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16/7/18

Extraña Pareja Neil Simon


Extraña Pareja 
Neil Simon



ACTO PRIMERO


Una calurosa noche de verano.
El apartamento de Oscar Madison. La casa tiene techos altos, paredes gruesas, habitaciones amplias, y guarda vestigios de su glorioso pasado. Nos encontramos en el Living donde hay varias puertas que conducen respectivamente a la cocina, varias habita­ciones, al cuarto de baño y a un distribuidor. Aunque los muebles han sido elegidos con exquisito gusto, se ve enseguida, por lo des­aseado de la habitación, la falta de una mano femenina en los últi­mos meses. Platos sucios, ropa tirada, periódicos viejos, botellas y vasos vacíos y sucios, correo, bolsas de la lavandería, muebles fuera de sitio, etc. La única nota agradable es la panorámica de Nueva Jersey que se divisa desde la ventana del doceavo piso. Piso que hace tres meses era muy bonito y acogedor.
(Al levantarse el telón, la habitación está llena de humo y se está jugando una partida de póker. Aunque hay seis sillas alrededor de ¡a mesa, únicamente cuatro hombres están sentados. Se trata de MURRAY, ROY, RICHARD y TOMMY. TOMMY, con el montón más grande de fichas, golpea nerviosa­mente el pie contra el suelo y mira continuamente el reloj. ROY está mirando a RICHARD quien a su vez contempla a MURRAY con incredulidad y admiración. MURRAY es la mano y muy despacio y metódicamente, intenta barajar, pero le cuesta mucho trabajo. RICHARD mueve la cabeza con gesto desalen­tado. Todo ésto se desarrolla en un silencio absoluto.)


