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1/10/14

EL PATO SALVAJE. Henrick Ibsen.

















El Pato Salvaje



Henrik Ibsen






ACTO PRIMERO


En casa de Werle. Despacho lujoso y confortable. Librerías repletas y muebles tapizados. En medio de la habitación, un escritorio con papeles y registros. Lámparas encendidas, de pantallas verdes, esparcen suave luz. Por la puerta de dos hojas del foro, cuyos cortinajes están levantados, se ve un gran salón elegante, alumbrado con lámparas y candelabros. En el despacho, a la derecha del primer término, una puerta pequeña conduce a las oficinas. A la izquierda, chimenea con carbones encendidos. Más al fondo, puerta de dos hojas también, que da al comedor.

Pettersen, de librea, y Jensen, de frac, ordenan el despacho. En el salón dos o tres criados arreglan y encienden las luces. Del comedor viene un rumoreo de conversaciones y risas. Con el golpe de un cuchillo en un vaso se anuncia un brindis. Silencio. Se reanuda la conversación entre aplausos y bravos.

PETTERSEN. - (Mientras enciende una lámpara sobre la chimenea y la cubre luego con una pantalla.) ¿Has oído. Jensen? El viejo se ha levantado para brindar en honor de la señora Soerby.

JENSEN. -(Corriendo un sillón.) ¿Es verdad lo que dicen, de que hay algo entre ellos? 

PETERSEN. - El diablo lo sabrá.


JENSEN. - En sus tiempos creo que era bastante mujeriego. 

PETTERSEN. - Acaso.

JENSEN. - Parece que da esta comida por su hijo. 

PETTERSEN. - Sí; vino ayer.

JENSEN. - No sabía que el señor Werle tuviera un hijo.


PETTERSEN. - Pues sí que tiene un hijo, pero no se mueve nunca de la fábrica de Ekdal. En todos los años que llevo en esta casa no ha venido ni una sola vez a la ciudad.

OTRO CRIADO INTERINO. - (Desde la puerta del salón.) Oiga, Pettersen: aquí hay un viejo que...

PETTERSEN. -(Refunfuñando.) ¡Diantre! ¿Quién será a estas horas? (Ekdal, padre, aparece por la puerta del salón. Viste gabán muy raído, con cuello alto, guantes de lana, y en la mano sostiene una gorra de piel y un bastón. Bajo el brazo trae un paquete envuelto en papel gris. Lleva peluca de color castaño rojizo y barbita canosa. Pettersen va hacia él.)

PETTERSEN. -Pero, hombre, ¿qué viene usted a hacer aquí?


EKDAL. - (A la puerta.) Es indispensable que entre en el despacho, Pettersen. 

PETTERSEN. - Hace una hora que está cerrada la oficina



EKDAL. -Eso me han dicho en el portal, amigo. Pero Graaberg está aún ahí. Sea amable, Pettersen, y déjeme pasar. (Señala con el dedo la puerta disimulada.) He venido por aquí otras veces.

PETTERSEN. -Bueno, bueno pase entonces. (Abre la puerta.) Pero no se olvide usted de salir por la puerta de siempre porque tenemos invitados.


EKDAL. -Ya lo sé. ¡Vaya! gracias, buen Pettersen. Gracias, viejo amigo. (Entre dientes.)
¡Imbécil! (Entra en las oficinas.) (Pettersen cierra la puerta detrás de él.)

JENSEN. - ¿También éste es empleado de la casa?


PETTERSEN. - No. Sólo le dan copias cuando hay mucho trabajo. Pero en su época era todo un señor el viejo Ekdal.

JENSEN. - Sí, por supuesto, tiene aire de algo.


PETTERSEN. - Ya lo creo. Como que fue teniente, ¡figúrese! 

JENSEN. - ¡Carayl ¡Nada menos que teniente!
PETTERSEN. - Sí; pero después se dedicó a negocios de bosques o algo por el estilo. Dicen que le hizo una mala pasada al señor en una ocasión. Los dos eran socios de la fábrica de Hoidal, ¿sabe usted? ¡Oh! conozco muy bien al viejo Ekdal. Muchas veces hemos bebido una botella de cerveza juntos en el café de la señora Eriksen.

JENSEN. - Supongo que poco podrá convidar el pobre hombre.


PETTERSEN. - ¡Vamos, Jensen! Ya supondrá usted que soy yo el que convida. Creo que hay que ser amable con la gente de posición cuando les ha ido mal.

JENSEN. - ¿Quebró?


PETTERSEN. - Peor, aún; estuvo en la cárcel.

 JENSEN. - ¿En la cárcel?

PETTERSEN. - Sí, estuvo preso. (escuchando.) ¡Chist! Ya empiezan a levantarse de la mesa. (Dos criados abren de par en par la puerta del comedor.)


La señora Soerby sale conversando con un par de señores. Poco a poco van apareciendo todos los comensales, entre ellos el Director Werle, Hjalmar Ekdal y Gregorio Werle, que llegan los últimos.)

SEÑORA SOERBY. - (De paso, al criado.) Pettersen, haga usted servir el café en el salón de música.

PETTERSEN. - Está bien, señora. (La Señora Soerby y los dos señores pasan al salón y tuercen a la derecha. Pettersen y Tensen siguen el mismo camino.)

UN SEÑOR GORDO Y PÁLIDO. - (A un Señor Calvo) ¡Uf, qué comida ...! ¡Menudo trabajo ...!

EL SEÑOR CALVO. - Con un poco de buena voluntad es increíble lo que se puede hacer en tres horas.

EL SEÑOR GORDO.SI; pero, después..., mi querido chambelán, después...


EL SEÑOR CALVO. - Oigo que van a servir el café y los licores en el salón de música. EL SEÑOR 

GORDO. - ¡Magnífico! Al parecer, la señora Soerby va a tocar algo.

EL SEÑOR CALVO. - (Bajando la voz.) Con tal que señora Soerby no se olvide de nosotros...

EL SEÑOR GORDO. - No, de ningún modo; Berta no abandona a sus viejos amigos. (Salen riendo por la puerta del salón.)

EL DIRECTOR WERLE. - (En voz baja y preocupado) No creo que se haya fijado nadie, Gregorio.

GREGORIO. - ¿En qué?


EL DIRECTOR WERLE. - ¿Tampoco lo has notado tú?


GREGORIO. - ¿Qué iba a notar?


EL DIRECTOR WERLE. - Hemos sido trece a la mesa...

 GREGORIO. - ¡Ah! ¿sí? ¿Eramos trece?

EL DIRECTOR WERLE. - (Lanzando una ojeada a Hjalmar Ekdal.) Antes éramos doce. (A los otros comensales) Tengan la bondad, señores... (Van él y los demás por la puerta de foro hacia la derecha, menos Hjalmar y Gregorio.)

HJALMAR. - (Que ha oído la conversación.) No debía haberme invitado, Gregorio.


GREGORIO. - ¡Cómo! Se da la fiesta en mi honor, ¿y no voy a tener derecho a invitar a mi mejor amigo?

HJALMAR. - Pero creo que a tu padre no le ha gustado. Como no frecuento la casa.


GREGORIO. - Es verdad, ya me lo han dicho. Quise verte y hablar contigo, porque lo más probable es que me marche pronto. ¡Cuánto nos hemos distanciado desde nuestros tiempos de colegiales! Lo menos hace dieciséis o diecisiete años que no hemos vuelto a vernos.

HJALMAR. - ¿Tanto tiempo?


GREGORIO. - Claro. Oye: ¿y cómo te va? Tienes buen aspecto. Casi diría que estás grueso.

HJALMAR. - ¡Hum! no creo que pueda decirse precisamente grueso; pero, eso sí, me siento más viril que antes.

GREGORIO. -Tienes razón. Tu físico no ha padecido nada.


HJALMAR. - (Con gesto lúgubre.) Pero ¿y mi moral? Esa sí que ha cambiado Ya sabes cómo su hundió todo para mí y para los míos desde que no nos vemos ...

GREGORIO. - (Más bajo.) ¿Cómo está tu padre ahora?


HJALMAR. - Querido, más vale no hablar de ello. Mi pobre padre vive conmigo, como es lógico. No tiene a nadie más en el mundo. Pero es tan doloroso para mí hablar de esas cosas... , ¿comprendes? Cuéntame, por tu parte, cómo te ha ido allá en la fábrica.

GREGORIO. - He estado gratamente aislado; de modo que he tenido una buena oportunidad para meditar sobre muchas cosas. Ven aquí; podremos hablar más a gusto. (Se sienta ante la chimenea, en un sillón, obligando a Hjalmar a sentarse en otro.)

HJALMAR. - (Emocionado.) Gregorio, no sabes lo agradecido que te estoy por haberme invitado a comer en casa de tu padre; eso me demuestra que ya no tienes nada contra mí.

GREGORIO. - (Extrañado.) ¿Cómo se te puede ocurrir que yo tuviera contra ti algo?

 HJALMAR. - Al menos, lo tenías hace unos años.

GREGORIO. - ¿Cuándo?


HJALMAR. - A raíz del desastre. Y es natural... Faltó muy poco para que tu mismo padre se viera comprometido en... esas historias odiosas.

GREGORIO. - ¿Y crees que por eso iba yo a tener algo contra ti?... ¿Quién te lo había hecho creer?...

HJALMAR. - Lo sé, Gregorio; tu mismo padre me lo ha dicho.


GREGORIO. - (Asombrado.) ¿Mi padre? ¡Ah! ya caigo... ¿Ha sido por eso por lo que no has dado señal de vida en todo este tiempo, sin escribirme una palabra?

HJALMAR. - Sí.


GREGORIO. - ¿Ni cuando te decidiste a hacerte fotógrafo?


HJALMAR. - Tu padre me indicó la conveniencia de que no te escribiera, de que no te contara nada...


GREGORIO. - (Mirando al vacío.) Sí, puede que tuviese razón. Pero dime, Hjalmar: ¿estás satisfecho de tu situación?

HJALMAR. - (Con un ligero suspiro.) ¿Qué quieres que te diga? Al principio, como supondrás, me resultó un poco incómodo. ¡Eran las circunstancias tan diferentes! En el fondo, era diferente todo. La desgracia de mi padre, la vergüenza, la deshonra...

GREGORIO. - (Conmovido.) Sí, sí, lo comprendo.


HJALMAR. - No podía pensar en seguir mis estudios; no nos quedaba ni un skillin 1 . En cambio, abundaban las deudas, la mayoría con tu padre, según tengo entendido...

GREGORIO. - Pero...


HJALMAR. - Juzgué que lo mejor que podía hacerse era romper de una vez con el pasado y con todo lo que nos ligase a él. Tu padre especialmente fue quien me lo aconsejó. Y como había tenido la bondad de preocuparse de mí...

GREGORIO. - ¿Mi padre?


HJALMAR. - Sí, ¿no lo sabías?... ¿De dónde crees que podía yo sacar el dinero para mi aprendizaje de fotógrafo? ¿Y para montar mi estudio y establecerme?... La cosa cuesta lo suyo.

GREGORIO. - ¿Y ha pagado mi padre todo eso?...


HJALMAR. - Sí, querido. ¿Es posible que no lo supieras? Creí entender que te lo había escrito.

GREGORIO. -Pues no me ha dicho ni una palabra. Lo habrá olvidado. Además, nuestra correspondencia se reduce a cuestiones de negocios. ¿De manera que fue mi padre...?

HJALMAR. - Sí, él fue. Nunca quiso que lo supiese nadie; pero fue él. Y también gracias a él pude casarme. ¿No sabías eso tampoco?


GREGORIO. -Tampoco lo sabía. (Asiendo a Hjalmar del brazo.)
Pero querido Hjalmar, no puedes figurarte lo que me alegra todo esto... y lo que me remuerde al mismo tiempo... Tal vez en algunas cosas haya sido injusto con mi padre... Sí porque ello demuestra corazón, demuestra que tiene algo de conciencia.

HJALMAR. - ¿Dices conciencia?


GREGORIO. - Sí conciencia, o como quieras llamarlo. No encuentro palabra para expresar el alegrón que me das contándome eso de mi padre. ¿Conque te has casado, Hjalmar? Yo no puedo decir otro tanto. Espero que, como hombre casado, seas feliz. 1 Moneda ínfima, equivalente a un céntimo.

HJALMAR. - Sin duda. Ella es una mujer tan cabal y trabajadora como pueda desearla el hombre más exigente. Y no carece por completo de educación.

GREGORIO. -(Algo extrañado.) Me lo imagino...


HJALMAR. - La vida educa, ya ves. Su trato diario conmigo... aparte de que nos relacionamos con personas de talento Te aseguro que no reconocerías a Gina.

GREGORIO. - ¿Gina?


HJALMAR. - Sí, hombre. ¿No te acuerdas de que se llamaba Gina? 

GREGORIO. - ¿Gina?... No me acuerdo ni por asomo...

HJALMAR. - Pero ¿has olvidado que estuvo sirviendo en esta casa durante algún tiempo? 

GREGORIO. - (Mirándole.) ¿Se trata de Gina Hansen?

HJALMAR. -Eso es, de Gina Hansen.


GREGORIO. - ¿La que administraba la casa durante los dos últimos años de la enfermedad de mi madre?


HJALMAR. -La misma. Pero, Gregorio, estoy seguro de que tu padre te escribió que me había casado.

GREGORIO. - (Poniéndose de pie.) Sí; en efecto, me lo escribió (Da algunos pasos por la estancia.) Aunque, calla... , me parece que sí... , ahora recuerdo ... Pero mi padre escribe unas cartas tan cortas... (Se sienta en el brazo del sillón.) Oye, Hjalmar, cuéntame. ¡Tiene gracia!... ¿Cómo conociste a Gina, tu mujer?...

HJALMAR. - Es muy sencillo. Gina no estuvo mucho tiempo en tu casa; había tanto desarreglo cuando la enfermedad de tu madre, que, en verdad, ella no pudo resistir más. Así, pues, pidió su cuenta y se fue. Eso ocurrió el año antes de morir tu madre o el mismo año, si no me equivoco.

GREGORIO. - Sí, fue el mismo año. Entonces ya estaba yo en la fábrica. Bien; ¿y qué más?..

HJALMAR. -Que Gina se fue a vivir con su madre, una mujer muy activa, por cierto, que tenía una especie de fonda y disponía de una habitación para alquilar; una habitación, bonita, bastante cómoda.

GREGORIO. - Y te cupo la suerte de alquilarla, ¿no?


HJALMAR. - Sí; fue tu padre quien me lo sugirió. Allí, como te figurarás, llegué a conocer a Gina.

GREGORIO. - Y se inició el noviazgo.


HJALMAR. -Como éramos gente joven, y en seguida se enamora uno...


GREGORIO. - (Se levanta y vuelve a pasear.) Y dime: ¿entonces fue... cuando mi padre se ocupó de ti..., quiero decir cuando empezaste tu aprendizaje de fotógrafo?

HJALMAR. - Sí, justamente. Por mi cuenta, estaba deseando emprender cualquier cosa para formar un hogar lo antes posible. Tu padre y yo coincidimos en que la fotografía era lo


más hacedero, y Gina también opinaba lo mismo. Por añadidura, había otra razón: Gina ya tenía hechos tiempo atrás algunos estudios de retoque.

GREGORIO. - ¡Ah! te vino de perilla...

HJALMAR. - (Se levanta, satisfecho.) ¿Verdad que sí?. Fue una casualidad oportuna. 

GREGORIO. - No cabe la menor duda; mi padre ha sido una especie de providencia para ti. HJALMAR. - (Enternecido.) No abandonó en la adversidad al hijo de su antiguo amigo.
¡Eso sí que es tener corazón!


SEÑORA SOERBY. - (Que viene del brazo del señor Werle.) No hay más que hablar, querido señor. Usted no se queda ahí dentro, con tantas luces. No le sienta nada bien.

EL DIRECTOR WERLE. - (Suelta su brazo para pasar la mano por los ojos.) Creo que tiene usted razón. (Entran Pettersen y Jensen, quienes traen unas bandejas).

SEÑORA SOERBY. - (A los invitados del salón.) ¡Pasen, señores! El que quiera un vaso de ponche, tómese la molestia de venir aquí.

EL SEÑOR GORDO. - (Acercándose a la Señora Soerby) Pero ¡por amor de Dios! ¿es cierto que ha suprimido usted la santa libertad de fumar?

SEÑORA SOERBY. - Sí, señor chambelán; aquí, en los dominios del señor Werle, está prohibido.

EL SEÑOR CALVO. - ¿Y de cuándo están esas disposiciones en la ley de los puros, señora

Soerby?...


SEÑORA SOERBY. - Desde la última comida, señor chamberlán; ciertas personas se permitieron extralimitarse...

EL SEÑOR CALVO. - ¿Y no está permitido extralimitarse un poquitín, señora Berta?...


SEÑORA SOERBY. - En ningún sentido, chambelán Balle. (La mayor parte de los invitados se ha reunido en el despacho del Director Werle. Los criados sirven el ponche.

EL DIRECTOR WERLE. - (A Hjalmar, quien permanece junto a una mesa.) ¿Qué está usted examinando, Ekdal?

HJALMAR. - Hojeaba un álbum, señor director.


EL SEÑOR CALVO. - (Que pasea por la habitación.) ¡Fotografías! Claro, eso debe de interesarle.

EL SEÑOR GORDO. - (Desde un sillón.) ¿No ha traído usted ninguna de las suyas? HJALMAR. - No, no he traído ninguna.

EL SEÑOR GORDO. - Debía haberlas traído. Es tan bueno para la digestión estar sentado contemplando fotografías...

EL SEÑOR CALVO. - Y siempre proporciona algún motivo de conversación.

UN SEÑOR MIOPE. - Y todos los aportes a tal fin son aceptados con agradecimiento. 

SEÑORA SOERBY. - Estos señores quieren decir que, cuando uno está invitado a comer, ha de trabajar para ganarse la comida.


EL SEÑOR GORDO. - Donde hay buena comida, es un verdadero placer. 

EL SEÑOR CALVO. - Sin duda, tratándose de la lucha por la existencia... 

SEÑORA SOERBY. - Tiene usted razón. (Continúa la charla entre risas y bromas.) 

GREGORIO. - (En voz baja.) Tienes que tomar parte en la conversación, Hjalmar. 

HJALMAR. - (Encogiéndose de hombros.) ¿De qué voy a hablar?


EL SEÑOR GORDO. - ¿No cree usted, señor Werle, que el tokai es muy bueno para el estómago?

EL DIRECTOR WERLE. - (Al lado de la chimenea.) Por lo menos, puedo responder de que el tokai que han tomado ustedes hoy es de uno de los mejores años. Ya lo habrá notado usted.

EL SEÑOR GORDO. - Sí; tenía un aroma francamente delicioso.


HJALMAR. - (Inseguro.) Existe alguna diferencia, en el vino entre un año y otro? 


EL SEÑOR GORDO. - (Riendo.) ¡Anda, qué gracia!

EL DIRECTOR WERLE. - No vale la pena de servirle a usted vino noble.


EL SEÑOR CALVO. - Verá, señor Ekdal. Con el tokai pasa como con la fotografía;

necesita sol. ¿No es así?


HJALMAR. - Sí; la fotografía depende mucho de la luz.


SEÑORA SOERBY. - Entonces ocurre lo mismo que como los chambelanes, porque siempre están al sol que más calienta.

EL SEÑOR CALVO. - ¡Ja! ¡Ja! Ese sí que es un chiste viejo... 


EL SEÑOR MIOPE. - La señora se atreve a ...

EL SEÑOR GORDO. - Y además, a costa nuestra. (Amenaza con el dedo.) ¡Señora Berta, señora Berta¡...

SEÑORA SOERBY. - Lo que sí es cierto es que hay una gran diferencia entre los años. Cuanto más viejos, mejor.

EL SEÑOR MIOPE. - ¿Me cuenta usted entre los viejos?


 SEÑORA SOERBY. - De ningún modo.


EL SEÑOR CALVO. - ¡A ver! ¿Y yo, señora Soerby...?


EL SEÑOR GORDO. - ¿Y yo...? ¿En qué año nos sitúa usted?


SEÑORA SOERBY. - Los sitúo en los años mejores, caballeros. (Sorbe un poco de ponche, mientras los chambelanes charlan y ríen con ella.)

EL DIRECTOR WERLE. - La señora Soerby siempre encuentra una salida... cuando quiere. ¡Ea! prepárense, señores... Pettersen, haga el favor. .. Bebamos un vaso juntos, Gregorio. (Gregorio no se mueve.)

¿No quiere alternar, Ekdal? No tuve ocasión de brindar con usted durante la comida. (Graaberg asoma la cabeza por la puerta excusada.)

GRAABERG. - Perdone, señor director; es que no puedo salir.


EL DIRECTOR WERLE. - ¡Vaya! se ha quedado encerrado usted otra vez.

 GRAABERG. - Sí, y Flakstad se ha llevado las llaves.
EL DIRECTOR WERLE. - Pues pase por aquí. 

GRAABERG. - Pero es que hay otro...

EL DIRECTOR WERLE. - Pasen los dos; no se preocupe (Graaberg y el viejo Ekdal salen de las oficinas.) (Involuntariamente.) ¡Qué pesadez! (Cesan las conversaciones y las risas entre los invitados. Hjalmar se estremece al ver a su padre, deja su vaso y vuelve hacia la chimenea.)

EKDAL. - (Sin levantar la vista, hace ligeros saludos a todos lados, mientras sale balbuceando:) Excúsenme. Nos equivocamos. La puerta estaba cerrada..., estaba cerrada. Dispensen. (El y Graaberg vanse por la puerta del foro a la derecha.)

EL DIRECTOR WERLE. - (Entre dientes.) ¡Ese maldito Graaberg¡


GREGORIO. - (Se queda con la boca abierta mirando, fijamente a Hjalmar.) Pero ¿no es éste...?

EL SEÑOR GORDO. - ¿Qué pasa... ? ¿Quién era... ? 

GREGORIO. - No, nada; el contable y otro.
EL SEÑOR MIOPE. - (A Hjalmar.) ¿Conocía usted a ese hombre? 

HJALMAR. - No sé; no me he fijado ...
EL SEÑOR GORDO. - (Se levanta.) Pero ¿qué hay? (Se dirige a otro grupo que está cuchicheando.)

SEÑORA SOERBY. - (Por lo bajo, al criado:) A ver si le da usted algo bueno, ¿eh?

 PETTERSEN. - (Asintiendo.) Descuide, señora. (Váse.)

GREGORIO. -(Impresionado, con voz apagada, a Hjalmar.) ¿De modo que era él ... ?

 HJALMAR. - Sí.
GREGORIO. - Y sin embargo, acaba de decir que no lo conocías...

 HJALMAR. - (Agitado, musita.) Pero ¿cómo podía...? 

GREGORIO. - ¡Has negado a tu padre¡
HJALMAR. - (Con dolor..) ¡Ah, si estuvieras en mi caso!. (La conversación de los invitados, que hablan en sordina, se eleva de tono insensiblemente.)

EL SEÑOR GORDO. - (Con afabilidad, aproximándose a Hjalmar y Gregorio.) ¿Conque recordando tiempos estudiantiles, eh? ¿No fuma usted, señor Ekdal?... ¿Quiere lumbre?
¡Ah! , es verdad; no nos dejan; 

HJALMAR. - Gracias; temo que ...


EL SEÑOR GORDO. - ¿No recuerda usted alguna poesía bonita que pueda recitar, señor
Ekdal? Antes lo hacía a maravilla.


HJALMAR. - Desgraciadamente, en este momento no recuerdo ninguna.


EL SEÑOR GORDO. - iOh, es lástima! ¿Qué podríamos hacer, entonces, Balle? (Ambos pasan a la otra habitación.)

HJALMAR. - (Sombrío.) Gregorio, deseo irme... Cuando un hombre ha sentido el golpe mortal del Destino sobre su cabeza, no es para menos... Despídeme de tu padre.

GREGORIO. - Conforme. ¿Vas directo a tu casa? 

HJALMAR. - Sí. ¿Por qué?

GREGORIO. - Porque quizá vaya a verte más tarde.


HJALMAR. - No, no vayas allí. Mi hogar es triste, Gregorio, sobre todo después de una fiesta alegre como ésta. Podemos citarnos en cualquier parte de la ciudad.

SEÑORA SOERBY. - (Se acerca y dice a media voz:) ¿Se marcha usted ya, Ekdal? 

HJALMAR. - Sí.

SEÑORA SOERBY. - Recuerdos a Gina. 

HJALMAR. - Gracias.

SEÑORA SOERBY. - Y dígale que iré a verla un día de éstos.


HJALMAR. - Se lo diré. (A Gregorio) Quédate aquí; quiero desaparecer sin llamar la atención. (Se dirige despacio hacia la otra habitación y sale por la derecha.)

SEÑORA SOERBY. - (Aparte, al criado, ya de vuelta). ¿Qué ha dado al viejo? 


PETTERSEN. - Le he dado una botella de coñac.


SEÑORA SOERBY. - Hubiera podido usted hallar algo mejor. 

PETTERSEN. - No lo crea, señora. Le gusta el coñac más que nada.

EL SEÑOR GORDO. - (A la puerta del salón, con un cuaderno de música en la mano.) ¿No quiere usted que toquemos un poco de música juntos, señora Soerby?...

SEÑORA SOERBY. - Por supuesto con mucho gusto.


LOS INVITADOS. - ¡Bravo, bravo! (Atraviesa ella la pieza con el caballero y sale por el salón hacia la derecha, seguida de los invitados. Gregorio se queda de pie al lado de la chimenea. Werle está buscando algo encima del escritorio y parece anhelar que se vaya su hijo. En vista de que éste no se mueve, se encamina hacia la puerta de entrada.).

GREGORIO. - Un momento, padre.


EL DIRECTOR WERLE. - ¿Qué pasa? 

GREGORIO. - Tengo que hablar contigo.

EL DIRECTOR WERLE. - ¿No puedes aguardar hasta que estemos solos?

GREGORIO. - No, no puedo, porque es verosímil que no volvamos a encontrarnos solos. 

EL DIRECTOR WERLE. - (Volviendo hacia él.) ¿Qué significa eso? (Durante la siguiente
escena se oye sonar el piano en el salón de música.)


GREGORIO. - ¿Cómo has podido consentir que esa familia se hundiera tan miserablemente?

EL DIRECTOR WERLE. - ¿Te refieres a los Ekdal, por lo visto?


GREGORIO. - A ellos me refiero. Hubo un tiempo en que el teniente Ekdal era íntimo amigo tuyo.


EL DIRECTOR WERLE. - Sí, por desgracia, demasiado íntimo. Esa circunstancia me ha hecho sufrir durante muchos años. Por culpa de él se ha manchado mi reputación.

GREGORIO. - (Bajando la voz.) ¿Fue el único culpable él? 

