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20/3/15

VOLVER A DECIR EL MAR Sergio Peregrina Monólogo

VOLVER A DECIR EL MAR
Sergio Peregrina
Monólogo

Volver a decir: ¡el mar!
Volver a decir
lo que no puedo cantar
sin el corazón partir.
(“Nocturno del mar amor”)
Carlos Pellicer

(Una pequeña capilla, se ven algunas bancas; en uno de los lados está una Virgen rodeada de flores. Al lado contrario está un confesionario con cortinas de terciopelo rojo. Al abrir el telón se oye música de órgano que baja de volumen lentamente. En una de las bancas está sentado un muchacho como de 16 o 17 años; pelo largo, viste estrafalariamente. Se oyen algunos sollozos dentro del confesionario.)

MUCHACHO: Carajo, apúrate, llevas quién sabe cuántas horas cambiándote, qué tal si viene alguien y te encuentra ahí, qué tal si hay misa o viene el padre a confesar, se nos arma la gorda. ...Contéstame si­quiera, ¿no? Mira, si sigues con tu plancito de no hablarme, vamos a terminar mal, Juanita. Te enojas por cualquier cosa, tú dijiste primero que tu papá es un pinche viejo ojete, yo nada más lo repetí, no sé por qué te enojaste, no te entiendo todavía, cambias a cada rato; no te entiendo nada pero voy a hacer un esfuerzo, ya verás.
Total, ya pasó todo, ya qué; ni tú ni yo tuvimos la culpa. Pero, ¿quién tuvo la culpa?... ¿Cómo pasó eso?... Yo nunca lo pensé. Mi mamá tenía razón, tan padre que es mi mamá, ni me gritó siquiera; me dio consejos, muchos consejos: “Mira, hijo, esta vida está llena de sol, y atrás del sol hay una sombra muy grande que se asoma a cada paso que damos; cuando la veas hazle frente, sopórtala, llora con ella porque forma parte de ti también.” Yo le hago caso a mi mamá, pero hay veces en que me lleva el diablo y no puedo por más que me esfuerce. Como ahora. Sin embargo, no estoy llorando como tú. Cállate, me pones nervioso, mejor apúrate.
Ya sé que te gustaría estar hincada con la cabeza sobre las piernas de tu mamá, llorando, y que tu mamá te dijera: “Ya, ya, hijita, no llores.” No se puede, entiende, tu mamá no es de ésas, es de las amargadas, y tú lo sabes. “Querías caricias, ¿verdad? Pues ahora te friegas por caliente.” (Pausa. Se sienta, toma al­guna posición cómoda, cambia de tono) No llores, de veras, ahora entiendo por qué hicieron esos lugares tan bonitos; para que la gente aprendiera a vivir, a conocer las cosas invisibles, intocables...
Ese sol era demasiado para nosotros, las olas en­frente, después seguía el mar sin fin. Te dije: “Hay que cerrar los oíos.” Yo los cerré después de ti, antes quería verte acostada, bonita, sin moverte, con la calma que tú decías tener y no tenías. El agua se rompía en las rocas, esas malditas rocas nos separa­ron de todo, de la gente, un poco del mar y del cielo y de la realidad. Todo estaba preparado, por eso no nos pudimos aguantar las ganas y lo hicimos y estuvi­mos contentos y soñando. Todo era perfecto, ni una sola nube haciendo sombra, tenía que pasar. A mí me gustó mucho y a ti también, no te hagas la inocente, al otro sábado tú dijiste que fuéramos otra vez, y des­pués otra vez y otra vez. Cambiaste, ya no te veías como antes, ni como estás ahora, te veías alegre, siempre contenta, sin ningún rato de tristeza, como si acabaras de salir de confesarte. Y no querías: “Yo no, ni creas”, me dijiste. En cambio después. Bueno, pero eso ya no importa. Ya nos ves, aquí estamos los dos como idiotas, tú poniéndote elegante y yo como baboso viendo a esa Virgencita con su vestido bor­dado de oro y una corona con muchas piedras que tal vez valen mucho; hasta ganas me dan de quitársela. No estoy loco, ya parece; ya ves, por tu culpa estoy pensando tantas jaladas, ¡Me lleva la fregada, apúra­te! (Pausa, mete la mano en una bolsa del pantalón, saca un dulce y se lo echa en la boca) ¡Carajo, qué calma hay aquí! Se respira bien, así quisiera vivir siempre, llenándome de esta calma. Algún día la vamos a alcanzar, ¿verdad, Juanita? (Pausa, silencio) Ay, Jua­nita, ya no me culpes, ni tú ni yo tuvimos la culpa, ya no llores. Ese pinche doctor transa tuvo la culpa, esas madres de cápsulas no sirvieron. Como uno no sabe nada. ¿Te las tomaste como él te dijo? ¿Qué hiciste? ¿No te las tomaste? Chihuahua, te hubieras cuidado, hecho algo, ¿no? Tú no sabías nada de esas ondas, ¿verdad? ¡Me lleva! Ahora sí estamos jodidos; aquí me tienes, sentado en una iglesia, a las nueve de la noche, con una mochila, dos camisetas, tres calzones, mi cepillo de dientes y un reloj que le robé a mi papá; se lo merecía, pero a ver, qué necesidad tenemos de pasar esto. Y tú con la calma de siempre; me acuerdo de tu vocecita de antes: “No te aloques, toma todo con calma’’, y parecía como si te lo estuvieras diciendo a ti misma porque yo sí sabía controlarme. Tú no te pu­diste controlar. ¿Por qué le dijiste a tu mamá, si sabías cómo te iba a poner? Total, a la hora de la hora les cantas y ya; con una faja y vestidos amplios hubieras disfrazado todo hasta la mera hora. No, pero cómo, se te quemaban las habas por presumirles a tus amigas y a todos. “Miren lo que me hizo el menso ese”, les gritaste. Qué quemada me has dado con los cuates. El gordo me dijo: “Ándale, conque inflando globos.” Pinche ojete. Y el Pelos me dijo: “Conque ya te em­barcaste con la Cucaracha, ¿no?” Cabrón Pelos, pero así les ha de ir.
Tú ya no puedes regresar a tu casa y yo menos, a ti yo creo que no te reciben, ya no te va a querer tu papá, y tu mamá menos va a hablarte; tú dices que nunca te han querido, pero pues quién sabe, uno no piensa como ellos. De todas maneras te mandarían a volar y con razón: “Eres una puta degenerada, eres igual a tu madre.” Menos mal que tú lo heredaste, pero yo. . . “Tú eres un pendejo, ahora te chingas con esa escuincla mensa y te largas a ver adónde; yo, pendejos no quiero en mi casa.” Y tenía la razón, aunque me defendiera mi mamá, yo soy güey y no lo heredé.
¿Sabes, Juanita?, yo pensé que tú eras como las demás, como las muchachas de los cuentos o de las novelas que se acuestan y se acuestan y nunca les pasa nada; no, pero tú no eres de ésas, yo creía que si pero no, qué gacho. Todo nos falló, hasta cuando te saliste de tu casa, ¿te acuerdas?, se te olvidó el mone­dero y ya habíamos cerrado la ventana. Con esos trein­ta pesos podríamos comer más días.

