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14/9/14

El conserje. Pinter.






Harold Pinter

El conserje


Personajes

Mick, un hombre de cerca de treinta años.
Aston, un hombre que acaba de cumplir los treinta años.
Davies, un viejo.





La acción se desarrolla en una casa del oeste de Londres.

Acto I: Una noche de invierno.
Acto II: Unos segundos más tarde.
Acto III: Dos semanas más tarde.




ACTO PRIMERO

Una habitación. Una ventana en la pared del fondo; la mitad infe¬rior está cubierta por un saco. Una cama de hierro a lo largo de la pared izquierda. Encima, en un pequeño armario, botes de pin¬tura, cajas que contienen tuercas, tornillos, etc. Al lado de la cama, más cajas y algunos jarrones. Puerta en el fondo derecha. A la derecha de la ventana, una alcobilla; en ella, un fregadero, una escalera de mano, un cubo para el carbón, una máquina de cortar hierba, una cesta con ruedecillas para la compra, cajas, cajones de armario y una cama de hierro. Delante de ella una cocina de gas. Sobre la cocina, una estatuilla de Buda. Primer tér¬mino lateral derecha, un hogar. A su alrededor un par de maletas, una alfombra enrollada, un farol, una silla de madera caída, ca¬jas, una serie de adornos, una percha, unas cuantas tablas de madera, una pequeña estufa eléctrica y una vieja tostadora tam¬bién eléctrica. En el suelo, un montón de periódicos viejos. Bajo la cama de Aston, adosada a la pared izquierda, hay un aspirador eléctrico, invisible hasta que se usa. Un balde pende del techo.

Mick está solo en la habitación, sentado en la cama. Lleva una chaqueta de cuero. Silencio. Lentamente pasea la mirada a su al¬rededor, fijándola en un objeto tras otro. La dirige al techo y se queda mirando fijamente el balde. Aparta los ojos de allí, y per-manece sentado, inmóvil, sin ninguna expresión, la vista fija en el vacío. Silencio durante treinta segundos. Suena una puerta. Se oyen voces apagadas. Mick vuelve la cabeza. Se levanta, se dirige silenciosamente hacia la puerta, sale y cierra la puerta sin hacer ruido. Silencio. De nuevo se oyen voces. Van aproximándose y lue¬go cesan. Se abre la puerta. Entran Aston y Davies, primero Aston, luego Davies; éste avanza con paso vacilante y respira con fatiga. Aston lleva un viejo abrigo de «tweed» y debajo un delgado y ya lustroso traje de un azul oscuro con una fina rayita blanca, ameri¬cana abierta, «pullover», una camisa muy usada y corbata. Davies lleva un viejo y harapiento abrigo de color castaño, pantalones deformados, chaleco, camiseta, ninguna camisa y sandalias. Aston se pone la llave en el bolsillo y cierra la puerta. Davies mira a su alrededor.



