21/11/14

LOS FÍsicos. Dürrenmatt.





Los físicos
Dürrenmatt Friedrich
Comedia

PERSONAJES
Psiquiatra
Enfermera jefe
Enfermera
Enfermero jefe
Enfermeros
Pacientes
Misionero
Su esposa
Los hijos de Lina
Inspector de policía
Policía
Un médico forense
Doctora Mathiide von Zahnd
Marta Boíl
Monika Stettler
Uwe Sievers
McArthur
Murillo
Herbert Georg Beutler, llamado Newton
Ernst Heinrich Ernesti, llamado Einstein
Johann Wilhelm Mobius
Oskar Rose
Lina Rose
Adolf-Friedrich
Wilfried-Kaspar
Jórg-Lukas
Richard Voss
Guhl
Blocher

Acto primero

Lugar: el salón de una villa cómoda, aunque algo venida a menos, del sanatorio privado Les Cerisiers.
Entorno inmediato: al principio, la orilla de un lago en estado natural, luego edificada, y, por último, una ciudad mediana o, más bien, pequeña.
El que fuera un precioso pueblecito con castillo y centro histórico está ahora invadido por los horribles edificios de varias compañías aseguradoras, y vive básicamente de una modesta universidad con facultad de teología incorporada y cursos de idiomas en verano, más una escuela de comercio y otra de odontotecnia, internados para señoritas y una industria ligera apenas digna de mención: no tiene, pues, una actividad económica febril. A ello se suma, de ma­nera ciertamente superflua, él efecto tranquilizador del paisaje. Hay montañas azules, colinas con bosques plantados por el hombre y un lago importante, así como también, en las inmediaciones, una ancha llanura que, si bien fue un pantano sombrío en otros tiempos, actualmente es fértil y está surcada por canales. En ella se alza un centro penitenciario con su correspondiente explotación agrícola, de suerte que por todas partes se ven grupos o grupúsculos de delincuentes que cavan y remueven la tierra con el azadón. Sin embargo, el entorno geográfico no tiene aquí mayor relevancia y sólo es mencionado por prurito de exactitud, ya que en ningún momento abandonaremos la villa donde está instalado el manicomio (¡ya salió a relucir la palabreja!), o, para ser aún más precisos, ni siquiera abandonaremos el salón de esa villa, pues nos hemos propuesto respetar rigurosamente las unidades de tiempo, lugar y acción. Sólo la forma clásica se aviene bien con una acción que se desarrolla entre locos.
Pero vayamos al grano. Por lo que respecta a la villa, diremos que en su momento llegó a albergar a todos los pacientes de la fundadora de la institución, la médico y doctora honoris causa Mathilde von Zahnd: aristócratas reblandecidos, políticos arterioescleróticos que ya hubieran dejado de gobernar, millonarios oligofrénicos, escritores esquizofrénicos, grandes industriales maniaco-depresivos, en pocas palabras, toda la élite espiritualmente extraviada de medio Occidente. Pues Mathilde von Zahnd es todo un personaje. Y no solamente porque la jorobada se­ñorita del sempiterno batín blanco sea el último vástago importante de una poderosa familia autóctona, sino porque también es famosa —y puede decirse que mundialmente— como filántropa y psiquiatra (acaba de publicarse su correspondencia con C.G. Jung). Ahora bien, resulta que los pacientes distinguidos y no siempre agradables han sido trasladados hace tiempo a las nuevas dependencias del sanatorio, lu­minosas y elegantes, donde hasta el pasado más siniestro se torna placentero gracias a los horrendos precios. Estas dependencias nuevas (con vitrales de Erni en la capilla) son pabellones que se extienden por la parte sur del vasto parque en dirección a la llanura, mientras que el césped jalonado de árboles gigantescos desciende de la villa hacia el lago, por cuya orilla corre un muro de piedra.
