CHRISTOPHER MARLOWE
TAMERLÁN
EL GRANDE
PARTE PRIMERA
PERSONAJES
MlCETAS, rey de Persia
COSROES, su hermano
MEANDRO
THERIDAMAS
ORTIGIO señores persas
CENEO
MENAFONTE
TAMERLÁN, pastor escita
TECHELLES
USUMCASANE secuaces suyos
BAYACENTO, emperador de los Turcos
REY DE FEZ
REY DE MARRUECOS
REY DE ARGEL
REY DE ARABIA SOLDÁN DE EGIPTO
GOBERNADOR DE
DAMASCO
AGIDAS
MAGNETAS señores medos
CAPOLINO, egipcio
FlLEMO, bajaes, señores, ciudadanos,
moros, soldados y sirvientes
ZENÓCRATA, hija del soldán de Egipto
ANIPPA, Su doncella
ZABINA, esposa de Bayaceto
EBEA, SU doncella
Vírgenes de Damasco
PRÓLOGO
Usando musicales y rítmicas agudezas, con ayuda de los elementos de la
farándula os conduciremos a la majestuosa tienda militar en la que oiréis a
Tamerlán, el escita, amenazar al mundo con pasmosos términos y azotar los
reinos con su vencedora espada. Contemplad su pintura en este trágico espejo y
aplaudid a vuestra voluntad su fortuna.
ACTO PRIMERO
ESCENA PRIMERA
MlCETAS, COSROES, MEANDRO, THERIDAMAS, ORTIGIO,
CENEO, MENAFONTE y otros
MICETAS. — Acongojado me encuentro, hermano
Cos-roes, y no acierto, con todo, a expresar la causa, porque ello requeriría
grande y retumbante discurso. Explícalo tú a mis magnates, buen hermano mío,
que tienes mejor ingenio que yo.
COSROES. — ¡Ah, infortunada Persia que antaño fuiste sede de poderosos
conquistadores y que con tus proezas y política triunfaste sobre África y
llegaste a los límites de Europa, allá donde el sol apenas aparece entre fríos
y congelados meteoros! He aquí que ahora te rige y gobierna un hombre en cuyo
nacimiento se conjuntaron Cintia y Saturno, sin que Júpiter, el Sol ni Mercurio
quisiesen derramar sus influencias en su tornadizo cerebro. Y tártaros y
turcos, blandiendo contra ti sus espadas, amenazan destruir todas tus provincias.
MICETAS. — Bien percibo, hermano, lo que quieres decir, y con tu plática
de planetas entiendo que juzgas que no soy bastante discreto para ser rey. Pero
yo apelo a mis nobles, que conocen mi despejo, para que sean testigos de que
podría hacerte matar por lo que dijiste. ¿No es cierto, Meandro?
MEANDRO. — Por tan leve falta, no, mi
soberano señor.
MICETAS. — No es que me lo proponga,
pero sé que podría hacerlo. Mas vive, hermano, sí, vive, que Micetas lo quiere.
Meandro, fiel consejero mío, declara la causa de mi congoja, que se debe, como
Dios lo sabe, a ese Tamerlán que, cual zorro en tiempo de siega, hace presa en
mis greyes de viajeros, proponiéndose, según se advierte, despellejarme. Veamos
esto bien y obremos con discreción.
MEANDRO.- A menudo he oído a Vuestra
Majestad quejas de Tamerlán, ese recio ladrón escita, que despoja a vuestros
mercaderes que, desde Persépolis, comercian con las Islas Occidentales. Sé que
con su ilícita banda, a diario comete inciviles ultrajes esperando (fiado en
engañosas profecías) reinar en Asia y con sus armas bárbaras hacerse monarca de
Oriente. Pero si en Asia penetra o enarbola su nómada pendón en los campos
pérsicos, mandar debéis a Theridamas que con un millar de caballos vaya a
prenderle y conducirlo cautivo al pie de vuestro egregio trono.
MICETAS. — Plena verdad hablaste, señor
a quien grande genio, por lo que te aprecio, llamo. Si todos concordáis, mil
caballos enviaré sin demora para cautivar a ese mísero escita. ¿Qué os parece,
honorables señores? ¿No es esta resolución digna de un rey?
COSROES. — Yo no puedo dictaminar,
puesto que vos mandáis.
MICETAS. — Oye, pues, tu misión,
valiente Theridamas, principal capitán de las huestes de Micetas, esperanza de
Persia, cuyo Estado cual en un báculo en ti se apoya y hombre que a los
enemigos vecinos refrena y repele. Tú serás el conductor de esos mil caballos
que, espumeando de rabia y coraje, determinarán la muerte del maligno Tamerlán.
Vete, pues, ceñudo y torna sonriente, como Paris hizo con la dama griega. Más vuelve
pronto, que el tiempo Pasa de Prisa, Y es frágil la vida y podemos morir hoy.
THERIDAMAS. — Antes de que la luna
renueve la luz que toma, no dudéis, señor y gracioso soberano mío, de que
Tamerlán y su chusma tártara, perecerán a nuestras belicosas manos o a los pies
de Vuestra Alteza pedirán clemencia.
MICETAS. — Ve, pues, recio Theridamas,
que tus palabras son espadas y con sólo tu aspecto vencerás a todos tus
enemigos. Ya me tarda verte regresar para contemplar mis corceles, como la
leche blancos, cargados de cortadas cabezas de muertos y desde sus jarretes a
sus cascos embadurnados de sangre; lo que será placentero de ver.
(Sale Theridamas.)
THERIDAMAS. — En ese caso, señor,
humildemente me retiro.
MICETAS. — Diez mil adioses, Theridamas.
¡Eh Menafonte! ¿Por qué te quedas atrás cuando otros se adelantan en busca de
renombre? Ea, Menafonte, marcha a Escitia y cabalga junto a Theridamas.
COSROES. — Plázcate dejarlo, que mayor
tarea cumple a Menafonte que guerrear contra un bandido. Virrey de África debes
nombrarle para que se granjee los corazones de los babilonios, quienes se
sublevarán contra el Gobierno persa si no tienen un rey más sabio que tú.
MICETAS. — ¿Si no tienen un rey más
sabio que yo? Anota sus palabras, Meandro.
COSROES. — Y añade que toda Asia lamenta
ver la locura de su rey.
MICETAS. — Juro por mi real
asentadero...
COSROES. — Puedes también besarlo, si te
place.
MICETAS. —...que, ataviado de seda, como
mejor a mi estado cumple, he de vengarme de esas despectivas palabras. ¿Dónde
están el deber y la obligación? ¿Han huido al Caspio o al Gran Océano? ¿Qué
puedo llamarte, hermano? No ya enemigo, sino monstruo de la Naturaleza y
vergüenza de tu estirpe, pues osas burlarte de tu soberano. Vamos, Meandro, que
me han ofendido.
(Salen. Quedan Cosroes y Menafonte.)
MENAFONTE. — ¿No estáis, señor, atónito
y confuso al oíros así amenazado por el rey?
COSROES. — No me intimidan, Menafonte,
sus amenazas. Ya los nobles persas y los capitanes de las guarniciones medas se
han conjurado para coronarme emperador de Asia. Pero lo que me aflige hasta la
misma esencia de mi lastimada alma es ver que nuestros enemigos, que antes
temblaban al mero nombre del monarca persa, ahora toman a escarnio e irrisión
nuestro Gobierno. Ganas siento de llorar viendo que hombres venidos de las más
lejanas líneas equinocciales han lanzado enjambres de tropas al oriente de la
India y, cargando sus buques de oro y piedras preciosas, en todas nuestras
provincias entran a saco.
MENAFONTE. — Eso debe regocijar a
Vuestra Alteza, ya que la Fortuna le da oportunidad de ganar el título de
victorioso salvando a este maltratado imperio. Puesto que África y Europa
confinan con vuestros dominios, muy fácil os sería, con una poderosa hueste,
pasar a Grecia, como hiciera Ciro antaño, y hacer a vuestros enemigos retirar
sus fuerzas a su tierra, a menos de que queráis someter el orgullo de la
cristiandad.
(Suenan trompetas dentro.)
COSROES. — ¿Qué significa, Menafonte,
ese son de trompetas?
MENAFONTE. —- Que Ortigio y los demás,
señor, vienen a traeros la imperial corona.
(Entran Ortigio y Ceneo, con otros,
llevando una corona.)
ORTIGIO. — Magnífico y poderoso príncipe
Cosroes, nosotros, en nombre de los demás Estados persas y dominios de esta
potente monarquía, venimos a ofrecerte la diadema imperial.
CENEO. — Los aguerridos soldados y los
caballeros que antaño llenaban Persépolis con capitanes africanos prisioneros en
campaña (cuyo rescate hacían pagar a peso de oro) y que ostentaban joyas
pendientes de los oídos y brillantes piedras preciosas en sus plumeros, ahora,
viviendo ociosos en las amuralladas ciudades, faltos de paga y militar
disciplina, principian a amenazar con la guerra civil y abiertamente hablan
contra el rey. Por lo cual, para atajar cualquier repentino motín, queremos
investir emperador a Vuestra Alteza, con lo que los soldados tendrán más
alegría que los macedonios con el botín de Darío y su rica hueste.
COSROES. —- Pues que veo el estado de
Persia abatirse y languidecer bajo el gobierno de mi hermano, de grado recibo
la imperial corona y prometo llevarla en bien de mi país a despecho de los que
quieran encizañar mi Estado.
ORTIGIO.— Como prenda del deseado éxito,
coronárnoste aquí monarca de Oriente, emperador de Asia y de Persia, Gran Señor
de Media y Armenia, duque de África y Albania, de Mesopotamia y de Partía, de
la India Oriental y las islas recién descubiertas, así como gran señor de todo
el vasto mar Euxino y del siempre furioso lago Caspio. ¡Vivas largos años,
Cosroes, poderoso emperador!
COSROES. —- ¡Así me dé Júpiter tan larga
vida como la que deseo para recompensar vuestro amor y hacer a los soldados que
de tal modo me honran triunfar sobre muchas provincias! Siendo esos los deseos
de las fuerzas en disciplina y armas, no dudo de que en breve reinaré como solo
rey, y con el ejército de Theridamas sin dilación iremos, señores míos, a
garantizarnos contraías fuerzas de mi hermano.
ORTIGIO. — Antes de traeros la corona,
señor, aun proponiéndoos tan pronto investiros y estando tan cerca de la
residencia de vuestro aborrecible hermano, juzgamos que los magnates no se
exasperarían al punto de suprimir o dañar vuestro merecido título. Mas, si así
no fuera, diez mil caballos tenemos prestos a sacaros de aquí a pesar de
vuestros presuntos enemigos.
COSROES. —- Lo sé, señor, y a todos os
lo agradezco.
ORTIGIO. — ¡Suenen, pues, las trompetas!
¡Dios guarde al rey!
(Retumban las trompetas. Mutis.)
ESCENA II
TAMERLAN conduciendo a ZENÓCRATA,
TECHELLES, USUMCASANE,
AGIDAS, MAGNETAS y otros señores y
soldados cargados de
tesoros.
Tamerlán lleva sobre la armadura una zamarra de
pastor.
TAMERLÁN. — Ea, señora, no agobie esto
vuestros pensamientos, que las joyas y tesoros que hemos tomado serán
preservados, así como vos, y aun en mejor estado que si hubieseis llegado a
Siria rodeada de las armas de vuestro padre, el poderoso soldán de Egipto.
ZENÓCRATA. — Pastor (si es que, como
pareces, eres hombre tan bajo), compadécete de mi desastroso brete y no trates
de enriquecer ilegalmente a tus seguidores despojando a una incauta doncella
que, viajando con estos señores medos, iba a Memfis desde Media, país de mi
tío, donde toda mi mocedad he sido educada; y mira que hemos cruzado el
ejército del poderoso turco llevando su firma y sello privado como
salvoconducto para atravesar toda África.
MAGNETAS. — Y cuando llegamos a Escitia,
además de ricos presentes de su pujante khan, cartas de Su Alteza tenemos
ofreciéndonos ayuda y asistencia si las necesitamos.
TAMERLÁN. — Pero ya veis que ahora esas
cartas y ofertas son anuladas por un hombre más grande, porque para atravesar
mis provincias necesitaréis salvoconductos por mi poder otorgados, sí salvar
queréis vuestro tesoro. Y como me place vivir en libertad, tan fácilmente
podéis
conseguir la corona del soldán como
lograr que presa alguna salga de los límites de mi dominio. Sí, que hay
amigos que a ganar mi Estado me ayudan,
hasta que hombres y reinos contribuyan a reforzarlo y mantengan
mi vida libre de servidumbre. Mas
decidme, señora, ¿está Vuestra Gracia prometida?
ZENÓCRATA. —- Lo estoy, señor, ya que os
importa el saberlo.
TAMERLÁN. — Señor soy, pues mis hazañas
lo prueban, pero a la vez pastor soy por mi progenie; y con todo, señora, esa
bella faz y divino pone han de honrar el lecho del que conquista Asia y se
propone aterrorizar al mundo, llegando a medir los límites de su imperio, de
este a oeste, por el curso de Febo. ¡Quedad ahí, prendas que llevar desdeño!
(Se despoja de la zamarra.) Esta armadura y este mandoble cosas son que
convienen mejor a Tamerlán. Y como quiera que estiméis, señora, este suceso y
pérdida sufrida, sabed que por ello podéis llegar a ser emperatriz de Oriente.
Y esos que os parecen torpes y rústicos acabarán siendo caudillos de una gran
hueste que haga con su peso estremecerse las montañas hasta que, como aéreas
exhaladones, las haga, abriéndose camino, penetrar en la tierra.
TECHELLES. —- Tamerlán parece, con su
armadura, cual egregio león levantándose y con sus tendidas zarpas amenazando
rebaños de reses. Paréceme ver reyes a sus pies arrodillándose y él, con el
entrecejo fruncido y aspecto fiero, arrancando las coronas de sus cautivas
cabezas.
USUMCASANE. — Y haciéndonos, Techelles,
reyes a ti y a mí, ya que siempre hasta la muerte seguiremos a Tamerlán.
TAMERLÁN.- ¡Noblemente opináis, tiernos
amigos y compañeros! Acaso estos hombres vuestro valor desprecien y piensen que
alardeamos por tener el cerebro trastornado. Pero, pues tan en poco estiman
nuestros méritos, creyendo que pensamos llevar imperios en nuestras lanzas y
considerando tales pensamientos fugaces como las nubes, sean seguidores
nuestros forzadamente hasta que con sus ojos nos miren emperadores.
ZENÓCRATA. — Los dioses, protectores de
los inocentes, no harán prosperar vuestros propósitos, ni os dejarán oprimir a
pobres viajeros indefensos. Concédenos, pues, la libertad al menos, aunque
esperes eternizarte siendo poderoso emperador de Asia.
AGIDAS. —- Confío en que los tesoros de
Vuestra Señoría y los nuestros sirvan para rescatar nuestras libertades.
Devuélvansenos nuestros camellos y muías sin carga para que podamos llegar
hasta Siria, donde Alcidamo, prometido esposo de Su Alteza, espera su llegada.
MAGNETAS. — Y doquiera que nos hallemos
no hablaremos sino bien de Tamerlán.