Aston.—Siéntese.
Davies.—Gracias. (Sigue mirando a su alrededor.) ¿Eh?...
Aston.—Un momento. (Aston busca una silla; ve una caída al lado de la alfombra enrollada, cerca del hogar, y empieza a sacarla de allí)
Davies.—¿Siéntese? Ja... No me he sentado desde... Aquello que se dice sentarse, desde..., bueno; ya ni me acuerdo.
Aston.—(Depositando la silla.) Aquí tiene usted
Davies.—Allí, donde trabajaba, tenía diez minutos, a media noche, para tomar el té, y no podía encontrar nin¬guna silla, ni una. Ellos, los griegos, los polacos, esos sí las tenían...; los griegos, los negros, todos ellos, todos los extranjeros, las tenían acaparadas. Y a mí me tenían para trabajar..., para trabajar a mí... (Aston se sienta en la cama, saca una cajita de metal que contiene tabaco y papel de fumar y empieza a liarse un cigarrillo. Davies le mira.) Ellos, los negros, las tenían; negros, griegos, pola¬cos, todos ellos; eso es lo que pasaba; me robaban el sitio, me trataban como si fuera un montón de basura. Cuando se me ha acercado esta noche, se lo he dicho. (Pausa.)
Aston.—Tome asiento.
Davies.—Sí, pero antes lo que debo hacer, ¿sabe?, lo que debo hacer es calmarme un poco..., ¿comprende? Hu¬biesen acabado conmigo allá abajo. (Davies se expresa con voz fuerte, da un puñetazo en el vacío, vuelve la espalda a Aston y se queda mirando la pared. Pausa. Aston encien¬de el cigarrillo.)
Aston.—¿Quiere usted liarse uno de estos?
Davies.—(Volviéndose.) ¿Qué? No, no, nunca fumo ci¬garrillos. (Pausa. Se adelanta.) Pero, mire, de todas for¬mas, tomaré un poco de ese tabaco para mi pipa, si a us¬ted no le importa.
Aston.—(Pasándole la cajita.) No, hágalo. Cójalo usted mismo de ahí.
Davies.—Es usted muy amable, señor. Solo un poco para llenar mi pipa y basta. (Se saca una pipa del bolsillo y la llena.) Yo también tuve una cajita de esas, hace..., no hace mucho. Pero me la aplastaron. Me la aplastaron en la Gran Carretera del Oeste. (Alarga la cajita.) ¿Dónde quiere que la deje?
Aston.—Yo la guardo.
Davies.—(Dándole la cajita.) Cuando se acercó a mí, esta noche, se lo dije, ¿verdad? Usted ha oído cómo se lo decía, ¿no?
Aston.—He visto que la emprendía con usted.
Davies.—¿Emprenderla conmigo? Más que eso. Puerco asqueroso, un viejo como yo, que se ha codeado con lo mejorcito. (Pausa.)
Aston.—Sí, he visto que la emprendía con usted.
Davies.—Todos ellos son una pandilla de harapientos, compadre, con modales de pocilga. He andado muchos años por esos caminos de Dios, pero yo le aseguro que soy un hombre limpio. Me cuido. Por eso abandoné a mi mu¬jer. Quince días después de casados, no, ni siquiera los hacía; a la semana de casados, levanté la tapa de una olla, ¿y sabe usted lo que había dentro? Un montón de su ropa interior, sin lavar. Era la olla de las verduras. La olla de la verdura. Por eso la dejé y no he vuelto a verla desde entonces. (Davies se da la vuelta, pasea por la habitación y se encuentra de manos a boca con la estatua de Buda que está sobre la cocina de gas; la mira unos instantes y le vuelve la espalda.) He comido los mejores platos. Pero ya no soy joven. Recuerdo los tiempos en que era tan ma¬ñoso como ellos. Nadie se permitía libertades conmigo. Pero últimamente no me he sentido muy bien. He tenido unos cuantos ataques. (Pausa. Acercándose más.) ¿Vio us¬ted lo que pasó con aquel?
Aston.—Solo vi el final.
Davies.—Se me acerca, me pone delante un cubo de basura y me dice que lo eche fuera, en la parte de atrás. ¡Yo no estoy para sacar basura! Tienen un chico para eso. No me contrataron para sacar la basura. Lo mío es lim¬piar los suelos, quitar las mesas, fregar alguna que otra vez los cacharros de la cocina... y no sacar la basura. ¡A mí qué me cuentan!
Aston.—¡Ah!... (Se acerca a lateral derecha para coger la tostadora eléctrica.)
Davies.—(Siguiéndole.) Sí, ¡y aun suponiendo que tu¬viera que hacerlo! ¡Aunque así fuera! Aunque fuese yo el encargado de sacar los cubos de la basura. ¿Quién es él para darme órdenes? Estamos en el mismo nivel. No es él mi jefe. No es mi superior.
Aston.—¿Qué era? ¿Griego?
Davies.—No, no, escocés. Un escocés. (Aston vuelve a la cama con la tostadora y empieza a destornillar el en¬chufe. Davies le sigue.) Usted lo ha visto, ¿verdad?
Aston.—Sí.
Davies.—Le he dicho dónde debía meterse el cubo. ¿No? Usted lo ha oído. «Mira—le he dicho—, soy un viejo —he dicho—; cuando era joven teníamos alguna idea de cómo tratar a los viejos, con respeto; nos educaron como es debido; si tuviera unos cuantos años menos te..., te par¬tiría la cara.» Fue cuando el dueño me dijo que me diera el piro. «Metes demasiada bulla», me dijo. ¡Yo, bulla! «Mire usted—le dije—, yo tengo mis derechos.» Se lo he dicho. Aunque haya sido un vagabundo, nadie tiene más derechos que yo. «Vamos a jugar limpio», le he dicho; pero no ha habido tu tía; me ha dicho que me diera el piro. (Se sienta en la silla.) Ya ve usted qué clase de gen¬te. (Pausa.) Si usted no llega a pararle los pies al escocés ese, a estas horas estaría en el hospital. Me hubiera roto la cabeza contra el suelo, de haberle dejado. Algún día me las pagará. Una noche le echaré mano. Cuando vaya por allí. (Aston se acerca a la caja de los enchufes y toma otro.) No me importaría gran cosa, si no me hubiese de¬jado allí todo lo que tengo, en aquella habitación de atrás. Todo, todo lo que tengo, ¿sabe? En una bolsa. Hasta el más repuñetero cachito de todos mis repuñeteros bártulos se ha quedado allí. Con las prisas. Apuesto a que en estos momentos está metiendo sus narices dentro.
Aston.—Me dejaré caer por allí algún día y lo recogeré todo. (Aston vuelve a su cama y empieza a acoplar el en¬chufe a la tostadora.)
Davies.—De todas maneras, le estoy agradecido por ha¬berme dejado..., por haberme dejado descansar un poqui¬to, eso es..., unos minutos. (Mira a su alrededor.) ¿Es este su cuarto?
Aston.—Sí.
Davies.—Tiene usted una buena cantidad de cosas, ¿eh?
Aston.—Sí.
Davies.—Debe de valer sus buenos chelines esto..., todo junto. (Pausa.) Para dar y vender.
Aston.—Hay una buena cantidad de cosas, sí, señor.
Davies.—¿Duerme usted aquí?
Aston.—Sí.
Davies.—¿Dónde? ¿Ahí?
Aston.—Sí.
Davies.—Estará usted bien resguardado de las corrien¬tes aquí, ya lo creo.
Aston.—No, no hace mucho viento.
Davies.—Debe de estar bien resguardado. Otra cosa es cuando hay que dormir al relente.
Aston.—Claro.
Davies.—Nada más que viento en el relente. (Pausa.)
Aston.—Sí, cuando el viento se levanta... (Pausa.)
Davies.—Sí...
Aston.—¡Hummmm!... (Pausa.)
Davies.—Corrientes por todas partes.
Aston.—¡Ah!
Davies.—Yo soy muy sensible a las corrientes.
Aston.—¿De veras?
Davies.—Lo he sido siempre. (Pausa.) Tiene usted más cuartos, ¿no?
Aston.—¿Dónde?
Davies.—Quiero decir ahí, en el rellano..., en el rella¬no ese...
Aston.—Están inservibles.
Davies.—No me diga.
Aston.—Hay que hacer muchas cosas en ellos. (Ligera pausa.)
Davies.—Y abajo, ¿qué?
Aston.—Eso está condenado. Hay que mirarlo... Los suelos... (Pausa.)
Davies.—Tuve suerte que entrara usted en aquel café. A estas horas aquel cabrito de escocés ya habría dado cuenta de mí. Más de una vez se me ha dejado por muerto. (Pausa.) Al venir noté que en la casa de al lado vive alguien.
Aston.—¿Qué?
Davies.—(Gesticulando.) Que al venir noté...
Aston.—Sí. En toda la calle vive gente.
Davies.—Sí. Al venir noté que las cortinas de la casa de al lado estaban corridas.
Aston.—Son los vecinos. (Pausa.)
Davies.—Entonces esta casa es de usted, ¿no? (Pausa.)
Aston.—La tengo a mi cargo.
Davies.—Es usted el propietario, ¿no? (Se lleva la pipa a la boca y chupa de ella sin encenderla.) Sí, al venir noté que las pesadas cortinas de la casa de al lado estaban co¬rridas. Noté que unas grandes y pesadas cortinas cerraban la ventana. Pensé que allí debía de vivir alguien.
Aston.—Ahí vive una familia de indios.
Davies.—¿Negros?
Aston.—Apenas los veo.
Davies.—Conque negros, ¿eh? (Se levanta y se mueve por la escena.) Pues sí, tiene usted aquí unos cuantos chis¬mes, le digo a usted que sí. A mí no me gustan los cuar¬tos desnudos. (Aston se reúne con Davies en el centro de la escena, sector anterior.) Voy a decirle algo, compadre. Esto... ¿No tendría usted por un casual un par de zapa¬tos que le sobren?
Aston.—¿Zapatos? (Aston se dirige hacia el fondo de¬recha.)
Davies.—Esos cabritos del convento me han dejado en la estacada otra vez.
Aston.—(Yendo hacia su cama.) ¿Dónde?
Davies.—Allá abajo, en Luton. El convento de Luton... Tengo un compadre en Shepherd's Bush, sabe usted...
Aston.—(Mirando debajo de la cama.) Me parece que tengo un par.
Davies.—Tengo un compadre en Shepherd's Bush. En los urinarios. Bueno, estaba en los urinarios. Estaba en¬cargado de los mejores urinarios del distrito. (Observa a Aston.) Los mejores. Siempre me deslizaba un poco de jabón, cada vez que entraba allí. Un jabón muy bueno. Tienen que tener el mejor jabón. Yo nunca estaba sin una pastilla de jabón cuando daba la casualidad de que me estaba pateando la zona de Shepherd's Bush.
Aston.—(Saliendo de debajo de la cama con los zapa¬tos.) Un par marrones.
Davies.—Ahora ya no está. Se marchó. Fue el que me llevó al convento. Exactamente al otro lado de Luton. Ha¬bía oído decir que daban zapatos.
Aston.—Tiene usted que tener un buen par de zapatos.
Davies.—¿Zapatos, dice? Cuestión de vida o muerte para mí. Tuve que ir todo el camino hasta Luton con estos que llevo.
Aston.—¿Qué pasó, pues, cuando llegó allí? (Pausa.)
Davies.—En Acton conocí una vez a un zapatero. Era un buen compadre. (Pausa.) ¿Sabe usted lo que me dijo el cabrito del fraile? (Pausa.) Bueno; entonces, ¿cuántos más negros tiene usted por los alrededores?
Aston.—¿Qué?
Davies.—¿Tiene usted más negros por los alrededores?
Aston.—(Mostrándole los zapatos.) Vea si sirven estos.
Davies.—¿Sabe lo que me dijo aquel cabrito de fraile? (Mira los zapatos.) Me parece que son un poco pequeños.
Aston.—¿Usted cree?
Davies.—No, no parece que sean de mi medida.
Aston.—Ya irán cediendo.
Davies.—No puedo soportar los zapatos que no me sientan bien. No hay nada peor. Le dije a aquel fraile: «¡Eh!, oiga—le dije—, oiga usted, señor—abrió la puerta, una puerta grande, la abrió y...—, oiga usted, señor—le dije—, he venido todo el camino hasta aquí, mire—le dije, y le enseñé estos; le dije—, no tiene usted un par de zapa¬tos, ¿no?, un par de zapatos—dije—, sólo para poder se¬guir andando. Mire estos, están casi liquidados—le dije—; ya no me sirven para nada. He oído decir que ustedes tienen aquí una partida de zapatos.» «Váyase a hacer puñetas», me dijo. «¡Eh!, oiga, oiga—le dije—, que soy un viejo; no tiene derecho a hablarme así; no me importa quien sea usted.» «Si no se va usted a hacer puñetas—me dijo—, le voy a dar de patadas hasta la puerta.» «¡Eh!, oiga, oiga—le dije—, un momento; todo lo que le pido es un par de zapatos; no sé por qué ha de tomarse libertades conmigo; me ha costado tres días venir hasta aquí—le dije—, tres días sin probar bocado, y me parece que tengo derecho a comer algo, ¿no?» «A la vuelta de la esquina están las cocinas—me dijo—, ahí a la vuelta; y cuando le hayan dado la comida, largo de aquí, a hacer puñetas.» Fui a la cocina, ¿sabe usted? ¡Menuda comida me dieron! Un pájaro, puede usted creerme, un pajarillo chiquitín po¬día habérselo comido en menos de dos minutos. «Hala—me dijeron—, ya le hemos dado su comida; conque largo de aquí.» «¿Comida?—dije—. ¿Quién cree que soy? ¿Un pe¬rro? ¿Nada más que un perro? ¿Quién cree que soy? ¿Una alimaña? Y qué hay de los zapatos que he venido a buscar desde tan lejos, que me han dicho que ustedes daban, ¿eh? Lo que voy a hacer es denunciarles a la madre superiora.» Uno de ellos, un gamberro irlandés, vino derecho hacia mí. Me di el bote. Atajé hacia Watford y allí pesqué un par. En la North Circular, apenas pasado Hendon, se me cayeron las suelas mientras iba andando. Menos mal que me había llevado envueltos los viejos, que si no, allí ter¬mino, muchacho. Así es que he tenido que seguir con es¬tos, ¿sabe usted?, pero están acabados, no sirven para nada; todo lo bueno que tenían, ya nada.
Aston.—Pruébese estos. (Davies toma los zapatos, se saca las sandalias y se los pone.)
Davies.—No están mal este par de zapatos. (Camina con ellos puestos por el aposento.) Son fuertes, sí, señor. No están nada mal. Este cuero es resistente, ¿eh? Muy re¬sistente. El otro día un fulano quiso endosarme unos de ante. Ni hablar. No hay nada como el cuero para el cal¬zado. El ante se desgasta, se ensucia, en cinco minutos queda hecho una porquería para toda la vida. No hay nada como el cuero. Sí. Buenos zapatos estos.
Aston.—Estupendo.
Davies.—Pero no me sientan bien.
Aston.—¿No?
Davies.—No. Yo tengo un pie muy ancho.
Aston.—¡Hummmm!...
Davies.—Estos son demasiado puntiagudos, ¿sabe us¬ted?
Aston.—¡Ah!
Davies.—Me dejarían tullido en una semana. Quiero de¬cir, los que llevo no son buenos, pero al menos son con¬fortables. No son de buen ver, pero lo que quiero decir es que no me hacen daño. (Se los saca y los devuelve.) Gracias de todas maneras, señor.
Aston.—Voy a ver si puedo encontrar algo para usted.
Davies.—Santa palabra. Así no puedo seguir. No puedo ir de un sitio a otro. Y yo he de estar siempre en movi¬miento, ¿sabe usted?, a ver si encuentro algo.
Aston.—¿Adónde va a ir?
Davies.—¡Oh!, tengo pensadas dos o tres cosas. Espe¬ro que aclare el tiempo. (Pausa.)
Aston.—(Sigue reparando la tostadora eléctrica.) ¿Le gustaría..., le gustaría dormir aquí?
Davies.—¿Aquí?
Aston.—Puede usted dormir aquí, si quiere.
Davies.—¿Aquí? ¡Oh!, pues no sé qué decirle. (Pausa.) ¿Para cuánto tiempo?
Aston.—Hasta que... encuentre algo definitivo.
Davies.—(Sentándose.) ¡Ah!, bueno, eso...
Aston.—Hasta que salga de apuros.
Davies.—¡Oh!, ya me las compondré... Y bien pronto, ahora... (Pausa.) ¿Dónde dormiría?
Aston.—Aquí. Los otros cuartos no... estarían bien para usted.
Davies.—(Se levanta. Mira a uno y otro lado.) ¿Dónde?
Aston. (Se levanta. Señalando fondo derecha.) Ahí hay una cama, detrás de todo eso.
Davies.—¡Oh!, ya veo. Vaya, pues ya ve, de perilla. Vaya... ¿Sabe qué? Podría quedarme... sólo hasta que sal¬ga de apuros. Tiene usted aquí muebles de sobra.
Aston.—Sí, unos cuantos. Solo están aquí de momen¬to. Pensé que podrían venir bien.
Davies.—Esta cocina de gas funciona, ¿no?
Aston.—No.
Davies.—¿Qué hace usted para una taza de té?
Aston.—Nada.
Davies.—Hombre... (Observa las tablas.) ¿Construye algo?
Aston.—Quizá un cobertizo en la parte de atrás.
Davies.—Conque carpintero, ¿eh? (Se vuelve hacia la máquina cortadora de hierba.) ¿Tiene césped?
Aston.—Eche una mirada. (Aston levanta el saco que cubre la ventana. Miran hacia el exterior.)
Davies.—Un poco espeso, ¿eh?
Aston.—Demasiado crecido.
Davies.—¿Qué es eso? ¿Un estanque?
Aston.—Sí.
Davies.—¿Qué tiene usted ahí? ¿Peces?
Aston.—No, ahí no hay nada. (Pausa.)
Davies.—¿Dónde va a poner el cobertizo?
Aston.—(Volviéndose.) Primero tengo que desbrozar el jardín.
Davies.—Necesitará un tractor, muchacho.
Aston.—Ya me las arreglaré.
Davies.—Conque carpintería, ¿eh?
Aston.—(Permaneciendo en pie, inmóvil.) Me gusta... trabajar con las manos. (Davies toma la estatuilla de Buda.)
Davies.—¿Qué es esto?
Aston.—(Tomándola y examinándola.) Es Buda.
Davies.—No me diga.
Aston.—Sí. Me gusta mucho. La compré en..., en una tienda. Me pareció bonita. No sé por qué. ¿Qué opina us¬ted de estos budas?
Davies.—¡Oh!, están..., están muy bien, ¿no le parece?
Aston.—Sí. A mí me alegró poder conseguir este. Está muy bien hecho. (Davies se vuelve y fisgonea debajo de la fregadera, etcétera.)
Davies.—Es esta la cama, ¿no?
Aston.—Todo esto lo sacaremos de aquí. (Aproximán¬dose a la cama.) La escalera cabrá debajo de la cama. (Po¬nen la escalera debajo de la cama.)
Davies.—(Indicando la fregadera.) Y esto, ¿qué?
Aston.—Yo creo que también cabrá ahí debajo.
Davies.—Le echo una mano. (Entre los dos levantan la fregadera.) Pesa una tonelada, ¿no?
Aston.—Ahí debajo.
Davies.—¿No la utiliza nunca entonces?
Aston.—No. Voy a ver si me la quito de encima. Ahí. (La colocan debajo de la cama.) Ahí, en el rellano de aba¬jo, hay un wáter. Y un lavabo, que puede servir de frega¬dera. Todos estos trastos podemos ponerlos ahí. (Empieza a trasladar el cubo de carbón, el cesto de ruedecitas para la compra, la máquina de cortar hierba y los cajones a la pared derecha.)
Davies.—(Deteniéndose.) No compartirá usted, ¿ver¬dad?
Aston.—¿Qué?
Davies.—Quiero decir que no comparte usted el wáter con esos negros. ¿O sí?
Aston.—Viven ahí al lado.
Davies.—No vienen aquí, ¿eh? (Aston coloca un cajón contra la pared.) Porque, ¿sabe usted?... Quiero decir... Las cosas claras... (Aston se aproxima a la cama, sopla sobre ella para quitar el polvo y sacude una manta.)
Aston.—¿Ve usted una maleta azul?
Davies.—¿Maleta azul? Ahí debajo. Mire. Junto a la al¬fombra. (Aston se dirige a la maleta, la abre, saca de ella una sábana y una almohada y las pone en la cama.) Boni¬ta sábana.
Aston.—La manta tiene un poco de polvo.
Davies.—No se preocupe por eso. (Aston permanece erguido, saca su tabaco y se pone a liar un cigarrillo. Se dirige a su cama y se sienta en ella.)
Aston.—¿Cómo está usted de dinero?
Davies.—¡Ah!, bueno, pues... Pues, mire usted, si quie¬re que le diga la verdad... Un poco escaso. (Aston saca unas monedas de su bolsillo, escoge algunas y entrega a Davies cinco chelines.)
Aston.—Ahí tiene unas leandras.
Davies.—(Tomando las monedas.) Gracias, gracias, bue¬na suerte. Daba la casualidad de que andaba algo escaso. ¿Sabe usted?, no me dieron nada por todo ese trabajo que hice la semana pasada. Esta es la situación, así es. (Pausa.)
