15/4/20

VÍCTOR, O LOS NIÑOS AL PODER Roger Vitrac

© Tetsuya Ishida 石田徹也 - Pintura | Painting



VÍCTOR, O LOS NIÑOS AL PODER

Roger Vitrac



Personajes:
Víctor, nueve años.
Carlos Zaldívar, su padre.
Emilia, señora de Zaldívar, su madre.
Lili, la criada.
Esther, seis años.
Antonio Rosales, su padre.
Teresa, señora de Rosales, su madre.
María, la criada.
El Obispo.
Ida, señora de Muertemarte.
El doctor.
22 de Abril de 1953. Residencia de los señores Zaldívar, en Madrid. La acción se
desarrolla, casi sin interrupción, desde las ocho de la tarde hasta la medianoche.
PRIMERA PARTE

CUADRO PRIMERO.
Cuarto de estar de los señores de Zaldívar.

Escena I.
Lili, realizando las faenas domésticas. Víctor la persigue por todas partes.
VICTOR: “…bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu bajo
vientre, Jesús”
LILI: ¡Es “el fruto de tu vientre, Jesús”!
VICTOR: Tal vez, pero lo encuentro menos imaginativo.
LILI: ¡Basta, Víctor! Ya he oído bastantes disparates. ¡Vas a volverme loca!
VICTOR: Ya lo estás.
LILI: Si tu madre…

VICTOR: ¡Qué buena es mi madre! ¡Ja, ja, ja!
LILI: Digo que si tu madre te oyera…
VICTOR: Y yo digo que es buenísima. ¡Buenísima! ¡Muy, muy, muy buena!
(Continúa riéndose.)
LILI: ¿He dicho algo gracioso? No es para tanto…
VICTOR: ¿No puedo querer a mi madre?
LILI: ¡Víctor!
VICTOR: ¡Lili!
LILI: Hoy cumples nueve años. Ya no eres un niño.
VICTOR: Entonces… ¿el año que viene ya seré todo un hombre?
LILI: Claro. A ver si te va entrando la sensatez.
VICTOR: Entonces, muy sensatamente, te llamaré “mi patatita”. (Lili le da una
bofetada.) …Siempre y cuando accedas…, “mi patatita” (Le da otra bofetada.)…a
hacer conmigo… ¡lo que haces con los demás! (Le da otra bofetada.)
LILI: ¡Mocoso!
VICTOR: ¡Te atreves a decir que no te has ido a la cama con mi padre alguno que
otra vez!
LILI: ¡Fuera de aquí si no quieres que te estrangule!
VICTOR: ¿De verdad, chiquitina mía? ¿Estrangularías a tu chiquitín?
LILI: ¡Nueve años! ¡Caramba con los nueve añitos!
VICTOR: Tú tienes esta edad multiplicada por tres, Lili.
LILI: ¡Cierra la boca y déjame tranquila! ¡Te lo suplico!
VICTOR: (Cogiendo un vaso de la mesa.). ¿Ves este vaso, Lili…?
LILI: Sí, ¿por qué?

VICTOR: Se trata de un vaso de cristal de Baccarat. Eso es al menos lo que mi
madre repite cuando llega alguna visita. Un vaso único, que pertenece a un
servicio único de una colección única, etc. etc… En una palabra: vale un dineral.
Debería haber comenzado por aquí… Escúchame bien: tengo nueve años, y hasta
hoy me he portado ejemplarmente. No he hecho nada de lo que se me ha
prohibido. Mis padres no paran de proclamarlo a los cuatro vientos: “Es un niño
modélico que nos da toda clase de satisfacciones, que merece todas las
recompensas, y por el que de buen grado haríamos todos los sacrificios”. Pero eso
no es todo. Mi madre añade que daría toda su sangre por mí. Hasta hoy he sido
efectivamente un niño irreprochable: ni he hecho una catarata con la mano para
mear… como mis amigos me han recomendado…
LILI: ¡Oh!
VICTOR: …ni he metido nunca un dedo en el culito a las niñas…
LILI: ¡Cállate, monstruo!
VICTOR: …como suele hacer mi amiguito Jaime Bordonava. Cuando cumpla
nueve años si es valiente lo confesará… Pero yo quiero decirte, hoy, 22 de Abril,
día de los santos Sotero y Cayo, que no esperaré ni un año más para convertirme
en un hombre. Esto quiere decir, ni más ni menos, que estoy decidido a ser algo…
¡ya! Sencillamente.
LILI: ¡Nos ha fastidiado!
VICTOR: Sí… algo nuevo, algo diferente. ¡Te lo aseguro como hay Dios!
LILI: ¡Si te oyeran!
VICTOR: Todavía tengo en mi mano este vaso de Baccarat… tan frágil… tan…
LILI: ¡Víctor! ¡No irás a romperlo!
VICTOR: Si se cayera y se rompiera, la familia Zaldívar, de la que yo soy el último
descendiente, perdería unas cincuenta mil pesetas.
LILI: ¡No, si al final lo romperá…!
VICTOR: Tranquilízate, no lo voy a romper. (Coloca el vaso donde estaba.)
Prefiero romper este jarrón. (Empuja un gran jarrón de Sèvres que está sobre la
consola. Cae y se hace añicos.) Bien. Ya he reventado veinte mil duros de mi
herencia…
LILI: Pero… ¡estás loco! ¡Estás loco, Víctor! ¡Un jarrón tan bonito!

VICTOR: ¡Un huevo! Querrás decir un huevo… ¡un huevo tan bonito! No era un
jarrón, sino un huevo… Eso me ha dicho toda la vida mi papá. Y en el interior del
huevo se supone que también había un caballo, un caballito chiquitín. Pero era
falso: no he visto el caballo por ningún sitio. ¿Tú has visto algún caballo? (Imitando
la voz de un padre que imita la voz de un hijo.) “¿Qué es eso, papá?” (Imitando la
respuesta del padre.) “Es un huevo de caballo, un huevo de caballo… ¡gordo, muy
gordo!” ¡Anda ya…!
LILI: ¡Este niño no respeta nada! ¡Cómo es posible que hayas hecho todo este
destrozo a propósito…!
VICTOR: ¿Yo? ¿Qué es lo que he hecho yo?
LILI: No hagas el asno ahora. (Imitándolo.) “¿Yo? ¿Qué es lo que he hecho yo?”
VICTOR: Tú… Querida Lili: tú acabas de cargarte este gran jarrón de porcelana de
Sèvres…
LILI: ¡No te fastidia! ¿Encima tienes la osadía de acusarme de lo que tú y sólo tú
acabas de hacer delante de mis narices?
VICTOR: Sí.
LILI: ¡Pues ni hablar! ¡Diré que has sido tú!
VICTOR: No te creerán…
LILI: ¿Que no me creerán?
VICTOR: No.
LILI: ¿Y por qué no van a creerme?
VICTOR: Ya lo verás…
LILI: ¡Quiero que me digas el por qué!
VICTOR: Ya lo verás…
LILI: ¡Pero esto es horroroso…, indigno…, repulsivo! Yo… yo no te he hecho
nunca nada, Víctor, pequeño mío. ¿No he sido siempre amable contigo? ¿Acaso
no te he evitado…?
VICTOR: Nunca me has evitado nada.
LILI: ¡Dios del Cielo! ¿Qué te pasa? ¿Se puede saber qué tienes?

VICTOR: ¿Que qué tengo? Tengo nueve años. Tengo un padre, una madre, una
criada… Tengo un barco de guerra de juguete, con grandes velitas blancas, que
cuando dispara dos cañonazos, siempre dos, regresa victoriosamente al puerto de
partida. Tengo para mí uso particular un cepillo de dientes con el mango rojo. El
de mi padre tiene el mango azul y el de mi madre blanco. Tengo un casco de
bombero con todos los accesorios: la medalla de salvamento, el cinturón plateado
y el hacha reglamentaria… Tengo hambre… Tengo la nariz intermedia: ni grande
ni pequeña. Tengo unos ojos desvalidos, sin techo. Tengo las manos en los
bolsillos, y no tengo ni oficio ni beneficio porque todavía soy muy pequeño…. ¡Ah!
Tengo una libreta de ahorros en la que mi tía Manina ingresó cinco pesetas el día
en que me bautizaron… Entre el precio de la libreta y la póliza oficial la cosa les
salió por unas siete pesetas… Tuve el sarampión a los cuatro años, la escarlatina
a los seis, y una operación de amígdalas a los ocho, y de todos estos
contratiempos salí sano y salvo como una manzana. No he tenido ninguna otra
enfermedad en toda mi vida. Tengo la vista muy fina y la mente muy despejada. Y
gracias a todas estas buenas cualidades he visto cómo perpetrabas un acto
reprobable y sin ningún motivo aparente. Mi familia te juzgará por ello.
LILI: (Lloriqueando.) No tienes derecho a hacerme esto, Víctor. No es justo. Si
tuvieras algo de corazón confesarías la verdad…. Eso es lo que hacen los niños
como Dios manda.
VICTOR: Yo no soy un niño como Dios manda, y no voy a acusarme de nada. Has
sido tú la que ha roto el jarrón.
LILI: Muy bien, entonces. Ya lo veremos.
VICTOR: ¿Me amenazas, eh? Pues atenta, Lili, que me voy a cargar otro….
LILI: (Llorando.) ¡Oh, Dios mío, qué desgracia! ¡Un niño tan dulce, tan formal…!
¿Quién le puede haber estropeado de esta forma?
VICTOR: No lo comprenderías. No puedes entender nada porque eres una tonta,
una estúpida, una chapucera y una viciosa. Cuando mi madre se entere del
destrozo te lo reprochará a ti, a tus malas trazas… Y serás lo suficientemente
imbécil como para encima pedirle perdón…
LILI: ¡No entiendo nada!
VICTOR: Enseguida lo entenderás. Mira Lili, aunque hubiera sido yo, y decidiera
declararme culpable, cosa que seguramente haría de buen grado…, no me
creerían. Sencillamente.
LILI: ¿Cómo dices?

VICTOR: No me creerían porque no he roto un plato en mi vida. Ni un piano, ni un
biberón, ni un lapicero… Nada. Tú, en cambio, ya tienes una larga lista de
destrozos: el péndulo, la tetera, la botella de agua de azahar, el reloj de pared, el
termómetro plateado, etcétera. Aunque yo me declarara culpable oirías decir
solemnemente a mi padre: “Víctor, es muy bonito el gesto que has tenido con la
criada…, pero en lo que a usted respecta, Lili, ya puede ir haciendo las maletas y
cogiendo la puerta” Y no dirían ni una palabra más para no humillarte delante de
los invitados. ¿Qué quieres? Has roto el jarrón. No puedo hacer nada más.
Porque, dime, ¿si no puedo ser culpable de nada como quieres que sea culpable
de algo? Contesta.
LILI: Pero el jarrón está roto…
VICTOR: Justamente. Lo has pifiado tú. (Pausa.) Claro que también podría
decirles que ha sido el caballo…
LILI: ¿El caballo?
VICTOR: Sí, el famoso caballito que estaba supuestamente dentro de las tripas
del jarrón, digo del huevo… Si tuviera tres años eso es lo que diría y me serviría
de excusa. ¡Pero tengo nueve y soy terriblemente inteligente!
LILI: ¡Mierda! ¡Ahora me arrepiento de no haberlo roto de verdad!
VICTOR: ¡Soy terriblemente inteligente! (Se acerca a Lili imitando la voz de su
padre.) “No llore, Lili. No llore, niña mía”.
LILI: ¿A qué juegas ahora?
VICTOR: “Se lo ruego, Lili, no llore. La señora quiere ponerle de patitas en la calle,
pero en esta casa el que manda soy yo. Y ya sabe, Lili, lo mucho que la estimo…
Intercederé por usted y obtendré el perdón de mi esposa… Palabra de honor”. (La
abraza.) “La salvaré. Tenga fe en mí y espéreme en su habitación al amanecer: le
llevaré la buena nueva y todo quedará olvidado. ¿Eh, pollito luminoso? ¡Pastora
de las estrellas! ¡Rosa de David! ¡”Turris ebúrnea”! (Se separa de un salto y
comienza a gritar con todas sus fuerzas agitando los brazos.) ¡”Ora pro nobis’!
¡”Ora pro nobis”! ¡”Ora pro nobis”! (Víctor ríe estruendosamente. Lili habla para sí
misma completamente enrabietada.)
LILI: ¡Ah, no! ¡No, y no! ¡Me iré yo, me iré yo! Me voy ahora mismo… Este niño se
ha vuelto loco…
VICTOR: Ya no existen niños en el mundo. Nunca los ha habido.
LILI: ¡Qué asco de casa! ¡Qué indecencia! Por eso, me voy. Ahora soy yo la que
se quiere marchar. Me quiero ir y me voy. ¡Y eso que sólo tiene nueve años!

VICTOR: Tranquilízate, bobita. (Conciliador.) Sabes que siempre cumplo todo lo
que prometo, y ahora prometo no molestarte más. Palabra. Quédate.
LILI: No.
VICTOR: Te quedarás… (Volviendo al juego de antes.) “Usted se quedará,
estimada Lili. Imagen del cielo. Cabello de gatita. Cola de todas las lunas… Debe
quedarse, Lili”.
LILI: ¡Está bien, me quedaré! ¡Pero te vas a acordar de mí, niño mimado!
VICTOR: (Dándole un beso muy afectuoso.). Yo no te deseo nada malo, Lili No te
mortificaré nunca más, palabra de honor. Es que soy terriblemente inteligente,
sencillamente… ¡Lástima que tú hayas sido la primera en sufrirlo! (Lili sale
llorando.)

Escena II
Víctor. (Se sienta con la cabeza entre las manos y durante un rato se queda
pensativo.)

VICTOR: Terriblemente… inteligente. (Pausa.) Esta noche se me ha aparecido en
sueños mi tío el Procurador en Cortes, el domador de osos en sus ratos libres.
Estaba bajo el sauce del jardín, blanco como el mármol y sosteniendo entre las
manos un fusil igualmente blanco. Yo me acercaba a la distancia de su mano.
¡Qué manía la suya de tocarme la frente y decir: “¡Este chico se me parece!”
“¡Este chico es un Zaldívar de arriba a abajo!” De repente, he visto entre las nubes
el trazo de un relámpago… El año pasado, un dieciocho de julio, nos cogió en
mitad de la tormenta. Los caballos se encabritaban delante de las banderas del
Palacio del Pardo… Todo el mundo estaba alegre. Mi padre sostenía las bridas y
llevaba unos guantes negros…. Anoche, en medio de la lluvia, percibí también la
fugaz silueta de un rayo rosáceo… Era como el perfil que en los mapas dibujan las
playas del Cantábrico… Mientras tanto, el Procurador atizaba a los osos y me
testimoniaba su afecto diciéndome: “Víctor, eres terriblemente…”
(Entra Esther.)

Escena III.
Víctor, Esther.

ESTHER: Hola Víctor. Felicidades. (Le da un beso.)
VICTOR: ¡Ah, eres tú, Esther! Hola. (Pausa). Gracias.
ESTHER: De nada.
VICTOR: ¿De nada? ¿Entonces, porqué me deseas felicidades?
ESTHER: Se dice “de nada” para… quedar bien.
VICTOR: En mi casa dicen “no hay de qué…”
ESTHER: Es demasiado largo…
VICTOR: Mira, Esther, no te preocupes por mí. Déjame tranquilo. Cuida de tus
muñecas. Doméstica y acaricia a tus gatitos, ama a tu prójimo como a ti misma y
sé una niña obediente y dócil mientras esperas el momento de ser una buena
esposa y una buena madre.
ESTHER: ¡Eres malo! ¡Ya no me quieres!
VICTOR: No lo entiendes. No lo entenderías. Eres como Lili. Mira, hace un
momento la criada ha roto este cacharro y seguramente la pondrán por eso de
patitas en la calle. Por si fuera poco está empeñada en acusarme a mí.
ESTHER: ¿Y no has sido tú?
VICTOR: Si hubiera sido, no andaría presumiendo…
ESTHER: Claro. (Pausa.) Pobre Lili.
VICTOR: Déjalo. Tengo una historia todavía más bonita que contarte.
ESTHER: ¡Oh, sí, cuéntamela, venga!
VICTOR: ¿Conoces a Pepe Peinado? Sí, chica, aquel que va siempre corriendo
de un lado para otro, que lleva una fusta de domador en la mano y que tiene una
colección de serpientes… ¿Sabes quién digo? Pues anoche nos escapamos
juntos.
ESTHER: ¿Anoche? ¿Te escapaste sin Lili?

VICTOR: Lili también vino, pero nos la quitamos de encima a pedradas. No se
chivará de nada por la cuenta que le trae. Estuvo esperándonos en casa de su
hermana, mientras nosotros nos colamos en la función del circo Atlas.
ESTHER: ¡Oh, Víctor, qué suerte que tienes!
VICTOR: Fue maravilloso… (Mientras habla imita a los comediantes.) Vimos un
telón rojo lleno de mariposas. También había un hombre con la cara llena de
plumas, que rodaba a los pies de una mujer montada a caballo y que llevaba un
crucifijo enorme…
ESTHER: ¿De verdad?
VICTOR:
Y el hombre cantaba:
“Tus muslos como la tarde
van de la luz a la sombra.
Los azabaches recónditos
oscurecen tus magnolias.
Vengo a consumir tu boca
y a arrastrarte del cabello
en madrugada de conchas”.
ESTHER: ¡Qué bonito!
VICTOR: Sí, señorita Rosales, muy bonito. Pero esto todavía no es nada…
Después de la función, Pepe y yo nos fuimos por detrás del barracón y…
levantamos la lona…
ESTHER: ¿Sí? ¿Y qué visteis?
VICTOR: El hombre de la cara llena de plumas estaba tirado boca arriba y se
bebía el pis de una cabra…
ESTHER: ¡Oh! ¿Y la mujer?
VICTOR: La mujer se estaba comiendo un currusco de pan. (Largo silencio.)
ESTHER: Escucha, Víctor, yo también tengo que contarte una historia.
VICTOR: Se me hace la boca agua. ¡Cuenta, cuenta!
ESTHER: Se trata de tu padre… y de mi madre.
VICTOR: ¡Vaya, vaya! Fíjate. La señora Rosales. ¡Demonio de Teresa! ¡Ji, ji, ji!
ESTHER: Si te ríes no te la cuento.

VICTOR: Es que me hace tanta gracia… ¿Tienes idea de lo que acabas de
insinuar…?
ESTHER: ¿Insinuar?
VICTOR: (Para sí.) Es un ángel esta niña…
ESTHER: Gracias. (Le da un beso.) Te lo voy a contar. Estaba en el salón,
sentada en la falda de mamá y tenía en las manos unos pendientes. Me acababan
de hacer estos agujeritos de las orejas, ¿sabes?. (Se los enseña.) Yo quería
encender un candelabro para ponérmelos porque no se veía nada, pero mi mamá
no quería encender ninguna luz en el salón. De pronto llaman a la puerta. Mamá
se levanta como una bala y me tira al suelo con los pendientes y todo… “¿Es que
no has oído la puerta, idiota?” Y encima me atiza una torta. La idiota era yo, claro.
VICTOR: ¿Se quitó los anillos para pegarte la bofetada?
ESTHER: ¡Qué va! Mira, tengo la mejilla colorada todavía. Pero bueno, a lo que
vamos…, abre la puerta y… ¿Quién crees que era?
VICTOR: Mi padre.
ESTHER: Justo.
VICTOR: “Vete a dormir”, me dice mi madre.
ESTHER: “No tengo sueño”, le contesto. Oye, es que siempre que viene alguien:
¡a la cama!
VICTOR: ¿Y suele ir mucha gente a tu casa?
ESTHER: No, sólo tu padre de vez en cuando.
VICTOR: Mi padre… ¡Está todavía de buen ver, eh!
ESTHER: ¿De buen ver? ¡Bah! (Le imita.) ¡Siempre tan afeitado…!
VICTOR: Querrás decir tan… desnudo, ¿no?
ESTHER: ¡Oh, no! Solamente lleva desnuda la cara, y las manos.
VICTOR: ¡Mira que eres inocente! Continúa, venga.