EL DIRECTOR WERLE. -¿Quién más, si no...?
GREGORIO. - El y tú hicisteis juntos la compra de bosques...


EL DIRECTOR WERLE. - Pero ¿no fue Ekdal el que dibujó el plano de los terrenos, el plano falso? El fue quien dirigió la tala ilegal en el terreno del Estado. Sí, era él quien estaba al frente de todo aquello. Yo no sabía a qué se dedicaba el teniente Ekdal.

GREGORIO. - Y el mismo teniente Ekdal no sabía, seguramente, lo que estaba haciendo.


EL DIRECTOR WERLE. - Cabe en lo posible. Pero el hecho es que a él le condenaron y a mí me absolvieron.

GREGORIO. - Harto sé que no había pruebas.


EL DIRECTOR WERLE. - Una absolución es una absolución. ¿Por qué remueves antiguas historias lamentables que me han hecho encanecer antes de tiempo? ¿Es en eso en lo que has estado cavilando durante todos los años que has residido allá? Te aseguro, Gregorio, que aquí, en la ciudad, se han olvidado esas cosas hace mucho tiempo por lo que a mí atañe.

GREGORIO. - Pero ¿y la desdichada familia Ekdal? .


EL DIRECTOR WERLE. - ¿Que querías que hiciese yo por esa gente? Cuando se puso a Ekdal en libertad, era un hombre quebrantado en absoluto, sin remedio. Hay en este mundo personas que se hunden hasta el fondo apenas tienen un par de perdigones en el cuerpo, y no vuelven a salir a la superficie. Debes creerme bajo palabra, Gregorio. He hecho todo lo posible. De hacer más, me habría comprometido, dando ocasión a toda clase de sospechas y hablillas...


GREGORIO. - ¿Sospechas...? ¡Ah ...!, sí... ya, ya.


El DIRECTOR WERLE. - He proporcionado trabajo de copias a Ekdal en la oficina, y le pago muchísimo más de lo que vale.

GREGORIO. - (Sin mirarle.) No lo dudo...


EL DIRECTOR WERLE. - ¿Te ríes? ¿No crees lo que te digo? Claro que nada de eso figura en mis libros, porque vale más que no consten gastos de esa índole.

GREGORIO. - (Con una fría sonrisa.) No; más vale que no se inscriban ciertos gastos. EL DIRECTOR WERLE. - (Estremeciéndose.) ¿Qué quieres decir?
GREGORIO. - (Cobrando ánimos.) ¿Figura entre ellos el aprendizaje de fotógrafo de Hjalmar?


EL DIRECTOR WERLE. - ¿Cómo que si figura...?


GREGORIO. - Sé que fuiste tú quien se lo costeó, y también sé que fuiste quien tan espléndidamente le proporcionaste los medios para establecerse.

EL DIRECTOR WERLE. - Ya lo estás viendo, y aun así, dices que no he hecho nada por ellos. Te aseguro que me han costado bastante caros.

GREGORIO. - ¿Figuran esos gastos en tus libros, repito? 

EL DIRECTOR WERLE. - ¿Por qué lo preguntas?

GRECORIO. - ¡Oh! tengo mis razones. Oye, dime: aquella época, cuando te ocupaste con tanto desprendimiento del hijo de tu antiguo amigo, ¿no coincidió exactamente con su boda?

EL DIRECTOR WERLE. - ¿Cómo demonios quieres que al cabo de tantos años...?


GREGORIO. - Me escribiste a la sazón una carta -carta comercial, naturalmente, y como posdata me anunciabas en pocas palabras que Hjalmar Ekdal se había casado con una tal señorita Hansen.

EL DIRECTOR WERLE. - Sí, eso era de todo punto exacto; así se llamaba.


GREGORIO. - Pero en tu carta no recordabas para nada que esa señorita Hansen era nuestra antigua servidora.

EL DIRECTOR WERLE. - (Sonríe, irónico, aunque con gesto forzado.) Realmente, ignoraba que tuvieras un interés especial por nuestra antigua ama de llaves.

GREGORIO. - Ninguno ... (Baja de nuevo la voz.) Pero había aquí en casa alguien que sí lo tenía...

EL DIRECTOR WERLE. - ¿Qué estás hablando? (Con ira.) Supongo que no me aludirás a mí.

GREGORIO. - (En el mismo torro bajo, pero firme). Sí, a ti aludo.


EL DIRECTOR WERLE. - ¿Y te atreves... ? ¿Serás capaz de.. ? ¿Cómo ha osado ese fotógrafo ingrato insinuar?

GREGORIO. - Hjalmar no ha articulado ni una sola palabra de esto. Es más, creo que ni siquiera tiene la menor noción de semejante cosa.

El DIRECTOR WERLE. - Entonces, ¿de dónde lo has sacado...? ¿Quién ha podido inculcarte una idea así?

GREGORIO. - Me lo dijo mi pobre, mi desventurada madre, la última vez que la vi.


EL DIRECTOR WERLE - ¡Tu madre! Debía habérmelo figurado. Ella y tú erais siempre uña y carne. Fue ella quien te alejó de mí primero.


GREGORIO. - No fue ella; fue cuanto tuvo que soportar, cuanto tuvo que sufrir hasta que murió de la manera más lastimosa.

EL DIRECTOR WERLE. - ¡Oh! no tuvo que sufrir ni soportar más que tantas otras mujeres. Pero es inútil razonar con personas nerviosas y sobreexcitadas; lo sé por experiencia. Y ahora resulta que removiendo toda clase de antiguos rumores e infamias, has concebido tamaña sospecha contra tu pobre padre. ¿Sabes, Gregorio, que a tu edad estimo que podrías entretenerte en algo más útil?

GREGORIO. - Sí, ya es hora...


EL DIRECTOR WERLE. - Quizá así estés más tranquilo. ¿De qué sirve que año tras año continúes allá en la fábrica, esclavizado, como un simple escribiente sin querer percibir ni un centavo más que tu sueldo? Eso es una verdadera locura.

GREGORIO. - Si yo estuviera seguro de ello ...


EL DIRECTOR WERLE. - Te comprendo de sobra. Quieres ser independiente y no deberme nada. Pero ahora mismo tienes una ocasión de ser independiente y debértelo todo a ti solo.

GREGORIO. - ¡Ah! ¿sí...? ¿Cómo?


EL DIRECTOR WERLE. - Cuando te escribí que era indispensable que vinieses en seguida a la ciudad...

GREGORIO. - ¿Qué es lo que querías, en suma? He estado aguardando todo el día a que me lo dijeras.

EL DIRECTOR WERLE. - Quería proponerte que entraras como socio en el negocio.

 GREGORIO. - ¿Yo...? ¿En tu negocio...? ¿Cómo socio


EL DIRECTOR WERLE. - Sí; no habría necesidad de que estuviésemos siempre juntos. Podrías sumar posesión de tu cargo aquí, en la ciudad, y yo me trasladaría adonde está la fábrica.

GREGORIO. - ¿Tú?


EL DIRECTOR WERLE. - Sí; ya no sirvo para trabajar tanto como antes. Tengo que cuidar mis ojos, Gregorio; mi vista se ha debilitado bastante.

GREGORIO. - Siempre fue delicada.


EL DIRECTOR WERLE. - No como en la actualidad. Además, dadas mis condiciones, creo que me conviene mucho vivir allí..., cuando menos, durante cierto tiempo.

GREGORIO. - No atino a comprender ...


EL DIRECTOR WERLE. - Escucha, Gregorio. Hay muchas cosas que nos separan; pero por eso no dejamos de ser padre e hijo. Entiendo que debemos llegar a un acuerdo mutuo.

GREGORIO. - Un acuerdo aparente, querrás decir.


EL DIRECTOR WERLE. - Bueno algo es algo. Piénsalo, Gregorio. ¿No opinas que podría hacerse eh?

GREGORIO. - (Mirándole con frialdad) Aquí hay algo oculto. 

EL DIRECTOR WERLE. - ¡Cómo!

GREGORIO. -Debes de necesitarme para tus planes.


EL DIRECTOR WERLE. - En relaciones tan estrechas como las nuestras, es fácil que el uno necesite al otro.

GREGORIO. - Así se dice.


EL DIRECTOR WERLE. - Me gustaría que te quedaras algún tiempo en casa. Me he encontrado toda mi vida muy solo, y más al presente que los años empiezan a pesar. Necesito alguien a mi lado.

GREGORIO. - ¿No tienes a la señora Soerby?


EL DIRECTOR WERLE. - Sí, la tengo..., ha llegado a hacérseme indispensable, como quien dice. Es resuelta y de un carácter igual. Presta animación a la casa, y no debo prescindir de ella.

GREGORIO. - Pues bien: ya tienes lo que deseas.


EL DIRECTOR WERLE. - Sí; pero temo que las cosas no puedan seguir así. Una mujer en su caso se crea fácilmente una posición falsa en sociedad. Casi puede decirse que tampoco conviene a un hombre

GREGORIO. ¡Bah! Cuando un hombre da las comidas que das tú podrá, de fijo, permitirse muchos excesos.

EL DIRECTOR WERLE. - Sí; pero piensa en ella. Me temo que no sepa soportarlo a la larga. Y aun suponiendo que, por afecto hacia mí, estuviera dispuesta a no hacer caso de chismorreos, infamias y cosas por el estilo... ¿No crees, Gregorio, con tu sentido de rectitud tan estricto... ?

GREGORIO. - (Interrumpiéndole.) Dime, en resumen, que piensas casarte con ella. 

EL DIRECTOR WERLE. - Y si fuera así, ¿qué podría oponerse a ello? 

GREGORIO. - Eso me pregunto yo. ¿Qué... ?

EL DIRECTOR WERLE. - ¿Te sería de veras muy desagradable? 

GREGORIO. - ¿A mí...? De ninguna manera.


EL DIRECTOR WERLE. - Como rindes culto a la memoria de tu madre , no sabía sí...


GREGORIO. No soy un exaltado.


EL DIRECTOR WERLE. - Bueno; seas lo que seas, me has quitado un peso de encima. Me satisface mucho poder contar con tu aquiescencia en este asunto.

GREGORIO. - (Mirándole fijamente.) Ya comprendo para qué me llamabas. 

EL DIRECTOR WERLE. - ¿Qué expresiones son ésas?

GREGORIO. - ¡Oh! no seamos remilgados de lenguaje, al menos estando solos. (Con ironía.) ¿Conque ésas tenemos? ¿De modo que era por eso por lo que a toda costa tenía que venir a la ciudad en persona.? Para satisfacción de la señora Soerby, hay que arreglar un acuerdo de familia aquí en casa, una escena entre padre e hijo. Eso sería algo nuevo.

EL DIRECTOR WERLE. - ¿Como osas hablar en ese tono?


GREGORIO. - ¿Cuándo ha habido vida de familia aquí ? Nunca, que yo recuerde. Pero hoy sí haría falta algo de eso, indudablemente, sería de muy buen efecto poder decir que el hijo, impulsado por el cariño, ha acudido volando a casa para asistir a la boda de su padre. ¿Qué restaría así de los rumores sobre lo que la pobre difunta tenía que sufrir y soportar? Nada. Su propio hijo los habría ahogado.

EL DIRECTOR WERLE. - ¡Gregorio! No creo que haya hombre en el mundo a quien desprecies más que a mí ...

GREGORIO. - Te he visto demasiado de cerca.


EL DIRECTOR WERLE. - Me has visto con los ojos de tu madre. (Baja levemente la voz.) Pero debías recordar que aquellos ojos se enturbiaron muchas veces.

GREGORIO. - (Con voz temblorosa.) Ya comprendo lo que quieres significar. Pero ¿quién tiene la culpa de aquella flaqueza... de mi madre? ¡Tú, y todas las...! La última fue esa mujerzuela a quien casaste con Hjalmar Ekdal cuando tú ya...


EL DIRECTOR WERLE. - (Encogiéndose de hombros.) Palabra por palabra, hablas lo mismo que tu madre.

GREGORIO. - (Sin prestar atención.) Y a la postre ese hombre cándido e infantil se encuentra rodeado de engaños, viviendo bajo el mismo techo que una cualquiera, sin saber que lo que él llama su hogar está edificado sobre una mentira. (Avanza hacia su padre.) Cuando miro atrás, cuando evoco toda tu conducta, se me antoja contemplar un campo de batalla sembrado de cadáveres hasta el horizonte, de vidas humanas truncadas.

EL DIRECTOR WERLE. - Siento que entre nosotros dos media un abismo infranqueable.


GREGORIO. - (Se inclina, conteniéndose.) Bien lo he notado, y por eso tomo mi sombrero y me voy.

EL DIRECTOR WERLE. - ¿Te vas..., abandonas la casa?


GREGORIO. - Sí. Por fin he encontrado una misión a la cual consagrar mi vida. 

EL DIRECTOR WERLE. - ¿Y cuál es esa misión?


GREGORIO. - Te reirías si te lo dijera.


EL DIRECTOR WERLE. - Un hombre solitario como yo no se ríe tan fácilmente, Gregorio.

GREGORIO. - (Señala al fondo de la escena.) Mira, padre los chambelanes están jugando a la gallina ciega con la señora Soerby. Buenas noches, y buena suerte. (Vase por la derecha del foro.)

(Se oyen las risas de los invitados, a quienes se ve aparecer por la estancia de segundo término.)

EL DIRECTOR WERLE. - (Murmurando desdeñosamente detrás de Gregorio.) ¡Ay, pobrecillo...! ¡Y dice que no es un exaltado...!






ACTO SEGUNDO



Estudio de Hjalmar Ekdal, pieza amplia y abuhardillada. A la derecha, techo inclinado con grandes vidrieras semicubiertas por cortinajes azules. En el ángulo del mismo lateral, la puerta de entrada, y más en primer término, la del salón. En el lateral izquierdo, otras dos puertas, y entres ambas, una estufa de hierro. En la pared del fondo, ancha puerta doble de corredera. El estudio es modesto, pero acogedor. Entre las puertas de la derecha, un poco separado de la pared, hay un sofá, además de una mesa y varias sillas. Sobre la mesa una lámpara, con pantalla, encendida. Junto a la estufa, un sillón viejo. Varios aparatos y utensilios fotográficos dispersos por la estancia. Al foro, a la izquierda de la puerta de dos hojas, una librería con algunos libros, cajas y frascos de productos químicos, varios instrumentos, etcétera. En la mesa, fotografías. pinceles y papeles. Gina Ekdal, sentada en una silla junto a la mesa, cose. Hedvigia, en el sofá, tapándose los oídos con los pulgares y haciéndose sombra a los ojos con las manos, lee un libro.

GINA. - (Que mira a Hedvigia repetidas veces con intranquilidad contenida.) ¡Hedvigia! (Hedvigia no oye, y Gina levanta la voz.) ¡Hedvigia!

HEDVIGIA. - (Aparta las manos y alza la vista.) ¿Qué, mamá? 

GINA. - Querida Hedvigia, no debes leer a esta hora.


HEDVIGIA. - ¡Oh, mamá, déjame un poquito más, sólo un poquito!


GINA. - No, no; cierra el libro ya. A papá tampoco le gusta; él mismo no lee de noche. 

HEDVIGIA. - (Cierra el libro.) Es que a papá no le importa mucho leer.

GINA. - (Suelta la labor y coge un lápiz y un libro de notas que está encima de la mesa.)
¿Recuerdas lo que hemos pagado por la mantequilla hoy ?



GINA. - Es exacto. (Lo anota.) ¡Cuánto se gasta en mantequilla en esta casa! Hay que añadir salchichón y queso. Vamos a ver... (Escribe.) ¡Ah, sí! Y jamón. Total... (Sumando.)
Sí, eso es...


HEDVIGIA. - Y la cerveza también...


GINA. -Tienes razón; también la cerveza. (Anota.) Ha subido bastante; pero es indispensable...

HEDVIGIA. - Y como papá ha comido fuera, hemos ahorrado el plato caliente.


GINA. - Menos mal. Sin contar con que me han pagado ocho coronas y cincuenta ores por las fotografías.

HEDVIGIA. - ¿De veras? ¿Tanto...?


GINA. - Ocho cincuenta, justas. (Silencio. Gina vuelve a su labor Hedvigia coge papel y lápiz y se pone a dibujar, resguardando de la luz los ojos con la mano izquierda.)

HEDVIGIA. - ¿No te agrada que hayan invitado a papá a un banquete en casa del director

Werle?


GINA. - No puedes decir que esté comiendo en casa del director precisamente. Fue el hijo quien le envió la invitación. (Pequeña pausa.)
Nosotros no tenemos nada que ve con el director.


HEDVIGIA. - Estoy deseando que llegue papá. Me ha prometido pedir algo bueno para mí a la señora Soerby.

GINA. - En esa casa no faltan cosas buenas; no te quepa la menor duda.


HEDVIGIA. - (Dibujando.) Además, creo que tengo un poco de hambre. (Por la puerta de la escalera aparece el viejo Ekdal, con un rollo de papeles debajo del brazo y un paquete en el bolsillo del abrigo.)

GINA. - ¡Qué tarde viene esta noche el abuelo!


EKDAL. -Habían cerrado la oficina. Tuve que aguarda a Graaberg. Y luego... me dejaron pasar por...

HEDVIGIA. -¿Te han dado algo más para copiar, abuelo? 

EKDAL. - Todo este rollo. Mira.

GINA. - ¡Qué bien!


HEDVICIA. - ¿Y ese paquete que traes en el bolsillo...


EKDAL. - ¿Qué? Pequeñeces, nada. (Deja el paquete o un lado.)


Con esto tengo trabajo para rato, Gina. (Abre a medias la puerta del foro.) ¡Chis! ¡Je, je! Todos están durmiendo, y él se ha acostado en el cesto.

HEDVIGIA. - Estás seguro de que no pasará frío en el cesto, abuelo?


EKDAL. ¡Qué ocurrencia! ¿Frío? ¿Con tanta paja...? (Encaminándose a la segunda puerta de la izquierda.) ¿Encontraré cerillas?

GINA. - Están encima de la cómoda. (Ekdal entra en su cuarto.) 

HEDVIGIA. - Me alegro de que le hayan dado tanto trabajo.


GINA. - ¡Pobre abuelo! Así tendrá algún dinero para gastos menudos.


HEDVIGIA. - Y no se pasará todas las mañanas en el establecimiento de la odiosa señora
Eriksen.


GINA. - Sí, eso, por añadidura.


HEDVIGIA. - ¿Crees que aún estarán a la mesa? 

GINA. - ¡Quién sabe! Puede ser.


HEDVIGIA. - ¡Figúrate todas las cosas buenas que habrá comido papá! Estoy segura de que volverá a casa contento y de buen humor. ¿No lo crees, mamá?

GINA. - Sí; pero, por si acaso ¡ojalá pudiéramos contarle que ya habíamos alquilado habitación!

HEDVIGIA. - Esta noche no hace falta.


GINA. - Pues no vendría mal. Esa habitación no nos sirve para nada.


HEDVIGIA. - Quiero decir que no hace falta, ya que esta noche papá estará contento, de todos modos... Seria mejor poder darle la noticia del cuarto en otra ocasión.

GINA. - (Mirándola.) ¿Te gusta dar a papá buenas noticias cuando regresa por la noche? 

HEDVIGIA. - Sí, porque se pone más alegre la casa.

GINA. - (Pensativa.) Sí..., algo de eso hay. (El viejo Ekdal entra y se dirige a la primera puerta de la izquierda.)

GINA. - (Se vuelve a medias en la silla.) ¿Necesita el abuelo algo de la cocina? 

EKDAL. - Sí; pero no te muevas (Desaparece por la puerta.)


GINA. - Con tal que no esté hurgando en las brasas... (Aguarda unos momentos.) Anda Hedvigia, ve a ver qué hace. (Aparece de nuevo Ekdal con una jarrita llena de agua hirviendo para hacer ponche.)

HEDVIGIA. - ¿Has ido por agua caliente, abuelo?


EKDAL. - Sí, me hace falta. Tengo que escribir, y la tinta esté espesa como engrudo.

¡Hum...!


GINA. - Pero el abuelo debía comer algo antes. Está preparada la cena.


EKDAL. - No pienso cenar, Gina. Tengo muchísimo que hacer, testigo. No quiero que entre nadie en mi cuarto. Nadie. ¡Hum! (Pasa a su cuarto, y Gina y Hedvigia se miran.)

GINA. - (En voz baja.) ¿Puedes explicarme de dónde ha sacado el dinero?

 HEDVIGIA. - De seguro, se lo habrá dado Graaberg.

GINA. - Ni por asomo; Graaberg siempre me envía el dinero a mí. 

HEDVIGIA. - Entonces, le habrán fiado una botella en alguna parte.

GINA. - ¡Pobre viejo! No hay quien le fíe nada. (Hjalmar Ekdal entra por la derecha. Lleva abrigo y sombrero gris.)

GINA. - (Abandona su labor y se pone de pie.) ¡Cómo! ¿ya estás de vuelta, Ekdal?


HEDVIGIA. - (Se levanta de un brinco al mismo tiempo.) ¿Como vienes tan temprano, papá?

HJALMAR. - (Dejando su sombrero.) A estas horas ya se habrán ido todos.

 HEDVIGIA. - ¿Tan pronto?

HJALMAR. - Claro; no era más que una comida. (Hace ademán de quitarse el abrigo.) 

GINA. - Trae; yo te ayudaré.


HEDVIGIA. - Y yo también. (Entre las dos le ayudan a quitarse el abrigo; Gina lo cuelga en la pared del fondo.)

HEDVIGIA. - ¿Había mucha gente, papá?


HJALMAR. - No, no mucha. Unas doce o catorce personas a la mesa.

 GINA. - Y tú habrás hablado con todos, ¿verdad?

HJALMAR. - Sí, un poco; en particular, con Gregorio, que me acaparó por completo. 

GINA. - ¿Sigue siendo tan feo Gregorio?
HJALMAR. - Ciertamente, no es muy guapo... ¿Ha vuelto el viejo? HEDVIGIA. - Sí; el abuelo está ahí escribiendo.
HJALMAR. - ¿Ha dicho algo? GINA. - No. ¿Qué iba a decir?
HJALMAR. - No ha hablado de...? Tengo idea de que pensaba ver a Graaberg. Voy a entrar en su cuarto.

GINA. - No, no; más valdrá.. .


HJALMAR. - ¿Por qué no...? ¿Ha dicho que no quería verme? 

GINA. - No quiere ver a nadie esta noche.

HEDVIGIA. - (Haciéndole señas.) ¡Chis...! ¡Chis: . .!


GINA. - (Sin darse cuenta.) Ha pasado por aquí a buscar agua caliente... HJALMAR. - ¡Ah! ¿conque está... ?
GINA. - Así parece.


HJALMAR. - ¡Dios mío! Mi pobre viejo... ¡con sus canas! Dejémosle que disfrute a sus anchas. (Entra el viejo Ekdal, que viene de su cuarto, fumando en pipa, vestido de casa.)


HJALMAR. - Acabo de llegar.


EKDAL. - ¿Y no me has visto cuando pasaba, eh?


HJALMAR. - No; pero me dijeron que acababas de cruzar y he corrido a ver si te alcanzaba.

EKDAL. - ¡Hum! Muy amable por tu parte, Hjalmar. ¿Y quién era aquella gente?


HJALMAR. - ¡0h! había de todo. El chambelán Flor, el chambelán Balle, el chambelán

Kaspersen, el chambelán no sé cuántos.. No recuerdo...


EKDAL. - (Moviendo la cabeza) ¿Lo oyes, Gina? Ha estado nada menos que con chambelánes.

GINA. - Esta casa se ha elegantizado mucho.


HEDVIGIA. - ¿Han cantado esos chambelanes, papá ... o han recitado?


HJALMAR. - No; no han hecho nada más que decir tonterías. Y deseaban que yo declamara ante ellos; pero no he querido.

EKDAL. - ¿No has querido? GINA. - Podías haberlo hecho.
HJALMAR. - No; no se de estar dispuesto a servir a todo el mundo. (Paseándose.) Al menos, yo no lo estoy.

EKDAL. - No, no; Hjalmar no es un hombre acomodaticio...


HJALMAR. - No veo por qué tenía que ser sólo yo quien divirtiese a los demás cuando salgo a esparcirme... ¡Que lo hagan ellos¡ Esos tipos vas de casa en casa a comer y beber un día tras otro. Pues tengan la bondad de ser útiles a cambio de esos hartazgos que se dan.


HJALMAR. - (Canturreando) ¡Ta, ra, ra ...! Pues algunas cosas si que han tenido que oír. 

EKDAL. - ¿Los propios chambelanes?

HJALMAR. - ¿Y por qué no? (Accidentalmente, sin darle importancia.) Después tuvimos una pequeña discusión sobre el tokai.

EKDAL. - ¿Tokai...? Un vino muy bueno, ¡vaya!


HJALMAR. - (Con aire doctoral.) Puede ser muy bueno. Pero te advierto que no todas las cosechas son igual de buenas. Todo depende del sol que haya hecho durante el año.

GINA. - ¡Hay que ver cuanto sabes, Ekdal! 

EKDAL. - ¿Y se pusieron a discutir sobre eso?

HJALMAR. - Iban a hacerlo; pero no faltó quien les indicara que sucedía lo mismo con los chambelanes, quienes también dependen del sol que más calienta. Así como suena.

GINA. - ¡Oh! lo que no se te ocurra a ti... 

EKDAL. - ¡Je, je! ¿Han tenido que tragarse eso? 

HJALMAR. - ¡Y tanto que se lo han tragado!
EKDAL. -Oye, Gina, ¿has reparado en lo que ha dicho a los chambelanes en sus mismas narices?

GINA. - ¡Eso es, en sus mismísimas narices!


HJALMAR. - Sí; pero no quiero que se hable de ello. Esas cosas no deben contarse. Por lo demás, todo acabó amistosamente, como es natural. Al fin y al cabo, eran gente simpática y jovial. No veo por qué había de molestarlos, realmente.


HEDVIGIA. - (Zalamera.) ¡Qué gusto da verte de frac! ¡Y te sienta a maravilla, papá!


HJALMAR. - ¿Verdad que sí? Y éste parece enteramente hecho a mi medida. Un poco derecho quizá. Anda, Hedvigia, ayúdame. (Despojándose del frac.) Prefiero ponerme la chaqueta. ¿Dónde has colgado mi chaqueta, Gina?

GINA. - Aquí está. (Trae la chaqueta y le ayuda a ponérsela.)


HJALMAR. - ¡Ajajá! No te olvides de devolver el frac a Molvik mañana temprano. 

CINA. - (Guardando el frac.) Pierde cuidado.

HJALMAR. - (Mientras se despereza.) ¡Ah, qué bien se está en casa...! Por cierto que un traje de diario holgado me cae mucho mejor. ¿No te parece, Hedvigia?

HEDVIGIA. - Sí, papá.


HJALMAR. - Y si dejo sueltos los cabos de la corbata... así... ¿qué tal? 

