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12/9/14

LOS SIETE CONTRA TEBAS Esquilo




LOS SIETE CONTRA TEBAS
Esquilo


PERSONAJES

Eteocles
Un mensajero explorador
Coro de doncellas te¬banas
Antígona
Ismena
Un heraldo




La acción se desarrolla en Tebas. La escena representa la acrópolis de Tebas, con altares y estatuas de dioses. Llega Eteocles con un grupo de gente armada.


ETEOCLES. Pueblo de Cadmo, el vigía del bien público en la proa de la ciudad dirigiendo el timón sin dejar cerrar sus ojos por el sueño, ha de decir lo que exige el momento. Pues si alcanza¬mos éxito, el mérito es de los dioses; pero si, por el connrario, lo que ojalá no ocurra, sucede una desgracia, sólo el nombre de Eteocles correrá por la ciudad cantado por los ciudadanos con himnos increpantes y con lamentos, de los cuales Zeus Preservador sea un nombre veraz para esna ciudad de los cadmeos. Ahora vosotros, el que todavía no alcanza el pleno vigor de la juventud y aquel que ya ha salido de ella por la edad, acrecentando grandemente el empuje del cuerpo y poniendo cada uno la solicinud que conviene, debéis ayudar a la ciudad y a los altares de los dioses de esta tierra para que sus honores nunca sean borrados, y a los hijos y a la Tierra madre, amadísima nodriza; pues ésta en vuestra infancia, cuando os arrastrabais por su suelo bondadoso, acepnando, como hos-pedera, noda la faniga de vuestra niñez, os crió para que fuerais ciudadanos portadores de escudos, fieles en la presente nece¬sidad. Y ahora, hasta este día, el dios inclina favorable la ba¬lanza; pues en todo este tiempo en que estamos sitiados, la guerra, gracias a los dioses, se desarrolla casi siempre bien. Mas ahora, según dice el adivino, pastor de aves, que en sus oídos y en su mente, sin ayuda del fuego, maneja los pájaros pro¬féticos con un arte que no miente, éste, señor de tales augu¬rios, dice que el ataque mayor de los aqueos se decide en un consejo nocturno y va a lanzarse sobre la ciudad. Ea, pues, marchad todos a las almenas y a las puertas de las torres, lan¬zaos con todas vuestras armas, llenad los parapetos, colocaos en las terrazas de las torres, en las salidas de las puertas, resistid confiadamente y no temáis demasiado la turba de los asal¬tantes; la divinidad lo acabará todo bien. He enviado vigías y exploradores del ejército, los cuales confío que no harán el camino inútilmenne. Una vez los habré oído, no hay miedo de que sea cogido con engaño.
(Llega un mensajero.)
MENSAJERO. Eteocles, nobilísimo señor de los cadmeos, vengo del ejército trayendo de allí noticias ciertas; yo mismo soy testigo de los hechos. Siete guerreros, impetuosos capitanes, degollando un toro en un escudo negro, y mojando sus manos en la sangre del toro, por Ares, Enio y Terror juraron o destruir y saquear por la violencia esta ciudad de los cadmeos o, mu¬riendo, empapar esta tierra con su sangre. Después colgaron con sus manos en el carro de Adrasto recuerdos suyos para sus padres en las casas, derramando lágrimas; pero ninguna queja había en sus labios, pues su corazón de hierro, inflamado de valennía, respiraba coraje, como leones con ojos llenos de Ares. Y la prueba de esto no se retarda por negligencia: los dejé echando suertes a qué puerta cada uno de ellos, según obtu¬viera en el sorteo, conduciría sus tropas. Ante esto, coloca como jefes rápidamente a los mejores guerreros escogidos de la ciudad, en las salidas de las puertas; pues cerca ya el ejército argivo, con toda su armadura, avanza, levanta polvo y una espuma blanca mancha la llanura con la baba que sale de los pulmones de los caballos. Tú, como diestro piloto, defiende la ciudad antes de que se desaten las ráfagas de Ares, pues ya grita la ola terrestre del ejército. Aprovecha para ello la circunstan¬cia, lo más pronto posible; yo, en adelante, tendré mis ojos fiel vigía de día, y sabiendo con un relato exacto lo que sucede fuera de las murallas, serás sin daño.
(Se marcha el mensajero.)
ETEOCLES. Oh Zeus, y Tierra, y dioses protectores de la ciudad, y Maldición, Erinis poderosa de un padre; a esta ciudad, al menos, os ruego, no arranquéis de cuajo, enteramente des¬truida, presa del enemigo a ella que vierte el habla de Grecia, ni a los hogares de sus mansiones. No doméis jamás con los yugos de la esclavitud una tierra libre y una ciudad de Cadmo. Sed nuestra fuerza: creo decir cosas de interés común; pues una ciudad próspera, honra a sus diosas.
(Sale Eteocles y llega el coro de mujeres tebanas que evolucionan en la orquesta.)
CORO. Clamo temibles, grandes males: el ejército avanza. De¬jando el campamento fluyen numerosos destacamentos de caballería. El polvo que veo subir al éter me lo confirma, mudo, claro, verídico mensajero. Se ha apoderado de los llanos de mi tierra un ruido de armas, que se acerca, vuela, ruge, como invencible torrente que golpea la montaña. ¡Ay, ay, dioses y diosas! ¡Alejad el mal que nos acomete!
Un griterío por encima de las murallas. El ejército de blancos escudos, dispuesto ya, se lanza rápido contra la ciudad. ¿Quién nos salvará, cuál de los dioses o diosas nos defenderá? ¿Me arrojaré cabe las estatuas de los dioses? ¡Ay, felices, bien firmes en vuestros santuarios! Es el momento de abrazarse a las es¬tatuas. ¿Por qué nos demoramos gimientes?
¿Oís o no oís estrépito de escudos? ¿Cuándo, si no ahora, presentaremos súplicas de peplos y coronas?
Veo ese estrépito: no es el choque de una sola lanza. ¿Qué vas a hacer? ,Traicionarás, Ares, antiguo dios indígena, tu tierra? r ¡Demon de áureo casco, mira, mira la ciudad que un día te fue tan querida!
Dioses defensores del país, venid todos. Contemplad esta tropa de vírgenes suplicantes que teme la esclavitud. Alrededor de la ciudad una ola de soldados de ondeante penacho muge, empujada por los soplos de Ares. Pero tú, ¡oh Zeus, Zeus!, padre que todo lo cumples, aleja para siempre de enemigos la presa. Pues los argivos están cercando la ciudad de Cadmo, me invade el temor de sus armas de guerra. Entre las quijadas de caballos los frenos proclaman ya matanza. Siete distinguidos capitanes del ejército, blandiendo lanzas impetuosas, avanzan hacia las siete puertas, escogidas a suerte.