ESTHER: Como siempre, me dan un libro para que me entretenga. “Hola Carlos”
“Hola Teresa. ¿Dónde está nuestro Antonio?” Papa estaba durmiendo. Se sientan
en el sofá, y fíjate las cosas que oigo. Tu padre: “reza, reza, reza”… Mi madre:
“Carlos, yo me adoro”, o “te adoro”, o algo por el estilo. Tu padre: “hay un bañista
mudo, reza, mudo” Mi madre: “Más. Más, más, dame más…” Tu padre: “He
perdido la cabeza…” Mi madre: “Colorines en el horizonte…” Mi madre: “Me gusta
tu pulpo, tu gran pulpo rosa…” En esto del pulpo no estoy muy segura…, y de lo
demás, regular…
VICTOR: ¿Eso es todo?
ESTHER: No. De pronto mi madre se echa a llorar y tu padre sale pegando un
portazo.
VICTOR: ¿Y?
ESTHER: Entonces se presenta mi papá en camisón de dormir. Comienza a dar
vueltas por el salón diciendo: “No me encuentro nada bien, nada, pero nada bien”
No paraba de decir que no se encontraba bien… “Yo tampoco, Antonio” le dice mi
madre. Mamá se arrodilla a sus pies llorando. Y él va y se pone a gritar, como
hace muy frecuentemente desde hace unos días: ¡Nadie tiene, ha tenido o tendrá
nunca tus cojonazos, Palafox! Como el médico le ha recomendado a mi mamá que
nadie le lleve la contraria, todos nos fuimos a dormir y hasta el día siguiente.
VICTOR: (Levantándose, afectado por un extraño delirio). ¡Qué destino el nuestro!
El destino es tan frágil como un barco a la deriva…. en mitad de la tormenta del
martillo, del cepillo, del membrillo, del soplillo, del calor, del valor, del sabor, del
amor. A pesar de todo…del amor. Y mi padre pisoteando siempre la angustia, la
locura y la soledad de algunas mujeres, prisioneras en sus pisos, esclavas de sí
mismas… (Declamando.)
Un brazo de la noche
entra por mi ventana.
Un gran brazo moreno
con pulseras de agua.
Sobre un cristal azul
jugaba al río mi alma.
Los instantes heridos
por el reloj… pasaban.
(Como presentando enfáticamente a los personajes de una tragedia.) ¡Aquí están:
El Niño Terrible, el Padre Indigno, la Madre Sacrificada, la Mujer Adúltera, el
Cornudo, el viejo general Palafox! ¡Viva la golondrina, el pavo, el rayo, el pájaro
del paraíso, la cacatúa, la salamandra y la garza real!
(Cambia de tono cuando repara en Esther, que desde hace un rato sigue la
escena con la boca abierta y los ojos como naranjas.) ¡Viva Antonio!

ESTHER: ¡Viva papá! (Se pone a llorar.)
VICTOR: ¡Así, eso está mejor!
ESTHER: (Gritando.) ¡Me das miedo, Víctor! (Se echa a llorar de una forma
rotunda. Entran Carlos y Emilia Zaldívar y Teresa Rosales.)

Escena IV.
Víctor, Esther, Carlos Zaldívar, Emilia Zaldívar, Teresa Rosales.

EMILIA: (Entrando.) ¡Carlos!
CARLOS: ¡Presente!
EMILIA: (Señalando los pedazos del jarrón.) ¡El jarrón de Sèvres!
CARLOS Y TERESA: (Al mismo tiempo.) ¡Oh!
CARLOS: ¡Víctor! ¿Quién lo ha roto?
EMILIA: No hace falta preguntarlo… Esto ya es el colmo. ¿Dónde está Lili?
CARLOS: ¿Ha sido ella?
VICTOR: No. Lo ha roto Esther.
TERESA: ¿Has sido tú, Esther?
VICTOR: ¿No ve cómo llora…?
(Entra Lili disponiendo el servicio.)

Escena V.
Los mismos y Lili.

VICTOR: (A Lili.) Creen que tú has roto el jarrón. Di la verdad. ¿Has sido tú?
LILI: No.
VICTOR: Lo ha roto Esther. He cometido la imprudencia de decirle que era un
huevo de caballo y, aprovechando el instante en que me he vuelto de espaldas, lo
ha roto para ver nacer al caballito.
EMILIA: (A Carlos.) ¡Idiota! ¿Ves lo que provocan tus ridículos cuentos?
CARLOS: Pero…, si Víctor no ha sido…
EMILIA: ¡Víctor, está claro! ¡Víctor! ¿Crees que a su edad puede entender tus
estúpidas ocurrencias? (Lili sale.)

Escena VI
Los mismos menos Lili.

TERESA: Ven aquí, Esther. (Esther no se mueve.) ¿No me has oído, Esther? ¡He
dicho que vengas aquí! ¿Quieres que vaya yo? ¡Toma! (Le pega con las dos
manos.)
VICTOR: Perdón, señora Rosales ¿Antes de pegarle se ha quitado esta vez los
anillos?
CARLOS: ¡Víctor! ¿Cómo te atreves a meterte…?
EMILIA: (A Teresa.) El pobrecillo teme que le haya hecho usted daño a la nena
con sus brillantes…
TERESA: (Sofocada.) Y tiene razón. Pero es que esta criatura a veces se pone
tan insoportable que merece un buen escarmiento. El jarrón era un modelo único y
debía de valer una fortuna, ¿verdad, estimada amiga?

CARLOS: No se inquiete, Teresa. Soy el único culpable de este estropicio.
VICTOR: Sin duda estos jarrones son más frágiles que sus joyas y sus anillos.
¿Verdad?
TERESA: (Enrojeciendo.) Nunca he golpeado a mi hija con los anillos puestos,
que yo recuerde.
EMILIA: ¿Pero de dónde saca este niño toda esta retahíla de impertinencias? Le
aplaudo su respuesta, Teresa. Yo también opino que es preciso tener mano dura
con los niños…
VICTOR: Créame, señora, Esther está hoy bastante castigada ya. Y puesto que es
mi cumpleaños, me creo en el derecho de poder suplicarle que la perdone por esta
vez.
CARLOS: ¡Bravo, Víctor! Muy bien dicho. Teresa, dale un beso a tu hija y no se
hable más.
EMILIA: Ven, hijo mío. Ven, Víctor. Te acabas de ganar una peseta.
TERESA: (En voz baja a Esther.) Y ahora, ¿me dirás por qué has hecho eso?
ESTHER: Porque Víctor cumple hoy nueve años.
TERESA: ¿Ah, sí? ¡Pues toma! (Le pega.)
TODOS: ¡Oh!
TERESA: Perdóname, Víctor, majo. Por esta tarde es la última vez, pero es que
no me he podido aguantar… (Esther no dice nada. Víctor se reúne con ella en el
rincón donde está y los dos parecen discutir en voz baja.)
CARLOS: Venga, hablemos de otra cosa. No estropeemos con llantos y palabras
altisonantes una fiesta tan señalada. Por cierto, ¿cómo es que Antonio y el Señor
Obispo todavía no han llegado?
TERESA: Mi marido se ha empeñado en venir, aunque yo hubiera preferido que
se quedara en casa.
EMILIA: No diga eso, Teresa. Nos hubiera sabido muy mal. Y Víctor se habría
llevado una gran desilusión. Ya sabe que lo adora.
TERESA: Últimamente mi marido no está muy divertido que digamos…
EMILIA: ¿Ah, no?

CARLOS: No, querida. Antonio no se encuentra nada bien. Está…
TERESA: ¡Está loco!
EMILIA: ¿Loco?
TERESA: Rematadamente.
EMILIA: Pero… ¡Eso es terrible!
CARLOS: Como bien sabes, Antonio ha padecido siempre crisis nerviosas. Hasta
ahora eran esporádicas, pero han terminado siendo cada vez más frecuentes.
Teresa ya no puede más.
TERESA: Es verdad. (Solloza.)
EMILIA: (Tratando de darle ánimos.) Venga, Teresa, mujer, valor. No hay que
desesperase. De golpe y porrazo no se pierde la razón…
VICTOR: (Que escuchaba.) Eso, de golpe y porrazo me suena… (Todos se
vuelven a mirarle.) De golpe y porrazo… Un buen día él levanta al ejército como
quien eleva un ramo de flores. Apunta de cualquier manera. Las mujeres más
bellas del mundo están prisioneras debajo de sus bordados empapados de
sangre, y los ríos se agitan como si fueran serpientes embrujadas. El hombre,
rodeado de una plana mayor de fieras, acaudilla una gran ciudad. Los soldados se
aferran marcialmente a su lado. Entonces cambian la luz y la tonalidad de las
flores… Los rebaños se desperdigan… Los bosques se abren… Diez millones de
manos se acoplan con los pájaros… Cada trayectoria es un arco de violín… Cada
mueble una música… ¡De golpe y porrazo…! ¡Pero él manda! ¡Es el jefe! (Todos
miran a Víctor desconcertados.)
CARLOS: ¡Víctor! ¿Qué te pasa? ¿Qué tienes?
VICTOR: ¡Estoy inspirado!
EMILIA: ¡Víctor! ¡Nunca te había visto así! ¿No te encuentras bien? Contéstame.
¿Quieres algo? Toma: un terrón de azúcar con una gota de agua del Carmen. Te
sentará bien.
VICTOR: (Riéndose a carcajadas.) Pero, ¿qué os pasa? Hablabas de Antonio,
¿no? Vendrá aunque no se encuentre bien, ya lo veréis. Fijaos cómo es mi madre:
en cuanto oye hablar de enfermedades se imagina que todo el mundo está malo.
CARLOS: ¡Basta de gaitas! ¡Me vas a explicar ahora mismo lo qué has querido
decir con toda esa catarata de palabras absurdas…!
VICTOR: No hay nada que explicar, papi. Me hacía el loco. ¡No es para tanto!

CARLOS: Es una falta de delicadeza y de respeto a Teresa, y quiero que te
disculpes.
ESTHER: Yo le prohíbo que se disculpe ante mi madre…
TODOS: ¿Eh?
ESTHER: Sí, se lo prohíbo.
CARLOS: ¿Y por qué, señorita, si hace el favor de decírmelo?
ESTHER: No sé por qué, pero no quiero que se disculpe. A mí nadie me ha pedido
que lo hiciese por haber roto el jarrón.
TERESA: Está bien. De acuerdo. Víctor no se disculpará. Pero por lo menos nos
podría explicar qué ha querido decir con ese delirante discurso del que ninguno
hemos entendido ni una palabra.
VICTOR: ¿No lo adivinan?
TODOS: Palabra de honor que no. ¿Cómo podríamos adivinarlo?
VICTOR: Está bien. Estas palabras no eran sino elementos en desorden de mi
próxima redacción para la clase de Literatura. Sencillamente. (Se hace un silencio.
Pronto todos comienzan a reír forzadamente.)
CARLOS: ¡Ah, criatura del demonio! ¡Eres todo un hombrecito, eh! En fin, de vez
en cuando hay que pasarle por alto alguno que otra… Ya lo decía su maestro:
“Este chico, si nadie lo para, llegará lejos, créanme, llegará muy lejos. Es…
terriblemente inteligente” ¿Lo oye, Teresa? ¡Terriblemente!
TERESA: Ya lo he oído. ¡Sí! ¡Es terrible! (Bruscamente irrumpe Antonio Rosales.)

Escena VII.
Los mismos y Antonio Rosales.

ANTONIO: ¡Buenas noches a todos! ¿Dónde está el afortunado…? Ajajá… aquí lo
tenemos. Cada día estás más alto, chaval. ¿Cuántos años tienes? Nueve años y
ya mides un metro ochenta. ¿Cuánto pesas? ¿No te pesas nunca? Haces mal:
quien se mide con frecuencia, se conoce bien; el que quiere conocerse bien debe
saber cuánto pesa. ¡Qué chico más encantador tienes, Carlos! Es el retrato en
vida de Morenito de las Camas, sí, el pincha-ranas ese. ¡Sienta bien reírse un
poco de vez en cuando! ¿Y usted, Emilia, siempre tan triste? ¡Qué desgracia! No
tenemos nada que hacer en esta vida. ¡No somos nada! ¡Coño, ahora nos
dedicamos a romper la vajilla en los ratos libres! ¡Bravo, Carlos! ¡Vivan los
martillos! A mí me caen más simpáticos los serruchos…, son más… melodiosos.
Cuestión de gustos, ¿verdad? Buenas noches, Teresa. (Le da un beso) ¿No me
das un beso? Jamás me da un beso… Pero yo no me doy por vencido. ¡Once mil
fusiles, trescientos cañones y una salva de jura de bandera! ¡Qué vida ésta! Y aquí
tenemos a nuestra pequeña cantinera. Saludo militar. ¡Viva el Cónsul Primero!
(Le da un beso a su hija.)
Escuchadme ahora. Estoy muy contento de veros a todos con tan buen aspecto.
Especialmente a Carlos. Carlos, amigo mío, se nota que está usted… enamorado.
¡Qué puñetas! ¡Sí Emilia, qué puñetas! ¡No son cumplidos! Y es que mi Teresa es
de lo que no hay… Querida, muéstrales cómo me enciendes la hoguera…
Enséñales el juego que haces con las manos, luego con los tobillos…, cómo
pones los ojos en blanco, cómo balanceas ese cuerpazo… y…, al final, ¡la gloria
divina! Al final siempre, la Paz de Dios… “Agrupaos, honradas mujeres, y no dejéis
los laureles y las palmas del triunfo sólo a los hombres…”
CARLOS: Ejem… Antonio, estimado amigo, seguro que le iría bien… una copita
de champagne.
EMILIA: Sí, eso… una copita de champagne…
TERESA: (Muy molesta.) Te ruego que te calles y que te sientes. Te están oyendo
los niños. (Se deja caer en un asiento.)
VICTOR: ¡Señor Rosales, señor Rosales!
ANTONIO: ¿Eh, qué? ¿Quién me llama?
EMILIA: Es mi hijo quien está llamándole a gritos…
ANTONIO: ¡Víctor, ven aquí, pequeño! Dime qué quieres.

VICTOR: (Después de un silencio.) Quiero que me hables de… ¡Palafox!
TODOS: ¡Oh, Víctor!
ANTONIO: (Declamando una lección como aprendida de memoria.) “PALAFOX y
Melci, José rebolledo de. (1776-1847). Duque de Zaragoza, Capitán general de
Aragón. Tomó parte en la guerra contra Francia en 1794. Resistió las sucesivas
embestidas del ejército napoleónico en 1808 y 1809, insuflando en la población
zaragozana grandes dosis de entusiasmo y de coraje. Con sus soflamas mantuvo
hasta el último momento la esperanza de que la resistencia heroica y la victoria
final sobre los franceses fueran posibles. Por todo ello ha sido considerado
siempre como un ejemplo de la tenacidad y las virtudes aragonesas. Se le atribuye
esta contestación al enviado del francés Moncey que le proponía la capitulación:
“Después de muerto hablaremos de eso”. Algunos estudiosos opinan, por el
contrario, que su capacidad de analizar militarmente la situación fue nula,
sobrevalorando los medios de que disponía y la capacidad de resistencia de los
suyos, y que, por tanto, su entusiasmo y su liderazgo fueron los involuntarios
causantes de la casi completa destrucción de la ciudad y la muerte de miles de
hombres, mujeres y niños…” Tras el desastre estuvo recluido en la prisión militar
de Vincennes, al Este de París, hasta 1814. (Se echa a llorar amargamente.)
TERESA: ¡Todo esto es vergonzoso, vergonzoso, vergonzoso! (Se tapa la cara
con las manos.)
CARLOS: ¡Oh, no, Teresa, no es verdad! No te preocupes…, resulta hasta
divertido… Quiero decir que…
EMILIA: ¡Carlos, ya está bien!
VICTOR: Gracias. Ha sido muy bonito.
CARLOS: ¡Basta, Víctor! ¡Lo has hecho a propósito! (Lo coge aparte.) El señor
Rosales está enfermo. Deberías compadecerte de su mujer y de su hija.
VICTOR: ¡Pero si Esther me había asegurado que el general Palafox era su
personaje favorito! Pensaba que le alegraría si le pedía que me hablase de él…
TERESA: (Que lo ha oído todo.) ¡Ven aquí, Esther! (Le pega. Acercándose a
Emilia.) Le pido perdón, Emilia. Debería de haberlo previsto.
EMILIA: Qué le vamos a hacer, querida Teresa. A la mayoría de las familias les
atraviesa un clavo el corazón y tanto mi marido como yo estamos contentos de
poder compartir el suyo.
TERESA: (Abrazándola.) Querida, querida amiga…

ANTONIO: (Muy natural.) Les ruego que me excusen. No me encontraba bien
hace un momento… He abusado de su amable hospitalidad… Estoy muy
arrepentido.
CARLOS: Venga, venga, Antonio, amigo mío. Vamos a imaginar que estábamos
durmiendo y que lo sucedido hace un rato lo hemos soñado… ¿Está ya más
tranquilo?
ANTONIO: Por completo.
CARLOS: Perfecto. Aquí no ha pasado nada.
ESTHER: ¡Viva papá!
ANTONIO: (Poniéndose de rodillas y dándole un beso.) Y “¡Viva Víctor!” ¡Vivan los
nueve años de Víctor!
ESTHER: ¡Viva Víctor!
(Entra el Obispo.)
Escena VIII.
Los mismos y el Señor Obispo.

CARLOS: ¡Aquí está el Señor Obispo!
OBISPO: (Saludando.) Señora… Señora… Buenas noches, Carlos, buenas
noches, señor Rosales. ¿No paras de crecer, eh Víctor? Creciendo siempre en
tamaño y sabiduría, ¿eh?
VICTOR: Por desgracia, Señor Obispo.
OBISPO: ¿Por desgracia? ¿Por qué por desgracia?
VICTOR: Es una manera de hablar.
ESTHER: Como cuando se contesta “no hay de qué”.
OBISPO: (Desconcertado.) ¡Caramba qué niños tan espabilados! ¿Cuánto mides
ahora?
VICTOR: Un metro y ochenta y un centímetros, Señor Obispo
OBISPO: ¡Un soldado de caballería! ¡De ti haremos un buen soldado español!