HEDVIGIA. - Armoniza con tu barbita y con tu pelo largo y rizoso. 

HJALMAR. - Precisamente rizoso, no; más bien ondulado. 


HEDVIGIA. - Sí, por supuesto; como hace bucles...


HJALMAR. - Dirás ondas.


HEDVIGIA. - (Pasado un momento, le tira de la chaqueta.) ¡Papá! 

HJALMAR. -Bien; ¿qué hay?


HEDVIGIA. - ¡Oh! demasiado sabes lo que hay. 

HJALMAR. - Te aseguro que no lo sé.


HJALMAR. - Pero ¿a qué te refieres?


HEDVIGIA. (Sacudiéndole.) ¡Vamos, papá, dámelas! Ya sabes cuántas cosas buenas me has prometido.

HJALMAR. - ¡Ah, si! Pues el caso es que se me ha olvidado.


HEDVIGIA. - No; quieres hacerme rabiar, papá. Debías avergonzarte. ¿Dónde las tienes escondidas?

HJALMAR. - Te repito que si me ha olvidado. Pero espera; tengo otra cosa para ti, Hedvigia. (Va a buscar el frac y registra los bolsillos.)

HEDVIGIA. - (Saltando de alegría y palmoteando.) ¡Oh, mamá, mamá! 

GINA. -¿Lo ves? hay que saber esperar...


HJALMAR. - (Que saca una cartulina.) Mira, aquí está. 

HEDVIGIA. ¡Si no es más que una hoja de papel...!

HJALMAR. - Es la lista del banquete; todo lo que hemos comido. Fíjate; aquí pone menú, que quiere decir minuta.

HEDVIGIA. - ¿No traes más que esto?


HJALMAR. - ¿No te digo que se me ha olvidado lo otro? Aunque, en resumidas cuentas, no valían gran cosa esas golosinas. Ven, siéntate a la mesa y lee la minuta; yo te iré diciendo el sabor que tenían los diferentes platos. Mira Hedvigia.

HEDVIGIA. - (Tragándose las lágrimas.) Gracias. (Se sienta, pero sin leer.) (Gina le hace señas, que sorprende Hjalmar.)

HJALMAR. - (Se pasea por la pieza.) ¡Es increíble lo que tiene que recordar un padre de familia! Y si se olvida de algún detalle..., en seguida le ponen mala cara. En fin, hay que
acostumbrarse a todo. ( Parándose al lado de su padre, que está sentado junto a la estufa.)
¿Has echado un vistazo esta noche?


EKDAL. - Por de contado. Ya se ha metido en el cesto.


HJALMAR. - ¡Ah! ¿conque se ha metido en el cesto? Eso es que empieza a habituarse


EKDAL. - Sí, como yo me lo figuraba. Pero habrá que hacer alguna que otra modificación ahora. ..

HJALMAR. -Algún perfeccionamiento, claro. 

EKDAL. - Es indispensable, ¿sabes?

HJALMAR. - ¡Ea! vamos a hablar de esas mejoras. Ven aquí; nos sentaremos en el sofá.


EKDAL. - Bueno; pero voy a cargar primero la pipa... y a limpiarla. ¡Hum! (Entra en su cuarto.)

GINA. - (Sonríe a Hjalmar.) ¿Has oído? Va a limpiar la pipa.


HJALMAR. - ¡Ya, ya! Déjale. Gina. ¡Pobre viejo! Lo de las mejoras debíamos ejecutarlo cuanto antes..., mañana mismo...

GINA. - No, mañana no puedes; no te quedará tiempo, Ekdal.

 HEDVIGIA. - Sí, sí, mamá.

GINA. - Acuérdate de las pruebas que tienes que retocar; ya han venido por ellas varias veces.

HJALMAR. - ¡Vaya! ¡Otra vez las dichosas pruebas! ¡Ya se harán! ¿Hay algún nuevo encargo?

GINA. - No, por desgracia. Para mañana no hay más que los dos retratos de que estás enterado.


HJALMAR. - ¿Sólo eso? Estaba previsto; cuando no nos tomamos interés...


GINA. - ¿Pero qué quieres que haga? He puesto en los periódicos todos os anuncios que he podido, me parece...

HJALMAR. - ¡Bah los periódicos! Ya ves para qué sirven. ¿Y la habitación? ¿Ha venido alguien a verla?

GINA. - No, hasta ahora no.


HJALMAR. - Era de esperar; cuando no se ocupa uno... ¡Hay que moverse, Gina! 

HEDVIGIA. - (Acercándose a su padre.) ¿Debo ir por la flauta, papá?

HJALMAR. - No, nada de flautas. Ya no necesito disfrutar en este mundo. (Paseándose.) Pues bien: desde mañana me pondré a trabajar, y no faltará tarea. Trabajaré hasta donde lleguen mis fuerzas...

GINA. -Pero, querido Ekdal, si yo no pretendía decir eso... 

HEDVIGIA. - Papá, ¿quieres que te traiga una botella de cerveza?

HJALMAR. - No de ninguna manera. No necesito nada... ¿Cerveza? ¿Has dicho cerveza? 

HEDVIGIA. - (Animada.) Sí, papá, cerveza buena y muy fresca.

HJALMAR. - Bien; ya que te empeñas tanto, puedes traer una botella.


GINA. - ¡Eso, eso! Vamos a pasar un buen rato. (Hedvigia corre hacia la puerta de la cocina.)

HJALMAR. - (La detiene junto a la estufa, la mira, le toma la cabeza y la apoya en su pecho.) ¡Hedvigia, Hedvigia!

HEDVIGIA. - (Con lágrimas de felicidad.) ¡Papá querido!


HJALMAR. - No digas eso. Encima de que me he sentado a la mesa de un hombre rico, repleta de platos suculentos, regodeándome..., ¡y he sido capaz...!

GINA. - (Sentada al lado de la mesa.) Pero ¡qué tonterías estás diciendo, Ekdal! 

HJALMAR. -No, no; no me lo toméis a mal. Ya sabéis que, a pesar de eso, os quiero. 

HEDVIGIA. - (Le abraza.) ¡Y nosotras no te queremos menos, papá!

HJALMAR. - Y si algunas veces me muestro injusto, acordaos, por Dios, de que soy un hombre que ha tenido que pasar muchas tormentas. ¡Cómo la de ser! (Secándose los ojos.) No, por el momento no voy a tomar cerveza. Tráeme la flauta. (Hedvigia corre en busca de la flauta, que está en el estante.) Gracias. Con la flauta en la mano y vosotras dos a mi lado... ¡Ah! (Hedvigia se sienta al lado de Gina. Hjalmar se pasea por la escena y comienza a tocar fuertemente una típica danza bohemia, dándole un aire melancólico y sentimental. Luego interrumpe la melodía, da su mano izquierda a Gina y dice, conmovido.)
No importa que bajo este pobre techo vivamos con estrecheces, ¿verdad? No deja de ser nuestro hogar, Gina. Y te advierto que aquí se halla uno muy a gusto. (Continúa tocando.)

(De pronto llaman a la puerta de entrada.)


GINA. - (Se levanta.) ¡Chist! Ekdal, creo que viene alguien.


HJALMAR. -(Deja la flauta en la estantería.) ¡Sí que es un fastidio! (Gina abre la puerta.) 

GREGORIO. - (Desde el umbral.) Dispense ...

GINA. - (Retrocediendo.) ¡Oh!


GREGORIO. - ¿No vive aquí el fotógrafo Ekdal? 

GINA. - Sí, aquí es.

HJALMAR. -(Avanza hacia la puerta.) ¡Gregorio! Vienes, a pesar de todo? Pues pasa.


GREGORIO. - (Entrando.) Ya te he dicho que subiría a verte.

 HJALMAR -Pero ¿esta noche . .? ¿Has dejado la reunión?

GREGORIO. - La reunión y el hogar paterno Buenas noches, señora Ekdal. No sé si me reconocerá.

GINA. - ¡Cómo que no! Creo que no es difícil reconocer al señor Werle, hijo.

 GREGORIO. - No; me parezco a mi madre, y usted, de fijo, se acordará de ella. 

HJALMAR. - ¿Dices que te has marchado de casa?

GREGORIO. - Sí; me he mudado a un hotel.

HJALMAR. - ¡Vamos, hombre! Bueno; ya que has venido, quítate el abrigo y toma asiento. GREGORIO. - Gracias. (Se quita el gabán. Ha cambiado de traje y viste uno gris de corte provinciano.)


HJALMAR. - Siéntate aquí, en el sofá, con comodidad. (Gregorio se sienta en el sofá y Hjalmar en una silla junto a la mesa.)


GREGORIO. - (Mirando alrededor.) ¿Conque éste es tu domicilio, Hjalmar? ¿Vives aquí? HJALMAR. - Este es el estudio, como ves..:
GINA. - Solemos estar aquí; como esta pieza es más grande que las otras...


HJALMAR. - Antes vivíamos en una casa mejor; pero ésta tiene un desván bastante espacioso, y eso es una gran ventaja.

GINA. - Por añadidura, nos sobra una habitación para alquilar, al otro lado del rellano. 

GREGORIO. - (A Hjalmar.) Así, pues, ¿tienes huéspedes?


HJALMAR. - No, todavía no. No es tan fácil, ¿sabes? Hay que moverse mucho. (A Hedvigia.) A ver, Hedvigia, esa cerveza. (Hedvigia hace un gesto de asentimiento y sale a la cocina.)

GREGORIO. - ¿Es tu hija ésta? 

HJALMAR. - Sí, es Hedvigia. 

GREGORIO. - ¿Y es hija única?

HJALMAR. - Si, hija única, y nuestra mayor alegría en este mundo; pero... (Baja la voz.) es también nuestra mayor pena, Gregorio.

GREGORIO. - ¿Qué dices?


HJALMAR. - Amigo mío, está en peligro de perder la vista. 

GREGORIO. - ¿De quedarse ciega?

HJALMAR. - Sí. Hasta ahora no ha tenido más que los primeros síntomas, y va para largo;
pero el médico nos ha prevenido que no hay remedio. 

GREGORIO. - ¡Qué desgracia tan grande! ¿Y a qué obedece? 

HJALMAR. - (Con un suspiro.) Probablemente, es hereditario. 

GREGORIO. - (Sorprendido.) ¿Hereditario?

GINA. - La madre de Ekdal padecía de la vista también. 

HJALMAR. - Eso dice mi padre; pero yo no me acuerdo de ella.

 GREGORIO. - ¡Pobre niña! ¿Y cómo reacciona?

HJALMAR. - Según puedes comprender, no nos hemos atrevido a decírselo. Ella no sospecha nada. Gorjeando como un pajarito gozoso e inconsciente, vuela hacia la noche
eterna. (Agobiado.) ¡Ay, que tortura para mí, Gregorio! (Aparece Hedvigia con la cerveza y vasos en una bandeja, y coloca todo encima de la mesa. Hijalmar le acaricia el cabello.)
Gracias, Hedvigia, gracias. (Hedvigia le abraza y le dice, algo al oído.) No; smorrebrod 2 ahora no. (Mira a Gregorio.) A menos que a Gregorio le apetezcan

GREGORIO. - (Rehusando.) No; no; gracias.


HJALMAR. - (Sonriendo triste.) De todas maneras, puedes traer algunos. Y si hubiese una corteza, mejor que mejor. Oye, pon bastante mantequilla. (Hedvigia asiente, regocijada, y entra de nuevo en la cocina.)

GREGORIO. - (Después de seguirla con la vista.) Sin embargo, ofrece un aspecto muy sano.

GINA. - Sí, a Dios gracias, no adolece de nada más.


GREGORIO. - Por lo visto, cuando crezca, se parecerá mucho a la señora Ekdal. ¿Qué edad tiene?

GINA. - Va a cumplir catorce años; pasado mañana los cumple. 

GREGORIO. - Está muy alta para su edad.

GINA. - Sí; el año pasado dio un gran estirón.


GREGORIO. - Viendo cómo crecen los niños, se da uno cuenta de lo viejo que es. ¿Cuánto tiempo hace que se casaron ustedes?

GINA. - Pues llevamos casados... sí, justo; pronto hará quince años. 


GREGORIO. - Pero ¿hace tanto tiempo?


GINA. - (Con atención creciente.) Sí, los hace.


HJALMAR. - Eso mismo; quince años, menos unos meses. (Cambiando de tema.) Estos años han debido de resultar muy largos para ti allá arriba en la fábrica, Gregorio. 2 Especie de tostadas de mantequilla

GREGORIO. - Al principio se me antojaban largos; pero ya no. Casi no sé en qué se me ha ido el tiempo. El viejo Ekdal sale de su cuarto, sin su pipa y con una gorra usada de uniforme a la cabeza. Da unos pasos, indeciso.)

EKDAL. - Bien, Hjalmar; ya podemos hablar de eso... ¡Hum! Pero ¿qué era?


HJALMAR. - (Se adelanta hacia él.) Padre, tenemos visita: Gregorio Werle; no sé si le reordarás.

EKDAL. - (Mirando a Gregorio, que se ha puesto de pie.)


¿Werle...? el hijo, ¿no? ¿Que me quiere? 

HJALMAR. - Nada. Ha venido a verme.


EKDAL. - Bueno; entonces, ¿no hay nada de particular? 

HJALMAR. - No, en absoluto

EKDAL. - (Mueve los brazos.) No es que tenga miedo, ¿eh?; pero...


GREGORIO. - (Acercándose a él.) Sólo quería refrescarle la memoria acerca de los antiguos terrenos de caza, teniente Ekdal

EKDAL. - ¿De caza?


GREGORIO. - Sí, allá, en los alrededores de la fábrica Hoidal.


EKDAL. - ¡Ah, ya caigo! Yo conocía todo aquello muy bien en otros tiempos.

 GREGORIO. - Entonces era usted un gran cazador.


EKDAL. - Lo fui, sí. Es muy posible. Está usted mirando el uniforme. No pido permiso a nadie para ponérmelo aquí en casa. Mientras no salga a la calle con él... (Hedvigia trae una fuente con smorrebrod, y la deja sobre. mesa.)

HJALMAR. - Siéntate, padre, y toma un vaso de cerveza. Sírvete, Gregorio. (Ekdal murmura algunas palabras ininteligibles, y se sienta tropezando, en el sofá; Gregorio, en la silla que está a su lado, Hjalmar enfrente. Gina sigue sentada algo distante de la mesa, mientras cose. Hedvigia permanece de pie al lado su padre.)

GREGORIO. - ¿Se acuerda usted, teniente Ekdal, de cuando Hjalmar y yo íbamos a visitarle allá arriba, por el verano y por Navidades?

EKDAL. - ¿Usted ... ? No, no me acuerdo. Pero, eso sí, me permito decir que he sido un gran cazador. Además, he matado osos; he matado hasta nueve.

GREGORIO. - (Mirándole con lástima.) ¿Y en la actualidad no va usted nunca de caza?


EKDAL. - ¡Oh! no diga eso. Todavía voy de cuando en cuando. ¡Oh! no como antes. Porque el bosque, ¿sabe...? el bosque... el bosque... (Bebe.) ¿Cómo está hoy por hoy bosque allá arriba?

GREGORIO. - No tan frondoso como en sus tiempos. Se han talado mucho árboles.


EKDAL. - ¿Talado? (En voz baja y medrosa.) Eso es una tarea arriesgada. Trae consecuencias. El bosque se venga.

HJALMAR. - (Llenándole el vaso.) Ten, padre; bebe un poco más.


GREGORIO. - ¿Cómo se explica que usted, tan aficionado la caza y a la naturaleza, pueda vivir en una ciudad, entre cuatro paredes?

EKDAL. - (Se ríe mirando a Hjalmar de reojo.) No crea que se está tan mal aquí. No se está nada mal.


GREGORIO. - ¿Y no echa usted de menos todo aquello que tanto le gustaba? Aquella brisa fresca y acariciadora, aquella vida al aire libre en el bosque y en las mesetas, entre toda clase de animales...

EKDAL. - (Sonriente.) Hjalmar, ¿se lo enseñamos?


HJALMAR. - (Precipitadamente, con embarazo.) No, no, padre esta noche no... 

GREGORIO. - ¿Qué es lo que quiere enseñarme?

HJALMAR. - No es más que... ; ya lo verás otro día. 

GREGORIO. - (Prosigue la conversación con el viejo.)
Pues lo que quería decirle, teniente Ekdal, es que de hoy en adelante podrá ir usted conmigo a la fábrica, porque no dudo de que regresaré muy pronto. Quizá haya allí asimismo algún trabajo de copias, y aquí no tiene usted nada que le pueda hacer la vida agradable.

EKDEL. - (Le mira, con asombro) ¿Que no tengo nada qué...?


GREGORIO. -Usted tiene a Hjalmar, sin duda. Pero él, por su parte, tiene a los suyos. Y un hombre como usted, que siempre se ha sentido atraído por la naturaleza libre y salvaje

EKDAL. - (Da un golpe en la mesa.) ¡Hjalmar, ya sí que hay que enseñárselo! 

HJALMAR. -Pero, padre, ¿tú crees que debemos...? Además, está tan oscuro . .

EKDAL. - ¡Tonterías! Hay luna. (Se levanta.) ¡Tiene que verlo, repito! Déjame pasar. Ven ayudarme, Hjalmar.

HEDVIGIA. - Sí, sí, papá; anda, hazlo.


HJALMAR. - (Levantándose, a la vez.) Pues vamos. GREGORIO. - (A Gina.) ¿De que se trata?


GINA. - ¡Oh! no crea usted que de nada extraordinario. (Ekdal y Hjalmar se dirigen a la pared del fondo, y cada uno abre una hoja de la puerta. Gregorio se queda de pie, al lado del sofá. Gina continúa con su labor, muy tranquila. A través de la puerta se ve un amplio y alargado desván de forma irregular, con vigas y tubos de chimeneas. Por los postigos del techo la luna alumbra claramente algunas partes del recinto, mientras otras se sumen en profunda oscuridad.)

EKDAL. - (A Gregorio.) Hay que acercarse mucho, ¿eh? 

GREGORIO. - (Aproximándose.) Vamos a ver qué es. 

EKDAL. - Mírelo bien. ¡Hum!

HJALMAR. - (Azorado.) Son cosas de mi padre, ¿comprendes?


GREGORIO. - (Que desde la puerta mira adentro.) ¡Ah! ¿cría usted gallinas, teniente
Ekdal?


EKDAL. - ¡Ya lo creo que criamos gallinas! Están des cansando. Pero con luz de día vería usted qué gallinas...

HEDVIGIA. - Y además, hay...


EKDAL. - ¡Chis, chis! No digas nada aún.


GREGORIO. - Y por lo que veo, tiene usted palomas inclusive.


EKDAL. - ¡Oh sí! Bien podemos tenerlas. Su palomar está ahí arriba, bajo el alero; porque les gusta anidar en la altura, ¿sabe usted?

HJALMAR. - No son todas vulgares.


EKDAL. - ¿Vulgares? Tenemos palomas mensajeras, y también una pareja de reales. Pero venga usted más cerca. ¿Ve esa tronera en el muro?


GREGORIO. - Sí. ¿Para qué la emplea?


EKDAL. - Ahí duermen los conejos por la noche, amigo. GREGORIO. - ¡Toma! ¿tiene usted conejos?

EKDAL. - Sí, ¡qué demonios! ¿Por qué no íbamos a tener conejos? ¿Has oído, Hjalmar, la pregunta? ¡Que si tenemos conejos, Hjalmar! ¡Hum! ahora viene lo principal. Ya llegamos. Apártate, Hedvigia. Póngase aquí, así, eso es, mire ahí abajo. ¿No ve un cesto lleno de paja?

GREGORIO. - Y veo un pájaro en el cesto. 

EKDAL. - ¿Cómo que... un pájaro? 

GREGORIO. - ¿No es un pato?


EKDAL. - (Ofendido.) ¡Claro que es un pato! 

HJALMAR. - Pero ¿qué clase de pato crees que es? 

HEDVIGIA. - No es un pato corriente...


EKDAL. - ¡Chis!


GREGORIO. - Y tampoco es un pato turco.


EKDAL. -No, señor Werle; no es un pato turco: ¿es un pato salvaje!

 GREGORIO. - ¿Será posible? ¡Un pato salvaje!


EKDAL. - Sí; ese "pájaro", como el llamaba usted... ¡es el pato salvaje! Es nuestro pato, amigo.

HEDVIGIA. - Mi pato, porque es mío.


GREGORIO. - ¿Y puede vivir aquí arriba, en la buhardilla, complacido?

 EKDAL. - Comprenderá usted que tiene un barreño con agua para chapotear.

 HJALMAR. - Agua limpia cada dos días.

GINA. - (A Hjalmar:) Querido Ekdal, empieza a hacer mucho frío aquí.


EKDAL. - ¡Hum, hum! entonces, cerraremos. No vale la pena, por cierto, de turbarles el sueño. Anda, Hedvigia, empuja. (Hjalmar y Hedvigia cierran la puerta.) Otra vez lo verá usted mejor. (Se sienta en un sillón al lado de la estufa.) Son muy curiosos los patos salvajes, ¿sabe?

GREGORIO. -Cómo se las arregló usted para cazarle, teniente Ekdal?


EKDAL. - ¡Si yo no le he cazado! Le tenemos gracias a un personaje de esta ciudad. 

GREGORIO. - (Un poco extrañado.) Supongo que no se referirá usted a mi padre… 

EKDAL. - Sí; a su padre precisamente... ¡Hum! ...


HJALMAR. - Es notable que lo hayas adivinado, Gregorio.


GREGORIO. - Como antes me dijiste que le debías tantísimas atenciones, he deducido que…

GINA. - Pero no ha sido el propio señor Werle quien nos ha regalado el pato…


EKDAL. - En todo caso, es a Juan Werle a quien tenemos que agradecérselo, Gina. (Dirigiéndose a Gregorio.) Es taba cazando desde una lancha, ¿sabe? Disparó; pero como; su padre tiene tan mala vista..., en suma, no hizo más que inutilizarle.

GREGORIO. - ¿Algunos perdigones en el cuerpo? 

HJALMAR. - Eso es, dos o tres.


HEDVIGIA. - Y debajo del ala; de modo que ya no podía volar. 

GREGORIO. - Y se zambulló en el agua, ¿no?


EKDAL. - (Addormilado, con la voz pastosa.) Naturalmente; los patos salvajes siempre hacen lo mismo. Se van al fondo, amigo, lo más abajo que pueden. Se agarran con el pico a las algas y a todas las excrecencias que encuentran en el fango, y no vuelven a la superficie.

GREGORIO. - Pero su pato salvaje sí volvió a la superficie, teniente Ekdal.


EKDAL. - Es que su padre tenía un perro extraordinariamente listo. Y ese perro se zambulló detrás del pato y le sacó a flote.

GREGORIO. - (Vuelto hacia Hjalmar.) ¿Y después os le dieron a vosotros?


HJALMAR. - No, desde luego. Primero estuvo en casa de tu padre; pero no se acostumbraba, y entonces ordenaron a Pettersen matarle.

EKDAL. - (Medio dormido.) Sí ..., ¡hum...! Pettersen ..., ese imbécil...


HJALMAR. - Así fue como pasó a nuestras manos. Porque mi padre conoce algo a Pettersen, y cuando supo la historia del pato salvaje, se arregló para que se lo dieran. 

GREGORIO. - ¿Y está contento en vuestra buhardilla?

HJALMAR. - Si, hombre; no sabes lo contento que está. ¡Ha engordado y todo! Bien es verdad que todavía no lleva aquí bastante tiempo para haber olvidado su verdadera condición salvaje, que es lo principal...

GREGORIO. -Tienes razón de sobra. Únicamente te aconsejo que cuides de que no vea nunca cielo ni mar. Pero debo irme; noto que tu padre se duerme.

HJALMAR. - ¡Oh! por eso...


GREGORIO. - Oye, ¡qué idea! Has dicho que teníais una habitación para alquilar... ¿Está libre?

HJALMAR. - Sí. ¿Por qué lo preguntas? ¿Conoces acaso a alguien que ... ? 

GREGORIO. - ¿Quieres alquilármela a mí?


HJALMAR. - ¿A ti?


GINA. - Pero, señor Werle...


GREGORIO. ¿Me la alquilan? Me instalaré mañana por la mañana.

HJALMAR. - Por nosotros, encantados...

GINA. - Pero, señor Werle, no es una habitación digna de usted... 

HJALMAR. - Vamos, Gina, ¿cómo puedes decir eso?

GINA. - No es suficientemente grande, ni bastante clara, ni... 

GREGORIO. - No tengo tantos escrúpulos, señora Ekdal.

HJALMAR. - Yo la encuentro una habitación bonita y, no del todo mal amueblada. 

GINA. - Acuérdate de los dos que viven abajo.

GREGORIO. - ¿Quiénes son esos dos? 

GINA. - Uno es un antiguo preceptor ... 

HJALMAR. - El licenciado en teología Molvik. 

GINA. - Y el otro, un tal doctor Relling.
GREGORIO. - ¿Relling? A ese le conozco algo; fue durante algún tiempo médico en

Hoidal.


GINA. - Son un par de libertinos, y a menudo se van de parranda. Se retiran muy tarde, y hasta llegan a.. .

GREGORIO. - Se acostumbra uno. En esto espero ser como el pato salvaje. 

GINA. - Creo que debe consultar con la almohada antes de decidirse.


GREGORIO. - Observo que tiene usted muy pocas ganas de albergarme en su casa, señora
Ekdal.


GINA. - ¡Nada de eso! ¿Cómo se le ocurre pensarlo siquiera?


HJALMAR. - Verdaderamente, Gina, me extraña mucho que tú... (A Gregorio:) Pero dime.
¿piensas quedarte por el momento en la ciudad?


GREGORIO. - (Poniéndose el gabán.) Sí; pienso quedar me en la ciudad por el momento. 

HJALMAR. - Pero no en casa de tu padre. ¿Qué vas a hacer, pues?

GREGORIO. - ¡Oh! si yo lo supiera..., estaría algo más tranquilo. Pero cuando uno lleva la cruz de llamarse Gregorio, y encima Werle... ¿Has oído nunca un nombre más horroroso?

HJALMAR. - No lo considero así de ningún modo.


GREGORIO. - ¡Puaf! ¡Qué asco! Sería capaz de escupirle en pleno rostro al individuo que llevara ese nombre. Pero, ya que tiene uno la desgracia de llamarse Gregorio Werle, como yo la tengo...

HJALMAR. - ¡Ja, ja!... Y si no fueres Gregorio Werle, ¿que te gustaría ser? GREGORIO. - Si pudiera elegir, me gustaría ser un perro listo.


GINA. - ¿Un perro?


HEDVIGIA. - (Involuntariamente) No…


GREGORIO. - Sí, un perro muy inteligente, uno de esos perros que se zambullen tras los patos salvajes cuando éstos se hunden y se agarran alas algas que crecen entre el cieno.

