN
Eso es definitivo. Porque aun en gente de la clase alta, usted no creería la forma en que se matan entre ellos... abogados, profesores de universidad, grandes artistas de la tele... Pagan quinientos dólares a un abogado para luchar por una biblioteca que no vale cincuenta centavos... Pero es que... ¿comprende? todos quieren ser primeros...

VÍCTOR
Dije que conseguiría un escrito. (Señala el cuarto) Bueno, ¿qué es lo que me cuenta?

SALOMÓN
Muy bien, yo voy a decir qué es lo que cuento. (Mira la mesa de comedor, la señala) Por ejemplo, tomemos la mesa de comedor. Es lo que llaman estilo jacobino español. Costó quizás mil doscientos, mil trescientos dólares. Yo diría en 1921... 1922... ¿Tengo razón?

VÍCTOR  
Tal vez, sí.


SALOMÓN
(Se aclara la garganta con un carraspeo) Veo que usted es un hombre inteligente, de modo que antes de decir una sola palabra más, pido que recuerde... con muebles de segunda mano, no se puede poner sentimental.

VÍCTOR  
(Ríe) ¡Yo no he abierto la boca!

SALOMÓN
Quiero decir que usted es policía y yo soy comprador de muebles. Los dos conocemos el mundo... Cualquier cosa que sea español jaco­bino, usted vende más pronto un contagio de tu­berculosis.

VÍCTOR
¿Por qué? Esa mesa está en perfecto es­tado.

SALOMÓN
Oficial, usted habla de realidades. Us­ted no puede hablar de realidades con muebles usados. Ese estilo ya no gusta; no sólo no gusta, lo odian. Es lo mismo con aquel chinero que está allá y ése... (Comienza a señalar para otro lado.)

VÍCTOR
Usted quiere llevarse sólo algunas cosas. ¿Es eso lo que pasa?

SALOMÓN
Oficial, por favor. Ya estamos hablan­do demasiado rápido...

VÍCTOR
No, no. Usted no va a llevarse la carne rica y dejarme a mí los huesos. Todo o nada, o dejémoslo estar. Le dije por teléfono que eran los muebles de una casa entera.

SALOMÓN
¿Por qué tiene tanto apuro? Hablemos un poco, veremos qué sucede. En un día no edi­ficaron Roma. (Durante un instante, calcula apresuradamente, volviendo a mirar los muebles que desea. Se levanta, va hacia el arpa y la toca suavemente.) Mire, lo que yo pensaba. Le daría un precio tan maravilloso por estas pocas cosas, que usted...

VÍCTOR  
Eso ni pensarlo.

SALOMÓN  
¡Ni pensarlo!

VÍCTOR  
Yo no he puesto una gran tienda. Van a echar abajo el edificio.


SALOMÓN  
No podría ser mejor. Los dos nos enten­demos, de modo...  (con modito cautivante) que no hay razón para ponernos emotivos. (Acosado, nervioso, mira en torno hacia la mesa de comedor, la toca, a su rostro asoma una expresión de rabia. Mira otras cosas que no quiere; luego adop­ta  un  aire  filosófico  al volverse  de  nuevo hacia Víctor.) ¿Entran estos discos? (Toma uno.)

VÍCTOR  
Tal vez yo me quede tres o cuatro.

SALOMÓN  
(Leyendo una  etiqueta) ¡Oh! ¡Lo  que hay acá! ¡Gallagher y Shean!

VÍCTOR
(Riendo sólo a medias) No pensará tocar­los ahora.

SALOMÓN  
¿Qué falta me hace tocarlos? Yo estaba en el mismo programa con Gallagher y Shean... Trabajamos en unos cincuenta teatros tal vez.

VÍCTOR  
(Sorprendido) ¿Usted era actor?

SALOMÓN
¡Actor! Acróbata. Todos en mi familia fueron acróbatas. (Se ensancha con esta primera oportunidad que tiene) ¿Nunca oyó nombrar "Los cinco Salomones"? ¡Que Dios tenga en su gloria! Yo era el de más abajo.

VÍCTOR
¡Es curioso! Nunca supe que un judío fue­se acróbata.

SALOMÓN
¿Y qué... Jacob? ¿No fue luchador acaso? ¿No luchó con el Ángel? (Víctor se echa a reír) Los judíos fueron acróbatas desde el comienzo del mundo. Yo era un potro por aquel entonces; be­bida, mujeres, cualquier cosa... Siempre en mar­cha, en marcha. Nada me paraba jamás. Sólo la vida. Sí, muchacho. (Casi amorosamente deja el disco) ¡Quién me iba a decir! ¡Gallagher y Shean!

VÍCTOR
(Con más intimidad ahora, a pesar de sí mismo; pero no menos persistente por seguir con el negocio adelante) ¿En qué estábamos?

SALOMÓN
(Se vuelve hacia él) Dígame... cuál es el delito ahora. Está aclarado, ¿no?



VÍCTOR
Sí, aclarado. Aclarado. Mire, señor Salo­món, permítame dejar una cosa establecida cla­ramente... Yo no soy sociable.

SALOMÓN  
¿Así que no quiere que seamos amigos?

VÍCTOR  
Usted lo ha dicho.

SALOMÓN
Entonces... no seremos amigos. (Sus­pira) Pero sólo para que me conozca mejor, voy a enseñarle una cosa. (Saca una carpetita de cuero, que abre y entrega a Víctor) Ahí tiene el papel de cuando me licenciaron en la Marina británica.

VÍCTOR
(Mirando el documento) ¡Oh! ¿Qué hacía usted en la Marina británica?

SALOMÓN
Deje tranquila la Marina británica. ¿Qué fecha de nacimiento dice?

VÍCTOR
Mil ochocient... (Atónito, levanta la vis­ta para mirar a Salomón) ¿Usted tiene casi noven­ta años?

SALOMÓN
Sí, muchacho. Salí de Rusia hace sesen­ta y cinco años. Tenía veinticuatro entonces. Y he fumado toda mi vida. He bebido, he amado a to­das las mujeres que me lo permitieron. Así que... ¿qué razón tendría para robarlo a usted?

VÍCTOR
¿Desde cuándo se necesita una razón pa­ra robar?

SALOMÓN  
¡Nunca he visto un hombre igual!

VÍCTOR
Sí que ha visto. ¿Pero me piensa dar la cifra o...?

SALOMÓN
(Está realmente asustado porque no lo­gra clavar el arpón en Víctor y teme perder las pie­zas buenas) ¿Cómo puedo yo darle una cifra... si no cree una sola palabra de lo que digo?

VÍCTOR
(Con una risa forzada) Nunca lo había visto. ¿Por qué me pide ahora que le tenga con­fianza?

SALOMÓN
(Con un gesto de disgusto) ¿Cómo hago para comenzar a hablar con usted? Perdone; aquí usted no puede ser policía; si quiere hacer negocio un poquito tiene que creer... o no lo hará. Yo... Yo... Mire, no me haga caso. (Se levanta y va a su portafolios.)

VÍCTOR  
(Asombrado) ¿Qué está haciendo?

SALOMÓN
Así no puedo trabajar. Soy muy viejo. Cada vez que abro la boca usted casi me llama ladrón.

VÍCTOR  
¿Quién lo ha llamado ladrón?

salomón
(Camina hacia la puerta) No, no nece­sito estas cosas. No me hacen falta en mi negocio. (Mueve de un lado a otro un dedo índice frente a la cara de Víctor) Y no olvide. No he llegado a darle precio, y fíjese lo que me hace. ¿Se da cuen­ta? No le he dado precio.

VÍCTOR
(Enojándose) ¿Para qué ha venido aquí? ¿Para hacerme un favor? ¿De qué está hablando?

SALOMÓN
Míster, yo lo compadezco. ¿Qué le pasa a la gente? Usted es peor que mi hija... Nada en el mundo cree... nada respeta... ¿Cómo puede vivir? ¿Cree que eso es ser inteligente? ¿Tan difí­cil es lo que usted hace? Permítame darle un pe­queño consejo... No es que usted no puede creer nada... Creer no es tan difícil. Es que sabe que tiene que creer. Eso es lo que cuesta. Y si no lo puede hacer, amigo... ¡es un hombre muerto! (Se pone en marcha hacia la puerta.)

VÍCTOR
(A pesar de sí mismo, se siente castigado) ¡Oh, vamos, Salomón...! ¿Quiere...?

SALOMÓN
No, no. Usted tiene un cierto problema con estos muebles; pero no quiere escuchar. ¿Có­mo pretende, que hable?

VÍCTOR
Lo estoy escuchando. Por amor de Dios, ¿qué quiere que haga? ¿Que me ponga de rodillas?

SALOMÓN
(Deja su portafolios y saca una cinta de medir arrugada de un bolsillo del saco) Está bien, venga acá. Comprendo que usted es una persona que se ajusta a los hechos, pero algunos hechos son extraños. (Alarga la cinta de un extremo a otro del ancho de un mueble) ¿Qué dice aquí? (Se vuel­ve hacia Víctor y le enseña la marca en la cinta.)


VÍCTOR  
(Se le acerca, lee) Un metro. ¿Qué tiene?

SALOMÓN
Muchacho, las puertas del dormitorio, en un departamento moderno, tienen de ancho setenta y cinco centímetros, ochenta como máximo. No puede meter ese mueble...

VÍCTOR  
¿Y qué dice de las casas viejas?

SALOMÓN
(Con desesperación creciente) ¡Lo úni­co que quiero demostrarle es que mis posibilidades son menores!

VÍCTOR  
Bueno. ¿Puedo hacerle una pregunta?

SALOMÓN
Lo que yo le doy son hechos de la arqui­tectura. Oiga... (Enjugándose el rostro, señala la mesa de biblioteca al ir hacia ella) Aquí tie­ne, por ejemplo, una mesa de estudio. Es una be­lleza, sólida. Pero vaya a encontrarme un depar­tamento moderno que tenga biblioteca. Si edifica­ran hoteles viejos, podría vender esta mesa; pero sólo edifican hoteles nuevos. La gente ya no vive así. Esto es de otro mundo. Por eso trato de darle un punto de vista moderno. Porque el precio de los muebles de segunda mano es únicamente un punto de vista, y si usted no entiende el punto de vista, es imposible que entienda el precio.

VÍCTOR
Bueno, ¿y cuál es su punto de vista? ¿Que todo esto no vale nada?

SALOMÓN
Eso es lo que usted dice. Yo no lo he di­cho. Las sillas valen algo, los chiffonniers, la cama, el arpa...

VÍCTOR
(Se vuelve y aparta) Bueno, dejémoslo es­tar. No le voy a dar las mejores cosas...

SALOMÓN  
¡Mi hija! ¿Por qué reacciona de ese modo!

VÍCTOR
(Se vuelve hacia él) ¡Pero Cielos Santos! ¿Va a hacer una oferta o no?

SALOMÓN
(Se aleja, con una mano puesta en la sien) ¡Oh, muchacho, muchacho! A esta altura, usted debe haber detenido a un millón de personas.


VÍCTOR  
Diecinueve, en veintiocho años.

SALOMÓN
¿Entonces por qué es tan severo con­migo?

VÍCTOR
Porque usted habla de todo menos del di­nero y yo no entiendo qué cuernos se propone.

SALOMÓN
(Levantando un dedo) Ahora hablare­mos de dinero. (Vuelve al sillón del centro.)

VÍCTOR
¡Estupendo! Pero usted no puede asegurar que la culpa sea mía. Cada vez que abre la boca parecería que el precio bajase.

SALOMÓN
(Sentándose) Muchacho, el precio no ha cambiado desde que yo entré.

VÍCTOR
(Ríe) ¡Eso es mejor aún! ¿Y cuál es el pre­cio? (Salomón mira en torno, con él humor por el suelo; en el rostro se le ve el abatimiento) ¿Qué pasa?... ¿Algo lo molesta?

SALOMÓN
Lo siento, hice mal en venir... Me pa­reció que serían unos pocos muebles, pero... (Aba­tido, se aprieta los ojos con los dedos) Para mí es demasiado.

VÍCTOR
¿Para qué ha venido? Yo le dije que era toda la casa.

SALOMÓN
(Protestando) ¡Usted me llamó, yo vine! ¿Qué iba a hacer? ¿Acostarme a esperar la muer­te? (Lucha de nuevo por salvar la situación) Mire, yo deseo mucho hacerle una oferta. Lo único que pasa es que... (Desfallece, como si temiese decir algo.)

VÍCTOR  
¡Sí que es una situación...!

SALOMÓN
La tentación es terrible. Pero... (Co­mo lanzándose hacia Víctor, en espera de su com­prensión) voy a decirle la verdad. Usted debió mi­rar en una guía telefónica muy vieja. Hace ya un par de años que liquidé mi negocio. Salvo unos pocos morillos ingleses que me quedaron y que voy vendiendo cuando necesito unos dólares. Pen­sé que tenía ochenta años, ochenta y cinco, y ya era hora. Pero esperé... y no pasó nada. Hasta me mudé de mi departamento. Estoy viviendo en el fondo de mi tienda, con un hornillo portátil. Pero nada ha pasado. Todavía estoy cien por cien­to... Bueno, no cien por ciento, pero me siento muy bien. Calculé que a lo mejor usted tenía un par de muebles lindos... no que lo demás no pue­da venderse, pero se tardaría un año o un año y medio. Para mí es un riesgo grande. (En conflicto consigo mismo, mira en torno) Lo malo es que me encanta trabajar. Me gusta el trabajo, pero... (De­sistiendo) No sé qué decirle.

VÍCTOR  
Bueno, está bien. Dejémoslo entonces.

SALOMÓN  
(Se pone de pie) ¿Por qué reacciona así?

VÍCTOR  
Bueno...  ¿Está en el negocio o no está?

SALOMÓN
¿Cómo puedo saber dónde estoy? Compréndame, es esto justamente. La mayoría de las personas, echan un vistazo y se ponen nerviosas.

VÍCTOR  
Está empezando de nuevo, Salomón.

SALOMÓN  
No regateo con usted.

VÍCTOR
¿Por qué van a ponerse nerviosas la mayo­ría de las personas?

SALOMÓN
Porque saben que esto no se rompe nunca.

VÍCTOR
(No de mal humor, sino aferrándose a sus sentidos) Vamos, ¿quiere? Tenga un poco de com­pasión.

SALOMÓN
Muchacho, usted no conoce la psicolo­gía. Si las cosas no se rompen, no hay más posibilidades. Tome, por ejemplo... (Cruza hacia la mesa) Esta mesa. ¡Escuche! (Golpea la mesa. Víc­tor ríe) El hombre que se sienta frente a una mesa como ésta sabe que no sólo está casado, sino que tiene que seguir casado... No hay más posibili­dades. (Víctor ríe) Usted ríe. Pero yo le explico los hechos de la situación. ¿Cuál es hoy en día la palabra clave? Reemplazable. Cuanto más pue­de tirarse algo, más hermoso es. El auto, los mue­bles, los hijos. Todo tiene que ser reemplazable. Porque, ¿sabe una cosa? Hoy en día lo principal es... salir de compras. Hace años una persona, si se sentía desdichada, no sabía qué hacer con­sigo mismo... iba a la iglesia, iniciaba una revo­lución... ¡algo! ¿Hoy se siente desdichado? ¿No ve solución ninguna? ¿Cuál es la salvación? Salir de compras.

VÍCTOR
(Riendo) ¡Usted es extraordinario! Tengo que reconocerlo.

SALOMÓN
Le estoy diciendo la verdad. Si cerrasen las tiendas por seis meses en este país, de una cos­ta a la otra se produciría una enorme mortandad. Con esta clase de muebles no hay compras, cesa la actividad, no quedan posibilidades... ¿Entien­de? Así que ya ve qué problema.

VÍCTOR
(Riendo) Salomón, usted es uno de los hombres más grandes del mundo. Pero yo estoy muy por delante suyo y sé que nada sacará.

SALOMÓN
(Ofendido) ¿Sacar de qué? Yo no sé cuánto tiempo me queda. ¿Qué tiene de terrible que lo diga? Lo malo es que usted es muy joven y no entiende estas cosas.

VÍCTOR
Entiendo perfectamente bien. Sé contra qué lucha usted. No soy tan joven.

SALOMÓN
(Burlón) ¿Qué edad tiene? ¿Cuarenta y cinco?

VÍCTOR  
Voy a cumplir cincuenta.

SALOMÓN  
¿Cincuenta? ¡Pero si es un bebé!

VÍCTOR  
¡Valiente bebé!

SALOMÓN
¡Dios mío! ¡Si yo tuviese cincuenta años! Me casé a los setenta y cinco.

VÍCTOR  
Siga.

SALOMÓN
¿Qué le parece? Ella sigue viviendo allá por la Octava Avenida. ¿Se da cuenta? Por eso me gusta tener el dinero sin invertir, porque si pienso que ella pueda apoderarse de todo esto, entonces no lo quiero... Los pájaros la encantan. Vive tal vez con un centenar de pájaros. Si le da un plato de sopa, tiene plumas dentro... Yo no he trabajado mi vida entera para los pájaros.

VÍCTOR
Comprendo su problema, señor Salomón, pero yo no pienso dedicarle tiempo. (Se pone de pie) No puedo.


SALOMÓN
(En alto una mano, para retenerlo; de­sesperadamente) ¡Se lo voy a comprar! (Se ha asus­tado él mismo y mira en torno las altas pilas de muebles) Quiero decir que... (Camina, mirando todo) necesito vivir, sencillamente. Me decidiré. Voy a comprarlo.

VÍCTOR
(Lo afecta el miedo de Salomón, que aho­ra se le contagia) ¿Ahora hablamos del lote entero?