VICTOR: Muy amable, Señor Obispo.
OBISPO: ¿Yo? Va, va. Yo soy… un Puta. ¡Ja, ja, ja!
ESTHER: No es verdad… No es un puta. Una puta es…
TERESA: ¡Silencio o te…!
OBISPO: (Cortándole.) ¡Ah, la nena guapa! Buenas noches, Esther. ¿Así que tú
no quieres que yo sea un puta? Bien, ¿qué quieres entonces que sea?
ESTHER: Un cardenal. (Malestar. Pausa.)
VICTOR: Escúcheme, Señor Obispo…
EMILIA: Te prohíbo estas familiaridades con nuestros invitados.
OBISPO: Déjelo, señora, no se preocupe. ¿Dime, qué quieres, Víctor, majo?
VICTOR: ¿Usted conoció personalmente a Palafox?
TODOS: (Excepto Antonio, que no ha oído las palabras de Víctor.) ¡Oh, oh, oh!
TERESA: (Cogiendo aparte a Víctor.) Te lo ruego, Víctor, procura no comentar
nada más de la guerra de la Independencia. ¿Crees que eso nos hace gracia? Mi
pobre marido está muy enfermo y no se le puede hablar de este tema porque
entonces se manifiestan sus crisis nerviosas. ¿No lo harás más, eh, me lo
prometes? ¿Me lo juras?
EMILIA: (Llegando de improviso.) ¿Todavía la está mareando? No le haga caso,
Teresa. Los niños a estas edades se ponen muy impertinentes. ¡Venga, a la mesa,
Víctor! ¡A cenar! (Se apagan las luces. Cuando vuelven ya están en los postres.)
OBISPO: (Levantando su copa.) Brindo por tus nueve años, Víctor.
TODOS: ¡Por los nueve años de Víctor!
VICTOR: 0Brindo por mi querida madre, por mi adorado padre, brindo por usted,
señora Rosales, brindo por el Señor Obispo y por Don Antonio Rosales. Brindo por
su hija Esther, y brindo por Lili, que es la fiel y cumplidora sirvienta que tenemos
en esta casa.
TODOS: ¡Muy bien! (Brindan.)
CARLOS: ¡Y ahora, Víctor, recítanos algo!
VICTOR: Pero si yo no sé nada…

EMILIA: Venga, no te hagas de rogar. No seas tan tímido… Supongo que el señor
y la señora Rosales no te imponen tanto respeto como para…
VICTOR: No son ellos… Es por el Obispo.
OBISPO: ¡Cómo puedes decir eso, Víctor! Venga, recítanos una poesía. Alguna te
sabrás, ¡qué diantre! Todos nos sabemos una por lo menos.
EMILIA: ¡Venga Víctor! No saben ustedes lo bien qué recita este niño.
VICTOR: (Acercándose.) Está bien. Lo hago por usted, Señor Obispo. Por usted,
por Antonio y… ¡por España!
¡Viva España!, mi patria esclarecida,
Madre sin igual,
compendio del honor.
¡Viva España!, solar de noble vida,
regio pedestal
de Cristo Redentor.
Fuiste de glorias florido pensil:
hoy reverdecen a un impulso juvenil.
Veinte naciones coronan tu sien:
¡Arriba España! Raza invicta es tu sostén.
ANTONIO: (Levantándose bruscamente.) ¡Pido la palabra…!
VICTOR: Tuya es, Antonio.
TERESA: Antonio, siéntate que te conozco…
TODOS: Déjelo, Teresa… deje que también se divierta.
CARLOS: Víctor, te tomas demasiadas confianzas…
VICTOR: Habla, Antonio. ¡Atención! ¡Silencio en el campo de batalla!
(Callan todos, progresivamente incómodos y espantados, ante el cariz que va
tomando la intervención de Antonio.)

ANTONIO: “Cuando el enemigo cayó en masa sobre vosotros, obedecisteis mis
órdenes e incluso os sobrepasasteis. Os lanzasteis contra ellos, y, secundados
por la valiente caballería, hicisteis pedazos a estos famosos guerreros del Norte
que os esperaban con pié firme. Sus disparos no os asustan, y menos todavía sus
bayonetas. Vuestras espadas les dieron réplica, y nuestra invencible ciudad tiene
la satisfacción de verse rodeada de incontables cadáveres de los bandidos que la
asedian. Sonó el clarín, y, en el acto, el filo de vuestras espadas envió sus
arrogantes cabezas rodando por el suelo, vencidos por vuestro valor y vuestro
patriotismo…”
(Se calla en seco. Silencio angustioso.)
VICTOR: ¿Y qué hizo entonces Palafox?
TODOS: ¡Oh, oh, oh!
ANTONIO: (Mirando a Carlos directamente a los ojos.) ¿Carlos, conoces la
historia del general Palafox?
CARLOS: No…, bueno, lejanamente…
TERESA: Ya la has contado antes, querido.
ANTONIO: (Empuñando un cuchillo y golpeando en la mesa.) “¿Qué son cien
cañones contra nosotros? Ya estamos acostumbrados a ellos y nos hallamos
decididos a seguir el ejemplo de nuestros antepasados, los numantinos, y a
sepultarnos bajo las cenizas y las ruinas de la ciudad.” ¿Verdad? ¡Vamos a morir!
Pero váyase, señor cura… Aquí sólo mando yo… Soldados: ¡Soy un cornudo! ¡Un
cornudo! Y ahora, apuntad, directo al corazón, directo al corazón de este
cornudo… (Se deprime profundamente.)
TERESA: Ya os lo había advertido… (Llora.) Desde hace unas cuantas semanas
tiene esta misma manía. Es horrible.
(Silencio angustioso. Nadie mueve ni un dedo. Teresa y Carlos se miran
atemorizados. Lili se ha quedado petrificada en el umbral de la puerta, y Esther se
suena los mocos en un rincón. Víctor se acerca a Antonio.)
VICTOR: Antonio: ¡en nombre del pueblo español… yo te nombro caballero de la
Orden de Isabel la católica!
(Le abraza. Antonio parece recuperase de su abatimiento.)
ANTONIO: Eres muy amable, Víctor. También te quiero mucho. Esa poesía me ha
llegado al corazón como no te puedes ni imaginar… Por cierto, ¿de quién es?

VICTOR: De Víctor Ruiz del Manzano. La he recitado porque se llama Víctor como
yo.
ANTONIO: (Poniéndolos a todos por testigos.) ¿No es encantador? Esther, ¿por
qué lloras, hija mía? Tu madre te ha negado algo, estoy seguro. Teresa, hoy no
contraríes en nada a la niña. Concédele todo lo que te pida. Estamos en un día
especial. Ahora mi nena nos va a contar cualquier cosa… ¿Verdad que sí, Esther?
Es tu turno.
ESTHER: Como quieras, papá. Si os calláis empiezo. (Mientras canta, toca
palmas rítmicamente.)
En la calle, lle, lle,
veinticuatro, tro, tro
una vieja, ja, ja
mata un gato, to, to,
con la punta, ta, ta,
del zapato, to, to.
Pobre vieja, ja, ja,
pobre gato, to, to,
pobre punta, ta, ta
del zapato, to, to.
EMILIA: ¡Delicioso! Dale las gracias a tu amiguita, Víctor.
VICTOR: Estoy deslumbrado, Esther. Te doy un beso con todo mi corazón.
OBISPO: ¡Caramba! ¡Qué bien lo ha hecho la nena! (Canta.) ¡En la calle, lle, lle…
veinticuatro, tro, tro…!
CARLOS: Después de este derroche de facultades físicas no pretenderá hacernos
creer por más tiempo que está usted enfermo de asma, ¿eh, Señor Obispo?
(Todos ríen.)
OBISPO: (Señalando a Esther y Víctor que se han quedado abrazados.) ¡Bonita
pareja hacen estos niños! Formidables los dos. Apuesto a que los casaréis el día
de mañana.
TERESA: (Lanzando un grito desgarrador.) ¡Ah, no!
EMILIA: ¿Y por qué no, Teresa? ¡Nuestro Víctor y vuestra Esther! No es mala
idea. Tenemos mucho tiempo para pensarlo, es verdad, pero… mírenlos tan
juntitos… ¡Nuestras familias unidas! Estoy segura de que Antonio también opina
como yo…

CARLOS: Por Dios, Emilia…, tenemos toda la vida por delante…
ANTONIO: No tanto, no tanto. Si por mí fuera los casaría aquí, ahora
mismo… ¡Venga, yo os caso! Estoy seguro de que ya habéis jugado alguna vez a
papás y mamás… ¿A que si? Venga, veréis lo que nos vamos a divertir…
OBISPO: ¡Genial idea! Víctor, tú eres el papá. Esther, tú la mamá… No hace falta
decir que la mujer es siempre la que empieza… ¡Animo, niños!
(Largo silencio durante el que Víctor y Esther hablan en voz baja. Ambos se
disponen a representar la escena amorosa que la niña presenció anteriormente
entre Carlos y Teresa.)
ESTHER: “Risset, risset, risset”.
VICTOR: “Reza, reza, reza”.
ESTHER: “Carlos…, yo me adoro en todo”.
VICTOR: “Hay un bañista mudo”.
ESTHER: “¡Y si Antonio… de golpe! ¡Así, así!”¡Más, más!
VICTOR: “He perdido la cabeza”.
ESTHER: “Colorines en el horizonte.”
VICTOR: “Me gusta mucho este pulpo, tu gran pulpo rosa”.
(Esther hace como que llora. Víctor se marcha dando un enorme portazo e
inmediatamente vuelve a entrar gritando:)
VICTOR: “¡Nadie tiene, ha tenido o tendrá nunca tus cojonazos, Palafox!”
(Los dos se echan a reír. Todos están aterrorizados excepto Antonio que, como si
nada sucediera, canturrea ausente la canción de Esther.)
ANTONIO:
Pobre vieja, ja, ja,
pobre gato, to, to,
pobre punta, ta, ta…
(Finalmente se calla y se deja caer en una butaca cubriéndose el rostro con las
manos.)
EMILIA: No he entendido nada de toda esta escenita…

CARLOS: Quisiera que Víctor me dijera… ¡Víctor!
VICTOR: (Desafiante.) ¿Papá?
CARLOS: No, nada… Más tarde hablaremos tú y yo.
ANTONIO: (Acercándose.) Teresa antes tenía razón. No me encuentro muy bien.
Me voy a casa. Hagan ustedes el favor de excusarme.
TERESA: Eso es, perdónennos… ¡Esther, vámonos! Coge tu chaqueta y los
guantes…
ANTONIO: No. Me iré sólo. Os prohíbo que me acompañéis. ¡Os lo prohíbo! ¿Lo
habéis entendido bien? Buenas noches a todos.
(Sale canturreando.)
En la calle, lle, lle,
Veinticuatro, tro, tro…
(Malestar prolongado.)

Escena IX.
Los mismos, menos Antonio.

OBISPO: ¡Estábamos tan contentos y mirad ahora qué panorama!. ¡Al final, todos
llorando! ¡Tan majas como son estas criaturitas! Venga, ¡que no decaiga la fiesta!
EMILIA: Tiene razón. Tome una copa de champagne.
OBISPO: No faltaba más. Y que todos hagan como yo. ¡Carlos, la última copa!
CARLOS: Muy bien. (Beben.)
OBISPO: Víctor, ven aquí a mi lado, Quiero hacerte algún regalo. ¡Nueve años no
se cumplen todos los días! ¿Qué es lo que de verdad, de verdad, te gustaría que
hiciera por ti? Dímelo.
VICTOR: ¿Me lo concederá seguro? ¿Sea lo que sea?
OBISPO: Prometido. Palabra de sacerdote español.

VICTOR: Bueno, pues… ¡me gustaría jugar a los caballitos con usted!
OBISPO: ¿Y qué es eso de los caballitos?
VICTOR: Sí, como Felipe II… Usted se pone a cuatro patas, yo me subo y
¡venga!, comenzamos a dar vueltas alrededor de la mesa por ejemplo. Vueltas y
más vueltas… Y no puede pararse hasta que yo se lo mande. Y nadie puede
interrumpirnos tampoco. ¡Los embajadores del Rey de Francia pueden esperar!
ESTHER: ¡Sí, sí, sí! ¡Muy bien! ¡Muy bien!
CARLOS: ¡Víctor! Eso es una ofensa, un despropósito… No lo permitiré de
ninguna manera.
VICTOR: Me lo ha prometido. Me ha dado su palabra de sacerdote español.
EMILIA: ¡Es intolerable! Víctor, pide otra cosa, anda. ¡Cómo son estos niños…!
OBISPO: Pero si es muy bonito eso que me pide. No te negaré este favor, querido
Víctor. ¡A cabalgar!
(Canturrea feliz.)
¡Cantad valientes, hijos de Artajona,
cantad a la Virgen de Jerusalén…!
¡Y en el pecho, una medalla,
y en el corazón…, La Fe, La Fe, La Fe!
CARLOS: Te lo prohíbo por última vez.
VICTOR: Su palabra de sacerdote…
OBISPO: Carlos, esto es cosa mía. Le he dado mi palabra a tu hijo el día de su
cumpleaños y la voy a mantener de muy buen grado. Incluso estoy orgulloso de
poderle inculcar al niño el amor a las armas. ¡Venga, querida Emilia, Víctor tiene
ya altura de soldado de caballería a los nueve años…, no lo olvides.
VICTOR: (Gritando al Obispo que se ha puesto a cuatro patas.) ¡Tita, tita, tita,
tita!… (El Obispo se acerca a Víctor. Este le agarra por el cinturón como si fuesen
las bridas. El Obispo encantado con el juego, imita un caballo. Relincha, cocea, se
encabrita, etc. Asistimos a una especie de doma ecuestre.)

VICTOR: ¡Atrás, atrás! ¡Aquí, aquí! (Le pone un terrón de azúcar en la palma de la
mano. El caballo se calma.) ¡Arre, arre!
(Todos están turbados, excepto Esther que ríe como una boba.) Poco a poco,
poco a poco. ¡Ya! ¡Al trote!
(Espolea al caballo con la mano.) ¡Al galope, al galope, al galope!
(Le clava la espuela. El Señor Obispo relincha entusiasmado. Salen Víctor, El
obispo, Esther y Emilia.)

Escena X.
Teresa y Carlos.
TERESA: ¡Qué niños estos! ¡Y tú, como si oyeras llover!
CARLOS: ¡Venga, hablemos deprisa! Alguien nos ha descubierto.
TERESA: Ha sido Esther, está claro.
CARLOS: Estas criaturas nos traicionan de manera inconsciente… ¿Cómo hay
que entender si no esa escena entre ellos?
TERESA: No hay ninguna duda.
CARLOS: ¿Qué nos va a pasar, Teresa? ¿Hasta dónde puede llegar todo esto?
¿Y Antonio?
TERESA: Mi marido está loco.
CARLOS: Como una cabra.
TERESA: Y tú también. Y yo. Y el Obispo, y Emilia, y tu hijo… Todos, todos
estamos locos. No puedo más. Ni puedo volver a mi casa, ni me puedo quedar
aquí. ¡Lo único que sé es que te adoro! (Cae en sus brazos.)
CARLOS: ¡Reza, reza, reza!
TERESA: ¡Carlos!, ¡Qué felicidad! ¡Qué desgracia!
CARLOS: Sé fuerte, te lo ruego, y tranquilízate, Reza…

TERESA: ¡Oh, sí! Hay una razón para justificar todo este sufrimiento. Esta…
(Le besa prolongadamente en la boca).
CARLOS: (Escapándose.) Dejémoslo ahora. Perdóname, Teresona mía…
Tengamos un poco de paciencia, te lo suplico…
(Entra Víctor de puntillas. Se oculta detrás de una palmera.)

Escena XI.
Los mismos y Víctor, oculto.

TERESA: No acabo de atar los cabos…
CARLOS: ¡Hemos sido demasiado imprudentes! Son unas criaturas que no
entienden nada…, pero miran, repiten y nos imitan… ¡como los monos!
TERESA: En cuanto a Esther… espera a que volvamos a casa… ¡Se va a acordar
de esa escenita de teatro la muy desvergonzada! ¡Ya le daré yo monsergas! ¡Y el
Obispo quería casar a los críos! ¡Para morirse de vergüenza!
CARLOS: Es verdad. Sería… enojoso.
TERESA: ¡Enojoso! ¡Tienes unas palabras! ¡Sería un incesto como una catedral,
hablando en plata! Cada vez que me acuerdo de… (Se echa a reír.) …esa manera
de imitarnos al hablar: “Déjale ir, este pulpo rosa…”
CARLOS: Por última vez, Teresa, cálmate. Estás muy excitada con todo este lío.
Estas imitaciones, estas escenitas, por muy ingenuas que sean, nos ponen en
evidencia y pueden llegar a destruirnos…
TERESA: (Llevándolo
apasionadamente.)

al

diván.)

Ya

es

demasiado

tarde.

(Le

besa

CARLOS: ¡Oh, Dios mío! ¡Tienes razón, lagartona! Dime al oído todas las
marranadas que quieras… pero te advierto que puedes despertar el león que hay
en mi interior… ¡Auuuggg! (Se lanza sobre ella.)

VICTOR: (Saliendo de su escondite.) ¡Demasiado tarde! ¡Usted señora, con la
ligereza de un bordado de fina seda, y tú, mi padre, tú y tu debilidad de bien…!
¡Todas las noches una tierna estrella asoma en el cielo azul de mi dormitorio! Más
tarde el silencio sólo es interrumpido por el rum-rum de la máquina de coser de mi
madre, y un camisón de dormir humedecido por sus lágrimas aguarda el regreso
del marido ausente. Señora, yo la llamo mamá en mis sueños… y, algunas veces,
me cubro el rostro con una máscara, penetro en su casa, le apunto con un
revólver y le obligo a leer en voz alta un pasaje de la Ilíada. Este:
1. “Ten piedad de mí en memoria de tu padre, puesto que soy ahora más
digno de compasión que él. Porque me he propuesto hacer algo que ningún
hombre ha osado hacer antes sobre la faz de la tierra: besar la mano de
aquel que mató a mi propio hijo”
(Se pone de rodillas y besa las manos de Teresa.)
CARLOS: ¡Otra vez su puñetera redacción para clase de Literatura! ¡Es increíble!
¡Todo esto no tiene ni pies ni cabeza! ¿Se puede saber qué están haciendo el
Obispo y tu madre? ¿Por qué no estás con Esther?
VICTOR: Acabo de encerrar al Obispo en la cuadra, mi madre está guardando la
ropa, que es lo que le corresponde, y en cuanto a Esther, acabó de reírse hace un
rato.
TERESA: No me dirás que este niño no lo hace a propósito…
CARLOS: Víctor, escúchame atentamente. (Le pega.) Es mi primera bofetada.
Has esperado nueve años para recibirla y yo para dártela. Que te sirva de lección.
VICTOR: ¡Pasen de mí esta clase de lecciones! (Recibe otra bofetada.)
TERESA: Déjale, no le pegues más.
VICTOR: ¡Gracias por su ayuda, señora! Presiento que esta noche Esther será la
que pague los platos rotos…
(Entra Esther.)

Escena XII.
Los mismos y Esther.

VICTOR: ¿Has acabado ya de reírte?
ESTHER: Sí. ¡Qué gracia me ha hecho verte encima del Obispo!
(Entran el Obispo y Emilia.)

Escena XIII.
Los mismos, el Obispo y Emilia.

OBISPO: ¡Qué cosas tan curiosas! Antonio, que es el hombre más pacífico del
mundo, se comporta con la brutalidad de un puñal en las manos de un mameluco.
En cambio yo, que he nacido para la guerra y que en tiempos fui capellán
castrense, soy más blandengue y estoy más fláccido que una bandera en una
tarde primaveral sin la menor brizna de viento…
CARLOS: ¡Utiliza usted cada metáfora…!
OBISPO: ¡Va, no es para tanto! Una vez más he dicho lo contrario de lo que
pienso. Siempre digo lo contrario de lo que pienso… Supongo que usted es
suficientemente inteligente como para darse cuenta, querido Carlos.
CARLOS: (Para sí.) Pues no me está llamando imbécil ahora éste cura…
VICTOR: Sería usted completamente idiota si creyera que mi padre es
inteligente…
OBISPO: ¡Ja, Ja, Ja! Así las cosas, Víctor, tú eres el más perfecto de los cretinos.
VICTOR: ¡Después de usted, Señor Obispo!
CARLOS: Se acabó… Víctor, da las buenas noches y vete a dormir.
VICTOR: ¿Con quién me voy a dormir?
CARLOS: (Exasperado.) ¿Cómo que con quién? ¿Con quién? ¡Qué sé yo! ¡Con
Esther, con tu madre, si quieres! ¡Es el colmo!