TAMERLÁN. — ¿Desdeña Zenócrata convivir
conmigo? ¿Desdeñáis ser compañeros míos, señores? ¿Pensáis que aprecio este
tesoro más que a vosotros? Todo el oro de la rica India no compraría al último
soldado de mi tropa. Zenócrata, más amable que el amor de Júpiter, más
brillante que la argentina Rhodope, más bella que la blanca nieve de las
montañas escitas, más vale tu persona para Tamerlán que la posesión de la
corona persa, que las graciosas estrellas me prometieron al nacer. Cien
tártaros han de servirte, montados en caballos más que Pegaso veloces. Tus
vestidos serán de seda de Media, ornados con preciosas joyas mías, más ricas y
valiosas que las de Zenócrata. En un trineo de marfil arrastrado por ciervos
blancos serás llevada entre los helados lagos y escalarás majestuosas cumbres
de las montañas nevadas, cuyo hielo pronto se fundirá ante tu hermosura. Mis
marciales preseas, que con quinientos hombres gané sobre las cincuenta veces
revueltas olas del Volga, serán ofrecidas a Zenócrata y yo mismo me ofreceré a
ella.
TECHELLES. — ¿Cómo? ¿Enamorados estamos?
TAMERLÁN. — Las mujeres han de ser
lisonjeadas, Techelles. Pero es cieno que estoy enamorado de ésta.
(Entra un soldado.)
SOLDADO. —- ¡Nuevas, nuevas!
TAMERLÁN. —- ¿Qué ocurre?
SOLDADO. — Se acercan un millar de
jinetes persas que envía el rey para deshacernos.
TAMERLÁN. — ¿Qué os parece, Zenócrata, y
señores egipcios? Ahora habrá que devolveros vuestras joyas y yo, triunfador,
seré vencido. ¿Qué decís, señorías? ¿No tenéis esperanza en eso?
AGIDAS. — Lo que esperamos es que vos
voluntariamente nos libertéis.
TAMERLÁN. —- Mucha esperanza os infunden
esos mil caballos. Calmaos, señores míos, y mi dulce Zenócrata.
¡Forzados seréis a seguirme! ¡Mil
jinetes contra quinientos infantes! Mucha diferencia es para que resistamos.
Pero, ¿son gente rica? ¿Tienen buenas armaduras?
SOLDADO. —- Sus yelmos empenachados
están ornados con oro batido, esmaltadas son sus espadas y desde su cuello a su
cintura cuelgan macizas cadenas de oro. En todas sus partes son muy galanes y
ricos.
TAMERLÁN. — ¿Lucharemos valerosamente
contra el adversario, o preferís que apele a la diplomacia?
TECHELLES. — No, que son cobardes y
débiles de corazón los que discursean cuando el enemigo está próximo. Nuestras
espadas habrán de hablar por nosotros.
USUMCASANE. —- Esperémosles al pie de la
montaña y con súbito t intenso rebato empujemos a todos sus caballos hacia
abajo.
TECHELLES. —- Ea,
marchemos.
TAMERLÁN. —- ¡Alto,
Techelles! Propon
parlamento primero. (Entran los soldados.) Abrid las valijas, no sin vigilar
bien el tesoro, y procurad, poniendo sus reflejos áureos a la vista, que
sorprenda a los persas. Recibámosles afablemente cuando lleguen, pero si
pronuncian palabras de violencia combatamos a una los quinientos hombres de
armas antes de separarnos de nuestra posesión. Alcemos contra el general
nuestras espadas y o seguemos su garganta ávida o cojámosle prisionero y
sírvale su cadena de prisión de sus manos hasta que nos paguen su rescate.
TECHELLES. — Ya les
oigo venir. ¿Vamos
a encontrarles?
TAMERLAN. — Quedaos donde estáis, sin
mover un pie. Yo afrontaré el primer choque.
(Entra Theridamas con otros.)
THERIDAMAS. — ¿Dónde está ese escita,
ese Tamerlán?
TAMERLAN. — ¿A quién buscas, persa?
Tamerlán soy yo.
THERIDAMAS. —- ¿Tamerlán? ¿Un pastor
escita tan bien portado? ¿Con tales dones naturales y tan ricos acarreos? Su
mirada amenaza al cielo y desafía a los dioses, y sus fieros ojos se fijan en
tierra, como si planease alguna añagaza para abrirnos las obscuras bóvedas del
infierno y hacer salir al can de la triple cabeza.
TAMERLAN. —Noble y benigno debe ser este
persa si por lo externo puede juzgarse lo interior.
TECHELLES. — Sus profundas afecciones le
tornan apasionado.
TAMERLAN.— ¡Con qué majestad alza la
mirada! En ti, valiente persa, atisbo la locura de tu emperador, porque no eres
sino capitán de mil jinetes cuando por el carácter grabado en tu frente y en tu
faz marcial y aspecto viril merecías tener el mando de una gran hueste. Deja a
tu rey y únete conmigo, que ambos triunfaremos sobre el mundo. Tengo al destino
aherrojado y con la mano hago girar la rueda de la Fortuna. Antes caerá el sol
de su esfera que sea Tamerlán muerto o vencido. Si blandes la espada, potente
hombre de armas, pretendiendo rozar mi encantada piel, Júpiter mismo tenderá
desde el cielo la mano para parar el golpe y de daño librarme. Mira cómo hace
llover sobre nosotros montones de oro, cual para proveer a la paga de mis
soldados, y advierte que como seguro y fundado argumento de que habré de ser
monarca de Oriente, me envía la rica y hermosa hija del soldán para ser mi
reina y altiva emperatriz. Si conmigo te quedas, hombre renombrado, y tus mil
jinetes unes a mi mesnada, además de tu parte en este botín egipcio, tus mil
caballos sudarán con el marcial trabajo de conquistar reinos y saquear
ciudades. Los dos caminaremos sobre eminentes riscos, y los cristianos
mercaderes cuyas rusas rodas anchas estelas abren en el Mar Caspio, nos
saludarán como señores del lago. Reinaremos como reyes y cónsules de la tierra
y poderosos monarcas serán nuestros senadores. Algunas veces Júpiter se
disfraza; sabe, pues, que por los caminos por los que él escaló los cielos
llegaremos a ser inmortales como los dioses. Únete ahora a mí, que en condición
humilde estoy (aunque sólo digo humilde porque, siendo obscuro, no me conocen
aún las naciones lejanas), y cuando mi nombre y honor se difundan hasta donde
el Bóreas tiende sus atrevidas alas o Bootes envía su alegre luz, tú competirás
conmigo y permanecerás con Tamerlán en toda su majestad.
THERIDAMAS. —- Ni el mismo Hermes,
portavoz de los dioses, usaría persuasiones más convincentes.
TAMERLAN. —- Ni son tan verdad los
oráculos de Apolo como auténticas encontrarás mis jactancias.
TECHELLES. —- Amigos suyos somos; y si
el rey persa quisiera ofrecernos ducados a cambio de nuestro presente estado,
no aceptaría yo el trueque, porque pensaría perder, ya que estamos seguros del
triunfo de nuestro amigo.
USUMCASANE. —- No menos que reyes
esperamos ser todos, apañe del honor de las conseguidas conquistas. Los reyes
se cobijarán cabe nuestras vencedoras espadas y huestes de soldados nos mirarán
atónitos, confesando con temerosas lenguas que somos los hombres a los que todo
el mundo admira.
THERIDAMAS. — ¿Qué poderosos encantos
ablandan mi alma? ¡Cuan resueltos son estos nobles escitas! Pero, ¿habré de ser
traidor a mi rey?
TAMERLAN. —- No, sino amigo de confianza
de Tamerlán.
THERIDAMAS. —- Ganado por tus palabras y
vencido por tu apariencia, yo, mis hombres y caballos nos entregamos a ti para
compartir tu mal y tu bien mientras conserve la vida Theridamas.
TAMERLAN. — He aquí mi mano, Theridamas
amigo; que eso es tanto como si jurase por el cielo. Hago testigos a los dioses
de la promesa de que irá mi corazón unido al tuyo hasta que nuestros cuerpos
vuelvan a sus elementos integrantes y aspiren a celestiales tronos nuestras
almas. Techelles y Usumcasane, dadle la bienvenida.
TECHELLES. — Bienvenido seas a nosotros,
renombrado persa.
USUMCASANE.- Largo tiempo permanezcas
con nosotros, Theridamas.
TAMERLAN. — Éstos son mis amigos, en los
que me regocijo más que el rey de Persia en su corona. Y digo por las estatuas
de Pílades y Orestes, a las que adoramos en Escitia, que ni tú ni ellos os
separaréis de mí hasta que os corone reyes en Asia. Trátalos bien, Theridamas
gentil, y ellos no te abandonarán hasta la muerte.
THERIDAMAS. — Para honraros y
protegeros, tres veces noble Tamerlán, no necesitará mi corazón ser traspasado
por el contento.
TAMERLAN. — Mil gracias, digno
Theridamas. Y ahora, bella dama y nobles señores, si de buen grado permanecéis
conmigo, los honores recibiréis que vuestro mérito merece, y de lo contrario
viviréis en esclavitud.
AGIDAS.- Cedemos a ti, afortunado
Tamerlán.
TAMERLAN. — En cuanto a vos, señora, no
albergo dudas.
ZENÓCRATA. —- Has de alegrarte a la
fuerza, desdichada Zenócrata.
(Mutis.)
ACTO II
ESCENA PRIMERA
COSROES, MENAFONTE, ORTIGIO, CENEO y
soldados
COSROES. — Así que vamos hacia
Theridamas, y hacia el valiente Tamerlán, el afamado, el hombre que en su
fortuna lleva trazas de renombre y milagro. Pero, dime, tú que le has visto,
Menafonte, qué estatura y persona tiene.
MENAFONTE.— Es de alta estatura y bien
proporcionado, erguido y divino como sus deseos, con tan anchos miembros y tan
bien trabadas coyunturas y tal amplitud de hombros que podría soportar la carga
del viejo Atlas. En su masculino pecho luce una perla más valiosa que todas las
del mundo. En ella, por curioso y soberano arte, van fijos sus penetrantes
instrumentos cuyos círculos encierran, en sus esferas, un cielo de astrales
cuerpos. Éstos guían sus pasos y acciones hacia el trono donde regiamente
investido su honor se asienta. Es de piel pálida, en la que se leen las
pasiones; sediento de soberanía, amante de las armas. Su majestuosa frente,
arrugada, significa la muerte y, lisa, amistad y vida. Pende de su cabeza una
cabellera ambarina, rizada como la de Aquiles, con la que juguetea el aliento
del cielo haciéndola ondear con alegre majestad. Sus brazos y dedos, largos y
nervudos, denotan su valor y excesiva fuerza. Si todas sus partes son
proporcionadas, el mundo habrá de someterse a Tamerlán.
COSROES. — Bien y con toques de vida has
descrito la persona y faz de un nombre portentoso. La Naturaleza ha competido
con la fortuna y con las estrellas para hacerle en el mundo famoso y cumplido.
Bien muestran sus méritos que nació para ser señor de su fortuna y rey de los
hombres. Lo cual debe persuadir, más que las razones de su valor y vida, al
enjambre de los mil jurados enemigos que sobre nosotros avanzan y cuando
nuestro poder y las puntas de nuestras espadas se junten y se cierren en torno
a la bala homicida que rectamente seguirá el camino que conduce a la vida de mi
hermano, que tan orgulloso de su fortuna está mientras no la destrocemos; y
cuando la principesca diadema persa caiga de su cabeza cansada y tonta, rodando
cual fruto maduro entre las convulsiones de la muerte, en la bella Persia el
noble Tamerlán será mi regente y permanecerá como rey.
ORTIGIO. — En feliz hora pusimos la
corona sobre tu regia cabeza, que busca nuestro honor uniéndonos al hombre que
el cielo ha ordenado que mejor que otro alguno consume sus acciones.
CENEO. —
El que con pastores y algún botín osó, por aborrecimiento a la
injusticia y la tiranía, defender contra una monarquía su libertad, ¿qué no
hará si le sostiene un rey que manda una hueste de caballeros y próceres y
atesora un caudal suficiente para sus elevados pensamientos?
COSROES. —- Y cuando nos unamos al digno
Tamerlán y el bravo Theridamas a orillas del río Araris, todos juntos
atacaremos al insensato rey que a la sazón se aproxima a Partía y con soldados
forzados y débilmente armados quiere vengarse de mí y de Tamerlán, al cual,
suave Menafonte, me conducirás en derechura.
MENAFONTE. — Lo haré, mi señor.
(Salen.)
ESCENA II
MlCETAS y MEANDRO con otros señores y
soldados
MICETAS. —- Ea, Meandro mío, vayamos a
la empresa, que en verdad te digo que mi corazón rebosa furia contra ese
bellaco y bandolero Tamerlán y ese falso Cosroes, mi traidor hermano. ¿No ha de
enojar a un rey verse burlado y privado de un millar de jinetes? Y aun es peor
que le roben su diadema los osados que no le aman, por lo que me parece justo
el enojo. Juro por el cielo que no se asomará a sus puertas la aurora sin que a
Cosroes tome por los cabellos y mate con mi espada al orgulloso Tamerlán. Lo
demás que ya he dicho, Meandro, dilo tú ahora.
MEANDRO. — Después, pasando los
desiertos armenios, acamparemos al pie de los montes de Georgia, cuyas cumbres
están cubiertas de bandidos tártaros que, emboscados, aguardan su presa. ¿Qué
debemos hacer sino presentarles batalla y librar al mundo de esos detestados
tropeles? Porque, si les dejamos algún respiro, se reforzarán con provisiones
de refresco. Sí, que este país pulula de gente vil y maleante que vive de la
rapiña y el botín ilícito y da idóneos soldados al perverso Tamerlán. Y si él,
con didivas y promesas, convenció al jefe de un millar de jinetes, haciéndole
traicionar su fe a su rey, rápidamente ganará a los que son como él mismo. Por
lo tanto, animémonos y preparémonos a la lucha. Quien capture o mate a Tamerlán
gobernará la provincia de Albania y quien traiga la cabeza del traidor
Theridamas recibirá un gobierno en Media, aparte de los despojos del traidor y
de cu gente. Pero si Cosroes (según dicen nuestros espías y como nosotros
sabemos) está con Tamerlán, es placer de Vuestra Alteza que se le conceda la
vida y con principesca lenidad sea tratado.
(Entra un espía.)
ESPÍA. —- Cien jinetes de mi compañía,
practicando un reconocimiento por la llanura, han avistado el ejército de los
escitas, e informan de que excede con mucho al del rey.
MEANDRO. —- Aun suponiéndoles en número
infinito, como están desprovistos de marcial disciplina, sin pensar «las que en
correr ávidamente tras el botín, y más mirando » la ganancia que a la victoria,
como pasa a los crueles hermanos de la tierra nacidos de los dientes de
venenosos dragones, sus negligentes espadas tajarán las gargantas de sus
propios compañeros y nos harán triunfar sobre su desorden.
MICETAS. — Di, apacible Meandro, ¿qué
hermanos eran esos que nacieron de los dientes de venenosos dragones?
MEANDRO. — Así dicen los poetas, señor.
MICETAS. —- Linda cosa es ser poeta.
Hombre leído eres, Meandro, y en verdad que tengo en ti una joya. Vamos, señor,
da órdenes; que tu ingenio nos hará vencedores de la jornada.
MEANDRO. —- ¡Sus, soldados! Rodead a esos
bandidos que forman desordenadas tropas. Como las riquezas y tesoros serán muy
gratos para ellos, y como todos nuestros camellos van cargados de oro,
vosotros, que no sois sino soldados comunes, lo esparciréis por todos los
rincones del campo y mientras los mal nacidos tártaros lo recogen, vosotros,
peleando más por el honor que por el oro, pasaréis a cuchillo a esos codiciosos
esclavos y cuando su mal trabado ejército sea sometido y marchéis sobre sus
cadáveres, repartiréis el oro que habrá comprado sus vidas y viviréis en Persia
como señores. Suene el tambor y marchad valerosamente, que la Fortuna cabalga
sobre nuestros penachos.