¡Oh tú, hija de Zeus, fuerza que ama las batallas, sé nuestra salvadora, Palas! ¡Y tú, jinete soberano, que gobiernas el ponto con tu ingenio, arpón de peces, Posidón, líbranos de estos temores! ¡Y tú, Ares, oh, oh, guarda una ciudad que lleva el nombre de Cadmo, cuídala manifiestamente! Y Cipris, madre antigua de nuestra raza, protégenos, pues hemos nacido de tu sangre, y a ti nos acercamos invocándole con súplicas que imploran tu divinidad. Y tú, príncipe matador de lobos, sé un lobo para la hueste enemiga, vengando mis Sollozos. Y tú, virgen nacida de Leto, prepara bien el arco. ¡Ah, ah! Oigo es¬truendo de carros en torno a Tebas. ¡Oh, Hera, Señora! Los cubos de las ruedas rechinaron bajo el peso de los ejes. ¡Oh Artemis querida! Sacudido por las lanzas, el éter se enfurece. ¿Qué va a sufrir nuestra ciudad? ¿Qué será de ella? ¿Adónde la llevará finalmente la divinidad?
¡Ah, ah! De lejos alcanza nuestras almenas una lluvia de pie¬dras. ¡Oh querido Apolo! ¡Hay en las puertas un ruido de es¬cudos broncíneos! Escúchanos, hija de Zeus, que en la batalla decides el sagrado fin de la guerra. Y tú, reina feliz, Onca, de¬lante de nuestras murallas salva la ciudad de siete puertas.
¡Oh dioses todopoderosos, dioses y diosas, consumados guardianes de las torres de esta tierra, no entreguéis nuestra ciudad, oprimida por las lanzas, a un ejército que habla otra lengua! Escuchad, escuchad justamente, los ruegos de estas vírgenes que alzan hacia vosotros sus manos. ¡Oh divinidades queridas, que protegéis, salvadores, la ciudad! Mostrad que amáis la ciudad. Pensad en las ofrendas de un pueblo, y pen¬sando en ello, defendedlo. Guardad el recuerdo de las sagradas fiestas de la ciudad, generosas en sacrificios.
(Llega Eteocles indignado por los lamentos de las mujeres.)
ETEOCLES. A vosotros pregunto, insoportables criaturas: ¿es esto lo mejor, salvación para la ciudad y confianza para este ejército encerrado en sus torres, caer sobre las imágenes de los dioses tebanos, gritar, chillar cosas odiosas a los sabios? Ni en la desgracia ni en la agradable prosperidad tenga yo que vivir con la gente mujeril. Pues si triunfa es de una audacia intratable, y si se atemoriza, todavía es un mal peor para la casa y la ciudad. Así ahora, con estas huidas desordenadas por las calles, habéis extendido vociferando la cobardía exánime. Y acrecentáis con mucho la suerte de los de fuera, mientras que desde dentro nos destruimos a nosotros mismos. Tales cosas encuentra uno conviviendo con mujeres. Pero si alguien no obedece sus ór¬denes, hombre, mujer o el que sea, se decidirá contra él una sentencia de muerte, y no podrá escapar al destino de morir lapidado por el pueblo. Al hombre incumbe, no a la mujer, resolver los asuntos de fuera. Quédate en casa y no hagas daño. ¿Me oíste o no me oíste? ¿O hablo a una sorda?
CORO. ¡Oh querido hijo de Edipo! Tuve miedo al oír el estrépi¬to, el estrépito retumbante de los carros y el chillido de los cubos que hacen girar las ruedas, y los gobernalles insomnes en la boca de los caballos, frenos surgidos de la llama.
ETEOCLES. ¿Qué, pues? ¿Acaso el marinero, huyendo de la popa a la proa, encuentra la maniobra de la salvación, cuando la nave forcejea ante el asalto de la ola marina?
CORO. Yo he venido corriendo a las antiguas estatuas de los dioses, confiando en ellos, cuando el fragor de un funesto alud se ha precipitado contra nuestras puertas, entonces me levanté de miedo para suplicar a los Bienaventurados, que extendieran su protección sobre la ciudad.
ETEOCLES. Rogad que las torres nos protejan de la lanza enemi¬ga. ¿Estas cosas no proceden también de los dioses? Sin em¬bargo, se dice que los dioses de la ciudad tomada, la abandonan.
CORO. Que jamás, mientras yo viva, la abandone esta congre¬gación de dioses, ni vea las calles de esta ciudad invadidas y a la tropa que prende fuego destructor.
ETEOCLES. Mira que invocando a los dioses no resuelvas con daño; pues la obediencia es madre del triunfo salvador, mujer. Así se dice.
CORO. Sí, pero el poder de los dioses es más grande aún. Muchas veces, en medio de males, levanta al impotente de su cruel destino, cuando nubarrones se ciernen sobre sus ojos.
ETEOCLES. Es cosa de hombres ofrecer a los dioses sacrificios y consultas cuando van a hacer frente a los enemigos; lo tuyo es callar y permanecer en casa.
CORO. Gracias a los dioses vivimos una ciudad libre, y nuestras torres nos defienden de una turba enemiga. ¿Qué resenti¬miento divino puede odiar mis cantos?
ETEOCLES. No me sabe mal que honres al linaje de los dioses. Pero para que no vuelvas a los ciudadanos cobardes, tranqui¬lízane y no ne nurbes en exceso.
CORO. Al oír poco ha un confuso estruendo con alarmante temor he llegado a esna ciudadela, asiento augusno.
ETEOCLES. Ahora, si os llegan nuevas de fallecidos o de heridos, no las recibáis con lamentos. Pues Ares se alimenta de esto: de sangre de hombres.
CORIFEO. Escucho el relinchar de los caballos.
ETEOCLES. Si lo escuchas, no lo escuches demasiado con claridad.
CORIFEO. La ciudad se lamenta del fondo de su suelo, pues es¬ tamos cercados.
ETEOCLES. Sobre estas cosas es suficiente que yo decida.
CORIFEO. Tengo miedo; aumenta el golpeteo en las puertas.
ETEOCLES. ¡Silencio! ¿No dirás nada de esto en la ciudad?
CORIFEO. ¡Oh pléyade de dioses! ¡No abandonéis las torres!
ETEOCLES. ¡Maldición! ¿No soportarás esto en silencio? CORIFEO. Dioses ciudadanos, que no me caiga en suerte la es¬ clavitud.
ETEOCLES. ¡Tú sí que me esclavizas a mí y a toda la ciudad!
CORIFEO. ¡Oh Zeus todopoderoso, vuelve tu dardo contra los enemigos!
