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LA LECCIÓN IONESCO







LA LECCIÓN
IONESCO




La lección fue representada por primera vez en el Théátre de Foche el 20 de febrero de 1951.
La puesta en escena estuvo a cargo de Marcel Cuvelier.


PERSONAJES

EL PROFESOR, 50 a 60 años. Marcel Cuvelier.
LA JOVEN ALUMNA, 18 años. Rosette Zuchelli.
LA SIRVIENTA, 45 a 50 años. Claude Mansard.


DECORACIÓN
El gabinete de trabajo, que sirve también de comedor, del viejo profesor.
A la izquierda de la escena una puerta que da a las escaleras del edificio; en el fondo, a la derecha de la escena, otra puerta que lleva a un pasillo del departamento.
En el fondo, un poco a la izquierda, una ventana, no muy grande, con cortinas sencillas; en el borde exterior de la ventana macetas de flores vulgares.
Se ven, a lo lejos, casas bajas con tejados rojos: la pequeña ciudad. El cielo es de un color azul grisáceo. A la derecha, un aparador rús-tico. La mesa sirve también como escritorio; se halla en medio de la habitación. Tres sillas alrededor de la mesa, otras dos a ambos lados de la ventana, el papel de las paredes claro y algunos anaqueles con libros.
Al levantarse el telón, el escenario está vacío y sigue así durante bastante tiempo. Luego se oye la campanilla de la puerta de entrada. Se oye la:

Voz DE LA SIRVIENTA (entre bastidores). — Sí. Inmediatamente.

En seguida aparecen en escena LA SIRVIENTA, que ha bajado corrien¬do las escaleras. Es robusta; de 45 a 50 años, coloradota y lleva toca de campesina. Entra como un vendaval, hace que la puerta golpee tras ella, se enjuga las manos en el delantal mientras se oye sonar por segunda vez la campanilla.

LA SIRVIENTA. — Paciencia, ya voy. (Abre la puerta. Aparece la JOVEN. ALUMNA, de 18 .años. Delantal blanco, pequeño cuello blan-co, carpeta bajo el brazo.) Buenos días, señorita.
LA ALUMNA. — Buenos días, señora. ¿El profesor está en casa?
LA SIRVIENTA. — ¿Es para la lección?
LA ALUMNA. — Sí, señora.
LA SIRVIENTA. — Le espera. Siéntese un momento mientras voy a
avisarle.
LA ALUMNA. — Gracias, señora.

Su sienta junto a la mesa, de cara al público; a su izquierda queda la puerta de entrada; ella da la espalda a la otra puerta, por la que siempre, apresuradamente, sale LA SIRVIENTA, quien llama:

LA SIRVIENTA. — Señor, haga el favor de bajar. Ha llegado su alumna. VOZ DEL PROFESOR (un poco alfeñicada). — Gracias. Ya bajo... dentro de dos minutos.

La SIRVIENTA sale; la ALUMNA, con las piernas recogidas y la car-peta en las rodillas, espera graciosamente; lanza una o dos miradas a la habitación, los muebles y también al techo; después saca de la carpeta un cuaderno, que ojea, y se detiene más tiempo en una página, tanto para repasar la lección como para lanzar una última ojeada a sus deberes. Parece una muchacha cortés, bien educada, pero muy vivaz, alegre y dinámica. Tiene una sonrisa fresca en los labios. Durante el drama que se va a representar disminuirá progre-sivamente el ritmo vivo de sus movimientos, irá abandonando su apostura, dejará de mostrarse alegre y sonriente para ponerse cada vez más triste y taciturna. Muy animada al principio, se mostrará cada vez más fatigada y soñolienta. Hacia el final del drama su rostro deberá expresar claramente un abatimiento nervioso, su ma-nera de hablar lo dejará ver, su lengua se hará pastosa, las palabras acudirán con dificultad a su memoria y saldrán de su boca también con dificultad; parecerá vagamente paralizada, con un comienzo de afasia. Voluntariamente al principio, hasta parecer casi agresiva, se hará cada vez mes pasiva, hasta no ser más que un objeto blando e inerte, al parecer inanimado, entre las manos del profesor, hasta el punto de que cuando éste llegue a hacer el gesto final, la ALUMNA no reaccionará; insensibilizada, carecerá ya de reflejos; sólo sus ojos, en un rostro inmóvil, expresarán un asombro y un terror indecibles. El paso de un comportamiento al otro se deberá hacer, por supuesto, insensiblemente.
El PROFESOR entra. Es un viejecito de barbita blanca. Lleva bi-nóculos, y viste birrete negro, larga blusa negra de maestro de escue-la, pantalones y zapatos negros, cuello postizo blanco y corbata negra. Excesivamente cortés, muy tímido, con la voz amortiguada por la timidez, muy correcto, muy profesor. Se frota constantemente las manos; de vez en cuando tiene un brillo lúbrico en los ojos, rápida-mente reprimido.
Durante el transcurso del drama, su timidez desaparecerá progresivamente, insensiblemente; los fulgores lúbricos de sus ojos terminarán convirtiéndose en una llama devoradora, ininterrumpida. De aspecto más que inofensivo al comienzo de la acción, el PROFESOR se mostrará cada vez más seguro de sí mismo, nervioso, agresivo, dominante, hasta hacer lo que quiere con su alumna, convertida entre sus manos en una pobre cosa. Evidentemente la voz del PROFESOR deberá trans¬formarse también, de débil y alfeñicada, en una voz cada vez más fuerte y, al final, extremadamente potente, retumbante, sonora como un clarín, en tanto que la voz de la ALUMNA se hará casi inaudible, de muy clara y bien timbrada que habrá sido al comienzo del drama. En las primeras escenas el PROFESOR tartamudeará, muy ligeramen¬te, quizás.