MICETAS. — A fe, amigos, que la verdad
dice. ¿Por qué no sonáis, tambores, mientras Meandro habla?
(Mutis.)
ESCENA III
COSROES, TAMERLAN, THERIDAMAS,
TECHELLE-, USUMCASANE, ORTIGIO y otros
COSROES. — En ti, digno Tamerlán, y en
tu acreditada fortuna, he puesto todas mis esperanzas. ¿Cómo piensas que
resultarán nuestros propósitos? Porque tus palabras me satisfarán como las de
un seguro oráculo.
TAMERLÁN. — Y no os engañaréis en nada,
señor. Porque del cielo han afluido presagios y oráculos para ensalzar las
hazañas de Tamerlán y hacer participar de ellas a quien sus intentos compartan.
No dudéis de que si me favorecéis y permitís a mi valor y fortuna agregarse a
vuestras marciales proezas, el mundo pululara en huestes de hombres armados que
se alistarán bajo mi pendón. Las tropas de Jerjes que, según se dice, secaron,
bebiendo el potente Araris parto, no eran más que un puñado respecto a las que
tendremos nosotros. Nuestras oscilantes lanzas se blandirán en el aire y balas
como los rayos terribles de Júpiter, suscitando llamas y fieras nubes de humo,
satisfarán a los dioses más que las ciclópeas guerras. Y mientras marchemos con
nuestras armaduras, como el sol brillantes, borraremos las estrellas del cielo
y obscureceremos sus pupilas que contemplarán, pasmadas, nuestras admiradas
armas.
THERIDAMAS. — Ya veis, señor, cuan
elaboradas palabras emplea, pero cuando veáis en cuánto superan sus acciones a
sus palabras, vuestro discurso verá lo que él vale y yo seré elogiado y
excusado por poner mi modesta fuerza bajo su dirección. Y aquellos dos sus
nombrados amigos, señor, debes procurar que se mantengan en semejante grado de
amistad contigo.
TECHELLES. — Con la mayor amistad
prestaremos los más grandes servicios al noble Cosroes.
COSROES. — Tanto estimo eso como una
parte de mi corona. Vosotros dos, Usumcasane y Techelles, cuando la que
gobierna las doradas puertas de Rhamnis y paso da a todas las armas prósperas,
me haga único emperador de Asia, seréis, por vuestros méritos y valía, llevados
a las estancias del honor y la nobleza.
TAMERLÁN. — Pues apresuraos, Cosroes, a
ser único rey para que yo, con mis amigos y todos mis hombres, pueda triunfar
en nuestro destino, tan largamente esperado. El rey vuestro hermano está cerca.
Medios con ese necio y desembarazad
vuestros reales hombros de una carga tal como la que abruma las arenas y
quebradas rocas de Caspia.
(Entra un mensajero.)
MENSAJERO. — Señor, hemos descubierto al
enemigo listo para cargaros con un poderoso ejército.
COSROES. — Ea, Tamerlán, desenfunda tu
alígera espada y eleva tu majestuoso ejército a las nubes para que, alcanzando
la corona del rey de Persia, sobre mi victoriosa cabeza sea colocada.
TAMERLAN. — Aquí está el más afilado
mandoble que jamás ha cortado las armas persas. Éstas son las alas que lo harán
volar tan veloz como el relámpago o el hálito de los cielos, matando con tanta
infalibilidad como rápidamente.
COSROES. — Tus palabras me garantizan el
triunfo. Ea, valiente soldado, adelántate y carga al desmayado ejército de ese
sandio rey.
TAMERLAN. — Venid, Usumcasane y
Techelles, que somos bastantes para amedrentar al enemigo y más de los
necesarios para hacer un emperador.
(Salen.)
ESCENA IV
El campo de batalla. MlCETAS, solo, va
con la corona en la mano, intentando ocultarla
MICETAS. — ¡Maldito sea el primero que
intentó la guerra! Sí, que no conocía, el muy simplón, cómo los alcanzados por
los tiros de los cañones se tambalean como la hoja del álamo temblón cuando
teme la fuerza de las airadas ráfagas del Bóreas. ¡En qué lamentable brete me
vería de no darme natura la ciencia de la discreción ¡Porque los reyes son
blancos a los que todos tiran y nuestra corona el punto en que todos quieren
dar. Por ello me ha parecido buena política esconderla aquí; que es hábil
añagaza y no la comprenderá ningún necio. Así no seré conocido y, aun si lo
fuera, no me pueden privar de la corona. La esconderé sencillamente en este
agujero.
(Entra Tamerlán.)
TAMERLAN. —- ¿Qué puerco cobarde es el
que abandona el campo cuando hasta los reyes se enzarzan en la pelea?
MICETAS. —- Mientes.
TAMERLAN. — Villanzuelo, ¿osas acusarme
de mentir?
MICETAS. — ¡Paso! Yo soy el rey. Vete y
no me toques, que faltarás a la ley de las armas. ¿No te arrodillas diciendo:
«Clemencia, noble rey»?
TAMERLAN. — ¿Sois vos el talentoso rey
de Persia?
MICETAS. — Sí, soy. ¿Tienes algo
conmigo?
TAMERLAN. —- El deseo de hablaros tres
palabras discretas.
MICETAS. — Ya lo harás cuando yo tenga
tiempo.
TAMERLAN. — ¿ES ésta vuestra corona?
MICETAS. — Sí. ¿Has visto nunca otra más
bella?
TAMERLAN. — ¿Y no la venderíais, por
acaso?
MICETAS. — Otra palabra como esa y te
hago ejecutar. Ea, dámela.
TAMERLAN. — No; la he cogido prisionera.
MICETAS. — Mientes, que te la di yo.
TAMERLAN. — Entonces es mía.
MICETAS. — No, que sólo quería que la
guardases.
TAMERLAN. — Bien, pues tómala por un
rato. Te la presto hasta que te vea rodeado de gente armada. Entonces verás
cómo te la arranco de la cabeza, que no eres tú hombre para medirte con el
pujante Tamerlán.
MICETAS. —- ¡Cielos! ¿Es éste Tamerlán,
el ladrón? Mucho me maravilla que no me robara la corona.
(Suenan trompetas en la batalla. Micetas
sale corriendo.)
ESCENA V
COSROES, TAVERLAN, THERIDAMAS,
MENAFONTE, MEANDRO, ORTIGIO, TECHELLES, USUMCASANE y otros
TAMERLAN. —- Aquí, Cosroes, que vas a
llevar dos imperiales coronas y por ellas júzgate realmente investido, pues que
te da la investidura la poderosa mano de Tamerlán, que de untos reyes como te
cuadre con la mayor pompa te corona emperador.
COSROES. — Coronado quedo, tres veces
renombrado hombre de armas. Nadie guardará mi corona sino Tamerlán. Te hago mi
regente en Persia y teniente general de mis ejércitos. Meandro, vos que
fuisteis guía de nuestro hermano y principal consejero de todas sus acciones,
ya que, cediendo a la fortuna de la guerra, os sometéis, nos os lo agradecemos
y excusamos, y os damos igual puesto en nuestros negocios.
MEANDRO. — Felicísimo emperador, en los
más humildes términos me ofrezco al servicio de Vuestra Majestad con la mayor
virtud de fidelidad y deber.
COSROES. —- Gracias, buen Meandro. Ya
reina Cosroes y gobierna a Persia con su pompa de antaño. Ahora enviará
embajadas a los reyes sus vecinos para hacerles conocer que el rey persa ha
cambiado y en vez de haber uno que ignoraba lo que hacer debía, hay uno que
sabrá mandar como le plazca. Iremos sin más a la bella Persépolis con veinte
mil expertos soldados. Los magnates y capitanes del campo de mi hermano, con
escasa matanza siguieron el ejemplo de Meandro y contentamente se sometieron a
mi gracioso régimen. Ortigio y Menafonte, amigos de mi confianza, ahora
recompensaré vuestros anteriores servicios, gratificándolos con la mayor largueza.
ORTIGIO. —- Así como siempre tendimos a
vuestro bien y procuramos a vuestro estado todo el honor que merecía, así ahora
con todo nuestro poder y vidas nos esforzaremos en conservarlo y prosperarlo.
COSROES. — No te responderé, apacible
Ortigio, que mejor contestación probará mis designios. Ea, Tamerlán, el campo
de mi hermano dejo a tu cargo y al de Theridamas. Yo seguiré a la bella
Persépolis y más tarde marcharemos sobre las minas indias que mi insensato
hermano abandonó a los cristianos, y las rescataré con fama y usura. Allí me
alcanzarás tú, Tamerlán (que ahora te quedarás para reunir a las tropas
diseminadas). Adiós, señor regente y afortunados amigos míos, que ya me tarda
sentarme en el trono de mi hermano.
MENAFONTE.- Vuestra Majestad pronto
satisfará su deseo y cabalgará en triunfo a través de Persépolis. (Salen.)
(Quedan Tamerlán, Theridamas, Techelles
y Usumcasane.)
TAMERLAN. —- ¡Y cabalgará en triunfo a
través de Persépolis! ¿No es hermoso ser rey, Techelles, Usumcasane y
Theridamas; no es hermoso ser rey y cabalgar en triunfo a través de Persépolis?
TECHELLES.- Eso, señor, es hermoso y
pomposo.
USUMCASANE. — Ser rey es ser semidiós.
THERIDAMAS. —- Un dios no es tan
glorioso como un rey. Yo pienso que el placer que los dioses gozan en el cielo
no puede compararse con las regias alegrías de la tierra. Ser rey es llevar una
corona con incrustaciones de perlas y oro, cuyas virtudes llevan consigo la
vida y la muerte; pedir y tener; mandar y ser obedecido; y, cuando se anhela
amor, obtenerlo con una mirada, que tal atractivo brilla en los ojos de los
príncipes.
TAMERLAN. —- ¿Te gustaría, Theridamas,
ser rey?
THERIDAMAS. —- No; pues aunque lo alabo,
puedo pasarme sin ello.
TAMERLAN. —- Y a mis otros amigos, ¿les
gustaría ser reyes?
TECHELLES. —- Si yo pudiera, de todo
corazón, señor.
TAMERLAN. —- Bien dicho, Techelles. De
poder, también me agradaría a mí. ¿Y a vosotros no, amigos?
USUMCASANE. —- ¿Por qué lo dices, señor?
TAMERLAN. —- Porque, Casane, si lo
deseamos y el mundo nos ofrece tan gran novedad, y permanece inerme, débil y
sin medios, ¿por qué no procurar lo que queremos ? Firmemente convencido estoy
de que, si yo pretendiese la corona de Persia, la alcanzaría con maravillosa
facilidad. ¿No consentirían nuestros soldados en que tendiésemos a tal
dignidad?
THERIDAMAS. — Sé que sí, si los
persuadimos.
TAMERLAN. — Pues entonces, Theridamas,
yo primero me procuraré el reino de Persia para mí, después para ti el de
Partía, y para éstos los de Escitia y Media. Y, si yo prospero, todo lo demás
estará tan seguro como si el turco, el Papa, África y Grecia vinieran a
ofrecernos sus respectivas coronas.
TECHELLES. — Entonces, ¿buscaremos a ese
triunfante rey y le daremos batalla por su nueva corona?
USUMCASANE. — Hagámoslo, pues, pronto y
en caliente.
TAMERLAN. — A fe, amigos, que será
divertida burla.
THERIDAMAS. — ¿Una burla a cargo de
veinte mil hombres? Algo harto más importante me parece.
TAMERLAN. — Juzga por ti, Theridamas,
que por mí no. Techelles irá a buscar batalla al rey antes de que se aleje
mucho y nos haga esforzarnos más de lo que la cosa merece. Ya verás entonces
cómo para el escita lamerían es una mera broma ganar la corona de Persia.
Techelles, toma contigo mil de a caballo y pide al rey que vuelva a guerrear
con nosotros, ya que sólo le hicimos rey para divenirnos. Mas no le
despojaremos cobardemente, sino con advertencia y dándole más guerreros.
Apresúrate, Techelles, que te seguimos. (Sale Techelles.) ¿Qué dice Theridamas?
THERIDAMAS. — Por mí, adelante.
(Salen.)
ESCENA VI
COSROES, MEANDRO, ORTIGIO, MENAFONTE y
soldados
COSROES. — ¿A qué aspira ese endemoniado
pastor con presunción tan gigantesca como la de elevar montañas hasta el cielo
y osar desafiar la cólera de Júpiter? Más, así como éste enterró bajo los
montes a los que tal intentaron, vomitando fuego sobre ellos desde sus
encendidas fauces, así yo enviaré a ese monstruoso esclavo al infierno donde
las llamas devorarán su alma.
MEANDRO. —- Algunos poderes divinos, o
quizás infernales, mezclaron cuando él fue concebido sus airadas simientes,
porque no puede nacer de humana raza quien con tan espantoso orgullo tiene tan
indudable ansia de mandar y de ser ambicioso por profesión.
ORTIGIO. —- Sea Dios, o diablo, o
espíritu de la tierra, o monstruo en forma humana, y proceda del molde y temple
que proceda, y gobiérnele el estado o estrella que le gobierne, vayamos con
ánimo a su encuentro y, detestando tan endemoniado bandido, por amor del honor
y defensa de la justicia armémonos contra el odio de tal adversario, ya haya
crecido en el cielo, la tierra o el infierno.
COSROES. — Noble resolución, mi buen
Ortigio. Y pues que todos hemos aspirado idéntico aire y con la misma
proporción de elementos, prometámonos igualdad en muerte y vida. Arenguemos a
nuestros soldados para ir a buscar a ese ofensivo espejo de ingratitud, a ese
sediento anhelador de soberanía, y quemémoslo en la furia de esa llama que sólo
sangre e imperio pueden apagar. Resolveos, señores y fieles soldados, a salvar
de la corrupción a vuestro rey y país. Suena, tambor, y que todas las estrellas
que crearon el aborrecible círculo de mi predeterminada vida me hagan dirigir
mi arma a ese bárbaro corazón que así se opone a los dioses e insulta a los
poderes que gobiernan Persia.
ESCENA VII
La batalla. Después de la batalla entran
COSROES (herido), THERIDAMAS, TAMERLÁN, TECHELLES, USUMCASANE y otros
COSROES. —- Bárbaro y sanguinario
Tamerlán, ¿así me privas de corona y vida? ¡Traidor y falso Theridamas, que en
la mañana misma de mi estado feliz, apenas asentado en mi real trono, operas mi
caída y prematuro fin! Un dolor insoportable atenaza mí alma dolida y la muerte
paraliza los órganos de mi voz penetrando por la abertura que tu espada me hizo
y vaciando todas las venas y arterías de mi corazón, sanguinario e insaciable
Tamerlán.
TAMERLAN. — La sed de reinar y dulzura
de una corona que causaron que el primogénito del celeste Ops arrojara a su
provecto padre de su trono y señoreara él el imperio celestial, me han movido a
hacer armas contra tu estado. ¿Qué mejor precedente que el del potente Júpiter?