Aston.—El otro día fui a una cervecería. Pedí una Guinness. Me la dieron en un «bok» grueso. Me senté, pero no pude bebería. No puedo beber la Guinness en un «bok» grueso. Solo me gusta en un vaso delgado. Tomé unos sor¬bos, pero no pude terminarla. (Aston toma destornillador y enchufe de encima de la cama y se pone a hurgar en el enchufe.)
Davies.—¡Si al menos aclarara el tiempo! ¡Podría ir a Sidcup!
Aston.—¿Sidcup?
Davies.—Hace un tiempo tan asqueroso... ¿Cómo voy a ir a Sidcup con estos zapatos?
Aston.—¿Por qué quiere ir a Sidcup?
Davies.—Mis papeles están allí. (Pausa.)
Aston.—Sus ¿qué?
Davies.—Mis papeles están allí. (Pausa.)
Aston.—¿Qué hacen sus papeles en Sidcup?
Davies.—Un compadre los tiene. Se los dejé a él. ¿No se da cuenta? ¡Prueban quién soy yo! No puedo dar un paso sin ellos. Le dicen quién soy yo. ¿Se da cuenta? Es¬toy pegado sin ellos.
Aston.—¿Por qué?
Davies.—Pues verá usted, verá usted: ¡cambio de nom¬bre! Hace años. ¡He estado andando por ahí con un nom¬bre supuesto! Este no es mi nombre verdadero.
Aston.—¿Cuál es su nombre supuesto?
Davies.—Jenkins. Bernard Jenkins. Ese es mi nombre. Es el nombre por el que se me conoce, al menos. Pero no me sirve de nada seguir utilizando ese nombre. No tengo derechos. Aquí tengo una cédula de seguros. (Se la saca del bolsillo.) Con el nombre de Jenkins. ¿Ve usted? Ber¬nard Jenkins. Mire. Hay cuatro sellos. Cuatro. Pero con esto no puedo hacer nada. No es mi nombre verdadero, se darían cuenta, me echarían mano. Cuatro sellos. No he pagado peniques, no; he pagado libras. Libras he pagado, no peniques. Ha habido más sellos, muchos, pero no los han pegado, los granujas; nunca he tenido tiempo de arre¬glar este asunto.
Aston.—Debían haberle puesto los sellos.
Davies.—No habría servido de nada. ¿Para qué? Si este no es mi nombre verdadero. Si les llevo la cédula me echan mano.
Aston.—Entonces, ¿cuál es su nombre verdadero?
Davies.—Davies. Mac Davies. Eso era antes que cam¬biara mi nombre. (Pausa.)
Aston.—Parece como si quisiera usted arreglar todo esto.
Davies.—¡Si al menos pudiera ir a Sidcup! He estado esperando que aclarara el tiempo. Tiene todos mis pape¬les ese compadre a quien se los dejé, todos los tiene allí. Podría probarlo todo.
Aston.—¿Cuánto tiempo los ha tenido?
Davies.—¿Qué?
Aston.—¿Cuánto tiempo los ha tenido?
Davies.—¡Oh!, pues debe de hacer..., era antes de la guerra..., debe de hacer... pues cerca de quince años. (Pausa.)
Aston.—¿Los tendrá todavía?
Davies.—Ha de tenerlos.
Aston.—Puede haberse mudado.
Davies.—Conozco la casa donde vive, puede usted creer¬me. Una vez en Sidcup, podría ir allí con los ojos venda¬dos. Aunque no recuerdo el número. Tengo buena memoria para... Tengo buena memoria... (Pausa.)
Aston.—Debería hacer todo lo posible para ir allí.
Davies.—¿Cómo quiere que vaya con estos zapatos? Es el tiempo, ¿sabe usted? Si al menos aclarase el tiempo.
Aston.—Estaré al tanto del boletín meteorológico.
Davies.—Una vez en la calle, llegaré en un santiamén. (Se da cuenta de pronto de la presencia del balde colgado del techo y mira hacia allí rápidamente.)
Aston.—Cuando usted quiera... puede acostarse. Va y se acuesta. No se preocupe por mí.
Davies.—(Quitándose el gabán.) ¿Eh? Bueno, sí, yo creo que voy a acostarme. Estoy un poco..., un poco trabajado. (Se quita los pantalones y los mantiene en la mano.) ¿Los pongo ahí?
Aston.—Sí. (Davies cuelga gabán y pantalones en la percha.)
Davies.—Veo que ahí arriba tiene un balde.
Aston.—Goteras. (Davies mira el balde.)
Davies.—Bueno, pues voy a probar su cama. ¿No se acuesta usted?
Aston.—Estoy reparando este enchufe.
Davies.—¿Qué le pasa?
Aston.—No funciona. (Pausa.)
Davies.—Está llegando hasta la raíz del mal, ¿eh?
Aston.—Barrunto que sí.
Davies.—Tiene suerte. (Se dirige hacia su cama y se detiene junto a la cocina de gas.) ¿No puede usted..., no puede usted sacar esto de aquí?
Aston.—Un poco pesado.
Davies.—Sí. (Davies se mete en la cama. Prueba la re¬sistencia y longitud de la misma.) No está mal, no está mal. Una buena cama. Creo que voy a dormir aquí...
Aston.—Tendré que ponerle una pantalla a esa bom¬billa. La luz es un poco deslumbrante.
Davies.—No se preocupe por eso, señor, no se preocupe por eso. (Se da la vuelta y se echa encima el cobertor. As¬ton se sienta y sigue hurgando en el enchufe. Las luces se apagan. Oscuridad. Se ilumina la escena. Estamos en la mañana siguiente. Aston se abrocha los pantalones, en pie, cerca de su cama. Alisa la cama. Se vuelve, va al cen¬tro de la habitación y mira a Davies. Regresa al sitio de antes, se pone la chaqueta, da la vuelta de nuevo, va hacia Davies y le mira. Tose. Davies se incorpora bruscamente.) ¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
Aston.—Nada.
Davies.—¿Qué pasa?
Aston.—Nada. (Davies mira a su alrededor.)
Davies.—¡Ah!, sí. (Aston va hacia su cama, toma el en¬chufe y lo sacude.)
Aston.—¿Ha dormido bien?
Davies.—Sí. Estaba como muerto. Debía de estar como muerto. (Aston va hacia el sector anterior derecha, toma la tostadora y la examina.)
Aston.—Usted..., ¿eh?...
Davies.—¿Eh?
Aston.—¿Ha estado usted soñando o algo así?
Davies.—¿Soñando?
Aston.—Sí.
Davies.—Yo no sueño. En mi vida he soñado.
Aston.—No, yo tampoco.
Davies.—Yo no. (Pausa.) Entonces, ¿por qué me lo pre¬gunta?
Aston.—Hacía ruidos.
Davies.—¿Quién?
Aston.—Usted. (Davies salta de la cama. Lleva calzon¬cillos largos.)
Davies.—Espere, espere, vamos a ver. ¿Qué quiere us¬ted decir? ¿Qué clase de ruidos?
Aston.—Gruñidos. Farfullaba algo.
Davies.—¿Que yo...? ¿Yo?
Aston.—Sí.
Davies.—¡Yo qué voy a farfullar, hombre! Nadie me ha dicho nunca nada de eso. (Pausa.) ¿Por qué había de farfullar?
Aston.—No sé.
Davies.—Quiero decir, ¿a qué viene eso? (Pausa.) Na¬die me ha dicho nunca nada de eso. (Pausa.) Me toma usted por otro, amigo.
Aston.—(Yendo hacia la cama con la tostadora.) No. Me ha despertado. He creído que estaba usted soñando.
Davies.—Pues no soñaba. No he tenido ni un solo sue¬ño en mi vida. (Pausa.)
Aston.—Quizá fuera la cama.
Davies.—Esta cama no tiene nada de malo.
Aston.—La falta de costumbre, a lo mejor.
Davies.—Estoy acostumbrado a toda clase de camas. Duermo en camas. Yo no hago ruidos por el solo hecho de dormir en una cama. He dormido en muchas camas. (Pausa.) A lo mejor han sido los negros.
Aston.—¿Qué?
Davies.—Quienes han hecho el ruido.
Aston.—¿Qué negros?
Davies.—Los que tiene usted ahí al lado. Quizá han sido los negros los que han hecho el ruido, subiéndose por las paredes.
Aston.—¡Hummmm!
Davies.—Esa es mi opinión. (Aston deja el enchufe y va hacia la puerta.) ¿Adonde va usted? ¿Sale?
Aston.—Sí.
Davies.—(Cogiendo las sandalias.) Entonces espere un minuto, solo un minuto.
Aston.—¿Qué piensa usted hacer?
Davies.—(Poniéndose las sandalias.) Será mejor que vaya con usted.
Aston.—¿Por qué?
Davies.—Quiero decir que será mejor que salga con usted.
Aston.—¿Por qué?
Davies.—Bueno..., ¿es que no quiere que salga?
Aston.—¿Para qué?
Davies.—Quiero decir..., si usted sale. ¿No quiere us¬ted que me vaya... si usted sale?
Aston.—No tiene usted por qué salir.
Davies.—¿Quiere usted decir que..., que puedo quedar¬me aquí?
Aston.—Haga lo que quiera. No tiene por qué salir sólo porque yo lo hago.
Davies.—¿No le importa que me quede aquí?
Aston.—Tengo un par de llaves. (Va hacia una caja que está cerca de su cama y las busca.) La de esta puerta y la de la calle. (Se las entrega a Davies.)
Davies.—Gracias, muchas gracias; que tenga suerte. (Pausa. Aston se queda en pie.)
Aston.—Creo que voy a darme un paseo calle abajo. Una pequeña..., una especie de tienda. El dueño tenía una sierra de vaivén el otro día. Me gustó su aspecto.
Davies.—¿Una sierra de vaivén, compadre?
Aston.—Sí. Podría serme muy útil.
Davies.—Sí. (Pequeña pausa.) ¿Qué es eso exactamente, pues? (Aston va hacia la ventana y mira al exterior.)
Aston.—¿Una sierra de vaivén? Pues procede de la mis¬ma familia que la sierra de calados. Pero es un accesorio, ¿comprende? Tiene que unirse a un taladro portátil.
Davies.—¡Ah!, eso es. Son muy útiles.
Aston.—Lo son, sí. (Pausa.)
Davies.—¿Y qué me dice usted de una sierra para me¬tales?
Aston.—Bueno, la verdad es que ya tengo una.
Davies.—Son útiles.
Aston.—Sí. (Pausa.) También lo es la sierra de punto.
Davies.—¡Ah! (Pausa.) Sí, no hay vuelta de hoja. Quie¬ro decir que, eso, que sí, que son muy útiles. Mientras se sepan manejar. (Pausa.) Por otra parte, no son..., no son tan útiles como una sierra para metales, creo, ¿verdad?
Aston.—(Volviéndose hacia él.) ¿No? ¿Por qué?
Davies.—Quiero decir, lo digo solo por..., por la expe¬riencia que tengo de ellas, ¿sabe usted? (Pequeña pausa.)
Aston.—Son útiles.
Davies.—Ya lo sé que son útiles.
Aston.—Pero limitadas. Con una sierra de vaivén pue¬den hacerse muchas cosas, ¿comprende? Una vez unida a... ese taladro portátil se pueden hacer muchas cosas con ella. Y aprisa.
Davies.—Sí. (Pequeña pausa.) Eh, oiga, estaba pen¬sando...
Aston.—¿Eh?
Davies.—Sí, escuche, mire. A lo mejor era usted quien estaba soñando.
Aston.—¿Qué?
Davies.—Sí, quiero decir, a lo mejor estaba usted so¬ñando que oía ruidos. Mucha gente, ¿sabe?, sueña. ¿Com¬prende lo que quiero decir? Oye toda clase de ruidos. A lo mejor era usted quien hacía todos esos ruidos de que me ha estado hablando. Sin saberlo.
Aston.—Yo no sueño.
Davies.—Pero ¡si es eso lo que quiero decir, lo que trato de decirle! ¡Yo tampoco sueño! Por eso pensaba que a lo mejor había sido usted. (Pausa.)
Aston.—¿Cómo ha dicho que se llamaba?
Davies.—Jenkins. Bernard Jenkins es mi nombre su¬puesto. (Pequeña pausa.)
Aston.—¿Sabe? El otro día estaba sentado en un café. Dio la casualidad de que me senté en la misma mesa en que había una mujer. Bueno, empezamos a..., a cambiar unas frases. No sé de qué hablamos..., sobre sus vacacio¬nes, eso es, donde había estado. Las había pasado en la costa, en el Sur. Pero no recuerdo el nombre... En fin, es¬tábamos allí sentados, charlando un poquito..., y de pronto puso su mano sobre la mía... y me dijo: «¿Le gustaría que le echara un vistazo a su cuerpo?»
Davies.—No me diga. (Pausa.)
Aston.—Sí. Salirme con esa, así, sin más ni más, en mitad de aquella conversación. Me pareció bastante raro.
Davies.—A mí me han dicho lo mismo.
Aston.—¿También?
Davies.—¿Mujeres? Muchas veces se me han acercado y me han hecho poco más o menos la misma pregunta. (Pausa.)
Aston.—No, su nombre, su nombre verdadero, ¿cuál es?
Davies.—Davies. Mac Davies. Este es mi nombre de verdad.
Aston.—¿Es usted galés?
Davies.—¿Eh?
Aston.—¿Es galés? (Pausa.)
Davies.—Pues sí, he dado muchas vueltas, ¿sabe?... Quiero decir..., he corrido mucho mundo...
Aston.—Pero, bueno, ¿dónde nació usted?
Davies.—(Oscuramente.) ¿Qué quiere decir?
Aston.—¿Dónde nació?
Davies.—Nací..., ¡uh!..., ¡oh!, es difícil recordar una cosa de hace tantos años...; comprende, ¿no?... Hace tiem¬po..., tanto tiempo...; la memoria falla..., usted ya sabe...
Aston.—(Yendo hacia el hogar y agachándose.) ¿Ve este enchufe? Puede usted enchufarlo aquí, si quiere. Esta pequeña estufa.
Davies.—De acuerdo, señor.
Aston.—Solo con enchufarlo aquí, basta.
Davies.—De acuerdo, señor. (Aston va hacia la puerta. Ansiosamente.) ¿Qué debo hacer?
Aston.—Sólo tiene que enchufarlo, eso es todo. La es¬tufa se irá calentando.
Davies.—¿Sabe qué le digo? Que no lo toco y ya está.
Aston.—Pero si no cuesta nada.
Davies.—No, esta clase de chismes no me gustan mucho.
Aston.—Tiene que funcionar. (Volviéndose.) Bueno.
Davies.—¡Eh! Iba a preguntarle si la cocina, si la coci¬na puede tener algún escape... ¿Qué cree usted?
Aston.—No está conectada.
Davies.—Verá usted, lo que me preocupa es que está precisamente en la cabecera de mi cama, ¿ve? Tengo que tener cuidado en no darle codazos...; podría tocar una de estas llaves con el codo al levantarme, ¿me entiende? (Da la vuelta alrededor de la estufa y la examina.)
Aston.—No se preocupe usted.
Davies.—Bueno, mire: usted no se preocupe por esto. Lo que voy a hacer es echar de cuando en cuando un vis¬tazo a estas llaves, así, ¿ve? Eso, ahora están cerradas. Descuide, yo me encargo de esto.
Aston.—No creo que...
Davies.—(Dando la vuelta.) Oiga, señor, otra cosa..., ¿eh?... ¿No podría prestarme un par de chelines? Para una taza de té, ¿sabe?
Aston.—Anoche le di unos cuantos.
Davies.—¿Eh? Sí, claro. Es verdad. Lo había olvidado. Se me había ido completamente de la memoria. Tiene ra¬zón. Gracias, señor. Escuche. ¿Está seguro, está usted com¬pletamente seguro de que no le importa que me quede a vivir aquí? Verá, yo no soy de esa clase de tipos que se toman ciertas libertades.
Aston.—No; puede usted quedarse.
Davies.—Algo más tarde quizá me llegue a Wembley.
Aston.—¡Hummmm!
Davies.—Por allí hay un cafetín, ¿sabe? Quizá me den algún trabajillo. Estuve allí, ¿sabe usted? Sé que les falta gente. Quizá necesiten personal.
Aston.—¿Cuándo fue eso?
Davies.—¿Eh? ¡Oh!, bueno, eso fue..., por allí...; de esto hará..., de esto hará ya algún tiempo. Pero, claro, lo difícil en estos lugares es que encuentren la gente fetén. Lo que hacen es salirse del paso con esos extranjeros; los hoteleros y cafeteros, ¿sabe?, quiero decir, eso es lo que buscan. Se lo aseguro.
Aston.—¡Hummmm!
Davies.—¿Sabe?, estaba pensando que, una vez allí, qui¬zá eche un vistazo al estadio, al estadio de Wembley. Para todos los grandes partidos, ¿comprende?, necesitan gente para cuidar del terreno. También podría hacer otra cosa, podría llegarme hasta Kennington Oval. Todos esos gran-des campos de deportes, es de sentido común, necesitan gente para cuidarse del terreno, eso es lo que quieren, lo que piden a gritos. Es cosa que salta a la vista, ¿no? ¡Oh!, lo tengo todo planeado...; eso es..., ¡uh!..., eso es..., eso es lo que voy a hacer. (Pausa.) Si al menos pudiera ir allí.
Aston.—¡Hummmm! (Aston va hacia la puerta.) Bue¬no, hasta luego, pues, ¿eh?
Davies.—Sí. Eso es. (Aston sale y cierra la puerta. Da¬vies se queda quieto. Espera unos segundos, luego va ha¬cia la puerta, la abre, mira al exterior, cierra, se queda en pie de espaldas a la puerta, se vuelve rápidamente, la abre, se asoma al exterior, entra otra vez, cierra la puerta, busca las llaves por el bolsillo, prueba una, prueba la otra, la cierra. Mira por la habitación; entonces se acerca rápi¬damente a la cama de Aston, se inclina y saca un par de zapatos. Se saca las sandalias y se calza los zapatos; luego anda de arriba abajo, sacudiendo los pies y balanceando las piernas. Oprime el cuero contra los dedos de sus pies.) No están mal estos zapatos, no están nada mal. Un poco puntiagudos. (Se saca los zapatos y los pone debajo de la cama. Examina el área en que se encuentra la cama de Aston, coge un jarrón y mira en su interior; luego coge una caja y la sacude.) ¡Tornillos! (Ve los botes de pintura colocados en la cabecera de la cama, va hacia ellos y los examina.) Pintura. ¿Qué querrá pintar? (Deja los botes de pintura, va hacia el centro de la habitación, mira hacia el balde del techo y hace una mueca.) Tendré que mirar eso. (Cruza hacia la derecha y coge el farol.) Aquí tiene un montón de cosas. (Toma el Buda y lo mira.) Está lleno. No hay más que ver. (Se queda en pie mirando. Se oye girar una llave en la cerradura de la puerta; muy suave¬mente la puerta se abre. Da unos pasos y se da un golpe en el dedo gordo del pie con una caja. Deja escapar un grito, se agarra el dedo y da media vuelta. La puerta tam¬bién se cierra, suavemente, pero no del todo. Pone el Buda dentro de uno de los cajones y se frota el dedo.) ¡Uf! Me lo ha hecho polvo. ¡Puñetera caja! (Sus ojos se detienen en el montón de periódicos.) ¿Qué hará con todos esos periódicos? Vaya pila de papeles. (Se acerca a ellos y los toca. El montón amenaza derrumbarse. Lo sostiene.) ¡Quietos! ¡Quietos! (Sostiene el montón y recoge y arregla los pocos que se han caído. La puerta se abre. Entra Mick, se pone la llave en el bolsillo y cierra la puerta silenciosa¬mente. Se queda en la puerta y mira a Davies.) ¿Para qué querrá todos estos papeles? (Davies se sube sobre la al-fombra enrollada y se acerca a la maleta azul.) Aquí tiene una sábana y una funda de almohada a punto. (Abre la maleta.) Nada. (Cierra la maleta.) A pesar de todo, he dormido bien. Yo no hago ruidos. (Mira a la ventana.) Podría cerrar esa ventana. Ese saco no va bien. Se lo diré. ¿Qué es eso? (Coge otra maleta e intenta abrirla. Mick se dirige al fondo silenciosamente.) Cerrada. (La deja en el suelo y va hacia el sector anterior del escenario.) Debe de haber algo dentro. (Coge uno de los cajones del armario, registra el contenido; después lo deposita en el suelo. Mick se desliza a través de la habitación. Davies da media vuel¬ta; Mick le coge el brazo y se lo retuerce hacia atrás. Da¬vies grita.) ¡Uhhhhhh! ¡Uhhhhhhhhh! ¡Qué! ¡Qué! ¡Qué! ¡Uhhhhhhhh! (Mick, ágilmente, le hace caer en el suelo, mientras Davies lucha por librarse, haciendo visajes, quejándose y con los ojos desorbitados. Mick le sujeta el bra-zo, le hace un gesto para que se calle y luego con la otra mano le tapa la boca. Davies se calma. Mick le deja libre. Davies retrocede. Mick con un dedo le hace un signo de advertencia. Luego se agacha para mirar a Davies. Le mira y luego se pone en pie y le mira desde lo alto. Davies se frota el brazo, vigilando a Mick. Mick se vuelve para mi¬rar la habitación. Va hacia la cama de Davies y aparta la ropa. Da la vuelta, va hacia el perchero y coge los panta¬lones de Davies. Davies empieza a levantarse. Mick le hace sentarse de nuevo en el suelo con el pie y se queda mi¬rándole. Finalmente, le quita el pie de encima. Examina los pantalones y los echa hacia atrás. Davies sigue en el sue¬lo, encogido. Mick, lentamente, va hacia la silla, se sienta y mira a Davies sin ninguna expresión en su rostro. Si¬lencio.)
Mick.—Vamos a ver: ¿qué te traes entre manos?