TODOS: ¡Oh!
CARLOS: ¡Es verdad, diantre! ¡Esto ya es insoportable! ¡El uno dice lo contrario
de lo que piensa y el otro no para de hacer el mico! Y Víctor, que sólo tiene nueve
años, me pregunta que con quién se va a ir a la cama… Le contesto que con
Esther, o con su madre, como le podría haber dicho que con el Papa de Roma…
¡Es inaudito! ¡Nos estamos volviendo locos! ¡Venga, votación popular y
democrática! ¿Con quién quieren ustedes que se meta en la cama mi hijo de
nueve años?
(Entra la criada.)
VICTOR: Con Lili.
(Lili deja la bandeja y desaparece. Largo silencio. Malestar general.)
EMILIA: Me voy a ruborizar, Víctor.
ESTHER: Yo sí que quiero irme a la cama contigo…
CARLOS: ¡La que faltaba! Y usted, Señor Obispo, ¿también se quiere acostar con
alguien?
OBISPO: Si digo que sí, me creerían; y si digo que no, creerían que pienso lo
contrario. ¡Ja, Ja, Ja!
VICTOR: ¡Es el colmo de la depravación!
TODOS: ¿Eh, qué?
VICTOR: No, nada. Hablaba conmigo mismo… Me decía, sencillamente, que soy
un cerdo. Sencillamente. Estamos celebrando que he cumplido nueve años; todos
nos reunimos aquí, desbordantes de alegría para festejar un acontecimiento tan
gozoso, y hago llorar a mi madre…, saco de quicio al mejor de los padres,
martirizo a la señora Rosales, provoco el delirium tremens de su desdichado
marido, me río en sus narices del glorioso ejército español y de la Santa Madre
Iglesia y le enculó a la criada no sé qué vergonzosos favores de alcoba. Y por si
esto fuera poco, mezclo a la pobrecita Esther en toda esta mierda. ¡Ah, qué soy,
yo al fin y al cabo! ¿Qué transformación se ha producido en mí? ¿Mi nombre sigue
siendo Víctor? ¿Estoy irremisiblemente condenado a la insoportable y vergonzosa
existencia de un hijo pródigo? Decidme si es que soy acaso la viva encarnación
del vicio y los remordimientos… Y si fuera así, os digo solemnemente: ¡antes la
muerte que la ignominia! ¡Cúmplase el trágico destino de un hijo pródigo!
(Se coge la cabeza con las manos.) ¡Abrid todas las puertas! ¡Dejadme partir! ¡Y
no os olvidéis de sacrificar un ternero cuando llegue mi veinticinco aniversario!

OBISPO: ¡Ah, Carlos!, esto ha sido casi una confesión… Yo diría que esta criatura
está poseída por el demonio. ¿Qué piensa hacer usted de él cuando sea mayor?
CARLOS: Quiero que sea Comisario de Policía ¿verdad, Víctor?
VICTOR: No, es inútil.
TERESA: Pues di lo que quieres ser, majo. No conviene nunca contrariar la
vocación de los hijos.
VICTOR: Quiero llegar lejos dentro de la especie carnívora. En concreto, no me
desagrada la idea de ser un hijo pródigo. Sencillamente.
EMILIA: (Que se ha levantado.) Este niño a veces me da miedo… Dice unas
cosas…
CARLOS: ¡Venga ya, no le hagáis caso que nos quiere montar otro numerito de
los suyos! Que se vaya a la cama…
ESTHER: No, no se irá a la cama. Hoy cumple nueve años y debe quedarse hasta
que se acabe la fiesta. Quédate, Víctor.
CARLOS: No conseguiremos nunca nada de este granuja. Lo he visto bien claro
esta tarde; no haremos nada con él. O tal vez sí. Haremos un delincuente, un
asesino, un vicioso… Terminará sus días en el patíbulo.
EMILIA: Tiene razón el Señor Obispo: estamos exagerando. ¡Estás exagerando!
¡Al patíbulo! ¡No, si cuando te pones…! Primero te imaginas a tu hijo al frente de
una Comisaría y poco después bajo la guillotina… Ven, siéntate en mis rodillas,
Víctor. Tu padre es un estúpido que acabará desorientándote. Un niño como éste
que se lleva todos los premios en el colegio… Lo que ocurre es que estás celoso
de Víctor. ¡Sí, celoso! ¡Porque nunca conseguiste salir de los últimos puestos de la
clase! ¿Y qué has hecho después? ¿Qué has conseguido ser en la vida? ¿De qué
te ha servido pegar cuatro tiros en la guerra si no has conseguido ni colocarte de
conserje en el Ministerio de la Gobernación? Si no hubiera sido por los enchufes y
las recomendaciones de tu hermano el falangista no tendrías ahora ni siquiera
esta miserable colocación en la Tabacalera con la que ganas cuatro cuartos que,
dicho sea de paso, nos serían totalmente insuficientes si no fuera por el dinero de
mi dote… ¿Crees acaso que sin mi patrimonio podríamos mantener esta casa,
este tren de vida en el que, por supuesto, incluyo tus muchos vicios de aristócrata
arruinado?¿Y tú te encuentras con capacidad moral para aconsejar a tu hijo, eh?
¡No me hagas reír! (Se pone a llorar.)
CARLOS: ¡En el nombre de Dios, muérete, muérete aquí mismo, pero deja de
llorar de una puñetera vez!
VICTOR: Ríe, mamaíta, ríe hasta que revientes de risa.

CARLOS: (Cogiendo un jarrón y rompiéndolo.) ¡Coño!… Ya estoy más tranquilo.
(Inesperadamente se pone a bailar.) Así se me calman los nervios… Con todo
este maremágnum casi me vuelvo como Antonio. Un poco más y le habría
asesinado, Señor Obispo. Sí, de buen grado, le tomaría por el general Palafox y…
TERESA: ¡Oh! Por favor, Carlos… Mi marido no se merece este tipo de burlas…
CARLOS: Tú… ¿eh? ¡Oh, perdón, Teresa! Comprende que es exasperante
pasarse así toda la nochecita… ¡Quiero que se produzca un milagro! No podemos
separarnos, no podemos irnos a dormir, no podemos dejar a esta criatura sola.
Tan pronto como cierre la puerta del dormitorio… nos hará una escena. Pero
bueno, todavía le espera un mal trago cuando regrese a su casa. Tal vez Antonio
no se haya recuperado del todo y… Si usted lo desea, Esther podría quedarse con
nosotros esta noche…
(De pronto aparece una dama bellísima con un vestido de noche. Estupefacción
general.)
VICTOR: (Gritando.) ¡El milagro que querías, papá! (Salta del regazo de su madre)

Escena XIV.
Los mismos y Lili.
(Todos se quedan petrificados. Lili se dirige al público.)

LILI: Los nueve años de Víctor habían revolucionado todo en esta casa. Algo
pasaba. Algo terrible, sin duda. Víctor no era el mismo. Decía cosas que nadie
comprendía y provocaba la ira de todos, especialmente la de su padre. Los locos
parecían estarlo más a cada momento y los cuerdos enloquecían confundidos y
malhumorados. Lo que otros años había sido una fiesta alegre y feliz en la que se
reunían amigos y familiares, tenía toda el aspecto de acabar en una gran
desgracia. Lo del jarrón finalmente iba a resultar una anécdota sin importancia
ante los acontecimientos que se estaban viviendo en casa de los señoritos. Y de
pronto, sin que nadie supiera ni cómo ni porqué, llegó aquella señora envuelta en
un manto de oscuridad y de misterio, llenando aún más la atmósfera de una
inquietud indefinible y que nos conducía inapelablemente hacia el precipicio.
Veámoslo.

Escena XV.
Los mismos e Ida Muertemarte.
(Cuando sale Lili los personajes vuelven a activarse normalmente.)

IDA DE MUERTEMARTE: ¿No me reconoces?
EMILIA: No…
IDA: Mírame bien.
EMILIA: Se encuentra usted en casa de la señora Zaldívar.
IDA: Me llamo Ida. ¿Tú no eres Emilia?
EMILIA: He conocido tres Idas en mi vida. La primera…
IDA: Yo soy la última, estoy segura. Me llamo Ida de Muertemarte.
EMILIA: ¡Ida Muertemarte!
IDA: Yo tenía siete años…
EMILIA: Yo tenía…
IDA: … Tú tenías trece.
EMILIA: ¡Oh, siéntate! Discúlpanos… No podía ni imaginarme… ¿Cómo podría
haberte reconocido?
IDA: Sin embargo yo te he reconocido enseguida.
EMILIA: ¡Ha pasado tanto tiempo! Pero…. ¡Oh, perdona! Te presentaré a nuestros
invitados. El Obispo de nuestra Diócesis, la señora Rosales, su hija Esther, mi
marido, Carlos Zaldívar y mi hijo Víctor. Siéntate, por favor.
(Ida se sienta. Gran silencio.)
IDA: ¿No te parece extraño encontrarnos de esta manera?
EMILIA: ¿Encontrarnos dices? Si vienes a mi casa lo natural es que me
encuentres…
IDA: Es que no venía a tu casa.

EMILIA: ¿Cómo dices?
IDA: No. Yo buscaba la casa de la señora Zaldívar.
EMILIA: ¿Y no soy acaso la señora Zaldívar?
IDA: Tal vez sí puesto que me lo dices. Pero no venía a verte a ti. (Todos se miran
intrigados.)
EMILIA: ¿Quieres decirme que esperabas encontrar a la niñita que conociste? No
sabías que estaba casada…
IDA: No, no lo sabía. Ya te digo que no era a ti a quien venía a ver. La señora
Zaldívar es amiga mía desde hace sólo diez años. Hace un tiempo se casó con el
señor Zaldívar y se fueron a vivir a la Gran Vía, pero recientemente se mudaron a
la calle del Alférez Provisional.
CARLOS: Señora, usted se encuentra justamente en la calle del Alférez
Provisional…
IDA: Enseguida lo entenderán. Yo sabía, porque ellos me lo habían informado por
escrito, que vivían efectivamente en la calle Alférez Provisional. Pero un día
distraídamente quemé su carta y como no recordaba el número de la calle
pregunté al primer tendero que encontré por casualidad. Él fue quien me mandó
hasta aquí. Y ahora resulta que encuentro a Emilia, mi vieja amiga de hace veinte
años, en lugar de la señora Zaldívar, mi amiga íntima de la actualidad.
EMILIA: ¡Es extraordinario! ¡Mira por donde resulta que viven dos señoras Zaldívar
en la misma calle…!
IDA: Sí. Y que entre ellas no se conocen. Hasta puede que vivan la una frente a la
otra…
OBISPO: ¡Qué curioso, qué extraño y qué coincidencia!
CARLOS: Ya lo ve, señora. Si un autor dramático hubiera utilizado todo este lío
como argumento de una de sus piezas teatrales le habríamos acusado
inmediatamente de inverosímil y de absurdo.
VICTOR: O le ensalzaríamos diciendo que se adelantó a su tiempo…
IDA: Y tendríamos razón tal vez en ambos casos. Sin embargo, no se trata de
ninguna ficción, sino de la pura realidad.
EMILIA: Por curiosidad, ¿a qué tendero le has preguntado el número de nuestra
casa?

IDA: Al que tiene una frutería en la esquina de la plaza de Espartero.
EMILIA: ¡Habrase visto! ¡Esto ya es demasiado! No hace ni tres días que estuve
comprando en esa tienda un par de melones…
TERESA: ¡Es prodigioso!
IDA: Sí que lo es… (Un silencio.) (Se le escapa un pedo. Estupefacción y angustia
general. Todos creen haber oído mal. Ida enrojece hasta la punta de los cabellos.
Esther no puede reprimir una carcajada. Su madre la atrae hacía sí y le obliga a
callarse. Víctor decide mantenerse en un segundo plano.)
OBISPO: (Rompiendo el hielo.) Señora, este… este… ruidito… ¿ha sido una
broma, verdad?
IDA: No, señor. Se trata de una enfermedad… (Ida, avergonzada, se oculta la cara
con las manos.) ¡Qué trastorno! ¡Qué vergüenza!
EMILIA: Querida amiga…, Ida, querida, ¿qué te pasa? ¿Qué tienes? ¿No eres
feliz? Casi no te reconozco… ¡hemos estado separadas tanto tiempo!
IDA: ¡No puedo! ¡No puedo más! (Se echa otro pedo. Se repite la situación
anterior.) ¡Perdón, perdón, excúsenme, señores! Es cruel, no puedo contenerme
de ninguna manera. Padezco una terrible enfermedad. No sé cómo podría
explicarles… Cualquier cosa, una emoción, un susto y… ¡pum! A cualquier hora
del día o de la noche. De la misma forma que me era imposible pensar que iba
encontrarte, tampoco puedo hacer nada contra esta maldición… Ya puedo
esforzarme al máximo que cuando menos lo espero… ¡pum! (Un pedo
prolongadísimo.) He decidido matarme si esto se prolonga más tiempo. Sí, me
mataré. (Otro pedo.)
OBISPO: (Aparte.) ¡Qué historia! (Estallan carcajadas generales.)
IDA: ¡Ríanse, ríanse! Ya sé que es imposible evitarlo… Ríanse, que no me voy a
enfadar… Ustedes y yo evitaremos así una situación incómoda y nos iremos
tranquilizando. Estoy acostumbrada a este tipo de reacciones. Ante mi triste
realidad sólo existe un antídoto: reír y reír sin parar… (Todos ríen con todas sus
fuerzas. Mientras tanto, Ida sigue tirándose pedos y tapándose la cara con las
manos. Todos parecen presos de un inesperado ataque de optimismo que les
hace bailar y bailar.)
FIN DE LA PRIMERA PARTE

SEGUNDA PARTE

CUADRO PRIMERO
Cuarto de estar de los señores de Zaldívar.

Escena I.
Los mismos de la escena anterior.
(Continúan bailando hasta que extenuados dejan de hacerlo.)

IDA: A pesar de esto… soy guapa, me siento querida y tengo una inmensa
fortuna. Poseo quince casas en Madrid, un castillo en la ría de Vigo, una gran finca
en Talavera de la Reina. Tengo cuatro automóviles, un yate, brillantes, perlas,
hijos… Y el famoso banquero Teodoro Muertemarte es mi marido… (Se echa un
nuevo pedo. Las risas son cada vez más espaciadas. Ida esconde la cara entre
sus manos. Largo silencio.) (Levantándose.) Una vez más les pido mil excusas. Y
ahora, si no les importa, preferiría marcharme…
VICTOR: ¡No, no…! No se vaya, señora…
EMILIA: No te vayas aún, querida. Quédate un ratito más con nosotros. Estamos
celebrando que mi hijo Víctor cumple nueve años. Todas las tiendas y todos los
portales están cerrados a estas horas y no vas a poder seguir buscando esa
dirección. Así que no te vayas todavía…
(Ida vuelve a sentarse.)
IDA: Sé que soy un estorbo. Ustedes estaban aquí tan felices y de pronto he
aparecido como una intrusa. ¡Qué irrupción más triste y lastimosa la mía!
CARLOS: Todo lo contrario, señora. Justo antes de que usted entrara por la
puerta nos invadía a todos una especie de trastorno mental…. Compruébelo usted
misma: jarrones rotos, muebles volcados por aquí y por allá, desorden…
Estábamos a punto de asesinarnos unos a otros.
OBISPO: Perdone que insista… En relación a su…, en fin, su enfermedad… ¿está
en nuestras manos hacer alguna cosa? (Ida se echa otro pedo.)
IDA: Sí que pueden. No recordármela por lo menos. (Silencio.) Sería lógico que
les contara mi vida, de la A a la Z. Tú conoces la A, ustedes conocen la Z…

VICTOR: No. Nosotros conocemos sólo la P….
(Inquietud general.)
Su… palidez, su… pena, sus… perlas, sus… párpados, sus pelos…, sus…
privilegios… Conocemos sus piernas, sus pasos, sus pisadas. Usted misma
favorece las combinaciones. En un mundo más avanzado la llamaríamos “Musgo
de platino”… ¡Oh, musa catalizadora! ¿Qué importan estas expansiones
sulfurosas si de esta forma mueren las pasiones destructivas y algunos carbonos
perniciosos desaparecen de la faz de la tierra? Usted apareció entre nosotros
como una joya se precipita en el mercurio… ¡Compadezco a quien haya de pagar
las consecuencias fatales, el culpable de los platos rotos!
IDA: ¿Qué ha querido decir?
CARLOS: No lo escuche, señora. Ni él mismo lo sabe. Debería abofetearle.
OBISPO: ¡Abofetéelo entonces de una vez! (El padre levanta la mano y la
mantiene suspendida un instante en el aire. Al poco se arrepiente y deja caer el
brazo.)
VICTOR: ¿Me permite decirle, Señor Obispo, que su aliento apesta por las
mañanas a café con leche mezclado con ajos y cebollas?
OBISPO: Señora, su hijo no tiene remedio.
VICTOR: Mamá, ¡estás embarazada de un niño muerto!
EMILIA: ¡Víctor!, ¿quieres decir que estoy mal del estómago?
CARLOS: Necesito comprender lo que está pasando aquí.
VICTOR: Es más importante saber escuchar, papá.
IDA: Víctor, ven y siéntate en mis rodillas. Ven tú también, Esther. (Víctor se sienta
en la falda de Ida.)
ESTHER: No, yo no voy, tengo miedo de esta señora. Me da miedo esta marrana
que no hace más que tirarse pedos todo el rato. Yo me voy.
(Sale corriendo hacia el jardín.)
TERESA: ¡Me las pagará, espanta niños! (Sale. Se la oye gritar en el jardín.)
¡Esther!, ¡Esther!

CARLOS: Yo también voy. Esta criatura es capaz de caerse a la piscina.
EMILIA: ¡Dios del cielo, la niña en peligro de muerte! (Sale corriendo. El Obispo la
sigue riendo sonoramente y golpeándose los muslos con las manos.)

Escena II.
Víctor, Ida.

IDA: ¿He hecho algo mal?
VICTOR: Esa niña tiene a quien parecerse. Su padre está loco.
IDA: ¡Ah!
(Pausa.)
VICTOR: Estoy muy cómodo en sus rodillas.
IDA: Siéntate mejor, si quieres.
VICTOR: He dicho en las rodillas, pero en realidad estoy sentado sobre sus
muslos…
IDA: ¡Es verdad! Muchas veces empleamos expresiones inexactas, imprecisas.
(Pausa.) ¿Y tú cumples hoy nueve años? ¿Solamente nueve?
VICTOR: No estoy seguro. Nadie me inició en la noción de edad hasta los cuatro.
Han sido precisos cuatro años más para darme cuenta de que el día veintidós de
Abril retorna periódicamente. También es posible que todo esto sea falso y que
tenga ahora ciento cinco años…
IDA: ¿Qué dices?
VICTOR: Digo que es posible que tenga ciento cinco años.
IDA: Los humanos no viven tanto. Tendrías que haberte muerto ya.
VICTOR: Mi muerte tampoco probaría nada. Se muere a todas las edades. Por
otra parte sé que voy a morir enseguida… por distraer las dudas, o para darme a
mí mismo la razón, o por simple delicadeza… Quién lo sabe.

IDA: Siéntate un poco más arriba. Te estás resbalando.
VICTOR: Es verdad, tiene razón. (Pausa.)
IDA: Es mejor que me vaya, no me encuentro demasiado bien. Tú sabrás
excusarme ante los demás.
VICTOR: Quédese sólo un poquito más. Si se acercan les oiremos llegar, y
entonces se marchará, si así lo desea.
IDA: De acuerdo. (Pausa. Víctor le besa en el cuello repetida y lentamente.)
VICTOR: Dígame una cosa antes de que llegue Esther.
IDA: ¿Qué cosa es esa?
VICTOR: Estoy enamorado…
IDA: ¿Cómo dices?
VICTOR: Que… amo…
IDA: ¡Eso es imposible!
VICTOR: Más que imposible, inconfesable… Yo se lo cuento porque se va usted a
marchar y no la volveré a ver nunca más. Pero le juro que es verdad: estoy
enamorado.
IDA: ¡Si tú no puedes…!
VICTOR: No, no puedo hacer el amor. Por eso, antes de separarse de mí, dígame
qué es, cómo es. Lo sé todo… menos eso. Y no querría morirme sin saberlo.
IDA: ¿De quién estás enamorado?
VICTOR: No pienso decírselo. Señora, dígame: ¿cómo lo hace usted?
IDA: ¿Yo…? no lo sé….
VICTOR: ¿Cómo que no lo sabe? Claro que lo sabe. Dígamelo…
(Ida vacila. Finalmente se inclina y le habla al oído durante un buen rato. Mientras
habla se escucha una música bellísima que impide al público oír sus palabras.)
VICTOR: Gracias, señora, muchas gracias. Pero todo lo que me ha dicho es
mentira. A pesar de ello, hágame otro favor. El último.