ETEOCLES. ¡Oh Zeus, qué linaje nos has regalado con las mujeres!
CORIFEO. Miserable, como los hombres, cuando su ciudad es tomada.
ETEOCLES. ¿Hablas todavía de desgracias, tocando las estatuas de los dioses?
CORIFEO. Sí, pues a causa del desaliento el terror me arrebata la lengua.
ETEOCLES. Si me concedieras, te lo ruego, un pequeño favor...
CORIFEO. Puedes decirlo cuanto antes y pronto lo sabré.
ETEOCLES. Calla, desgraciada, no atemorices a los muertos.
CORIFEO. Ya callo: con los otros sufriré la muerte decretada.
ETEOCLES. Te acepto esta palabra en vez de aquéllas. Y además: deja estas estatuas, y pide a los dioses lo más adecuado: que sean nuestros aliados. Ahora atiende mis plegarias y luego tú, a modo de peán, lanza el grito sagrado, grito ritual de los he¬lenos al ofrecer un sacrificio, confianza para los nuestros y terroro para los enemigos. Yo, a los dioses protectores del país, a los del campo y a los guardianes de nuestras plazas, y a las fuentes de Dirce y al agua del Ismene, hago voto, de que, si todo sale bien y la ciudad se salva, los ciudadanos ensangren¬ tarán con ovejas y toros las aras de los dioses, en sacrificio de victoria, y yo con los trofeos de los enemigos, conquistados con la lanza, coronaré las sagradas moradas de los templos. Estas son las súplicas que has de hacer a los dioses, sin com¬placerte con los lamentos y en estas exclamaciones tan inúti¬les como salvajes; pues con ello no podrás escapar más a tu destino. Yo iré a colocar en las siete salidas de nuestra muralla a seis guerreros, conmigo como séptimo, remeros poderosos contra el enemigo, antes de que lleguen veloces mensajeros y rumores precipitados, y arda todo por causa de la necesidad.
(Eteocles entra de nuevo en palacio.)
CORO. Lo quiero, pero por pavor no duerme mi corazón, y, veci¬nas de mi pecho, las angustias inflaman mi temor ante esta tropa que rodea las murallas, como a la vista de serpientes de mortal connubio una paloma temblorosa teme por el nido de sus pequeños. Unos en masa compacta avanzan hacia nues¬tras torres -¿qué será de mí?-, otros sobre los ciudadanos cercados lanzan agudas piedras. Por todos los medios, dioses hijos de Zeus, salvad al pueblo nacido de Cadmo.
¿Qué tierra mejor que ésta vais a tomar a cambio, si aban¬donáis a los enemigos esta tierra de hondas glebas y el agua de Dirce, la más nutricia de cuantas bebidas hace brotar Posidón que ciñe la tierra y las hijas de Tetis? De esta forma, oh dioses defensores de esta ciudad, a los de fuera de las murallas en¬viadles la cobardía, perdición de los hombres, el extravío, que arroja las armas, conceded por el contrario, la gloria a estos ciudadanos, y salvadores de Tebas permaneced en vuestros hermosos santuarios por el agudo gemido de nuestros ruegos.
Sería desgraciado precipitar así al Hades una ciudad tan antigua, presa servil de la lanza, reducida a frágiles escombros, vergonzosamente destruida por los aqueos según designios divinos; y que sus mujeres privadas de protectores -¡ay, jó¬venes y viejas-, fuesen llevadas como yeguas, por sus cabe¬lleras, mientras sus vestidos se desgarran. Grita la ciudad va¬ciándose, y va a la perdición un botín de profundas voces. Veo venir con temor un pesada carga.
Sería deplorable, antes del rito, hayan de tomar el odioso camino de unas casas que recogen frutos todavía verdes. ¿Qué diré más? Porque los muertos, lo proclamo, tienen un destino mejor que éstas. Muchas, cuando una ciudad es conquistada, son sus desgracias. Uno se lleva a otro, le mata; otros incen¬dian la ciudad y toda ella se mancha de humo. Enloquecido sopla encima, el destructor del pueblo, el que atropella toda pureza, Ares.
Un ronco estrépito cunde por la ciudad, mientras alrededor se extiende una red de torres. El guerrero cae bajo la lanza del guerrero. Vagidos ensangrentados, infantiles, resuenan encima de los pechos nutricios. En todas partes el robo, unido a las persecuciones; el saqueador se encuentra con otro saqueador, y el que está todavía sin botín llama a otro, queriendo tener un cómplice; nadie codicia ni menos ni igual. La razón puede conjeturar lo que vendrá después de esto.
Frutos de todas clases esparcidos por el suelo causan dolor y el ojo de las despenseras se llena de amargura. Abundantes dones de la tierra en confusa mezcla son arrastrados por to¬rrentes inútiles. Jóvenes cautivas, inexpertas en el sufrimiento, se lamentan al pensar en un lecho prisionero de un hombre afortunado, de un enemigo poderoso, y no les queda otra es-peranza que este final nocturno, afrenta acumulada a unos dolores lamentabilísimos.
(Llega el mensajero. Eteocles sale del palacio.)
CORIFEO. El espía del ejército, según creo, nos trae, amigas, al¬guna nueva noticia, moviendo con diligencia los cubos de los pies que le conducen. También está aquí el propio monarca, hijo de Edipo, que viene justo a punto para conocer el relato del mensajero. La prisa no deja mover comedidamente sus pies.
MENSAJERO. Puedo decir, sabiendo bien las cosas de los enemi¬gos, qué suerte ha obtenido cada uno en la asignación de las puertas. Tideo brama ya junto a la puerta de Preto, pero el adivino no le deja atravesar la corriente del Ismeno, pues las víctimas no son favorables. Pero Tideo, enloquecido y ansio¬so de batalla, grita, como serpiente que silba al sol del me¬diodía, y lastima al sabio adivino, hijo de Ecleo, con el insul¬to de halagar cobardemente al destino y la batalla. Y mientras lanza estos gritos, agita tres penachos umbrosos, cabellera del casco, y debajo del escudo las campanillas de bronce hacen resonar el pavor. Y en el mismo escudo lleva un emblema arrogante: un cielo cincelado resplandeciente de estrellas, y en medio se destaca una luna llena brillante, reina de los astros, ojo de la noche. En la locura que le infunde este arrogante arnés, vocifera por las márgenes del Ismeno, mientras aguarda ansioso la llamada de la trompeta. ¿Quién pondrá frente a éste? ¿Quién, cuando caigan los cerrojos, será capaz de de¬fender la puerta de Preto?