RICHARD.—(Apoyando la barbilla en la mano y mirando a MURRAY.) Escucha «dedos de oro», ¿es la primera vez que juegas una partida?
MURRAY.(Despreciativo.) Si no te gusta, búscate otro compa­ñero.
(Continúa con la misma calma.)
ROY.-¡Puff, qué mal huele!
TOMMY.-(Mirando el reloj.) ¿Qué hora es?
RICHARD.—¿Otra vez con lo mismo?
TOMMY.—(Lamentándose.) Perdona, se me atrasa el reloj y... qui­siera saber la hora.
RICHARD.—(Mirándole.) Doscientos dólares. Esa es la hora y lo que nos llevas ganado. De modo que no sueñes con largarte.
TOMMY.—No voy a ninguna parte, solamente he preguntado la hora.
ROY.—(Mirando su reloj.) Son las diez y media.
(Pausa. MURRAY continúa barajando.)
TOMMY.—(Pausa.) Tengo que marcharme a las doce.
RICHARD.—(Levanta los ojos hacia el techo haciendo un gesto de desesperación.) Muy bien. Pero en el zapato nos dejas el dinero ganado, cenicienta.
TOMMY.—Cuando me senté a la mesa dije que tenía que mar charme a las doce. Murray, ¿verdad que lo dije?
RICHARD.—Bueno, bueno... no le distraigas, que está barajando. (A MURRAY.) Murray, ¿quieres descansar un poco? El esfuerzo es verdaderamente agotador.
MURRAY.—¿Qué prefieres, rapidez o perfección? Decídete de una vez.
(Empieza de nuevo a barajar, muy despacio. RICHARD expele, con fuerza y rabia, el humo de su puro.)
ROY.—Oye, ¿te importaría hacerme un gran favor? ¡Trágate el humo!
(RICHARD expele, otra bocanada de humo hacia ROY)
MURRAY.—Os lo digo en serio. Estoy muy preocupado por Félix. (Señala una silla vacía.) Nunca se ha retrasado tanto. Creo que deberíamos llamarle. (Grita.) Oye, Oscar, ¿por qué no llamas a
Félix?
ROY.—(Aparta el humo con la mano.) ¿Por qué no aportamos cada uno unos dólares y le regalamos a Oscar una ventana nueva? ¡No comprendo como no os asfixiáis!
MURRAY.-(A Richard) ¿Cuántas cartas tienes, cuatro?
RICHARD.—Sí, Murray. Todos tenemos cuatro cartas. Cuando nos des una más, tendremos cinco. Y si nos das dos más, entonces tendremos seis. Vamos, no perdamos más tiempo.
ROY.—(Grita hacia fuera de la escena.) Oye, Oscar, ¿entras o no?
ÓSCAR.— (en off.) No, jugad esta mano sin mí. El deber es el deber, monada. (RICHARD abre el juego y los demás empiezan sus apuestas.)
TOMMY.—Le dije a mi mujer que como muy tarde, a la una estaría en casa.
RICHARD.—No llores más, y juega... Dame dos... (Se descarta de dos cartas.)
ROY.—Entre el calor y el puro de este animal, me siento como en un baño turco. ¡No puedo más! (Tira las cartas, se levanta, va hacia la ventana y mira fuera.)
MURRAY.—Yo me cojo cuatro... Félix tiene que estar enfermo. (Vuelve a señalar la silla vacía.) Nunca ha tardado tanto.
ROY.—(Quita de un sillón una bolsa de lavandería y se sienta.) Vaya, es la misma ropa de la semana pasada... a este paso en esta habitación no habrá quien entre...
MURRAY.-(Tirando las cartas.) ¡No voy!
RICHARD.—(Señala las cartas.) Dos reyes.
TOMMY.—Tres ases... (Lo enseña y recoge las apuestas.)
RICHARD.—Debieras poner una central lechera... i Joder, con ceni­cienta!
MURRAY.—(Que se ha sentado en el sofá.) Quizás ha vuelto a que darse encerrado en el water... ¿No sabéis que Félix se pasó toda una noche encerrado en el water de su oficina? Para matar el tiempo se le ocurrió escribir su testamento en un rollo de papel higiénico... ¡Está como una cabra!
(TOMMY está jugueteando con sus fichas.)
RICHARD.—(Le mira fijamente mientras baraja las cartas.) Te lo digo de buenas maneras, no juegues con las fichas...
TOMMY.- (A RICHARD.) No estoy jugando, las estoy contando. ¿Cuánto crees que gano?
RICHARD.-¡No me lo recuerdes que te mato! (Gritando a OSCAR) Oscar, ¿juegas o no?
(RICHARD reparte las cartas para una nueva jugada.)
ÓSCAR.—(Entra llevando una bandeja sobre la que hay cervezas, sandwiches y bolsas con aperitivos, asi como una lata de caca­huetes.)Luego... juego... Empieza...
(ÓSCAR MADISON tiene unos cuarenta y tres años. Es un hombre atractivo y de aspecto agradable, que parece disfrutar la vida al máximo. Disfruta con su juego de póker semanal, con sus ami­gos, la bebida, quizás en exceso y sus puros. Asimismo, es una de esas afortunadas criaturas que también disfrutan con su tra­bajo. ÓSCAR es un crítico deportivo del «New York Post». La de­jadez y tranquilidad con que vive se hacen patentes ante lo desarreglado del apartamento, pero ésto parece molestar más a sus amigos, que al mismo ÓSCAR. En definitiva, ÓSCAR apa­renta ser un hombre feliz y satisfecho.)
TOMMY.—¿No vas a mirar tus cartas?
ÓSCAR.—(Colocando la bandeja sobre una silla lateral.) ¿Para qué? Voy a hacer trampas... (Abriendo unas botellas de Coca-Cola.) ¿Quién quería Coca-Cola?
MURRAY.-Yo.
ÓSCAR.—Una Coca-Cola caliente para mi amigo el policía. (Le da una botella.)
ROY.—(Abriendo las apuestas.) ¿Aún no has arreglado la nevera? Hace ya dos semanas que no funciona... ¡Ahora comprendo la peste que hay aquí!
ÓSCAR.—(Recoge sus cartas.) Oye, oye, sin alzar la voz... Si qui­siera oír sermones, volvería con mi mujer... y seguiría oliendo mal. (tira tas cartas.) Yo voy... ¿Quien quiere un sandwich?
MURRAY.-¿De qué son?
ÓSCAR.—(Levanta el pan y los mira.) Unos son marrones y otros verdes. ¿Cuál prefieres?
MURRAY.—¿De qué son los verdes?
ÓSCAR(Los vuelve a mirar.) O queso muy fresco o carne muy vieja...
MURRAY.—Me quedo con el marrón. (ÓSCAR le alarga un sandwich.)
ROY.—(Mira a MURRAY) ¿Te has vuelto loco? ¿Piensas comer eso?
OSCAR.-No lo dudes. ¿Verdad, Murray?
MURRAY.—Tengo hambre.
ROY.—Hace dos semanas que no le funciona la nevera. He visto leche que ni siquiera estaba en la botella...
ÓSCAR.—(A ROY) Oye, ¿acaso eres un inspector de sanidad? ¡Come, Murray, come! No se diga que un policía se asusta por un gusano más, gusano menos.
ROY.—Tengo seis cartas... Están mal dadas.
RICHARD.—Lo imaginaba... Ya me extrañaba llevar tres ases.
(Se deshacen todos de las cartas y RICHARD vuelve a barajar.)
TOMMY.—¿Sabéis quién hace unos sandwiches estupendos? Félix. ¿Habéis probado alguna vez sus sandwiches de queso con pi­mientos y nueces?
RICHARD.—¡Decidiros de una vez. O jugamos al póker o ponemos un restaurante!
(ÓSCAR abre en esos momentos una botella de cerveza que sale como un surtidor, empapando a los jugadores y a la mesa. Todos se retiran mientras le gritan a ÓSCAR. ÓSCAR entrega la lata, que continúa saliéndose, a ROY, quien con el pie trata de echar el liquido debajo de la silla. Cuando los jugadores vuelven a dis­ponerse a jugar, ÓSCAR abre una nueva lata y ocurre lo mismo. Intenta sujetar a ÓSCAR para que no siga abriendo y otros tra­tan de limpiar el liquido de la mesa con una toalla que hay col­gando de la lámpara de pie. ÓSCAR, sin inmutarse, les da la cerveza y los aperitivos y, finalmente, todos se sientan en sus sillas. OSCAR se seca la mano en la manga de la chaqueta de ROY quien la tiene en el respaldo de su silla.) Oye, Tommy... dile a Oscar a que hora tienes que marcharte.
TOMMY.—(Como un perro bien amaestrado.) ¡A las doce!
RICHARD.—(A los otros.) ¿Lo habéis oído bien? No lo repetirá hasta dentro de diez minutos... Bueno, esta mano será a cinco cartas... (Da las cartas mientras las canta, para terminar con una carta para MURRAY) ¡y esta bala, para el policía!... Bien, Murray, tú abres... (MURRAY no apuesta.)
ÓSCAR.—(Se sienta y abre una lata de cacahuetes.) ¡La suerte en el juego y el amor! (A MURRAY) ¿Te has quedado mudo?
MURRAY.—(Echando una moneda.) Ahí va...
ÓSCAR.—(Mirando con orgullo a MURRAY) ¡Estupendo, mu­chacho, así se juega!
ROY.—Oscar, te lo ruego, pórtate como un ser normal y, aunque solo sea cada seis meses, compra nuevas bolsas de patatas fritas. ¡Dios mío, cómo puedes vivir así! ¡No tienes ni siquiera una asistenta!
ÓSCAR.—(Niega con la cabeza.) No, se marchó cuando me abandonaron mi mujer y mis hijos. Dijo que era demasiado trabajo para ella sola... (Mira a la mesa.) Veo el tapete muy vacío... ¿quién no ha puesto su parte?
MURRAY.- (A OSCAR) Tú.
ÓSCAR—(Deposita una moneda.) Eres un bocaza, Murray... Ahora, por hablar, préstame veinte dólares. (RICHARD empieza otra mano.)
MURRAY.—No hace ni diez minutos que te dejé otros veinte. (Todos hacen nuevas apuestas.)
ÓSCAR.—Te equivocas... Me dejaste diez dólares hace veinte mi­nutos, que no es lo mismo. Aprende a contar.
MURRAY.— ¡Y tú aprende a jugar al póker, calamidad!... Será mejor que te preste dinero otro, porque yo estoy harto de ganar mi pro pió dinero.
ÓSCAR.—Y yo de perder el tuyo. ¿Quién me presta?
ROY.—(A OSCAR) Nos debes dinero a todos. Si no puedes, no juegues.
ÓSCAR.—¡Muy bien! Vosotros lo habéis querido... no voy a hacer más el primo... Me debéis cada uno seis pavos por el buffet...
RICHARD.—(Dando cartas de nuevo.) ¿Has dicho «buffet»? Una cerveza caliente y dos sandwiches que tenías guardados desde tu época de colegial.
ÓSCAR.—¿Y qué querías? ¿Langosta termidor y foie a las uvas...? Pues bueno, ¿a qué venís? ¿A jugar al póker o a daros un festín? Murray, será mejor que me prestes veinte dólares o llamo a tu mujer y le digo que te he visto en Central Park vestido de tra­vestí.
MURRAY.—Si quieres dinero, pídeselo a Félix.
ÓSCAR.—No ha venido hoy.
MURRAY.—Pues hazte la idea de que yo tampoco.
ROY.—(Dándole el dinero.) Anda, toma... Te apunto otros veinte en tu cuenta.
ÓSCAR.—Lo sé... no hace falta que me lo repitas a cada momento. (Coge el dinero.)
MURRAY.-¿Cuándo vas a llamar a Félix?
ÓSCAR.—Y tú, ¿cuándo vas a jugar al póker?
MURRAY.—¿Ni estás preocupado? En dos años, es la primera vez que no asiste a una partida. (Suena el teléfono. ÓSCAR va al teléfono.)
RICHARD.—Par de seises...
TOMMY.-Tres doses...
RICHARD.—(Se lleva las manos a la cabeza con gesto desespe­rado.) ¡Será posible que no le gane ni una mano a este desgra­ciado! ¡No vuelvo a jugar! Para mala suerte, bastante tengo en casa.
(ÓSCAR coge el teléfono.)
OSCAR.-¡Aló! ¡Aquí Las Vegas! Al habla Oscar, el Mago del Póker.
TOMMY.—(A ÓSCAR.) Si es mi mujer, dile que me iré a las doce.
RICHARD.- (A TOMMY) Si vuelves a mirar el reloj, te lleno la cara de cacahuetes... (A ROY) Da cartas... (El juego continúa mientras ÓSCAR mantiene la siguiente con­versación al teléfono. Mientras, ROY inicia una nueva jugada.)
ÓSCAR.—¿Cómo? ¿Quién dice...? ¿Papi...? No, aquí no hay ningún Papi. ¡Ah, papá...! (A los demás.) ¡Es mi hijo! (Vuelve al teléfono. Habla demostrando un gran cariño.) ¡Ronald!... sí, hijo... soy papá...! ¿Cómo estás? (Protestas y exclamaciones burlescas por parte del resto de los jugadores.) (A los otros.) ¡Queréis callaros! Es mi hijo, tiene cinco años. Me llama desde California... al pobre le va a costar una fortuna la llamada! (Vuelve al teléfono.) Ronald... dime... Sí, sí... recibí tu carta... Tardó tres semanas... Sí, la próxima vez dile a mamá que te dé el sello... Lo sé... lo sé, pero tienes que comprarlo, no di­bujarlo sobre el sobre... (Ríe feliz. A los otros.) ¿Habéis oído?
RICHARD.—Lo hemos oído y estamos conmovidos...
ÓSCAR.—(Al teléfono.) ¿Qué has dicho, cariño?... ¿Peces... qué peces?... ¡Ah, los de tu cuarto! (Para sí.) ¡Dios mío, me he car­gado los peces de mi hijo. (Al teléfono.) Sí, sí, no te preocupes... ¡les cuido y les doy de comer todos los días...
ROY.—¡Asesino!
ÓSCAR.—¿Qué mamá quiere hablar conmigo? Bien... ¡Cuídate, valiente! Un beso muy fuerte, hijo.
TOMMY.—(Empezando una nueva jugada.) Mínimo cinco dólares.
RICHARD.- (A ÓSCAR.) Te cuesta cinco dólares jugar... ¿Los tienes?
ÓSCAR.—Después de hablar con mi mujer, no me quedará ni un centavo. (Al teléfono, fingiendo una alegría que no siente.) Si, hola, Blanche... ¿cómo estás?... Pues... sí... Me imagino por qué me llamas... Me he retrasado una semana en enviarte el che­que... ¿Cuatro semanas, dices?... No es posible... Porque no es posible... Escucha Blanche, anoto siempre los cheques que utilizo y sé que son solamente tres semanas de atraso... hago lo que puedo, créeme... No me amenaces con la cárcel porque no es ninguna amenaza. Entre mis gastos y la pensión tuya, hasta un preso vive mejor que yo... ¿Te parece bonito decir eso delante de los niños?... Blanche, no me digas que vas a hacer que me re tengan todo mi sueldo. Limítate a decirme adiós. ¡He dicho adiós, Blanche! (Cuelga de muy mal humor.) (A los otros.) Ya que le debo ochocientos dólares a mi mujer, cinco dólares más no va a arruinarme! (Coge una bebida de la mesa de póker.)
ROY.—Ella puede hacerlo, ¿sabes?
ÓSCAR.—¿Puede hacer, el qué?
ROY.—Llevarte a la cárcel... por no mantener a tus hijos...
ÓSCAR.—¡Nunca lo hará! Lo que pasa es que si no me amenaza una vez por semana, no está contenta. (Va hacia el bar.)
MURRAY.—¿Y no te preocupa ir a la cárcel? ¿o que tus hijos no tengan lo suficiente para comer y vestir?
ÓSCAR.—Murray... toda Etiopía podría sobrevivir un año entero con lo que mis hijos dejan en cada comida... ¿Qué, jugamos? (Vuelve a llenarse el vaso.)
ROY.—Pues éso es lo peor. Que te veas metido en estos líos y todo porque eres un auténtico desastre... Yo lo sé muy bien, para algo soy tu administrador...
ÓSCAR.—Si eres administrador, dime, ¿por qué necesito dinero?
ROY.—Dime tú: si necesitas dinero, ¿por qué juegas al póker?
ÓSCAR.—Porque necesito dinero.
ROY.—Pero si siempre pierdes...
ÓSCAR.—Por eso necesito dinero... ¡Oye, que no me estoy que­jando! ¡Eres tú quien pones pegas!... Yo me arreglo, vivo bien...
ROY.—Llamas vivir bien a estar completamente solo y viviendo en esta pocilga!
ÓSCAR.—Si gano esta noche, prometo comprarme una escoba.
(MURRAY y RICHARD le compran varias fichas a TOMMY y MURRAY da las cartas para una partida abierta.)
ROY.—Tú no necesitas una escoba, lo que necesitas es una esposa.
ÓSCAR.—¿Cómo crees que puedo mantener una esposa si no tengo siquiera para una escoba?
ROY.—Entonces, no juegues al póker.
(ÓSCAR deja su vaso y va rápidamente hacia ROY con quien mantiene una pequeña lucha por la bolsa de patatas fritas. Esta termina rompiéndose y las patatas caen sobre todos los juga­dores que protestan mientras se las sacuden.)
ÓSCAR.—¡Y tú, no vengas a mi casa a comerte encima mis patatas!
MURRAY.—¿Por qué diablos os peleáis? Se supone que estamos jugando entre amigos...
RICHARD.—¿Quién está jugando? Llevamos aquí sentados desde las ocho y no hemos parado de hablar.
TOMMY.—Desde las siete... por éso dije que me marchaba alas doce.
RICHARD.—¡Eres como una apisonadora triste...!
MURRAY.—(Muy en su papel.) Bueno, bueno, calmaos... no os pongáis nerviosos... Recordad que soy policía... y si quiero puedo precintar este garito ahora mismo. (Terminando de dar las canas.) Cuatro...
ÓSCAR.—(Sentándose a la mesa.) Mi amigo Murray, el policía, tiene razón. Sigamos jugando a las cartas y, por favor, mantenedlas bien visibles que no veo donde las he marcado.
MURRAY.—¡Contigo no hay quien pueda... eres peor que un niño pequeño!
ÓSCAR.—Pero aún así me quieres, ¿verdad Roy?
ROY.-(Petulante.) Sí, sí...
ÓSCAR.—Así no... Dilo delante de todos y modulando bien:,«Te quiero, Oscar Madison».
ROY.—¿Es que no hay forma de que tomes algo en serio? Le debe dinero a tu mujer, a tus amigos...
ÓSCAR.—Te olvidas de Hacienda... (Tira las cartas.) ¿Y qué de­monios quieres que haga, Roy? ¿Qué me tire a un pozo? (Suena el teléfono y va a contestar.) La vida también continúa para los que estamos divorciados, pobres y zarrapastrosos. Dígame. Sí... el zarrapastroso primero al habla... Ah... Hola, mi vida... (Con voz muy seductora, se lleva el teléfono hacia un lado y habla en voz baja pero audible para el resto de los jugadores quienes se vuelven y escuchan.) Te tengo dicho que no me llames durante la partida... Ahora no puedo hablar contigo... Sabes que sí, cariñito... Mua... mua... Muy bien, espera un momento... (Se vuelve.) Murray, tu mujer. (Deja el auricular sobre la mesa y se sienta en el sofá.)
MURRAY.—(Haciendo un gesto despreciativo mientras se acerca al teléfono.) Ojalá te estuvieras acostando con ella para que me dejara en paz a mí. (Coge el teléfono.) Sí, Mimi... ¿qué pasa? (RICHARD se levante, se estira y entra en el baño.)
ÓSCAR.—(Con voz de mujer, imitando a Mimi.) ¿A qué hora vas a venir a casa? (Imitando a MURRAY) No lo sé... entre doce y doce y media.
MURRAY.—(Al teléfono.) No lo sé... sobre las doce o doce y media. (ROY se levanta y se estira.) ¿Por qué lo preguntas? ¿Qué es lo que quieres?... ¿Un sandwich de pollo y un batido de fresa?
ÓSCAR.—¿Está otra vez embarazada?
MURRAY.—(Poniéndose el auricular sobre el pecho.) ¡No, solo está gorda! (En ese momento se oye la cadena del water y cuando sale RICHARD, entra TOMMY. MURRAY, de nuevo al teléfono.) ¿Qué te he llamado gorda? ¿Cómo lo has oído si tenía tapado el teléfono?... ¿Quién?... ¿Félix?... No, no ha venido esta noche... ¿Qué;..? ¡No digas tonterías!... ¿Cómo voy a saberlo?... Está bien, está bien... Adiós. (Vuelve a sonar la cadena del water, sale TOMMY y entra ROY) Adiós, Mimi... (A los demás después de colgar.) ¿Qué os había dicho? ¡Lo sabía!
ROY.-¿Qué pasa?
MURRAY.—(Paseando nervioso, detrás del sofá.) ¡Félix ha des­aparecido!
OSCAR.-¿Quién? MURRAY.- ¡Félix! ¡Félix Ungar!
ROY.—El hombre que, todas las semanas se sienta en esa silla y limpia todos los ceniceros...
ÓSCAR.—Ya decía yo que hoy huele mejor...
RICHARD.—¿Qué quieres decir con «desaparecido»?
MURRAY.—No fue a trabajar hoy. No ha vuelto a casa... nadie sabe donde está. Mimi acaba de hablar con su mujer.
TOMMY.—Quizás se ha perdido.
MURRAY.—Pero, qué tonterías estáis diciendo. ¿Cómo se va a perder con cuarenta y tres años?...
ROY—(Sentándose sobre el brazo del sillón.) Quizás haya tenido un accidente.
ÓSCAR.—Habrían avisado a su familia.
ROY.—¿Y si está en el depósito de cadáveres sin ninguna docu­mentación?
ÓSCAR.—¡No digas tonterías! ¡Tiene noventa y dos tarjetas de crédito...! Si algo le sucediera, se enteraría toda América, en diez minutos.
TOMMY.—Puede que se haya metido en un cine... Ya sabéis que hoy en día hay películas larguísimas...
ROY.—¿Y si le han robado?
ÓSCAR.—¿Cuánto dinero calculas que tendría que llevar encima para que le estuvieran robando durante treinta y seis horas?
RICHARD.—Murray, tú eres el policía... ¿cuál es tu opinión?
MURRAY.—Creo que ha ocurrido algo muy grave.
ROY.—Puede que se haya emborrachado.
ÓSCAR.—¿Félix? A lo más que llega en Nochevieja es a tomar una copa de champagne... Pero además... lo más sencillo es llamar a su mujer. (Va hacia el teléfono.)
RICHARD.—¡Un momento... no os precipitéis! ¿Y si tiene algún ligue?
ÓSCAR.—¿Félix un ligue? En su vida ha engañado a su mujer. (Al teléfono.) Oiga... Carolina... Soy Oscar... Acabo de enterarme...
ROY.—Dile que no se preocupe... Debe tener un ataque de nervios la pobre.
MURRAY.—Sí, ya conoces a las mujeres... (Se sienta en el sofá.)
ÓSCAR.—(Al teléfono.) Escucha, Caroline... lo principal es no alarmarse... ¡Ah...! (A los demás.) No está preocupada.
MURRAY.-¡No digas tonterías!
