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LA LECCIÓN IONESCO







LA LECCIÓN
IONESCO




La lección fue representada por primera vez en el Théátre de Foche el 20 de febrero de 1951.
La puesta en escena estuvo a cargo de Marcel Cuvelier.


PERSONAJES

EL PROFESOR, 50 a 60 años. Marcel Cuvelier.
LA JOVEN ALUMNA, 18 años. Rosette Zuchelli.
LA SIRVIENTA, 45 a 50 años. Claude Mansard.


DECORACIÓN
El gabinete de trabajo, que sirve también de comedor, del viejo profesor.
A la izquierda de la escena una puerta que da a las escaleras del edificio; en el fondo, a la derecha de la escena, otra puerta que lleva a un pasillo del departamento.
En el fondo, un poco a la izquierda, una ventana, no muy grande, con cortinas sencillas; en el borde exterior de la ventana macetas de flores vulgares.
Se ven, a lo lejos, casas bajas con tejados rojos: la pequeña ciudad. El cielo es de un color azul grisáceo. A la derecha, un aparador rús-tico. La mesa sirve también como escritorio; se halla en medio de la habitación. Tres sillas alrededor de la mesa, otras dos a ambos lados de la ventana, el papel de las paredes claro y algunos anaqueles con libros.
Al levantarse el telón, el escenario está vacío y sigue así durante bastante tiempo. Luego se oye la campanilla de la puerta de entrada. Se oye la:

Voz DE LA SIRVIENTA (entre bastidores). — Sí. Inmediatamente.

En seguida aparecen en escena LA SIRVIENTA, que ha bajado corrien¬do las escaleras. Es robusta; de 45 a 50 años, coloradota y lleva toca de campesina. Entra como un vendaval, hace que la puerta golpee tras ella, se enjuga las manos en el delantal mientras se oye sonar por segunda vez la campanilla.

LA SIRVIENTA. — Paciencia, ya voy. (Abre la puerta. Aparece la JOVEN. ALUMNA, de 18 .años. Delantal blanco, pequeño cuello blan-co, carpeta bajo el brazo.) Buenos días, señorita.
LA ALUMNA. — Buenos días, señora. ¿El profesor está en casa?
LA SIRVIENTA. — ¿Es para la lección?
LA ALUMNA. — Sí, señora.
LA SIRVIENTA. — Le espera. Siéntese un momento mientras voy a
avisarle.
LA ALUMNA. — Gracias, señora.

Su sienta junto a la mesa, de cara al público; a su izquierda queda la puerta de entrada; ella da la espalda a la otra puerta, por la que siempre, apresuradamente, sale LA SIRVIENTA, quien llama:

LA SIRVIENTA. — Señor, haga el favor de bajar. Ha llegado su alumna. VOZ DEL PROFESOR (un poco alfeñicada). — Gracias. Ya bajo... dentro de dos minutos.

La SIRVIENTA sale; la ALUMNA, con las piernas recogidas y la car-peta en las rodillas, espera graciosamente; lanza una o dos miradas a la habitación, los muebles y también al techo; después saca de la carpeta un cuaderno, que ojea, y se detiene más tiempo en una página, tanto para repasar la lección como para lanzar una última ojeada a sus deberes. Parece una muchacha cortés, bien educada, pero muy vivaz, alegre y dinámica. Tiene una sonrisa fresca en los labios. Durante el drama que se va a representar disminuirá progre-sivamente el ritmo vivo de sus movimientos, irá abandonando su apostura, dejará de mostrarse alegre y sonriente para ponerse cada vez más triste y taciturna. Muy animada al principio, se mostrará cada vez más fatigada y soñolienta. Hacia el final del drama su rostro deberá expresar claramente un abatimiento nervioso, su ma-nera de hablar lo dejará ver, su lengua se hará pastosa, las palabras acudirán con dificultad a su memoria y saldrán de su boca también con dificultad; parecerá vagamente paralizada, con un comienzo de afasia. Voluntariamente al principio, hasta parecer casi agresiva, se hará cada vez mes pasiva, hasta no ser más que un objeto blando e inerte, al parecer inanimado, entre las manos del profesor, hasta el punto de que cuando éste llegue a hacer el gesto final, la ALUMNA no reaccionará; insensibilizada, carecerá ya de reflejos; sólo sus ojos, en un rostro inmóvil, expresarán un asombro y un terror indecibles. El paso de un comportamiento al otro se deberá hacer, por supuesto, insensiblemente.
El PROFESOR entra. Es un viejecito de barbita blanca. Lleva bi-nóculos, y viste birrete negro, larga blusa negra de maestro de escue-la, pantalones y zapatos negros, cuello postizo blanco y corbata negra. Excesivamente cortés, muy tímido, con la voz amortiguada por la timidez, muy correcto, muy profesor. Se frota constantemente las manos; de vez en cuando tiene un brillo lúbrico en los ojos, rápida-mente reprimido.
Durante el transcurso del drama, su timidez desaparecerá progresivamente, insensiblemente; los fulgores lúbricos de sus ojos terminarán convirtiéndose en una llama devoradora, ininterrumpida. De aspecto más que inofensivo al comienzo de la acción, el PROFESOR se mostrará cada vez más seguro de sí mismo, nervioso, agresivo, dominante, hasta hacer lo que quiere con su alumna, convertida entre sus manos en una pobre cosa. Evidentemente la voz del PROFESOR deberá trans¬formarse también, de débil y alfeñicada, en una voz cada vez más fuerte y, al final, extremadamente potente, retumbante, sonora como un clarín, en tanto que la voz de la ALUMNA se hará casi inaudible, de muy clara y bien timbrada que habrá sido al comienzo del drama. En las primeras escenas el PROFESOR tartamudeará, muy ligeramen¬te, quizás.

EL PROFESOR. — Buenos días, señorita... ¿Usted es... usted es, verdad, la nueva alumna?
LA ALUMNA (se vuelve vivamente, con mucha desenvoltura, como muchacha mundana; luego se levanta, avanza hacia el PROFESOR y le tiende la mano). — Sí, señor. Buenos días, señor. Como ve, he venido a la hora. No he querido retrasarme.
EL PROFESOR. — Está bien, señorita. Gracias, pero no tenía que apresurarse. No sé cómo disculparme por haberla hecho esperar... Terminaba justamente... de... Me disculpo... Usted me per¬donará...
LA ALUMNA. — No es necesario, señor. Nada malo hay en ello, señor.
EL PROFESOR. — Mis excusas... ¿Le ha costado encontrar la casa?
LA ALUMNA. — De ningún modo. Además he preguntado. Aquí le conocen todos.
EL PROFESOR. — Hace ya treinta años que vivo en esta ciudad. Us¬ted no lleva en ella mucho tiempo. ¿Qué le parece?
LA ALUMNA. — No me desagrada ni mucho menos. Es una ciudad linda, agradable, con un hermoso parque, un colegio, un obispo, buenas tiendas, calles, avenidas...
EL PROFESOR. — Así es, señorita. Sin embargo, preferiría vivir en otra parte: en París, o por lo menos en Burdeos.
LA ALUMNA. — ¿Le gusta Burdeos?
EL PROFESOR. — No lo sé. No lo conozco.
LA ALUMNA. — ¿Pero conoce París?
EL PROFESOR. — Tampoco, señorita, pero, si usted me permite, ¿po-dría decirme si París es la capital de... la señorita?
LA ALUMNA (busca durante un instante y luego contesta, feliz por saberlo). — París es la capital... de Francia...
EL PROFESOR. — Así es, señorita. ¡Bravo, muy bien, perfecto! Le felicito. Usted conoce su geografía nacional al dedillo. Sus capi¬tales.
LA ALUMNA. — ¡Oh!, no las conozco todas todavía, señor; no es tan fácil, me cuesta aprenderlas.
EL PROFESOR — Oh, ya las aprenderá... Valor, señorita... Hay que tener paciencia... poco a poco... Verá usted cómo las aprenderá... Hoy hace buen tiempo... o más bien no tan bue¬no. .. Oh, sí, a pesar de todo... En fin, no hace un tiempo demasiado malo, y eso es lo principal... No llueve, ni nieva.
LA ALUMNA. — Eso sería sorprendente, pues estamos en verano.
EL PROFESOR. — Discúlpeme, señorita, yo iba a decírselo... pero usted sabe que se puede esperar todo.
LA ALUMNA. — Evidentemente, señor.
EL PROFESOR. — En este mundo, señorita, no podemos estar segu¬ros de nada.
LA ALUMNA. — La nieve cae en el invierno. El invierno es una de las cuatro estaciones. Las otras tres son... son... la pri...
EL PROFESOR. — ¿Sí?
LA ALUMNA. —...mavera, y luego el verano... y... y...
EL PROFESOR. — Comienza como otomana, señorita.
LA ALUMNA. — ¡Ah, sí, el otoño!
EL PROFESOR. — Eso es, señorita. Muy bien contestado, perfecto. Estoy convencido de que usted será una buena alumna. Progre¬sará. Es inteligente, me parece instruida y tiene buena memoria.
LA ALUMNA. — Conozco mis estaciones, ¿verdad, señor?
EL PROFESOR. — Claro que sí, señorita... o casi. Pero ya llegará. De todos modos, ya está bien. Usted llegará a conocer todas sus estaciones con los ojos cerrados, como yo.
LA ALUMNA. — Es difícil.
EL PROFESOR. — ¡Oh, no! Basta con un pequeño esfuerzo y buena voluntad, señorita. Ya verá. Eso llegará, esté segura.
LA ALUMNA. — ¡Cómo lo desearía, señor! ¡Estoy tan sedienta de instrucción! También mis padres desean que profundice mis conocimientos. Quieren que me especialice. Creen que una simple cultura general, aunque sea sólida, no basta en nuestra época.
EL PROFESOR. — Sus padres, señorita, tienen completa razón. Usted debe llevar adelante sus estudios. Le pido que me disculpe por decírselo, pero eso es necesario. La vida contemporánea se ha hecho muy compleja.
LA ALUMNA. — Y muy complicada. Mis padres son bastante ricos, en eso tengo suerte. Podrán ayudarme a trabajar, a hacer estu¬dios muy superiores.
EL PROFESOR. — Y usted podría presentarse...
LA ALUMNA. — Lo más pronto posible, en el primer concurso de doctorado. Se realiza, dentro de tres semanas.
EL PROFESOR. — ¿Ha hecho ya su bachillerato, si me permite la pre-gunta?
LA ALUMNA. — Si, señor, soy bachiller en ciencias y bachiller en letras.
EL PROFESOR. — ¡Oh! Está usted muy adelantada, incluso dema¬siado adelantada para su edad. ¿Y en qué quiere doctorarse: en ciencias materiales o filosofía normal?
LA ALUMNA. — Mis padres desearían, si usted cree que eso es posi¬ble en tan poco tiempo, que obtenga el doctorado total.
EL PROFESOR. — ¿El doctorado total?... Es usted muy valiente, señorita, y le felicito sinceramente. Procuraremos, señorita, hacer todo lo que podamos. Por otra parte, usted sabe ya mucho, a pesar de ser tan joven.
LA ALUMNA. — ¡Oh, señor!
EL PROFESOR. — Entonces, si usted me lo permite, y le ruego que me disculpe, le diré que hay que ponerse a trabajar. Apenas te¬nemos tiempo que perder.
LA ALUMNA. — Al contrario, señor, yo también lo deseo. E incluso se lo ruego.
EL PROFESOR. — Entonces, ¿puedo rogarle que se siente?... Ahí... ¿Me permite, señorita, si no ve en ello inconveniente, que me siente frente a usted?
LA ALUMNA. — Por supuesto, señor. Se lo ruego.
EL PROFESOR. — Muchas gracias, señorita. (Se sientan a la mesa, el uno frente al otro, de perfil a la sala.) Ya está. ¿Tiene sus libros, sus cuadernos?
LA ALUMNA (sacando cuadernos y libros de m carpeta). — Sí, señor. Por supuesto, tengo aquí todo lo necesario.
EL PROFESOR. — Muy bien, señorita. Perfecto. Entonces, si eso no le molesta, ¿podemos comenzar?
LA ALUMNA. — Sí, señor, estoy a su disposición.
EL PROFESOR. — ¿A mi disposición? (Fulgor en los ojos rápida¬mente extinguido y un gesto que reprime.) Oh, señorita, soy yo quien está a su disposición. No soy sino su servidor.
LA ALUMNA. — ¡Oh, señor!
EL PROFESOR. — Si usted quiere... entonces... nosotros... nos¬otros... yo... yo comenzaré haciendo un examen sumario de sus conocimientos pasados y presentes, a fin de despejar el camino futuro... Bueno. ¿Cómo va su percepción de la pluralidad?
LA ALUMNA. — Es bastante vaga... confusa.
EL PROFESOR. — Bueno. Vamos a ver eso.