ETEOCLES. No hay adorno de guerrero que me atemorice y los emblemas no causan heridas: penachos y campanillas no muerden sin la lanza. Y esa noche sobre el escudo que des¬cribes, fulgurante de estrellas celestes, quizá para alguien re¬sultará profética esta locura. Pues si la noche cae sobre sus ojos moribundos, este emblema arrogante tendrá para el que lo lleva una significación exacta y justa:, él contra sí mismo habrá profetizado esta insolencia. Yo pondré enfrente de Tideo, como defensor de esa puerta, el prudente hijo de Astaco, de noble raza, que venera el trono del Honor y odia las palabras altisonantes. Opuesto a las acciones vergonzosas, no quiere ser cobarde. Él procede como descendiente de los hombres sem¬brados que Ares respetó; es un auténtico hijo de nuestra tierra, Melanipo. La batalla lo decide Ares con sus dados; pero es en verdad la Justicia cosanguínea quien le envía para que aleje de su madre nutricia la lanza enemiga.
CORO. Que los dioses concedan la victoria a nuestro campeón, pues justamente se lanza a luchar por la ciudad. Pero tiemblo de ver las muertes sangrientas de aquellos que caerán en de¬fensa de los suyos.
MENSAJERO. A éste los dioses le concedan la buena estrella que deseas. A Capaneo le ha tocado en suerte la puerta Electra: otro gigante mayor que el antes citado, un fanfarrón que no piensa como hombre, y profiere contra las torres amenazas terribles que ojalá el destino no cumpla. Quiéranlo o no los dioses dice que destruirá la ciudad y ni que descargara la cólera de Zeus sobre la tierra podría pararle. Los relámpagos y las descargas del rayo los comparó a los calores del mediodía. Por emblema tiene un hombre desnudo, que lleva fuego, y en sus manos, como armas, arde una antorcha, y proclama en letras de oro: «Incendiaré la ciudad». Contra este guerrero envía..., pero ¿quién le hará frente? ¿Quién resistirá sin temor a ese hombre arrogante?
ETEOCLES. Esta ganancia engendra otra ganancia. La lengua es un acusador verídico contra los hombres llenos de vana so¬berbia. Capaneo amenaza, dispuesto a obrar; despreciando a los dioses, ejercitando su boca con necia alegría, envía, simple mortal, al cielo resonante, tempestuosas palabras contra Zeus. Estoy convencido de que con justicia llegará sobre él el rayo que lleva el fuego, que no se parece en nada a los calores del sol del mediodía. Un varón contra él, a pesar de su insolente lenguaje, ha sido designado, el valeroso Polifontes, voluntad ardiente, baluarte de garantía por la benevolencia de Artemis Protectora y de otros dioses. Dime otro guerrero designado por la suerte para otra puerta.
CORO. Muera el hombre que profiere contra la ciudad tan grandes amenazas; que el dardo del rayo le detenga antes de que traspase en mi morada y con su lanza soberbia me arras¬tre fuera de las alcobas virginales.
MENSAJERO. Te voy a contar ahora, el que ha designado después contra nuestras puertas. Es Eteoclo, el tercer guerrero, para quien una tercera suerte saltó del casco de bello bronce vol¬cado: llevar su tropa a la puerta Neísta. Y hace girar en re¬dondo a sus yeguas que relinchan en sus frontales deseos de haber caído ya sobre la puerta; las muserolas silban un bárbaro sonido, llenas de resuello de los orgullosos ollares. Su escudo lleva un un emblema de no modesta condición: hoplita sube por una escalera apoyada a una torre enemiga que quiere de¬rribar. También él grita, en una inscripción, que ni Ares podría arrojarle de los baluartes. Contra ese hombre envía al que sea capaz de alejar de esta ciudad el yugo de la esclavitud.
ETEOCLES. Enviaría ahora a éste, pero con fortuna ha sido ya enviado uno que tiene en sus manos la arrogancia, Megareo, semilla de Creonte, del linaje de los guerreros sembrados, que no retrocederá de las puertas espantado del ruido de los locos relinchos de caballos, sino que o muriendo pagará la crianza a esta tierra o apoderándose de los dos guerreros y de la fortaleza del escudo, adornará con estos despojos la casa paterna. Pasa a los alardes de otro y no me seas parco de palabras.
CORO. Solicito a los dioses el triunfo para esta parte -¡oh cam¬peón de mi casa!- y para los otros la derrota. Y así, como con mente alocada profieren contra la ciudad fanfarronadas, del mismo modo Zeus Vengador lance sobre ellos una mirada enfurecida.
MENSAJERO. Otro, el cuarto, que ocupa la puerta contigua de Atenea Onca, se acerca gritando: es la figura y la gran talla de Hipomedonte. Al verle blandir una era inmensa -digo el disco de su escudo-, me estremecí, no puedo expresarme de otro modo. El autor que cinceló esa divisa en su escudo no era un artista vulgar: Tifón, que lanza de su boca inflamada una negra humareda, voluble hermana del fuego, y serpientes en¬lazadas sujetan el reborde extremo del escudo de vientre cón¬cavo. Él mismo ha lanzado un alarido, y lleno de Ares delira por el combate como una bacante y sus ojos infunden miedo. Hay que guardarse bien del empuje de un tal guerrero: pues el terror ya proclama su arrogancia ante la puerta.
ETEOCLES. Primero Palas Onca, que habita cerca de la ciudad, vecina de esta puerta, odiando la insolencia de este hombre, lo apartará de la nidada como a serpiente horrible. Luego Hiperbio, ilustre hijo de Enope, es el varón escogido contra aquél, deseoso de interrogar al destino en el lance de la nece¬sidad. Es irreprochable en su porte, en su ánimo y en el arreo de las armas. Hermes con razón los juntó: un enemigo se enfrentará con otro enemigo y dioses enemigos chocarán en sus escudos. Pues uno tiene a Tifón que exhala fuego, mientras que para Hiperbio está de pie en su escudo Zeus padre, lla¬meando en sus manos el rayo; y nadie todavía ha visto a Zeus vencido. Tal está ahora distribuida la amistad de los dioses. Nosotros estamos del lado de los vencedores, ellos de los de¬rrotados, si es verdad que Zeus en la batalla es más fuerte que Tifón. Es natural que a los dos contrincantes les suceda lo mismo, y que Hiperbio, de acuerdo con su emblema, en¬cuentre un salvador en el Zeus de su escudo.
CORO. Estoy convencida de que el que lleva sobre su escudo el cuerpo del demon sepultado bajo tierra, odioso enemigo de Zeus, imagen tan aborrecida de los hombres como de los dioses inmortales, caerá de cabeza ante las puertas.