IDA: Como tú quieras…
VICTOR: (Sin poder contener la risa.) Querría que me dedicara… ¡un pedo!
(Ida da un grito y se marcha velozmente. Aparece de nuevo y, desde la puerta,
grita:)
IDA: ¡Monstruo! ¡Monstruo! ¡Preséntate mañana de mi parte en los Grandes
Almacenes y allí dejaré preparada para ti una pequeña escopeta de juguete con
balas de verdad!
(Desaparece. Entran el Obispo, Carlos llevando a Esther cogida por los hombros,
Teresa, que llora amargamente, y Emilia. Colocan en silencio a la niña en el sofá.
Lleva el vestido rasgado y los brazos llenos de pequeñas heridas y arañazos.
Babea.)

Escena III.
Víctor, el Obispo, Carlos, Esther, Teresa, Emilia.

VICTOR: La señora Muertemarte me ha pedido que la excuséis.
TERESA: ¡Ah, ya se ha marchado…! Me alegro. Mira cómo ha dejado a Esther.
VICTOR: Está muerta, pobrecita.
CARLOS: ¡Fuera de aquí! ¡Qué coño va a estar muerta! Simplemente ha tenido un
ataque.
EMILIA: La cosa no parece más grave.
OBISPO: ¡Mirad, ya resucita! Así, así, poco a poco…
TERESA: ¡Esther, hija mía!
ESTHER: ¡Mamá, mamá!
CARLOS: Mojadle la cara con un poquito de agua.
EMILIA: Y úntenle vinagre en las muñecas.

TERESA: Saca la lengua, hija mía. Saca la lengua.
OBISPO: Desabróchenle el vestido para que pueda respirar mejor.
CARLOS: Venga, eso es… Ya vuelve en sí, ya vuelve en sí…
(Entra Lili.)

Escena IV.
Los mismos y Lili.

LILI: ¿Qué le ha pasado? ¡Pobrecilla!
EMILIA: Nada importante. Ha tenido un pequeño desmayo.
LILI: ¿Me permiten? (Abofetea a la niña un par de veces. Esther se incorpora de
golpe.) Ya está.
VICTOR: ¡Pobre Esther! Todo el mundo emplea con ella el mismo remedio…
ESTHER: (Volviendo en sí.) ¿Y la señora que se tiraba los pedos?
EMILIA: No tengas miedo, mi reina. No tengas ningún miedo. Víctor la ha matado.
ESTHER: ¿Víctor? ¿De verdad?
VICTOR: La he cogido por la cintura, me he comido sus orejas, la he estrellado
contra el suelo, les he echado sus diamantes a los cerdos y, después de darle
unos cuantos palos en el culo, la he ahogado en el lavabo.
(Todos ríen la ocurrencia de Víctor.)
ESTHER: ¡Muy bien! ¡Muy bien, Víctor! ¡Qué pena haber estado dormida! ¡Cómo
me habría gustado verlo! Sobre todo, eso que le has hecho en las orejas… ¿Estás
seguro de que está bien muerta?
VICTOR: Te lo juro. Ha lanzado una especie de grito y ha liberado por fin su alma.
ESTHER: ¿Sólo el alma?

OBISPO: ¡Esta niña es insaciable! Oye, rica, esa señora no podía de ninguna
manera liberarnos Gibraltar.
(Entra Antonio muy excitado. Lili sale.)

Escena V.
Víctor, el Obispo, Carlos, Esther, Teresa, Emilia y Antonio que lleva una escopeta.

ANTONIO: ¡Vaya! ¡Aún estáis aquí! Coged todo lo que habéis traído y vámonos al
campo…
CARLOS: ¿Cómo dices?
ANTONIO: A ti no te digo nada. ¡Manos arriba! Eres un cerdo, un deshecho
humano, una mierda… Y no me pidas explicaciones o serás tú el que me las
tendrás que dar a mí. ¡Cabronazo!
CARLOS: ¡Antonio!
ANTONIO: ¡No hay Antonio que valga! ¡Si vuelves a decir una palabra te meto dos
tiros! ¿Me oyes? ¡Dos tiros entre los morros!
CARLOS: ¡Pero… estás delirando!
ANTONIO: Sí, deliro. Estoy loco. ¿Y qué pasa? (A Teresa.) Tú y la niña ya estáis
volviéndoos para casa… Adiós a todos. Tenéis suerte de que no os haga papilla.
(Arrastra a su mujer y a su hija hasta la puerta. Todos están horrorizados. Se
produce una pausa tensísima. Antonio vuelve a entrar súbitamente pegándole un
gran susto a Carlos que se había acercado a la puerta, seguido de Teresa y
Esther.)
ANTONIO: (A Carlos.) ¡Bájate los pantalones! ¡Venga! ¡Y las manos arribita!
(Vuelve a marcharse. Todos permanecen inmóviles. Irrumpe nuevamente.)
(A Carlos.) ¡Coño! ¡No habéis descubierto que era una broma! ¿Lo he hecho bien,
eh? ¿A que soy un actor cojonudo?

CARLOS: ¿Ah, era… era… una…broma…? Vaya, vaya, amigo mío. Vaya con tus
bromas. Siempre serás el mismo.
ANTONIO: ¡Soy un actor extraordinario! ¡Confesad que os habéis cagado patas
abajo! ¡En la calle, lle, lle, veinticuatro, tro, tro…!
TODOS: -¡Ah, y tanto! Todavía no me he repuesto. -Caramba con Antonio… -¡Qué
bien lo ha hecho! -Hay que estar siempre en guardia con este hombre. -¿Qué hora
es? -Es tarde. Tenemos tiempo -Ahora sí. Tenemos que ir pensando en volver a
casa. -Entonces, adiós. Buenas noches. -Un abrazo. –Mua, Mua. Que lo pase
usted bien, Señor Obispo. -Adiós, adiós. -Adiós, gracias por todo. -Adiós, buenas
noches. -¡Qué pillo eres, Antonio!
ESTHER: (Saliendo la última.) ¡Lo que te has perdido, papá! Ha venido una
señora que se tiraba pedos y más pedos… Víctor la ha matado y se ha comido
sus orejas…
(El Obispo, Teresa, Antonio y Esther acaban de salir.)

Escena VI.
Víctor, Emilia, Carlos.

EMILIA: Víctor, ha llegado la hora de ajustarte las cuentas.
VICTOR: ¡Ah, no! ¡Basta! Por esta noche ya es suficiente. Mañana será otro día…
EMILIA: De acuerdo, mañana. Esta noche no quiero que me digáis nada más.
VICTOR: Adiós, papá. Adiós, mamá. Buenas noches. (Sale.)
CARLOS: ¡Este niño va a acabar con nosotros!
(Oscuro)

CUADRO SEGUNDO
Dormitorio de los señores de Zaldívar.

Escena I.
Estamos en el dormitorio del matrimonio Zaldívar. Emilia y Carlos intentan
inútilmente dormir. Más tarde Lili.)

EMILIA: (Gritando sobresaltada.) ¡Carlos!
CARLOS: ¿Qué?
EMILIA: ¿Has cerrado la puerta?
CARLOS: Sí.
(La criada entra con una linterna en la mano.)
LILI: ¿Ha gritado la señora?
EMILIA: No, creo que no…
LILI: Me había parecido que gritaba. ¿Necesitan algo los señores?
CARLOS: ¿Ha cerrado usted la puerta?
LILI: ¿Qué puerta?
CARLOS: Vamos, váyase a dormir… ¡Qué puerta va a ser! ¡Es usted imbécil!
LILI: La señora no debería permitir que el señor me trate de esta manera.
EMILIA: Váyase a la cama, Lili. Buenas noches.
LILI: ¡Dios mío, qué casa…!
CARLOS: ¿Cómo dice?
LILI: Digo que la puerta está cerrada, pero… no sé cuál de ellas. (Sale.)

Escena II.
Carlos, Emilia.

EMILIA: ¡Otra que tal baila!
(Largo silencio. Ambos parecen haberse adormecido.)
CARLOS: (Incorporándose de pronto.) ¡No puedo dormir! ¡Así de fácil!
(Comienza a vestirse hablando entre dientes. Paulatinamente se va excitando
hasta que termina hablando a voces y separando mucho las sílabas.)
¡NO PUEDO DORMIR…! ¡NO PUEDO DORMIR…! ¡NO PUEDO…! ¡YO NO
PUEDO DORMIR…! ¿Dormir? No puedo, no puedo y no puedo. (Para sí) ¡Basta!.
(Respondiéndose.) De acuerdo. Basta. Pero yo no puedo dormir.
EMILIA: ¿Has acabado ya?
CARLOS: Duendecillo, responde a la señora. Yo he prometido no hablarle en toda
la noche.
EMILIA: ¿Ah, sí? Pues entonces yo haré lo mismo. (Se pone a gritar con todas sus
fuerzas.) ¡Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo,
etcétera…!
(De golpe y porrazo interrumpe sus oraciones y se abraza a la almohada llorando
estrepitosamente.)
CARLOS: Llora, Emilia, eso te calmará. Llora, llora. (Se acerca y le acaricia los
cabellos. Cuando Emilia se ha calmado repentinamente le dice:) ¡Pues sí! ¡Teresa
es mi amante!
EMILIA: (Con la voz muy débil.) Lo sé… Lo sabía…
CARLOS: Efectivamente Antonio es un cornudo.
EMILIA: Y yo también.
CARLOS: Déjame que te explique…
EMILIA: (Sentándose al borde de la cama.) Soy toda oídos…
CARLOS: (Desconcertado.) ¿Es que no me crees? ¿No quieres creer que Teresa
y yo somos amantes?

EMILIA: Claro que sí.
CARLOS: Entonces, ¿cómo es que me escuchas?
EMILIA: Para divertirme un rato por lo menos… ¡Me siento tan triste esta noche!
¡Tan triste!
CARLOS: (Para sí.) Esta mujer es idiota.
EMILIA: Claro, en esta casa tú eres el único sensato.
CARLOS: ¿Yo sensato? ¡Hablas de mi sensatez! Me había olvidado, es cierto. Yo
soy el cuerdo y Antonio es el loco…
EMILIA: Te estoy escuchando.
(Llaman a la puerta.)
CARLOS: ¿Quién es?
VICTOR: ¡Víctor!
CARLOS: ¿Qué quieres?
VICTOR: Entrar.
CARLOS: Está bien. ¡Entra entonces!

Escena III.
Carlos, Emilia, Víctor.

VICTOR: No puedo dormir…
CARLOS: ¿Qué?
VICTOR: Vengo porque no puedo dormir. Y no puedo dormir, primero porque
estoy enfermo, y segundo porque hacéis mucho ruido…

EMILIA: ¿Estás enfermo?
VICTOR: …Y porque hacéis mucho ruido…
CARLOS: ¡Hacemos el ruido que nos da la gana!
VICTOR: …Y porque estoy enfermo.
CARLOS: ¿Se puede saber qué te duele?
VICTOR: (Indicándose el vientre.) Me duele aquí…
EMILIA: ¿Te duelen las tripas?
CARLOS: ¡Que se vaya a cagar si le duelen las tripas…!
EMILIA: Es posible tener dolor de tripas y no necesitar ir al wáter.
CARLOS: Mira, Víctor, vas a la cocina, te bebes un vaso de agua, te acuestas
boca arriba y respiras profundamente. Verás cómo se te pasará enseguida.
¡Venga! ¡Danos un beso y a la cama! (Víctor no se mueve.) ¿Me has oído?
VICTOR: Me duelen mucho las tripas, estoy completamente desvelado y si seguís
haciendo ruido no podré dormirme en toda la noche. Tengo miedo de que os
acabéis matando, a fuerza de remover los muebles. A veces uno piensa tirarse
contra el espejo y hete aquí que lo hace contra una simple vidriera… y como aquí
las ventanas y las personas están a la misma altura… y con la manía insensata
que tenéis de poner una pistola al lado del orinal… Cualquier día el techo de la
cama se va a caer encima de alguien… Y los niños somos siempre los únicos
culpables de todo. ¡La Santa Infancia! (Sale con el dedo apuntando hacia el
techo.)

Escena IV.
Carlos, Emilia y después Lili.

CARLOS: ¿Pero qué cojones dice? ¡Cada vez le entiendo menos! ¡Palabra de
honor que esto es una provocación al crimen…! Por cierto, ¿qué es lo que quería?
EMILIA: Dormir. Ya lo has oído.

CARLOS: ¡Emilia, escúchame bien! Tengamos calma. Midamos el alcance de
nuestros actos. Razonemos fríamente…
EMILIA: ¿Y bien?
CARLOS: Y bien… Pues que si no conseguimos dormir las consecuencias serán
catastróficas. Yo te mataré, o tú me matarás… No lo sé. En el aire se presiente
una muerte. ¡Todavía más! La siento aquí mismo… Está ya aquí… Al alcance de
la mano… (Da vueltas por la habitación acalorándose más y más.) Sí. Noto la
presencia de la muerte… Estoy sudando…. La culpa de nuestro estado la tiene
Víctor. Este niño tiene un maleficio que nos vuelve locos a todos: al Obispo, a
Teresa, a la criada, a la pobrecita Esther… incluso a esa Ida de Muertemarte…
¡Víctor! Y a nosotros, también a nosotros… ahora lo entiendo. ¡Víctor! ¡Víctor!
¡Siempre Víctor!
(Llaman a la puerta.)
EMILIA: ¿Quién es?
VICTOR: (Detrás de la puerta.) ¡Víctor! Estoy enfermo y no puedo dormir…
CARLOS: (Abriendo la puerta y saliendo.) ¡Espérate! ¡Ya verás lo calentito que
vas a dormir esta noche!
(Gritos. Exclamaciones del padre a cada golpe: “¡Es Víctor! ¡Es Víctor!”)
EMILIA: (Horrorizada.) ¿Qué has hecho, Carlos?
CARLOS: ¡Le he pegado hasta hacerle sangre!. ¡Se merecía una buena paliza!
¡Es el culpable de todo! (Silencio.)
EMILIA: ¿Y qué más?
CARLOS: ¿Qué más? ¿Qué… más? (Se deshace en sollozos.) ¡Le he pegado a
mi propio hijo!
EMILIA: ¡No, Carlos! ¡No llores, Carlos, chiquitín mío…! Soy yo, Emilia, tu mujer.
Venga, ea, ea, cálmate… Soy la que hace un rato querías matar, la que te quería
matar… ea, ea. ¡Jesús! ¿Qué nos está pasando, que clase de veneno hemos
bebido o qué aire hemos respirado para llegar a esto?
CARLOS: (Fuera de sí.) ¡Un aire fétido! ¡Como el aliento del Obispo, como el culo
de Ida Muertemarte, como el humo de los cañones de Palafox! ¡Es un aire de
locura… aaa!
EMILIA: ¡Es un aire de locura, es verdad! ¡Pero a mí me gustaría muchísimo
dormirme!

CARLOS: ¿Dónde está el frasco de Valium?
EMILIA: ¿Qué vas a hacer? ¿No querrás suicidarte?
CARLOS: Nos tomaremos media cada uno. Nos quedaremos dormidos. Ya lo
verás. (Se lo toma.) Toma. (Emilia duda un momento pero se toma también su
media dosis.) ¡Y ahora, a dormir!
(Inmediatamente se apaga la luz. Poco a poco se va haciendo una luz difusa que
proviene del cielo. Es como si se abriese el techo de la habitación y entrara la
noche. El lecho matrimonial parece como si navegara por el firmamento. Durante
todo el siguiente monólogo del padre se escucharán al fondo los gemidos y los
gritos de Víctor.)
CARLOS: Emilia, empezamos a tranquilizarnos… ¡Te has fijado cuántas estrellas!
¡Qué paz! ¡Por fin! No hay ahora mismo en el mundo ningún narcótico, ningún
poder, que me pueda impedir decirte relajadamente y con pocas palabras, en esta
posición horizontal en la que me encuentro: ¡Qué guapa es Teresa! (Gemidos.)
Concédeme un momento todavía, Emilia. Hace tres años que quiero a Teresa.
¡Tres años ya! (Gritos.) Nos citamos por vez primera una tarde de otoño en el
Hotel Europa… ¿Te estoy aburriendo?
EMILIA: De ninguna manera. Teresa debió ser muy feliz aquel otoño. Me lo puedo
imaginar…
CARLOS: Eres una santa, Emilia. ¡Una mujer santa y comprensiva!
EMILIA: ¿Y Teresa?
CARLOS: ¡Oh, Teresa! Ella es un torduelo, un calisón, un pularico, una vinosella,
una marisaña, un piroseta; yo la llamo mi rivasor, mi vaquinosis, mi grusalla.
Teresa es una vaca, pero una vaca como no hay flores.
EMILIA: ¿Y yo?
CARLOS: Escoge tú los calificativos…
EMILIA: Yo soy simplemente tu mujer…
(Llaman. Carlos y Emilia se miran. Vuelven a llamar insistentemente.)
LILI: (Desde la puerta.) Señora, me parece que están llamando…
CARLOS: ¡Ah! ¿Sólo le parece?
LILI: No. Estoy segura de que llaman… ¿Abro?

CARLOS: ¡Pues claro que sí! ¡Abra! (A Emilia.) ¿Quién podrá ser a estas horas?
EMILIA: ¿Qué hora es?
CARLOS: Domingo. (Alzando la voz.) ¿Lili?, ¿ha abierto ya la puerta?
LILI: Es la señora Rosales.
CARLOS: Teresa…
(Teresa, enloquecida, penetra en la habitación.)

Escena V.
Carlos, Emilia, Teresa.

TERESA: ¿Dónde está Esther?
CARLOS: ¿Esther?
TERESA: Sí, se ha escapado de casa diciendo: “Me voy a casa de Víctor. Víctor
será mi papá, mi papaíto”.
CARLOS: ¡Qué barbaridad!
TERESA: En efecto, es una barbaridad. ¡Qué noche, Dios mío, qué fiestecita!
¿Dónde está Esther?
EMILIA: Amiga mía, nosotros no la hemos visto. Si la hubiéramos visto se lo
diríamos. La niña no está aquí.
TERESA: ¿Que no está? (Desconfiando de ellos.) ¿No pensarán vengarse con
ella, verdad? ¿No querrán matarme a la nena?
EMILIA: ¿Matar a su hija? ¡Dios mío! ¿Por qué habríamos de hacer una cosa así?
Ya tenemos suficiente con matarnos entre nosotros…
TERESA: ¡Mi hija está aquí! ¿Me oyen? Estoy tan segura como de que me llamo
Teresa.
CARLOS: Sea razonable… Veamos, ¿cómo podría haber entrado?

EMILIA: ¡Fuera de mi vista!
CARLOS: Váyase y vuelva mañana. Hagamos una tregua esta noche. Lo
aclararemos todo mañana, ya lo verá.
TERESA: Yo no me voy de aquí sin mi hija.
EMILIA: ¡No estoy escondiendo a su hija en el bolsillo! Si no se fía de nosotros
puede llevarse al niño en prenda por esta noche.
CARLOS: No sea tozuda, Teresa, y vuélvase a casa. Le doy mi palabra de honor:
aquí no ha venido Esther.
TERESA: (A Emilia.) ¡Seguro que la tiene usted escondida por algún sitio! Hace un
rato ha querido ahogarla en la carbonera para vengarse de que le he quitado a su
marido… ¡Pues sí, se lo he quitado!
CARLOS: No saquemos ahora las cosas de quicio… Tranquilicémonos todos.
Ahora váyase a casa, vuelva al lado de su marido.
TERESA: ¡Ah, ja, ja, ja! (Ríe histéricamente.) ¡Antonio! ¡El chalado de Antonio! En
este momento está en camisón de dormir asomado al balcón y dando a gritos
órdenes a las tropas sitiadas: ¡Defiendan el flanco de la derecha! ¡Ahora por el
flanco izquierdo! ¡Adelante, muerte a los franceses! Esther ha huido como si
hubiera visto al mismísimo demonio, llamando a Víctor. Lo ha estado buscando
por todo el vecindario. ¿De verdad no está aquí? ¿Carlos, no irás a degollar a mi
hija, verdad? (Se pone a gritar.) ¡Al asesino! ¡Al asesino!
(Carlos le tapa la boca con la mano. Se escuchan ruidos y voces en los
apartamentos vecinos: “-¿Qué pasa?” “-Es casa de los Zaldívar. Se están
degollando”. Suena el timbre de la puerta.)