Se frota las manos. Entra la SIRVIENTA, lo que parece irritar al PROFESOR; se dirige al aparador y busca, algo, demorándose.
EL PROFESOR. — Veamos, señorita. ¿Quiere que hagamos un poco de aritmética, si no tiene inconveniente?
LA ALUMNA. — Sí por cierto, señor. En verdad, no deseo otra cosa.
EL PROFESOR. — Es una ciencia bastante nueva, una ciencia moder-na; hablando propiamente, es más bien un método que una cien¬cia... Es también una terapéutica. (A la SIRVIENTA.) María, ¿no ha terminado aún?
A SIRVIENTA. — Sí, señor. Ya he encontrado el plato y me voy.
EL PROFESOR. — Dése prisa. Vaya a su cocina, por favor.
LA SIRVIENTA. — Sí, señor. Ya voy. Falsa salida de la SIRVIENTA.
LA SIRVIENTA. — Discúlpeme, señor, pero tenga cuidado. Le reco-miendo la calma.
EL PROFESOR. — Es usted ridícula, María. No se preocupe.
LA SIRVIENTA. — Siempre se dice eso.
EL PROFESOR. — No admito sus insinuaciones. Sé perfectamente cómo debo conducirme. Soy bastante viejo para eso.
LA SIRVIENTA. — Precisamente, señor. Haría mejor si no comenzase por la aritmética con la señorita. La aritmética fatiga, enerva.
EL PROFESOR. — Más a mi edad. ¿Pero quién la mete en lo que no le importa? Este es asunto mío. Y lo conozco. Su lugar no está aquí.
LA SIRVIENTA. — Está bien, señor. No dirá que no le he advertido.
EL PROFESOR. — María, no necesito sus consejos.
LA SIRVIENTA. — Hágase la voluntad del señor. Sale.
EL PROFESOR. — Perdóneme, señorita, por esta estúpida interrup-ción... Disculpe a esa mujer. Teme constantemente que me fa¬tigue. Vela por mi salud.
LA ALUMNA.— ¡Oh, todo está disculpado, señor! Eso prueba que le es leal y que le estima. Las buenas sirvientas son raras.
EL PROFESOR. — Pero exagera. Su temor es estúpido. Volvamos a nuestras matemáticas.
LA ALUMNA. — Le sigo, señor.
EL PROFESOR (ingenioso). — Pero sin levantarse de la silla.
LA ALUMNA (que aprecia el chiste). — Como usted, señor.
EL PROFESOR. — Bueno. Aritmeticemos un poco.
LA ALUMNA. — Con mucho gusto, señor.
EL PROFESOR. — ¿No le molesta decirme...?
LA ALUMNA. — De ningún modo, señor, continúe.
EL PROFESOR. — ¿Cuántos son uno y uno?
LA ALUMNA. — Uno y uno son dos.
EL PROFESOR (admirado por la sabiduría de la alumna). — ¡Oh, muy bien! Me parece muy adelantada en sus estudios. Obtendrá fácil-mente su doctorado total, señorita.
LA ALUMNA. — Lo celebro, tanto más porque es usted quien lo dice.
EL PROFESOR. — Sigamos adelante: ¿cuántos son dos y uno?
LA ALUMNA. — Tres.
EL PROFESOR. — ¿Tres y uno?
LA ALUMNA. — Cuatro.
EL PROFESOR. — ¿Cuatro y uno?
LA ALUMNA. — Cinco.
E,L PROFESOR. — ¿Cinco y uno?
LA ALUMNA. — Seis.
EL PROFESOR. — ¿Seis y uno?
LA ALUMNA. — Siete.
EL PROFESOR. — ¿Siete y uno?
LA ALUMNA. — Ocho.
EL PROFESOR. — ¿Siete y uno?
LA ALUMNA. — Ocho... bis.
EL PROFESOR. — Muy buena respuesta. ¿Siete y uno?
LA ALUMNA. — Ocho... triplicado.
EL PROFESOR. — Perfecto. Excelente. ¿Siete y uno?
LA ALUMNA. — Ocho... cuadruplicado. Y a veces nueve.
EL PROFESOR. — ¡Magnífica! ¡Es usted magnífica! ¡Es usted exqui-sita! Le felicito calurosamente, señorita. No merece la pena de continuar. En lo que respecta a la suma es usted magistral. Vea¬mos la resta. Dígame solamente, si no está agotada, cuántos son cuatro menos tres.
LA ALUMNA.— ¿Cuatro menos tres?... ¿Cuatro menos tres?
EL PROFESOR. — Sí. Quiero decir: quite tres de cuatro.
LA ALUMNA. — Eso da... ¿siete?
EL PROFESOR. —'Perdóneme si me veo obligado a contradecirle. Cua-tro menos tres no dan siete. Usted se confunde: cuatro más tres son siete, pero cuatro menos tres no son siete... Ahora no se trata de sumar, sino de restar.
LA ALUMNA (se esfuerza por comprender). — Sí... sí...
EL PROFESOR. — Cuatro menos tres son: ¿Cuánto?... ¿Cuánto?
LA ALUMNA. — ¿Cuatro?
EL PROFESOR. — No, señorita, no es eso.
LA ALUMNA. — Entonces, tres.
EL PROFESOR. — Tampoco, señorita... Perdóneme, pero debo decír-selo: no es ésa la respuesta... Discúlpeme.
LA ALUMNA. — Cuatro menos tres... Cuatro menos tres... ¿Cua¬tro menos tres? ¿No son diez?
EL PROFESOR. — No, ciertamente, no lo son, señorita. Pero además no se trata de adivinar, sino de razonar. Procuremos deducirlo juntos. ¿Quiere usted contar?
LA ALUMNA. — Sí, señor. Uno... dos... tres...
EL PROFESOR. — ¿Sabe usted contar bien? ¿Hasta cuántos sabe us¬ted contar?
LA ALUMNA. — Puedo contar... hasta el infinito.
EL PROFESOR. — Eso es imposible, señorita.
LA ALUMNA. — Entonces, digamos hasta dieciséis.
EL PROFESOR. — ¡Eso basta. Hay que saber limitarse. Cuente, pues, por favor, se lo ruego.
LA ALUMNA. — Uno... dos... y después de dos, vienen tres... cuatro...
EL PROFESOR. — Deténgase, señorita. ¿Qué número es mayor: el tres o el cuatro?
LA ALUMNA. — ¿Es?... ¿El tres o el cuatro? ¿Cuál es mayor? ¿El mayor de tres o cuatro? ¿En qué sentido el mayor?
EL PROFESOR. — Hay números más pequeños y números más gran-des. En los números más grandes hay más unidades que en los pequeños...
LA ALUMNA. — ¿Que en los números pequeños?
EL PROFESOR. — A menos que los pequeños tengan unidades me-nores. Si son muy pequeñas, es posible que haya más unidades en los números pequeños que .en los grandes... si se trata de otras unidades.
LA ALUMNA. — En ese caso, ¿los números pequeños pueden ser ma-yores que los grandes?
EL PROFESOR. — Dejemos eso. Nos llevaría mucho más lejos. Sepa únicamente que no sólo hay números. Hay también dimensiones, sumas, grupos, montones, montones de cosas tales como las cirue¬las, los coches, las ocas, los pepinos, etcétera. Supongamos sim¬plemente para facilitar nuestro trabajo que no tenemos más que números iguales: los mayores serán los que tengan más unidades, iguales.
LA ALUMNA. — ¿El que tenga más será el más grande? ¡Ah, com-prendo, señor! Usted identifica la calidad con la cantidad.
EL PROFESOR. — Eso es demasiado teórico, señorita, demasiado teó-rico. No tiene por qué preocuparse de ello. Tomemos nuestro ejemplo y razonemos sobre ese caso concreto. Dejemos para más tarde las conclusiones generales. Tenemos el número cuatro y el número tres, cada uno de ellos con un número igual de unidades. ¿Qué número será mayor, el número más pequeño o el número más grande?
LA ALUMNA. — Discúlpeme, señor. ¿Qué entiende usted por el nú-mero mayor? ¿El menos pequeño que el otro?
El, PROFESOR. — Eso es, señorita. ¡Perfecto! Me ha comprendido muy bien.
LA ALUMNA. — Entonces, es el cuatro,
EL PROFESOR. — ¿Qué es el cuatro? ¿Mayor o menor que el tres?
LA ALUMNA. — Menor..., no, mayor.
EL PROFESOR. — Excelente respuesta. ¿Cuántas unidades hay entre tres y cuatro? ¿O entre cuatro y tres, si usted prefiere?
LA ALUMNA. — No hay unidades, señor, entre tres y cuatro. El cua¬tro viene inmediatamente después del tres, ¡pero no hay nada ab-solutamente entre el tres y el cuatro!
EL PROFESOR. — Me he explicado mal. La culpa es mía, sin duda. No he sido bastante claro.
LA ALUMNA. — No, señor, la culpa es mía.
EL PROFESOR. — Escuche. He aquí tres fósforos. Y aquí otro más, en total cuatro. Ahora observe bien; usted tiene cuatro, yo retiro uno, ¿cuántos le quedan? No se ven los fósforos ni ninguno de los objetos de que habla. El PROFESOR se levantará de la mesa y escribirá en una pizarra inexistente con una tiza inexistente, etcétera.
LA ALUMNA. — Cinco. Si tres y uno hacen cuatro, cuatro y uno hacen cinco.
EL PROFESOR. — No es eso, no es eso en modo alguno. Usted tiende siempre a sumar. Pero también hay que restar. No sólo es nece¬sario integrar, también hay que desintegrar. Eso es la vida. Eso es la filosofía. Eso es la ciencia. Eso son el progreso y la civi¬lización.
LA ALUMNA. — Sí, señor.
EL PROFESOR. — Volvamos a nuestros fósforos. Tengo cuatro de ellos. Como usted ve, son cuatro. Quito uno, y ya sólo quedan...
LA ALUMNA. — No sé cuántos, señor.
EL PROFESOR. — Vamos, reflexione. Admito que no es fácil, pero usted es lo bastante culta para que pueda hacer el esfuerzo inte¬lectual necesario y llegue a comprender. ¿Entonces?
LA ALUMNA. — No llego a comprenderlo, señor. No lo sé, señor.
EL PROFESOR. — Tomemos ejemplos más sencillos. Si usted tuviese dos narices y yo le arrancase una, ¿cuántas le quedarían?
LA ALUMNA. — Ninguna.
EL PROFESOR. — ¿Cómo ninguna?
LA ALUMNA. — Sí, precisamente porque usted no me ha arrancado ninguna es por lo que tengo una ahora. Si usted me la hubiese arrancado, ya no la tendría.
EL PROFESOR. — No ha comprendido mi ejemplo. Suponga que no tiene más que una oreja.
LA ALUMNA. — Sí. ¿Y después?
EL PROFESOR. — Yo le agrego otra. ¿Cuántas tendrá entonces?
LA ALUMNA. — Dos.
EL PROFESOR. — Está bien. Y si le agrego otra más, ¿cuántas tendrá?
LA ALUMNA. — Tres orejas.
EL PROFESOR. — Le quito una. ¿Cuántas orejas le quedan?
LA ALUMNA. — Dos.
EL PROFESOR. — Muy bien. Le quito otra más. ¿Cuántas le quedan?
LA ALUMNA. — Dos.
EL PROFESOR. — No. Usted tiene dos, yo le quito una, le como una, ¿cuántas le quedan?
LA ALUMNA. — Dos.
EL PROFESOR. — Le como una... una...
LA ALUMNA. — Dos.
EL PROFESOR. — Una
LA ALUMNA. — Dos.
EL PROFESOR. — ¡Una!
LA ALUMNA. — ¡Dos!
EL PROFESOR. — ¡Una!
LA ALUMNA. — ¡Dos!
EL PROFESOR. — ¡Una!
LA ALUMNA. — ¡Dos!
EL PROFESOR. — ¡Una!
LA ALUMNA. — ¡Dos!
EL PROFESOR. — ¡Una!
LA ALUMNA. — ¡Dos!
EL PROFESOR. — No, no. No es eso. El ejemplo no es... no es con-vincente. Escúcheme.
LA ALUMNA. — Le escucho, señor.
EL PROFESOR. — Usted tiene... usted tiene... usted tiene...
LA ALUMNA. — ¡Diez dedos!
EL PROFESOR. — Como usted quiera. Perfecto. Usted tiene, pues, diez dedos.
LA ALUMNA. — Sí, señor.
EL PROFESOR. — ¿Cuántos tendría si tuviese cinco?
LA ALUMNA. — Diez, señor.
EL PROFESOR. — ¡No es así!
LA ALUMNA. — Sí, señor.
EL PROFESOR. — ¡Le digo que no!
LA ALUMNA. — Usted acaba de decirme que tengo diez.
EL PROFESOR. — ¡Le he dicho también, inmediatamente después, que tenía usted cinco!
LA ALUMNA. — ¡Pero no tengo cinco, tengo diez!
EL PROFESOR. — Procedamos de otra manera... Limitémonos a los números de uno a cinco para la substracción... Preste atención, señorita y va a verlo. Voy a hacer que comprenda. (El PROFESOR se pone a escribir en una pizarra negra imaginaria. La acerca a la ALUMNA, que se vuelve para mirarla.) Vea, señorita. (Hace como que dibuja en la pizarra un palito y que escribe debajo la ci¬fra 1; luego dos palitos, bajo los que escribe la cifra 2; luego tres palitos, bajo los que escribe la cifra 3; y por fin cuatro palitos, bajo los que escribe la cifra 4) ¿Ve usted, señorita?
LA ALUMNA. — Sí, señor.
EL PROFESOR. — Son palitos, señorita, palitos. Aquí hay un palito, aquí dos palitos, aquí tres palitos, y luego cuatro palitos, cinco palitos. Un palito, dos palitos, tres palitos, cuatro palitos, cinco palitos son números. Cuando se cuenta los palitos cada palito es una unidad, señorita... ¿Qué acabo de decir?
LA ALUMNA. — "Una unidad, señorita. ¿Qué acabo de decir?".
EL PROFESOR. — ¡O cifras! ¡O números! Uno, dos, tres, cuatro, cin¬co, son elementos de la numeración, señorita.
LA ALUMNA (vacilando). — Sí, señor. Elementos, cifras, que son pa-litos, unidades y números.
EL PROFESOR. — Al mismo tiempo... Es decir que, en definitiva, toda la aritmética está en eso.
LA ALUMNA. — Sí, señor. Bien, señor. Gracias, señor.
EL PROFESOR. — Entonces, cuente, por favor, valiéndose de esos ele-mentos. ... Sume y reste
LA ALUMNA (como para, imprimirlo en su, memoria). — ¿Los pali¬tos son cifras y los números unidades?
EL PROFESOR. — Hum... Pase. ¿Y entonces?
LA ALUMNA. — Se puede restar dos unidades de tres unidades, ¿pero se puede restar dos dos de tres tres? ¿Y dos cifras de cuatro nú¬meros? ¿Y tres números de una unidad?
EL PROFESOR. — No, señorita.
LA ALUMNA. — ¿Por qué, señor?
EL PROFESOR. — Porque no, señorita.
LA ALUMNA. — ¿Y por qué no si los unos son los otros?
EL PROFESOR. — Es así, señorita. Eso no se explica. Eso se com¬prende mediante un razonamiento matemático interior. Se lo tiene o no se lo tiene.
LA ALUMNA. — ¡Tanto peor!
EL PROFESOR. — Escúcheme, señorita: si no llega a comprender pro-fundamente estos principios, estos arquetipos aritméticos, nunca llegará a realizar correctamente un trabajo de politécnico. Y to¬davía menos se podrá hacer cargo de un curso en la Escuela politécnica... ni en la maternal superior. Reconozco que no es fácil, que se trata de algo muy, muy abstracto, evidentemente, ¿pero cómo podría usted llegar, antes de haber conocido bien los elementos esenciales, a calcular mentalmente cuántos son —y esto es lo más fácil para un ingeniero corriente— cuántos son, por ejemplo, tres mil setecientos cincuenta y cinco millones novecien¬tos noventa y ocho mil doscientos cincuenta y uno, multiplicados por cinco mil ciento sesenta y dos millones trescientos tres mil quinientos ocho?
LA ALUMNA (muy rápidamente). — Son diecinueve trillones tres-cientos noventa mil billones dos mil ochocientos cuarenta y cua¬tro mil doscientos diecinueve millones ciento sesenta y cuatro mil quinientos ocho.
EL PROFESOR (asombrado).— No. Creo que no es así. Son diecinueve trillones trescientos noventa mil billones dos mil ochocien¬tos cuarenta y cuatro mil doscientos diecinueve millones ciento sesenta y cuatro mil quinientos nueve.
LA ALUMNA. — No, quinientos ocho.
EL PROFESOR (cada vez más asombrado, calcula mentalmente). — Sí... tiene usted razón... el resultado es... (Farfulla ininteli¬giblemente.) Trillones, billones, millones, millares... (Clara¬mente.) ... ciento sesenta y cuatro mil quinientos ocho. (Estupefacto.) ¿Pero cómo lo sabe usted si no conoce los principios del razonamiento aritmético?
LA ALUMNA. — Es sencillo. Como no puedo confiar en mi razona-miento, me he aprendido de memoria todos los resultados posibles de todas las multiplicaciones posibles.
EL PROFESOR. — Es extraordinario... Sin embargo, me permitirá que le confiese que eso no me satisface, señorita, y no le felicito. En matemáticas, y en la aritmética muy especialmente, lo que cuenta —pues en aritmética hay que contar siempre— lo que cuenta es, sobre todo, la comprensión. Usted debía haber obte¬nido ese resultado, lo mismo que cualquier otro, mediante un razo¬namiento matemático inductivo y deductivo al mismo tiempo. Las matemáticas son enemigas encarnizadas de la memoria, excelente por lo demás, pero nefasta aritméticamente hablando... Por lo tanto, no estoy satisfecho... eso no marcha, de ningún modo.
LA ALUMNA (desconsolada). — No, señor.
EL PROFESOR. — Dejemos eso por el momento. Pasemos a otro gé-nero de ejercicios.
LA ALUMNA. — Sí, señor.
LA SIRVIENTA (entrando). — ¡Hum, hum, señor...!
EL PROFESOR (que no oye). — Es lástima, señorita, que esté tan poco adelantada en matemáticas especiales...
LA SIRVIENTA (tirándole de la manga). — ¡Señor! ¡Señor!
EL PROFESOR. — Temo que no se pueda presentar al examen para el doctorado total.
LA ALUMNA. — Sí, señor, es lástima.
EL PROFESOR. — A menos que usted... (A la SIRVIENTA.) ¡Pero déjeme, María! ¿Por qué se mete en esto? ¡A la cocina! ¡A su vajilla! ¡Váyase! ¡Váyase! (A la ALUMNA.) Procuraremos pre¬pararla para que apruebe por lo menos el doctorado parcial.
LA SIRVIENTA. — ¡Señor! ¡Señor!
Le tira de la manga.
EL PROFESOR (a la SIRVIENTA). — ¡Pero déjeme en paz! ¡Váyase! ¿Qué significa esto? (A la ALUMNA.) Tengo que enseñarle, si quiere usted verdaderamente presentarse para el doctorado parcial...
LA ALUMNA. — Sí, señor.
EL PROFESOR. — ...los elementos de la lingüística y de la filología comparada...
LA SIRVIENTA. — ¡No, señor, no! ¡No es necesario!
EL PROFESOR. — ¡María, usted exagera!
LA SIRVIENTA. —Señor, sobre todo nada de filología. La filología lleva a lo peor...
LA ALUMNA (asombrada). — ¿A lo peor? (Sonriendo, un poco tontamente.) ¡Vaya un lance!
EL PROFESOR (a la SIRVIENTA). — ¡Esto es demasiado! ¡Salga!
LA SIRVIENTA. — Está bien, señor, está bien. ¡Pero no dirá que no le he advertido! ¡La filología lleva a lo peor!
EL PROFESOR. — ¡Soy mayor de edad, María!
LA ALUMNA. — Sí, señor.
LA SIRVIENTA.— ¡Sea lo que quiera! Sale.
EL PROFESOR. — Continuemos, señorita.
LA ALUMNA. — Sí, señor.
EL PROFESOR. — Le ruego que escuche con la mayor atención mi curso, enteramente preparado...
LA ALUMNA. — Sí, señor.
EL PROFESOR. —... gracias al cual, en quince minutos, podrá usted adquirir los principios fundamentales de la filología lingüística y comparada de las lenguas neo-españolas.
LA ALUMNA. — ¡Sí, señor, oh! Aplaude.
EL PROFESOR (con autoridad). — ¡Silencio! ¿Qué significa eso?
LA ALUMNA. — Perdón, señor.
Lentamente, la ALUMNA vuelve a poner las manos en la mesa.
EL PROFESOR. — ¡Silencio! (Se levanta, se pasea por la habitación, con las manos a la espalda; de vez en cuando se detiene en el centro de la habitación o junto a la ALUMNA y apoya sus palabras con un gesto de la mano; perora, sin exagerar; la ALUMNA le sigue con la mirada y a veces encuentra cierta dificultad para hacerlo, pues debe volver mucho la cabeza; una o dos veces, no más, se vuelve por completo.) Así pues, señorita, el español es la lengua madre de la que han nacido todas las lenguas neo-españolas; el español, el latín, el italiano, nuestro francés, el portugués, el rumano, el sardo o sardanápalo, el español y el neo-español, y también, en algunos de sus aspectos, el turco mismo, que sin embargo se acerca más al griego, lo que es enteramente lógico, pues Turquía es vecina de Grecia y Grecia está más cerca de Turquía que usted y yo. Esto no es sino una ilustración más de una ley lingüistica muy importante, según la cual la geografía y la filología son her¬manas gemelas... Puede tomar nota, señorita.
LA ALUMNA (con voz apagada). — Sí, señor.
EL PROFESOR. — Lo que distingue a las lenguas neo-españolas entre sí y a sus idiomas de los otros grupos lingüísticos, tales como el grupo de las lenguas austríacas y neo-austríacas o habsbúrgicas, así como de los grupos esperantista, helvético, monegasco, suizo, ando¬rrano, vasco, y pelota, como asimismo de los grupos de las lenguas diplomática y técnica, lo que las distingue, digo, es su llamativa semejanza que hace difícil distinguirlas a las unas de las otras. Me refiero a las lenguas neo-españolas entre sí, a las que se llega a distinguir, no obstante, gracias a sus caracteres distintivos, prue¬bas absolutamente indiscutibles del extraordinario parecido que hace indiscutible su comunidad de origen, y que, al mismo tiempo, las diferencia profundamente, mediante el mantenimiento de los rasgos distintivos de que acabo de hablar.
LA ALUMNA. — ¡Oooh! ¡Sííí, señor!
EL PROFESOR. — Pero no nos demoremos en las generalidades...
LA ALUMNA (lamentándolo, desilusionada). — ¡Oh, señor!
EL PROFESOR. — Eso parece interesarle. Tanto mejor, tanto mejor.
LA ALUMNA. — ¡Oh, sí, señor!
EL PROFESOR. — No se preocupe, señorita. Volveremos a ello lue¬go... a menos que no lo hagamos. ¿Quién podría decirlo?
LA ALUMNA (encantada, a, pesar de iodo).— ¡Oh, sí, señor!