HJALMAR. - Francamente, Gregorio, no entiendo una palabra de lo que estás hablando.


GREGORIO. - ¡Oh, no! Ni casi tiene sentido. Mañana por la mañana me instalo aquí. (A Gina:) No voy a darle muchas molestias, porque todo me lo llago yo mismo. (A Hjalmar:) De los demás trataremos mañana. Buenas noches, señora Ekdal. (Saluda con la cabeza a Hedvigia.) Buenas noches.

GINA. - Buenas noches, señor Werle.

HEDVIGIA. - Buenas noches.

HJALMAR. - (Que ha encendido una vela.) Aguarda un poco; voy a alumbrarte. Temo que la escalera esté a oscuras. (Gregorio y Hjalmar salen por la puerta de la escalera.)

GINA. - (Mirando al vacío, con la labor en el regazo.) ¡Qué cosas tan raras se le ocurren!
¡Decir que le gustaría ser un perro!...


HEDVIGIA. - Escucha, mamá... Mi impresión es que quería decir otra cosa. 

GINA. - ¿Qué podría ser?

HEDVIGIA. - No lo sé. Pero parecía que hablaba con segunda intención todo el tiempo.

GINA. - ¿Tú crees? En realidad, es muy extraño...

HJALMAR. - (Que vuelve a aparecer.) Aún estaba encendida la lámpara. (Apaga la vela, y la deja sobre la mesa.) ¡Ah, por fin puede uno comerse un bocado! (Empieza a comer smorrebrod.) ¿Lo ves, Gina? Cuando uno sabe moverse ....

GIMA. - ¿Moverse cómo?


HJALMAR. - Sí, porque es una ventaja haber podido alquilar la habitación. Y por suerte, a una persona como Gregorio, un antiguo y buen amigo.

GINA. - Pues no sé qué decirte.


HEDVIGIA. - ¡Oh! mamá, ya verás qué divertido va a ser.


HJALMAR. - ¡Eres de lo más rara! Antes estaba empeñada en alquilar ese cuarto y ahora ya no quieres...

GINA. - Sí, Ekdal; pero habría querido que fuese a otro. ¿Qué crees que dirá el director? HJALMAR. - ¿El viejo Werle? ¡Qué le importa!

GINA. - Comprenderás que esto denota un disgusto entre ellos, cuando el hijo quiere marcharse de casa. Ya sabes qué poco congenian.

HJALMAR. - Puede ser; pero ...

GINA. - Y al presente el director va a creer que eres tú quien ha soliviantado a su hijo. 

HJALMAR. - ¡Vaya!, pues que lo crea. El director Werle ha hecho muchísimo por mí, lo reconozco. Pero eso no significa que tenga Yo que depender indefinidamente de él.

GINA. - Querido Ekdal, al fin y al cabo, ello podría redundar en perjuicio de tu anciano padre; quizá pierda el pequeño ingreso que tenía con Graaberg.

HJALMAR. - Casi me alegraría de que así fuera. ¿No estimas humillante que un hombre como yo haya de ver a su padre, ya con canas, convertido en una bestia de carga?... Pero llegaría día... (Toma otro smorrebrod.) Como me he impuesto una misión en la vida, la cumpliré.

HEDVIGIA. - Eso, papá.


GINA. - ¡Chis! No le despiertes.


HJALMAR. - (En voz baja.) Sí, la cumpliré. Porque sonará la hora de... Y por eso estoy satisfecho de que hayamos alquilado el cuarto; así tendré más independencia. Y es algo indispensable para el hombre que se impone una misión en la vida. (Se vuelve hacia el sillón.) ¡Pobre viejo! Fía en tu hijo... Tiene hombros anchos. Y algún día, cuando despiertes... (A Gina.) No lo crees?

GINA. - (Levantándose.) Sí que lo creo, hombre. Antes de nada vamos a acostarle. 

HJALMAR. - Sí, vamos. (Se llevan con sumo cuidado al viejo.)




ACTO TERCERO


Estudio de Hjalmar, por la mañana. A través de la claraboya del techo entra luz. Está corrido el cortinaje. Hjalmar, sentado a la mesa, retoca una fotografía, y hay otras más ante él. Pasados unos momentos, entra Gina, con abrigo y sombrero, y una cesta colgada del brazo.

HJALMAR. - ¿Ya has vuelto, Gina?


GINA. - Sí; tenía que darme prisa. (Coloca la cesta sobre una silla, y se quita el abrigo y el sombrero.)

HJALMAR. - ¿Has echado una ojeada al cuarto de Gregorio?


GINA. - Naturalmente. ¡Bonito ha quedado! Nada más llegar, ha hecho de las suyas. 

HJALMAR. - ¡Cómo!

GINA. - Decía que lo arreglaría él mismo. Luego se empeñó en encender la estufa, y como había dejado la llave de tiro cerrada, toda la habitación se ha llenado de humo. ¡Puaf! huele que apesta...


HJALMAR. - ¡Qué ocurrencia¡


GINA. - Pues ahora viene lo mejor. Para apagarlo, ha vaciado toda el agua del lavabo dentro de la estufa, y está el suelo hecho un asco.

HJALMAR. - ¡Vaya un engorro!


GINA. - Ya he pedido a la portera que lo friegue, porque no sabes cómo lo ha puesto el muy sucio. No habrá quien pare ahí hasta la tarde.

HJALMAR. - ¿Y adónde ha ido, entre tanto? 

GINA. - Ha dicho que saldría a dar una vuelta.

HJALMAR. - Por mi parte, he estado a verle un momento, después de marcharte tú. 

GINA. - Ya lo sé; y le has invitado a almorzar.

HJALMAR. - Un almuerzo de media mañana. Como es el primer día, casi no podemos evitarlo. ¿No tienes algo en casa?

GINA. - Habrá que buscarlo.


HJALMAR. - Procura que sea bastante. Creo que Relling y Molvik también van a subir. Me he encontrado con Relling en la escalera, ¿sabes? y tuve que...

GINA. - ¿De modo que también va a venir esa pareja?


HJALMAR. - ¡Mujer! Por dos más o menos... Eso no tiene importancia...


EKDAL. - (Abre su puerta, y asoma la cabeza.) Oye, Hjalmar... (Notando la presencia de

Gina.) ¡Ah!


GINA. - ¿Quería usted algo, abuelo?


EKDAL: - No, no; es igual. ¡Hum ... ! (Vuelve a entrar en su cuarto.)


GINA. - (Cogiendo la cesta.) Procura que no salga.


HJALMAR. - Descuida. Oye, Gina: un poco de ensalada de arenques no vendría mal. Porque Relling y Molvik han debido de estar de juerga anoche. y...

GINA. - Con tal que no se presenten demasiado pronto...


HJALMAR. - No, de seguro que no. Tómate el tiempo que te haga falta.

GINA. - Convenido; pero, mientras, tú podrías trabajar un poco. 

HJALMAR. - ¡Si estoy trabajando! Trabajo cuanto puedo.

GINA. - Lo digo para que tengas hecho todo a tiempo, en ventaja tuya. (Sale por la cocina con la cesta.)

(Hjalmar continúa retocando. Trabaja despacio y de mala gana.)


EKDAL. - (Vuelve a abrir la puerta y a asomar la cabeza, hablando en voz baja.) Oye,
¿tienes mucho que hacer?


HJALMAR. - Sí... no paro con estas fotografías...


EKDAL. - Bueno, bueno; nada. Estás tan ocupado... ¡Hum! (Se reintegra a su cuarto, dejando la puerta abierta.)

HJALMAR. - (Prosigue trabajando silenciosamente durante algunos minutos; luego deja el pincel y se dirige a la puerta.)
¿Tienes que hacer padre?


EKDAL. - (Desde dentro, refunfuñando:) Puesto que tú estás tan ocupado, yo lo estoy a mi vez, ¡caramba!

HJALMAR. - Bien, bien. (Retorna a su trabajo.)


EKDAL. - (Poco después, se asoma de nuevo a la puerta.) ¡Hum! ya ves, Hjalmar; la verdad es que no me corre tanta prisa.

HJALMAR. - Me ha parecido , que estabas escribiendo.


EKDAL. - ¡Demonio! ¿Acaso no puede ese Graaberg aguardar un día o dos más? No es cuestión de vida o muerte, a fe mía.

HJALMAR. - No, y en resumidas cuentas, tú tampoco eres un esclavo. 

EKDAL. - Además, hay que acondicionar algo ahí dentro.

HJALMAR. - Sí, eso era justamente lo que iba a decirte. ¿Quieres entrar? ¿Abro?

 EKDAL. - No estaría de sobra.
HJALMAR. - (Se levanta,) Así acabaremos de una vez.


EKDAL. - Conforme; eso es. Tiene que estar arreglado mañana por la mañana... Será mañana, ¿eh?

HJALMAR. - Sí, mañana, efectivamente. (Hjalmar y Ekdal abren cada uno media puerta. Entra el por el tragaluz del techo. Algunas palomas vuelan de acá para allá, y otras permanecen sobre las vigas, arrullándose. De vez en cuando se oye cacarear a las gallinas en el fondo.)

HJALMAR. - Anda, padre; ya puedes empezar. 

EKDAL. - (Pasando.) ¿No entras tú?


HJALMAR. - ¡Bah! después de todo, creo que... (Al ver a Gina a la puerta de la cocina.)
¿Yo? No, no tengo tiempo; trabajar... Echaré el mecanismo... (Tira de una cuerda que hace descender, a modo de telón, una cortina, cuya mitad interior está confeccionada con tiras de lona vieja, superior, con una red de pescar. Así queda invisible la parte baja de la buhardilla. Hjalmar se dirige hacia la mesa.) Vamos a ver si ahora puedo tener un momento de tranquilidad.

GINA. - ¿Está revolviendo otra vez ahí dentro?


HJALMAR. - ¿Habría sido mejor que fuese a casa de la señora Eriksen? (Sentándose.)
¿Deseas algo? Decías que...


GINA. - Sólo quería preguntarte si te acomoda que pongamos la mesa aquí. 


HJALMAR. - Sí; supongo que nadie habrá pedido hora tan temprano.

GINA. - No; no aguardo más que a una pareja de novios que van posar juntos.

HJALMAR. - ¡Demonio! ¿Y no podrán posar juntos otro día?

GINA. - No, querido Ekdal; los he citado para después de comer, mientras estés durmiendo. 

HJALMAR. - Entonces, de acuerdo. Sí, almorzaremos aquí.

GINA. - Muy bien; pero como no urge poner la mesa, puedes utilizarla todavía un rato. 

HJALMAR. - Ya ves que estoy utilizándola lo más que puedo…


GINA. - Así te quedarás libre luego, y mejor. (Vuelve a la cocina.) (Hay una breve pausa.)

EKDAL. - (Desde la puerta de la buhardilla, al otro lado red.)
¡Hjalmarl


HJALMAR. - ¿Qué?


EKDAL. - Me temo que, de todas maneras, tengamos que mover el barreño. 

HJALMAR. - Sí, eso es lo que he estado pensando.


EKDAL. - Sí, eso es lo que he estado pensando. 

EKDAL. - ¡Hum, hum, hum!... (Se aleja de la puerta.)
(Hjalmar trabaja un momento, mira de reojo a la buhardilla y se levanta a medias. Aparece
Hedvigia por la puerta de la cocina.)


HJALMAR. - (Sentándose precipitadamente.) ¿Qué quieres? 

HEDVIGIA. - No quiero nada más que estar contigo, papá.

HJALMAR. - (Tras de un silencio.) Me parece que no haces más que meter las narices en todo. ¿Es que tienes encargo de vigilarme?

HEDVIGIA. - No. ¡Qué ocurrencia! 

HJALMAR. - ¿Y qué hace tu madre?

HEDVIGIA. - ¡Oh! mamá está muy afanosa con la ensalada de arenques. (Se aproxima a la mesa.) ¿Puedo ayudarte en algo, papá?

HJALMAR. - No; más vale que lo haga todo yo solo en tanto que me quedan fuerzas. Nada importa, Hedvigia, que tu padre consuma su salud...

HEDVIGIA. - ¡0h, no, papá, no digas eso!... (Da uno pasos por la estancia, se detiene ante el desván y mira.)

HJALMAR. - Dime, ¿en qué está tan atareado?


HEDVIGIA. - Por las trazas, quiere abrir un nuevo paso para que el pato vaya al barreño. 

HJALMAR. - Eso no podrá hacerlo nunca solo. ¡Y yo aquí, condenado a no moverme...! 

HEDVIGIA. - (Acercándose a su padre.) Déjame el pincel, papá; yo sé hacerlo.


HEDVIGIA. - ¡Quiá! Trae el pincel...


HJALMAR. - (Levantándose.) En fin, será solo un minuto o dos.

HEDVIGIA. - ¡Pues qué más da! (Coge el pincel.) ¡Ajajá! (Se sienta.) Aquí está el modelo. 

HJALMAR. - ¡No te estropees los ojos! ¿Me entiendes? Yo no quiero tener laresponsabilidad; carga con ella tú..., ya lo sabes. 

HEDVIGIA. - (Retocando la prueba.) Sí, yo y nadie más

HJALMAR. - Eres muy mañosa, Hedvigía. Sólo unos minutos, ¿eh? (Se desliza al lado de la cortina y entra en el de desván. Hedvigia, sentada, sigue trabajando. Se oye a Hjalmar discutir con su padre dentro. Hjalmar se asoma por la red. Hedvigia, alcánzame las tenazas, que están en el estante y el martillo, además. (Vuelve adentro.) Ahora verás, padre. Permíteme que te explique primero lo que me propongo. (Hedvigia busca las herramientas y se las entrega.) Esas son; gracias. Hacía falta que viniera yo, ¿sabes? (Se retira de la puerta.)
(Oyense martillazos y el rumor de una conversación. Hedvigia queda mirándolos. Al cabo de poco rato llaman a la puerta de la escalera; pero ella no lo advierte.)

GREGORIO. - (Viene sin sombrero y a cuerpo, parándose un instante al lado de la puerta.) Pero...

HEDVIGIA. - (Se vuelve y avanza hacia él.) Buenos días. Pase usted.


GREGORIO. - Con permiso. (Mira hacia el desván.) Diríase tenemos obreros en casa. 

HEDVIGIA. - No; son papá y el abuelo. Voy a avisarlos.

GREGORIO. - No, no lo hagas; prefiero esperar un poco. (se sienta en el sofá) 

HEDVIGIA. - Hay un desorden aquí ... (Quiere quitar las pruebas.)


GREGORIO. - No, déjalas. ¿Son las fotografías por preparar? 

HEDVIGIA. - Sí; una pequeñez para ayudar a papá. 

GREGORIO. - Por mí, no interrumpas tu trabajo.
HEDVIGIA. - No, si no me estorba usted. (Se acerca las pruebas, y sigue trabajando.) (Gregorio la mira en silencio.)
GREGORIO. - ¿Ha dormido bien el pato salvaje esta noche? HEDVIGIA. - Creo que sí; gracias.
GREGORIO. - (Vuelto hacia el desván.) Hoy con luz del resulta otro que ayer a la luz de la luna.

HEDVIGIA. - Sí; cambia mucho de aspecto. Por la mañana es diferente que por la tarde, y cuando llueve es distinto cuando hace sol.

GREGORIO. - ¿Lo has observado? 

HEDVIGIA. -Eso se ve.
GREGORIO. - ¿Y te gusta estar con el pato salvaje? HEDVIGIA. - Sí, cuando hay ocasión...
GREGORIO. - Pero acaso no tengas muchos ocios para eso, pues irás al colegio, supongo. HEDVIGIA. - No, ahora no. Porque papá teme que me estropee la vista.
GRECORIO. - Entonces, ¿te enseña él mismo?


HEDVIGIA. - Me ha prometido hacerlo; pero todavía no ha tenido tiempo. GREGORIO. - ¿Y no puede otra persona cuidarse un poco de ti?


HEDVIGIA. - Sí; el licenciado Molvik, que no siempre está del todo... 

GREGORIO. - ¿Se emborracha?
HEDVICIA. - ¡Y cómo!


GREGORIO. - Así tendrás lugar para otras cosas. Me imagino que ese desván debe de ser como un mundo aparte.

HEDVIGIA. - Sí, completamente. Y hay en él tantas cosas extraordinarias... GREGORIO. - ¿De veras?

HEDVIGIA. - Sí; hay unos armarios enormes, llenos de libros. Y muchos tienen estampa... 

GREGORIO. - ¡Ah! ...

HEDVIGIA. - Además, hay un antiguo secrétaire, con cajones y tableros, y un reloj grande con figuras que salen cuando suena la hora; pero no anda.

GREGORIO. - Por tanto, el tiempo no corre ahí dentro, donde está el pato salvaje...


HEDVIGIA. - Eso es. También hay cajas viejas con pinturas y otras cosas por el estilo, pero sobre todo los libros.

GREGORIO. - Y tú lees esos libros, ¿no?


HEDVIGIA. - ¡Oh, sí! En cuanto puedo. Aunque la mayor parte están en inglés, y no los entiendo. Pero miro las estampas. Hay un libro muy grande que se titula Harrysons History of London, y tiene muchísimos grabados; debe de contar cien años lo menos. En la primera página se ve a la muerte con un reloj de arena, una doncella; no me gusta nada. Sin embargo, más adelante hay otras estampas con iglesias y castillos, y barcos navegando por los mares.

GREGORIO. - Cuéntame: ¿de dónde habéis sacado esas cosas tan bonitas?


HEDVIGIA. - Es que antes venía aquí un viejo capitán de barco, y fue quien las trajo. Le llamaban "el Holandés Errante"3 , no sé por qué, pues no era holandés...

GREGORIO. - ¿No?


HEDVIGIA. - Después desapareció, y se quedaron las cosas aquí.


GREGORIO. - Oye, dime: cuando estás ahí metida, mimado las estampas ¿no te entran ganas de salir y ver con tus propios ojos el mundo de verdad?

HEDVIGIA. - ¡Oh, no! Quiero quedarme siempre aquí en casa, y ayudar a papá y mamá. 

GREGORIO. - ¿Retocando fotografías?

HEDVIGIA. - No, no sólo con eso. Más que nada quisiera aprender a grabar estampas como las que se ven en los libros ingleses.

GREGORIO. - ¡Ah! ¿Y qué opina tu padre?


HEDVIGIA. - Presumo que a papá no le gustaría, porque es muy extraño a ese respecto; dice que debo aprender a hacer cestos y asientos para sillas. Pero a mí no me gusta semejante cosa.

GREGORIO. - Ni a mí tampoco.


HEDVIGIA. - Claro que papá tiene razón porque, si yo hubiese aprendido a trenzar, podría haber hecho un cesto nuevo para el pato salvaje.

GREGORIO. - Es verdad. Ciertamente, eres la más indicada para ello. 

HEDVIGIA. - Por algo el pato es mío.


GREGORIO. - No cabe duda.


HEDVIGIA. - Aunque es mío, se lo presto a papá y al abuelo siempre que lo desean.


GREGORIO. - Eso está bien. ¿Y para qué le quieren ellos?


HEDVIGIA. - Lo cuidan, le abren caminos y demás. El holandés Errante era el personaje central de una antigua leyenda escandinava que inspiró a Wagner su Buque fantasma. (En alemán, Der fliegende Hoilander, o sea, El holandés volante). El Holandés Errante es un a modo de Judío Errante del Océano, condenado a eterna lucha con las furias del mar y redimido por el amor de una mujer.

GREGORIO. - Me lo figuro, porque ahí dentro, el pato salvaje, ocupa el primer lugar.


HEDVIGIA. - Por supuesto. En realidad, es un ave auténticamente salvaje. Y por añadidura, da pena; el pobre no tiene a quién apegarse.

GREGORIO. - No tiene familia, como los conejos.


HEDVIGIA. - No. Las gallinas a ratos se juntan entre ellas. Pero él, ¡pobrecito! está tan alejado de los suyos... Y es de considerar otra rareza. Nadie le conoce, nadie sabe de dónde viene.

GREGORIO. - Y ha estado en el fondo de los mares.


HEDVIGIA. - (Le mira de reojo y reprime una sonrisa.) ¿Por qué dice usted "en el fondo de los mares"?

GREGORIO. - ¿Pues cómo voy a decirlo?


HEDVIGIA. - Podría usted decir "en el fondo del mar... " o "en el fondo del agua".

 GREGORIO. - ¿Y por qué no "en el fondo de los mares"?

HEDVIGIA. - No sé. ¡Se me hace tan extraño oír decir "en el fondo de los mares"... 

GREGORIO. - Pero ¿por qué? Explícate.

HEDVIGIA. - No, no quiero; es una necedad.


GREGORIO. - Nada de eso. Anda, dime de qué has sonreído.


HEDVIGIA. - Es que, siempre que de repente se me ocurre considerar todo lo que hay ahí dentro, se me antoja que el desván y cuantas cosas contiene se llaman "el fondo de los mares". Pero es una necedad.

GREGORIO. - No lo creas en modo alguno.


HEDVIGIA. - Sí, pues no es más que un desván, en suma. 

GREGORIO. - (Mirándola con fijeza.) ¿Estás bien segura de ello?

 HEDVIGIA. - (Asombrada.) ¿De que es un desván?
GREGORIO. - Sí ¿lo sabes de seguro? (Hedvigia se calla, mirándole con la boca. abierta. Gina entra de la cocina con el mantel y los cubiertos.)

GREGORIO. - (A tiempo que se levanta.) Temo haber venido demasiado pronto.


GINA. - ¡Bah! En alguna parte ha de estar usted, y no tardaré en tenerlo todo preparado. Quita lo que hay sobre la mesa, Hedvigia. (Hedvigia recoge las cosas, y Gina mientras, pone la mesa. Gregorio se sienta en el sillón, hojeando un álbum.)

GREGORIO. - Me han dicho que sabe usted retocar, señora Ekdal.

 GINA. - (Le echa una ojeada de soslayo.) Sí que sé.

GREGORIO. - ¡Qué coincidencia tan afortunada...! 

GINA. - ¿Por qué?

GREGORIO. - Que Hjalmar se hiciera fotógrafo, quiero decir. 

HEDVIGIA. - Mamá también sabe hacer fotografías.

GINA. - Me he visto obligada a aprender.


GREGORIO. - ¿Es usted quizá la que lleva el negocio? 

GINA. - Sí, cuando Ekdal no tiene tiempo...

GREGORIO. - Como estará tan ocupado con su anciano padre.


GINA. - Si bien se mira, no es un trabajo para un hombre como Ekdal este de tener que retratar a cualquiera.

GREGORIO. - Así me parece a mí también; pero ya que ha tomado ese rumbo… 

GINA. - Comprenderá usted, señor Werle, que Ekdal no es un fotógrafo vulgar.


GREGORIO. - A pesar de todo... (Se oye un tiro en el desván. Gregorio se sobresalta.)
¿Qué es eso?


GINA. - ¡Ay! ya vuelven a tirotear. GREGORIO. - ¿A tirotear? 

HEDVIGIA. - Sí, están de caza.

GREGORIO. - ¡Cómo! (Se acerca a la puerta del desván.) ¿Estás cazando, Hjalmar?


HJALMAR. - (Desde adentro.) ¿Ya has llegado? No lo sabía; me había metido en faena. (A Hedvigia.) ¡Y tú, sin avisarnos! (Entra en el estudio.)

GREGORIO. - ¿Estás disparando tiros en el desván?


HJALMAR. - (Enseña una pistola de dos cañones.) Es con esto, nada más.


GINA. - Ya veréis cómo el abuelo y tú acabaréis por causar una desgracia con esa pistola. 

HJALMAR. - (Colérico.) ¡Te he dicho mil veces que este arma se llama pistola!

GINA. - Viene a ser lo mismo.


GREGORIO. - ¿De manera que también tú te has convertido en cazador, Hjalmar?


HJALMAR. - ¡Oh! tiro un poco a los conejos de vez en cuando. Lo hago sobre todo por mi padre, ¿comprendes?

GINA. - Los hombres son especiales; siempre necesitan algo para entretenerse. 

HJALMAR. - (Irritado.) ¡Sí, sí, necesitamos algo para entretenernos!

GINA. - Eso mismo es lo que digo.


HJALMAR. - Pues no hay más que hablar. (A Gregorio.) Tenemos la suerte de que este desván está situado de modo que nadie puede oír los tiros. (Coloca la pistola en el estante.) No toques a la pistola, Hedvigia; uno de los cañones está cargado, no lo olvides.

GREGORIO. - (Mirando por la red.) También tienes fusil, según veo.


HJALMAR. - El antiguo fusil de mi padre. No dispara va; se le ha estropeado el cerrojo. Pero siempre gusta tenerlo, porque lo desarmamos y lo limpiamos a veces, engrasándolo y volviéndolo a armar. Supondrás que es mi padre quien más se distrae con estas cosas.

HEDVIGIA. - (Acercándose a Gregorio.) Ahora puede usted ver al pato salvaje. 

GREGORIO. - Eso mismo es lo que estoy haciendo. Parece que baja un poco un ala. 

HJALMAR. - No tiene nada de particular, puesto que estaba herido.

GREGORIO. - Y arrastra una pata, ¿no es así?

 HJALMAR. - Acaso un poquito.

HEDVIGIA. - Sí, fue en esa pata donde le mordió el perro.


HJALMAR. - Pero, fuera de eso, no tiene nada. Y es asombroso verdaderamente, pensando que lleva una carga de perdigones en el cuerpo. Y que ha estado entre los dientes de un perro...


GREGORIO. - (Mira a Hedvigia.) Y que ha estado en el fondo de los mares tanto tiempo. 

HEDVIGIA. - (Sonríe.) Sí.

GINA. - (Poniendo la mesa.) ¡Maldito pato salvaje! No da que hacer poco para tenerle contento.

HJALMAR. - Vamos, ¿estará el almuerzo pronto?


GINA. - Sí, al momento. Hedvigia, tienes que venir a ayudarme. (Gines y Hedvigia pasan a la cocina.)

HJALMAR. - (A media voz.) Será mejor que no te quedes ahí mirando a mi padre; no le gusta. (Gregorio se retira de la puerta de la buhardilla.) Y conviene que cierre la puerta antes que vengan los demás. (Da unas palmadas, para espantar a las aves.) ¡Largo, largo!
¿Queréis iros? (Levanta el telón y cierra la puerta.) Estos mecanismos son iniciativa mía. Resulta bastante divertido tener que ingeniarse en esto y repararlo cuando se estropea. Y se hace absolutamente necesario, ¿sabes? porque Gina no quiere tener gallinas y conejos en el estudio.

GREGORIO. - Me lo supongo. ¿Y es tu mujer la que y lleva la voz cantante aquí?


HJALMAR. - En general, le confío las cosas más sencillas, porque así puedo refugiarme en el salón a meditar sobre, otras de mayor envergadura.

GREGORIO. - ¿Cuáles son esas otras cosas, Hjalmar?