EL PROFESOR. — Buenos días, señorita... ¿Usted es... usted es, verdad, la nueva alumna?
LA ALUMNA (se vuelve vivamente, con mucha desenvoltura, como muchacha mundana; luego se levanta, avanza hacia el PROFESOR y le tiende la mano). — Sí, señor. Buenos días, señor. Como ve, he venido a la hora. No he querido retrasarme.
EL PROFESOR. — Está bien, señorita. Gracias, pero no tenía que apresurarse. No sé cómo disculparme por haberla hecho esperar... Terminaba justamente... de... Me disculpo... Usted me per¬donará...
LA ALUMNA. — No es necesario, señor. Nada malo hay en ello, señor.
EL PROFESOR. — Mis excusas... ¿Le ha costado encontrar la casa?
LA ALUMNA. — De ningún modo. Además he preguntado. Aquí le conocen todos.
EL PROFESOR. — Hace ya treinta años que vivo en esta ciudad. Us¬ted no lleva en ella mucho tiempo. ¿Qué le parece?
LA ALUMNA. — No me desagrada ni mucho menos. Es una ciudad linda, agradable, con un hermoso parque, un colegio, un obispo, buenas tiendas, calles, avenidas...
EL PROFESOR. — Así es, señorita. Sin embargo, preferiría vivir en otra parte: en París, o por lo menos en Burdeos.
LA ALUMNA. — ¿Le gusta Burdeos?
EL PROFESOR. — No lo sé. No lo conozco.
LA ALUMNA. — ¿Pero conoce París?
EL PROFESOR. — Tampoco, señorita, pero, si usted me permite, ¿po-dría decirme si París es la capital de... la señorita?
LA ALUMNA (busca durante un instante y luego contesta, feliz por saberlo). — París es la capital... de Francia...
EL PROFESOR. — Así es, señorita. ¡Bravo, muy bien, perfecto! Le felicito. Usted conoce su geografía nacional al dedillo. Sus capi¬tales.
LA ALUMNA. — ¡Oh!, no las conozco todas todavía, señor; no es tan fácil, me cuesta aprenderlas.
EL PROFESOR — Oh, ya las aprenderá... Valor, señorita... Hay que tener paciencia... poco a poco... Verá usted cómo las aprenderá... Hoy hace buen tiempo... o más bien no tan bue¬no. .. Oh, sí, a pesar de todo... En fin, no hace un tiempo demasiado malo, y eso es lo principal... No llueve, ni nieva.
LA ALUMNA. — Eso sería sorprendente, pues estamos en verano.
EL PROFESOR. — Discúlpeme, señorita, yo iba a decírselo... pero usted sabe que se puede esperar todo.
LA ALUMNA. — Evidentemente, señor.
EL PROFESOR. — En este mundo, señorita, no podemos estar segu¬ros de nada.
LA ALUMNA. — La nieve cae en el invierno. El invierno es una de las cuatro estaciones. Las otras tres son... son... la pri...
EL PROFESOR. — ¿Sí?
LA ALUMNA. —...mavera, y luego el verano... y... y...
EL PROFESOR. — Comienza como otomana, señorita.
LA ALUMNA. — ¡Ah, sí, el otoño!
EL PROFESOR. — Eso es, señorita. Muy bien contestado, perfecto. Estoy convencido de que usted será una buena alumna. Progre¬sará. Es inteligente, me parece instruida y tiene buena memoria.
LA ALUMNA. — Conozco mis estaciones, ¿verdad, señor?
EL PROFESOR. — Claro que sí, señorita... o casi. Pero ya llegará. De todos modos, ya está bien. Usted llegará a conocer todas sus estaciones con los ojos cerrados, como yo.
LA ALUMNA. — Es difícil.
EL PROFESOR. — ¡Oh, no! Basta con un pequeño esfuerzo y buena voluntad, señorita. Ya verá. Eso llegará, esté segura.
LA ALUMNA. — ¡Cómo lo desearía, señor! ¡Estoy tan sedienta de instrucción! También mis padres desean que profundice mis conocimientos. Quieren que me especialice. Creen que una simple cultura general, aunque sea sólida, no basta en nuestra época.
EL PROFESOR. — Sus padres, señorita, tienen completa razón. Usted debe llevar adelante sus estudios. Le pido que me disculpe por decírselo, pero eso es necesario. La vida contemporánea se ha hecho muy compleja.
LA ALUMNA. — Y muy complicada. Mis padres son bastante ricos, en eso tengo suerte. Podrán ayudarme a trabajar, a hacer estu¬dios muy superiores.
EL PROFESOR. — Y usted podría presentarse...
LA ALUMNA. — Lo más pronto posible, en el primer concurso de doctorado. Se realiza, dentro de tres semanas.
EL PROFESOR. — ¿Ha hecho ya su bachillerato, si me permite la pre-gunta?
LA ALUMNA. — Si, señor, soy bachiller en ciencias y bachiller en letras.
EL PROFESOR. — ¡Oh! Está usted muy adelantada, incluso dema¬siado adelantada para su edad. ¿Y en qué quiere doctorarse: en ciencias materiales o filosofía normal?
LA ALUMNA. — Mis padres desearían, si usted cree que eso es posi¬ble en tan poco tiempo, que obtenga el doctorado total.
EL PROFESOR. — ¿El doctorado total?... Es usted muy valiente, señorita, y le felicito sinceramente. Procuraremos, señorita, hacer todo lo que podamos. Por otra parte, usted sabe ya mucho, a pesar de ser tan joven.
LA ALUMNA. — ¡Oh, señor!
EL PROFESOR. — Entonces, si usted me lo permite, y le ruego que me disculpe, le diré que hay que ponerse a trabajar. Apenas te¬nemos tiempo que perder.
LA ALUMNA. — Al contrario, señor, yo también lo deseo. E incluso se lo ruego.
EL PROFESOR. — Entonces, ¿puedo rogarle que se siente?... Ahí... ¿Me permite, señorita, si no ve en ello inconveniente, que me siente frente a usted?
LA ALUMNA. — Por supuesto, señor. Se lo ruego.
EL PROFESOR. — Muchas gracias, señorita. (Se sientan a la mesa, el uno frente al otro, de perfil a la sala.) Ya está. ¿Tiene sus libros, sus cuadernos?
LA ALUMNA (sacando cuadernos y libros de m carpeta). — Sí, señor. Por supuesto, tengo aquí todo lo necesario.
EL PROFESOR. — Muy bien, señorita. Perfecto. Entonces, si eso no le molesta, ¿podemos comenzar?
LA ALUMNA. — Sí, señor, estoy a su disposición.
EL PROFESOR. — ¿A mi disposición? (Fulgor en los ojos rápida¬mente extinguido y un gesto que reprime.) Oh, señorita, soy yo quien está a su disposición. No soy sino su servidor.
LA ALUMNA. — ¡Oh, señor!
EL PROFESOR. — Si usted quiere... entonces... nosotros... nos¬otros... yo... yo comenzaré haciendo un examen sumario de sus conocimientos pasados y presentes, a fin de despejar el camino futuro... Bueno. ¿Cómo va su percepción de la pluralidad?
LA ALUMNA. — Es bastante vaga... confusa.
EL PROFESOR. — Bueno. Vamos a ver eso.