MENSAJERO. Así ocurra. Ahora voy a referirme al quinto, apos¬tado en la quinta puerta, la de Bóreas, junto a la tumba de Anfión, hijo de Zeus. Jura por la lanza que empuña, y que en su presunción venera más que a un dios y por encima de sus ojos, destruir la ciudad de los cadmeos a despecho de Zeus. Así vocifera este retoño de madre montañesa, hermosa proa, hombre infante: el bozo acaba de extenderse por sus mejillas y tupida barba brota en su adolescencia. Pero su ánimo es cruel, en nada acorde con un nombre de virgen, y avanza con ojo feroz, Partenopeo arcadio. Tal guerrero es un meteco, y quie¬re pagar a Argos su espléndida crianza; pues parece haber ve¬nido no para traficar con la batalla, sino para hacer honor al trayecto de un largo camino. Con todo, no sin jactancia se presenta ante nuestras puertas, pues en el escudo de bronce trabajado, baluarte circular de su cuerpo, agita la afrenta de Tebas, una esfinge carnicera fijada con clavos, brillante figura repujada y que en sus garras lleva un cadmeo, para que sean lanzados contra este hombre muchísimos dardos.
ETEOCLES. ¡Ojalá alcancen de los dioses lo que piensan con sus impías jactancias: así perecerán del todo y miserablemente! También hay para este arcadio del que hablas, un hombre sin jactancia, pero cuyo brazo sabe actuar: Actor, hermano del antes citado. El cual no permitirá que una lengua sin obras fluyendo dentro de las puertas haga crecer desgracias ni que se abra paso a través de las murallas un hombre que lleva la ima¬gen de una odiosísima fiera sobre su enemigo escudo. Su re¬proche alcanzará al que lo lleva, cuando se encontrará con un esposo martilleo al pie de la ciudad. Si los dioses lo quieren, mis palabras serán verdaderas.
CORO. Tus palabras me llegan al fondo del pecho, los bucles de mis cabellos se levantan erizados, al oír la insolencia de estos arrogantes impíos. ¡Ojalá los diosos los aniquilen en mi tierra!
MENSAJERO. Voy a decir el sexto, el varón más sabio y, más va¬liente en el combate, el poderoso adivino Anflarao. Colocado delante de la puerta Homoloide, llena de improperios al fuerte Tideo: «Homicida, perturbador de la ciudad, el maestro ma¬yor de los infortunios para Argos, mensajero de Erinis, mi¬nistro de Muerte, consejero de estas desgracias para Adrasto.» Después, dirigiendo la mirada hacia tu hermano, el fuerte Polinices, elevando los ojos, y al fin partiendo el nombre en dos, le llama y salen estas palabras de su boca: «¡Ciertamente, tal hazaña es agradable a los dioses y bella de escuchar y de decir a los descendientes: destruir la ciudad de los padres y los dioses de la raza, lanzando contra ellos un ejército extranjero! ¿Con qué derecho vas a restañar la fuente materna? La tierra patria conquistada por tu afán con la lanza, ¿cómo será tu aliada? Yo, por mi parte, fertilizaré este suelo, adivino sepul¬tado bajo tierra enemiga. Luchemos: no es deshonroso el destino que espero.» Así habló el adivino, mientras llevaba gravemente su escudo de macizo bronce. Pero no hay emble¬ma en su escudo: pues no quiere parecer el mejor sino serio, cosechando surco profundo en su ánimo, del cual brotan nobles designios. Contra éste te aconsejo que envíes sabios y valientes adversarios. Temible es el que honra a los dioses.
ETEOCLES. ¡Ah, funesto presagio que asoció un hombre justo a los impíos! En toda empresa no hay nada peor que una mala compañía: el fruto no es bueno para cosecharse. Si un hombre piadoso se embarca con marineros ardientes para el crimen, perece con la raza de hombres odiosa a los dioses; o si un justo se une con ciudadanos inhospitalarios que no se acuerdan de los dioses, cae justamente en la misma red y sucumbe a golpes del látigo común del dios. Así ese adivino, digo el hijo de Ecico, prudente, justo, valiente, piadoso, gran profeta, mez¬clado contra su voluntad, a impíos de boca temeraria, com¬prometidos en una expedición de difícil regreso, será, si Zeus quiere, arrastrado en la misma red. Creo que ni siquiera ata¬cará nuestras puertas, no porque carezca de valor ni por co¬bardía de ánimo, sino que sabe cómo ha de morir en la bata¬lla, si los oráculos de Loxias han de llevar su fruto: acostumbra callar o decir lo que conviene. Con todo, contra él colocare¬mos a otro guerrero, el fuerte Lástenes, guardián de puerta que odia al extranjero; anciano por su mente, tiene, en cambio, un cuerpo joven, ojo rápido y mano presta para alcanzar con la lanza un flanco no protegido junto al escudo. Pero para los mortales el vencer es un don divino.
CORO. Escuchad, dioses, estas justas súplicas, llevarlas a cum¬plimiento para que se salve la ciudad; girad los males de la guerra sobre nuestros invasores y que Zeus con su rayo los alcance y mate fuera de las murallas.
MENSAJERO. Voy a hablarte del séptimo que viene contra la séptima puerta, de tu propio hermano, y de las desdichas que impreca y pide para la ciudad. Quiere, después de escalar las torres, de ser proclamado rey del país y de haber prorrumpido con un canto de conquista, encontrarse contigo y habiéndose dado muerte morir cerca de ti, si deja vivo al que ha agravia¬do con la expulsión, castigarle de la misma manera con el des¬tierro. Estas cosas pide el fuerte Polinices, y llama a los dioses gentilicios de la tierra paterna para que vigilen por el total cumplimiento de sus súplicas. Lleva un escudo redondo, re¬cién forjado, sobre el cual figura un doble emblema: un hombre cincelado en oro, vistoso por sus armas, al que con¬duce una mujer, guía de mente sensata. Pretende ser justicia, según dicen las letras: «Restituiré este hombre a la patria y volverá a tener su ciudad y la mansión de sus padres». Tales son los emblemas de aquellos: nunca podrás reprocharme por mis relatos. Mas tú sólo decide cómo se ha de pilotar esta cuidad.
(Sale el mensajero.)
ETEOCLES. ¡Oh enloquecido por la divinidad, gran aborreci¬miento de los dioses, linaje de Edipo, el mío digno de toda lágrima! ¡Ay de mí! Ahora se cumplen las maldiciones de un padre. Pero no es bueno llorar ni quejarse, no sea que se en¬gendre un lamento más agobiante. Para ese hombre tan bien nombrado, digo, Polinices, pronto sabremos en dónde ter¬minará su emblema: si le devolverán a su patria unas letras de oro cinceladas que fluyen en su escudo con descarrío de la mente. Si la virgen, hija de Zeus, Justicia, estuviera presente en sus acciones y sus pensamientos, quizá esto podría realizarse; pero nunca ni el día que huyó de las tinieblas maternas ni en su crianza, ni al entrar en la adolescencia, ni cuando la barba le esperaba en su mentón, justicia le ha dicho una palabra y le creyó digno de ella; ni creo que ahora, cuando maltrata su tie¬rra patria se ponga a su lado, o sería entonces con razón de r nombre falso, esa justicia aliada a un hombre que a todo se atreve en su ánimo. Con esta confianza yo mismo iré a su encuentro. ¿Qué otro podría actuar con más derecho? Príncipe contra príncipe, hermano contra hermano, enemigo contra enemigo, yo le haré frente. Trae cuanto antes las grebas, pro¬tección de la lanza y de las piedras.