EL PROFESOR. — Todo idioma, señorita, sépalo y recuérdelo hasta la hora de su muerte...
LA ALUMNA. — ¡Oh, sí, señor, hasta la hora de mi muerte!... Sí, señor.
EL PROFESOR. — Y éste es también un principio fundamental, todo idioma no es, en resumidas cuentas, sino un lenguaje, lo que implica necesariamente que se compone de sonidos o...
LA ALUMNA. — Fonemas.
EL PROFESOR. — Iba a decírselo. Por lo tanto, no ostente sus conocimientos. Escuche, más bien.
LA ALUMNA. — Bien, señor. Sí, señor.
EL PROFESOR. — Los sonidos, señorita, deben ser cogidos al vuelo por las alas para que no caigan en oídos sordos. En consecuen¬cia, cuando usted se decide a articular, se recomienda que, en la medida de lo posible, levante muy alto el cuello y el mentón y se ponga de puntillas. Así, vea...
LA ALUMNA. — Sí, señor.
EL PROFESOR. — Cállese. Quédese sentada y no interrumpa... Y que emita los sonidos muy agudamente y con toda la fuerza de sus pulmones asociada a la de sus cuerdas vocales. Así, observe: "Mariposa", "Eureka", "Trafalgar", "papi, papá". De esta ma¬nera, los sonidos, llenos con un aire cálido más ligero que el aire circundante, revolotearán, revolotearán sin correr el peligro de caer en los oídos sordos, que son los verdaderos abismos, las tumbas de las sonoridades. Si usted emite muchos sonidos a una velocidad acelerada, esos sonidos se agarrarán los unos a los otros automáti-camente, formando así sílabas, palabras, en rigor frases, es decir, agrupaciones más o menos importantes, reuniones puramente irra-cionales de sonidos, desprovistos de todo sentido, pero precisamen¬te por eso capaces de mantenerse sin peligro en una altura elevada en el aire. Solas, caen las palabras cargadas de significado, pesadas a causa de sus sentidos, y terminan siempre sucumbiendo, desmoronándose...
LA ALUMNA. —... en los oídos sordos.
EL PROFESOR. — Así es, pero no interrumpa. Y en la peor confu¬sión. O estallando como globos. Así pues, señorita... (La ALUM¬NA parece sufrir de pronto.) ¿Qué le pasa?
LA ALUMNA. — Me duelen las muelas, señor.
EL PROFESOR. — Eso no tiene importancia. No vamos a detenernos por tan poco. Continuemos...
LA ALUMNA (que parece sufrir cada vez más). — Sí, señor.
EL PROFESOR. — Llamo de paso su atención sobre las consonantes que cambian de naturaleza en las conjunciones. Las / se convier¬ten en ese caso en v, las d en t, las g en k j viceversa, como en los ejemplos que le señalo: "tres horas, los niños, el gallo con vino, la edad nueva, he aquí la noche".
LA ALUMNA. — Me duelen las muelas.
EL PROFESOR. — Continuemos.
LA ALUMNA. — Sí.
EL PROFESOR. — Resumamos: para aprender a pronunciar hacen falo en sardanápali, ni en rumano, ni en neo-español, ni siquiera en oriental: boca, bocacalle, embocar, siguen siendo la misma palabra, invariablemente con la misma raíz, el mismo sufijo, el mismo pre¬fijo, en todas las lenguas enumeradas. Y lo mismo sucede con todas las palabras.
LA ALUMNA. — ¿En todas las lenguas esas palabras quieren decir lo mismo? Me duelen las muelas.
EL PROFESOR. — Absolutamente. Por lo demás, es una noción más bien que una palabra. De todas maneras, usted tiene siempre el mismo significado, la misma composición, la misma estructura so-nora no sólo para esa palabra, sino para todas las palabras conce-bibles, en todos los idiomas. Pues una misma idea se expresa me-diante una sola y misma palabra, y sus sinónimos, en todos los países. Deje, por lo tanto, sus muelas.
LA ALUMNA. — Me duelen las muelas. ¡Sí, sí y sí!
EL PROFESOR. — Bien, continuemos. Le digo que continuemos... ¿Cómo dice usted, por ejemplo, en español: las rosas de mi abuela son tan amarillas como mi abuelo que era asiático?
LA ALUMNA. — Me duelen, me duelen, me duelen las muelas.
EL PROFESOR. — Continuemos, continuemos. ¡Dígalo de todos modos!
LA ALUMNA. — ¿En español?
EL PROFESOR. — En español.
LA ALUMNA. — ¿Que diga en español: Las rosas de mi abuela son . . ?
EL PROFESOR. — Tan amarillas como mi abuelo, que era asiático.
LA ALUMNA. — Pues bien, en español se dirá, según creo: las rosas de mi... ¿cómo se dice abuela en español?
EL PROFESOR. — ¿En español? Abuela.
LA ALUMNA. — Las rosas de mi abuela son tan... amarillas... ¿En español se dice amarillas?
EL PROFESOR. — Sí, evidentemente.
LA ALUMNA. — Son tan amarillas como mi abuelo cuando se enojaba.
EL PROFESOR. — No... Que era a...
LA ALUMNA. —... siático... Me duelen las muelas.
EL PROFESOR. — Eso es.
LA ALUMNA. — Me duelen...
EL PROFESOR. —...las muelas. Tanto peor. ¡Continuemos! Ahora traduzca la misma frase al español, y luego al neo-español.
LA ALUMNA. — En español será: las rosas de mi abuela son tan ama-rillas como mi abuelo, que era asiático.
EL PROFESOR. — No. Está mal.
LA ALUMNA. — Y en neo-español: las rosas de mi abuela son tan amarillas como mi abuelo, que era asiático.
EL PROFESOR. — Está mal. Está mal. Está mal. Ha invertido usted las cosas. Ha tomado el español por neo-español, y el neo-español por español... No, es todo lo contrario.
LA ALUMNA. — Me duelen las muelas. Usted me embrolla.
EL PROFESOR. — Es usted quien me embrolla. Esté atenta y tome nota. Yo le diré la frase en español, luego en neo-español y por fin en latín. Usted la repetirá después de mí. Atención, pues las seme¬janzas son grandes. Son semejanzas idénticas. Escuche y sígame bien.
LA ALUMNA. — Me duelen...
EL PROFESOR. — ...las muelas...
LA ALUMNA. — Continuemos... ¡Ah!
EL PROFESOR. —...en español: las rosas de mi abuela son tan ama-rillas como mi abuelo, que era asiático; en latín: las rosas de mi abuela son tan amarillas como mi abuelo, que era asiático. ¿Ad¬vierte usted las diferencias? Traduzca eso... al rumano.
LA ALUMNA. — Las... ¿Cómo se dice rosas en rumano?
EL PROFESOR. — "Rosas".
LA ALUMNA. — ¿No es "rosas"? ¡Ah, cómo me duelen las muelas!
EL PROFESOR. — Pero no, no, puesto que "rosas" es la traducción oriental de la palabra francesa "rosas", en español "rosas". ¿Com-prende? En sardanápali "rosas".
LA ALUMNA. — Discúlpeme, señor, pero... ¡Oh, cómo me duelen las muelas!... No advierto la diferencia.
EL PROFESOR. — ¡Sin embargo, es muy sencillo! ¡Muy sencillo! Con la condición de poseer una experiencia, una experiencia técnica y una práctica de esas lenguas diversas, tan diversas aunque no pre¬sentan sino características enteramente idénticas. Voy a tratar de darle una clave...
LA ALUMNA. — Me duelen las muelas.
EL PROFESOR. — Lo que diferencia a esos idiomas no son las palabras, que son absolutamente las mismas, ni la estructura de la frase, que es igual en todo, ni la entonación, que no ofrece diferencias, ni el ritmo del lenguaje... Lo que las diferencia... ¿Me escucha usted?
LA ALUMNA. — Me duelen las muelas.
EL PROFESOR. — ¿Me escucha usted, señorita? ¡Ah, nos vamos a enojar!
LA ALUMNA. — ¡Me fastidia usted, señor! ¡Me duelen las muelas!
EL PROFESOR. — ¡En nombre de un perro de lanas! ¡Escúcheme!
LA ALUMNA. — Pues bien... sí... sí... continúe.
EL PROFESOR. — Lo que las diferencia a unas de otras, por una parte, y de la española, con una e muda, su madre, por otra parte... es...
LA ALUMNA (haciendo muecas). — ¿Qué es?
EL PROFESOR. — Es una cosa inefable. Una cosa inefable que sólo se llega a advertir al cabo de mucho tiempo, con mucha difi¬cultad y tras una larga experiencia.
LA ALUMNA. — ¡Ah!
EL PROFESOR. — Sí, señorita. No le puedo dar regla alguna. Hay que tener olfato, nada más. Pero para tenerlo hay que estudiar, estudiar y estudiar.
LA ALUMNA. — Las muelas.
EL PROFESOR. — De todos modos, hay algunos casos concretos en los que las palabras cambian de un idioma a otro..., pero no pode¬mos basar nuestro saber en eso, pues esos casos son, por decirlo así, excepcionales.
LA ALUMNA. — ¿Ah, sí?... ¡Oh, señor, cómo me duelen las muelas!
EL PROFESOR. — ¡No interrumpa! ¡No me enoje! Si no, no respon¬deré ya de mí. Decía, pues... ¡Ah, sí!, me refería a los casos excepcionales, llamados de distinción fácil..., o de distinción cómoda..., como usted prefiera... Repito, como usted prefiera, pues compruebo que no me escucha..
LA ALUMNA. — Me duelen las muelas.
EL PROFESOR. — Digo que, en ciertas expresiones de uso corriente, ciertas palabras difieren totalmente de un idioma a otro, de modo que la lengua empleada es, en ese caso, sencillamente más fácil de identificar. Le citaré un ejemplo: la expresión neo-española célebre en Madrid: "Mi patria es la neo-España" se convierte en italiano en: "Mi patria es...
LA ALUMNA. — La neo-España".
EL PROFESOR. — No. "Mi patria es Italia." Dígame, entonces, por simple deducción, ¿cómo dirá Italia en francés?
LA ALUMNA. — ¡Me duelen las muelas!
EL PROFESOR. — Es, no obstante, muy sencillo: para la palabra Ita¬lia tenemos en francés la palabra Francia, que es su traducción exacta. Mi patria es Francia. Y Francia en Oriental se dice Oriente. Mi patria es el Oriente. Y Oriente en portugués se dice Portugal. La expresión oriental: Mi patria es el Oriente se traduce, por lo tanto, de esta manera en portugués: ¡Mi patria es Portugal! Y así consecutivamente.
LA ALUMNA. — ¡Así es! ¡Así es! Me duelen...
EL PROFESOR. — ¡Las muelas! ¡Las muelas! ¡Las muelas!... ¡Se las voy a arrancar! Otro ejemplo más. La palabra capital, la capital reviste, según el idioma que se hable, un sentido diferente. Es de¬cir que si un español dice: "Vivo en la capital", la palabra capital no querrá decir de modo alguno lo mismo que cuando un portu¬gués dice también: "Yo vivo en la capital". Y con mayor razón cuando lo dice un francés, un neo-español, un rumano, un latino, un sardanápali... Tan luego como oye usted decir, señorita... ¡Señorita, estoy hablando para usted! ¡Mierda, entonces!... Tan luego como oye decir: "Vivo en la capital", sabrá usted inmediata y fácilmente si se trata de español, neo-español, de francés, de oriental, de rumano o de latín, pues basta con adivinar cuál es la metrópoli en la que piensa quien pronuncia la frase... en el mo¬mento mismo en que la pronuncia... Pero éstos son, pocos más o menos, los únicos ejemplos concretos que puedo citarle...
LA ALUMNA. — ¡Oh, mis muelas!
EL PROFESOR. — ¡Silencio! ¡O le rompo el cráneo!
LA ALUMNA. — ¡Intente hacerlo! ¡Calavera! El PROFESOR la ase del puño y se lo retuerce.
LA ALUMNA (gritando). — ¡Ay!
EL PROFESOR. — ¡Entonces, quédese tranquila! ¡Ni una palabra!
LA ALUMNA (lloriqueando). — Las muelas...
EL PROFESOR. — Lo más..., ¿cómo diré?..., lo más paradójico... sí... ésa es la palabra, lo más paradójico es que muchas personas que carecen por completo de instrucción, hablan esos diferentes idiomas... ¿Me oye? ¿Qué he dicho?
LA ALUMNA. —... hablan esos diferentes idiomas. ¿Qué he dicho?
EL PROFESOR. — ¡Ha tenido usted suerte!... La gente del pueblo habla el español, relleno de palabras neo-españolas que rio advier¬ten, creyendo que hablan el latín... o bien hablan el latín, re¬lleno de palabras orientales, creyendo que hablan el rumano... o el español, relleno de neo-español, creyendo que hablan el sardanápali, o el español... ¿Me comprende usted?
LA ALUMNA. — ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¿Qué más quiere usted?
EL PROFESOR. — ¡Nada de insolencias, jovencita, o ten mucho cui-dado! (Muy enojado.) Pero el colmo, señorita, es que ciertas per¬sonas, por ejemplo, en un latín que suponen español, dicen: "Su¬fro de mis dos hígados a la vez" dirigiéndose a un francés que no sabe una palabra de español, pero éste les comprende tan bien como si se tratase de su propio idioma. Y el francés responderá, en francés: "Yo también, señor, sufro de mis hígados" y se hará entender perfectamente por el español, quien estará seguro de que le han contestado en un español puro y que ambos hablan en es¬pañol, cuando en realidad no hablan en español ni en francés, sino en latín a la neo-española... Estése quieta, señorita, y no mueva las piernas ni patalee.
LA ALUMNA. — ¡Me duelen las muelas!
EL PROFESOR. — ¿Cómo es posible que, hablando sin saber qué idio-ma habla, e incluso creyendo que habla otro, la gente del pueblo se entiende, no obstante, entre sí?
LA ALUMNA. — Es lo que me pregunto.
EL PROFESOR. — Es sencillamente una de las curiosidades inexplica-bles del empirismo grosero del pueblo que no hay que confundir con la experiencia, una paradoja, un despropósito, una de las ra¬rezas de la naturaleza humana. Es sencillamente, para decirlo todo en una palabra, el instinto el que interviene en eso.
LA ALUMNA. — ¡Ja, ja!
EL PROFESOR. — En vez de mirar cómo vuelan las moscas mien¬tras yo me tomo todo este trabajo, haría usted mejor si procurara prestar más atención. No soy yo quien se va a presentar al exa¬men para el doctorado... Lo pasé ya mucho tiempo..., inclu¬yendo mi doctorado total..., y mi diploma supra-total... ¿No comprende que lo hago por su bien?
LA ALUMNA. — ¡Las muelas!
EL PROFESOR. — ¡Mal educada!... ¡Pero eso no seguirá así, no seguirá, no seguirá así!...
LA ALUMNA. — Yo... le... escucho.
EL PROFESOR. — ¡Ah! Le he dicho que para aprender a distinguir todos esos idiomas diferentes no hay nada mejor que la práctica... Procedamos por orden. Voy a 'tratar de enseñarle todas las tra-ducciones de mi cuchillo.
LA ALUMNA. — Como usted quiera... Después de todo...
EL PROFESOR (llama a la SIRVIENTA). — ¡María! ¡María!... No viene... ¡María! ¡María! ¿Cómo es eso, María? (Abre la puerta de la derecha.) Sale.
La ALUMNA queda sola durante unos instantes, con la mirada per-dida en el vacío y como embrutecida.
EL PROFESOR (con voz chillona, afuera). •—- ¡María! ¿Qué significa esto? ¿Por qué no viene? ¡Cuando yo la llamo, tiene que venir! (Entra, seguido por MARÍA.) Soy yo quien manda, ¿me oye? (Se¬ñala a la ALUMNA.) ¡No comprende nada ésa! ¡No comprende!
LA SIRVIENTA. — No se ponga en ese estado, señor. ¡Tenga cuidado! Eso lo llevará lejos, lo llevará lejos de todo eso.
EL PROFESOR. — Sabré detenerme a tiempo.
LA SIRVIENTA. — Eso se dice siempre, pero desearía verlo.
LA ALUMNA. — ¡Me duelen las muelas!
LA SIRVIENTA. — Ya lo ve, eso comienza. ¡Es el síntoma!
EL PROFESOR. — ¿Qué síntoma? Explíquese. ¿Qué quiere decir?
LA ALUMNA (con voz débil). — Sí, ¿qué quiere decir usted? Me duelen las muelas.
LA SIRVIENTA. — ¡El síntoma final! ¡El gran síntoma!
EL PROFESOR. — ¡Tonterías! ¡Tonterías! ¡Tonterías! (LA SIRVIENTA va a salir.) No se vaya así. La he llamado para que me traiga los cuchillos español, neo-español, portugués, francés, oriental, ruma¬no, sardanápali, latino y español.
LA SIRVIENTA (severa). — No cuente conmigo. Se va.
EL PROFESOR (hace gestos, quiere protestar, se contiene, un poco desamparado. De pronto recuerda). — ¡Ah! (Se dirige rápidamente al cajón y saca de él un gran cuchillo invisible, o real, según el gusto del director de escena, y lo blande jubiloso.) He aquí uno, señorita, he aquí un cuchillo. Es lástima que no haya más que éste, pero trataremos de utilizarlo para todas las lenguas. Bastará con que usted pronuncie la palabra cuchillo en todos los idiomas, mirando al objeto, muy de cerca, fijamente, e imaginándose que es el idioma que usted dice.
LA ALUMNA. — ¡Me duelen las muelas!
EL PROFESOR (casi cantando, melopea). — Entonces: diga cu, como cu; chi, como chi; y llo, como llo. Y mire, mire, fíjese bien.
LA ALUMNA. — ¿Qué es eso? ¿Francés, italiano, español?
EL PROFESOR. — Eso no tiene ya importancia. Eso no le importa. Diga: cu.
LA ALUMKA. — Cu.
EL PROFESOR. — Chi... Mire.
LA ALUMNA. — Chi.
EL PROFESOR. — Llo. Mire. (Blande el cuchillo ante los ojos de LA ALUMNA)
LA ALUMNA. — Lio.
EL PROFESOR. — ¡Siga mirando!
LA ALUMNA. — ¡Ah, no! ¡Vayase a paseo! ¡Estoy harta! Además me duelen las muelas, me duelen los pies, me duele la cabeza.
EL PROFESOR (nervioso). — Cuchillo... Mire... Cuchillo... Mi¬re... Cuchillo... Mire...
LA ALUMNA. — También me hace usted daño en los oídos. ¡Tiene una voz! ¡Oh, qué voz estridente!
EL PROFESOR. — Diga: cuchillo, cu... chi... llo.
LA ALUMNA. — ¡No! Me duelen los oídos, me duele en todas partes.
EL PROFESOR. — ¡Voy a arrancarte las orejas, y así no te dolerán los oídos, querida!
LA ALUMNA. — ¡Ay! Es usted quien me hace daño...
EL PROFESOR. — Vamos, mire y repita rápidamente: cu...
LA ALUMNA. — Si usted tiene el... cu... cuchillo... (Durante un instante lúcida e irónica.) es neo-español.
EL PROFESOR. — Si se quiere, sí, neo-español. Pero apresurémonos, pues no tenemos tiempo... Además, ¿a qué viene esa pregunta insidiosa? ¿Cómo se permite usted...?
La ALUMNA está cada vez más fatigada, llorosa, desesperada, al mismo tiempo extasiada y exasperada.
LA ALUMNA. — ¡Ay!
EL PROFESOR. — Repita, mire. (Imita al cuchillo.) Cuchillo... cuchillo... cuchillo...
LA ALUMNA. — ¡Ay, me duele... la cabeza!.... (Se pasa la mano, como en una, caricia, por las partes del cuerpo que nombra.) Los ojos.
EL PROFESOR (imitando al cuchillo). — Cuchillo... cuchillo...
Los dos se han puesto en pie; él sigue blandiendo su cuchillo in-visible, casi fuera de sí, mientras da, vueltas alrededor de ella en una especie de danza salvaje, pero no se debe exagerar y el profesor ape-nas esbozará los pasos de danza. La ALUMNA, en pie frente al pú-blico, se dirige, caminando hacia atrás, a la ventana, enfermiza, lán-guida, embrujada.
EL PROFESOR. — Repita, repita: cuchillo... cuchillo... cuchillo…
LA ALUMNA. — Me duele... la garganta, cu... ¡ay!... los hom¬bros... los senos... cuchillo...
EL PROFESOR. — Cuchillo... cuchillo... cuchillo...
LA ALUMNA. — Las caderas... cuchillo... los muslos... cu... EL PROFESOR. — Pronuncie bien: cuchillo... cuchillo.
LA ALUMNA. — Cuchillo... la garganta...
EL PROFESOR. — Cuchillo... cuchillo...
LA ALUMNA. — Cuchillo..., los hombros..., los brazos, los senos, las caderas… cuchillo... cuchillo...
EL PROFESOR. — Eso es… Ahora pronuncia usted bien.
LA ALUMNA. — Cuchillo... mis senos... mi vientre...
EL PROFESOR (cambiando de voz). — ¡Atención!... No rompa mis baldosas... El cuchillo mata...
LA ALUMNA (con voz débil). — Sí, sí... el cuchillo mata.
EL PROFESOR (mata a LA ALUMNA de una cuchillada muy espectacular). — ¡Ah! ¡Toma!
Ella grita también “¡Ah!” y luego cae, en una actitud impúdica, en una silla que, como por casualidad, se encuentra junto a la ven¬tana. Gritan “¡Ah!” al mismo tiempo el asesino y la víctima. Después de la primera cuchillada LA ALUMNA se deja caer en la silla, con las piernas muy separadas pendiendo a ambos lados de la silla; EL PROFE¬SOR está en píe frente a ella, dando la espalda al público; después de la primera cuchillada, asesta a LA ALUMNA muerta una segunda, de abajo arriba, a continuación de lo cual EL PROFESOR experimenta un sobresalto muy visible de todo su cuerpo.
EL PROFESOR (sin aliento, farfullando). — ¡Arrastrada!... Bien he-cho... Eso me hace bien... ¡Ay, ay, qué cansado estoy!... Me cuesta respirar... ¡Ah!