OSCAR.-(Al teléfono.) ¿Tienes idea de dónde puede estar? ¿El qué...? ¿Lo dices en serio...? ¿Por qué...? No, no sabía nada... Es terrible... Escúchame bien, Caroline... tranquilízate, no te muevas de casa y tan pronto sepa algo te llamo... De acuerdo... hasta luego.
(Cuelga. Todos le miran expectantes. Se levanta y sin decir palabra, va hacia la mesa. Sus amigos siguen mirándole y al cabo de unos segundos, ya no puede aguantar más.)
MURRAY.—¿Vas a decirnos que pasa o tenemos que contratar un detective privado para saber lo que te ha dicho?
ÓSCAR.—¡Han terminado!
ROY.-¿Quiénes?
ÓSCAR.—Félix y Caroline. Han terminado. ¡El matrimonio se ha ido a pique!
TOMMY.—¿Es una broma?
ROY.—No lo puedo creer.
RICHARD.—¡Después de doce años!
(ÓSCAR se sienta a la mesa.)
MURRAY.—Esto acabará con él... Conozco a Félix... cometerá un disparate.
RICHARD.—Siempre estaba hablando de ella... «Mi guapísima mujer», «mi maravillosa mujer»... ¿Qué les habrá pasado?
ÓSCAR.—Pues que su «guapísima», su «maravillosa» mujer, se ha hartado de él, ya no le soporta... y quiere el divorcio.
MURRAY.—Se suicidará... Acordaos bien de lo que dijo: se suici­dará.
RICHARD.-(A MURRAY) ¿Quieres callarte, Murray? Por favor, olvídate de que eres policía por un momento. (A OSCAR) ¿Dónde puede haber ido, Félix?
ÓSCAR.—A suicidarse en alguna parte.
MURRAY.-¿Que os había dicho?
ROY.-(A OSCAR) ¿No hablarás en serio?
ÓSCAR.—Al menos, eso me ha dicho ella. Que había ido a suici­darse fuera de casa para no despertar a los niños.
TOMMY.-Pero ¿por qué?
ÓSCAR.—¿Por qué? Porque Félix es un estúpido. Ya sabéis como está de chiflado... «Quiéreme o me tiro por la ventana...». Re­cuerdo que intentó algo parecido cuando estábamos en el ejército y ella quiso terminar el noviazgo... Félix comenzó a limpiar los fusiles con la boca.
RICHARD.-¡No lo puedo creer! ¡Félix habla por hablar!
TOMMY.—(Preocupado.) ¿Estás seguro que fue eso lo que dijo? «Voy a pegarme un tiro»... ¿Con esas palabras?
ÓSCAR—(Paseando por la habitación.) No sé exactamente con que palabras. No me lo leyó.
ROY.—¿Qué no leyó el qué...? ¿Ha dejado una carta?
ÓSCAR.—No, le envió un telegrama...
MURRAY.—¿Un telegrama de despedida? ¿A quién se le ocurre enviar un telegrama cuando va a suicidarse?
ÓSCAR.—Al chalado de Félix. Y ¿os imagináis el por qué? Porque si le envía una carta, posiblemente, Caroline no la reciba hasta el lunes y él no tendría ninguna excusa para no estar muerto para entonces. Mientras que, por un dólar y medio, le envía un tele­grama y aún le queda la esperanza de salvarse.
TOMMY.—¿Estás diciéndonos que en realidad no quiere suici­darse? ¿Qué simplemente quiere que le compadezcan?
ÓSCAR.—Lo que realmente le gustaría es poder ir a su propia fu­neral y sentarse en uno de los bancos de la iglesia... Sería el llo­rón más grande de todos.
TOMMY.—En eso tienes razón.
ÓSCAR.—Desde luego que tengo razón.
MURRAY.—Nosotros nos encontramos con casos como éste todos los días... Gentes que lo único que buscan es ser el centro de la atención de los demás... Hay un tipo que todos los sábados por la tarde amenaza con saltar del Empire State...
ROY.—No sé... nunca se puede asegurar lo que hará una persona cuando está desesperada...
MURRAY.—¡Bobadas...! Nueve de cada diez veces, nunca saltan.
ROY.—Pero ¿y la décima?
MURRAY.—Esa, saltan. Existe una posibilidad...
ÓSCAR.—No con Félix, le conozco muy bien. Es demasiado mie­doso para matarse. Incluso cuando le lavan el coche se pone el cinturón de seguridad.
TOMMY.—Oye... ¿y si fuéramos a buscarle?
RICHARD.—¿Dónde? ¿Dónde vas a buscarle? ¿Quién sabe donde estará?
(Suena el timbre de la puerta. Todos miran a OSCAR)
ÓSCAR.—¡¡Claro!! Si uno quiere suicidarse... ¿cuál es el lugar más apropiado para hacerlo? ¡con sus amigos!
(TOMMY va hacia la puerta.)
MURRAY.—(Deteniéndole.) ¡Espera un momento! El pobre estará histérico. Actuemos todos con mucha calma... si nos ve tran­quilos, quizá se tranquilice.
ROY.—(Se levanta y se une a los demás.) Tienes razón. Así es como tratan a los enfermos mentales... hablándoles pausadamente, en voz baja...
(RICHARD se une apresuradamente al grupo que trata de improvisar la situación.)
TOMMY.-¿Qué le diremos?
MURRAY.—Nada. Absolutamente nada... como si no supiéramos lo que ha pasado.
ÓSCAR.—(Intentando hacerles ver que están armando un escándalo.) ¿Os habéis puesto por fin de acuerdo? Porque ha tenido tiempo de sobra para ahorcarse en el pasillo. (A TOMMY) Anda, Tommy... abre.
MURRAY.-¡Recuerda! ¡No sabemos nada!
(Todos se sientan apresuradamente en sus sillas y cogen las cartas fingiendo concentrarse en un momento crucial del juego. TOMMY abre la puerta. Aparece FÉLIX UNGAR. Tiene aproximadamente cuarentay cuatro años. Lleva ropa toda arrugada, como si hubiese dormido con ella. También está sin afeitar. Aunque intenta apare­cer tranquilo, se le nota tenso y nervioso.)
FÉLIX.-¿Qué hay, Tommy? (TOMMY vuelve rápidamente a su silla y se pone a estudiar sus ca­tas. FÉLIX permanece en pie, con las manos en los bolsillos, con aire impasible. Con calma bien controlada.) ¡Hola chicos! (Todos murmuran un «hola» pero ninguno le mira. Deja la gabardina en alguna parte y cruza hacia la mesa.) ¿Cómo va la partida? (Nuevos murmullos de los demás, apenas inteligibles y siguen mi­rando sus cartas.)Bueno... bueno... siento haberme retrasado... (FÉLIX parece un tanto disgustado cuando nadie le pregunta «por­que». Hace un ademán de coger un sandwich, lo deja otra vez h ciendo un gesto de desgana y mira alrededor de la habitación.)¿Queda alguna Coca-Cola?
ÓSCAR.—(Levantando la mirada de las cartas.) ¿Coca-Cola?... Pues, no... Quizás juego de zanahorias...
FÉLIX.—No... esta noche me apetecía Coca-Cola... (Está de pie observando el juego.)
OSCAR.-¿Cuál es la apuesta?
RICHARD.- Pregúntale a Murray... Murray... Oye, Murray... (MURRAY absorto no deja de mirar a FÉLIX.) ¡Murray... Murray!
ROY.- (A TOMMY) Dale en el hombro...
TOMMY.—(Dándole en el hombro.) ¡Murray!
MURRAY.-(Sobresaltado.) ¿Qué pasa...? ¿Qué pasa...?
RICHARD.-Tú hablas.
MURRAY.—¿Por qué soy yo siempre quien tiene que hablar?
ÓSCAR.—No eres tú siempre... pero en esta ocasión te toca a tí. Vamos ¿qué dices?
MURRAY.-Voy... voy... (Mete una moneda.)
FÉLIX—(Acercándose a la estantería de libros.) ¿Me ha llamado alguien?
ÓSCAR.—Pues... no... no recuerdo que hayan llamado... (A los demás.) ¿Ha llamado alguien a Félix? (Todos suspiran y murmu­ran un «no».) ¿Por qué?... ¿Esperas alguna llamada?
FÉLIX.—(Mira los libros.) No... no... era una simple pregunta. (Abre un libro y lo examina.)
ROY.—Subo a cinco dólares.
FÉLIX.—(Sin quitar los ojos del libro.) Pensé que quizás habría llamado alguien.
RICHARD.—O sea que tengo que poner cinco dólares si quiero ir ¿no es eso?
OSCAR-¡Exacto!
FÉLIX.—(Aún mirando el libro... y dándole vueltas al mismo tema.) Pero... si no ha llamado nadie... no ha llamado nadie... (Cierra de un golpe el libro y lo vuelve a poner en su sitio. Todos los jugadores se sobresaltan cuando cierra el libro de esa manera.)
RICHARD.—(Poniéndose muy nervioso.) ¿Qué me cuesta volver a jugar otra vez?
MURRAY.—¡Cinco dólares! ¡Cinco dólares! ¡Presta atención al juego, por favor!
ROY.—¡Calma... calma... no os excitéis!
ÓSCAR.—Vamos a tranquilizarnos todos, ¿eh?
MURRAY.—Lo siento... No puedo evitarlo. (Señala a RICHARD.) Me saca de quicio.
RICHARD.—Yo te saco de quicio a tí y tú me sacas a mí, y a todos los demás.
MURRAY.—(Sarcástico.) Lo siento... perdonadme, pero voy a sui­cidarme.
ÓSCAR.—¡Murray! ¡Murray! (Hace un movimiento con la cabeza, señalando a FÉLIX)
MURRAY.—(Viendo su error.) Oh... lo siento... (RICHARD le mira. Todos permanecen en silencio un momento hasta que TOMMY observa que FÉLIX está mirando por la ventana. Entonces llama la atención de ¡os otros.)
FÉLIX—(Se vuelve y los mira desde la ventana.) ¡Hay una vista preciosa desde aquí...! ¿Qué piso es... el doce?
ÓSCAR—(Rápidamente se levanta, va hacia la ventana y la cierra.) No, no; solo es el once... nada más... Pone doce, pero la verdad es que solamente es once... (Rápidamente va a cerrar las demás ventanas mientras FÉLIX le observa. ÓSCAR finge un escalofrío.) Hace fresco, ¿verdad? (A los otros.) ¿No tenéis frío? (Vuelve a la mesa.)
ROY.—Así se está mucho mejor.
ÓSCAR— (A FÉLIX) ¿Quieres sentarte a jugar?... Aún es muy temprano.
TOMMY.—Vamos, anímate... Pensamos estar hasta las tres o las cuatro de la mañana...
FÉLIX—(Suspira hondo.) No sé... no tengo muchas ganas de jugar esta noche...
ÓSCAR—(Sentándose en su sitio.) Bueno... y ¿qué te apetecería hacer?
FÉLIX.—(Suspira otra vez.) Ya encontraré algo... (Empieza a ca­minar por la habitación.) No os preocupéis por mí...
ÓSCAR—¿A dónde vas?
FÉLIX.—(Se queda clavado en la puertay mira a todos que a su vez se están mirando fijamente.) Al water...
ÓSCAR.—(Mira a FÉLIX," luego a los otros, preocupado.) ¿Sólo?
FÉLIX.—(Asiente.) Siempre voy solo, ¿por qué?
OSCAR.—(Suspira.) No... por nada... ¿Y tardarás mucho...? .
FÉLIX.—(Nuevo suspiro y con aire de mártir.) Pues... lo que tarde en acabar...
(A continuación entra en el cuarto de baño y cierra la puerta. Inme­diatamente, todos se ponen en pie y se acercan a la puerta del baño mientras susurran y murmuran muy nerviosos y con gran ansie­dad.)
MURRAY.—¿Te has vuelto loco? ¿Cómo has podido dejarle ir al water solo?
ÓSCAR.—¿Qué querías que hiciera?
ROY.-¡Entrar con él!
ÓSCAR.—Suponeos que de verdad tiene que ir al water... Además, ¿cómo demonios va a suicidarse en el water?
RICHARD—¿Cómo dices? De mil maneras... Cuchillas de afeitar, pastillas... Cualquier cosa que encuentre...
ÓSCAR.—Ese es el cuarto de baño de los niños... De la única ma­nera que puede matarse es lavándose los dientes...
ROY.-También podría saltar.
TOMMY.—¡Es verdad! ¿No hay una ventana?
ÓSCAR.—Un respiradero de diez centímetros...
MURRAY.—Puede romper el cristal y cortarse con él las venas...
ÓSCAR.—Por esa regla de tres... puede meter la cabeza en la taza del retrete y tirar de la cadena. (Vuelve hacia la mesa.)
ROY—(Acercándose más a la puerta.) ¡Schttt! ¡Escuchad... esta llorando! (Pausa. Todos oyen los sollozos de FÉLIX) ¿Le oís...? Está llorando...
MURRAY.—¡Qué horror!... ¡Por el amor de Dios, Ocear... haz algo! ¡Di algo!
ÓSCAR.—¿El qué? ¿Qué le dirías tú a un hombre que está llorando en el water de tu casa? (Ruido de tirar de la cadena y ROY emprende una frenética carrera para volver a su puesto.)
ROY.-¡Qué sale! ¡Qué sale!
(Todos, como pueden, vuelven a sus sillas. MURRAY se equivoca con TOMMY y rápidamente vuelven a cambiarse de silla. FÉLIX vuelve a entrar en la habitación. Parece calmado y no tiene aspecto de haber llorado.)
FÉLIX.—En fin... creo que es hora de marcharme... (Se dirige hacia la puerta de salida. ÓSCAR se pone en pie de un salto y los demás hacen lo mismo.)
ÓSCAR.—¡Félix, espera un minuto!
FÉLIX.—¡No, no. No puedo hablar contigo... no quiero hablar con nadie!
(Todos van a alcanzarle y le detienen por fin cerca de la escalera.)
MURRAY.—Félix, por favor... Somos tus amigos... No puedes irte así.
(FÉLIX lucha por desasirse.)
ÓSCAR.—Félix, siéntate... Aunque sea solo un minuto, pero dinos algo.
FÉLIX.—No hay nada que decir... nada... Todo ha terminado... terminado para siempre... Dejadme salir... (Se suelta y desaparece en un dormitorio de la derecha. Los demás le persiguen y él sale por otra puerta, que comunica con el baño.)
ROY.-¡Cogedle! ¡Cogedle!
FÉLIX.—(Buscando una salida.) ¡Dejadme salir de aquí!
ÓSCAR.—Félix, ¡cálmate... estás muy excitado!
FÉLIX.—Por favor, dejadme salir...
MURRAY.—¡El water! ¡Cuidado con el water... no le dejéis entrar!
FÉLIX.—(Entra desde el cuarto de baño en la habitación, con ROY materialmente colgado de su cuello y los otros en fila india detrás.) ¡Dejadme solo! ¿Por qué no queréis dejarme solo?
OSCAR.-¡Basta, Félix... te lo advierto... esto se acabó!
(Le tira a FÉLIX a la cara medio vaso lleno de agua que había en un mueble.)
FÉLIX.—¡Es asunto mío y yo lo solucionaré...! ¡Oh, mi estómago! (Cae desmayado en brazos de ROY.)
MURRAY.—¿Qué te pasa en el estómago?
TOMMY.—Parece enfermo... mirad que mala cara tiene... (Entre todos intentan mantenerle en pie y, medio arrastras, le llevan hasta el sofá.)
FÉLIX.—No estoy enfermo... me encuentro bien. No he tomado nada... os lo juro... ¡Ayyyyyy mi estómago!
ÓSCAR.—¿Qué quieres decir con que «no has tomado nada»? Confiesa, ¿qué has tomado?
FÉLIX.—¡Nada! ¡Nada! ¡No he tomado nada! Por favor, no le digáis a Caroline lo que he hecho... ¡Ayyyyy!... mi estómago...
MURRAY.—¡Se ha tomado algo! ¡Os digo que ha tomado algo!
OSCAR.-Pero, ¿el qué, Félix? ¿¿El quéee??
FÉLIX.—¡Nada! ¡No he tomado nada!
ÓSCAR.—Pastillas... ¿has tomado pastillas?
FÉLIX.—¡No! ¡No!
ÓSCAR—(Cogiéndole por las solapas.) ¡No me mientas, Félix! ¿Has tomado pastillas?
FÉLIX.—No... no... No he tomado nada.
(Todos suspiran aliviados y parecen tranquilizarse momentánea­mente.)
FÉLIX.—...solo unas cuantas...
(Todos reaccionan alarmados por lo que acaba de decir.)
ÓSCAR.—¡Ha tomado pastillas!
MURRAY.-¿Cuántas, Félix, cuántas?
ÓSCAR.—¿Qué clase de pastillas?
FÉLIX.—No sé... eran pequeñitas y de color verde... Cogí las pri­meras que encontré... Debí volverme loco...
ÓSCAR.—Pero ¿no leíste las instrucciones?
FÉLIX.—No pude. La bombilla estaba fundida... No se lo contéis a Caroline, por favor... estoy tan avergonzado... tan avergon­zado...
ÓSCAR.—(Mascando las silabas.) Félix, ¿cuántas-pastillas-tomaste?
FÉLIX.—No lo sé... no lo recuerdo...
ÓSCAR.—Voy a llamar a Caroline...
FÉLIX.—(Le detiene.) ¡No, por favor! ¡No la llames...! ¡Si Caroline se entera de que me he tomado todo el tubo de pastillas...
MURRAY.-¡Todo el tubo! ¡El tubo entero...! (Se vuelve hacia TOMMY) ¡Dios mío, llama a una ambulancia!
(TOMMY corre hacia la pueta principal.)
OSCAR.-(A MURRAY) ¡Y ni siquiera sabe qué pastillas eran!
MURRAY.—¿Qué importa si ha tomado un tubo entero?
ÓSCAR.—Quizás eran vitaminas... ¡A estas horas puede que sea la persona más sana del mundo!... Por favor, ten un poco de calma, ¿quieres?
FÉLIX.—No llames a Caroline... Prométeme que no vas a llamarla.
MURRAY.—Desabróchale el cuello de la camisa... Abrid las ven­tanas... que entre aire fresco...
RICHARD.—Hay que hacer que camine... no puede quedarse dormido...
(Entre RICHARD y MURRAY cogen a FÉLIX y le hacen dar paseos mientras ROY le da masaje en las muñecas.)
ROY.—Hay que conseguir que le circule la sangre...
TOMMY.—(Corre hacia el baño para ponerle una compresa de agua fría.) ¡Compresas de agua... en estos casos hay que aplicar compresas de agua fría...!
(Por fin sientan a FÉLIX en un sofá mientras cada uno continúa con sus ideas intentando salvar a FÉLIX)
ÓSCAR.—¡Por favor, de uno en uno...! ¡Sólo un médico a la vez! ¡Los internos que se callen la boca!
FÉLIX.—Me siento bien... no me pasa nada...
MURRAY.—(A todos.) ¿Pensáis quedaros ahí parados? ¿Es que no vais a hacer nada? Voy a llamar a un médico. (Va hacia el telé­fono.)
FÉLIX.-¡No, un médico, no!
MURRAY.-Pero debe verte un médico.
FÉLIX.—No necesito ningún médico.
MURRAY.—Tiene que hacerte expulsar las pastillas...
FÉLIX.—Ya las he expulsado... antes en el baño las devolví... (Se recuesta y parece muy débil. MURRAY cuelga el teléfono) Dadme una cerveza o una tónica...
(TOMMY entrega un paño con agua a RICHARD.)
ROY.-(A TOMMY) Dale algo de beber.
OSCAR.-(Enfadado, a FÉLIX) ¡¿Qué has devuelto las pasti­llas?!
TOMMY.—¿Qué prefieres, Félix, la cerveza o la tónica?
RICHARD.-(A TOMMYJ ¡Dale algo deprisa...! ¡Lo que sea!
(TOMMY entra corriendo en la cocina mientras RICHARD le pone el paño de agua en la frente.)
FÉLIX.—¡Doce años! ¡Doce años de casados! ¿Lo sabías, Roy?
ROY.—(Tratando de consolarle.) Sí, Félix, lo sabía.
FÉLIX.—(Con gran emoción.) Y, ahora... se acabó... se acabó para siempre. ¡Es horrible...!
RICHARD.—Se quedará todo en un simple enfado sin importan­cia... Piensa que en estos años os habéis peleado muchas veces, Félix.
FÉLIX.—¡No, ahora es distinto! Mañana va a ver a su abogado... que es primo mío... ¡Encima utiliza a mi primo...! (Llorando ya sin poder contenerse.) ¿Y a quién contrato yo ahora? Era el único abogado que conozco.
(TOMMY sale de la cocina con un vaso de cerveza.)
MURRAY.—(Dándole palmaditas en el hombro.) ¡Tranquilízate, Félix... todo se arreglará!
TOMMY.-(Dando el vaso a FÉLIX) Toma, bebe...
FÉLIX.—No os preocupéis, estoy bien... solo que no puedo evitar llorar...
(Esconde la cabeza entre las manos y todos le miran compungidos.)
MURRAY.—Dejémosle a solas con su dolor, eh... (A RICHARD y TOMMY, alejándoles.) Vamos...
FÉLIX.—Sí, no os quedéis ahí, mirándome... por favor.
ÓSCAR.—(A todos.) Marchaos tranquilos, ya se encuentra mejor. Demos la partida por terminada.
(MURRAY, RICHARD y ROY dejan sus fichas sobre la mesa de poker, cogen sus abrigos y se disponen a marcharse.)
FÉLIX.—¡Estoy tan avergonzado... por favor, perdonadme!
TOMMY.—(Agachándose y hablando a FÉLIX) No te preocupes, Félix... te comprendemos...
FÉLIX.—No le cuentes esto a nadie, ¿eh, Tommy? ¿Me lo prome­tes?
TOMMY.—Me marcho a Florida mañana.
FÉLIX.—¡Me alegro... que te diviertas!
TOMMY.-Gracias.
FÉLIX.—(Se vuelve un poco y suspira, desesperado.) También no­sotros pensábamos ir a Florida este invierno!... (Intenta reírse pero es más bien un gemido lo que consigue.) Sin los niños... Ahora irán ellos sin mí.
(TOMMY coge su abrigo y ÓSCAR les lleva a todos hacia la puerta de salida.)
MURRAY.—(Parándose en la puerta.) ¿Quizás deberíamos que­darnos uno de nosotros?
ÓSCAR.—No, Murray... no hace falta.
MURRAY.—¿Y si intenta algo de nuevo?
ÓSCAR.—No intentará nada, no te preocupes.
MURRAY.—¿Cómo puedes estar tan seguro de que no lo hará?
FÉLIX.—(A MURRAY) No voy a intentar nada malo, estoy muy cansado...
OSCAR.-(A MURRAY) ¿Has oído? Está muy cansado... Ha tenido una noche muy agitada... Buenas noches, muchachos...
(Todos se despiden y salen, ¡a puerta se cierra pero inmediatamente vuelve a abrirse y aparece ROY)
ROY.—Si ocurre algo, Oscar, llámame.
(Sale y la puerta empieza a cerrarse de nuevo pero se abre y aparece RICHARD)
RICHARD.—Sabes que vivo muy cerca y que puedo venir en cinco minutos...
(RICHARD sale y misma operación con la puerta. Esta vez aparece TOMMY)
TOMMY.—Si me necesitas estaré en el hotel Meridian de Miami.
ÓSCAR.—A ti será al primero que llame, Tommy.
(TOMMY hace mutis. La puerta se cierra. Vuelve a abrirse y entra MURRAY)
MURRAY.-(A ÓSCAR) ¿Estás seguro de lo que haces?
OSCAR.-Seguro.
MURRAY.—(En voz alta a FÉLIX, mientras hace gestos a ÓSCAR para que salga hacia la puerta.) Que descanses, Félix... intenta dormir. Seguro que mañana por la mañana verás las cosas mucho menos negras que esta noche. (A ÓSCAR en voz baja.) Quítale el cinturón y los cordones de los za­patos. (ÓSCAR asiente con la cabeza y MURRAY sale. ÓSCAR mira a FÉLIX y lentamente se acerca a él. Hay un momento de silencio.)