La Naturaleza, forjadora de los cuatro elementos que por la supremacía pelean
en nuestros pechos, nos enseña a todos a tener ánimos ambiciosos. Nuestras
almas, cuyas facultades son capaces de comprender la maravillosa arquitectura
del mundo y medir el curso de todos los errantes planetas, incluso persiguiendo
el conocimiento infinito y siempre moviéndose como las inquietas esferas, nos
impele a nunca descansar hasta alcanzar el fruto más maduro de todos, esa
perfecta dicha y única felicidad que es el dulce disfrute de una corona
terrena.
THMUDAMAS. — Eso me hace a mí unirme a
Tamerlán, porque es tosco y macizo como la tierra el que no se mueve hacia
arriba ni por principescas hazañas intenta sobresalir entre sus semejantes.
TECHELLES. — Eso hizo que nosotros, los
amigos de Tamerlán, alzásemos nuestras espadas contra el rey persa.
USUMCASANE. —- Sí, que cuando Júpiter
echó al viejo Saturno, Neptuno y Dis ganaron cada uno una corona, y así
esperamos nosotros reinar en Asia si Tamerlán es coronado en Persia.
COSROES. — ¡Oh, hombres los más
singulares que la Naturaleza creó! No sé cómo calificar vuestra tiranía. La
sangre de mi cuerpo alternamente se hiela y arde y con mi sangre mi vida mana
por la herida. Mi alma principia ya a volar al infierno y a todos mis sentidos
ordena partir. El calor y humedad que mutuamente se alimentan, por falta de
sustento que los nutra se secan y enfrían, y la lúgubre muerte con ávido
talante aferra mi ensangrentado corazón y como una arpía me arrebata la vida.
Theridamas y Tamerlán, yo muero y una terrible venganza se cierne sobre vosotros
dos.
(Tamerlán toma la corona y se la pone.)
TAMERLAN. - Todas las maldiciones que
las furias pronuncien no me harán dejar tan rica presa. Theridamas, Techelles y
todos vosotros, ¿quién pensáis que es rey de Persia ahora?
TODOS. —- ¡Tamerlán, Tamerlán!
TAMERLÁN. — Aun cuando el propio Marte,
airado dios de las armas, y todos los potentados terrenos conspiren para
desposeerme de esta diadema, la llevaré a despecho de ellos como gran
comendador de este mundo oriental, siempre que digáis vosotros que Tamerlán ha
de reinar.
TODOS. —- ¡Viva y reine en Asia Tamerlán
largos años!
TAMERLÁN. —- Ahora está la corona más
segura sobre mi cabeza que si todos los dioses, reuniéndose en capítulo, rey de
Persia me proclamaran.
(Mutis.)
ACTO III
ESCENA PRIMERA
BAYACETO, los Reyes de FEZ, MARRUECOS y
ARGEL y otros con gran pompa
BAYACETO. — Grandes reyes de Berbería, y
graves bajáes nuestros, hemos oído que los tártaros y bandidos orientales,
conducidos por un tal Tamerlán, osan buscar pendencia a vuestro emperador y
piensan hacernos levantar nuestro terrible sitio de la famosa Constantinopla de
los griegos. Ya sabéis que nuestro ejército es invencible porque tenemos tantos
turcos circuncidados y tantas aguerridas bandas de renegados cristianos como
tienen el Océano o el Mediterráneo pequeñas gotas de agua cuando comienza la
luna a unir en uno sus semicirculares cuernos. Y no podemos dejarnos desafiar
por extranjeros, ni alzar el sitio antes de que los griegos cedan, ni
permanecer inactivos ante los muros de la ciudad.
FEZ. — Renombrado emperador y fuerte
general, ¿por qué no enviáis los bajáes de vuestra guardia para conminar a ese
hombre a que permanezca en Asia, so pena cíe mortíferas hostilidades amenazadas
en nombre del poderoso Bayaceto?
BAYACETO. — Vete, pues, bajá mío,
diligentemente a Persia, y dile: «Tu señor, el emperador turco, temido señor de
África, Europa y Asia, gran rey y conquistador de Grecia, el Océano, el
Mediterráneo y el mar como el carbón Negro, el más alto y poderoso monarca del
mundo, ordena y manda (porque no quiero suplicarle) que no pongas los pies en
África ni lleves tus banderas a Grecia, si no deseas incurrir en la furia de su
venganza.» Dile también que estoy dispuesto a hacer una tregua, porque he oído
decir que es hombre de ánimo valeroso, pero que si, confiado en su supuesto
poder, es tan loco que hace armas contra mí, entonces tú permanecerás con él
por mandato mío y si antes de que el sol haya medido el cielo con triple
circuito, no regresas tú, tomaremos la mañana siguiente por mensajero de que no
se aviene y de que se propone retenerte a tu pesar.
BAJÁ. — Grandísimo y poderosísimo
monarca de la tierra, vuestro bajá cumplirá vuestra orden y mostrará vuestra
voluntad a los persas como idóneo legatario del majestuoso turco.
(Sale.)
ARGEL. — Aseguran que es rey de Persia,
pero si intenta perturbar vuestro asedio, diez veces más fuerzas necesitaría,
porque toda carne tiembla ante vuestra magnificencia.
BAYACETO. —- Verdad es, Argel, y ante mi
aspecto también.
MARRUECOS. —- La primavera es reprimida
por vuestra asoladora hueste, sin que pueda la lluvia caer sobre la tierra, ni
los virtuosos rayos del sol reflejarse en ella, porque el suelo está cubierto
de la multitud de vuestros soldados.
BAYACETO. —- Todo es tan verdad como el
santo Mahoma y, además, todos los árboles han sido agostados por nuestros alientos.
FEZ. —- ¿Qué piensa Vuestra Grandeza
mejor para conseguir domeñar la ciudad?
BAYACETO. —- Quiero que los cautivos de
Argel, empleados como zapadores, corten el agua que por tuberías de plomo
afluye a la ciudad desde el monte Camón. Dos mil jinetes forrajearán por
doquier, impidiendo que por tierra llegue socorro alguno. Mis galeras dominan
todo el mar y nuestra infantería está en las trincheras. Con los cañones, de
boca ancha como el Orco, batiremos las murallas hasta penetrar y así serán los
griegos vencidos.
(Mutis.)
ESCENA II
AGIDAS, ZENÓCRATA, ANIPPA y otros
AGIDAS. — Zenócrata, señora mía, ¿puedo
conocer la causa de los inquietos accesos que perturban la calma de vuestro
reposo? Lástima es que tan celeste semblante esté tan marchito y pálido por la
pena, pues la ofensiva violación que os infirió Tamerlán (la cual debía ser el
mayor de vuestros sinsabores) debió dejar de acongojaros ha mucho.
ZENÓCRATA. — Así es, pero como sus
infinitas atenciones habrían contentado a la misma reina del cielo, ha tiempo
que cambié mi primer aborrecimiento y una nueva pasión mis pensamientos
alimenta con incesantes y desconsoladas preocupaciones. Esto es lo que hace que
mi aspecto parezca tan exangüe y lo que podría, si mis extremos llegan al
colmo, hacerme una espectral imagen de la muerte.
AGIDAS. — Antes se disuelvan los eternos
cielos y quede mi cuerpo insensible como la tierra que sino tal acaezca a
Zenócrata.
ZENÓCRATA. — ¡Ah, así mi vida y mi alma
sigan anidando en su pecho aunque mi cuerpo quede insensible como la tierra, o
se unan a su alma y a su vida; que yo quiero morir y vivir con Tamerlán!
(Entran Tamerlán con Techelles y otros.)
AGIDAS. —- ¿Con Tamerlán? ¡Ah, bella
Zenócrata! No consintáis que un hombre tan vil y bárbaro, que desespera a
vuestro padre al privaros de los honores de reina, haciéndoos pasar por su
indigna concubina, se honre con vuestro amor sino por necesidad. Ya el poderoso
soldán tiene noticias vuestras y no ha de dudar Vuestra Alteza de que en corto
tiempo él, con la destrucción de Tamerlán, os redimirá de esta terrible
esclavitud.
ZENÓCRATA. — Dejad de herirme con esas
palabras y hablad de Tamerlán como merece, que no nos trata con villanía ni nos
tiene en servidumbre sino de modo que principesco debe parecer a todo ánimo
noble.
AGIDAS. — ¿Cómo podéis imaginar así a
hombre de tan fiero aspecto, sólo presto a añagazas marciales? Un hombre que al
tomaros entre sus brazos os hablará de los miles de hombres que ha matado y que
cuando esperáis amorosos discursos os hablará de sus hechos de sangre y guerra,
tema asaz áspero para vuestros delicados oídos.
ZENÓCRATA. — Como parece el sol a través
de la corriente del Nilo, o como cuando la mañana le ciñe en sus brazos, así
parece mi amado señor, el hermoso Tamerlán. Su habla es mucho más dulce que el
canto que las Musas entonaron a propósito de Piérides, o cuando Minerva disputó
con Neptuno, y más alta me consideraría que Juno, hermana del más alto de los
dioses, si el poderoso Tamerlán me desposase.
AGIDAS. — No seáis tan inconstante en
vuestro amor y permitid al joven árabe vivir en esperanza de que, una vez vos
rescatada, podrá él gozar de su elegida. Ya veis que, aunque primero el rey de
Persia, antiguo pastor, parecía amaros mucho, ahora, en su majestad, abandona
tales apariencias y sus palabras de favor y consuelo, para sólo dedicaros
comunes cortesías.
ZENÓCRATA. — Eso produce las lágrimas
que decoloran mis mejillas, temiendo perder su amor por no ser digna de él
(Tamerlán, acercándose a ella, la toma
tiernamente de la mano y, mirando rencorosamente a Agidas, guarda silencio.
Salen todos, excepto Agidas.)
AGIDAS. — Traicionado por la fortuna y
por un amor suspicaz, amenazado con adustas iras y celos, sorprendido y
temeroso de ominosa venganza, contra todo me sostengo, pero nada me maravilla
tanto como ver su cólera encerrada en secretos pensamientos y envuelta en el
silencio de su alma enojada. En su frente se dibuja la horrorosa muerte y en
sus ojos la furia de su corazón, que brilla como los cometas, presagiando
venganzas y haciendo palidecer sus mejillas. Cuando el marino ve en las Hyades
congregarse un ejército de cimerias nubes y divisa el austro y el aquilón, con
alados corceles, sudorosos galopar por los cielos acuosos, hundiendo tremantes
lanzas en los truenos y la tempestad y arrancando de sus escudos llamas de
rayos, temerosamente arría las velas y sondea, impetrando la ayuda del cielo
contra el terror de los vientos y las olas. Pues igual me siento yo, con los
últimos ceños, que provocan una tempestad de amedrentados pensamientos y
trastornan mi alma.
(Entran Techelles, con un puñal desnudo,
y Usumcasane.)
TECHELLES. —- Ved, Agidas, cómo os
saluda el rey, pagando vuestra profecía como se merece.
AGIDAS. — Ya antes profeticé y ahora
experimento los mortales enojos de los celos y el amor. Ño necesitaba confirmar
mi temor con palabras porque vanas son las palabras donde los instrumentos que
han de operar presentan el escueto hecho del fin que me amenazaba. Mi profecía
decía: Has de morir, Agidas, y de los extremos debes elegir el menor y el que
más honor y menos penas procure, resolviendo morir por tu mano antes que sufrir
los tormentos que tu enemigo y el cielo te reservan. Apresúrate, Agidas, e
impide los males que tu prolongado destino puede acarrear sobre ti. Líbrate del
temor de la ira de un tirano, aléjate de los tormentos y del infierno en el que
él puede precipitar tu alma, y así, muera Agidas a mano de Agidas y que una
puñalada le adormezca eternamente.
(Se apuñala.)
TECHELLES. — ¡Cuan acertadamente,
Usumcasane, ha comprendido el significado de mi señor el rey! USUMCASANE. —- A
fe que sí, Techelles, y virilmente ha obrado. Y pues tan discreto y honorable
era, enterrémosle con triple honor.
TECHELLES. — Concorde soy, Casane, en
que le honremos.
(Salen llevando el cadáver.)
ESCENA III
TAMERLAN, TECHELLES, USUMCASANE,
THERIDAMAS, BAJA, ZENÓCRATA y otros
TAMERLAN. — Con eso, bajá, conocerá tu
amo y señor que pienso encontrarme con él en Bitinia. Veamos cómo llega. Los
turcos fanfarronean mucho y amenazan con más de lo que pueden hacer. Él me
encontrará en el campo cuando venga a buscarte. ¡Ay, pobre turco! Asaz débil es
su fortuna para chocar con la fuerza de Tamerlán. Mira bien mi campamento y
dime imparcialmente si no parecen mis capitanes y soldados dispuestos a
conquistar África.
BAJA. — Vuestros hombres son valientes,
pero pocos en número y no pueden aterrorizar a la poderosa hueste de mi señor,
gran comendador del mundo, que, aparte de quince reyes tributarios, tiene ahora
en armas diez mil genízaros moñudos en arrogantes corceles de Mauritania,
educados para la guerra en Trípoli, así como doscientos mil infantes que han
librado en Grecia dos batallas campales. Y para reñir esta guerra, si lo juzga
oportuno, puede de sus guarniciones retirar otros tantos.
TECHELLES. — Cuantos más traiga, más
botín habrá, y cuando a nuestras belicosas manos perezcan todos, montará
nuestra infantería en sus caballos y despojaremos a todos esos arrogantes
genízaros.
TAMERLAN. — ¿Acompañarán los reyes que
decís a vuestro señor?
BAJA. — Lo harán aquellos que a Su
Alteza plaza, aunque algunos han de quedarse para regir las provincias
recientemente sometidas.
TAMERLAN. — Entonces, amigos, pelead
valerosamente, que sus coronas son vuestras y esta mano las pondrá sobre
vuestras cabezas vencedoras, que me harán emperador de
Asia.
USUMCASANE. — Aunque traiga infinitos
millones de hombres, despoblando el África Occidental y la Grecia, estamos
seguros de la victoria.
THERIDAMAS. —- Quien durante una tregua
venció a tres reyes más poderosos que el emperador turco, le expulsará de
Europa y le perseguirá hasta que su derrotado ejército se rinda o muera.
TAMERLAN. — ¡Bien dicho, Theridamas, que
el «será» y el «haremos» es lo que más conviene a Tamerlán, cuyas favorables
estrellas le dan esperanza cierta de batir marcial-mente a sus enemigos
doquiera que los tope. Yo, al que se llama Azote y Venganza de Dios, único
temor y terror del mundo, someteré primero a los turcos y luego libertaré a los
cristianos cautivos que guardáis esclavos, cargando su cuerpo de pesadas
cadenas y alimentándolos con mezquina comida, haciéndolos remar en el Mediterráneo
y, cuando osan descansar para respirar un momento, sometiéndolos a palizas tan
rudas, que los dejáis jadeando en las bodegas de la galera, por lo que casi
exhalan la vida a cada bogada. Sí, que así obran los crueles piratas de Argel,
condenada gentuza, hez de África, centro de vagabundos renegados que hacen
estragos en la sangre cristiana. Pero, mientras yo viva, esa ciudad maldecirá
la hora en que puso Tamerlán el pie en África.
(Entra Bayaceto con sus bajaes y reyes
tributarios, a mas de Zahina y Ebea.)
BAYACETO. — Bajaes y genízaros de mi
guardia, asistid a la persona de vuestro señor, el mayor potentado de
África.
TAMERLAN. —- Techelles y los demás,
preparad vuestras espadas, que voy a medirme con Bayaceto.
