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24/10/16

COMO TÚ ME DESEAS. LUIGI PIRANDELLO.

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como tú me deseas 
Luigi Pirandello



PERSONAJES
LA DESCONOCIDA
CARLOS SALTER, escritor
GRETA, su hija llamada Mop
BRUNO PIERI
BOFFI
TÍA LENA CUCCHI
Tío SALESIO NOBILI
INÉS MASPERI, esposa de
SILVIO MASPERI, abogado
BÁRBARA, hermana de Bruno
LA DEMENTE
Un DOCTOR
Una ENFERMERA
Cuatro JÓVENES de frac
Un PORTERO
El primer acto, en Berlín, en casa del escritor Carlos Salter; los dos restantes, en un
chalet cerca de Údine. Diez años después de la gran guerra europea.

ACTO PRIMERO
Salón en casa del escritor Carlos Salter, decorado con lujo caprichoso. Puerta al fondo,
que da a un ancho pasillo. Enfrente, se entrevé la puerta de la calle. A la derecha (las
indicaciones derecha e izquierda son siempre las del actor), hay un gran arco, a través del
cual se ve un gran trozo de la pared del fondo del despacho.
Es de noche y tanto el salón como el despacho están iluminados por unas luces
veladas por pantallas de distintos colores que, al mismo tiempo que dan un fantástico relieve
a lo caprichoso de la decoración, le infunden una misteriosa reserva.
Al levantarse el telón se ve a MOP sentada en una amplia butaca, con un curioso
pijama de seda, negro y floreado de orquídeas, acurrucada y apoyada sobre uno de los
brazos, con la cara oculta, como si durmiera. Está llorando. Lleva un corte de pelo varonil; en
su cara (cuando la muestre), hay algo ambiguo que da asco, y, al mismo tiempo, algo trágico
que turba profundamente. Poco después llega por el arco de la derecha CARLOS SALTER,
excitado y descompuesto. Tiene cincuenta años. Cara inflada, pálida, de ojos claros, casi
blancos, en medio de sus ojeras ennegrecidas. Un poco calvo en la entrada, tiene luego el
cráneo preso con fiera violencia de cabellos rizados, cortos. Su rostro afeitado destaca la
prominencia de sus labios sensualísimos. Viste una rica chaqueta de casa. Las manos, en los
bolsillos.
SALTER. —Aquí está, con los de costumbre. La he visto desde la ventana. (Al pronunciar la
última frase, sin darse cuenta, saca una mano del bolsillo. En aquella mano convulsa empuña
un pequeño revólver.)
MOP. —(Notándolo en seguida.) ¿Qué tienes ahí?
SALTER. —(Que ha vuelto a meter rápidamente la mano en el bolsillo, contrariado.) Nada, mira:
los sube aquí. Te prohibo estar con ellos.
MOP. —¿Y qué vas a hacer?
SALTER. —No lo sé. Eso tiene que acabar.
MOP. —¿Cómo acabar? ¿Estás loco?
SALTER. —Yo tampoco me dejaré ver. Ve a la puerta y escucha a ver si sube sola. (MOP va
hacia el pasillo.) Espera. (La detiene mientras escucha.) La oigo gritar. (En efecto, de abajo
llegan varias voces, lejanas y confusas, como si resonasen en el hueco de la escalera.)
MOP. —Estará despidiéndolos.
SALTER. —Están todos borrachos. Y uno los seguía.
MOP. —¡Dame ese revólver!
SALTER. —(Sacudiéndose, sorprendido.) ¡Quita! ¡Si no pienso utilizarlo! Lo tengo... así, en el
bolsillo.
MOP. —¡Dámelo!
SALTER. —¡No me des la lata! (Se oyen las voces más cercanas e intensas.) ¿Oyes?
MOP. —Parece que riñen. (Van corriendo hacia la puerta de entrada, en el pasillo; la abren. La
parte visible del pasillo es invadida por cuatro JÓVENES imbéciles, vestidos de frac, medio
borrachos; en medio de ellos, LA DESCONOCIDA y BOFFI, que la defiende. MOP y SALTER se
mezclan con ellos; aquéllos, para sacar del grupo a LA DESCONOCIDA, y él para rechazar a los
intrusos. En la penumbra, y en confusión, aquellos cuatro, de los cuales alguno es pingüe y
rosado, otro calvo, otro con el pelo oxigenado, más mujer que hombre, parecen marionetas
agitadas; con gestos sin gracia, bravucones y vanos. Gritan todos a la vez. LA DESCONOCIDA
tiene unos treinta años, es bellísima. Un poco bebida ella también, no consigue dar a su
rostro, como quisiera, ese ceño hosco que demuestra en ella la voluntad de recuperarse con el
desprecio a todo y a todos, de desesperado abandono en que, dejándose llevar, se relajaría su
alma devastada por las tempestades de la vida. Bajo un chal elegantísimo lleva uno de los
espléndidos y extraños vestidos de las danzas características de su creación. BOFFI está como
fuera de ambiente; pero buen elemento él también, corrido, y convencido de que la vida es
toda truco, sonríe y procura no asombrarse. Se ha combinado una cara mefistofélica, pero así
como en broma. Máscara, un poco por aparentar y dar el golpe, para luego mantenerse firme,
sencillo y natural. A fuerza de levantar la cabeza para no ahogarse, ha cogido un tic nervioso
en las cuerdas del cuello, que, de vez en cuando, le hace estirar la barbilla y contraer las
comisuras de los labios. Sonríe a cada momento, diciendo casi para sí: ¡Menos broma!)
LA DESCONOCIDA. —¡No! ¡Basta, basta! ¡No quiero más! ¡Marchaos! ¡Esto ya pasa de broma!
JOVEN PRIMERO. —...la última danza entre los vasos...
SEGUNDO. —¡Címbalo...! ¡Címbalo...! ¡«Espuma de Champaña»!
TERCERO. —...Y nosotros, todos a coro...
CUARTO. —(Entonando, con la lengua trabada.) ...¡Clodoveeo...! ¡Clooodoveeo...!
JOVEN PRIMERO. —...Todos tristes hasta morir...
LA DESCONOCIDA. —¡Dejadme! ¡Dejadme!
BOFFI. —¡Fuera! ¡Fuera! ¡Basta ya! ¡Sí, muy bien! ¡Pero basta! ¡Os lo dice ella misma!
SALTER. —¡Fuera! ¡Salgan de mi casa!
JOVEN PRIMERO. —¡Pero ésta no es la manera...! ¡Tenemos que beber!
SEGUNDO. —¡Nos ha invitado ella! ¡Déjese de bobadas!
TERCERO. —¡Tenemos que acabar desnudos!
CUARTO. —...Clooodoveeo... (Luego, ante un puñetazo en el pecho.) ¡Brutalidad!
MOP. —¡Desvergonzados! ¡Esto es una agresión! (Luego a LA DESCONOCIDA, abrazándola como
reparación, y trayéndola hacia el salón.) ¡Ven! ¡Ven!
LA DESCONOCIDA. —(Liberándose del abrazo y entrando en el salón.) ¡No! ¡Por caridad! ¡Sólo
me faltaba ahora tu abrazo!
SALTER. —(En el pasillo, con BOFFI, impidiendo la irrupción.) ¡Señores, que voy a echarles de
aquí a tiros de revólver!
BOFFI. —(Empujándolos fuera de la puerta.) ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Se acabó! ¡Fuera! ¡Fuera!
JOVEN PRIMERO. —(Antes de que le cierren la puerta en sus narices.) ¡Elma, una caricia!
SEGUNDO. —¡El perrito!
MOP. —¡Verdaderamente, dan náuseas! (Desaparecen los CUATRO JÓVENES. La puerta ha
vuelto a cerrarse; pero todavía se les oye gritar en la escalera. El CUARTO se obstina en
entonar: «Clodoveeeo.»)
SALTER. —¿Qué querían?
LA DESCONOCIDA. —Como de costumbre ¡Puercos! ¡Me han hecho beber tanto...!
SALTER. —¡Es un escándalo! ¡Volverán a sublevarse todos los inquilinos!
LA DESCONOCIDA. —¡Échame de aquí, ya te lo he dicho!
MOP. —¡No, Elma!
LA DESCONOCIDA. —Dice que es un escándalo...
SALTER. —Bastaría con que no anduvieras más con ellos.
LA DESCONOCIDA. —¡Pues mira: me voy precisamente con ellos! ¡Lo prefiero! (Se lanza.) ¡Voy a
ver si los alcanzo!
BOFFI. —(Deteniéndola.) ¡Doña Lucía!
LA DESCONOCIDA. —(Parada.) Bueno, pero, ¿se puede saber quién es usted?
SALTER. —Sí. ¿Por qué se ha quedado usted aquí?
BOFFI. —He defendido a la señora.
SALTER. —Seguía usted a la comitiva: lo he visto.
LA DESCONOCIDA. —Desde hace tantas noches, como un guardia: siempre lo tengo al lado.
MOP. —¿Y no sabes quién es?
BOFFI. —¡Claro que sí! ¡De sobra sabe la señora quién soy! (Tic.) ¡Menos broma! (Y como para
persuadirla a que se rinda, la llama.) ¡Doña Lucía...!
MOP. —(Extrañada.) ¿Lucía...?
LA DESCONOCIDA. —Sí..., así, en todos los tonos... «Doña Lucía...» «Doña Lucía...»
Siguiéndome, pasando junto a mí.
BOFFI. —...y siempre se ha vuelto.
LA DESCONOCIDA. —...¡Claro!
BOFFI. —...porque es doña Lucía...
MOP. —¡Qué va a ser...!
BOFFI. —¡Claro que es...! Sobresaltándose cada vez, y poniéndose pálida...
LA DESCONOCIDA. —...¡naturalmente! Al oírme llamar...

BOFFI. —(Rectificando y pisándole la palabra.) ...volver a llamar...
LA DESCONOCIDA. —(A MOP.) ...de noche... ¡figúrate...!, con esa cara de diablo.
BOFFI. —...¡Truco, señora! Nadie es verdaderamente diablo...
LA DESCONOCIDA. —...¿Usted lo es de profesión?
BOFFI. —...Eso es; de profesión..., como usted representa aquí..., no sé qué papel... delante
de estos señores... siendo doña Lucía.
MOP. —¡Oh, éste es un verdadero caso!
LA DESCONOCIDA. —¡No le cabe la menor duda! ¿Comprendéis?
BOFFI. —¡Me dejaría cortar las dos manos!
SALTER. —¿Tiene usted en casa otras dos de recambio?
BOFFI. —No, señor; sólo tengo éstas, y las apuesto.
LA DESCONOCIDA. —¿Que yo soy doña Lucía?
BOFFI. —...Pieri.
LA DESCONOCIDA. —¿Cómo ha dicho?
BOFFI. —¡No se haga usted de nuevas!
LA DESCONOCIDA. —No, es que no he oído bien.
BOFFI. —(A SALTER, como denunciando y al mismo tiempo desafiando.) He dicho Pieri. ¡Y el
marido de la señora está aquí!
LA DESCONOCIDA. —(Sentándose, profundamente turbada.) ¿Mi marido?
BOFFI. —Sí señora. Bruno está aquí.
LA DESCONOCIDA. —Pero, ¿qué dice? ¿Dónde es aquí?
SALTER. —¡Locura!
BOFFI. —Lo he llamado yo.
LA DESCONOCIDA. —¡Usted está loco!
BOFFI. —¡Ha llegado esta noche!
SALTER. —¡El marido de la señora murió hace cuatro años!
LA DESCONOCIDA. —(A SALTER, en un arranque espontáneo e involuntario.) ¡No! ¡Eso no es
verdad!
SALTER. —(Parado.) ¿No es verdad?
BOFFI. —Está aquí, en el hotel Edén. A dos pasos,
LA DESCONOCIDA. —(A BOFFI, excitadísima.) ¡Deje usted ya esa broma de hablar de mi marido!
¡Yo no tengo marido! ¿A quién ha hecho usted venir?
BOFFI. —¿Ve usted cómo se turba?
SALTER. —(A la DESCONOCIDA.) Entonces, ¿todavía vive?
BOFFI. —(Respondiendo por ella.) ¡Le digo que está aquí, a dos pasos! Si la señora quiere...
(Mira a su alrededor.) Tendrán ustedes teléfono... (De repente LA DESCONOCIDA estalla de risa
como una loca.)
SALTER. —(Viéndola reír.) Bueno, pero, ¿qué historia es ésta?
LA DESCONOCIDA. —Pues que tengo un marido a dos pasos. ¿No lo oyes? ¡Puedo llamarlo por
teléfono cuando quiera!
SALTER. —(A BOFFI, para cortar.) Escuche, caballero: éste no es el momento para mí, ni para
ella (LA DESCONOCIDA) de seguir esta broma estúpida.
LA DESCONOCIDA. —(A SALTER, con aire de querer bromear, pero al mismo tiempo de desafío.)
No, no, espera. ¿Y si yo fuera realmente...?
SALTER. —¿Quién?
LA DESCONOCIDA. —Esa doña Lucía que este señor reconoce en mí con tanta seguridad. ¿Qué
tendrías tú que decir?
SALTER. —He dicho broma estúpida.
LA DESCONOCIDA. —¿Y la tuya, qué es?
SALTER. —¿La mía?
LA DESCONOCIDA. —Sí. ¿Acaso tú me conoces más que él?
SALTER. —¿Yo? ¡Te conozco mejor de lo que te conoces tú misma!
LA DESCONOCIDA. —(Se inclina.) ¡Haz ese hermoso esfuerzo! ¡Yo no quiero conocerme desde
hace tanto tiempo...!
SALTER. —¡Eso es muy cómodo, para no rendir cuentas de lo que haces!
LA DESCONOCIDA. —Al contrario, amigo mío: indispensable para poder soportar lo que me
hacen los demás.
BOFFI. —(Espontáneo.) ¡Magnífico!
SALTER. —(Mirando como un perro rabioso.) ¿Qué dice usted que es magnífico?

BOFFI. —Su manera de rebatir. (Y añade en tono de conmiseración.) ¡Y lo que la vida le ha
hecho!
LA DESCONOCIDA. —¡Pero figúrese, si quisiera conocerme un poco, ser «una» también un poco
para mí (a SALTER), eso es, «esa doña Lucía» de este señor, por ejemplo (coge del brazo a
BOFFI), diga usted si ahora podría soportar vivir aquí con él! (Soltando a BOFFI y dirigiéndose
de pronto a MOP.) ¡Mop, di tú cómo me llamo!
MOP. —¡Elma!
LA DESCONOCIDA. —¡Elma! ¿Ha comprendido? Nombre árabe, ¿sabe qué significa? Agua.
Agua... (Y, al decir esto, agita los dedos alargando las manos para indicar la inconsistencia de
su vida actual. Luego, cambiando de tono.) ¡Pero me hacen beber tanto vino! ¡Dios mío, cinco
cócteles, champaña...! (A MOP.) ¡Si me dieras algo de comer...!
MOP. —Sí, ahora mismo. ¿Qué te apetece?
LA DESCONOCIDA. —Pero... no sé. ¡Estoy como abrasada!
MOP. —¡Voy corriendo a ver ahí...!
LA DESCONOCIDA. —No te aturrulles, guapa.
MOP. —...Algún «sandwich»...
LA DESCONOCIDA. —Aunque sea un trocito de pan. Por meter algo dentro, y detener esta
cabeza que me da vueltas.
MOP. —¡Sí, sí, voy! (Sale corriendo por la derecha.)
SALTER. —(A BOFFI.) ¿Querrá usted hacerme el favor de comprender que se ha equivocado, y
marcharse?
LA DESCONOCIDA. —No, no, déjalo, que se quede. Un señor que me conoce...
BOFFI. —La señora sabe que no me he equivocado.
LA DESCONOCIDA. —Pero con tal de que mi marido no me llame por teléfono: eso, no.
BOFFI. —(Resuelto.) Señora, su marido...
SALTER. —(De pronto, cortando violentísimo.) ¡Déjenos ya en paz con ese marido! ( volviéndose
a LA DESCONOCIDA.) Tú me has dicho que murió hace cuatro años.
BOFFI. —(Más fuerte, conciso.) La señora ha mentido.
LA DESCONOCIDA. —(Levantándose, yendo a estrechar la mano a BOFFI.) Gracias, caballero,
por esa afirmación.
BOFFI. —¡Ah, loado sea Dios!
SALTER. —¿Has mentido?
LA DESCONOCIDA. —¡Sí! (Luego, a BOFFI.) Pero no se apresure usted a dar gracias a Dios. Yo le
he dado las gracias a usted por la satisfacción que me ha dado al afirmar tan rotundamente
mi derecho a mentir, dada la vida que hago. (A SALTER.) ¿Quieres que te rinda cuentas de
mis mentiras? ¡Pues ríndemelas tú a mí de las tuyas!
SALTER. —¡Yo no he mentido jamás!
LA DESCONOCIDA. —¿Tú? ¡Pero si no hacemos otra cosa todos!
SALTER. —¡A ti, nunca!
LA DESCONOCIDA. —¿Por qué algunas veces tienes la desfachatez de decirme...?
SALTER. —(Cortando, violentísimo.) ...¡Basta!
LA DESCONOCIDA. —...Te mientes a ti mismo. Incluso con tu cochina sinceridad, porque luego
ni siquiera es verdad que seas tan espantoso. Consuélate con esto; que, verdaderamente,
nadie miente del todo. ¡Tentativas de hacérselo tragar a los demás y a nosotros mismos!
Hace cuatros años, amigo mío, pudo morirse «alguien», si no mi marido; y algo hay, por lo
tanto, de verdad..., como en casi todas las historias que se cuentan. (A BOFFI.) Pero eso no
quiere decir que mi marido esté vivo y aquí..., al menos para mí. (Jugando a hacer la
misteriosa, como si improvisara una poesía.) A lo sumo, a lo sumo... será el marido de una
que ya no existe. Será un pobre viudo. Es decir, uno que, como marido, ha muerto.
Cuéntenos un poco la historia: puede ser interesante, si ha venido hasta aquí. Así, se llegará
a saber también alguna verdad verdadera acerca de esa doña Lucía que sería yo. (A SALTER.)
Escucha, escucha...
BOFFI. —(Decidido, avanzando.) ¡Señora, permítame hablar un momento a solas con usted!
LA DESCONOCIDA. —¡Ah, no: a solas no, por caridad! ¡Aquí, delante de él: me agrada que
sepa...! (Se tiende.) Después de todo, ya no hay secretos hoy día, ni pudor.
SALTER. —¡Como los animales!
LA DESCONOCIDA. —...¡Claro...!, sólo que los animales, ¡Dios mío!, por lo menos, son
naturaleza.
SALTER. —(Como antes, bosquejando cada vez con más desprecio.) Sabiduría de instinto...
LA DESCONOCIDA. —...Mientras en la humanidad... (vuelve a tenderse), ¡horrible, amigo mío!
Naturaleza es locura: triste hasta hacernos morir de tristeza, decía Fritz..., y además
repugnante. ¡Pobres de nosotros, si tuviéramos el entendimiento como camisa de fuerza... (A
MOP, que llega con un «sandwich.») ¡Ay, qué encanto! ¿Encontraste? (Se levanta.) Dispense.
(Muerde el «sandwich.») ¡Tengo un hambre...!
MOP. —Pero mira esa manga...
LA DESCONOCIDA. —¿Rota? Habrán sido esos perros...
MOP. —No: parece sólo descosida.
LA DESCONOCIDA. —¿Sabes que esta noche no conseguí hacer caer la botella? No sé... Quizá
me ponía demasiado lejos. (Mientras habla, con gran agilidad se saca los zapatos y,
descalza, corriendo con la ligereza de una danzarina, sobre las puntas de los pies, se acerca
a BOFFI y le saca la chistera de debajo del brazo.) Dispense. ¿Me permite? (Extiende la
chistera, la coloca en el suelo, ante ella, en medio de la escena; luego, con gracia, alza su
vestido casi hasta la rodilla y, sosteniéndose sobre la punta de un pie, levanta el otro con
movimiento de danza, como para derribar una botella de champaña que estuviera ante ella en
lugar de aquel sombrero de copa. Canturrea a media voz acompañándose.) Tarirararari...
Tarirararari... (Por dos veces, no consigue rozar el sombrero de copa al levantar el pie.)
¡Claro!, ¿ves? Me colocaba demasiado lejos... (Coge la chistera, vuelve a plegarla oprimiendo
la copa contra su pecho, y se la devuelve a BOFFI.) Gracias, Doña Lucía —y lo siento si eso
puede ofender a su marido— hace sus números de danza en el «Lari Fari», ¿sabe?
BOFFI. —Y cuanto más haga eso, más me convenzo de que es ella. Pero, ¿cómo quiere usted
que yo no la reconozca, si la he visto crecer cuando era niña?
LA DESCONOCIDA. —¿A mí? ¿Cuando era niña? ¡Oiga, oiga...! ¿Y no he cambiado nada desde
que era niña hasta ahora?
BOFFI. —Sí, ha cambiado. Como cambia todo el mundo. ¡Pero muy poco, si se tiene en
cuenta todo lo que debe haber pasado!
LA DESCONOCIDA. —(Después de mirarlo un momento.) ¿Sabe que me interesa usted
enormemente? Las he pasado de todos los colores. Incluso ahora..., mire..., entre estos dos
(SALTER y Mop), ¡si supiera usted qué cosas...!
SALTER. —(Temblando, como quien ya no puede más.) ¡Basta! ¿Cómo no te avergüenzas...?
MOP. —(Rebelándose, conmovida.) ¡No! ¡Tiene razón! Esta pobre criatura... (Y va a abrazarla.)
LA DESCONOCIDA. —(Molesta, liberándose rápidamente del abrazo.) ¡Mop, por caridad...!
SALTER. —(A MOP, furioso, aprovechando aquel movimiento de fastidio de la desconocida.)
¡Déjala en paz! ¡Y deja ya de hacer la estúpida, así, en pijama! ¡Vete a dormir!
MOP. —(Trágica, contra su padre.) ¡Tú deberías avergonzarte, no ella!
LA DESCONOCIDA. —(Deteniéndola con cansada exasperación.) ¡No empecéis otra vez, por
Dios!
SALTER. —¡Te he dicho que te vayas! ¡Vete!
LA DESCONOCIDA. —Sí, anda, anda, guapa; ve a ver si puedes prepararme otro «sandwich»,
¿eh?
MOP. —¿Y vendrás a comerlo allí?
LA DESCONOCIDA. —Sí, con una condición: que no me beses. ¡Ya sabes que no puedo
soportarlo! (SALTER se echa a reír ferozmente.)
MOP. —¡Bellaco!
LA DESCONOCIDA. —(Exaltada, a SALTER.) ¡Hazme el favor de no reírte! (Luego, a BOFFI.) ¡Esto
sólo me ocurre a mí! ¡Celoso el uno de la otra!
MOP. —(Vejada, suplicante.) ¡No, Elma, no digas eso!
LA DESCONOCIDA. —(A MOP, afectuosa.) ¡Ojalá no fuera cierto! Pero... ¡míralo! (al padre).
SALTER. —(Estremeciéndose, con las manos en los bolsillos.) ¡Mira que no voy a poder
contenerme!
LA DESCONOCIDA. —(Provocativa, cruel, dirigiéndose a BOFFI) Su mujer no quiere divorciarse...
Ha mandado a la hija para despegar al padre de mí... Se me ha pegado también la hija... (A
MOP.) Sí, querida..., peor que él, siento tener que decírtelo... Porque él es viejo, pero al
menos... (Sobreentiende: «Es hombre.»)
MOP. —(Se adelanta; mira primero a su padre; luego, se vuelve a LA DESCONOCIDA y lo
denuncia.) Tiene el revólver en el bolsillo, para ti, ¿sabes?; te lo advierto.
LA DESCONOCIDA. —(Volviéndose a mirar a SALTER, fríamente.) ¿El revólver?
SALTER. —(No responde, sonríe con los labios apretados, saca el revólver del bolsillo y va a
dejarlo encima del velador, junto a LA DESCONOCIDA.) Aquí lo dejo, a tu disposición. (Y vuelve
a su sitio.)
LA DESCONOCIDA. —(Sonriendo.) Gracias. ¿Está cargado?
SALTER. —Está cargado.
LA DESCONOCIDA. —(Coge el arma, y pregunta.) ¿Para mí o para ti?
SALTER. —Para quien tú quieras.
BOFFI. —(Viéndola levantar el arma.) ¡Eh! (Tic.) ¡Menos bromas!
LA DESCONOCIDA. —(Baja el arma y la deja sobre el velador; luego, vuelta hacia BOFFI.) ¿Ha
comprendido? ¡Tragedia! (Y se sienta.)
SALTER. —(Conteniéndose de nuevo con dificultad.) ¡Deja ya de dirigirte a un extraño! ¡Habla
conmigo! La decisión estaba fijada para esta noche. ¿Vas a decirme que se te había
olvidado? Pues a mí, no, ¿sabes?
LA DESCONOCIDA. —Pero ¿cómo..., la decisión..., así...? (Mira para el revólver.)
SALTER. —Yo estoy dispuesto a todo.
LA DESCONOCIDA. —(Ante esta respuesta, se levanta rápida, palidísima, decidida, vuelve a
coger el arma y apunta contra SALTER.) ¿Quieres que te mate? ¡Soy capaz de hacerlo! ¿sabes?
(Vuelve a soltar el arma.) Estoy tan cansada de todo. (Se le acerca.) Te daré, sin embargo...,
mira..., un beso, aquí en la frente. (Lo besa.) Bueno dame las gracias, al menos... (Le da el
revólver.) Toma, mátame tú a mí, si quieres.
MOP. —(Rápida.) ¡No! ¡Mira que él lo hará de verdad!
LA DESCONOCIDA. —¡Que lo haga! Después de todo, cuando no se puede más... Si por lo
menos tuviera él ese valor... (Volviendo al sitio donde estaba, vuelta hacia BOFFI, dice, con un
tono de sinceridad tan desolada que parece que está hablando el cansancio en persona.) De
veras, ¿sabes? Ya no puedo más. (Luego, como recobrando aliento.) Tengo un hambre que no
veo; pido un pedazo de pan; me ofrecen un revólver; usted me llama «doña Lucía»;
verdaderamente, una noche de risa...
SALTER. —(De pronto, avanzando hacia BOFFI.) ¡Yo estoy en mi casa: haga el favor de
marcharse!
BOFFI. —Yo no me marcho, porque estoy aquí por la señora, y no por usted.
SALTER. —La señora está en mi casa, es mi huésped.
LA DESCONOCIDA. —Eso es verdad; pero yo puedo, si me place, invitar y dar conversación a
un señor que dice que me conoce.
BOFFI. —Y, además, ¿trata usted a sus huéspedes empuñando un revólver?
SALTER. —(Respondiendo primero a LA DESCONOCIDA.) ¡No es éste el momento de que nos
demos explicaciones! (Luego, volviéndose a BOFFI.) ¿Ha comprendido usted que debe
marcharse?
BOFFI. —Sí..., ¡pero con la señora!
LA DESCONOCIDA. —(Levantándose de pronto, resuelta.) ¡Bravo, sí! ¡Me voy con usted!
SALTER. —(Terrible, de un salto, sujetándola por una muñeca.) ¡Tú no sales de aquí!
LA DESCONOCIDA. —(Intentando liberar de un tirón la muñeca que él le tiene atenazada.)
¿Puedes tú impedirme que me vaya, si quiero?
SALTER. —(Sin soltarla.) ¡Sí, te lo impido!
LA DESCONOCIDA. —¿Por la fuerza?
SALTER. —¡Sí...!, si quieres hacerte fuerte con el primero que llega...
BOFFI. —¡Yo no soy el primero que llega!
LA DESCONOCIDA. —¡Suéltame!
SALTER. —¡No!
LA DESCONOCIDA. —¡Quiero ir con él!
BOFFI. —¡No va usted a hacer violencia a una señora que yo le aseguro que conozco!
SALTER. —Usted aquí es un intruso. Esta señora no lo conoce a usted de nada.
BOFFI. —¡No quiere reconocerme, que no es lo mismo! Yo soy Boffi.
LA DESCONOCIDA. —(Rápida.) ¿El fotógrafo?
BOFFI. —(A SALTER, triunfante.) ¿Ve usted como me conoce?
SALTER. —¿Boffi? (De pronto, acordándose.) ¡Ah...!, el que ha descubierto...
BOFFI. —...El retrato estereoscópico, precisamente...
SALTER. —...¡Claro! ¡Cómo no va a conocerlo! ¡Ha venido aquí a hacer una exposición de
retratos!
MOP. —...Y hemos visto juntos las reproducciones en los periódicos...
LA DESCONOCIDA. —(Decidida, tomando una extrema resolución: el todo por el todo:) ¡No es
verdad! ¡Yo lo conozco! ¡Lo conozco! ¡Es un amigo de mi marido! (De un nuevo tirón, liberando