SALOMÓN
(Irritado) ¡Todo! ¡Todo! (Yendo a su portafolios) Voy a hacer el cálculo; le daré un pre­cio muy bueno, y usted se sentirá feliz.

víctor
(Sentándose de nuevo) Lo dudo. (Salomón toma su bloc de papel de oficio, que saca del por­tafolios; luego saca un huevo duro) ¿Qué hace ahora? ¿Va a almorzar?

SALOMÓN
Usted me ha planteado tantos proble­mas, que tengo apetito. Y me hace mal tener mu­cho apetito.

VÍCTOR  
¡Ah! ¡Qué fastidio!

SALOMÓN
(Parte la cascara del huevo con el nudi­llo de un dedo) ¿Quiere que me muera de ham­bre? No, si voy a terminar muy pronto aquí.

VÍCTOR  
¡Sí que me he buscado un buen cliente...!

SALOMÓN
Supongo que por acá no tendrá un po­co de sal.

VÍCTOR  
No voy a salir corriendo a buscársela.

SALOMÓN  
Por favor, no sea pesimista. Va a saltar de alegría en cuanto le diga el precio. Ya verá. (Traga el huevo. Ahora se pone de cara a los mue­bles, y a medias para consigo mismo, con el bloc y el lápiz en las manos.) Voy a hacer las cosas como una computadora. (Rápidamente empieza a calcular precios en su bloc.)

VÍCTOR
Está bien, no se apure demasiado. Con tal de que lo haga en serio...


SALOMÓN
Gracias. (Toca el chinero enorme) ¡Ay! ¡Ay! Bueno, está bien. (Anota una cifra. Va al mueble siguiente, anota otra cifra, y sigue hacien­do lo mismo con otro mueble.)

VÍCTOR
(Al cabo de un momento) ¿De veras se ca­só a los setenta y cinco años?

SALOMÓN  
¿Qué tiene de terrible?

VÍCTOR  
Me parece fantástico. ¿Cuál es el objeto?

SALOMÓN
¿Y cuál es el objeto de casarse a los vein­ticinco? ¿No hay quienes se mueren a los veintiséis?

VÍCTOR  
(Ríe suavemente) Sí, claro que sí.

SALOMÓN
¿Sabe una cosa? Pasa lo mismo que con los muebles de segunda mano. Todo depende del punto de vista. Es un mundo mental. (Anota otra cifra, correspondiente a otro mueble) Me casé a los setenta y cinco, a los cincuenta y uno y a los veintidós.

VÍCTOR  
¡Está bromeando!

SALOMÓN
(Sin dejar de trabajar) ¡Ojalá así fuese! (Trabaja, anotando lo que calcula por cada mue­ble; abre cajones, toca todo.)

VÍCTOR  
¡Usted sí que es un caso!

SALOMÓN
(Sonriendo ante estas palabras que le dan aliento, se vuelve hacia Víctor) ¡Sabe que esto es muy curioso! Hace tanto tiempo que no tomo un lote enorme como éste, que uno se olvida de la clase de ánimo que infunde. Sacar el lápiz de nue­vo... es como aplicarse una inyección. Porque... si quiere que le diga la verdad, mi teléfono po­dría usarlo como cuchara para la mezcla. Nada se interrumpiría. Pero cuando usted me llamó, bueno, no quise hacerle perder el tiempo. Pero... quiero darle las gracias; muchísimas gracias. (Se­ñala a Víctor) Voy a hacer todo lo que pueda por usted. Se lo digo en serio. ¿Puedo abrir eso?

VÍCTOR  
Por supuesto. Cualquier cosa.

SALOMÓN
(Va al aparador grande) Algunos de és­tos tenían espejo... (Lo abre y cae una alfombra de piel, que está enrollada. Tiene unos 0,90 x 1,50 m.) ¿Qué es esto?

VÍCTOR  
¡Vaya uno a saber! Parece una alfombra.

SALOMÓN  
(Sosteniéndola en alto)  No,  no... es una manta para las piernas. Como se usaban en el auto.

VÍCTOR  
Sí, tiene razón. Cuando salían en auto. ¡Dios mío! Hace que no veo eso.

SALOMÓN  
¿Tenían chofer?

VÍCTOR  
Sí, teníamos.

(Se cruzan las miradas. Salomón mira a Víctor co­mo si éste estuviese entrando en foco. Víctor apar­ta la vista. Ahora Salomón vuelve al aparador grande.)

SALOMÓN
¡Mire esto! (Toma un sombrero de mue­lles del estante interior) ¡Dios mío! (Se lo pone, se mira en el espejo interior) ¡Qué mundo! (Se vuel­ve hacia Víctor) Debió ser un hombre muy ele­gante.

VÍCTOR  
(Sonriendo) Le queda precioso.

SALOMÓN  
¿Y después de tener todo esto se arruinó?

VÍCTOR
¿Por qué no? ¡Claro! Cinco semanas le bastaron. Menos.

SALOMÓN
¡No diga! ¿Y no pudo volver a acumu­lar fortuna?

VÍCTOR  
Bueno, algunos hombres no rebotan, ¿sabe?

SALOMÓN
(Un gruñido) ¡Hum! ¿Y qué es lo que hizo?

VÍCTOR
Nada. Se quedó ahí sentado. Escuchando la radio.

SALOMÓN  
¿Pero qué hizo? ¿Qué...?

VÍCTOR
Bueno, de cuando en cuando atendía la ventanilla de cambio en el Bar Automático. Hacia el final de su vida repartía telegramas.

SALOMÓN
(Apesadumbrado y asombrado) ¡Quién diría! ¿Y cuánto tuvo?

VÍCTOR  
Oh... Un par de millones, según creo.

SALOMÓN
¡Dios Santo! ¿Qué le pasaba a ese hom­bre?

VÍCTOR  
Bueno, mi madre murió más o menos al mismo tiempo... Es de suponer que eso lo per­judicó también. Pero... Hay hombres que no su­ben después de caer. Nada más.

SALOMÓN  
Oiga, hablando de subir... Yo me arrui­né en el 1932; en el 1923 me quedé sin nada tam­bién; sufrí en el pánico de 1904, en 1898... ¡Pe­ro quedarme aplastado así...!

VÍCTOR  
Bueno, es distinto. El creía.

SALOMÓN  
¿Creía en qué?

VÍCTOR  
En el orden social, en todo. A mi juicio, pensaba que la culpa era suya... Usted...  us­ted...   usted entra aquí hablando de cualquier cosa, y todo es broma para usted... Tiene ciento cincuenta años, dice unos chistes, la gente se ena­mora de usted y sale de sus casas con los muebles.

SALOMÓN  
No me gusta que diga eso.

VÍCTOR  
Bueno, ¿qué dice? No hace falta que mire más, ya conoce lo que tengo aquí. (Es evidente que Salomón ha agotado sus recursos dilatorios. Mira en torno despacio y parecería que los muebles se elevasen por encima de él como una ame­naza o una promesa. Levanta la vista y la pasea por los bordes del cielo raso, tomándose una mano con la otra.) ¿Qué miedo tiene? Con eso no le faltará entrete­nimiento.

(Salomón lo mira, queriendo más tranquilidad aún.)

SALOMÓN  
¿No cree que sea una tontería?

VÍCTOR
¿Quién puede decir lo que es tontería? A usted le gusta...

SALOMÓN  
Sí, me encanta...

VÍCTOR
Bueno, lléveselo entonces. Piensa demasia­do y terminará sin nada.

SALOMÓN
(En actitud de intimidad) Me gustaría decirle una cosa. Estos últimos meses, no sé qué me pasa... Se me aparece ella. Yo tenía una hi­ja, ¿sabe? Debería estar descansando en paz. Se quitó la vida. Se suicidó.

VÍCTOR  
¿Cuándo fue eso?

SALOMÓN
Fue en... 1915. A fines. Pero muy hermosa, una cara divina, ojos grandes... Pura como la mañana. Y últimamente, no sé qué es... pero la veo con la misma claridad con que lo veo a usted. Y casi todas las noches, cuando me acues­to, allí está sentada. No puedo evitarlo... y yo me pregunto: ¿Qué pasó? ¿Qué pasó? A lo mejor, algo que le dije... A lo mejor, algo que hice... Nada más. (Mira los muebles) No se trata de que yo tenga que morirme. De eso nadie tiene miedo. Pero si quiere que le diga la verdad... hace un minuto mencioné que tuve tres esposas... (Pau­sa breve. Su miedo aumenta) Ahora, en este preci­so instante, recuerdo que tuve cuatro. ¿No es te­rrible? La primera vez yo tenía diecinueve años, en Lituania. ¿Comprende? Es lo que quiero de­cir... No hay manera de saber qué cosa es im­portante. Aquí estoy, sentado con usted y... y... (Mira furtivamente los muebles) ¿Para qué? Tam­poco se trata de que no los quiera; los quiero, sí. Pero... ¿se da cuenta? Toda mi vida he sido un luchador tenaz... A mí nadie me podía quitar nada. Empujé, tiré, batallé en seis países distintos, estuve a punto de morir un par de veces, y es... es como si ahora, que estoy sentado aquí, hablan­do con usted, yo le dijese que es un sueño, que es un sueño. ¿Ve? Usted no puede imaginárselo por­que...

VÍCTOR
Entiendo de qué está hablando. Pero no es un sueño... es que usted tiene que tomar determinaciones y nunca logra saber de qué se trata hasta que ya es tarde. También yo fui muy buen estudiante de ciencias y me encantaba, pero tuve que dejarlo para poder alimentar a mi padre. Pen­sé entrar en la Policía transitoriamente, sólo para salvar los días de la gran crisis y luego volver a la universidad. Pero vino la guerra, y entonces tuvi­mos el hijo y uno se da vuelta y ve que ya tiene quince años ganados para la jubilación y cuesta trabajo abandonarlo. Lo cual yo no lamento. Cria­mos un hijo maravilloso en un sentido: nadie ja­más le podrá tomar el pelo. Pero es como lo que usted decía... No hay manera de saber qué es lo importante. Siempre estuvimos de acuerdo... nos manteníamos alejados de la lucha desenfrenada en pos del dinero y vivíamos nuestra propia vida. Eso era importante. Pero al final ella quiere y quiere. Y no es que la acuse de nada; es que sólo el dinero se respeta.

SALOMÓN  
¿Usted es enemigo del dinero?

VÍCTOR
No, en absoluto; pero no he querido sacri­ficar mi vida en su altar. La tracé de otra manera, y puedo asegurarle que ahora ya no sé para qué ha servido. Miro atrás y lo único que veo es una lar­ga recorrida por la calle... Me imagino que es la misma vieja historia; puede hacer lo que quie­ra, pero a condición de que gane la batalla. Como el caso de mi hermano. Hace años, yo vivía aquí con mi padre y él aportaba cinco dólares por mes. Por mes... ¡Y eso que era un médico que traba­jaba mucho! Tuve que abandonar mis estudios pa­ra que el viejo no se muriese de hambre. Lo que quiero destacar, a todo esto, es que las pocas veces que mi hermano venía, la expresión en el rostro de mi padre era la misma que si entrase Dios. El respeto, ¿entiende? ¿Y por qué no? ¿Por qué no?

SALOMÓN  
¡Claro que sí! Tenía poder.

VÍCTOR
Usted lo ha dicho. El que tiene eso, lo tiene todo. ¡Hasta es adorable! (Ríe) Bueno, ¿qué me dice? Déme el precio.

SALOMÓN  
(Pausa breve) Le daré mil cien dólares.

VÍCTOR  
(Pausa breve) Por todo...

SALOMÓN
(Sin aliento) Por todo... (Pausa breve. Víctor mira las cosas en torno suyo) Me hace fal­ta y por eso le doy un buen precio. Créame, nunca conseguirá más. Lo quiero. Lo he decidido. (Víctor sigue contemplando las cosas. Salomón sa­ca un sobre común y de él extrae un fajo de bille­tes.) Tome... le pago ya. (Prepara un billete pa­ra empezar la cuenta.)

VÍCTOR  
Es que tengo que repartirlo, ¿sabe?

SALOMÓN
Está bien. Siendo así, haré un recibo pa­ra usted y pondré seiscientos dólares.

VÍCTOR
No, no... (Se levanta y camina al azar, mirando los muebles.)


SALOMÓN
¿Por qué no? El le sacó a usted, usted le saca a él. Si quiere, pongo cuatrocientos.

VÍCTOR
No, no deseo hacer eso. (Pausa breve) Lo llamaré mañana.

SALOMÓN
(Sonríe) Está bien. Con la ayuda de Dios, si estoy vivo mañana, atenderé el teléfono. Si no estuviera... (Pausa breve) Bueno, no es­taría.

VÍCTOR
(Fastidiado, pero queriendo creer) No em­piece otra vez con eso, ¿quiere?

SALOMÓN
Oiga, me ha convencido, de modo que lo quiero. ¿Qué debo hacer?

VÍCTOR  
¡Yo le he convencido!

SALOMÓN
(Muy afligido) Sí, absolutamente. Us­ted me ha convencido. Ya lo vio. Apenas miré es­tas cosas, estuve por volverme...

VÍCTOR
(Interrumpiéndolo, enojado por su propia indecisión) ¡Ah! ¡Que se vaya todo al diablo! (Ex­tiende una mano) Démelo.

SALOMÓN
(Queriendo tener la buena voluntad de Víctor) Por favor, no se acobarde.

VÍCTOR  
Todo esto apesta. (Alarga la mano) ¡Vamos!

SALOMÓN
(Levantando un billete por encima de la mano de Víctor; protestando:) ¿Qué es lo que apesta? Usted debería estar contento... Ahora puede comprarle un lindo tapado, llevarla a Miami, tal vez...

víctor
(Asintiendo irónicamente) Muy bien, muy bien. Ahora todos estaremos contentos. Démelo.

(Salomón menea de lado a lado la cabeza y en la mano cuenta billetes; Víctor vuelve la cabeza y mira los muebles apilados contra las paredes.)

SALOMÓN
Aquí tiene cien; doscientos; trescientos; cuatrocientos... Acépteme un consejo, cómprele un lindo tapado de piel y todas sus penas desa­parecerán.

VÍCTOR  
Eso lo sé perfectamente. Siga.

SALOMÓN
Así que tiene cuatro y ahora le doy... cinco, seis, siete... Quiero decir que en la Biblia ya se menciona... La carrera de las ratas... Llegar, salir adelante, a cualquier precio. En cuan­to Eva puso la mano en la manzana, la carrera ya empezó.

VÍCTOR  
Nunca he leído la Biblia. Siga.

SALOMÓN
Sí, si la lee, verá... hay una carrera de ratas y no puede estar ausente. De modo que tiene siete y ahora con esto son...

(Aparece un hombre en el vano de la puerta. Tiene unos cincuenta y cinco años y está bien afeitado; no lleva sombrero, usa sobretodo de pelo de came­llo y da la sensación de ser hombre de mucha salud. Hay en su rostro una expresión de inteli­gencia. Víctor, al mirar más allá de Salomón, se sobre­salta ligeramente por la sorpresa y retira la mano del billete siguiente, que Salomón estaba por de­positar en ella.)

VÍCTOR
(De pronto se siente sonrojado, y su voz, de un modo extraño, se torna aguda e infantil.) ¡Walter!

WALTER
(Entra en la habitación, acercándose a Víctor con la mano extendida, y con una reserva de entusiasmo y cariño, pero con sonrisa dura.) ¿Cómo estás, muchacho?

(Salomón se ha apartado de la línea de visión de ellos.)

VÍCTOR
(Cambia de mano el dinero, llevándolo a la izquierda, al saludarlo con un apretón de la derecha.) ¡Dios mío! Ya no te esperaba.

WALTER
(Refiriéndose al dinero, con algo de hu­mor.) Siento haberme retrasado. ¿Qué estás haciendo?

VÍCTOR
(Luchando contra su tendencia a traicio­narse a sí mismo, para lo cual adopta con esfuerzo un aire de buen humor.) Lo... acabo de vender.

WALTER  
¡Muy bien! ¿En cuánto?

VÍCTOR
(Como si ahora estuviese absolutamente seguro de que lo han estafado.) En... mil cien.

WALTER
(Con voz muerta, privada de comentario.) ¡Ah! Muy bien. (Se vuelve con algo de deliberación, pero sin exagerar el movimiento, en dirección a Salomón.) ¿Por todo?

SALOMÓN
(Con una voz revitalizada que se atreve a cualquier cosa, se acerca a Walter, alargada la diestra.) Para mí es un gran placer conocerlo, doc­tor. Me llamo Gregorio Salomón.

WALTER
(Su rostro lo denota más bien divertido, pero su reserva encierra posibilidades de acusa­ción.) Encantado, señor.

(Da la mano a Salomón. Al mismo tiempo, Víctor levanta una mano para alisarse el cabello y a su rostro asoma una expresión de algo que es casi alarma por sí mismo.)

FIN ACTO I

ACTO SEGUNDO

La acción es continua. Al levantarse el telón, Walter acaba de soltar la mano de Salomón y se vuelve para mirar a Víctor. Su postura es reservada, dura a causa del dominio tradicional de lo que es casi una curiosidad feroz. Su sonrisa es disciplinada y un tanto adusta, pero en los ojos hay afecto y comba­tividad.

WALTER  
¿Cómo está Esther?

VÍCTOR
Muy bien. Debe llegar de un momento a otro.

WALTER  
¿Aquí? ¡Ah, bueno! ¿Y qué hace Ricardo?

VÍCTOR
Está en el Instituto Tecnológico de Massachusetts.

WALTER  
¡Ah, qué bueno! ¿Massachusetts?

VÍCTOR
(Asiente con un movimiento de cabeza.) Sí. Le dieron una beca total.

WALTER
(Despejando su sorpresa.) ¡Es extraordi­nario! (Con una sonrisa más amplia y cariñosa turbación.) Estarán orgullosos.

VÍCTOR
Como para no estarlo. Lo pusieron en el Cuadro de Honor.