Respira con dificultad; cae en una silla que por suerte está, a su alcance; se enjuga la frente y murmura palabras incomprensibles; su respiración se normaliza... Se levanta, mira el cuchillo que tiene en la mano, contempla a la muchacha y luego, como si despertase.

EL PROFESOR (presa del pánico). — ¿Qué he hecho? ¿Qué me va a suceder ahora? ¿Qué va a pasar? ¡Ah la, la! ¡Qué desgracia! ¡Señorita, señorita, levántese! (Se agita, conservando en la mano el cuchillo invisible con el que no sabe qué hacer.) Vamos, seño¬rita, la lección ha terminado... Puede usted irse..., pagará en otra ocasión... ¡Ay, está muerta..., muerta! Ha sido con mi cuchillo... Está muerta... Es terrible. (Llama a la SIRVIENTA.) ¡María! ¡María! ¡Venga, mi querida María! ¡Ay, ay! (La puerta de la derecha, se entreabre y aparece MARÍA.) No... No venga. Me he equivocado. No la necesito, María... ya no la necesito... ¿Me oye? MARÍA se acerca, severa, sin decir palabra, y ve el cadáver.
EL PROFESOR (con voz cada vez menos segura). — No la necesito, María.
LA SIRVIENTA (sarcástica). — Entonces, ¿está usted satisfecho de su alumna? ¿Ha aprovechado bien su lección?
EL PROFESOR (oculta el cuchillo a su espalda). — Sí, la lección ha terminado..., pero ella..., ella sigue ahí... no quiere irse.
LA SIRVIENTA (muy dura). — ¡En efecto!
EL PROFESOR (temblando). — No he sido yo... No he sido yo... María... No... Se lo aseguro… No he sido yo, mi pequeña María...
LA SIRVIENTA. — ¿Quién ha sido, entonces? ¿Quién ha sido? ¿Yo?
EL PROFESOR. — No lo sé..., quizás...
LA SIRVIENTA. — ¿O el gato?
EL PROFESOR. — Es posible... No sé.
LA SIRVIENTA. — ¡Ésta es la cuadragésima vez! ¡Y todos los días lo mismo! Y se quedará sin alumnas, lo que estará bien.
EL PROFESOR (irritado). — ¡Yo no tengo la culpa! ¡Ella no quería aprender! ¡Era desobediente! ¡Era una mala alumna! ¡No quería!
LA SIRVIENTA. — ¡Mentiroso!
EL PROFESOR se acerca disimuladamente a la SIRVIENTA, con el cu-chillo a la espalda.
EL PROFESOR. — ¡Eso no le importa a usted! (Trata de asestarle una cuchillada formidable, pero la SIRVIENTA le ase el puño al vuelo y se lo retuerce. El PROFESOR deja caer a tierra su arma.) ¡Perdón!
LA SIRVIENTA (abofetea dos veces seguidas al PROFESOR, con ruido y fuerza, y el PROFESOR cae al suelo de espaldas y lloriquea). ¡Ase¬sino! ¡Cochino! ¡Asqueroso! ¿Quería hacerme eso a mí? ¡Yo no soy una de sus alumnas! (Lo levanta asiéndolo por el cuello, recoge el birrete, que le pone en la cabeza, mientras él, que teme que lo abofeteen, se protege con el codo como los niños.) ¡Ponga ese cuchi¬llo en su lugar! ¡Vamos! (El PROFESOR va a dejarlo en el cajón del escritorio y vuelve.) Y, sin embargo, yo le advertí hace un mo¬mento: la aritmética lleva a la filología y la filología al crimen...
EL PROFESOR. — Usted dijo: "a lo peor".
LA SIRVIENTA. — Es lo mismo.
EL PROFESOR. — Yo entendí mal. Creía que "Peor" era una ciudad y que usted quería decir que la filología llevaba a la ciudad de Peor.
LA SIRVIENTA. — ¡Mentiroso! ¡Viejo zorro! Un sabio como usted no entiende mal el sentido de las palabras. No me va a engañar.
EL PROFESOR (solloza). — No la he matado intencionadamente.
LA SIRVIENTA. — ¿Al menos lo lamenta?
EL PROFESOR. — ¡Oh, sí, María, se lo juro!
LA SIRVIENTA. — ¡Me da usted compasión! Es usted una buena per-sona, a pesar de todo. Trataré de arreglar eso. Pero no vuelva a las andadas. Puede producirle una enfermedad del corazón.
EL PROFESOR. — Sí, María. ¿Qué se va a hacer, entonces?
LA SIRVIENTA. — Se la va a enterrar... al mismo tiempo que a las otras treinta y nueve... Serán necesarios cuarenta ataúdes... Se llamará al servicio de pompas fúnebres y a mi enamorado, el cura Augusto. Se encargarán coronas...
EL PROFESOR. — ¡Oh, María, muchas gracias!
LA SIRVIENTA. — Al grano. Ni siquiera vale la pena llamar a Au¬gusto, pues usted mismo es un poco cura a sus horas, si ha de creerse el rumor público.
EL PROFESOR. — De todos modos, que no sean muy caras las coro-nas. Ella no ha pagado su lección.
LA SIRVIENTA. — No se preocupe... Por lo menos cúbrala con su delantal. Así está indecente. Además se la van a llevar.
EL PROFESOR. — Sí, María, sí. (La cubre.) Hay el peligro de que nos detengan... Imagínese, con cuarenta ataúdes... La gente se asombrará. ¿Y si nos preguntan qué contienen?
LA SIRVIENTA. — No se preocupe tanto. Diremos que están vacíos. Por lo demás, la gente no preguntará nada, pues ya está habituada.
EL PROFESOR. — Sin embargo...
LA SIRVIENTA (saca un brazalete con tina insignia, quizá la svástica nazi). — Tome. Si tiene miedo, póngase esto y nada tendrá que temer. (Le coloca el brazalete.) Se trata de política.
EL PROFESOR. — Gracias, mi pequeña María. Así, estoy tranquilo. Es usted una buena muchacha, María, muy fiel.
LA SIRVIENTA. — ¡Vaya! Manos a la obra, señor. ¿Está listo?
EL PROFESOR. — Sí, mi pequeña María. (La SIRVIENTA y el PROFESOR toman el cuerpo de la muchacha, uno por los hombros y el otro por las piernas, y se dirigen hacia la puerta de la derecha.) ¡Cuida¬do, no le haga daño! Salen. La escena queda vacía durante unos instantes. Se oye llamar a la puerta de la izquierda.
Voz DE LA SIRVIENTA. — ¡Voy en seguida!
Aparece como al comienzo de la obra y se dirige a la puerta. Vuel¬ve a sonar la campanilla.
LA SIRVIENTA (aparte). — ¡Ésa tiene mucha prisa! (En voz alta.) ¡Paciencia! (Va a la puerta de la izquierda y la abre.) Buenos días, señorita. ¿Es usted la nueva alumna? ¿Viene para la lección? El profesor la espera. Voy a anunciarle su llegada. ¡Bajará inmediata-mente! ¡Pase, pase, señorita!