la muñeca que le tenía cogida SALTER.) ¡Suéltame!
SALTER. —Pero si has estado riéndote...
LA DESCONOCIDA. —¡Porque no quería que me reconociera!
BOFFI. —¡Eso es! ¿Pero cree usted, señora, que su marido no sabe...?
LA DESCONOCIDA. —¡No, no! ¡No puede saberlo! ¡No puede saberlo!
BOFFI. —¡Lo sabe todo! ¡Se recogieron allí testimonios...!
LA DESCONOCIDA. —(Turbada, pregunta instintivamente.) ¿Allí..., dónde?
BOFFI. —En el chalet, donde, a pesar de todo...
SALTER. —(Notando la turbación, en tono retador.) ¿Chalet? ¿Qué chalet? Di, di..., ¿qué
chalet?
LA DESCONOCIDA. —(De repente, arrogante.) ¡El mío! (Y vuelta a BOFFI.) ¡Diga qué testimonios
se recogieron! ¡Lánceselos a la cara a este bellaco, que se aprovecha de la desesperación en
que me encontró!
BOFFI. —El viejo jardinero oyó sus gritos... Filippo, ¿recuerda? Ha muerto hace poco.
LA DESCONOCIDA. —¡Filippo! ¡Sí!
BOFFI. —¿Cómo iba a poder defenderse, allí, sola? Nos bastó a todos nosotros ver, cuando
volvimos, el horror de las ruinas en nuestras tierras invadidas...
LA DESCONOCIDA. —(De pronto, iluminándose, como ante la llamada milagrosa de un suceso en
el que ella se encontró realmente.) ...¡Ah..., la invasión! (A SALTER, triunfalmente.) ¿Oyes?
¿Oyes?
SALTER. —(Confuso, teniendo que reconocerlo así.) Sí, me has hablado de la invasión...
LA DESCONOCIDA. —(Como antes.) ...¡Yo soy veneciana!
BOFFI. —Todos hemos tenido pruebas de la ferocidad del enemigo... (Hablando a SALTER con
altanería, como volviendo a echarle en cara una infamia al antiguo enemigo.) Bruno Pieri,
valeroso oficial, vuelve a su país con el ejército victorioso; y en aquel chalet, reducido a un
montón de escombros, no encuentra ni las huellas de su joven esposa, casada apenas hacía
un año...
LA DESCONOCIDA. —Bruno...
BOFFI. —...De su Luchi.
LA DESCONOCIDA. —¡Me llamaba Luchi! ¡Me llamaba Luchi!
BOFFI. —Se imaginó el suplicio a que debieron someterla los oficiales que se instalaron en el
chalet... y enloqueció, señora, ¡estuvo loco más de un año! No puede usted imaginarse todas
las pesquisas que hizo durante los primeros años, suponiendo que la avalancha del ejército
enemigo, al retirarse huyendo, la habría arrastrado consigo.
LA DESCONOCIDA. —¡Me arrastró consigo! ¡Me arrastró consigo!
SALTER. —(A BOFFI.) ¡Pero espere! (Luego, como haciendo memoria.) Yo debo haber leído esa
historia...
BOFFI. —¡La habrá leído usted en los periódicos!
SALTER. —¡Claro...! ¡Hace años...!
BOFFI. —La hizo publicar su marido, hace años.
LA DESCONOCIDA. —¡Yo no la he leído!
SALTER. —(A LA DESCONOCIDA.) ¡Tu historia entera es una impostura! (A BOFFI.) Yo también
debo saber algo... de ciertas suposiciones... de un amigo mío, doctor psiquiatra..., en
Viena... (Volviéndose de nuevo a LA DESCONOCIDA, con desprecio.) Tú estás mezclando tus
casos con esta historia, que quisieras hacer pasar por la tuya.
BOFFI. —¡Pero si es ella, esta señora!
SALTER. —(Todavía más despectivo.) ¿Tú?
LA DESCONOCIDA. —(Placidísima.) Lo asegura él. ¿No lo oyes, que me conoce desde niña?
BOFFI. —¡Yo no puedo equivocarme!
LA DESCONOCIDA. —En cambio, tú me conoces sólo desde hace unos meses.
SALTER. —(Fuerte, excitado, con vivo dolor.) ¡Yo he destruido mi vida por ti!
LA DESCONOCIDA. —¡Por tu locura, no por mí!
SALTER. —Pero, ¿quién me ha hecho perder la cabeza?
LA DESCONOCIDA. —¿Acaso yo? ¡Tú quisiste perderla, acercándote a mí!
SALTER. —¡Porque tú me tentabas!
LA DESCONOCIDA. —¡Ah, amigo mío: mi oficio de mujer, al que la vida me ha reducido! ¿No
has oído lo que me hicieron?
SALTER. —¡Deja ya de valerte de la equivocación en que este caballero se obstina en persistir!
BOFFI. —¡Yo no estoy equivocado, en absoluto!

LA DESCONOCIDA. —¡Figúrate, cómo voy a valerme de la equivocación de quien no está
equivocado! (A BOFFI.) ¡Esta noche es usted un enviado del cielo para mí! ¡Mi salvador! ¡Por
favor, hábleme de mí, de cuando era niña! Era yo tan distinta, que cuando me acuerdo, me
parece estar soñando.
BOFFI. —¡A todos nos parece así, ahora, la vida de antes, Luchi!
LA DESCONOCIDA. —¡Ah, me llama Luchi usted también! ¿Me llaman todos Luchi? Yo creí que
sólo me llamaba él así. ¡Qué lástima!
SALTER. —(No pudiendo contenerse.) ¡Mira que no puedes quitarme de en medio así, después
de haberme aprisionado como lo has hecho!
LA DESCONOCIDA. —¿Yo? ¿Aprisionado?
SALTER. —¡Tú!
LA DESCONOCIDA. —¿Te has dejado aprisionar? ¡Debías haberte defendido! Sí, en cierto
sentido, es verdad; pero tú me has engañado.
SALTER. —¿Yo?
LA DESCONOCIDA. —Me has engañado. ¡Yo te había cogido sólo como bufón! ¡Pero te has
vuelto insufrible, insufrible!
SALTER. —¿Por qué no quieres tener piedad de mí?
LA DESCONOCIDA. —(Como maravillada.) ¿Yo? ¿Tienes el valor de decirlo? ¡He tenido tanta
piedad de ti...! Y tu hija es testigo... (A BOFFI.) Un escritor famoso, ¿sabe...?
SALTER. —(Rápido, cortando.) ¡Te prohibo hablar de mí!
LA DESCONOCIDA. —Entonces, ¿por qué sacar a relucir tu vida destruida?
SALTER. —Para que tengas miedo, si ahora piensas en serio deshacerte de mí así.
LA DESCONOCIDA. —¿Yo, miedo?
SALTER. —Miedo, sí.
LA DESCONOCIDA. —Nunca he tenido esa clase de miedo.
SALTER. —¡Pues ahora debes tenerlo!
LA DESCONOCIDA. —¿Para qué tienes el revólver en el bolsillo? Mira, yo me voy con este
señor: Luchi, de paseo, como de niña. Tú sacas el revólver del bolsillo y me matas como en
broma. ¿Hacemos la prueba?
SALTER. —(Temblando.) No me pongas en ese trance.
LA DESCONOCIDA. —Yo estoy preparada. (A BOFFI, cogiéndolo del brazo.) ¡Vamos! (SALTER saca
el revólver del bolsillo.)
BOFFI. —(Rápido, poniéndose en medio.) ¡No, así, no, señora!
LA DESCONOCIDA. —¡He estado en medio de la guerra! ¡Déjelo que me mate! ¡Luego tendría
que matarse él también..., y no tiene valor para ello!
SALTER. —¡Lo tengo..., y tú lo sabes perfectamente!
LA DESCONOCIDA. —(A BOFFI.) Escuche usted: hubiera podido echarlo a un lado, así, con el
pie, como un andrajo en el suelo...
SALTER. —¡Yo no soy un pelele!
LA DESCONOCIDA. —¡Qué cara! (A MOP.) ¡Dilo tú, Mop, a ver si no es verdad que se separó de
tu madre, porque siempre estaba reprochándole que no fuera bastante serio para su
reputación de escritor!
MOP. —Sí, es verdad.
LA DESCONOCIDA. —Unas desvergüenzas increíbles, ¿sabe?, jactancias delante de la gente
que venía a visitarlo: «Ustedes dispensen, señores, pero yo no puedo tener seriedad delante
de mi mujer, que, ¡fíjense!, incuba mi fama como una clueca.»
SALTER. —(Exasperado.) ¡No podía ser serio! ¡No podía ser serio! (A BOFFI.) Es espantoso,
caballero, que baste una cosa de esas..., una tontería que se dice una vez, así, en broma...,
¿ve usted...?, se queda grabada para siempre en un concepto... Soy aquél, y no puedo ser
otro... ¡Sellado...! ¡Un payaso!
LA DESCONOCIDA. —¿Puedes negar que estabas haciendo el payaso cuando te conocí entre
aquellos otros?
SALTER. —(Interrumpiendo, frenético.) ¡Porque llevaba dentro el tormento de una vida
imposible!
LA DESCONOCIDA. —(A BOFFI.) ¿Ha visto usted? ¡Ahora excluye a los demás, indignado; y me
riñe a mí, que comprometo su reputación! ¡Se ha transformado en su mujer! (Excitándose.)
¡Tenía yo que hacerte posible la vida, ¿verdad? Yo, con su hija, que... ¡Dios mío! (Se cubre el
rostro con las manos, de asco, exasperación, desesperación.) ¡No me hagáis hablar! ¡No me
hagáis hablar!

MOP. —(Corriendo hacia ella, aterrada.) ¡No, no, Elma, por caridad!
LA DESCONOCIDA. —(Casi rugiendo, rechazándola.) ¡Quita! ¡Quiero decirlo!
MOP. —¿El qué?
LA DESCONOCIDA. —¡Lo que me habéis hecho!
MOP. —¿Yo?
LA DESCONOCIDA. —(Casi como loca.) Tú..., todos... No puedo más... No puedo más... Esta es
una vida de locos... Estoy hasta la coronilla... Se me rompe el estómago... Vino, vino..., locos
que ríen..., el infierno desencadenado..., espejos, vasos, botellas..., bailar todos en corro...,
el vértigo... enroscarse todos desnudos..., todos los vicios amasados...; ya no hay leyes
naturales..., ya no hay nada..., sólo la obscenidad, rabiosa de no poder satisfacerse...
(Agarrando a BOFFI por un brazo, y señalando a MOP.) Mire..., mire a ver si eso es un rostro
humano... Y éste (por SALTER), con esa cara de muerto, y todos los vicios que le hormiguean
en los ojos... Y yo vestida así..., y usted que quiere parecer un diablo... Esta casa... ¡Pero
aquí, como en cualquier otra parte, en toda la ciudad, está la locura, la locura! (Señalando
nuevamente a MOP.) Llega ésta. Yo no sabía nada. Yo estaba ya en el «Lari-Fari». ¡Qué escena
tendría con su padre! Lleva ahí un arañazo, de la frente a la mejilla. (Le coge la cara y se la
muestra a BOFFI.) ¡Mire: todavía se le conoce!
SALTER. —¡Pero no fui yo!
MOP. —¡Me lo hice yo sola: no quiere creerlo!
LA DESCONOCIDA. —¡Yo no sé nada: no estuve aquí! ¡Vuelvo aquí borracha! ¡A la fuerza: vierto
con el pie la botella, y luego me la bebo: luego «Espuma de Champaña». (Mostrando su
vestido.) ¿Ve usted? Es mi danza más famosa... ¡Así que, a la fuerza borracha todas las
noches! Aquella noche, ni siquiera me enteré de quién me cogía y me llevaba a dormir.
MOP. —(Estremecida, casi saltándole encima para impedirle que siga hablando.) ¡Elma, por
favor, basta!
LA DESCONOCIDA. —(Rechazándola.) No, déjame hablar...! Él había salido...
MOP. —(Agarrada a ella.) Pero ¿qué quieres decir? ¿Estás loca?
LA DESCONOCIDA. —(Quitándosela de encima y arrojándola sobre la butaca, donde MOP vuelve
a acurrucarse con el rostro oculto.) ¡Sí, ya lo sé! ¡Sólo los locos tienen derecho a gritar
claramente ciertas cosas delante de todo el mundo! (A BOFFI, señalando a SALTER que sonríe.)
Mírelo: se ríe... como se reía al día siguiente por la mañana, cuando quiso saber...
SALTER. —Porque es extraño que tú...
LA DESCONOCIDA. —...¿Le dé importancia a lo que para vosotros no tiene ninguna? ¡Aquí
nada tiene importancia! (A SALTER, indicándole a la hija con la cara oculta.) Pero, sin
embargo, ella..., ¡mírala!
SALTER. —El remordimiento por haber traicionado a la que la mandó venir aquí...
MOP. —(Levantándose rápida y gritando convulsa.) ¡No! ¡Porque es injusto! ¡Es injusto!
LA DESCONOCIDA. —(A BOFFI.) ¿Comprende? ¡Lo proclaman como un derecho! ¡Los acusa
usted, y gritan que es injusto! Yo necesito huir de aquí..., lejos de todos, incluso de mí
misma..., lejos..., lejos... Ya no puedo seguir siendo así..., ésta...
BOFFI. —¡Pero si de usted depende, señora, el recuperar su otra vida...!
LA DESCONOCIDA. —¿Mi vida? ¿Cuál?
SALTER. —(Con feroz sarcasmo.) ¡De doña Lucía...! ¡Con tu marido...! ¿Ya lo habías olvidado?
LA DESCONOCIDA. —(Furiosa, a SALTER.) ¡No, no lo he olvidado! (A BOFFI, en otro tono.) ¿Ese
hombre sigue buscando a su mujer, al cabo de diez años?
SALTER. —A su Luchi...
BOFFI. —(A LA DESCONOCIDA, con firmeza.) Sí, señora... (luego, a SALTER, desafiando el
sarcasmo), a su Luchi... (luego, nuevamente a LA DESCONOCIDA), a pesar de la guerra, y de
quien se ha interesado por hacerla pasar por muerta, al cabo de diez años...
SALTER. —(Rápido, diabólico.) ...¿Quién...?, ¿quién ha tenido ese interés? ¡Tú deberías
saberlo! ¡Venga, dilo! ¡Dilo!
LA DESCONOCIDA. —(Como antes.) ¡Yo no sé nada! Yo le pregunto precisamente a él, ¿cómo
puede creerla viva, si no ha vuelto a su lado?
BOFFI. —Porque supone que, después de todo lo que debe haberle ocurrido...
LA DESCONOCIDA. —...La que él busca, ¡ya no debe existir!
BOFFI. —...¡No, señora! Supone que ella no ha vuelto..., precisamente por eso, temiendo no
poder ser ya la misma para él, después de todo lo ocurrido.
LA DESCONOCIDA. —¿La misma, después de diez años? ¿La misma, después de todo lo que
tiene que haberle ocurrido...? ¡Está loco...! Prueba de que ya no puede ser la misma es que