WALTER
¡Qué maravilla! ¿No te parece mal que haya venido, verdad?

VÍCTOR  
No. Te llamé un par de veces.

WALTER
Sí, me lo dijo la enfermera. ¿Qué es lo que más agrada a Ricardo?

VÍCTOR
Ciencias. Por lo menos hasta ahora. (Con sensación de seguridad.)



WALTER
(Caminando; quiebra la confrontación.) De los míos, supongo que Juana es la que más ha sobresalido. Pero no creo que tú la hayas visto.

VÍCTOR  
No. No la vi nunca.

WALTER
En el Times le dedicaron un artículo bas­tante largo el otoño pasado. Es una diseñadora muy buena.

VÍCTOR
¡Estupendo! ¿Y los chicos? ¿Están en la Universidad?

WALTER
Sí, van a menudo... (Ríe repentina­mente, negando su propia turbación.) ¡Con tantos misterios sin resolver como hay en el mundo, ellos investigan el origen de la guitarra!, pero... ¡qué diablos! Yo he dejado de preocuparme por ellos. (Camina más allá de Salomón, mirando fugazmen­te los muebles.) No recordaba que había tantas cosas aquí... ¡Esa es tu radio!

VÍCTOR  
(Sonriendo junto con él.) Sí. Ya la he visto.

WALTER
(Levanta la vista hacia el cielo raso, el sitio que Víctor señaló antes. Ambos ríen.) ¡Hum! (Luego mira fugazmente a Víctor con franca emo­ción.) ¡Ha pasado tanto tiempo!

VÍCTOR  
Sí. (Se aleja.) ¿Cómo está Dorotea?

WALTER
(Misteriosamente.) Bien, creo. (Camina, mirando cosas; pero luego, en forma repentina, se vuelve.) Tengo unas ganas locas de ver a Esther de nuevo. ¿Sigue escribiendo versos?

VÍCTOR  
Hace años que lo dejó.

SALOMÓN
Tiene una esposa muy simpática. Nos hemos conocido.

WALTER
(Sorprendido, como si fuese una especie de intromisión.) ¡Oh! (Se vuelve de nuevo hacia, los muebles, y divertido y cariñoso.) ¡Bueno! Hay cachivaches, ¿no es cierto?

VÍCTOR
(Ahogando una protesta mayor.) Yo no diría eso. Algunas cosas no son malas.

SALOMÓN
Una o dos muy lindas hay acá, doctor, hemos hecho un buen trato.

VÍCTOR
(El rechazo es implícito.) Nunca creí que vinieses. Me parece que lo mejor será empezar de nuevo.

WALTER
¡Ah, no! Yo no quiero estropear tu nego­cio.

SALOMÓN
Perdóneme, doctor. Sería mejor que us­ted tomase ahora lo que desee y así no discutimos luego. ¿Qué quiere usted?

WALTER
(Sorprendido, se vuelve hacia Víctor.) ¡Ah! Yo no quiero nada. Vine a saludar y nada más.

VÍCTOR
Comprendo. (Defendiéndose ante el visible gesto de Walter, con un movimiento excesivamen­te rápido hacia los remos.) Encontré tu remo. Si lo quieres.

WALTER  
¿Remo? (Al tiempo en que Víctor saca uno de detrás de un mueble.) ¡Ah! (Recibe el remo, mira hacia arriba, verificando lo largo que es y ríe, sopesándolo.) ¡Yo debí estar loco!

SALOMÓN
Discúlpeme, doctor; si usted quiere el remo...

WALTER
(Pone el remo parado sobre un extremo delante de Salomón, quien lo toma sorprendido.) No se ponga nervioso. Yo no lo quiero.

SALOMÓN
No. Yo iba a decir... Tratándose de una cosa personal como ésa, no me opongo.

WALTER
(Fastidiado, a pesar suyo; riendo a me­dias.) Usted es muy generoso.

VÍCTOR
(Disculpando a Salomón.) Hice entrar todo. No creí que vendrías.

walter
(Con forzada y excesiva simpatía, miran­do en torno.) Está bien. ¿Tú con qué te quedas?


VÍCTOR
Con nada, en realidad. Es posible que Esther quiera una lámpara o algo así.

SALOMÓN
¿Ha visto? No, él no está interesado; es una persona moderna. ¿Qué piensa hacer usted?

WALTER
(Cruza hacia el arpa.) ¿Te quedas con el arpa?

VÍCTOR
(Con una cierta expresión de culpabilidad.) Bueno, nadie la toca... Tómala tú, si quieres.

SALOMÓN
Si me perdona, doctor... el arpa, ¿sabe? ya es otra cosa...

WALTER
(Ríe, picarescamente divertido, y contra­riado.) No tiene inconveniente en que yo formule una sugestión, ¿verdad?

SALOMÓN  
¡Por favor,  doctor!  No se ofenda. Yo sólo...

WALTER
(Con una mirada firme, de hierro.) ¿Por qué no da un poco de sosiego a los nervios? Estamos hablando nada más. Hace mucho tiempo que no nos vemos.

SALOMÓN
Muy bien, muy bien. Perdóneme. (Se sienta y se tira de la barbilla a causa de los ner­vios.)

WALTER
(Toca el arpa con una mano.) Es una pena. Fue el regalo de bodas del abuelo, ¿sabías?

VÍCTOR
(Mirando el arpa, sorprendido.) Sí, tienes razón.

WALTER  
(A Salomón.) ¿Cuánto le da por esta arpa?

SALOMÓN  
No calculé artículo por artículo. Un solo precio por todo. A lo mejor trescientos dólares... La caja de resonancia está rajada, ¿sabe?

VÍCTOR  
(A Walter.) ¿La quieres?

SALOMÓN
¡Por favor, Víctor! Confío que no me la quite. (A Walter.) Mire, doctor, yo no quiero engañarlo a usted... Esa arpa es el alma y el corazón de este negocio. Me hago cargo de que perteneció a su mamá, pero... como traté de decir... (A Víctor) a usted antes... (A Walter) con muebles de segunda mano no se debe mezclar el sentimien­to.

WALTER
(Mira el arpa. A Víctor.) Creo que no importa... En realidad, estaba pensando si habrá quedado algún vestido de fiesta de mamá.

VÍCTOR  
La verdad es que no lo he revisado todo...

SALOMÓN
(Levantando un dedo, ansiosamente.) Es­pere, espere. Creo que puedo ayudarlo. (Va a un aparador grande, en cuyo interior miró antes, y lo abre.)

WALTER
(Yendo hacia el mueble.) Tenía algunas cosas en verdad espectaculares...

SALOMÓN
(Saca la parte inferior de un vestido de complicado recamado en oro.) ¿Se refiere a esto?

WALTER
Eso, precisamente, sí. (Toma el vestido de manos de Salomón.) ¿Verdad que es hermoso? Ahora que pienso, yo creo que este vestido lo usó en mi casamiento. (Lo sostiene en alto.) ¡Pero sí! ¿Recuerdas?

VÍCTOR
(Sorprendido por la misma emoción.) ¿Y qué quieres hacer con eso?

WALTER
(Sacando otro vestido de la percha.) Mira éste. ¿No es notable? Pensé que Juanita podría ha­cer algo nuevo con este género. Me gustaría que llevase una tela que haya sido de mamá.

VÍCTOR
(Una idea nueva, sorprendido.) ¡Oh, sí! Muy bien, es una excelente idea.

SALOMÓN
(Pone un segundo vestido en el canapé.) Lleve, lleve... Son hermosos.

WALTER
(Repentinamente mira en torno, al tiem­po en que coloca los vestidos de lado a lado de un sillón.) ¿Qué se hizo del piano?

VÍCTOR
Lo vendimos cuando yo todavía estudiaba. Nos dio para vivir mucho tiempo.


WALTER  
(Muy interesado.) No lo sabía.

VÍCTOR  
¡Claro! Y la platería.

WALTER
¡Naturalmente! Soy tan estúpido que no me acordaba.

VÍCTOR  
¿Por qué habías de acordarte?

WALTER
Supongo que lo sabes, pero... Ahora te pareces mucho a papá.

VÍCTOR  
¿Sí?

WALTER
Es muy curioso. Y tu voz es igual a la de él.

VÍCTOR  
Ya sé. A veces, a mí mismo me suena igual.

SALOMÓN
Bueno, caballeros... (Mueve el dinero en la mano.)

VÍCTOR
(Refiriéndose a Salomón.) Tal vez sea me­jor que arreglemos esto ahora.

WALTER
Sí. Continúa... (Walter se aparta, mi­rando los muebles, y Salomón hace que Víctor mire el dinero que tiene en la mano.)

SALOMÓN  
Ahí tiene usted setecientos...

WALTER
(Despreocupado de Salomón, incapaz, por así decir, de transigir con la situación creada.) ¡Es maravilloso verte así de aspecto!

VÍCTOR
(La nueva interrupción parece extraña; ob­servando más que hablando.) Tú también. Estás perfectamente.

WALTER
Hago mucho patinaje sobre hielo y prac­tico equitación casi todas las mañanas... ¿Sabes una cosa? Este año estuve por llamarte una docena de veces... (Se interrumpe. Ahora se refiere a Salomón.) Termina, y hablaremos luego.

SALOMÓN
De modo que yo ahora voy a dar a us­ted... (Balancea un billete por encima de la ma­no de Víctor.)

VÍCTOR  
¿Estás de acuerdo con el precio?

WALTER
No, yo no quiero entrometerme... Ocu­rre, sencillamente, que traté con esta clase de gen­te cuando nos repartimos las cosas Dorotea y yo el año pasado, y me resultó que...

VÍCTOR
(A través de una impresión anterior.) ¿Es­tán divorciados?

WALTER
(Con un arrebato nervioso de risa.) Sí.

(Entra en ese momento Esther, trayendo un traje en una funda de plástico.)

ESTHER
(Tomada desprevenida.) ¡Walter! ¡Qué gran sorpresa!

WALTER
(Poniéndose en pie de un salto, ansiosa­mente, va hacia ella y le da la mano. Su voz es nerviosa, pero calma.) ¿Qué tal, Esther?

ESTHER
(Entre su propia desaprobación y su cau­tivante sorpresa.) ¿Qué haces aquí?

WALTER  
¡Casi no has cambiado!

ESTHER
(Con una risa densa, en conflicto consigo misma.) Vamos, vamos, no bromees. (Cuelga el traje en la manilla de una cómoda.)

WALTER
(A Víctor.) ¡Pero qué cosa sorprendente! Esther parece que tuviese veinticinco años.

VÍCTOR  
(Esperando la reacción de Esther.) Ya lo sé.

ESTHER
(Halagada y ofendida al mismo tiempo.) ¡Basta, Walter! (Se sienta.)

WALTER  
En serio. Estás maravillosa.

SALOMÓN
Es el traje, ¿sabe? ¿Qué le dije yo? Que el traje era hermoso, ¿no es cierto? (Víctor ríe un poco mientras ella mira a Salomón; el elogio le ha creado conflicto.)

ESTHER
(Fingiéndose ofendida, a Víctor.) ¿De qué te ríes? Es verdad.

VÍCTOR  
Te vi tan sorprendida, que bueno...

ESTHER
No estoy acostumbrada a tantos piropos. (Prorrumpe en carcajadas.)

WALTER
(Acordándose de pronto; ansiosamente.) ¡Pero...! Siento no haber sabido que te iba a ver... cuando salí de casa esta mañana... Te hubiera traído unas hermosas pulseras indias. Ten­go una caja llena. Las recibí de Bombay.

ESTHER
(Todavía no entiende bien a Walter, a quien está estudiando.) ¿Y cómo has hecho para...?

WALTER
Operé a un gran magnate de la industria textil y él no hace más que mandarme cosas. Mira, justamente este abrigo...

ESTHER  
Me estaba fijando. La tela es espléndida.

WALTER
¿Verdad que sí? Pesa arrobas. (Ríe con cierta vergonzosa sensación de triunfo.)

ESTHER
(De momento se prolonga su impresión.) ¿Cómo está Dorotea? Oí decir que se habían...

WALTER
(Muy serio.) Sí, divorciado. Este último invierno.

ESTHER  
Me aflige escucharlo.

WALTER
Venía incubándose desde tiempo atrás. Para los dos ha sido mucho mejor. Ahora somos casi amigos.

ESTHER  
¡Vamos, cínico! No digas eso.

WALTER  
(Con cándido entusiasmo.) ¡Es la verdad!

ESTHER
Oye, yo estoy a favor de ella. Así que no me vengas con esos cuentos. (A Víctor, advirtiendo el dinero que tiene en la mano.) ¿Ya lo has arre­glado todo?

VÍCTOR  
Más o menos... según creo...

WALTER
Justamente, estaba diciendo a Víctor... (A Víctor.) que cuando deshicimos la casa... (A Salomón.) ¿Ha oído hablar de Spitzer y Fox?

SALOMÓN
Hace treinta años que conozco a Spitzer y Fox. Bert Fox trabajó en mi casa hace quizás diez, doce años.

WALTER  
Ellos me tasaron las cosas.

SALOMÓN
Son buenos muchachos. Spitzer no tan bueno como Fox, pero entre los dos usted está en buenas manos.

WALTER  
Sí. Por eso yo...

SALOMÓN
Spitzer es vicepresidente de la Asociación de Tasadores.

WALTER  
Ya entiendo. Lo que quiero decir es que...

SALOMÓN  
Yo era presidente.

WALTER  
¿De veras?

SALOMÓN  
¡Ah, sí! Yo impuse la ética.


WALTER  
(Tratando de mantener la cara seria, lo mismo que Víctor.) ¿Usted...?

(Repentinamente, Víctor echa a reír, lo cual pro­voca risas de Walter y Esther y un calor de inti­midad brota entre ellos.)

SALOMÓN
(Sonriendo, pero insistente.) ¿Qué tiene de gracioso? Oiga, antes que yo pusiera orden, era una selva... No se hubiese reído tanto. (Walter se aleja, impaciente por seguir con el asunto.) Yo hice las tarifas, lo que cobramos, ¿sabe? Lo convertí en una profesión, como la de médicos o abogados... Era un nido de culebras y nada más. Hoy, usted no tiene motivo de preocupación... Todos los so­cios son cien por ciento éticos.

WALTER  
Señor Salomón, eso fue una buena acción; pero creo que usted podría ofrecer un poco más por estos muebles.

ESTHER  
(A Víctor, que tiene el dinero en la mano.) ¿Cuánto te ha ofrecido?

VÍCTOR  
(Turbado, pero capeando el temporal muy bien.) Mil cien dólares.

ESTHER  
(Afligida; con una protesta que trasciende.) ¡Oh, creo que es...! ¿No parece un poco bajo? (Mira a Walter, buscando confirmación.)

WALTER  
(Con tono familiar.) Vamos, Salomón... Ese hombre arriesga su vida por usted todos los días; sea generoso.

SALOMÓN  
(A Esther.) ¡Eso sí que es un hermano verdadero! ¡Maravilloso! (A Walter.) Pero usted puede llamar al que quiera... Spitzer y Fox, Joe Brody, Paul Cavallo, Morris White; los conozco a todos y sé lo que dirán.

VÍCTOR
(Esforzándose por no perder el aplomo; a Esther.) Mira. Lo que estaba diciendo acerca de eso es...

SALOMÓN
(A Esther, levantando un dedo índice.) Escúchelo, porque él...

VÍCTOR
(A Salomón.) Espere un momento, ¿quie­re? (A Esther y Walter.) Yo no aseguro que sea cierto, pero dice que muchas de las cosas son demasiado grandes y no entran en un departamento moderno.

ESTHER  
(Riendo a medias.) ¿Y tú lo crees?

WALTER
Yo no sé, Esther. Pero Spitzer y Fox di­jeron lo mismo.

ESTHER
Walter, esta ciudad está llena de departa­mentos viejos y grandes.

SALOMÓN
Tesoro, ¿por qué no deja que los chicos decidan?

ESTHER
(Ahogando un impulso.) ¡Cómo me gusta­ría que no me diese órdenes, señor Salomón! (A Walter, protestando.) Sólo esos escritorios valen un par de cientos de dólares.

WALTER
(Delicadamente.) Tal vez yo no deba en­trometerme...

ESTHER
¿Por qué? (Se refiere a Salomón.) No te dejes intimidar por este hombre...

salomón
Mi estimada muchacha, usted habla sin fundamento...

ESTHER
(Tajante) No me gusta esa clase de nego­cio, señor Salomón. Sencillamente, no me gusta. (Está al borde del llanto. Pausa. Se vuelve hacia Walter.) Walter, este dinero es importantísimo pa­ra nosotros.

WALTER
(Se siente castigado.) Sí. Lo... lo siento, Esther. (Mira en torno.) Bueno, si fuese mío...

ESTHER  
¿Por qué? Es tan tuyo como de Víctor.

WALTER
No, querida... Del producto de esta ven­ta yo no tomaría nada. (Pausa.)

VÍCTOR  
No, Walter. Te toca la mitad.

WALTER
Ah, criatura. No se me ocurriría siquiera. Vine a saludar sencillamente.


ESTHER
(Pausa. Está muy conmovida.) Es extra­ordinario, Walter... Es... en realidad, yo...

VÍCTOR  
Bueno, ya hablaremos.

WALTER  
No, no, Víctor. Te lo has ganado. Es tuyo.

VÍCTOR  
(Rechazando lo que va implícito.) ¿Por qué lo he ganado? Tú te llevas tu parte.

WALTER
¿Por qué no lo conversamos luego? (A Salomón.) A mi juicio...

SALOMÓN
(A Víctor.) Así que ahora ya no tiene que repartir. (A Víctor y Walter.) Es una suerte que estén por demoler el edificio. Eso los ha reunido por fin.

WALTER
(Con delicadeza, a Víctor.) ...Yo hubie­se pedido tres mil dólares por lo menos.