En el salón de la villa, ahora poco poblada, sue­len reunirse tres pacientes que, por una extraña ca­sualidad, son físicos; aunque quizá no sea del todo extraña, pues allí se ponen en práctica principios humanitarios y se permite que estén juntos quienes deben estarlo. Los tres viven aislados, cada uno en­frascado en su mundo imaginario, toman sus comi­das juntos en el salón, discuten a ratos sobre su cien­cia o permanecen en silencio mirando el vacío: en fin, tres locos inofensivos y entrañables, dóciles, fá­ciles de tratar y nada exigentes. En resumen, serían*-pacientes verdaderamente modélicos si en los últimos tiempos no se hubieran producido unos hechos preo­cupantes, o más bien terribles: uno de los señores había estrangulado a una enfermera tres meses antes, y ahora acababa de repetirse el mismo hecho. Por eso está la policía de nuevo en casa y se ve el salón más poblado que de costumbre. La enfermera yace sobre el parqué, en una posición a la vez trágica y definitiva, más bien al fondo del escenario para no asustar inútilmente al público. Pero debe notarse que ha habido una lucha. Los muebles están en un des­orden espantoso. Una lámpara de pie y dos sillones yacen en el suelo, y en la parte izquierda más pró­xima al proscenio hay, volcada, una mesa redonda cuyas patas han quedado mirando al público.
Por lo demás, la transformación en manicomio (la villa había sido antes la residencia veraniega de los Zahnd) ha dejado huellas dolorosas en el salón. Las paredes están pintadas, hasta lo que equivale a la “altura de un hombre, con un barniz antiséptico, y sólo por encima asoma el yeso original, con estuca­dos que se conservan parcialmente. Las tres puertas del fondo, que desde una sólita conducen a las ha­bitaciones de los físicos, están tapizadas de cuero ne­gro y numeradas del uno al tres. A la izquierda, junto a la salita, un radiador de la calefacción central bas­tante feo; a la derecha, un lavabo con toallas puestas en un colgador.
De la habitación número dos (la del centro) llega el sonido de un violín con acompañamiento de piano: la Sonata a Kreutzer, de Beethoven. A la izquierda se encuentra la fachada que da al parque, con grandes ventanales que llegan hasta el parquet, recubierto de linóleo. A izquierda y derecha de los ventanales, un pesado cortinaje. La puerta de doble batiente da a una terraza cuya balaustrada de piedra se recor­ta sobre el parque, en un atardecer de noviembre, re­lativamente soleado. Son las cuatro y media de la tarde recién dadas. A la derecha, sobre una chime­nea inutilizada ante la que hay una rejilla, se ve el retrato de un anciano con perilla, en un macizo marco dorado. En primer plano, a la derecha, una pesada puerta de roble. Del artesonado marrón cuelga una imponente araña. El mobiliario: en torno a la mesa redonda (cuando el salón está en orden) hay tres sillas pintadas de blanco, como la mesa. Los otros muebles, de épocas diferentes, se hallan lige­ramente deteriorados. En primer plano, a la derecha, un sofá con una mesita, flanqueado por dos sillones. En realidad, la lámpara de pie debería estar tras el sofá, por lo que el espacio escénico no está en ab­soluto sobrecargado. Pocas cosas se necesitan para decorar un escenario en el que, al contrario de lo que ocurre en las obras de autores antiguos, el drama satí­rico precede a la tragedia. Y ahora podemos empezar. En torno al cadáver se afanan agentes de la bri­gada de investigación criminal, vestidos de paisano, tipos ecuánimes y campechanos que ya han consu­mido su dosis de vino blanco, como revela su aliento. Toman medidas, las huellas digitales, trazan con tiza los contornos del cadáver, etcétera. En medio del sa­lón está el inspector de la brigada de investigación criminal Richard Voss, de pie, con sombrero y ga­bardina; a la izquierda, la enfermera jefe Marta Boíl, con su habitual aire resuelto y enérgico. En el sillón situado más a la derecha hay un policía sentado, to­mando notas en taquigrafía. El inspector saca un puro de una petaca marrón.