no ha vuelto a su lado.
BOFFI. —Pero si le digo que, ahora, si usted quiere, señora...
LA DESCONOCIDA. —¿Si quiero? ¡Sí: quiero huir de mí misma! ¡No volver a acordarme de
nada, de nada...! ¡Vaciarme de toda mi vida...! ¡Mire este cuerpo, solamente este cuerpo...!
Yo ya no me siento a mí misma..., no me quiero... Ya no conozco nada, ni me conozco a mí
misma... Mi corazón sigue latiendo, y yo no lo sé... Respiro, y no me entero... Ya no sé nada
de vivir... ¡Un cuerpo, un cuerpo sin nombre, esperando que alguien lo tome...! Pues bien;
sí, si él vuelve a crearme, si él vuelve a darle un alma..., este cuerpo, que es de su Luchi...,
que lo tome..., que lo tome y ponga dentro sus recuerdos..., sus..., una vida hermosa, una
vida hermosa..., una vida nueva... ¡Yo estoy desesperada!
BOFFI. —(Decidido.) ¡Señora, voy corriendo a buscarlo!
SALTER. —¡Usted no trae a nadie a mi casa!
LA DESCONOCIDA. —(Corriendo hacia el despacho de al lado.) ¡Voy a llamarlo yo!
SALTER. —(Rápido, deteniéndola.) No. Espera. Yo iré. Lo llamaré yo. Y veremos... (Corre al
despacho.)
LA DESCONOCIDA. —(Sorprendida, perpleja.) ¿Llama? ¿A quién llama?
BOFFI. —¿Qué va a hacer?
MOP. —(Que se ha vuelto para ver qué hace su padre, da un grito de horror.) ¡No! (Y acude,
mientras se oye un disparo de revólver.) ¡Papá! ¡Papá! ¡Dios mío! ¡Dios mío!
BOFFI. —(Acudiendo.) ¡Ha caído!
LA DESCONOCIDA. —¡Se ha matado!
(Ahora se oyen, de allí, las voces ansiosas de los tres que rodean el cuerpo de SALTER
que se ha herido en el pecho. Primero lo observan; luego lo levantan del suelo para colocarlo
en un diván.)
MOP. —¡En el corazón! ¡En el corazón!
BOFFI. —¡No, no! ¡No está muerto! ¡El corazón está ileso!
MOP. —¡Mire! ¡Sangre por la boca!
BOFFI. —¡Ha tocado un pulmón!
LA DESCONOCIDA. —¡Levántale un poco la cabeza!
MOP. —¡No, cuidado! ¡Yo! ¡Papá! ¡Papá!
BOFFI. —¡Hay que levantarlo! ¡Llevarlo ahí, sobre el diván! ¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme!
MOP. —¡Con cuidado! ¡Con cuidado!
BOFFI. —¡Usted aquí! Eso: así...
MOP. —¡Soy Mop, papá! Tu Mop..., aquí..., así, despacito, la cabeza... Ese cojín, ese cojín...
LA DESCONOCIDA. —¡Hay que llamar a un médico en seguida!
BOFFI. —¡Yo iré, yo iré...!
MOP. —Habla, habla... ¿Qué quieres decir, papá? (A LA DESCONOCIDA.) ¡Te mira a ti!
LA DESCONOCIDA. —No es grave... No debe ser grave... Pero pronto, un médico...
MOP. —(A BOFFI.) Sí, el médico: mire, aquí en la misma casa hay uno... ¡Pero están llamando
a la puerta...!
(En efecto, se oye el timbre y golpear en la puerta.)
BOFFI. —(Acudiendo.) Yo abriré, yo abriré...
LA DESCONOCIDA. —(Detrás de BOFFI.) El médico vive en el piso de abajo.
(BOFFI ha abierto la puerta. Entra un gigantesco portero, típicamente alemán,
desgreñado y furioso.)
PORTERO. —¿Qué es esto? ¿Qué ha pasado? ¿Pero cuándo vamos a acabar, en esta casa?
¿También tiros?
LA DESCONOCIDA. —¡Sí, sí, mire, el señor Salter...! ¡Se ha herido!
PORTERO. —¿Se ha herido? ¿Cómo? ¿Se ha herido él mismo?
BOFFI. —¡Sí, en el pecho, él mismo... gravemente!
LA DESCONOCIDA. —¡Por favor, baje en seguida a avisar al doctor Schutz!
PORTERO. —¡El doctor Schutz estará durmiendo a estas horas!
BOFFI. —¡Pues despiértelo!
LA DESCONOCIDA. —¡Sí, sí, por caridad! ¡Hay que prestarle auxilio en seguida!
PORTERO. —¡Yo no despierto a nadie! ¡Ustedes revolucionan a toda la casa! ¡Hay que acabar
con esto!
BOFFI. —¡Iré yo, iré yo a llamarlo!
PORTERO. —(Rápido, agarrándolo.) ¡Usted no sale de aquí, si hay un herido!
BOFFI. —(Libertando su brazo de un tirón.) ¡Usted está loco!

PORTERO. —¡Los locos son ustedes! ¡Hay un reglamento de viviendas! Yo conozco las paredes,
conozco la escalera, conozco el reglamento, y pongo la denuncia! ¿Dónde está el herido?
¿Ahí? ¿Es grave?
BOFFI. —¡Claro que sí, es grave! ¡Hay que socorrerlo!
PORTERO. —Pero yo digo que, si la cosa es tan grave...
MOP. —(Acercándose.) ¡Claro! Quizá sea mejor llevarlo a una clínica... ¡Aquí no tenemos a
nadie!
PORTERO. —Eso es, precisamente: fuera, fuera de aquí; a una clínica... Puedo avisar a una
ambulancia.
MOP. —Sí, en seguida, por favor, pida una ambulancia. (MOP vuelve junto a su padre y el
PORTERO se va gruñendo.)
BOFFI. —Pero, ¿cómo? ¿Aquí, así, sin nadie...?
LA DESCONOCIDA. —Vivimos así. De noche, no hay nadie. Y los porteros son los amos de la
casa.
BOFFI. —Ahora, véngase conmigo, señora.
MOP. —(Llamando desde el despacho.) ¡Elma, Elma, ven aquí!
LA DESCONOCIDA. —No, ¿adónde quiere que vaya ahora?
BOFFI. —Pero... doña Lucía...
MOP. —(Apareciendo bajo el arco.) ¡Elma!
LA DESCONOCIDA. —Me llama Elma, ¿oye usted?
BOFFI. —¡Entonces, voy yo a buscarlo a él!
MOP. —Espero que no tendrás intención de marcharte...
BOFFI. —...¿Después que él ha estado amenazándole toda la noche?
MOP. —...¡Precisamente, porque ella quería marcharse!
BOFFI. —(Cogiendo a LA DESCONOCIDA por un brazo.) Doña Lucía, volveré aquí con él; y estoy
seguro de que, en cuanto usted lo vea...
MOP. —(Cogiéndola por el otro brazo.) Ven, ven, Elma; ¡te está llamando!, ¡te está llamando:
quiere que vayas tú!
(BOFFI se agita, sorprendido, y sale con decisión.)
LA DESCONOCIDA. —(A MOP.) Anda, ve; ahora iré yo...
MOP. —(Se mueve indecisa. Volviéndose.) Tú quieres marcharte...
LA DESCONOCIDA. —No, no, ahora voy... Anda, no le dejes solo... (MOP se va. LA DESCONOCIDA,
al quedarse sola, se oprime un buen rato el rostro con las manos; luego, de pronto, las separa
para pasárselas por las sienes, como para apuntillar su cabeza, que levanta con
desesperación, y cierra los ojos para decir:) ¡Un cuerpo sin nombre! ¡Sin nombre!
TELÓN


ACTO SEGUNDO
Salón claro y luminoso en la planta baja de Villa-Pieri.
La pared del fondo está abierta sobre una terraza con balaustrada de mármol, de la
que salen cuatro delgadas columnas que sostienen el techo de vidrio. Desde la terraza se
divisa un delicioso paisaje, tranquilo, verde, soleado, de colores claros. En la pared de la
derecha (del actor), está la escalera, más bien ancha, que conduce a los pisos superiores del
chalet. Se ven los primeros escalones, con rica alfombra roja en medio.
En la pared de la izquierda, hay una gran puerta de cristales, que conduce al jardín de
entrada al chalet.
El mobiliario es claro y rico, de «hall». En la pared del fondo, a la derecha, resalta un
gran retrato, pintado al óleo, ovalado, de Lucía Pieri, como era ella en el año de su boda, antes
de la Gran Guerra, ataviada con un gracioso vestido juvenil de la moda de entonces.
Cuatro meses después del primer acto.
Una tarde de abril.
Al levantarse el telón, la tía LENA CUCCHI habla con alguien que está en el jardín. La tía
LENA tiene unos sesenta años, gruesa, pero sólida, con una cabeza casi varonil, llena de
extraños manchones grises. Tiene las cejas negrísimas, gruesas y pobladas, y lleva gafas
redondas de concha. Viste de negro, varonilmente, con cuello almidonado. Es franca y
desenvuelta.
TÍA LENA. —¡Sí, hombre, sí, sube ya! ¡Te digo que bastan, señor...! ¡Ah, por fin...! ¡Menudo
ramo...! ¡Si se le caen! ¡Ya está bien...! ¡No te pares a recogerlas! Hay veces que deja el jardín
pelado. (Entra por la puerta de cristales el TÍO SALESIO NOBILI, con un gran ramo de flores
entre los brazos. Es un viejecito débil, que estaría todavía vivaracho si no tuviera la nuez y la
espalda casi engomadas. Está todo teñido, cabello, bigote... El bigote es como un par de
tiznazos bajo su gran nariz aguileña. La elegancia es la primera tarea de TÍO SALESIO, y quizá
también su martirio. Un cuello alto, lo menos de cuatro dedos, le sostiene el suyo extraviado.
Viste un impecable «taid».)
TÍO SALESIO. —Ahora te explicaré...
TÍA LENA. —No expliques nada: ¡deja ahí las flores! (En la mesa que hay en medio de la
escena.)
TÍO SALESIO. —(Dejando las flores sobre la mesa.) No; si me lo permites, te lo explicaré,
querida prima.
TÍA LENA. —¡Bueno, explica! Mientras tanto, yo iré colocando las flores. (Empieza a poner
flores en los vasos, por la sala.)
TÍO SALESIO. —No las he cortado para esos que van a venir...
TÍA LENA. —No me interesa saber para quién las has cortado. Lo único que te digo es que has
cortado demasiadas.
TÍO SALESIO. —Te explicaré por qué...
TÍA LENA. —Explica, explica: tú te pasas la vida dando explicaciones.
TÍO SALESIO. —¡Claro! Con la poca comprensión que se tiene..., o mejor: que se quiere
tener...
TÍA LENA. —Yo hoy me siento bien: explica eso. Y tú te sientes mal.
TÍO SALESIO. —¡Yo me encuentro buenísimo!
TÍA LENA. —No, querido: mal...
TÍO SALESIO. —¡Buenísimo!
TÍA LENA. —¡Malísimo!
TÍO SALESIO. —¿Quieres explicarme, tú, ahora, por qué tengo que sentirme malísimo?
TÍA LENA. —¡Si necesitas que te lo explique, señal de que no tienes conciencia de lo que has
hecho!

TÍO SALESIO. —¿Qué he hecho yo?
TÍA LENA. —¡Basta! ¡No me des más la lata! Si Dios quiere, hoy acabará todo: se tomarán los
acuerdos para ese famoso acto notorio...
TÍO SALESIO. —(Riendo.) ¿Qué notorio, notorio? ¡Acta notarial!
TÍA LENA. —¡De sobra lo sé! ¿Notarial? «Derrotarial», diría yo. Y no se volverá a hablar de ello.
En castigo, fíjate, si de mí dependiera, te asignaría una cantidad... Pero, con Luchi aquí, ya
no querrán nada contigo.
TÍO SALESIO. —¡Bravo! En pago de haberme despojado de todo por mi sobrina.
TÍA LENA. —Cuando le diste como dote las tierras y el chalet, no te despojaste de todo:
entonces eras rico, y podías hacerlo como si nada.
TÍO SALESIO. —Y ahora que no tengo nada, ¡a la calle!, ¿eh? El castigo que me merezco.
TÍA LENA. —¡No vayas a suponer...! Quiero decir: en castigo por no haber tenido la misma fe
inconmovible de Bruno en que nuestra Luchi no había muerto.
TÍO SALESIO. —¡Sí, hasta cierto punto..., tú tampoco la tenías! ¡Sí, sí, me lo dijiste a mí!
TÍA LENA. —Te lo diría... ¡Pero yo no me presté a hacer nada para que fuera declarada
muerta!
TÍO SALESIO. —¡Claro! ¡Porque no te correspondía a ti hacerlo!
TÍA LENA. —¡Ni lo habría hecho yo jamás, te digo! Y así no nos encontraríamos ahora todos
en este apuro, de tener que tomar acuerdos para que sea anulado... Y cuando pienso que lo
hicisteis por la ruindad de querer quitarle a Bruno las tierras y el chalet...
TÍO SALESIO. —¿Ruindad...? ¿Quitarle...? ¡Como si hubiera sido suyo!
TÍA LENA. —¡Más que suyo! ¡Dos veces suyo! ¡Reconstruido el chalet de nueva planta, y las
tierras revalorizadas por él! ¡Pero le negasteis el derecho...!
TÍO SALESIO. —¡Si no lo tenía!
TÍA LENA. —¡Ya lo sé! Con la bonita disculpa de Inés, de que las reparaciones era el Estado el
que tenía que hacerlas, después de las seguridades... Yo, mira, antes que prestarme a las
maniobras de Inés...
TÍO SALESIO. —¡Pero, Dios santo! Tú olvidas que Bruno, ya sin Lucía, para nosotros había
vuelto a ser un extraño; mientras que Inés seguía siendo mi otra sobrina, por la que yo no
había podido hacer nada porque ya me había quedado pobre cuando ella se casó.
TÍA LENA. —¡Ah, luego confiesas que lo hiciste por Inés!
TÍO SALESIO. —Perdona: lo hice también por mí.
TÍA LENA. —¡Sin que se te revolviera el estómago, de verla tan furiosa, porque su hermana
fuese declarada muerta!
TÍO SALESIO. —Furiosa por la ruina de Bruno Eres curiosa: ¡Bruno me ha comprendido y
disculpado; y tú, no!
TÍA LENA. —¡Y yo, no! ¡Porque no me dejo manejar por nadie! ¡Yo pienso con mi cabeza! ¡Sí!
«¡Bruno, un extraño, y yo reducido a la pobreza! ¡Recuperar lo que un día había dado a mi
sobrina.!» Hasta donde llega mi entendimiento, comprendo que no es hermoso; pero es
humano. Los hombres no son hermosos; tanto es así que nunca he querido saber nada de
ellos.
TÍO SALESIO. —(Desatándose después de haber aguantado tanto.) ¡Ni los hombres de ti!
TÍA LENA. —¡Ni los hombres de mí, de acuerdo!
TÍO SALESIO. —...Porque eres buena, Lena, eso sí ¡Pero eres fea! ¡Fea! ¡Fea! ¡Incluso fea de
carácter...! No tienes en cuenta que si me quedé pobre fue por haber dado lo que tenía.
TÍA LENA. —¡Sí, querido Salesio! Te estoy diciendo que tú, que te has quedado pobre, sí..., lo
comprendo; pero a tu sobrina Inés, que ahora tiene el valor de presentarse aquí, a su
hermana, yo, en castigo, le hubiera dicho en su cara: «Pero las tierras y el chalet, no,
¿sabes? Mira: antes que dejártelo a ti, se lo dejo a los perros; y tú...» (Viendo bajar por la
escalera a LA DESCONOCIDA.) ¡Pero aquí tenemos a nuestra Luchi! (Y, en seguida, se hace
cruces, porque LA DESCONOCIDA, de manera que parece evidentemente estudiada, incluso para
los que han estado a su lado, como TÍA LENA y TÍO SALESIO, se ha vestido y arreglado como en
el gran retrato ovalado que hay en la pared.) ¡Oh! ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Mira! ¿Te has convertido
en aquélla?
TÍO SALESIO. —¡El retrato que habla!
LA DESCONOCIDA. —Venía a confrontar. Tengo que representar la comedia.
TÍA LENA. —¿La comedia?
LA DESCONOCIDA. —¿Pues no van a venir...? Muerta al cabo de diez años... Nunca se sabe...
Es mejor volver al punto de partida... Sólo me... (Se golpea en el estómago, para indicar que

le oprime.) ¡Basta! ¿Quién va a venir, además de mi hermana Inés?
TÍA LENA. —El marido...
LA DESCONOCIDA. —¿Livio? ¿Silvio?
TÍA LENA. —Silvio, Silvio...
LA DESCONOCIDA. —No sé por qué, se me ha quedado el nombre de Livio.
TÍO SALESIO. —Abogado: ¡ten cuidado!
TÍA LENA. —¿Por qué ha de tener cuidado?
TÍO SALESIO. —Es el que ha llevado...
TÍA LENA. —¡Bah! Ya ni se acordará Es un hombre agradable...
TÍO SALESIO. —¡Fino!
LA DESCONOCIDA. —¡Estaré encantada de conocerlo!
TÍA LENA. —¡Pero si lo conoces...! No como cuñado, claro. Era amigo de Bruno...
LA DESCONOCIDA. —¡Tantos amigos ha tenido Bruno...! Espero que no será obligación que yo
los conozca a todos, si los trae aquí, ahora que se abre la puerta... ¿Quién más tiene que
venir?
TÍA LENA. —Pues... tu cuñada Bárbara, supongo; si Bruno se acuerda de mandar a buscarla.
TÍO SALESIO. —Ésa no es nada.
TÍA LENA. —¿Nada? Ésa ha sido siempre..., solamente..., la más enemiga.
LA DESCONOCIDA. —¿Y Boffi? ¿Vendrá también Boffi?
TÍO SALESIO. —No sé si está en la ciudad.
LA DESCONOCIDA. —Sí, sí, está. Le he dicho a Bruno que lo haga venir a él también. A Boffi,
lo quiero yo, lo quiero yo. (Mira al retrato, y luego se mira a sí misma.) Perfecto, ¿verdad?
TÍO SALESIO. —¡Pareces bajada de ahí!
TÍA LENA. —Sí. Aunque a mí, la verdad, nunca me pareció que ese retrato tuyo de muchacha
se te pareciera mucho.
LA DESCONOCIDA. —¡Ah!, ¿no? Pues Bruno me ha dicho que lo habían tomado de una «foto»
ampliada...
TÍO SALESIO. —¡Cómo no...! De la «foto»...
LA DESCONOCIDA. —...Y con todas las indicaciones que él le dio al pintor...
TÍO SALESIO. —¡Ahora se puede ver bien el parecido! ¡Exacta, caramba! ¡Lo que he dicho yo
siempre! ¡Ahí la tienes!
TÍA LENA. —Yo decía..., los ojos... ¿Me permites? (Coge entre sus manos el rostro de LA
DESCONOCIDA, y le mira los ojos de cerca.) ¡Míralos! ¡Aquí los tienes, sus ojos verdaderos,
como los he visto yo siempre: son éstos; no aquéllos!
LA DESCONOCIDA. —¿Tú has visto a Luchi siempre con estos ojos?
TÍA LENA. —¡Claro, éstos!
TÍO SALESIO. —¿Y no son los mismos?
TÍA LENA. —¡Qué, los mismos! ¡Éstos son los mismos; no aquéllos...! Un poco verdes...
TÍO SALESIO. —¡Cómo, verdes! ¡Si son azules!
LA DESCONOCIDA. —(Primero a LENA.) Para ti, verdes. (Luego a TÍO SALESIO.) Para ti, azules. (Y
llevando a TÍO SALESIO frente al retrato.) Y para Bruno, mira, tío: grises, entre las pestañas
negras. Luego, el pintor, por su cuenta... «Los verdaderos ojos de Luchi»... ¡Cualquiera lo
asegura, ni con la prueba de un retrato!
TÍO SALESIO. —Yo no puedo equivocarme. Fraternal amigo de tu padre... ¡Tú tienes los
mismos ojos suyos!
TÍA LENA. —¡Suyos, dice! Los de Inés, sí: son los mismos ojos de su padre. ¡Pero no éstos! (A
LA DESCONOCIDA.) ¡Tú tienes los ojos de tu madre, te lo digo yo! Tu madre y yo, nos criamos
juntas; primas, y tocayas, tu madre, la pobre Lena, y yo. ¡Figúrate si lo sabré! (TÍO SALESIO
se ríe.) ¡Sí, sí, ríete!
LA DESCONOCIDA. —¿Por qué se ríe?
TÍA LENA. —Porque, de muchachas, los chicos, cuando nos veían juntas a las dos primas...
TÍO SALESIO. —...Las llamábamos: la Lena guapa y la Lena fea.
LA DESCONOCIDA. —¡Lena no es fea!
TÍA LENA. —¡Así protestabas, de pequeñita! «Lena no es fea.» Porque esta Lena fea, cuando
murió la Lena guapa, te hizo de mamá...
LA DESCONOCIDA. —(Turbándose.) Basta, Lena, por favor...
TÍA LENA. —(Como si le recordaran un pacto convenido.) Sí, basta. Pero ése es un pasado que
no puede dolerte.
TÍO SALESIO. —Se ve que le duele, cuando te ha dicho: «Basta.»