ESTHER
¡Exactamente! Lo que yo pensaba. (A Salo­món) Estaba por decir tres mil quinientos.

WALTER  
Bueno, eso más o menos.

(Silencio. Salomón permanece sentado y abstenién­dose de todo comentario, sin mirar a Víctor y par­padeando iracundo. Víctor cavila un instante; luego se vuelve hacia Salomón y su voz denota un gran desaliento.)

VÍCTOR  
Bien... ¿Qué dice usted?

SALOMÓN
(Abriendo los brazos, impotente y ofen­dido.) ¿Qué puedo yo decir? ¡Es ridículo! ¿Por qué le habla ese hombre de tres mil dólares? ¿No pudo decir cinco mil... diez mil?

WALTER
(Sin espíritu de crítica. A Víctor.) Debiste pedir otras dos tasaciones, ¿sabes? Siempre es eso lo que...

VÍCTOR
La semana entera estuve llamándote justo para eso, Walter, y nunca acudiste al teléfono.


WALTER  
(Sonrojándose.) ¿Y sólo por eso no...?

VÍCTOR
Pensé que no tenía derecho a hacer esto yo solo. La enfermera te transmitió mis mensajes, ¿no es verdad?

WALTER
He estado terriblemente ocupado... Y como no pensaba aceptar nada, me pareció que...

VÍCTOR  
¿Esperabas que yo lo adivinase?

WALTER
(Con franca sensación de autorreproche.) Sí. Bien... Perdóname. (Decide parar ahí.)

SALOMÓN
Discúlpeme, doctor; pero no consigo en­tenderlo. Primero es un montón de cachivaches…

ESTHER
Nadie dijo que fuese un montón de cachi­vaches.

SALOMÓN
Sí, Esther; lo dijo él, cuando entró aquí. (Esther se vuelve hacia Walter, intrigada y enojada.)

WALTER
(Reaccionando ante la expresión de Es­ther; a Salomón.) No, por favor... (Señala a Víc­tor.) Acá tiene un hombre que se basa en hechos. Basémonos en hechos nosotros también.

ESTHER
Bueno, Walter, a mí me parece horrible que hayas dicho eso.

WALTER  
No lo dije en ese sentido, Esther.

SALOMÓN
Doctor, por favor. Usted dijo cachiva­ches.

WALTER
(Vivazmente; y en el tono de su voz hay una excesiva sensación de indignación mayor.) Yo no lo dije en ese sentido, señor Salomón. (Se domi­na; en parte hacia Esther.) Cuando uno se ha cria­do entre ciertas cosas, tiende a detestarlas... (A Esther.) Eso es lo que quise decir.

SALOMÓN
Mi estimado señor, si fuese Luis XV, Biedermeyer o algo parecido, usted no lo detes­taría.

WALTER
(Señalando un mueble y debilitado por cuanto sabe de sobra que está exagerando.) Bueno, da la coincidencia que allá hay un mueble de estilo Biedermeyer.

SALOMÓN
¡"Estilo" Biedermeyer! (Toma su som­brero.) Yo tengo un sombrero estilo Borsalino, que no es Borsalino. (A Víctor.) Quiero decir que no hace falta que se ponga contra mí para impresionar a otros.

WALTER  
¿Eso qué quiere decir?

VÍCTOR
(Negándose a dejar solo a Salomón.) Bue­no, Walter... ¿en qué te basas para seguir insistiendo?

WALTER
(Enrojece, pero sonríe.) No sé... Es una corazonada simplemente.

ESTHER
(Algo es ridículo.) ¿Y en base a qué aceptas mil cien dólares, querido?

VÍCTOR
(Indignado, y su masculino afán por do­minar sale de pronto a relucir.) Sencillamente, me pareció que estaba más o menos bien.

ESTHER
(Como un estribillo.) ¡Oh, Dios mío! Esta­mos a fojas cero otra vez. Bueno, tíralo...

SALOMÓN
(Se refiere a Víctor.) Por favor, Esther, ese hombre no está tirando nada. ¡No es tonto! (A Walter también.) Perdóneme, pero no está bien que le hagan eso.

WALTER
(Se frena, pero sigue sonriendo.) ¿Ahora usted me va a enseñar lo que está bien?

ESTHER
(A Víctor, queriendo dar más fuerza a la protesta de Walter.) ¡No faltaba más...! ¡Claro que...!

VÍCTOR
(Siguiéndole el tren, por falta de una certi­dumbre propia, toca en el hombro a Salomón.) Se­ñor Salomón... ¿por qué no se sienta unos minu­tos en el dormitorio y nos deja hablar?

SALOMÓN
Sí, claro... Lo que usted diga. (Se pone en marcha.) Sólo que, por favor, yo le aseguro que el negocio que hacen es muy lindo. No tienen mo­tivo para avergonzarse... (A Esther.) Perdón. No lo digo por nadie en particular.

ESTHER  
(Ríe, pese a estar enojada.) ¡Es fantástico!

VÍCTOR
(Tratando de que se vaya.) ¿Por qué no entra?

SALOMÓN
Sí, ya voy. Sólo quiero que me entienda, Víctor, que si yo fuese otra clase de hombre... (Se vuelve hacia Esther.) le diría que él tiene el dinero en la mano, y el trato está hecho.

WALTER
No olvide, Salomón, que sin mí no puede hacer ningún trato. Yo soy dueño de la mitad.

SALOMÓN
(A Víctor.) ¿Ha visto? ¿Qué fue lo pri­mero que le pregunté al entrar aquí? "¿Quién era el dueño?"

WALTER
¿Por qué lo confunde todo? Yo no reclamo nada, digo simplemente...

SALOMÓN
¿Entonces por qué luego se entremete? El tiene la plata y yo conozco la ley.

WALTER
(Indignado, bajo la sensación de su fra­caso.) ¡Déjese ahora de hacer el tonto! Yo tengo los mejores abogados de Nueva York, así que entre y quédese tranquilo.

VÍCTOR
(Al tiempo en que se vuelve para acompa­ñar a Salomón.) No se excite, Salomón. Vaya, despreocúpese.

ESTHER
(Luchando por mantener un tono ligero y divertido.) ¿Por qué? Tiene toda la razón del mundo.

VÍCTOR
(Mirándola duramente, mientras va a foro con Salomón.) Tome, es mejor que usted tenga esa plata.

SALOMÓN
Es suya, suya. Téngala usted. (Vacila. Víctor lo toma del brazo. Walter se levanta y en­trambos lo ayudan a sentarse.)

WALTER  
¿Está bien?

SALOMÓN  
(Aturdido, se toma la cabeza.) Sí, sí; yo...

WALTER
Permítame mirarlo. (Toma las muñecas de Salomón y lo mira a la cara.)

SALOMÓN
Estoy un poco cansado; hoy no he dor­mido mi siesta.

WALTER
Entre, descanse un rato. (Empieza a ayu­dar a Salomón a levantarse.)

SALOMÓN
No se preocupe por mí. Yo... (Señala su portafolios, de lado a lado del cuarto.) Doctor, si no tiene inconveniente. Allí hay una barra de chocolate. (Walter vacila pensando si debe obede­cer esta orden.) En el portadocumentos. El choco­late me anima mucho. (De mala gana, Walter va al portadocumentos y alarga la mano.) Soy muy sano, pero una siesta, ¿sabe? Yo necesito mi sies­ta... (Walter vuelve con el portadocumentos, sa­cando una naranja.) No, la naranja, no. Más abajo está la barra. (Walter saca una barra de chocolate.) ¡Muy bien, muy bien!

WALTER
(Lo ayuda a ponerse de pie.) Bueno... Vamos... Despacito.

SALOMÓN
(Al entrar con Walter en el dormitorio.) Me siento bien, no se preocupe. Ustedes son muy buenos...

(Mutis de ambos hacia el dormitorio. Víctor mira de reojo el dinero que tiene en su mano, y luego lo pone en la mesa de comedor, colocando encima el florete.)

ESTHER
Parecería que quisieses disculparte de algo. ¿Por qué?

VÍCTOR  
¿De algo?

ESTHER
Ante ese viejo. ¿Ese precio fue su primera oferta?

VÍCTOR
¿Por qué crees a Walter? ¿No comprendes que lo hace para ver si resulta?

ESTHER
Yo estoy de acuerdo con él. ¿Hiciste la prueba de subirle el precio?

VÍCTOR
No sé regatear y no pienso aprender ahora. A veces adoptas un tono... como si yo fuese una especie de incompetente.

ESTHER
Me gustaría que no te sintieses tan seguro de todo, Víctor; ya no tenemos veinte años de edad. Ese dinero nos hace falta. (Víctor no habla.) ¿Me oyes?

VÍCTOR  
Yo he hecho un trato... y nada más.

ESTHER
(Se levanta, camina inquieta.) Bueno, co­mo quiera que sea, vas a quedarte con todo... ¡Cielos! Sí que ha cambiado tu hermano. Es sor­prendente.

VÍCTOR  
(Sin asentir.) Parece, sí.

ESTHER
(Queriendo que él esté de acuerdo con ella.) ¡Es tan humano! ¡Y se ríe!

VÍCTOR  
Sí. Lo he visto reír.

ESTHER
(Con una sonrisa bonachona y expresión de miedo.) ¿Oigo algo o es mi imaginación?

VÍCTOR  
Yo quiero pensarlo.

ESTHER  
(Con calma) ¡No vas a aceptar su parte!

VÍCTOR
Dije que quiero pensarlo. (Dando por sen­tado que va a rechazar la parte del hermano, Esther no sabe realmente qué hacer ni hacia dónde ir, por lo cual se acerca a su cartera, caminando a pasos largos. Víctor sigue de pie.) ¿Adonde vas?

ESTHER
(Volviéndose hacia él.) Deseo saber. ¿To­mas la parte de Walter o no?

VÍCTOR
Esther, yo lo he estado llamando toda la semana. Ni siquiera se molestó en venir al teléfono, y ahora entra aquí, sonríe, y sólo por eso tengo que echármele en los brazos...


ESTHER
No entiendo qué es lo que quieres demos­trar.

VÍCTOR
Han pasado ciertas cosas, ¿verdad? Con esta rapidez yo no puedo olvidar lo pasado. Hace apenas diez minutos que está aquí y tengo que sacudirme de la espalda veinticinco años... Ahora siéntate. Quiero que estés aquí. (Se sienta él. Esther sigue de pie, indecisa.) ¡Por favor!

ESTHER
(Desesperada.) ¡Víctor! ¡Todo se me escapa de las manos!

VÍCTOR
(A objeto de hacer que parezca menos el precio total.) Querida, la mitad de mil cien dólares son quinientos cincuenta.

ESTHER
No hablo del dinero. (Del dormitorio lle­gan voces.) Es evidente que quiere ser generoso. ¿Por qué no abres tu espíritu un poco? (Echa hacia atrás la cabeza.) Mi madre tenía razón. Nunca creo lo que veo. Pero voy a creerlo. Eso es lo que haré. Lo que veo.

(En el dormitorio, una silla rasca el suelo.)

VÍCTOR
Límpiate la mejilla. ¿Quieres? (Del dormi­torio entra Walter.) ¿Cómo está?

WALTER
Creo que se le pasará todo. (Afectuosa­mente.) ¡Qué pirata! (Se sienta.) Tiene ochenta y nueve años.

ESTHER  
¡No lo creo!

VÍCTOR  
Sí, los tiene. Me enseñó la...

WALTER  
(Ríe.) ¿A ti también te la enseñó?

VÍCTOR
(Sonriendo.) Sí, la baja de la Marina Britá­nica.

ESTHER  
¿Estuvo en la Marina Británica?

VÍCTOR
(Sacando partido del apoyo de Walter.) Tiene el papel. No todo es falso en él.

WALTER
Yo no me fiaría tanto. Sin embargo, un hombre de su edad, que todavía conserva ese empuje... (Como admitiendo que Víctor no ha sido tonto.) Tiene algo de maravilloso.

VÍCTOR  
(Comprensivo.) Creo que sí.

ESTHER
Walter, ¿qué piensas que deberíamos ha­cer?

WALTER
(Pausa breve. Está tratando de modificar lo que considera que es su fuerza avasalladora, a fin de que no parezca que quiere dominar la situa­ción. Sonríe levemente en dirección a Víctor.) Hay una manera de sacar un buen provecho de esto. Supongo que la conoces, naturalmente.

VÍCTOR
Oye, yo no estoy casado con ese tipo. Si quieres llamar a otro comprador, podemos comparar ofertas.

WALTER
No necesitas hacer eso; él es un tasador público. Pero, en vez de venderlo, podríamos regalarlo a una entidad de beneficencia.

VÍCTOR  
No entiendo.

WALTER
Es muy sencillo. El le asigna un valor, digamos veinticinco mil dólares, y...

ESTHER  
(Fascinada y riendo.) ¿Hablas en broma?

WALTER
Se hace continuamente. Es muy extraño, sí; pero legal. Él calcula el precio más alto de venta al por menor, que podría ser una cifra más o me­nos como ésa. Entonces yo lo regalo al Ejército de Salvación. Claro, para ello necesito tener a mi favor la propiedad. Como lo que yo pago de impuesto a los réditos es mucho más de lo que pagas tú, tendría más sentido que fuese yo quien lo rebajase de mi declaración. Yo pago como impuesto más o menos el cincuenta por ciento, de modo que si hago una donación de veinticinco mil dólares, por concepto de impuestos me estaría ahorrando unos doce mil. Digamos que entre nosotros partimos esa suma, dándote yo seis mil dólares. (Pausa.) En realidad, Víctor, es la única forma sensata de hacer las cosas.

ESTHER
(Mira fugazmente a Víctor; pero éste sigue callado.) ¿A ti te costaría algo?

WALTER
Al contrario. Yo me beneficiaría inespe­radamente. (A Víctor.) A él se lo he mencionado hace un momento.

VÍCTOR
(Como si esto hubiese sido la pregunta) ¿Y qué dijo?

WALTER
Es cosa tuya. Le pagaríamos honorarios por la tasación. Cincuenta, sesenta dólares.

VÍCTOR  
¿Está conforme?

WALTER
Bueno, es claro que él preferiría comprar­lo directamente, pero en fin de cuentas...

ESTHER  
No estás decidido, ¿verdad?

VÍCTOR
No... Lo que pasa es que tengo la sensa­ción de haber cerrado un trato con él y...

WALTER
Personalmente, yo no me preocuparía por eso... El hombre se va a ganar cincuenta dólares por llenar una hoja de papel.

ESTHER
Por el trabajo de una tarde, no es malo. (Pausa.)

VÍCTOR  
Desearía pensarlo.

ESTHER
Sin embargo, si es que quieres tratar con él, no te queda mucho tiempo.

VÍCTOR
(Acorralado) Es cuestión de unos minutos nada más.

WALTER
(A Esther.) ¡Claro! Deja que lo piense. (A Víctor) Por si eso es lo que te preocupa, te ase­guro que es completamente legal; yo casi lo hice con mis cosas, pero al final decidí quedármelas. (Ríe.) Bueno, tengo tan recargado el departamento, que no se diferencia mucho de éste.

ESTHER  
Sí, a lo mejor te vuelves a casar.


WALTER
Lo dudo mucho, Esther. A menudo pienso que nunca debí casarme.

ESTHER  
(Burlona) ¡Caramba!

WALTER
En serio. Estoy en una profesión extraña, ¿sabes? Hay mucho que aprender y poco tiempo para aprenderlo. Traté desesperadamente de enga­ñarme, pero ocurre, sencillamente, que no me que­da tiempo que dedicar a otras personas. No la forma en que una mujer espera que se la atienda, si es una mujer verdadera. (Ríe.) Pero solo estoy muy bien.

VÍCTOR
¿Cómo haría figurar un importe así en mi declaración de réditos?

WALTER
Bah... podrías llamarlo obsequio. (Víc­tor guarda silencio, evidentemente en lucha consigo mismo. Advierte la emoción.) No se trata de que lo sea, sino que podrías darle entradas de ese modo. Está permitido.

VÍCTOR  
Tenía curiosidad por saber tan sólo como...

WALTER
Hazlo figurar como donación recibida. No hay problema.

VÍCTOR  
Ya entiendo.

(Walter siente el primer pinchazo de un vago re­sentimiento y vuelve los ojos para mirar a otro lado. Esther arquea las cejas, contemplando el piso. Walter levanta el florete de la mesa, evidentemen­te para cambiar de tema.)

WALTER  
¿Todavía haces esgrima?

VÍCTOR
(Tomando el camino de esta desviación, casi agradecido.) No, pero eso exige ser socio de un club y otras cosas. Y yo a menudo trabajo sábados y domingos. Lo encontré aquí.

WALTER
(Cual si se tratase de animar la situación creada, con creciente desesperación.) A mamá le encantaba verlo haciendo esgrima.

ESTHER  
(Sorprendida y halagada.) ¿De veras?

WALTER  
Sí, iba a todos sus encuentros.

ESTHER
(A Víctor, algo entusiasmada.) Nunca me lo contó.

WALTER
Naturalmente, ella fue quien lo indujo a practicar ese deporte. (Ríe en dirección a Víctor.) ¡Le parecía tan elegante! Sobre todo, con aquellos guantes franceses. (Ríe recordando) Además, esta­ba muy esbelto. (Desabrocha y abre el saco, dejan­do libre el pecho) Todavía tengo las cicatrices.

VÍCTOR  
¡Eh...!  ¿Sabes que tienes razón?  (Mira fugazmente en torno, tratando de recordar dónde podrían estar. Se esfuerza por acordarse.) ¡Pero...! (Va a su escritorio.) ¿Estarán todavía?

ESTHER  
(A Walter) ¿Guantes franceses?

(Del cajón en que antes él encontró un patín de hielo, Víctor está sacando un sweater con una inicial de colegio universitario en él; un patín de hielo...)