inspector: Se puede fumar, espero.
enfermera jefe: No es habitual.
inspector: Perdón. (Vuelve a guardar el puro.)
enfermera jefe: ¿Una taza de té?
inspector: Preferiría un trago.
enfermera jefe: Está usted en un sanatorio.
inspector: Entonces nada. Blocher, puedes hacer las fotos.
blocher: Muy bien, inspector.
(Hace fotografías. Flashes.)
inspector: ¿Cómo se llamaba la enfermera?
enfermera jefe: Irene Straub.
inspector: ¿Edad?
enfermera jefe: Veintidós años. Natural de Kohlwang.
inspector: ¿Parientes?
enfermera jefe: Un hermano en el este de Suiza.
inspector: ¿Le han avisado?
enfermera jefe: Por teléfono.
inspector: ¿Y el asesino?
enfermera jefe: Por favor, inspector..., que el po­bre hombre está enfermo.
inspector: Bueno, bueno..., ¿el autor de los he­chos?
enfermera jefe: Ernst Heinrich Ernesti. Le lla­mamos Einstein.
inspector: ¿Por qué?
enfermera jefe: Porque se cree que es Einstein.
inspector: ¡Aja! (Se vuelve hacia el policía que toma notas en taquigrafía.) ¿Ha anotado las de­claraciones de la enfermera jefe, Guhl?
guhl: Sí, inspector.
inspector: ¿También estrangulada, doctor?
médico forense: Clarísimamente. Con el cable de la lámpara. Este tipo de alienados suele de­sarrollar una fuerza hercúlea. No deja de ser impresionante.
inspector: ¡Aja! Le parece, ¿eh? Pues a mí me pa­rece una irresponsabilidad total dejar a estos locos al cuidado de enfermeras. Ya es el segundo asesinato...
enfermera jefe: Por favor, inspector.
inspector: ... El segundo accidente que ocurre en el sanatorio Les Cerisiers en menos de tres meses. (Saca una libreta de apuntes.) El doce de agosto, un tal Herbert Georg Beutler, que se considera el gran físico Newton, estranguló a la enfermera Dorothea Moser. (Vuelve a guardar la libreta.) Y en este mismo salón. Algo que nunca hubiera ocurrido de haber aquí enfermeros.
enfermera jefe: ¿De veras lo cree? La enfermera Dorothea Moser era miembro de la Asocia­ción Femenina de Lucha Libre, y la enfermera Irene Straub, campeona nacional de judo.
inspector: ¿Y usted?
enfermera jefe: Yo hago pesas.
inspector: ¿Puedo ver al asesino?
enfermera jefe: Por favor, inspector.
inspector: Quiero decir..., al autor de los he­chos.
enfermera jefe: Está tocando el violín.
inspector: ¿Cómo que está tocando el violín?
ENFERMERA JEFE: ¿No lo Oye?
inspector: Pues que pare ahora mismo. (Viendo que la enfermera jefe no reacciona.) Tengo que interrogarlo.
enfermera jefe: Imposible.
inspector: ¿Cómo que imposible?
enfermera jefe: No podemos permitirlo por ra­zones médicas. El señor Ernesti debe seguir tocando.
inspector: ¡Pero ese tipo ha estrangulado a una enfermera!
enfermera jefe: Inspector, no se trata de un tipo cualquiera, sino de un hombre enfermo que debe tranquilizarse. Y como cree que es Einstein, sólo se tranquiliza cuando toca el violín.
inspector: ¿No estaré yo también loco?
enfermera jefe: No.
inspector: Pues es como para estarlo. (Se seca el sudor.) Qué calor hace aquí.
enfermera jefe: En absoluto.
inspector: Señorita Marta, llame a la directora, por favor.
enfermera jefe: Tampoco es posible. La doctora está acompañando al piano a Einstein. Y él sólo se tranquiliza cuando lo acompaña la doc­tora.
inspector: Y hace tres meses la doctora tuvo que jugar al ajedrez con Newton para tranquili­zarlo. Esto ya no me lo creo, señorita Marta. Tengo que hablar con la doctora, sea como sea.
enfermera jefe: Bueno, pero habrá de esperar.
inspector: ¿Cuánto rato seguirán con el violín?
enfermera jefe: Un cuarto de hora, una hora. Depende.
inspector (conteniéndose): Muy bien. Esperaré. (Bramando.) ¡Esperaré!
blocher: Ya hemos terminado, inspector.
inspector (deprimido): Y aquí van a terminar con­migo.