Escena VI.
Los mismos, Lili.

LILI: ¿Para qué quieren que cierre las puertas si todos los vecinos están
asomados a las ventanas? ¿Les parece bonito? Pasen y vean: ¡El mejor
espectáculo de las ferias: La casa del crimen! ¡O se callan ustedes de una vez o
yo me largo ahora mismo! (Lili sale. Casi simultáneamente se abre la puerta de la
derecha. Entra Víctor llevando a Esther cogida de la mano. La niña se tapa los
ojos.)

Escena VII.
Los mismos, Víctor y Esther.

TERESA: ¡Esther! ¡Esther! ¡Hijita mía! (A Emilia.) ¿Querían raptarte, verdad?
EMILIA: ¿Pero por dónde has entrado, ángel mío?
ESTHER: Por el jardín.
EMILIA: ¿Y para qué has venido a estas horas?
ESTHER: Porque quería ver a Víctor.
VICTOR: Ha venido a verme.
CARLOS: ¿Y qué te ha dicho?
VICTOR: Nada. Se ha tendido a los pies de la cama.
CARLOS: ¿Y no ha dicho nada?
VICTOR: (A Esther) ¿Has dicho alguna cosa?
ESTHER: Sí. He dicho: “Hola, Víctor”.
CARLOS: ¿Y después?
VICTOR: Se ha dormido hasta que la habéis despertado. (A Teresa). ¿Quiere
llevársela? Pues llévesela. Tengo mucho dolor de tripas.
(Un largo silencio.)
EMILIA: (En éxtasis.) ¡Oh! ¡Loado sea Dios! Ahora lo veo claro: es el Cielo quien
nos la ha devuelto. ¡Esto ha sido obra de Dios! ¡Bajo esta apariencia de fuga no es
difícil descubrir la milagrosa intervención de la Divina Providencia! ¡Arrodillaos,
hijos míos! ¡Arrodíllate, Carlos! ¡Arrodíllese, Teresa! ¡Los designios del Señor son
inescrutables! Henos aquí reunidos gracias al más conmovedor de los prodigios.
Usted, la mujer adúltera… ¡no, no proteste! ¡Tú, el padre indigno! ¡Yo, la madre
infortunada! ¡Vosotros, hijos de mi corazón, inocentes testimonios de redención!
TERESA: ¡Lo veis! ¡Es equitativo, justo y razonable! ¡Gloria al Señor!
CARLOS: ¡Prodigioso! ¡Yo también lo comprendo ahora! ¡Jesús! ¡Jesús!

ESTHER: ¡Prodigioso! ¡Prodigioso!
VICTOR: ¡Uuuiii! ¡Qué dolor de tripas! ¡Qué dolor de tripas!
EMILIA: ¡Levantaos todos! ¡Levantaos! Deme su mano, Teresa, y póngala sobre la
cabeza de Esther. Dame tu mano, Carlos, tu mano vil de depravado, y ponla
también sobre los cabellos de Víctor. Ahora, rezad… Jurad solemnemente que
renunciáis a vuestras relaciones pecaminosas.
CARLOS: Juro que no me acostaré más contigo, Teresa; que no te traicionaré
más, Emilia; y que siempre seré un esposo ejemplar.
TERESA: Juro sobre tu cabeza, Esther, que renuncio desde este instante a la
funesta pasión que siento por Carlos y que ayudaré a Antonio hasta la muerte.
EMILIA: Gracias, gracias…
(Lloriquea. Se abrazan por parejas.)
VICTOR: ¿Habéis acabado ya? ¡Uuuiii! ¡Qué dolooorrr de tripas! ¡Qué dolor de
vientre!
CARLOS: ¿No te encuentras mejor, Víctor?
VICTOR: Me dan unos retortijones…
(Llaman.)
CARLOS: ¿Otra vez? No paran de llamar. ¡Acabaré arrancando este maldito
timbre!
EMILIA: ¿Quién es? (Entra Lili.)

Escena VIII.
Los mismos, Lili y después María.

LILI: Es María.
TERESA: ¡Mi criada! (A Lili.) ¿Qué quiere?

LILI: Entra, María.
MARIA: Señora, le devuelvo el delantal y le entrego esta carta. No necesita
respuesta. ¡Buenas noches y adiós para siempre! (Sale.)

Escena IX.
Carlos, Emilia, Teresa, Víctor, Esther.

TERESA: (Lee la carta en silencio. Poco a poco se va hundiendo en sí misma. Al
terminar lanza una especie de grito ahogado y se echa a llorar amargamente.)
¡Ah!
CARLOS: (Apresurándose.) ¿Teresa, qué le ocurre?
TERESA: Antonio… El bobito de Antonio… (Expectación general.) ¡Se ha
ahorcado!
TODOS: ¡Oh! ¿Qué? ¿Eh?
TERESA: Se ha colgado del balcón…, en camisón de dormir…
CARLOS: No puede ser…
TERESA: Léalo usted mismo.
(Durante la lectura Teresa se agita convulsivamente en una mezcla de sollozos y
risas. De pronto todos quedan inmóviles. Aparece el cadáver de Antonio.)

Escena X.
Los mismos y el cadáver de Antonio.
(El cadáver de Antonio pronuncia sus propias palabras escritas en la carta)

ANTONIO.“Adiós, Teté. Me he ahorcado. He preparado el mástil del balcón, he atado a su
extremo los cordones verdes de las cortinas del salón, me he subido en la tabla de
madera sobre la que tú hacías aquellas rosquillas tan ricas y he metido la cabeza
por el nudo corredizo del extremo. En fin, que me he ahorcado… Seguro que en
este momento mi cuerpo se balancea al viento como si fuera la bandera de la
ciudad sitiada por el enemigo. Antes coloqué un último disco en el plato de la
gramola para morir al son de “Los sitios de Zaragoza”. Mi última voluntad es que,
cuando regreses a casa y antes de descolgarme, quites el disco y lo estrelles
contra el suelo. Que busquen para Víctor en el empedrado de la plaza de la
Lealtad la mandrágora de mi última felicidad. Adiós, Teté. Adiós, Teresa. Antonio.
P.S. Muy importante: no se te olvide pedirle a Carlos que consuele a su hija. A
padre cornudo, hija adulterina. Vale más así; estas cosas contribuyen a hacer que
las razas estallen en mil pedazos. ¡Viva España!
(Un inmenso y pesado silencio. Se marcha el cadáver de Antonio.)

Escena XI.
Los mismos, que recobran la movilidad, menos el cadáver de Antonio.

ESTHER: Mamá, ¿qué quiere decir cornudo? (Como nadie le contesta la niña
insiste.) ¿Qué quiere decir cornudo?
TERESA: Un cornudo es un… demoniete…
EMILIA: (Llorando.) ¡Oh, basta, basta, basta!
TERESA: ¡Es demasiado! ¡Esto sobrepasa todas las medidas! ¡Hemos llegado al
límite de lo tolerable!

VICTOR: No se puede añadir nada más. El patio está saturado.
(Sale con la mano en el vientre.)

Escena XII.
Los mismos menos Víctor.

ESTHER: (Recitando.)
El diablito de los cuernos
se ha muerto esta mañana.
Su mamá le quería tanto,
su mamá le quería tanto
que lloró hasta el anochecer.
EMILIA: (A Carlos.) Deberías acompañar a Teresa y Esther a su casa y ayudarles
a cumplir todas las formalidades.
TERESA: Ya me apañaré yo sola. No hace falta que vengas.
CARLOS: Teresa, necesitarás ayuda cuando te encuentres delante de… delante
de la muerte… ¡Ah, eres una santa, Emilia! ¡Eres la más santa de las mujeres!
EMILIA: Marchaos, yo espero aquí. Espero que no tengáis la osadía de
engañarme también esta noche.
TERESA: ¡Oh, Emilia! ¿Cómo puede decir eso? ¡Esta noche! Hemos jurado no
volver a engañarla nunca más. Y usted nos ha perdonado.
EMILIA: Sí, pero no hay situaciones inapropiadas para según qué cosas…
CARLOS: Puedes estar tranquila… (Se oye un gran grito.) ¿Qué ha sido eso?
EMILIA: (Sale gritando.) ¡Víctor! ¡Víctor!
(Silencio. Emilia vuelve a entrar con Víctor desmayado entre los brazos)

Escena XIII.
Los mismos y Víctor

EMILIA: ¡Oh, esto es el final! Me lo he encontrado desmayado en el pasillo. ¡Corre
Carlos! ¡Deprisa! ¡Acompaña a Teresa y Esther y vuelve con un médico!
(Carlos, Teresa y Esther salen atropelladamente después de haber ayudado a
colocar al enfermo sobre la cama. Emilia se queda sollozando.)

Escena XIV.
Emilia, Víctor

EMILIA: ¡Víctor! ¡Víctor! ¡Mi querido Titín! ¡Pequeño mío, hijo mío! Porque tú, al
menos, tu sí que eres mi hijo… ¡Jesús, María y José y toda la corte celestial,
permitid que mi hijo recobre el habla y pueda responder a todas las preguntas de
su angustiada madre! ¡Víctor! ¡Víctor mío! ¿No dices nada? ¡Está muerto! ¿Estás
muerto, Víctor? ¡No podría vivir sin mi hijo! ¡Hijo de mis entrañas!
(Víctor se mueve ligeramente y lanza un pequeño gemido.)
¡Ah!, ¡ah! Te mueves. No estás muerto… ¿Entonces, ¿por qué no me contestas?
¿Dime? Lo haces a propósito, como siempre… Quieres que retuerza los brazos,
que me tire de los pelos… ¿Es eso lo que quieres? ¡Ya que puedes mover tu
cuerpo inmenso no te costaría nada mover la lengua, tan pequeñita! No te costaría
nada… ¿No puedes hablar? A la una, a las dos… ¡Víctor! A la una, a las dos y ¡a
las tres! ¡Toma un cachete, por tozudo!
(Le pega.)
VICTOR: Hace falta ser desgraciada para pegarle a un niño que está sufriendo…
¿Qué nombre merece una madre que le pega a su hijo moribundo?
EMILIA: ¡Perdón! ¡Perdóname, Víctor! No sabía lo que estaba haciendo. ¡Pero es
que tú también a veces…! ¿Por qué no me contestabas?

VICTOR: ¿Qué nombre tiene una madre que maltrata a su hijo moribundo?
EMILIA: Deberías haber respondido, Titín; deberías haberlo hecho, hijito mío…
VICTOR: Muy bien, si no me quieres contestar ya te lo digo yo… ¡Una madre que
hace eso es un monstruo!
EMILIA: ¡Perdóname, Víctor! ¡Cuántas veces te he perdonado yo a ti! Después de
esta nochecita del demonio que nos has dado bien podrías perdonarme. Hijo mío,
si tú me faltases yo también me moriría.
VICTOR: ¿Crees que me voy a morir?
EMILIA: ¡Oh, no! Seguro que no. No sé lo que te pasa, pero no te preocupes, ya
verás cómo no será nada… ¡Morirte! Criatura mía, eso es imposible. Todavía eres
demasiado joven.
VICTOR: Se muere a todas las edades. Sencillamente…
EMILIA: Pero tú no te vas a morir. Yo no quiero que te mueras. Ahora sólo quiero
que me perdones…
VICTOR: Va, va, madrecita, sigo implacablemente el hilo lógico de tu
razonamiento… “Primo”, no me puedo morir; “secondo”, si me muriera…; y “tertio”,
si me muero es preciso, entonces, que te perdone… Estás perdonada, no te
preocupes. ¡Que descanse tu conciencia!
(La bendice. Emilia solloza y besa temblorosamente la mano del niño.)
Hay niños precoces, de una precocidad que se aproxima a la genialidad. ¡Hay
niños geniales!
EMILIA: ¿Qué?
VICTOR: ¡Escucha! Hércules desde la cuna estrangulaba serpientes. Pascal,
ayudado de palos y círculos reencontraba las propuestas esenciales de la
geometría de Euclides. Mozart de niño, con el arco de su violín, maravillaba a los
asistentes de la galería de esculturas de Luxemburgo. El pequeño Federico jugaba
simultáneamente veinte partidas de ajedrez y las ganaba todas. Todo esto no es
nada si lo comparamos con el caso de Jesucristo, quien, nada más nacer, fue
proclamado Hijo de Dios… Estos gloriosos precedentes abruman al hijo de Carlos
y Emilia Zaldívar, que va a morir exactamente el día que cumple los nueve años…

EMILIA: ¡Hijito mío!
VICTOR: Es preciso que sea así. ¿Qué me queda por vivir, por conocer en este
pequeño mundo familiar, este mundo claustrofóbico y asfixiante?
EMILIA: Pues… te queda el trabajo, la estimación y el cariño de los tuyos… Eres
nuestro hijo único.
VICTOR: Ahora lo has dicho. Solamente me queda ser hijo único. ¡Único!. Con la
ayuda de la naturaleza tengo nueve años y mido dos metros. Desde los cinco
años -entonces medía un metro sesenta- he comprendido que debería dedicarme
exclusivamente a la Unicidad.
EMILIA: ¿A qué?
VICTOR: A la Unicidad. La he buscado en silencio, secretamente. Y, por fin, la he
encontrado…
EMILIA: ¿La has encontrado? Desvarías…
EMILIA: ¡Eureka! ¡He encontrado los resortes de la Unicidad!
EMILIA: ¡Pobrecito mío! ¿Y qué resortes son esos?
VICTOR: Los resortes de la Unicidad… ¡Oh! ¡Te lo explicaría fácilmente si
tuviéramos aquí una hoja de papel y un lápiz!
EMILIA: ¿Quieres que vaya a buscarlos?
VICTOR: No, no, es inútil. No tendría fuerza para escribir.
EMILIA: ¿Entonces qué?
VICTOR: No importa. Trataré de explicártelo como pueda. Los resortes de la
Unicidad…
(Entra el padre seguido del doctor y del Obispo.)

Escena XV.
Emilia, Víctor, Carlos, el doctor, el Obispo y más tarde Lili

VICTOR: ¡Ah! …. ¡Uuuuuiiii! ¡La ciencia y la religión se unen para despedirme!
DOCTOR: ¡Bien, aquí está nuestro enfermo! ¿Qué es lo que no te funciona bien,
chaval? ¿Tienes pupa en la tripita?
VICTOR: Sí, señor médico. Tengo pupa aquí. En la tripita…
DOCTOR: No tiene aspecto de ser nada grave. Señora, deme una servilleta y una
cuchara. Túmbate boca abajo. ¿Tiene fiebre?
CARLOS: No lo sé. (Molesto.) Compruébelo usted mismo. (Sale.)
DOCTOR: Veámoslo entonces.
(Le toma la temperatura rectal. Largo silencio. Vuelve a entrar Carlos, nervioso
como siempre, seguido de Lili que también parece muy excitada.)
LILI: (En voz baja.) ¡Señora! ¡Señora!
EMILIA: ¡Chisst! ¿Qué pasa?
LILI: Escúcheme por favor…
(Lleva a Emilia aparte y le murmura unas palabras en el oído. Emilia escucha
horrorizada.)
EMILIA: ¡No es posible! (Carlos da unos pasos hacia la puerta. Emilia corre a su
lado.) ¡Carlos!
CARLOS: ¿Qué pasa?
EMILIA: ¿Qué vas a hacer? Ven aquí ahora mismo. (Carlos vacila. Emilia le coge
del brazo.) ¡Dame eso inmediatamente! ¡Dámelo!
VICTOR: (Sin haber podido ver nada de esta escena entre Carlos y Emilia.) Papá,
hazle caso a mamá y no fumes ahora. El humo me molesta. Dale la pipa y así no
caerás en la tentación… (Carlos le entrega a Emilia un revólver.)
Conviene no apoyarse demasiado en los resortes de la Unicidad.
DOCTOR: ¿Qué dices?

EMILIA: No le haga caso, doctor. Desvaría, doctor, desvaría…
CARLOS: Sí, sí, se le va la cabeza…
(Lili, que no se ha movido en toda la escena, desaparece.)

Escena XVI.
Los mismos menos Lili.

DOCTOR: (Consultando el termómetro.) No es extraño que se le vaya la cabeza.
Tiene… tiene mucha fiebre.
EMILIA: ¿Qué cree usted, doctor?
DOCTOR: Voy a auscultarle. (Lo hace.) Treinta y cinco, treinta y seis, treinta y
siete…
VICTOR: …treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta…
(El doctor continúa auscultando.)
CARLOS: ¿Qué le ocurre?
DOCTOR: Un momento…
VICTOR: (Chillando.) ¡Ooohuuuiii! ¡Ooouuuiii! ¡Ooouuuhhiiii!
OBISPO: ¡Ave María Purísima!
(Carlos y Emilia corren a arrodillarse al lado de la cama. Finalmente Víctor se
calma y pregunta:)
VICTOR: ¿A qué hora nací, mamá?
EMILIA: A las once y media de la noche.
VICTOR: ¿Y qué hora es ahora?
CARLOS: Faltan dos minutos para las once y media.

VICTOR: Es ya la hora para decirte, mamá, cuáles son los resortes de la Unicidad.
Los resortes de la Unicidad son…
CARLOS: ¿Pero se puede saber de qué se está muriendo, doctor?
DOCTOR: Se muere de…
VICTOR: Me muero de la Muerte. La muerte es el último resorte de la Unicidad…
DOCTOR: ¿Qué quiere decir?
CARLOS: A mí no me pregunte. ¡Yo nunca he entendido a este niño!
EMILIA: ¿Y los otros, Víctor, los otros resortes? ¡Deprisa, falta un minuto para las
once y media…!
VICTOR: Los otros… (Pausa.) Los he olvidado…
(Muere.)
DOCTOR: Los niños obstinados tienen este destino cruel…
(El doctor y el Obispo salen. Mientras se van marchando baja una cortina negra.
Oscuro. Se escuchan dos fuertes detonaciones. La cortina vuelve a subir. Emilia y
Carlos yacen tendidos a los pies de la cama donde se encuentra Víctor. Entre
ellos hay un revólver del que todavía sale humo. Se abre una puerta y aparece la
criada.)
LILI: (Dirigiéndose al público.) ¡Lo que yo me temía: esto era una tragedia!

TELON FINAL




EL PROFESOR TARANNE Arthur Adamov



Desnudo - Chagall, Marc. Museo Nacional Thyssen-Bornemisza

EL PROFESOR TARANNE
Arthur Adamov



ELMAR TOPHOVEN


PERSONAJES

EL PROFESOR T ARANNE
JUANA
EL INSPECTOR PRINCIPAL
EL EMPLEADO SUBALTERNO
LA  EMPLEADA ANTIGUA
LA PERIODISTA
LA GERENTE
LA MUJER DE MUNDO
PRIMER CABALLERO
PRIMER POLICÍA
SEGUNDO CABALLERO
SEGUNDO POLICÍA
TERCER
CABALLERO
CUARTO CABALLERO


CUADRO PRIMERO
La Comisaría.