BAYACETO. —- Reyes de Fez, Marruecos y
Argel, ¡osa llamarme Bayaceto cuando vosotros me llamáis señor! ¡Advertid la
presunción de ese esclavo escita! ¿Sabes, villano, que quienes conducen mi
caballo ostentan en sus nombres títulos de dignidad, mientras tú rudamente te
atreves a llamarme Bayaceto?
TAMERLAN. — ¿Y sabes, turco, que los que
conducen mi caballo te conducirán a ti cautivo a través de África, y aun
rudamente te atreves a llamarme Tamerlán?
BAYACETO. — Por el sepulcro de mi
pariente Mahoma y por el Santo Alcorán, juro que he de convertirle en eunuco,
casto y sin lujuria a la fuerza, para servir en mi serrallo a mis concubinas. Y
todos sus capitanes, que tan altivos se muestran, arrastrarán el carro de mi
emperatriz, a la que he traído para que presencie cómo los desbarato.
TAMERLAN. — Por esta mi espada, que
conquistó Persia, te digo que tu caída me afamará en el mundo. No diré lo que
de ti haré, pero todo soldado raso de mi campo sonreirá viendo tu mísero
estado.
FEZ. — ¿Cómo el poderoso emperador turco
desciende a hablar a hombre tan ruin como Tamerlán?
MARRUECOS. — Moros y valientes hombres
de Berbería, ¿cómo sufrimos tales indignidades?
ARGEL. — Dejad las palabras y hagámosles
probar las puntas de nuestras lanzas que han atravesado las entrañas de los
griegos.
BAYACETO. — Bien habéis dicho, mis
recios reyes tributarios. Vuestro triple ejército y mi poderosa hueste
devorarán a estos persas mal nacidos.
TECHELLES. — Poderoso, renombrado y
fuerte Tamerlán, ¿por qué prolongamos tanto sus vidas?
THERIDAMAS. — Anhelo ver esas coronas
ganadas por nuestras espadas para reinar como reyes de África.
USUMCASANE. — ¿Qué cobarde no lucharía
por tal botín?
TAMERLAN. — Pelead todos valerosamente y
seréis reyes. Lo digo yo y mis palabras son oráculos.
BAYACETO. — Zabina, madre de tres mozos
más bravos que Hércules, el que en su infancia destruía las mandíbulas de las
sierpes venenosas, jóvenes de manos hechas para asir la lanza, de hombres
idóneos para la armadura completa, de miembros más grandes que los de todos los
mancebos que salieron de los riñones de Tifón, y que, cuando alcancen la edad
de su padre, torres abatirán con sus masculinos puños: dígote que te sientes
sobre esta mi regia silla y en tu cabeza lleves mi imperial corona hasta que yo
traiga a ese tosco Tamerlán y a todos sus capitanes encadenados y cautivos.
ZABINA. — ¡Buena fortuna tenga Bayaceto!
TAMERLÁN. —- Zenócrata, la más bella
doncella que jamás existió, más gentil que las perlas y las piedras preciosas,
única que a Tamerlán puede parangonarse, con los ojos más brillantes que las
lámparas de los cielos y el habla más placentera que la más dulce armonía, la
que con tu apariencia iluminas el más obscuro cielo y calmas la ira de Júpiter
tonante: digo que aquí te sientes, adornada con mi corona, como si fueres la
emperatriz del mundo. Y no te muevas, Zenócrata, hasta que me veas marchar
victoriosamente con todos mis hombres, triunfar sobre el turco y sus reyes, y
traerlos como vasallos a tus pies. Ten hasta entonces mi corona, prenda de mi
valía, y con ella las pláticas dirige, como nosotros las armas.
ZENÓCRATA. —- ¡Así mi amor, el rey de
Persia, retorne victorioso y libre de heridas!
BAYACETO. —- Ahora sentirás tú la fuerza
de las armas turcas que han hecho a toda Europa temblar de temor, porque tengo
turcos, árabes, moros y judíos bastantes para cubrir toda Bitinia aunque
millares de ellos mueran. Sus cadáveres servirán de muralla y parapeto a los
demás. Y, resurgente como las cabezas de la hidra, mi poder permanecerá tan
grande como antes. Aun si muchos inclinasen la cabeza bajo la espada, las armas
de tus soldados no podrán asestar tantos golpes como yo tengo cabezas que
oponerles. Tú ignoras, insensato Tamerlán, lo que es enfrentarse conmigo en
campo abierto, donde no te dejaré lugar para moverte.
TAMERLÁN. - Nuestras vencedoras espadas
nos abrirán el camino, porque solemos marchar sobre los enemigos muertos,
pisoteando sus intestinos con los cascos de nuestros caballos, bravos corceles
criados en las montañas tartáricas. Mi hueste, como la de Julio César, nunca
pelea sino por la victoria. Ni aun en Farsalia fue tan recia la lucha como la
que los míos quisieran reñir. Legiones de espíritus flotantes en el aire
orientan nuestras balas y las puntas de nuestras espadas y dirigen nuestras
armas directas a donde más dañan. Y cuando la victoria ve ondear nuestra
ensangrentada bandera, tomando vuelo descansa sobre mi tienda blanca como la
leche. Ea, a las armas, señores, que el campo es nuestro, con el turco, su
mujer y todo.
(Sale con los suyos.)
BAYACETO. — Vamos, reyes y bajaes,
tiremos de nuestras espadas sedientas de beber la sangre de los débiles persas.
(Sale con los suyos.)
ZABINA. — Vil concubina, ¿osas sentarte
a mi lado, que soy la emperatriz del poderoso turco?
ZENÓCRATA. — Desdeñosa turca, señora indigna,
¿cómo llamas concubina a la prometida del grande y poderoso Tamerlán?
ZABINA. — ¡Tamerlán, el gran bandido
tártaro!
ZENÓCRATA. — TÚ te arrepentirás de esas
orgullosas palabras cuando tu señor el gran bajá, y tú misma, pidáis merced a
los pies de mi rey y me roguéis que abogue por vosotros.
ZABINA. — ¡Rogarte a ti! Tú,
desvergonzada moza, servirás de lavandera a mi doncella. ¿Qué te parece, Ebea?
¿Valdrá para el caso?
EBEA. — Acaso, señora, se juzgue
demasiado fina, pero yo la daré unas cuantas lecciones y enseñaré a trabajar a
sus delicados dedos.
ZENÓCRATA. — ¿Oyes, Anippa, qué charla
tan extraña y cómo mi esclava amenaza a su señora? Ambas, por su insolencia,
serán empleadas en aderezar la comida y bebida de los soldados rasos, porque
valen harto poco para acercarse a nosotras.
ANIPPA. — No obstante, alguna vez puede
llamarlas Vuestra Alteza para ejecutar las faenas que no gusten a mi camarera.
(Suena dentro rumor de batalla.)
ZENOCRATA. —- Dioses y poderes que
gobernáis Persia y que de ella a mi amor hicisteis digno rey: reforzadle contra
Bayaceto el turco y haced que sus enemigos, como bandadas de temerosos corzos
perseguidos por los cazadores, huyan ante su adusto aspecto para que yo le vea
vencedor.
ZABINA. —- Solicita, Mahoma, de Dios
mismo que haga caer del cielo mortífera lluvia que ofusque los cerebros de los
escitas y los haga caer muertos por osar alzar sus armas contra aquel que joyas
ofreció a su santuario cuando emprendió guerra contra cristianos por primera
vez.
(Se reanuda el rumor de batalla.)
ZENÓCRATA. — Ya los turcos se revuelcan
en su sangre y Tamerlán es señor de África.
ZABINA. — Engañada estás. Ya oigo sonar
las trompetas como cuando mi emperador despedazó a los griegos y los condujo
cautivos a África. Ahora te emplearé como tu orgullo merece. Prepárate a vivir
y morir siendo esclava mía.
ZENÓCRATA. — Si Mahoma bajase de los
cielos y jurara que mi real señor ha sido muerto o vencido, no podría
persuadirme de otra cosa sino de que vive y vence.
(Bayaceto huye, perseguido por Tamerlán.
La batalla acaba y los dos entran. Bayaceto queda vencido.)
TAMERLAN. —- Ahora, rey de bajaes,
¿quién es el vencedor?
BAYACETO. —- TÚ, por la fortuna de esta
condenada batalla.
TAMERLAN. —- ¿Dónde están tus reyes
tributarios?
(Entran Techelles, Theridamas y
Usumcasane.)
TECHELLES. —- Sus coronas las tenemos
nosotros; sus cadáveres cubren el campo.
TAMERLAN. —- ¡Cada uno una corona! A fe
que regiamente habeis peleado. Ea, entregadlas a mi tesorería.
ZENÓCRATA. — Permitidme ofrecer a mi
gracioso señor su regia corona, tan altamente ganada.
TAMERLAN. — Quita a esa mujer la corona
turca, Zenócrata, y coróname con ella emperador de África.
ZABINA. —- No, Tamerlán, que aunque
ahora has llevado la mejor parte, todavía no eres señor de África.
THERIDAMAS. — Dadme la corona, vos,
turca, que os avendrá mejor.
(Se la quita y la entrega a Zenócrata.)
ZABINA. — Desalmados villanos, ladrones,
vagabundos, ¿cómo osáis ofender a mi majestad?
THERIDAMAS. — Tomad, señora (a
Zenócrata), que sois emperatriz y ella ya no lo es.
TAMERLAN. —- No lo es, no, Theridama,
que su tiempo ha pasado y las columnas que su poder sostenían yacen en pedazos
bajo mis pies victoriosos.
ZABINA. — Aunque Bayaceto esté cautivo,
puede ser rescatado.
TAMERLAN. — Nada en el mundo rescatará a
Bayaceto.
BAYACETO. — Hemos, hermosa Zabina,
perdido la batalla y nunca el emperador turco recibió tal derrota a manos de un
enemigo extranjero. Contentos estarán los infieles cristianos y con júbilo
tocarán sus supersticiosas campanas y encenderán luminarias celebrando mi
vencimiento. Pero así muera yo si estos puercos idólatras no encenderán en mi
honor hogueras con sus sucios huesos. Porque, aunque la gloria de esta jornada
se haya perdido, África y Grecia tienen guarniciones bastantes para hacerme
otra vez soberano de la tierra.
TAMERLAN. —- Yo someteré a esas
fortificadas guarniciones y ellas me rubricarán por el más grande señor de
África, porque desde el Oriente hasta el Oeste extremo extenderá Tamerlán su
pujante brazo. Las galeras y bandolerescos bergantines que todos los años van
al golfo de Venecia y pululan por los estrechos, con daño de los cristianos,
anclarán en la isla de Zante cuando la flota de guerra de los persas, navegando
por el mar oriental, camine por el continente índico desde Persépolis a Méjico
y atraviese el estrecho de Gibraltar y todo el océano hasta las británicas
costas, con lo que al fin seré dueño del mundo.
BAYACETO. —- Fija mi rescate, Tamerlán.
TAMERLAN. — ¿Piensas que Tamerlán estima
tu oro? Así muera yo si no hago a los reyes de la India ofrecerme sus minas y
suplicarme la paz, y hacer cavar tesoros para apaciguar mi cólera. Ea, atad a
los dos, y conducid uno de vosotros al turco. Que la doncella de mi amada
conduzca a la turca.
(Atan a los dos.)
BAYACETO. — ¡Ah, villanos! ¿Osáis
amarrar mis sagrados brazos? ¡Oh, Mahoma! ¡Oh, Mahoma, que duermes!
ZABINA. — ¡Oh, maldito Mahoma, que así
nos conviertes en esclavos de los rudos y bárbaros escitas!
TAMERLAN. —- Ea, traedlos y por esta
feliz victoria triunfemos y solemnicémosla con una fiesta marcial.
(Salen.)
ACTO IV
ESCENA PRIMERA
El SOLDÁN de Egipto con tres o cuatro
MAGNATES, CAPOLINO y un MENSAJERO
SOLDAN. — ¡Despertad, hombres de Memfis
y oíd el clamor de las trompetas escitas! Oíd los basiliscos bramadores que las
torres de Damasco derribaron. Ese rufián del Volga tiene a Zenócrata, la hija
del soldán, como su concubina y, con gran oprobio nuestro, sus estandartes
despliega, mientras vosotros, viles egipcios de desmayado corazón, sesteáis en
las floridas márgenes del Nilo como los cocodrilos que sin susto descansan
mientras los cañones truenan por encima de sus pieles.
MENSAJERO. — Poderoso soldán, no ha
visto Vuestra Grandeza el adusto ceño del fiero Tamerlán, ni cómo con su terror
e imperiosos ojos domina los corazones de sus compañeros; que si lo viese, se
sorprendería Vuestra Real Majestad.
SOLDAN. — Te digo, villano, que aunque
ese Tamerlán fuera tan monstruoso como Gorgón, príncipe del infierno, no
cejaría el soldán un pie ante él. Mas dime: ¿qué poder tiene?
MENSAJERO.— Poderoso señor, trescientos
mil hombres cubiertos de armadura, sobre sus piafantes corceles con seguros y
rudos pasos huellan el suelo, y quinientos mil soldados de infantería preparan
sus tiros blandiendo sus espadas, lanzas y alabardas en torno a su estandarte,
que parece tan rodeado de agudas puntas como un bosque de espinos. Y sus
máquinas de guerra y sus municiones exceden de la fuerza de sus hombres de
combate.
SOLDAN. — Aunque su número superase al
de las estrellas, o a las ofuscantes gotas de los chubascos de abril, o a las
marchitas hojas que el otoño desprende, todavía el soldán, con su victorioso
poder, los dispersaría y consumiría en su cólera hasta que ni uno solo
sobreviviera para deplorar su caída.
CAPOLINO. — Así podría hacer Vuestra
Alteza si tuviese tiempo para congregar sus combatientes y alistar su regia
hueste. Pero Tamerlán, con su premura, ha aprovechado la impreparación vuestra.
SOLDÁN.— Que tenga todas las ventajas
que quiera, que si todo el mundo conspirase a su lado, y fuera no ya hombre,
sino demonio, para vengar a la bella Zenócrata que, bien a nuestro pesar, ha
retenido, mi ejército volvería a enviarle al Erebo, para vestir su afrenta con
la obscuridad de la noche.
MENSAJERO. — Sírvase Vuestra Grandeza
comprenderque la resolución de Tamerlán lo rebasa todo. El primer día que
planta sus tiendas, viste de blanco y sobre su casco de plata coloca una pluma
blanca como la nieve para significar la benignidad de su ánimo que, saciado de
botín, repugna la sangre. Pero cuando la aurora asoma por segunda vez, rojos
como la escarlata son sus arreos y entonces su inflamada ira ha de extinguirse
con sangre, sin a nadie respetar que empuñe armas. Si aun estas amenazas no
mueven a la sumisión, enarbola pendón negro y su espada, escudo, caballo,
armadura y penacho de azabachinas plumas, con muerte e infierno amenazan a
todos sin respeto de sexo, grado ni edad, porque entonces pasa a todos sus
enemigos a cuchillo y fuego.
SOLDÁN. — ¡Ah, implacable villano,
rústico ignorante de la ley de las armas y la disciplina militar! El pillaje y
el asesinato son sus usuales oficios y el esclavo usurpa el glorioso nombre de
la guerra. Avisa, Capolino, al buen rey árabe al que ese esclavo ha robado mi
bella hija, su señorial amor. Adviértele otra vez que venga a la guerra con
nosotros para vengar el ultraje que a
ella se le ha inferido.