OSCAR.-(A FÉLIX) ¡Oh, Félix... Félix... Félix...!
FÉLIX.-(Sentado y con la cabeza entre las manos.) Lo sé... lo sé... lo sé... ¿Qué voy a hacer ahora, Oscar?
ÓSCAR.—Primero, vamos a lavar bien tu estómago con una taza de café muy cargado. (Va hacia la cocina pero... se detiene.) Oye... ¿podrás quedarte solo dos minutos?
FÉLIX.—¡No, creo que no!... ¡Quédate conmigo, Oscar! ¡Hablame!
ÓSCAR.—Entonces, ven conmigo a la cocina... necesitas ese café... te sentará bien.
FÉLIX.—Oscar, lo terrible de todo esto es que aún la quiero... Ad­mito que nuestro matrimonio no funcionaba bien pero... la quiero y no quiero el divorcio...
ÓSCAR.—(Sentándose en el brazo del sofá.) ¿Quieres tomar una tostada con el café o unas galletas?
FÉLIX.—Sí, si lo reconozco... no nos llevábamos bien, pero... teníamos dos hijos preciosos... una casa bonita... ¿verdad que sí, Oscar?
ÓSCAR.—¿Cómo prefieres las galletitas... de chocolate o vainilla...? Tengo de las dos...
FÉLIX.—¿Qué más podía querer...? ¿Qué más puede desear una mujer?
ÓSCAR.—Lo que a mí me interesa es saber lo que tú quieres. ¿Té, café, malta...? Luego hablaremos del divorcio...
FÉLIX.—¡Es una jugada sucia! ¡Es una jugada sucia, coño! (Con el puño cerrado da un puñetazo en el brazo de una silla y se queja de dolor, llevándose las manos al cuello.) ¡Ay... ay... mi cuello... mi cuello...!
ÓSCAR.—Pero ¿no ha sido en el puño?
FÉLIX.—(Se ha puesto de pie y da grandes zancadas mientras se su­jeta el cuello con gesto de dolor.) ¡Es un espasmo nervioso... en el cuello... Ayyy... qué dolor!
ÓSCAR—(Se le acerca corriendo.) ¿Dónde... dónde te duele?
FÉLIX.—(Estira el brazo impidiéndole acercarse.) ¡No me toques! ¡No me toques!
ÓSCAR.—Solo quiero ver donde te duele...
FÉLIX.—Se me pasará... déjame unos minutos y se me pasará. ¡Ayyyy! ¡Ayyyyyy!
ÓSCAR—(Indicándole el sofá.) Túmbate bocabajo y te daré ma­saje... eso te calmará el dolor.
FÉLIX—(Retorciéndose de dolor.) Tú no sabes hacerlo... es un masaje muy especial y solo Caroline sabe dármelo.
ÓSCAR.—¿Quieres que la llame y la diga que venga?
FÉLIX.—(Grita.) ¡No! ¡No!... ¿No ves que nos estamos divor­ciando...? ¿Cómo va a querer darme masaje?... Es la tensión nerviosa la que me ha producido el dolor... creo que estoy muy nervioso.
ÓSCAR.—Sí, lo más probable... Oye ¿y cuánto suele durarte?
FÉLIX.—A veces unos minutos y a veces horas... Recuerdo una vez que me pasó mientras iba conduciendo... Me estrellé contra una tienda de ultramarinos... ¡Ayyyy!... ¡Ay...!
(Se sienta en el sofá y no para de hacer gestos de dolor.)
ÓSCAR—(Colocándose tras de él.) ¿Qué prefieres, seguir sufriendo o que intente arreglar tu maldito cuello? (Empieza a darle masaje.)
FÉLIX.—¡Con cuidado... con cuidado!
ÓSCAR—(Gritándole.) ¡Estáte quieto! ¡Relájate... He dicho que te relajes...!
FÉLIX.—(En el mismo tono.) ¡No me grites!... (Con voz normal.) Lo que tengas que decir, dímelo de buenas maneras.
ÓSCAR—(Siguiendo con el masaje.) Piensa en algo agradable...
FÉLIX.—¡Es horrible...! ¡No puedo... imposible, no consigo rela­jarme! Duermo todas las noches en la misma posición, sin moverme... Caroline dice que parezco un cadáver... (Nuevos que­jidos.) ¡Ayyyy... ayyyyyy!
OSCAR.-(Deja de frotarle.) ¿Te duele?
FÉLIX.—No, no... siento alivio.
ÓSCAR.—Entonces, dilo. Expresas lo mismo el dolor que la feli­cidad.
(Empieza los masajes de nuevo.)
FÉLIX.—Sí, lo sé... lo sé... Oscar, creo que estoy loco.
ÓSCAR.—Bueno, si éso te hace sentirte mejor... yo también lo creo.
FÉLIX.—Lo digo en serio... de lo contrario no me comportaría así... viniendo a esta casa... dándoos un susto de muerte a todos... queriéndome suicidar,... ¿Qué es ésto más que estar loco?
ÓSCAR.—Es pánico... miedo... Tú eres una persona miedosa. Pierdes los nervios muy fácilmente... (Deja de frotarle.)
FÉLIX.-No pares... me alivia mucho.
ÓSCAR.—Si no te relajas, voy a romperme los dedos... (Le toca el pelo.) Mira, hasta los pelos se te ponen de punta.
FÉLIX.—Sí, Oscar... hago cosas terribles... me comporto como un niño de pecho...
OSCAR-Agáchate...
(FÉLIX se inclina hacia delante y ÓSCAR le da masaje en la espalda.)
FÉLIX.-(Con la cabeza inclinada.) A todo el mundo le cuento mis problemas.
ÓSCAR.—(Dándole masajes con todas sus fuerzas.) Escucha, si te hago daño, dímelo porque no sé si lo que estoy haciendo...
FÉLIX.—No está bien, Oscar, no está bien... venir a tu casa y com­portarme de esa manera...
ÓSCAR.—(Termina el masaje.) ¿Cómo tienes el cuello?
FÉLIX.—(Mueve la cabeza para un lado y para otro.) Mejor... Ahora, sólo me duele la espalda...
(Se levanta y mientras camina se frota la espalda con las manos.)
ÓSCAR.—Lo que tú necesitas es una copa. (Va hacia el bar.)
FÉLIX.No puedo beber, me sienta mal. Anoche intenté embo­rracharme.
ÓSCAR.—(Desde el bar.) ¿Dónde estuviste anoche?
FÉLIX.—Por ahí... caminando...
OSCAR.-¿Toda la noche?
FÉLIX.-Toda.
OSCAR.-¿Con lo que llovía?
FÉLIX.—En el hotel, no. No podía dormir y paseé por la habita­ción... una habitación sucia y deprimente... De pronto, me encontré a mí mismo mirando por la ventana y... de repente... me dieron ganas de saltar...
ÓSCAR—(Se dirige a FÉLIX con dos copas servidas.) ¿Por qué no lo hiciste?
FÉLIX.—Porque la habitación estaba en la planta baja.
OSCAR.-Bébete ésto.
(Le da la copa, cruza hacia el sofá y se sienta.)
FÉLIX.—Yo no quiero divorciarme, Oscar... No deseo cambiar mi vida... (Se acerca al sofá y se sienta cerca de ÓSCAR.) Háblame, Oscar. ¿Qué voy a hacer ahora...? ¿Qué será de mí?
ÓSCAR.—En primer lugar, pórtate como un hombre. Bébete este whisky y entre los dos vamos a planear una nueva vida para ti...
FÉLIX.—¿Sin Caroline... sin los niños?
ÓSCAR.—No vas a ser el único divorciado de este mundo.
FÉLIX.—(Se levanta y pasea de derecha a izquierda.) No lo entien­des, Oscar. Yo sin ellos no soy nada... nada...
ÓSCAR.—¿Cómo que «nada»? Tú eres «algo». (FÉLIX se sienta en el sillón.) ¡Una persona! Eres de carne y hueso... eres un ser hu­mano... No eres un pez... ni un búfalo... ¡Eres tú!... tú que andas, hablas, lloras, te quejas, te tomas un tubo de píldoras verdes y envías telegramas anunciando tu suicidio... Nadie más que tú es capaz de hacer eso, Félix... Créeme, eres un-ejemplar-único-en-el-mundo... (Va al bar.) Ahora, bebe.
FÉLIX.—Tú has pasado por eso... ¿cómo lo soportaste?... ¿Qué hiciste las primeras noches...?
ÓSCAR.—Hice exactamente lo que estás haciendo tú.
(Se sirve otra copa.)
FÉLIX.—¡Portarte como un histérico!
ÓSCAR.—No, emborracharme... (Vuelve hacia el sofá con la botella. Se sienta.) Bebí durante cuatro días y cuatro noches seguidas... Llegó un momento en que me caí por una ventana y empecé a sangrar como un cerdo, pero a la vez, empecé a olvidar. (Bebe.)
FÉLIX.—¿Cómo te olvidaste de tus hijos? ¿Cómo borrar de un plumazo doce años de matrimonio?
ÓSCAR.—¡No se puede! Cuando noche tras noche entro en ocho habitaciones completamente vacías siento en la cara una bofe­tada de aire frío. Pero, esa es la realidad y hay que aceptarla. Uno no puede pasarse la vida llorando... Anda, sé un buen chico y bébete la copa...
(Se estira en el sofá y recuesta la cabeza cerca de FÉLIX.)
FÉLIX.—Imagino lo que Caroline estará pasando...
ÓSCAR.—¿Qué quieres decir con «estará pasando»?
FÉLIX.—En el caso de la mujer es aún más penoso... La pobre, está sola, encerrada en casa, con los niños... no puede salir como yo... Además, ¿dónde va a encontrar a alguien, ahora, con su edad... y con dos hijos...? ¿Dónde?
ÓSCAR.—No lo sé. Quizás alguien llame a su puerta... Félix, hay miles de divorcios al año... así que algo bueno debe de tener...
(FÉLIX se tapa los oídos con las manos y empieza a emitir una especie de zumbido.) ¿Qué te pasa ahora? (Se incorpora sentándose.)
FÉLIX.—Se me taponan los oídos... a causa de la sinusitis... Debe ser por el polvo que hay aquí... porque soy alérgico al polvo.
(Sigue con el mismo zumbido y trata de destaparse los oídos saltando sobre un pie y luego sobre el otro... mientras hace esto, se ha ido acercando a la ventana y la abre.)
OSCAR.-(De pie, de un salto.) ¿Qué haces?
FÉLIX.—No voy a saltar... solo quiero respirar. (Hace varias inha­laciones profundas.) Solía volverle loca a la pobre Caroline con mis alergias... Porque, también soy alérgico a los perfumes... y lo único que podía utilizar Caroline era mi loción de después del afeitado... El vivir conmigo resulta insoportable... Es increíble que la pobre me haya aguantado tantos años...
(De pronto muge como un toro. ÓSCAR le mira atónito. Nuevo mu­gido.)
ÓSCAR.—¿Y, ahora qué carajo haces?
FÉLIX.—Trato de limpiar los oídos... creo una presión dentro de ellos y el tapón se rompe. (Más mugidos.)
OSCAR.-¿Se ha roto ya?
FÉLIX.—Se me ha abierto un poco. (Se frota el cuello.) Creo que me he hecho daño en la garganta... (Pasea por la habitación.)
ÓSCAR.—Joder, ¿por qué no te dejas en paz a ti mismo un ratito? Como si te importase un pito.
FÉLIX.—¡No puedo evitarlo! ¡Vuelvo loco a todo el que me rodea! Recuerdo una vez, en un consultorio matrimonial, me echaron a la calle de una patada... y me enteré de que en mi ficha habían escrito: LUNÁTICO. No culpo a la pobre Caroline... resulta imposible estar casado conmigo.
ÓSCAR.—Pero se necesitan dos para llevar un matrimonio a pique.
(Vuelve a tumbarse en el sofá.)
FÉLIX.—¡No te puedes imaginar como era en casa! Una vez, la compré un cuaderno y la obligaba a anotar hasta el último cén­timo que gastaba... desde lo más caro hasta una cebolla. Todo tenía que estar anotado en el cuaderno. Y tuvimos una discusión tremenda porque se la olvidó anotar el precio del cuaderno. ¿Cómo se puede convivir con un ser así?
ÓSCAR.—¡Hombre... eres un buen administrador, todo lo contrario que yo! Pero, todos tenemos nuestros defectos.
FÉLIX.—¿Defectos... defectos, dices? Tenemos una asistenta que viene a limpiar tres días a la semana y los días que no viene, limpia la casa Caroline. Pues bien, después de haber limpiado ellas, iba yo detrás y volvía a limpiar todo. No lo puedo evitar. Soy un fanático de la limpieza... Aunque, la culpable de ello es mi madre. Recuerdo que a los cinco meses, ya hacía pis en el orinal.
ÓSCAR.—¿Cómo puedes recordar esas cosas?
FÉLIX.—Me tengo bien merecido lo que me ha pasado... Yo y mis manías de encontrar todo mal... Por ejemplo, si Caroline estaba cocinando algo, en el preciso instante en que ponía los pies fuera de la cocina, iba yo y volvía a cocinar todo... incluso volvía a aña­dir sal y pimienta. No, no es que no me fiase de ella, es que yo lo hacía mejor... Y, por ser tan listo, me he buscado mi ruina. (Se golpea ¡a frente con la palma de la mano tres veces seguidas.) ¡Maldito idiota!
(Se deja caer en el sillón.)
ÓSCAR.—¡No hagas eso, por favor! Solo nos faltaba que ahora te doliera la cabeza.
FÉLIX.—No me puedo soportar a mí mismo, Oscar. Me odio... sí, muchacho, no sabes como me odio.
ÓSCAR.—No te odias, te quieres demasiado, que es distinto. Pero, todos tenemos defectos...
FÉLIX.—¡No me vengas con mentiras piadosas! Reconozco que soy un cabrón.
ÓSCAR.—Bueno, si tú lo dices...
FÉLIX.—(Dolido.) Creí que eras mi amigo...
ÓSCAR.—Precisamente por eso te hablo así, porque te quiero casi tanto como tú mismo...
FÉLIX.—Entonces, ayúdame...
ÓSCAR—(Se incorpora sobre un hombro.) ¿Cómo voy a ayudarte cuando no puedo ayudarme a mí mismo? Tú crees que es inso­portable vivir contigo. Blanche solía decir: «¿a qué hora quieres la cena?« Yo siempre la contestaba: «No lo sé, no tengo ham­bre». Luego, a las tres de la mañana, la despertaba y le gritaba: «Ahora quiero la cena». Durante los últimos catorce años he sido uno de los críticos deportivos mejor pagados de este país, ¿y sabes cuanto solíamos ahorrar cada mes? Ocho dólares... en mo­nedas. Jamás estaba en casa, pasaba las noches jugando, cuando fumaba hacía agujeros en los muebles y la engañaba en la pri­mera oportunidad que tenía. Para celebrar nuestro décimo ani­versario de boda la llevé a un partido de beisbol y la dieron un pelotazo en la cabeza... Pero, a pesar de todo esto, aún no puedo entender como ni por qué me dejó. Quizás era un poco rara y yo un tipo imposible.
FÉLIX.—Yo soy distinto, Oscar. Yo no podría vivir solo. No seré capaz de ir a trabajar y me despedirán... ¿De qué voy a vivir?
ÓSCAR.—Te queda el recurso de ponerte en una esquina y llorar... alguien se compadecerá y te dará algunas monedas... Pero, no te preocupes, tú trabajarás, Félix... claro que trabajarás...
(Vuelve a tumbarse.)
FÉLIX.—¿Crees que debería llamar a Caroline?
ÓSCAR.—(A punto de explotar.) ¿Para qué? (Se sienta.)
FÉLIX.—Pues... para recapacitar otra vez...
ÓSCAR.—Ya lo habéis recapacitado todo. No hay nada que decir... ¿Cuándo vas a aceptar la verdad?
FÉLIX.—No puedo evitarlo, Oscar. No sé qué hacer.
ÓSCAR.—Entonces, escúchame.. Esta noche duermes aquí y ma­ñana iremos a buscar tus cosas y te trasladas aquí conmigo.
FÉLIX.—No, no... ésta es tu casa... yo seré un estorbo...
OSCAR.-Tengo ocho habitaciones... podríamos estar un año entero sin tropezamos siquiera... ¿No lo entiendes? Quiero que vengas a vivir conmigo.
FÉLIX.—¿Por qué si soy como la peste?
ÓSCAR.—Ya sé que eres como la peste, por eso no tienes que re­petírmelo nunca más.
FÉLIX.—¿Y, por qué quieres que viva contigo?
ÓSCAR.—(Mascando las palabras.) ¡Porque-no-soporto-vivir-solo! ¡Por eso!... ¡Por el amor de Dios, ¿no ves que me estoy decla­rando? ¡Qué quieres!, ¿que te dé un anillo de compromiso?
FÉLIX.—Bien, Oscar, si de verdad quieres que viva contigo, hay muchas cosas que puedo hacer aquí... Soy muy mañoso y puedo ocuparme...
ÓSCAR.—No tienes que ocuparte de nada.
FÉLIX.—Quiero hacer algo, Oscar... Déjame que haga algo.
ÓSCAR.—(Asiente.) Está bien. Puedes quitar las iniciales de mi mujer de las toallas... o lo que quieras...
FÉLIX.—(Comienza a arreglar el cuarto.) Puedo guisar... Soy un magnífico cocinero.
ÓSCAR.—No hay nada que cocinar... En casa solo hago el des­ayuno.
FÉLIX.—¡Ni hablar! ¡El hacer todas las comidas en casa puede resultarnos un gran ahorro! ¡Recuerda que tenemos que pasar la pensión a las mujeres!
ÓSCAR.—(Feliz viendo que FÉLIX empieza a recuperar el interés por vivir.) Muy bien, puedes guisar cuanto quieras. (Le tira un cojín.)
FÉLIX.—(Devolviéndole el cojín.) ¿Te gusta la pierna de cordero asada?
ÓSCAR.—Sí, me gusta la pierna de cordero...
FÉLIX.—Estupendo, mañana comeremos cordero... ¡Por cierto, tengo que llamar a Caroline para que me preste la cazuela grande.
ÓSCAR.—¿Quieres olvidarte de una puñetera vez de Caroline? Compraremos nuestras propias cazuelas. Haz el favor de no vol­verme loco antes de empezar a vivir contigo.
(Suena el teléfono. ÓSCAR lo descuelga rápidamente.) (Al teléfono.) ¿Diga?... ¡Ah, hola, Caroline...!
FÉLIX.—(Deja de limpiar automáticamente y empieza a mover los brazos deforma muy aparatosa mientras murmura, casi gritando.) ¡No estoy en casa! ¡No estoy en casa! ¡Dila que no me has visto! ¡No sabes donde estoy!
OSCAR.-(Al teléfono.) Sí, está aquí.
FÉLIX.—(Dando grandes zancadas.) ¿Cómo está... la notas preocu­pada? ¿Está llorando? ¿Qué dice... que quiere hablar conmigo? Pues yo no quiero hablar con ella.
OSCAR.-(Al teléfono.) Sí, sí está.
FÉLIX.—Dila que no pienso volver. Que estoy harto., la he aguan­tado tanto como ella a mí. Que si piensa que voy a volver con ella, se equivoca. ¡Anda, díselo, díselo!
ÓSCAR.—(Al teléfono.) Sí... sí... está muy bien.
FÉLIX.—¿Cómo puedes decir que estoy bien...? ¿Es que no me has visto? ¿Cómo eres tan cínico...? Estoy fatal.
ÓSCAR.—Sí, lo comprendo, Carol...
FÉLIX.—(Se sienta al lado de OSCAR) ¿Quiere hablar conmigo? Pregúntale si quiere hablar conmigo.
OSCAR-(Al teléfono.) ¿Quieres hablar con él?
FÉLIX—(Intentando quitarle el auricular.) Déjame... hablaré con ella.
ÓSCAR.—(Al teléfono.) Ah, no quieres hablar con él.
FÉLIX.—¿Que no quiere hablar conmigo?
ÓSCAR.—(Al teléfono.) Ya... de acuerdo... Bueno, hasta luego. (Cuelga.)
FÉLIX.—¿No quería hablar conmigo?
OSCAR.-¡No!
FÉLIX.—Entonces, ¿para qué llamó?
ÓSCAR.—Quería saber cuando ibas a pasar a recoger tus cosas... Quiere pintar de nuevo la habitación.
FÉLIX.-¡Oh!
ÓSCAR—(Dándole una palmadita a FÉLIX en el hombro.) Oye, Félix, ya es casi la una. (Se levanta.)
FÉLIX.—Con que no quiso hablar conmigo, ¿eh?
ÓSCAR.—Voy a acostarme... ¿Seguro que no te apetece un té con alguna galleta?
FÉLIX.—¡La pintará de rosa, seguro! Siempre tuvo esa idea en la cabeza.
ÓSCAR.—Voy a sacarte un pijama. ¿Cómo lo prefieres, de rayas, de lunares o liso? (Va hacia el dormitorio.)
FÉLIX.—¡Ironías del destino! Yo pensando como suicidarme y ella viendo el muestrario de pinturas...
ÓSCAR.—(En el dormitorio.) ¿Qué dormitorio prefieres...? A mí me da igual.
FÉLIX—(Se levanta y va hacia el dormitorio.) ¿Sabes, en el fondo, me alegro... Porque, por fin, ella me ha hecho ver... que todo se acabó. No lo he comprendido hasta este mismo instante.
ÓSCAR.—(Vuelve con almohada, almohadón y un pijama.) Félix, quiero irme a la cama.
FÉLIX.—No lo tomé en serio hasta esta noche... Mi matrimonio se ha terminado.
ÓSCAR.—Félix, vete a la cama.
FÉLIX.—Sin embargo, ahora no me parece tan terrible... quiero decir que creo que voy a poder vivir...
ÓSCAR.—Claro que vivirás, pero ahora, acuéstate.
FÉLIX.—Sí, me acostaré dentro de un rato. Ahora tengo que pen­sar, he de reorganizar mi vida... ¿Tienes un papel y un lápiz?
ÓSCAR.—No, esta noche, no. (Le tira el pijama.) ¡Estás en mi casa y yo establezco las horas de dormir!
FÉLIX.—Oscar, por favor... déjame solo... necesito estar solo unos momentos. Debo organizarme... Anda, ve tú a la cama... Voy a... a limpiar un rato.
(Empieza a recoger cosas del suelo.)
ÓSCAR—(Poniendo la funda a la almohada.) No tienes que limpiar nada. Le pago a la asistenta a diez dólares la hora.
FÉLIX.—No importa, Oscar... es que me resulta imposible dormir con toda esta porquería por el suelo... Ve a la cama... Hasta ma­ñana... (Pone los platos en una bandeja.)
ÓSCAR.—Oye, ¿sólo por encima, eh...? ¿No pensarás sacudir las alfombras?
FÉLIX.—Solo diez minutos... nada más.
ÓSCAR.—¿Estás seguro?
FÉLIX.-(Sonríe.) Te lo prometo.
OSCAR.-¿En serio?
FÉLIX.—En serio. Recojo los platos y voy directo a la cama.
OSCAR-Bien...
(Cruza hacia su dormitorio y al pasar ante la puerta de otro dormi­torio, tira el almohadón. Entra en su cuarto y cierra la puerta tras de sí.)
FÉLIX.-(Llamándole.) ¡Oscar! (ÓSCAR aparece angustiado y va corriendo a FÉLIX) Quizá tarde un par de días... pero me recuperaré.
OSCAR.-(Sonríe resignado.) Me alegro... En fin, buenas noches, Félix. (Vuelve hacia su dormitorio mientras FÉLIX queda arreglando los cojines del sofá.)
FÉLIX.—Buenas noches, Caroline.
(ÓSCAR, al oír esto, queda paralizado. FÉLIX sin darse cuenta de lo que ha dicho, sigue arreglando los cojines mientras ÓSCAR se vuelve y queda mirándole con expresión entre preocupada y mo­lesta.)