WALTER
Mamá los trajo de París. ¡Tenían un bor­dado maravilloso! Con ellos parecía uno de los famosos mosqueteros.

VÍCTOR
¡Aquí están! (Levanta un par de guantes blasonados. Silencio.) ¡Parece mentira!

ESTHER
(Alargando una mano) ¿Verdad que son hermosos? (Víctor le entrega uno.)

VÍCTOR
¡Dios mío! Ya no me acordaba de ellos. (Se calza uno.)

WALTER  
Navidad de 1929.

VÍCTOR
(Moviendo la mano dentro del guante.) Mira esto, todavía están blandos... (A Walter, un poco vergonzoso por preguntarlo.) ¿Cómo es posi­ble que te acuerdes de todas estas cosas?

WALTER  
¿Por qué no? ¿Tú no te acuerdas?

ESTHER
Ni siquiera a la madre recuerda bien del todo.

VÍCTOR
Sí que la recuerdo. (Mira el guante.) Es la cara solamente. No sé por qué, no consigo representármela.

WALTER  
(Apasionándose.) Es sorprendente, Víctor. (A Esther.) Ella lo adoraba.

ESTHER  
(Complacida.) ¿Sí?

WALTER  
¿A Víctor? Si empezaba a llover, era capaz de ir corriendo hasta la escuela para llevarle las botas de goma. Su Víctor... ¡Cielos! Por los días en que aprendió a encender un fósforo, le parecía que tenía en casa a Luis Pasteur.

VÍCTOR
Es curioso... ¡Como el arpa! Casi me pa­rece percibir la música... Pero no le puedo ver el rostro. No sé cómo...

(Silencio un instante, al tiempo en que él mira el arpa de lado a lado de la habitación.)

WALTER
¡Víctor! (Víctor se vuelve hacia él, con los ojos hinchados por el sentimiento.) ¿Hay algún problema?

(Viniendo del dormitorio, entra Salomón. Se lo nota muy afligido. Está en mangas de camisa, la corbata sin anudar. No viene hacia delante.)

SALOMÓN
Por favor, doctor, si no tiene inconve­niente, yo querría... (Se interrumpe; señala el dormitorio.)

WALTER  
¿Qué pasa?

salomón (Señalando el dormitorio.) Sólo un mo­mento, por favor.

(Walter se pone de pie. Salomón mira fugazmente a Víctor y a Esther y vuelve al dormitorio. Walter se vuelve hacia Víctor. Pausa. La mirada de Víctor queda posada en Walter, quien de pronto se siente turbado y extrañamente ansioso. Observa fugaz­mente a Esther, tanto por apartar la vista de Víctor como por cualquier otra razón.)

WALTER  
En seguida vuelvo.

(Con cierta rapidez va a foro y penetra en el dor­mitorio. Pausa. Víctor está sentado en silencio, incapaz de mirarla a la cara. Esther advierte en él los sentimientos en conflicto y habla con delicadeza y compasión.)

ESTHER
¿Por qué no lo aceptas tal como es? (Víctor le dirige una mirada.) Bueno, no esperarás que te pida disculpas, Víctor. Lo más fácil es que ahora vea las cosas de un modo distinto. (Queda en si­lencio. Ella se le acerca.) Sé que es difícil, pero él está tratando de hacer algo, según creo.

VÍCTOR  
Sí, seguramente.

ESTHER
(Insistente, pero con sinceridad.) ¿Sabes que sería fantástico? Que pudiéramos tomarnos unas semanas, yendo a... sitios perdidos... sólo para quebrar realmente la monotonía y ver todo lo que la gente hace. Has andado entre esa clase de hombres, gente mezquina, durante tanto tiem­po... y soportado sus pequeñas feas trampas. Hablo en serio... No es nada romántica esta vida. Sospechamos de todo demasiado.

VÍCTOR
(Mirando fijamente liada delante.) ¡Qué hombre más extraño!

ESTHER  
¿Por qué?

VÍCTOR
Bueno... entrar de este modo, como si nada hubiese sucedido.

ESTHER  
¿Por qué no? ¿Qué se puede hacer?

VÍCTOR
(Pausa breve.) Creo que no tengo más re­medio que hablar.

ESTHER
(Con un leve temor, menos de lo que sien­te.) ¿Qué es lo que puedes decir?

VÍCTOR
A tu juicio, debería tomar el dinero y ca­llarme la boca. ¿Es eso?

ESTHER  
¿De qué sirve volver atrás?

VÍCTOR
(Con una tensión que pareciera querer ani­marlo.) No voy a aceptar ese dinero sin hablarle antes.

ESTHER
(Asustada.) No aguantas la idea de que obre decentemente. (Lo mira vivazmente.) Eso es lo único que pasa, querido. Lo siento, pero tengo que decirlo.

VÍCTOR
(Sin levantar la voz.) ¡Así que yo no puedo aguantar que sea decente!

ESTHER
Si regalas todo, me lo tendrás que explicar. No podrás seguir culpando a Walter, al orden so­cial o a Dios sabe qué otras cosas. Eres libre y no consigues hacer nada por tu voluntad, Víctor, y eso es lo que me exaspera. (Víctor calla, mirándola; ella, con calma:) O tomas ese dinero, o no esperes que siga contigo. Si estás metido en una zanja, no hay razón para que también yo esté.

(Se percibe ruido de movimiento en el dormitorio. Esther se para. Víctor se alisa el cabello con un movimiento lento y anticipatorio de una mano, como quien se prepara para un combate. Entra Walter, viniendo del dormitorio. Sonríe y casi menea la cabeza de lado a lado.)

WALTER
(Señalando el dormitorio.) ¡Ah, amigo...! Tenemos un tigre ahí dentro. ¿Qué relación hay entre ustedes? ¿Lo conocías de antes?

VÍCTOR  
No. ¿Por qué? ¿Qué te ha dicho?

WALTER
Todavía insiste en hacer la compra di­recta. (Ríe.) Habla como si al llamarlo le hubieses dado cinco años más de vida.

VÍCTOR
Bueno, ¿qué importa? A mí me tiene sin cuidado.

WALTER
(Reaccionando, en virtud de su disconfor­midad.) No, eso está bien, está muy bien. (Pausa breve.) Los dos no nos entendemos, ¿verdad?

VÍCTOR
(Con un cierto impulso.) Estoy un poco aturdido, Walter... Sí.

WALTER
¿Por qué? (Víctor no contesta de momen­to.) Vamos... si total, dentro de poco estaremos todos muertos.

VÍCTOR
Está bien. Voy a darte un ejemplo... Cuando te llamé el lunes y el martes, y nuevamen­te esta mañana...

WALTER
(Reconoce que eso está fuera de lugar.) Ya te lo he explicado.

VÍCTOR
Pero es que yo no hago mis llamadas tele­fónicas para pasar el rato; tu enfermera habló como si yo fuese un pegote insoportable. Me resultó hu­millante.

WALTER
(Es extraño; pero lo que esto implica para él lo altera con exceso.) Lo siento muchísimo. No debió hacer eso.

VÍCTOR
Ya lo sé, Walter. Pero tampoco creo que adoptara ese tono por su propia cuenta.

WALTER
(Ahora tiene conciencia de lo hondo que es el resentimiento de Víctor.) No, no. A menudo es así. Lo que yo haya dicho sobre ti no justifica tal cosa. (Víctor guarda silencio, pero no está con­vencido.) Puedes creerme, ¿verdad? Lo siento mu­cho. Estoy abrumado de trabajo; eso es lo que pasa...

VÍCTOR  
Bueno, tú preguntaste y yo he contestado.

WALTER
Sí, has hecho bien. Pero no me interpretes mal. (Pausa breve. Su tensión va en aumento.) En cuanto a lo del impuesto, Salomón no tiene incon­veniente en firmar una tasación de veinticinco mil dólares. (Con dificultad.) Si lo deseas, yo estaría conforme en dejar a favor tuyo todo lo que me ahorrase. (Pausa breve.)

ESTHER  
¿Los doce mil?

WALTER
Lo que resulte. (Pausa. Esther mira lenta­mente a Víctor.) Poco debe faltar para que te jubiles, ¿no es cierto?

ESTHER
(Nerviosa.) Pudo jubilarse hace tiempo. Está viendo si se decide.

WALTER
¡Ah! (A Víctor; ahora está al borde de la turbación franca, motivada por el clima de rechazo.) ¿No es verdad que les vendría bien? (Víctor lo mira fugazmente, con lo cual sustituye una posible respuesta.) Con toda sinceridad, Víctor, ese dinero no me hace falta. Más aún, hace tiempo que estaba por llamarte.


VÍCTOR  
¿Para qué?

WALTER
(De pronto, con una extraña risa rápida, alarga la mano y toca las rodillas de Víctor.) ¡No seas desconfiado!

VÍCTOR
(Sonriendo entre dientes.) Pienso en todo esto, Walter.

WALTER
¡Muy bien! ¡Perfecto! (Pausa breve.) Se me ocurrió, sencillamente, que deberíamos tratarnos más.

VÍCTOR
¿Sabes una cosa, Walter? Un par de veces traté de hablarte acerca de los muebles... Ya debe hacer tres años.

WALTER
(Con algo de tensión en su sonrisa.) Yo estaba enfermo.

VÍCTOR
(Sorprendido.) ¡Oh! Pero dejé muchos men­sajes.

WALTER  
Estaba muy enfermo. Hospitalizado.

ESTHER  
¿Qué pasó?

WALTER
(Pausa breve. Como si no estuviese seguro del camino por el cual se ve llevado.) Sufrí horriblemente.

VÍCTOR  
(Desarmado.) No se me ocurrió pensarlo.

WALTER
La verdad es que apenas me estoy po­niendo al día con el trabajo. Estuve inactivo casi tres años. (Con el empuje propio del éxito.) Pero casi me alegra que así haya ocurrido. Nunca me he sentido más dichoso.

ESTHER  
Pareces otro.

WALTER
Creo que lo soy, Esther... Vivo en forma distinta, pienso en forma distinta. Ahora no tengo más que un pequeño departamento; y he dejado de atender clínicas de reposo...

VÍCTOR  
¿Qué clínicas de reposo?

WALTER
(Fingiéndose divertido, como si el tema le fuese ajeno.) ¡Ah!, yo era dueño de tres de esas clínicas. Se gana mucho con los viejos, ¿sabes? gente que no sabe ya qué hacer, otros cuyos hijos quieren liquidarlos pronto. No hay nada compa­rable. Hasta me retiré de la Bolsa. Ahora dedico la mitad del tiempo a hospitales municipales. Por primera vez hago medicina sencillamente. (Intenta esbozar una sonrisita íntima.) No quiero decir que no explote a un rico de cuando en cuando, pero apenas lo necesario para vivir. (Espera algún co­mentario de Víctor.)

VÍCTOR  
Sí, debe ser estupendo.

WALTER
(Sacando partido de este mínimo aliento.) ¡Oh, Víctor! ¡Cómo desearía hablarte semanas en­teras! ¡Son tantas las cosas que te quiero contar! (Pero no todo se desarrolla en la forma que él de­searía, y se ve obligado a elegir al azar ejemplos de su nueva manera de ver las cosas.) Nunca tuve amigos; lo sabes probablemente. Pero ahora tengo. Buenos amigos. (Camina, se sienta cerca de Víctor, y su ansiedad va en aumento.)... ¡Todo este mal­dito proceso es tan lento y gradual! Empiezas que­riendo ser el mejor, y en verdad para eso necesitas un cierto fanatismo. ¡Hay tanto que aprender y el tiempo es tan escaso! Hasta que por fin has elimi­nado todo lo extraño... inclusive la gente. Y, por supuesto, llega un momento en que te das cuenta de que no es que te has especializado en algo, sino que algo se ha especializado en ti. Descubres que te has convertido en una especie de instrumento, un instrumento que separa a la gente de su dinero mediante cortes. Y esto termina haciendo de ti un estúpido; el poder es capaz de eso. Llegas a pensar que porque infundes miedo a la gente, ellos te aman. Y que también tú los amas a ellos... En el miedo se resuelve todo finalmente. Una noche me encontré en mitad de mi living, borracho perdido y con un puñal en la mano, disponiéndome a matar a mi mujer.

ESTHER  
¡Oh, Dios mío!

WALTER
Sí... Estuve a punto de hacerlo. (Ríe nervioso.) Pero tiene una virtud eso de enloque­cer... siempre que uno sobreviva, por supuesto. Se llega a ver el terror... no esa clase de terror que grita, sino el miedo lento y cotidiano que se llama ambición, y cautela, y acumular dinero. Y, en realidad, lo que yo he querido decirte desde hace ya un tiempo es que tú me ayudaste a enten­der eso en mí.

VÍCTOR  
¿Yo?

WALTER
Sí. (Ríe entre dientes cariñosamente, tur­bado.) En virtud de lo que hiciste. Nunca lo había entendido, Víctor... Después de todo, tú eras el mejor estudiante de los dos. Y seguir en un empleo como ése durante todos estos años, me parecía... (Se interrumpe momentáneamente con la incertidumbre acerca de la forma en que lo está recibien­do Víctor.) ¿Sabes una cosa? Hasta que caí enfer­mo, nunca vi claramente que tú... habías hecho una elección consciente.

VÍCTOR  
¿Elección? ¿Cómo?

WALTER
Quisiste vivir una vida real... y eso es caro. Cuesta mucho. (Presiente que quizás ha en­contrado ahora el tema; ve que por fin ha hecho vibrar en Víctor alguna fibra.) Seré sincero contigo, Víctor. Esta semana no atendí tus llamadas porque tuve miedo... He luchado tanto tiempo en busca de un concepto de mi mismo y no estoy seguro si podré hacer que tú lo creas. Quisiera, sin embargo. (Ve que la perplejidad reflejada en los ojos de Víctor lo autoriza a seguir. Pero ahora es más di­fícil.) Pues bien, llegué a un cierto punto en que mi propio trabajo me daba miedo. No pude seguir cortando. Hay momentos, ¿sabes? en que si dejas a la otra persona en paz, esa persona puede vivir un año o dos; mientras que si metes el cuchillo, es fácil que la mates. Y a menudo la decisión... no siempre, pero casi siempre... es arbitraria. Sólo que el riesgo es aceptable si piensas lo que debes pensar. O si no piensas nada, que es lo que yo conseguí hacer hasta entonces. (Pausa breve.) Me metí en un jardín de juicios erróneos. Puede ocu­rrir, pero a mí no me había sucedido nada. Hubo tres casos que otros médicos habían asegurado que no eran operables. Los tres se me murieron. Y en forma totalmente repentina la... la perspectiva completa de mis propios móviles se abrió en aba­nico. ¿Por qué había aceptado riesgos que hombres muy competentes rechazaban? La respuesta inme­diata, por supuesto, es que. . . se debe intentar lo imposible. ¡Que se vayan al cuerno los competido­res! (Pausa breve.) Pero repentinamente vi algo más. El terror. En el centro preciso, dominando mi cerebro, mis manos, mi ambición... desde treinta años antes. (Pausa breve.)

VÍCTOR  
¿Terror a qué? (Ahora la mirada de Walter está clavada en Víctor.)

WALTER  
A que alguna vez me ocurriese... (Mira fugazmente el sillón del centro.) como le ocurrió a él. De la noche a la mañana, sin ningún motivo aparente, encontrarse degradado, tirado por el sue­lo. (Con un levísimo atisbo de impaciencia y provo­cación.) Comprendes a qué me refiero, ¿verdad? (Víctor vuelve la cara ligeramente a un lado, resis­tiéndose a comprometer opinión.) ¿Por eso tú vol­viste la espalda a todo? Los dos hemos estado hu­yendo de la misma cosa, Víctor. Yo creí que desea­ba escalar la cumbre; pero esa cumbre era inacce­sible, fuese cual fuere: yo terminé en una marisma de éxito y libretas de banco, tú en un puesto de gobierno. La diferencia está en que tú no has hecho daño a otros para defenderte. Y yo he apren­dido a respetar esa actitud, Víctor; lo que tú hicis­te, simplemente, fue tratar de ser útil a otros.


ESTHER
¡Es maravilloso, Walter, haber llegado a ese entendimiento contigo mismo!

WALTER
Esther, esto es una cosa extraña. En el hospital, por primera vez desde que éramos niños, empecé a sentirme... como hermano. En el sen­tido de que algo compartíamos los dos. Y me parece que ahora sabría ser amigo suyo.

VÍCTOR
(Pausa breve. Está inseguro.) Bueno, muy bien. Me alegro.

WALTER
(Advierte la reserva y presiona más insis­tentemente.) ¿Ves? Por eso ustedes siguen así de casados. Es muy raro el caso. Y por eso tienen un hijo tan espléndido. Has vivido una vida real. (A Esther.) Pero tú lo sabes mejor que yo.

ESTHER
(Titubea; luego, enfáticamente.) A veces, Walter, no sé qué es lo que sé.

WALTER
No lo dudes, querida. Créeme, ustedes tienen suerte. (A Víctor.) Lo sabes, ¿no es cierto?

VÍCTOR  
(Sin mirar a Esther.) Creo. (Se aparta.)

ESTHER
La cosa no es tan fácil como tú pretendes, Walter.

WALTER
(Vacila; luego se lanza de lleno.) Mira, se me ha ocurrido una idea rara... que probablemente te parecerá absurda; pero yo quisiera que lo pensases antes de decir que no. Tengo entendido que aún no has decidido lo que vas a hacer. ¿Te jubilas?

VÍCTOR
Lo determinaré uno de estos días. Aún estoy pensando.

WALTER  
¿Me permites sugerirte una cosa?

VÍCTOR  
¡Por supuesto! Habla.