ESCENA II
TAMERLÁN, TECHELLES, THERIDAMAS, USUMCASANE,
ZENÓCRATA, ANIPPA, dos moros que conducen a BAYACETO en una jaula y la Esposa
de Bayaceto detrás
TAMERLÁN. — Traedme el escaño para los
pies.
(Sacan a Bayaceto de la jaula.)
BAYACETO. — Santas sacerdotisas del
celeste Mahoma, que, al sacrificar, rasgáis vuestra carne manchando las aras de
vuestra sangre purpúrea, haced que el cielo se enoje y que todas las fijas
estrellas absorban todo el veneno de los marjales moriscos para verterlo en la
garganta de este jactancioso tirano.
TAMERLÁN. — Supremo Dios, móvil primero
de esa esfera esmaltada con mil brillantes lámparas perennes, sé que antes
arderá la gloriosa estructura del cielo que llegue a conspirar para derribarme.
Y tú, villano, que eso me deseas, caerás postrado sobre la baja y desdeñosa
tierra y servirás de escabel al gran Tamerlán para que yo pueda subir a mi
regio trono.
BAYACETO. — Antes desgarrarás mis
entrañas con tu espada y sacrificarás mi corazón a la muerte e infierno, que
ceder yo a tal esclavitud.
TAMERLÁN. — Vil villano, vasallo,
esclavo de Tamerlán, indigno de besar ni tocar el suelo que soporta el honor de
mi peso real, ¡encórvate, villano, encórvate! Doblégate, que te lo manda quien
puede hacerte arrancar tu carne en mil jirones o dispersarla como las hojas del
majestuoso cedro cuando las toca la voz del tonante Júpiter.
BAYACETO. — Pues cuando yo mire abajo a
los condenados demonios, ¡miradme, demonios, a mí! Y tú, temido dios del
infierno, con tu cetro de ébano golpea esta tierra aborrecible y haz que nos
trague a los dos a la vez.
(Tamerlán, sobre él, escala su asiento.)
TAMERLÁN. —- Ahora, esclareciéndose la
triple región del aire, acuda la majestad de los cielos a contemplar a su
azote, terror de los emperadores. Sonreíd, estrellas que presidisteis mi
nacimiento, y ofuscad la brillantez de sus vecinas lámparas. No pidáis prestada
luz a Cintia, porque yo, la luminaria mayor de toda la tierra, primero me alcé
en oriente con benigno aspecto, pero después, ya fija en la línea meridiana,
fuego vomitaré sobre vuestras girantes esferas y obligaré al sol a que tome de
vosotras su luz. Chispas hice ya brotar de su cota de acero, incluso en Bitinia
capturé a este turco, como cuando una fiera exhalación envuelto en las entrañas
de una fría nube, al abrirse camino rasga el firmamento y lanza sus relámpagos
sobre la tierra. Y siempre, ora marchando hacia la rica Persia, o dejando
Damasco y los campos egipcios, yo, emulando la fama del demente hijo de
Climeno, que casi del cielo llegó a quemar la rueda, haré que nuestras espadas,
nuestras lanzas y nuestros tiros todo el aire llene de airados meteoros. Y
cuando el cielo quede rojo como la sangre se dirá que yo mismo me torné rojo
para en nada pensar sino en sangre y en guerra.
ZABINA. —- Indigno rey, que por tu
crueldad ilegalmente usurpaste el trono de Persia, ¿osas tú, que nunca viste
aun emperador hasta que te encontraste en batalla con mi marido, abusar así,
por cautivo, de su estado, encerrando su real cuerpo en una jaula cuando
techumbres de oro y palacios como el sol brillantes debieran prepararse para
alojar su gracia? ¿Y osas hollar con tus aborrecibles pies a aquel cuyos pies
besaron los reyes de África?
TECHELLES. —- Algún tormento peor debes
imaginar, señor, para hacer que estos cautivos frenen sus desatadas lenguas.
TAMERLÁN. —- Vigila más, Zenócrata, a tu
esclava.
ZENÓCRATA. —- Mi doncella, de la que es
esclava, se ocupará de que tales agravios no broten de su lengua. Hazla callar,
Anippa.
ANIPPA. —- Esclava mía, escucha: si
injurias al rey haré que te desnuden y te azoten.
BAYACETO. — Gran Tamerlán (grande por mi
caída), tu ambicioso orgullo te hará caer muy bajo, por pisar la espalda de
Bayaceto, quien debía ser arrastrado en su carro por cuatro poderosos reyes.
TAMERLÁN. —- Tus nombres, títulos y
dignidades han abandonado a Bayaceto y me pertenecen, y contra un mundo de
reyes me mantendrán. Ponedle en la jaula.
(Le ponen.)
BAYACETO. — ¿Es éste lugar para
Bayaceto? ¡Confusión sobre el que así te trata!
TAMERLÁN. —Ahí, mientras viva, será
Bayaceto guardado y donde vaya yo será llevado en triunfo. Y tú, su mujer, le
alimentarás con las migajas que mis servidores te lleven de mi mesa. Quien le
diere otro alimento será condenado a morir de hambre. Esta es mi voluntad y la
cumpliré. Todos los reyes y emperadores de la tierra, aunque pusieran sus
coronas ante mis pies, no le rescatarían ni sacarían de su jaula. Las edades
que hablen de Tamerlán desde este día al maravilloso año de Platón, dirán cómo
traté a Bayaceto. Los moros que le condujeron desde Bitinia a la bella Damasco,
donde estamos ahora, le llevarán doquiera que vayamos. Techelles y amados
compañeros míos, desde aquí vemos las majestuosas torres de Damasco, semejantes
a la sombra de las pirámides que engalanan los campos de Memfis. La estatua de
oro de su plumífera ave que extiende sus alas sobre los muros de la ciudad no
la defenderá de nuestros abrumadores tiros. Los ciudadanos se cubren con
máscaras de seda y se visten de oro y son como un tesoro todas las casas; pero
hombres, tesoro y ciudad serán nuestros.
THERIDAMAS. —- Vuestras blancas tiendas
ante las puertas están, y gentiles banderas de amistad despliegan. Yo no dudo
de que el gobernador, cediendo, entregará Damasco a Vuestra Majestad.
TAMERLÁN. —- Así él y los demás salvarán
la vida. Pero si resiste hasta que yo despliegue el pendón sangriento morirá
con cuantos hasta ahora han resistido. Y si me ven marchar de negro vestido,
con enlutadas flámulas sobre nuestras cabezas, así en esa ciudad se contuviera
todo el mundo, perecería al filo de nuestras espadas.
ZENÓCRATA. —- Piedad debíais tener, que
este es mi país y el de mi padre.
TAMERLÁN. —- Por nada del mundo lo haré,
Zenócrata. Lo he jurado. Ea, traed al turco.
(Salen.)
ESCENA III
SOLDÁN, Rey de ARABIA, CAPOLINO soldados
y banderas alviento
SOLDÁN.— Parece que marchamos, como
Meleagro rodeado de bravos caballeros argivos, para cazar el salvaje oso de
Caledonia, o como Céfalo, con los altivos jóvenes tebanos, contra el lobo que la
enojada Themis enviara para desolar los dulces campos eólicos. Un monstruo de
quinientas mil cabezas, mezcla de rapiña, piratería y pillaje, la hez de los
hombres y el odio y azote de Dios, nos daña con sus devastaciones en Egipto.
Ese sanguinario Tamerlán, traidor declarado y ladrón de bajo origen, ha
alcanzado mediante crímenes la corona persa y ahora intenta dominar nuestros
territorios. Para domar el orgullo de tan presuntuosa bestia, unidos vuestros
árabes al poder del soldán, juntos en uno nuestros reales bandos, haremos
levantar el sitio de Damasco; que es baldón de la majestad y alto estado de los
emperadores el que ese vagabundo usurpador desafíe a un rey o injurie a un
príncipe coronado.
ARABIA. —- Renombrado soldán, ¿habéis
oído que el poderoso Bayaceto ha sido derrotado junto a los confines de
Bitinia? ¿Y sabéis la esclavitud con qué aflige al noble turco y a su
emperatriz?
SOLDÁN. —- Lo sé y me ha disgustado tan
mal suceso. Pero, noble señor de la grande Arabia, persuadios de que el soldán
no desmaya más con las nuevas de la caída de Bayaceto, que pueda desmayar el
piloto que, en puerto seguro, ve un barco extranjero arrebatado por los vientos
y lanzado contra una áspera roca. Mas, compadeciendo su infortunio, por el
cielo y por él hice voto sagrado, que confirmé en el santo nombre de Isis, de
que Tamerlán lamentará el día y la hora en que hizo tan ignominioso tuerto a la
augusta persona de un príncipe, y en que retuvo a la gentil Zenócrata como
concubina, según temo, para satisfacción de sus apetitos.
ARABIA. — Que la ofensa y la furia
apresuren la venganza. Que esas injurias hagan sentir a Tamerlán tantos daños
como el cielo y nosotros podamos inferirle. Anhelo romper mi lanza sobre su
yelmo y experimentar el peso de sus armas victoriosas, pues sospecho que la
fama ha sido asaz pródiga haciendo retumbar en el mundo su parcial encomio.
SOLDÁN. —- ¿Has revistado nuestras
fuerzas, Capolino?
CAPOLINO. — Grandes emperadores de
Egipto y Arabia, el número de vuestras huestes unidas asciende a ciento cincuenta
mil caballos y a doscientos mil valientes soldados de infantería, bravos y
llenos de atrevimiento y tan ahincados como cazadores en la persecución de las
bestias salvajes entre los desiertos bosques.
ARABIA. — Mi espíritu presagia un
afortunado suceso y mi espíritu, Tamerlán, prevé la completa ruina tuya y de
tus hombres.
SOLDÁN. — Erguid, pues, los estandartes
y haced sonar los tambores. Dirijámonos a los muros de Damasco. Ea, Tamerlán,
el poderoso soldán llega conduciendo consigo al gran rey de Arabia, para
eclipsar tu bajeza y obscuridad no famosas sino por robos y pillajes, y para
asolar y diseminar tu no gloriosa partida de escitas y de persas esclavos.
ESCENA IV
El festín. Aparecen TAMERLÁN, vestido
todo de rojo. THERIDAMAS, TECHELLES, USUMCASANE el TURCO y otros
TAMERLÁN. —- Ahora arbolamos nuestra
bandera sangrienta frente a Damasco, reflejando tintes de sangre sobre la
cabeza de los damascenos que tiemblan cabe los muros de su ciudad, medio
muertos de terror antes de sentir mi ira. Comamos, pues, y holguémonos a
nuestro antojo, elevando copas colmadas de vino por el dios de la guerra que va
a llenar de oro nuestros yelmos, enriqueciéndoos con los despojos de Damasco
tanto como Jasón el cólquico con el vellocino de oro. Y tú, Bayaceto, ¿tienes
estómago?
BAYACETO. —- Sí tengo, cruel Tamerlán, y
tanto que me comería crudo tu sanguinario corazón.
TAMERLÁN. — Más fácil sería comer el
tuyo; conque sácalo y que os sirva de sustento a ti y a tu mujer. Ea,
Zenócrata, Techelles y todos: ¡a las vituallas!
BAYACETO. —- Hacedlo, y así vuestra carne no las digiera nunca. Furias
que podéis haceros invisibles, descended al fondo del Averno y, trayendo en
vuestras manos veneno infernal, en la copa de Tamerlán derramadlo. Serpientes
aladas de Lerna, acendrad vuestros aguijones y derramad vuestro veneno en el
plato del tirano.
ZABINA. — Y sea este banquete tan
ominoso como el de Progne al adúltero rey trácico que se alimentaba con la
substancia de su hijo.
ZENÓCRATA. — Señor, ¿cómo sufrís esas
ultrajantes maldiciones de vuestros esclavos?
TAMERLÁN. — Déjalos, divina Zenócrata,
que me glorío en las maldiciones de mis enemigos cuando tengo el poder del
imperial cielo para hacerlas recaer en sus propias cabezas.
TECHELLES. —- Os ruego que los dejéis,
señora, porque hablar así les desahoga y sienta bien.
THERIDAMAS. —- Mejor les sentaría que Su
Alteza permitiera que se les sustentara.
TAMERLÁN. —- ¡Eh! ¿Por qué no haces lo
que digo? ¿Tan delicadamente criado estás que no puedes comer tu propia carne?
BAYACETO. —- Antes te desgarrarán a ti
legiones de diablos.
USUMCASANE. —- ¿Sabes a quién hablas,
villano.
TAMERLÁN. —- Déjalo. Ea, come, amigo,
tomando el alimento de la punta de mi espada, si no quieres que te la hunda en
el corazón.
(Bayaceto toma el bocado y lo pisotea.)
THERIDAMAS. —- Lo está pisoteando,
señor.
TAMERLÁN. —- Cógelo, villano, y cómelo,
o haré que te corten en filetes la pulpa de tus brazos para que los yantes.
USUMCASANE. — Mejor será que él mate a
su mujer, con lo que ella dejará de pasar hambre y él tendrá vianda para un
mes.
TAMERLÁN. —- Toma mi puñal y mátala
ahora que esta gorda, porque, si vive algo más, se consumirá de rabia y no
valdrá para comerla.
THERIDAMAS. —- ¿Crees que Mahoma
consentirá eso?
TECHELLES. —- Sí, puesto que no puede
impedirlo
TAMERLÁN. —- Vamos, a la comida. ¿Ni un
bocado? Será que no ha bebido durante el día; démosle un trago. (Le dan agua a
beber y él la tira al suelo.) Bien hecho, amigo, y entre tanto el hambre os
hará comer. ¿Es que el turco y su mujer, Zenócrata, no saben honrar un festín?
ZENÓCRATA. —- Sí, señor.
THERIDAMAS. —- Yo pienso que esto es
mucho más divertido que un concierto de música.
TAMERLÁN. —- Sin embargo, la música
agradaría a Zenócrata. Dinos: ¿por qué estás tan triste? Si cantases una
canción, el turco procuraría afinar la voz. ¿Que te pasa?
ZENÓCRATA. — Señor, que veo cercada la
ciudad de mi padre y asolado el país donde he nacido. ¿Cómo no ha de afligirse
mi alma? Si algún amor, señor, en vos queda o si mi amor por Vuestra Alteza
algo a vuestro entender merece, alzad el sitio que ponéis a los muros de
Damasco, la bella, y haced tregua amistosa con mi padre.
TAMERLAN. —- Zenócrata, si Egipto fuese
el propio país de Júpiter, a Júpiter le haría doblegarse con mi espada. Refuto
a los ciegos geógrafos que dividen el mundo en tres regiones, excluyendo otras
que me propongo encontrar y con esta pluma insertarlas en un solo mapa,
llamando las provincias, ciudades y pueblos con mi nombre y el tuyo, Zenócrata.
En Damasco estableceré el punto donde comience mi perpendicular trazo.
¿Querrías, Zenócrata, que comprase el amor de tu padre con tan grande pérdida?
Dímelo.
ZENÓCRATA. — Mucho honor espera aún al
afortunado Tamerlán, pero permitidme interceder por mi parte, señor.
TAMERLÁN. — Conténtate con ver a salvo
tu persona y la de todos los amigos de la bella Zenócrata si se amoldan a ceder
de corazón o por fuerza a que yo sea emperador. Egipto y Arabia han de ser
míos. (A Bayaceto.) Come, esclavo, que puedes considerarte feliz comiendo de mi
tenedor.
BAYACETO. — Mi estómago vacío, lleno de
inútil calor, atrae sanguíneos humores de mis partes débiles y me conserva la
vida apresurándome muerte cruel. Mis venas están descoloridas, mis tendones
duros y secos, mis junturas entumecidas, y a menos de que coma, moriré.