Se frota las manos. Entra la SIRVIENTA, lo que parece irritar al PROFESOR; se dirige al aparador y busca, algo, demorándose.
EL PROFESOR. — Veamos, señorita. ¿Quiere que hagamos un poco de aritmética, si no tiene inconveniente?
LA ALUMNA. — Sí por cierto, señor. En verdad, no deseo otra cosa.
EL PROFESOR. — Es una ciencia bastante nueva, una ciencia moder-na; hablando propiamente, es más bien un método que una cien¬cia... Es también una terapéutica. (A la SIRVIENTA.) María, ¿no ha terminado aún?
A SIRVIENTA. — Sí, señor. Ya he encontrado el plato y me voy.
EL PROFESOR. — Dése prisa. Vaya a su cocina, por favor.
LA SIRVIENTA. — Sí, señor. Ya voy. Falsa salida de la SIRVIENTA.
LA SIRVIENTA. — Discúlpeme, señor, pero tenga cuidado. Le reco-miendo la calma.
EL PROFESOR. — Es usted ridícula, María. No se preocupe.
LA SIRVIENTA. — Siempre se dice eso.
EL PROFESOR. — No admito sus insinuaciones. Sé perfectamente cómo debo conducirme. Soy bastante viejo para eso.
LA SIRVIENTA. — Precisamente, señor. Haría mejor si no comenzase por la aritmética con la señorita. La aritmética fatiga, enerva.
EL PROFESOR. — Más a mi edad. ¿Pero quién la mete en lo que no le importa? Este es asunto mío. Y lo conozco. Su lugar no está aquí.
LA SIRVIENTA. — Está bien, señor. No dirá que no le he advertido.
EL PROFESOR. — María, no necesito sus consejos.
LA SIRVIENTA. — Hágase la voluntad del señor. Sale.
EL PROFESOR. — Perdóneme, señorita, por esta estúpida interrup-ción... Disculpe a esa mujer. Teme constantemente que me fa¬tigue. Vela por mi salud.
LA ALUMNA.— ¡Oh, todo está disculpado, señor! Eso prueba que le es leal y que le estima. Las buenas sirvientas son raras.
EL PROFESOR. — Pero exagera. Su temor es estúpido. Volvamos a nuestras matemáticas.
LA ALUMNA. — Le sigo, señor.
EL PROFESOR (ingenioso). — Pero sin levantarse de la silla.
LA ALUMNA (que aprecia el chiste). — Como usted, señor.
EL PROFESOR. — Bueno. Aritmeticemos un poco.
LA ALUMNA. — Con mucho gusto, señor.
EL PROFESOR. — ¿No le molesta decirme...?
LA ALUMNA. — De ningún modo, señor, continúe.
EL PROFESOR. — ¿Cuántos son uno y uno?
LA ALUMNA. — Uno y uno son dos.
EL PROFESOR (admirado por la sabiduría de la alumna). — ¡Oh, muy bien! Me parece muy adelantada en sus estudios. Obtendrá fácil-mente su doctorado total, señorita.
LA ALUMNA. — Lo celebro, tanto más porque es usted quien lo dice.
EL PROFESOR. — Sigamos adelante: ¿cuántos son dos y uno?
LA ALUMNA. — Tres.
EL PROFESOR. — ¿Tres y uno?
LA ALUMNA. — Cuatro.
EL PROFESOR. — ¿Cuatro y uno?
LA ALUMNA. — Cinco.
E,L PROFESOR. — ¿Cinco y uno?
LA ALUMNA. — Seis.
EL PROFESOR. — ¿Seis y uno?
LA ALUMNA. — Siete.
EL PROFESOR. — ¿Siete y uno?
LA ALUMNA. — Ocho.
EL PROFESOR. — ¿Siete y uno?
LA ALUMNA. — Ocho... bis.
EL PROFESOR. — Muy buena respuesta. ¿Siete y uno?
LA ALUMNA. — Ocho... triplicado.
EL PROFESOR. — Perfecto. Excelente. ¿Siete y uno?
LA ALUMNA. — Ocho... cuadruplicado. Y a veces nueve.
EL PROFESOR. — ¡Magnífica! ¡Es usted magnífica! ¡Es usted exqui-sita! Le felicito calurosamente, señorita. No merece la pena de continuar. En lo que respecta a la suma es usted magistral. Vea¬mos la resta. Dígame solamente, si no está agotada, cuántos son cuatro menos tres.
LA ALUMNA.— ¿Cuatro menos tres?... ¿Cuatro menos tres?
EL PROFESOR. — Sí. Quiero decir: quite tres de cuatro.
LA ALUMNA. — Eso da... ¿siete?
EL PROFESOR. —'Perdóneme si me veo obligado a contradecirle. Cua-tro menos tres no dan siete. Usted se confunde: cuatro más tres son siete, pero cuatro menos tres no son siete... Ahora no se trata de sumar, sino de restar.
LA ALUMNA (se esfuerza por comprender). — Sí... sí...
EL PROFESOR. — Cuatro menos tres son: ¿Cuánto?... ¿Cuánto?
LA ALUMNA. — ¿Cuatro?
EL PROFESOR. — No, señorita, no es eso.
LA ALUMNA. — Entonces, tres.
EL PROFESOR. — Tampoco, señorita... Perdóneme, pero debo decír-selo: no es ésa la respuesta... Discúlpeme.
LA ALUMNA. — Cuatro menos tres... Cuatro menos tres... ¿Cua¬tro menos tres? ¿No son diez?
EL PROFESOR. — No, ciertamente, no lo son, señorita. Pero además no se trata de adivinar, sino de razonar. Procuremos deducirlo juntos. ¿Quiere usted contar?
LA ALUMNA. — Sí, señor. Uno... dos... tres...
EL PROFESOR. — ¿Sabe usted contar bien? ¿Hasta cuántos sabe us¬ted contar?
LA ALUMNA. — Puedo contar... hasta el infinito.
EL PROFESOR. — Eso es imposible, señorita.
LA ALUMNA. — Entonces, digamos hasta dieciséis.
EL PROFESOR. — ¡Eso basta. Hay que saber limitarse. Cuente, pues, por favor, se lo ruego.
LA ALUMNA. — Uno... dos... y después de dos, vienen tres... cuatro...
EL PROFESOR. — Deténgase, señorita. ¿Qué número es mayor: el tres o el cuatro?
LA ALUMNA. — ¿Es?... ¿El tres o el cuatro? ¿Cuál es mayor? ¿El mayor de tres o cuatro? ¿En qué sentido el mayor?
EL PROFESOR. — Hay números más pequeños y números más gran-des. En los números más grandes hay más unidades que en los pequeños...
LA ALUMNA. — ¿Que en los números pequeños?
EL PROFESOR. — A menos que los pequeños tengan unidades me-nores. Si son muy pequeñas, es posible que haya más unidades en los números pequeños que .en los grandes... si se trata de otras unidades.
LA ALUMNA. — En ese caso, ¿los números pequeños pueden ser ma-yores que los grandes?
EL PROFESOR. — Dejemos eso. Nos llevaría mucho más lejos. Sepa únicamente que no sólo hay números. Hay también dimensiones, sumas, grupos, montones, montones de cosas tales como las cirue¬las, los coches, las ocas, los pepinos, etcétera. Supongamos sim¬plemente para facilitar nuestro trabajo que no tenemos más que números iguales: los mayores serán los que tengan más unidades, iguales.
LA ALUMNA. — ¿El que tenga más será el más grande? ¡Ah, com-prendo, señor! Usted identifica la calidad con la cantidad.
EL PROFESOR. — Eso es demasiado teórico, señorita, demasiado teó-rico. No tiene por qué preocuparse de ello. Tomemos nuestro ejemplo y razonemos sobre ese caso concreto. Dejemos para más tarde las conclusiones generales. Tenemos el número cuatro y el número tres, cada uno de ellos con un número igual de unidades. ¿Qué número será mayor, el número más pequeño o el número más grande?
LA ALUMNA. — Discúlpeme, señor. ¿Qué entiende usted por el nú-mero mayor? ¿El menos pequeño que el otro?
El, PROFESOR. — Eso es, señorita. ¡Perfecto! Me ha comprendido muy bien.
LA ALUMNA. — Entonces, es el cuatro,
EL PROFESOR. — ¿Qué es el cuatro? ¿Mayor o menor que el tres?
LA ALUMNA. — Menor..., no, mayor.
EL PROFESOR. — Excelente respuesta. ¿Cuántas unidades hay entre tres y cuatro? ¿O entre cuatro y tres, si usted prefiere?
LA ALUMNA. — No hay unidades, señor, entre tres y cuatro. El cua¬tro viene inmediatamente después del tres, ¡pero no hay nada ab-solutamente entre el tres y el cuatro!
EL PROFESOR. — Me he explicado mal. La culpa es mía, sin duda. No he sido bastante claro.
LA ALUMNA. — No, señor, la culpa es mía.
EL PROFESOR. — Escuche. He aquí tres fósforos. Y aquí otro más, en total cuatro. Ahora observe bien; usted tiene cuatro, yo retiro uno, ¿cuántos le quedan? No se ven los fósforos ni ninguno de los objetos de que habla. El PROFESOR se levantará de la mesa y escribirá en una pizarra inexistente con una tiza inexistente, etcétera.
LA ALUMNA. — Cinco. Si tres y uno hacen cuatro, cuatro y uno hacen cinco.
EL PROFESOR. — No es eso, no es eso en modo alguno. Usted tiende siempre a sumar. Pero también hay que restar. No sólo es nece¬sario integrar, también hay que desintegrar. Eso es la vida. Eso es la filosofía. Eso es la ciencia. Eso son el progreso y la civi¬lización.