TELÓN
  1. CUADRO SEGUNDO



Dos semanas después. Son las once de la noche.


(Al levantarse el telón, RICHARD, ROY, MURRAY, TOMMY y OS CAR, sentados ante una mesa, están jugando al póker. La silla de FÉLIX permanece vacía. Entre esta escena y el principio de la comedia hay una gran diferen­cia y es que, ahora, la habitación está perfectamente limpia y arre­glada. Casi se podía decir que parece esterilizada. No hay bolsas de lavandería ni platos sucios ni vasos a medio llenar. FÉLIX aparece por la cocina. Trae una bandeja con vasos, servilletas y aperitivos. Deposita la bandeja en alguna parte y abriendo las servilletas, entrega una a cada jugador. Todos las cogen, a regañadientes, y se las ponen sobre las piernas. Luego, FÉLIX, con sumo cuidado, abre las latas de cervezas y vacía el contenido en los vasos, sin derramar una sola gota, haciendo unos movimientos un tanto historiados, deja las latas en la bandeja.)
FÉLIX.—(A MURRAY) ...Una cerveza helada para Murray.
MURRAY.-(Alargando el brazo.) Gracias, Félix.
FÉLIX.—(Sin entregarle la cerveza.) ¿Dónde está tu posavasos?
MURRAY.-¿Mi... qué?
FÉLIX.—Tu posavasos. Esa cosa pequeña y redonda que se pone debajo de los vasos.
MURRAY.—(Mira por la mesa.) Creo que lo he apostado.
ÓSCAR.—(Lo coge y se lo da a MURRAY.) ¡Ya me parecía a mí que estaba ganando mucho! ¡Toma!
FÉLIX.—Por favor, muchachos, úsenlos. (Coge otro vaso de la ban­deja.) ¿Whisky con agua?
RICHARD.—(Levanta la mano.) Para mí. (Satisfecho.) Y aquí tengo el posavasos. (Lo levanta para que lo vea FÉLIX.)
FÉLIX—(Dándole el vaso.) Siento ser tan plomo pero ya sabéis lo que ocurre si un vaso está mojado por abajo.
(Vuelve a la bandeja, coge un cenicero limpio pero lo vuelve a pasar una servilleta.)
ÓSCAR—(Como un disco rayado.) Dejan-cerco-en-la-mesa.
FÉLIX..—(Asiente.) Exacto... y estropean la madera... se comen todo el barniz.
ÓSCAR.—(A los otros.) Así que... cuidado con los cercos, eh...
FÉLIX.—(Coge el cenicero y un plato con sándwiches de la bandeja y va hacia la mesa.) Un cenicero limpio para Roy... (Le da el ceni­cero.) Ahora... un sándwich para Tommy...
(Como un consumado camarero, y con gran habilidad, pone el plato delante de TOMMY)
TOMMY.-(Mira el plato y luego a FÉLIX) ¡Qué bien huele...! ¿De qué es?
FÉLIX.—Bacón, lechuga, tomate y mayonesa con... pan integral de centeno.
TOMMY.—(Abriendo los ojos como platos.) ¿De dónde lo has sa­cado?
FÉLIX.—(Molesto.) Lo he hecho yo mismo... en la cocina.
TOMMY.—¿Quieres decir que para complacerme has...?
ÓSCAR.—Y si no te gusta, no te preocupes, te hará cualquier otra cosa. Por ejemplo un pastel de carne en cinco minutos...
FÉLIX.—No es ninguna molestia... lo digo en serio. Me encanta co­cinar. Procura no tirar migas al suelo... acabo de pasar la aspira­dora. (Vuelve hacia la bandeja pero se para.) ¡Oscar!
ÓSCAR.—(Rápido.) ¡A sus órdenes!
FÉLIX.—He olvidado lo que querías... ¿qué me pediste?
ÓSCAR.—Dos huevos al minuto y medio y unos caracoles al ajillo...
FÉLIX.—(Señalándole con el dedo.) Un gin tonic doble... ense­guida... (FÉLIX va a salir pero se detiene ante una cajita que hay sobre el bar.) ¿Quién ha cerrado...?
MURRAY.-¿El qué?
FÉLIX.—El purificador de aire... (Lo vuelve a abrir.) Intenta limpiar el ambiente un poco... así que no juguéis con esto, muchachos.
(Los mira haciendo un gesto de reproche y luego hace mutis. Todos quedan en silencio unos segundos.)
ÓSCAR.—Murray... te doy doscientos dólares por tu revólver.
RICHARD.—(Deja sus cartas sobre la mesa y se levanta, enfadado.) No puedo soportarlo más. (Indica con la mano.) Estoy hasta aquí. En las últimas tres horas hemos jugado cuatro minutos de póker. No estoy dispuesto a malgastar los viernes por la noche escuchando a la «Perfecta Ama de Casa».
ROY.—(Casi desmayado en la silla y con la cabeza colgando.) No puedo respirar. (Señala la cocina.) Ese maldito cacharro se está chupando todo el aire.
TOMMY.—(Masticando.) Vaya... está buenísimo... ¿Quién quiere probarlo?
MURRAY.-¿Está el pan caliente?
TOMMY.—En su punto. Y no tiene demasiada mayonesa. Es un sándwich exquisito.
MURRAY.—Dame un poco.
TOMMY.—Pásame tu servilleta... no quiero tirar ninguna miga.
RICHARD.—(Observa horrorizado como TOMMY, con todo el cui­dado del mundo, pone un trocito de sándwich en la servilleta de MURRAY. Luego, se vuelve hacia OSCAR) ¿Estás viendo? Parecen Marta y Gertrudis en la lavandería. (Casi llorando de desesperación.) ¿Qué ha pasado con nuestras partidas de póker?
ROY.—(Casi ahogándose.) Os digo que ese diabólico aparato nos matará. Nos van a encontrar a todos mañana con la lengua fuera.
RICHARD-(Gritando a OSCAR) ¡Haz algo!
ÓSCAR.—(Se levanta y trata de contener su malgenio.) No me incor­diéis con vuestros pequeños problemas domésticos. Al fin y al cabo solo lo soportáis una noche a la semana pero yo, paso ence­rrado con esta Mary Poppins veinticuatro horas al día. (va hacia la ventana.)
ROY.—Antes... con toda la basura y el humo, se respiraba mucho mejor.
TOMMY.—(A MURRAY) ¿Te has dado cuenta de lo que hace con el pan?
MURRAY.-¿E1 qué?
TOMMY.—Raspa toda la corteza... por éso está tan suave...
MURRAY.—Y solo pone la parte más blanca de la lechuga... (Masti­cando.) ¡Humm está realmente delicioso!
RICHARD.—(Cada vez más desesperado.) ¡Voy a volverme loco!
ÓSCAR—(Gritando, hacia la cocina.) ¡Félix... Maldita sea... Félix! ¡¡Félix!!
RICHARD.—(Coge una cajita de la repisa, la pone sobre la mesa y mete las monedas.) Se acabó, me voy a mi casa.
OSCAR-¡Siéntate!
RICHARD.—¡Me compraré una novela y empezaré a leer otra vez!
OSCAR.-¡Siéntate...! ¡He dicho que te sientes! (Grita.) ¡Félix!
RICHARD.—Oscar, se acabó. El día que su matrimonio fue a pique, se terminaron nuestras partidas de póker.
(Coge la chaqueta del respaldo de la silla y va hacia la puerta.)
ÓSCAR.-(Yendo detrás de él.) No puedes largarte ahora... estoy perdiendo mucho...
RICHARD.—(En la puerta.) El único que tiene la culpa eres tú. ¡Tú! ¡Fuiste tú y solo tú quien le quitó la idea de suicidarse! (Sale dando un gran portazo.)
ÓSCAR—(Mirando la puerta.) Tiene razón... toda la razón. (Hacia la mesa.)
MURRAY.-(A TOMMY.) ¿Vas a comerte ese pepinillo?
TOMMY.-No... ¿lo quieres?
MURRAY.—A menos que lo quieras tú... es tuyo.
TOMMY.—No, no... tómalo... no suelo comer pepinillos.
(TOMMY levanta el plato para que MURRAY coja el pepinillo. ÓS­CAR da un golpe al plato y el pepinillo sale volando.)
ÓSCAR.—¡Da las cartas!
MURRAY.-¿Por qué has hecho eso?
ÓSCAR.—¡Da las cartas! Si queréis jugar al póker, da las cartas! Y si lo que queréis es comer, os vais a la cafetería, (a TOMMY) Y, no quiero oír hablar más de pepinillos. ¡Yo me estoy arruinando mientras vosotros engordáis a mi costa! (Grita.) ¡Félix...! (Aparece FÉLIX por la puerta de la cocina.)
FÉLIX.-¿Qué?
ÓSCAR.—Cierra esa puerta y siéntate. Son las doce menos cuarto. Me queda una hora y media para recuperar la pensión de mi mujer.
ROY.—(Oliendo.) ¿Qué es ese olor?... Desinfectante... (Huele las cartas.) Son las cartas... ¡Ha lavado las cartas!... (Tira sus cartas, recoge su chaqueta, se levanta y pone su dinero en la caja.)
FÉLIX.—(Va hasta la mesa con la bebida de ÓSCAR, la pone y se sienta en su silla.) Bueno... ¿cuál es la apuesta?
ÓSCAR—(Corre hacia su asiento.) ¡No lo puedo creer! ¡Vamos a jugar otra vez! (Se sienta.) Tú hablas, Roy... Roy... muchacho ¿qué haces?
ROY.—Voy a coger inmediatamente un taxi que me lleve a Central Park. Si allí no consigo el aire que necesito, mañana iréis de entierro. (Va hacia la puerta.)
ÓSCAR—(Siguiendo.) No me puedes hacer esto... No son ni las doce.
ROY.—Buenas noches. (Sale dando un portazo. Hay un momento de silencio. ÓSCAR vuelve a la mesa y se sienta.)
ÓSCAR.—No vamos a tener ni para chufas...
FÉLIX.—Lo siento... ¿he tenido yo la culpa?
TOMMY.—No... creo que a nadie le apetece mucho jugar última­mente.
MURRAY.—No sé lo que es, pero algo le está pasando a este equipo... (Se sienta en una silla y se pone sus zapatos.)
ÓSCAR.—¿No lo sabes? Se está desbaratando... Todos nos estamos divorciando y ¿sabéis lo que os digo?... Qué jugábamos mucho mejor cuando no nos dejaban salir de noche.
TOMMY.—(Se levanta y se pone también la chaqueta.) En fin... yo también me marcho... Bebe y yo vamos a pasar el fin de semana a la playa...
FÉLIX.—¿Los dos solos, eh?... Siempre salís juntos, ¿verdad?
TOMMY.—(Suspira.) No tengo otro remedio, yo no sé conducir... (Coge todo el dinero de la caja y se dirige a la puerta.) ¿Vienes Murray?
MURRAY.—(Se levanta, se pone la chaqueta y va también hacia la puerta) Sí... ¡Qué remedio!... Sino estoy en casa antes de la una, es capaz de esperarme detrás de la puerta y darme con el rodillo en la cabeza... ¡Ah, chicos, vosotros sí que os dais buena vida!
FÉLIX.-¿Quienes?
OSCAR.-¿Nosotros?
MURRAY.—(Volviéndose.) Naturalmente. A ver, ¿qué obligaciones tenéis? Ninguna. Podéis salir donde, cuando y como queráis. (Guiñándole un ojo.) Hazme caso. (Se dirige a la salida.) Vámonos, Tommy.
(TOMMY dice adiós con la mano y ambos salen.)
FÉLIX—(Mirando la puerta.) Tiene gracia, ¿verdad Oscar? Se creen que somos felices... que disfrutamos con la vida que llevamos... (Se pone de pie y empieza a colocar las sillas.) No saben nada, Oscar. No saben nada de nada...
(Suelta una especie de carcajada irónica, se coloca las servilletas de­bajo del brazo y recoge los platos.)
ÓSCAR.—¡Y, yo, no sabes lo agradecido que te estaría, Félix, si no empezases a limpiar ahora!
FÉLIX—(Poniendo los platos en la bandeja.) Solo un par de cosas... (Se para y vuelve a mirar a la puerta.) No puedo olvidar lo que acaba de decir Murray... Sabes, creo que en el fondo nos envidian. (Si­gue quitando cosas de la mesa.)
ÓSCAR.—Félix, deja todo como está. Aún no he terminado de en­suciar esta noche. (Tira las fichas al suelo.)
FÉLIX—(Sigue con lo suyo.) Pero ¿no te das cuenta de la ironía de la vida...? ¿No te das cuenta, Oscar?
ÓSCAR.—(Suspira resignado.) Sí, me doy cuenta.
FÉLIX.—(Con la mesa.) No, creo que no te la das.
ÓSCAR.—Félix, te estoy diciendo que sí.
FÉLIX.—¿Ah, sí? Bien, entonces, dime... ¿Dónde está la ironía?
OSCAR.-La ironía está en que... a menos que tú y yo lleguemos a un acuerdo, ¡voy a matarte!... Esa es la ironía.
FÉLIX.—Pero ¿qué te ocurre? (Sigue poniendo vasos en la bandeja.)
ÓSCAR.—Que algo no funciona en este sistema... algo marcha mal. Nunca se me ocurrió pensar que dos hombres solos, viviendo en un piso de ocho habitaciones, tuvieran la casa mucho más limpia que la tenía mi madre.
FÉLIX.—(Termina de poner en la bandeja los vasos, platos y posavasos.) Pero ¿de qué hablas? Solo voy a dejar los cacharros en la pila... ¿Quieres que los deje aquí toda la noche?
ÓSCAR.—(Retira de la bandeja su vaso, que Félix le había cogido y va con él hacia el bar para servirse una nueva copa.) ¡Por mí, te puedes acostar con ellos!
FÉLIX.—(Va hacia la mesita donde está el teléfono y limpia el ceni­cero de allí.) Lo único que intento es mantener la casa un poco decente para poder vivir, pero no imaginé que eso te irritase tanto.
ÓSCAR.—Lo único que pretendo es tener el derecho de decidir cuando hay que dar Ajax a mi baño... Creo que no es tanto...
FÉLIX.—(Deja el trapo con que estaba limpiando, así como el cacha­rro en donde ha vaciado los ceniceros y se sienta en el sofá con cara compungida.) Me estaba preguntando cuanto tiempo tardaría.
ÓSCAR.—¿Cuánto tiempo tardaría el qué?
FÉLIX.—El que te sacara de quicio.
ÓSCAR.—Yo no he dicho que me saques de quicio.
FÉLIX.—¿Qué más da? Has dicho que te irritaba.
ÓSCAR.—Tú has sido quien ha dicho que me irritabas, no yo.
FÉLIX.-¿No? Entonces, ¿qué has dicho?
ÓSCAR.—¡No sé lo que he dicho pero... ¿qué importa?
FÉLIX.—No, sí importa, simplemente trataba de repetir lo que creí que habías dicho.
ÓSCAR.—(Acercándose a la puerta de la cocina.) ¿Y no puedes echar una cana al aire mientras consigues el divorcio?
FÉLIX.—No... tampoco es eso... La verdad es que no me siento con ganas... No sé como explicarlo...
OSCAR.-¡Inténtalo!
FÉLIX.—(Se acerca a la puerta con un plato y la esponja llena de ja­bón.) Hace muy poco tiempo que estoy separado... necesito acostumbrarme. (Vuelve a fregar.)
ÓSCAR.—Oye, no tenemos tiempo que perder. (Paseando con grandes zancadas entra y sale constantemente a través de las puertas de abanico de la cocina.) Además, ¿qué te estoy pidiendo? Simplemente que salgamos a cenar con un par de chicas...
FÉLIX.—(En la cocina.) ¿Y por qué me necesitas? ¿No puedes ir tú solo?
ÓSCAR.—Porque quizás me apetezca venir luego aquí, o imagínate si entramos y te encontramos fregando los platos o las ventanas o sacudiendo las alfombras. Van a creer que somos maricas. (Se sienta.)
FÉLIX.—(Asomando la cabeza por la cocina.) No te preocupes. Tomaré una pastilla y me iré a dormir. (Vuelve a desaparecer.)
ÓSCAR.—¿Para qué dormir solo cuando puedes hacerlo acompa­ñado?
FÉLIX.—(Sale con un spray que lleva en alto y empieza a echarlo por toda la habitación. Deja el spray sobre el bar y lleva a la cocina el trapo y las colillas. Los mete en el fregadero y empieza a limpiar la nevera. Coloca una especie de canapé pequeño en su sitio y se sienta, a punto de llorar.) Pero ¿a quién voy a llamar? La única chica soltera que conozco es mi secretaria y no le caigo bien.
ÓSCAR.—(Se pone de pie de un salto y se acerca a él.) ¡Eso déjamelo a mí! Hay dos inglesas que viven en este mismo edificio... son dos hermanas. La una es viuda y la otra divorciada... Son muy simpá­ticas.
FÉLIX.-¿Cómo lo sabes?
ÓSCAR.—Me quedé una vez encerrado en el ascensor con ellas. (Corre hacia la mesita donde está el teléfono. Abre la guía en el suelo y se arrodilla para mirar el número.) Siempre quise llamarlas pero no sabía a cual de las dos invitar. Ahora es la situación perfecta.
FELIX.-¿Cómo son?
ÓSCAR.—No te preocupes. La tuya es muy guapa.
FÉLIX.—No estoy preocupado... ¿Cuál es la mía?
ÓSCAR.—La divorciada. (Mirando la guía.)
FÉLIX—(Acercándose a OSCAR) ¿Y por qué la divorciada?
ÓSCAR.—¡A mí me da igual! ¿Prefieres la viuda? (Hace un círculo con un lápiz alrededor del número.)
FÉLIX.—(Vuelve a sentarse en el sofá.) No, tampoco quiero la viuda... yo solo me sacrifico por ti.
ÓSCAR.—Bueno, escoge la que quieras. Cuando entren por esa puerta, señalas la que más te guste. (Arranca la hoja de la guía y va corriendo a la estantería y cuelga la hoja.) Yo lo único que quiero es divertirme.
FÉLIX.—Está bien... está bien...
ÓSCAR.—(Sentándose junto a FÉLIX.) No digas: «está bien». Quiero que me prometas que vas a divertirte, Félix, por favor, es muy importante. Prométemelo.
FÉLIX—(Afirmando con la cabeza.) Lo prometo. OSCAR.-Otra vez.
FÉLIX.—¡Lo prometo!
ÓSCAR.—Y nada de apuntar lo que nos cueste el taxi, ¿eh?
FÉLIX.-Nada de apuntar...
ÓSCAR.—¡Ah, tampoco se llama ninguna de las dos Carol! Una es Gwendolina y la otra Cecilia.
FÉLIX.—Ninguna se llama Carol.
ÓSCAR.—Y nada de lloros ni bursitis, ni suspiros, ni caras tristes...
FÉLIX.—Tendré la sonrisa en los labios de siete a doce.
ÓSCAR.—Y, fundamentalmente, prohibido hablar del pasado. Solo del presente.
FÉLIX.-Y del futuro.
ÓSCAR.—¡Este es el nuevo Félix que quería ver! (Se levanta y em­pieza a pensar.) ¡Vamos a pasar una noche estupenda!... ¡Por cierto!, ¿dónde te apetece ir?
FÉLIX.-¿A qué?
ÓSCAR.—A cenar... ¿Dónde vamos a cenar?
FÉLIX.—¿Piensas que vayamos los cuatro a un restaurante? ¡Ni ha­blar! ¡Nos costaría una fortuna!
ÓSCAR.—Bueno, ahorraremos en la lavandería... Esta semana yo me lavaré los calcetines.
FÉLIX.—Pero eso es tirar el dinero y no podemos permitirnos esos lujos.
ÓSCAR.—Pero tenemos que comer.
FÉLIX.—(Hacia ÓSCAR.) Comeremos aquí.
OSCAR.-¿Aquí?
FÉLIX.—Sí, aquí y nos ahorraremos más de cien dólares haciendo yo la cena. (Se va al sofá y se sienta.)
ÓSCAR.—¿Qué clase de movida es ésta? Te pasarás toda la noche en la cocina.
FÉLIX.—No, prepararé todo por la tarde... Una vez que estén he chas las patatas, tendré todo el tiempo del mundo. (Va hacia el teléfono.)
ÓSCAR.—(Dando paseos por la habitación.) ¿A dónde vas?
FÉLIX.—Quiero que me digan la receta del puré de castañas... A las chicas les encantará. (Marca.)
OSCAR.-¿A quién llamas?
FÉLIX.—A Caroline... le sale de maravilla.
(Sigue marcando mientras ÓSCAR sale de la habitación hecho una furia.)


TELÓN


  1. ACTO SEGUNDO



CUADRO PRIMERO
Unos días más tarde. Son aproximadamente las ocho de la noche.


(Al levantarse el telón no hay nadie en escena. La mesa está puesta y parece sacada de una revista de decoración. Servicio para cuatro personas, un mantel impecable, velas, copas de vino y agua, etc. Flores naturales por toda la habitación, y aperitivos en las mesitas auxiliares. Se oyen ruidos en la cocina. Se abre la puerta de la calle y aparece ÓSCAR con una bolsa de papel donde lleva el vino. La chaqueta la lleva al hombro. Escucha por unos momentos la «acti­vidad» de la cocina. Luego deja el vino con la bolsa sobre la mesa y la chaqueta en una silla.)