....
A la izquierda, en primer término, sentado detrás de una -mesa cu-
bierta de papeles, el INSPECTOR PRINCIPAL, hombre de edad, de buena
estatura. Lleva una chaqueta negra y un pantalón a raya. De pie, frente a la
mesa, el PROFESOR TARANNE, muy estirado. Tendrá unos cuarenta
años. Va de negro también.
A su derecha, un poco hacia atrás, sentado a horcajadas en una
silla, con la barbilla apoyada en el respaldo, un joven muy moreno: el
EMPLEADO SUBALTERNO .
A la izquierda, en el fondo, la E MPLEADA ANTIGUA que lleva un
vestido ligero de tela estampada: consulta papeles, abre y cierra los
cajones, examina fichas.
A la derecha, el escenario está vacío.
PROFESOR TARANNE (algo jadeante, de un tirón). — ¡Pero si ya saben
quién soy yo! Soy célebre, gozo de la estima de todos. Tendrían
que saber eso lo mismo que los demás, incluso, dada su profesión,
mejor que los demás. Se tienen que dar cuenta perfecta de que
esta acusación es absurda. ¿Por qué iba yo a hacer eso? Mi
conducta hace ver muy bien que no puedo haber tenido tal
desliz ... ¡Por favor, señores, tengan ustedes un poco de sentido
común! ¡Se lo ruego! ¿A quién se le ocurre desnudarse con el frío
que hace? (Riéndose.) No tengo ganas de caer enfermo, de estar en
la cama durante semanas enteras. Como todos los grandes
trabajadores no gasto mi tiempo en tonterías ... ¡Piénsenlo bien!
¿Puede uno fiarse del testimonio de unos niños? Dicen . .. cuanto
se les antoja. Para llamar la atención, para que se les atienda,
harían cualquier cosa ... Hay que conocer a los niños. Y yo sí que
los conozco. Con esto no quiero decir que mis alumnos sean niños
(con gesto de presunción). Soy catedrático ... Pero ... (volviéndose hacia
la EMPLEADA ANTIGUA que sigue guardando sus papeles) Mi hermana
tiene una niña. Una niña que quiere, sea como sea, que la tomen
en serio. Quiere que le hagan caso. ¡Sí, que le hagan caso! Y eso
que la quiero mucho. Puedo decir que quiero a todos los niños.
Pero una cosa es quererlos y otra creer lo que cuentan ... Iba
paseando cerca del agua y de repente los vi. Estaban allí, muy
cerquita, me rodeaban ... Y salían otros, por todas partes y al
mismo tiempo. Todos caían sobre mí. Entonces eché a correr. No
sé porqué corrí. Porque me sorprendería verlos allí. Claro que
corrí. Podrán haberles dicho que corrí pero nada más. Hagan el
favor de mirarme, señores: ¿tengo pinta de haberme vestido
precipitadamente? ¿Y cuándo podía haber tenido tiempo de
volverme a vestir?
INSPECTOR PRINCIPAL . — Lo siento. El caso es que tengo aquí un
informe que no coincide ni mucho menos con lo que me cuenta.
PROFESOR TARANNE . — Corrían y chillaban todos a la vez. (En voz
baja.) Como si se hubieran concertado.
INSPECTOR PRINCIPAL . — ¿Y qué chillaban?
PROFESOR TARANNE (con voz atiplada y señalando con el dedo). — "Ya
verás, ya verás." Pero, ¿qué iba a ver? No he hecho nada malo y lo
puedo probar.
INSPECTOR
persuadir.
PRINCIPAL .
— Estamos dispuestos a dejarnos
PROFESOR T ARANNE . — Soy el profesor Taranne, un hombre
eminente. He dado numerosas conferencias en el extranjero. Hace
poco me invitaron a Bélgica y tuve un éxito sin precedentes ...
Todos los jóvenes se peleaban para que les diera mis apuntes ...
luchaban por tener una hoja escrita por mí . . .
INSPECTOR P RINCIPAL (se levanta y pone la mano en el hombro
del P ROFESOR ) . — No es que ponga en duda sus éxitos. Pero demomento no es lo que nos importa.
(Quita la mano. Pausa.)
Tenemos que esclarecer este asunto para completar el informe.

Permanece en pie.

PROFESOR TARANNE . — ¿El informe? ¿Qué informe? Pero si hacen
un informe pueden perjudicarme gravemente ... echarme abajo la
carrera.
INSPECTOR PRINCIPAL (se vuelve a sentar). — A otros les pasó lo que
a usted. (Pausa.) Le pondrán una multa y se acabó. Si puede
pagarla este incidente no tendrá para usted ninguna consecuencia.
PROFESOR TARANNE . — Claro que puedo pagarla. Tengo dinero.
Voy a firmarles un cheque, nada más fácil. (Echando mano a su
bolsillo.) Ahora mismo, si quieren...
INSPECTOR PRINCIPAL (se levanta de nuevo y toca el brazo del
PROFESOR) . — No, ahora mismo no. Sólo le voy a pedir que firme
(señalando una hoja sobre la mesa) una declaración en la que
reconozca haber sido sorprendido desnudo, por unos niños, al
anochecer. (Se vuelve a sentar.) Puede añadir que no sabía que le
miraban.
PROFESOR T ARANNE . — Ya lo creo que sé que me miran, y que me
remiran, que todos tienen los ojos clavados en mí. ¿Por qué me
miran así? Yo no miro a nadie. Casi siempre bajo la mirada. Y a
veces casi cierro los ojos. (Pausa.) Tenía los ojos casi cerrados cuan-
do acudieron todos.
INSPECTOR PRINCIPAL . — ¿Cuántos eran?
PROFESOR TARANNE . — No los conté, no me dio tiempo. (Pausa.)
¿Por qué me hace esta pregunta? Ya he declarado quién soy. Creo
que con esto basta y sobra ... No acabo de creer que usted no haya
jamás oído hablar de mí.
INSPECTOR PRINCIPAL (se ríe). — Lo siento.
PROFESOR TARANNE . — Pues sí que es de sentir. Es preferible saber
con quién trata uno. (Con violencia.) Otra vez se lo repito, ¿cómopueden ustedes fiarse de unos niños chismosos? ¿Quién puede
probar que la niña que vino aquí a contárselo todo haya de verdad
asistido ... a eso? Otros niños se lo habrían contado a su modo y
quizás lo haya modificado ella, transformándolo aún más, quizás
sin darse cuenta. (Pausa.) Sí, será lo que habrá pasado. Además,
nada más fácil, usted convoca a los que me conocen. Puedo darles
sus apellidos y sus títulos. Garantizarán mi honorabilidad . .. , mi
fama. (Pausa.) ¡Que vengan aquí todos! ¡Que venga aquí quién sea!
Y ya verán ... Entra por la derecha la P ERIODISTA , una mujer ruina, ni
joven ni vieja, ni fea ni guapa, con el pelo cortado a lo garçonne. Lleva
una falda de pliegues y una blusa con mangas cortas.
LA PERIODISTA . — ¿No ha visto usted un señor muy alto,
muy gordo? Lleva siempre las gafas en la mano. Me ha citado aquí
. . .
EL EMPLEADO SUBALTERNO . — Nadie ha venido aquí, señora,
excepto (señalando al P ROFESOR ) el señor profesor.
El PROFESOR TARANNE se sobrecoge.
PROFESOR TARANNE (acercándose a la PERIODISTA ). — Creo que ya
nos hemos encontrado alguna vez, señora ... Si bien recuerdo, us-
ted ha publicado hace poco una tesis ... (volviéndose hacia el
EMPLEADO SUBALTERNO ) una tesis magnífica.
LA PERIODISTA (andando con desparpajo). — Creo que usted se con-
funde. Soy periodista. (AL EMPLEADO SUBALTERNO .) ¡Qué calor
hace aquí! ¿No pueden ventilar un poco esta habitación?
EL EMPLEADO SUBALTERNO . — Con mucho gusto.
Se levanta, pero la EMPLEADA ANTIGUA se ha adelantado y hace
como que abre la ventana del fondo. Se vuelve a sentar y a tomar la
misma actitud; con la barbilla apoyada en el respaldo de la silla.
PROFESOR TARANNE (a la PERIODISTA ). — Permítame que me
presente
LA PERIODISTA (da la espalda al PROFESOR TARANNE y se dirige hacia
el INSPECTOR PRINCIPAL que sigue escribiendo). — Verdaderamente
los hombres carecen de imaginación. Cuando quieren hablar a
una mujer siempre dicen que ya la- han encontrado en otro sitio.
EL INSPECTOR se ríe ligeramente mientras sigue escribiendo.
La PERIODISTA se dirige hacia la ventana del fondo.
Entran por la derecha el PRIMERO y SEGUNDO CABALLERO , muy
atareados, con abrigos de invierno. El PRIMER CABALLERO lleva
una cartera de cuero. Se ve claramente que siguen hablando de un asunto
anterior a su entrada.
PRIMER CABALLERO (al SEGUNDO ) — Bien le había dicho yo "que
desconfiara de él.
PROFESOR TARANNE (acercándose, después de una ligera duda, a
los dos CABALLEROS ). — Estoy encantado de encontrarlos. Van a
poder hacerme ... un favor. Los dos hombres se miran suspensos. Se
piensan que el PROFESOR
TARANNE es un loco.
PRIMER CABALLERO (fríamente). — No le conozco a usted, caballero.
El SEGUNDO CABALLERO hace un ademán que significa: yo tampoco.
PROFESOR TARANNE . —¿Cómo que no? Tantas veces como los he
visto asistir a mis clases.
SEGUNDO CABALLERO . — No asistimos a ninguna clase.
(Riéndose.) Hace tiempo que dejamos los estudios. (Al PRIMER
CABALLERO , con cara de importante.) Habrá que obligarle a cambiar
de programa. El PRIMER CABALLERO coge el brazo del SEGUNDO . Van
y vienen.
PROFESOR TARANNE (siguiéndoles). — Pero señores, no pueden
ustedes dejar de reconocerme, es imposible, si soy ... el profesor
Taranne.
PRIMER CABALLERO (despacio, como quien intenta recordar algo). —
¿Taranne?
SEGUNDO CABALLERO (dando claramente la espalda al PROFESOR. TA-
RANNE y cogiendo del brazo al PRIMER CABALLERO ) . — En todo caso
puede usted contar con mi colaboración.
PROFESOR TARANNE (tartamudeando). — Señores, por favor, hagan
un esfuerzo, un pequeño esfuerzo y quizás ... dentro de unos se-
gundos exclamen ustedes (alegre): ¡Pero si es Taranne!
SEGUNDO CABALLERO (encogiéndose de hombros). — ¿No ve
usted que tenemos que hacer? El PROFESOR TARANNE queda como
embelesado.
PRIMER CABALLERO (al SEGUNDO , cogiéndole del brazo). — Ya
es hora de tomar medidas. Dan algunos pasos.
PROFESOR TARANNE (dirigiéndose al INSPECTOR PRINCIPAL que sigue
sentado a la mesa). — ¡Qué cosa más rara! Porque, al fin y al cabo,
fuera de mis méritos... de mis investigaciones .. . tengo una cara
como para que no se la olvide cuando se la ha visto alguna vez.
INSPECTOR PRINCIPAL . — Ya lo creo.
PROFESOR TARANNE . — Es cierto que después de eso he hecho un
largo viaje al extranjero.
INSPECTOR PRINCIPAL . — Ya sé. Un viaje que ha sido para usted un
gran éxito.
PROFESOR TARANNE . — Un éxito extraordinario. Como que
pienso marcharme otra vez. (Pausa.) En el extranjero, examinan
con más seriedad los problemas que me interesan. Se les concede
una importancia que no siempre tienen aquí, hay que confesarlo.

El Inspector Principal no se mueve.
El Profesor Taranne se va acercando con timidez a los dos
Caballeros. El Empleado Subalterno, que sigue teniendo la misma
actitud, parece dormido.
La Empleada Antigua sique consultando sus papeles.
LA PERIODISTA . (alejándose de la ventana y saliendo al encuentro
de los dos Caballeros) . — Pensar que no les reconocía. Les ruego
que me disculpen.
SEGUNDO CABALLERO .— Qué fácil es volverse a encontrar.
PROFESOR TARANNE . — Muchas veces he notado...
SEGUNDO CABALLERO .— (dando la espalda una vez más al
Profesor Taranne ydirigiéndose al Primer Caballero). Creo que nos
interesa obrar pronto.
Andan.
LA PERIODISTA . — ¿Se trata de aquel asunto del que me habló
el otro día?
PRIMER CABALLERO .— (riéndose). Lo se le escapa ni una,
señora.
Entra la MUJER DE MUNDO, es una mujer de edad, vestida con
traje oscuro, un sombrero con velo, acompañada por los Caballeros
Tercero y Cuarto, dos hombres de alta estatura, con canas en las sienes,
vestidos con elegancia.
SEGUNDO CABALLERO .— ¡Atiza!
Se dan un apretón de manos.
LA PERIODISTA . — (al Tercer Caballero, con tono jovial).
mundo es un pañuelo!.
El TERCER CABALLERO .— (volviéndose hacia la Mujer de Mundo y
el Cuarto Caballero, en voz baja). Es una periodista incansable.
(Riéndose.) Se la ve por todas partes, hasta en los Corredores de la
universidad.Apretón de manos. El Profesor Taranne se sobrecoge y se acerca.
CUARTO CABALLERO. —
He leído su último artículo; ¡enhorabuena!
LA MUJER DE MUNDO (seria). —A propósito de Universidad...
he asistido la semana pasada a una clase que me ha llamado
particularmente la atención. (Reparando de repente en el Profesor
Taranne). Pero, supongo que no sueño, si es... (Al Profesor Taranne.)
Profesor, no me podía imaginar una casualidad tan grande. Estaba
precisamente hablando de usted.
PROFESOR TARANNE . — (tartamudeando de emoción). Estoy
encantado, señora...
LA MUJER DE MUNDO — Permítame, profesor, presentarle mis
amigos. (Señalando al Profesor Taranne.) Profesor Ménard.
PROFESOR TARANNE . — (aniquilado). Yo...
El Inspector Principal arregla sus papeles sobre la mesa, se
levanta, se pone el abrigo y sale por la izquierda. Parece que nadie le ve
salir.
CUARTO CABALLERO — (en voz casi alta, inclinándose hacia la
Mujer de Mundo). Pero si no es el profesor Menard. Se le parece
algo, pero el profesor Ménard es mucho más alto, más gordo...
TERCER CABALLERO — Lleva las gafas en la mano... como él...
(Riéndose.) Pero fuera de eso...
PROFESOR TARANNE . — (tartamudeando). Yo... soy el profesor
Taranne... usted... conocerá sin duda las investigaciones...
LA MUJER DE MUNDO —¿Taranne?
Los Caballeros Tercero y Cuarto hacen un ademán con la mano que
significa: nosotros tampoco conocemos a este señor.
El Empleado Subalterno se levanta, coloca su silla cerca de la mesa
y sale por la izquierda. Parece que nadie le ha visto salir.
PROFESOR TARANNE . — (tartamudeando), Le sorprende usted
mucho... Sobre todo porque conozco y estimo particularmente al
profesor Renard y que... por su parte... él siente por mí el mayor
(hinchando la voz con desesperación.) respeto;
El Profesor Taranne ha hablado en el vacío, nadie le ha hecho caso.
La Mujer de Hundo coge del brazo a los caballeros Tercero y Cuarto.
Lentamente dan algunos pasos.
La Empleada Antigua que ha terminado su trabajo se pone el
abrigo y sale por la izquierda sin que nadie parezca darse cuenta,
tampoco, de ello.
LA PERIODISTA (a todos) .— Me tengo que ir ahora.
Agita la mano para despedirse y sale por la derecha.
SEGUNDO CABALLERO .— (poniendo la mano en el hombro del
Primero). Tenemos que terminar pronto con esta impostura.
Vamos. Nos encargaremos de ello.
LA MUJER DE MUNDO (al CUARTO CABALLERO ). — ¿Nos
vamos? No vamos a quedarnos aquí para siempre (con gravedad,
de repente) como culpables
...

La MUJER DE MUNDO y los CABALLEROS TERCERO y CUARTO
salen a su vez por la derecha. El PROFESOR TARANNE da algunos pasos
hacia ellos pero pronto se para y se apoya, tambaleándose, en una silla,
luego se da cuenta, de repente, de la ausencia del INSPECTOR PRINCIPAL
y de los EMPLEADOS y echa a correr. Sale por la derecha.
Voz DEL PROFESOR TARANNE (desde bastidores). —Discúlpenme ...
pero quisiera preguntarles si han visto al inspector o a uno de los
empleados ... Es muy molesto. Tenía que firmar mi declaración ...
y ... no lo he hecho ... (Atemorizado.) Pero no habrán podido salir,
cualquiera de nosotros los habría visto ... No comprendo. Entra,
por la izquierda, la GERENTE, vestida con una bata gris. Cambia
ligeramente de sitio la -mesa y las sillas, quita los ficheros, trae un
tablero de llaves y. lo cuelga en la pared del fondo, a la derecha del
escenario.

La escena representa la recepción del hotel.

CUADRO SEGUNDO

La recepción del Hotel.

El PROFESOR TARANNE anda de un lado para otro.
PROFESOR TARANNE. — No viene nadie. ¡Qué pesadez! La Gerente
habrá salido a pasear ... como siempre. En este plan sería más
honrado que presentase su dimisión ... (Pausa.) Tengo derecho í
saber si tengo correo o no. (Entran por la derecha los dos POLICÍAS, de
aspecto vulgar.) ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren? No hay nadie
en la recepción.
PRIMER P OLICÍA .—Buscamos a un tal ...

Saca un papel del bolsillo.