TÍA LENA. —No puede dolerle: era tan pequeñita que no puede acordarse. (Para concluir.) Eres
el retrato de tu madre cuando murió, era exactamente como tú ahora.
TÍO SALESIO. —Yo la veo completamente distinta.
TÍA LENA. —¡Uf!
LA DESCONOCIDA. —Ésa es precisamente, tío, la comedia que voy a representar: ¡cómo me ves
tú, y cómo me ve Lena; y cómo se hace reconocer, al cabo de diez años, una desaparecida,
con todo el ejército enemigo que debe haberle pasado por encima! ¡Ya verás, ya verás!
(Sentándose, e invitando a sentarse a TÍA LENA y a TÍO SALESIO.) Pero ahora es preciso, ante
todo, que los dos me expliquéis bien cuál es la verdadera situación de Bruno aquí, en
relación con las tierras y el chalet.
TÍO SALESIO. —(Maravillado.) ¿La situación? Pero, ¿no la conoces?
LA DESCONOCIDA. —(Seca.) No la conozco.
TÍO SALESIO. —Bruno te habrá dicho...
LA DESCONOCIDA. —Me ha hablado..., no sé... de derechos negados... Pero estaba tan
turbado... Quizá porque yo, al oír hablar de eso...
TÍA LENA. —¡Me lo figuro! ¡A mí también se me revuelve el estómago...!
LA DESCONOCIDA. —(Con el aspecto y el tono de quien tiene una sospecha que enoja y
entristece.) No, Lena; no es por lo que tú supones. A mí me repugna otra cosa... Se fue
encogiéndose de hombros: «¡Bah, no hagas caso!; puedes hacerte de nuevas; es preferible
que sepan que yo no te he informado de nada.» Pues bien, yo quiero, ¡al contrario!, estar
informada de todo.
TÍO SALESIO. —¡Pero si ahora ya está la situación clarísima!
TÍA LENA. —...Con tu regreso...
TÍO SALESIO. —...Toda competencia, cortada por lo sano.
TÍA LENA. —De eso estábamos hablando, precisamente.
LA DESCONOCIDA. —Pero, ¿todavía no ha sido anulada la declaración de muerte?
TÍA LENA. —¡Qué te imaginas! Será anulada, con el acta que va a levantarse ahora.
TÍO SALESIO. —Habría sido anulada en seguida, si tú hubieras querido desde el primer
momento...
LA DESCONOCIDA. —(Se lanza a decir con desprecio.) Desde el primer momento... (Pero se
frena un momento.) ¡No me hagáis hablar! (Luego, no pudiendo menos de expresar lo que
siente:) Yo no he querido nada... desde el principio..., ¡nada de todo esto!
TÍA LENA. —¡Sí, sí, lo sabemos...! ¡Debería habérsete evitado por lo menos esta amargura!
LA DESCONOCIDA. —¡Si sólo fuera amargura...!
TÍA LENA. —Pero hay intereses de por medio, ¿sabes?
LA DESCONOCIDA. —¡Nadie me ha dicho nada!
TÍA LENA. —Son también tus intereses...
LA DESCONOCIDA. —¡Yo no tengo ningún interés...!
TÍO SALESIO. —¡Cómo no vas a tenerlo!
LA DESCONOCIDA. —¡No, ah, no, no! Si hay intereses de por medio, os lo advierto desde ahora,
yo no me presto! Decídmelo, decídmelo. Porque si tuviera que... ¡Lo primero de todo, iría a
quitarme esto! (El vestido que lleva puesto.) Sería indigno, indigno...
TÍA LENA. —¡Oh, no!, ¿por qué dices eso?
LA DESCONOCIDA. —¡Porque es así! ¡Esta declaración de muerte que hicieron, es justa! ¡Es
justa!
TÍO SALESIO. —(Atónito.) ¿Cómo, justa?
LA DESCONOCIDA. —¡Justa! ¡Se lo dije allí a Boffi, y a él también! Habéis estado diez años
esperándola. ¿La visteis volver? ¡No! ¿Y por qué no volvió? ¿Es tan difícil de imaginar la
razón...? ¡Muerta, muerta, o como si hubiera muerto para la vida que tuvo aquí antes; para
todo recuerdo de aquella vida que no quiere volver a tener..., está claro..., no quiere volver a
tener..., aunque haya quedado viva!
TÍA LENA. —(Conmovida.) ¡Sí, sí.. , tienes razón hija mía! ¡Y yo lo comprendo perfectamente!
TÍO SALESIO. —¡Y yo, también, Luchi! ¡Yo también! Pero ahora que has vuelto...
LA DESCONOCIDA. —¡Sin saber nada de todos estos contrastes, de estos intereses, ni de que
iba a verme obligada a hacer este papel que me repugna! ¡Yo he venido por él! ¡Lo he hecho
sólo por él! ¡Y puso como primera condición que, si venía aquí, nadie, nadie pretendería que
yo lo reconociera; nadie recordaría nada, ni de antes, ni de después! Al principio, ni siquiera
quise veros a vosotros dos, que estabais aquí, con él...
TÍO SALESIO. —...Sí, y, en efecto, nos alejamos durante más de un mes...

LA DESCONOCIDA. —(Levantándose, furiosa.) ¡Debió decírmelo! ¡Debió decírmelo! ¡Y yo no
hubiera venido!
TÍA LENA. —(Tímida, después de una breve pausa.) Quizá por delicadeza no te lo dijo; porque
había sido tu hermana...
TÍO SALESIO. —...Después de la desaparición...
TÍA LENA. —¡Ya está otra vez disculpándola!
TÍO SALESIO. —...No la disculpo... Estoy explicando... Ella misma acaba de decirlo, ¿no la has
oído? Al cabo de diez años...
LA DESCONOCIDA. —Pidió, con razón, la declaración de muerte, para que le fueran asignadas
a ella las tierras y el chalet, ¿no es así?
TÍA LENA. —(Corrigiendo.) ¡No, no a ella! Para que volvieran a ser de éste (Tío SALESIO), que te
los había dado como dote...
TÍO SALESIO. —...¡Como no había descendencia...!
LA DESCONOCIDA. —(Con alegría, a TÍO SALESIO.) ¡Ah!, ¿pero los has recuperado tú? ¿Ya no
pertenecen a Bruno?
TÍA LENA. —No: son de Bruno, son de Bruno...
LA DESCONOCIDA. —Pero ¿y la declaración de muerte? Y yo que me alegré tanto, porque me
liberaba de la obligación... No sé... Le pareció una salvación también a él... (Vuelve a
sentarse.) Pero decidme, decidme: ¿cómo es que todavía son de Bruno?
TÍA LENA. —Sí; porque Bruno se opuso, justamente...
TÍO SALESIO. —...¡Justamente, no!
TÍA LENA. —...¡Justamente, sí!
TÍO SALESIO. —...¡No!
LA DESCONOCIDA. —¿Pero no comprendes, Lena, que yo sería feliz si las tierras y el chalet
hubieran vuelto a poder de tío Salesio, y él pudiera disponer libremente y dárselos a ella?
TÍA LENA. —¡Ah, no!
TÍO SALESIO. —¡Eso, no! ¡Qué tiene que ver...!
LA DESCONOCIDA. —¡Sí, sí! ¡A ella! ¡A ella!
TÍO SALESIO. —¡Ah, no! ¡Yo ya no tengo nada que ver con eso! ¡Yo ya estoy fuera de ese
asunto! ¡Con tu regreso, se acabó! Precisamente, antes de bajar tú, estaba yo aquí
discutiendo académicamente con Lena si el motivo de la querella era lícito o no... Ya puedes
figurarte cómo quedaron aquí, las tierras y el chalet, después de la guerra: escombros, todo
devastado...
TÍA LENA. —Y mientras todo estuvo devastado y reducido a escombros, ¿comprendes?, nadie
se acordó de pedir una declaración de tu muerte. La ambición nació después que Bruno...
TÍO SALESIO. —...¡Si tú lo dices...!
TÍA LENA. —...¿Y qué quieres que diga? ¿Que no es verdad?
LA DESCONOCIDA. —...Déjalo, Lena; déjalo que hable él. Quiero conocer también su opinión.
TÍO SALESIO. —Tú has tenido siempre más juicio que todos juntos, Luchi..., y quieres ahora
ver claro...
LA DESCONOCIDA. —¡Sí, sí, ver claro, ver claro!
TÍO SALESIO. —Pues verás... (A TÍA LENA, como entre paréntesis.) ¿Permites? (De nuevo, a LA
DESCONOCIDA.) Éste es el verdadero punto de la cuestión: ¿a quién correspondía hacer las
reparaciones de los daños de guerra?
TÍA LENA. —¡Al Estado! ¡Respóndele eso, dale ese gusto! Es eso, ¿comprendes? Toda
pretensión sobre lo que hizo aquí tu marido, reconstruyéndote en seguida el chalet, con la
esperanza de que tú tenías que venir de un momento a otro, fue impugnada por la parte
contraria. «¡Gracias!», le dijeron. «¿Las reparaciones? ¡El Estado las hubiera hecho a su
tiempo! No puedes alegar ningún derecho...»
TÍO SALESIO. —Así estaban las cosas...
TÍA LENA. —...¡Cuando cayó como una bomba la noticia de tu reaparición!
TÍO SALESIO. —... ¡Se acabó la disputa, y todo volvió a su sitio!
TÍA LENA. —¡Puedes figurarte cómo se quedaron! ¡Estaban tan seguros de ganar la partida...!
(Pausa. LA DESCONOCIDA queda pensativa y taciturna.)
LA DESCONOCIDA. —Y entonces si esta «reaparición», como tú dices, no hubiera ocurrido,
¿Bruno lo habría perdido todo?
TÍO SALESIO. —¡Seguro! ¡Todo!
TÍA LENA. —Una vez obtenida la declaración de tu muerte, por haber transcurrido los años
que marca la ley...

LA DESCONOCIDA. —¿Y Boffi sabía todo eso cuando fue a Berlín?
TÍA LENA. —¡Claro! ¡Cómo no iba a saberlo! ¡Si fue un escándalo...!
TÍO SALESIO. —Durante todo este tiempo, no se ha hablado aquí de otra cosa, como puedes
figurarte.
TÍA LENA. —Por una parte, razones sentimentales, y, contrastando con ellas, razones de
intereses importantes, como sabes; porque ¡son tantas las tierras convertidas en una
verdadera fuente de riqueza por los cuidados de tu marido! Y los contrarios jugaban con
ventaja; porque las razones sentimentales que alegaba tu marido suscitaban fácilmente la
burla de los maliciosos, como si Bruno disimulara con ellas la defensa de sus intereses.
LA DESCONOCIDA. —¡Ah! ¿Han pensado también que a él le resultaba cómodo alegar razones
sentimentales para defender sus intereses?
TÍA LENA. —¡Los malpensados! ¡Los maliciosos!
TÍO SALESIO. —Los ánimos estaban tan envenenados.. (Nueva pausa.)
LA DESCONOCIDA. —(Sombría, cada vez más hundida en una sospecha que la descompone.)
Comprendo, comprendo...
TÍA LENA. —(Por distraerla.) ¡Pero ya se acabó todo...! ¡Basta! ¡No hablemos más de eso...!
¡Claro!, el volver a ver ahora... te turba...
LA DESCONOCIDA. —(Con arranque desdeñoso.) ¡No...! ¡Qué quieres que me importe eso!
(Luego, en otro tono.) Otra cosa me turba... (Se ensombrece.) Que también allí, en Berlín..
TÍA LENA. —(Tímida.) ¿Qué...?
LA DESCONOCIDA. —¡Nada, nada!
TÍA LENA. —Pero... son, como ves..., formalidades. Figúrate: muerta. ¡Tienes que reaparecer
viva!
LA DESCONOCIDA. —(Sin hacer caso.) Boffi me dijo allí que había avisado a Bruno, cuando le
pareció haberme reconocido...
TÍA LENA. —¡Sí..! ¡Y puedes imaginarte cómo se precipitó...!
LA DESCONOCIDA. —Porque ya se había hecho aquí la declaración de mi muerte, ¿verdad?,
con lo cual él perdería el pleito...
TÍA LENA. —¡No, por Dios! ¿Qué piensas?
LA DESCONOCIDA. —¡Tengo motivos, Lena! ¡Ahora tengo motivos para pensar así!
TÍA LENA. —¡Ah, no! Él no lo creyó nunca. ¡Sólo él no creyó nunca que tú hubieras muerto!
TÍO SALESIO. —¡Eso es verdad! ¡Eso es verdad!
TÍA LENA. —Corrió a buscarte, porque se imaginaba precisamente lo mismo que tú has
contado, para explicarse por qué tú no habías querido volver.
LA DESCONOCIDA. —(Levantándose, nerviosísima.) ¿Sabes dónde me encontró? Yo tenía que
acompañar, de noche, a una clínica, con su hija, a uno que había intentado suicidarse por
mí...
TÍA LENA. —...¿Por ti...?
LA DESCONOCIDA. —... Sí...
TÍA LENA. —...¡Dios mío! ¿Un loco..?
LA DESCONOCIDA. —No quería dejarme —escribe todavía—... A la puerta, cuando salía yo
detrás de los camilleros..., me encontré frente a frente...
TÍO SALESIO. —...¿Con Bruno?
LA DESCONOCIDA. —Bruno, Bruno, sí. Boffi había ido a buscarlo al hotel. Quiso detenerme.
Lo llamé loco, y le dije que yo no tenía marido, ni lo había tenido nunca. Que me dejara en
paz. Que yo no había visto en mi vida a aquel señor que lo había traído allí.
TÍO SALESIO. —¿Y Bruno...?
LA DESCONOCIDA. —Me fui detrás de aquel herido, sin darle tiempo a responder. Cuando
volví, dos horas después, los encontré allí a los dos, todavía. Boffi debía haberle dicho que
yo... (A LENA.) Comprenderás, con la precipitación, ante aquel loco que tenía el arma en el
bolsillo, y me había amenazado ya..., con tal de liberarme...; como recurso, me había
sometido a admitir algo... ¡Qué sé yo...!, que lo conocía, que me acordaba de Filippo, el
jardinero...; que me había encontrado sola en el chalet. Al encontrarlos luego allí a los dos,
segura de que habrían hablado de esas mis admisiones, ¡lo negué todo! ¡Todo! Dije que
antes había confesado coaccionada; pero que todo era mentira, que yo no lo conocía de
nada..., que no conocía a ninguno de los dos... y, por lo tanto, que se fueran. Que se fueran
de allí, y desistieran de aquella comedia insulsa que Boffi se obstinaba en representar... de
haberme reconocido.
TÍO SALESIO. —¡Pero Bruno también te reconoció en seguida!

LA DESCONOCIDA. —¡No, no! ¡Él, no!
TÍO SALESIO. —(Sorprendido.) ¿No?
LA DESCONOCIDA. —...Por eso digo... ¡No! ¡Me di perfecta cuenta! Allí, frente a la puerta,
cuando lo vi..., no encontró, ¡seguro que no!, aquella semejanza que Boffi le había descrito.
Debió llevarse una desilusión. ¡Lo noté, lo noté! (A LENA.) TÚ sabes lo que ocurre: al primer
golpe de vista, notas cierta semejanza; se lo dices a otro, el otro mira... y no le ve el parecido.
¡Todos no tenemos los mismos ojos! (Casi para sí.) Y yo me pregunto: ¿Por qué, entonces, si
en el primer momento no le parecí? (Luego, a ellos.) Sí, algún parecido tenía que haber; era
innegable, y lo admití; admití también que era veneciana. ¡Pero no de aquí, no de aquí! ¡Y
hasta les dije de dónde...! Tanto dije, tanto hice, que al final los convencí a los dos de que se
trataba solamente de un parecido, un gran parecido, no sólo de personas, sino de
circunstancias; pero nada más. En una palabra: que no era yo la que ellos andaban
buscando. ¿Qué otra cosa podía hacer? Si no que..., fue entonces..., yo no sé...
TÍA LENA. —¿Que te arrepentiste?
LA DESCONOCIDA. —¡No! La situación en que me encontraba... (Casi para sí.) ¡No debe ser
ahora para él una excusa! ¡No tiene que aprovecharse! ¡Se aprovecha para defender sus
intereses...!
TÍA LENA. —¡No, no! ¿Por qué te atormentas así? ¿Qué quieres decir...?
LA DESCONOCIDA. —(Sentándose abatida.) Cansada, Lena... ¡Estaba tan cansada... y
desesperada, desesperada como nunca me había sentido hasta entonces..., perdida...,
acabada..., asqueada de la vida...! No podía más..., sin saber ya dónde ir, ni qué hacer... en
aquella noche tremenda en la que me parecía que mi vida estaba pendiente de un hilo de
angustia...
TÍA LENA. —(Conmovida.) ¡Pobre hija mía...!
LA DESCONOCIDA. —...Él se puso a hablar de su Luchi..., de cómo era..., de lo que había
significado para él, el año que la conoció... con una pena y un desconsuelo que, al oírlo
hablar... allí, tan solo... y tan desconsolada como estaba yo también, ya sin esperar nada
bueno de la vida..., me eché a llorar, a llorar... sin pensar que mis lágrimas... —lágrimas por
mí, por mi desolación— podían ser interpretadas por él como un signo de arrepentimiento
de haber negado obstinadamente. ¡Mi cuerpo estaba allí, como prueba de que yo era su
Luchi...! Se lo dejé abrazar, apretar, apretar contra su pecho, hasta quedarme sin
respiración... ¡Pero no lo hice por otra cosa, yo...! Y vine con él aquí, sólo para eso, después
de hacérselo entender bien, y prometer que tenía que ser sólo para eso; que vendría aquí...
como de una muerte, sólo para él... ¡sólo para él!
TÍA LENA. —Sí, sí, truncada tu vida de antes... lo leí claramente en tus ojos, en cuanto volví a
verte...
LA DESCONOCIDA. —¿Me reconociste tú también, en seguida?
TÍA LENA. —No, hija. Yo tampoco. En el primer momento...
LA DESCONOCIDA. —¡Ah! ¿Tampoco tú?
TÍO SALESIO. —¡Ni yo tampoco! ¡Pero se explica: después de tantos años...!
TÍA LENA. —¡No, no! ¡Qué, los años! ¡Al contrario! ¡Si parece que los años no han pasado por
ella! No: fue... no sé... el aspecto... el porte... y la voz un poco...
LA DESCONOCIDA. —¿Notaste diferencia en la voz?
TÍA LENA. —Sí, me pareció...
LA DESCONOCIDA. —¡Boffi también! Me lo dijo después... ¡Fue lo único que notó! (Pausa.) Es
extraño que él... (Alude a BRUNO.) ¡También él lo notaría! No me lo ha dicho. (Casi para sí,
levantándose.) Estoy recogiendo ahora tantas impresiones.
TÍA LENA. —Ahora digo yo lo que Salesio: se explica: tanto tiempo lejos, hablando otro
idioma... Pero sobre todo, el ánimo cambiado... Me dijiste: «Lena » así, con la voz apagada...
y yo sentí... sentí la muerte en aquella voz tuya, la muerte de todo lo que había habido en
ti... y que intencionadamente ya no existía. Y que si yo te hubiera recordado una cosa... la
cosa más viva en ti antes... tú te habrías quedado... como estás ahora... sin querer
recordarla ya... quizá sin poder ya recordar...
LA DESCONOCIDA. —(En efecto, completamente ensimismada, no ha prestado atención a las
palabras de LENA, y ahora dice:) Yo estoy pensando...
TÍO SALESIO. —¡Ahora ya no debías pensar en nada!
LA DESCONOCIDA. —(Siempre casi para sí.) ¡Sí, eso es! Así se aprovechó antes: me dijo que
tenía un pretexto... y fuerte, para no verla...
TÍA LENA. —¿Te refieres a Inés?