WALTER
Estamos entrevistando personas para el nuevo pabellón. Para las oficinas de administra­ción. Algo así como encargados del contacto entre los hombres de ciencia y la junta directiva. Varias veces he pensado que tú podrías servir. (Pausa breve.)

ESTHER
(Con un pequeño arrebato de expectativa.) ¡Sería maravilloso!

VÍCTOR
(Pausa breve. Mira a Esther de reojo, repri­miéndose; pero su voz delata emoción.) Sí, pero ¿qué podría yo hacer allí?

WALTER
(Esperanzado; presintiendo el interés de Víctor.) No está muy definido todavía, pero un puesto para personas que tengan ciertos conoci­mientos científicos y que...

VÍCTOR  
Sabes que no poseo ningún título.

WALTER
Pero estudiaste química analítica, mucha matemática y física, si mal no recuerdo. Si juzgas que es necesario, podrías seguir algunos cursos por las noches. Yo creo que tienes suficiente base. ¿Qué te parecería?

VÍCTOR
(Ahondando su interés, pero resistiendo a la tentación.) Bueno... por de pronto, quisiera saber algo más acerca del puesto.

ESTHER
(Como queriendo presionarlo para que acepte.) Sería estupendo que pudiese trabajar en asuntos científicos; eso es justamente lo que siem­pre deseó.

WALTER
Ya sé. Es una lástima que no continuase los estudios. (Se vuelve hacia Víctor.) Sería muy sencillo, Víctor. Yo soy presidente de la comisión. Podría arreglar de modo que...

(Entra Salomón. Se vuelven hacia él sorprendidos. Parece que Salomón estuviese por hablar, pero el miedo lo hace cambiar de idea.)

SALOMÓN
Perdónenme. Sigan. (Va corriendo a su portadocumentos y mete una mano, aunque en rea­lidad no era ésta su intención.) Siento molestar. (Saca una naranja y se pone en marcha de vuelta hacia el dormitorio; luego se detiene y se dirige a Walter.) En cuanto al arpa... Si están de acuerdo en vendérmela directamente, no tendría inconve­niente en subir la oferta en cincuenta dólares.

WALTER  
Bueno, se va acercando.

SALOMÓN
Soy un hombre justo, de modo que no tienen que preocuparse por lo de la tasación y las deducciones, y ninguno de ustedes le hace un favor al otro. ¿Digo bien? (Antes de que Walter le pueda responder.) Pero no se apure, yo espero. Estoy al servicio de ustedes. (Va rápidamente y con aire preocupado al dormitorio.)

ESTHER
(Empezando a reír; a Víctor.) ¿Dónde lo encontraste?

WALTER
¿No es maravilloso? ¡El impuso la ética! (Esther prorrumpe en carcajadas y Walter la acom­paña. Víctor logra también entrar en el coro. Al empezar a ceder las risas, Walter se vuelve hacia Víctor.) ¿Tú qué dices, Víctor? ¿Estarás de acuer­do?

(La risa ha desaparecido. La sonrisa está desvane­ciéndose en el rostro de Víctor. Este mira al espacio, como si quisiese decidir. La pausa se prolonga y sigue alargándose. Ahora empieza a parecer que quizás no hable. Nadie sabe cómo interrumpir su inquietante silencio. Por último, se vuelve hacia Walter con un movimiento bastante rápido de su cabeza, como si hubiese determinado dar ese paso.)

VÍCTOR
Walter, no entiendo del todo qué es lo que quieres.

(Walter se denota sorprendido, atónito, casi incré­dulo. Pero la mirada de Víctor está clavada en él. Walter emite una risa sorda, trasunto de increduli­dad, y mira el piso.)

ESTHER
(Con el tono de un conciliador que disi­mula su impresión y su sentimiento de protesta.) No me parece que eso sea justo. ¿No es así?

VÍCTOR
¿Y por qué ha de ser injusto? Estamos con­versando acerca de una cierta determinación importante... (A Walter) No es que no te lo agra­dezca, Walter, pero han ocurrido ciertas cosas, ¿no es cierto? (Riendo a medias.) ¡Es tan extraño estar de pronto hablando de...!

WALTER
(Ahogando su indignación.) Bueno, yo confiaba en que daríamos un pasito por vez. Creo que las cosas están muy complicadas entre nosotros, pero me pareció que podríamos hacer la prueba de...

VÍCTOR
Ya sé; pero comprenderás que eso sería un poco confuso.

WALTER
(De mala gana; la rabia hace aguda su voz.) ¿Qué es lo que te resulta confuso?

VÍCTOR
(Piensa un momento, pero no puede vol­verse atrás.) ¿Tú no lo vislumbras?


WALTER
Esto es un poco sorpresivo, Víctor... Después de tantos años, no pretenderás que todo pueda resolverse en una sola conversación, ¿ver­dad? Se me ocurrió simplemente que, con un poco de buena voluntad, nosotros... (Advierte la acti­tud obstinada de Víctor.) ¡Oh, que se vaya todo al cuerno! (Camina bruscamente y toma con violencia un vestido de mujer y su sobretodo.) Sácale al viejo todo lo que puedas. Yo no quiero nada. (Avanza y alarga una mano en dirección a Esther, con una sonrisa forzada.) Lo siento, Esther. De todas ma­neras, me ha encantado verte. (Harta, ella acepta la mano. Walter va hacia Víctor.) Quizás volvamos a vernos, Víctor. Buena suerte. (Se pone en marcha hacia la puerta. A sus ojos asoman lágrimas.)

ESTHER  
(Sin haber podido pensar.) ¡Walter!

(Walter se detiene y se vuelve hacia ella, con cu­riosidad. Esther mira a Víctor y su actitud es de­sesperanzada. Pero él tampoco puede pensar.)

WALTER
No acepto este resentimiento, Víctor. Me desconcierta simplemente. No lo entiendo. Lo que quiero es que conozcas lo que siento.

ESTHER
(Mitigando la situación.) No es resenti­miento, Walter.

VÍCTOR
Todo esto me resulta un poco fantástico. No he abierto un libro en veinticinco años. ¿Cómo voy a entrar en un laboratorio de investigaciones?

ESTHER
Pero Walter piensa que tienes suficientes conocimientos básicos.

VÍCTOR
(Casi riendo por encima de su rabia muy disimulada.) De química sé menos que casi todos los chicos de secundaria, Esther. (A Walter.) ¡Y de física, ni hablar! ¡Cielos, Walter...! (Ríe.) ¿Pe­ro cómo se te ha ocurrido eso?

WALTER
Estoy seguro que allí podrías crearte una buena situación.

VÍCTOR
¿Qué situación? ¿Llevar papeles de una oficina a otra?

WALTER  
No lo tomas en serio.

VÍCTOR
Oh, pero... ¿No ves que más pronto o más tarde el hecho de que soy hermano tuyo dejará de tener importancia? Hace veinticinco años que hago un mismo recorrido. No sirvo para nada téc­nico. ¿A qué viene todo esto?

WALTER
¿Por qué sigues haciendo esa pregunta? He sido muy sincero contigo, Víctor.

VÍCTOR  
No creo que lo hayas sido.

WALTER  
¡Oh! ¿Qué supones que estoy...?

VÍCTOR
Bueno, después de decir lo que dijiste hace unos minutos. . .

WALTER  
¿Qué fue lo que dije?

VÍCTOR
(Con una sonrisa resueltamente fría.) ¡Qué lástima que no haya seguido estudiando ciencias!

WALTER  
(Intrigado.) ¿Tiene algo de malo eso?

VÍCTOR  
(Riendo.) ¡Oh, Walter! Vamos, vamos...

WALTER  
Lo pienso. Siempre lo he pensado.

VÍCTOR
(Todavía sonriendo, mientras señala al si­llón y en su voz suena una nueva reverberación.) Había un hombre sentado en ese sillón, que miraba sin ver nada. ¿Te acuerdas?

WALTER
Sí, muy bien me acuerdo. Yo le mandaba dinero todos los meses.

VÍCTOR  
Le mandabas cinco dólares por mes.

WALTER
Me podía desprender de cinco dólares. ¿Pero eso qué tiene que ver contigo?

VÍCTOR  
¿Qué tiene que ver conmigo?

WALTER  
Sí, no lo veo.

VÍCTOR
¿De dónde pensabas que salía el resto de lo que necesitaba para comer?

WALTER  
Víctor, la decisión fue tuya, no mía.

VÍCTOR  
¡La decisión fue mía!

WALTER
Ya una vez hablamos largamente en este mismo cuarto, Víctor.

VÍCTOR  
(No recuerda.) ¿Hablamos de qué?

WALTER
(Asombrado.) ¡Víctor! Llegamos a un en­tendimiento total... apenas viniste a vivir aquí con papá. Yo te dije entonces que iba a terminar mis estudios contra viento y marea, y te aconsejé que hicieses lo mismo. Más aún, te previne que no debías permitir que ese hombre ahogase tu vida. (A Esther.) Y si no estoy equivocado, cuando se ca­saron te dije lo mismo, Esther.

VÍCTOR
(Con una risa irónica.) ¿Pero a quién dia­blos le correspondía mantenerlo para que no muriese de hambre, Walter?

WALTER
(Presa de un extraño temor más que ra­bia.) ¿Qué obligación tenía nadie? No estaba en­fermo. Podía trabajar perfectamente.

VÍCTOR
¿Trabajar? ¿En 1936? ¿Sin una habilidad especial, sin dinero...?

WALTER
(Un arrebato súbito.) ¡Entonces, que se hubiese acogido al seguro social! ¿Quién era él, un rey en el destierro? ¿Qué hicieron ciento cincuenta millones de personas en 1936? Habría sobrevivido, Víctor. ¡Cielos! A estas horas lo deberías saber, ¿no te parece? (Pausa breve.)

(De pronto Víctor, al borde de la furia, atrapado por la forma en que Walter expresa su propia opinión, se vuelve hacia Esther.)

VÍCTOR
Esto no lo aguanto más, Esther. Es la mis­ma vieja historia de siempre repetida otra vez. Salgamos de aquí. (Camina rápidamente a foro, en dirección al dormitorio.)

WALTER
(Rápido.) ¡Víctor! ¡Por favor! (Atrapa a Víctor, quien zafa el brazo.) No estoy denigrándo­lo. Lo amé de muchas maneras...

ESTHER
(Como cediendo de su posición anterior.) Oye, Víctor... Quizás debiesen hablar de eso ustedes dos.

VÍCTOR  
¡No hay razón alguna! ¡El tema no me in­teresa en absoluto! (Se vuelve, para ir al dormitorio.)

WALTER
¡Te explotó! (Víctor se detiene, se vuelve hacia él y en el rostro se le refleja todo el encono.) ¿Te interesa ahora?

VÍCTOR
Dejemos claramente establecido una cosa, Walter. Yo no soy víctima de nadie.

WALTER
Eso es justamente lo que he tratado de decirte. No trato de condescender.

VÍCTOR
¡Claro que tratas! ¿Dirías algo de esto si en un lugar u otro yo hubiese acumulado un mon­tón de dinero? (Para en seco.) Lo siento, Walter, pero eso no puedo aceptarlo... Yo no elegí entre dos extremos. El refrigerador estaba vacío, y el hombre pasaba las horas sentado ahí, con la boca abierta. (Pausa breve.) Yo no inicié esta discusión, Walter; todo el asunto me tiene sin cuidado, pero cuando hablas de haber tomado una determinación, y de que yo debí seguir con mis estudios, no tengo más remedio que decir algo... Sólo porque tú quieres las cosas de una cierta manera, las cosas no son de esa manera. (Ha terminado en un punto distante de Walter. Pausa breve.)

WALTER
(Con la afrenta mezclada en su terror.) Está bien entonces... ¿Cómo lo ves tú?

VÍCTOR
Walter, has estado enfermo. ¿Qué necesi­dad tienes de alterarte con todo esto?

WALTER  
¡Para mí tiene importancia!

VÍCTOR
(Trata de sonreír y, amistosamente.) ¿Pero por qué? ¡Si ya no hay nada que hacer! (Víctor se pone en marcha otra vez hacia el dormitorio.)


ESTHER
Yo creo que ha venido a verte de toda bue­na fe, Víctor. (Víctor se vuelve hacia ella enojado, pero Esther hace frente a su mirada.) No entiendo por qué no consideras su ofrecimiento.

VÍCTOR  
Dije que lo pensaría.

ESTHER
(Conteniendo un grito.) Pero sabes muy bien que lo que estás haciendo es rechazarlo. (Con un cierto temor de él, pero persistente.) Bueno, ¿qué tiene de espantoso decir la verdad? ¿Puede la verdad ser peor que esto?

VÍCTOR
¿Qué verdad? ¿Qué es lo que tú...? (Sa­liendo del dormitorio, aparece de pronto Salomón.)

ESTHER  
¡Por amor de Dios! ¿Qué pasa ahora?

SALOMÓN
Deseo que ustedes no piensen que no quiero hacer la tasación; la haré, sí, la haré...

ESTHER
(Señalando el dormitorio.) ¿Quiere hacer el favor de dejarnos en paz?

SALOMÓN
(De pronto, la emoción que tenía escon­dida; señalando a Víctor.) ¿Qué quieren de él? ¡Es policía! Yo soy comerciante. Este señor es médico y ese otro es policía. ¿Qué van a ganar con destro­zarlo?

ESTHER
Bueno, Víctor, uno de nosotros tiene que salir de aquí.

SALOMÓN
¡Por favor, Esther! Permítame... (Yen­do rápidamente hacia Walter.) Escuche, doctor, si­ga mi consejo... Déjelo ya. ¿Qué puede salir de esto?... En primer lugar, si usted hace la deduc­ción, ¿quién le asegura que dentro de dos o tres años no se presenten y desaprueben lo que usted ha hecho? No hace falta que yo se lo diga: el Gobierno Federal no merece confianza. Yo entiendo muy bien que usted quiere ser bondadoso con él... (A Esther.) pero quizás antes de dos o tres años, tendrá ocasión de conocer lo bueno que el gobierno le permite ser. (A Víctor y a Walter.) Dicho con otras palabras, muchachos, lo que yo trato de destacar es que...

ESTHER  
Que usted quiere los muebles.

SALOMÓN
(Gritándole.) ¡Esther! Si no los quisiera, no los compraría. ¿Pero qué pueden ellos arreglar aquí? Siempre será del Gobierno Federal la última palabra. ¿Se da cuenta? Si no pueden convenir na­da, lo que deben hacer es dejarse de pruebas ahora mismo. (Con una expresión de premonición y alar­ma en los ojos.) Ahora, por favor... hagan lo que les digo. No soy ningún idiota. (Mutis, yendo al dormitorio, tembloroso.)

WALTER
(Al cabo de un momento.) Creo que sabe lo que dice, Víctor. ¿Por qué no se lo vendes a él y asunto concluido? Tal vez luego, en algún mo­mento, nos podamos sentar a conversar. (Mira fur­tivamente los muebles.) En realidad, la atmósfera, aquí, no ayuda mayormente. ¿Te llamo un día de éstos?

VÍCTOR  
Naturalmente.

ESTHER
¡Son fantásticos los dos! (Trata de reír.) Estamos regalando estos muebles sólo porque ninguno de ustedes es capaz de decir las cosas más sencillas. Son inconcebibles.

WALTER
(Un poco avergonzado.) No es tan fácil, Esther...

ESTHER
¡Oh, qué diablos! Yo lo voy a decir. Cuando recurrió a ti, Walter, en busca de los quinientos dólares que necesitaba para llegar a recibirse...

VÍCTOR  
¡Esther! ¡No hay necesidad de...!

ESTHER
Esa es una de las cosas que se interponen entre ustedes, ¿no es cierto? Tal vez Walter lo pueda aclarar... Es decir... ¡Oh, Dios mío! ¿Es que nada acaba nunca? (A Walter, sin pausa.) Porque eso lo dejó aturdido, Walter. Nunca lo confesará, pero... (Se decide a entrar de lleno.) no había dudado en absoluto que se lo prestarías. Por eso, cuando te negaste...

VÍCTOR  
¡Esther! El estaba empezando apenas...

ESTHER
(Siguiendo por su camino aparte.) ¡No fue así como tú me lo contaste! Por favor, déjame ter­minar. (A Walter) Tú ya tenías la casa de Rye, estabas perfectamente bien asentado.

VÍCTOR  
¿Y qué? No creyó que podría...

WALTER
(Con un cierto pavor, calmo.) No, no... Yo... podía disponer de ese dinero. (Se sienta despacio, con el sobretodo puesto.) Por favor, Víc­tor. Será cosa de un momento apenas.

VÍCTOR  
No veo que tenga sentido el...

WALTER
No, no... Tal vez sea lo mejor hablar ahora. Nunca hemos conversado de esto. Me pare­ce que quizás debemos hacerlo. (Pausa breve. Hacia Esther.) Fue una acción deleznable. Pero creo que con eso no está todo dicho. (Pausa breve.) Dos o tres días después... (A Víctor) después que vi­niste a verme, telefoneé para ofrecerte el dinero... ¿Lo sabías (Pausa breve.)

VÍCTOR  
¿Adonde telefoneaste?

WALTER  
Aquí.  Hablé  con  papá. (Pausa breve.) Comprendí que había obrado mal y...

VÍCTOR  
No obraste mal.

WALTER
(En un arranque repentino de su voz.) ¡Fue espantoso! (Se domina y rehace contra su pasado.) Hablaremos en otro momento, ¿sí? No vine preparado para entrar en todos estos detalles... (Víctor está inexpresivo.) De todos modos... cuan­do llamé aquí, papá me dijo que habías entrado en la Policía. Le contesté que no debía permitirte se­mejante cosa. Le dije que poseías un cerebro escla­recido y, con un poco de suerte, podrías llegar a cualquier lugar en las ciencias. Que era un terri­ble desperdicio de posibilidades. Etcétera, etcétera. Y su respuesta fue: "Víctor quiere ayudarme. No puedo prohibírselo." (Pausa.)