S EGUNDO POLICÍA .— Taranne.
PROFESOR TARANNE . — Ustedes se refieren al profesor Taranne.
PRIMER POLICÍA . — En los papeles han dejado en blanco la
profesión.
PROFESOR TARANNE . — Es un olvido que es de lamentar. Porque,
¿cómo puedo estar seguro de que me buscan a mí? (Se ríen los
POLICÍAS .) Soy el profesor Taranne. Tengo una cátedra en la Uni-
versidad ... (Los POLICÍAS se acercan.) ¿Pero, qué pasa? No he
perjudicado a nadie. (Riéndose.) Mi conciencia no me reprocha
nada.
PRIMER P OLICÍA .— Usted ha infringido nuestros reglamentos
PROFESOR TARANNE . — Explíquense ...
SEGUNDO P OLICÍA . — Con mucho gusto, pero usted nos
interrumpe.
PRIMER P OLICÍA . — Ha cometido una infracción muy corriente, le
pondrán una multa y nada más.
P OFESOR TARANNE . — Pero habría que saber de qué se trata.
P IMER P OLICÍA . — ¡No se apure! ¿A quién no le han puesto nunca
una multa?
PROFESOR TARANNE (como quien toma una decisión heroica, después de
un silencio.) — Con que, ¡se trata de eso! Ustedes no están al tanto.
Pero si acabo de salir ahora mismo de la Comisaría. He firmado
los papeles necesarios. Unos testigos han asegurado que mi
conducta es honesta, el asunto está arreglado. Además, pueden
ustedes comprobarlo puesto que estoy aquí libre en su presencia y
les estoy explicando ... Sus servicios están muy mal organizados,
hay que confesarlo. Porque, al fin y al cabo, tendrían que estar
enterados ya de lo que les estoy diciendo. Ésta es la conclusión
que yo saco.
SEGUNDO POLICÍA . — Se confunde. Nosotros no dependemos de la
Comisaría del distrito. Tenemos que hacerle unas preguntas
acerca de otro delito.
PROFESOR TARANNE . — Por favor, explíquense . ..
PRIMER POLICÍA . — Le acusan de haber dejado papeles... en las ca-
setas de baño.
SEGUNDO POLICÍA . — Cree que puede hacer todo lo que se le
antoja. De ahora en adelante sabrá que hay que respetar la
limpieza de las casetas.
PROFESOR TARANNE (agresivo). — Se confunden. Precisamente no
he alquilado ninguna caseta ... ni ayer ni ... el otro día. Y éstas son
las únicas veces que me he bañado en esta temporada. {Pausa.) Es
cierto que tengo costumbre de alquilar una caseta Me molesta
tener que desnudarme en la playa donde todos me pueden ver. Y
todas las precauciones que tiene que tomar uno si teme las mi-
radas indiscretas, todas estas precauciones me fastidian y sobre
todo hacen que ande perdiendo un tiempo que prefiero emplear
(riéndose) en otras cosas ... de más provecho. (Esbozando un
ademán.) Siempre es un lío bajarse el pantalón después de atar
rápidamente la camisa alrededor de la cintura; puede caer, hay
que tener cuidado. (Pausa.) Ustedes dirán que siempre puede uno
esconderse detrás de las casetas, pero en esos sitios la arena no
cambia jamás, y es la mar de sucia ... siempre duda uno en ir a
esos sitios.
PRIMER POLICÍA (tendiendo al PROFESOR TARANNE el papel que lle-
vaba en la mano). — Está bien. Sólo le pedimos que haga la decla-
ración siguiente: juro no haber ocupado ninguna caseta de baño a
partir del día tal, y que firme. Está claro.
SEGUNDO POLICÍA . — Puede usted, si es cierto y si lo desea, añadir
después: a partir de tal fecha y eso porque no tenía dinero.
PROFESOR TARANNE . — Es cierto ... no llevaba dinero. A
cualquiera le ocurre olvidarse el dinero en casa. Claro está, puede
parecer algo raro que tal hecho se repita con algunos días de
intervalo. Pero, si se piensa mejor la cosa, es ésta una visión muy
superficial. ... Las cosas vienen siempre por series. Es curioso pero
... es el caso. Pues sí, la última vez que fui a la playa, se me olvidó
otra vez el dinero ... Podrán ustedes advertirme que podía haber
vuelto por él, volver hacia atrás. Pero eso sí que no pude hacerlo,
señores, y nunca he podido. Recorrer una carretera pensando que
habrá que recorrerla otra vez, volver a ver todos los detalles de
ella, no tengo fuerza para eso. (Cambiando de tono.) Además y en
general, no me gusta andar. No puedo trabajar andando.
SEGUNDO POLICÍA (sacando un cuaderno de su bolsillo). —-
¿Reconoce usted esto?
PROFESOR TARANNE . — Pero si es mi cuaderno ... ¿Cómo ha
llegado a parar a sus manos? Contésteme. Exijo que me responda.
Siempre lo llevo conmigo, no lo dejo nunca. Apunto en él todas
las ideas que se me ocurren durante el día, ideas que luego
desarrollo ... No, ustedes no hallarán en él ni siquiera el texto
completo de una clase mía (riéndose). No bastaría para ello todo el
cuaderno... Mis clases son largas, larguísimas. Un amigo me
aseguró un día que en ninguna Universidad se dan tan largas.
Tengo derecho a varias horas seguidas ... A veces ocupo la cátedra
hasta la noche .. . Mientras hablo encienden las lámparas y por las
puertas abiertas entran sin cesar nuevos oyentes. Naturalmente,
no me gusta mucho esto, por el ruido de las sillas ... Pero muchos
tienen durante el día ocupaciones que no pueden dejar de
atenderla pesar de lo mucho que les gustaría ... Hay que
comprenderlos. Cuanto más que esto no perjudica el curso. Mis
clases están repartidas de tal forma que se puede seguir una parte
sin haber oído la precedente . .. No es que yo me repita, ni mucho
menos. Pero al principio de cada parte, hago un resumen de lo
anteriormente dicho y este resumen, señores, lejos de carecer de
utilidad, arroja una luz nueva en el asunto que estoy tratando.
PRIMER POLICÍA . — Hay en su cuaderno unas cuantas páginas
escritas con una letra que no es suya.
SEGUNDO POLICÍA (alargando el cuaderno al PROFESOR
TARANNE .) (Sin dárselo) . — Aquí, por ejemplo.
Los dos POLICÍAS rodean al PROFESOR T ARANNE .
PROFESOR TARANNE (inclinándose hacia el cuaderno que sigue man-
teniendo el SEGUNDO POLICÍA ) . — Qué va a estar escrito con otra
letra, si esta letra es mía, ¡mía! Reconozco muy bien mi letra, una
letra como la mía, ¡tan peculiar!
SEGUNDO POLICÍA . — Si es así, léanos lo que ha escrito.
PROFESOR TARANNE (intentando desentrañar el sentido de la página
indicada). — Voy ... vosotros... vino ... Tiene razón, me cuesta
comprender el sentido de esto. Pero no es ninguna prueba.
Cuando se escribe muy de prisa, andando, por ejemplo —y conste
que a menudo escribo andando— es frecuente que uno no pueda
volver a leerse.
PRIMER POLICÍA . — Al autor de un texto le resultará fácil
completar lo que le cuesta leer otra vez ... en su propio texto.
SEGUNDO POLICÍA . — Parece que ...
PROFESOR TARANNE (atemorizado). — ¿Que he querido cambiar de
letra? Pero ¿para qué? ¿Para qué?
PRIMER POLICÍA (riéndose)— No sé. Para cambiar un poco...
PROFESOR TARANNE (alargando la mano). — Por favor,
devuélvamelo. El SEGUNDO POLICÍA esconde el cuaderno detrás de
sus espaldas.
PRIMER POLICÍA . — ¡Un poco de paciencia!
SEGUNDO POLICÍA . — Una pregunta más. ¿Por qué están escritas
tan sólo las primeras y las últimas páginas del cuaderno? Las pá-
ginas de en medio .. .
PROFESOR TARANNE . — ¿Las páginas de en medio? No, no puede
ser... Hace mucho que acabé con este cuaderno. Es un cuaderno
muy antiguo que saqué para volverlo a leer, para buscar algunos
datos que me hacían falta. Me acuerdo... He escrito por todas
partes incluso en los márgenes. Ustedes se habrán fijado. Todo
está lleno por mí, ¿me oyen?
SEGUNDO POLICÍA (entregando el cuaderno al PROFESOR TARANNE )":
— Mírelo usted.
PRIMER POLICÍA . — No habrá utilizado aún todas las páginas, esto
es todo.
PROFESOR TARANNE . — Sí, es cierto ... Hay un espacio en blanco.
Un blanco en medio.
SEGUNDO POLICÍA (riéndose). — Ya se lo habíamos dicho.
PROFESOR TARANNE . — Voy a explicárselo ... Nada más sencillo ...
A veces empiezo a escribir en mis cuadernos por un lado, a veces
por el otro ... Me entienden ... Ya, ya sé que me van a poner
reparos. Ustedes me dirán .. . "¿Pero en ese caso por qué viene es-
crito siempre en el mismo sentido? Si empezara por las dos ex-
tremidades no se podría leer de un tirón". Naturalmente ... pero
ocurre que yo me fijo ... (Los dos POLICÍAS salen por la derecha.
TARANNE que no ha notado su salida continúa su discurso.) Evi-
dentemente podría haber tenido cuidado de no dejar páginas en
blanco, y ... esto no hubiera ocurrido . .. Yo soy distraído, señores.
Muchos sabios, muchos de los que hacen investigaciones lo son ...
Lo son casi todos, es cosa conocida. (Riéndose.) Hay anécdotas que
se refieren a eso ...
Dándose cuenta de repente de que está solo, sale precipitadamente
por la derecha.
Voz DEL PROFESOR TARANNE (entre bastidores). — Esperen ... Si no
he firmado mi declaración. Ni siquiera me han dado pluma y yo
no llevaba ninguna . .. Arriba ... ¡la dejé arriba! Pero no podía ir
por ella... No sé por qué mi llave no está en el tablero y la gerente
se ha ido ¡como siempre! ¿Me oyen? (Grita.) ¡Señores!
Casi inmediatamente vuelve a aparecer por la derecha siempre con el
cuaderno en la mano.
PROFESOR TARANNE (andando). — No comprendo por qué se ha-
brán marchado de esta forma, sin decir nada, sin darme siquiera
un apretón de manos ... Van y vienen ... les parece cosa normal
venir a molestar a un hombre que está trabajando, que necesita un
poco de tranquilidad para poner en orden sus investigaciones. (El
P ROFESOR T ARANNE da algunos pasos, entra por la izquierda la
GERENTE que lleva debajo del brazo un inmenso rollo de papel. El
PROFESOR TARANNE dirigiéndose hacia la GERENTE .) ¿Tengo alguna
carta?
LA GERENTE . — No, señor profesor; nada más que esto, que
me pidieron entregara cuanto antes al señor profesor. Le tiende el
rollo de papel.
PROFESOR TARANNE (cogiendo el rollo de papel).—Gracias.(Sale la
GERENTE.
El PROFESOR TARANNE pone el cuaderno sobre la mesa, se
arrodilla y desenrolla el rollo en medio del escenario. Es un mapa
gigantesco que representa un plano dibujado con tinta china. EL
PROFESOR TARANNE , de rodillas e inclinado hacia el mapa, balbucea.)
Se trata de una equivocación ... Seguro que esto no era para mí ...
Pero el profesor Taranne soy yo, de eso no hay duda. (Grita.)
¡Señora!
LA GERENTE (vuelve a aparecer por la izquierda). — ¿Me ha llamado
usted, señor profesor?
PROFESOR TARANNE (levantándose). — ¿Quién le trajo este
mapa?
LA GERENTE . — Lo encontré sobre el mostrador al volver.
Habían dejado además una hoja que ponía: entregar cuanto antes
al profesor Taranne. No sé nada más. Sale por la izquierda.
El PROFESOR TARANNE se arrodilla de nuevo ante el mapa y lo
estudia. Por la derecha entra JUANA, una mujer joven y morena, de
lindas facciones y voz pausada. No parece nada sorprendida, da la vuelta
al mapa para no pisarlo. Se para al otro lado del mapa a la izquierda del
escenario.
JUANA . — Se está bien aquí.
PROFESOR TARANNE .— Juana, me pasan cosas sorprendentes.
JUANA . — ¿Sorprendentes? ¿Estás seguro? Siempre dices que todo
es sorprendente. (Riéndose.) ¡Vaya hermano que tengo!
PROFESOR TARANNE . — Atiéndeme . .. Acaban de traerme este
mapa. Es el plano del comedor de un barco en el que dicen que he
reservado un pasaje. Pero, ahí está el asunto, yo no he reservado
nada en un barco ...
JUANA (se arrodilla y se inclina hacia el mapa). — Según parece en
este plano, se trata de un comedor grande y hermoso.
PROFESOR TARANNE . — Sí, es grande.
JUANA . — Muchas veces he admirado en las agencias las
fotografías del "Presidente Welling". Desde luego es el paquebote
más rápido y más cómodo de todos.
PROFESOR TARANNE .—Puede ser. Pero conste que no he reservado
ningún billete en este barco, ni en ningún otro y que por lo
tanto . . .
JUANA (se inclina más y pone la palma de la mano sobre el mapa). —
¿De qué te quejas? Han querido honrarte. (Señalando con el dedo un
punto en el mapa.) Ves, esta cruz es tu sitio. Te han puesto en la
mesa de honor y en el centro además.
PROFESOR TARANNE . — Pero esto no explica por qué iba yo a
reservar un pasaje en un barco. ¿Y adonde iba a ir? No se va a
Bélgica por mar, que yo sepa.
JUANA . — Si te han reservado un sitio tan bueno es que estarán en-
terados de quién eres.
PROFESOR TARANNE . — Claro... No es mera casualidad el que me
hayan puesto en la mesa de honor, al lado de las más altas perso-
nalidades . .. Pero no pienso ir tan lejos. No tengo ningún motivo
para hacerlo. No tengo nada que buscar, ni que temer.
JUANA (se levanta y se pone muy erguida). — Habrás sacado el
billete un día que estabas cansado de tanto trabajar. Y luego has
estado menos cansado y se te ha olvidado que lo habías sacado.
PROFESOR TARANNE (distraído).—Quizás.
JUANA .— Ocurre a menudo que uno haga cosas que después
se le olvidan. Muchas veces busco yo mis peinetas y las tengo en
el pelo. Es raro, se siente una entonces un poco molesta. Y luego,
se ríe. (Se ríe y luego con aire serio.) Tengo una carta para ti.
PROFESOR TARANNE (precipitadamente). — ¿De Bélgica?
JUANA . — No sé. Hay una estatua en el sello y pone algo. 
PROFESOR TARANNE . — ¿Tienes la carta?
Se dirige hacia JUANA, dando la vuelta al mapa.
JUANA (saca una carta de su bolsillo).—Debajo de la estatua
pone (lee) Territorio de la Independencia.
PROFESOR TARANNE . — ¡Pero si ningún sello dice eso!
(Alargando la mano.) Dámela.
JUANA (enseñando la carta al PROFESOR TARANNE, sin dársela).
— Ya ves, al lado hay otro sello con un león.
PROFESOR TARANNE . — Sí, el león real de Bélgica.
JUANA . — He tenido que pagar una sobretasa. (Riéndose.)
Tengo el portamonedas vacío.
PROFESOR TARANNE . — Es lo que yo pensaba. La carta del
rector ¡por fin! (Pausa.) Dámela. ¿Por qué no me la quieres dar?
JUANA . — Quisiera leértela.
PROFESOR TARANNE . — Dámela.
Quiere coger la carta pero JUANA se resiste.
JUANA (entregando la carta al PROFESOR ) . — Como quieras.
PROFESOR TARANNE . — No, léela. (JUANA se sienta en el borde
de la mesa y abre el sobre. El PROFESOR TARANNE queda de pie a su
lado).
JUANA (lee con voz neutra, voz que tendrá hasta el final de la
obra).— Muy señor mío. Usted deja ver en su última carta cierta
impaciencia que, se lo confieso, me sorprendió...
PROFESOR TARANNE
(aterrorizado). — Me lo figuraba. He metido la pata, habré quedado mal con él...
JUANA (lee). — Conste que creía, al llamarle la atención sobre
la salud de mi mujer, haberle dado bastantes explicaciones
respecto al tiempo que tardé en contestarle.
PROFESOR TARANNE . — Claro, claro, tenía que haberle
pedido noticias de su mujer. Pero podía ponerse en mi lugar. Le
hablaba en mi carta de cosas que son particularmente queridas
para mí. No se pasa tan fácilmente de un asunto a otro. (Pausa.)
Pues es cierto, lo de su mujer se me olvidó.
J UANA (lee). — Siendo así me resulta de todas maneras imposible
tomar las disposiciones necesarias para que pasara una segunda
temporada con nosotros ...
PROFESOR TARANNE . — Se cree que sólo él sabe hacer las cosas ...
Para tomar estas disposiciones otros tienen tantos méritos como
él... Otros estarían encantados de hacerme un favor, de hacer
trámites para mí.
JUANA (lee). — Tengo también que decirle que en su último viaje
me enteré sorprendido de que había dejado de notificar a la 
dirección las horas precisas de sus clases, lo cual perjudicó a sus
colegas que en el último momento tuvieron que modificar sus
horarios .. .
PROFESOR TARANNE . — Pero, ¡si era lo que ellos querían!
JUANA (lee). —... También me he enterado de que sus charlas se
habían prolongado más de lo permitido ...
PROFESOR TARANNE . — Si prolongué mis clases, fue porque la
abundancia de las asignaturas me obligó a ello ... y que no había
otro remedio ...
J UANA (lee). — Me han dicho, por fin, que la atención de sus alum-
nos fue disminuyendo de una forma notoria, que incluso llegaron
algunos a hablar en voz alta y que otros salieron del anfiteatro
antes de que usted terminara de dar su clase ...
PROFESOR TARANNE . — ¿A quién se le antojó contarle tales men-
tiras? ¿Y cómo puede ser él tan crédulo? ¡Pero si es absurdo! Si hu-
bieran abandonado el aula mientras daba mi clase lo habría visto
y me habría parado ... y el caso es que no me paré ... Al revés,
hablé de un tirón y sin bajar el tono. (Pausa.) Jamás tuve que bajar
el tono. Claro que ocurrió alguna vez que unos estudiantes se
marcharon antes de terminar la clase. Pero era porque tenían que
coger el tren para volver a su casa. Habían venido de otra ciudad,
precisamente para oirme y sólo tenían aquel tren ... No se les
puede reprochar nada a esos estudiantes, nada en absoluto ... En
cuanto a los murmullos que, una vez, se hicieron oír en el fondo
de la sala, sé quién los fomentó ... Unas chicas estudiantes tuvie-
ron que hacer callar a unos jóvenes sentados detrás de ellas que
exclamaban: "¡Qué claro todo! ¡Qué facultad tan grande de razo-
nar...!" No se puede tomar a mal, ellas tomaban apuntes con-
cienzudamente. Era de lo más elemental que pidieran silencio.
JUANA (lee).—Todo esto no tendría ni la menor importancia si el
interés de sus clases fuera indiscutible, pero no es así. Sus últimas
conferencias me han parecido muy desiguales. . .
PROFESOR TARANNE . — ¡Desiguales! ¡Es fácil decirlo! ¡Si es
que no se puede ir siempre al centro del asunto! Si es que hay
temas que uno profundiza más que otros, porque le conciernen a
uno personalmente, le impresionan ... Se golpea el pecho con el dedo.
JUANA (lee). — Algunos temas me interesan. Pero me habría gus-
tado que los desarrollara con más precisión e incluso con más
honradez. Las ideas que expresa me recuerdan demasiado a las ya
francamente reputadas del profesor Ménard. Conste que no
pongo yo el menor reparo a estas ideas. Al contrario, me parecen
dignas de la mayor atención. Pero me pregunto cómo pudo usted
dejar de indicar sus puntos de referencia y por lo tanto presentar
como resultado de sus propias investigaciones el plagio de una
obra que todos conocemos y admiramos...
PROFESOR TARANNE (se apoya, deshecho, sobre la mesa y balbucea). —
Es mentira ... es mentira ... Se nos ocurrieron las mismas ideas en
la misma época. Son cosas que ocurren. No es ésta la primera
vez ...
JUANA (lee). — Quizás no le hubiera comunicado mis
impresiones si no me hubieran enviado cartas de diferentes
partes, llamándome la atención sobre lo que habrá que llamar su
indelicadeza.
PROFESOR TARANNE (enderezándose, sobrecogido).— ¡Le
escribieron todos! Sabía que lo harían. Les observé detenidamente.
Mientras hablaba chillaban. (Con voz chillona.) "Ha robado las
gafas del profesor Ménard; todo lo hace como el profesor Ménard,
lástima que sea más bajo que él". Y no sé cuántos disparates ...
Ojalá "tuvieran el valor de levantarse y decirme las cosas a la cara,
las cosas que cuchicheaban como cobardes, entonces me hubiera
levantado y les hubiera dicho {pone cara de orador, hinchando la voz)
¡Señores! ...
JUANA (lee). —Resulta de todo esto que no puedo invitarle a
nuestra próxima sesión. Crea usted, señor, que lamento haber
tenido que modificar la opinión que tenia de usted. J UANA se
levanta, pone tranquilamente la carta sobre la mesa y se prepara para
salir. El PROFESOR TARANNE se agarra a la mesa para no caer.
PROFESOR TARANNE . — ¿Y por qué decirme eso después de
tantos años? ¿Por qué no me lo dijeron antes? ¿Por qué no me lo
dijeron todos? ¡Ya que es notorio! ¡Ya que salta a la vista
inmediatamente!
Mientras habla el PROFESOR TARANNE, JUANA da la vuelta al
mapa (por no pisarlo) cuidadosamente y sale despacio por la derecha.
Después de esta última frase el PROFESOR TARANNE se vuelve
hacia el mapa y lo mira largamente.
La GERENTE entra por la izquierda sin mirar al PROFESOR TA -
RANNE , quita los pocos objetos de que se compone el decorado (sillas,
etc.) y las puertas en los bastidores. El escenario queda vacío. Tan sólo el
cuaderno y la carta que la GERENTE ha dejado caer están en el suelo. El
PROFESOR TARANNE no ha visto nada. Después de salir la GERENTE, 
él coge el mapa, se dirige con paso mecánico hacia el fondo del escenario, y
busca con la mirada un sitio para colgarlo. Un aparato ya está puesto.
Poniéndose de puntillas llega a colgar el mapa de la pared. El mapa es
una gran superficie gris, uniforme, vacía del todo. El PROFESOR
TARANNE de espaldas al público, la contempla durante un momento, y
luego, lentamente, empieza a desnudarse.
TELÓN