LA ALUMNA. — Sí, señor.
EL PROFESOR. — Volvamos a nuestros fósforos. Tengo cuatro de ellos. Como usted ve, son cuatro. Quito uno, y ya sólo quedan...
LA ALUMNA. — No sé cuántos, señor.
EL PROFESOR. — Vamos, reflexione. Admito que no es fácil, pero usted es lo bastante culta para que pueda hacer el esfuerzo inte¬lectual necesario y llegue a comprender. ¿Entonces?
LA ALUMNA. — No llego a comprenderlo, señor. No lo sé, señor.
EL PROFESOR. — Tomemos ejemplos más sencillos. Si usted tuviese dos narices y yo le arrancase una, ¿cuántas le quedarían?
LA ALUMNA. — Ninguna.
EL PROFESOR. — ¿Cómo ninguna?
LA ALUMNA. — Sí, precisamente porque usted no me ha arrancado ninguna es por lo que tengo una ahora. Si usted me la hubiese arrancado, ya no la tendría.
EL PROFESOR. — No ha comprendido mi ejemplo. Suponga que no tiene más que una oreja.
LA ALUMNA. — Sí. ¿Y después?
EL PROFESOR. — Yo le agrego otra. ¿Cuántas tendrá entonces?
LA ALUMNA. — Dos.
EL PROFESOR. — Está bien. Y si le agrego otra más, ¿cuántas tendrá?
LA ALUMNA. — Tres orejas.
EL PROFESOR. — Le quito una. ¿Cuántas orejas le quedan?
LA ALUMNA. — Dos.
EL PROFESOR. — Muy bien. Le quito otra más. ¿Cuántas le quedan?
LA ALUMNA. — Dos.
EL PROFESOR. — No. Usted tiene dos, yo le quito una, le como una, ¿cuántas le quedan?
LA ALUMNA. — Dos.
EL PROFESOR. — Le como una... una...
LA ALUMNA. — Dos.
EL PROFESOR. — Una
LA ALUMNA. — Dos.
EL PROFESOR. — ¡Una!
LA ALUMNA. — ¡Dos!
EL PROFESOR. — ¡Una!
LA ALUMNA. — ¡Dos!
EL PROFESOR. — ¡Una!
LA ALUMNA. — ¡Dos!
EL PROFESOR. — ¡Una!
LA ALUMNA. — ¡Dos!
EL PROFESOR. — ¡Una!
LA ALUMNA. — ¡Dos!
EL PROFESOR. — No, no. No es eso. El ejemplo no es... no es con-vincente. Escúcheme.
LA ALUMNA. — Le escucho, señor.
EL PROFESOR. — Usted tiene... usted tiene... usted tiene...
LA ALUMNA. — ¡Diez dedos!
EL PROFESOR. — Como usted quiera. Perfecto. Usted tiene, pues, diez dedos.
LA ALUMNA. — Sí, señor.
EL PROFESOR. — ¿Cuántos tendría si tuviese cinco?
LA ALUMNA. — Diez, señor.
EL PROFESOR. — ¡No es así!
LA ALUMNA. — Sí, señor.
EL PROFESOR. — ¡Le digo que no!
LA ALUMNA. — Usted acaba de decirme que tengo diez.
EL PROFESOR. — ¡Le he dicho también, inmediatamente después, que tenía usted cinco!
LA ALUMNA. — ¡Pero no tengo cinco, tengo diez!
EL PROFESOR. — Procedamos de otra manera... Limitémonos a los números de uno a cinco para la substracción... Preste atención, señorita y va a verlo. Voy a hacer que comprenda. (El PROFESOR se pone a escribir en una pizarra negra imaginaria. La acerca a la ALUMNA, que se vuelve para mirarla.) Vea, señorita. (Hace como que dibuja en la pizarra un palito y que escribe debajo la ci¬fra 1; luego dos palitos, bajo los que escribe la cifra 2; luego tres palitos, bajo los que escribe la cifra 3; y por fin cuatro palitos, bajo los que escribe la cifra 4) ¿Ve usted, señorita?
LA ALUMNA. — Sí, señor.
EL PROFESOR. — Son palitos, señorita, palitos. Aquí hay un palito, aquí dos palitos, aquí tres palitos, y luego cuatro palitos, cinco palitos. Un palito, dos palitos, tres palitos, cuatro palitos, cinco palitos son números. Cuando se cuenta los palitos cada palito es una unidad, señorita... ¿Qué acabo de decir?
LA ALUMNA. — "Una unidad, señorita. ¿Qué acabo de decir?".
EL PROFESOR. — ¡O cifras! ¡O números! Uno, dos, tres, cuatro, cin¬co, son elementos de la numeración, señorita.
LA ALUMNA (vacilando). — Sí, señor. Elementos, cifras, que son pa-litos, unidades y números.
EL PROFESOR. — Al mismo tiempo... Es decir que, en definitiva, toda la aritmética está en eso.
LA ALUMNA. — Sí, señor. Bien, señor. Gracias, señor.
EL PROFESOR. — Entonces, cuente, por favor, valiéndose de esos ele-mentos. ... Sume y reste
LA ALUMNA (como para, imprimirlo en su, memoria). — ¿Los pali¬tos son cifras y los números unidades?
EL PROFESOR. — Hum... Pase. ¿Y entonces?
LA ALUMNA. — Se puede restar dos unidades de tres unidades, ¿pero se puede restar dos dos de tres tres? ¿Y dos cifras de cuatro nú¬meros? ¿Y tres números de una unidad?
EL PROFESOR. — No, señorita.
LA ALUMNA. — ¿Por qué, señor?
EL PROFESOR. — Porque no, señorita.
LA ALUMNA. — ¿Y por qué no si los unos son los otros?
EL PROFESOR. — Es así, señorita. Eso no se explica. Eso se com¬prende mediante un razonamiento matemático interior. Se lo tiene o no se lo tiene.
LA ALUMNA. — ¡Tanto peor!
EL PROFESOR. — Escúcheme, señorita: si no llega a comprender pro-fundamente estos principios, estos arquetipos aritméticos, nunca llegará a realizar correctamente un trabajo de politécnico. Y to¬davía menos se podrá hacer cargo de un curso en la Escuela politécnica... ni en la maternal superior. Reconozco que no es fácil, que se trata de algo muy, muy abstracto, evidentemente, ¿pero cómo podría usted llegar, antes de haber conocido bien los elementos esenciales, a calcular mentalmente cuántos son —y esto es lo más fácil para un ingeniero corriente— cuántos son, por ejemplo, tres mil setecientos cincuenta y cinco millones novecien¬tos noventa y ocho mil doscientos cincuenta y uno, multiplicados por cinco mil ciento sesenta y dos millones trescientos tres mil quinientos ocho?
LA ALUMNA (muy rápidamente). — Son diecinueve trillones tres-cientos noventa mil billones dos mil ochocientos cuarenta y cua¬tro mil doscientos diecinueve millones ciento sesenta y cuatro mil quinientos ocho.
EL PROFESOR (asombrado).— No. Creo que no es así. Son diecinueve trillones trescientos noventa mil billones dos mil ochocien¬tos cuarenta y cuatro mil doscientos diecinueve millones ciento sesenta y cuatro mil quinientos nueve.
LA ALUMNA. — No, quinientos ocho.
EL PROFESOR (cada vez más asombrado, calcula mentalmente). — Sí... tiene usted razón... el resultado es... (Farfulla ininteli¬giblemente.) Trillones, billones, millones, millares... (Clara¬mente.) ... ciento sesenta y cuatro mil quinientos ocho. (Estupefacto.) ¿Pero cómo lo sabe usted si no conoce los principios del razonamiento aritmético?
LA ALUMNA. — Es sencillo. Como no puedo confiar en mi razona-miento, me he aprendido de memoria todos los resultados posibles de todas las multiplicaciones posibles.
EL PROFESOR. — Es extraordinario... Sin embargo, me permitirá que le confiese que eso no me satisface, señorita, y no le felicito. En matemáticas, y en la aritmética muy especialmente, lo que cuenta —pues en aritmética hay que contar siempre— lo que cuenta es, sobre todo, la comprensión. Usted debía haber obte¬nido ese resultado, lo mismo que cualquier otro, mediante un razo¬namiento matemático inductivo y deductivo al mismo tiempo. Las matemáticas son enemigas encarnizadas de la memoria, excelente por lo demás, pero nefasta aritméticamente hablando... Por lo tanto, no estoy satisfecho... eso no marcha, de ningún modo.
LA ALUMNA (desconsolada). — No, señor.
EL PROFESOR. — Dejemos eso por el momento. Pasemos a otro gé-nero de ejercicios.
LA ALUMNA. — Sí, señor.
LA SIRVIENTA (entrando). — ¡Hum, hum, señor...!
EL PROFESOR (que no oye). — Es lástima, señorita, que esté tan poco adelantada en matemáticas especiales...
LA SIRVIENTA (tirándole de la manga). — ¡Señor! ¡Señor!
EL PROFESOR. — Temo que no se pueda presentar al examen para el doctorado total.
LA ALUMNA. — Sí, señor, es lástima.
EL PROFESOR. — A menos que usted... (A la SIRVIENTA.) ¡Pero déjeme, María! ¿Por qué se mete en esto? ¡A la cocina! ¡A su vajilla! ¡Váyase! ¡Váyase! (A la ALUMNA.) Procuraremos pre¬pararla para que apruebe por lo menos el doctorado parcial.
LA SIRVIENTA. — ¡Señor! ¡Señor!