(Silencio. El inspector se enjuga el sudor.)
inspector: Podéis levantar el cadáver.
blocher: Muy bien, inspector.
enfermera jefe: Enseñaré a estos señores el ca­mino a la capilla, a través del parque.
(Abre la puerta de doble batiente. Sacan el cadáver y los instrumentos. El inspector se quita el som­brero y se sienta, agotado, en el sillón que está a la izquierda del sofá. Todavía se oye el violín con acompañamiento de piano. De pronto sale de la habitación número tres Herbert Georg Beutler, con peluca y traje de principios del siglo XVIII)

newton: Sir Isaac Newton.
inspector: Inspector Richard Voss, de la Brigada de investigación criminal. (Permanece sentado.)
newton: Mucho gusto. Es realmente un placer. He oído ruidos, gemidos, jadeos, gente que en­traba y salía. ¿Puedo preguntar qué ha suce­dido?
inspector: La enfermera Irene Straub ha sido es­trangulada.
newton: ¿La campeona nacional de judo?
inspector: Sí, señor la campeona.
newton: ¡Qué horror!
inspector: Por Ernst Hieinrich Ernesti.
newton: Pero..., él sigue tocando el violín.
inspector: Tiene que tranquilizarse.
newton: La pelea lo habrá cansado. Es más bien debilucho. ¿Y con qué la...?
inspector: Con el cable de la lámpara.
newton: Con el cable de la lámpara. También es una posibilidad. ¡Vaya con Ernesti! Lo siento muchísimo por él. Y también por la campeo­na de judo. Con su permiso, voy a poner un poco de orden.
inspector: Siga usted, por favor. Ya hemos ins­truido el sumario.
(Newton levanta y pone en su lugar la mesa y las sillas.)
newton: No soporto el desorden. La verdad es que me dediqué a la física tan sólo por amor al orden. (Levanta la lámpara.) Para relacionar el aparente desorden de la naturaleza con un „ orden superior. (Enciende un cigarrillo.) ¿Le molesta que fume?
inspector (contento): Al contrario, yo... (Intenta sacar un puro de su petaca.)
newton: Usted disculpe, pero ya que hemos ha­blado de orden: aquí sólo se les permite fumar a los pacientes, no a las visitas. Si no fuera así, el salón entero apestaría a humo.
inspector: Entiendo. (Vuelve a guardar su petaca.)
newton: ¿Le molesta que me sirva una copita de coñac?
inspector: En absoluto.
(Newton saca una copa y una botella de coñac de detrás de la rejilla de la chimenea.)
newton: ¡Vaya con Ernesti! Me ha dejado turu­lato. ¡Cómo puede estrangularse a una enfer­mera! (Se sienta en el sofá y se sirve coñac.)
inspector: Sin embargo, usted también estran­guló a una enfermera.
newton: ¿Yo?
inspector: A la enfermera Dorothea Moser.
newton: ¿La luchadora?
inspector: El doce de agosto. Con el cordón de una cortina.
newton: Pero aquello fue otra cosa, inspector. No olvide que yo no estoy loco. ÍA su salud!
inspector: ¡A la suya!
(Newton bebe.)

newton: La enfermera Dorothea Moser. Cuando me pongo a pensar... Pelo rubio pajizo. Una fuerza descomunal. Y ágil pese a su corpulen­cia. Ella me amaba, y yo a ella también. Un dilema cuya única solución era el cordón de una cortina.
inspector: ¿Qué dilema?
newton: Mi misión es meditar sobre la gravita­ción universal, no amar mujeres.
inspector: Entiendo.
newton: Y a ello había que sumarle la enorme diferencia de edad.
inspector: Ya lo creo. Usted debe de tener mu­cho más de doscientos años.
newton (mirándolo asombrado): ¿Cómo dice?
inspector: Pues..., si es Newton...
newton: Oiga, ¿es usted idiota o se lo hace, ins­pector?
inspector: ¿Cómo...?
newton: ¿Cree usted realmente que soy Newton?
inspector: ¡Es usted quien lo cree!