ÓSCAR—(En voz alta y muy animado.) ¡Ya estoy de vuelta! (Entra en su dormitorio mientras se desabrocha la camisa y al cabo de unos segundos vuelve a aparecer con la cara llena de espuma, una máquina de afeitar en la mano y una camisa limpia y corbata en el brazo. Muy contento canta mientras admira la mesa.) ¡Perfecta! ¡Realmente, perfecta! (Olfatea queriendo absorber el aroma que sale de la cocina.) Sí, señor... huele que alimenta... (Se frota las manos y muy satisfecho.) No hay duda, soy el hombre más afortunado del mundo. (Mete la maquinilla en el bolsillo del pantalón y se pone la camisa. FÉLIX aparece desde la cocina, muy despacio. Como delantal lleva puesto un paño de cocina. En una mano lleva una paleta. Mira a ÓSCAR en silencio y con expresión apesadumbrada cruza hacia el sillón y se sienta.) Ya tengo el vino. (Coge la bolsa, saca el vino y lo vuelve a poner en la mesa.) Chateau Margaux del 69... 30 dólares... pero no te preocu­pes... iremos andando a la oficina la semana que viene. (FÉLIX continúa en silencio y pensativo) ¡Oye:... te felicito! ¡Has hecho un trabajo magnífico... en serio! Aunque ¿admites una pequeña sugerencia? Apaguemos unas cuantas bombillas... (Desenchufa los apliques de la pared.) y pongamos un poco de música. (Se acerca al equipo y busca entre los discos.) ¿Qué crees que va mejor con el puré de castañas: Stevie Wonder o Sinatra? (FÉLIX sigue con la mirada perdida.) Félix ¿qué te pasa? (Deja los álbumes.) Algo malo te ha ocurrido... lo noto por tu conversación. (Entra en su baño y aparece al momento con la loción del afeitado en la mano y frotándose la cara.) A ver, cuéntame que es, Félix.
FÉLIX.—(Sin mirarle.) ¿Que qué es? Primero empieza por decirme qué hora crees tú que es.
ÓSCAR.—¿Qué hora? Pues... no sé... alrededor de las siete y media.
FÉLIX.—¿Las siete y media? Di mejor las ocho.
ÓSCAR.—(Deja la loción sobre la mesa.) Muy bien, las ocho, ¿y qué? (Empieza a ponerse la corbata.)
FÉLIX.—Dijiste que estarías en casa a las siete.
OSCAR.-¿Lo dije?
FÉLIX.—Sí, dijiste: «estaré en casa a las siete».
ÓSCAR.—Bien, supongamos que dijese que estaría a las siete y son las ocho. ¿Dónde está el problema?
FÉLIX.—Si sabías que ibas a venir tarde, ¿por qué no me avisaste?
ÓSCAR.—(Hace una pausa mientras se anuda la corbata.) No pude llamarte, estaba ocupado.
FÉLIX.—¿Tan ocupado como para no poder llamarme por telé­fono...? ¿Dónde estabas?
ÓSCAR.—En la oficina, trabajando.
FÉLIX.—(Se levanta y da unos pasos hacia la izquierda.) ¡Si, traba­jando, en!
ÓSCAR.—Sí, trabajando.
FÉLIX.—Te llamé a la oficina a las siete y ya te habías ido. ¿Dónde fuiste?
ÓSCAR—(Arreglándose el nudo y metiéndose la camisa en los panta­lones.) Tardé una hora en llegar aquí, no encontraba un taxi.
FÉLIX.—¿Desde cuándo se cogen los taxis en el bar de Jimmy?
ÓSCAR.—¡Un momento... tengo que grabar esto porque si no, na­die me creerá cuando lo cuente!... ¿Pretendes decirme que tengo que llamarte por teléfono cuando venga tarde a cenar?
FÉLIX.—(Acercándose a OSCAR) No siempre, pero esta noche, sí. He estado metido en la cocina, trabajando como un esclavo desde las doce de la mañana... para ahorrarte un dinero y que puedas pasarle la pensión a tu mujer.
ÓSCAR.—(Tratando de controlarse.) Félix... no es el momento opor­tuno para tener una discusión familiar. De un momento a otro van a llegar esas dos chicas...
FÉLIX.—O sea ¿qué les dijiste que vinieran a las ocho?
ÓSCAR.—(Coge su chaqueta y va hacia el sofá, se sienta y coge unos aperitivos.) No recuerdo si les dije a las ocho o a las siete y media... pero ¿qué importa?
FÉLIX.—(Sigue a ÓSCAR) Yo te diré lo que importa. Me dijiste que vendrían a las siete y media y que tú vendrías a las siete para ayudarme a poner los aperitivos. Que a las siete y media toma­ríamos una copa y a las ocho cenaríamos. Ahora son las ocho y mi asado está a punto. Si no nos lo comemos se quedará como una suela de zapato.
ÓSCAR.—¡Señor, qué he hecho yo para merecerme esto!
FÉLIX.—No le pidas que te consuele, pídele que salve la cena, por­que tenemos ahora mismo noventa y nueve dólares con cin­cuenta centavos quemándose en el horno.
ÓSCAR.—¿No puedes retirarlo y calentarlo después?
FÉLIX.—¿Quién crees que soy, un mago? (Paseando de derecha a iz­quierda.) Bastante he conseguido con tenerlo todo a punto para las ocho. ¿Qué voy a hacer ahora?
ÓSCAR.—No sé… añádele salsa.
FÉLIX.-¿Qué salsa?
ÓSCAR.—¿No tienes ninguna salsa?
FÉLIX.—(Estallando.) ¿Dónde cono, quieres que consiga salsa a las ocho de la noche?
ÓSCAR.—(Se levanta y va hacia la derecha.) Pensé que la salsa vendría con la carne.
FÉLIX—(Siguiéndole.) ¿Con la carne? ¡No sabes ni lo que dices! La salsa tienes que hacerla, no la venden con la carne.
ÓSCAR.—Me has pedido un consejo y te lo he dado. (Se pone la chaqueta.)
FÉLIX—(Accionando con un cucharón en la mano.)¿Consejo? (Mo­viendo el cucharón ante la cara de OSCAR) Cuando vine aquí tú no tenías ni idea de donde estaba la cocina. Te la tuve que ense­ñar yo.
ÓSCAR.—Si quieres seguir hablando conmigo, baja esa cuchara.
FÉLIX.—(Furioso y levantando otra vez la paleta.) ¿Cuchara? ¡Estú­pido ignorante! ¡Esto es un cucharón!
ÓSCAR.—Félix, por favor, tranquilízate.
FÉLIX—(Calmándose se sienta.) Muy bien... Anda, entra tú en la cocina si crees que es tan fácil preparar un asado para cuatro per­sonas que llegan media hora tarde a cenar...
ÓSCAR.—(A nadie en particular.) ¿Qué te parece, estoy discutiendo con él por culpa de la salsa? (Suena el timbre.)
FÉLIX—(De un salto se pone en pie.) ¡Ahí están! ¡Voy a cortar la carne! (Sale disparado hacia la cocina.)
ÓSCAR.—(Deteniéndole.) ¡Quédate donde estás!
FÉLIX.—Muy bien, bajo tu responsabilidad. Yo no tengo la culpa de lo que salga de esta cena.
ÓSCAR.—Nadie te está culpando. Además, ¿a quién le importa la cena?
FÉLIX—(Acercándose a ÓSCAR.) A mí me importa. Yo pongo mu­cho interés en lo que hago y estoy orgulloso cuando sale bien. Y tú vas a explicarles a esas chicas lo sucedido.
ÓSCAR.—¡De acuerdo! ¡Quítate ese ridículo delantal, porque voy a abrir la puerta! (Le quita el paño de cocina a FÉLIX y va hacia la puerta.)
FÉLIX.—(Cogiendo la chaqueta de la silla y poniéndosela.) Que quede una cosa clara: Esta es la última vez que cocino para ti por­que los ignorantes como tú no aprecian el buen comer... precisa­mente por eso se han inventado las latas.
ÓSCAR.—¿Has terminado?
Félix.-¡He terminado!
ÓSCAR.—Entonces, sonríe... (ÓSCAR sonríe y abre la puerta. Las chicas asoman la cabeza. Son las dos bastante atractivas y tendrán unos treinta años. No hay duda de que son inglesas.) Hola... ¿qué hay?
GWENDOLINA.-(A ÓSCAR) Hola.
CECILIA.-(A ÓSCAR.) Hola.
GWENDOLI.—Supongo que no llegaremos tarde.
ÓSCAR.—No, al contrario. ¡Habéis calculado el tiempo perfecta­mente! Adelante, adelante... (Señalándolas con la mano mientras pasan.) Félix, quiero presentarte a dos buenas amigas mías, Gwendolina y Cecilia.
CECILIA.—(Sacándole de su error.) Cecilia y Gwendolina...
ÓSCAR.—Ah, sí, Cecilia y Gwendolina... (Intentando recordar el apellido.) ...el... no me lo digáis... ¿Robin...?... no, no... Cardi­nal...?
GWENDOLI.—Ninguno de los dos. Es Robertson.
ÓSCAR.—¡Robertson, es verdad! Cecilia y Gwendolina Robert­son... y éste es mi amigo y compañero... y nuestro chef por esta noche. Félix Ungar...
CECILIA.-(Dándole la mano.) Hola.
FÉLIX.—(Acercándose y dándole la mano.) Hola, ¿qué tal?
GWENDOLI-(Dándole la mano a FÉLIX.) Hola.
FÉLIX—(Se acerca para darle también la mano.) ¿Qué tal?
(El haberse acercado tanto para saludar a las chicas, le hace quedar a FÉLIX casi nariz con nariz con ÓSCAR y hay una pausa en la que los dos se miran fijamente.)
ÓSCAR.—Bien... una vez hechas las presentaciones... ¿por qué no nos sentamos?
(FÉLIX se quita de en medio e indica a las chicas que pasen. Todos, a la vez, y en medio de una gran confusión, vana sentarse en el sofá y en el sillón, teniendo que apretujarse para poder hacerlo. Por fin, las chicas quedan solas en el sofá. FÉLIX en el sillón y ÓSCAR en un pequeño canapé.)
CECILIA.—Tienes una casa muy bonita... ¿verdad, Gwen?
GWENDOLI—Sí, mucho más bonita que la nuestra. ¿Tienes servi­cio?
ÓSCAR.—Pues... sí... Un señor que viene todos los días...
CECILIA.-¡Qué suerte!
(CECILIA, ÓSCAR y GWENDOLINA ríen por el chiste. ÓSCAR, mira a FÉLIX pero éste no les sigue.)
ÓSCAR.—(Frotándose las manos.) Hace un momento, le estaba contando a Félix como nos conocimos...
GWENDOLI.-¿Si...? Y, ¿quién es Félix?
OSCAR.-(Un poco cohibido señala a FÉLIX.) ¡El!
GWENDOLI—¡Es cierto... lo siento, soy tan despistada!
(FÉLIX indica con la cabeza que «está disculpada».)
CECILIA.—(A OSCAR) Pues sabes, nos ha vuelto a ocurrir lo mismo esta mañana.
OSCAR.-¿E1 qué?
GWENDOLI—Otra vez nos quedamos encerradas en el ascensor.
ÓSCAR.—¡No!... ¿Las dos sólitas? ¿Y estabais las dos solas?
CECILIA.—No, con el pobre señor Kessler... el viejecito del tercer piso... Estuvimos más de media hora.
ÓSCAR.—¿En serio? Contadme.... ¿qué ocurrió?
GWENDOLI—Nada en particular... por desgracia.
(CECILIA y GWENDOLINA vuelven a reír ante el chiste y se les une ÓSCAR, quien una vez más mira a FÉLIX sin obtener respuesta por su parte.)
ÓSCAR—(Frotándose las manos otra vez.) Bien... bien...
CECILIA.—Aquí se está mucho mejor que en nuestro piso... es más fresco.
GWENDOLI.—Nuestra casa es un auténtico horno.
CECILIA.—Fijaos como será que anoche Gwen y yo nos sentamos, como Dios nos trajo al mundo, delante de la nevera con la puerta abierta, para refrescarnos. ¿Os lo imagináis? ÓSCAR.—¡Cómo no... estoy en ello...!
GWENDOLI.—Cec y yo no conseguimos dormir y ya no sabemos qué hacer.
ÓSCAR.—Poner el aire acondicionado.
GWENDOLI.-No tenemos.
ÓSCAR.—Pero nosotros, sí. (Pausa.)
FÉLIX.—Dicen que va a llover mañana. (Todos miran a FÉLIX.)
GWENDOLI.-¿Sí?
CECILIA.—Entonces refrescará un poco.
OSCAR.-Probablemente.
FÉLIX.—Aunque, algunas veces, después de una tormenta aún hace más calor.
GWENDOLI.-Sí, es cierto. (Siguen mirando a FÉLIX)
FÉLIX.—(Se pone de pie de un salto y agitando de nuevo el cucharón, va hacia la cocina.) ¡La cena está lista!
OSCAR.-(Deteniéndole.) ¡No, no lo está!
FÉLIX.-Sí lo está.
ÓSCAR.—No, todavía. Además, estoy seguro de que a las chicas les apetecerá una copa antes de cenar... (A las chicas.) ¿Verdad, palomitas?
GWENDOLI.—Bueno, si te empeñas...
OSCAR.-(A CECILIA.) ¿Qué prefieres tomar?
CECILIA.—Oh, pues... no sé. ¿Qué tienes?
FÉLIX.—Carne asada, y puré de castañas.
OSCAR.-(A FÉLIX) Se refiere a las bebidas. (A CECILIA) Tenemos de todo. Y lo que no tenemos, lo improviso enseguida. Pide lo que te apetezca. (Se acerca a ella.)
CECILIA.-Pues... un vodka doble.
GWENDOLI.-Cecilia... antes de cenar, no.
CECILIA.—(A los hombres.) Mi hermana me cuida como una ma­dre... (A OSCAR) En fin, que sea entonces un vodka doble corto...
ÓSCAR.—Muy bien, un vodka doble corto... para una hija preciosa. ¿Y para la bonita mamá...?
GWENDOLI.—Pues... no sé, algo frío... Un Drambui, por ejemplo, con hielo frappé... a menos que no tengas hielo frappé...
ÓSCAR.—Desde luego que sí. Me pasé la noche picando hielo con el martillo en la mano y pensando en vosotras. ¡Enseguida vuelvo!
(Va hacia el bar y coge las botellas de vodka y Drambui.)
FÉLIX.-(Yendo hacia él.) ¿Dónde vas?
ÓSCAR.—A preparar las copas...
FÉLIX.—¿Ahí dentro? (Aterrado.) ¿Y qué voy a hacer yo, mientras tanto?
ÓSCAR.—Pues terminar de dar el parte meteorológico. (Entra en la cocina.)
FÉLIX—(Gritando tras de él.) ¡No te olvides de echar una ojeada a mi asado! (Se vuelve de cara a las chicas. Va hacia una silla y se sienta. Cruza las piernas... Al momento las descruza y las vuelve a cruzar. Cada vez está más nervioso ante el silencio que se ha producido después de salir ÓSCAR y se da cuenta de que no le basta ya con sonreír.) Eh... Oscar me ha dicho que sois hermanas...
CECILIA.-Sí, somos hermanas (Mira a GWENDOLINA)
FÉLIX.-Ya. (Silencio. Tras una pausa, su pequeño chiste.) Nosotros no somos hermanos.
CECILIA.—Lo sabemos.
FÉLIX.—Aunque yo tengo un hermano... un hermano médico. Vive en Búfalo... una ciudad al norte de Nueva York.
GWENDOLI.—(Sacando el tabaco de su bolso.) Sí, sabemos donde está.
FÉLIX.—¿Conoces a mi hermano?
GWENDOLI.-No, me refiero a Búfalo.
FÉLIX.-¡Claro! ¡Oh!
(Se levanta, coge un mechero de una mesa y enciende el cigarrillo a GWENDOLINA)
CECILIA.-Hemos estado allí... ¿Y, tú?
FÉLIX.-No... ¿es bonita?
GWENDOLI.—Una ciudad encantadora.
(FÉLIX, con el nerviosismo, cierra el mechero dejando el cigarrillo co­gido dentro y vuelve para la mesa con el cigarrillo enganchado en el mechero. De pronto, se da cuenta, lo saca rápidamente se lo de­vuelve a GWENDOLINA, a quien se lo vuelve a encender. Pone otra vez el mechero en la mesa y se sienta cada vez más nervioso. Pausa.)
FÉLIX.-¿De dónde sois?
GWENDOLI.-De Cincinnati.
FÉLIX.—...Muy interesante... Y, ¿cuánto tiempo lleváis en Nueva York?
CECILIA.—Casi cuatro años.
FÉLIX.-(Asiente.) Ya... ¿de turismo?
GWENDOLI.-(Ahora a CECILIA) ¡No... vivimos aquí!
FÉLIX.-¿Trabajáis aquí?
CECILIA.—Sí... en una clínica de estética. Ya sabes, tratamientos para adelgazar, gimnasia, sauna, etc...
CECILIA.—Los clientes nos confían sus cuerpos y hacemos maravi­llas con ellos.
GWENDOLI.—Si por casualidad estás interesado, te podemos reba­jar un diez por ciento.
CECILIA.—Del precio, se entiende, no de tu cuerpo.
FÉLIX.—Ya... ya... (Se ríe forzado, ellas también se ríen. De repente, gritando hacia la cocina.) Oscar, ¿qué pasa con esas copas?
ÓSCAR.—(En off.) Enseguida están...
CECILIA.-Y tú, ¿a qué te dedicas?
FÉLIX.-Soy redactor de noticias de la C. B. S.
CECILIA.-¡Qué interesante!
GWENDOLI.—¿Y de dónde sacas las ideas para tus noticias?
FÉLIX.—(La mira como si fuera un ser de otro planeta.) De las noti­cias.
GWENDOLI.-Sí, claro... ¡Qué tonta soy!
CECILIA.—Quizás en alguno de tus programas podrías mencionar nos a Gwen y a mí...
FÉLIX.—Si hacéis algo realmente espectacular, ¿por qué no?
CECILIA.—Bueno, de vez en cuando lo hacemos, pero no nos gus­taría que se divulgase por televisión, ¿verdad, Gwendy? (Ambas se ríen.)
FÉLIX—(También ríe y luego, casi gimiendo, pide ayuda.) ¡Oscar!
OSCAR.-(En off.) Voy... voy...
FÉLIX.—(A las chicas.) Este piso es tan grande que a veces hay que gritar para que te oigan.
GWENDOLI.-Es un piso de solteros, ¿no?
FÉLIX.—¿Solteros? ¡No, qué va! Somos divorciados. Bueno, Oscar ya está divorciado y yo lo estoy tramitando ahora.
CECILIA.—¡Qué pequeño es el mundo! Nosotras también hemos pasado por algo parecido...
GWENDOLI.—Se diría que somos el cuarteto adecuado.
FÉLIX.—(Sonríe apenas.) Sí... supongo que sí.
GWENDOLI.—Aunque, oficialmente, yo soy viuda. Me estaba di­vorciando de mi marido cuando él murió.
FÉLIX.—¡Cuánto lo siento! (Suspira profundamente.) Es algo real­mente terrible, ¿verdad?... El divorcio, me refiero...
GWENDOLI.—Puede serlo cuando no se tiene un buen abogado. ¿Verdad Ceci?
CECILIA.—Hay casos que duran una eternidad. Yo tuve suerte y fue visto y no visto.
FÉLIX.—Me refería al daño que un divorcio puede naceré a algunas personas. Es absolutamente inhumano, ¿no creéis?
CECILIA.—Sí, puede resultar muy molesto.
GWENDOLI.—Aunque, enseguida se olvida... eh... lo siento pero no recuerdo tu nombre...
FELIX.-Félix.
GWENDOLI.-¡Ah, sí, Félix!
CECILlA.-Como el gato.
(FÉLIX saca su cartera del bolsillo de la chaqueta.)
GWENDOLI.—Dos palomitas como nosotras tenemos que cuidar­nos de este gato, ¿verdad? (Se ríe.)
CECILIA.—(Comiendo unos cacahuetes.) ¡Humm, qué buenos!
FÉLIX—(Saca una foto de la cartera.) Esta es la peor parte de todo.
(Le alcanza la foto a CECILIA.)
CECILIA—(Mirando la foto.) Os conocisteis de niños, ¿verdad?
FÉLIX.—No, no... son mi hijo y mi hija. (CECILIA da la foto a GWENDOLINE y ella saca unas gafas de su bolsillo y se las pone.) El niño tiene siete años y la niña cinco.
CECILIA.—¡Qué ricos! (Mirando la foto otra vez.)
FÉLIX.—Viven con su madre.
GWENDOLL—Supongo que los echarás mucho de menos...
FÉLIX.—(Coge la foto y la mira con añoranza.) No puedo vivir sin ellos. (Vuelve a suspirar profundamente.)
CECILIA.-¿Cuándo los ves?
FÉLIX.—Todas las noches... paso un momento antes de venir a casa... También los saco los fines de semana y las vacaciones de julio y agosto.
CECILIA.—¡Ah! ¿Y, entonces, cuándo los echas de menos?
FÉLIX.—Siempre que no estoy con ellos... Si no tuvieran que irse al colegio tan temprano, pasaría a prepararles el desayuno... Les encantan mis tostadas...
GWENDOLI.—Realmente, eres un padre ejemplar.
FÉLIX.—Caroline es la mejor de todos.
CECILIA.—¿La niña pequeña?
FÉLIX.—No, me refiero a la madre. Mi mujer.
GWENDOLL—¿De la que te estás divorciando?
FÉLIX.—(Asiente con la cabeza). Mmmm... Ha cumplido su papel a la perfección desde que nacieron... Siempre van limpios, están muy bien educados, nunca dan una mala contestación... ¡Son unos niños buenísimos!... Caroline es la clásica mujer que... Pero ¡qué estoy diciendo? Vosotras no habéis venido aquí para oír eso...! (Vuelve a guardar la foto en la cartera.)
CECILIA.—No, no... Si estás en tu perfecto derecho de sentirte or­gulloso. Tienes dos hijos preciosos y una ex-mujer maravillosa.
FÉLIX.—(Conteniendo sus emociones) Lo sé... lo sé... (Enseña otra foto a Cecilia.) Esta es ella, Caroline.
GWENDOLI.—(Acercándose a ver la foto.) ¡Es muy guapa, ¿verdad Cec?!
CECILIA.—Sí, es guapa... muy guapa.
TELO..—(Guardando la foto.) Gracias. (Sacando otra nueva.) ¿Ver­dad que está muy bien?
GWENDOLl.-(Mira la foto.) Si no hay nadie.
FÉLIX.—Ya lo sé, es una foto de nuestra casa... Teníamos una casa preciosa...
GWENDOLI.-Sí, es muy agradable...
CECILIA.—Me encantan las lámparas...
FÉLIX.—Gracias. (Coge la foto.) Las compré yo en México durante el viaje de novios... (Mirando la foto.) ¡Qué feliz era al volver a casa todas las noches...! (Empezando a perder la serenidad.) Eran toda mi vida... Mi mujer, mis hijos, mi casa... (Rompiendo a llorar.)
CECILIA.—¿También se ha quedado ella con las lámparas?
FÉLIX.—(Dice que si con ¡a cabeza.) La di todo... i Ya nada será como antes... nada!... Y... yo... (Vuelve la cabeza.) Lo siento... (Saca un pañuelo y se limpia los ojos. GWENDOLINA y CECILIA se miran compungidas.) Por favor, perdonadme... no puedo controlar mis sentimientos... (Tratando de comportarse, otra vez, coge uno de los platos de ape­ritivos y se lo acerca a las chicas.) ¿Una patata frita?
(CECILIA coge el plato.)
GWENDOLI.—No tienes por qué avergonzarte, al contrario. Creo que es una rara cualidad del hombre el saber llorar.
FÉLIX—(Frotándose los ojos.) Por favor, olvidemos éso...
CECILIA.—Yo pienso que es conmovedor... terriblemente conmo­vedor... (Coge una patata frita.)
FÉLIX.—¡Lo estás poniendo más difícil!
GWENDOLI.—(Emocionándose ella misma y con los ojos brillantes.) ¡Es tan bello oír a un hombre ensalzar a la mujer de la que se está divorciando! ¡Ay...! (Saca también un pañuelo.) ¡Ahora me has hecho pensar en el pobre Sidney!
CECILIA.—No, Gwen, por favor... no empieces tú ahora...
(Deja las patatas fritas en su sitio.)
GWENDOLI.—Al principio, todo iba sobre ruedas... ¿verdad, Ceci­lia? No como tú y George...
CECILIA.—(Reviviendo el pasado mientras consuela a su hermana.) Es cierto. George y yo nunca fuimos felices... ni un solo día. (Se le llenan los ojos de lágrimas, saca su pañuelo y se limpia la na­riz. Los tres están ahora limpiándose con sus respectivos pañuelos.)
FELIX.-Esto es ridículo...
GWENDOLI.—¿Cómo hemos sacado esta conversación? Yo estaba tan contenta hace unos minutos...
CECILIA.—Y yo no había llorado desde que tenía catorce años...
FÉLIX.—Es mejor desahogarse... Yo siempre me desahogo...
GWENDOLI.—(Suspirando entrecortadamente.) Pobrecito mío... pobrecito mío.
(Están los tres llorando cuando aparece ÓSCAR con una gran sonrisa en los labios y la bandeja llena de bebidas.)
ÓSCAR.—¡Aquí tienen los señores! (Se fija en la escena mientras FÉ­LIX y las chicas tratan de rehacerse.) ¿Qué diablos está pasando aquí?
FÉLIX.—¡Nada! ¡Nada! (Rápidamente guarda el pañuelo de la cara.)
ÓSCAR.—¿Cómo que nada? Desaparezco tres minutos y me en­cuentro con un velatorio. ¿Qué las has contado?
FÉLIX.—No las he contado nada, Oscar... No empecemos otra vez.
ÓSCAR.—No puedo dejarte solo ni cinco minutos. Bien, si tienes ganas de llorar no tienes más que ir a la cocina y admirar tu asado.
FÉLIX.—(Sale precipitadamente hacia la cocina.) ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué no me llamaste?
ÓSCAR.—(Dándole su vaso a CECILIA.) Lo siento, preciosa, olvidé advertiros como es Félix... Es un llorón profesional.
GWENDOLI.—Yo creo que es la persona más encantadora que he conocido.
CECILIA.—(Cogiendo su vaso.) ¡Es tan sensible!... tan frágil... Dan ganas de cogerle en brazos y acurrucarle.
OSCAR..-(Alcanzando su vaso a GWENDOLINA. Al oír la frase de CECILIA, deja el vaso de GWENDOLINA precipitadamente en la bandeja y bebe un trago de su vaso.) Bueno, pues... en cuanto vuelva de la cocina, quizás tengas que hacerlo.
(En efecto, el aspecto de FÉLIX cuando sale de la cocina es como el de una persona acabada. Con una manopla para no quemarse, su­jeta una cazuela en la que aparece algo negro como el carbón.)
FÉLIX.—(Muy tranquilo.) Bajo un momento a la tienda. Vuelvo en­seguida.
ÓSCAR—(Acercándosele.) ¡Espera un minuto! Quizás no se haya perdido todo! Vamos a ver...
FÉLIX.—(Que lo enseña.) Mira... Casi cien dólares de cenizas. (Re­tira la cazuela y se la enseña a las chicas.) Voy a comprar algún sandwich.
ÓSCAR.—(Sigue intentando ver la carne.) Déjame... quizás aprove­chemos parte.
FÉLIX—(Retirando la cazuela de OSCAR.) ¡No queda nada por sal­var! Es carbón y a nadie le gusta comer carbón...
ÓSCAR.—¿Es qué no puedo ni mirarlo?
FÉLIX.—No, no puedes mirarlo.
ÓSCAR.—¿Por qué no puedo mirarlo?
FÉLIX.—¡Si hubieses mirado antes tu reloj ahora no tendrías que mirar la carne! ¡Déjame en paz! (Se vuelve hacia la cocina.)
GWENDOLI.—(Siguiéndole.) Félix... ¿Podemos mirarla nosotras?
CECILIA.—(Vuelta hacia él, de rodillas en el sofá.) Por favor... (FÉLIX se para en la puerta de la cocina. Duda unos momentos. Por fin se vuelve y sin decir palabra, les acerca la cazuela. GWENDO­LINA y CECILIA miran la carne, también sin decir palabra, y al poco tiempo se vuelven, las dos, llorando, a ÓSCAR.) ¿Os gusta la comida china?
ÓSCAR.—¡Estupenda idea!
GWENDOLI.—¡Tengo una idea mejor! ¿Por qué no vamos a la co­cina y con todo lo que encontremos hacemos un plato combi­nado?
OSCAR.-¡Magnífico!
FÉLIX.—He ensuciado todas las cazuelas.
(va hacia el canapé y se sienta, aún con la cazuela en la mano.)
CECILIA.—Bueno, entonces, podemos subir a cenar a nuestra casa.
ÓSCAR.—(Alegremente.) ¡Eso es lo más sensato que he oído decir en mi vida!
GWENDOLI.—Desde luego, arriba hace tanto calor que tendréis que quitaros las chaquetas.
ÓSCAR.—(Sonriendo.) En el peor de los casos podemos sentarnos delante de la nevera.
CECILIA.—(Recogiendo su bolso del sofá.) Dadnos cinco minutos para preparar las cosas.
ÓSCAR.—Que sean cuatro... De repente, me estoy muriendo de hambre.
(Las dos hermanas van hacia la puerta.)
GWENDOLI.-No olvidéis el vino.
ÓSCAR.—No te preocupes...
CECILIA.—Ni el sacacorchos...
OSCAR.-Tampoco...
GWENDOLI.-Ni a Félix...
ÓSCAR.—No, tampoco me olvidaré de Félix.
CECILIA.-Hasta ahora.
GWENDOLI.-Hasta luego.
OSCAR.-¡Ciao...! (Las chicas salen.)
ÓSCAR.—(Tirando un beso a la puerta que se cierra.) ¡Preciosas... sois adorables! (Gira prácticamente en redondo y va hacia el bar a coger el sacacorchos, el vino y los discos.) Félix, eres un encanto... nos has preparado una noche inolvida­ble... Vamos, coge el cubo del hielo... Nos esperan...
FÉLIX.—Yo no voy. (Sin moverse de la silla.)
OSCAR.-¿Qué dices?
FÉLIX.—He dicho que no voy.
OSCAR.-(Yendo hacia FÉLIX) ¿Te has vuelto loco? ¿Sabes lo que nos espera ahí arriba? Hemos sido invitados por dos encantadoras hermanitas a pasar una noche en su piso de dos dormitorios. Así que no me vengas ahora con idioteces.
FÉLIX.—Es que no sé que decirles... no se me ocurre nada para ha­blar con ellas... Incluso les he contado hasta la vida de mi her­mano el que vive en Búfalo... Ya he agotado todos los temas de conversación.
ÓSCAR.—¡Félix, pero si están locas por ti! ¡Me lo han confesado! Una de ellas quiere tomarte en sus brazos y acurrucarte... Estás teniendo mucho más éxito que yo. ¡Vamos, coge el cubo del hielo! (Se dirige hacia la puerta.)
FÉLIX.—¿Es que no lo entiendes? ¡Me puse a llorar! ¡Me puse a llorar delante de dos mujeres!
ÓSCAR—(Se para.) Y las fascinó. Yo mismo estoy pensando en ponerme histérico. (Yendo hacia la puerta.) ¿Quieres coger el cubo del hielo?
FÉLIX.—¿Quieres saber por qué lloré? Porque me sentía culpable... Emocionalmente, aún sigo ligado a Caroline y a los niños.
ÓSCAR.—Pues deslígate aunque solo sea por esta noche.
FÉLIX.—No quiero discutirlo más. (Se dirige hacia la cocina.) Voy a fregar todos los cacharros y después voy a lavarme el pelo. (Entra en la cocina y pone la cazuela en el fregadero.)
ÓSCAR—(Gritando.) ¡Tus malditas cazuelas y tu, maldito pelo pue­den esperar! ¡Ahora mismo vas a venir arriba conmigo!
FÉLIX.—(Desde la cocina.) ¡No y no!
ÓSCAR.—¿Qué voy a hacer yo con dos mujeres, Félix? Por favor, no me hagas esa faena... ¡Nunca te lo perdonaré!
FÉLIX.—¡He dicho que no voy!
ÓSCAR—(Hecho una furia.) ¡Está bien! ¡Al diablo, tú lo has que­rido! ¡Voy a subir yo solo!
(Sale furioso, dando un terrible portazo. Al momento, se abre la puerta y aparece de nuevo.)
OSCAR.-¿Vienes?
FÉLIX.—(Sale de la cocina mirando una revista.) No...
ÓSCAR.—¿Quieres decir que no vas a hacer el menor esfuerzo por cambiar?... ¿Vas a seguir comportándote de esta manera hasta el día que te mueras?
FELIX.—(Sentándose en el sofá.) Cada uno es como es.
ÓSCAR.—(Haciendo un gesto, se dirige a la ventana, corre los visillos y abre la ventana de par en par. Vuelve hacia la puerta.) ¡Son exactamente doce pisos, no once! (Hace mutis mientras FÉLIX observa la ventana abierta.)