TELÓN



ACTO SEGUNDO





Unos segundos más tarde.
Mick está sentado; Davies está en el suelo, medio sentado, encogido.
Silencio.



Mick.—Bueno, tú dirás.
Davies.—Nada, nada. Nada. (Cae una gota en el balde. Los dos miran hacia arriba. Mick vuelve a mirar a Davies.)
Mick.—¿Cómo te llamas?
Davies.—No le conozco. ¿Quién es usted? (Pausa.)
Mick.—¿Eh?
Davies.—Jenkins.
Mick.—¿Jenkins?
Davies.—Sí.
Mick.—Jen... kins. (Pausa.) ¿Has dormido aquí esta noche?
Davies.—Sí.
Mick.—¿Dormiste bien?
Davies.—Sí.
Mick.—Me alegro. Encantado de conocerte. (Pausa.) ¿Cómo has dicho que te llamabas?
Davies.—Jenkins.
Mick.—¿Cómo?
Davies.—¡Jenkins! (Pausa.)
Mick.—Jen... kins. (Cae una gota en el balde. Davies levanta los ojos y lo mira.) Me recuerdas al hermano de mi tío. Siempre andaba por ahí. Nunca sin su pasaporte. Le gustaban las chicas. Era un tipo parecido a ti. Un poco atlético. Especialista en saltos de longitud. Solía hacernos exhibiciones en el cuarto de estar cuando se acercaba la Navidad. Tenía una debilidad por los cacahuetes... Eso es lo que le pasaba. Era su debilidad. En tratándose de cas¬cajo nunca decía basta. Cacahuetes, nueces, nueces del Brasil, pero nunca comía tarta de frutas, ni tocarlas. Tenía un cronómetro estupendo. Lo afanó en Hong Kong. Al día siguiente le expulsaron del Ejército de Salvación. Era el número cuatro en las reservas de Beckenham. Esto era antes que le dieran la medalla de oro. Tenía la graciosa costumbre de llevar su violín a la espalda. Como un papúa. Creo que tenía algo de piel roja. A decir verdad, nunca he averiguado cómo llegó a ser hermano de mi tío. A me¬nudo he pensado si no sería al revés. Quiero decir, si mi tío no sería su hermano y él mi tío. Pero nunca le he lla¬mado tío. Siempre le he llamado Sid. Mi madre también le llamaba Sid. Un asunto curioso. Se parecía a ti como una gota de agua a otra. Se casó con un chino y se fue a Jamaica. (Pausa.) Espero que hayas dormido bien esta noche.
Davies.—¡Oiga! ¿Quién es usted?
Mick.—¿En qué cama has dormido?
Davies.—Oiga, vamos a ver...
Mick.—¿Eh?
Davies.—En esa.
Mick.—¿No en la otra?
Davies.—No.
Mick.—Caprichoso. (Pausa.) ¿Te gusta mi cuarto?
Davies.—¿Su cuarto?
Mick.—Sí.
Davies.—Esta no es su habitación. No sé quién es us¬ted. Nunca le había visto.
Mick.—Eres muy dueño de creerlo o no, pero ¿sabes que tienes un parecido muy chocante con un tipo que co¬nocí en Shoredich? En realidad, vivía en Aldgate. Yo es¬taba pasando unos días con un primo en Camden Town. Ese tipo tenía un cuartucho en Finsbury Park, tocando a la estación de los autobuses. Cuando trabamos amistad, supe que se había criado en Putney. Esto no afectó en nada nuestras relaciones. Conozco mucha gente que ha nacido en Putney. Y si no en Putney, en Fulham. Lo malo era que no había nacido en Putney, sino que allí sólo se había criado. Después me enteré que había nacido en Caledonian Road, un poco antes de llegar a Nag's Head. Su madre, ya vieja, vivía todavía en Angel. Todos los autobu¬ses pasaban por delante de su puerta. Podía tomar el trein¬ta y ocho, el quinientos ochenta y uno, el treinta o el treinta A; la llevaban por la carretera de Essex hasta Dalston Junction en un momento. Claro, también podía tomar un treinta y la llevaba, vía Upper Street, a Highbury Cor¬ner, y bajaba luego hasta la catedral de San Pablo, pero al final siempre la dejaba en Dalston Junction. Yo, cuando iba a trabajar, solía dejar la bicicleta en su jardín. Sí, fue un asunto curioso. Era tu misma imagen. Algo más gran¬de la nariz, pero cosa de nada. (Pausa.) ¿Has dormido aquí esta noche?
Davies.—Sí.
Mick.—¿Dormiste bien?
Davies.—¡Sí!
Mick.—¿Has tenido que levantarte por la noche?
Davies.—¡No! (Pausa.)
Mick.—¿Cómo te llamas?
Davies.—(Cambiando de posición, casi levantándose.) ¡Bueno, oiga!
Mick.—¿Qué?
Davies.—¡Jenkins!
Mick.—Jen... kins. (Davies hace un rápido movimiento para levantarse. Un violento empujón de Mick le hace caer de nuevo. A voz en grito.) ¿Has dormido aquí esta noche?
Davies.—Sí...
Mick.—(Continuando a gran velocidad.) ¿Cómo has dormido?
Davies.—He dormido...
Mick.—¿Bien?
Davies.—¡Bueno, oiga...!
Mick.—¿En qué cama?
Davies.—Esa...
Mick.—¿No en la otra?
Davies.—¡No!
Mick.—Caprichoso. (Pausa. Quedamente.) Caprichoso. (Pausa. Amable de nuevo.) ¿Qué tal has dormido en esa cama?
Davies.—(Golpeando el suelo.) ¡Bien!
Mick.—¿No has estado incómodo?
Davies.—(Gruñendo.) ¡Bien! (Mick se pone en pie y se le acerca.)
Mick.—¿Eres extranjero?
Davies.—No.
Mick.—¿Nacido y criado en las Islas Británicas?
Davies.—¡Sí!
Mick.—¿Qué te enseñaron? (Pausa.) ¿Te ha gustado mi cama? (Pausa.) Esa es mi cama. Hay que guardarse de las corrientes de aire.
Davies.—¿En la cama?
Mick.—No; y ahora, arriba ese culo. (Davies mira con cautela a Mick, que le da la espalda. Davies corre hacia la percha y coge sus pantalones. Mick se vuelve rápidamente y se apodera de ellos. Davies forcejea para recuperarlos. Mick extiende una mano amenazadora.) ¿Intentas quedar¬te aquí?
Davies.—Déme mis pantalones.
Mick.—¿Vas a quedarte aquí mucho tiempo?
Davies.—¡Déme mis puñeteros pantalones!
Mick.—¿Por qué? ¿Adonde quieres ir?
Davies.—¡Déme y me voy, me voy a Sidcup! (Mick le azota la cara con los pantalones varias veces. Davies se echa atrás. Pausa.)
Mick.—¿Sabes? Me recuerdas a un fulano que me en¬contré un día al otro lado del viaducto de Guilford...
Davies.—¡Me han traído aquí! (Pausa.)
Mick.—¿Decías?
Davies.—¡Me han traído aquí! ¡Me han traído aquí!
Mick.—¿Que te han traído aquí? ¿Quién?
Davies.—Un hombre que vive aquí..., el... (Pausa.)
Mick.—Embustero.
Davies.—Me trajo aquí anoche...; lo encontré en un café...; yo trabajaba..., me despidieron...; yo trabajaba allí...; si no es por él, no lo cuento...; me trajo aquí, me trajo aquí directamente. (Pausa.)
Mick.—No sé por qué me parece que eres un embus¬tero nato, ¿a que sí? Estás hablando con el dueño. Este es mi cuarto. Estás en mi casa.
Davies.—Que no, que es del otro...; él lo sabe que yo..., él...
Mick.—(Señalando la cama de Davies.) Esa es mi cama.
Davies.—Y la otra, ¿qué?
Mick.—Esta es la cama de mi madre.
Davies.—¡Pues anoche no estaba aquí!
Mick.—(Aproximándosele.) Mira, no seas bellaco, ¿eh? No me seas bellaco. No te metas con mi madre.
Davies.—Yo no..., yo no he...
Mick.—No te pases de la raya, amigo, ni empieces a tomarte libertades con mi vieja; a ver si tenemos más respeto.
Davies.—Ya tengo respeto..., no encontrará a nadie que tenga más respeto que yo.
Mick.—Pues a ver si dejas de decir embustes.
Davies.—Bueno, oiga, que yo a usted no le he visto en mi vida.
Mick.—Supongo que tampoco has visto nunca a mi ma¬dre, ¿no? (Pausa.) Me parece que estoy llegando a la con¬clusión de que eres un viejo bribón, un granuja. Eso es lo que tú eres, y nada más.
Davies.—Oiga, oiga...
Mick.—Escucha, hijo. Escucha, nene. Apestas.
Davies.—No tiene usted derecho a...
Mick.—Lo estás apestando todo. Eres un viejo ladrón, no hay quien me saque de ahí. Un viejo pícaro. Eres muy poca cosa para estar en un lugar tan decente como este. Eres un viejo bárbaro. Te lo digo en serio, no tienes nada que hacer en un piso sin muebles. De esto, si me diera la gana, podría sacar siete de los grandes por semana. Mañana mismo tendría un inquilino. Trescientas cincuen¬ta libras al año, sin gastos. No hay problema. Quiero de-cir, que si crees que esa cantidad está al alcance de tu bolsillo, dilo, no tengas miedo. Aquí tienes. Muebles y todo lo demás. Acepto cuatrocientas o la oferta que más se aproxime a esa cantidad. Valor imponible noventa libras al año. Agua, calefacción y luz vendrá a costarte alrede¬dor de las cincuenta. Total, ochocientas noventa, si tanto te gusta. Si te lo quedas diré a mi agente que te extienda un contrato. En caso contrario, puedo llevarte en cinco minutos al cuartelillo más cercano con mi camioneta, que está ahí fuera, y ponerte en chirona por allanamiento de morada, por saqueo premeditado, por robo a plena luz del día, por mangante, por ladrón y por apestar la casa, ¿eh? ¿Qué me dices? A no ser que lo quieras comprar. Diría a mi hermano que lo pintara todo, claro. Tengo un hermano que es decorador de primera categoría. Él te lo pintará todo. Y si quieres tener más espacio, hay otras cuatro habitaciones en este mismo rellano que también están en venta. Cuarto de baño, cuarto de estar, dormito¬rio y cuarto para los niños. Este lo puedes utilizar como gabinete de trabajo. Este hermano de que te he hablado está a punto de empezar a decorar las otras habitaciones. Sí, empezará de un día a otro. O sea que ¿qué piensas hacer? Unas ochocientas por esta habitación o tres mil por todo el piso. Por otra parte, si prefieres hacerlo a base de préstamo hipotecario, conozco una compañía de seguros en West Ham que estará encantada de prestarte el dinero. No hay trampa ni cartón, finanzas saneadas, curva ascen¬dente, historial impecable; veinte por ciento de interés, cincuenta por ciento de depósito; amortización, reintegros, subsidio familiar, sistema de primas, remisión de plazo por buen comportamiento, seis meses de arriendo, examen anual de los archivos, se sirve té a los clientes, venta de acciones, participación en los beneficios, compensación al cesar los pagos, amplia indemnización contra desórdenes públicos, conmociones políticas, disturbios sociales, rayos, truenos y tempestades, contra robos y saqueos, todo suje¬to a revisión y unificación diarias. Claro, necesitaremos una declaración firmada por tu médico particular que nos asegure que tu estado de salud es lo suficiente satisfac¬torio para llevar a cabo estos planes, ¿comprendes? ¿Cuál es tu Banco? (Pausa.) ¿Cuál es tu Banco? (Se abre la puerta y entra Aston. Mick se vuelve y deja caer los pantalones. Davies los recoge y se los pone. Aston, después de echar una mirada a Mick y Davies, va hacia su cama y deposita en ella una bolsa que lleva en la mano, se sien¬ta y empieza de nuevo a arreglar la tostadora. Davies se
retira a su rincón. Mick se sienta en la silla. Silencio. Cae una gota en el balde. Los tres levantan la vista. Silencio.) Todavía tienes esa gotera.
Aston.—Sí. (Pausa.) Viene del tejado.
Mick.—Del tejado, ¿eh?
Aston.—Sí. (Pausa.) Voy a tener que embrearlas.
Mick.—¿Vas a embrearlas?
Aston.—Sí.
Mick.—¿El qué?
Aston.—Las grietas. (Pausa.)
Mick.—¿Vas a embrear las grietas del tejado?
Aston.—Sí. (Pausa.)
Mick.—¿Crees que servirá de algo?
Aston.—Servirá, por el momento.
Mick.—¡Hummmm! (Pausa.)
Davies. —(Bruscamente.) ¿Qué hace usted...? (Los otros dos lo miran.) ¿Qué hace usted... cuando ese balde está lleno? (Pausa.)
Aston.—Vaciarlo.
Mick.—Le estaba diciendo aquí, al amigo, que de un momento a otro ibas a ponerte a decorar las otras habi¬taciones.
Aston.—Sí. (Pausa. A Davies.) Aquí tengo su bolsa.
Davies.—¡Oh! (Se acerca a él y la coge.) ¡Oh!, gracias, señor, gracias. Se la dieron, ¿verdad? (Davies vuelve a su rincón con la bolsa. Mick se levanta y se la quita.)
Mick.—¿Qué es esto?
Davies.—¡Devuélvamela, es mi bolsa!
Mick.—(Amenazándolo para que no se acerque.) Esta bolsa la tengo vista.
Davies.—¡Es mía!
Mick.—(Esquivándole.) Me es muy familiar.
Davies.—¿Qué quiere usted decir?
Mick.—¿De dónde la has sacado?
Aston.—(Levantándose.) Vamos, acabad de una vez.
Davies.—Es mía.
Mick.—¿De quién?
Davies.—Mía. ¡Dígale que es mía!
Mick.—¿Es su bolsa?
Davies.—¡Démela!
Aston.—Dásela.
Mick.—¿Qué? ¿Qué tengo que darle?
Davies.—¡Esa puñetera bolsa!
Mick.—(Ocultándola detrás de la cocina de gas.) ¿Qué bolsa? (A Davies.) ¿Qué bolsa?
Davies.—(Acercándose.) ¡Oiga, oiga!
Mick.—(Encarándosele.) ¿Adónde vas?
Davies.—Voy a coger... mi puñetera...
Mick.—¡Cuidado con lo que haces, nene! Te equivocas de puerta. No vayas demasiado lejos. Entras en un domi¬cilio privado y te pones a fanfarronear y a meter mano a todo lo que puedes meter mano. No te pases de la raya, hijo. (Aston coge la bolsa.)
Davies.—Es usted un ladrón, eso es lo que es, un la¬drón...; déme la...
Aston.—Tome. (Aston le alarga la bolsa a Davies. Mick se la arrebata. Aston se la quita. Mick se la quita a Aston. Davies intenta cogerla. La coge Aston. Mick intenta arre¬batársela. Aston se la da a Davies. Mick se la quita. Pausa. La coge Aston. La coge Davies. La coge Mick. Intenta co¬gerla Davies. La coge Aston y se la da a Mick. Mick se la da a Davies. Davies la aprieta contra sí. Pausa. Mick mira a Aston. Davies se aleja con la bolsa. Se le cae. Pausa. Los otros dos lo miran. Davies recoge la bolsa. Va hacia su cama y se sienta. Aston va hacia su cama, se sienta y em¬pieza a liarse un cigarrillo. Mick se queda en pie inmóvil. Pausa. Una gota cae en el balde. Todos levantan los ojos. Pausa. ¿Qué tal en Wembley?
Davies.—Pues todavía no he ido. (Pausa.) No, no he podido. (Mick va hacia la puerta y sale.)
Aston.—He tenido mala suerte con aquella sierra de vaivén. Cuando he llegado allí, ya la habían vendido. (Pausa.)
Davies.—¿Quién era ese tipo?
Aston.—Mi hermano.
Davies.—¿Su hermano? Un poco guasón, ¿verdad?
Aston.—¡Hummm!...
Davies.—Sí..., un guasón de verdad.
Aston.—Tiene sentido del humor.
Davies.—Sí, ya me he dado cuenta. (Pausa.) Un guasón de verdad, el muchacho, salta a la vista. (Pausa.)
Aston.—Sí; tiende..., tiende a ver el lado cómico de las cosas.
Davies.—Sí, lo que se dice tener sentido del humor, ¿no?
Aston.—Sí.
Davies.—Sí, ya se nota, ya. (Pausa.) Tan pronto le he puesto los ojos encima, me he dado cuenta de que tenía una manera muy suya de ver las cosas. (Aston se pone en pie, va hacia el cajón del armario, a la derecha, coge la estatuilla de Buda y la pone sobre la cocina de gas.)
Aston.—Estoy encargado de arreglarle la parte supe¬rior de la casa.
Davies.—¿Qué... quiere decir...? ¿Quiere decir con eso que esta casa es suya?
Aston.—Sí. Debo pintarle todo este rellano. Convertir todo esto en un piso.
Davies.—¿Y él qué hace entonces?
Aston.—Es del ramo de la construcción. Tiene camio¬neta propia.
Davies.—Pero no vive aquí, ¿verdad?