CORO. ¡Oh el más querido de los hombres, hijo de Edipo, no seas semejante en cólera al que habla tan horribles palabras! Bastante es que los cadmeos lleguen a las manos con los argivos: pues existe purificación para esta sangre. Pero la muerte mutua de dos hermanos es una mancha que no envejece.
ETEOCLES. Si uno ha de sufrir un mal, que sea sin deshonra; pues es el único provecho entre los muertos; pero los males con deshonra no podrás celebrarlos.
CORO. ¿Qué deseas, hijo? No te arrastre la ceguera llena de cólera al que habla tan horribles palabras! Bastante es que los cadmeos lleguen a las manos con los argivos: pues existe purifi¬cación para esta sangre. Pero la muerte mutua de dos herma¬nos es una mancha que no envejece.
ETEOCLES. Ya que un dios precipita los acontecimientos, que vaya viento en popa hacia la ola del Cocoto, su lote, todo el linaje de Layo, odioso a Febo.
CORO. Un deseo cruel, roedor en exceso, te impulsa a cumplir una matanza de fruto amargo de una sangre no lícita.
ETEOCLES. Es que la odiosa, la negra maldición de un padre, se asienta en mis ojos secos, sin lágrimas, y me dice: «Mejor morir antes que más tarde.»
CORO. Pero tú no te dejes llevar. No te llamarán cobarde si mi¬ras por tu vida. La Erinis de negra égida, ¿no saldrá de es¬ta mansión, cuando los dioses acepten una ofrenda de tus manos?
ETEOCLES. Pero los dioses ya no me protegen, sólo les place la ofrenda de mi muerte. ¿Por qué, pues, halagar todavía un destino tan funesto?
CORO. Ahora, al menos, cuando está junto a ti. Porque el demon, con el tiempo, por un cambio de designio, puede mudar y venir con un soplo más clemente. Pero ahora todavía hierve.
ETEOCLES. Lo han hecho hervir las maldiciones de Edipo. De¬masiado verídicas eran las visiones de sueños fantasmales que repartían la herencia paterna.
CORIFEO. Escucha a las mujeres, por doloroso que te resulte.
ETEOCLES. Podrías decirme algo que sea posible; pero no ha de ser largo.
CORIFEO. No cojas el camino de la séptima puerta.
ETEOCLES. Estoy afilado y no me embotarás con tu palabra.
CORIFEO. Pero la victoria, incluso sin gloria, los dioses la honran.
ETEOCLES. A un soldado no debe gustar esta palabra.
CORIFEO. Pero ¿quieres segar la sangre de tu propio hermano?
ETEOCLES. Tú no podrás sustraerte a los males cuando los dioses los envían.
(Sale Eteocles.)
CORO. Tengo miedo de que la aniquiladora de estirpes, la divi¬nidad tan diferente de las otras divinidades, la infalible pro¬fetisa de desgracias, la Erinis invocada por un padre, dé cumplimiento a las irritadas imprecaciones de Edipo en el ex¬travío de su mente, esta discordia, funesta a sus hijos, la em¬puja.
Un extranjero reparte las suertes: un cálibo emigrado de Escitia, amargo distribuidor de patrimonios, el hierro de co¬razón cruel, echando suertes, ha decidido que ocupen tanta tierra cuanta poseen los muertos, sin parte en las vastas lla¬nuras.
Cuando mueran asesinados, destrozados por sí mismos, y el poder de la tierra haya bebido la cuajada negra sangre de ese crimen, ¿quién podría ofrecer purificaciones, quién los lavará? ¡Oh nuevos dolores de la casa mezclados con antiguas Des¬gracias!
Hablo de la falta antigua, pronto castigada -pero que per¬manece hasta esta tercera generación- cuando Layo, rebelde a Apolo, que por tres veces en su oráculo profético, ombligo del mundo, le había declarado que muriera sin hijos si quería salvar a Tebas.
Pero él, vencido por un dulce extravío, engendró su propia muerte, el parricida Edipo, quien sembrando el sagrado campo de su madre, donde se había criado, se atrevió a plan¬tar una raíz sangrienta: un delirio juntó a los esposos insen¬satos.
Como un mar de males lanza sus olas contra nosotros, si una cae, levanta otra de triple garra, que brama en torno a la popa de la ciudad. En medio se extiende la defensa de un escaso espesor de muralla, y temo que con los reyes sucumba nuestra ciudad.
Porque se cumplen los dolorosos desenlaces de antiguas imprecaciones. La perdición no alcanza a los pobres; pero la prosperidad en exceso, acumulada por hombres afanosos, obliga a arrojar carga de lo alto de la popa.
¿A quién admiraron tanto los dioses, los ciudadanos de Tebas y los hombres todos que alimenta la tierra, como honraron a Edipo cuando quitó de este país al monstruo ladrón de hombres?
Pero después que el mísero conoció su desgraciada boda, atormentado por el dolor, en el delirio de su corazón, realizó un doble mal: con mano parricida se privó de sus ojos más queridos que sus hijos; y contra sus propios hijos, indignado por el mezquino sustento, lanzó, ¡ay, ay!, maldiciones de amarga lengua, y que un día empujando el hierro se partirían la hacienda. Y ahora temo que las cumpla la Erinis de pies rápidos.
(Llega un mensajero.)
MENSAJERO. Tened confianza, hijas criadas por vuestras madres. La ciudad ha escapado del yugo de la esclavitud; han caído al suelo las baladronadas de aquellos hombres arrogantes, y la ciudad en la calma y en los numerosos embates de las olas, no ha hecho agua. Sus murallas la protegen y cubrimos las puertas con campeones capaces de defenderlas en combate singular. La mayor parte de las cosas van bien en las seis puertas; pero en la séptima, el augusto señor del siete, el soberano Apolo, la eligió para sí, cumpliendo sobre la raza de Edipo los antiguos extravíos de Layo.
CORIFEO. Pero ¿qué suceso nuevo todavía le ha ocurrido a la ciudad?
MENSAJERO. La ciudad se ha salvado, pero los reyes de una mis¬ma siembra...
CORIFEO. ¿Quiénes? ¿Qué dices? Enloquezco por miedo a tu palabra.