Le tira de la manga.
EL PROFESOR (a la SIRVIENTA). — ¡Pero déjeme en paz! ¡Váyase! ¿Qué significa esto? (A la ALUMNA.) Tengo que enseñarle, si quiere usted verdaderamente presentarse para el doctorado parcial...
LA ALUMNA. — Sí, señor.
EL PROFESOR. — ...los elementos de la lingüística y de la filología comparada...
LA SIRVIENTA. — ¡No, señor, no! ¡No es necesario!
EL PROFESOR. — ¡María, usted exagera!
LA SIRVIENTA. —Señor, sobre todo nada de filología. La filología lleva a lo peor...
LA ALUMNA (asombrada). — ¿A lo peor? (Sonriendo, un poco tontamente.) ¡Vaya un lance!
EL PROFESOR (a la SIRVIENTA). — ¡Esto es demasiado! ¡Salga!
LA SIRVIENTA. — Está bien, señor, está bien. ¡Pero no dirá que no le he advertido! ¡La filología lleva a lo peor!
EL PROFESOR. — ¡Soy mayor de edad, María!
LA ALUMNA. — Sí, señor.
LA SIRVIENTA.— ¡Sea lo que quiera! Sale.
EL PROFESOR. — Continuemos, señorita.
LA ALUMNA. — Sí, señor.
EL PROFESOR. — Le ruego que escuche con la mayor atención mi curso, enteramente preparado...
LA ALUMNA. — Sí, señor.
EL PROFESOR. —... gracias al cual, en quince minutos, podrá usted adquirir los principios fundamentales de la filología lingüística y comparada de las lenguas neo-españolas.
LA ALUMNA. — ¡Sí, señor, oh! Aplaude.
EL PROFESOR (con autoridad). — ¡Silencio! ¿Qué significa eso?
LA ALUMNA. — Perdón, señor.
Lentamente, la ALUMNA vuelve a poner las manos en la mesa.
EL PROFESOR. — ¡Silencio! (Se levanta, se pasea por la habitación, con las manos a la espalda; de vez en cuando se detiene en el centro de la habitación o junto a la ALUMNA y apoya sus palabras con un gesto de la mano; perora, sin exagerar; la ALUMNA le sigue con la mirada y a veces encuentra cierta dificultad para hacerlo, pues debe volver mucho la cabeza; una o dos veces, no más, se vuelve por completo.) Así pues, señorita, el español es la lengua madre de la que han nacido todas las lenguas neo-españolas; el español, el latín, el italiano, nuestro francés, el portugués, el rumano, el sardo o sardanápalo, el español y el neo-español, y también, en algunos de sus aspectos, el turco mismo, que sin embargo se acerca más al griego, lo que es enteramente lógico, pues Turquía es vecina de Grecia y Grecia está más cerca de Turquía que usted y yo. Esto no es sino una ilustración más de una ley lingüistica muy importante, según la cual la geografía y la filología son her¬manas gemelas... Puede tomar nota, señorita.
LA ALUMNA (con voz apagada). — Sí, señor.
EL PROFESOR. — Lo que distingue a las lenguas neo-españolas entre sí y a sus idiomas de los otros grupos lingüísticos, tales como el grupo de las lenguas austríacas y neo-austríacas o habsbúrgicas, así como de los grupos esperantista, helvético, monegasco, suizo, ando¬rrano, vasco, y pelota, como asimismo de los grupos de las lenguas diplomática y técnica, lo que las distingue, digo, es su llamativa semejanza que hace difícil distinguirlas a las unas de las otras. Me refiero a las lenguas neo-españolas entre sí, a las que se llega a distinguir, no obstante, gracias a sus caracteres distintivos, prue¬bas absolutamente indiscutibles del extraordinario parecido que hace indiscutible su comunidad de origen, y que, al mismo tiempo, las diferencia profundamente, mediante el mantenimiento de los rasgos distintivos de que acabo de hablar.
LA ALUMNA. — ¡Oooh! ¡Sííí, señor!
EL PROFESOR. — Pero no nos demoremos en las generalidades...
LA ALUMNA (lamentándolo, desilusionada). — ¡Oh, señor!
EL PROFESOR. — Eso parece interesarle. Tanto mejor, tanto mejor.
LA ALUMNA. — ¡Oh, sí, señor!
EL PROFESOR. — No se preocupe, señorita. Volveremos a ello lue¬go... a menos que no lo hagamos. ¿Quién podría decirlo?
LA ALUMNA (encantada, a, pesar de iodo).— ¡Oh, sí, señor!
EL PROFESOR. — Todo idioma, señorita, sépalo y recuérdelo hasta la hora de su muerte...
LA ALUMNA. — ¡Oh, sí, señor, hasta la hora de mi muerte!... Sí, señor.
EL PROFESOR. — Y éste es también un principio fundamental, todo idioma no es, en resumidas cuentas, sino un lenguaje, lo que implica necesariamente que se compone de sonidos o...
LA ALUMNA. — Fonemas.
EL PROFESOR. — Iba a decírselo. Por lo tanto, no ostente sus conocimientos. Escuche, más bien.
LA ALUMNA. — Bien, señor. Sí, señor.
EL PROFESOR. — Los sonidos, señorita, deben ser cogidos al vuelo por las alas para que no caigan en oídos sordos. En consecuen¬cia, cuando usted se decide a articular, se recomienda que, en la medida de lo posible, levante muy alto el cuello y el mentón y se ponga de puntillas. Así, vea...
LA ALUMNA. — Sí, señor.
EL PROFESOR. — Cállese. Quédese sentada y no interrumpa... Y que emita los sonidos muy agudamente y con toda la fuerza de sus pulmones asociada a la de sus cuerdas vocales. Así, observe: "Mariposa", "Eureka", "Trafalgar", "papi, papá". De esta ma¬nera, los sonidos, llenos con un aire cálido más ligero que el aire circundante, revolotearán, revolotearán sin correr el peligro de caer en los oídos sordos, que son los verdaderos abismos, las tumbas de las sonoridades. Si usted emite muchos sonidos a una velocidad acelerada, esos sonidos se agarrarán los unos a los otros automáti-camente, formando así sílabas, palabras, en rigor frases, es decir, agrupaciones más o menos importantes, reuniones puramente irra-cionales de sonidos, desprovistos de todo sentido, pero precisamen¬te por eso capaces de mantenerse sin peligro en una altura elevada en el aire. Solas, caen las palabras cargadas de significado, pesadas a causa de sus sentidos, y terminan siempre sucumbiendo, desmoronándose...
LA ALUMNA. —... en los oídos sordos.
EL PROFESOR. — Así es, pero no interrumpa. Y en la peor confu¬sión. O estallando como globos. Así pues, señorita... (La ALUM¬NA parece sufrir de pronto.) ¿Qué le pasa?
LA ALUMNA. — Me duelen las muelas, señor.
EL PROFESOR. — Eso no tiene importancia. No vamos a detenernos por tan poco. Continuemos...
LA ALUMNA (que parece sufrir cada vez más). — Sí, señor.
EL PROFESOR. — Llamo de paso su atención sobre las consonantes que cambian de naturaleza en las conjunciones. Las / se convier¬ten en ese caso en v, las d en t, las g en k j viceversa, como en los ejemplos que le señalo: "tres horas, los niños, el gallo con vino, la edad nueva, he aquí la noche".
LA ALUMNA. — Me duelen las muelas.
EL PROFESOR. — Continuemos.
LA ALUMNA. — Sí.
EL PROFESOR. — Resumamos: para aprender a pronunciar hacen falo en sardanápali, ni en rumano, ni en neo-español, ni siquiera en oriental: boca, bocacalle, embocar, siguen siendo la misma palabra, invariablemente con la misma raíz, el mismo sufijo, el mismo pre¬fijo, en todas las lenguas enumeradas. Y lo mismo sucede con todas las palabras.
LA ALUMNA. — ¿En todas las lenguas esas palabras quieren decir lo mismo? Me duelen las muelas.
EL PROFESOR. — Absolutamente. Por lo demás, es una noción más bien que una palabra. De todas maneras, usted tiene siempre el mismo significado, la misma composición, la misma estructura so-nora no sólo para esa palabra, sino para todas las palabras conce-bibles, en todos los idiomas. Pues una misma idea se expresa me-diante una sola y misma palabra, y sus sinónimos, en todos los países. Deje, por lo tanto, sus muelas.
LA ALUMNA. — Me duelen las muelas. ¡Sí, sí y sí!
EL PROFESOR. — Bien, continuemos. Le digo que continuemos... ¿Cómo dice usted, por ejemplo, en español: las rosas de mi abuela son tan amarillas como mi abuelo que era asiático?
LA ALUMNA. — Me duelen, me duelen, me duelen las muelas.