TELÓN


  1. CUADRO SEGUNDO



Al día siguiente por la tarde: Son aproximadamente las 7,30.


(Al levantarse el telón, la habitación está preparada de nuevo para la partida de póker. FÉLIX aparece desde un dormitorio con la aspira­dora. Empieza a aspirar la alfombra alrededor de la mesa cuando se abre la puerta de la cal le y aparece ÓSCAR con un sombrero de verano y un periódico en la mano. Mira a FÉLIX, hace un gesto como diciendo «No tiene solución», y por detrás de FÉLIX cruza ha­cia su dormitorio, dejando el sombrero en una mesita que hay junto al sillón. FÉLIX no se ha dado cuenta de la presencia de ÓSCAR pero, de repente, la aspiradora se para porque evidentemente, ÓSCAR ha desenchufado. FÉLIX mueve varias veces el botón de «on» pero al no dar resultado, entra en el dormitorio. Se para y se da cuenta de lo que ha ocurrido, mientras ÓSCAR vuelve a entrar en la habitación. ÓSCAR, sacando un puro de su bolsillo, cruza por delante de FÉLIX, hacia el sofá. Quita la envoltura y la vitola del puro, tirándola por cualquier parte. Luego se sube al sofá y camina de un lado al otro, aplastando todos los almohadones. Por fin se baja, se sienta en el sofá y pone los pies sobre el sillón. Coge una cerilla y ¡aprende rascándola contra la mesa. Enciende el puro. FÉ­LIX, que ha estado observando todo en silencio, recoge cuidadosa­mente los papeles y la cerilla y lo mete todo dentro del sombrero de ÓSCAR. Luego, se sacude las manos y se lleva el aspirador a la co­cina con el cordón arrastrando, tras de él. ÓSCAR coge los papeles del sombrero y ¡os pone en un cenicero que hay sobre una mesita auxiliar y que está llena de colillas. Luego, coge todo el cenicero y lo vacia en el suelo. De nuevo va a sentarse mientras hojea el perió­dico. FÉLIX sale de la cocina con un plato de spaghetti, humeante y al cruzar detrás de ÓSCAR, los huele y hace una exclamación. Pasa muy despacio por detrás de ÓSCAR para asegurarse de que le ¡lega el olor. Luego, se sienta y empieza a comer y entonces ÓSCAR va hacia el bar y cogiendo un spray, empieza a echarlo por toda la habitación, especialmente sobre FÉLIX. Luego deja el spray sobre la mesa al lado del plato de FÉLIX y vuelve a su periódico.)
FÉLIX—(Apartando el plato.) Está bien. ¿Cuánto tiempo va a durar esta comedia?
ÓSCAR.—(Leyendo el periódico.) ¿Hablas conmigo?
FELIX.-Sí, te estoy hablando.
ÓSCAR.—¿Qué quieres saber?
FÉLIX.—Quiero saber si piensas pasarte el resto de tu vida sin diri­girme la palabra. Porque, si es así, voy a comprarme una radio. (No hay respuesta.) ¿Y, bien? (No hay respuesta.) Ya veo, no piensas hablarme. (No hay respuesta.) ¡Muy bien! En este juego podemos participar los dos. Si no me hablas yo tampoco pienso hablarte. (No hay respuesta.) También sé comportarme como un chiquillo, ¿te enteras? (No hay respuesta.) Y puedo resistir tanto tiempo como tú sin dirigirte la palabra.
ÓSCAR.—Entonces, ¿por qué no te callas?
FELIX.-¿Me lo dices a mí?
ÓSCAR.—Anoche tuviste oportunidad de hablar... Anoche, te rogué que me acompañaras... Te lo advierto, Félix. No quiero que me vuelvas a dirigir la palabra en lo que te queda de vida.
FÉLIX.—Me doy por enterado... y me marcharé...
ÓSCAR.—(Se levanta, saca una llave del bolsillo y la tira encima de la mesa.) Ahí tienes la llave de la puerta de servicio. Si te limitas a estar en el pasillo, o en tu cuarto, no te pasará nada. (Vuelve a sentarse en el sofá.)
FÉLIX.—Creo que no he comprendido bien la advertencia.
ÓSCAR.—Pues está bien claro. ¡No te pongas en mi camino!
FÉLIX.—(Coge la llave y se acerca al sofá.) Me da la impresión que hablas en serio... ¿realmente hablas en serio?
ÓSCAR.—Esta es mi casa. Todo lo que hay en ella es mío. Lo único tuyo que hay aquí, eres tú, así que quédate en tu habitación y habla en voz baja.
FÉLIX.—Sí, veo que hablas en serio... Pues bien, permíteme recor­darte que yo pago la mitad del alquiler, lo cual me da derecho a entrar en la habitación que me dé la gana. (Se levanta, enfadado y va hacia el hall.)
OSCAR.-¿Dónde vas?
FÉLIX.—A pasearme por tu dormitorio.
ÓSCAR.—(Cierra el periódico furioso.) ¡Ni se te ocurra!
FÉLIX—(También furioso.) ¡No me digas donde tengo que estar! Pago trescientos dólares al mes.
ÓSCAR.—Eso era antes. A partir de mañana te va a costar veinte dó­lares diarios.
FÉLIX.-Está bien. (Saca varios billetes del bolsillo y los deja de un manotazo sobre la mesa.) Aquí tienes, lo de hoy. Ahora, voy a pasear por tu dormitorio. (Sale.)
ÓSCAR.—Te lo advierto. ¡No entres en mi dormitorio! (Empieza a perseguirle. FÉLIX corre alrededor de la mesa mientras ÓSCAR trata de bloquear la puerta del pasillo.)
FÉLIX.—(Retrocediendo y manteniendo la mesa como barrera entre los dos.) ¡Cuidado con lo que haces! ¡Cuidado con lo que haces, Oscar!
ÓSCAR—(Amenazándole con el dedo.) ¡Te lo advierto! ¡Si quieres continuar en esta casa, no quiero verte, no quiero oírte y no quiero oler tus comidas! Así que quita esos spaghettis de mi mesa de póker.
FÉLIX.-¡Ja, ja!
OSCAR.-¿De qué te ríes?
FÉLIX.—No son spaghettis. ¡Son tallarines!
(ÓSCAR coge el plato y los tira furioso en la cocina.)
ÓSCAR.—¡Son una mierda! ¡Eso es lo que son! (Paseando alrededor del sofá.)
FÉLIX.—(Admirando a ÓSCAR como si fuera un loco.) ¡Estás loco...! Yo puedo ser un neurótico, pero tú estás loco de remate.
ÓSCAR.—¿Con que loco, eh? Tiene gracia viniendo de un chalado como tú.
FÉLIX.—(Va a la puerta de la cocina y observa el desastre que ha oca­sionado ÓSCAR, volviéndose hacia él.) No pienso limpiar eso.
ÓSCAR.—¿Lo dices en serio?
FÉLIX.—Muy en serio. ¡No pienso limpiarlo! Tú lo has ensuciado y es tu problema. (Mirando otra vez a la cocina.) ¡Míralo bien... to­dos colgados de las paredes!
ÓSCAR.—(Cruza hacia allí y mira dentro de la cocina.) La cocina me gusta más así. Es más decorativo. (Cierra la puerta de un portazo y vuelve a pasear.)
FÉLIX.—(Desesperándose.) ¿Piensas dejarlos ahí hasta que se que­den secos y bien pegados?... ¡Qué asco!... Voy a limpiarlo. (Entra en la cocina y ÓSCAR le persigue, se oye ruido de lucha y golpes de cacharros.)
OSCAR.-(En off.) ¡No los toques! Como se te ocurra tocar un ta­llarín te doy un puñetazo en las narices.
FÉLIX.—(Sale de la cocina con ÓSCAR persiguiéndole. Por fin separa y trata de calmar a OSCAR) Oscar... ¿por qué no tomas una tila?
ÓSCAR—(Amenazador.) ¡Vete a tu habitación! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡No quiero verte!
FÉLIX.—Muy bien... tranquilicémonos todos, ¿eh?
(Pone la mano sobre el hombro de ÓSCAR como queriendo cal­marle pero éste se suelta bruscamente.)
ÓSCAR.—Si quieres sobrevivir esta noche será mejor que me ates a la pata de la cama y cierres bien tu puerta.
FÉLIX—(Se sienta ante la mesa fingiendo una gran calma.) Bueno, Oscar, ¿te importaría explicarme a qué viene todo esto?
ÓSCAR.—(Acercándosele.) ¿Que a qué viene todo esto?
FÉLIX—(Esquivándole, se sienta en la silla de al lado.) Sí... por alguna razón has perdido los nervios y te has puesto como una fiera. ¿Acaso he dicho algo que te ha molestado...? ¿He hecho algo? ¡Dímelo!
ÓSCAR.—(Paseando de arriba abajo.) No es lo que hagas ni lo que digas. ¡Eres tú!
FÉLIX.—Ya... ¿Crees que con eso basta?
ÓSCAR.—Podría ser más explícito pero no quiero ofenderte.
FÉLIX.—¿Qué te molesta de mí? ¿Mi forma de guisar... la lim­pieza... o quizá que soy un llorón?
ÓSCAR—(Acercándosele.) Para ser más exacto, me molesta todo. Tu forma de guisar, tu manía de limpiar, tus continuos llori­queos... el soñar en alto... que hagas ruidos para despegarte los oídos a las dos de la mañana... No puedo aguantarlo más, Félix... Estoy hasta el gorro. Todo lo que haces me pone frenético. Cuando no estás en casa, solo de pensar qué harás cuando lle­gues, me pone de mala leche. Te he dicho millones de veces que me molesta que me dejes notas encima de la almohada. Pues tú, como si nada. «Nos hemos quedado sin patatas. F. U.» Tardé horas en descifrar qué cono querría decir F. U. «Félix Ungar». Quizás no sea toda la culpa tuya, Félix... No estamos hechos el uno para el otro. ¿Comprendes?
FÉLIX.—Me voy haciendo a la idea.
ÓSCAR.—Pues aún no he dicho ni la mitad. Tengo una lista en mi oficina con «Las Diez Cosas que Más Me Sacan de Quicio». Pero, el remate final fue lo de anoche... anoche colmaste mi paciencia, Félix.
FÉLIX.—¿A qué te refieres, al asado, o al puré de castañas?
ÓSCAR.—No. Me refiero a esas dos chicas. Tenía todo planeado para que resultase una noche perfecta. (Señala arriba.) Y resulta que terminé bebiendo té en su casa mientras les contaba la histo­ria de tu vida.
FÉLIX—(Poniéndose de pie.) ¡Con que era eso! ¡Estás enfadado, porque te estropeé el plan!
ÓSCAR.—A mí y a ellas. Después de lo que les hiciste no sé como no me invitaron a ir a misa.
FÉLIX.—No me culpes. Ya te advertí que no quedaras con ellas. (Gesticula poniendo un dedo cerca de la cara de OSCAR)
ÓSCAR.—¡No me amenaces!
FÉLIX.—(Furioso, casi nariz con nariz con OSCAR) ¡Ya estoy harto! ¡Vete al cuerno, Oscar! ¡Has oído bien, al cuerno!
(FÉLIX asustado ante su propia reacción, se separa, da una vuelta al­rededor de ÓSCAR y luego va hacia el sofá donde se sienta.)
ÓSCAR.—No te había visto de tan mala leche desde el día que eché la ceniza del puro en la sopa de tortuga. (Va hacia el hall.)
FELlX.-(Amenazante.) Oscar... me estás haciendo perder la pa­ciencia... Me vas a obligar a decir lo que no quiero.
ÓSCAR.—(Vuelve a la mesa y apoyándose con las dos manos en ellas, se inclina hacia FELIX) Suelta de una vez lo que tengas contra mí.
FÉLIX.—(A grandes zancadas se acerca también a la mesa y se apoya con ambas manos, acercándose a OSCAR) ¡Como quieras!... Eres un tipo estupendo, Oscar. Has hecho todo cuanto has podido por ayudarme. De no haber sido por ti, no sé lo que me habría pasado. Me recogiste en tu casa, me diste una cama y una razón para seguir viviendo. Y nunca lo olvidaré, Oscar. Te has desvivido por mí.
ÓSCAR.—(Atónito.) Creo que no he oído bien.
FÉLIX.—No, aún no he terminado... También eres uno de los cer­dos más grandes que conozco.
ÓSCAR—(Enderezándose.) Bueno, ahora voy a decirte yo lo que pienso. Durante seis meses he vivido solo en este piso... solo en las ocho habitaciones... Me sentí solo, aburrido y casi desespe­rado, pero hacía lo que me salía del gorro. Luego, tú, mi mejor, mi más íntimo amigo, viniste a vivir conmigo... Y después de tres semanas de convivir juntos... estoy al borde de la locura... ¿Quieres hacerme un gran favor? Múdate a la cocina. Convive con los pucheros, las cazuelas, el cucharón y la fregona. Y cuando quieras salir toca una campana y yo entraré corriendo en mi dormitorio. (Casi rogándole.) Te lo pido de buenas maneras, Félix... te hablo como le hablaría a un buen amigo... ¡No te pon­gas en mi camino!
(Entra en su dormitorio.)
FÉLIX—(Ofendido por lo que acaba de oír. Pausa. De pronto, piensa en algo y grita.) Ten cuidado donde pisas. Acabo de fregar el suelo.
(Casi inmediatamente, ÓSCAR aparece en la puerta y parece no po­der controlar sus nervios. A grandes zancadas, sale hacia el hall, FÉLIX retrocede y vuelve a poner el sofá como barrera entre los dos.)
ÓSCAR.—No te servirá de nada el correr. Solo hay ocho habitacio­nes y conozco todos los escondites.
(Ahora están cada uno a un lado del sofá. FÉLIX coge una de las lám­paras de pie para protegerse.)
FÉLIX.—¿Así es como solucionas tus problemas? ¿Portándote como un animal?
ÓSCAR.—Yo te voy a enseñar como soluciono mis problemas. (Tira la maleta sobre la mesa.)
FÉLIX.—(Aturdido, mira la maleta.) ¿Dónde vas?
ÓSCAR.—¡Yo a ninguna parte, idiota! ¡Eres tú el que se va! ¡Quiero que salgas de mi casa! ¡Ahora! ¡Esta misma noche! (Abre la maleta.)
FELIX.-¿De qué hablas?
ÓSCAR.—¡Que se acabó! ¡Nuestro matrimonio ha terminado!, ¿comprendes? Vas a coger todas tus cosas y vas a salir de mi casa.
FÉLIX.—¿Quieres decir que... me echas?
ÓSCAR.—¡Exacto! Física e inmediatamente. No me importa donde vayas... como si te vas a vivir al Zoológico... (Entra en la cocina. Ruidos muy fuertes de cazuelas y pucheros que se estrellan contra el suelo.) Quizás allí te encuentres a tus anchas... podrás matar el tiempo limpiándoles la cara a los monos hasta que les desgastes... Pero, yo, yo soy un ser humano... un ser vivo... (Sale de la cocina con una serie de utensilios que mete en la maleta abierta.) y lo único que pido es Libertad... ¿es tanto pedir? (Cierra la ma­leta.) Ya está... la maleta hecha.
FÉLIX.—¿Sabes lo que te digo? Que estoy pensando en marcharme.
ÓSCAR.—(Levantando los ojos al cielo.) ¡Señor, por qué nunca me escuchará! ¿Por qué nunca se entera de lo que digo? Yo sé que he hablado... he reconocido mi voz...
FÉLIX.—(Indignado.) Si de verdad quieres que me marche, me iré.
OSCAR.-Pues vete. ¡Vete! ¿Cuándo te vas?
FÉLIX.—¿Cómo que cuándo me voy? Mira... tú tienes más prisa en echarme de la que tenía Carolina...
ÓSCAR.—Está bien. Tómate el mismo tiempo que te dio ella. No quiero que cambies de costumbres.
FÉLIX.—En otras palabras, que me pones de patas en la calle. ÓSCAR.—¡No, en otras palabras, no! ¡En esas, exactamente! (Coge la maleta y alarga el brazo para que la recoja FÉLIX) ¡Te estoy echando a la calle!
FÉLIX.—Muy bien... Pero que quede bien claro que me voy porque me echas. ¡Allá tú con tu conciencia! (Entra en su dormitorio.)
ÓSCAR.—¿Qué?... ¿Qué...? (Siguiéndole hasta el dormitorio.) ¿Qué pasa con mi conciencia?
FÉLIX.—¡La maldición caerá sobre tu cabeza! (Cruza hacia la puerta.)
ÓSCAR.—(Le sigue, gritando.) ¡Espera un minuto maldita sea! ¿Por qué me amenazas? ¿Qué es lo que me va a caer en la cabeza? Yo lo único que pido es que te marches de mi casa.
FÉLIX.—Confiesa la verdad, Oscar... ¿A qué el remordimiento no te deja vivir?
ÓSCAR.—(Al borde de la histeria.) ¡No puede ser, Dios mío! ¡Todo el día esperando que llegara este momento y todavía quiere sa­carle provecho!