MENSAJERO. Cálmate ahora, escucha: los hijos de Edipo...
CORIFEO. ¡Ay desgraciada de mí! Soy adivina de estos males.
MENSAJERO. Sin duda alguna, ambos caídos en el polvo...
CORIFEO. ¿Yacen allí? Por cruel que sea, dímelo.
MENSAJERO. Han muerto los varones, derribados por sus propias manos.
CORIFEO. Así se quitaron la vida con fraternas manos.
MENSAJERO. La tierra ha bebido su sangre en la mutua matanza.
CORIFEO. Así el demon les dio a ambos igual destino: la ciudad ha vencido, pero sus príncipes, sus dos caudillos, se han re¬partido todo su patrimonio con el hierro escita forjado a martillo. Poseerán la tierra que reciban por tumba, arrastrados por las imprecaciones malhadadas de un padre.
(El mensajero sale.)
CORO. ¡Oh gran Zeus y dioses protectores de la ciudad que os habéis dignado salvar las murallas de Cadmo! ¿Me alegro y lanzo el grito de, júbilo en honor del Salvador que ha conservado la ciudad? ¿O lloro a sus capitanes deplorables y desgraciados, privados de hijos, que justificando con razón su nombre «de muchas querellas», perecieron con propósito impío?
¡Qué negra y fatal maldición de la raza de Edipo! Un frío cruel me atenaza el corazón. Entono, cual bacante, para mi tumba una canción, al oír que cuerpos ensangrentados han miserablemente perecido. Es de mal agüero este acorde de la lanza.
Se realizó sin titubeo la maldición salida de la boca paterna: las resoluciones indóciles de Layo han continuado hasta el fin. Una angustia rodea la ciudad: los oráculos no se embotan. ¡Ay, desgraciados príncipes! Habéis conseguido una obra in¬creíble. Han llegado penas aflictivas y no de palabra.
(Se va aproximando el cortejo fúnebre con los cuerpos de Eteocles y Polinices. Sus hermanas Antígona e Ismena asisten también a la ceremonia.)
Es evidente por sí mismo, a la vista está el relato del mensa¬jero: doble angustia, doble el dolor de estas muertes mutuas, doble lote de sufrimientos consumados. ¿Qué decir? ¿Qué otra cosa que dolores sobre dolores se asientan en esta casa? Arriba, amigas, con el viento de los lamentos, acompañad, golpeando con las manos la cabeza, el ritmo de los remos que siempre a través del Aqueronte hacen cruzar la barca peregrina de negras velas hasta la orilla no pisada por Apolo, privada de sol, hacia la tierra sombría, que a todos acoge.
Pero, aquí estén para un deber amargo, Antígona e Ismena, para el lamento por sus dos hermanas. No hay duda, creo, que de sus bellos pechos, de pliegues profundos, lanzarán un dig¬no dolor. Es justo que, antes que otra voz, nosotras hagamos resonar el lúgubre himno de Erinis, y luego cantemos el odioso peán de Hades.
¡Ay, las más infortunadas de cuantas mujeres ciñen sus ves¬tidos con un cinturón! Lloro, suspiro y no disimulo los gritos agudos que como es justo salen de mi corazón!
(El coro se divide en dos semicoros que se contestan.)
¡Oh, oh, insensatos, incrédulos a vuestras amigas, insaciables de males, que habéis tomado, míseros, la casa paterna por la fuerza!
Míseros, sí, pues encontraron una miserable muerte con afrenta de su casa.
¡Oh, oh, habéis hollado los muros de vuestra casa y, después de haber visto una amarga realeza, estáis ahora reconciliados con el hierro!
Así la augusta Erinis ha cumplido muy verídicamente la maldición del padre Edipo.
Heridos en el siniestro lado, sí, heridos en los costados na¬cidos de unas mismas entrañas, golpe por golpe dentro de su corazón. ¡Ay, ay, infortunados! ¡Ay, ay, maldiciones que han causado mutuas muertes!
Han atravesado con sus golpes de lado a lado la casa y sus cuerpos con increíble ira, y por el hado de discordia nacido de la imprecación paterna.
Recorre la ciudad un gemido, gimen las murallas, gime el suelo que ama a los varones. Para los venideros quedan estos bienes, por los cuales vino, para los malhadados, la querella y su fatal desenlace.
Se repartieron, insaciables, el patrimonio, y recibieron igual parte. Pero el mediador no está sin reproche para los amigos: Ares no es condescediente.
Heridos por el hierro, así ambos yacen, heridos por el hierro les espera -quizá alguien diga: ¿qué?- su parte en la tumba paterna.
El lamento de su casa les acompaña, resonante, laceran¬te, que gime y llora por sí mismo, desolado, no amigo de la dicha, que vierte lágrimas Sin cesar de un corazón que se consume en el llanto por estos dos príncipes.
Puede decirse de estos desgraciados que mucho han hecho por los ciudadanos, y que en la lucha han destrozado las filas de todos los extranjeros.
Infortunada la que los dio a luz, más que todas las mujeres que son llamadas madres. De un hijo que había tomado por esposo los concibió; y así han perecido ambos por manos fratricidas surgidas de una misma semilla.
De la misma semilla, sí, en completa ruina, a causa de una partición sin amor, en una loca disputa, que ha puesto fin a la querella.
Ha cesado el odio, y sobre el suelo ensangrentado sus vidas se mezclan. En verdad son de una misma sangre. Cruel es el ár¬bitro de su discordia, el extranjero del Ponto, el hierro afilado salido de la fragua; y cruel el malvado partidor de riquezas.
Ares, que ha hecho cierta la maldición paterna.
Ya tienen, míseros, la parte que les corresponde de los su¬ frimientos que los dioses envían. Debajo de sus cuerpos habrá una insondable riqueza de tierra.
¡Oh cuántas penas habéis hecho brotar sobre vuestra raza! Al fin las Maldiciones han lanzado el canto agudo del triunfo, después de haber emprendido la raza la huida en una total derrota. Un trofeo de Ate se ha levantado en la puerta en la que se batieron, y vencedor de ambos, descansa cl demon.
(El cortejo fúnebre se pone en marcha.)
ANTIGONA. (Dirigiéndose a Polinices.) Herido, heriste.
ISMENA. (Dirigiéndose a Eteocles.) Tú has muerto habiendo ma¬tado.
ANTIGONA. Con lanza mataste.
ISMENA. Con lanza moriste.
ANTIGONA. Desgracias causaste.
ISMENA. Desgracias sufriste.
ANTIGONA. Salid lágrimas.
ISMENA. Salid lamentos.
ANTIGONA. Yaces delante nuestro.
ISMENA. ¡Ay!
ANTIGONA. Mi alma enloquece de gemidos.