EL PROFESOR. — Continuemos, continuemos. ¡Dígalo de todos modos!
LA ALUMNA. — ¿En español?
EL PROFESOR. — En español.
LA ALUMNA. — ¿Que diga en español: Las rosas de mi abuela son . . ?
EL PROFESOR. — Tan amarillas como mi abuelo, que era asiático.
LA ALUMNA. — Pues bien, en español se dirá, según creo: las rosas de mi... ¿cómo se dice abuela en español?
EL PROFESOR. — ¿En español? Abuela.
LA ALUMNA. — Las rosas de mi abuela son tan... amarillas... ¿En español se dice amarillas?
EL PROFESOR. — Sí, evidentemente.
LA ALUMNA. — Son tan amarillas como mi abuelo cuando se enojaba.
EL PROFESOR. — No... Que era a...
LA ALUMNA. —... siático... Me duelen las muelas.
EL PROFESOR. — Eso es.
LA ALUMNA. — Me duelen...
EL PROFESOR. —...las muelas. Tanto peor. ¡Continuemos! Ahora traduzca la misma frase al español, y luego al neo-español.
LA ALUMNA. — En español será: las rosas de mi abuela son tan ama-rillas como mi abuelo, que era asiático.
EL PROFESOR. — No. Está mal.
LA ALUMNA. — Y en neo-español: las rosas de mi abuela son tan amarillas como mi abuelo, que era asiático.
EL PROFESOR. — Está mal. Está mal. Está mal. Ha invertido usted las cosas. Ha tomado el español por neo-español, y el neo-español por español... No, es todo lo contrario.
LA ALUMNA. — Me duelen las muelas. Usted me embrolla.
EL PROFESOR. — Es usted quien me embrolla. Esté atenta y tome nota. Yo le diré la frase en español, luego en neo-español y por fin en latín. Usted la repetirá después de mí. Atención, pues las seme¬janzas son grandes. Son semejanzas idénticas. Escuche y sígame bien.
LA ALUMNA. — Me duelen...
EL PROFESOR. — ...las muelas...
LA ALUMNA. — Continuemos... ¡Ah!
EL PROFESOR. —...en español: las rosas de mi abuela son tan ama-rillas como mi abuelo, que era asiático; en latín: las rosas de mi abuela son tan amarillas como mi abuelo, que era asiático. ¿Ad¬vierte usted las diferencias? Traduzca eso... al rumano.
LA ALUMNA. — Las... ¿Cómo se dice rosas en rumano?
EL PROFESOR. — "Rosas".
LA ALUMNA. — ¿No es "rosas"? ¡Ah, cómo me duelen las muelas!
EL PROFESOR. — Pero no, no, puesto que "rosas" es la traducción oriental de la palabra francesa "rosas", en español "rosas". ¿Com-prende? En sardanápali "rosas".
LA ALUMNA. — Discúlpeme, señor, pero... ¡Oh, cómo me duelen las muelas!... No advierto la diferencia.
EL PROFESOR. — ¡Sin embargo, es muy sencillo! ¡Muy sencillo! Con la condición de poseer una experiencia, una experiencia técnica y una práctica de esas lenguas diversas, tan diversas aunque no pre¬sentan sino características enteramente idénticas. Voy a tratar de darle una clave...
LA ALUMNA. — Me duelen las muelas.
EL PROFESOR. — Lo que diferencia a esos idiomas no son las palabras, que son absolutamente las mismas, ni la estructura de la frase, que es igual en todo, ni la entonación, que no ofrece diferencias, ni el ritmo del lenguaje... Lo que las diferencia... ¿Me escucha usted?
LA ALUMNA. — Me duelen las muelas.
EL PROFESOR. — ¿Me escucha usted, señorita? ¡Ah, nos vamos a enojar!
LA ALUMNA. — ¡Me fastidia usted, señor! ¡Me duelen las muelas!
EL PROFESOR. — ¡En nombre de un perro de lanas! ¡Escúcheme!
LA ALUMNA. — Pues bien... sí... sí... continúe.
EL PROFESOR. — Lo que las diferencia a unas de otras, por una parte, y de la española, con una e muda, su madre, por otra parte... es...
LA ALUMNA (haciendo muecas). — ¿Qué es?
EL PROFESOR. — Es una cosa inefable. Una cosa inefable que sólo se llega a advertir al cabo de mucho tiempo, con mucha difi¬cultad y tras una larga experiencia.
LA ALUMNA. — ¡Ah!
EL PROFESOR. — Sí, señorita. No le puedo dar regla alguna. Hay que tener olfato, nada más. Pero para tenerlo hay que estudiar, estudiar y estudiar.
LA ALUMNA. — Las muelas.
EL PROFESOR. — De todos modos, hay algunos casos concretos en los que las palabras cambian de un idioma a otro..., pero no pode¬mos basar nuestro saber en eso, pues esos casos son, por decirlo así, excepcionales.
LA ALUMNA. — ¿Ah, sí?... ¡Oh, señor, cómo me duelen las muelas!
EL PROFESOR. — ¡No interrumpa! ¡No me enoje! Si no, no respon¬deré ya de mí. Decía, pues... ¡Ah, sí!, me refería a los casos excepcionales, llamados de distinción fácil..., o de distinción cómoda..., como usted prefiera... Repito, como usted prefiera, pues compruebo que no me escucha..
LA ALUMNA. — Me duelen las muelas.
EL PROFESOR. — Digo que, en ciertas expresiones de uso corriente, ciertas palabras difieren totalmente de un idioma a otro, de modo que la lengua empleada es, en ese caso, sencillamente más fácil de identificar. Le citaré un ejemplo: la expresión neo-española célebre en Madrid: "Mi patria es la neo-España" se convierte en italiano en: "Mi patria es...
LA ALUMNA. — La neo-España".
EL PROFESOR. — No. "Mi patria es Italia." Dígame, entonces, por simple deducción, ¿cómo dirá Italia en francés?
LA ALUMNA. — ¡Me duelen las muelas!
EL PROFESOR. — Es, no obstante, muy sencillo: para la palabra Ita¬lia tenemos en francés la palabra Francia, que es su traducción exacta. Mi patria es Francia. Y Francia en Oriental se dice Oriente. Mi patria es el Oriente. Y Oriente en portugués se dice Portugal. La expresión oriental: Mi patria es el Oriente se traduce, por lo tanto, de esta manera en portugués: ¡Mi patria es Portugal! Y así consecutivamente.
LA ALUMNA. — ¡Así es! ¡Así es! Me duelen...
EL PROFESOR. — ¡Las muelas! ¡Las muelas! ¡Las muelas!... ¡Se las voy a arrancar! Otro ejemplo más. La palabra capital, la capital reviste, según el idioma que se hable, un sentido diferente. Es de¬cir que si un español dice: "Vivo en la capital", la palabra capital no querrá decir de modo alguno lo mismo que cuando un portu¬gués dice también: "Yo vivo en la capital". Y con mayor razón cuando lo dice un francés, un neo-español, un rumano, un latino, un sardanápali... Tan luego como oye usted decir, señorita... ¡Señorita, estoy hablando para usted! ¡Mierda, entonces!... Tan luego como oye decir: "Vivo en la capital", sabrá usted inmediata y fácilmente si se trata de español, neo-español, de francés, de oriental, de rumano o de latín, pues basta con adivinar cuál es la metrópoli en la que piensa quien pronuncia la frase... en el mo¬mento mismo en que la pronuncia... Pero éstos son, pocos más o menos, los únicos ejemplos concretos que puedo citarle...
LA ALUMNA. — ¡Oh, mis muelas!
EL PROFESOR. — ¡Silencio! ¡O le rompo el cráneo!
LA ALUMNA. — ¡Intente hacerlo! ¡Calavera! El PROFESOR la ase del puño y se lo retuerce.
LA ALUMNA (gritando). — ¡Ay!
EL PROFESOR. — ¡Entonces, quédese tranquila! ¡Ni una palabra!
LA ALUMNA (lloriqueando). — Las muelas...
EL PROFESOR. — Lo más..., ¿cómo diré?..., lo más paradójico... sí... ésa es la palabra, lo más paradójico es que muchas personas que carecen por completo de instrucción, hablan esos diferentes idiomas... ¿Me oye? ¿Qué he dicho?
LA ALUMNA. —... hablan esos diferentes idiomas. ¿Qué he dicho?
EL PROFESOR. — ¡Ha tenido usted suerte!... La gente del pueblo habla el español, relleno de palabras neo-españolas que rio advier¬ten, creyendo que hablan el latín... o bien hablan el latín, re¬lleno de palabras orientales, creyendo que hablan el rumano... o el español, relleno de neo-español, creyendo que hablan el sardanápali, o el español... ¿Me comprende usted?
LA ALUMNA. — ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¿Qué más quiere usted?