HJALMAR. - Me extraña que no me lo hayas preguntado antes. ¿No has oído hablar de mi invento?

GREGORIO. - ¿Qué invento... ? No.


HJALMAR. - ¿No has oído hablar? Por supuesto, en los bosques deshabitados donde vivías…


GREGORIO. - ¿Conque hasta hecho un invento?


HJALMAR. - Aún no está terminado por completo; pero trabajo en ello. Ya habrás colegido que, cuando decidí dedicarme a la fotografía, no era para hacer retratos de toda clase de gente.

GREGORIO. - No, no; eso acaba de decirme tu mujer.


HJALMAR. - Juré que iba a consagrar mis fuerzas a este oficio para elevarlo a la categoría de arte y de ciencia. Entonces fue cuando me decidí a hacer tan curioso invento.

GREGORIO. - ¿En qué consiste ese invento? ¿De qué se trata?


HJALMAR. - Amigo mío, no me pidas detalles todavía. La cosa requiere tiempo,

¿entiendes? Y no creas que me guía vanidad pues no trabajo para mí. ¡Oh, no! Es mi misión, no la abandono de día ni de noche.

GREGORIO. - ¿Qué misión es ésa? 

HJALMAR. - ¿Te olvidas del viejo con canas?

GREGORIO. - ¿Tu pobre padre? Pero ¿qué puedes hacer ir él a la postre?


HJALMAR. - Puedo resucitar su propia estimación, devolviendo al apellido Ekdal su honor y dignidad.

GREGORIO. - ¿De suerte que es ésa tu misión?


HJALMAR. - Sí; quiero salvar al náufrago. Porque naufragó desencadenarse sobre él la tempestad. Cuando comenzaron as terribles investigaciones, ya no era el mismo. La pistola que ves ahí, y que empleamos para matar conejos, ha desempeñado un papel en la tragedia de la familia Ekdal.

GREGORIO. - ¡Esa pistola! ¿Verdaderamente?


HJALMAR. - Al dictarse la sentencia, al ir a encarcelarle..., tenía la pistola en la mano. 

GREGORIO. - ¿Y quiso...?

HJALMAR. - Sí; pero le faltó valor. Tenía el espíritu arruinado, echado a perder. ¿Te haces cargo? ¡El, un militar que había matado osos y descendía de tenientes coroneles...! Lo uno unido a lo otro... , ya ves... ¿Te haces cargo, Gregorio?

GREGORIO. - Me hago cargo muy bien.


HJALMAR. - Yo, no. Y otra vez intervino la pistola en la historia de la familia. Cuando ya llevaba puesto el traje gris de presidiario y estaba bajo llaves. ¡Oh, qué días tan espantosos para mí! Tenía veladas mis dos ventanas, y si miraba afuera y veía que alumbraba el sol como de costumbre, no podía concebirlo. Observaba a la gente en la calle reír y charlar de cosas sin importancia, y no me cabía en la cabeza; me parecía que todo lo existente debía haberse matado que durante un eclipse.

GREGORIO. - Lo mismo sentía yo cuando murió mi madre.


HJALMAR. - En aquel instante tenía Hjalmar Ekdal la pistola apuntando contra su propio pecho.

GREGORIO. - ¿Quisiste también... ? 

HJALMAR. - Sí.

GREGORIO. - Pero no disparaste.


HJALMAR. - No; en el momento decisivo me vencí a mí mismo. Continué viviendo. Con todo, créeme, necesitaba valor para escoger la vida en aquella situación.

GREGORIO. - Eso depende de cómo la vea uno.


HJALMAR. - Sin duda alguna; pero fue lo mejor, pues pronto daré cima a mi invento. El doctor Relling, como yo, espera que entonces estará permitido a mi padre llevar el uniforme igual que antes. Lo exigiré como único premio.

GREGORIO. - Luego es lo del uniforme lo que...?


HJALMAR. - Si, ése es mi mayor anhelo. No puedes imaginarte lo que sufro por él. Cada vez que celebramos una fiesta de familia... como el aniversario de nuestra boda u otra cosa por el estilo, el viejo hace su entrada vistiendo el uniforme de teniente, ¡el de los días felices! Pero en cuanto llaman a la puerta... , porque claro, no se atreve a que le vean , sale tan de prisa como le consienten sus viejas piernas a encerrarse otra vez en su cuarto. Y esto resulta desgarrador para el corazón de un hijo, ¿sabes?

GREGORIO. - ¿Y qué tiempo crees que tardarás en realizar tu invento?


HJALMAR. - ¡Por Dios, no me pidas detalles como ese del tiempo! Un descubrimiento no es cosa que pueda uno mismo amoldar del todo a sus deseos. Depende en gran parte de la inspiración, de una idea, y así no es posible afirmar de antemano cuándo ha de acontecer.

GREGORIO. - Pero ¿avanza, al menos?


HJALMAR. - ¡Ya lo creo que avanza! No transcurre un solo día sin que dé un paso en él; es algo que me absorbe. Todas las tardes, después de la comida, me encierro en el salón, donde puedo meditar con tranquilidad. Aun así, no debe uno apresurarse, porque eso no sirve para nada, como dice el doctor Relling.

GREGORIO. - Y no entiendes que todas esas cosas del desván te distraen y te alejan de tu objetivo con exceso?

HJALMAR. - ¡No, no; todo lo contrario! No digas eso. No puedo estar constantemente obsesionado con las mismas preocupaciones. Necesito algo para llenar el tiempo de espera. La inspiración, la idea viene cuando debe venir... si viene.


GREGORIO. - Mi querido Hjalmar, ¿sabes que se me antoja que hay en ti algo de pato salvaje?

HJALMAR. - ¿De pato salvaje... ? ¿A qué te refieres? 

GREGORIO. - Te has hundido, y te agarras a las algas del fondo.


HJALMAR. - ¿Piensas en ese tiro casi mortal que ha tocado a mi padre en el ala y a mí lo mismo?

GREGORIO. - Sí, en eso exactamente. Yo no diría que estás herido, pero sí que te metes en un pantano insalubre. Hjalmar, tienes una enfermedad latente en el cuerpo, y te has ido al fondo para morir en la oscuridad.

HJALMAR. - ¿Yo, morir? ¿Morir yo en la oscuridad? No, Gregorio; no me vengas con cuentos.

GREGORIO. -Ten calma; yo te sacaré a la superficie. Porque también debo ejecutar una misión.

HJALMAR. - Es posible. Pero te ruego que no me mezcles en esos asuntos. Te aseguro que, aparte de mi melancolía -que tiene su explicación, como es natural, me encuentro tan a gusto como cualquier mortal pueda desearlo.

GREGORIO. - Ese es otro efecto del veneno.


HJALMAR. - Oye, querido Gregorio: no me hables más de venenos ni de enfermedades. No estoy acostumbrado a esa clase de conversaciones; en mi casa no me recuerdan nunca esos estragos.

GREGORIO. - Lo creo sin esfuerzo.


HJALMAR. - No me sienta bien. Y aquí no hay ninguna atmósfera de pantano, como dices. No se me oculta que el techo es bajo en el hogar del pobre fotógrafo, y que mi condición es humilde. Pero soy un inventor y padre de familia, ¿sabes? y esto me eleva sobre las


miserias de mi estado... ¡Ah! ya vienen con el almuerzo. (Gina y Hedvigia aparecen con botellas de cerveza, un frasco de aguardiante, vasos, etcétera. Al mismo tiempo, entran por la puerta de la escalera Relling y Molvik, ambos a cuerpo, Molvik, vestido de negro.)

GINA. - (Mientras se ocupa de la mesa.) Pues esos dos sí que llegan a tiempo.


RELLING. - A Molvik le ha parecido percibir un olorcillo ensalada de arenques, y no había medio de retenerle Buenos días por segunda vez, Ekdal.

HJALMAR. - Gregorio, te presento al licenciado Molvik, y doctor... Pero a Relling ya le conoces.

GREGORIO. - Sí, vagamente.


RELLING. - iToma! el señor Werle, hijo. Cierta vez nos peleamos allá arriba, en Hoidal.

¿Ha venido usted a instalarse aquí? 

GREGORIO. - Desde esta mañana.

RELLING. - Abajo vivimos Molvik y yo; conque no tiene usted que ir lejos por médico y pastor, en caso de necesitarlos.

GREGORIO. - Gracias; todo puede suceder, pues ayer éramos trece a la mesa. 

HJALMAR. - ¡Oh! no vuelvas a hablar de cosas siniestras.

RELLING. - Puedes tomarlo con calma, Ekdal. Eso no va contigo.


HJALMAR. - Así lo espero por mi familia. Pero sentémonos, comamos, bebamos y estemos alegres.

GREGORIO. - ¿No aguardamos a tu padre?


HJALMAR. - No; prefiere comer más tarde en su cuarto. (Los hombres se sientan a la mesa, comen y beben. Gina y Hedvigía van y vienen sirviéndolos.)


RELLING. - Molvik, señora Ekdal, cogió ayer una borrachera fenomenal. 

GINA. - ¡Ah! ¿sí? Una más?

RELLING. - ¿No le oyó usted anoche cuando le traje a casa? 

GINA. - No, no he oído nada.

RELLING. - Mejor, porque estaba hecho una lástima. 

GINA. - ¿Es verdad, Molvik?
MOLVIK. - Corramos un velo sobre los incidentes de la noche pasada. Estas cosas no dependen de mi voluntad, de mi buena voluntad...

RELLING. - (A Gregorio.) Le domina una especie de sugestión, y entonces tengo que irme de bureo con él... Porque ha de saber usted que el licenciado Molvik es un demoníaco.

GREGORIO. - ¿Demoníaco?


RELLING. - Molvik es un demoníaco, sí. 

GREGORIO. - ¡Hum!

RELLING. - Y las naturalezas demoníacas no están hechas para andar por el camino recto; necesitan extraviarse alguna que otra vez. ¡Vaya! ¿y usted sigue resistiendo allá arriba en aquella triste y horrenda fábrica?

GREGORIO. - He resistido hasta el presente.


RELLING. - ¿Y logró por fin que se atendiera aquella demanda que llevaba? GREGORIO. - (Comprendiendo.) ¡Ah! sí.

HJALMAR. - ¿Ibas con demandas, Gregorio?


GREGORIO. - ¡Bah! simplezas.


RELLING. - ¡Y tanto que iba con demandas! Recorría todas las casas de los labradores reclamando algo que llamaba "la exigencia del ideal".

GREGORIO. - Era joven por aquella época.


RELLING. - De eso no hay que dudar; era usted muy joven. Y no logró usted ver satisfecha esa "exigencia del ideal' en todo el tiempo que estuve allí.

GREGORIO. - Ni después tampoco.


RELLING. - Presumo que habrá usted tenido la cordura de transigir un poco.

 GREGORIO. ¡Jamás transijo cuando trato con hombres dignos de este nombre!

 HJALMAR. - Pues eso lo encuentro muy lógico... Un poco de mantequilla, Gina. 

RELLING. - Y un trocito de tocino para Molvik.

MOLVIK. - ¡Ay, no, nada de tocino! (Llaman a la puerta del desván.)


HJALMAR. - Abre, Hedvigia; el abuelo quiere salir. (Hedvigia abre la puerta a medias. Entra el viejo Ekdal con una piel de conejo recién arrancada. Ella cierra la puerta tras él.)

EKDAL. - Buenos días, señores. ¡Excelente caza la de hoy! He matado uno de los grandes. 


HJALMAR. - ¡Y le has desollado sin contar conmigo!

EKDAL. - Y le he salado inclusive. Me gusta la carne de conejo; es tierna y dulce; sabe a azúcar. ¡Buen provecho, señores! (Pasa a su habitación.)

MOLVIK. - (Levantándose.) Perdonen: no puedo más; necesito bajar cuanto antes... 

RELLING. - ¡Bebe un poco de gaseosa, desdichado!


MOLVIK. - (Con aceleramiento.) ¡Oh, oh! (Vale por la puerta de la escalera.) 

RELLING. - (A Hjalmar.) Brindemos por el viejo cazador.

HJALMAR. - (Choca su vaso con el de Relling.) Sí, por el sportman al borde de la tumba. 

RELLING. - Por los cabellos grises. (Bebe.) Oye, dime, ¿,tiene el pelo gris o blanco? 

HJALMAR. - Ni lo uno ni lo otro. Por lo demás, le quedan pocos cabellos va.


RELLING. - Al fin y al cabo, con peluca también se puede ir por el mundo. Tú sí que eres un hombre feliz, Ekdal; tienes una misión por la cual luchar.

HJALMAR. - Y lucho, te lo advierto.


RELLING. - Y para colmo, tienes tu mujercita, que sale y entra con suelas de fieltro, moviendo las caderas y cuidándote,...

HJALMAR. - Sí, Gina. (Con un gesto afectuoso para ella.) Eres una buena compañera en el camino de la vida.

GINA. - ¿,Queréis hacer el favor de no cotorrear acerca de mí? 

RELLING. - Y a tu pequeña Hedvigia, Ekdal.

HJALMAR. - (Emocionado.) ¡La niña, sí; la niña sobre todo! Hedvigia, ven aquí conmigo. (Acariciándole el pelo.) ¿Qué día es mañana?

HEDVIGIA. - (Rechazándole.) ¡Oh! no digas nada.


HJALMAR. - Siento punzadas de cuchillo en el corazón cuando pienso que todo se reducirá a tan poca cosa; sólo una fiesta sencilla en el desván.

HEDVIGIA. - ¡Pues eso será lo delicioso!


RELLING. - Tú espera hasta que sea un hecho el magnífico descubrimiento, Hedvigia.


HJALMAR. - Sí, ya verás... Hedvigia, he tomado la decisión de asegurar tu porvenir. Serás feliz mientras vivas. Exigiré algo para ti..., sí, algo. Va a ser la única recompensa del pobre inventor.

HEDVIGIA. - (Con un brazo alrededor del cuello de su padre.)
¡Ah, querido, querido papá!


RELLING. - (A Gregorio:) ¿Y qué, no le agrada, para variar, estar sentado a una mesa bien repleta en el círculo de una familia dichosa?

HJALMAR. - Francamente, yo aprecio bastante estas horas de la mesa.

GREGORIO. - Pues, por mi parte, no soporto los miasmas de pantano. 

RELLING. - ¿Los miasmas de pantano?


HJALMAR. - ¡Oh! no insistas en esas bobadas..


GINA. - Le aseguro, señor Werle, que aquí no hay ningún olor a pantano, pues ventilo a diario las habitaciones.

GREGORIO. - (Abandona la mesa.) El hedor a que me refiero no lo ventilará usted. 

HJALMAR. - ¿Hedor?


GINA. - Sí. ¿Qué dices a eso, Ekdal?


RELLING. - Perdone. ¿No será usted mismo quien trae el hedor de las minas de allá arriba? 

GREGORIO. - Es propio de usted llamar hedor a lo que traigo a esta casa.

RELLING. - (Yendo hacia él.) Escuche, señor Werle hijo: tengo la sospecha de que todavía conserva usted en el bolsillo "la exigencia del ideal" sin menoscabo.

GREGORIO. - Le llevo en el pecho.


RELLING. - ¡Guárdesela donde quiera, demonio! Lo único que le aconsejo es que no la saque a relucir mientras esté yo presente.

GREGORIO. - ¿Y si, a pesar de eso, lo hago?


RELLING. - Bajará las escaleras de cabeza; ya está prevenido. 

HJALMAR. - (Se incorpora.) Pero, Relling...

GREGORIO. - Ande, écheme usted.


GINA. - (Interponiéndose.) Eso no puede ser, Relling. Y a usted he de decirle, señor Werle, que, después de haber hecho tantas porquerías en la estufa, no debe venir aquí a hablar de hedor. (Llaman a la puerta.)

HEDVIGIA. - Mamá, alguien llama. 

HJALMAR. - ¡Ya empieza otra vez el trabajo!

GINA. - Voy a abrir. (Abre la puerta y de súbito se para, se estremece y da un paso atrás.)

¡Oh! ¿eh? Y (EL Director Werle, vestido con abrigo forrado de pieles, entra en el estudio.)


EL DIRECTOR WERLE. - Ruego que me dispensen; pero tengo entendido que mi hijo vive en esta casa.

GINA. - (Sofocada.) Sí.


HJALMAR. - (Acercándose.) Dígnese usted, señor director



EL DIRECTOR WERLE. - Gracias; sólo deseo hablar con mi hijo. 

GREGORIO. - Bien; ¿qué hay? Aquí estoy.

EL DIRECTOR WERLE. - Querría hablar contigo en tu habitación.

 GREGORIO. - ¿En mi habitación? Bueno. (Se dispone a salir.)


GINA. - ¡No, Dios mío! no está en condiciones de...

EL DIRECTOR WERLE. - Pues entonces en el rellano; tengo que hablar contigo a solas. 

HJALMAR. - Pueden hacerlo aquí mismo, señor director. Ven al salón, Relling. (Hjalmar y
Relling salen por la derecha. Gina lleva a Hedvigia a la cocina.) 

GREGORIO. - (Después de una pausa.) ¡Ea! ya estamos solos.

EL DIRECTOR WERLE. - Anoche dejaste escapar algunas insinuaciones, y en vista de que ahora has, venido a instalarte en casa de los Ekdal, me inclino a creer que tienes alguna mala intención contra mí.

GREGORIO. - Mi intensión es abrir los ojos a Hjalmar Ekdal. Quiero que vea su situación tal como es, y nada más.

EL DIRECTOR WERLE. - ¿Es ésa la misión de que me hablaste? 

GREGORIO. - Sí; no me dejaste otra.


EL DIRECTOR WERLE. - ¿Soy yo acaso quien ha perturbado tu espíritu, Gregorio?


GREGORIO. - Has malogrado toda mi vida. No me refiero a lo de mi madre. Pero a ti es a quien debo agradecer los remordimientos de conciencia que me persiguen y me roen.

EL DIRECTOR WERLE. - ¡Ah! ¿conque es la conciencia la que está en juego... ?


GREGORIO. - Debí haberme vuelto contra ti cuando tendiste el lazo al teniente Ekdal. Debí haberle puesto en guardia, porque yo sospechaba adónde iba a parar todo aquello.

EL DIRECTOR WERLE. - De ser así, en pluralidad, debías haber hablado.


GREGORIO. - Fui tan cobarde, que no me atreví. Me daba un miedo indescriptible de ti a la sazón y mucho tiempo después.


GREGORIO. - Afortunadamente... El mal causado al viejo Ekdal por mí... y por otros no puede remediarlo nadie; pero a Hjalmar sí pienso salvarle de la mentira y el engaño en que está a punto de zozobrar.

EL DIRECTOR WERLE. - ¿Crees que con ello harías un bien? 

GREGORIO. - Estoy de todo punto convencido.


EL DIRECTOR WERLE. - ¿Piensas quizá que el fotógrafo Ekdal es hombre que te agradecerá semejante prueba de amistad?

GREGORIO. - Sí. Es hombre para eso.


EL DIRECTOR WERLE. - Ya lo veremos. '


GREGORIO. - Aparte de que, si he de seguir soportando la vida, tengo que buscar un remedio para mi conciencia enferma.

EL DIRECTOR WERLE. - No se curará nunca. Tu conciencia se resentía desde la infancia;
es herencia de tu madre, Gregorio, la única herencia que te legó.


GREGORIO. - (Con débil sonrisa irónica.) Aún no has podido digerir el desengaño que sufriste calculando mal el capital con que creías quedarte.

EL DIRECTOR WERLE. - No hablemos de cosas ajenas a la cuestión. ¿De modo que estás decidido a poner al fotógrafo Ekdal sobre una pista que juzgas acertada?

GREGORIO. -Tengo esa firme intención.


EL DIRECTOR WERLE. - En tal caso, podía haberme ahorrado el paseo hasta aquí. Porque deduzco que es inútil preguntarte si quieres volver a casa conmigo.

GREGORJO. - Es inútil, sí.


EL DIRECTOR WERLE. - ¿Tampoco accedes a ser mi socio?


GREGORIO. - Tampoco.


EL DIRECTOR WERLE. - Bueno; pero, como quiero volver a casarme, voy a repartir mi hacienda contigo .

GREGORIO. - (Con precipitación.) ¡No, no quiero nada! 

EL DIRECTOR WERLE. - ¿No quieres?


GREGORIO. - No; se opone a ello mi conciencia.


EL DIRECTOR WERLE. - (Tras de otra pausa.) ¿Regresas a la fábrica? 


GREGORIO. - No; me considero despedido de tu servicio.


EL DIRECTOR WERLE. - ¿A qué piensas dedicarte en adelante? 

GREGORIO. - A realizar mi misión exclusivamente.

EL DIRECTOR WERLE. - Pero ¿y luego? ¿De qué vas a vivir?

GREGORIO. -Tengo ahorrado de mi sueldo algo.

EL DIRECTOR WERLE. - ¿Y cuánto tiempo durará? 

GREGORIO. - Creo que durará lo que yo dure.

EL DIRECTOR WERLE. - ¿Qué significa eso? 

GREGORIO. - Ya no respondo más.

EL DIRECTOR WERLE. - Pues adiós, Gregorio. GREGORIO. - Adiós. (Vale el Director Werle.) HJALMAR. - (Abre la puerta.) ¿Se ha ido ya?


GREGORIO. - Sí. (Entran Hjalmar y Relling. Gina y Hedvigia también, viniendo de la cocina.)

RELLING. - ¡Nos ha estropeado el almuerzo!


GREGORIO. - Arréglate, Hjalmar; vas a dar un buen paseo conmigo. 

HJALMAR. - Con mucho gusto. ¿Qué te quería tu padre? ¿Se trataba de mí?

GREGORIO. - Ven. Tenemos que hablar un poco. Voy a ponerme el abrigo. (Vase por la escalera.)

GINA. - No debías salir con él, Ekdal.


RELLING. - No, no vayas; quédate aquí. 4 En Noruega, cuando uno de los padres vuelve a casarse, por estar viudo o divorciado, dispone la ley que reparta la mitad de sus bienes entre sus hijos.

HJALMAR. - (Coge su sombrero y su gabán.) ¡Cómo! Cuando un amigo de la infancia siente la necesidad de abrirme su corazón, de él para mí...

RELLING. - Pero ¡qué diablos! ¿No ves que ese tipo está loco, chiflado, mal de la cabeza...?

GINA. - Sí, por cierto. Su madre también tenía crisis de ésas a veces.


HJALMAR. - Motivo de más para que necesite la vigilancia del amigo. (A Gina) Ten la comida preparada a su hora. Adiós, hasta luego. (Vale por la puerta de la escalera.)

RELLING. - Es una desgracia que ese tipo no se fuese al infierno desde una de las minas de

Hoidal.


GINA. - ¡Jesús! ¿Por qué lo dice usted? RELLING. - (Refunfuñando.) Yo me entiendo.


GINA. - ¿Cree usted que el señor Werle, hijo, está loco de remate? 

RELLING. - No; desgraciadamente, no esta más loco que la mayoría. 

GINA. - ¿Y qué es lo que tiene?


RELLING. - Voy a decírselo, señora Ekdal. Padece fiebre aguda de rectitud.

GINA. - ¿Una fiebre de rectitud?


HEDVIGIA. - ¿Y eso es una enfermedad?


RELLING. - De cuidado, y una enfermedad nacional; pero se revela sólo de manera esporádica. (Con una inclinación decabeza ante Gina.) Le agradezco el almuerzo. (Sale por la puerta de la escalera.)

GINA. - (Paseándose por la estancia.) ¡Oh! este Gregorio Werle siempre fue un mal bicho. 

HEDVIGIA. - (Al lado de la mesa, con mírada inquisitiva.). Encuentro singular todo esto.




ACTO CUARTO


Estudio de Hjalmar Ekdal, momentos después de hacer una fotografía. En medio de la estancia, la cámara, cubierta con un paño negro, sobre un trípode, y un par de sillas, amén de algún otro accesorio. Luz de anochecido. Al poco rato empieza a oscurecer visiblemente. Desde la puerta de la escalera, Gina habla con alguien que está fuera. En la mano derecha sostiene una placa fotográfica, mojada.

GINA. - Sí, pierdan cuidado. Cuando prometo algo, lo cumplo. La primera docena estará el lunes. ¡Adiós, adiós! (Se oye a alguien bajar por la escalera. Gina cierra la puerta, coloca la placa dentro de su estuche y lo mete en el aparato.)


HEDVIGIA. - (Que viene de la cocina.) ¿Ya se han ido?


GINA. - (Arreglando las cosas.) Sí; gracias a Dios, he podido deshacerme de ellos. HEDVIGIA. - Pero ¿comprendes cómo no ha venido papá todavía?
GINA. - ¿Sabes, de fijo, que no está abajo con Relling?


HEDVIGIA. - No, no está. Hace un momento he bajado por la escalera de servicio y he preguntado.

GINA. - Se le va a enfriar la comida.


HEDVIGIA. - ¡Con lo puntual que es a las horas de comer! 

GINA. - No puede tardar. Ya lo verás.

HEDVIGIA. - ¡Ojalá venga pronto! ¡Se me hace todo tan singular hoy! 

GINA. - (En un grito.) ¡Aquí está!


HEDVIGIA. - (Se precipita a su encuentro.) ¡Papá! ¡Cuánto te hemos aguardado!

GINA. - (Mirándole de soslayo.) Has tardado bastante, Ekdal.


HJALMAR. - (Sin mirarla.) Sí, he tardado bastante. (Se quita el gabán. Gina y Hedvigia quieren ayudarle; pero él se lo impide.)

GINA. - ¿Has comido con Werle? 

HJALMAR. - (Cuelga el abrigo.) No.


GINA. - (Encaminándose a la cocina.) Entonces, te traeré la comida. 

HJALMAR. - No; déjalo. No quiero comer ahora.


HEDVIGIA. - ¿No te sientes bien, papá?


HJALMAR. - ¿Bien? Regular, nada más. Hemos dado un paseo muy largo Gregorio y yo. 

GINA. - Habría sido mejor que no le acompañaras. No estás acostumbrado.


HJALMAR. - ¡Bah! Un hombre tiene que acostumbrarse a tantas cosas en este mundo que a la postre una más o menos... (Se pasea por la habitación.) ¿Ha venido alguien mientras he estado fuera?

GINA. - Los dos novios únicamente. 

HJALMAR. -¿No ha habido ningún encargo? 

GINA. - No, hoy tampoco.

HEDVIGIA. - No dudes de que los habrá mañana, papá.


HJALMAR. - Así sea, porque desde mañana pienso empezar a trabajar en serio. 

HEDVIGIA. - ¿Mañana? Pero ¿no te acuerdas de qué día es mañana?


HJALMAR. - ¡Ah, sí, es cierto! Bien pues desde pasado mañana, entonces. En adelante quiero hacerlo todo yo solo.