ISMENA. En un pecho gime el corazón.
ANTIGONA. ¡Oh tú, digno de todas las lágrimas!
ISMENA. ¡Y tú, también, en todo desgraciado!
ANTIGONA. Has muerto a manos de un hermano.
ISMENA. Y has matado a un hermano.
ANTIGONA. Doble es de decir.
ISMENA. Y doble de ver.
ANTIGONA. En los dolores, unos cerca de los otros.
ISMENA. Y los hermanos junto a los hermanos.
CORO. ¡Oh, Parca, funesta distribuidora de pesares! ¡Sombra augusta de Edipo! ¡Negra Erinis, cuán poderosa eres!
ANTIGONA. ¡Ay!
ISMENA. ¡Ay!
ANTIGONA. Sufrimientos lamentables de contemplar...
ISMENA. ...me mostraste al volver del destierro.
ANTIGONA. Tan pronto llegó, mató.
ISMENA. Se había salvado y expiró.
ANTIGONA. Sí, perdió la vida.
ISMENA. Y la quitó a éste.
ANTiGONA. Deplorable de decir.
ISMENA. Deplorable de ver.
ANTIGONA. Doble penar de igual nombre.
ISMENA. Doble llorar, por triple dolor.
CORIFEO. ¡Oh Parca, funesta distribuidora de pesares! ¡Sombra augusta de Edipo! ¡Negra Erinis, cuán poderosa eres!
ANTIGONA. Tú la conoces por haberla experimentado.
ISMENA. Y tú no has tardado en conocerla.
ANTIGONA. Cuando regresaste a la ciudad.
ISMENA. Y enfrentaste tu lanza a la de éste.
ANTIGONA. ¡Mísera raza!
ISMENA. ¡Afligida de miserias!
ANTIGONA. ¡Ay, pena!
ISMENA. ¡Ay, desgracias!
ANTIGONA. Para la casa y el país.
ISMENA. Y ante todo para mí.
ANTiGONA. ¡Ay, ay, soberano de lamentos y miserias!
ISMENA. ¡Ay, de todos el más digno de compasión!
ANTIGONA E ISMENA. ¡Ay, poseídos de Ate!
ANTIGONA. ¡Ay, ay! ¿En qué lugar de la tierra les daremos se¬ pultura?
ISMENA. ¡Ay! Donde sea más grande el honor.
ANTIGONA E ISMENA. ¡Ay, ay! Su desventura reposará al lado de su padre.
(El cortejo sale muy despacio de la orquesta. Llega un mensa¬jero.)
MENSAJERO. Debo pregonar las decisiones tomadas por los ma¬gistrados populares de esta ciudad cadmea. A Eteocles, que aquí veis, han acordado a causa de su amor al país, sepultarlo en amorosa fosa de tierra; pues odiando al enemigo ha prefe¬rido la muerte en su ciudad, y siendo puro y sin reproche hacia los templos de nuestros padres, ha muerto donde es hermoso morir para los jóvenes. Así se me ha ordenado hablar acerca de éste. En cuanto al otro cadáver, el de su hermano Polinices, han resuelto que sea arrojado fuera, sin sepultura, presa para los sabuesos, pues habría sido el devastador del país de los cadmeos, si un dios no hubiera obstaculizado su lanza. Incluso muerto, conservará la mancha de su falta contra los dioses ancestrales, a los que ha ofendido lanzando contra Te¬bas un ejército extranjero para tomarla. Se ha decidido, pues, que reciba su castigo siendo enterrado ignominiosamente por las aves aladas, y que nadie le acompañe para apilar su tumba, ni le honre con cantos agudos de lamentos; y que sea privado del honor del cortejo fúnebre de los suyos. Tal es lo que ha decretado el nuevo poder de los cadmeos.
ANTIGONA. Pero yo digo a los gobernantes cadmeos: si nadie quiere ayudarme a sepultar a éste, yo lo sepultaré y asumiré el peligro de enterrar a mi hermano, sin avergonzarme de ser desobediente y rebelde para con la ciudad. Es terrible la co¬mún entraña de que nacimos, hijos de una madre desgraciada y de un padre mísero. Así, alma mía, participa de manera voluntaria de los males con el que ya no tiene voluntad, siendo viva para el que está muerto con corazón fraterno. Su carne, no, los hambrientos lobos no la devorarán; que nadie lo piense. Pues un sepulcro y un enterramiento yo, aunque soy mujer, se los proporcionaré, llevándole en los pliegues de mi peplo de lino. Y yo sola lo cubriré. Que nadie piense lo con¬trario. Algún expediente eficaz ayudará a mi audacia.
MENSAJERO. Te prevengo que no hagas esta afrenta a la ciudad.
ANTIGONA. Te prevengo que no me hagas discursos inútiles.
MENSAJERO. Sin embargo, es duro un pueblo que ha escapado de un desastre.
ANTIGONA. Tan duro como quieras, pero éste no quedará sin sepultar.
MENSAJERO. ¿Al que odia la ciudad, tú le honrarás con una se¬pultura?
ANTIGONA. ¿Los dioses no le han concedido ya su parte de honor?
MENSAJERO. Sí, hasta el día en que ha arrojado el peligro a este país.
ANTIGONA. Ha sufrido males y con males ha contestado.
MENSAJERO. Pues su lucha ha sido contra todos, en vez de contra uno.
ANTIGONA. La Discordia es la diosa que tiene la última palabra. Yo le enterraré: no hables más.
MENSAJERO. Tú, obra por propia voluntad; yo te lo prohíbo.
CORIFEO. ¡Ay, ay! ¡Oh altaneras, destructoras de las familias, Erinis de la Muerte, que habéis aniquilado de raíz el linaje de Edipo! ¿Qué sufriré? ¿Qué haré? ¿Qué decidiré? ¿Cómo tendré valor para no llorarte ni acompañarte hasta la tumba?
Pero siento espanto y desisto por miedo a estos ciudadanos. Tú, al menos, tendrás muchos que por ti se afligirán; pero aquél, infortunado, se irá sin lamentos y sólo tendrá por canto fúnebre las lágrimas de una hermana. ¿Quién podría creerlo?
PRIMER SEMICORO. (Con Antígona.) Que la ciudad castigue o no castigue a los que lloran a Polinices, nosotras iremos y con Antígona le acompañaremos y enterraremos. Este duelo es común a toda la raza, y la ciudad alaba ya esto, ya aquello como justo.
SEGUNDO SEMICORO. (Con Ismena.) Y nosotras iremos con éste, como la ciudad y lo justo a la vez lo alaban, porque, después de los Felices y del poder de Zeus, éste es el que salvó la ciudad de los cadmeos para que no volcara y fuera del todo sumergi¬da por la ola de los bárbaros.