VÍCTOR
¿Le dijiste que estabas dispuesto a darme el dinero?

WALTER
Víctor, tú recuerdas... el tono de impo­tencia que tenía su voz... por aquel entonces... a poco de morir mamá, y cuando todo parecía es­capársele de...

VÍCTOR
(Persistente.) Deja que entienda esto, Walter. ¿Tú le dijiste...?

WALTER
(Presa de angustia, rumiando interiormen­te las ideas.) Fueron conversaciones, ¿no es así? y mirando el asunto retrospectivamente, es imposible afirmar por qué dijiste o no dijiste ciertas cosas. No es que defienda nada, pero me gustaría que me entiendas, si ello es posible. Parecían necesitarse tanto el uno al otro, Víctor, más de lo que yo los necesitaba. Al punto que solía acusarme de lo que creía falta de emoción. ¿Me entiendes? Por eso, cuando dijo que tú lo querías ayudar, me resultó difícil seguir presionando. Parecía tan desesperado, que llegué a pensar que había hecho mal tratando de destruir la unión de ustedes dos.


VÍCTOR
Entiendo... Pero él nunca mencionó que tú hubieses ofrecido el dinero.

WALTER
Todo lo que quiero demostrar es que yo... nunca fui indiferente. Esa es la cuestión. Llamé para ofrecerte el préstamo; pero él lo hizo impo­sible. ¿Lo ves?

VÍCTOR  
Sí, lo veo.

WALTER  
(Anhelante.) ¿De veras?

VÍCTOR  
De veras.

WALTER  
(Presintiendo lo que no se ha dicho.) Por favor, di lo que piensas. Es absurdo seguir de este modo. ¿Qué quieres decir?

VÍCTOR  
(Pausa breve.) Creo que todo... para ti... salió a pedir de boca.

WALTER  
(Aterrado.) ¿Nada más?

VÍCTOR  
Así creo. Si te parecía que papá significaba tanto para mí... y pienso que en una cierta forma lo significaba... ¿de qué manera quinientos dóla­res iban a separarnos? Yo hubiera seguido soste­niéndolo; habría podido terminar la universidad, pura y simplemente. No le veo el sentido, Walter.

WALTER
(Con un atisbo de histeria en su tono.) ¿A qué le ves sentido?

VÍCTOR  
No me diste el dinero porque no quisiste.

WALTER
(Ofendido y con serena indignación; pau­sa breve.) ¿Tan sencilla es la cosa?

VÍCTOR
En eso se resume, ¿no? Por supuesto, no digo que tuvieses ninguna obligación; pero si quie­res ayudar a alguien, lo haces. Si no quieres, no lo haces. (Advierte el creciente sentido de frustra­ción de Walter y la impaciencia de Esther.) Bueno, ¿qué es lo que te pasma tanto? Hacemos lo que queremos hacer. ¿Ó no? (Walter no contesta. La ansiedad de Víctor va en aumento.) No entiendo para qué traes todo esto a relucir.

WALTER
¿Opinas que no hay que restañar ninguna herida?

VÍCTOR
Eso no me preocuparía. Pero ¿en qué forma puede esto restañar algo?

ESTHER
Víctor, yo creo que se ha expresado con toda claridad. Desea tu amistad.

VÍCTOR
¿Ofreciéndome un empleo y doce mil dó­lares?

WALTER
¿Por qué no? ¿Qué otra cosa te puedo ofrecer?

VÍCTOR
¿Quién te obliga a ofrecerme nada? (Wal­ter guarda silencio, moralmente contenido.) Cual­quiera diría que necesito que me salven o algo así.

WALTER
No, pero me pareció, sencillamente, que había un trabajo que te podría gustar y...

VÍCTOR
Walter, no poseo la educación necesaria. ¿De qué me estás hablando? No es posible que entres aquí, y de un solo brochazo borres veinti­ocho años. Se paga un precio. Yo lo he pagado. Todo se fue, no lo tengo ya. Tal como tú lo has pagado, ¿no es cierto? No tienes esposa, has perdi­do tu familia, andas arrastrándote por todos los lu­gares. ¿Puedes volver a tu casa y empezar otra vez desde abajo? Aquí es donde estamos; ahora aquí... ahora. Y ya que hablamos, tengo que explicarte que eso no es lo que se dice delante de la esposa de un hombre.

WALTER
(Mirando furtivamente a Esther, destro­zada su certidumbre.) ¿Qué es lo que yo he dicho?

VÍCTOR
(Tratando de reír.) Walter, no necesitamos que nadie nos salve. Yo he hecho un trabajo que tenía que hacerse, y creo que lo he hecho digna­mente. Hablas de modificar tus actitudes. ¡Bueno, Cristo! Yo no veo que haya mucho cambio, mu­chacho.

ESTHER  
(Se pone de pie.) Quiero irme, Víctor.

VÍCTOR
Por favor, Esther; ese hombre ha dicho ciertas cosas y no creo que esto deba quedar así.

ESTHER  
(Enojada.) ¿Qué diferencia puede haber?

VÍCTOR
(Conteniendo un arranque.) Por una u otra razón tú no entiendes nada ya. (Está temblando al tiempo en que se vuelve hacia Walter.) ¿Qué es lo que intentas decirme? ¿Que todo era innecesa­rio? ¿Sí? (Walter guarda silencio.) Bueno, corrígeme. ¿Qué es lo que dices? Porque yo no saco otra conclusión.

WALTER  
(Hacia Esther.) Creo que es imposible...

VÍCTOR
(Mas fuerte porque parecería que Walter estuviese aliado con Esther.) ¿Qué es imposible? ¿Tú qué quieres, Walter?

walter
Quise ser de alguna utilidad. Con dolor he aprendido algo; pero saber no es suficiente. Quise obrar de acuerdo con lo que sé.

VÍCTOR  
Obrar... ¿en qué sentido?

WALTER
(Sabe que esto puede ser una bandera de combate, pero su honor está de por medio.) Tengo la sensación... de que podría ayudar. ¿Es que de­bemos vivir sólo para seguir siempre repitiendo, una vez y otra, los mismos errores? No he querido que la oportunidad se me escapase de las manos, como dejé que se escapase antes. (Víctor no está convencido.) Y debo confesar que si éste es el lími­te a que puedes llegar conmigo, lo único que estás haciendo es derrotarte.

VÍCTOR
¿Como hice antes? (Walter no dice nada.) ¿Eso es lo que quieres decir?

WALTER
(Vacila; luego, con aceptación temerosa, pero desesperada, de la lucha.) Está bien, sí; eso es lo que quiero decir.

VÍCTOR
Pues bueno. Eso es también lo que yo pen­saba. Esto de ser policía tiene una virtud, ¿sabes? Se aprende a escuchar a la gente, porque a veces, el que no escucha bien termina con un puñal cla­vado en la espalda. Dicho con otras palabras, todo este problema lo he soñado yo...

WALTER
(Tirando por la borda la cautela; está en juego su honestidad.) Víctor, no fue la falta de mis quinientos dólares lo que te impidió terminar tus estudios. Pudiste dejar a papá y seguir tranquila­mente... Él gozaba de buena salud.

VÍCTOR
Y los veinte millones de desocupados que había entonces, ¿qué eran? ¿Mi neurosis? ¿Yo me hipnotizaba todas las noches para poder arrancar las hojas externas de la lechuga que sacaba del restaurante griego de la esquina? ¿O las partes bue­nas que cortábamos de los pomelos podridos?

WALTER  
No es que yo quiera negar...

VÍCTOR
(Agachándose hasta poner su cara frente a la de Walter.) ¡Aquí comíamos basura! ¿sabes?

ESTHER  
¿Pero a qué "viene...?

VÍCTOR
(A Esther.) ¿Qué intentas hacer? Convertir todo esto en un sueño? (A Walter.) ¡Así que estaba bien de salud! ¿Y lo que pasaba por dentro de su cabeza? La vergüenza no lo dejaba salir a la calle.

ESTHER  
Bueno, Víctor; pero ese hombre murió.

VÍCTOR
(Lanzando un grito; advierte que su posi­ción es débil.) ¡No me vengas ahora con que se murió! (Se siente abatido, terriblemente solo frente a ella.) Entonces vivía, ¿no es cierto? Y todo un orden social se desplomaba... ¿O es que eso lo he inventado yo?

ESTHER  
No, querido; pero ahora es muy distinto.

VÍCTOR
¿Distinto en qué? Formamos un maldito ejército que sostiene en su sitio esta ciudad, pero cuando la ciudad explote nuevamente, agradecerás al cielo que te quede un techo sobre la cabeza. ¿Cómo puedes decirme eso a mí? ¿Que yo debí dejarlo con cinco dólares por mes? Lo siento, pero a mí no podrás hacerme un lavado de cerebro. Si tienes un anzuelo metido en tu boca, no trates de clavarlo en la mía también. (A movimientos aisla­dos está yendo hacia foro.) Si quieres encubrir co­sas, no vengas a hacerme pasar por tonto. Yo no inventé mi vida. Ni remotamente. Tú tenías una responsabilidad que cumplir aquí, pero le volviste la espalda. Puedes irte ya. Te mandaré tu mitad. (Va al arpa.)

WALTER
Si es que puedes razonar más allá de tu enojo, me gustaría confesarte una cosa... Víc­tor... sé que esto debí decírtelo hace muchos años. Pero hice la prueba... Cuando viniste a verme, te dije... ¿Recuerdas lo que te dije? "Pí­dele dinero a papá". Eso dije... El se había que­dado con dinero, después de la crisis.

VÍCTOR  
¿Pero qué estás diciendo?

WALTER  
Tenía casi cuatro mil dólares.

ESTHER  
¿Cuándo?

WALTER
Cuando aquí estaban comiendo basura. (Pausa breve.)

VÍCTOR  
¿Cómo lo supiste?

WALTER  
Me pidió que se lo invirtiese.

VÍCTOR  
¡Que lo invirtieses!

WALTER
Sí. Por eso nunca le mandé más dinero. Y de haber obrado de acuerdo con mis conviccio­nes, no le hubiese mandado eso tampoco.

VÍCTOR  
(Sigue una pausa larga. Se siente cada vez más avergonzado. Mira con expresión vaga.) ¿Lo tenía realmente? ¿En el banco?

WALTER  
Víctor, en el fondo, vivió de eso hasta su muerte. Lo que le dábamos nosotros no bastaba; tú lo sabes.

VÍCTOR  
Pero hacía algunos trabajos...

WALTER
Le significaban muy poco. Vivía de su dinero, créemelo. Por entonces le dije que si te mandaba a estudiar, yo aportaría lo que correspon­diese. Pero te tenía sujeto, corriendo de un empleo a otro todos los días, para mantenerlo. ¡Cualquier día iba yo a sacrificarme mientras te explotaba de ese modo! Eso lo puedes entender, ¿verdad? (Víctor se vuelve hacia el sillón del centro, y meneando de lado a lado la cabeza exhala un soplo de indig­nación y asombro.) Muchacho, ahora ya no sirve de nada enojarse. Tú sabes cómo se aterraba pensando en el día en que ya no pudiese ganarse la vida. Y no hubo manera de tranquilizarlo.

VÍCTOR
(Protestando; esto es casi increíble.) Pero él veía que yo lo estaba manteniendo, ¿no?

WALTER  
¿Cuánto tiempo ibas a mantenerlo?

VÍCTOR
(Enojándose.) ¿Qué quieres decir... con eso de cuánto tiempo? Podía ver que yo no lo abandonaba.

WALTER  
Sí, pero estaba seguro que más pronto o más tarde lo hubieses hecho.

ESTHER  
¿Suponía que Víctor dejaría de ayudarlo?

WALTER
(Temiendo soliviantar a Víctor, mantiene en plano prudente la lógica respuesta.) Bueno, sí... es una manera de expresar la idea.

ESTHER
Yo lo sabía. ¡Oh, Dios mío! ¿Cuándo voy a creer lo que veo?

WALTER
Estaba aterrado, querida. No quiero decir, Víctor, que no te agradeciese lo que hacías. Te lo agradecía. Pero en realidad no lograba entender. Sí, vale más que lo diga, Víctor; yo mismo nunca sospeché que llegases a tanto. (Víctor lo mira. Ha­bla delicadamente ante el peligro de un posible exabrupto.) Bueno, sin duda comprendes que fue llegar a un extremo eso de mantenerte de su lado en esa forma. ¡Y a costa de tanto sacrificio! (Víctor calla.)

ESTHER  
(Apesadumbrada) Lo comprende.

WALTER
...Yo sé que podríamos trabajar juntos y me encantaría hacer la prueba. ¿Qué dices tú?

VÍCTOR
¿Por qué no me contaste que papá dispo­nía de esa suma?

WALTER
Bueno, lo hice cuando viniste a pedir­me el préstamo.

VÍCTOR  
¿Me dijiste que le pidiese a él?


WALTER  
Sí.

VÍCTOR
¿Pero hubiese recurrido a ti de haber sos­pechado, siquiera remotamente, que él tenía cua­tro mil dólares debajo del culo? Decirme que re­curriese a él carecía de sentido para mí.

WALTER
¡Un momento! (Empieza a señalar el arpa).

VÍCTOR
No sigas, Walter. Lo siento, pero eso es algo así como un insulto. Yo no tengo cinco años de edad. ¿Qué esperas que saque en limpio de esto? Sabías que tenía ese dinero y viniste aquí muchas veces. Se sentaban ahí los dos, mirándo­me dar vueltas de un lado a otro con este uni­forme. ¿Y ahora pretendes que...?

WALTER
(Vivazmente) ¡Sí, Víctor, sin duda tú presentías que él tenía algo!

VÍCTOR
¿Qué quieres ahora? ¿Qué es lo que pre­tendes?

WALTER
Bueno, todo lo que puedo decirte es que yo no hubiese estado aquí, comiendo basura, mien­tras eso me miraba a la cara. (Se refiere al arpa) Esa arpa valía entonces un par de cientos de dó­lares, quizás más. Ahí tenías tu título. Ahí, por lo menos, estaba tu título. (Víctor guarda silencio y tiembla) Pero si quieres seguir con la fantasía, yo no me opongo. Sabe Dios que también yo he acariciado algunas fantasías... (Se pone en mar­cha hacia su sobretodo.)

VÍCTOR  
¡Fantasías!

WALTER
Es una fantasía, Víctor. Tu padre no te­nía un cobre, tu hermano era un hijo de puta y tú no tenías nada que ver con todo eso. Te dije que lo pidieses porque delante de tus narices te­nías el hecho de que él disponía de dinero. Lo sa­bías entonces y, por supuesto, lo sabes ahora.

VÍCTOR
¿Quieres decir que si él tenía unos cuan­tos dólares...?

ESTHER  
¿Cómo unos cuantos dólares?

VÍCTOR
(Tratando de volver sobre sus pasos) Yo ignoraba que tuviese cuatro...

ESTHER  
¿Pero sabías que tenía algo?

VÍCTOR
(Atrapado; como en un sueño en él cual nada es explicable) ...No he dicho tal cosa.

ESTHER
¿Entonces qué estás diciendo? ¡Quiero en­tenderte bien! ¿Sabías que se había quedado con dinero?

VÍCTOR  
No cuatro mil...

ESTHER  
¿Pero suficiente para arreglárselas?

VÍCTOR
(Gritando tanto por rabia., como para libe­rarse) ¿Pretendes que debí clavarlo en una pa­red? ¡El me dijo que no tenía nada!

ESTHER  
¿Pero te dabas cuenta de que no era así?

VÍCTOR
No sé de qué me daba cuenta. (Esto lo ha dicho gritando, y su voz y sus palabras lo sorprenden a él mismo. Se sienta, mirando fijamente, aco­rralado por lo que presiente en sí mismo.)

ESTHER  
Esto es una farsa. ¡Una farsa asquerosa!

VÍCTOR  
¡No! ¡No digas eso!

ESTHER
¡Farsa! ¡Embutirnos en un cuarto amue­blado para que pudieras mandarle parte de tu suel­do! Aun después de casados, seguir mandándose­lo... Dejar de tener hijos, vivir como ratones... y durante todo ese tiempo, tú sabías que... ¡Víc­tor! Estoy tratando de entenderte.

VÍCTOR
(Rugiendo, agónicamente) ¡¡Basta!! (Silen­cio. Luego:) ¡Cristo...! Lo que yo quiero decir es que no es posible dejar las cosas de este modo. Ese hombre era un perro hundido, avergonzado, que no podía andar por las calles. ¿Cómo puedes exi­gir que su último dólar...?

ESTHER
¿Todavía insistes? ¡Pero ese hombre tenía cuatro mil dólares! (Víctor no dice nada) ¡Todo era una ficción! ¡Perro hundido! ¡Un embustero calculador! Y en el fondo de tu corazón, tú lo sa­bías... (La realidad lo golpea y sume en el silen­cio; una realidad que todavía huye de él) ¡Con razón estás paralizado! ¡Tú no has creído una so­la palabra de cuanto has dicho todos estos años! Nuestras vidas de todo este tiempo han sido men­tiras... Tirándolas por una zanja un día tras otro... Para proteger a un miserable y ruin esta­fador. ¡Con razón todo me pareció una pesadilla! Sabía que no era real; lo sabía y dejé que todo si­guiera... Bueno, pues ahora no puedo más. No puedo seguir pasiva un día más. ¡No estoy dispues­ta a morir! (Camina hacia su cartera.)

VÍCTOR
¡Esther! (Se pone en pie de un salto) ¡Esto tampoco es real...!

ESTHER  
Nos estamos muriendo, y lo real es esto.