GINA. - ¿Y qué adelantarás con eso, Hjalmar? Son ganas de agriarte la vida, en suma. De la fotografía basta que me encargue yo, y así puedes seguir con el invento.

HEDVIGIA. - Y con el pato salvaje, papá, y con las gallinas y los conejos, y...


HJALMAR. - ¡Déjate de estupideces! Desde mañana no vuelvo a poner los pies en el desván.

HEDVIGIA. - Pero, papá, ¿no me prometiste que mañana habría fiesta?


HJALMAR. - Es cierto. Pues desde pasado mañana, entonces. ¡Con qué ganas retorcería el pescuezo a ese maldito pato salvaje!


HEDVIGIA. - (Grita, asustada.) ¡Al pato salvaje! GINA. - ¡ Qué barbaridad!

HEDVIGIA. - (Sacudiéndole.) Oye, papá, el pato es mío...


HJALMAR. - Por eso mismo no lo hago. No tengo corazón para entrangularle, por ti, Hedvigia. Aunque comprendo que en el fondo obro mal. No debía soportar bajo mi techo nada que venga de esas manos.

GINA. - Pero ¿qué tiene que ver que el imbécil de Pettersen se lo haya regalado al abuelo, para... ?

HJALMAR. - Existen ciertas exigencias , ¿cómo diría? las exigencias del ideal, ciertas obligaciones a las cuales no puede sustraerse un hombre sin que redunde en perjuicio de su alma.

HEDVIGIA. - (Mientras le sigue en sus paseos.) Piensa en el pato, en el pobre pato salvaje...

HJALMAR. - Ya te digo que le perdono por ti. No se le tocará ni una sola pluma. Te repito que no te preocupes, que está perdonado. Hay deberes más importantes que cumplir. Bueno, Hedvigia; es la hora de tu paseo. Ya no hay sol, como te conviene.

HEDVIGIA. - No, no tengo ganas de salir ahora.


HJALMAR. - Debes salir. Creo que guiñas los ojos. Este aire viciado no te sienta bien; la atmósfera está cargada.

HEDVIGIA. - ¡Vaya! bajaré corriendo por la escalera de servicio y pasearé un rato. ¿Mi abrigo? ¿Mi sombrero? ¡Ah, sí! Están en mi cuarto. Papá, prométeme que no harás cada malo al pato cuando yo esté fuera.

HJALMAR. - No le tocaré ni una pluma. (Abrazándola.) Tú y yo, Hedvigia... , nosotros ... Anda, vete. (Hedvigia hace una leve inclinación de cabeza y sale por a cocina.)


HJALMAR. - (Continúa paseándose sin levantar la vista.) Gina... 

GINA. - ¿Qué?


HJALMAR. - Desde mañana, o mejor dicho, desde pasado mañana, quiero llevar yo mismo las cuentas de la casa.

GINA. - ¿Que quieres llevar las cuentas de la casa?

 HJALMAR. - Sí; vamos, comprobar los ingresos, al menos. 

GINA. - ¡Válgame Dios! eso se comprueba en seguida.


HJAIMAR. - Nadie lo diría. Me hace el efecto de que el dinero dura demasiado en tus manos. (Se detiene y se queda mirándola.)
¿Cómo te las compones?


GINA. - Hedvigia y yo necesitamos tan poco...


HJALMAR. - ¿Es verdad que a mi padre le pagan tan espléndidamente las copias en casa del director Werle?

GINA. - Yo, por mí, ignoro si le pagan tan espléndidamente. No conozco el precio de esos trabajos.

HJALMAR. - Para abreviar, ¿cuánto le dan, poco más o menos? Dímelo.


GINA. - Según y cómo; viene a ser lo que nos cuesta mantenerle, y alguna pequeñez para su bolsillo.

HJALMAR. - ¿Lo que nos cuesta? No me habías dicho nada de eso.


GINA. - No podía hacerlo. ¡Con lo satisfecho que estabas creyendo que lo recibía todo de ti!


HJALMAR. - Y resulta que lo recibe del director Werle. 

GINA. - Al director Werle le sobra dinero.

HJALMAR. - Enciéndeme la lámpara.


GINA. - (La enciende.) Por lo demás, no podemos saber si es del director personalmente. Tal vez sea de Graaberg.

HJALMAR. - ¿De Graaberg? ¿A qué viene ese pretexto? 

GINA. - No, si yo no sé nada; sólo pensaba que... 

HJALMAR. - ¡Hum!

GINA. - No fui yo quien le buscó ese trabajo; fue Berta, cuando entró en la casa. 

HJALMAR. - Me parece que te tiembla la voz.
GINA. - (Encaja la pantalla en la lámpara.) ¿Que me tiembla la voz? HJALMAR. - Y las manos también. ¿O es que me equivoco?
GINA. - (Con firmeza.) Habla claro. ¿Qué ha podido contarte de mí ése?


HJALMAR. - ¿Es verdad, es posible que hubiera algo entre tú y el señor Werle cuando servías en su casa?.

GINA. - No es verdad. Entonces no. El director siempre andaba detrás de mí, eso sí. Y la señora, creyendo que había algo, armó un escándalo atroz. Hasta llegó a pegarme y a tirarme de los pelos. En seguida me marché de allí.

HJALMAR. - ¿De manera que fue más tarde?


GINA. - Y me fui a mi casa. Mi madre no era todo lo buena que tú creías, Ekdal; siempre estaba diciéndome que como se había quedado viudo el director..., ¿comprendes?


HJALMAR. - ¿Y qué más?


GINA. - Al cabo, será mejor que lo sepas de una vez: no paró hasta que consiguió lo que se proponía.

HJALMAR. - (Junta las manos.) ¡Y ésta es la madre de mi hija! ¿Cómo has podido ocultarme todo eso?

GINA. - Sí, lo reconozco, hice mal; debí habértelo contado mucho antes.


HJALMAR. - Debiste decírmelo desde luego. Así me habría dado cuenta a tiempo de quién eras.

GINA. - ¿No te habrías casado conmigo?

 HJALMAR. - ¿Cómo puedes pensarlo siquiera?

GINA. - Por eso justamente no me atreví a decírtelo. Te la madre de mi querida

Hedvigia...! ¡Y pensar que mi propia desdicha.


HJALMAR. - (Discurriendo por el aposento.) ¡Y ésta es la madre de mi querida Hedvigia...! ¡Y pensar que mi casa, todo lo que me rodea... (Da un puntapié a una silla.) se lo debo a un predecesor favorecido, a ese rijoso director Werle!

GINA. - ¿Reniegas de los catorce o quince años que hemos vivido juntos?


HJALMAR. - (Irguiéndose ante ella.) Dime si no te ha pesado cada día, cada hora, esa red de mentiras que tejías en torno mío como una araña. ¡Respóndeme! ¿No has vivido atormentada por el remordimiento y por la angustia?

GINA. - ¡Ekdal de mi alma! Bastante tenía ya con pensar en la casa y en el trabajo diario. 

HJALMAR. - ¿Y nunca se te ha ocurrido hacer un examen de tu pasado?

GINA. - No, bien sabe Dios que casi me había olvidado de esa viejas historias.


HJALMAR. - ¡Qué insensibilidad! ¡Qué indiferencia tan monstruosa! Es lo que más me indigna. ¡Ni el menor arrepentimiento!

GINA. - Oye, Ekdal: ¿qué crees que habría sido de ti si no hubieses encontrado una mujer como yo?

HJALMAR. - ¡Una mujer como...!


GINA. - Sí, como he sido siempre, más resuelta y práctica que tú; eso no puedes negármelo. Aunque, claro, no en vano te llevo dos años.

HJALMAR. - ¿Que qué habría sido de mí?


GINA. - Ya empezabas a descarriarte por la época en que nos encontramos; no puedes afirmar lo contrario.

HJALMAR. - ¿A eso llamas descarriarse? No sabes lo que es un hombre desesperado, sobre todo teniendo un temperamento tan fogoso como el mío.

GINA. - Está bien, está bien. No te digo que no. Hoy no quiero discutir esas cosas. El caso es que te convertiste en una buena persona, gracias a que tenías un hogar y una familia. Vivíamos tranquilos y felices; Hedvigia y yo íbamos a comprarnos un poco de ropa y a empezar a comer un poco mejor...

HJALMAR. - ¡Sí, en el pantano de la mentira!

GINA. - ¡Pero ha venido aquí ese tipo odioso, para meterse en lo que no le importa! 

HJALMAR. - A mi vez yo me hallaba a gusto en casa. Pero no era más que una ilusión.
¿Cómo recobraré ya el estado de ánimo necesario para llevar mi descubrimiento a la realidad? Quizá muera conmigo, y será tu pasado, Gina, el que lo habrá matado.

GINA. - (A punto de llorar.) No digas esas cosas, Ekdal; yo no he querido más que tu bien...


HJALMAR. - ¿Y qué quedará de mi sueño de padre de familia? En tanto que estaba ahí echado en el sofá, meditando sobre mi invención, me asaltaba el presentimiento de que absorbería mis últimas fuerzas. Comprendía que el día que tuviera la patente en mis manos, sería el de mi despedida, y mi anhelo era que vivieses cómoda y sin preocupaciones, que todo el mundo viera en ti a la viuda del inventor famoso, que...

GINA. - (Secándose las lágrimas.) ¡Ekdal, no hables así! ¡Dios me libre de vivir el día que sea viuda!

HJALMAR. - ¿Qué más da, ahora que se ha acabado todo? (Gregorio Werle abre cautelosamente la puerta y mira.)

GREGORIO. - ¿Puedo pasar? 

HJALMAR. - Sí, pasa.
GREGORIO. - (Entra, con el rostro radiante de alegría, tendiéndole las manos.) Bueno, mis queridos amigos... (Se detiene, algo extrañado, y mira alternativamente a uno y otro. Aparte, a Hjalmar:) ¿No lo has hecho aún?

HJALMAR. - (Con voz sombría.) Sí, lo he hecho.

GREGORIO. - ¿Lo has hecho?


HJALMAR. - He pasado la hora más amarga de mi vida.

GREGORIO. - Pero también la más pura, supongo. 

HJALMAR. - En fin, el caso es que se ha puesto en claro todo.

 GINA. - ¡Dios le perdone, señor Werle!

GREGORIO. - (Muy sorprendido.) Pero no entiendo... HJALMAR. - ¿Qué es lo que no entiendes?


GREGORIO. - Una explicación así debía servir de punto de partida a una nueva vida conyugal, fundada en la verdad y libre de toda reserva.

HJALMAR. - Sí, ya lo sé. Lo sé muy bien.


GREGORIO. - Estaba convencido de que al entrar iba a saltarme a la vista una transfiguración del esposo y de la esposa. Y lo que veo ante mí es un espectáculo triste, sombrío...

GINA. - Eso es. (Quita la pantalla.)


GREGORIO. - Usted no me comprende, señora Ekdal. Y al fin y al cabo, necesitará bastante tiempo para... Pero no así tú, Hjalmar. Esta explicación decisiva debía haberte inspirado miras más altas.

HJALMAR. - Sí, naturalmente; es decir, hasta cierto punto.


GREGORIO. - Y no hay nada más noble que perdonar a la pecadora y elevarla hasta uno por el amor.

HJALMAR. - No creas que es tan fácil para un hombre digerir el mal trago que he tenido que apurar.

GREGORIO. - Para un hombre vulgar, no. Pero un hombre como tú...


HJALMAR. - ¡Dios mío! ¡Sí, ya lo sé! Pero no debes acuciarme, Gregorio. Hace falta tiempo, ¿comprendes?

GREGORIO. - Tienes cosas de pato salvaje, Hjalmar. (Entra Relling por la puerta de la escalera.)

RELLING. - ¡Toma! ¿Está otra vez el pato salvaje sobre el tapete?


HJALMAR. - Nada menos que el trofeo de caza del director Werle, con un disparo en el ala.


RELLING. - ¿Del director Werle? ¿Hablábais de él? 

HJALMAR. - De él... y de nosotros.

RELLING. - (A media voz, a Gregorio:) ¡Váyase usted al diablo!

 HJALMAR. - ¿Qué estás diciendo?

RELLING. - Expreso el deseo muy sincero dé que este charlatán se vuelva a su casa. Si permanece aquí, es capaz de volveros locos a los dos.

GREGORIO. - Pierda usted cuidado, señor Relling. Aquí no hay nadie que se vuelva loco. A Hjalmar le conocemos bastante para permitirnos la menor duda. Y en cuanto a esa mujer, no se puede negar que conserva, a pesar de todo, un fondo sensato y honrado.

GINA. - (Casi llorando.) En ese caso, debió usted haberme dejado pasar conforme soy.


RELLING. - (A Gregorio:) ¿Sería indiscreto preguntarle qué ha venido usted a hacer en esta casa, en resumidas cuentas?

GREGORIO. - Quiero que se logre una verdadera unión conyugal.

RELLING. - ¿De modo que, según usted, el matrimonio Ekdal no es como debiera ser? 

GREGORIO. - Por supuesto, no será un matrimonio diferente de tantos otros. Pero todavía
no ha llegado a ser una verdadera unión conyugal.


HJALMAR. - ¿Nunca has pensado en las exigencias del ideal, Relling?


RELLING. - ¡Déjate de monsergas, amigo mío! Perdone usted, señor Werle; ¿podría decirme cuántas uniones conyugales verdaderas ha visto usted en su vida?

GREGORIO. - Bien mirado, ninguna. 


RELLING. -Tampoco yo.


GREGORIO. - Pero he visto innumerables matrimonios del género opuesto. Y he tenido ocasión de comprobar de cerca el daño que esa clase de uniones puede causar a una pareja de seres humanos.

HJALMAR. -Toda la base moral de un hombre puede derrumbarse bajo sus pies; eso es lo terrible.

RELLING. - Como yo nunca he estado lo que se dice casado, no puedo hablar mucho de estas cuestiones. Pero de lo que no me cabe la menor duda es de que la unión conyugal comprende también al hijo. Y por tanto, debéis dejar en paz a la niña.

HJALMAR. - ¡Hedvigia, mi pobre Hedvigia!


RELLING. - Haced el favor de no mezclar a Hedvigia en nada de esto. Vosotros dos sois personas mayores, y podéis hurgar en vuestra existencia y estropearla si así se os antoja. Pero hay que ser prudente con Hedvigia. De lo contrario, os exponéis a acarrearle cualquier desgracia.

HJALMAR. - ¿Una desgracia?


RELLING. - Sí. Y hasta puede ser que se la atraiga ella misma... y quizá a otros también. 

GINA. - Pero ¿de dónde saca usted todo eso, señor Relling?

HJALMAR. - ¿Es que hay algún peligro inminente para su vista?


RELLING. - No se trata de su vista. Pero Hedvigia está bien una edad crítica. Es tan susceptible, que podría inventar cualquier absurdo.

GINA. - ¡Pues ya lo creo! Desde hace algún tiempo se dedica a revolver en la lumbre de la cocina... A eso lo llama jugar al incendio. Me temo que algún día acabe prendiendo fuego a la casa.

RELLING. - Ya lo ve usted. Bien lo sabía yo.


GREGORIO. - (Interrumpiéndole.) Pero ¿cómo se explica eso?


RELLING. - (Asperamente.) ¿Cómo quiere usted que se explique, hombre de Dios? Está en la edad ingrata, y nada más.

HJALMAR. - Mientras Hedvigia me tenga a mí, mientras yo viva... (Llaman a la puerta de la escalera.)

GINA. - Calla, Ekdal, hay alguien a la puerta. (En voz alta.)
¡Adelante! (Entra la Señora Soerby, vestido de calle.) 

SEÑORA SOERBY. - Buenas noches.

GINA. - (Que va a su encuentro.) ¿Tú aquí, Berta? 

SEÑORA SOERBY. - Sí, yo. ¿Estorbo?

HJALMAR. - ¡Ni por asomo! Una persona enviada de esa casa.


SEÑORA SOERBY. - (A Gina:) Francamente, tenía esperanzas de no encontrar a tus hombres aquí a estas horas; por eso vine corriendo un momento para charlar un poquito contigo y decirte adiós. 

GINA. - ¡Cómo! ¿Te vas?

SEÑORA SOERBY. - Sí, mañana por la mañana, a Hoidal. El director se ha ido esta tarde. (Mirando a Gregorio.) Le traigo recuerdos de su parte.

GINA. - ¡Ah, vamos...!


HJALMAR. - ¿Conque se ha marchado el director Werle, y usted le sigue? 

SEÑORA SOERBY. - Sí. ¿Qué opina usted, Ekdal?

HJALMAR. - Ande con mucho tiento. No le digo más.


GREGORIO. - Oye, Hjalmar: voy a orientarte: es que mi padre se casa con la señora Soerby.


HJALMAR. - ¡Se casa!


GINA. - ¡Ah! ¿Sí, Berta? ¡Por fin!


RELLING. - (Con un leve temblor en la voz.) Eso no será en serio, ¿eh?. . 

SEÑORA SOERBY. - En serio, querido Relling, completamente en serio. 

RELLING. - ¿Piensa usted casarse de nuevo?

SEÑORA SOERBY. - Así parece. Werle ha arreglado los papeles para ir de prisa, y celebraremos la boda con toda sencillez allá arriba, en la fábrica.

GREGORIO. - Entonces, como buen hijastro, habré de felicitarla.


SEÑORA SOERBY. - Muchas gracias, si lo dice usted de buena fe. Espero que sea para felicidad mía tanto como para la de Werle.

RELLING. - Nada tema. El director Werle no se emborracha nunca, que yo sepa, al menos. Y me figuro que no tendrá tampoco la costumbre de apalear a su mujer como hacía el difunto veterinario.

SEÑORA SOERBY. - Deje usted a Soerby que descanse en paz. También tenía sus cosas buenas.

RELLING. - Confío en que las del director Werle sean mejores.


SEÑORA SOERBY. - En todo caso, no ha echado a perder lo mejor que hay en él. Los que lo hacen, tarde o temprano, deben sufrir las consecuencias.

RELLING. - Esta noche pienso salir con Molvik.


SEÑORA SOERBY. - No, Relling, no lo haga..., se lo ruego.


RELLING. - No hay otro remedio. (A Hjalmar:) Ven, si quieres con nosotros. 

GINA. - No, gracias; Ekdal no anda en esos pasos.

HJALMAR. - (Colérico, a media voz.) ¡A ver si te callas de una vez!

 RELLING. - Adiós, señora... Werle. (Pasa por la puerta de la escalera.)

GREGORIO. - (A la Señora Soerby:) Por lo visto, usted y el doctor Relling se conocen bastante.

SEÑORA SOERBY. - Sí, hace muchos años que nos conocemos. En aquellos tiempos nuestro conocimiento pudo haber tenido otro desenlace.

GREGORIO. - Fue para usted suerte que no llegara a realizarse.


SEÑORA SOERBY. - Sí. ¡Y tanto! Pero siempre me he guardado muy bien de no seguir mis inclinaciones. Una mujer no puede sacrificarse en absoluto.

GREGORIO. - ¿Y no le asusta a usted que hable a mi padre de ese viejo conocimiento suyo?

SEÑORA SOERBY. - ¿Cree que no le he hablado yo misma? 

GREGORIO. - ¿De veras?

SEÑORA SOERBY. - Su padre está enterado del menor detalle de cuanto, se pueda decir de mí. Le he contado todo. Fue lo primero que hice al percatarme de que tenia intenciones sobre mi persona.

GREGORIO. - Pues denota usted una franqueza poco común.


SEÑORA SOERBY. - Siempre he sido franca. Es lo que nos da mejor resultado a las mujeres.


GINA. - ¡Oh! Las mujeres somos tan diferentes... Unas se comportan de una manera, y otras, de otra.

SEÑORA SOERBY. - Sí, Gina; pero creo que lo más inteligente es hacer lo que he hecho yo. Werle, por su parte, tampoco me ha ocultado nada. Y es eso lo que en particular nos ha unido. Ahora puede hablar conmigo tan abiertamente como un niño. Había echado de menos eso hasta hoy. ¡Un hombre como él, lleno de vida y de salud, harto de escuchar recriminaciones durante toda su juventud y los mejores años de su vida... ! Muchas veces estas recriminaciones se referían a faltas imaginarias, según me ha declarado.

GINA. - Sí, eso es evidente.
GREGORIO. - Si las señoras quieren abordar ese terreno, será mejor que yo me vaya. SEÑORA SOERBY. - No, hombre; puede usted quedarse. No diré una palabra más. Sólo

quería que supiera usted que jamás me he valido de mentiras ni de engaños. Quizá parezca que he tenido una gran suerte, y así es en cierto modo. Pero creo que no recibo más de lo que doy. Bueno; el caso es que puedo decir con toda seguridad que no pienso abandonarle jamás. Y sé asimismo que le seré muy útil, por no decir indispensable, cuando no pueda valerse por sí solo, como va a ocurrirle pronto.

HJALMAR. - ¿Qué no podrá valerse...?


GREGORIO. - (A la Señora Soerby) Está bien, está bien; pero más vale que no hable usted de eso aquí.

SEÑORA SOERBY. - Es inútil ocultarlo más tiempo, según se empeña en hacerlo el pobre. Werle va a quedarse ciego.

HJALMAR. - (Con un estremecimiento.) ¿Ciego? ¡Qué extraño! ¿También él va a quedarse ciego?

GINA. - ¡Hay tantos que lo son!


SEÑORA SOERBY. - Y ya pueden suponer lo que eso. significa para un hombre de negocios. Por mi parte, procuraré ayudarle con mis ojos lo mejor que pueda. ¡Ea! lo siento mucho, pero no debo entretenerme ya más; estos días tengo un montón de cosas que hacer.
¡Ah! El señor Werle me encargó que le dijera que, si puede serles útil en algo, no tiene usted más que dirigirse a Graaberg.

GREGORIO. - Estoy seguro de que Hjalmar Ekdal no aceptará esa oferta. 

SEÑORA SOERBY. - ¿No? Pues yo creía que en otro tiempo...

GINA. - No, Berta; ahora Ekdal ya no necesita aceptar nada del director.


HJALMAR. - (Lentamente y recalcando las palabras.) Salude a su futuro esposo en mi nombre y dígale que iré a ver al contable Graaberg...

GREGORIO. - ¿Serás capaz de ir?


HJALMAR. - ... que iré a ver al contable Graberg, repito, para pedirle la cuenta de lo que debo a su jefe. Quiero pagar esa deuda de honor... ¡Ja, ja, ja! ¡Y a eso se llama deuda de honor! Bueno; basta. No hablemos más del asunto. Estoy dispuesto a pagar todo con el cinco por ciento de interés.

GINA. - Pero escucha, Ekdal; ¿de dónde vamos a sacar ese dinero?


HJALMAR. - ¿Me hará usted el favor de decirle a su prometido que estoy trabajando sin descanso en mi invento? Y añada que lo que sostiene mi espíritu en este trabajo forzado es el deseo de librarme de la penosa deuda que me abruma. He aquí la razón de ser de mi invento. Todos los beneficios los emplearé en saldar los anticipos de su futuro esposo.

SEÑORA SOERBY. - Algo ha pasado en esta casa. 

HJALMAR. - (Lacónico.) Sí, algo ha pasado.


SEÑORA SOERBY. - Pues adiós. Me habría gustado hablar un poco más contigo, Gina. Otra vez será. (Hjalmar y Gregorio saludan sin decir palabra. Gina acompaña a la Señora Soerby hasta la puerta.)

HJALMAR. - No pases del umbral, Gina. (Vale la Señora Soerby, y Gina, cierra la puerta.) 

HJALMAR. - Observa, Gregorio, cómo al cabo me he librado de esa deuda intolerable. 

GREGORIO. - O por lo menos, te librarás muy pronto.

HJALMAR. - Creo que ha sido correcta mi actitud. 

GREGORIO. - Eres el hombre que yo me imaginaba.
HJALMAR. - Hay momento en que no se pueden olvidarlas exigencias del ideal. Como sostén de la familia me costará trabajos y sinsabores conseguirlo. No vayas a creer que es una broma, ni mucho menos, que un hombre sin fortuna como yo tenga que saldar una deuda enterrada, digámoslo así, bajo el polvo del olvido. Pero, en último término, eso carece de importancia. El hombre que hay en mí también tiene sus exigencias.

GREGORIO. - (Poniéndole una piano sobre el hombro.) Querido Hjalmar, ¿no estás contento de que haya venido?

HJALMAR. - Sí.

GREGORIO. - ¿Y no te sientes dichoso de ver cómo se ha puesto en claro todo? 

HJALMAR. -(Con cierta impaciencia.) Sí, en efecto. Y eso que hay algo que repugna mi

sentimiento de la justicia. 

GREGORIO. - ¿Qué es ello?

HJALMAR. - Es que..., vamos, no sé si está bien que hable tan explícitamente de tu padre... 

GREGORIO. - Por mí, no andes con rodeos.


HJALMAR. - Pues bien, verás. Encuentro algo indignante que sea él, y no yo, quien en estos momentos efectúa una verdadera unión conyugal.

GREGORIO. - Pero ¿puedes pensar semejante cosa?


HJALMAR. - Así es. Tu padre y la señora Soerby van a sellar una pacto matrimonial basado en la mutua confianza. De uno a otro no hay nada oculto; detrás de sus relaciones no se esconde el menor engaño. Como quien dice, entre ambos media una absolución recíproca y sin reservas de todas sus faltas.

GREGORIO. - Bueno; ¿y qué?


HJALMAR. - Y lo más notable es que ese matrimonio se funda precisamente en las mismas miserias que has visto ya aquí.

GREGORIO. - Pero es una situación muy distinta. ¡No querrás comparar vuestro caso con el de esa pareja...! Vamos, ya me comprendes.

HJALMAR. - A pesar de todo, siento una voz interior que me dice que eso no es justo. Cualquiera sacaría la conclusión de que no existe la menor justicia en el gobierno del mundo.

GINA. - ¡Por Dios, Ekdal, no debes decir eso! 

GREGORIO. - Basta. No nos ocupemos más del caso.

HJALMAR. - Aunque, por otro lado, la verdad es que, me parece adivinar la mano de la justicia, porque si él va a quedarse ciego..

GINA. - ¡Bah! eso no es tan inminente.


HJALMAR. - Es innegable. Y es lo justo; nosotros, al menos, no podemos dudarlo. Porque en otra ocasión él cegó a un ser confiado.

GREGORIO. - Desgraciadamente, no ha cegado sólo a ése.


HJALMAR. - Y ahora un destino inexorable, misterioso, ciega los ojos de él. 

GINA. - ¡Oh! ¿cómo puedes decir esas cosas? Me das miedo.

HJALMAR. - De cuando en cuando conviene explorar el lado tenebroso de la vida. (Hedvigia, con abrigo y sombrero, entra alegre y sofocada por la puerta de la escalera.)

GINA. - ¿Ya estás aquí?


HEDVIGIA. - Sí; no tenía gana de andar más. Y ha sido mejor, porque a la vuelta me he encontrado con alguien en el portal.