LA DESCONOCIDA. —No. Me refiero a este doble juego que él está haciendo. Al principio me
negué rotundamente a venir aquí... sabiendo...
TÍA LENA. —¿Lo que Inés te había hecho?
LA DESCONOCIDA. —¡Oh, no! Yo no sabía nada. Estoy diciéndote que ese fue, más bien, el
pretexto que encontró para convencerme que no la vería. La razón que tendría, ante los
demás, para no verla, ¿comprendes? ¡Y ahora se vale de lo que hizo Inés ...esa declaración
de mi muerte... para obligarme a verla!
TÍA LENA. —¡Pero debes pensar que, de esa cuestión con tu hermana, él no tiene la menor
culpa!
TÍO SALESIO. —¡Te has estado aquí encerrada desde hace cuatro meses!
LA DESCONOCIDA. —¡Y quizás haya calculado eso también!
TÍA LENA. —(Asombrada.) ¿Calculado?
LA DESCONOCIDA. —¡Pondría la mano en el fuego!
TÍO SALESIO. —¿Qué quieres decir?
LA DESCONOCIDA. —¿Qué quiero decir? (Se refrena.) ¡Perfecto! ¡Perfecto todo su juego! ¡Y eso
de hacerse ver ahora como sobre ascuas...!
TÍO SALESIO. —¡No, no! ¡Eres injusta, Luchi! ¡Te lo digo yo!
TÍA LENA. —¡A mí también me parece que eres injusta!
LA DESCONOCIDA. —¡Porque vosotros no podéis saber...!
TÍO SALESIO. —Y yo te digo que tampoco tú sabes... Perdona... o no quieres saber... que tiene
toda la razón para sentirse así, sobre ascuas... Ha respetado demasiado tu sentimiento...
Debes tener en cuenta toda la curiosidad que ha despertado tu reaparición, al cabo de diez
años, curiosidad fomentada por estos cuatro meses de tu clausura... Lo que se piensa. Lo
que se dice...
LA DESCONOCIDA. —Me lo imagino... ¡Ah, me lo imagino...! (A LENA, guiñando el ojo.) ¿Los
maliciosos...?
TÍO SALESIO. —«Sí, cierto que han tenido un pleito», dicen, «pero eso de no querer ver
siquiera a su hermana, a los parientes de su marido...», dicen...
LA DESCONOCIDA. —¿Todo contra mí? ¡Y quién sabe qué otras cosas, eh! ¡Quién sabe qué
otras cosas de mi vida allí...! ¡Lo sabrán todo! Boffi...
TÍO SALESIO. —¡Ah, no! ¡Él, no! ¡Al contrario! Él...
TÍA LENA. —¡... siempre te ha defendido! ¡Me consta!
LA DESCONOCIDA. —¡Pero donde me encontró... lo que estaba haciendo... seguro que lo habrá
dicho! Cuanto más se haya contenido para no hablar, más habrá dado a entender con la
mirada, con el gesto, con aquel tic nervioso que tiene... quién sabe lo que... que he sido
bailarina... ¿se sabe eso? ¿Se dice?
TÍA LENA. —¡Infamias!
LA DESCONOCIDA. —¡No! ¡Qué infamias, Lena! ¡Es verdad...! ¡Es verdad...! ¡Bailarina, y algo
peor! ¡Tú no puedes imaginarte siquiera lo que he hecho! Lo de bailarina era más bien un
título honorífico. Sí, porque mis danzas, las inventaba yo, lo mismo que la música y los
vestidos... No: ¡peor! ¡peor!
TÍA LENA. —¿Y él... lo sabe?
LA DESCONOCIDA. —¿Bruno? ¡No va a saberlo! Y también de ese «peor» estarán informados,
¿no? ¡Vamos, tío Salesio, dímelo, dímelo! ¿Se sabe? ¿Se dice?
TÍO SALESIO. —¡Dicen tantas cosas...!
LA DESCONOCIDA. —Entonces, también dirán que él ha pasado por todo, porque yo le era útil
aquí...
TÍA LENA. —No, no.
LA DESCONOCIDA. —¡Tú, cállate!
TÍA LENA. —¿Quién quieres que haya dicho eso? ¡Ni pensarlo siquiera!
LA DESCONOCIDA. —Pues yo, entretanto, lo estoy pensando... Di la verdad, tío Salesio... ¿lo
dicen?
TÍO SALESIO. —Sí, lo dicen.
LA DESCONOCIDA. —(A LENA.) ¿Lo ves?
TÍA LENA. —¿Quién lo ha dicho?
TÍO SALESIO. —El que sea, lo ha dicho...
LA DESCONOCIDA. —Puedo... puedo imaginarme bien las sospechas que se tendrán sobre mí,
y sobre él. ¡Ah, todo sucio! ¡Todo ensuciado ahora por esa cochina intriga de intereses!
TÍA LENA. —Bruno no tiene la culpa...

LA DESCONOCIDA. —Quiero decir, como lo veo yo ahora todo, si puedo pensar que lo hizo...
(Llega de la izquierda el ruido de las ruedas de un coche que marcha sobre la arena del
jardín.)
TÍO SALESIO. —(Recobrándose.) ¡Ah! Deben de ser ellos.
LA DESCONOCIDA. —(Recobrándose de pronto, en actitud de desafío.) Sí, sí, en seguida, en
seguida.
TÍA LENA. —Pero, ¿tan pronto?
TÍO SALESIO. —(Asomado al jardín.) No; es Bruno.
TÍA LENA. —¡Ah, ya me parecía...! Habían dicho que a las seis.
TÍO SALESIO. —Viene también Boffi. Viene Boffi.
TÍA LENA. —¿Ves cómo Bruno lo ha traído?
(Pausa larga.)
LA DESCONOCIDA. —¿Qué hacen?
TÍA LENA. —Bruno está leyendo una carta...
LA DESCONOCIDA. —¿Una carta?
TÍO SALESIO. —Sí. Se la ha dado el portero.
TÍA LENA. —¡Oh! ¿Y qué hace? Boffi vuelve a marcharse con la carta.
LA DESCONOCIDA. —No... ¡Corre, tío Salesio! ¡Llámalo! ¡Quiero que venga aquí!
TÍO SALESIO. —(Saliendo al jardín.) ¡Bruno! ¡Boffi! ¡Aquí...! ¡Sí: Boffi también! ¡Aquí! (Entran
BRUNO y BOFFI seguidos de TÍO SALESIO.) (BRUNO tiene unos treinta y cinco años. Parece estar
consternado y preso de un ansia nerviosa que le empalidece el rostro, y lo hace, en cada
mirada, en cada movimiento, inquieto e impaciente.)
BRUNO. —¿Para qué quieres a Boffi ahora? ¡Déjalo marchar, haz el favor!
BOFFI. —Buenas tardes, señora. Sí, es mejor que yo vaya en seguida...
BRUNO. —(Apoyando.) ¡En seguida! ¡En seguida: e impedir a toda costa...!
LA DESCONOCIDA. —¿El qué?
BOFFI. —Ha llegado otra carta...
LA DESCONOCIDA. —¿De él? ¿Todavía?
BOFFI. —¡Se aprovecha, señora, de no haber muerto! ¡Y se venga!
LA DESCONOCIDA. —Pero, ¿qué dice...?
BRUNO. —(A BOFFI, impaciente.) ¡Anda, por favor! ¡No pierdas tiempo!
LA DESCONOCIDA. —(Primero a BOFFI.) ¡No, espera! (Luego, a BRUNO.) Quiero saber... ¡Dame
esa carta!
BRUNO. —¡Pero si no es nada, la carta! ¡Si sólo fuera la carta...! (Volviéndose a TÍA LENA y a
TÍO SALESIO.) ¡Por favor, Lena, y tú, también, tío Salesio...! (Les señala a ambos la escalera.)
TÍA LENA. —¡Ah, sí, en seguida!
TÍO SALESIO. —¡Vamos, vamos...! (Ambos se van escalera arriba.)
LA DESCONOCIDA. —¿Por qué? ¿Qué ocurre?
BRUNO. —Precisamente hoy... ¡Precisamente hoy! Esto ya es una persecución inaudita.
LA DESCONOCIDA. —¿Qué ha escrito?
BRUNO. —¿Escrito? ¡No sólo escrito! ¡Ha emprendido el viaje! ¡Viene aquí!
LA DESCONOCIDA. —¿Él? ¿Aquí?
BRUNO. —¡Aquí, aquí...! ¡Y no sólo él!
LA DESCONOCIDA. —¿También su hija?
BRUNO. —No. ¡Qué, su hija! A desenmascararte, dice.
LA DESCONOCIDA. —¿Desenmascararme?
BOFFI. —¡Como de costumbre! Recuerde aquella amenaza que hizo...
LA DESCONOCIDA. —¿Qué amenaza? No recuerdo.
BOFFI. —Cuando dijo que había leído en los periódicos...
LA DESCONOCIDA. —¡Ah, sí, la historia...!
BOFFI. —¿No recuerda usted que habló de un doctor, amigo suyo, de Viena?
BRUNO. —¡Ha ido a Viena! ¡Escribe desde Viena! (Le muestra la carta sin dársela.) ¡Mira!
LA DESCONOCIDA. —¿Ha ido...? ¿A qué?
BRUNO. —¡Increíble! ¡Increíble!
BOFFI. —Está jugando la última carta: el todo por el todo.
LA DESCONOCIDA. —Pero, en resumen, ¿qué dice en esa carta?
BRUNO. —¿No te lo estoy diciendo? Anuncia para esta noche su llegada aquí, con una
refugiada... demente, y el médico que la acompaña.
LA DESCONOCIDA. —¡Ah, sí! Ahora recuerdo... ¿Y trae aquella refugiada?

BRUNO. —Sí. Y dice que tiene pruebas...
LA DESCONOCIDA. —(Mirándolo fijamente.) ¿Pruebas? ¿Pruebas... de qué?
BRUNO. —¡Pues de que es aquélla..., de que es aquélla, y no tú!
BOFFI. —¡Y la trae aquí!
BRUNO. —¡La trae aquí...! ¿Has comprendido ahora?
LA DESCONOCIDA. —(Impasible, sigue mirando fijamente a BRUNO.) ¿Aquí? ¿Y para qué la trae
aquí?
BRUNO. —Nos ha escrito varias veces a ti y a mí... Tal vez hemos hecho mal en no
contestarle...
LA DESCONOCIDA. -—¡...Pero a mí no me habló nunca de esa amenaza!
BRUNO. —¡Me hablo a mí...! Y me invitó a que fuera a Viena a ver a aquella refugiada...
LA DESCONOCIDA. —(Maravillada, y siempre vigilante.) ¡Ah..., sí...!
BRUNO. —(Irritándose al verla tan vigilante.) ¡Sí, sí... y a hablar con aquel médico del
manicomio, amigo suyo, que ahora viene con él!
LA DESCONOCIDA. —(Sin dejar de mirarlo fijamente, como si sólo su talante le impresionara.) ¿Y
por qué no me lo has dicho nunca?
BRUNO. —¿Iba a decirte, precisamente a ti, que me habían invitado a ir a Viena a ver a otra?
BOFFI. —¡Pero, por lo menos, debías haberle contestado, aunque fuera para llamarlo loco!
BRUNO. —¿Sabiendo que lo hacía por vengarse de ella?
LA DESCONOCIDA. —(Casi silabeando.) Yo te habría aconsejado que fueras.
BOFFI. —(Rápido.) ¿Lo ves? Yo también se lo hubiera aconsejado, señora.
BRUNO. —(Más irritado que nunca.) ¿Pero a qué? ¿A ver a una pobre estúpida que sonríe
alelada, con una cara...?
LA DESCONOCIDA. —¿Cómo lo sabes?
BOFFI. —Me ha mandado a mí una «foto». ¡Suerte que no ha tenido la idea de dirigirse a las
autoridades!
LA DESCONOCIDA. —¿Y tiene usted esa «foto»?
BOFFI. —Sí. No la llevo encima... Créame, no valía la pena hacer el menor caso. Yo quise
contestarle... Pero él (BRUNO), ante el encargo...
LA DESCONOCIDA. —¿Qué encargo?
BOFFI. —...Contenido en aquella carta dirigida a mí...
LA DESCONOCIDA. —...Yo no sé nada... Ahora me entero... ¡Y creo que tenía derecho a saberlo!
¡«Foto»... encargo...! ¿Qué encargo?
BOFFI. —Comprenderá usted, señora... Al no recibir ninguna contestación, y sospechando
que él, como marido, después de haberla reconocido a usted, estuviera muy interesado en
que no apareciera ahora otra..., se dirigió a mí..., y suerte, repito, que se le ocurrió enviarme
a mí, como fotógrafo, aquella fotografía; podía haber tenido la idea de mezclar en el asunto a
las autoridades, con el encargo de enseñar a otros parientes de la desaparecida, si los tenía,
aquella fotografía, para el reconocimiento; y, además, la invitación a que alguno de esos
parientes fuera...
BRUNO. —¡Un ensañamiento!
BOFFI. —Tanto él como yo, nos quedamos perplejos, naturalmente... El envío de esa
fotografía es de hace unos días. ¿Mostrársela a los parientes? Con esta historia en medio,
una palabra bastaría... ¿Hacer un viaje hasta Viena? Yo estaba inclinado a hacerlo... para
cortar por lo sano, allí, personalmente...
BRUNO. —Un viaje..., un viaje... Se dice muy pronto. ¿Cómo? ¿A escondidas?
LA DESCONOCIDA. —¿Por qué a escondidas?
BRUNO. —¿Comunicándoselo a todo el mundo, entonces? ¡Aquí, basta un gesto, y todo el
mundo queda informado! Nadie hace otra cosa que mirarnos y hablar de nosotros.
LA DESCONOCIDA. —Y así, no me digas nada; no respondas; no te muevas...
BRUNO. —Te estoy diciendo por qué...
LA DESCONOCIDA. —Como el avestruz, que esconde la cabeza debajo del ala...
BOFFI. —¡Claro! Si hubieras hecho el viaje, habrías impedido...
BRUNO. —¡Cómo iba yo a prever que el viaje lo harían ellos!
BOFFI. —No, yo no digo eso; eso no se podía prever. Y luego, así, de repente...
LA DESCONOCIDA. —Pero yo pregunto, ¿cómo ha podido conseguir que ese médico...?
BOFFI. —¡Lo dice en esta carta que acaba de llegar! Por lo visto, le sobra dinero que tirar. Ha
convencido a su amigo el médico. Vienen cuatro: él, el médico, la refugiada y una enfermera.
Lo ha convencido de que aquí se tiene gran interés porque no llegue a descubrirse..., y de

que la vista de los lugares..., ¡quién sabe!, podría despertar en esa desgraciada... Y quizá el
placer de poder hacer gratis un viaje a Italia...
BRUNO. —¡Pero es por vengarse!
BOFFI. —Me refiero al médico. ¡De él, ya lo sabemos: no lo hace por otra cosa! ¿Qué pruebas
pueden tener? (Durante un momento, quedan los tres indecisos, suspensos. LA DESCONOCIDA
estudia a BRUNO; luego, le pregunta:)
LA DESCONOCIDA. —¿Y tú?
BRUNO. —¿Yo..., qué?
LA DESCONOCIDA. —Te veo con una ansiedad, asustado...
BRUNO. —No, no... Yo quiero...
LA DESCONOCIDA. —...¿Qué quieres?
BRUNO. —Quiero..., quiero... ¿Qué puedo querer ahora, así...? ¡Dímelo, tú! Entretanto, irá
Boffi a informarse de en qué tren pudieran llegar.
LA DESCONOCIDA. —¡Ah...! ¿Y luego?
BRUNO. —¡Eres curiosa! ¡Impedir, al menos, que se presenten aquí cuando estén esos otros!
LA DESCONOCIDA. —Impedir..., ¿con qué fin? Si han emprendido el viaje, tendrán que llegar
más pronto o más tarde. Te veo así...
BRUNO. —¿Cómo me ves? ¡Me ves con el pensamiento!
LA DESCONOCIDA. —No, querido: como el que espera que se le caiga la casa encima, o que se
le hunda el terreno donde pisa.
BRUNO. —Pero, ¿te parece poco que se nos presenten aquí, en presencia de los otros, con
supuestas pruebas, que ellos considerarán como dignas de ser tenidas en cuenta, cuando
ese doctor se ha decidido a desplazarse con la refugiada...?
LA DESCONOCIDA. —Ah, ¿de manera que tú les tienes miedo a esas pruebas?
BOFFI. —¡Oh, no, señora!: a que los otros intenten aprovecharse...
LA DESCONOCIDA. —...¿De qué? ¿De esas pruebas...?
BOFFI. —...Incluso de una duda que pudiera nacer en ellos, sí..., ante esas pruebas...
LA DESCONOCIDA. —...¿De que no sea yo... sino esa...?
BRUNO. —¡Pero no porque la duda sea auténtica!, ¿comprendes? ¡No! ¡Porque les conviene!
DESCONOCIDA. —(Irónica.) ¡Ah! ¿Quieres decir que utilizarían esa duda para defender sus
intereses?
BOFFI. —¡Claro! ¿No cree usted...?
LA DESCONOCIDA. —Pero eso... aunque consiga impedirlo hoy, no podrá impedirlo mañana.
Es una carta que podrán jugar siempre, incluso si hoy llegan a reconocerme a mí. Si
mañana quieren admitir como válidas esas pruebas..., ¿dices que por su conveniencia? ¡No!
¡Si reconocen a la otra, dispense, Boffi, será peor para ellos!
BRUNO. —¿Cómo peor?
LA DESCONOCIDA. —¡Naturalmente..., la reconocerían basándose en esas pruebas, admitidas
como indiscutibles! En cambio, yo estoy aquí sin prueba alguna... y eso basta. Yo..., a quien
ellos podrán excluir, si quieren, tan pronto como me vean.
BOFFI. —(En su seguridad.) ¡Me parece difícil!
LA DESCONOCIDA. —¿Difícil? ¡Yo no tengo ninguna prueba!
BOFFI. —¡Pero si no hacen falta!
LA DESCONOCIDA. —¿No hacen falta? ¡Al contrario! Es facilísimo dudar, querido Boffi! Mire,
yo podría empezar a decirle los motivos que tengo para dudar, yo, yo, de mí misma; viéndolo
a él, así... (volviéndose a BRUNO con violento arranque desdeñoso.) ¡Pero piensa que tú..., de
todos modos..., no perderías nada!
BRUNO. —¿Yo? ¿Qué estás diciendo?
LA DESCONOCIDA. —Me refiero a lo que más te preocupa en este momento.
BRUNO. —¡No, no, no! ¡Me preocupa en este momento el escándalo que se producirá,
inevitablemente! ¡Hemos dado ya tanto pretexto para las habladurías con la vida que hemos
hecho aquí, cuatro meses apartados...!
LA DESCONOCIDA. —¿Lo lamentas?
BRUNO. —¡No! Pero mira ahora...
BOFFI. —¡Eso es verdad!
LA DESCONOCIDA. —En el peor de los casos, querido, puedes estar tranquilo: tú te
equivocaste, y nada más...
BRUNO. —¿Me equivoqué? Pero, ¿Qué dices?
LA DESCONOCIDA. —¡En que fuera yo..., allí, como Boffi; y aquí, como Lena y tío Salesio! ¡Ya

ves que estás bien acompañado! Y no perderías nada..., porque del engaño sólo yo sería
culpable; yo, «con mi impostura», como vendrá ahora a sostener aquel otro.(Ríe.)
BOFFI. —¡Claro! Después de todo, vale más tomarlo a risa.
LA DESCONOCIDA. —Quizá. Pero quizá en este momento a él le resulte difícil reírse... Porque él
sabe muy bien que yo quise engañarlo... y no lo conseguí.
BRUNO. —¿Desvarías? ¿De qué engaño hablas? ¿Estás loca? ¿Qué engaño? ¿Que tú seas
Luchi?
LA DESCONOCIDA. —Luchi, sí. ¡Ah, ahora que está eso bien consolidado, puedes estar
tranquilo! (Señala al retrato.) ¡Aquélla!, ¿eh? ¿Más parecida? (Ríe de nuevo.) Usted es testigo,
Boffi, de que yo hice todo lo imaginable para que él no fuera víctima de una posible
«impostura» declarada..., o, simplemente, sospechada. ¡Pero no importa! Aquí estoy.
Dispuesta a responder. ¡Pero, cuidado: sólo por mí! No por ti, ahora ya. Porque yo también
me he equivocado, ¿sabes?
BRUNO. —¿Tú? ¿En qué?
LA DESCONOCIDA. —Con respecto a ti. Si supieras cuánto... (A BOFFI.) Vaya usted, vaya usted,
Boffi. No para evitar nada, que sería inútil; yo tengo que hablar con Bruno; mire, más bien,
a ver si es posible que se presenten aquí, precisamente cuando estén los otros. ¡Mejor,
mejor!
BRUNO. —¿Qué quieres hacer?
LA DESCONOCIDA. —Ya lo verás.
BRUNO. -—Estarán aquí de un momento a otro...
LA DESCONOCIDA. —Y yo te digo que estoy preparada. Con pocas palabras nos entenderemos.
Tú quizá no puedas comprenderme: ¡No importa! No temas, no temas que ellos hagan su
juego. ¡No lo harán! ¡El juego lo haré yo! ¡Lo haré yo! ¡Ya me siento completamente metida en
el juego! ¡Y será para todos, incluso para mí, un juego terrible! (A BOFFI.) ¡Vaya usted! ¡Vaya
usted!
BOFFI. —Entonces, si llegan, ¿los traigo aquí?
LA DESCONOCIDA. —¡Sí, sí, tráigalos, tráigalos aquí! Porque es inútil... (De nuevo a BOFFI para
que se vaya rápido.) ¡Vaya usted! (Y después que BOFFI ha salido por la parte del jardín,
continúa con ímpetu de lucidísima exasperación:) ¡Inútil, inútil: siempre deben tener razón los
hechos! ¡A ras del suelo! Con el alma, puedes elevarte un momento, saltar por encima de
todo lo que el destino haya podido hacerte probar: sí, vuela, recrea en ti una vida; cuando te
sientes impregnada de ella, arriba, tienes que bajar a volver a chocar con los hechos que te
la rompen, te la machacan, te la ensucian; te la aplastan los intereses, las luchas, las
contiendas... ¡Tú sabes bien que yo lo ignoraba todo, pero no importa! Sólo quiero decirte
esto: he estado aquí contigo cuatro meses. (Lo agarra por un brazo y lo pone frente a ella.)
¡Mírame! ¡Aquí, a los ojos..., ven! ¡No han vuelto a ver para mí estos ojos; no han vuelto a ser
míos, ni siquiera para verme a mí misma! ¡Han estado así..., así..., en los tuyos, siempre...,
para que naciera en ellos, de esos tuyos, mi mismo aspecto, como tú me veías! ¡El aspecto
de todas las cosas, de toda la vida, como tú la veías! Vine aquí, me entregué toda a ti, por
entero; te dije: «Aquí estoy, tuya soy. En mí ya no queda nada mío; hazme tú, hazme tú
como tú me deseas. ¿Me has esperado diez años? ¡Hazte cuenta que no ha pasado nada!
¡Heme aquí de nuevo contigo; pero ya no por mí, ni por todo lo que aquélla pudo haber
pasado en su vida; no, no; ni un sólo recuerdo ya de los suyos: dame tú los tuyos, todos los
que tú has conservado de ella, como era entonces para ti! Ahora volverán a vivir en mí,
vivos, con aquella tu vida, con aquel amor tuyo, con aquellos primeros placeres que te di.»
¿Y cuántas veces no te he preguntado: «¿Así? ¿Así?»... Feliz con el placer que en ti renacía de
mi cuerpo que lo sentía como tú.
BRUNO. —(Como ebrio.) ¡Luchi! ¡Luchi!
LA DESCONOCIDA. —(Impidiendo el abrazo, como ebria ella también, pero del orgullo de haber
sabido crearse así.) ¡Sí..., yo..., Luchi...; yo soy Luchi! ¡Yo sola! ¡Yo, yo! ¡No aquélla (indica el
retrato) que fue y... como... quizá ni ella misma lo supo entonces: hoy, así; mañana, como
los azares de la vida la hacían... ¿Ser? ¡Ser no es nada! ¡Ser es hacerse! ¡Y yo me he hecho
ésa! ¡Tú no has comprendido nada!
BRUNO. —¡Sí, sí, que he comprendido!
LA DESCONOCIDA. —¿Qué has comprendido? Pero si he sentido..., he sentido tus manos
buscándome aquí. (Indica, sin precisar, un punto de su cuerpo un poco más arriba del
costado.) Yo no sé..., alguna señal que sabías que deberías encontrar... ¿No la has
encontrado? ¿Y por aquella señal, que ya no has encontrado, o por alguna otra, yo no soy