Aston.—Una vez haya construido el cobertizo allá fue¬ra..., estaré en condiciones de pensar en el piso, ¿com¬prende? Tal vez podría ir haciendo algo para salir del paso. (Va hacia la ventana.) Yo sé trabajar con mis ma¬nos, ¿sabe? Es una de las cosas que yo sé hacer. Antes no me había dado cuenta. Pero ahora puedo hacer toda clase de cosas con mis manos. Ya sabe, trabajos manuales. Cuando construya el cobertizo allá fuera... montaré un taller, ¿sabe? Podría..., podría trabajar la madera. Traba¬jos sencillos al principio..., buena madera. (Pausa.) Claro, hay mucho que hacer en esta casa. Estoy pensando, con todo, estoy pensando en un tabique... en una de las habi¬taciones del rellano. Creo que le irá bien. Pero... hay esos biombos..., ¿sabe?..., orientales. Con uno de ellos la habi¬tación queda dividida... Queda dividida en dos. Podría ha¬cer eso o podría hacer un tabique. Podría hacer muchas cosas, ¿comprende?, si tuviera un taller. (Pausa.) De todas formas, creo que me he decidido por el tabique. (Pausa.)
Davies.—¡Eh!, oiga, me parece que, que esta no es mi bolsa.
Aston.—¡Oh!, no.
Davies.—No, no es mi bolsa. La mía era completamen¬te distinta, ¿sabe? Ya sé lo que han hecho. Lo que han hecho es quedarse con mi bolsa y darle otra que no es la mía.
Aston.—No..., lo que ha pasado ha sido que alguien se ha largado con la suya.
Davies.—(Levantándose.) ¡Ya decía yo!
Aston.—De todas maneras, me he hecho con esta en otro sitio. Dentro hay unas cuantas... piezas de ropa. Me lo han dado todo muy barato.
Davies.—(Abriendo la bolsa.) ¿Hay zapatos? (Davies saca dos camisas a cuadros, una de un rojo vivo y otra verde, también muy vivo. Las examina, levantándolas.) Cuadros.
Aston.—Sí.
Davies.—Sí...; bueno, ya sé lo que pasa con esta clase de camisas, ¿sabe? Camisas así no duran mucho en in¬vierno. Lo sé por experiencia. No, lo que necesito es esa clase de camisas a rayas, una camisa buena y fuerte, con rayas hacia abajo. Eso es lo que quisiera. (Saca de la bol¬sa un batín de pana color granate.) ¿Qué es esto?
Aston.—Un batín.
Davies.—¿Un batín? (Palpa el tejido.) No está nada mal esta tela. Voy a ver qué tal me sienta. (Se lo prueba.) ¿No tiene usted un espejo por aquí?
Aston.—No, no creo.
Davies.—Bien; no me está mal del todo. ¿Qué tal es¬toy?
Aston.—Muy bien.
Davies.—Bueno; esto sí que lo acepto, ya ve. (Aston coge el enchufe y lo examina.) No, a esto no digo que no. (Pausa.)
Aston.—Podría usted... ser el conserje de aquí, si qui¬siera. ..
Davies.—¿Qué?
Aston.—Podría usted... cuidar de la casa, si quisiera..., ya sabe: las escaleras y el rellano, las escaleras de la puer¬ta de la calle, vigilarlo todo, sacar el brillo a las campa¬nillas.
Davies.—¿Campanillas?
Aston.—Voy a poner unas cuantas en la puerta de la calle. De metal.
Davies.—Conserje, ¿eh?
Aston.—Sí.
Davies.—Bueno, yo..., yo nunca he sido conserje, ¿sabe?..., quiero decir..., nunca...; lo que quiero decir es que... nunca he sido conserje antes. (Pausa.)
Aston.—¿Qué le parece a usted la idea?
Davies.—Bueno, yo calculo... Bueno, me gustaría sa¬ber..., usted ya sabe...
Aston.—Qué clase de...
Davies.—Sí, qué clase de..., ya sabe... (Pausa.)
Aston.—Bueno, lo que yo quiero decir...
Davies.—Lo que yo quiero decir es que tengo que..., que tengo que...
Aston.—Bueno, yo podría decírselo...
Davies.—Eso..., eso es..., ¿ve?... ¿Comprende lo que quiero decir?
Aston.—Cuando llegue el momento...
Davies.—Quiero decir, a eso iba...; verá...
Aston.—Más o menos exactamente que…
Davies.—Verá, lo que quiero decir es..., a lo que iba es a...; en fin, ¿qué clase de trabajos?... (Pausa.)
Aston.—Bueno, tendrá que limpiar las escaleras... y las... campanillas...
Davies.—Pero sería cuestión de... ¿No cree?... Sería cuestión de tener una escoba..., ¿no?
Aston.—Podría facilitarle un paño para quitar el polvo.
Davies.—¡Oh!, ya sé, ya...; pero ¿cree usted que podría arreglármelas sin una..., sin una escoba?...
Aston.—Tendría que tener una escoba...
Davies.—Eso es..., eso es exactamente lo que estaba pensando...
Aston.—Creo que podré hacerme con una sin ninguna dificultad... y, claro, también..., también necesitaría unos cuantos cepillos...
Davies. — Necesitaría instrumentos..., ¿comprende?..., unos cuantos instrumentos de calidad...
Aston.—Podría enseñarle cómo funciona el aspirador, si usted... no tiene inconveniente...
Davies.—¡Ah!, eso sería... (Aston toma un guardapolvo blanco colgado de un clavo, encima de su cama, y lo mues¬tra a Davies.)
Aston.—Podría ponerse esto, si le gustara.
Davies.—Bueno...; es..., es bonito, ¿eh?
Aston.—Le guardaría del polvo.
Davies.—(Poniéndoselo.) Sí, esto me guardaría del pol¬vo muy bien. De perilla. Muchas gracias, señor.
Aston.—Verá, lo que podríamos hacer, podríamos..., podría poner una campanilla abajo, por la parte de fuera, al lado de la puerta, con un letrerito que dijera «Conser¬je». Y usted podría contestar a cualquier llamada.
Davies.—Bueno; en cuanto a eso, no sé, no sé...
Aston.—¿Por qué no?
Davies.—Bueno, lo que quiero decir es que nunca se sabe quién va a llamar a la puerta, ¿no? Tengo que estar al tanto.
Aston.—¿Por qué? ¿Le sigue alguien los pasos?
Davies.—¿Los pasos? Bueno, a lo mejor ese tío, el esco¬cés, viene a por mí, ¿no? ¿Y qué hago yo? Oigo la campa¬nilla, me voy abajo, abro la puerta. ¿Y quién está allí? ¡Cualquiera sabe! A lo mejor... Podrían desvalijarme en un abrir y cerrar de ojos, ¿no se da cuenta? O cualquiera que estuviera detrás de mi cartilla, quiero decir, mire, aquí estoy solo con cuatro sellos en la cartilla; aquí está, mire, cuatro sellos, es todo lo que tengo, ni uno más, to¬dos los que tengo; hacen sonar la campanilla del «Con¬serje» y me echan mano, eso es lo que harían, sin esca¬patoria posible. Claro, tengo muchas otras cartillas por ahí, pero no lo saben, y no voy a ser yo quien se lo diga, ¿no le parece? Porque entonces caerían en la cuenta de que ando por ahí con un nombre falso, ¿comprende? Es otro, ¿comprende? El nombre al que respondo ahora no es mi nombre verdadero. Es falso. (Silencio. Las luces se van apagando hasta oscurecerse la escena completamente. Entonces una tenue luz se filtra por la ventana. Se oye un portazo. Alguien mete la llave en la cerradura de la habitación. Entra Davies, cierra la puerta, abre el inte¬rruptor de la luz. Al no encenderse esta, abre y cierra el interruptor varias veces. Murmurando.) ¿Qué pasa? (Abre y cierra.) ¿Qué le ocurre a esta maldita luz? (Abre y cie¬rra.) ¡Aaaah! No me digas que esa condenada bombilla se ha fundido ahora. (Pausa.) ¿Qué hago? Ahora se ha fun¬dido la condenada bombilla. No veo ni gota. (Pausa.) ¿Qué hacer? (Avanza, tropieza.) ¡Ah!, Dios, ¿qué es esto? Necesito una luz. Espera un momento (Busca en sus bolsillos las cerillas, saca una caja y enciende una. La cerilla se apaga. Le cae la caja.) ¡Aaah! ¿Dónde está? (Agachándo¬se.) ¿Dónde debe de estar esa puñetera caja? (Alguien da una patada a la caja.) ¿Qué es eso? ¿Qué? ¿Quién es? ¿Qué es eso? (Pausa. Davies avanza.) ¿Dónde está mi caja? Es-taba aquí en el suelo. ¿Quién es? ¿Quién la ha hecho co¬rrer? (Silencio.) Vamos. ¿Quién es? ¿Quién ha cogido mi caja de cerillas? (Pausa.) ¿Quién está aquí? (Pausa.) Ten¬go un cuchillo, ¿eh? Estoy preparado. Anda, ven, pues... ¿Quién eres? (Se mueve, tropieza, cae y da un grito. Si¬lencio. Davies lanza una leve queja. Se levanta.) ¡Muy bien! (Se pone en pie, respirando ruidosamente. De pron¬to el aspirador empieza a zumbar. Un cuerpo se mueve juntamente con el aparato, guiándolo de un lado a otro. La boca del aspirador se arrastra ahora por el suelo, per-siguiendo a Davies, el cual salta, huye y cae presa del te¬rror.) ¡Ah, ah, ah, ah, ah, ah! ¡Vete, veteeee! (El aspirador cesa de funcionar. La sombra salta sobre la cama de As¬ton.) ¡Anda, ven, estoy preparado! ¡Estoy..., estoy..., es¬toy aquí! (La sombra desenchufa el aspirador del casquillo que pende del techo y vuelve a colocar la bombilla. La escena se ilumina. Davies se aplasta contra la pared de la derecha, cuchillo en mano. Mick está en pie sobre la cama, sujetando todavía el enchufe.)
Mick.—Estaba haciendo una limpieza a fondo. (Salta de la cama.) Antes había un enchufe en la pared para este aspirador. Pero ahora no funciona. He tenido que enchufarlo en el casquillo de la bombilla. (Guarda el aspi¬rador debajo de la cama de Aston.) ¿Qué le parece cómo ha quedado? Le he dado un buen repaso. Lo hacemos por turno, una vez cada quince días, mi hermano y yo. Le da¬mos a todo esto un buen repaso. He trabajado hasta tarde esta noche, acabo de llegar hace un momento. Pero he pensado que sería mejor ponerme manos a la obra, puesto que es mi turno. (Pausa.) En realidad, eso no quiere de¬cir que yo viva aquí. No. Vivo en otro sitio, desde luego. Pero, después de todo, yo soy el responsable de la conser¬vación de esta finca urbana, ¿no es cierto? No puedo evi¬tar sentirme orgulloso de ser el dueño. (Se acerca a Davies señalando el cuchillo.) ¿Qué haces con esto en la mano?
Davies.—No se acerque.
Mick.—Siento haberte dado un susto. Pero también es¬taba pensando en ti, ¿sabes? Quiero decir, en el invitado de mi hermano. Hay que tener en cuenta tu comodidad, ¿no te parece? No queremos que el polvo se te meta en las narices. A propósito, ¿cuánto tiempo piensas quedarte aquí? La verdad es que iba a proponer que pagaras una renta más baja, solo una cantidad nominal, quiero decir, hasta que encuentres trabajo. Solo nominal, eso es todo. (Pausa.) En fin, si te pones intransigente, tendré que re¬visar de nuevo todo el asunto. (Davies se dirige lentamen¬te hacia su cama. Mick, de espaldas, le vigila; Davies se sienta, con el cuchillo en la mano.) ¿Eh? No estarás pen¬sando en atacarme. Tú no eres un tipo violento, ¿verdad?
Davies.—(Vehemente.) Yo no me meto con nadie, com¬padre. Pero si alguien se mete conmigo, ya sabe lo que le espera, no vaya a creer.
Mick.—Lo creo, lo creo.
Davies.—Me alegro. He corrido mucho mundo, ¿sabe? ¿Comprende lo que quiero decir? Un poquito de broma de cuando en cuando, la aguanto; pero cualquiera podría de¬cirle que... quien se mete conmigo...
Mick.—Sí, ya comprendo lo que quiere decir.
Davies.—Hasta aquí podíamos llegar..., pero...
Mick.—No más allá.
Davies.—Eso es. (Mick se sienta en la cabecera de la cama de Davies.) ¿Qué hace?
Mick.—No, sólo quería decirle que... me ha impresio¬nado mucho lo que acaba de decirme.
Davies.—¿Eh?
Mick.—Que estoy muy impresionado por lo que acaba de decir. (Pausa.) Sí, ha sido muy impresionante, de ve¬ras. (Pausa.) Que estoy impresionado, vaya...
Davies.—Entonces sabe de qué estoy hablando, ¿no?
Mick.—Sí, lo sé. Creo que nos comprendemos.
Davies.—¡Uh! Bueno..., qué quiere que le diga... Me..., me gustaría creer que así es. Usted ha estado jugando conmigo, ¿sabe? No sé por qué. Yo nunca le he hecho ningún daño.
Mick.—No. ¿Sabe lo que ha pasado? Que empezamos con mal pie. Ahí está.
Davies.—Sí; por desgracia, empezamos mal.
Mick.—¿Quieres un bocadillo?
Davies.—¿Qué?
Mick.—(Sacando un bocadillo del bolsillo.) Toma uno de estos.
Davies.—¿Qué trama ahora?
Mick.—Nada; todavía no me comprendes. No puedo de¬jar de interesarme por los amigos de mi hermano. Porque tú eres amigo de mi hermano, ¿no?
Davies.—Bueno, yo..., yo no diría tanto.
Mick.—¿No se comporta él como un amigo o qué?
Davies.—Bueno, yo no diría que somos lo que se dice amigos. Quiero decir, a mí no me ha hecho ninguna tras¬tada, pero yo no diría que es... lo que se dice un amigo mío. De qué es ese bocadillo, ¿eh?
Mick.—Queso.
Davies.—Bueno, vale.
Mick.—Toma.
Davies.—Gracias, señor.
Mick.—Siento que me digas que mi hermano no es amable contigo.
Davies.—Lo es, lo es. Nunca he dicho que no lo fuera...
Mick.—(Sacando un salero del bolsillo.) ¿Sal?
Davies.—No, gracias. (Muerde el bocadillo.) Solo que no acabo..., no acabo de entenderle...
Mick.—(Buscando por el bolsillo.) He olvidado la pi¬mienta.
Davies.—No le veo el quid, eso es lo que pasa.
Mick.—Por algún lado tenía un poco de remolacha en vinagre. La habré perdido. (Pausa. Davies mastica el bo¬cadillo. Mick le mira comer. Después se levanta y se pasea por la parte anterior de la escena.) ¡Humm!... Escucha... ¿Puedo pedirte un consejo? Quiero decir, tú eres un hom¬bre de mundo. ¿Puedo pedirte un consejo sobre algo?
Davies.—Adelante.
Mick.—Bueno; se trata, ya verás, estoy..., estoy un poco preocupado con mi hermano.
Davies.—¿Su hermano?
Mick.—Sí...; verás, lo que pasa es que...
Davies.—¿Qué?
Mick.—Bueno, no está bien que diga esto, pero...
Davies.—(Levantándose, va hacia la parte anterior.) Vamos, siga, dígalo. (Mick le mira.)
Mick.—No le gusta trabajar. (Pausa.)
Davies.—¡Continúe!
Mick.—No, no le gusta trabajar, eso es lo que le pasa.
Davies.—¿De veras?
Mick.—Es terrible tener que decir esto de un hermano.
Davies.—¡Ah!, sí, terrible.
Mick.—Él se siente avergonzado de ello, muy avergon¬zado.
Davies.—Conozco esa clase de tipos.
Mick.—¿Conoces el tipo?
Davies.—Me he topado con ellos.
Mick.—Quiero decir, lo que yo quiero es que las cosas le vayan bien.
Davies.—Es natural, claro.
Mick.—Si uno tiene un hermano mayor, lo que uno quiere es empujarle hacia adelante, lo que uno quiere es ver que se abre camino. No puedo tenerle mano sobre mano, eso no hace más que perjudicarle. Es lo que yo digo.
Davies.—Sí.
Mick.—Pero él no se dobla al trabajo.
Davies.—No le gusta trabajar, ¡ea!
Mick.—Le avergüenza trabajar.
Davies.—Así parece.
Mick.—Conoces el tipo, ¿no?
Davies.—¿Yo? Ya lo creo, conozco tipos así.
Mick.—Sí.
Davies.—Conozco esa clase de gente. Me he topado con tipos así.
Mick.—Esto me tiene trastornado. Ves, yo soy un tra¬bajador, un comerciante. Tengo camioneta propia.
Davies.—¿De veras?
Mick.—Tiene que hacerme un trabajito... Lo tengo aquí para que me haga un trabajito...; pero, no sé..., he llegado a la conclusión de que es un trabajador muy lento. (Pau¬sa.) ¿Qué me aconsejas?
Davies.—Bueno...; es un tío chusco su hermano.
Mick.—¿Qué?
Davies.—Decía que..., que es un poco chusco su her¬mano. (Mick lo mira fijamente.)
Mick.—¿Chusco? ¿Por qué?
Davies.—Pues... es chusco...
Mick.—¿Qué es lo que tiene de chusco? (Pausa.)
Davies.—El que no le guste trabajar.
Mick.—¿Qué tiene eso de chusco?
Davies.—Nada. (Pausa.)
Mick.—A eso no lo llamo yo chusco.
Davies.—Yo tampoco.
Mick.—No vayas a meterte a criticar ahora, ¿eh? No jorobes.
Davies.—No, no, no era esa mi intención, de ninguna manera...; lo que yo quería decir..., yo solo quería...
Mick.—Anda, cállate ya.
Davies.—Mire, lo que yo quería decir era...
Mick.—¡Basta! (Vivamente.) ¡Mira! Voy a hacerte una proposición. Estoy pensando que lo mejor será que me ponga al frente de esta casa, ¿comprendes? Creo que se le podría sacar un partido mucho mayor. Tengo muchas ideas, muchos planes. (Mira a Davies intensamente.) ¿Te gustaría quedarte a vivir aquí como conserje?
Davies.—¿Qué?
Mick.—Mira, voy a serte franco. Yo estaría mucho más descansado sabiendo que un hombre como tú estaba por aquí vigilándolo todo.