Junio de 1950.
TELÓN

VÍCTIMAS DEL DEBER de Eugenio IONESCO






VÍCTIMAS DEL DEBER
Seudodrama

de Eugenio IONESCO

PERSONAJES
CHOUBERT
MAGDALENA
EL POLICÍA
NICOLÁS D’EU
LA DAMA
MALLOT, prostituta

Estrenado en el Theatre du Quartier Latin en Febrero de 1953. La puesta en escena estuvo a cargo de Jacquier Mauclair. Música de escena de Pauline Campiche. Decoraciones de René Allio.

Interior pequeño burgués. Choubert se halla sentado en un sillón junto a la mesa y lee el diario. Su esposa, Magdalena, sentada en una silla delante de la mesa, remienda calcetines. Silencio.
MAGDALENA: (Interrumpiendo su trabajo) ¿Qué hay de Nuevo en el diario?
CHOUBERT: Nunca sucede nada. Cometas, un trastorno cósmico en alguna parte del universo. Casi nunca. Multas para los vecinos porque sus perros hacen porquerías en la acera.
MAGDALENA: Bien hecho. Es muy fastidioso cuando se pasa por encima.
CHOUBERT: Y para las personas que viven en la planta baja. Abren las ventanas por la mañana, ven eso y los irrita para todo el día.
MAGDALENA: Son demasiados sensibles.
CHOUBERT: Es la nerviosidad de la época. El hombre moderno ha perdido la serenidad de antaño. (Silencio) ¡Ah!, hay también un comunicado.
MAGDALENA: ¿Qué comunicado?
CHOUBERT: Es bastante interesante. La administración preconiza, para los habitantes de las grandes ciudades, el desprendimiento. Dice que ése es el único medio que nos queda para remediar la crisis económica, el desequilibrio espiritual y los engorros de la vida.
MAGDALENA: Todo lo demás ya ha sido probado. No ha dado resultado. Tal vez nadie tenga la culpa.
CHOUBERT: Por el momento, la administración no hace más que recomendar amistosamente esa solución suprema. Pero no nos dejemos engañar: sabemos perfectamente que la recomendación se convierte siempre en orden.
MAGDALENA: ¡Siempre te apresuras a generalizar!
CHOUBERT: Sabemos que las sugestiones adquieren bruscamente la forma de reglamentos, de leyes severas.
MAGDALENA: ¿Qué quieres, mi pobre amigo? La ley es necesaria, y siendo necesaria e indispensable, es buena, y todo lo bueno es agradable. Es, en efecto, muy agradable obedecer las leyes, ser un buen ciudadano, cumplir con el deber, poseer una conciencia pura.
CHOUBERT: Sí, Magdalena. En realidad, eres tú quien tiene razón. La ley tiene algo bueno.
MAGDALENA: Evidentemente.
CHOUBERT: Sí, si. El renunciamiento tiene la ventaja importante de ser al mismo tiempo político y místico. Da sus frutos en dos planos.
MAGDALENA: Eso permite matar dos pájaros de un tiro.
CHOUBERT: Es lo que lo hace interesante.
MAGDALENA: ¿Lo ves?
CHOUBERT: Por otra parte, si recuerdo bien mis lecciones de historia, ese sistema administrativo, el sistema de desprendimiento, fue experimentado hace ya tres siglos, y luego hace cinco siglos, y hace diecinueve siglos, y también el año pasado…
MAGDALENA: ¡Nada Nuevo bajo el sol!
CHOUBERT: … con buen éxito, en poblaciones eternas, en las metrópolis, en el campo (se levanta) en naciones, ¡naciones como la nuestra!
MAGDALENA: Siéntate. (Choubert vuelve a sentarse)
CHOUBERT: (Sentado) Pero la verdad es que eso exige el sacrificio de ciertas comodidades individuales. De todos modos es fastidioso.
MAGDALENA: ¡Oh, no forzosamente!... El sacrificio no es siempre difícil. Hay sacrificio y sacrificio. Aunque sea molesto al principio deshacerse de ciertos hábitos, una vez que se ha deshecho de ellos se ha deshecho y ya nadie piensa en ellos en serio. (Silencio)
CHOUBERT: A ti, que vas con frecuencia al cine, te gusta mucho el teatro.
MAGDALENA: Como a todos, por supuesto.
CHOUBERT: Más que a todos.
MAGDALENA: Sí, más bien más.
CHOUBERT: ¿Qué opines del teatro actual, cuáles son tus concepciones teatrales?
MAGDALENA: ¡Otra vez tu teatro! Te obsede, te vas a hacer una psicosis.
CHOUBERT: ¿Crees verdaderamente que se puede hacer algo Nuevo en el teatro?
MAGDALENA: te repito que nada hay Nuevo bajo el sol. Ni siquiera cuando no hay sol. (Silencio)
CHOUBERT: Tienes razón. Sí, tienes razón. Todas las obras teatrales que se ha escrito, desde la antigüedad hasta nuestros días, sólo nah sido policiales. El teatro nunca ha sido sino realista y policial. Toda obra teatral es una pesquisa llevada a buen término. Hay un enigma que se nos revela en la última escena. Y algunas veces antes. Se busca y se encuentra. Sería mejor revelarlo todo desde el comienzo.
MAGDALENA: Deberías citar ejemplos, amigo mío.
CHOUBERT: Pienso en el milagro de la mujer que Nuestro Señor impidió que quemaran viva. Si no se tienen en cuenta la intervención divina, que, verdaderamente, nada tiene que ver en este asunto, queda una gacetilla: una mujer hace asesinar a su yerno por dos matones y por motivos ambiguos…
MAGDALENA: E inconfesables…
CHOUBERT: Llega la policía, se hace una investigación y se descubre al culpable. Eso es teatro policial, teatro naturalista. El teatro de Antoine.
MAGDALENA: En efecto.
CHOUBERT: En realidad, el teatro nunca ha evolucionado.
MAGDALENA: Es una lástima.
CHOUBERT: Como ves, se trata de teatro enigmático y el enigma es policial. Siempre ha sido así.
MAGDALENA: ¿Y el clasicismo?
CHOUBERT: Es un teatro policial distinguido. Como todo naturalismo.
MAGDALENA: Tienes ideas originales. Tal vez sean justas. De todos modos deberías consultar la opinión de personas autorizadas.
CHOUBERT: ¿Qué personas?
MAGDALENA: Las hay entre los aficionados al cine, los profesores del Colegio de Francia, los miembros influyentes del Instituto Agronómico, los noruegos, ciertos veterinarios… los veterinarios, sobre todo, deben de tener muchas ideas al respecto.
CHOUBERT: Todo el mundo tiene ideas. No es eso lo que falta. Pero son los hechos los que cuentan.
MAGDALENA: Los hechos, nada más que los hechos. Sin embargo, se les podría preguntar.
CHOUBERT: Habrá que preguntarles.
MAGDALENA: Hay que darles tiempo para reflexionar. Tú dispones de tiempo.
CHOUBERT: La cuestión me apasiona. (Silencio. Magdalena remienda los calcetines. Choubert lee el diario. Se oye llamar a una puerta que no es una de las de la habitación en la que se hallan Choubert y Magdalena. Sin embargo, Choubert levanta la cabeza.)
MAGDALENA: Es al lado, en casa de la portera. Nunca está en ella. (Se oye llamar de nuevo en la puerta de la portera, cuya habitación se halla, verosímilmente, en el mismo descanso de la escalera)
POLICÍA: (Voz en off) ¡Portera! ¡Portera! (Silencio. Llaman otra vez y luego otra) ¡Portera! ¡Portera!
MAGDALENA: Nunca está en casa. ¡Qué mal nos sirven!
CHOUBERT: Deberían clavar a las porteras en su portería. Buscan quizás a alguien de la casa. ¿Si fuera a ver? (Se levanta, pero vuelve a sentarse)
MAGDALENA: (Sin violencia) No es asunto nuestro. No somos porteros, amigo mío. ¡En la sociedad, cada uno tiene su misión social bien determinada! (Breve silencio. Choubert lee su diario. Magdalena remienda los calcetines. Golpes tímidos en la puerta de la derecha)
CHOUBERT: Ahora llaman en nuestra casa.
MAGDALENA: Puedes ir a ver quién es, amigo mío.
CHOUBERT: Voy a abrir. (Se levanta, se dirige a la puerta de la derecha y la abre. En el umbral aparece el policía. Es muy joven y tiene una carpeta bajo el brazo. Vista sobretodo de color de lana cruda, no lleva sombrero, es rubio y tiene un aire meloso, excesivamente tímido)
POLICÍA: (en el umbral) Buenas tardes, señor. (Luego a Magdalena, que se ha levantado también y se dirige a la puerta) Buenas tardes, señora.
CHOUBERT: Buenas tardes, señor (A Magdalena) Es el policía.
POLICÍA: (Dando un pasito tímido hacia adelante) Discúlpeme señora, señor. Yo quería pedir una información a la portera, pero no está en la portería.
MAGDALENA: Naturalmente.
POLICÍA: ¿Saben ustedes dónde está? ¿Saben si vendrá pronto? ¡Oh, discúlpenme! Yo… no habría llamado a su puerta si hubiese encontrado a la portera. No me habría atrevido a molestarlos…
CHOUBERT: La portera debe volver pronto, señor. No sale, en principio, más que el sábado por la noche, para ir al baile. Va al baile todos los sábados por la noche desde que casó a su hija. Como hoy estamos en martes…
POLICÍA: Le agradezco infinitamente, señor, y me voy. Voy a esperarla en el descanso de la escalera. Tengo el honor de saludarlo. Reciba, señora, mis homenajes respetuosos.
MAGDALENA: (A Choubert) ¡Qué joven bien educado! Tiene una cortesía exquisita. Pregúntale qué desea; quizás puedas informarle.
CHOUBERT: (Al Policía) ¿Qué desea usted, señor? Quizás yo pueda informarle.
POLICÍA: Siento verdaderamente molestarlos.
MAGDALENA: No nos molesta usted en modo alguno.
POLICÍA: Se trata de algo muy sencillo…
MAGDALENA: (A Choubert) Hazle pasar.
COUBERT: (Al policía9 Tenga la amabilidad de entrar, señor.
POLICÍA: ¡Oh, señor! Yo, verdaderamente, yo…
CHOUBERT: Mi esposa le ruega que entre, señor.
MAGDALENA: (Al policía) Mi marido y yo le rogamos que entre, estimado señor.
POLICÍA: (Consultando su reloj pulsera) Veo que no tengo tiempo, estoy retrasado.
MAGDALENA: (Aparte) ¡Tiene un reloj de oro!
CHOUBERT: (Aparte) ¡Ella ha observado ya que tiene un reloj de oro!
POLICÍA: En fin, por cinco minutos… ya que ustedes insisten… pero no podré… en una palabra, entraré si ustedes lo desean, pero con la condición de que me dejen marchar enseguida.
MAGDALENA: No se preocupe, estimado señor. No lo retendremos por la fuerza. De todos modos, venga a descansar un instante.
POLICÍA: Gracias. Le quedo muy obligado. Es usted muy amable. (El policía da otro paso en la habitación, se detiene y entreabre el sobretodo)
MAGDALENA: (A Choubert) ¡Qué excelente traje castaño, completamente nuevo!
CHOUBERT: (A Magdalena) ¡Qué zapatos magníficos!
MAGDALENA: (A Choubert) ¡Qué bello cabello rubio! (el policía se para la mano por el cabello rubio) Tiene lindos ojos y su mirada es bondadosa. ¿No te parece?
CHOUBERT: (A Magdalena) Es simpático e inspira confianza. Tiene rostro de niño.
MAGDALENA: No se quede en pie, señor. Tenga la bondad de sentarse.
CHOUBERT: Tome una silla (El policía da otro paso adelante, pero no se sienta)
POLICÍA: ¿Son ustedes los esposos Choubert, verdad?
MAGDALENA: Sí, señor.
POLICÍA: (a Choubert) ¿Parece que le gusta a usted el teatro, señor?
CHOUBERT: ¡Oh!... ¡Oh!... Sí… me interesa.
POLICÍA: ¡Que razón tiene usted! También a mí, señor, me gusta el teatro, pero, ¡ay!, apenas tengo tiempo para ir a verlo.
CHOUBERT: ¡Para las obras que representan!
POLICÍA: (A Magdalena) El señor Choubert es también, según creo, partidario de la política del “sistema de desprendimiento”.
MAGDALENA: (Apenas sorprendida) Sí, señor, en efecto.
POLICÍA: (A Choubert) Tengo el honor de compartir su opinión, señor. (A los dos) Lamentos robarles el tiempo. Sólo deseaba saber si los inquilinos que les precedieron se llamaban mallot con una t al final o Mallod, con una d. Nada más.
CHOUBERT: (Sin vacilar) Mallot, con una t
POLICÍA: (Más frío) Es lo que yo creía. (Sin hablar, el policía avanza decididamente por la habitación, seguido a medio paso por Magdalena y Choubert. Se dirige a la mesa, toma una de las dos sillas y se sienta, mientras Magdalena y Choubert se quedan de pie, a sus lados. El policía pone su carpeta en la mesa y la abre. Saca del bolsillo una gran cigarrera que no ofrece a sus huéspedes, enciende un cigarro sin apresurarse, cruza las piernas y aspira una bocanada de humo) Por lo tanto, ¿conocieron ustedes a los Mallot?
CHOUBERT: (Un poco intrigado) No, yo no los he conocido.
POLICÍA: Entonces, ¿Cómo sabe que su apellido lleva una t al final?
CHOUBERT: (Muy sorprendido) ¡Ah, sí, es justo!... ¿Cómo lo sé? ¿Cómo lo sé?... ¿Cómo lo sé?... ¡No sé cómo lo sé!
MAGDALENA: (A Choubert) ¡Eres extraordinario! Responde. Cuando estamos solos no guardas la lengua en el bolsillo. Hablas rápidamente, hablas demasiado, tienen violencias de leguaje, gritas. (Al policía) usted no lo conoce en ese aspecto. ¡Oh, es mucho más avispado en la intimidad!
POLICÍA: Tomo nota de ello.
MAGDALENA: (Al policía) Sin embargo, lo quiero. Es mi marido, ¿verdad? (A Choubert) Vamos, veamos: ¿hemos conocido o no a los Mallot? ¡Habla! Haz un esfuerzo, recuerda…
CHOUBERT: (Tras un esfuerzo de memoria mudo que dura unos instantes y que disgusta visiblemente a Magdalena, mientras el rostro del policía permanece impasible) ¡No puedo acordarme! ¡Haya conocido o no!
POLICÍA: (A Magdalena) Quítele la corbata, señora, pues quizá le moleta. Todo irá mejor luego.
CHOUBERT: (Al policía) Gracias, señor. (A Magdalena, que le quita la corbata) Gracias, Magdalena.
POLICÍA: (A Magdalena) También el cinturón y los cordones de los zapatos (Magdalena se los quita)
CHOUBERT: (Al policía) Eso me apretaba demasiado, señor. Es usted muy amable.
POLICÍA: (A Choubert) ¿Y ahora qué dice, señor?
MAGDALENA: (A Choubert) ¿Qué dices?
CHOUBERT: Que respiro mucho mejor. Me siento más libre en mis movimientos. Pero sigo sin poder recordar.
POLICÍA: (A Choubert) Vamos, amigo, usted no es ya un niño.
MAGDALENA: (A Choubert) Vamos, ya no eres un niño. ¿Oyes lo que te dicen?... ¡Me desesperas!
POLICÍA: (Balanceándose en su silla, a magdalena) ¿Quiere darme café?
MAGDALENA: Con mucho gusto, estimado señor. Voy a preparárselo. Cuidado, no se balancee, porque podría caerse.
POLICÍA: (Sigue balanceándose en su silla) No se preocupe Magdalena. (Sonriendo ambiguamente a Choubert) ¿Se llama así, verdad? (A Magdalena) No se preocupe, Magdalena, estoy acostumbrado… ¡El café muy fuerte, con mucha azúcar!
MAGDALENA: ¿Tres terrones?
POLICÍA: ¡Doce terrones! Y un Calvados, grande.
MAGDALENA: Bien, señor. (Magdalena sale de la habitación por la puerta de la izquierda. Se oirá el ruido del molinillo de café entre bastidores, muy fuerte al principio, hasta casi cubrir las voces del policía y de Choubert, pero luego cada vez más débil)
CHOUBERT: ¿Así, pues, señor, usted es, como yo, partidario convencido del “sistema del desprendimiento” en política y mística? Me alegro de saber que en el plano artístico tenemos también los mismos gustos, pues es usted adicto a los principios de un arte dramático revolucionario.
POLICÍA: No se trata de eso por el momento (Saca del bolsillo una fotografía y se la entrega a Choubert) Procure refrescar la memoria y mire la foto. ¿Es Mallot? (El tono del policía se hace cada vez más duro. Un instante después) ¿Es Mallot? (Un reflector hace surgir de pronto de la sombra, en el extremo del izquierdo del proscenio, un gran retrato que no se podía ver sin proyector y que representa, de manera bastante aproximada, un hombre tal como lo describe Choubert de acuerdo con la fotografía que contempla en su mano. Los personajes no prestan, naturalmente, atención alguna –hacen como si no supieran que está allí– al retrato iluminado, que volverá a desaparecer en la oscuridad en cuanto termina la descripción. Quizá sería preferible sustituir el retrato iluminado por un actor que permanezca en pié, inmóvil, en el extremo izquierdo del proscenio y tenga las mismas características personales. Quizá también se podría contar al mismo tiempo con el retrato y el actor, cada uno en un extremo del proscenio)
CHOUBERT: (Después de haber examinado con mucha atención la foto durante largo rato, describiendo al hombre) Es un hombre de unos cincuenta años… sí… lo veo… no se había afeitado desde hacía muchos días… tiene en el pecho una placa que lleva el número 58.614… sí, es el 58.614… (El reflector se apaga y ya no se ve al personaje o el retrato del proscenio)
POLICÍA: ¿Es Mallot? Soy muy paciente.
CHOUBERT: (Al cabo de otro momento de silencio) Usted sabe, señor inspector, yo…
POLICÍA: ¡Principal!
CHOUBERT: ¡Perdón! Usted sabe, señor Inspector Principal, yo no puedo darme cuenta. Así sin corbata, con el cuello desgarrado, el rostro completamente magullado, ¿cómo se lo puede reconocer?... Me parece, no obstante… sí, me parece que podría ser él… Sí, sí, debe ser él…
POLICÍA: ¿Cuándo lo conociste y qué te contó?
CHOUBERT: (dejándose caer en su silla) Discúlpeme, señor Inspector Principal, estoy terriblemente fatigado.
POLICÍA: Te pregunto: ¿cuándo lo conociste y qué te dijo?
CHOUBERT: ¿Cuándo lo conocí? (Se toma la cabeza entre las manos) ¿Qué me dijo? ¿Qué me dijo? ¿Qué me dijo?
POLICÍA: ¡Responde!
CHOUBERT: ¿Qué me dijo? ¿Qué me…? ¿Dónde… dónde…? ¿En el jardín?... ¿En la casa de mi infancia?... ¿En la escuela?... ¿En el regimiento?... ¿El día de su casamiento?... ¿De mí casamiento?... ¿Fui su testigo?... ¿Fue él mi testigo?... No.
POLICÍA: ¿No quiere recordar?
CHOUBERT: No puedo… sin embargo, recuerdo… un lugar a la orilla del mar, en el crepúsculo… hace mucho tiempo… la atmósfera esta húmeda y había unas rosas oscuras… (Vuelve la cabeza hacia el lado por donde ha salido Magdalena) ¡Magdalena! El café para el señor Inspector Principal.
MAGDALENA: (Entrando) El café puede molerse solo.
CHOUBERT: (A Magdalena) Vamos, Magdalena, deberías atender al señor.
POLICÍA: (Dando un puñetazo en la mesa) Eres muy amable, pero eso no te incumbe. Ocúpate de tus asuntos. Me hablabas de un lugar a la orilla del mar… (Choubert calla) ¿Me oyes?
MAGDALENA: (Impresionada, con una mezcla de temor y admiración, por el gesto y la autoridad del policía, a Choubert) El señor te pregunta si lo oyes. Responde.
CHOUBERT: Sí, señor.
POLICÍA: ¿Entonces?
CHOUBERT: Sí, sin duda lo conocí en ese lugar. Deberíamos ser muy jóvenes. (Magdalena, quien al volver había cambiado ya de actitud e incluso de voz, deja caer su vestido anterior y aparece con otro descotado. Es otra y su voz se ha hecho tierna y melodiosa) No, no, no lo veo allí.
POLICÍA: ¡No lo ves allí! ¡No lo ves allí! ¿Dónde, entonces? ¿En las tabernas? ¡Borracho! ¡Y se dice un hombre casado!
CHOUBERT: Si reflexiono bien de ello, supongo que Mallot con una t se debe encontrar abajo, muy abajo.
POLICÍA: desciende, pues.
MAGDALENA: (Con vos melodiosa) Muy abajo, muy abajo, muy abajo, muy abajo.
CHOUBERT: Debe de estar muy oscuro, no se verá nada.
POLICÍA: Yo te dirigiré. Tú no tendrás más que seguir mis consejos. No es difícil, te basta con dejarte deslizar.
CHOUBERT: ¡Oh, estoy ya muy abajo!
POLICÍA: (Con dureza) ¡No lo suficiente!
MAGDALENA: ¡No lo suficiente, querido, amor mío, no lo suficiente! (Abraza a Choubert de una manera lánguida, casi obscena; luego se arrodilla delante de él y le obliga a doblar las piernas) ¡No mantengas las piernas rígidas! ¡Cuidado, no resbales! Los peldaños están mojados. (Magdalena se levanta) Agarrate a la barandilla… Desciende… desciende… si me quieres. (Choubert se apoya en el brazo de Magdalena, como si fuera una barandilla de escalera, y hace como que baja los peldaños. Magdalena retira el brazo sin que se dé cuenta Choubert, quien sigue apoyándose en una barandilla imaginaria y descendiendo hacia Magdalena. La expresión de su rostro es lúbrica. De pronto se detiene, tiende un brazo, mira al suelo y luego a su alrededor)
CHOUBERT: Debe ser aquí.
POLICÍA: Por el momento.
CHOUBERT: ¡Magdalena!
MAGDALENA: (Caminando hacia atrás va hasta el canapé, mientras dice melodiosamente) Estoy aquí… estoy aquí… Desciende… Un escalón… un paso… un escalón… un paso… un escalón… un paso… ¡Cucú… cucú…! (Se tiende en el canapé) Querido… (Choubert va hacia ella riendo nerviosamente. Durante unos instantes Magdalena, tendida en el canapé, sonriente, erótica, con los brazos tendidos hacia Choubert, canta) ¡La, la, la, la, la, la! (Choubert, muy cerca del canapé, en pié, tiende los brazos hacia Magdalena, como si estuviera todavía muy lejos; ríe, con la misma risa extraña y se balancea ligeramente sin moverse de su lugar. La escena dura unos segundos, durante los cuales Magdalena interrumpe su canto con risas incitantes, mientras Choubert la llama, con voz ahogada)
CHOUBERT: ¡Magdalena! ¡Magdalena! Ya voy… ¡Soy yo, Magdalena! Soy yo, en seguida… en seguida…
POLICÍA: Ha descendido los primeros escalones, pero tiene que seguir bajando. Debe llegar al presente. (La intervención del policía interrumpe la escena erótica. Magdalena se levanta y durante cierto tiempo conserva su voz melodiosa, con cada vez menos sensualidad, hasta que de nuevo se hace a veces irritable, como anteriormente. Después de levantarse, se dirige al fondo del escenario y se acerca un poco al policía. Choubert deja caer los brazos a lo largo del cuerpo y, con el rostro inexpresivo, camina lentamente con paso de autómata hacia el policía)
POLICÍA: (A Choubert) Debes seguir bajando.
MAGDALENA: (A Choubert) Baja, amor mío, baja… baja… baja.
CHOUBERT: Está oscuro.
POLICÍA: Piensa en mallot. Abre los ojos. Busca a Mallot…
MAGDALENA: (Casi cantando) Busca a Mallot, Mallot, Mallot…
CHOUBERT: Camino por el barro. Se me pega a las suelas… ¡Cómo me pesan os pies! Temo resbalar.
POLICÍA: No temas. Baja, desemboca, vuélvete hacia la derecha, vuélvete hacia la izquierda.