Luchi? ¿Verdad? ¡No puedo ser Luchi! ¡Me ha desaparecido! ¡Ya lo sabes! ¡Me ha
desaparecido! ¿Qué puedes decir en contra? ¡No quise seguir teniéndola! ¡Hice todo lo
posible para que me desapareciera! ¡Sí, sí! ¡Porque sabía, me había dado cuenta, que antes
también me la buscabas! ¿No es verdad?
BRUNO. —Sí.
LA DESCONOCIDA. —¿Lo ves? Y para impedir que otros pudieran encontrármela, la hice
desaparecer. Pero a ti, ahora, te espanta la idea de que Inés, como hermana,
confidencialmente, y Lena, que lleva gafas, quieran encontrarme aquella señal, para una
comprobación legal en toda regla; y que no quieran creer lo que he dicho. «¡Ah!,
¿desaparecida? ¡Qué extraño! Una señal así... ¿cómo puede haberle desaparecido?» Querrán
interpelar a la ciencia, tanto más, señores míos, que quizá esa pobre refugiada que va a
venir ahora... ¡oh, todo es posible...! pudiera ocurrir que ella tuviera de verdad aquella señal.
¡Ella sí, y yo no! ¡Sería el colmo! ¡La más aplastante prueba! ¡Pobre Bruno, pobre Bruno, tan
preocupado por esas pruebas y documentos que pudieran presentarse! Tranquilízate: yo soy
Luchi..., nueva. ¡Tú quieres tantas cosas...! ¡Yo no he querido nada cuando vine, nada, ni
siquiera vivir para mí, respirar este aire para mí, tocar una cosa con idea de que me
perteneciera! ¡A ti, que durante diez años creí que habías esperado, enamorado, a tu mujer,
te la he devuelto viva, sí, para volver a vivir yo también una vida pura, después de tanta
náusea y tanta ignominia! Y esto es tan verdad, que delante de todo, contra todo prueba,
incluso contra ti, sí, contra ti, si te vieras obligado a desconocerme por salvar tus intereses,
delante de todos, tendré el valor de gritar que Luchi soy yo, yo; porque ésa (la del retrato) no
puede estar viva así, más que en mí. (Se oye de nuevo el rumor de las ruedas de un automóvil
sobre la arena del jardín.)
BRUNO. —(Con ansiedad, sobresaltado.) ¡Ya están aquí! ¡Ya están aquí! ¡Han llegado...!
LA DESCONOCIDA. —¡Déjame hacer a mí! ¡Recíbelos tú! ¡Yo ahora no puedo presentarme así!
Bajo en seguida. (Sube rápidamente los primeros escalones.)
BRUNO. —(Casi suplicante.) ¡Luchi...!
LA DESCONOCIDA. —(Deteniéndose, se vuelve, placidísima, y en el tono con que se afirma algo
indiscutible:) Sí..., Luchi...
TELÓN


ACTO TERCERO
El mismo decorado del acto anterior. Unos veinte minutos más tarde. Es casi de noche.
La sala está iluminada por una luz violácea, de crepúsculo ya apagado, que entra por la
terraza abierta, desde la cual, ahora, se entrevé el paisaje más tranquilo que nunca, con las
tenues luces agrupadas, de algún pueblo lejano, y otras dispersas por el campo.
Están en escena INÉS, BÁRBARA, TÍO SALESIO, BRUNO y SILVIO MASPERI.
INÉS, aunque hermana menor de LUCHI, representa más edad que LA DESCONOCIDA.
Viste con elegancia; lleva sombrero. Tiene todo lo que le corresponde. Es una mujer hermosa.
Tiene un marido. Tiene una buena reputación. Tiene una buena casa. No desea nada, y no
habla mal de nadie, porque eso sólo lo hacen los envidiosos, y ella no tiene nada que envidiar
a nadie. Lo que ha hecho, lo hizo porque era justo que lo hiciera. No contra su hermana. ¡Bien
sabe Dios cuánto lloró a su desgraciada hermana!; primero, por lo que le ocurrió; y después,
por creerla muerta. Pero teniendo en casa una hija, y teniéndose hoy por la única sobrina de
ese pobre TÍO SALESIO, que se había desprendido de las tierras y del chalet, y no precisamente
para que los disfrutara un extraño, estaba en el deber —incluso por la vejez tranquila de TÍO
SALESIO— de hacer valer sus derechos para recuperarlos. Puesto que LUCHI había muerto, los
bienes debían volver a la familia.
BÁRBARA es una solterona robusta, de cuarenta años, con una cabecita de cabellos así,
negros, casi metálicos, un poco manchados de blanco acá y allá, y el aspecto taciturno y
receloso de quien está siempre concentrada en sí misma. Cuando profiere alguna palabra, da
la impresión de articularse toda. Sus ojos, que rehúyen siempre la mirada de los demás,
revelan claramente que ella siente en sí, ¡quién sabe de qué feroz manera!, el secreto,
tremendo tormento de haber nacido mujer y fea.
MASPERI, ¡lástima que el labio superior, no se sabe cómo, parezca como si se le hubiera
contraído y consumido bajo la nariz y sobre los dientes, grandes, pero cuidadísimos!; sin eso,
sería un buen mozo, con prestancia, de modales distinguidos, y un cutis, ¡Dios mío!, como si
se lo hubiera depilado. Lleva lentes, y, según está hablando, se los levanta con los dedos,
para ajustarlos mejor sobre la nariz. Quiere ser cortés; pero en el mundo hay que saber
manejarse y saber hacer las cosas. Él siempre ha sabido hacerlas. ¡Con guantes, con
guantes! ¡Pero las manos, dentro de los guantes, bien firmes y sólidas! Ahora, ya no sabe
cómo disimular su mal humor y frenar la impaciencia, por la descortesía de que está siendo
objeto él y su esposa. Mira a todos los demás, que se han quedado fríos con la espera, que
dura ya casi media hora.
LA DESCONOCIDA, después de haber dicho que bajaría en seguida, todavía no ha
bajado. Esta media hora de espera parece aún más larga, después de los cuatro meses que
ha tardado en conceder esta visita, que hubiera debido conceder en seguida.
Esta prolongada espera debe hacer cuadro al levantarse el telón. Al final, desciende
por la escalera TÍA LENA.
BRUNO. —Pero ¿qué hace? ¿Te ha dicho que baja?
TÍA LENA. —Sí. Ha dicho: «Voy.» Pero...
BRUNO. —...Pero...
TÍA LENA. —Está allí, con sus vestidos... Ha abierto los baúles...
BRUNO. —(Asombrado.) ¿Los baúles?
TÍA LENA. —Quizá para buscar..., o para guardar, yo no sé... (Pausa.)
INÉS. —Digo yo... ¿si no querrá salir de viaje...?
BRUNO. —¡No, no! ¡Qué viaje! (A LENA.) ¿No le has preguntado por qué...? (Luego, a los otros.)
Sí, dijo que iba a cambiarse...
TÍA LENA. —¡Y se ha cambiado! (Para sí.) ¡Con lo bien que estaba como estaba!
BRUNO. —¿Pues entonces...?

TÍA LENA. —¡Qué quieres que te diga! Tiene el rostro encendido..., está nerviosa... Me ha
hecho salir casi a empujones: «¡Baja, baja! ¡Di que ahora voy!...»
TÍO SALESIO. —¡Entonces, vendrá! (Pausa.)
BÁRBARA. —(Acercándose a la terraza.) ¡Qué bien se ve desde aquí todo el campo...! Aquellas
luces...
MASPERI. —(Yendo también a asomarse.) Sí... Y hace tan buena noche... Pero... (Pausa.)
BRUNO. —(A LENA, bajo.) ¿Cómo estaba?
TÍA LENA. —Juraría que ha llorado.
TÍO SALESIO. —Ciertamente, está muy turbada. Se explica: ante la idea de volver a ver...
MASPERI. —No, no..., perdón. Si está así..., ¡no es ante la idea de volver a ver, no...!, a no ser
que sea ella la que tiene animosidad contra su hermana.
TÍA LENA. —¡No contra su hermana! ¿Quién te ha dicho que la hermana tenga que ver...?
¿Vas a hacer caso de la explicación de Salesio? (A TÍO SALESIO.) ¡Y tú deberías saber, me
parece, contra quién...! ¡Ha hablado bastante claro contigo y conmigo!
BRUNO. —(Pisándole la palabra.) ¡Es contra mí!
MASPERI. —¡Ah, si son cosas vuestras...!
BÁRBARA. —Ya, pero... nosotros estamos aquí esperando desde hace ya más de un cuarto de
hora... (Pausa.)
INÉS. —Animosidad, ya no debía tener.
TÍA LENA. —(A INÉS.) ¡Que animosidad: si hasta ha dicho que era justo lo que tú hiciste, qué
más quieres, y que ella sería feliz si todo esto hubiera vuelto a poder de tío Salesio, para que
él pudiera disponer nuevamente, y dártelo a ti! (A TÍO SALESIO.) ¿No ha dicho eso?
TÍO SALESIO. —¡Sí, sí!
TÍA LENA. —¡Pues entonces...!
INÉS. —No... Pero si... ¿Por qué tendría que dármelo a mí?
TÍA LENA. —¡Es para decirte, ahora, cuáles eran sus sentimientos!
TÍO SALESIO. —¡Exactamente! Es justo, ha dicho ella, que tú, después de diez años...
INÉS. —No lo hice por mí, ni mucho menos, tú lo sabes, tío, sino por ti. Y luego, sí..., porque
tengo una hija.
MASPERI. —Habrá comprendido que nosotros, en realidad, no hemos querido hacer nada
contra ella...
BRUNO. —(Destacando bien las palabras.) Lo único que parece que no quiere comprender es
lo que habéis hecho contra mí.
MASPERI. —(Adelantando las manos.) ¡Ah..., espero que no hayamos venido aquí para volver
a discutir sobre eso!
BRUNO. —No, no...
MASPERI. —(Que quisiera continuar.) Estamos aquí esperando...
BRUNO. —(No le da tiempo.) Es para esclarecer ahora su estado de ánimo... ¡También por mí!
Digo, para ver claro yo mismo. (Con arranque de ira.) No sé dónde quisiera yo estar en este
momento... (A TÍA LENA y a TÍO SALESIO.) Ha hablado con vosotros dos... ¿Qué tiene contra
mí? ¿Le ha entrado la sospecha...?
TÍA LENA. —¡Sí, eso es..., puedes creerlo..., es eso!
TÍO SALESIO. —Ha dicho que si hubiera sabido que iba a encontrarse en medio de intereses...
MASPERI. —Pero, ¿dónde? ¡Con su regreso, desapareció todo contraste de intereses!
TÍO SALESIO. —¡Eso le hemos dicho!
INÉS. —Yo me hubiera precipitado a venir...
BÁRBARA. —...Y yo también, si Bruno...
MASPERI. —...¡Claro!, no nos hubiera hecho saber a todos...
INÉS. —...Que no quería ver a nadie, ¡y menos a mí! Yo le hubiera hecho comprender que yo,
jamás de los jamases..., ¡vamos! Sólo Dios sabe las lágrimas que he vertido por ella... (Se
conmueve y oculta sus ojos con el pañuelo.)
MASPERI. —Calla, calla. Creo que eso lo ha comprendido bien. Por lo tanto, no se trata de ti.
Al parecer, se trata ahora de otra cosa, ¿no lo has oído?
BRUNO. —Yo no dije que no quería. Dije que no podía.
TÍA LENA. —¡Y no podía, no podía, verdaderamente! ¡Al principio, no pudo vernos ni siquiera
a nosotros dos! Después de todo, señores míos, no hay que olvidar lo terrible que es todo lo
que le ocurrió a esa pobrecita.
TÍO SALESIO. —El horror del pasado... Volver aquí... Sólo pudo hacerlo por amor a él... ¡No
quería!

TÍA LENA. —¡Obligada! (BRUNO se vuelve para mirarla con gesto de desagrado. Ella añade:) ¡Sí,
ella misma lo ha dicho: obligada! (Pausa.)
BÁRBARA. —(Pronunciando muy claramente.) ¿Y... la sospecha? (La pregunta suena extraña, y
provoca otro silencio.)
MASPERI. —(Deja caer un:) ...Ya...
BRUNO. —(No pudiendo ya contenerse, responde.) ...De que yo la haya obligado a venir,
precisamente porque la necesitaba aquí, para mi pleito, con vosotros. Verdaderamente, ella
no quería. Y creo que esa sospecha le ha entrado, porque yo, allí, para convencerla y hacerle
vencer... no sólo ese horror al pasado que dice tío Salesio, sino quizá más todavía el de tener
que volver a veros a todos... No olvidéis, amigos míos, la vida a que se había lanzado allí,
después del infierno de su desventura; decidida a no volver aquí jamás. (A INÉS.) Tú no sabes
cómo le horrorizó la idea, sobre todo de ti, de la hermana que no podría menos de recordarle
la imagen de su vida de antes. Pues bien; yo le prometí que no vería a nadie... «Hay un
pretexto, hay un pretexto —le dije— para que tú no la veas.» Este de los intereses. Y ella no
le dio otra importancia, créeme, a ese pleito, sino la de un pretexto para no verte. Yo estaba
seguro de que luego, pasado el primer momento, ya tranquila, vuelta aquí a su vida de
antes—, en fin, con el tiempo conseguiría vencer, aquel temor que era un obstáculo.
INÉS. —¡Pero si yo misma se lo habría hecho vencer, asegurándole que...!
BRUNO. —...Quizá no fuera tanto por ti como por ella misma. Al menos me pareció... (A TÍA
LENA, con desprecio.) ¡Obligada...! Pues, sí, la obligué..., si eso fue obligarla... ¡Jamás la
coaccioné en lo más mínimo! (Irritándose cada vez más.) ¡Pero alguna vez había que salir de
esa situación, me parece! Me he visto obligado a intentar persuadirla de que debía, a pesar
de todo, cesar... lo que hasta ahora había sido un pretexto... (volviéndose a TÍA LENA y a TÍO
SALESIO) tanto más si, como decís, ella misma os ha confesado ahora abiertamente que (a
INÉS) no tiene nada contra ti... Es más: ella misma ha querido quitar de en medio aquel
pretexto... (suda, se agita), ¡yo no sé! (Breve pausa. Luego, de pronto:) ¡Me fastidia que en
este momento parezca que estoy disculpándome yo ante vosotros... (se pasea). Sospecha de
mí... ¡Como si no hubiera sido yo el único, entre todos vosotros, en seguir creyendo que ella
no había muerto! ¡Y estaba tan seguro, que no vacilé un momento en gastarme todo lo que
gasté, para reconstruirle a ella, aquí, todo lo suyo...! ¿Me preguntáis por qué lo hice? ¿No
hubiera sido un loco al hacerlo, con el bonito resultado de ver luego cómo vosotros me lo
quitaríais todo...? Y entonces yo, ¡no lo niego!, me piqué de amor propio —lo cual, después
de todo, me parece natural—... y fui corriendo, en cuanto supe ¡No me parecía verdad...! He
tenido que luchar, defender —¡no es ningún delito!— mis intereses, además de mis
sentimientos.. (En este momento se da cuenta de que está hablando como para encontrar una
justificación ante él mismo, y no puede menos de confesar:) Es algo..., algo que
verdaderamente desconcierta.. , cuando ha nacido una sospecha... todo lo que se ha hecho
antes sin preocuparse..., no sé qué da de pensar que..., realmente..., ahora..., a la luz de
aquella sospecha..., pueda parecer... (Con ira, mirando hacia la escalera:) Pero ¿qué hace
todavía?
INÉS. —¡Claro! Porque si es que no quiere bajar...
BÁRBARA. —...Me parece inútil que estemos aquí todavía esperándola.
TÍA LENA. —¡Tened paciencia! Querrá tranquilizarse antes... Ya os he dicho que...
BRUNO. —Pero debería acordarse de que, dentro de poco, aquí... (Se frena: y en seguida a TÍA
LENA.) Lena, hazme el favor, sube otra vez y dile, de mi parte, que recuerde adónde ha ido
Boffi, y a qué ha ido. ¡Que es preciso que baje! ¡La han esperado demasiado rato! Hay un
límite...
TÍA LENA. —(Sube la escalera.) Voy, voy, sí...
INÉS. —También para ver cómo está...
TÍA LENA. —Sí, sí... (Desaparece.)
INÉS. —Porque si precisamente esta tarde no se siente bien...
BÁRBARA. —¡Claro, nos marcharemos! (Pausa.)
MASPERI. —Siento que una cuestión para nosotros liquidada desde que tuvimos noticia de su
llegada, haya podido ahora ocasionar una desavenencia entre vosotros dos...
BRUNO. —Hay otra cosa..., hay otra cosa, por la cual..., ¿no lo sabes?, quizá no esté
liquidada la cuestión entre nosotros...
MASPERI. —¿Otra cosa? ¿Qué cosa?
BRUNO. —¡Ella bien lo sabe! (Señala arriba.) ¡Y no debería dejarme ahora así...! (Pasea de
nuevo; luego, dice:) Perdonad... Estoy en un estado de ánimo... ¡Dios mío! ¡Si hubiera podido