Davies.—Bueno, verá..., espere un momento... Yo... Yo nunca he sido conserje antes, ¿sabe?...
Mick.—No importa. Si te lo pido es porque me parece que eres la persona adecuada para esta clase de trabajo.
Davies.—Claro que lo soy. Quiero decir, en mis buenos tiempos me habían hecho muchas ofertas, ¿sabe? De eso puede estar seguro.
Mick.—Sí, ya me he dado cuenta antes, cuando has sa¬cado ese cuchillo, que no eres de los que se dejan tomar el pelo fácilmente.
Davies.—A mí no me toma el pelo nadie, qué va.
Mick.—Quiero decir, tú has hecho el servicio, ¿verdad?
Davies.—¿El qué?
Mick.—Que has hecho el servicio. Se ve a la legua.
Davies.—¡Oh!..., sí. Pero, hombre, si he pasado allí la mitad de mi vida. Ultramar...; como... soldado..., eso es.
Mick.—En las colonias, ¿eh?
Davies.—Allí estuve. Uno de los primeros.
Mick.—Eso es. Exactamente el hombre que necesito.
Davies.—¿Para qué?
Mick.—Para conserje.
Davies.—Sí, bueno..., mire..., oiga..., ¿quién es el due¬ño aquí, usted o él?
Mick.—Yo. El dueño soy yo. Tengo documentos para probarlo.
Davies.—¡Ah!... (Con resolución.) Bueno, mire: en rea¬lidad, no me disgusta ser conserje y vigilarle la casa.
Mick.—Naturalmente, tendremos que llegar a un pe¬queño acuerdo financiero que redunde en beneficio de ambos.
Davies.—Eso lo dejo en sus manos, arréglelo como quiera.
Mick.—Gracias. Solo una cosa.
Davies.—¿Qué cosa?
Mick.—¿Puede darme referencias?
Davies.—¿Eh?
Mick.—Solo para que mi agente legal no tuerza el gesto.
Davies.—Tengo una gran cantidad de referencias. Lo único que he de hacer es llegarme a Sidcup mañana. Allí tengo todas las referencias que usted quiera.
Mick.—¿Dónde está eso?
Davies.—Sidcup. No solo tienen allí todas mis referen¬cias, sino también todos mis papeles. Conozco aquello como la palma de mi mano. Si me llegara allí, no solo me haría con mis referencias, sino también con todos mis papeles. De todas maneras, tendré que llegarme, ¿compren¬de? Tengo que ir o, de lo contrario, estoy copado.
Mick.—O sea que cuando queramos podremos hacer¬nos con esas referencias.
Davies.—Me llegaré allí cualquier día, ya le digo. Que¬ría ir hoy, pero estoy..., estoy esperando que cambie el tiempo.
Mick.—¡Ah!
Davies.—Oiga. ¿No podría usted encontrarme un buen par de zapatos? Necesito un buen par de zapatos como el pan que me como. No puedo ir a ninguna parte sin un buen par de zapatos, ¿comprende? ¿Tiene usted probabi¬lidades de encontrarme un buen par? (Las luces se van apagando hasta oscurecerse totalmente la escena. Esta se ilumina nuevamente. Es de día. Aston se sube los panta¬lones sobre sus calzoncillos largos. Hace una ligera mueca. Busca en la cabecera de su cama, toma una toalla del toallero y la agita. La coloca de nuevo en su sitio, se acer¬ca a Davies y le despierta; Davies se incorpora sobresal¬tado.)
Aston.—Me dijo usted que le despertara.
Davies.—¿Para qué?
Aston.—Dijo que pensaba ir a Sidcup.
Davies.—¡Ay!, sería estupendo que pudiera llegarme allí.
Aston.—El tiempo no está muy seguro.
Davies.—¡Ay!, bueno, entonces eso echa por tierra mis planes, ¿no?
Aston.—Yo..., yo he vuelto a dormir bastante mal esta noche.
Davies.—Yo he dormido pésimamente. (Pausa.)
Aston.—Decía usted...
Davies.—Pésimamente. Ha llovido un poco esta noche, ¿verdad?
Aston.—Sólo un poco... (Va hacia su cama, toma un trozo de madera y empieza a frotarla con papel de lija.)
Davies.—Es lo que pensaba. Caía sobre mi cabeza. (Pausa.) Además, me da en la cabeza una corriente de aire. (Pausa.) A pesar del saco, ¿no podría usted cerrar la ventana?
Aston.—Podría cerrarse, sí.
Davies.—Bueno, ¿pues qué le parece entonces? La llu¬via entra y me cae sobre la cabeza.
Aston.—Necesito un poco de aire. (Davies salta de la cama; lleva los pantalones puestos, el chaleco y la ca¬miseta.)
Davies.—(Poniéndose las sandalias.) Oiga. Toda mi vida he vivido al aire libre, muchacho. Todo lo que me diga sobre el aire lo sé de sobra. Lo que yo decía era que, cuando estoy durmiendo, entra por esa ventana una co¬rriente de aire demasiado fuerte.
Aston.—Se vicia mucho la atmósfera si la ventana no está abierta. (Aston va hacia la silla, apoya la madera en ella y continúa frotándola.)
Davies.—Sí; pero, oiga, no entiende lo que quiero de¬cirle. Esa maldita lluvia, ¿se da cuenta?, cae directamente sobre mi cabeza. Me estropea la noche. Puedo pescar un resfriado y diñarla con esa corriente que pasa. Es todo lo que digo. Cierre esa ventana y nadie va a pescar ningún resfriado, eso es todo. (Pausa.)
Aston.—No podría dormir aquí sin esa ventana abierta.
Davies.—Sí, pero y yo, ¿qué? ¿Qué..., qué me dice us¬ted de mi situación?
Aston.—¿Por qué no duerme usted al revés?
Davies.—¿Qué quiere usted decir?
Aston.—Duerma con los pies cerca de la ventana.
Davies.—¿Qué diferencia habría?
Aston.—La lluvia no le caería sobre la cabeza.
Davies.—No, eso no, eso no puedo hacerlo. (Pausa.) Quiero decir, me he acostumbrado a dormir de esta ma¬nera. No soy yo quien debe cambiar, es la ventana. Ve, ahora llueve. Mire, mire. Ahora entra. Mire el tejado, ¿lo ve? Mire ese tejado por donde entra el aire. Entra por ahí.
Aston.—Sí, el techo está en malas condiciones. (Aston se dirige de nuevo hacia su cama con el madero.)
Davies.—No, quiero decir, ya se ve, ya. El techo está en malas condiciones. Por eso el viento entra acanalado. (Pausa corta.)
Aston.—Creo que voy a darme una vuelta hasta Goldhawk Road. Me encontré allí con un hombre y hablamos. Tenía un banco de carpintero. Me pareció que estaba en muy buenas condiciones. A él no creo que le sea de mucha utilidad. (Pausa.) Creo que me voy a ir andando hasta allí.
Davies.—No, ¿comprende? Lo que yo quiero decir acer¬ca de esta ventana es que no solo me cae la lluvia sobre la cabeza, sino que pronto caerá sobre la almohada. El viento le da de lleno, ¿ve? Mañana por la mañana esa al-mohada estará..., estará empapada como una esponja.
Aston.—Debería usted dormir al revés.
Davies.—¿Qué quiere usted decir?
Aston.—Con los pies cerca de la ventana.
Davies.—No le veo la diferencia.
Aston.—La lluvia no le mojaría la cabeza.
Davies.—Tal vez, tal vez. (Pausa.) Pero me mojaría los pies, ¿no? Me subiría por todo el cuerpo, ¿no? Todavía sería peor. Tal como estoy ahora, solo me moja la cabeza. (Davies da vueltas por la habitación.) ¿Oye cómo llueve? Me ha aguado el viaje a Sidcup. ¿Eh? ¿Qué le parece si ahora cerrara la ventana? Aún está entrando...
Aston.—Ciérrela por el momento. (Davies cierra la ven¬tana y mira al exterior.)
Davies.—¿Qué es aquello que hay allí fuera, debajo de ese toldo?
Aston.—Madera.
Davies.—¿Para qué?
Aston.—Para construir el cobertizo. (Davies se sienta en su cama.)
Davies.—Todavía no ha dado usted con ese par de za¬patos que me dijo que buscaría, ¿eh?
Aston.—¡Oh! No. Veré si hoy le puedo encontrar un par.
Davies.—No puedo salir con estos, ¿no le parece? Ni siquiera para tomar una taza de té.
Aston.—Hay un café unas puertas más allá.
Davies.—Ya, ya... (Durante el monólogo de Aston la habitación va oscureciéndose. Hacia el final de dicho mo¬nólogo, solamente Aston es visible con claridad. Davies y todos los objetos de la habitación quedan sumidos en la oscuridad.)
Aston.—Solía ir allí muchas veces. ¡Oh!, de eso hace ya muchos años. Pero ya no voy. Me gustaba aquel lugar. Pa¬saba mucho tiempo allí. Esto lo hacía antes de irme. Sí, antes. Creo que... aquel sitio tuvo mucho que ver con todo lo que me pasó después. Todos eran... algo mayores que yo. Pero solían escucharme siempre. Creía que... compren¬dían lo que les decía. Quiero decir, yo solía hablarles. Ha¬blaba demasiado. Ese fue mi error. Lo mismo en la fá-brica. Allí, en pie, o en las horas de descanso, yo les habla¬ba... sobre muchas cosas. Pero todo parecía marchar bien. Quiero decir, con algunos de estos hombres, los que iban al café, salíamos a rondar juntos algunas veces, yo les acompañaba algunas noches. Todo iba bien. Y ellos me escuchaban siempre que..., que yo tenía algo que decir. Lo malo era que yo tenía una especie de alucinaciones. No eran alucinaciones, era..., me daba la sensación de que podía ver las cosas... con mucha claridad..., todo... era tan claro..., todo se..., todo se quedaba silencioso, quie¬to..., todo muy quieto..., todo esto... quieto..., y… esa claridad con que veía... era...; pero quizá estaba equivocado. En fin, alguien debió de decir algo. Yo no sabía nada... Y... una especie de mentira debió de circular. Y esa men¬tira fue pasando de boca en boca. Empecé a creer que la gente se portaba de un modo extraño. En ese café, en la fábrica. No podía comprenderlo. Entonces, un día me lle¬varon allí. Yo no quería ir. En fin... Intenté escaparme varias veces. Pero... no era fácil. Allí me hicieron muchas preguntas. Me metieron dentro y empezaron a hacerme toda clase de preguntas. Bien, yo lo dije...; cuando se me preguntaba... se ponían en corro a mi alrededor...; yo lo dije, cuando quisieron saberlo..., lo que yo pensaba. ¡Hummmm! Entonces, un día..., aquel hombre..., doctor, supongo..., el jefe..., era un hombre muy... distinguido..., a pesar de que no estaba seguro de eso entonces. Me llamó a su despacho. Dijo..., me dijo que yo tenía algo. Dijo que habían terminado su reconocimiento. Fue lo que dijo. Y me mostró un montón de papeles y dijo que yo tenía algo, alguna enfermedad. ¿Comprende? Si por lo menos me acordara de lo que se trataba... He intentado recordar¬lo. Dijo..., solo dijo eso, ¿comprende? «Tiene usted... eso. Esa enfermedad. Y hemos decidido—dijo—que solo hay una cosa que podemos hacer para curarle.» Dijo..., pero no puedo recordar exactamente... cómo lo dijo..., dijo: «Vamos a hacer algo en su cerebro.» Dijo...: «Si no lo ha¬cemos, tendrá que quedarse aquí toda su vida; pero si lo hacemos, tiene usted probabilidades. Podrá usted salir y vivir como todo el mundo.» «Qué le quieren hacer a mi cerebro», dije yo. Pero él sólo repitió lo que ya había di¬cho antes. Bueno, yo no era tonto. Sabía que era menor de edad. Sabía que no podían hacerme nada sin antes pe¬dir permiso. Sabía que tenía que pedir permiso a mi ma¬dre. O sea que le escribí y le dije lo que intentaban hacer conmigo. Pero ella había firmado ya, ¿comprende?, dán¬doles permiso. Esto lo sé porque él me mostró su firma, cuando yo la saqué a relucir. Pues bien: aquella noche intenté escaparme, aquella noche. Me pasé cinco horas li¬mando uno de los barrotes de la ventana de mi sala. Todo estaba oscuro. Acostumbraban encarar una pila de mano sobre las camas cada media hora. Lo tenía todo sincroni¬zado. Y entonces, cuando casi estaba terminando, un hom¬bre tuvo..., tuvo un ataque, justamente a mi lado. Y me pescaron, en fin. Una semana más tarde o algo así, empe¬zaron a venir y me hicieron aquello en el cerebro. Tenían que hacérnoslo a todos en aquella sala. Venían y lo iban haciendo a uno tras otro. Uno cada noche. Fui uno de los últimos. Y pude ver con toda claridad lo que hacían a los demás. Venían con estos..., no sé lo que eran..., parecían unas tenazas muy grandes, y pendían de ellas unos alam¬bres; los alambres los conectaban a una pequeña máquina. Era eléctrica. Sujetaban al hombre, y ese jefe..., el doctor jefe, ajustaba las tenazas, una especie de auriculares, las ajustaba a ambos lados de la cabeza del hombre. Había un hombre que sostenía la máquina, ¿comprende?..., y hacía..., hacía algo..., ahora no recuerdo si apretaba un interruptor o daba la vuelta a algo; era cuestión solo de abrir la corriente... Supongo que era eso, y el doctor jefe sólo apretaba esas mordazas en la cabeza del hombre y las mantenía así. Después las sacaba. Tapaban al hombre... y no lo tocaban hasta más tarde. Algunos de ellos se re¬sistían, pero la mayoría no. Se quedaban allí tendidos. Bue¬no, después me tocó a mí, y la noche que se acercaron me levanté y me quedé en pie contra la pared. Me dijeron que me metiera en la cama, y yo sabía que tenían que meterme en la cama, porque si hacían eso mientras estaba en pie podrían romperme el espinazo. O sea que yo me quedé en pie y entonces uno o dos de ellos se me acer¬caron; bueno, yo era joven entonces, era mucho más fuer¬te de lo que soy ahora, era muy fuerte; eché a uno por el suelo y al otro le tenía cogido por el cuello, y enton¬ces, de repente, el médico jefe me colocó las tenazas en la cabeza, y yo sabía que no podía hacerme eso mien¬tras estuviese en pie; y por eso yo..., a pesar de todo, lo hizo. O sea que pude salir... Pero no podía andar muy bien. No creo que le pasara nada al espinazo. El espinazo estaba perfectamente. Lo malo era que... mis pensamien¬tos... se habían vuelto muy lentos... No podía pensar... No podía, no podía... ordenar... mis pensamientos... No..., ¡uhhh!... No podía... ordenarlos... del todo. Lo peor era que no podía oír lo que la gente decía. No podía mirar ni a derecha ni a izquierda, tenía que mirar siempre ha¬cia delante, porque si volvía la cabeza..., no podía..., me caía. Y tenía unos dolores de cabeza. Entonces fui a con-sultar a mucha gente. Pero ellos querían hacerme ingre¬sar, pero yo no quería ingresar en... ningún sitio. O sea que no podía trabajar, porque no..., no podía escribir, ¿sabe? No podía escribir ni siquiera mi nombre. Me sen¬taba en mi habitación. Eso fue cuando vivía con mi madre. Y mi hermano. Era más joven que yo. Y coloqué todas las cosas que sabía que me pertenecían, bien ordenadas, en mi habitación, pero no me morí. Nunca más he tenido esas alucinaciones. Y nunca más he hablado con nadie. Lo más curioso es que no recuerdo muy bien... lo que decía, lo que pensaba..., quiero decir, antes que me metie¬ran allí dentro. Y entonces, de todas formas, después de algún tiempo, me puse mejor, y empecé a hacer cosas con mis manos, y entonces, de esto hace ya casi dos años, vine aquí, porque mi hermano compró esta casa, y por eso que¬ría probar a pintársela, o sea que me vine a esta habita¬ción, empecé a recoger madera para mi cobertizo y todos estos cacharros que creía podrían ser de utilidad para el piso o para algún rincón de la casa, tal vez. Ahora me en¬cuentro mucho mejor. Pero no hablo con nadie ahora. Me mantengo alejado de sitios como ese café. Nunca entro en ellos ahora. No hablo con nadie... así. Muchas veces pien¬so en volver allí e intentar descubrir al hombre que me hizo eso. Pero primero quiero hacer algo. Quiero levantar ese cobertizo allá fuera, en el jardín.