EL PROFESOR. — ¡Nada de insolencias, jovencita, o ten mucho cui-dado! (Muy enojado.) Pero el colmo, señorita, es que ciertas per¬sonas, por ejemplo, en un latín que suponen español, dicen: "Su¬fro de mis dos hígados a la vez" dirigiéndose a un francés que no sabe una palabra de español, pero éste les comprende tan bien como si se tratase de su propio idioma. Y el francés responderá, en francés: "Yo también, señor, sufro de mis hígados" y se hará entender perfectamente por el español, quien estará seguro de que le han contestado en un español puro y que ambos hablan en es¬pañol, cuando en realidad no hablan en español ni en francés, sino en latín a la neo-española... Estése quieta, señorita, y no mueva las piernas ni patalee.
LA ALUMNA. — ¡Me duelen las muelas!
EL PROFESOR. — ¿Cómo es posible que, hablando sin saber qué idio-ma habla, e incluso creyendo que habla otro, la gente del pueblo se entiende, no obstante, entre sí?
LA ALUMNA. — Es lo que me pregunto.
EL PROFESOR. — Es sencillamente una de las curiosidades inexplica-bles del empirismo grosero del pueblo que no hay que confundir con la experiencia, una paradoja, un despropósito, una de las ra¬rezas de la naturaleza humana. Es sencillamente, para decirlo todo en una palabra, el instinto el que interviene en eso.
LA ALUMNA. — ¡Ja, ja!
EL PROFESOR. — En vez de mirar cómo vuelan las moscas mien¬tras yo me tomo todo este trabajo, haría usted mejor si procurara prestar más atención. No soy yo quien se va a presentar al exa¬men para el doctorado... Lo pasé ya mucho tiempo..., inclu¬yendo mi doctorado total..., y mi diploma supra-total... ¿No comprende que lo hago por su bien?
LA ALUMNA. — ¡Las muelas!
EL PROFESOR. — ¡Mal educada!... ¡Pero eso no seguirá así, no seguirá, no seguirá así!...
LA ALUMNA. — Yo... le... escucho.
EL PROFESOR. — ¡Ah! Le he dicho que para aprender a distinguir todos esos idiomas diferentes no hay nada mejor que la práctica... Procedamos por orden. Voy a 'tratar de enseñarle todas las tra-ducciones de mi cuchillo.
LA ALUMNA. — Como usted quiera... Después de todo...
EL PROFESOR (llama a la SIRVIENTA). — ¡María! ¡María!... No viene... ¡María! ¡María! ¿Cómo es eso, María? (Abre la puerta de la derecha.) Sale.
La ALUMNA queda sola durante unos instantes, con la mirada per-dida en el vacío y como embrutecida.
EL PROFESOR (con voz chillona, afuera). •—- ¡María! ¿Qué significa esto? ¿Por qué no viene? ¡Cuando yo la llamo, tiene que venir! (Entra, seguido por MARÍA.) Soy yo quien manda, ¿me oye? (Se¬ñala a la ALUMNA.) ¡No comprende nada ésa! ¡No comprende!
LA SIRVIENTA. — No se ponga en ese estado, señor. ¡Tenga cuidado! Eso lo llevará lejos, lo llevará lejos de todo eso.
EL PROFESOR. — Sabré detenerme a tiempo.
LA SIRVIENTA. — Eso se dice siempre, pero desearía verlo.
LA ALUMNA. — ¡Me duelen las muelas!
LA SIRVIENTA. — Ya lo ve, eso comienza. ¡Es el síntoma!
EL PROFESOR. — ¿Qué síntoma? Explíquese. ¿Qué quiere decir?
LA ALUMNA (con voz débil). — Sí, ¿qué quiere decir usted? Me duelen las muelas.
LA SIRVIENTA. — ¡El síntoma final! ¡El gran síntoma!
EL PROFESOR. — ¡Tonterías! ¡Tonterías! ¡Tonterías! (LA SIRVIENTA va a salir.) No se vaya así. La he llamado para que me traiga los cuchillos español, neo-español, portugués, francés, oriental, ruma¬no, sardanápali, latino y español.
LA SIRVIENTA (severa). — No cuente conmigo. Se va.
EL PROFESOR (hace gestos, quiere protestar, se contiene, un poco desamparado. De pronto recuerda). — ¡Ah! (Se dirige rápidamente al cajón y saca de él un gran cuchillo invisible, o real, según el gusto del director de escena, y lo blande jubiloso.) He aquí uno, señorita, he aquí un cuchillo. Es lástima que no haya más que éste, pero trataremos de utilizarlo para todas las lenguas. Bastará con que usted pronuncie la palabra cuchillo en todos los idiomas, mirando al objeto, muy de cerca, fijamente, e imaginándose que es el idioma que usted dice.
LA ALUMNA. — ¡Me duelen las muelas!
EL PROFESOR (casi cantando, melopea). — Entonces: diga cu, como cu; chi, como chi; y llo, como llo. Y mire, mire, fíjese bien.
LA ALUMNA. — ¿Qué es eso? ¿Francés, italiano, español?
EL PROFESOR. — Eso no tiene ya importancia. Eso no le importa. Diga: cu.
LA ALUMKA. — Cu.
EL PROFESOR. — Chi... Mire.
LA ALUMNA. — Chi.
EL PROFESOR. — Llo. Mire. (Blande el cuchillo ante los ojos de LA ALUMNA)
LA ALUMNA. — Lio.
EL PROFESOR. — ¡Siga mirando!
LA ALUMNA. — ¡Ah, no! ¡Vayase a paseo! ¡Estoy harta! Además me duelen las muelas, me duelen los pies, me duele la cabeza.
EL PROFESOR (nervioso). — Cuchillo... Mire... Cuchillo... Mi¬re... Cuchillo... Mire...
LA ALUMNA. — También me hace usted daño en los oídos. ¡Tiene una voz! ¡Oh, qué voz estridente!
EL PROFESOR. — Diga: cuchillo, cu... chi... llo.
LA ALUMNA. — ¡No! Me duelen los oídos, me duele en todas partes.
EL PROFESOR. — ¡Voy a arrancarte las orejas, y así no te dolerán los oídos, querida!
LA ALUMNA. — ¡Ay! Es usted quien me hace daño...
EL PROFESOR. — Vamos, mire y repita rápidamente: cu...
LA ALUMNA. — Si usted tiene el... cu... cuchillo... (Durante un instante lúcida e irónica.) es neo-español.
EL PROFESOR. — Si se quiere, sí, neo-español. Pero apresurémonos, pues no tenemos tiempo... Además, ¿a qué viene esa pregunta insidiosa? ¿Cómo se permite usted...?
La ALUMNA está cada vez más fatigada, llorosa, desesperada, al mismo tiempo extasiada y exasperada.
LA ALUMNA. — ¡Ay!
EL PROFESOR. — Repita, mire. (Imita al cuchillo.) Cuchillo... cuchillo... cuchillo...
LA ALUMNA. — ¡Ay, me duele... la cabeza!.... (Se pasa la mano, como en una, caricia, por las partes del cuerpo que nombra.) Los ojos.
EL PROFESOR (imitando al cuchillo). — Cuchillo... cuchillo...
Los dos se han puesto en pie; él sigue blandiendo su cuchillo in-visible, casi fuera de sí, mientras da, vueltas alrededor de ella en una especie de danza salvaje, pero no se debe exagerar y el profesor ape-nas esbozará los pasos de danza. La ALUMNA, en pie frente al pú-blico, se dirige, caminando hacia atrás, a la ventana, enfermiza, lán-guida, embrujada.
EL PROFESOR. — Repita, repita: cuchillo... cuchillo... cuchillo…
LA ALUMNA. — Me duele... la garganta, cu... ¡ay!... los hom¬bros... los senos... cuchillo...
EL PROFESOR. — Cuchillo... cuchillo... cuchillo...
LA ALUMNA. — Las caderas... cuchillo... los muslos... cu... EL PROFESOR. — Pronuncie bien: cuchillo... cuchillo.
LA ALUMNA. — Cuchillo... la garganta...
EL PROFESOR. — Cuchillo... cuchillo...
LA ALUMNA. — Cuchillo..., los hombros..., los brazos, los senos, las caderas… cuchillo... cuchillo...
EL PROFESOR. — Eso es… Ahora pronuncia usted bien.
LA ALUMNA. — Cuchillo... mis senos... mi vientre...
EL PROFESOR (cambiando de voz). — ¡Atención!... No rompa mis baldosas... El cuchillo mata...
LA ALUMNA (con voz débil). — Sí, sí... el cuchillo mata.
EL PROFESOR (mata a LA ALUMNA de una cuchillada muy espectacular). — ¡Ah! ¡Toma!
Ella grita también “¡Ah!” y luego cae, en una actitud impúdica, en una silla que, como por casualidad, se encuentra junto a la ven¬tana. Gritan “¡Ah!” al mismo tiempo el asesino y la víctima. Después de la primera cuchillada LA ALUMNA se deja caer en la silla, con las piernas muy separadas pendiendo a ambos lados de la silla; EL PROFE¬SOR está en píe frente a ella, dando la espalda al público; después de la primera cuchillada, asesta a LA ALUMNA muerta una segunda, de abajo arriba, a continuación de lo cual EL PROFESOR experimenta un sobresalto muy visible de todo su cuerpo.
EL PROFESOR (sin aliento, farfullando). — ¡Arrastrada!... Bien he-cho... Eso me hace bien... ¡Ay, ay, qué cansado estoy!... Me cuesta respirar... ¡Ah!