imaginarme una cosa semejante...! ¡No querer saber nada de los hechos...! ¡Se dice
fácilmente! Hay que atenerse a ellos, si ocurren, si se provocan... ¿Tengo que responder
también de los que no he provocado yo? (Se ve a TÍA LENA que vuelve a bajar.)
INÉS. —¡Ya vuelve Lena...!
BÁRBARA. —¡Sola!
BRUNO. —Bueno, ¿qué ha dicho?
TÍA LENA. —Pues..., no sé..., dice que, «precisamente por eso», no quiere bajar todavía...
BRUNO. —¡Ah, sí! ¿Precisamente por eso?
TÍA LENA. —Sí.
BRUNO. —Entonces, ¿quiere esperar...?
TÍA LENA. —...A que antes vuelva Boffi.
BRUNO. —¡Ah!, ¿Te ha dicho eso? ¡Entonces quiere hacerme desesperar?
TÍA LENA. —(Encogiéndose de hombros.) ¿Qué quieres que yo le haga? Ha dicho eso...
BRUNO. —¡Subiré yo! ¡Subiré yo! (Sube corriendo por la escalera.)
INÉS. —(Levantándose y acercándose a TÍA LENA.) Bueno, pero ¿qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?
BÁRBARA. —Justo en el momento de nuestra visita...
TÍO SALESIO. —No, no... ¡Debe ser otra cosa, debe ser otra cosa!
TÍA LENA. —¡Eso creo yo también!
MASPERI. —Él mismo lo ha indicado.
INÉS. —Pero, ¿qué otra cosa? Dice que quizá no haya terminado...
MASPERI. —¡Ya! La cuestión... No sé a qué habrá querido aludir...
TÍA LENA. —Digo yo que será la carta...
INÉS. —¿Carta?
TÍO SALESIO. —Sí, sí, eso creo yo también. ¡Puedes estar segura...!
INÉS. —¿Qué carta?
TÍA LENA. —Una carta que han recibido hace muy poco..., parece ser que de allá...
TÍO SALESIO. —Han hablado aquí un buen rato sobre ello.
TÍA LENA. —Sí, de un tal... yo no sé... Cosas de allá...
TÍO SALESIO. —Ha provocado una discusión entre ellos...
TÍA LEMA. —Boffi también estaba... y luego lo mandaron que fuera en seguida..., no sé
dónde..., a impedir...
(Se ve, por la terraza, la luz deslumbrante de dos reflectores, se oye el claxon de un
automóvil, y, de nuevo, el rumor de las ruedas de un coche sobre la arena del jardín.)
TÍO SALESIO. —¡Ah! ¡Aquí está! ¡Debe de ser él!
TÍA LENA. —Bien, bien. Y veréis como ahora baja. Esperaba que llegara él.
TÍO SALESIO. —Ya nosotros también nos dijo que quería que Boffi estuviera presente, ¿no
recuerdas?
TÍA LENA. —(Mirando desde la puerta del jardín.) Sí, es él. (Movimiento y expresión de
sorpresa) ¡Pero..., ah..., no está solo...!
TÍO SALESIO. —(Mirando él también.) Son varios...
MASPERI. —(Lo mismo.) ¿Quiénes son?
INÉS. —Pero, ¿traen una enferma?
TÍA LENA. —Eso parece...
TÍO SALESIO. —Le ayudan...
MASPERI. —Sí..., le ayudan a bajar...
INÉS. —¡Dios mío! ¿Pero qué es esto?
BÁRBARA. —¿Qué historia es ésta?
TÍO SALESIO. —Gente que viene de allá...
TÍA LENA. —Sí..., son forasteros...
MASPERI. —Mira que...
INÉS. —(Retrocediendo.) ¡Qué espanto! (En este momento, la luz de la escena ha tomado un
matiz pálido. Entran primero LA DEMENTE apoyada en LA ENFERMERA y EL DOCTOR; luego,
BOFFI y SALTER. LA DEMENTE es gruesa y fofa, con cara de cera, cabellera revuelta, los ojos
extraviados, inmóviles, y la boca ataviada con una permanente sonrisa estúpida, amplia,
vana, que no cesa ni siquiera cuando emite algún sonido o balbucea alguna palabra,
evidentemente, sin entender lo que dice. EL DOCTOR y LA ENFERMERA tienen tipo y aspecto de
alemanes. Y ahora también SALTER parece destacadamente alemán.)
LA DEMENTE. —Le-na... Le-na... (Con la boca ancha y llena de aire, profiere estas dos sílabas,
que para ella ya no significan un nombre, sino que son como una cantinela que se ha hecho

habitual.)
TÍA LENA. —(Aterrada.) ¡Dios mío! ¡Pero cómo...! ¿Me llama a mí?
INÉS. —- ¿Quién es?
BOFFI. —(Entrando con ansiedad.) ¿Dónde está Bruno? ¿La señora?
LA DEMENTE. —(De nuevo:) Le-na...
TÍA LENA. —(Mirando a todos asombrada.) ¡Me llama a mí!
SALTER. —¿Es usted de la familia? ¿Se llama usted Lena?
TÍA LENA. —Sí, soy la tía de...
SALTER. —(Al DOCTOR.) ¿Oyes? ¿Oyes? ¡Hay una de la familia que se llama Lena! ¡Otra
prueba! ¡Otra prueba! ¡Ah, ahora sí que es seguro! ¡Seguro! Nosotros no lo sabíamos.
MASPERI. —(Avanzando.) ¿Qué es seguro?
BOFFI. —¡No hagáis caso! ¡Tiene esa cantinela! ¡Le ha repetido durante todo el trayecto...!
LA DEMENTE. —Le-na...
BÁRBARA. —¡Pero si dice Lena!
BOFFI. —¡No llama a nadie! Y siempre está sonriendo así... (Luego, aludiendo a BRUNO y a LA
DESCONOCIDA:) Pero, ¿dónde están?
INÉS. —¡Dios mío! ¿Están locos?
MASPERI. —¿Qué significa esto? ¿Por qué han traído a esa mujer?
BOFFI. —(Sigue aludiendo a BRUNO y a LA DESCONOCIDA.) ¿Es posible que se estén ahí arriba?
¡Llámenlos, por favor!
SALTER. —(A BOFFI, por los demás.) ¿Estos señores son otros parientes?
BOFFI. —Sí. (Presentando a INÉS.) Esta es su hermana, la señora Inés de Masperi.
SALTER. —¡Ah, su hermana! ¡Pero cómo! ¿Tenía una hermana? ¿Hermana suya? Pues
entonces..., en seguida, en seguida...
INÉS. —¿Quién es este señor?
BOFFI. —El escritor Carlos Salter.
SALTER. —Mírela usted en seguida, señora. Ahí la tiene.
INÉS. —¿Yo? ¿Qué dice usted? ¿Quién?
BOFFI. —Quiere obstinarse en creer...
SALTER. —(A INÉS.) ¿ES posible que no le diga nada?
INÉS. —No... ¿Qué? ¡Dios mío...! ¿Qué quiere que me diga...?
BOFFI. —...¡Que su hermana es ésta!
MASPERI. —¿Qué? ¿Ésta?
INÉS. —¿Luchi?
TÍA LENA. —¿Dónde? ¿Qué dice?
SALTER. —¡Sí, sí... ésta, ésta!
TÍO SALESIO. —¡Estará loco él también!
SALTER. —Yo la he traído aquí...
LA DEMENTE. —Le-na.
SALTER. —(Mostrándola al oírla.) Ahí tiene usted: ¿no es una prueba? ¿Es posible que a usted
no le parezca una prueba? ¡Llama a Lena!
DOCTOR. —¡Desde hace años, siempre está llamando a Lena!
SALTER. —(A TÍA LENA.) ¡A usted, a usted!
TÍA LENA. —¡Ah, no, no es posible!
SALTER. —¿No la reconoce? ¡Mírela a los ojos! ¿Cómo no la reconoce?
TÍA LENA. —¿Qué quiere que reconozca? ¿A quién tengo que reconocer?
SALTER. —Mi amigo el doctor, que la está estudiando desde hace años, tiene documentos,
pruebas...
MASPERI. —¿Qué pruebas? ¡Muéstrelas!
BÁRBARA. —¡Pero si es imposible!
MASPERI. —(A BÁRBARA.) ¡Déjelo hablar, por favor! ¡Nos ha cogido de sorpresa...!
TÍA LENA. —¡Pero si está arriba, nuestra Luchi!
SALTER. —¡Conozco muy bien a la señora que está arriba!
TÍO SALESIO. —¡Ah, esto es un caso!
BÁRBARA. —¡Increíble, increíble!
MASPERI. —¡Dejémoslo hablar, señores míos! (A SALTER.) ¿Usted conoce...?
SALTER. —¿...a la señora de arriba? ¡Demasiado bien!
TÍA LENA. —¿Va usted a conocerla mejor que yo? ¡Yo fui para ella una madre!
SALTER. —(Por LA DEMENTE.) ¡A ésta, a ésta!

TÍA LENA. —¡Cómo, a ésa!
MASPERI. —¡Si usted cree tener pruebas y documentos...!
TÍO SALESIO. —Pero, ¿qué dices...? ¡Pruebas! ¿Crees en serio...?
MASPERI. —No. Digo que es la manera... ¡Si dicen que tienen pruebas que hacer valer...!
BOFFI. —(Irónico.) ¡Eso, eso!
TÍO SALESIO. —¡Harán reír... o llorar de lástima!
MASPERI. —¡Hay autoridades competentes...!
BOFFI. —¿También cuando se sepa el motivo por el cual se ha hecho todo esto?
MASPERI. —¡Yo no sé por qué lo han hecho!
BOFFI. —¡Lo sé yo, y lo saben Bruno y su señora! ¿Dónde están?
SALTER. —La palabra es de ustedes: venganza...
BOFFI. —(A MASPERI.) ¿Lo oye?
SALTER. —...pero la mía es también: castigo.
MASPERI. —Yo no conozco al señor...
TÍO SALESIO. —¡Oh, oh! ¡Por lo demás, importa poco, hasta cierto punto, por qué el señor lo
haya hecho...! ¡Vengan, vengan esas pruebas y documentos, si es que los hay! ¡Porque no
queremos que entre nosotros pueda haber alguno que vaya a aprovecharse ahora de esa su
venganza o castigo!
BOFFI. —(A MASPERI.) Estaba previsto, ¿sabe?
MASPERI. —¿Qué dice usted? ¿Previsto? ¿Quién podía prever semejante cosa?
BOFFI. —¡No...! (Por INÉS.) Digo que ella... pudiera aprovecharse.
TÍO SALESIO. —¡Pero no tiene que aprovecharse nadie!
INÉS. —(Enojada.) ¡No! ¿Qué dices? ¡Aprovecharse! ¿También tú, tío? ¡No, no debes decir eso!
(A SALTER.) Mire usted: todos nosotros, yo, que soy su hermana; ésta, su tía; aquél, su tío, y
la cuñada, y usted, Boffi... todos miramos a esta pobrecita que usted ha traído, y no la
reconocemos.
SALTER. —¡Porque han reconocido ya a la señora que está arriba!
INÉS. —No. Yo, no.
SALTER. —¡Cómo! ¿Usted no la ha reconocido?
INÉS. —Todavía no la he visto, desde que llegó. Precisamente, he venido hoy a verla.
SALTER. —¿No ha querido usted verla antes?
INÉS. —No, no soy yo la que no ha querido. Ella...
SALTER. —¡Ah! ¿Ha sido ella? ¡Claro! Porque no ha podido la hermana... ¡Ah, con la
hermana... la sangre...! Sólo de pensarlo... mejilla con mejilla... contacto insoportable
también para ella misma. ¡Temía que usted podría oír la voz de la sangre! Pruebe, señora,
pruebe usted ahora, y la oirá usted ahí (señala a LA DEMENTE), la voz de su propia sangre...
INÉS. —(Horrorizada.) ¡No, no, por Dios, no siga!
SALTER. —¡Si en usted la piedad pudiera vencer al horror...! Es ella: mire... Diez años... todos
los suplicios: la guerra... el hambre... Conozco a la de arriba, que se hace pasar por ella.
Ahora bien: si a aquélla la han encontrado ustedes tan parecida, miren, miren bien a ésta,
si quieren volver a encontrarla... si bajo los estragos y transformaciones... tiene... tiene, a
pesar de todo, aquellos rasgos...
INÉS. —¡No, no!
TÍA LENA. —¿Dónde?
TÍO SALESIO. —¿Qué dice?
SALTER. —Los ojos, si no estuvieran tan extraviados...
BOFFI. —¡Ni por sueño! ¡Son de otra forma! Quizá un poco de color...
SALTER. —Trastornada desde hace nueve años. Se la encontró vestida con un viejo capote de
húsar, todo roto, pero con una insignia...
INÉS. —¿Qué insignia?
TÍO SALESIO. —¿Y dónde la encontraron?
SALTER. —En Lintz.
MASPERI. —¿Qué insignia... aquel capote...?
SALTER. —Del regimiento a que pertenecía aquel húsar. El regimiento había estado aquí...,
¡aquí...!, precisamente, aquí.
BOFFI. —¿Y eso qué prueba? En Lintz pudo recibir como de limosna aquel capote de un
húsar, que había estado aquí durante la invasión.
LA DEMENTE. —Le-na...
SALTER. —¡Y llama a Lena! ¿Oyen? ¿Por qué? Se le ha quedado grabado sólo ese nombre. (A

TÍA LENA.) Pero usted que dice haber sido para ella como una madre...
TÍA LENA. —(Con imprevista resolución, vencido su horror, en medio del horror de todos, coge
entre sus dos manos la cabeza de LA DEMENTE, y llama:) ¡Luchi! ¡Luchi! ¡Luchi!
LA DEMENTE permanece impasible con su muda sonrisa estúpida. Todos la miran.
Entretanto, ha bajado por la escalera LA DESCONOCIDA, seguida de BRUNO. Nadie se ha dado
cuenta de ello. Cuando la ven allí delante, avanzando hacia LA DEMENTE, apenas si TÍA LENA,
decepcionada, se separa; y, cosa extraña, después de todo lo ocurrido, y por el solo hecho de
estar allí aquella DEMENTE, que, sin embargo, ninguno ha podido reconocer, todos, incluso los
que hasta ahora han creído en ella, TÍA LENA, TÍO SALESIO, el mismo BOFFI, se quedan
mirándola perplejos y dubitativos.)
LA DESCONOCIDA. —(En el silencio, mientras todos la miran así, dice a BRUNO:) ¡Prueba a
llamarla tú también!
SALTER. —¡Ah, aquí está!
LA DESCONOCIDA. —(Rápida, altiva.) ¡Aquí estoy!
INÉS. —(En medio de su perplejidad, pero como sintiéndose obligada a vencerla:) Luchi...
LA DESCONOCIDA. —Espera. Da la luz. Aquí no se ve apenas. (TÍO SALESIO va junto a la puerta
y hace girar la llave de la luz. La escena se ilumina.)
INÉS. —(Mirándola a la luz, después de un momento todavía de vacilación, repite:) Luchi...
SALTER. —(Al cual ante la altiva seguridad de LA DESCONOCIDA y esta repetida llamada de
INÉS, le ocurre lo contrario que a los otros, es decir: Que duda ahora de sí mismo, dice
dirigiéndose a INÉS:) ¿Cree usted realmente...?
LA DESCONOCIDA. —(A SALTER.) Lo he entretenido a él (BRUNO) arriba, y me he entretenido yo,
con toda intención: para darle a usted tiempo a dar el golpe aquí. Reconozco su ferocidad:
sólo uno como usted podía ser capaz de cometer una atrocidad semejante: traer aquí... (Se
acerca a LA DEMENTE; con piadosa delicadeza, le coge la barbilla entre los dedos, para
contemplar de cerca aquella cara que sonríe.)
LA DEMENTE. —(Mientras LA DESCONOCIDA la contempla, emite otra vez, sin cesar en su risa
estúpida, la cantinela habitual:) Le-na.
LA DESCONOCIDA. —¿Lena...? (Y dominando un escalofrío, se vuelve hacia TÍA LENA.)
SALTER. —(Rápido, mostrándola.) ¿Ven ustedes? ¿Ven ustedes? ¡Llama a Lena! ¡Se ha vuelto
a mirarla!
BOFFI. —(Protesta.) ¡No, no! ¡Eso ya se ha aclarado!
LA DESCONOCIDA. —¿Qué es lo que se ha aclarado?
TÍA LENA. —No me llama a mí...
BOFFI. —Es una cantinela, señor... como un estribillo que repite siempre...
SALTER. —A mí me basta con que se haya vuelto...
LA DESCONOCIDA. —...para tener la prueba de que yo no soy Luchi, ¿verdad?
SALTER. —Hasta ha dicho: «¡Prueba a llamarla tú también!»
LA DESCONOCIDA. —Que usted no iba a creerme, ya lo sabía; pero los he sorprendido a ellos
aquí, ahora, cuando ésta (LENA) llamaba... «Luchi... Luchi...»
TÍA LENA. —(Afligida, disculpándose.) Pero si fue porque... mira...
TÍO SALESIO. —(Al mismo tiempo, señalando a SALTER) ...insistió tanto...
BOFFI. —(Al mismo tiempo) ...al oír aquel «Le-na... Le-na...»
LA DESCONOCIDA. —(Dominando las voces simultáneas.) ¡Sí, sí, claro...! Es natural... es
natural... (A LENA.) Y veo cómo me miras ahora...
TÍA LENA. —(Turbada.) ¿Cómo te miro..?
LA DESCONOCIDA. —(A TÍO SALESIO.) Y tú, también...
TÍO SALESIO. —¿Yo? No... no...
LA DESCONOCIDA. —Y usted mismo, Boffi...
BOFFI. —¡Nada de eso! Ninguno la ha reconocido (alude a LA DEMENTE)
TÍO SALESIO. —Estamos todos... (Pero no sabe cómo decir: «Sorprendidos, anonadados.» Por
otra parte, no le dan tiempo.)
BOFFI. —Y su misma hermana, ha podido usted ver que...
LA DESCONOCIDA. —...Sí, me ha llamado a mí Luchi dos veces...
BOFFI. —(Primero a SALTER.) ¿Ha oído usted? (Luego a MASPERI, con intención.) Y usted,
¿habrá oído?
INÉS. —(Enojada.) ¡Yo le he dicho que aquí nadie quiere aprovechar...
BOFFI. —¡No, lo digo porque, si acaso, de esto podría aprovecharse también Bruno!
LA DESCONOCIDA. —(Rápida.) ¡Ah, no, él no! ¡Él no se aprovechará de nada...! Por otra parte,

¿ve usted? Está ahí más azorado que ninguno...
BRUNO. —(Desquitándose.) ¿Azorado? ¡Asombrado de la arrogancia de este señor, que ha
tenido la osadía, sí, él, de aprovecharse...!
LA DESCONOCIDA. —Puedes estar seguro de que él (mira a SALTER) tampoco se aprovechará ni
de mí ni de esta pobrecita. (Por LA DEMENTE.)
SALTER. —Yo me he creído en el deber...
LA DESCONOCIDA. —...de traerla aquí...
SALTER. —...Sí, para castigarla a usted.
LA DESCONOCIDA. —(Avanzando hacia él.) ¿Castigarme?
SALTER. —¡Sí! ¡Por lo que ha hecho! ¡Yo he estado a punto de morir por usted; y
precisamente en aquel momento, usted fue capaz de venirse aquí engañando a otros!
LA DESCONOCIDA. —¡Yo no he engañado a nadie!
SALTER. —¡Sí, sí, ha engañado! ¡Engañado!
BRUNO. —(Intentando lanzarse sobre él.) ¡Si vuelve usted a hacer esta afirmación...!
LA DESCONOCIDA. —(Rápida, deteniéndolo.) ¡No... calma, calma, ten calma...!
BOFFI. —¡Él lo provoca!
LA DESCONOCIDA. —¡Basto yo! (Y rápida a SALTER.) Con mi «impostura», ¿verdad? ¿Ha
presentado usted la prueba? ¿Cómo? ¿Así...? ¿Con esta atrocidad que ha tenido usted la
osadía de cometer? ¿Y usted? (Al DOCTOR) es el médico que se ha prestado...?
DOCTOR. —Me he prestado, sí. Tanto más, que ha habido motivo para suponer...
LA DESCONOCIDA. —...¡Ah, sí... eso es verdad! Que aquí tuvieron interés en que no se
produjera una duda quizá también interesada... Les aseguro que me alegro de que lo hayan
conseguido: la duda, en efecto, ha surgido.
TÍA LENA. —¡No, no!
BOFFI. —(Al mismo tiempo.) ¿Cuándo?
TÍO SALESIO. —(Lo mismo.) ¿En quién? ¡No!
LA DESCONOCIDA. —(Casi gritando.) ¡Me alegro! (Luego, en otro tono.) Decís que no... os he
sorprendido...
TÍO SALESIO. —¡Si no la hemos reconocido!
LA DESCONOCIDA. —¡No importa!
BOFFI. —¡Esté usted segura, señora...! ¡Apuesto a que no lo cree él mismo siquiera!
LA DESCONOCIDA. —¡No importa! (Luego, andando lentamente, frente a SALTER:) ¡Fíjese de qué
especie tan curiosa debe ser mi «impostura», que yo, yo misma, como todos, he notado que,
apenas bajé, me miró usted! ¡Y fíjese usted, Boffi, que sólo para resistir a la duda que le
entró...!
BOFFI. —Le juro que a mí no me entró ninguna duda...
LA DESCONOCIDA. —Dudó..., dudó. Y, para confortarse, ha observado, y me ha hecho
observar, que ésta (INÉS) me ha llamado Luchi dos veces...
BOFFI. —¡No, no! ¡Porque es verdad, dispense! ¿Qué duda quiere que me haya entrado
respecto...? (Señala a LA DEMENTE.)
LA DESCONOCIDA. —¡No, no...! Respecto a mí, respecto a mí..., incluso sin haber podido
reconocerla a ella. Es la duda más natural del mundo... cuando aparecí de improviso...
Perplejos como estaban... Y a él (SALTER) le entró en el acto la duda contraria, sí, al oírme
llamar Luchi por quien todavía no me había visto. ¡Pero si es natural..., natural! (A LENA, que
llora en silencio.) ¡No llores ahora! ¡Cualquier certidumbre puede vacilar en cuanto surge la
más mínima duda y no nos deja creer como antes!
SALTER. —¿Usted misma admite, entonces, que puede no ser Luchi?
LA DESCONOCIDA. —¡Es otra cosa muy distinta lo que admito! ¡Admito que Luchi puede ser
también ésta. (LA DEMENTE)... si ustedes quieren creerlo!
TÍO SALESIO. —¡Pero nosotros no lo creemos!
SALTER. —(Rápido, indicando primero a LA DESCONOCIDA y luego a LA DEMENTE.) ¡Claro!
¡Porque ella se parece, y la otra no!
LA DESCONOCIDA. —¡Ah, no! ¡Eso no! ¡No porque me parezca! Yo misma..., precisamente yo...,
he dicho antes a todos que no es prueba, ¡ninguna prueba!, mi parecido..., este parecido por
el que todos han creído reconocerme. Precisamente, grité: «¿Pero cómo es posible? ¿Ustedes
creen? ¿Una mujer a la que le ha pasado la guerra por encima..., al cabo de diez años..., iba
a permanecer así... la misma?» Al contrario: esa sería en todo caso una prueba de que no
soy yo.
MASPERI. —(Convencido, espontáneamente.) ¡Claro! Eso...