MAGDALENA: (A Choubert) Baja, baja, querido mío, sigue bajando.
POLICÍA: Baja, a la derecha, a la izquierda, a la derecha, a la izquierda. (Choubert se deja guiar por las palabras del policía y continúa su caminata sonámbúlica. Entretanto, Magdalena da la espalda a la sala y se pone un chal en los hombros; se encorva bruscamente y de espalda parece muy vieja. Sollozos mudos le sacuden los hombros) Directamente delante de ti… (Choubert se vuelve hacia Magdalena y le habla. Tiene una expresión dolorosa y junta las manos)
CHOUBERT: ¿Eres tú, Magdalena? ¿Eres tú? ¡Qué desgracia! ¿Cómo ha sucedido eso? ¿Cómo es posible? No me había dado cuenta… ¡Pobre viejecita, pobre muñeca ajada! Eres tú, sin embargo. ¡Cómo has cambiado! ¿Pero cuándo ha sucedido eso? ¿Cómo no lo han impedido? Esta mañana había flores en nuestro camino. El sol llenaba el cielo. Tu risa era clara. Teníamos ropas nuevas y nos rodeaban amigos. Nadie había muerto y tú no habías llorado todavía. El invierno ha llegado bruscamente. Nuestro camino está desierto. ¿Dónde se hallan los otros? En las tumbas, al borde del camino. ¡Yo quiero nuestra alegría! ¡Nos han robado, nos han despojado! ¡Ay! ¡Ay! Volvemos a encontrar la luz azul. ¡Magdalena, créeme, te juro que no soy yo quien te ha envejecido! No… no lo quiero, no lo creo, el amor es siempre joven, el amor nunca muere. Yo no he cambiado. Tú tampoco, finges que lo has hecho. ¡Sin embargo, no puedo mentirme, eres vieja! ¡Qué vieja eres! ¿Qué te ha hecho envejecer? Vieja, vieja, vieja, viejecita, muñeca vieja. Nuestra juventud ha quedado en el camino. Magdalena, hijita mía, te compraré un vestido nuevo, alhajas, velloritas. Tu rostro recobrará su frescura. Lo quiero, te amo, lo quiero, te lo suplico. Cuando se ama no se envejece. Te amo. ¡Rejuvenécete, arroja tu máscara, mírame a los ojos! Hay que reír, reír, querida, para borrar las arrugas. ¡Oh, si pudiéramos correr cantando! Yo soy joven. Somos jóvenes. (Dando la espalda a la sala, toma a Magdalena de la mano y con voz de personas muy viejas, fingiendo que corren, cantan los dos. Con sus voces cascadas se mezclan los sollozos. Acompañado vagamente por Magdalena) Los manantiales primaverales… las hojas nuevas… el jardín encantado se ha hundido en la noche, ha caído en el barro… nuestro amor en la noche, en la noche, en el barro… Perdida nuestra juventud, las lágrimas se convierten en manantiales puros… en fuentes de vida, en fuentes inmortales… las flores florecen en el barro.
POLICÍA: No es eso, no es eso. Pierdes el tiempo, te olvidas de Mallot, te detienes, te retrasas, perezoso… y no sigues la buena dirección. Si no ves a Mallot en el follaje o en el agua de los manantiales, no te detengas, continúa. No tenemos tiempo. Entretanto él corre quién sabe a dónde. Tú te compadeces de ti mismo y te detienes. Nunca hay que compadecerse, no debes detenerte. (Durante las primeras palabras que pronuncia el policía, Magdalena y Choubert han dejado de cantar poco a poco. A magdalena, que se ha dado vuelta y erguido) En cuanto se compadece, se detiene.
CHOUBERT: No volveré a compadecerme, señor Inspector Principal.
POLICÍA: Ya veremos. Desciende, da la vuelta, desciende, da la vuelta. (Choubert reanuda su caminata y Magdalena vuelve a ser la que era antes de la escena precedente)
CHOUBERT: ¿Ha descendido bastante, señor Inspector Principal?
POLICÍA: Todavía no. ¿Sigue bajando?
MAGDALENA: ¡Valor!
CHOUBERT: (Con los ojos cerrados y los brazos tendidos) Me caigo, me levanto, me caigo, me levanto…
POLICÍA: No te levantes más.
MAGDALENA: No te levantes más, querido.
POLICÍA: Busca a Mallot con una t. ¿Ves a Mallot? ¿Ves a Mallot?... ¿Te acercas a él?
MAGDALENA: Mallot…, Mallo–o–o…
CHOUBERT: (Con los ojos cerrados) Es inútil que abra los ojos…
POLICÍA: No te pido que leas con los ojos.
MAGDALENA: Desciende, déjate deslizar, querido.
POLICÍA: Tienes que tocarlo, que asirlo. Tiende los brazos, tantea… tantea… No temas.
CHOUBERT: Busco…
POLICÍA: No está ni siquiera a mil metros sobre el mar.
MAGDALENA: desciende, vamos, no tengas miedo.
CHOUBERT: El túnel está obstruido.
POLICÍA: Desciende sin moverte.
MAGDALENA: Húndete, querido.
POLICÍA: ¿Puedes hablar aún?
CHOUBERT: el barro me llega a la barbilla.
POLICÍA: No es bastante. No temas al barro. Todavía estás lejos de Mallot.
MAGDALENA: Húndete, querido, en el espesor.
POLICÍA: Hunde tu barbilla… Así… Y la boca…
MAGDALENA: También la boca. (Choubert lanza gemidos ahogados) Vamos, húndete… más… más… (Gruñidos de Choubert)
POLICÍA: La nariz…
MAGDALENA: La Nariz… (Entretanto, Choubert imita un descenso al fundo de las aguas, y el ahogamiento)
POLICÍA: Los ojos…
MAGDALENA: Ha abierto un ojo en el lodo… Sobresale una pestaña. (A Choubert) Baja más tu frente, amor mío.
POLICÍA: Grite más fuerte, pues no oye.
MAGDALENA: (A Choubert, muy fuertemente) ¡Baja más la frente, amor mío!... ¡Desciende! (Al policía) Siempre fue duro de oído.
POLICÍA: Todavía le asoma la punta de la oreja.
MAGDALENA: (Gritando, a Choubert) ¡Querido… hunde tu oreja!
POLICÍA: (A Magdalena) Se le ve el cabello.
MAGDALENA: (A Choubert) Todavía se te ve el cabello. Sigue, pues, descendiendo. Tiende los brazos en el lodo, separa los dedos, nada en el espesor, alcanza a Mallot a toda costa… desciende… desciende…
POLICÍA: Tienes que tocar fondo. Tu esposa tiene razón. Es en la profundidad donde puedes encontrar a Mallot. (Silencio. Choubert está verdaderamente muy abajo. Avanza con dificultad y los ojos cerrados como en el fondo del agua)
MAGDALENA. Ya no se lo oye.
POLICÍA: Ha pasado la pared del sonido. (Oscuridad. Se oyen las voces de los personajes, pero no se los ve por el momento)
MAGDALENA: ¡Oh, pobre querido mío! Temo por él. No volveré a oír su voz adorada.
POLICÍA: (A Magdalena, con dureza) Volveremos a oír su vos. No compliques la situación con tus jeremiadas. (Luz. En escena sólo aparecen Magdalena y el policía)
MAGDALENA: Ya no se lo ve.
POLICÍA: Está más allá de la pared óptica.
MAGDALENA: ¡Se halla en peligro! ¡Se halla en peligro! No debía haberme prestado a este juego.
POLICÍA: Volverá a ti, Magdalena, tu tesoro, quizá con retraso, pero volverá a ti seguramente. No ha terminado de hacer que lo veamos. Eso tiene la piel dura.
MAGDALENA: (Llorando) ¡Yo no habría debido hacer esto! ¡He hecho mal! ¡En qué estado debe de estar mi pobre querido!
POLICÍA: ¡Cállete, Magdalena! ¿Qué temes, si estás conmigo? Estamos los dos solos, mi beldad. (Abraza vagamente a magdalena y después la suelta)
MAGDALENA: (Llorando) ¡Qué hemos hecho! Pero era necesario, ¿verdad? ¿Todo esto es legal?
POLICÍA: Por supuesto. Nada temas. Volverá a ti. ¡Valor! Yo también lo quiero.
MAGDALENA: ¿De veras?
POLICÍA: Volverá a nosotros, dando un rodeo… Revivirá en nosotros. (Gemidos entre bastidores) Oye… Su respiración…
MAGDALENA: Sí, su respiración adorada. (Oscuridad, luego luz. Choubert atraviesa el escenario de un extremo al otro. Los otros dos personajes han desaparecido)
CHOUBERT: Percibo… Percibo… (Los gemidos ahogan sus palabras. Sale por la derecha mientras Magdalena y el Policía entran por la izquierda. Los dos últimos se han transformado, convirtiéndose en dos personajes diferentes que representan la siguiente escena)
MAGDALENA: ¡Eres un ser innoble! Me has humillado, me has torturado durante toda una vida. Me has desfigurado moralmente. Me has envejecido. Me has destruido. No te soportaré más.
POLICÍA: ¿Qué te propones hacer?
MAGDALENA: Me mataré, me envenenaré.
POLICÍA: Eres libre. No te lo impediré.
MAGDALENA: ¡Te quedarás bien desembarazado, te sentirás satisfecho! ¿Quieres liberarte de mí, verdad? ¡Lo sé! ¡Lo sé!
POLICÍA: ¡No quiero librarme de ti a toda osta! Pero puedo prescindir fácilmente de ti y de tus jeremiadas. Eres fastidiosa. No comprendes la vida y molestas a todos.
MAGDALENA: (Solloza) ¡Monstruo!
POLICÍA: No llores, pues te pones más fea que de costumbre. (Choubert reaparece y, desde lejos, sin decir una palabra, como impotente, presencia la escena retorciéndose las manos. Todo lo más que se le puede oír balbucear: “Padre, madre, padre, madre…”)
MAGDALENA: (Fuera de sí) ¡Es demasiado! ¡No lo soportaré más! (Saca del corpiño un frasquito y se lo lleva a los labios)
POLICÍA: ¡Estás loca, no vas a hacer eso! ¡No hagas eso! (El policía se dirige hacia Magdalena, la toma del brazo para impedirle que trague el veneno y luego, de pronto, mientras cambia la expresión de su rostro, la obliga a beberlo. Choubert lanza un grito. Oscuridad. Otra vez luz. Está solo en escena)
CHOUBERT: Tengo ocho años y anochece. Mi madre me lleva de la mano por la calle Blomet después del bombardeo. Pasamos junto a las ruinas. Tengo miedo. La mano de mi madre tiembla en la mía. Entre los trozos de paredes surgen siluetas. Sólo sus ojos brillan en la sombra. (Aparece Magdalena, silenciosamente. Se dirige hacia Choubert. Es su madre)
POLICÍA: (Aparece en el otro extremo del escenario y se acerca paso a paso, muy lentamente) Mira: entre esas siluetas se halla, quizá, la Mallot.
CHOUBERT: Sus ojos se apagan… todo vuelve a la oscuridad, salvo una lumbrera lejana. Está tan oscuro que ya no veo a mi madre. Su mano ha desaparecido. Oigo su voz.
POLICÍA: Ella debe hablarte de Mallot.
CHOUBERT: Ella dice tristemente, tristemente: Verterás muchas lágrimas. Voy a abandonarte, hijo mío, mi polluelo.
MAGDALENA: (Con mucha ternura en la voz) Hijo mío, mi polluelo.
CHOUBERT: Voy a quedarme solo en la oscuridad, en el barro.
MAGDALENA: Pobre hijo mío, en la oscuridad, en el barro, solo, polluelo mío.
CHOUBERT: Sólo su voz, que es un soplo, me dirige. Dice:
MAGDALENA: Habrá que perdonar, hijo mío, y eso es lo más duro.
CHOUBERT: Eso es lo más duro.
MAGDALENA: Eso es lo más duro.
CHOUBERT: Dice además:
MAGDALENA: Llegará el tiempo de las lágrimas, el tiempo de los remordimientos, la penitencia. Hay que ser bueno. Sufrirás si no eres bueno, si no perdonas. Cuando lo veas, obedécelo, abrázalo, perdónalo. (Magdalena sale silenciosamente. Choubert se encuentra ante el policía, quien, de cara al público, sentado a la mesa, sostiene la cabeza entre las manos y permanece inmóvil)
CHOUBERT: La voz ha callado. (Se dirige al policía) Padre, nunca nos comprendimos… ¿puedes oírme todavía? Te obedeceré. Perdónanos, pues nosotros te hemos perdonado. ¡Muestra tu rostro! (el policía no se mueve)
Eras duro, pero quizá no eras demasiado malo. Quizá no tengas tú la culpa. No la tienes. Yo odiaba tu violencia, tu egoísmo. No tuve compasión con tus debilidades. Me pegabas, pero yo era más duro. Mi desprecio te golpeó mucho más fuertemente. Fue mi desprecio el que te mató. ¿No es así? Escucha: Yo debí vengar a mi madre… Debí hacerlo… ¿Cuál era mi deber?... ¿debía hacerlo verdaderamente?... ella te perdonó, pero yo seguí asumiendo su venganza… ¿Para qué sirve la venganza? Siempre es el vengador el que sufre… ¿Me oyes? Descubre tu rostro. Dame la mano. Habríamos podido ser buenos compañeros. Yo era mucho peor que tú. Tú eras burgués. ¿Qué importancia tiene eso? Hice mal en despreciarte. Yo no valgo más que tú. ¿Qué derecho tenía a castigarte? (El policía sigue sin moverse) ¡Hagamos la paz! ¡Hagamos la paz! ¡Dame la mano! ¡Vamos, ven conmigo, volveremos a encontrar a los compañeros! Beberemos juntos. ¡Mirame, mirame! Me parezco a ti. Tengo todos tus defectos. (Silencio. El policía no cambia de posición) ¿Quién tendrá compasión de mí, el despiadado? ¡Aunque tú me perdonaras, yo no podría perdonarme a mí mismo! (Mientras la actitud del policía sigue invariablemente, la voz del mismo, registrada en un disco, se hace oír procedentemente de un rincón opuesto del escenario. Choubert, inmóvil, descansa los brazos a lo largo del cuerpo mientras dura el monólogo que sigue; Choubert carece de expresión con, de vez en cuando, breves despertares desesperados)
POLICÍA: (Voz en off) Hijo mío, yo representaba a casas comerciales. Mi profesión me obligaba a recorrer toda la tierra. ¡Ay!, me encontraba siempre, de octubre a marzo, en el hemisferio norte, y de abril a setiembre, en el hemisferio sur, de modo que no había en mi vida más que inviernos. Me pagaban miserablemente, vestía mal y mi salud era mala. Vivía en estado de ira constante. Mis enemigos se hacían cada vez más poderosos, cada vez más ricos. Mis protectores quebraban y luego perecían, llevados, unos tras otros, por enfermedades deshonrosas o accidentes ridículos. Yo no cosechaba sino sinsabores. El bien que hacía se convertía en mal y el mal que me hacía no se convertía en bien. Luego fui soldado. Me obligaron, por orden, a participar en la matanza de decenas de millares de soldados enemigos, de poblaciones de mujeres, ancianos y niños. Después mi ciudad natal y todos sus suburbios fueron destruidos por completo. En la paz, la miseria continuó y me horrorizaba el ser humano. Proyectaba venganzas horribles. Execraba la tierra, el sol y sus satélites. Habría querido desterrarme a otro universo, pero no existe.
CHOUBERT: (En la misma posición) No quiere mirarme… no quiere hablarme.
POLICÍA: (Voz en off, mientras el policía sigue en la misma actitud) Tu naciste, hijo mío, justamente en el momento en que yo iba a dinamitar el planeta. Fue tu nacimiento el que lo salvó. Tú me impediste, por lo menos, matar al mundo en mi corazón. Me reconciliaste con la humanidad, me ligaste indisolublemente a su historia, a sus desdichas, a sus crímenes, sus esperanzas y sus desesperaciones. Yo temblaba por su suerte… y por la tuya.
CHOUBERT: (Lo mismo, mientras el policía sigue en la misma actitud) Yo nunca podría….
POLICÍA: (Voz en off, mientras el policía sigue en la misma actitud) Sí, apenas habías surgido de la nada me sentí desarmado, jadeante, dichoso y desdichado; mi corazón de piedra se convirtió en una esponja, en un trapo, y sentí vértigo y un remordimiento indecible al pensar que no había querido tener descendiente y que había tratado de impedir tu venida al mundo. ¡Habrías podido no existir, habrías podido no existir! Esto me hizo sentir un enorme pánico retrospectivo, y también un pesar desgarrador por los millares de niños que habrían podido nacer y que no han nacido, por los innumerables rostros que nunca serán acariciados, por las manecitas que nunca tomará entre las suyas padre alguno, por los labios que jamás parlotearán. Habría querido llenar el vacío con existencia. Trataba de imaginarme todas esas pequeñas criaturas que no habían llegado a existir, quería crearlas en mi mente para poder llorarlas al menos como verdaderos difuntos.
CHOUBERT: (Lo mismo, así como la actitud del policía) ¡Seguirá callando!
POLICÍA: (Voz en off, mientras el policía sigue en la misma actitud) Pero al mismo tiempo, me invadía una alegría desbordante, pues tú existías, mi querido hijo, estrella temblorosa en un océano de tinieblas, isla de existencia rodeada de nada, tú, cuya existencia anulaba la nada. Besaba tus ojos llorando y suspiraba: “¡Dios mío, Dios mío!”. Le estaba agradecido a Dios, pues si no hubiera existido la creación, si no hubiera existido la historia universal, los siglos y los siglos, tampoco habrías existido tú, hijo mío, que eras el resultado de toda la historia del mundo. Tú no habrías existido si no hubiera habido el encadenamiento sin fin de las causas y los efectos, y entre éstos todas las guerras, todas las revoluciones, los diluvios, todas las catástrofes sociales, geolíticas y cósmicas, pues todo eso es el resultado de la serie de causas universales, y tú también, hijo mío. Le agradecía a Dios toda mi miseria y toda la miseria de los siglos, todas las desdichas, todas las felicidades, las humillaciones, los horrores, las angustias, la gran tristeza, al cabo de las cuales se había producido tu nacimiento, que justificaba y redimía en mi opinión todos los desastres de la Historia. Perdonaba al mundo por tu amor. Todo se había salvado porque nada podía ya borrar la existencia universal la existencia de tu nacimiento. Me decía que aunque dejaras de existir nada podría impedir que hayas existido. Estabas allí, inscrito para siempre en los registros del universo sólidamente fijo en la memoria eterna de Dios.
CHOUBERT: (Lo mismo, así como la actitud del policía) ¡No hablará nunca, nunca, nunca!
POLICÍA: (Voz en off, cambiando de tono) Y tú… Cuanto más orgulloso estaba yo de ti, cuanto más te amaba, tanto más me despreciabas. Me acusabas de todos los crímenes, de los que había cometido y de los que no había cometido. Estaba tu pobre madre. ¿Pero quién puede saber lo que pasó entre nosotros, si tuvo ella la culpa, si tuve yo la culpa, si tuvo ella la culpa, si tuve yo la culpa…?
CHOUBERT: (Lo mismo, así como la actitud del policía) ¡No hablará! ¡Yo tengo la culpa! ¡Yo tengo la culpa!
POLICÍA: (Voz en off, mientras el policía sigue en la misma actitud) Por más que reniegues de mí, por más que te avergüences de mí, que insultes mi recuerdo, no te guardo rencor. Ya no puedo odiar. Perdono, a mi pesar. Te debo más que lo que tú me debes. No desearía que sufras, querría que no te sintieras culpable. Olvidar las que crees que son tus culpas.
CHOUBERT: ¿Padre, por qué no hablas, por qué no quieres responder?... ¡Jamás, ay, jamás volveré a oír tu voz!... ¡Jamás, jamás, jamás! Yo nunca podría
POLICÍA: (Que se levanta bruscamente, a Choubert) Los padres tienen corazón de madre en este país. Para nada sirve lamentarse. Tus asuntos personales no interesan. Ocúpate de Mallot. Sigue su huella. No pienses en otra cosa. En todo este asunto lo único que interesa es Mallot. Olvida todo lo demás.
CHOUBERT: Señor Inspector Principal: de todos modos yo habría querido saber… ¿en qué?... eran, sin embargo, mis padres…
EL POLICÍA: ¡Oh, con tus complejos! ¡No nos vas a fastidiar con eso! ¡Tu papá, tu mamá, el amor filial!... Ese no es asunto mío, no me pagan para eso. Sigue tu camino.
CHOUBERT: ¿Hay que seguir bajando, señor Inspector Principal? (Busca a ciegas con el pie)
EL POLICÍA: Nos describirás lo que vas a ver.
CHOUBERT: (Avanzando a ciegas, con vacilación) Paso a la derecha… paso a la izquierda… a la izquierda… a la izquierda…
EL POLICÍA: (A Magdalena que entra por la derecha) ¡Cuidado con los escalones, señora!
MAGDALENA: Gracias, estimado amigo. Habría podido caerme. (El policía y Magdalena se han convertido en espectadores de teatro)
EL POLICÍA: (Apresurándose hacia Magdalena) Tómeme del brazo. (El policía y Magdalena van a instalarse. Choubert desaparece durante unos instantes en la penumbra, después de haberse alejado con el mismo paso vacilante. Reaparecerá, en el extremo opuesto del escenario, en una tarima o un pequeño tablado. El policía a Magdalena) Siéntese. Nos instalaremos. Eso va a comenzar. Él se ofrece como espectáculo todas las noches.
MAGDALENA: Ha hecho usted bien en reservar las localidades.
EL POLICÍA: Ocupe esta butaca (Pone las dos sillas una junto a la otra) Gracias, querido amigo. ¿Son buenas estas localidades? ¿Son las mejores? ¿Se ve todo? ¿Se oye bien? ¿Tiene usted gemelos? (Choubert aparece en el pequeño escenario caminando a ciegas) Es él.
MAGDALENA: ¡Oh, es impresionante! ¡Representan bien! ¿Está verdaderamente ciego?
EL POLICÍA: No se puede saber. Parecería que sí.
MAGDALENA: ¡Pobre! Debían haberle dado dos bastones blancos, uno pequeño, de guardia municipal, para que regulara la circulación, y otro mayor, de ciego… ¿Tengo que quitarme el sombrero? No, ¿verdad, querido amigo? No molesto a nadie. No soy demasiado alta.
EL POLICÍA: Él habla. Cállese usted, porque no se lo oye.
MAGDALENA: Eso se debe, acaso, a que es también sordo.
CHOUBERT: (en el tablado) ¿Dónde estoy?
MAGDALENA: (Al policía) ¿Dónde está?
EL POLICÍA: (A Magdalena) No se impaciente. Él se lo va a decir. Es su papel.
CHOUBERT: … especies de calles… especies de caminos… especies de lagos… especies de personas… especies de noches… especies de cielos… una especie de mundo…
MAGDALENA: (Al policía) ¿Qué dice? ¿Especies de qué?
EL POLICÍA: (A Magdalena) Toda especie de especies.
MAGDALENA: (Fuertemente, a Choubert) ¡Demasiado bajo!
EL POLICÍA: (A Magdalena) ¡Cállese! Eso no se permite.
CHOUBERT: … Sombras que se reaniman…
MAGDALENA: (Al policía) ¡Cómo! ¿Lo único que podemos hacer es pagar y aplaudir? (A Choubert, todavía en voz más alta) ¡Más fuerte!
CHOUBERT: … una nostalgia… desgarrones, los restos de un universo…
MAGDALENA: (Al policía) ¿Qué quiere decir eso?
EL POLICÍA: (A Magdalena) Dice: los restos de un universo.
CHOUBERT: (Que sigue su representación) Un agujero abierto…
EL POLICÍA: (Al oído de Magdalena) Un agujero abierto…
MAGDALENA: (Al policía) Es anormal. Está enfermo. No tiene los pies en el suelo.
EL POLICÍA: (A Magdalena) Los tiene más abajo.