VÍCTOR
(Su voz brota como si lo hiciese de un cen­tro de calma en una tormenta) Yo te contaré lo que pasó. ¿Quieres oírlo? (Ella advierte en el tono de su voz la sencillez, la falta de auto-defensa. Se aparta de ella, rehaciéndose, y mira fugazmente el sillón del centro, y luego a Walter) Le dije a él lo que tú me habías contestado. Se lo espeté a la cara. (No sigue; su mirada se clava en el sillón del centro, atrapada por los recuerdos; en realidad, sus últimas palabras estuvieron dirigidas al sillón.)

WALTER  
¿Qué pasó? (Pausa.)

víctor
Se echó a reír. Como si fuese una especie de broma pesada. Porque nosotros, aquí, comíamos basura... (Desiste de continuar) No supe cómo interpretarlo. La verdad es que desde entonces ra­ra vez ha pasado una semana sin que viese aque­lla risa. No sabía qué hacer. Y me fui... me fui... (Se sienta, mirando fijamente) al Parque Bryant... detrás de la Biblioteca Pública... (Pausa breve) El césped estaba cubierto de hom­bres. Lo mismo que un campo de batalla; una enor­me hostería de vagabundos al aire libre; y de no vagabundos. Algunos tenían aún zapatos lustrosos y buenos sombreros... hombres de negocio arrui­nados, abogados, mecánicos expertos. Los que yo había visto centenares de veces. Pero de pronto... ¿entiendes?, me di cuenta. (Pausa breve) No ha­bía misericordia. En ningún lugar. (Contempla furtivamente la silla que está junto a la mesita) Un día eres el jefe de la familia y ocupas la cabe­cera de la mesa, y de pronto eres mierda. De la noche a la mañana. Traté de entender aquella ri­sa. ¿Cómo era posible que me ocultase algo, si me amaba?

ESTHER  
Te amaba...

VÍCTOR
(Su voz henchida de pesar) ¡Me amaba, Esther! Lo que pasó fue que no quiso terminar sus días en el césped. No es cuestión de amar o no amar a otro, sino que hay que sobrevivir. Nosotros conocemos esa sensación, ¿verdad? (Ella no pue­de contestarle; siente el dardo) Es forzoso que así sea, Esther. (Con un amplio movimiento de ma­nos, que abarca a Walter y a sí mismo) ¿De qué otra cosa estamos hablando aquí? Si algo le había quedado, debía ser...


ESTHER  
¡Si algo le había quedado...!

víctor
¿Eso en qué puede cambiar las cosas? Sé que estoy hablando como tonto, pero ¿dónde está la diferencia? Ya no podía creer en nadie, y para mí era insoportable. (Se refiere a Walter) El le ha­bía escupido a la cara. Mi madre... (Mira en dirección a Walter al hablar. Casi no hay pausa) La noche en que él nos contó que había quebrado, mi madre... Fue aquí en este canapé. Estaba ves­tida de soirée... para alguna fiesta, aunque no recuerdo. Tenía el cabello recogido en un rodete y aros largos... Y él se había puesto el smoking... y a todos nos pidió que nos sentásemos. Nos dijo que no le quedaba nada. Ella vomitó. (Pausa bre­ve) Le ensució completamente los brazos. Las ma­nos. Y siguió vomitando, como si por su boca expeliese treinta y cinco años de vida. El siguió sen­tado. Apestaba como una cloaca. Y el rostro de papá reflejó una expresión... Nunca había visto a un hombre así. Estaba ahí sentado, dejando que se le secasen las manos. (Pausa. Se vuelve hacia Esther) ¿Cambian las cosas por el hecho de saber o no saber? (Apesadumbrado) ¿Obras siempre con­forme a lo que sabes? (Ella le esquiva la mirada, pero recibe el impacto) No es que yo lo disculpe; aquello fue idiota, y no hace falta que nadie me lo diga. Pero al educarnos nos enseñan a creer en los otros, y nos llenan de aquella inmundicia... No puedes evitarlo; debes tratar de hacer que to­do siga simplemente.

ESTHER  
Sí, lo sé. (Llora.)

VÍCTOR
Creí que si seguía ayudándolo, si podía ver que alguien todavía... (No puede seguir; es ex­traño, pero la razón se ha aflojado. Se sienta) No puedo explicarlo. Yo quise... evitar que todo se desmoronase. Quise... (Desfallece nuevamente. Pausa.)

WALTER
(Sereno) No conseguirás nada, Víctor. (Víctor lo mira; y otro tanto hace Esther) Lo ves por ti mismo, ¿verdad? No es eso de ninguna ma­nera. Lo ves, ¿no es cierto?

VÍCTOR  
(Calmo, con avidez) ¿Qué?

WALTER
(Con ardor, el acaloramiento de su triun­fo) ¿De veras algo se desmoronó? ¿De veras nos enseñaron a creer unos en otros? A lo que nos en­señaron fue a triunfar, ¿no es cierto? ¿Por qué otra razón pudo respetarme de ese modo, y a ti, no? ¿Qué es lo que se desmoronó? ¿Qué había que pu­diera desmoronarse? (Víctor aparta la vista de la visión naciente) ¿Aquí existía algún amor? Cuan­do él la necesitaba, ella vomitó. Y cuando tú lo ne­cesitabas a él, se echó a reír. Lo insoportable no fue que todo se desmoronase, sino que aquí nunca hu­bo nada. (Víctor se vuelve hacia él otra vez.)

ESTHER
(Tal como si ella, misteriosamente, estu­viese desplazándose bajo los rayos del juicio final) ¿Pero quién...? Es decir, ¿quién es capaz de ha­cer frente a eso, Walter?

WALTER
(A ella) ¡Pero tú tienes que hacerlo! (A Víctor) Lo que viste aquel día detrás de la Biblio­teca Pública no fue que en el mundo no hubiese misericordia. No, muchacho. Fue que no había amor en esta casa. No había lealtad.

ESTHER  
Salvo la suya.

WALTER
Esther, aquí no hubo más que una com­ponenda financiera lisa y llana. Eso fue lo que re­sultó insoportable... (A Víctor) Y tú procediste a borrar lo que veías.

VÍCTOR  
(Con terrible ansiedad) ¡Borrar...!

WALTER
Yo he estado metido en esta caja, Víctor. Treinta años he desperdiciado protegiéndome con­tra esa catástrofe... (Señala el sillón) Y sólo con­seguí salir vivo cuando comprendí que no había tal catástrofe, que no la hubo nunca. Nunca se amaron. Ella dijo un centenar de veces que el matrimonio destruyó su carrera musical. Yo no vi nada que se derrumbase aquí, Víctor. ..Ya mí no me impresiona con eso del vómito en las manos. Yo no busco una traición por todos los rin­cones; mis días me pertenecen ahora, no me ate­rra el riesgo de creer en alguien. Todo lo que qui­se alguna vez fue trabajar en cuestiones científi­cas; pero inventé un dispositivo eficaz y a prueba de desastres para fabricar dinero. Tú... (A Es­ther, con una sonrisa cariñosa) Tú nunca pudiste soportar la vista de la sangre. (A Víctor) ¿Y qué fue lo que hiciste? Meterte de cabeza en la profe­sión más violenta que existe. Nos inventamos a nosotros mismos, Víctor, para eliminar lo que sabemos. Tú inventaste una vida de sacrificio, una vida de deber y obligaciones; pero lo que aquí no existió jamás no pudo defenderse. Tú no estabas defendiendo algo, sino negando lo que sabías que eran ellos. Y negándote a ti mismo. Eso es lo úni­co que se interpone ahora entre nosotros. Una ilu­sión, Víctor. Que yo les escupí a las caras y que tú debes defenderlos en contra mía. Pero yo sólo vi entonces lo que tú ves ahora; aquí no había na­da que traicionar. Yo no soy tu enemigo. Todo no es más que una ilusión, y si a través de la ilusión pudieses caminar, nos reuniríamos... (Sobre él gravita una reconciliación) Somos hermanos. Es casi como si fuésemos... (Sonríe cariñosamente, inseguro aún) dos mitades de un mismo individuo. Como si no pudiésemos del todo avanzar... a so­las. ¿Lo sientes así alguna vez, Víctor?

VÍCTOR
Walter, estoy tratando de creer en ti. Quie­ro creer. Hasta... hasta te diré... que hay días en que no puedo recordar qué es lo que tengo con­tra ti. Y sobre mí pende como una roca. Me veo en la vidriera de un negocio, con mi cabello cada vez más ralo, caminando por las calles... y no lo­gro recordar por qué. Uno puede llegar a enloque­cer cuando desaparecen todas las razones... cuan­do ya ni siquiera es capaz de odiar.


WALTER  
Porque es irreal, Víctor, y tú lo sabes.

VÍCTOR  
Entonces dame algo real.

WALTER  
¿Qué puedo yo darte?

VÍCTOR
No te reprocho nada, te pregunto. Entien­do que hayas dado la espalda. Un millar de veces lamenté no haber hecho lo mismo. Pero venir aquí durante todos aquellos años, sabiendo lo que sa­bías y no diciendo nada...

WALTER
(Con una imploración; como si no pudie­se negar el pasado ni responsabilizarse por él) Y si yo dijese, Víctor... Si dijese que sentí algún deseo de retenerte... ¿con eso qué podría darte ahora?

VÍCTOR
(Como si viese un camino hacia su antigua confianza mutua) ¿Deseabas eso? Dime la verdad, Walter.

WALTER
(Entre la espada y la pared) Quise verme libre para hacer mi trabajo. ¿Eso significa que te robé la vida? (Grita y se pone de pie) ¡Tú tomaste esas determinaciones conscientes, Víctor! ¡Y a eso es a lo que debes dar la cara!

VÍCTOR
¿Pero tú a qué das la cara? No me estás convirtiendo en un error de cincuenta años que camina. Cuando te vayas, nosotros tendremos que volver a casa y seguir mirándonos. ¿Tú a qué das la cara?

WALTER
Te he ofrecido todo lo que soy capaz de ofrecerte.

VÍCTOR
Si hubieses venido a darme algo, lo sabría. Me daría cuenta.

WALTER
(Cruzando a buscar su sobretodo) Tú no quieres la verdad; quieres un monstruo.

VÍCTOR
Viniste a buscar el viejo apretón de manos, ¿verdad? ¿El visto bueno? (Walter se detiene en la puerta) Y terminas con el respeto, la carrera, el dinero y, lo mejor de todo, lo que ninguna otra persona te puede decir en forma que lo creas... que eres un hombre estupendo y nunca en tu vida has hecho mal a nadie. Bueno, pues eso no lo vas a conseguir. No hasta que yo no tenga el mío.

WALTER
¿Y tú? ¿Nunca sentiste odio hacia mí? ¿Jamás un deseo de verme muerto? ¿De matarme, de matarme con ese sacrificio santurrón, esa paro­dia de sacrificio? ¿Y a mí qué vas a darme, Víctor?

VÍCTOR
No tengo que darte nada. Ahora, ya no. Y a mí no tienes tú que darme nada. No hay na­da que dar... lo veo ahora. Sencillamente, no quise que terminase tirado en el césped. Y no ter­minó así. Eso y nada más. No podría trabajar con­tigo, Walter. No puedo. No te tengo confianza.

WALTER
¡Venganza! Hasta el último momento. ¡Es­tá sacrificando su vida a la venganza!

ESTHER  
Nada se ha sacrificado.

WALTER
Probar con tu fracaso la clase de traicio­nero hijo de perra que soy yo... Ahorcarte en mi dintel. Entonces y ahora.

ESTHER
(Calma, no mirando de frente a ninguno de los dos) Déjalo, Walter, por favor. No digas nada más.

WALTER
¿Tú cierras el debate y te vas, y eso es tu ideología resumida en pocas palabras? ¡Envidia y nada más! (Entra Salomón, receloso, y lleva la mi­rada de uno a otro) ...Y hasta este momento no tienes el valor de mirar la realidad de frente. Eres un fracasado. Pero el fracaso no te da autoridad moral. Por lo menos, ante mí. Yo trabajé para ha­cer lo que hice; y hay gente caminando en este mundo que sin mí estarían muertos. Sí. (Señala el sillón del centro) Fue más listo que nosotros. Comprendió lo que tú querías y eso te dio. Mató a esa mujer y te mató a ti. Pero a mí, no. Ni enton­ces ni ahora. Ni me matará jamás. (Humillado por ella. Se siente furioso. Sin haberlo pensado an­tes, da un paso hacia la puerta. A Víctor también:) Sigue viejo bribón... róbalos a mansalva. ¡A ellos les gusta! ¡Les encanta! (Ahora se vuelve hacia Víctor) Nunca, nunca en tu vida volverás a aver­gonzarme. (Hay un vestido sobre la mesa al lado de su sobretodo. De pronto, lo toma de un manotón y corre hacia Víctor, arrojándoselo, al tiempo en que lanza un grito. Hace mutis. Víctor se lanza tras él.)

VÍCTOR  
¿Walter?

SALOMÓN
(Conteniéndolo con un movimiento de manos) Deje que se vaya. (Víctor, indeciso, se vuel­ve hacia Salomón) ¿Usted qué puede hacer?
ESTHER
Todo lo que ve, ¿no es cierto? (Salomón, en actitud interrogante, se vuelve hacia ella) Usted cree en todo lo que ve.

SALOMÓN
(Creyendo que ella está en contra de él) ¿Y qué hay con eso?

ESTHER
No, es maravilloso. Tal vez por eso sigue activo. (Víctor se vuelve hacia Esther ahora. Esther contempla la puerta) Yo tenía diecinueve años cuando por primera vez subí esa escalera... si es que puede creerme. El tenía un hermano, que era el joven médico más inteligente y más maravi­lloso... de todo el mundo. Como llegaría a serlo pronto él. De alguna manera, por algún medio. (Se vuelve hacia el sillón del centro) Y un hombre­cito dulce y casi inofensivo, que siempre esperaba que llegasen las noticias... Y a la semana siguien­te, hombres que nunca habíamos visto y de los cuales no habíamos oído hablar vinieron, lo destro­zaron todo, lo deshicieron. ¿Por qué el final de las cosas es siempre tan irreal? Muchas veces pen­sé. .. que lo que él más deseaba era hablar con su hermano, y que si podían... Pero él ha veni­do y se ha ido. Y yo sigo pensando lo mismo. ¿Ver­dad que es terrible? Siempre me parece que se da­rá un pasito más... y alguna loca especie de per­dón se hará presente, y todos se elevarán. ¿Cuán­do dejamos de ser tan... imbéciles?

SALOMÓN
Yo tuve una hija, que Dios tenga en su gloría, y se suicidó. Ya han pasado casi sesenta años. Y todas las noches, cuando me acuesto... sigue estando allí. La veo con la misma claridad con que la veo a usted. Pero si se produjese un mi­lagro y resucitase, ¿qué le diría? Así que venga, arreglemos este asunto ahora. (Se vuelve de nuevo hacia Víctor y paga) Quedamos en que usted tenía siete. Ahora le doy ocho, nueve, diez, once... (Busca, encuentra un billete de cincuenta) Y aquí tiene cincuenta más por el arpa. Ahora quiero que me disculpen. Esta noche tengo mucho que hacer aquí. (Toma su bloc y su lápiz, y, cuidadosamente, empieza a hacer una lista de los muebles. Víctor dobla el dinero.)

VÍCTOR  
Todavía podríamos llegar al cine, si quieres.

ESTHER
Está bien. (Víctor camina hacia el traje y empieza a quitarle la funda de plástico) No te preocupes. (Víctor la mira. Ella se vuelve hacia Salomón) Adiós, señor Salomón.

SALOMÓN
(Levanta la vista del bloc, en que la te­nía clavada) Adiós, querida. Me gusta ese traje. Es muy lindo. (Vuelve a su trabajo.)

ESTHER
Gracias. (Sale llevándose consigo su vida. Víctor se pone la chaqueta del uniforme y se en­dereza la corbata.)


VÍCTOR  
¿Cuándo se llevará las cosas?

SALOMÓN
Dios mediante, y si todavía vivo... ma­ñana a primera hora.

VÍCTOR
(Se refiere al traje) Vendré a buscar mi traje luego. También están mi florete, la careta... y los guantes.

SALOMÓN
(Prosiguiendo su trabajo) No se preocu­pe. No tocaré nada de eso.

VÍCTOR
(Alargando una mano) Me alegro de ha­berlo conocido, Salomón.

SALOMÓN
Lo mismo digo. Y quiero dar las gracias a ustedes.

VÍCTOR  
¿Las gracias por qué?

SALOMÓN
(Echando un vistazo a los muebles) Bue­no, ¿quién iba a decirme que yo empezaría de nuevo con todo un lote como éste...? (Se corta) Pero vayan, vayan. Tengo mucho que hacer.

VÍCTOR
(Encaminándose a la puerta) Buena suer­te con todo eso.

SALOMÓN  
¡Ah, muchacho! La suerte no se conoce hasta el último momento.

VÍCTOR  
(Sonríe) Tiene razón, sí. (Echando un úl­timo vistazo a todo el cuarto) Bueno, adiós.

SALOMÓN  
(Al tiempo en que Víctor hace mutis) Adiós, adiós.

(Ha quedado a solas. Tiene en la mano el bloc y el lápiz, y toma el lápiz para ponerse a trabajar. Pero mira en torno, y lo oprime la provoca­ción de todo aquello, por lo cual siente miedo y preo­cupación. Se lleva instintivamente una mano a la mejilla, tironea la carne amedrentado. Mira el arpa, va a ella, y de nuevo pulsa una cuer­da, agachando de costado la cabeza para oír si la caja está rajada. Luego su vista se fija en el fonógrafo. Va hacia él, lo observa y luego mira el disco que está en el plato del fonógrafo, lee la etiqueta y ríe entre dien­tes, recordando tiempos pasados. Se sienta en el si­llón del centro, riendo con más fuerza. Se echa hacia atrás y ríe.)
TELÓN LENTO