TELÓN


ACTO TERCERO





Dos semanas más tarde.
Mick está echado en el suelo, en el sector anterior izquierda, su cabeza apoyada en la alfombra enrollada, mirando al techo. Davies está sentado en la silla, con la pipa en las manos. Lleva puesto el batín. Primeras horas de la tarde. Silencio.



Davies.—Tengo la sensación de que ha hecho algo con las goteras. (Pausa.) Vea: la semana pasada llovió mucho, pero en todo este tiempo ni una sola gota ha caído en el balde. (Pausa.) A lo mejor ha puesto ya la brea ahí arri¬ba. (Pausa.) La otra noche alguien estuvo andando por el tejado. Debía de ser él. (Pausa.) Quiero decir, ese balde era peligroso. Cualquier día podía caerme en la cabeza, en cualquier momento, en el momento en que yo estuviera de-bajo. Y no sé si lo ha vaciado aún, no creo. (Pausa.) Pero tengo la impresión de que ha embreado todo esto de ahí arriba, lo del tejado. A mí no me ha dicho ni media pala¬bra del asunto. No me habla. (Pausa.) No me contesta cuando le hablo. (Enciende una cerilla, la acerca a su pipa y enciende.) ¡No me da ni un cuchillo! (Pausa.) No me da ni un cuchillo para cortar el pan. (Pausa.) ¿Cómo quiere que me corte una rebanada de pan sin cuchillo? (Pausa.) Es imposible. (Pausa.)
Mick.—Tú ya tienes un cuchillo, ¿no?
Davies.—¿Qué?
Mick.—Que ya tienes un cuchillo.
Davies.—Tengo un cuchillo, claro que tengo un cuchi¬llo. Pero ¿cómo quiere usted que me corte una buena re¬banada de pan con ese cuchillo? No es un cuchillo para cortar pan. No tiene nada que ver con el pan. Lo encon¬tré no sé dónde. Vaya usted a saber dónde había estado. No, lo que yo quiero...
Mick.—Ya sé lo que tú quieres. (Pausa. Davies se le¬vanta y se acerca a la cocina de gas.)
Davies.—Y esta cocina de gas, ¿qué? El dice que no está conectada. ¿Y cómo sé yo si está conectada o no? Ahí estoy, durmiendo casi encima de ella; me despierto a medianoche, y allí está el horno, delante de mis narices, sin poder apartar la vista de él. Me toca casi a la cara, y qué sé yo, a lo mejor estoy ahí, acostado en mi cama, explota y me hace daño. (Pausa.) Pero parece como si no hiciera ningún caso de lo que le digo. El otro día, ¿sabe?, le hablé de los negros, de los negros que viven al lado, que entran y usan el retrete. Se lo dije, todas las baran¬dillas están sucias, negras, todo el retrete estaba negro. Pero ¿qué hizo? Se supone que él es el encargado aquí, ¿no? Pues no dijo nada, ni una sola palabra. (Pausa.) Quiero decir, vamos a ver, usted y yo, nosotros, tenemos planes con respecto a esta casa, ¿no es cierto? Podríamos poner en marcha todo esto, yo sería el conserje, todo marcharía como sobre ruedas... Pero él..., a él le importa todo un pepino; a él..., a él tanto se le da si marcha o no. Hace un par de semanas..., sentado ahí, empezó a hablar y no paró en una hora..., hace un par de semanas. Raja que te raja. Desde entonces apenas ha dicho media doce¬na de palabras. Pero estando ahí sentado le dio sin pa¬rar... No sé lo que le pasaba..., no me miraba, no hablaba conmigo, yo no contaba para nada. ¡Se hablaba a sí mis¬mo! Es lo único que le preocupaba. Quiero decir, usted viene y me pide consejo; él no haría nunca nada de eso. Quiero decir, no hay manera de conversar entre nosotros, ¿comprende? No se puede vivir en la misma habitación con alguien con quien..., con quien no hay manera de conversar... (Pausa.) La verdad es que no acabo de entender¬le. (Pausa.) Usted y yo podríamos poner en marcha todo esto.
Mick.—(Pensativamente.) Sí, tienes toda la razón. Se le podría sacar mucho partido a esta casa. (Pausa.) Po¬dría convertir todo esto en un ático. Por ejemplo…, esta habitación. Esta habitación podría ser la cocina. Dimen-siones adecuadas, una bonita ventana por donde entra el sol. Pondría..., pondría en el suelo cuadrados de linóleo de color azul plomo y cobre. Estos mismos colores los pon¬dría en las paredes de forma que entonaran. A las instala¬ciones de cocina les daría un acabado de color gris plomo. Hay mucho espacio para armarios donde poner la vajilla. Podríamos poner un pequeño armario de pared, después otro grande, y otro en el rincón con estantes giratorios. No nos faltarían armarios. El rellano podríamos conver-tirlo en comedor, ¿no? Sí. Persianas venecianas, persianas venecianas en la ventana. El suelo de corcho, cuadrados de corcho. Y una tupida alfombra de lino de un blanco desvaído, una mesa de..., de teca muy veteada, un apara¬dor con cajones negro mate, sillas almohadilladas de for¬mas curvadas, sillones con tapicería color avena, sofá de madera de haya con tapicería verde-mar, una mesita para el café con la superficie blanca y a prueba de calor, a base de mosaico blanco. Sí. Luego el dormitorio. ¿Qué es un dormitorio? Un refugio. Es un lugar para gozar de descan¬so y de paz. Por tanto, se necesita un decorado suave. Iluminación funcional. Los muebles, de caoba y palo rosa. Alfombra de azul celeste intenso, cortinas azul y blanco mate, una colcha estampada con pequeñas flores azules sobre un fondo blanco, la coqueta con una tapa que al levantarse deja al descubierto una bandeja de plástico para cosméticos, lamparita de mesa de rafia blanca... (Se yergue en su silla.) Esto no sería un piso, sería un palacio.
Davies.—Pero, hombre, ya lo creo que sería un palacio.
Mick.—Un palacio.
Davies.—¿Quién viviría aquí?
Mick.—Yo. Mi hermano y yo. (Pausa.)
Davies.—Y yo, ¿qué?
Mick.—(Con voz queda.) Todos estos cachivaches que hay aquí no sirven para nada. No son más que chatarra, pura chatarra. Basura. Con esto no hay quien amueble una casa. No hay manera. Trastos viejos. Además, nunca po¬drá venderlo, no le darían ni dos peniques por todo. (Pau¬sa.) Cachivaches. (Pausa.) Pero a él no parece interesarle lo que yo tengo en la cabeza, ese es el problema. ¿Por qué no hablas con él y procuras que se interese?
Davies.—¿Yo?
Mick.—Sí. Tú eres su amigo.
Davies.—Pero él no lo es mío.
Mick.—Vives con él en la misma habitación, ¿no?
Davies.—No es mi amigo. Uno no sabe nunca a qué tenerse con él. Quiero decir, con un tipo como usted, uno sabe siempre el terreno que pisa. (Mick lo mira.) Quiero decir, usted tiene su manera de ser, no digo que no la ten¬ga, cualquiera se da cuenta de eso. A veces tiene usted sus salidas, pero eso nos pasa a todos, mas él es distinto, ¿comprende? Quiero decir, por lo menos con usted, lo que tiene usted es que es...
Mick.—Sincero.
Davies.—Eso es, usted es sincero.
Mick.—Sí.
Davies.—Pero ¡con él la mayoría de las veces no sabe uno lo que está pensando!
Mick.—¡Hummmm!
Davies.—¡No tiene sentimientos! (Pausa.) Mire: ¡lo que yo necesito es un reloj! ¡Necesito un reloj que me diga la hora! ¿Cómo voy a saber la hora que es sin reloj? ¡No puedo! Yo le dije, se lo dije: «Oiga, ¿y si pusiera us¬ted un reloj en esta habitación, para que pueda saber la hora que es? Quiero decir, si uno no sabe la hora en que vive, está perdido. ¿Comprende lo que quiero decir? ¿Sabe lo que tengo que hacer ahora? Cuando me estoy dando un garbeo por ahí, tengo que estar al tanto a ver si veo un re¬loj y atornillarme en la cabeza la hora que es, para recor¬darla después, cuando regreso a casa. Pero no me sirve de nada; quiero decir, a los cinco minutos de estar aquí ya se me ha olvidado. ¡Se me ha olvidado la hora que era! (Davies se pasea por la habitación.) O si no, vea usted: si no me encuentro bien y me tumbo un rato, entonces, cuando me despierto, ¡no sé si es la hora de ir a tomar el té! ¿Comprende?, la cosa no es tan grave cuando regre¬so a casa, porque puedo ver el reloj de la esquina; en el momento de entrar sé la hora que es. Pero ¿y cuando me quedo en casa? Es cuando me quedo en casa... ¡cuando no tengo ni la menor idea de la hora que es! (Pausa.) No, lo que necesito es un reloj, aquí, en esta habitación, y entonces sabré a qué atenerme. Pero él no quiere darme ninguno. (Davies se sienta en la silla.) ¡Y me despierta! ¡Me despierta en plena noche! ¡Me dice que hago ruidos! Se lo digo de veras, cualquier día voy a soltarle cuatro frescas.
Mick.—¿No le deja dormir?
Davies.—¡No me deja dormir! ¡Me despierta!
Mick.—Eso es terrible.
Davies.—He estado en muchos sitios. Siempre me han dejado dormir. A uno le dejan dormir en todo el mundo. Aquí, no.
Mick.—Dormir es esencial. Siempre lo he dicho.
Davies.—Tiene usted razón, es esencial. ¡Me levanto por la mañana y estoy muerto de fatiga! Tengo que atender a mis negocios. Tengo que moverme, tengo que situarme, tengo que encontrar un empleo. Pero cuando me despier¬to por la mañana no tengo fuerzas para nada. Y para col¬mo, no tengo reloj.
Mick.—Ya.
Davies.—(Levantándose y moviéndose.) Sale, y no sé adónde va; adónde va no me lo dice nunca. Antes charlá¬bamos un poquito; ahora no. Nunca le veo; sale y no vuel¬ve hasta muy tarde, y lo único que sabe hacer entonces es darme achuchones, mientras estoy durmiendo, en mi¬tad de la noche. (Pausa.) ¡Escuche! ¡Me despierto por la mañana..., me despierto por la mañana y me sonríe! ¡Se queda en pie ahí, mirándome y sonriendo! Yo le veo, ¿comprende?, le veo desde detrás de la manta. Se pone la chaqueta, se da la vuelta, mira hacia mi cama, ¡y en su cara hay una sonrisa! ¿A quién diablos está sonriendo? Lo que él no sabe es que yo le estoy vigilando desde detrás de esa manta. ¡No lo sabe! No sabe que yo puedo verle, se cree que estoy durmiendo, pero yo no le pierdo de vis¬ta ni un momento desde detrás de mi manta, ¿compren¬de? Pero ¡él no lo sabe! ¡El sólo me mira y sonríe, pero no sabe que yo estoy viendo lo que hace! (Pausa. Incli¬nándose cerca de Mick.) No, lo que debe usted hacer, lo que debe hacer es hablar con él, ¿comprende? Lo tengo..., lo tengo todo planeado. Usted debe decirle... que tenemos grandes planes referentes a esta casa, podríamos levantar¬la, podríamos ponerla en marcha. Mire, yo podría pintár¬sela, podría ayudarle a pintarla... entre los dos. (Pausa.) Bueno, ¿y dónde vive usted ahora?
Mick.—¿Yo? ¡Oh!, tengo un pequeño piso. No está mal. Todo instalado. Ven a verme un día, tomaremos unas co¬pas y escucharemos un poco de música.
Davies.—No, mire: usted es la persona indicada para hablar con él, quiero decir, usted es su hermano. (Pausa.)
Mick.—Sí..., tal vez lo haga. (Se oye un portazo. Mick se levanta, va hacia la puerta y sale.)
Davies.—¿Adónde va usted? ¡Ese es él! (Silencio. Da¬vies se pone en pie, va hacia la ventana y mira al exterior. Entra Aston. Lleva una bolsa de papel. Se quita el abrigo, abre la bolsa y saca un par de zapatos.)
Aston.—Zapatos.
Davies.—(Dando la vuelta.) ¿Qué?
Aston.—Me he hecho con este par. Pruébeselos.
Davies.—¿Zapatos? ¿De qué clase?
Aston.—A lo mejor le sirven. (Davies se acerca a la par¬te anterior del escenario, se quita las sandalias y se prueba los zapatos, anda un poco, moviendo los pies, se inclina y aprieta el cuero.)
Davies.—No, no me están bien.
Aston.—¿No le están bien?
Davies.—No, no es mi número.
Aston.—¡Hummm! (Pausa.)
Davies.—Bueno, mire: a lo mejor me apaño con ellos... hasta que me encuentre usted otros. (Pausa.) ¿Dónde es¬tán los cordones?
Aston.—No hay cordones.
Davies.—No puedo llevarlos sin cordones.
Aston.—Sólo he podido comprar los zapatos.
Davies.—Bueno; pues usted mismo comprenderá, ¿no? Esto no es ninguna solución. Quiero decir, no puedo lle¬var los zapatos sin estar sujetos con los cordones. La úni¬ca manera de que no se caigan los zapatos, si no tienen cordones, es apretando el pie, ¿comprende? Andar con los pies encogidos, ¿comprende? Pues, bueno, esto es más bien malo para los pies. Puedo tener un derrame. Con unos zapatos bien sujetos hay menos probabilidades de que tenga un derrame. (Aston se acerca a la cabecera de su cama y busca en el estante que hay sobre ella.)
Aston.—Puede que tenga unos en un sitio u otro.
Davies.—¿Comprende lo que quiero decir? (Pausa.)
Aston.—Aquí están. (Se los da a Davies.)
Davies.—Son de color castaño.
Aston.—Es lo único que tengo.
Davies.—Estos zapatos son negros. (Aston no le con¬testa.) Bueno, valen, qué le vamos a hacer, hasta que me haga con otros. (Davies se sienta en la silla y empieza a colocar los cordones en los zapatos.) Quizá me lleven a Sidcup mañana. Si puedo llegarme hasta allí, estoy salva¬do. (Pausa.) Me han ofrecido un buen empleo. Me lo ha ofrecido un tipo que tiene..., tiene muchas ideas. Buen porvenir, sí, señor. Pero quiere ver mis papeles, ¿sabe?, quiere ver mis referencias. Tengo que ir a Sidcup, hacer¬me con ellas. Allí están. Lo difícil es llegar hasta allí. Ese es mi problema. El tiempo me está haciendo la puñeta. (Aston, silenciosamente, sale de la habitación.) No sé si estos zapatos me servirán de mucho. Es una carretera muy mala. He estado allí antes. Hice el camino a la in¬versa. La última vez que estuve allí fue..., la última vez..., hace ya mucho tiempo...; la carretera era mala, llovía a mares; tuve suerte de no dejar el pellejo en esa carretera; pero no, llegué hasta aquí, he ido tirando, he ido tiran¬do..., sí..., he ido tirando por ahora. De todas formas, no puedo seguir así; lo que debo hacer es volver allí, buscar al hombre ese... (Se vuelve y mira por la habitación.) ¡Dios! Ese bellaco ni siquiera me escucha! (Oscuridad completa. Una tenue claridad entra por la ventana. Es de noche. Aston y Davies están en la cama; Davies ronca y gruñe. Aston se incorpora, salta de la cama, enciende la luz, se acerca a Davies y le mueve.)
Aston.—¡Eh!, cállese, ¿quiere? No me deja dormir.
Davies.—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué pasa?
Aston.—Está usted haciendo ruido.
Davies.—Soy un hombre viejo, ¿no? ¿Qué quiere que haga? ¿Que deje de respirar?
Aston.—Estaba haciendo ruidos.
Davies.—¿Qué quiere que haga? ¿Que deje de respirar? (Aston se acerca a su cama y se pone los pantalones.)
Aston.—Voy a tomar el aire.
Davies.—¿Qué quiere usted que haga? ¿Quiere que le diga la verdad, compadre? Pues no me extraña que le me¬tieran allí dentro. ¡Despertar así a un pobre viejo en me¬dio de la noche! ¡Usted debe de estar majareta perdido! Tengo pesadillas. ¿Quién tiene la culpa de que tenga pe¬sadillas? ¡Si no me estuviera usted dando achuchones, yo no haría ruido! ¿Cómo quiere que duerma tranquilo, si me está dando achuchones todo el tiempo? ¿Qué quiere usted que haga? ¿Que deje de respirar? (Aparta la ropa y se levanta de la cama. Lleva camiseta, chaleco y panta¬lones.) Y paso tanto frío, que he de meterme en la cama con los pantalones puestos. En mi vida había hecho cosa semejante. Pero aquí tengo que hacerlo. ¡Y todo porque a usted no le da la gana de poner una puñetera estufa! Estoy ya harto de que ande dándome achuchones. A mí no me ha pasado nunca lo que a usted, compadre. A mí no me han encerrado nunca en un lugar de esos, vaya. ¡Yo estoy en mis cabales! O sea que no me achuche más. Todo irá como una seda mientras sepa usted guardar las dis¬tancias. Solo con que guarde las distancias, al pelo. Por¬que, voy a decirle una cosa: su hermano, su hermano está hasta la coronilla de usted. De usted lo sabe todo. En él sí que tengo un amigo, descuide, un amigo de verdad. ¡Tra¬tarme como si fuera un montón de basura! En primer lu¬gar, ¿por qué me invitó a venir aquí, si iba usted a tra¬tarme de esta manera? Si cree que es usted mejor que yo, se equivoca de medio a medio. No crea que me chupo el dedo. Si ya le metieron antes en un sitio de esos, vigile que no le metan otra vez. ¡Su hermano está hasta la coro¬nilla de usted! ¡No vayan a ponerle otra vez en la cabeza esas tenazas de que hablaba! No me extrañaría que se las pusieran otra vez. Cualquier día. ¡Con que alguien dé el soplo! Y se lo llevarán, ¡digo! ¡Vendrán a buscarle y se lo llevarán y le meterán otra vez allí! ¡No habrá tu tía! ¡Le pondrán las tenazas en la cabeza y no habrá tu tía! Echa¬rán un vistazo a toda esta porquería con la que tengo que dormir y se darán cuenta en seguida de que está us¬ted como una cabra. No debían haberle soltado nunca, ahí está. ¡Nadie sabe lo que se trae usted entre manos; sale, entra, nadie sabe lo que se trae entre manos! Pues mire usted: a mí no hay quien me haga la barba por mucho tiempo. ¿Qué se figura? ¿Que voy a ser yo quien le haga los trabajos más sucios? ¡Jaaaaaa! ¡A otro perro con este hueso! ¿Que sea yo quien haga los trabajos más sucios, escaleras arriba y abajo, total para poder dormir en este asqueroso agujero todas las noches? Ni hablar, muchacho. No para usted, muchacho. La mitad del tiempo no sabe usted lo que se hace. ¡Usted está medio tarumba, hombre! ¡Está como una regadera! ¡Si con la jeta paga! Quién ha visto nunca que me diera usted unas cuantas perras, ¿eh? Siempre se escurre usted como una anguila; ahora sale, ahora entra. Su hermano está hasta la coronilla, no vaya a creer. Quiere hacer algo con esta casa, quiere ponerla decente. Y a ver si le entra en los cascos una cosa: y es que tengo tantos derechos como usted. ¡Sólo con que cam¬bie el tiempo, podré hacerme con más referencias que las que ha visto usted en su vida! ¡Tratarme como si fuera una bestia! ¡Yo aún no he estado nunca en una jaula! (Aston hace un leve movimiento hacia él. Davies saca el cuchillo de su bolsillo.) No se me acerque, compadre. Aquí tengo esto. No es cosa de juego, ¿eh? No es cosa de juego. No se acerque. (Una pausa. Se miran fijamente.) ¡Cuidado con lo que hace!, ¿eh? (Pausa.) ¡Ojo al cristo, que es de plata! (Pausa.)