FÉLIX.—Perdóname por haberte estropeado la fiesta... Ya me voy... (Abre la puerta lentamente.)
ÓSCAR—(Se pone delante de FÉLIX y cierra de un portazo.) ¡Tú no te mueves de aquí hasta que retires lo que has dicho!
FÉLIX.—¿Hasta que retire, el qué?
ÓSCAR.—Lo que me va a caer en la cabeza.
FÉLIX.—Apártate de mi camino, por favor.
ÓSCAR.—¿Así es como saliste de tu casa cuando te echó Caroline? ¡No me extraña que quisiera pintar de nuevo el dormitorio! (Señala el dormitorio de FÉLIX) ¡Mañana mismo mando desinfec­tar tu cuarto!
FÉLIX.—(Se sienta en el sofá, dando la espalda a ÓSCAR.) ¿Cómo quieres que me vaya si estás bloqueando la puerta?
ÓSCAR.—(Muy tranquilo.) Félix, hemos sido buenos amigos du­rante muchos años. En recuerdo de esa amistad, por favor, re­pite: «Oscar, somos incompatibles. Tenemos que separarnos».
FÉLIX.—Ya te diré donde debes mandar mi ropa... Te llamaré... o diré que te llamen en mi nombre... (Controlando su emoción.) En fin, me gustaría irme ya...
(ÓSCAR, resignado, se retira de la puerta y FÉLIX la abre.)
OSCAR.-¿Dónde vas a ir? ¿A dónde irás?
FÉLIX.—(Se vuelve desde la puerta y le mira.) ¿Dónde?... (Sonríe.) ¡Vamos, Oscar... no me digas que te preocupa saberlo!
(Hace mutis. ÓSCAR, a punto de explotar, llama a FÉLIX.)
ÓSCAR.—(A gritos.) ¡Félix! ¡Félix! ¡De acuerdo, tú ganas! (Sale a la escalera.) Vamos a intentarlo de nuevo... Haré lo que tú quie­ras, pero, vuelve... ¿Félix?... No me dejes así... ¡Félix!... ¡Hijo de...! (FÉLIX se ha ido. ÓSCAR vuelve a entrar en casa y cierra la puerta. Está furioso y busca algo con que pagar el malhumor. Agarra un cojín y lo estrella contra la puerta. Luego pasea como un león en­jaulado.) ¡Contrólate, Oscar! ¡No seas idiota! ¡Se ha ido! Repítelo hasta que te convenzas: «Se ha ido»... «Se ha ido»... (De pronto se lleva las manos a la cabeza y hace un gesto de dolor.) ¿Cómo ha sido ca­paz? ¡Echarme a mí una maldición...! No sé lo que es pero... me caerá en la cabeza. (Suena el timbre de la puerta y ÓSCAR da un salto.) ¡Dios mío, haz que sea él! Dame una nueva oportunidad para liquidarle. (Pone la maleta sobre el sofá y va corriendo a abrir. Entran MURRAY y TOMMY.)
MURRAY.—(Mientras cuelga la chaqueta en el respaldo de la silla.) Oye, ¿qué le pasa a Félix? Acabamos de cruzarnos con él y pa­rece un carnero camino del matadero. (Se quita los zapatos.)
TOMMY.—(Dejando también su chaqueta sobre el canapé.) Sí, ¿qué pasa? Cuando le preguntamos donde iba dijo: «Solo Oscar sabe». (Pausa.) ¿Dónde va, Oscar?
ÓSCAR.—(Sentándose ante la mesa.) ¿Cómo diablos lo voy a saber yo? Bueno, vamos a empezar de una vez... Preparar vuestras fi­chas.
MURRAY.—Tengo que comer algo... Me estoy muriendo de ham­bre. Mmmrn, creo que huelo a spaghetti. (Entra en la cocina.)
TOMMY.—¿Es que Félix no va a jugar esta noche? (Coge dos sillas y las lleva hasta la mesa.)
ÓSCAR.—No quiero hablar de él. Ni siquiera oír su nombre.
TOMMY.-¿De quién? ¿De Félix?
ÓSCAR.—¡Te he dicho que no menciones su nombre!
TOMMY.—No sabía de qué nombre me hablabas.
(Quita lo que hay sobre la mesa y lleva hasta la estantería los restos de la cena de FEL1X)
MURRAY .—(Aparece desde la cocina.) ¡Oye!, ¿sabes que la cocina está llena de spaghetti? ÓSCAR.—Lo sé y no son spaghetti. Son tallarines...
MURRAY.—¡A mí me parecieron spaghetti! (Vuelve a entrar en la cocina.)
TOMMY.—(Lleva hasta la mesa todo lo del póker, fichas, etc.) ¿Por qué no debo mencionar su nombre?
OSCAR.-¿De quién?
TOMMY.—De Félix. ¿Qué ha pasado? Algo os ha tenido que ocu­rrir.
(RICHARD y ROY entran por la puerta abierta.)
RICHARD.—Eso, ¿qué le ha pasado a Félix?
(RICHARD pone su chaqueta en su silla. ROY se sienta en el sillón. MURRAY sale de la cocina con paquetes de 6 botes de cerveza y bolsas de aperitivos. Todos miran fijamente a ÓSCAR, esperando una respuesta. Pausa. ÓSCAR se levanta.)
ÓSCAR.—¡Hemos terminado! ¡Le he echado de casa! Asumo toda la responsabilidad... aunque me caiga en la cabeza.
TOMMY.—¿El qué te va a caer en la cabeza?
OSCAR.-¡Yo que sé! ¡Félix lo dijo! Pregúntaselo a él.
(Va hacia la derecha.)
MURRAY.—Conozco bien a Félix... Hará una locura.
ÓSCAR—(Se vuelve hacia ellos.) Por eso me lo quité de encima. (MURRAY hace un gesto de incredulidad y va al sofá, después de de­jar las cervezas y las bolsas. ÓSCAR se le acerca.) ¿Qué crees? ¿Qué lo hice por egoísmo? ¿Que fui cruel con él? Pues lo hico por vosotros... por todos...
ROY.-¿De qué hablas?
ÓSCAR—(Se acerca a ROY) Todos hemos sufrido sus constantes manías: limpiar los ceniceros, ponernos las servilletas, sus sand­wiches de bacón, lechuga, nueces y tomate... Pero eso fue solo el principio. ¿Sabéis lo que planeaba para la próxima semana?
TOMMY.-¿Qué?
ÓSCAR.—Una fiesta hawaiana. Collares de flores... cerdo asado, arroz tres delicias... ¡Ni en el mismo Honolulú se juega así al póker!
MURRAY.—Pero una cosa no tiene nada que ver con la otra. Todos sabemos que es un pelma, pero también es un buen amigo... un amigo que se ha quedado en la calle y, a mí, eso me preocupa.
ÓSCAR.—(Acercándose a MURRAY) ¿Y yo no estoy preocupado, eh? ¿Piensas que a mí no me importa? ¿Quién crees que fue el primero en ponerle en la calle?
MURRAY.-Caroline.
OSCAR.-¿Qué?
MURRAY.—Que tú has sido el segundo. Y con quien quiera que vaya a vivir ahora será el tercero. ¿No lo entiendes? El propio Fé­lix se lo busca.
OSCAR.-¿Por qué?
MURRAY.—No lo sé, ni creo que el mismo Félix lo sepa. En este mundo existe todo tipo de personas. En África, por ejemplo, hay una tribu que se pasa el día dándose palos en la cabeza. (Hace un elocuente gesto de resignación.)
ÓSCAR.—(Volviendo a enfadarse poco a poco mientras trata de convencerse a sí mismo.) No pienso preocuparme por él. ¿Por qué iba a hacerlo? El no se preocupa por mí. Estará en la calle lloriqueando y haciéndose el mártir que es lo que le encanta... Si tuviera la más mínima vergüenza, volvería con Caroline y nos dejaría en paz a todos. (Se sienta en la mesa.)
TOMMY.-¿Por qué iba a hacer éso?
ÓSCAR.—(Cogiendo un montón de cartas.) Porque es su mujer.
TOMMY.—No, Blanche es tu mujer. La suya es Caroline.
ÓSCAR.—(Le mira.) ¿A qué estás jugando? ¿A las adivinanzas?
TOMMY.-Pero ¿qué has dicho?
ÓSCAR.—(Tirando las cartas al aire.) ¡De acuerdo! ¡Se acabó la partida! ¡Hoy no quiero jugar más! (Enfadado pasea por la habi­tación.)
RICHARD.—¿Cómo que no quieres jugar más? ¡Si aún no hemos empezado!
ÓSCAR.—(Volviéndose a él.) Lo único que sabes hacer es protestar. ¿Te has parado siquiera a pensar donde puede estar Félix en es­tos momentos?
RICHARD.—Me había parecido oirte que no ibas a preocuparte por eso.
ÓSCAR—(Gritando.) ¡Y no estoy preocupado! ¡No lo estoy en absoluto! (Suena el timbre de la puerta. Los ojos de ÓSCAR se iluminan.) ¡Es él! ¡Seguro que es él! (Todos se dirigen a la puerta pero ÓSCAR los detiene.) ¡No le dejéis entrar! ¡No quiero verle en mi casa!
MURRAY.—(Sigue hasta la puerta.) Oscar, no seas niño. Tenemos que abrir.
ÓSCAR.—(Le alcanza y le lleva hasta la mesa.) No pienso darle la sa­tisfacción de saber que todos estamos preocupados por él. Sen­taos... Seguid jugando como si no hubiera pasado nada.
MURRAY.-Pero Oscar...
ÓSCAR.—Vamos... todo el mundo en su sitio... coged las cartas...
(Todos se sientan y RICHARD comienza a dar las cartas.)
TOMMY.—(Cruzando hacia la puerta.) Oscar...
ÓSCAR.—Sí, Tommy... abre...
(TOMMY abre la puerta y aparece GWENDOLINA.)
TOMMY.-(Sorprendido.) ¡Ah, hola! (A ÓSCAR) Oscar, no es él.
GWENDOLI.-Hola, ¿qué tal? (Entrando.)
ÓSCAR.—¡Hola, Cecilia! (Acercándose a ella.) Muchachos, os pre­sento a Cecilia Robertson.
GWENDOLI.—Gwendolina Robertson. No, por favor, no se levan­ten. (A OSCAR) Quisiera hablar un momento contigo.
ÓSCAR.—Desde luego, Gwendo... ¿Qué pasa?
GWENDOLI.—Creo que sabe a lo que vengo...
ÓSCAR.—Sí... pero ahora no es el momento.
GWENDOLI.—Yo creo que sí. Vengo a buscar las cosas de Félix. (ÓSCAR la mira como si no hubiera entendido bien, luego mira a los demás y de nuevo a GWENDOLINA)
OSCAR.-¿De... Félix...? ¿Mi Félix?
GWENDOLI.-Sí, sí, Félix Ungar... Ese pobre y dulce ser torturado que está en estos momentos arriba en nuestra casa desahogán­dose con mi hermana.
ÓSCAR.—(Se vuelve a los otros.) ¿Habéis oído? Yo muriéndome de preocupación mientras el muy cerdo está arriba tomando té... y desahogándose.
(En ese momento entra CECILIA precipitadamente, arrastrando tras de ella a FÉLIX)
CECILIA.—Gwen, Félix no quiere quedarse... Por favor, pídeselo tú... dile que se quede.
FÉLIX.—No, gracias chicas, os lo agradezco de corazón pero... puedo irme a un hotel... (A los otros.) ¡Ah, hola!
GWENDOLI.—(Desoyendo sus razones.) Tonterías. Ya te he dicho que nos sobra sitio y el sofá es muy cómodo, ¿verdad Cecy?
CECILIA.—Y enorme. Además, hemos alquilado el aire acondicio­nado...
GWENDOLI.—No nos gusta nada la idea de que deambules por las calles buscando un sitio donde dormir.
FÉLIX.—Pero os molestaré... Seré un estorbo...
GWENDOLI.—¿Cómo puedes ser tú un estorbo para nadie?
ÓSCAR.—¿Queréis que os enseñe una lista que tengo escrita a má­quina?
GWENDOLI.—(Volviéndose a OSCAR) ¿No cree que ya ha dicho us­ted bastante, señor Madison? (A FÉLIX) No vamos a permitirlo, Félix... Te quedas con nosotras aunque solo sea unos días.
CECILIA.—Sí, hasta que encuentres un piso...
GWENDOLI.-Dí «sí», por favor... Dilo, Félix.
FÉLIX—(Considerando las razones de las chicas.) Bueno... pero solo por unos días...
GWENDOLI.—(Dando saltos de alegría.) ¡Estupendo!
CECILIA.—(Estática.) ¡Maravilloso!
GWENDOLI.—(Hacia la puerta.) Recoge tus cosas y sube inmedia­tamente.
CECILIA.—Espero que tengas mucho apetito... estamos prepa­rando la cena.
GWENDOLI.—(A los otros.) Buenas noches, caballeros, lamento haber interrumpido su partida.
CECILIA.—(A FÉLIX.) Si quieres, puedes invitar a tus amigos a ju­gar en nuestra casa.
GWENDOLI.-(A FÉLIX.) No te retrases... serviré el cocktail en quince minutos.
FÉLIX.-Allí estaré.
GWENDOLI.-Ciao...
CECILIA.-Ciao...
FELIX.-Ciao...
(Salen las dos y FÉLIX se vuelve y mira a los demás. Les sonríe y va hacia su dormitorio. Los cinco hombres quedan mudos mirándole incrédulos. Por fin, MURRAY va hacia la puerta.)
RICHARD.—(A los demás.) Os lo advertí... No fiaros de los tími­dos...
MURRAY.—(Silbido.) ¡Vaya par de cuerpos! (Cierra la puerta.)
(FÉLIX sale de su dormitorio con las bolsas de tintorería y dos tra­jes dentro.)
ROY.—Oye, Félix, ¿vas a vivir con ellas, de verdad?
FÉLIX.—(Les mira.) Solo unos cuantos días... Hasta que encuentre un piso. Bueno, hasta la vista muchachos... Ya podéis tirar todas las migas que os dé la gana. (Inicia el mutis.)
ÓSCAR.—Oye, Félix, ¿no piensas darme las gracias?
FELIX.-(En la entrada.) ¿Por qué?
ÓSCAR.—Por las dos cosas que he hecho por ti. Recogerte y echarte.
FÉLIX.—(Deja los trajes sobre la barandilla y se acerca a ÓSCAR) Tienes razón, Oscar. Muchas gracias... Darle por dos veces una patada a un hombre es más de lo que puede esperar... Retiro la maldición.
ÓSCAR.—(Sonríe.) Gracias... ¡No sabes cuanto te lo va a agradecer mi cabeza! (Se dan la mano. En ese momento, suena el teléfono.)
FÉLIX.—Deben ser las chicas...
MURRAY.-(Al teléfono.) ¿Diga?
FÉLIX.—Diles que ya subo... (A los demás.) Bueno, lo dicho... Hasta la vista.
MURRAY.-Es tu mujer.
FÉLIX.-(Volviéndose a MURRAY) ¿Qué?... Hazme un favor, dile que ahora no puedo ponerme... La llamaré dentro de unos días... ¡Ah! y dile también que si me encuentra extraño cuando hable conmigo es porque soy una persona totalmente diferente al hombre que echó a patadas hace tres semanas. Díselo, Murray.
MURRAY.—Se lo diré si la veo. La que está al teléfono es la mujer de Oscar.
FÉLIX.-¡Oh!
MURRAY.—(Al teléfono.) Un momento, Blanche.
(ÓSCAR va a coger el teléfono y se sienta en el brazo del sofá.)
FÉLIX.-Adiós, chicos.
(Da la mano a todos, recoge sus trajes y va hacia la puerta.)
ÓSCAR—(Al teléfono.) ¿Sí...? Hola, Blanche... Sí, creo que sé por­que me llamas. ¿Has recibido mis cheques, verdad? (FÉLIX se para al oír la conversación de ÓSCAR. Lentamente vuelve a entrar en la habitación, deja los trajes en la barandilla y se sienta en el brazo del sillón.) Ahora ya estoy en paz... no tengo deudas contigo. No, no... no me ha tocado nada, es que he ahorrado un poco... Sí, última­mente he comido en casa... (Coge un cojín del sofá y se lo tira a FÉLIX.) No, Blanche, no tienes porque darme las gracias. Me he limitado a cumplir con mi obligación... Bueno, eres muy ama­ble... ¿La casa...? Pues, no... creo que te sorprendería mucho verla... Todo está en su sitio... (FÉLIX le devuelve el cojín a OSCAR) Sí... bueno, te llamaré pronto... Tú puedes hacerlo cuando quieras. Últimamente no salgo mucho...
FÉLIX.—(Se levanta, coge los trajes y vuelve a la puerta.) Buenas no­ches, señor Madison... Si vuelve a necesitarme cobro a cinco dó­lares la hora.
ÓSCAR.—(Hace un gesto para detener a FÉLIX mientras sigue al telé­fono.) Dales un beso a los niños de mi parte. Adiós, Blanche. (Cuelga y se acerca a FÉLIX) Félix...
FÉLIX.—(Ya con la puerta abierta.) Dime.
ÓSCAR.—Oye, ¿vendrás el viernes que viene? No vas a estropear la partida.
FÉLIX.—¡Jamás haría una cosa así! Los matrimonios pueden llegar a su fin pero el juego debe continuar. Hasta la vista, Caroline. (Hace un mutis cerrando la puerta tras de él.)
ÓSCAR—(Gritando.) ¡Hasta la vista, Blanche! (Todos quedan mi­rando fijamente a ÓSCAR unos momentos.) Bien, chicos, ¿qué os parece si empezamos la partida?
(Hay un murmullo general mientras se reparten las cervezas, se dan las cartas, etc.)
ÓSCAR.—(De pie.) ¡Manos a la obra! (Muy serio, a los demás.) Y te­ned cuidado con donde tiráis las cenizas... para eso están los ce­niceros. Estáis en mi casa, no en una pocilga.
(Coge un cenicero que hay en una mesita auxiliar y empieza a meter todas las colillas que había tirado. Los demás se sientan y empie­zan a jugar a las cartas.)
TELÓN