Respira con dificultad; cae en una silla que por suerte está, a su alcance; se enjuga la frente y murmura palabras incomprensibles; su respiración se normaliza... Se levanta, mira el cuchillo que tiene en la mano, contempla a la muchacha y luego, como si despertase.

EL PROFESOR (presa del pánico). — ¿Qué he hecho? ¿Qué me va a suceder ahora? ¿Qué va a pasar? ¡Ah la, la! ¡Qué desgracia! ¡Señorita, señorita, levántese! (Se agita, conservando en la mano el cuchillo invisible con el que no sabe qué hacer.) Vamos, seño¬rita, la lección ha terminado... Puede usted irse..., pagará en otra ocasión... ¡Ay, está muerta..., muerta! Ha sido con mi cuchillo... Está muerta... Es terrible. (Llama a la SIRVIENTA.) ¡María! ¡María! ¡Venga, mi querida María! ¡Ay, ay! (La puerta de la derecha, se entreabre y aparece MARÍA.) No... No venga. Me he equivocado. No la necesito, María... ya no la necesito... ¿Me oye? MARÍA se acerca, severa, sin decir palabra, y ve el cadáver.
EL PROFESOR (con voz cada vez menos segura). — No la necesito, María.
LA SIRVIENTA (sarcástica). — Entonces, ¿está usted satisfecho de su alumna? ¿Ha aprovechado bien su lección?
EL PROFESOR (oculta el cuchillo a su espalda). — Sí, la lección ha terminado..., pero ella..., ella sigue ahí... no quiere irse.
LA SIRVIENTA (muy dura). — ¡En efecto!
EL PROFESOR (temblando). — No he sido yo... No he sido yo... María... No... Se lo aseguro… No he sido yo, mi pequeña María...
LA SIRVIENTA. — ¿Quién ha sido, entonces? ¿Quién ha sido? ¿Yo?
EL PROFESOR. — No lo sé..., quizás...
LA SIRVIENTA. — ¿O el gato?
EL PROFESOR. — Es posible... No sé.
LA SIRVIENTA. — ¡Ésta es la cuadragésima vez! ¡Y todos los días lo mismo! Y se quedará sin alumnas, lo que estará bien.
EL PROFESOR (irritado). — ¡Yo no tengo la culpa! ¡Ella no quería aprender! ¡Era desobediente! ¡Era una mala alumna! ¡No quería!
LA SIRVIENTA. — ¡Mentiroso!
EL PROFESOR se acerca disimuladamente a la SIRVIENTA, con el cu-chillo a la espalda.
EL PROFESOR. — ¡Eso no le importa a usted! (Trata de asestarle una cuchillada formidable, pero la SIRVIENTA le ase el puño al vuelo y se lo retuerce. El PROFESOR deja caer a tierra su arma.) ¡Perdón!
LA SIRVIENTA (abofetea dos veces seguidas al PROFESOR, con ruido y fuerza, y el PROFESOR cae al suelo de espaldas y lloriquea). ¡Ase¬sino! ¡Cochino! ¡Asqueroso! ¿Quería hacerme eso a mí? ¡Yo no soy una de sus alumnas! (Lo levanta asiéndolo por el cuello, recoge el birrete, que le pone en la cabeza, mientras él, que teme que lo abofeteen, se protege con el codo como los niños.) ¡Ponga ese cuchi¬llo en su lugar! ¡Vamos! (El PROFESOR va a dejarlo en el cajón del escritorio y vuelve.) Y, sin embargo, yo le advertí hace un mo¬mento: la aritmética lleva a la filología y la filología al crimen...
EL PROFESOR. — Usted dijo: "a lo peor".
LA SIRVIENTA. — Es lo mismo.
EL PROFESOR. — Yo entendí mal. Creía que "Peor" era una ciudad y que usted quería decir que la filología llevaba a la ciudad de Peor.
LA SIRVIENTA. — ¡Mentiroso! ¡Viejo zorro! Un sabio como usted no entiende mal el sentido de las palabras. No me va a engañar.
EL PROFESOR (solloza). — No la he matado intencionadamente.
LA SIRVIENTA. — ¿Al menos lo lamenta?
EL PROFESOR. — ¡Oh, sí, María, se lo juro!
LA SIRVIENTA. — ¡Me da usted compasión! Es usted una buena per-sona, a pesar de todo. Trataré de arreglar eso. Pero no vuelva a las andadas. Puede producirle una enfermedad del corazón.
EL PROFESOR. — Sí, María. ¿Qué se va a hacer, entonces?
LA SIRVIENTA. — Se la va a enterrar... al mismo tiempo que a las otras treinta y nueve... Serán necesarios cuarenta ataúdes... Se llamará al servicio de pompas fúnebres y a mi enamorado, el cura Augusto. Se encargarán coronas...
EL PROFESOR. — ¡Oh, María, muchas gracias!
LA SIRVIENTA. — Al grano. Ni siquiera vale la pena llamar a Au¬gusto, pues usted mismo es un poco cura a sus horas, si ha de creerse el rumor público.
EL PROFESOR. — De todos modos, que no sean muy caras las coro-nas. Ella no ha pagado su lección.
LA SIRVIENTA. — No se preocupe... Por lo menos cúbrala con su delantal. Así está indecente. Además se la van a llevar.
EL PROFESOR. — Sí, María, sí. (La cubre.) Hay el peligro de que nos detengan... Imagínese, con cuarenta ataúdes... La gente se asombrará. ¿Y si nos preguntan qué contienen?
LA SIRVIENTA. — No se preocupe tanto. Diremos que están vacíos. Por lo demás, la gente no preguntará nada, pues ya está habituada.
EL PROFESOR. — Sin embargo...
LA SIRVIENTA (saca un brazalete con tina insignia, quizá la svástica nazi). — Tome. Si tiene miedo, póngase esto y nada tendrá que temer. (Le coloca el brazalete.) Se trata de política.
EL PROFESOR. — Gracias, mi pequeña María. Así, estoy tranquilo. Es usted una buena muchacha, María, muy fiel.
LA SIRVIENTA. — ¡Vaya! Manos a la obra, señor. ¿Está listo?
EL PROFESOR. — Sí, mi pequeña María. (La SIRVIENTA y el PROFESOR toman el cuerpo de la muchacha, uno por los hombros y el otro por las piernas, y se dirigen hacia la puerta de la derecha.) ¡Cuida¬do, no le haga daño! Salen. La escena queda vacía durante unos instantes. Se oye llamar a la puerta de la izquierda.
Voz DE LA SIRVIENTA. — ¡Voy en seguida!
Aparece como al comienzo de la obra y se dirige a la puerta. Vuel¬ve a sonar la campanilla.
LA SIRVIENTA (aparte). — ¡Ésa tiene mucha prisa! (En voz alta.) ¡Paciencia! (Va a la puerta de la izquierda y la abre.) Buenos días, señorita. ¿Es usted la nueva alumna? ¿Viene para la lección? El profesor la espera. Voy a anunciarle su llegada. ¡Bajará inmediata-mente! ¡Pase, pase, señorita!










Junio de 1950.
TELÓN