Aston.—Creo..., creo que ya es hora de que se busque usted otro sitio. Creo que no nos entendemos.
Davies.—¿Que me busque otro sitio?
Aston.—Sí.
Davies.—¿Yo? ¿Está usted hablando conmigo? ¡No, hombre, no! ¡Usted! Usted es el que tiene que buscarse otro sitio.
Aston.—¿Qué?
Davies.—¡Usted! ¡Usted es el que va a tener que bus¬carse otro sitio!
Aston.—Yo vivo aquí. Usted no.
Davies.—¿Que yo no? Bueno, pues yo vivo aquí. Se me ha ofrecido un empleo aquí.
Aston.—Sí...; bueno, pero no creo que sirva usted. No creo que le guste quedarse aquí.
Davies.—¡Me gusta, ya lo creo que me gusta! ¡Lo que no me gusta es que me esté usted haciendo la barba du¬rante todo el tiempo!
Aston.—Será mejor... que se vaya. No nos entendemos.
Davies.—No sirvo, ¿eh? Bueno; pues voy a decirle una cosa: hay alguien aquí que cree que sirvo, para que se entere. Y ya se lo he dicho: yo me quedo. ¡Me quedo como conserje! ¿Estamos? Su hermano, él es quien me lo ha dicho, ¿se entera?, me ha dicho que el empleo es para mí. ¡Mío! O sea que aquí estoy. Voy a ser su conserje.
Aston.—¿Mi hermano?
Davies.—Él es quien va a quedarse aquí, va a poner en marcha todo esto, va a cambiarlo todo, y yo me quedo con él, o sea que... ¡no va a haber ninguna habitación para usted!
Aston.—Yo vivo aquí.
Davies.—¡Ya veremos hasta cuándo! Sé lo que me digo. Conque quería... Conque quería echarme a la calle, ¿eh? ¡Me larga un par de zapatos hechos una mierda y a la calle! ¡Usted no sabe por dónde se anda, muchacho!
Aston.—Mire. Si le doy... unos cuantos chelines, po¬dría ir a Sidcup.
Davies.—¡Ande ya! ¡Construya primero su cobertizo! ¡Unos cuantos chelines! ¡Cuando puedo ganarme aquí un sueldo fijo! ¡Primero constrúyase su apestoso cobertizo! ¡No faltaba más! (Aston le mira fijamente.)
Aston.—¡Ese cobertizo no es apestoso! (Silencio.) Es limpio. Todo madera buena. Lo levantaré. No hay cuidado.
Davies.—¡No se acerque demasiado!
Aston.—No tiene usted ningún motivo para llamar apestoso a ese cobertizo. (Davies apunta con el cuchillo.) El que apesta es usted.
Davies.—¡Qué!
Aston.—Ha estado apestando todo esto.
Davies.—¡Cristo! ¡Y se atreve usted...!
Aston.—Desde hace días. Esa es una de las razones por las que no puedo dormir.
Davies.—Y se atreve usted... ¿Y se atreve usted a de¬cirme que soy un apestoso?
Aston.—Será mejor que se vaya.
Davies.—¡A ti sí que te voy a hacer apestar yo! (Levan¬ta un brazo tembloroso, apuntando con el cuchillo al estó¬mago de Aston. Este no se mueve. Silencio. El brazo de Davies se paraliza. Se quedan los dos inmóviles, en pie.) ¡A ti sí que te voy a hacer apestar!... (Pausa.)
Aston.—Recoja sus cosas. (Entre resuellos, Davies es¬conde el cuchillo en el pecho. Aston va hacia la cama de Davies, coge la bolsa y empieza a poner dentro de ella algunas cosas pertenecientes a Davies.)
Davies.—No puede..., no tiene usted derecho... ¡Deje eso, que es mío! (Davies le arrebata la bolsa y aprieta todo lo que el otro había metido en ella.) Muy bien...; aquí se me ha ofrecido un trabajo...; espere y verá... (Se pone el batín.), espere y verá...; su hermano... le pondrá las peras a cuarto...; llamarme eso..., llamarme eso a mí...; nadie se ha atrevido a llamarme eso... (Se pone el abrigo.) Se arrepentirá de haberme llamado eso...; la cosa no termina aquí... (Coge la bolsa y se dirige hacia la puer¬ta.) Se arrepentirá de haberme llamado eso... (Abre la puerta. Aston le mira.) Ahora ya sé en quién he de con¬fiar. (Davies sale. Aston se queda en pie. Oscuro. Se ilu¬mina nuevamente la escena. Al anochecer. Mick está sen¬tado en la silla. Davies se mueve de un lado a otro.)
Davies.—¡Apestoso! ¡Ha oído bien! ¡A mí! Le he con¬tado todo lo que me dijo, ¿no es verdad? ¡Apestoso! ¡Ha oído bien! ¡Eso es lo que me dijo!
Mick.—Tse..., tse..., tse...
Davies.—Eso es lo que me dijo.
Mick.—Tú no apestas.
Davies.—¡No, señor!
Mick.—Si apestaras, yo sería el primero en decírtelo.
Davies.—Se lo dije, se lo dije... Le dije: «¡La cosa no termina aquí, vas a acordarte de mí!» Le dije: «Y no se olvide de su hermano.» Le dije que usted vendría a poner¬le las peras a cuarto... No sabe en qué lío se ha metido haciendo eso. Haciéndome eso a mí. Se lo dije; le dije: «Vendrá su hermano, vendrá; él sí que sabe dónde tiene la mano derecha, no como usted.»
Mick.—¿Qué quieres decir?
Davies.—¿Eh?
Mick.—¿Estás diciendo que mi hermano no sabe dón¬de tiene la mano derecha?
Davies.—¿Qué? Lo que yo estoy diciendo es que usted tiene ideas respecto a esta casa..., todo eso..., todo eso de pintar y decorar, ¿comprende? Quiero decir, él no tiene ningún derecho a mandarme. Yo recibo las órdenes de usted. Yo soy su conserje; quiero decir, usted tiene con¬sideraciones conmigo..., usted no me trata como si fuera un montón de basura...; los dos..., los dos sabemos per¬fectamente cómo es. (Pausa.)
Mick.—Entonces, ¿qué ha dicho cuando le has contado que yo te había ofrecido el empleo de conserje?
Davies.—Ha dicho..., ha dicho..., ha dicho algo como... que él vive aquí.
Mick.—Sí; en eso ha dado en el clavo, ¿no?
Davies.—¿En el clavo? Pero esta casa es de usted, ¿no? ¡Usted le deja vivir aquí!
Mick.—Sí..., es mi casa. La compré barata..., y le dejo vivir aquí.
Davies.—Es lo que estoy diciendo.
Mick.—Sí, supongo que podría decirle que se fuera. Quiero decir, el dueño soy yo. Por otra parte, él es el inquilino. Tengo que avisarle con anticipación, ¿comprendes lo que es eso? Se trata de una cuestión técnica, eso es. Depende de cómo se considere esta habitación. Quiero de¬cir, depende de si se considera amueblada o sin amueblar. ¿Comprendes lo que quiero decir?
Davies.—No, no lo entiendo.
Mick.—Todos estos muebles, ¿ves?, todos estos muebles son suyos, excepto las camas, claro. O sea que se trata de una delicada cuestión legal, ahí está. (Pausa.)
Davies.—¡Más valdría que se fuera otra vez donde es¬taba!
Mick.—(Volviéndose para mirarle.) ¿Donde estaba?
Davies.—Sí.
Mick.—¿Y dónde estaba?
Davies.—Bueno...; él..., él...
Mick.—A veces te pasas de la raya, ¿no te parece? (Pau¬sa. Levantándose bruscamente.) Bueno; de todas formas, tal como están las cosas, no tengo inconveniente en empe¬zar a arreglar todo esto...
Davies.—¡Así se habla!
Mick.—No, no tengo inconveniente. (Se vuelve para mirar a Davies.) Pero más valdrá que seas lo bueno que andas diciendo.
Davies.—¿Qué quiere usted decir?
Mick.—Bueno, tú dices que eres un decorador de in¬teriores. Más valdrá que lo hagas como nadie.
Davies.—¿Un qué?
Mick.—¿Qué quieres decir con «un qué»? Decorador. Decorador de interiores.
Davies.—¿Yo? ¿Qué quiere usted decir? Alguna chapu¬za todo lo más, pero yo nunca he sido eso.
Mick.—¿Nunca has sido qué?
Davies.—No, hombre, yo no. Yo no soy un decorador de interiores. He estado demasiado ocupado. He tenido muchas cosas que hacer, ¿sabe? Pero..., pero he tenido siempre mucha maña para todo...; déme usted..., déme usted un poco de tiempo y me pondré al corriente.
Mick.—Nada de ponerte al corriente. Lo que yo quiero es un decorador de interiores de primera categoría y con mucha experiencia. Creía que tú lo eras.
Davies.—¿Yo? Vamos a ver..., vamos a ver...; usted me toma por otro.
Mick.—¿Cómo quieres que te tome por otro? Tú eres el único con quien he hablado. Eres el único a quien he confiado mis sueños, mis deseos más íntimos; tú eres el único a quien he hecho partícipe de todo eso, y te he hecho partícipe porque creía que eras un decorador de interiores y exteriores de primera categoría.
Davies.—Bueno, mire...
Mick.—¿O sea que no sabes colocar cuadrados de linó¬leo de color azul plomo y cobre, ni aplicar esos mismos colores en las paredes para que entonen?
Davies.—Bueno; oiga, ¿de dónde ha sacado...?
Mick.—¿Ni serías capaz de decorarlo con una mesa de teca muy veteada, un sillón con tapicería color avena y un sofá de madera de haya con tapicería verde-mar?
Davies.—¡Yo nunca he dicho eso!
Mick.—¡Atiza! ¡Entonces di que tenía de ti un concep¬to totalmente equivocado!
Davies.—¡Yo nunca he dicho eso!
Mick.—Eres un repuñetero impostor, amiguito.
Davies.—No debería usted decirme eso. Me contrató como conserje. Yo iba a echarle una mano y nada más a cambio de un pequeño..., un pequeño salario; nunca dije nada de que fuera decorador..., y empieza a llamar¬me cosas...
Mick.—¿Cómo te llamas?
Davies.—No, no empiece otra vez con eso...
Mick.—No. ¿Cuál es tu verdadero nombre?
Davies.—Mi verdadero nombre es Davies.
Mick.—¿Y te haces pasar por...?
Davies.—¡Jenkins!
Mick.—Tienes dos nombres. Y lo demás, ¿qué? ¿Eh? Vamos, confiesa: ¿por qué me has engañado diciéndome que eras un decorador de interiores?
Davies.—¡Yo no he dicho nada de eso! ¿Es que no oye lo que estoy diciendo? (Pausa.) Fue él quien se lo dijo. Ha debido de ser su hermano quien se lo ha dicho. ¡Como que es un lila! Le diría cualquier cosa por celos; está cha¬lado, no da una. Él sería quien se lo dijo. (Mick avanza lentamente hacia él.)
Mick.—¿Qué le has llamado a mi hermano?
Davies.—¿Cuándo?
Mick.—¿Que es qué?
Davies.—Yo..., bueno; vamos a poner las cosas en claro...
Mick.—¿Chalado? ¿Quién está chalado? (Pausa.) ¿Has dicho que mi hermano es un chalado? Mi hermano. Eso ha sido..., eso ha sido un poquito impertinente por tu par¬te, ¿no crees?
Davies.—Pero ¡si él mismo lo dice!
Mick.—(Da una vuelta lentamente alrededor de Davies, mirándole. Repite lo mismo.) Qué hombre más extraño eres. ¿A que sí? Francamente, eres muy extraño. Desde que entraste en esta casa todo han sido trifulcas. En se¬rio. Nada de lo que dices tiene el más insignificante valor. Cada palabra que pronuncias se presta a un sinfín de in¬terpretaciones distintas. Casi todo lo que dices son men¬tiras. Eres violento, errático, eres completamente impre¬visible. Bien mirado, no eres más que un animal salvaje. Eres un bárbaro. Y para colmo, apestas a mierda y a so¬baco que no hay más que pedir. A ver si te das cuenta: llegas aquí y dices que eres un decorador de interiores, yo te admito inmediatamente ¿y qué pasa? Me espetas un discurso larguísimo diciéndome que tienes todas tus refe¬rencias en Sidcup, ¿y qué pasa? Yo no he visto que die¬ras un solo paso para ir a Sidcup a buscarlas. Todo esto es muy lamentable, pero, no hay vuelta de hoja, me veo obligado a despedirte. Voy a pagarte por el tiempo que has hecho de conserje. Toma, medio dólar. (Se busca por el bolsillo, saca media corona y la echa a los pies de Da¬vies. Davies se queda inmóvil. Mick se acerca a la cocina de gas y toma la estatuilla de Buda.)
Davies.—(Lentamente.) Muy bien, pues...; écheme..., hágalo..., si es lo que usted quiere...
Mick.—¡Eso es lo que quiero! (Arroja contra la cocina de gas la estatuilla de Buda, la cual se hace añicos. Ha¬blando para sí, lenta, cavilosamente.) Cualquiera diría que esta casa es lo único que me preocupa. Tengo otras muchas cosas que me preocupan. Muchas. Tengo otros muchos intereses. Tengo que levantar mi propio negocio, ¿no? Tengo que pensar en extenderlo... en todas las direc-ciones. Yo no me quedo quieto. Siempre me estoy moviendo. Me muevo... siempre. Tengo que pensar en el futuro. Esta casa no me preocupa. No me interesa. Es cosa de mi hermano. Que la arregle, que la pinte, que haga lo que le dé la gana. A mí me tiene sin cuidado. Creía que le ha¬cía un favor dejándole vivir aquí. Él tiene sus propias ideas. Que las tenga. Yo me lavo las manos. (Pausa.)
Davies.—Y yo, ¿qué? (Silencio. Mick no le mira. Se oye un portazo. Silencio. No se mueven. Entra Aston. Cie¬rra la puerta, entra en la habitación y se queda frente a frente con Mick. Se miran. Ambos sonríen levemente. Mick empieza a hablar, se para, va hacia la puerta y sale. Aston deja la puerta abierta, cruza por detrás de Davies, ve el Buda roto y mira los trozos por un momento. Entonces va hacia su cama, se quita el abrigo, se sienta, saca el destornillador y el enchufe y empieza a hurgar en él.) He vuelto para recoger mi pipa.
Aston.—¡Ah!, ¿sí?
Davies.—Me he ido y... a mitad camino me..., de pron¬to... me he dado cuenta..., ¿sabe?..., que me había olvi¬dado la pipa. Por eso he vuelto... Por eso..., he pensado que podría entrar y cogerla.
Aston.—¿La ha encontrado?
Davies.—Sí, sí, ya la tengo. (Pausa.) ¿Ese no es el mis¬mo enchufe que...? ¿Verdad?... ¿Ese que...?
Aston.—Sí. (Davies avanza hasta el centro de la habi¬tación.)
Davies.—Todavía no ha hecho carrera con él, ¿eh?
Aston.—Hay algo que no marcha. Es lo que intento averiguar.
Davies.—Bueno, si... persevera, yo creo que se saldrá con la suya.
Aston.—Creo que ya sé poco más o menos lo que le pasa. (Davies se le acerca un poco más.)
Davies.—Yo no entiendo mucho de enchufes, ¿sabe?...; si no, podría darle una orientación. De todas formas, espe¬ro que llegue a solucionarlo. (Pausa.) Oiga... (Pausa.) Us¬ted, en realidad, no quería decírmelo, ¿verdad?, eso de que apesto. (Pausa.) ¿Verdad? Usted ha sido un buen amigo para mí. Me acogió. Me acogió, no me preguntó nada, me dio una cama, ha sido un compañero para mí. Escuche. He estado pensando que, si he estado haciendo todos esos ruidos, ha sido por culpa de esa corriente de aire, ¿com¬prende?, la corriente me daba de lleno cuando dormía, me hacía hacer ruidos sin que yo lo supiera, o sea que he pensado, quiero decir que, si usted me diera su cama y usted durmiera en la mía, no hay mucha diferencia en¬tre ellas, son de la misma clase, si yo tuviera la suya, us¬ted duerme, usted duerme en cualquier cama, ¿no? O sea que usted toma la mía y yo la suya y estamos al cabo de la calle. Yo no estaría expuesto a la corriente de aire, ¿comprende? A usted, en cambio, no le molesta, usted necesita un poco de aire, lo comprendo, habiendo estado allí dentro todo aquel tiempo, con todos los doctores esos, con todo lo que le hicieron, todo cerrado, ya sé cómo son esos sitios, demasiado calor, ¿comprende?, siempre hace demasiado calor allí dentro; una vez pude echar un vis¬tazo a un sitio de esos; por poco me asfixio; o sea que yo supongo que esto sería la mejor solución; cambiamos de camas y entonces podríamos poner manos a la obra y ha¬cer lo que teníamos pensado. Yo le vigilaría la casa, se la limpiaría; lo haría por usted; para el otro no..., no para... su hermano, ¿sabe?, para él no, para usted...; estaría a su servicio; no tiene más que decir una palabra, una sola pa¬labra... (Pausa.) ¿Qué le parece lo que le estoy diciendo? (Pausa.)
Aston.—No; me gusta dormir en esa cama.
Davies.—Pero ¡usted no comprende lo que quiero de¬cir!
Aston.—Además, la otra es la cama de mi hermano.
Davies.—¿Su hermano?
Aston.—Siempre que se queda aquí. Esta es mi cama. Es la única donde puedo dormir.
Davies.—Pero ¡su hermano se ha ido! ¡Se ha ido! (Pausa.)
Aston.—No. No puedo cambiar de cama.
Davies.—Pero ¡usted no comprende lo que quiero de¬cir!
Aston.—(Levantándose y yendo hacia la ventana.) Además, voy a estar muy ocupado. Tengo que construir ese cobertizo. Si no lo hago ahora no podré hacerlo nunca. Hasta que no esté construido, no puedo hacer nada.
Davies.—Le echaré una mano, le ayudaré a construir su cobertizo. ¡Eso es lo que haré! (Pausa.) ¿Es que no comprende a lo que voy? ¡Le echaré una mano! ¡Construi¬remos ese cobertizo los dos! ¿Comprende? ¿Comprende lo que le estoy diciendo? (Pausa.)
Aston.—No, puedo hacerlo yo solo.
Davies.—Pero escuche. Yo estoy con usted, estaré aquí, le ayudaré, lo haremos juntos, y cuidaré de la casa, y se la vigilaré, todo; y, al mismo tiempo, seré su conserje. (Pausa.)
Aston.—No.
Davies.—¿Por qué no?
Aston.—No duermo bien por las noches.
Davies.—Pero ¡puñeta! ¿No le he dicho que cambiemos de camas? ¡Cristo! ¡Cambiemos de camas y ya está! ¿Es que no ve el sentido de lo que le estoy diciendo? (Aston permanece en la ventana, dando la espalda a Davies.) ¿Quiere usted decir que me echa? No puede hacerme eso. Escuche, hombre. Escuche, hombre, escuche: no me im¬porta, ¿comprende?, no me importa; me quedaré, no me importa; mire: si no quiere cambiar de cama seguiremos como antes, me quedaré en la misma cama; quizá ponien¬do un trozo de saco más fuerte en la ventana, quedaré a resguardo de la corriente; haremos eso, ¿qué le parece? ¿Seguimos como antes? (Pausa.)
Aston.—No.
Davies.—¿Por qué... no? (Aston se vuelve y le mira.)
Aston.—Hace usted demasiado ruido.
Davies.—Pero..., pero...; mire..., escuche..., escuche un momento...; verá..., quiero decir... (Aston se vuelve de nuevo de cara a la ventana.) ¿Qué voy a hacer? (Pausa.) ¿Qué haré? (Pausa.) ¿Dónde voy a ir? (Pausa.) Podría quedarme aquí. Podríamos construir su cobertizo. (Pausa.) Si quiere usted que me vaya..., me iré. No tiene más que decírmelo. (Pausa.) Voy a decirle una cosa, además...: los zapatos esos..., los zapatos esos que me dio... me van estupendamente..., me van muy bien. Tal vez podría... lle¬garme a... (Aston sigue inmóvil, dándole la espalda, delan¬te de la ventana.) Oiga..., si... me llegara allá abajo..., si pudiera... hacerme con mis papeles..., me dejaría..., me dejaría usted..., querría..., si me llegara allá abajo... y me hiciera con mis... (Un silencio prolongado. Telón.)



FIN







Traducción
Josefina Vidal y F. M. Lorda Alaiz