ZABINA. — Come, Bayaceto, y vivamos a
pesar de ellos, esperando que alguna fuerza favorable se apiade y nos liberte.
TAMERLÁN. — Escucha, turco, ¿quieres un
tenedor limpio?
BAYACETO. — SÍ, tirano, y más carne.
TAMERLÁN. — Calma, señor, que te
conviene régimen, pues demasiado comer te saciaría.
THERIDAMAS. — Así es, señor, sobre todo
andando tan poco y haciendo tan escaso ejercicio.
(Entran un segundo servicio, consistente
en coronas.)
TAMERLÁN. — Theridamas, Techelles,
Casane, ¿no son esos los manjares que deseabais?
THERIDAMAS. — Sí, señor, pero ningún rey
puede alimentarse con ellas.
TECHELLES. —- Bástenos verlas y a
Tamerlán disfrutarlas.
TAMERLÁN. —- Bien, más yo ya tengo la
del soldán de Egipto, la del rey de Arabia y la del gobernador de Damasco.
Tomad esas otras tres coronas y rendidme homenaje como reyes tributarios míos.
A ti te corono, Theridamas, rey de Argel; a ti, Techelles, rey de Fez; y a ti,
Usumcasane, rey de Marruecos. ¿Qué dices a esto, turco? Éstos ya no son reyes
tributarios tuyos.
BAYACETO. —- Ni lo serán mucho tiempo
tuyos, te lo advierto.
TAMERLÁN. — Reyes de Argel, Marruecos y
Fez, vosotros que habéis marchado con el afortunado Tamerlán hasta la glacial
zona de los cielos bajo la bóveda bermeja de la húmeda mañana, y desde allá,
por tierra, hasta la zona tórrida: os digo que merecéis los títulos que os dono
por vuestro valor y magnanimidad. No estorbará vuestra cuna a, vuestra fama,
porque es la virtud la fuente de donde el honor brota y a los de ella dignos
los hace reyes.
THERIDAMAS. —- Y pues Vuestra Alteza
tanto nos otorga, si no lo merecemos con más altas hazañas que las ejecutadas
hasta aquí, quitadnos las coronas y hacednos esclavos.
TAMERLÁN. — Bien dicho, Theridamas.
Cuando los sacros destinos me hayan establecido en el fuerte Egipto, viajaremos
hasta el polo antartico, venciendo a los pueblos y hollándolos con nuestros
pies, y renombrados seremos como nunca emperador alguno. Zenócrata, a ti aún no
te corono hasta que con mayores honores sea yo favorecido.
ACTO V
ESCENA PRIMERA
El GOBERNADOR de Damasco con tres o
cuatro ciudadanos y cuatro VÍRGENES con ramas de laurel en las manos
GOBERNADOR. — Ese hombre, o más bien
dios de la guerra, sigue batiendo nuestros muros y derribando nuestras torres.
Resistir con más obstinación, esperando ser socorridos por el poder del soldán,
sólo serviría para consumar nuestro desastre y para tener que desesperar de
nuestras amenazadas vidas. Ya vemos que las tiendas enemigas han sido alteradas
con el último, terrorífico y cruel color. Sus banderas, negras como el carbón,
por doquiera elevándose, amenazan a nuestra ciudad con general estrago. Aunque,
según común rito de las armas, pidamos nuestra salvación a su clemencia, temo
la usanza de su espada, que es acrecer su fama aterrorizando al mundo, de
manera que no creo que ninguna novedad ni remordimiento le haga contentarse con
menos que con nuestra muerte. Pero acaso, atendiendo a estas cuatro vírgenes
cuya vida y honor le confiamos, sea posible que sus puros ruegos, sus llorosas
mejillas y sus sinceras y humildes impetraciones ablanden un tanto su furia,
haciéndole tratarnos como benigno conquistador.
UNA VIRGEN. — Si humildes ruegos e
impetraciones, proferidas con lágrimas de congoja y sangre y vertidas por los
rostros y corazones de todo nuestro sexo, esposas o hijas vuestras, hubieran
entrado en vuestros empedernidos corazones, haciéndoos preocupar algunas
seguridades mientras un menor peligro amenazaba nuestras murallas, esas
peligrosas advertencias de muerte no habrían sido nunca erigidas ni tendríais
que depender de tan débiles ayudas como la nuestra.
GOBERNADOR. —- Pensad, gentiles
vírgenes, en el amor y honor de nuestro país, que nos hacía aborrecible
someternos a extranjeros poderes y a duros e imperiosos yugos y nos impedía,
sin incurrir en gran cobardía y temor, admitir la servidumbre mientras no se
perdiese toda esperanza de socorro. En lo cual vuestra seguridad y vuestro
honor, libertad y vidas, se pesaron tan cuidadosamente como los nuestros. Pero,
habiendo de soportar la malignidad de nuestras estrellas, más la ira de
Tamerlán y fuerza de la guerra, ahora los todopoderosos cielos nos inclinan a
evitar los extremos últimos, esperando de vuestro agradable talante nuestro
perdón.
VIRGEN SEGUNDA. —- Pues entonces, ante
la majestad de los cielos y los santos patrones de Egipto, con corazón y
rodillas sumisas prometemos procurar que la gracia de nuestras palabras y
patenticidad de nuestra apariencia haga que este medio resulte propicio y que,
a través de los ojos y oídos de Tamerlán, entre la clemencia en su corazón. Y
supuesto que estos signos nuestros puedan frenar los latidos de su vencedora
cabeza, alisar las arrugas de su fruncida frente y substituir su adusto
semblante por el grato aspecto de la lenidad, dejadnos obrar, señor y amados compatricios,
que lo que vírgenes puedan hacer, lo haremos.
GOBERNADOR. — Adiós, dulces vírgenes, de
cuyo salvo retorno nuestra ciudad, libertad y vidas dependen.
(Salen todos, excepto las Vírgenes.)
ESCENA II
TAMERLÁN, TECHELLES, THERIDAMAS,
USUMCASANE y otros. Tamerlán va vestido de negro y muy melancólico
TAMERLAN. — ¿Cómo? ¿Han sido las
tórtolas arrojadas de sus nidos? ¿Queréis, pobres locas, ser las primeras en
experimentar la jurada destrucción de Damasco? Pues que conocen mi costumbre,
¿no podían haberos enviado cuando hice ondear mis banderas blancas a través de
las cuales la dulce clemencia envía sus gentiles rayos, que no se reflejaron
sino en vuestros desdeñosos ojos? Y ahora en que la furia y el airado odio
despiden de mis tiendas, negras como el carbón, terrones mortíferos, ¿os mandan
cuando en verdad la sumisión llega demasiado tarde?
VIRGEN PRIMERA. — Rey afortunadísimo y
emperador de la tierra, imagen de nobleza y honor; tú para quien los poderes
divinos han hecho el mundo y sobre cuyo trono la santa gracia se asienta; tú en
cuya persona se comprende la suma de la pericia de la Naturaleza y la majestad
del cielo, compadece nuestra situación. ¡Compadece a la pobre Damasco!
Compadece la vejez, bajo cuyos cabellos de plata siempre han reinado el honor y
la reverencia. Compadece el lecho nupcial donde muchos señores en el principio
y gloria de la alegría de su amor, abrazan con lágrimas de compasión y sangre
los celados cuerpos de sus amedrentadas esposas, y piensa en que sus mejillas y
corazones, tan afligidos por la inquietud, temen que tu poderoso y nunca
refrenado brazo separe sus cuerpos e impida a sus almas los cielos de ventura
que su edad les permite. Piensa en todos los que se sienten pálidos y
extenuados hasta la muerte, airados contra nuestro inexorable gobernador, que
ha rehusado la merced de tu mano (cuyo cetro los ángeles besen y las furias
teman) para nuestras libertades, amores y vidas. Para ésos, y para las que son
como nosotras, para los niños y para todos los de nuestra sangre, que nunca
pensó oponerse a tu gobierno, piedad, ¡oh piedad te pedimos, sacro emperador!
Recibe el postrado homenaje de esta acongojada ciudad y en signo de él recibe
esta guirnalda dorada en la que todo gobernante nuestro ha puesto la mano, y
proporciónanos, como a apreciados súbditos, medio apropiado de investir tus
reales sienes incluso con la propia diadema de Egipto.
TAMERLÁN. — Vírgenes, en vano os
esforzáis en impedir que cumpla mi honor lo que ha jurado. Mirad mi espada:
¿qué veis en la punta?
VÍRGENES. — Nada, sino temor y mortífero
acero, señor.
TAMERLÁN. — Entonces el temor nubla
vuestras mentes, porque ahí está la muerte, la imperiosa muerte que gira en ese
filo buido. Pero me complace que no la veáis ahí, ya que se asienta en las
lanzas de mis jinetes, alimentando su descarnado cuerpo con sus puntas.
Techelles, llama a unos cuantos para que se lleven a estas damas y les muestren
a la muerte, mi servidora, vestida de escarlata sobre sus lanzas en ristre.
VÍRGENES. — ¡Oh, compadécenos!
TAMERLÁN. —- Lleváoslas, os digo, y
mostradles la muerte. (Se las llevan.) No perdonaré a estos orgullosos
egipcios, ni cambiaré mis marciales usanzas ni por todas las riquezas de las
doradas olas de Gihon, ni aun por el amor de Venus si ésta, dejando al airado
dios de las armas, yaciese conmigo. Ellos han rehusado mi oferta de sus vidas y
saben que mis costumbres son tan perentorias como los planetas aciagos, la
muerte o el destino. (Entra Techelles.) ¿Han tus jinetes mostrado la muerte a
las vírgenes?
TECHELLES. — Sí, señor, y sobre los
muros de Damasco han arrojado sus cadáveres.
TAMERLÁN. — Espectáculo, presumo, tan
fatídico para sus almas como las drogas de Tesalia. Ea, señores, confiad el
resto a la espada. (Salen.) ¡Ah, bella Zenócrata, divina Zenócrata, porque
bella es epíteto asaz pobre para ti! En tu pasión por el amor de tu país y el
temor de ver el mal de tu padre, con tu desmelenado cabello te secas las
mojadas mejillas y eres semejante a Flora cuando por las mañanas apta en el
aire sus trenzas argentinas, lloviendo perlas sobre la tierra y salpicando de
zafiros tu brillante rostro. En el cual se asienta la belleza, madre de las
Musas, comentando volúmenes con su pluma marfilina, tomando instrucciones de
tus ojos fluyentes, ojos que parecen caminar cual hacia el cielo en el silencio
de ese tu solemne paseo nocturno con que iluminas el manto de la más espléndida
noche, prestando luz a la luna, los planetas y los meteoros. ¡Ah! Ángeles con
armaduras de cristal combaten una dudosa batalla contra mis tentados
pensamientos, luchando por la libertad de Egipto y la vida del soldán, vida que
tanto consume a Zenócrata, la pena de la cual pone más cerco a mi alma que todo
mi ejército a los muros de Damasco. Ni el soberano de Persia ni el turco han
turbado tanto mis pensamientos como Zenócrata lo hace. ¿Qué es, pues, la
belleza?, dicen mis sufrimientos. Si todas las plumas de los poetas hubiesen
tenido el sentimiento de los pensares de sus señores y toda la dulzura que en
los corazones de ellos inspiraba sus almas y sus musas acerca de admirados
temas; si toda la celeste quintaesencia de sus inmortales flores de poesía
pudiéramos percibir como en un espejo, junta a los más altos conceptos del
ingenio humano; si todo ello hiciere la estrofa de un poema y todo se combinara
en una belleza adecuada, aún permanecería en sus siempre inquietas cabezas un
pensamiento, una gracia, una maravilla, a lo menos, que virtud alguna podría
convertir en palabras. Mas ¡cuan impertinente es para mi sexo, mi disciplina
militar y caballería, mi naturaleza y el terror de mi nombre, albergar
pensamientos tan afeminados y débiles! Exceptúo sólo el hecho de alcanzar el
justo aplauso de la belleza, cuyo instinto emociona el alma del hombre. Sí, que
a todo guerrero al que le extasíe el amor de la fama, el valor y la victoria,
necesita saber a la belleza interesada en sus hazañas. Entendiendo yo así estas
cosas y habiendo detenido la tempestad de los dioses y del luciente velo del
firmamento, para sentir el calor agradable de las hogueras de los pastores y
entrar en las cabañas hechas de trenzadas hierbas, haré saber al mundo, pese a
mi cuna, que sólo es la virtud la suma de la gloria y proporciona a los hombres
verdadera nobleza. ¡Eh! ¿Quién va allá? (Entran dos o tres hombres.) ¿Ha sido
alimentado hoy Bayaceto?
UN CRIADO. —- Sí, señor.
TAMERLAN. —- Traedle, pues, y sepamos
también si la ciudad ha sido saqueada.
(Entran Techelles, Theridamas,
Ussumcasane y otros.)
TECHELLES. — La ciudad es nuestra,
señor, y nos ofrece nueva provisión de botín y conquista.
TAMERLAN. —- Bien está, Techelles. ¿Hay
noticias?
TECHELLES. — El soldán y el rey de
Arabia avanzan, juntos, contra nosotros con vehemente violencia, como si contra
nosotros no hubiera otro medio que...
TAMERLAN. —- Uno sólo hay, Techelles; te
lo garantizo.
(Traen el turco.)
THERIDAMAS. — Sabemos que la victoria es
nuestra, señor, pero permítanos salvar la venerable vida del soldán por amor de
la bella Zenócrata, que tanto lamenta este caso.
TAMERLAN. —- Ya veremos eso, Theridamas,
en honor de la bella Zenócrata, cuyo mérito es digno de conquistar todos los
corazones. Y ahora, escabel mío, sé que si pierdo la batalla tú esperas la
libertad y la restitución de tu reino. Dejadle aquí, amigos, junto a las
tiendas, hasta que estemos listos para la batalla. Ruega por nosotros,
Bayaceto, que nos vamos.
(Salen.)
BAYACETO. — Id y nunca volváis
victoriosos. ¡Así millones de hombres te rodeen y perforen tu cuerpo con otras
tantas heridas! ¡Así agudas y retorcidas flechas alcancen tu caballo! ¡Así las
furias del negro lago Cocitos broten de la tierra y con sus tizones te obliguen
a correr hacia las fatídicas picas! ¡Así descargas de tiros perforen tu piel
encantada y vayan emponzoñadas las balas todas! ¡Así estruendosos cañones
sieguen todas tus coyunturas, lanzándote a los espacios tan altos como las
águilas se remonten!
ZABINA. —- ¡Así todas las espadas y
lanzas del campo encuentren alojamiento en su pecho! ¡Así por todos los
poros le brote la sangre y duraderos
dolores atenacen su corazón y la locura envíe al infierno su alma condenada!
BAYACETO. —- ¡Ay bellísima Zabina!
Podemos maldecir su fuerza y pueden los cielos airarse y la tierra estremecerse
de enojo, pero ha influido su espada una estrella que gobierna los cielos y
dirige a los dioses más que la cimeria Estigia o el destino. Y así
persistiremos en esta detestable guisa, con la afrenta, el horror y el hambre
apresando nuestras entrañas con retorcidos pensamientos, sin esperanza de que
tales trances concluyan.