LA DESCONOCIDA. —(Rápida, volviéndose a él.) ¿No es verdad? ¡Una prueba de que no puedo
ser yo! (De nuevo a SALTER) ¿Ve usted? Hay quien hasta ahora no había pensado...
BRUNO. —Me parece que tú estás haciendo de todo...
LA DESCONOCIDA. —¡Pero si tú estabas de acuerdo...!
BRUNO. —¿Yo?
LA DESCONOCIDA. —¡Tú, tú!
BRUNO. —¿Cuándo? ¿Qué dices?
LA DESCONOCIDA. —¡Cuando te lo dije allí! ¡Y usted también se quedó vacilando, Boffi! ¡Por
fuerza! Solamente cuando se cree, o cuando resulte cómodo creer, no se piensa o no se
quiere pensar una cosa tan clara: que ser así, la misma, es más bien una prueba en contra,
y que, por consiguiente, ¿por qué no?, Luchi pudiera ser esa desgraciada, ¡precisamente
porque ya no se parece en nada!
BRUNO. —¡Eso es un placer malvado!
LA DESCONOCIDA. —¡Te he dicho que yo tengo que responder ante él (SALTER) de mi
impostura!
BRUNO. —¡Cómo! ¿Así? ¿Haciendo tú misma dudar de ti?
LA DESCONOCIDA. —¡Así, así! Porque quiero que todos, sí, duden de mí, como él; para
permitirme al menos esta satisfacción de quedar siendo yo la única que cree en mí.
(Señalando a LA DEMENTE.) ¿No la habéis reconocido...? ¿Quizá porque está desconocida?
¿Porque al mirarla no os parece ella? ¿Porque no os han traído pruebas suficientes? ¡No, no!
¡Es sólo porque todavía no os parece que podáis creerlo! ¡Eso es todo! ¡Más de un
desgraciado, al cabo de los años, ha vuelto así (señala a LA DEMENTE), ya casi sin aspecto...,
desconocido, perdida la memoria... y hermanas, esposas, madres, ¡madres!, se lo han
disputado! «¡Es mío!» «¡No! ¡Es mío!» ¡No porque les pareciera suyo, no; no puede parecer
igual el hijo de una al de otra; sino porque lo han creído, han querido creerlo! ¡Y, cuando se
quiere creer, no hay pruebas en contrario que valgan! ¿No es él? ¡Pues, para aquella madre,
sí, es él! ¿Qué importa que no sea, si aquella madre lo tiene con ella, y, con todo su amor, lo
hace suyo? ¡Sin pruebas, lo cree! ¡Contra toda prueba, lo cree! ¿Acaso no me habéis creído a
mí sin ninguna prueba?
BOFFI. —¡Porque es usted y no hacen falta pruebas!
LA DESCONOCIDA. —¡No es verdad! (Volviéndose rápida a BRUNO, que protesta.) ¡Estáte
tranquilo, amigo mío, que no va contra tus intereses, ¡al contrario!, si intento demostrar que
verdaderamente Luchi puede ser ésa (LA DEMENTE). ¡Han nacido tantas sospechas —
perdonad, me lo ha dicho tío Salesio— porque me he estado aquí encerrada durante cuatro
meses, sin querer ver a nadie...!
BRUNO. —¡Pero todos han comprendido el motivo!
LA DESCONOCIDA. —(Guiñando el ojo a TÍA LENA.) Excepto los «maliciosos», ¿eh? (Luego a
BRUNO) Lo malo es que lo afirmas tú... (A MASPERI) Ya ve usted que está trabajando, ya se
ve...
MASPERI. —(Sorprendido.) ¡No, no..., yo..!
LA DESCONOCIDA. —¡Cómo que no! ¡Se le nota...! Siga, siga usted profundizando sobre lo que
acabo de decir. ¡Es tan sospechoso..., ¡qué sé yo...! que alguna, aprovechando cierta
semejanza que, por ejemplo, a alguien le convenía encontrar en ella...!
BRUNO. —(Mascullando y subrayando.) Me convenía muy bien... a mí...
LA DESCONOCIDA. —(Rápida.) ¡Cómo! ¿Han sospechado eso?
BRUNO. —Lo has sospechado tú.
LA DESCONOCIDA. —Precisamente. (Luego, acercándose a MASPERI) Pues bien: digo que es
sospechoso eso de que yo me haya estado aquí con toda calma... (Guiña el ojo a TÍO SALESIO:)
cuatro meses, preparándome para convertirme en aquélla (la del retrato) ...diciendo primero
que no podía soportar que nadie me visitara (a SALTER, guiñando) ...y afortunadamente,
¿sabe?, el pretexto era... comodísimo para él (BRUNO).
BRUNO. —(Rápido, a los parientes.) ¿Qué os dije a vosotros?
LA DESCONOCIDA. —¡Se lo dirías..., pero mira cómo ahora me escuchan a mí! (A SALTER.)
...¡Un pleito aquí entre ellos; cuestión de intereses! (A INÉS y a MASPERI.) Se puede fingir
perfectamente, en principio, no querer tener en sí ningún recuerdo... y, en efecto, ¡pobres de
Lena y tío Salesio si intentaban siquiera insinuarme alguno! Y se puede también fingir
haberlos perdido, pero, entretanto..., ¿eh?, írselos fabricando poquito a poco. (Se acerca a
BOFFI.) ¿No necesitó él (BRUNO) cierto tiempo para reconstruir el chalet en ruinas, las tierras
arrasadas? Pues yo también necesitaba tiempo para reconstruirme, piedra sobre piedra,
como el chalet; y la piedad de los recuerdos de la pobre Luchi, trasplantados a mí, el tiempo
de volver a criarlos para hacerlos volver a florecer... (Va lentamente hacia INÉS con los brazos
extendidos:) hasta el punto de poder recibir, por fin, convenientemente, incluso a una
hermana... (le coge las manos) y poder hablarle, por ejemplo, de cuando las dos éramos
pequeñas, y jugábamos, huérfanas las dos, educadas por los tíos..., hacerme..., hacerme...,
en una palabra: llegar hasta parecer «escapada de ese retrato», como dice tío Salesio,
copiando incluso el vestido...
INÉS. —¿Copiando?
LA DESCONOCIDA. —Sí..., me había vestido hace un rato, para recibiros a vosotros...,
exactamente como en ese retrato... (A LENA.) ¿No es verdad...? Y subí a cambiarme, porque
verdaderamente me pareció demasiado... (Movimiento en los otros de violencia, de duda, de
consternación:) ¿Eh? ¿Sí? ¿Por fin os entra esa sospecha... si no la habíais tenido antes...?
MASPERI. —(Casi asustado.) ¡Oh, no..., jamás!
INÉS. —¿A quién iba a pasarle por la mente...
BÁRBARA. —...semejante cosa?
LA DESCONOCIDA. —(Señalando a BRUNO.) A él. A él le pasó por la mente... semejante cosa.
BRUNO. —¿A mí?
LA DESCONOCIDA. —Sí... Y ahora tienes el terror de que... esa sospecha que se puede tener,
que yo misma he tenido..., ¡se descubra que es verdad!
BRUNO. —¡Cómo! ¿Verdad? ¿Podríais creerla vosotros?
LA DESCONOCIDA. —¡La creen! ¡La creen! ¡Porque lo es! ¡Es la verdad! ¡La verdad de los
hechos! ¡Precisamente la «impostura» en que él (SALTER) cree!
BOFFI. —¿Pero qué dice usted, señora?
TÍO SALESIO. —¿Cómo es posible?
BRUNO. —Esta es una venganza contra mí, más feroz que la de éste (SALTER).
LA DESCONOCIDA. —¡No es mía, no es mía la venganza! ¡Se vengan los hechos, amigo mío, se
vengan los hechos! ¡Yo no puedo aceptar, en efecto, el reconocimiento de éstos! ¡Debías
reconocerme sólo tú, desinteresadamente! ¡Yo no he venido aquí para defender una dote!
¡Sería verdaderamente un engaño, esto que no he pensado hacer, que no puedo hacer! ¡Sí,
entonces sería verdaderamente la «impostura» que el dice! Si te es útil, mira..., para que no
te parezca una venganza, cree en ella. ¡Ante los hechos, cree en ella!
BRUNO. —¿En qué tengo que creer?
LA DESCONOCIDA. —En esta mi impostura, ¿qué más quieres que te diga?
BRUNO. —(Exasperado, enfrentándose con ella.) ¡Lo haces por ponerme a prueba! ¡Estás
haciendo todo esto por ponerme a prueba!
LA DESCONOCIDA. —¡No, no! ¡De verdad!
BRUNO. —¡Sí, es por eso! ¡Es por eso!
LA DESCONOCIDA. —Mira a ver si no es una nueva maniobra tuya...
BRUNO. —¿Qué maniobra?
LA DESCONOCIDA. —¡Dar a entender que lo estoy haciendo por eso!
BRUNO. —¡No!
LA DESCONOCIDA. —¿No? ¡Pues, entonces, cree en ella! ¡Y digo que desde ahora podéis creer
todos en ella, sí, sí, y creer lo que dice éste (SALTER) y darle la razón! ¡Toda la razón!
¡También por lo que respecta a esta pobrecita! ¡Sí..., que puede ser ella... Luchi... realmente!
¡Miradla! (Se acerca más a LA DEMENTE, y de nuevo, con piadosa delicadeza, le pone los
dedos bajo la barbilla.)
LA DEMENTE. —(Apenas tocada, repite:) Le-na...
LA DESCONOCIDA. —(A TÍA LENA.) Lena..., ¿oyes? ¡Pero si te llama a ti! ¿Por qué no quieres
creerlo?
LA DEMENTE. —Le-na...
LA DESCONOCIDA. —¡Ahí lo tienes! ¡A ti, de verdad! ¡Yo no quise verte, yo te hice marchar
fuera de aquí durante más de un mes; cuando te vi, no supe decirte nada. Ésta viene
llamando a Lena. Siempre ha llamado a Lena. ¿Y tú no quieres creerla? ¿Porque no te ha
respondido? ¡Y cómo quieres que te responda! ¿No ves...? (Contempla con infinita tristeza a
LA DEMENTE.) Cuando llama a Lena así, con esa sonrisa... jamás podrá pronunciar ninguna
otra palabra... (Hablándole.) Llamas, ¡quién sabe desde qué momento lejano, feliz..., de tu
vida..., del cual quedaste suspendida..., allí..., ya no ves otro momento..! Nadie puede darte
ya nada... ¿La piedad...? ¿Para qué te sirve? ¿El cuidado que los demás puedan tener de ti?
Ahora... feliz con esa sonrisa... estás salvada tú..., inmune... (A SALTER.) ¿A quién se la ha
traído usted aquí? (A LENA, que, casi arrepentida, atraída instintivamente por la emoción, se
ha acercado.) ¡Ah...! ¿Te has acercado?
TÍA LENA. —(Casi sin voz, espantada.) ¡No! ¡No!
LA DESCONOCIDA. —(Dulcemente.) Sí, estáte aquí, estáte aquí... Y quizá también la
hermana..., mientras yo le digo a éste (acercándose a SALTER.) otra cosa (Mirándolo
fijamente.) Usted, además de un mal hombre, debe ser un mal escritor.
SALTER. —¿Yo...? Puede ser... ¿Por qué?
LA DESCONOCIDA. —Todo lo que usted escribe... para usted... debe ser impostura y nada
más.
SALTER. —¡A mí...!
LA DESCONOCIDA. —...¡Su literatura! No debe usted haber puesto nunca en ella, ni corazón,
ni sangre, ni estremecimiento de los nervios, de los sentidos...
SALTER. —¿Nada?
LA DESCONOCIDA. —Nada. ¡Y no debe haberle nacido nunca de un tormento verdadero, de
una desesperación auténtica, la necesidad de vengarse de la vida como es, como se la han
hecho los demás, y los azares, creando otra mejor, más hermosa, como debería haber sido,
como usted hubiera deseado que fuera! ¿Y porque usted es así, porque me ha conocido —
tres meses— como he podido ser con usted, la mía es también otra impostura semejante?
SALTER. —¿Y usted ha puesto corazón en ella...?
LA DESCONOCIDA. —¿Quiere usted decirme por qué lo habría hecho, si no?
SALTER. —¡Por liberarse de mí!
LA DESCONOCIDA. —Para liberarme de usted, no necesitaba engañar a otro.
SALTER. —Me parece que acaba usted de confesar que lo ha engañado.
LA DESCONOCIDA. —¡Ah, bien! ¿Le parece a usted que lo he engañado?
SALTER. —Puede haber tenido su finalidad ahora el confesar, obligada...
LA DESCONOCIDA. —¿Qué finalidad?
SALTER. —Algún interés...
LA DESCONOCIDA. —¿También? Se ve que usted, al escribir, sólo juega para ganar. ¿Quiere
usted ver cómo se juega gratis? ¡Voy a jugar solamente para usted! ¡Nadie tiene que
aprovecharse de mi juego! ¿Mi impostura? ¡Según como se caiga, señor Salter, bajo las
desventuras! Mire: se puede caer así (señala a LA DEMENTE), cuando se cae en manos de un
enemigo feroz, que ultraja...; entonces hermosa, joven..., sorprendida sola aquí, en el
chalet... ultraja el cuerpo con todas las ignominias que usted sabe, y hace escarnio del alma
hasta hacerla enloquecer, y reducirla así hasta hacerle imposible —por sí misma— el
retorno; y se puede..., sí, siempre caer, cierto, pero de otra manera; sufrir todas las
vergüenzas y ultrajes igualmente hasta enloquecer; sí, pero también de otra manera...,
encontrando, por ejemplo, en la locura, una fantástica venganza contra el propio destino...,
en el horror de todo lo que le han hecho, la sensación de haber quedado toda tan sucia, que
llegue a experimentar verdadero asco, verdadero espanto ante la sola idea de poder volver a
la vida de antes...
SALTER. —(Recordándole feroz.) ...¡Usted está jugando...!
LA DESCONOCIDA. —...¡Espere...! Quiero decir a la vida de antes, por ejemplo, aquí, en este
chalet... donde..., ¡Dios mío!, fresca como una flor y limpia..., a los dieciocho años..., se
abraza a ella... (Alude a INÉS, sin volverse a mirarla, como si no estuviera allí presente y la
viera en el pasado, cuando, a los dieciocho años, acompañada de ella, se casó allí, en el
chalet donado como dote de su tío. Muy lentamente, mientras sigue hablando, retrocede hasta
tocarla, y dice las últimas palabras apoyando la cabeza contra el pecho de la hermana:)
...fuerte, fuerte, sin querer soltarse de ella..., no porque no lo quisiera a él..., sino porque
aquella noche..., ignorante de todo..., las palabras de su hermana que lloraba, ¡ignorante
como ella!: «Dicen..., ¿sabes...?, que él ahora tiene que verte...»
INÉS. —(En un arranque de viva emoción, abrazándola.) ¡Luchi! ¡Luchi!
LA DESCONOCIDA. —(Deteniéndola, confusa.) ¡No..., espera, espera...!
BRUNO. —(Con alegría triunfante.) ¡Eso no te lo he dicho yo!
LA DESCONOCIDA. —(Después de mirarlo fijamente, le dice con frialdad.) Yo podría hacerte
enloquecer. No me lo ha dicho nadie. (Y añade en seguida, al ver que BRUNO, casi
involuntariamente, se ha vuelto a mirar a LENA.) ¡No, tampoco Lena, no! ¡Figúrate! Una cosa
tan íntima —lo he recordado aposta— no podía habérmela dicho, sino con la confianza entre
hermanas, la que realmente lo dijo entonces. (A INÉS.) ¿No es verdad?
INÉS. —¡Sí, sí!

LA DESCONOCIDA. —(Volviéndose rápida a BRUNO.) ¡Tú has buscado mal a Luchi! Le
reconstruiste en seguida el chalet, pero no buscaste, no buscaste bien nunca, a ver si entre
las piedras esparcidas y el desorden de las ruinas había quedado algo de ella, de su alma...,
algún recuerdo verdaderamente vivo..., ¡para ella! ¡No para ti! ¡Por fortuna, lo he encontrado
yo!
BRUNO. —¿Qué quieres decir?
LA DESCONOCIDA. —(No le responde y se dirige a SALTER.) ¿Comprende? Y entonces, tan
manchada ya, que no podría volver a estar limpia, ¡lejos, con el más estúpido de aquellos
oficiales! —precisamente, precisamente como le conté allí—. Lejos, primero en Viena,
durante unos años, con el barullo, después de las sacudidas de la guerra...; luego en
Berlín..., en aquel otro manicomio... Una noche se ve en el teatro a la Barth..., se aprende a
bailar..., la locura se ilumina..., aplausos..., un delirio..., ya no ve una por qué despojarse de
aquellos velos colorados de la locura... Se puede también bajar a la plaza, andar por la calle
con aquellos velos... En los cafés nocturnos, después de las tres..., entre los payasos
vestidos de frac..., ¿eh, señor Salter...? mientras no se vuelven, como se volvió usted,
lúgubre e insoportable..., y hasta que una noche, de repente, cuando menos te lo esperas
(va hacia BOFFI), llega uno que pasaba por allí, deslizándose como un diablo, y llama: «¡Doña
Lucía, doña Lucía! ¡Su marido está aquí, a dos pasos: si quiere usted, lo llamo!» (Alejándose
con las manos sobre la cara.) ¡Dios mío! Podéis creerme: él buscaba a una que ya no podía
existir; a una que sólo en mí creía poder encontrar viva, para rehacerla, no como ella quería
ser —que ella, para sí, ya no quería ser nada—, sino como él la quería. (Sacudiéndose para
liberarse de una loca ilusión, y enfrentándose con SALTER.) ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera! ¿Ha venido
usted a castigarme por mi impostura? ¡Tiene usted razón! ¿Sabe usted hasta dónde quería
hacer llegar esta impostura? Pues hasta hacerme reconocer por tres personas: mi hermana,
mi cuñado, mi cuñada —hermana de mi marido—, a los que estoy viendo por primera vez en
mi vida.
INÉS. —(Con enorme estupor.) ¡Pero, Luchi!, ¿qué dices?
LA DESCONOCIDA. —¡Como es verdad que yo no había estado aquí nunca hasta que él me
trajo...!
BRUNO. —(Agitado, gritando.) ¡Tú sabes bien que no es verdad!
LA DESCONOCIDA. —¡Es verdad, es verdad!
BRUNO. —¡Quieres hacerlo creer! ¡Lo estás diciendo por...!
LA DESCONOCIDA. —...¡Sí: porque me encanta que sigáis creyéndome Luchi! ¡Pero ahora,
Luchi se va! ¡Se vuelve a bailar!
BRUNO. —¿Qué?
LA DESCONOCIDA. —(Indica a SALTER.) ¡Me voy con él! ¡Me vuelvo a Berlín, a bailar! ¡A Berlín!
BRUNO. —¡Tú no te mueves de aquí!
LA DESCONOCIDA. —¡Te he dicho que has buscado mal a Luchi! ¡Sabrás, amigo mío, que
arriba, en la trastera, tú habías dejado que arrinconaran, sin enterarte siquiera, un armario
de sándalo, todo roto, que conservaba todavía en las puertecitas algún insecto de plata!
Lena me ha recordado que aquel armarito lo guardaba Luchi porque había sido de su
madre. ¿Sabes lo que he encontrado en un cajoncito de aquel pequeño armario? Un
cuadernito de notas de Luchi, donde estaban las palabras que le dijo Inés el día de la boda:
«Dicen..., ¿sabes...?, que él, ahora, tiene que verte...» ¡Ese cuadernito es mío y me lo llevo!
Tanto más, que —¡es curioso!— hasta la letra parece de mi puño. (Ríe; inicia la huida; se
detiene para añadir:) ¡Otra cosa, otra cosa! No te olvides de hacer que la hermana mire a ver
si esta pobrecita tiene aquí, en el costado...
EL DOCTOR. —...Sí..., una mancha...
LA DESCONOCIDA. —...¿Roja? ¿En relieve? ¿De veras la tiene?
EL DOCTOR. —Sí, en relieve. Pero no roja, es un lunar... y no exactamente en el costado...
LA DESCONOCIDA. —En el cuadernito dice: «Roja y en relieve... en el costado, como una
conchita.» (A BRUNO.) ¡Se habrá ennegrecido...! ¡Habrá cambiado de sitio...! ¡Pero la tiene!
¡Otra prueba de que es ella! ¡Creedlo, creedlo, que es ella! ¡Vamos, Salter! Boffi, usted se
acordará de mandarme todas mis cosas. (A SALTER.) ¿Está el coche fuera? ¡Me voy así! (Y
corre hacia la puerta.)
SALTER. —¡Así, así! ¡Vamos, vamos! (Ambos se precipitan hacia el coche que está en el jardín.)
EL DOCTOR. —(Moviéndose él también con LA ENFERMERA.) ¡No, esperen! ¿Y nosotros?
BRUNO. —(Aturdido, asombrado como todos.) ¡Cómo! ¿Así? (Y sale él también, seguido de los
demás, al jardín. Ahora se oyen sus voces confusas y animadas. Quedan en escena sólo LA
DEMENTE y TÍA LENA, que se mantiene a distancia. Insegura ella también, asustada.)
LA DEMENTE. —Le-na...
TÍA LENA. —(Sin voz, como si no pudiera creerlo.) Luchi...



TELÓN