(Sonríe.)

Ay, Juanita, cuánto escándalo y nada más por acos­tarnos. Caray, si a diario se han de acostar millones. La enojada que se dieron todos, mi papá se orinó del coraje, y al tuyo ya me lo imagino, con la cara de palo que tiene, sin poder decir nada cuando tu mamá lo agarraba a chingadazos echándole la culpa. (Ríe) Cuánto relajo, hasta tú te enojaste cuando te aconse­jé que no les dijeras nada, que te aguantaras un poco. Entonces si perdiste la calma. “En la noche te abro la ventana, venme a ver, me siento mal, muy mal, muy so­la.” Ya ni la amuelas, me acarreaste más problemas con tus recaditos y todo por no quererte aguantar; total, si ya se ahogó el niño, tapamos el pozo y ya; pero no, ¡cómo!; igual de indecisa que siempre; primero sí, mucho relajo, ¿no?, y arriba el amor libre y el sexo al aire y todo y luego ahí estás llorando. Acuérdate de mí, yo también cuento, siento lo mismo que tú, si no soy de piedra; ¿y sabes por qué pasa todo esto?, por­que tú ni me quieres y eso es lo que más me duele, en cambio yo sí te quiero...; bueno, un poquito, pero pienso quererte más si tú me quieres un poquito, pero si no quieres no; total, ya encontraré quién me quiera. Pero si tú qué sabes de querer, de amar a alguien, nada más te gusta andarte calentando con cualquie­ra, pero a mí sí me fregaste Total, que nazca la co­chinada esa y a ver qué haces con ella, porque si para entonces no me quieres todavía, me voy y te dejo sola. (Se oyen más lloriqueos en el confesionario) Ya vas a llorar otra vez; ya cállate y apúrate, si sigues soy capaz de dejarte aquí y me largo, me voy a la selva con los cuates, a vivir libre; ellos me van a enseñar el amor de verdad, sin interés, sin compromisos, sin niños, sin tanto desmadre. (Llanto más fuerte) Cállate, que me haces sentir mal, me desespero, se me atora el aire en el pecho y me dan ganas de gritarme, pero muy adentro, todo lo que está pasando: para encon­trar lo que debo y no debo de hacer. Tengo ganas de rezar para calmarme y reconocer que nos va a ir mal, pero tenemos que terminar bien porque yo de verdad te quiero; necesito rezar por ti, una niña que anda buscando con quién acostarse porque se siente sola y luego llora y llora porque ya no sabe qué es lo que le gusta más: si esa playa oscura entre las rocas que nos separan del cielo o la luz de siempre que deslumbra y no la deja ver, y luego llora más por lo que ha hecho y va a seguir haciendo. También por ese niño raquítico que le faltan siete meses o menos para ver el sol, tal vez en un terreno baldío, tal vez en una vecindad apestosa o tal vez en la playa, o tal vez no lo vea por­que su mamá se murió de hambre antes de que a él se le llegara su turno... (Pausa) Por qué uno no puede ver todo, hasta donde sea necesario. A mí hay algo que me molesta, está siempre atrás de mí, arriba, aba­jo, al lado contrario de donde veo. Juanita, me tienes que ayudar, porque yo creo que debe ser así, tú debes ver adonde yo no pueda y guiarme, esa Virgencita también, todos nos tienen que ayudar a quitar esa cochina nube que nos quiere tapar y cerrar todas las puertas.
Es el colmo, sólo a ti se te ocurre volver a ese lugar, nuestra luna de miel, si ni nos hemos casado. Pero total, qué más da, vamos a ver qué pasa, la playa está bonita, a lo mejor la encontramos más bonita que antes. Además cualquier lugar es bueno; de todas ma­neras no tenemos adónde ir. (Ha estado viendo a la Virgen, a la corona, al vestido bordado de oro, silencio; se levanta y va hacia la Virgen, le quita la corona y la guarda rápido en la mochila, se sienta, ve hacia todos lados para asegurarse de que no lo vio nadie) Juana, apúrate. Nos falta caminar mucho. ¡Se nos va a ir el tren!

TELON