HJALMAR. - Con la señora Soerby, sin duda. 

HEDVIGIA. - Sí.

HJALMAR. - (Paseándose.) Espero que sea la última vez. (Pausa. Hedvígia mira con desaliento de aun lado a otro como para averiguar la situación.)

HEDVIGIA. - (Acercándose con mimo a su padre.) Papá...

 HJALMAR. - ¿Qué quieres, Hedvigia?

HEDVIGIA. - La señora Soerby me ha traído una cosa. 

HJALMAR. - (Se detiene.) ¿A ti?

HEDVIGIA. - Sí, para mañana.


GINA. - Berta siempre te he hecho un regalo en ese día. 

HJALMAR. - ¿Qué es?

HEDVIGIA. - No, no se puede ver aún. Mamá me lo dará mañana por la mañana en la cama.


HJALMAR. - ¿Conque otro secretito más, del que no debo enterarme?


HEDVIGIA. - (Presurosa.) Espera; te lo enseñaré. Es una carta grande... (La saca del bolsillo del abrigo.)

HJALMAR. - ¿Una carta?


HEDVIGIA. - Sí, no es más que una carta; lo otro vendrá después, me figuro. Pero ya ves..., ¡una carta! Es la primera que recibo. Y pone: "Señorita Hedvigia Ekdal". Fíjate...
¡ésa soy yo!


HJALMAR. -Déjame ver la carta. 

HEDVIGIA. - (Dándosela.) Toma, mírala. 

HJALMAR. - Es la letra del director Werle. GINA. - ¿Estás seguro, Ekdal?
HJALMAR. - Míralo tú misma.


GINA. - ¡Oh! yo no entiendo nada de eso..


HJALMAR. - Hedvigia, ¿puedo abrir esta carta... y leerla? 

HEDVIGIA. - Sí, claro que puedes, si quieres...

GINA. - No, esta noche no, Ekdal. Tiene que ser para mañana por la mañana.


HEDVIGIA. - (En voz baja.) Deja que la lea. Estoy segura de que nos aportará algo agradable. Ya verás cómo se pone otra vez contento y vuelve a alegrarse la casa.

HJALMAR. - Entonces, ¿puedo abrirla?


HEDVIGIA. - Sí, papá, por favor. Vas a ver cómo es algo divertido.


HJALMAR. - Bien. (Abre el sobre, saca un papel, lo lee y se muestra confuso.) Pero ¿qué es esto?

GINA. - ¿Qué dice?


HEDVIGIA. - Anda, papá, habla.


HJALMAR. - ¡Calma, calma! (Vuelve a leer y palidece; pero se domina.) Es un donativo, Hedvigia.

HEDVIGIA. - ¡Cómo! ¿Sí? ¿Y qué me da?


HJALMAR. - Léelo tú. (Hedvigia se acerca la lámpara y lee durante unos instantes. Hjalmar murmura a media voz, con los puños cerrados:) ¡Esos ojos, esos ojos! Y luego esa carta...

HEDVIGIA. - (Interrumpiendo la lectura.) Por lo visto, es para el abuelo. 

HJALMAR. - (Le arrebata nerviosamente la carta.) Oye, Gina; ¿tú concibes esto? 

GINA. - ¡Yo qué sé! Dime antes de qué se trata.

HJALMAR. - De que el director Werle dice a Hedvigía que su abuelo ya no necesita cansarse haciendo copias, y desde ahora podrá cobrar cien coronas mensuales en la oficina.

GREGORIO. - ¡Hola, hola!


HEDVIGIA. - ¡Cien coronas mamá! Lo he leído.

GINA. - ¡Qué suerte para el abuelo!

HJALMAR. - Cien coronas mientras las necesite o sea hasta que haya cerrado los ojos. GINA. - Al cabo puede estar tranquilo el pobre viejo.


HJALMAR. - ¿Y lo que sigue? ¿No has leído lo que sigue, Hedvigia? Ese donativo pasará luego a ti.

HEDVIGIA. - ¿A mí? ¿Todo ese dinero?


HJALMAR. - Podrás disfrutarlo mientras vivas. ¿Te das cuenta, Gina? 

GINA. - Sí ya lo oigo.


HEDVIGIA. - ¡Pues figúrate la fortura que voy a tener! (Sacudiéndole.)


¡Papá! ¿No estás contento?


HJALMAR. - (Rechazándola) ¿Contento? (Se pasea, excitado.)
¡Con la perspectiva que se abre ante mi! ¿De modo que es a la propia Hedvigia a quien dota tan espléndidamente?

GINA. - Sí, por ser mañana su cumpleaños.


HEDV IGIA. - Todo será para ti, papá. Como comprenderás, os lo daré a ti y a mamá. 

HJALMAR. - A mamá, sí. Muy oportuno.

GREGORIO. - Hjalmar, esto es un lazo que te tienden.

HJALMAR. - ¿Otro lazo?


GREGORIO. - Esta mañana cuando estuvo aquí me dijo: "Hjalmar Ekdal no es el hombre que te imaginas."

HJALMAR. - El hombre que... GREGORIO. - "ya lo verás", añadió.


HJALMAR. - ¿Y lo que ibas a ver es que me desarmaba con dinero?


HEDVIGIA. - Pero, mamá, ¿qué pasó?


GINA. - Anda, ve a quitarte el abrigo. (Hedvigia próxima a llorar, sale por la puerta de la cocina.)

GREGORIO. - Oye, Hjalmar..., en seguida se va a demostrar quién tiene razón si él o yo.


HJALMAR. - (Rompe lentamente el papel en dos pedazos y los deja sobre la mesa.) Esta es mi respuesta.

GREGORIO. - Lo esperaba.


HJALMAR. - (Se encara con Gina, que permanece al lado de la estufa, y dice con voz sorda;) Y ahora, basta de mentiras. Si las relaciones entre él y tú habían acabado verdaderamente cuando... empezaste a quererme, como dices, ¿por qué nos proporcionó los medios para casarnos?

GINA. - Supongo que porque pensaba que así se le admitiría en casa. 

HJALMAR. - ¿Nada más? ¿No tendría otro motivo?


GINA. - No comprendo lo que quieres decir.


HJALMAR. - Quiero saber si tu hija tiene derecho a vivir bajo mi techo.


GINA. - (Irguiéndose, con los ojos relampagueantes de ira.) ¿Y me lo preguntas?

HJALMAR. - ¡Responde! ¿Sí o no? ¿Es Hedvigia hija mía, o...? ¡Pronto!


GINA. - (Desafiándole fríamente con la mirada.) No lo sé. 

HJALMAR. - (Con cierto temblor en la voz.) ¿Que no lo sabes? GINA. - ¿Cómo voy a saberlo? Una mujer como yo...


HJALMAR. - (Tranquilamente, volviéndole la espalda.) Entonces, ya no tengo nada que hacer en esta casa.

GREGORIO. - Reflexiónalo bien, Hjalmar.


HJALMAR. - (Mientras se pone el gabán.) Para un hombre como yo no hay lugar a reflexiones.

GREGORIO. - Al contrario, tienes que reflexionar mucho. Si quieres llegar al supremo sacrificio que lleva a la verdadera purificación, es menester que sigáis viviendo los tres juntos.

HJALMAR. - ¡Eso es lo que no quiero! ¡Jamás! ¡Mi sombrero! (Lo agarra.) Se ha derrumbado mi hogar. (Sin poder contener el llanto.)
¡Gregorio, ya no tengo hija!


HEDVIGIA. - (Que ha abierto la puerta de la cocina.) ¿Qué dices? (Corriendo hacia él.)

¡Papá, papá!


GINA. - ¡Lo único que faltaba!


HJALMAR. - ¡No te acerques a mí, Hedvigia! Vete. No puedo verte. ¡Ah! esos ojos... Adiós... (Hace ademán de irse.)

HEDVIGIA. - (Asiéndose a él.) ¡No, no! ¡No me dejes! 

GINA. - (Grita.) ¡Mira a la niña, Ekdal, mira a la niña!


HJALMAR. - ¡No puedo! ¡No quiero! Tengo que marcharme lejos de todo esto. (Se desprende bruscamente de Hedvigia y vase por la puerta de la escalera.)

HEDVIGIA. - (Viéndole ir, con desesperación.) ¡Nos deja, mamá! ¡Nos deja! ¡No volverá nunca más!


GINA. - No llores, Hedvigia. Ya verás cómo vuelve papá.


HEDVIGIA. - (Se arroja, sollozando, en el sofá.) No, no; no volverá nunca más a casa. 

GREGORIO. - Créame, señora; lo hice con la mejor intención.


GINA. - Sí, es de creer. ¡Dios le perdone, de todas maneras!


HEDVIGIA. - (En el sofá.) ¡No puedo más, mamá! ¡Me muero! ¿Qué le he hecho yo?
¡Mamá haz que vuelva!


GINA. - Sí, sí; cálmate. Al momento voy a buscarle. (Se pone el abrigo.) Probablemente estará en casa de Rolling. Pero no tienes que llorar así. ¿Me lo prometes?

HEDVIGIA. - (Deshecha en llanto.) No, no lloraré más, con tal que papá vuelva.


GREGORIO. - (A Gina, que quiere salir.) ¿No sería mejor que le dejara sostener su batalla interior solo?

GINA. - No; ya lo hará después. Ante todo, tenemos que calmar a la niña. (Sale por la puerta de la escalera.)

HEDVIGIA. - (Se sienta y seca sus lágrimas.) Va usted a decirme lo que pasa. ¿Por qué no quiere mi padre saber va nada de mí?

GREGORIO. - No debes preguntar eso hasta que seas mayor.


HEDVIGIA. - (Solloza.) Pero hasta que sea mayor no podré resistir esta angustia. Sospecho lo que ocurre. Es que no soy hija de papá, ¿verdad?

GREGORIO. - (Intranquilo.) ¿Cómo sería posible?


HEDVIGIA. - Mamá ha podido encontrarme, y quizá hasta hoy no se haya enterado papá. En los libros he leído algo por el estilo.

GREGORIO. - Sin embargo, aunque así fuese...


HEDVIGIA. - Creo que podría quererme lo mismo y aún más. También el pato salvaje ha sido un regalo, y no obstante, yo le quiero muchísimo.

GREGORIO. - (Aprovecha la coyuntura para cambiar de tema.)
Sí, por cierto, el pato salvaje... Vamos a hablar del pato salvaje Hedvigia.


HEDVIGIA. - ¡Pobre pato! Tampoco puede verle. ¡Figúrese que ahora piensa retorcerle el pescuezo!

GREGORIO. - Estoy persuadido de que no lo hará.


HEDVIGIA. - No; pero lo dijo. Y eso no está bien, porque yo rezo todas las noches por el pato salvaje para que Dios le preserve de la muerte y de cualquier daño.

GREGORIO. - (Mirándola.) ¿Tienes la costumbre de rezar todas las noches? 

HEDVIGIA. - Sí.

GREGORIO. - ¿Quién te ha enseñado?


HEDVIGIA. - Yo misma. Una vez que cayó papá muy enfermo y le pusieron sanguijuelas en el cuello, decía que estaba a dos pasos de la muerte ....

GREGORIO. - ¿Y qué?


HEDVICIA. - Cuando me acosté, me puse a rezar por él. Y desde entonces he seguido haciéndolo siempre.

GREGORIO. - ¿Y al presente rezas por el pato salvaje?


HEDVIGIA. - Supuse que al pobre le haría mucha falta. ¡Estaba tan malo cuando vino! 


GREGORIO. - ¿Y rezas también por la mañana?


GREGORIO. - ¿Y eso por qué?


HEDVIGIA. - Por la mañana hay luz, y no se puede tener miedo.


GREGORIO. - ¿Y se ha empeñado tu padre en retorcer el pescuezo a ese pato a quien quieres tanto?

HEDVIGIA. - No. Dijo que era lo que debía hacer; pero le ha perdonado por mí. En eso ha sido bueno papá.

GREGORIO. - (Acercándose a Hedvigia.) ¿Y si tú, por tu propia voluntad, le sacrificaras el pato?

HEDVIGIA. - (Se levanta.) ¿El pato salvaje?


GREGORIO. - Si le sacrificaras hoy de buen grado lo que vale más para ti en el mundo. 

HEDVIGIA. - ¿Cree usted que serviría de algo?


GREGORIO. - Prueba a hacerlo, Hedvigia.


HEDVIGIA. - (En voz baja, con los ojos brillantes.) Sí, probaré. 

GREGORIO. - ¿Tendrás valor suficiente?

HEDVIGIA. - Pediré al abuelo que lo mate.


GREGORIO. - Sí, hazlo; pero no digas una palabra de esto a tu madre. 

HEDVIGIA. - ¿Por qué no?
GREGORIO. - Ella no nos comprende.


HEDVIGIA. - ¿Lo del pato salvaje...? Probaré mañana por la mañana. (Gina entra por la puerta de la escalera. Hedgivia corre hacia ella.) ¿Le has encontrado, mamá?


GINA. - No; pero me han dicho que había ido a buscar a Relling, y que se habían ido. 

GREGORIO. - ¿Se ha cerciorado usted?

GINA. - Sí; me lo ha dicho la portera. Molvik iba con ellos. 

GREGORIO. - ¡Cuando su alma necesitaba luchar en la soledad!
GINA. - (Quitándose el abrigo.) Los hombres son incomprensibles. ¡Sepa Dios adónde se lo habrá llevado Relling! He mirado en el café de la señora Eriksen; pero no estaban.

HEDVIGIA. - (Que pugna por no llorar.) ¡Dios mío! Si no volviera...


GREGORIO. - Volverá. Yo le buscaré mañana. Ya verás cómo vuelve. Puedes dormir tranquila, Hedvigia. Buenas noches. (Vale por la puerta de la escalera.)

HEDVIGIA. - (Salta, llorando, al cuello de su madre.) ¡Mamá mamá!


GINA. - (Conforme la acaricia.) ¡Ay, sí! Tenía razón Relling Es lo que sucede cuando se presenta uno de esos locos exigir la reparación de las desgracias.





ACTO QUINTO


Estudio de Hjalmar Ekdal. Por las vidrieras inclinadas y cubiertas de nieve penetra una fría luz matinal. Aparece Gina con delantal de peto, una escoba y un trapo del polvo, viniendo de la cocina y en dirección al salón. Al mismo tiempo entra Hedvigia, presurosa, por la puerta de la escalera.

GINA. - (Parándose de pronto.) ¿Qué hay?


HEDVIGIA. - Sí, mamá; presumo que está en casa de Relling ...


GINA. - ¿Lo ves?


HEDVIGIA. - ...porque me ha dicho la portera que Relling venía con dos personas anoche cuando volvió.

GINA. - Es lo que me suponía.


HEDVIGIA. - ¿Y de qué vale eso, si no quiere subir a casa?


GINA. - Por si acaso, voy a bajar para hablar con él. (El viejo Ekdal, de bata y en zapatillas se asoma a la puerta de su habitación, con la pipa encendida entre los labios.)

EKDAL. - Oye, Hjalmar... ¿No está Hjalmar en casa? 

GINA. - No; ha salido.

EKDAL. - ¿Tan temprano? ¿Y con esta nevada? Bueno, bueno; daré el paseo solo; es igual. (Se dirige a la puerta del desván y penetra, ayudado por Hedvigia, que cierra la puerta tras él.)

HEDVIGIA. - (A media voz.) Figúrate mamá; cuando el abuelo se entere de que papá proyecta dejarnos...

GINA. - Eso no. El abuelo no debe saber nada. Fue una suerte de Dios que no estuviera aquí durante el disgusto de ayer.

HEDVIGIA. - Sí; pero... (Entra Gregorio por la puerta de la escalera.) 

GREGORIO. - ¿Qué han encontrado la pista?


GINA. - Debe de estar en casa de Relling, por lo que dicen.


GREGORIO. - ¿En casa de Relling? ¿Es posible que haya salido con esos tipos? 


GINA. - Pues es lo que ha hecho.


GREGORIO. - ¡Y él, que necesitaba tanto la soledad y el mayor recogimiento...! 

GINA. - Ya ve usted. (Entra Relling por la puerta de la escalera.).
HEDVIGIA. - (Corriendo a su encuentro.) ¿Está papá en su casa? 

GINA. - (Al mismo tiempo.) ¿Está con usted?

RELLING. - Sí, naturalmente, está en casa. 

HEDVIGIA. ¡Y no nos ha dicho usted nada!

RELLING. - Como que soy un bru...to. Pero antes he tenido que ocuparme del otro bruto, del demoníaco, claro está. Y después me he quedado tan profundamente dormido...

GINA. - ¿Qué dice Ekdal hoy? 

RELLING. - No dice nada en absoluto. 

HEDVIGIA. - ¿No habla?

RELLING. - Ni una palabra.


GREGORIO. - Sí, sí; lo comprendo muy bien. 

GINA. - Pero ¿qué hace, entonces?

RELIANG. - Está echado, roncando, sobre el sofá. 

GINA. - ¡Ah! ¿sí? Y Ekdal ronca fuerte. 

HEDVIGIA. - ¿Duerme? ¿Puede dormir? 

RELIANG. - Así parece, ¡caray!

GREGORIO. - Es comprensible, después de la lucha interior que ha sostenido...


GINA. - Además él no está acostumbrado a corretear fuera ele casa por las noches... 

HEDVIGIA. - Quizá sea bueno que duerma un poco, mamá.

GINA. - Eso creo yo también. Por tanto, será mejor que no le despertemos demasiado pronto. Muchas gracias, Relling. Ahora voy a aviar la casa un poquito, y luego... Ven a ayudarme, Hedvigia. (Las dos entran en el salón.)

GREGORIO. - (A Relling.) ¿Puede usted explicarme el cambio que de momento se verifica en el alma de Hjalmar Ekdal?

RELLING. - Yo, a fe mía, no he notado ningún cambio.


GREGORIO. - ¡Cómo! ¿En una crisis cual ésta en que su vida entera va edificarse sobre una base nueva? ¿Cómo puede usted imaginarse que un carácter cual el de Hjalmar...?

RELLING. - ¿El? ¿Carácter, él? Si alguna vez tuvo disposición para esas anormalidades que usted llama carácter, tanto las raíces como las fibras han sido extirpadas radicalmente en su infancia; puedo asegurárselo.

GREGORIO. - Pues sería sorprendente que con la educación tan afectuosa que ha recibido...

RELLING. - ¿Se refiere usted a sus dos tías solteronas e histéricas?


GREGORIO. - Le prevengo que eran mujeres que jamás echaron en olvido las exigencias del ideal. Vamos, por lo visto, quiere usted burlarse todavía...

RELLING. - No, ni pensarlo. Por lo demás, estoy bien enterado; ha vomitado no pocas veces bastante retórica sobre sus dos madres espirituales. En verdad, no creo que tenga mucho que agradecerles. La desgracia de Ekdal es que todos los que le han rodeado le consideraban como una lumbrera.

GREGORIO. - ¿Y no lo es? En el fondo de su espíritu, al menos.


RELLING. - Yo no lo he advertido nunca. Puede pasar que su padre lo creyera, porque el viejo teniente, al fin y al cabo, ha sido un idiota toda su vida.

GREGORIO. - Lo que ha sido siempre es un hombre con corazón de niño. Eso no lo comprende usted.

RELLING. - ¡Ya, ya! Pero, cuando el bueno de Hjalmar fue estudiante, todos sus camaradas le conceptuaban lo mismo un genio del futuro. Como era guapo, atractivo... blanco y sonrosado... , tal como las mujercitas los prefieren, y agreguemos a ello su temperamento sensible y el timbre seductor de su voz... ¡Sabía declamar tan bien los versos y los pensamientos de otros!

GREGORIO. - (Indignado.) ¿Y habla usted así de Hjalmar Ekdal...?


RELLING. - Sí, con su permiso. Así es por dentro ese ídolo ante el cual se prosterna usted. 

GREGORIO. - Sin embargo, no creí estar ciego hasta ese punto.

RELLING. - ¡Oh! No me extraña; usted es un enfermo también. 

GREGORIO. - En eso tiene usted razón.

RELLING. - ¡Y tanto! El suyo es un caso complicado. Primero, esa molesta fiebre de justicia, y luego, lo que es peor, esos delirios de adoración que le aturden con ansias de admirar cualquier cosa que no halle en usted mismo.

GREGORIO. - Sí, por cierto; necesito buscar fuera de mí.


RELLING. - Está usted lamentablemente equivocado a causa de esas grandes moscas fantásticas que se figura ver y oír en torno suyo. Ha entrado de nuevo en una cabaña de pobre aldeano para pedir que se paguen las exigencias del ideal. Y el caso es que aquí, en esta casa, no hay nadie solvente.

GREGORIO. - ¿Y cómo se concibe que, teniendo usted esa idea tan poco elevada de Hjalmar Ekdal, le guste estar de continuo en su compañía?


RELLING. - ¡Dios mío! Aunque me cuesta trabajo decirlo, a la postre soy médico. Y entiendo que debo ocuparme un poco de los enfermos que viven en mi propia casa. 

GREGORIO. - ¡Hola! ¡Conque Hjalmar Ekdal está a su vez enfermo!


RELLING. - Bien mirado, está enfermo todo el mundo, por desgracia. 

GREGORIO. - ¿Y qué tratamiento aplica usted a Hjalmar?

RELLING. - Mi tratamiento ordinario. Procuro mantener en él la mentira vital. 

GREGORIO. - ¿La mentira vital? Debo de haber oído mal.

RELLING. - No; he dicho la mentira vital. Porque la mentira vital es algo así como un principio estimulante, ¿sabe?

GREGORIO. - ¿Puede usted decirme qué clase de mentira quiere hacer creer a Hjalmar?


RELLING. - Nada de eso. Yo no descubro mis secretos a los empiristas. Sería usted capaz de echar a perder más de lo que está a mi cliente. Pero el método es eficaz. Se lo he aplicado a Molvik también. Gracias a mí, es hoy un "demoníaco". He aquí un sedal que tuve que echarle al cuello.

GREGORIO. - ¡Ah! Entonces, ¿no es "demoníaco"?


RELLING. - ¿Qué quiere decir eso de demoníaco? Es una sandez que he inventado para salvarle la vida. Si no lo hubiera hecho, ese pobre cerdo bonachón -porque es eso, un cerdo bonachón se habría dejado vencer por el convencimiento de su inferioridad y por la desesperación hace bastante tiempo. ¡Y no digamos el viejo teniente...! A ése se le ocurrió por sí solo el remedio.

GREGORIO. - ¿Al teniente Ekdal? ¿Y cómo?


RELLING. - Sí. ¿Qué me dice usted de un cazador de osos que se dedica ahora a cazar conejos en un desván? No hay en el mundo tirador más feliz que el pobre viejo cuando le dejan enredar entre ese revoltijo de cachivaches... Los cuatro o cinco árboles de Navidad secos que conserva como oro en paño, son para él nada menos que el gran bosque de Hoidal en todo el esplendor de su lozanía. El gallo y las gallinas son grandes aves posadas en las copas de los pinos. Y los conejos que saltan de un lado a otro por el piso son los osos feroces a los cuales ataca el ágil anciano aficionado al aire libre.

GREGORIO. - ¡Pobre viejo! Ese sí ha tenido que cortarle los vuelos al ideal de su juventud.


RELLING. - Oiga usted, señor Werle, hijo: no emplee esa palabra extranjera de ideal. En buen noruego existe otra más apropiada: mentira.

GREGORIO. - ¿Cree usted que tiene algo que ver una cosa con otra?


RELLING. - Entre las dos palabras no hay mayor diferencia que entre tifus y fiebre tifoidea.

GREGORIO. - ¡Doctor Relling, no pararé hasta haber salvado de sus garras a Hjalmar!


RELLING. - ¡Peor para él! Si quita usted la mentira vital a un hombre vulgar, le quita al mismo tiempo la felicidad. (A Hedvigia, que vuelve del salón.) Escucha, madrecita del pato salvaje; ahora voy abajo a ver si papá está aún acostado meditando en su famoso invento. (Vase por la puerta de la escalera.)

GREGORIO. (Acercándose a Hedvigia.) Veo en tu cara que todavía no hay nada hecho. HEDVIGIA. - ¿Qué...? ¡Ah! ¿Lo del pato salvaje? No.
GREGORIO. - Si no me engaño, te han fallado las fuerzas cuando te disponías a...


HEDVIGIA. - No, no es eso. Es que al despertarme esta mañana y recordar lo que habíamos hablado, se me antojó tan extraño...

GREGORIO. - ¿Extraño?


HEDVIGIA. - Sí; no sé... Anoche, de buenas a primeras lo juzgué una idea maravillosa, y hoy, cuando me he despertado y lo he recordado, me ha parecido que no tenía nada de particular.

GREGORIO. - Lo comprendo. Habiéndote criado en esta casa, no podía menos de malograre alguna cualidad tuya.

HEDVIGIA. - Me da lo mismo. Con tal que papá vuelva...


GREGORIO. - ¡Ah! si tuvieras los ojos, abiertos para verlo que avalora la vida, si tuvieras verdadero espíritu de sacrificio, decidido y alegre, ya verías cómo regresaba a casa. En fin, aún no he perdido la fe en ti, Hedvigia. (Vase por la puerta de la escalera.)

(Hedvigia se pasea, inquieta; luego se dirige a la cocina en el preciso momento en que llaman a la puerta del desván. Se acerca y la abre a medias. Sale el viejo Ekdal, y Hedvigia vuelve a cerrar.)

EKDAL. - ¡Hum! ¿sabes que en realidad no es muy divertido dar el paseíto de la mañana solo?

HEDVIGIA. - ¿Te gustaría ir de caza, abuelo?


EKDAL. - Hoy no hace tiempo para cazar. Está muy nublado. 

HEDVIGIA. - ¿No te gustaría cazar algo más que conejos? 

EKDAL. - ¿Encuentras despreciables los conejos? 

HEDVIGIA. - Pero ¿y el pato salvaje?
EKDAL. - ¡Je, je! Tienes miedo de que mate a tu pato. No lo haré de ninguna manera. 

HEDVIGIA. - No, no podrías, sin duda. Dicen que es muy difícil matar un pato salvaje. 

EKDAL. - ¿Que no podría? ¡Bien que podría!


HEDVIGIA. - ¿Cómo te las compondrías, abuelo...? Vamos, no con mi pato, sino con otro pato cualquiera.

EKDAL. - Le apuntaría directamente a la pechuga ¿comprendes? Es lo más seguro. Y además, hay que tirarles a contrapelo, no en el sentido de las plumas. 

HEDVIGIA. - ¿Y así se mueren, abuelo?

EKDAL. - ¿No han de morirse... si se atina el tiro? Bueno; voy a vestirme. Ya estás enterada, ¿eh?... (Entra en su habitación.)