MAGDALENA: (Al policía) ¡Ah, sí, es cierto! (Con admiración) ¡Con qué facilidad comprende usted todo, querido amigo!
CHOUBERT: (Lo mismo) resignarme… resignarme… la luz oscura… las estrellas sombrías… sufro un mal desconocido…
MAGDALENA: (Al policía) ¿Cómo se llama el actor que desempeña el papel?
EL POLICÍA: Choubert.
MAGDALENA: (Al policía) ¡Supongo que no es el músico!
El POLICÍA: (A Magdalena) Tranquilícese.
MAGDALENA: (en voz muy alta, a Choubert) ¡Menos bajo!
CHOUBERT: Las lágrimas me humedecen el rostro. ¿Dónde está la belleza? ¿Dónde está el bien? ¿Dónde está el amor? He perdido la memoria.
MAGDALENA: ¡No es el momento oportuno! ¡Hay apuntador!
CHOUBERT: (Con un gran acento de desesperación) Mis juguetes… despedazados… Mis juguetes rotos… Mis juguetes de niño…
MAGDALENA: ¡es infantil!
EL POLICÍA: (A Magdalena) Su observación me parece pertinente.
CHOUBERT: (Con la misma intensidad de desesperación) Soy viejo… soy viejo…
MAGDALENA: No lo parece. Exagera. Quiere que se le comparezca.
CHOUBERT: En otro tiempo… en otro tiempo…
MAGDALENA: ¿Qué hace ahora?
EL POLICÍA: (A Magdalena) Supongo que evoca su pasado, querida amiga.
MAGDALENA: Si todos nos pusiéramos a evocar el nuestro, ¿adónde iríamos a parar? Todos tendríamos cosas que decir. Nos guardamos bien de hacerlo, por modestia, por pudor.
CHOUBERT: … en otro tiempo… se levanta un gran viento… (Gime muy fuertemente)
MAGDALENA: Llora…
EL POLICÍA: (A Magdalena) Imita el ruido del viento… en el bosque.
CHOUBERT: El viento sacude los bosques; el rayo desgarra las espesuras negras, y en el fondo de la tempestad, en el horizonte, se alza una cortina gigantesca y sombría…
MAGDALENA: ¿Cómo? ¿Cómo?
CHOUBERT: … en el fondo aparece, luminosa en las tinieblas, en una calma de sueño, rodeada de tempestad, una ciudad milagrosa…
MAGDALENA: (Al policía) ¿Una qué?
EL POLICÍA: ¡La ciudad! ¡La ciudad!
MAGDALENA: Comprendo.
CHOUBERT: … o un jardín milagroso, una fuente surgente, surtidores, flores de fuego en la oscuridad…
MAGDALENA: ¡Se cree poeta, ciertamente! ¡Es un mal parnasianismo–simbolismo–surrealismo!
CHOUBERT: … un palacio de llamas heladas, estatuas luminosas, mares incandescentes, continentes que llamean por las noches en océanos de nieve.
MAGDALENA: ¡Es un farsante! ¡Es idiota! ¡Es inadmisible! ¡Es un mentiroso!
EL POLICÍA: (Gritando, a Choubert, y volviendo a ser a medias el policía aunque sigue siendo, a medias, un espectador asombrado) ¿Ves su sombra negra destacarse en la luz? ¿O tal vez su silueta luminosa destacarse en la oscuridad?
CHOUBERT: Los fuegos son menos claros ahora, el palacio menos brillante, todo se ensombrece.
EL POLICÍA: (A Choubert) Dinos, por lo menos, lo que sientes. ¿Cuáles son tus sentimientos? ¡Dilo!
MAGDALENA: (Al policía) Querido amigo, sería mejor que pasáramos el resto de la noche en el cabaret.
CHOUBERT: (Siguiendo su representación)… Una alegría… dolor… un desgarrón… un apaciguamiento… Plenitud… Vacío… Una esperanza desesperada. Me siento fuerte, me siento débil, me siento mal, me siento bien, me siento, sobre todo me siento, todavía me siento.
MAGDALENA: (Al policía) todo eso está lleno de contradicciones.
EL POLICÍA: (A Choubert) ¿Y después? ¿Después? (A Magdalena) Un instante, querida amiga, y disculpe.
CHOUBERT: (Dando un gran grito) ¡Eso va a extinguirse! ¡Se extingue! La oscuridad me rodea. Una sola mariposa de luz se eleva lentamente…
MAGDALENA: (Al policía) Querido amigo, esta farsa…
CHOUBERT: Es una última chispa…
MAGDALENA: (Aplaude mientras se cierran las cortinas del pequeño escenario) Muy trivial. Habrá podido ser más atrayente… o por lo menos instructivo, ¿verdad? Pero vea…
EL POLICÍA: (A Choubert, oculto en ese momento por las cortinas) ¡NO, no! Te vas a escapar. (A Magdalena) Ha errado el camino. Lo van a poner otra vez en el bueno.
MAGDALENA: Vamos a llamarlo a escena. (Aplauden. La cabeza de Choubert aparece durante un instante entre las cortinas del pequeño escenario y desaparece de nuevo)
EL POLICÍA: ¡Choubert! ¡Choubert! ¡Choubert! Entiéndeme bien: hay que encontrar a Mallot. Es cuestión de vida o muerte. Y tu deber. La suerte de toda la humanidad depende de ti. No es tan difícil, basta con que recuerdes. Recuerda y todo se aclarará de nuevo. (A Magdalena) Había descendido demasiado. Tiene que volver a subir… un poco… en nuestra estimación.
MAGDALENA: (Tímidamente, al policía) Sin embargo, se sentía bien.
EL POLICÍA: (A Choubert) ¿Estás ahí? ¿Estás ahí? (El pequeño escenario ha desaparecido y Choubert reaparece en otro lugar)
CHOUBERT: Remuevo mis recuerdos.
EL POLICÍA: Remuévelos con método.
MAGDALENA: (A Choubert) Remuévelos con método. Escucha lo que te dicen.
CHOUBERT: Ya estoy en la superficie.
EL POLICÍA: Está bien, amigo mío, está bien.
CHOUBERT: (A Magdalena) ¿Recuerdas ahora?
EL POLICÍA: (A Magdalena) Como ves, la cosa va ya mejor.
CHOUBERT: Honfleur… ¡Qué azul está el mar!... No… Es el Monte Saint-Michel… No… Dieppe… No, nunca fui más allá… Cannes… Tampoco.
EL POLICÍA: Trouville, Deauville…
CHOUBERT: Tampoco fui nunca a esos lugares
MAGDALENA: Tampoco fue nunca a esos lugares.
CHOUBERT: Collioure… Los arquitectos habían construido un templo sobre las olas.
MAGDALENA: ¡Divaga!
EL POLICÍA: (A Magdalena) Termina con tus interrupciones estúpidas.
CHOUBERT: Ningún rastro de Montbéliard.
EL POLICÍA: Es cierto, tiene también el sobrenombre de Montbéliard. ¡Y pretendías que no lo conocías!
MAGDALENA: (A Choubert) Ya ves.
CHOUBERT: (Muy asombrado) ¡Ah, sí, a fe mía! Es cierto… es gracioso, es cierto.
EL POLICÍA: Busca en otras partes. Vamos, pronto, las ciudades…
CHOUBERT: París, Palermo, Pisa, Berlín, Nueva York…
EL POLICÍA: Las barrancas, las montañas…
MAGDALENA: No son precisamente montañas lo que falta.
EL POLICÍA: En los Andes, veamos, en los Andes… ¿Estuviste allí?
MAGDALENA: (Al policía) Nunca, señor, imagínese…
CHOUBERT: No, pero conozco suficientemente la geografía para…
EL POLICÍA: No hay que inventar. Hay que encontrarlo. Vamos, amigo, un pequeño esfuerzo.
MAGDALENA: Un esfuerzo muy pequeño.
CHOUBERT: (Haciendo un esfuerzo doloroso) Mallot, con una t, Montbéliard con una d… con una t, con una d… (Según el gusto del director de escena, reaparición luminosa, en un extremo opuesto del escenario, del personaje citado en el diálogo, con su número de matrícula y además un bastón de montaña en la mano y una cuerda o esquíes. También esta vez ese personaje desaparece al cabo de unos segundos) Llevando por las corrientes de superficie, atravieso el océano. Desembarco en España. Me dirijo a Francia. Los aduaneros me saludan. Narbona, Marsella, Aix, la ciudad tragada, Arlés, Aviñón, sus Papas, sus mulas, sus palacios. A lo lejos el Monte Blanco.
MAGDALENA: (Que comienza a oponerse cada vez más disimuladamente al nuevo itinerario de Choubert y al policía) El bosque te separa de él.
EL POLICÍA: Avanza de todos modos.
CHOUBERT: Penetro en el bosque. ¡Qué frescura! ¿Es de noche?
MAGDALENA: El bosque es denso.
EL POLICÍA: No temas.
CHOUBERT: Oigo los manantiales. Unas alas me rozan el rostro. La hierba me llega a la cintura. No hay senderos. Magdalena, dame la mano.
EL POLICÍA: (A Magdalena) Abstente de darle la mano.
MAGDALENA: (A Choubert) No quiere que te dé la mano.
EL POLICÍA: (A Choubert) Saldrás solo del paso. ¡Mira! ¡Levanta la vista!
CHOUBERT: El sol brilla entre los árboles. Hay una luz azul. Avanzo rápidamente, las ramas se apartan. A veinte pasos trabajan y silban unos leñadores.
MAGDALENA: Quizá no sean verdaderos leñadores.
EL POLICÍA: (A Magdalena) ¡Silencio!
CHOUBERT: La claridad del sol me guía. Salgo del bosque… a una aldea rosada.
MAGDALENA: Mi color preferido.
CHOUBERT: Casas bajas.
EL POLICÍA: ¿Ves a alguien?
CHOUBERT: Es muy temprano. Las ventanas están cerradas. El lugar se halla desierto. Una fuente, una estatua. Corro y el eco de mis zuecos…
MAGDALENA: (Moviendo los hombros) ¡Con zuecos!
EL POLICÍA: ¡Avanza! Ya llegas… avanza siempre.
MAGDALENA: ¡Siempre, siempre, siempre, siempre!
EL POLICÍA: El terreno es llano. Se sube suavemente. Doy unos pasos y estoy al pie de la montaña.
CHOUBERT: Adelante.
EL POLICÍA: Trepo. El sendero es abrupto y me aferro. He dejado atrás el bosque. La aldea queda muy abajo. Avanzo. A la derecha hay un lago.
CHOUBERT: Sube.
MAGDALENA: Te dice que subas, si puedes. ¡Si puedes!
CHOUBERT: ¡Que abrupto es! Hay espinos, guijarros. He pasado el lago. Veo el Mediterráneo.
EL POLICÍA: Sube, sube.
MAGDALENA: Sube, puesto que te lo mandan.
CHOUBERT: Un zorro es el último animal que veo. Y una lechuza ciega. No hay pájaro, ni fuentes, ni rastros. Ya no hay eco. Recorro con la vista el horizonte.
EL POLICÍA: ¿Lo ves a él?
CHOUBERT: Es el desierto.
EL POLICÍA: ¡Más arriba! ¡Sube!
MAGDALENA: Sube, pues, puesto que es necesario.
CHOUBERT: Me agarro a las piedras, resbalo, me sujeto a los espinos, trepo a gatas… ¡Ah, no soporto la altura! ¿Por qué debo escalar montañas permanentemente? ¿Por qué he de ser yo siempre al que obligan a hacer lo imposible?
MAGDALENA: (Al policía) Es imposible… lo dice él. (A Choubert) No tienes vergüenza.
CHOUBERT: ¡Tengo sed, calor, sudo!
EL POLICÍA: No te detengas para enjugarte la frente. Lo harás más tarde, más tarde. ¡Sube!
CHOUBERT: Estoy tan fatigado…
MAGDALENA: ¡Ya! (Al policía) Créame, señor Inspector Principal, eso no es sorprendente. No es capaz.
EL POLICÍA: (A Choubert) ¡Perezoso!
MAGDALENA: (Al policía) Siempre ha sido perezoso. Nunca llega a nada.
CHOUBERT: No hay rincón de sombra. El sol es enorme, un horno. Me ahogo. ¡Me abraso!
EL POLICÍA: Él no debe estar muy lejos, cuando ardes.
MAGDALENA: (Sin que la oiga el policía) Podría enviar a otro en su lugar.
CHOUBERT: Se alza ante mí otra montaña. Es un muro sin hendidura. ¡Ya no me queda aliento!
EL POLICÍA: ¡Más arriba, más arriba!
MAGDALENA: (Muy rápidamente, oral al policía, ora a Choubert) Más arriba… Ya no le queda aliento… más arriba… No debe elevarse demasiado por encima de nosotros. Será mejor que desciendas. ¡Más arriba! ¡Más abajo! ¡Más arriba!
EL POLICÍA: ¡Sube, sube!
MAGDALENA: ¡Más arriba, más arriba!
CHOUBERT: Tengo las manos ensangrentadas.
MAGDALENA: (A Choubert) ¡Más arriba! ¡Más abajo!
EL POLICÍA: Aférrate, trepa.
CHOUBERT: (Continuando su asención, inmóvil) ¡Es duro estar solo en el mundo! ¡Ah, si hubiera tenido un hijo!
MAGDALENA: Yo habría preferido una hija. ¡Los varones son tan ingratos!
EL POLICÍA: (Pataleando) ¡Deje para otro momento esas consideraciones! (A Choubert) ¡Sube, no pierdas tiempo!
MAGDALENA: ¡Más arriba! ¡Más abajo!
CHOUBERT: Sólo soy un hombre después de todo.
EL POLICÍA: Hay que serlo hasta el final.
MAGDALENA: (A Choubert) Sólo hasta el final.
CHOUBERT: ¡No!... ¡No!... ¡Ya no puedo levantar las rodillas! ¡No puedo más!
EL POLICÍA: Vamos, un último esfuerzo.
MAGDALENA: Un último esfuerzo. Hazlo. No lo hagas. Hazlo.
CHOUBERT: ¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡Ya llego! ¡La plataforma!... Se ve a través del cielo… ¡Pero no hay rastro alguno de Montbéliard!
MAGDALENA: (Al policía) Se nos va a escapar, señor Inspector Principal.
EL POLICÍA: (Sin oír a Magdalena, a Choubert) Busca, busca.
MAGDALENA: (A Choubert) Busca, no busques, busca, no busques. (Al policía) Se le va a escapar.
CHOUBERT: Ya no hay… ya no hay… ya no hay…
MAGDALENA: ¿Ya no hay qué?
CHOUBERT: Ya no hay ciudad, ni bosque, ni valle, ni mar, ni cielo. ¡Estoy solo!
MAGDALENA: Aquí seríamos dos.
EL POLICÍA: ¿Qué es lo que cuenta? ¿Qué quiere decir? ¿Y Mallot? ¿Montbéliard?
CHOUBERT: Corro sin caminar.
MAGDALENA: ¡Va a volar!... ¡Chouvert, escucha!
CHOUBERT: Estoy solo. He perdido pie. No siento vértigo… ¡Ya no temo morir!
EL POLICÍA: Todo eso me tiene sin cuidado.
MAGDALENA: Piensa en nosotros. La soledad no es buena. No puedes dejarnos… ¡ten compasión, compasión! (es una mendiga) No tengo pan que dar a mis hijos. Tengo cuatro hijos. Mi marido está en la cárcel. Yo salgo del hospital. Mi buen señor… buen señor… (Al policía) ¡Él me ha hecho verlo!... ¿Me comprende ahora, señor inspector Principal?
EL POLICÍA: (A Choubert) Oyes la voz de la solidaridad humana (Aparte) Lo he empujado demasiado y ahora se nos escapa. (Gritando) ¡Choubert, Choubert, Choubert!... Amigo mío, mi querido amigo, nos hemos extraviado los dos.
MAGDALENA: (Al policía) Perdón, señor Inspector Principal.
EL POLICÍA: (A Choubert) Tu deber es buscar a Mallot, tu deber es buscar a Mallot. No traicionarás a tus amigos. ¡Mallot, Montbéliard! ¡Mira, mira! Ya ves que no miras. ¿Qué ves?... Mira delante de ti. Escucha, responde, responde.
MAGDALENA: Responde, pues. (Para hacer que Choubert descienda, Magdalena y el policía le presentan todas las ventajas de la vida cotidiana y social. La acción del policía y Magdalena es cada vez más grotesca, hasta convertirse en una especie de payasada)
CHOUBERT: Es una mañana de junio. Respiro un aire más liviano que el aire. Soy más liviano que el aire. El sol se disuelve en una luz más grande que el sol. Paso a través de todo. Las formas han desaparecido. Subo… subo… una luz que fluye… subo.
MAGDALENA: ¡Se escapa!... Yo se lo había dicho, señor Inspector, se lo había dicho. ¡No quiero, no quiero! (Hablando en dirección de Choubert) ¡Al menos llévame contigo!
EL POLICÍA: (A Choubert) No me vas a hacer eso… ¡Eh! ¡Eh!... ¡Cochino!
CHOUBERT: (Sin representar, hablándose a sí mismo) Puedo lanzarme… por encima… Puedo… saltar… un paso… ligero… un…
EL POLICÍA: (Paso militar) ¡Un, dos! ¡Un, dos!... Te enseñé el manejo de las armas, eras furriel de la compañía… No vas a hacer oídos sordos, no eres un desertor… ¡No le vas a faltar al respeto a tu ayudante!... ¡La disciplina! (Toca la corneta)… ¡la patria que te ha visto nacer te necesita!
MAGDALENA: (A Choubert) ¡Tienes la vida y una carrera por delante! ¡Serás rico, dichoso y necio! ¡Serás consejero de embajada! ¡Aquí está tu nombramiento! (Tiende hacia Choubert, quien no lo mira, un documento. El policía y Magdalena son quienes se ofrecen ahora como espectáculo)
EL POLICÍA: (A Magdalena) Mientras no se escape, nada se ha perdido.
MAGDALENA: (A Choubert, quien sigue inmóvil) He aquí oro, he aquí frutos…
EL POLICÍA: Te servirán en una bandeja las cabezas de tus enemigos.
MAGDALENA: ¡Te vengarás como quieras! ¡Te vengarás sádicamente!
EL POLICÍA: Te haré arzobispo.
MAGDALENA: ¡Papá!
EL POLICÍA: Su tú quieres. (A Magdalena) Tal vez no se podría… (A Choubert) Si quieres volverás a comenzar la vida, a los primeros pasos… te realizarás…
CHOUBERT: (Sin ver ni oír a los otros) Me deslizo por la pasadera, muy en alto. ¡Puedo volar! (El policía y Magdalena sujetan a Choubert)
MAGDALENA: ¡Pronto! Hay que volver a ponerle un poco de lastre.
EL POLICÍA: (A Magdalena) Ocúpate de tus asuntos.
MAGDALENA: (Al policía) Usted tiene también un poco de culpa, Señor Inspector Principal
EL POLICÍA: (A Magdalena) La tienes tú. No me has ayudado. No me has comprendido. Me han dado una colaboradora torpe, una pobre idiota… (Magdalena llora)
MAGDALENA: ¡Oh, señor Inspector Principal!
EL POLICÍA: (A Magdalena) ¡Una idiota! ¡Sí, una idiota… idiota… idiota! (Se vuelve bruscamente hacia Choubert) La primavera es bella en nuestros valles, el invierno es suave en ellos, nunca llueve en verano…
MAGDALENA: (Al policía, llorisqueando) He hecho todo lo que he podido, señor Inspector Principal. He hecho todo lo que he podido.
EL POLICÍA: (A Magdalena) ¡Tonta! ¡Idiota!
MAGDALENA: Tiene usted razón, señor Inspector Principal.
EL POLICÍA: (A Choubert, con voz de desesperación) ¿Y la recompensa para quien encuentre a Mallot? ¡Si pierdes tu honor, ¿me oyes?, te quedarán la fortuna, el uniforme, los honores! ¿Qué más quieres?
CHOUBERT: ¡Puedo volar!
MAGDALENA y POLICÍA: (Asidos a Choubert) ¡No! ¡No! ¡No! ¡No hagas eso!
CHOUBERT: Me baño en la luz. (Oscuridad total en escena) La luz me penetra. ¡Me asombra existir! ¡Me asombra existir… existir!
EL POLICÍA: (en la oscuridad con voz triunfante) No pasará el muro del asombro.
MAGDALENA: (Su voz en la oscuridad) ¡Cuidado, Choubert! ¡No olvides tu vértigo!
CHOUVERT: (Su voz en la oscuridad) ¡Soy luz! ¡Vuelo!
MAGDALENA: (Su voz en la oscuridad) ¡Cae! ¡Apágate!
EL POLICIA: (Su voz en la oscuridad) ¡Bravo, Magdalena!
CHOUVERT: (De pronto angustiado) ¡Oh!... Vacilo… Me duele… ¡Me lanzo!... (Se oye un gemido de Choubert. Luz en escena. Choubert ha caído en un gran canasto de papeles. A sus lados se hallan, en pie, Magdalena y el policía. Un nuevo personaje, una dama, completamente indiferente a la acción, está sentada a la izquierda, junto a la pared, en una silla)
EL POLICIA: (A Chouvert) ¿Y ahora qué dices?
CHOUVERT: ¿Dónde estoy?
EL POLICIA: ¡Vuelve la cabeza, mentecato!
CHOUVERT: ¿Cómo, está usted ahí, señor inspector Principal? ¿Cómo ha conseguido entrar en mis recuerdos?
EL POLICIA: Te he seguido… paso a paso. ¡Por suerte!
MAGDALENA: ¡Oh, sí, por suerte!
EL POLICIA: (A Choubert) ¡Vamos! ¡Levántate! (Le tira de las orejas para levantarlo) Si yo no hubiera estado presente… si no te hubiera retenido… Eres inconsistente, demasiado ligero, no tienes memoria, lo olvidas todo, te olvidas, olvidar tu deber. Ése es tu defecto. Eres demasiado pesado, demasiado ligero.
MAGDALENA: Yo creo que es más bien demasiado pesado.
EL POLICIA: (A Magdalena) ¡No me gusta que me contradigan! (A Choubert) Voy a curarte, yo mismo. Estoy aquí para eso.
CHOUVERT: Sin embargo, yo creía haber llegado a la cima. Y aún más allá. (El comportamiento de Choubert es cada vez más el de un niño de tierna edad)
EL POLICIA: ¡No era eso lo que se te pedía!
CHOUVERT: ¡Oh, me equivoqué de camino!... tengo frío… tengo los pies mojados… siento frío en la espalda… ¿Tienes un jersey bien seco?
MAGDALENA: ¡Ah, siente frío en la espalda! ¡Dios mío!
EL POLICIA: (A Magdalena) Todo eso es mala voluntad por su parte.
CHOUVERT: (Como un niño que se defiende) No es culpa mía… He buscado en todas partes, pero no he encontrado… no es culpa mía… Ustedes han vigilado, han visto… no he hecho trampa.
MAGDALENA: (Al policía) Eso es pobreza de ánimo. ¡Cómo pude tomar semejante marido! Sin embargo, causaba mejor impresión cuando era más joven. (A Choubert) ¿Ves? (Al policía) ¡Es astuto, señor Inspector Principal, yo se lo había dicho, y cazurro!... Pero también es muy débil… habría que sobrealimentarlo, para que engorde.
EL POLICÍA: (A Choubert) ¡Eres pobre de ánimo! ¿Cómo pudo ella tomar semejante marido? Sin embargo, causabas mejor impresión cuando eras más joven. ¿Ves? ¡Eres astuto, yo lo había dicho, y cazurro!... Pero eres también débil y tienes que engordar.
CHOUBERT: (Al policía) Magdalena acaba de decir exactamente lo mismo. Usted lo ha copiado, señor inspector principal.
MAGDALENA: (A Choubert) ¿No te da vergüenza hablar así al señor Inspector Principal?
EL POLICÍA: (Terriblemente enojado) ¡Voy a enseñarte a ser cortés! ¡Pobre infeliz! ¡Pobre nada absolutamente!
MAGDALENA: (Al policía, que no la escucha) Sin embargo, yo sé cocinar bien, señor. Él tiene apetito.
EL POLICÍA: (A Magdalena) Usted no va a enseñarme cuál es el medicamento, señora. Conozco mi oficio. Su mozo o bien se zambulle de cabeza o bien se extravía. No tiene fuerza. Debe engordar.
MAGDALENA: (A Choubert) ¿Oyes lo que dice el doctor? ¡Todavía has tenido suerte al car sobre tu trasero!
EL POLICÍA: (Cada vez más furioso) ¡Estamos exactamente en el mismo lugar que antes! ¡De arriba abajo, de abajo arriba, de arriba abajo y así sucesivamente! ¡Es el círculo vicioso!
MAGDALENA: (Al policía) ¡Ay, está atiborrado de vicios! (Con tono desolado, a la dama que acaba de entrar y que permanece impasible y silenciosa) ¿No es así, señora? (A Choubert) Todavía vas a tener el descaro de decir al señor Inspector Principal que no se trata de mala voluntad.
EL POLICÍA: Ya se lo he dicho. Es pesado cuando debe ser liviano, demasiado liviano cuando debe ser pesado. ¡Está desequilibrado, no se adhiere a la realidad!
MAGDALENA: (A Choubert) No tienes sentido de la realidad.
CHOUBERT: (Llorisqueando) Le llaman también Marius, Marin, Lougastec, Perpignan, Marchecroche… ¡Su último nombre era Machecroche!
EL POLICÍA: ¡Ya ves que estás al corriente, mentiroso! Pero es a él a quien necesitamos, al crapuloso. Adquirirás fuerzas e irás a buscarlo. Tienes que aprender a ir directamente al blanco. (A la dama) ¿No es así señora? (La dama no contesta; tampoco se le pide que lo haga, por lo demás) Yo te enseñaré a no perder el tiempo en el camino.
MAGDALENA: (A Choubert) Entretanto, Machecroche se escapa… Él llegará el primero, pues no pierde el tiempo ni es perezoso.
EL POLICÍA: (A Choubert) Yo te daré fuerzas. Yo te enseñaré a obedecer.
MAGDALENA: (A Choubert) Hay que ser siempre obediente. (El policía se sienta de nuevo y hace balancear su silla. A la dama) ¿No es así señora?