ZABINA. — Entonces es que no hay ni
Mahoma, ni Dios, ni diablo, ni fortuna, ni esperanza de terminar esta infame y
monstruosa esclavitud. Ábrete, pues, tierra, y haznos contemplar los diablos
infernales y el averno sin esperanza, lleno de terrores como las asoladas
márgenes del Erebo, donde estremecidos fantasmas, con ululantes gemidos,
suplican al avieso barquero un pasaje para el Elíseo. ¿Para qué hemos de vivir,
siempre tristes, mendigos y esclavos? ¿Para qué vivimos, Bayaceto, y para qué
construimos antes nidos tan altos, si hemos de vivir largamente en esta
opresión donde todos nos ven y escarnecen los antiguos triunfos de nuestro
poder, ahora reducidos a esta obscura e infernal servidumbre?
BAYACETO. —- ¡Oh, vida más aborrecible a
mis ofendidos pensamientos que el ruidoso silbar de las serpientes estigias que
llena los ámbitos del infierno con un aire estancado que infecta a todas las
almas con incurables dolores! ¡Oh, terribles mecanismos de mi aborrecida vista,
que contempla mi corona, mi honor y mi nombre sometidos al yugo de un
bandolero! ¿Por qué seguís nutriéndoos de los maldecidos rayos del día y no os
hundís del todo dentro de mi alma torturada? Ya veis a mi esposa y mi
emperatriz, criada y ensalzada por las manos de la fama, reina de quince
tributarias reinas, ahora lanzada a las honduras de la más negra abyección,
ensuciada con las manchas de los más ruines oficios y envilecida por la
vergüenza, la miseria y el desprecio. ¡Maldito Bayaceto, cuyas palabras de
compasión debieran animar con su piedad el corazón de Zabina, haciendo a
nuestras almas resolverse en incesantes lágrimas, mientras lo que hago es,
atenazado por el hambre, ver quebradas las raíces de mi pensamiento! ¡Oh, pobre
Zabina! ¡Oh, mi reina, mi reina! Tráeme agua que consuele y refresque mi
ardiente pecho, para que, en la abreviada sucesión de mi vida, pueda poner mi
alma entre tus brazos con palabras de amor, cuya expresión lastimera hasta
ahora han estorbado la ira y el odio de nuestras inexpresables aflicciones.
ZABINA. — Dulce Bayaceto mío, yo
prolongaré tu vida mientras mi sangre o una chispa de mi aliento puedan apagar
o refrigerar los tormentos de mi disgusto.
(Sale.)
BAYACETO. — Ahora, Bayaceto, acorta tus
fatídicos días y quiebra el cerebro de tu vencida cabeza, ya que me están
negados otros medios que pudieran ser ministros de mi ruina. ¡Oh, elevada
lámpara del siempre brillante Júpiter, día maldito, infectado por todos mis
tuertos, esconde tu manchada faz en una interminable noche y cierra las
ventanas de los iluminados cielos! Que la aviesa obscuridad, con su herrumbroso
carro oculto en tempestades envueltas en nubes negras como la pez, azote la
tierra con perennes brumas y permita a los caballos de su nariz exhalar
rebeldes vientos y temerosas tronadas. Así viva Tamerlán en ese terror y que mi
alma acongojada, resuelta en líquido aire, pueda mortificar sus atormentados
pensamientos. Y así el pétreo dardo del frío insensible llegue al centro de mi
marchito corazón abriendo escape a mi ominosa vida.
(Se rompe la cabeza contra los barrotes
de la jaula.)
(Entra Zabina.)
ZABINA. — ¿Qué contemplan mis ojos? ¡Mi marido muerto!
¡Su cerebro partido en dos! ¡Fuera los sesos de Bayaceto, mi señor y soberano!
¡De Bayaceto, mi marido! ¡Oh Bayaceto, oh turco, oh emperador! (Enloqueciendo.)
¿Qué le dé licor? No. Traed leche y fuego y le daré mi sangre, además.
Desgarradme en pedazos, dadme una espada con la punta ardiente. ¡Quiero irme
con él, con él...! ¡Corred, a mi niño! ¡Quitad, quitad! ¡Salvad a ese niño,
salvadle, salvadle! ¡Yo, yo, he de hablarla a ella! El sol cae y hay flámulas
blancas, rojas y negras. ¡Eso, eso, eso! Tírale la carne a la cara. ¡Tamerlán,
Tamerlán! Dejad que entierren a los soldados. ¡Infierno, muerte, Tamerlán,
infierno! Preparadme mi coche, mi carro, mis joyas. ¡Ya voy, ya voy, ya voy!
(Se estrella también los sesos contra la
jaula.)
(Entran Zenócrata y Anippa.)
ZENÓCRATA. —- ¡Infeliz Zenócrata, que
has vivido para ver los muros de Damasco tintos en sangre egipcia de los
súbditos de tu padre y compatriotas tuyos! Y las calles sembradas de
descuartizadas coyunturas humanas y de heridos cuerpos implorando vida... Y he
visto (lo más horrible de todo) la risueña hueste de celestes vírgenes e
inmaculadas doncellas, cuya traza haría al hosco dios de las armas romper su
espada para platicar de amor, alzadas en las lanzas de los jinetes, soportando
sin culpa una muerte cruel. Y por doquier los recios corceles tártaros las
pisoteaban con sus cascos ruidosos, mientras los jinetes, cargando con sus
tremantes lanzas, frenaban riendas para mirar la belleza de esos cadáveres. ¿Y
has sido, Tamerlán, causa de esto, tú que llamabas a Zenócrata más amada que
ninguna? Porque esas vidas eran a Zenócrata más caras que su propia vida y por
amor de ella debiste haberlas salvado. Mira, Anippa, otro espectáculo
sangriento. ¡Ah, malhadados ojos, enemigos de mi corazón! ¡Cuan colmados estáis
de esos angustiosos objetos y qué relatos de sangre y lástima decís a mi ánimo!
Ve, Anippa, si respiran o no.
ANIPPA. —- Ninguno de los dos respira,
ni siente, ni se mueve. A esto, señora, les ha forzado su esclavitud y la
implacable crueldad de Tamerlán.
ZENÓCRATA. — Tierra, abre las fuentes de
tus entrañas y humedece tus mejillas por esta prematura muerte. Estremécete con
su peso en señal de temor y duelo. Avergonzaos, cielos, que a éstos honrasteis
al nacer para acabar con ellos mediante muerte tan bárbara. Los que se
complacen en ficticios imperios y sitúan su mayor bien en las pompas terrenas,
que contemplen al turco y a su gran emperatriz. ¡Ah, Tamerlán, mi amor, mi
dulce Tamerlán, que luchas por cetros y por inseguras coronas, mira al turco y
a su emperatriz! Tú que, conducido por tus venturosas estrellas, duermes todas
las noches con la victoria ungiendo tus sienes y que podrías, empero, según los
cambiantes azares de la guerra, temer y sentir semejante final, mira al turco y
a su gran emperatriz. ¡Ah, poderoso Júpiter y santo Mahoma, perdonad a mi amor!
Perdonad su menosprecio de la terrena fortuna y de la piedad y no dejéis que
sus conquistas, implacablemente buscadas, se vuelvan contra su vida, como
contra este gran turco y su infeliz emperatriz. Y perdonadme a mí, que no fui
movida a compasión viéndolos tanto tiempo vivir en tan grande miseria, porque
¿qué no puede acaecerte a ti, Zenócrata?
ANIPPA.— Tranquilizaos, señora, y pensad
que vuestro amor tiene a su albedrío la fortuna y que ésta se fijará, sin girar
más su rueda mientras k vida sostenga ese poderoso brazo que lucha por más
honores con que engalanaros.
(Entra el mensajero Filemo.)
ZENÓCRATA. — ¿Qué otras malas nuevas
traes, Filemo?
FILEMO. — Señora, vuestro padre y el rey
de Arabia, primer enamorado de Vuestra Excelencia, llegan ahora, como Turno
contra Eneas, y lanza en ristre recorren los campos egipcios, listos para
batallar contra mi señor el rey.
ZENÓCRATA. —- La vergüenza y el deber,
el amor y el temor presentan más sinsabores a mi alma martirizada.
¿De quién debo desear la fatal victoria
cuando mis pobres placeres son divididos así y alejan el deber de mi corazón
maldito? Mi padre y mi primer enamorado van a luchar contra mi vida y mi amor
de ahora. Este cambio condena mi fe y hace mis actos infames ante el mundo.
Pero así como los dioses, para terminar el conflicto troyano, apartaron a Turno
de Lavinia y enriquecieron el amor de Eneas, así, como final desemboque de mis
torturas, para pacificar mi país y amor, debe Tamerlán, por sus irresistibles
poderes, con la virtud de una victoria suave, concluir una liga honrosa, como
la deseo. Y entonces, como las potencias divinas han preordenado, felizmente se
salvará la vida de mi padre, que ha venido a la defensa del noble Arabia.
(Sones de batalla. Gana Tamerlán la
victoria y entra Arabia herido.)
ARABIA. —- ¿Qué maldito poder guiará las
manos de los soldados de ese infame tirano, pues que ni la fortuna les deniega
la victoria nunca, ni a sus enemigos ofrece salvación? Ea, Arabia, tiéndete,
que vas herido de muerte, y que los bellos ojos de Zenócrata contemplen cómo
por ella llevaste estas malhadadas armas para expirar en sus brazos dejando tu
sangre por testimonio de tu amor.
ZENÓCRATA. —- ¡Caro testigo de tal amor,
señor! Mira a Zenócrata, ser maldito, cuya fortuna nunca pudo dominar sus
daños. Mírala tan herida de inquietud por ti como tu gallardo cuerpo por mí lo
está.
ARABIA. — Al menos moriré con el corazón
enteramente contento, tras haber contemplado a la divina Zenócrata, cuya vista
con júbilo me hará dejar la vida. ¡Cuánto esto mitiga mi herida! Si no
estuviese herido como lo estoy... ¡Ah, si los mortales dolores que sufro
pudieran permitir una hora de licencia a mi lengua para discurrir de ciertos
accidentes que han sumido tus méritos, señora, en esta indigna servidumbre y
para hablar de mi amor y tu merecido contento! Pero la virtud de su presencia
aleja todo pesar de mi ánima desfalleciente y, pues la muerte me niega
ulteriores alegrías, mi corazón, privado de cuidados, consolado muere puesto
que tu anhelada mano va a cerrar mis ojos.
(Entra Tamerlán, conduciendo al Soldán,
con Techelles, Theridamas, Usumcasane y otros.)
TAMERLÁN. —- Vamos, afortunado padre de
Zenócrata, título para ti más feliz que el de soldán. Aunque mi mano derecha te
haya así aherrojado, tu hija, que aquí está, te tornará libre, porque ella ha
calmado la furia de mi espada, hasta ahora bañada en torrentes de sangre tan
vastos y profundos como el Eufrates o el Nilo.
ZENÓCRATA. —- ¡Oh, presencia tres veces grata
a mi alma jubilosa! ¡Oh, ver a mi padre el rey salir a salvo de la peligrosa
batalla con mi victorioso amor!
SOLDAN. —- Bien hallada, mi querida
Zenócrata, aunque el hallarte me cueste perder a Egipto y mi corona.
TAMERLÁN. — He sido yo, señor, quien
ganó la victoria, y por tanto la derrota no debe disgustaros, que yo devolveré
a vuestras manos todo y aun acreceré vuestros dominios, ensanchándolos como
nunca los conociera la egipcia corona. El dios de la guerra me ha cedido su
puesto, proponiéndose hacerme general del mundo. Júpiter, mirándome armado, se
siente palidecido y borroso, y teme que mi poder le arroje del trono. Doquiera
que yo voy las fatales hermanas se afanan y la adusta muerte, yendo y viniendo,
rinde a mi espada homenaje incesante. Desde que llegué, con mi hueste
triunfante, a África, donde raras veces llueve, henchidas nubes brotadas de
anchas heridas se han resuelto en chubascos de purpúrea sangre, cual meteoro
aterrorizador de la tierra, que la hace estremecerse a cada gota que absorbe.
Millones de almas esperan, en las márgenes de la Estigia, el retorno de la
barca de Caronte. El infierno y el elíseo pululan de las ánimas que allá he
enviado desde diversos campos de lucha para extender mi fama por el infierno y
el cielo. Contempla, señor, un espectáculo de singular importancia. Emperadores
y reyes yacen exánimes a mis pies. El turco y su emperatriz, que al parecer se
separaron de nosotros durante la lucha, han puesto fin a sus existencias
esclavizadas, y con ellos Arabia prematuramente ha perdido la vida. Todos estos
signos de poderío adornan mi victoria y cosas tales son propias de Tamerlán,
porque en ellas puede verse su honor, que consiste en derramar la sangre de los
hombres que osan medir sus armas con él.
SOLDÁN. — Poderosa han hecho Dios y
Mahoma tu mano, renombrado Tamerlán, a quien todos los reyes por fuerza han de
ceder sus coronas e imperios; y aun me complacería mi derrota si, como conviene
a una persona de tu estado, has tratado a Zenócrata con honor.
TAMERLÁN. — Ya veis que su condición y
persona no carecen de pompa alguna, y en cuanto a máculas de sucia
deshonestidad apelo a los cielos para que digan que su celeste persona está
limpia. Y sin más esperar quiero agraciar sus señoriales sienes con la corona
de Persia. Ya que estos reyes que mi fortuna siguen han sido coronados por
probadas proezas por esta misma mano que los establecerá en sus reinos, quiero
que, juntando ellos sus manos con las mías, invistan a mi amada, sin más, como
reina de Persia. ¿Qué dicen el noble soldán y Zenócrata?
SOLDÁN. — Yo accedo con gracias y
seguridades de hacerte siempre honor, por amor de ella.
TAMERLÁN. — Entonces no dudo de que la
gentil Zenócrata consentirá en atendernos a ambos.
ZENÓCRATA. —- Mucho erraría si no lo
hiciere, señor.
THERIDAMAS. — Pongamos, pues, en esa
cabeza la corona que tan largo tiempo ha esperado tan alto asiento.
TECHELLES. — Presta está mi mano a
ejecutarlo, porque ahora sus bodas nos darán descanso.
USUMCASANE. — Aquí está la corona,
señor. Ponedla.
TAMERLÁN. — Siéntate, divina Zenócrata, ya que aquí te coronamos reina
de Persia y de todos los reinos y dominios sometidos y por someter al poder de
Tamerlán. Como Juno, cuando fueron suprimidos los gigantes que arrojaban
montañas a su hermano Júpiter, así parece mi amor ostentando sobre sus sienes
los triunfos y trofeos de mis victorias, y, como la hija de Latona, inclinada a
las armas, añade más valor a mi vencedor espíritu. Para a ti complacerte, dulce
Zenócrata, egipcios, moros y los hombres de Asia, desde Berbería al Océano
índico, todos los años pagarán tributo a tu señor, y desde los confines de
África hasta el Ganges le verás extender su poderoso brazo. Y ahora, señores y
fieles seguidores míos, adquiridores de reinos con vuestras marciales proezas,
quitaos las armaduras, poneos vestiduras escarlata, subid a vuestros tronos,
rodeados de huestes de nobles, y haced leyes para regir vuestras provincias.
Colgad vuestras armas como Alcides, porque Tamerlán hace tregua con todo el mundo.
Ahora a Arabia, tu primer prometido, Zenócrata, le enterraremos con la honra
que le corresponde, así como a este gran turco y su bella emperatriz. Y, tras
todas estas solemnes exequias, solemnizaremos los ritos de nuestro casamiento.
FIN DE LA PRIMERA PARTE DE TAMERLÁN, DECHRISTOPHER MARLOWE