(Hedvigia aguarda un momento, mira por la puerta del salón y se acerca a la estantería; se empina de puntillas, coge la pistola de dos cañones y la examina. Aparece Gina por la puerta del salón, con la escoba y el trapo del polvo. Hedvigia deja rápidamente la pistola sin que Gina lo note.)

GINA. - No revuelvas las cosas de papá, Hedvigia.


HEDVIGIA. - (Apartándose de la estantería.) Estaba quitándoles un poco el polvo.


GINA. - Más vale que vayas a la cocina para ver si se ha calentado el café; quiero llevar la bandeja cuando baje a verle. (Hedvigia sale y Gina empieza a barrer y arreglar el salón. Al cabo de un rato se abre con timidez la puerta y asoma Hjalmar, con el gabán puesto, pero sin sombrero; no se ha lavado y tiene el cabello en desorden. Mira con ojos somnolientos e inexpresivos. Gina se queda parada con la escoba en la mano.)

GINA. - ¡Ah! ¿eres tú, Ekdal? ¿Ya vuelves a casa?


HJALMAR. - (Entra y contesta con voz sorda:) Vengo para irme en seguida. 

GINA. - Si, sí, eso pensaba. ¡Jesús, qué aspecto traes!

HJALMAR. - ¿Cómo?


GINA. - ¡Y tu gabán nuevo! ¡Sí que está bueno!


HEDVIGIA. - (Desde la puerta.) Oye mamá: ¿quieres que...? (Ve a Hjalmar, da un grito de alegría y va corriendo hacia él.) ¡Papá papá!

HJALMAR. - (Volviéndose y rechazándola con un gesto.) ¡Vete, vete! (A Gina:) Haz que se vaya de aquí, te digo...

GINA. - (En voz baja.) Anda, ve al salón, Hedvigia. (Hedvigia se va silenciosamente.)


HJALMAR. - (Con nerviosidad saca el cajón de la mesa.) Tengo que llevarme mis libros.
¿Dónde están mis libros? 

GINA. - ¿Qué libros?

HJALMAR. - Mis libros de ciencia, mujer; las revistas técnicas que utilizo para mi invento. 

GINA. - (Busca en la biblioteca.) ¿Son éstas que están sin encuadernar?

HJALMAR. - Las mismas.


GINA. - (Deja un montón de revistas sobre la mesa.) ¿Quieres que diga a Hedvigia que te abra las páginas?

HJALMAR. - No lo necesito.


GINA. - (Breve pausa.) Entonces, ¿insistes en abandonarnos, Ekdal? 

HJALMAR. - (Mientras revisa los libros.) ¡Qué duda cabe!

GINA. - Bueno, bueno...


HJALMAR. - (Colérico.) ¡No puedo quedarme aquí con el corazón desgarrado a todas horas!

GINA. - ¡Dios te perdone lo mal que piensas de mi! 

HJALMAR. - ¿Cómo puedes justificar... ?


GINA. - (Interrumpiéndole.) Estimo que eres tú quien debe justificarse.


HJALMAR. - ¿Con un pasado como el tuyo? Hay ciertas exigencias ... que me atrevo a llamar las exigencias del ideal...

GINA. - ¿Y el abuelo? ¿Qué va a ser del pobre viejo?


HJALMAR. - Conozco mi deber. Mi padre se marchará conmigo. Voy a la ciudad a tomar mis medidas. Y... (Vacilando.) ¿No ha encontrado nadie mi sombrero en la escalera?

GINA. - No. ¿Lo has perdido?


HJALMAR. - Estoy seguro de que anoche al volver lo llevaba puesto; pero hoy no lo encuentro por ninguna parte.

GINA. - ¡Hombre de Dios! ¿Adónde te habrán arrastrado ese par de calaveras?


HJALMAR. - No me vengas ahora con preguntas insignificantes. ¿Crees que tengo humor para recordar detalles?

GINA. - ¡Menos mal, si no has atrapado frío, Ekdal! (Pasa a la cocina.)


HJALMAR. - (Vaciando el cajón, dice para sus adentros con voz sorda y apagada:) ¡Eres un canalla, Relling! ¡Un disipado! ¡Seductor miserable! Si hubiera alguien que te apuñalara... (Aparta algunas cartas antiguas y encuentra el papel que rompió la víspera. Lo coge y se queda mirando los dos pedazos, que suelta vivamente al entrar Gina.)

GINA. - (Coloca una bandeja con servicio de café en la mesa.)
Aquí tienes un sorbito de café caliente, si quieres. Y también smorrebrod y salazones. 

HJALMAR. - (Que mira de reojo la bandeja.) ¿Salazones? ¡Bajo este techo nunca! La 
verdad es que no he tomado nada caliente desde hace veinticuatro horas; pero da igual.
¡Mis apuntes! ¡Mis memorias empezadas! A ver, ¿dónde está mi diario y los documentos importantes? (Abre la puerta del salón da dos pasos atrás.) ¡También me la encuentro aquí!


GINA. - ¡Por Dios! En alguna parte ha de estar la niña.


HJALMAR. - ¡Sal de ahí! (Se aparta para dejar paso Hedvigia que entra, atemorizada, en el estudio. A Gina con la mano en el picaporte.)
Preferiría que durante los últimos momentos que paso en mi antiguo hogar se me evitara la presencia de intrusos. (Pasa al salón.)

HEDVIGIA. - (Se precipita hacia su madre y pregunta en voz baja y temblorosa:) ¿Habla de mí?

GINA. - Anda, Hedvigia, quédate en la cocina; mejor será que te vayas a tu cuarto. (Se encamina hacia salón.) Espera un poco, Hjalmar; no hurgues tanto en la cómoda. Yo sé dónde están guardadas las cosas.

HEDVIGIA. - (Permanece un instante inmóvil, ansiosa, extraviada, mordiéndose los labios para no llorar y cerrando los puños convulsos. Con voz sorda.) ¡El pato salvaje! (Se acerca filosamente a la estantería y coge la pistola. Entre abre la puerta del desván, deslizándose adentro y cerrando a continuación.)

HJALMAR. - (Entra con unos papeles y cuadernos deshojados y los pone sobre la mesa.)
¿Qué quieres que haga con el maletín? ¡Así que no tengo cosas que llevarme!


GINA. - (Le sigue, llevando el maletín.) Pues deja por ahora lo demás y llévate sólo una camisa y un par de calzoncillos.

HJALMAR. - ¡Uf, qué ajetreo tan insoportable! (Se quita el gabán y lo echa sobre el sofá.) 

GINA. - Se te va a enfriar el café.

HJALMAR. - ¡Hum! (Maquinalmente toma un sorbo y luego otro.)


GINA. - (Quitando el polvo al respaldo de una silla.) Lo malo es que no va a resultar nada fácil encontrar un desván grande como éste para los conejos.


HJALMAR. - Pero ¿tendré que cargar también con los conejos?


GINA. - No creo que el abuelo pueda pasarse sin ellos, por de contado.


HJALMAR. - Pues deberá acostumbrarse. Yo voy a hacer mayores renuncias que ésa. 

GINA. - (Quitando el polvo de la estantería.) ¿Quieres que ponga la flauta en el maletín? 

HJALMAR. - No, déjate de flautas. En cambio, dame la pistola.

GINA. - ¿Quieres llevar la pistola? 

HJALMAR. - Sí, mi pistola cargada.

GINA. - (Buscándola.) Ha desaparecido. Se la habrá llevado el abuelo. 

HJALMAR. - Estará en el desván.

GINA. - Sí, estará en el desván, de seguro.


HJALMAR. - ¡Pobre viejo! ¡Tan solo y...! (Toma un smorrebrod, se lo come y vacía la taza de café.)

GINA. - Si no hubiéramos alquilado el cuarto, habrías podido mudarte ahí.

 HJALMAR. - ¿Yo? ¿En la misma casa que...? ¡Jamás, jamás!

GINA. - ¿No podrías instalarte en el salón unos dos días? Estarías completamente solo con tus cosas.

HJALMAR. - Entre estas paredes, ¡por nada del mundo! 

GINA. - ¿Y abajo, en casa de Relling y Molvik?


HJALMAR. - No me nombres a esa gentuza. Me dan náuseas sólo de pensar en ellos. ¡No! Está visto que no habrá más remedio que salir en medio de la tormenta y la ventisca a buscar de casa en casa un refugio para mi padre y para mí.

GINA. - Pero ¡si no tienes sombrero, Ekdal! Lo has perdido.


HJALMAR. - ¡Esos dos desechos del vicio! Necesito un sombrero. (Toma otro pedazo de smorrebrod.) Hay que adoptar una determinación; no estoy dispuesto a arriesgar la vida, ni mucho menos. (Busca algo en la bandeja.)

GINA. - ¿Qué estás buscando? 

HJALMAR. - La mantequilla.


GINA. - Ahora mismo te la traigo. (Sale a la cocina.)


HJALMAR. - (Alzando la voz..) ¡No hace falta! Me conformo con pan seco.


GINA. - (Trae la mantequilla.) Aquí está: parece bastante fresca. (Vuelve a llenar la taza de café.)

(Mientras, él se sienta en el sofá, unta más mantequilla sobre el pan come y bebe un rato en silencio.)

HJALMAR. - ¿Tú crees que podría vivir en el salón dos días sin que nadie me molestara, nadie en absoluto?

GINA. - Y a lo creo que podrías si quisieras.


HJALMAR. - Porque no veo la posibilidad de sacar todas las cosas de mi padre en tan poco tiempo.

GINA. - Aparte de que debías decirle antes que ya no quieres vivir con nosotras.


HJALMAR. - (Retirando la taza.) Sí, claro, sí. Tendré que remover una vez más esos embrollos. Necesito espacio para desenvolverme, necesito espacio para respirar; no puedo cargar con todo en un solo día.

GINA. - No, y menos con el tiempo que hace...


HJALMAR. - (Repara en la carta del Director Werle.) Según veo, todavía anda este papel por aquí.

GINA. - Sí; yo no le he tocado.


HJALMAR. - En resumen, me importa un bledo el dichoso papel.

GINA. - Pues, por lo que a mí respecta, ten la seguridad que no pienso utilizarlo.

HJALMAR. - De todos modos, ésa no es una razón para deja que se pierda. Con tanto
desorden, al cabo podría suceder que...


GINA. - (Zanjando la cuestión.) Yo me encargaré de guarirlo en sitio seguro, Ekdal. . .


HJALMAR. - El donativo pertenece ante todo a mi padre, a él incumbe dilucidar lo que ha
de hacerse.


GINA. - (Suspira.) Así es. ¡Pobre viejo!


HJALMAR. - Para mayor seguridad... ¿no habrá por ahí a poco de goma? 

GINA. - (Busca en el estante.) Mira, aquí está el frasco.


HJALMAR. - ¿Y un pincel?.


GINA. - Y el pincel, además. (Le trae ambas cosas.)


HJALMAR. - (Cogiendo una tijera.) Bastará una tira de papel por detrás, y... (Corta la tira y la pega.) No puedo apropiarme de lo ajeno, y menos tratándose de un pobre viejo en medios
de fortuna... En fin, ni de un viejo ni de nadie. Toma, deja que se seque. Y en cuanto esté seco, te lo llevas. No quiero volver a verlo.

GREGORIO. - (Que entra por la puerta de la escalera, sorprendido.)
¡Cómo! ¿ Tú aquí, Hjalmar?


HJALMAR. - (Levantádose al punto.) No podía más de cansancio. 

GREGORIO. - Y eso que, por las trazas, ya te has desayunado. 

HJALMAR. - El cuerpo tiene sus exigencias asimismo. 

GREGORIO. - Veamos: ¿qué has decidido?

HJALMAR. - Un hombre como yo sólo puede optar por un camino. Estoy recogiendo mis efectos más indispensables; según comprenderás, necesito tiempo.

GINA. - (Un poco impaciente.) ¿Te preparo el salón o meto las cosas en el maletín?


HJALMAR. - (Enojado, mirando dé soslayo a Gregorio.) Mete las cosas... y arregla el salón.

GINA. - (Cogiendo el maletín.) Bueno, bueno; entonces meteré, la camisa y lo demás. (Entra en el salón y cierra la puerta.)

GREGORIO. - (Después de corto silencio.) Nunca habría pensado que esto terminase así.
¿Es verdaderamente necesario que abandones el hogar?


HJALMAR. - ¿Qué quieres que haga?... (Se pasea, intranquilo, por la estancia.) Yo no nací para ser desgraciado, Gregorio. He de tener calma, bienestar y serenidad en torno mío.

GREGORIO. - Puedes tenerlos. Inténtalo, al menos. Entiendo que ahora pisas terreno firme, sobre el cual puedes empezar a construir..., no tienes más que ponerte a ello. Y acuérdate de que tu invento también es un ideal que merece tus esfuerzos.

HJALMAR. - ¡Bah! ¡No me hables del invento! Acaso se haga aguardar mucho tiempo. 

GREGORIO. - ¿Tú crees?

HJALMAR. - ¿Qué te figuras? Después de todo, no sé que puedo inventar. No hay nada que no se haya descubierto en ese campo con anterioridad a mis investigaciones. Créeme; cada vez que lo pienso, lo encuentro más difícil.

GREGORIO. - ¡Con el trabajo que te has tomado!


HJALMAR. - Fue ese libertino de Relling quien me sugirió la idea.

GREGORIO. - ¿Relling?

HJALMAR. - Sí, Relling. El me dio el primer empujón. Me hizo creer que yo tenía bastante talento para descubrir algo en el campo de la fotografía.

GREGORIO. - ¡Ah! ¿De modo que Relling...?


HJALMAR. - ¡Cuán profundamente feliz me hizo aquella idea! Y no sólo por el invento en sí, sino sobre todo por la fe que había despertado en Hedvigia. Ella lo creía con todo el ahinco y el candor de su espíritu infantil. Es decir, supuse que lo creía, ¡necio de mí!

GREGORIO. - ¿Eres capaz de pensar que Hedvigia pueda prestarse a semejante fingimiento contigo?

HJALMAR. - ¡Qué importa lo que crea o no crea! El caso es que Hedvigia se cruza en mi camino. Ella ensombrecerá del todo mi existencia.

GREGORIO. - ¿Hedvigia? ¿Es posible que sospeches de Hedvigia? ¿Cómo va a cruzarse en tu camino?

HJALMAR. - (Sin responder.) ¡Con el cariño sin límites que sentí por esa criatura! ¡Qué alegría cada vez que volvía a mi humilde casa y ella se precipitaba a mi encuentro mirándome con sus hermosos ojos enfermos! ¡Y yo, bien crédulo y loco he sido! La quise tanto, que me había forjado un sueño poético con la ilusión de que me amaba ella por encima de todo.

GREGORIO. - ¿Crees que fue sólo un sueño?


HJALMAR. - ¿Cómo puedo saberlo? No logro sacar nada en claro de Gina. Además, ella no sabe ver el lado ideal de que acontece. Por el contrario, contigo, Gregorio, me rindo la necesidad de abrir mi corazón. Es una duda horrible. ¡Pensar que quizá Hedvigia jamás sintió por mí un cariño verdadero!

GREGORIO. - (Escuchando.) Tal vez pueda probártelo. ¿Qué es eso? Me parece que el pato salvaje está graznando.

HJALMAR. - En efecto, cloquea. Es que mi padre se halla en el desván.


GREGORIO. - ¡Ah! ¿Se halla en el desván? (Trasfigurado de alegría.) Te repito que podrías tener una prueba del cariño de la pobre Hedvigia.

HJALMAR. - Pero ¿qué clase de prueba iría a darme? No puedo creer en protestas de cariño por su parte.

GREGORIO. - Ten la seguridad de que Hedvigia no conoce la doblez.


HJALMAR. - ¡Oh! Si es precisamente de eso de lo que no estoy tan seguro, Gregorio. ¡Ve a saber lo que Gina y esa señora Soerby han podido murmurar aquí tantas veces! Y Hedvigia no acostumbra a ponerse algodón en los oídos. ¡Quién sabe si, en puridad, ese donativo no fue ninguna sorpresa! He creído notar algo...

GREGORIO. - ¿Cómo puedes ver las cosas con un espíritu tan mezquino?


HJALMAR. - He abierto los ojos, Gregorio. Fíjate y verás cómo ese donativo no es más que el comienzo. La señora Soerby siempre tuvo una gran debilidad por Hedvigia. Ahora cuenta con medios de hacer lo que quiera por la niña. Pueden arrebatármela cuando gusten.


HJALMAR. - Pues yo no lo aseguraría tanto. Si la llaman con las manos llenas... ¡Ay! después del cariño que profesaba a esa criatura yo, cuya mayor felicidad habría sido tomarla suavemente de la mano y guiarla como se guía a través de las tinieblas a un niño que se asusta de la oscuridad. Ahora que tengo la certeza, la angustiosa certeza de que el pobre fotógrafo de buhardilla nunca ha significado nada para ella. Todo ha sido, ni más ni menos, una artimaña para llevarse bien con él hasta un momento dado.


GREGORIO. - Estoy persuadido de que ni tú mismo crees lo que dices, Hjalmar.

HJALMAR. - No. Eso es justamente lo terrible: que no sé lo que debo creer, que no lo
sabré nunca. ¿De veras no juzgas posible lo que digo? ¡Oh, Gregorio! Temo que confíes demasiado en las exigencias del ideal. Si llegaran los otros, los de las manos llenas, gritándole: Ven a nuestro lado; aquí te aguarda la buena vida .

GREGORIO. - (Con viveza.) Luego ¿crees que...?


HJALMAR. - Si yo le preguntara: ¿Hedvigia, estás dispuesta a dar la vida por mí?..." (Ríe mordazmente.) Ya verías lo que me contestaba. (Se oye un disparo en el desván.)

GREGORIO. (Con júbilo.) ¡Hjalmar! 

HJALMAR. - ¡Ya está de caza otra vez!

GINA. - (Apareciendo.) Oye, Ekdal: observarás que el abuelo alborota en el desván más de lo debido.

HJALMAR. - Voy a verlo.


GREGORIO. - (Muy emocionado.) Espera un poco. ¿Sabes lo qué es? 


HJALMAR. - Por supuesto.


HJALMAR. - ¿Qué prueba?


GREGORIO. - Un sacrificio infantil. Ha convencido a tu padre para que matase al pato salvaje.

HJALMAR. - ¿Matar el pato salvaje? 

GINA. - No; ¡qué idea!

HJALMAR. - ¿Y a cuento de qué?


GREGORIO. - Ha resuelto sacrificarte lo más precioso que poseía en este mundo, porque creía que de esa manera volverías a quererla tú.

HJALMAR. - (Con ternura, conmovido.) ¡Esta niña...! 


GINA. - ¡Lo que es capaz de idear!


GREGORIO. - Deseaba reconquistar tu cariño, Hjalmar; eso es todo. Se le hacía imposible vivir sin él.

GINA. - (Conteniendo el llanto.) Ya lo ves, Ekdal. 

HJALMAR. - ¡Gina! ¿Dónde está?


GINA. - (Sollozando.) ¡Pobrecita! De fijo, estará sola en la cocina. 

HJALMAR. - (Se dirige a la puerta de la cocina y la abre bruscamente.)
¡Hedvigia, ven! ¡Ven conmigo! (Mira.) No, aquí no está. 

GINA. - Entonces estará en su cuartito.

HJALMAR. - (Desde la cocina.) No, tampoco. (Regresa.) Ha debido de salir.


HJALMAR. - ¡Oh! Si viniera al instante, le diría... Ya irá todo bien, Gregorio; creo que ya podemos empezar una nueva vida.

GREGORIO. - (Con dulzura.) Lo sabía: por la niña debía iniciarse la redención. (El viejo Ekdal asoma a la puerta de su cuarto, vestido de uniforme y muy ocupado en ceñirse el sabe.)

HJALMAR. - (Asombrado.) ¡Padre! ¿estás ahí? 

GINA. - ¿Ha disparado usted en su cuarto, abuelo?

EKDAL. - (Con ira, acercándose a Hjalmar.) ¿De modo te dedicas a cazar solo, Hjalmar? 

HJALMAR. - (En tensión, trémulo.) ¿No has sido tú quien a disparado en el desván? EKDAL. - ¿Disparar yo? ¡Hum!
GREGORIO. - (Con un grito, a Hjalmar.) ¡Hjalmar! ¡Ella misma ha matado al pato!


HJALMAR. - ¿Qué significa eso? (Se precipita hacia la puerta del desván, y abriéndola de par en par, llama.) ¡Hedvigia!

GINA. - (Corriendo tras él) ¡Jesús! ¡Qué habrá ocurrido! 

HJALMAR. - (Penetrando en el desván.) Está tendida en suelo. 

GREGORIO. - (Detrás de él.) ¡Tendida, Hedvigia!

GINA. - (Simultaneamente.) ¡Hedvigia! (Entra en el desván.)
¡No, no, no!


EKDAL. - ¡Vaya, vaya! ¿Conque también la criaturita sedica a cazar? (Hjalmar, Gina  yGregorio traen a Hedvigia. En su mano crispada empuña la pistola.)


HJALMAR. - (Trastornado.) ¡La pistola se ha disparado! ¡Se ha herido ella misma! ¡Pedid socorro! ¡Socorro!

GINA. - (Corre hacia la puerta y grita por la escalera:) ¡Relling! ¡Doctor Relling! ¡Venga usted en cuanto pueda! (Entre Hjalmar y Gregorio acomodan a Hedvigia en el sofá.)

EKDAL. - (Por lo bajo.) El bosque se venga.


HJALMAR. - (Arrodillado junto a Hedvigia.) No tardará en volver en sí. Ya vuelve... ya, ya, ya.

GINA. - (Que entra otra vez.) ¿Dónde está herida? No ve nada.


RELLING. - (Viene a toda prisa, seguido de Molvik; este último, sin chaleco ni cuello y con la chaqueta desabrochada.) ¿Qué pasa?

GINA. - Dicen que se ha matado Hedvígia. 

HJALMAR. - ¡Ven, por favor!


RELLING. - ¿Que se ha matado? (Aparta la mesa y examina el cuerpo.)


HJALMAR. - (De rodillas al pie, mirándole con angustia.) No puede ser grave, ¿eh? ¡Di, Rellingl Apenas sangra. ¿Verdad que no es grave?

RELLING. -¿Cómo ha acaecido? 

HJALMAR. - ¡Oh, yo qué sé...! 

GINA. - Quiso matar al pato salvaje. 

RELLING. - ¿Al pato salvaje?


HJALMAR. - Ha debido de disparársele la pistola. 

EKDAL. - El bosque se venga. Con todo, no me da miedo.

RELLING. - Sí, bien puede ser. (Se mete en el desván y cierra la puerta tras sí.) 

HJALMAR. - Vamos a ver, Relling... ¿Por qué no dice algo?

RELLING. - La bala ha penetrado en el pecho. 

HJALMAR. - Pero volverá en sí.

RELLING. - ¿No ves que ya no vive Hedvigia? 

GINA. - (Deshecha en llanto.) ¡ Hija de mi alma! 

GREGORIO. - (Con voz ronca.) En el fondo de los mares...

HJALMAR. - (En un arranque.) Sí, sí, ¡tiene que vivir! ¡Por el amor de Dios, Relling! Sólo un momento... para que pueda yo decirle que no he dejado de quererla.

RELLING. - Se ha atravesado el corazón. Hemorragia interna. Ha muerto instantáneamente.

HJALMAR. - ¡Y yo la he rechazado como a un perro! Se ha escondido atemorizada, en el desván y se ha matado por cariño a mí. (Sollozando.) Y no poder repararlo jamás (Cierra los puños con ira.)
¡Oh, Tú que estás en lo alto, si que existes! ¿cómo has podido hacer esto?


GINA. - ¡Por lo que más quieras, Hjalmar! No digas esa atrocidades. Será que no teníamos derecho a conservarla. 

MOLVIK. - La niña no está muerta; está dormida.

RELLING. - ¡Imbécil!


HJALMAR. - (Con más calma, se acerca al sofá y la mira, cruzado de brazos.) Ahí yace tranquila...

RELLING. - (Intentando desprender la pistola.) La tiene tan apretada...


GINA. - No, no, Relling; no le rompa usted los dedos. Deje la pistola donde está. 

HJALMAR. - Que se la lleve.

GINA. - Sí, déjesela. Pero no podemos tener a la niña aquí a la vista. Habrá que llevarla a su cuarto. Anda, ayúdame, Ekdal.

HJALMAR. - (Mientras la llevan.) ¡Ay, Gina, Gina! ¿Podrás resistir esto? 

GINA. - Nos auxiliaremos uno a otro. Porque ahora sí que es hija de los dos.

MOLVIK. - (Con los brazos abiertos.) Alabado sea el Señor! ¡Polvo eres y en polvo te convertirás!

RELLING. - (Aparte.) ¡Cierra el pico, animal! Estás borracho. (Hjalmar y Gina se llevan el cadáver por la puerta de la cocina. Relling la cierra tras ellos. Molvik se escabulle por la escalera.)

RELLING. - (Se acerca a Gregorio y dice:) No puedo creer que se trate de un accidente.


GREGORIO. - (Que permanece aterrado, con estremecimientos nerviosos.) Nadie sabría decir cómo ha podido ocurrir tamaña catástrofe.

RELLING. - La bala ha quemado la blusa. Ha tenido que disparar apoyando el cañón contra su pecho.

GREGORIO. - Hedvigia no ha muerto en vano. ¿Ha visto usted cómo el dolor ha revelado la grandeza de espíritu en él?

RELLING. - Casi todos se magnifican para llorar a un muerto. Pero cuánto calcula usted que durará ese esplendor?

GREGORIO. - ¡Cómo! ¿Cree usted que no lo conservará toda la vida, que no aumentará de día en día?


RELLING. - Antes que pasen tres cuartos del año, la pequeña Hedvigia no será para él más que un bonito tema de declamación.

GREGORIO. - ¿Y se atreve usted a decir eso de Hjalmar Ekdal?


RELLING. - Ya hablaremos cuando se hayan secado las primeras flores sobre la tumba de la pequeña. Entonces le oirá usted extenderse en consideraciones sobre "la niña arrebatada demasiado pronto al corazón de su padre". Entonces le verá lleno de ternura, de piedad y de admiración para sí mismo. ¡Y si no, al tiempo!

GREGORIO. - Si tiene usted razón y soy yo el equivocado, la vida no vale la pena de vivirse.

RELLING. - ¡Oh! la vida podría ser bastante agradable si nos dejaran en paz esos malditos acreedores que llaman de puerta en puerta reclamando el cumplimiento de las exigencias del ideal a pobres hombres como nosotros.

GREGORIO. - (Con ojos vagos.) En ese caso, estoy satisfecho de mi resolución. 

RELLING. - ¿Sería indiscreto preguntarle en qué consiste tal resolución? 

GREGORIO. - (Iniciando su marcha.) En no ser el número trece a la mesa. 



RELLING. - ¡Bah! al diablo si le creo.


fin