EL POLICÍA: (Gritando, a Magdalena) ¿Me vas a traer el café, sí o no?
MAGDALENA: Con mucho gusto, señor Inspector Principal. (Va a la cocina)
EL POLICÍA: (A Chouvert) ¡Estamos solos! (En el mismo momento sale Magdalena, y en el mismo momento también entra Nicolás por la puerta vidriera del fundo. Nicolás es alto, y tiene una gran barba negra, los ojos hinchados de sueño, el cabello revuelto y la ropa arrugada; presenta el aspecto de quien acaba de despertar después de haber dormido completamente vestido)
NICOLÁS: (entrando) ¡Salud!
CHOUBERT: (Con una voz que no debe expresar ni esperanza, ni temor, ni sorpresa, sino una simple atestiguación neutral) ¡Cómo Nicolás! ¡Has terminado tu poema! (El policía, en cambio, parece muy descontento por la llegada del nuevo personaje; se sobresalta, mira a Nicolás con los ojos en blanco y con inquietud, se levanta de la silla y lanza una mirada a la salida como si tuviese vagamente el propósito de huir. Al policía) Es Nicolás d’Eu.
EL POLICÍA: (Un poco huraño) ¿El zar de Rusia?
CHOUBERT: (Al mismo) ¡Oh, no, señor! D’Eu es su apellido de familia; D, apóstrofe, e u. (A la dama que no responde) ¿No es así, señora?
NICOLÁS: (Habla gesticulando mucho) ¡Continúen, continúen, no se interrumpan por mí! ¡No se molesten! (Vas a sentarse aparte, en el canapé rojo. Magdalena entra con una taza de café; no ve a nadie. Coloca la taza en el aparador y sale de nuevo. Hace lo mismo muchas veces seguidas, sin detenerse, cada vez más rápidamente, y amontona las tazas hasta cubrir todo el aparador. Satisfecho con la actitud de Nicolás, el policía lanza un suspiro de alivio y luego sonríe, abre tranquilamente y vuelve a cerrar su carpeta mientras se cambian brevemente las dos réplicas siguientes)
CHOUBERT: (A Nicolás) ¿Estás satisfecho con tu poema?
NICOLÁS: (A Choubert) He dormido. Eso descansa mejor. (A la dama imperturbable) ¿No es así, señora? (el policía, fijando de nuevo la mirada en Choubert, estruja una hoja de papel que ha sacado de su carpeta y la arroja al suelo. Choubert hace ademán de recogerla)
EL POLICÍA: (Friamente) No la recojas. No merece la pena. Está muy bien ahí. (Escrutando a Choubert, con la cara pegada a la de aquel) Voy a devolverte las fuerzas. No puedes encontrar a Mallot, tienes agujeros en la memoria. ¡Vamos a tapar los agujeros de tu memoria!
NICOLÁS: (Tosiquea) ¡Perdón!
EL POLICÍA: (Guiña el ojo a Nicolás como entre compadres y luego dice con servilismo) No hay porqué (Humildemente, también a Nicolás) ¿Es usted poeta, señor? (A la dama impasible) ¡Es poeta! (Luego saca de su carpeta un enorme trozo de pan y se lo tiende a Choubert) ¡Come!
CHOUBERT: Acabo de comer, señor Inspector Principal. No tengo hambre, no como mucho por la noche.
EL POLICÍA: ¡Come!
CHOUBERT: No tengo ganas, se lo aseguro.
EL POLICÍA: ¡Te ordeno que comas, para tener fuerzas, para tapar los agujeros de tu memoria!
CHOUBERT: (Lastimeramente) Si usted me obliga… (Con desagrado, se lleva lentamente el alimento a la boca, gimiendo)
EL POLICÍA: ¡Más deprisa! ¡Vamos, más de prisa! ¡Ya hemos perdido bastante tiempo! (Choubert muerde, con repugnancia, el trozo de pan rugoso)
CHOUBERT: ¡Esto es corteza de árbol, de roble, probablemente! (A la dama impasible)
NICOLÁS: (Sin abandonar su lugar, al policía) ¿Qué opina usted, señor Inspector Principal, del renunciamiento del desinterés?
EL POLICÍA: (A Nicolás) Un instante… disculpe. (A Choubert) Es bueno, muy sano. (A Nicolás) Como usted sabe, estimado señor, mi deber consiste solamente en aplicarlos.
CHOUBERT: ¡Es muy duro!
EL POLICÍA: (A Choubert) ¡Vamos, déjate de melindres y de gestos! ¡Mastica enseguida!
NICOLÁS: (Al policía) Usted no es solamente un funcionario; es también un ser que piensa… como la caña… Es usted una persona…
EL POLICÍA: Sólo soy un soldado, señor.
NICOLÁS: (Sin ironía) Lo felicito.
CHOUBERT: (Gimiendo) Es muy duro.
EL POLICÍA: (A Choubert) ¡Mastica!
CHOUBERT: (Como un niño, a Magdalena, quien sigue entrando y saliendo y colocando tazas en el aparador) Magdalena… Magda… le… na… (Magdalena sale, entra, sale y entra sin prestar atención)
EL POLICÍA: (A Choubert) ¡Déjala en paz! (Dirige desde su lugar, mediante gestos, la masticación de Choubert) ¡Pon en actividad tus mandíbulas! ¡Pon en actividad las mandíbulas!
CHOUBERT: (Llorando) ¡Perdón, señor Inspector Principal! Se lo suplico. (Mastica)
EL POLICÍA: Las lágrimas no me impresionan.
CHOUBERT: (Que mastica sin descanso) ¡Se me rompen los dientes! ¡Sangro!
EL POLICÍA: ¡Más rápido, vamos! ¡Apresúrate! ¡Mastica, mastica, traga!
NICOLÁS: He reflexionado mucho sobre la posibilidad de una renovación del teatro. ¿Cómo puede haber algo nuevo en el teatro? ¿Qué opina usted al respecto, señor Insspector Principal?
EL POLICÍA: (A Choubert) ¡Vamos, de prisa! (A Nicolás) No comprendo su pregunta.
CHOUBERT: ¡Ay!
EL POLICÍA: (A Choubert) ¡Mastica! (Entradas y salidas cada vez más frecuentes de Magdalena)
NICOLÁS: (Al policía) Sueño con un teatro irracionalista.
EL POLICÍA: (A Nicolás, mientras vigila a Choubert) ¿Un teatro no aristotélico?
NICOLÁS: Exactamente. (A la dama impasible) ¿Qué opina usted, señora?
CHOUBERT: ¡Tengo el paladar desollado y la lengua desgarrada!
NICOLÁS: El teatro actual, en efecto, se halla todavía prisionero de las viejas formas y no ha pasado de la psicología de Paul Bourget…
EL POLICÍA: Sí, por cierto, de un Paul Bourget. (A Choubert) ¡Traga!
NICOLÁS: El teatro actual, como usted ve, querido amigo, no corresponde al estilo cultura de nuestra época, no está de acuerdo con el conjunto de manifestaciones del espíritu de nuestra época.
EL POLICÍA: (A Choubert) ¡Traga! ¡Mastica!
NICOLÁS: Es necesario, no obstante, tener en cuenta la nueva lógica, las revelaciones que aporta una psicología nueva… una psicología de los antagonismos…
EL POLICÍA: (A Nicolás) ¡Psicología, sí, señor!
CHOUBERT: (Con la boca llena) Psico… lo… gía… nue…
EL POLICÍA: (A Choubert) Tú, come. Hablarás cuando hayas terminado de comer. (A Nicolás) Lo escucho. ¿Un teatro superrealizante?
NICOLÁS: En la medida en que el soperrealismo es onírico
EL POLICÍA: (A Nicolás) ¿Onírico? (A Choubert) ¡Mastica, traga!
NICOLÁS: Inspirándome… (A la dama impasible) ¿No es así, señora? (De nuevo al policía) Inspirádome en otra lógica y otra psicología aportaría contradicción a la no–contradicción, y no-contradicción a lo que el sentido común juzga contradictorio. Abandonaremos el principio de identidad y de la unidad de los caracteres en beneficio del movimiento, de una psicología dinámica… no somos nosotros mismos… la personalidad no existe. En nosotros no hay sino fuerzas contraddictorias o no contradictorias. Por lo demás, quizá le interese leer Lógica y contradicción, el excelente libro de Lupasco…
CHOUBERT: (Llorando) ¡Ay! ¡Ay! (A Nicolás, mientras mastica y gime) Así que abandona usted… la unidad…
EL POLICÍA: (A Choubert) Eso no te incumbe… ¡Co–me!
NICOLÁS: Los caracteres pierden su forma en lo informe del devenir. Cada personaje es menos él mismo que el otro. (A la dama impasible) ¿No es así, señora?
EL POLICÍA: (A Nicolás) Así será incluso más. (A Choubert) Come… (A Nicolás) ¿Otro que él mismo?
NICOLÁS: Es evidente. En cuanto a la acción y a la causalidad, no hay por qué hablar. Debemos ignorarlas totalmente, por lo menos en su forma antigua, demasiado grosera, demasiado evidente y falsa, como todo lo que es evidente… Nada de drama ni de tragedia: lo trágico se hace cómico, lo cómico es trágico y la vida se hace alegre… la vida se hace alegre…
EL POLICÍA: (A Choubert) ¡Traga! ¡Come! (A Nicolás) No estoy enteramente de acuerdo con usted. Aunque aprecio mucho sus ideas generales… (A Choubert) ¡Come! ¡Traga! ¡Mastica! (A Nicolás) Por lo que a mí respecta, sigo siendo aristotélicamente lógico, fiel a mí mismo, fiel a mi deber, respetuoso de mis jefes… No creo en lo absurdo; todo es coherente, todo se hace comprensible… (A Choubert) ¡Traga! (A Nicolás)… gracias al esfuerzo del pensamiento humano y de la ciencia.
NICOLÁS: (A la dama) ¿Qué opina usted al respecto, señora?
EL POLICÍA: Yo avanzo, señor, avanzo paso a paso, persigo lo insólito… Quiero encontrar a Mallot con una t al final. (A Choubert) ¡Pronto, pronto! Otro trozo más. ¡Vamos, mastica, traga! (Entradas y salidas de Magdalena cada vez más rápidas on las tazas)
NICOLÁS: usted no comparte mi opinión, pero no le guardo rencor por ello.
EL POLICÍA: (A Choubert) ¡Rápido, traga!
NICOLÁS: Compruebo, no obstante, para honor suyo, que usted está enterado del asunto.
CHOUBERT: ¡Magda… lena! ¡Magda… lena! (Con la boca llena, congestionado, grita desesperadamente)
EL POLICÍA: (A Nicolás) Sí, eso engtra en mis preocupaciones particulares. Me interesa profundamente. Pero me fatiga demasiado pensar en ello… (Choubert muerde otra vez la corteza y se mete un gran pedazo en la boca)
CHOUBERT: ¡Ay!
EL POLICÍA: ¡Traga!
CHOUBERT: (Con la boca llena) Trato de hacerlo… Hago… todo… lo que puedo… No puedo… más…
NICOLÁS: (Al policía, muy absorto en sus esfuerzos de hacer que coma Choubert) ¿ha pensado usted también en la realización práctica de ese teatro nuevo?
EL POLICÍA: (A Chouvert) ¡Sí puedes! ¡Es que no quieres! ¡Todo el mundo puede! Hay que querer y tú puedes hacerlo muy bien. (A Nicolás) discúlpeme, estimado señor, pero no puedo hablarle de ello en este momento; no tengo derecho a hacerlo, pues estoy en mis horas de servicio.
CHOUBERT: ¡Déjeme tagar a trocitos!
EL POLICÍA: ¡Sí, pero más de prisa, más de prisa! (A Nicolás) Volveremos a discutir el asunto.
CHOUBERT: (Con la boca llena; está al nivel mental de un bebé de dos años y solloza) ¡Mag–mag–mag–da–le–na!
EL POLICÍA: ¡Nada de melindres! ¡Calla y traga! (A Nicolás, quien ya no lo escucha, pues está absorto en sus meditaciones) Se hace el importante (A Choubert) ¡Traga!
CHOUBERT: (Se pasa la mano por la frente para enjugarse el sudor, sufre una náusea) ¡Mag–da–le–na!
EL POLICÍA: (Con voz chillona) ¡Cuidado! ¡Y sobre todo no vomites, pues no te serviría de nada, porque te lo haría tragar de nuevo!
CHOUBERT: (Llevándose las manos a los oídos) Me desuella usted los oídos, señor Inspector…
EL POLICÍA: (Gritando)… Principal.
CHOUBERT: (Con la boca llena y las manos en los oídos) ¡Principal!
EL POLICÍA: Escucha bien lo que te digo, Choubert, escucha y deja en paz a tus oídos. No te los tapes, si no quieres que te los tape yo a las cachetadas. (Le hace apartar las manos por la fuerza)
NICOLÁS: (Quien, desde las últimas réplicas, parece seguir la escena con el mayor interés) Pero… pero… ¿Qué hacen ustedes ahí, qué hacen ustedes?
EL POLICÍA: (A Chourbert) ¡Traga! ¡Mastica! ¡Traga! ¡Mastica! ¡Traga! ¡Mastica! ¡Traga! ¡Mastica!
CHOUBERT: (Con la boca llena, dice palabras incomprensibles) Heu… gl… Usted… sa… lumnas… illas… cha–chas…
EL POLICÍA: (A Choubert) ¿Qué dices? (Choubert escupe en su mano lo que tiene en la boca)
CHOUBERT: ¿Sabe usted? ¡Qué bellas son las columnas de los templos y las rodillas de las muchachas?
NICOLÁS: (Desde su lugar, al policía, quien, ocupado en su tarea, no lo escucha) ¿Pero qué le hace usted a ese niño?
EL POLICÍA: (A Choubert) ¡Dices tonterías en vez de tragar! ¡En la mesa no se habla! ¡Vean a este mocoso! ¡No tienes vergüenza! ¡Ya no tienes hijos! ¡Trágalo todo! ¡De prisa!
CHOUBERT: Sí, señor Inspector Principal. (Vuelve a meterse en la boca lo que había escupido en su mano y luego, con la boca llena y los ojos fijos en el policía) ¡Ya… es… tá!
EL POLICÍA: Y esto también. (Le pone en la boca otro pedazo de pan) ¡Mastica! ¡Traga!
CHOUBERT: (hace esfuerzos penosos para masticar y tragar, sin conseguirlo)… dera… rro…
EL POLICÍA: ¿Cómo?
NICOLÁS: (Al policía) Dice que es madera, hierro. No lo podrá tragar. ¿No lo ve? (A la dama impasible) ¿No es así, señora?
EL POLICÍA: (A Choubert) Sólo se trata de mala voluntad por su parte.
MAGDALENA: ¡Aquí está el café! ¡Es té!
NICOLÁS: (Al policía) Sin embargo, se esfuerza el pobre niño. ¡Esa madera, ese hierro, se le ha embotellado en la garganta!
MAGDALENA: (A Nicolás) ¡Si quiere defenserse, puede hacerlo él solo! (Choubert trata de gritar, pero no puede y se sofoca)
EL POLICÍA: (A Choubert) ¡Más de prisa, más de prisa, te digo! ¡Trágalo todo seguido! (Exasperado, el policía se acerca a Choubert, le abre la boca y se dispone a hundirle el puño en la garganta; previamente se arremanga. Nicolás se levanta bruscamente, se acerca en silencio y amenazador al policía y se planta inmóvil ante él)
MAGDALENA: (Asombrada) ¿Qué le pasa?
EL POLICÍA: (Suelta la cabeza de Choubert, quien contempla la escena sin levantarse de su silla ni dejar de masticar y en silencio. El policía se queda estupefacto ante la intervención de Nicolás y con voz que se hace de pronto distinta y temblorosa, casi llorosa, le dice a Nicolás) Pero, señor Nicolás D’Eu, yo no hago sino cumplir mi deber. No estoy aquí para molestarlo. Debo averiguar dónde se oculta Mallot, con una t al final. No existe otro método. No puedo elegir. En cuanto a su amigo, que llegará a ser también mío, espero que un día… (Muestra a Choubert sentado, congestionado, que mira y mastica) Yo lo estimo, sí, sinceramente. También a usted, mi estimado señor Nicolás D’Eu, lo estimo. He oído hablar con frecuencia de sus obras y de usted.
MAGDALENA: (A Nicolás) El señor te estima, Nicolás.
NICOLÁS: (Al policía) ¡Usted miente!
EL POLICÍA y MAGDALENA: ¡Oh!
NICOLÁS: (Al policía) La verdad es que no escribo y me jacto de ello.
EL POLICÍA: (Aterrado) ¡Oh, sí, señor, sí, usted escribe! (Con terror creciente) Se debe escribir.
NICOLÁS: Es inútil. Tenemos a Ionesco y Inonesco es suficiente.
EL POLICÍA: Pero, señor, siempre hay cosas que decir. (Tiembla de miedo. A la dama) ¿No es así, señora?
DAMA: ¡No! ¡No! ¡No soy señora, sino señorita!
MAGDALENA: (A Nicolás) El señor Inspector Principal tiene razón. Siempre hay cosas que decir. Puesto que el mundo moderno se descompone, tú puedes ser testigo de la descomposición.
NICOLÁS: (Aullando) ¡Me tiene sin cuidado!
EL POLICÍA: (Temblando cada vez más) ¡Oh, sí, señor!
NICOLÁS: (Riendo con desprecio en la cara del policía) ¡Me tiene sin cuidado que usted me estime o no! (Sujeta al policía por la solapa de la chaqueta) ¿No ve que está usted loco? (Choubert mastica y traga con una buena voluntad heroica. Contempla la escena, también asustado. Parece sentirse culpable; tiene la boca demasiado llena para poder intervenir)
MAGDALENA: Veramos, veamos, pero veamos…
EL POLICÍA: (En el colmo de la indignación y del estupor se sienta, y se levanta de nuevo, haciendo caer su silla, que se rompe) ¿Yo? ¿Yo?
MAGDALENA: ¡tomen el café!
CHOUBERT: (Gritando) ¡Ya no me duele! ¡Lo he tragado todo! ¡Lo he tragado todo! (Durante las réplicas siguientes no se presta atención alguna a Choubert)
NICOLÁS: (Al policía) ¡Sí, usted, usted mismo!
EL POLICÍA: (Anegado en llanto) ¡Oh, es demasiado fuerte! (A Magdalena, quien ordena las tazas en la mesa) Gracias, Magdalena, por el café. (Vuelve a llorar) ¡Es malvado, es injusto!
CHOUBERT: ¡Ya no me duele, lo he tragado todo, ya no me duele! (Se levanta, camina alegremente por el tablado y brinca)
MAGDALENA: (A Nicolás, que parece cada vez más peligroso para el policía) No vas a violar las leyes de la hospitalidad.
EL POLICÍA: (A Nicolás, defendiéndose) No he querido molestar a su amigo. ¡Se lo juro! Es él quien me ha hecho entrar aquí por la fuerza. Yo no quería, me obligaron… Insistieron los dos.
MAGDALENA: (A Nicolás) Dice la verdad.
CHOUBERT: (Lo mismo que hace un momento) ¡Ya no me duele! Lo he tragado todo y puedo ir a jugar.
NICOLÁS: (Cruel y frío, al policía) Desengáñese. No es por ese motivo por lo que le guardo rencor. (Lo dice en tal tono que Choubert interrumpe sus brincos. Todo movimiento se detiene y los personajes tienen los ojos fijos en Nicolás, árbitro de la situación)
EL POLICÍA: (Articulando con dificultad) ¿Entonces, por qué, Dios mío? ¡Yo no le he dicho nada!
CHOUBERT: Nicolás, nunca te habría creído capaz de semejante odio.
MAGDALENA: (Llena de compasión por el policía) ¡Pobrecito, todo el espanto de la tierra te quema los ojos! ¡Qué pálida tienes la cara! ¡Tus amables facciones se han deshecho…! ¡Pobrecito, pobrecito!
EL POLICÍA: (Enloquecido) ¿Le he dado las gracias, Magdalena, por el café? (A Nicolás) Yo no soy más que un instrumento, señor, un soldado ligado por la obediencia, el trabajo; soy un hombre correcto, honrado, honorable, ¡honorable!... Además… ¡sólo tengo veinte años, señor!
NICOLÁS: (Implacable) ¡No me importa, yo tengo cuarenta y cinco!
CHOUBERT: (Contando con los dedos) Más del doble. (Nicolás saca un cuchillo enorme)
MAGDALENA: Nicolás, reflexiona antes de obrar.
EL POLICÍA: ¡Dios mío, Dios mío! (Le castañean los dientes)
CHOUBERT: Tiembla. Debe sentir frío.
EL POLICÍA: Sí, siento frío… ¡Ah! (Grita, pues Nicolás da vueltas a su alrededor a pasos lentos, blandiendo el cuchillo)
MAGDALENA: Sin embargo, los radiadores funcionan muy bien… ¡Nicolás, sé prudente! (El policía, a punto de desplomarse, en el colmo del terror, hace oír ruidos)
CHOUBERT: (en voz alta) Eso huele mal (Al policía) No está bien hacerse eso en los calzones.
MAGDALENA: (A Choubert) ¿es que no te das cuenta de la situación? Ponte en su lugar. (Mira a Nicolás) ¡Qué mirada! ¡No bromea! (Nicolás levanta el cuchillo)
EL POLICÍA: ¡Socorro!
MAGDALENA: (Sin dar un paso, como tampoco Choubert) Nicolás, te has puesto muy rojo ¡Cuidado con la apoplejía! ¡Vamos, Nicolás, habrías podiro ser su padre! (Nicolás hiere con su cuchillo al policía, quien gira sobre sí mismo)
CHOUBERT: Demasiado tarde para impedirlo.
EL POLICÍA: (Dándose vuelta) ¡Viva la raza blanca! (Nicolás, con la boca torcida, feroz, hiere por segunda vez)
EL POLICÍA: (Dándose vuelta) desearía… una condecoración a título póstumo.
MAGDALENA: (Al policía) La tendrás, querido. Telefonearé al Presidente. (Nicolás descarga el cuchillo por tercera vez)
CHOUBERT: (Sobresaltada) ¡Detente, detente!
EL POLICÍA: (Con reprobación) ¡Vamos, Nicolás!
MAGDALENA: (Mientras Nicolás, inmóvil, sigue con el cuchillo en la mano, se vuelve por última vez) ¡Soy… una víctima… del deber! (Luego se desploma, ensangrentado)
MAGDALENA: (Precipitándose sobre el cadáver del policía y comprobando su muerte) ¡En pleno corazón, pobrecito! (A Choubert y Nicolás) ¡Ayúdenme! (Nicolás arroja su cuchillo ensangrentado, y luego los tres, a la vista de la dama impasible, trasladan el cuerpo al diván) ¡es lamentable que esto haya ocurrido en nuestra casa! (depositan el cuerpo en el diván. Magdalena le levanta la cabeza y le pone un almohadón bajo la nuca) ¡Así son las cosas! ¡Pobrecito! (A Nicolás) Vamos a echar mucho de menos a ese joven que has matado. ¡Oh, tú, con tu odio insensato a la policía! ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Quién nos ayudará a encontrar a Mallot? ¡Quién? ¿Quién?
CHOUBERT: Quizá me he apresurado demasiado.
MAGDALENA: Ahora lo confiesas, todos sois así.
NICOLÁS: Sí, todos somos así.
MAGDALENA: Obrais sin reflexionar y luego lo lamentais. ¡Tenemos que encontrar a Mallot! Su sacrificio (Señala al policía) No debe ser inútil. ¡Pobre víctima del deber!
NICOLÁS: Yo os encontraré a Maillot.
MAGDALENA: ¡Bravo, Nicolás!
NICOLÁS: (Al cadáver del policía) No, tu sacrificio no habrá sido inútil. (A Choubert) Tú vas a ayudarme.
CHOUBERT: ¡Ah, no! ¡No quiero volver a empezar!
MAGDALENA: (A Choubert) ¡No tienes corazón! ¡Hay que hacer algo por él! ¡Vamos! (Muestra al policía)
CHOUBERT: (Pataleando como un niño descontento) ¡No! ¡No quiero! ¡No! ¡No quiero!
MAGDALENA: ¡No me gustaqn los maridos desobedientes! ¿Qué quieren decir esos modales? ¿No tienes vergüenza? (Choubert llora, pero parece resignarse)
NICOLÁS: (Se sienta en el lugar del policía y le tiende a Choubert un pedazo de pan) ¡Vamos, come, come, come, para tapar los agujeros de tu memoria!
CHOUBERT: ¡No tengo hambre!
MAGDALENA: ¿Eres insensible? ¡Obedece a Nicolás!
CHOUBERT: (Toma el pan y muerde la parte interior) ¡Esto hace daño!
NICOLÁS: (Con la voz del policía) ¡Nada de dengues! ¡Traga! ¡Mastica! ¡Traga! ¡Mastica!
CHOUBERT: (Con la boca llena) ¡Yo también soy una víctima del deber!
NICOLÁS: ¡Yo también!
MAGDALENA: ¡Todos somos víctimas del deber! (A Choubert) ¡Traga! ¡Mastica!
NICOLÁS: ¡Traga! ¡Mastica!
MAGDALENA: (A Choubert y Nicolás) ¡Tragad! ¡Masticad! ¡Tragad! ¡Masticad!
CHOUBERT: (Masticando, a Magdalena y Nicolás) ¡Tragad! ¡Masticad! ¡Tragad! ¡Masticad!
NICOLÁS: (Masticando, a Choubert y Magdalena) ¡Tragad! ¡Masticad! ¡Tragad! ¡Masticad! (La dama se dirige hacia los tres)
DAMA: ¡Tragad! ¡Masticad! ¡Tragad! ¡Masticad! (Mientras todos los personajes se ordenan reciprocramente tragar y masticar, cae el)

TELÓN
Setiembre de 1952