(Newton mira a su alrededor con aire desconfiado.)
newton: ¿Puedo confiarle un secreto, inspector?
inspector: Por supuesto.
newton: Yo no soy Sir Isaac. Sólo me hago pasar por él.
inspector: ¿Y para qué?
newton: Para no confundir a Ernesti.
inspector: No entiendo.
newton: A diferencia de mí, Ernesti está real­mente enfermo. Se cree que es Albert Einstein.
inspector: ¿Y qué tiene que ver eso con usted?
newton: Si Ernesti se enterara de que el verda­dero Albert Einstein soy yo, se armaría la de san Quintín.
inspector: Quiere usted decir que...
newton: Así es. El célebre físico y creador de la teoría de la relatividad soy yo. Nacido el de marzo de en Ulm.
(El inspector se levanta algo confundido.)
inspector: Mucho gusto.
(Newton también se pone de pie.)
newton: Llámeme simplemente Albert.
inspector: Y usted a mí, Richard.
(Se estrechan la mano.)
newton: Puedo asegurarle que yo interpretaría la Sonata a Kreutzer con mucho mayor vuelo que Ernst Heinrich Ernesti. Está destrozando el andante.
inspector: Yo no entiendo nada de música.
newton: Sentémonos un momento.
(Lo lleva hasta el sofá y le pasa el brazo por encima del hombro.)
newton: Richard.
inspector: Dígame, Albert.
newton: ¿Verdad que le molesta no poder dete­nerme?
inspector: Pero Albert...
newton: ¿Querría detenerme por haber estran­gulado a la enfermera o por haber hecho posible la bomba atómica?
inspector: Pero Albert...
newton: ¿Qué ocurre cuando usted gira el inte­rruptor que hay junto a la puerta,' Richard?
inspector: Se enciende la luz.
newton: Produce usted un contacto eléctrico. ¿Entiende algo de electricidad, Richard?
inspector: Yo no soy físico.
newton: Yo tampoco entiendo mucho. Me li­mito a formular una teoría basada en obser­vaciones empíricas, la transcribo en lenguaje matemático y obtengo varias fórmulas. Luego vienen los técnicos, que sólo se interesan por las fórmulas. Tratan la electricidad como un rufián a sus prostitutas. La explotan. Constru­yen máquinas, y una máquina solamente es utilizable cuando se independiza de los pos­tulados teóricos que condujeron a su inven­ción. De ahí que hoy en día cualquier burro pueda encender una bombilla..., o hacer ex­plotar una bomba atómica. (Le da unas palmaditas en el hombro al inspector.) Y ahora quiere usted detenerme por eso, Richard. No es justo.
inspector: Pero si no tengo la menor intención de detenerlo, Albert.
newton: Sólo porque me cree loco. Pero ¿por qué no se niega a encender las luces si no entiende nada de electricidad? El criminal aquí es usted, Richard. Y ahora tengo que esconder otra vez mi coñac, o la enfermera jefe se pondrá fre­nética. (Newton vuelve a esconder la botella de coñac tras la rejilla de la chimenea, pero deja la copa sobre la mesita.) Adiós.
inspector: Adiós, Albert.
newton: ¡Debería detenerse a sí mismo, Richard! (Desaparece otra vez en la habitación número tres.)
inspector: Por ahora me limitaré a fumar.
(Ni corto ni perezoso, saca un puro de su petaca, lo enciende y empieza a fumar. Por la puerta de do­ble batiente entra Blocher.)
blocher: Estamos listos, inspector, ¿nos vamos?
(El inspector pisa el suelo con fuerza.)
inspector: Yo tengo que esperar a la médico jefe.
blocher: Muy bien, inspector.
(El inspector se calma y dice en un gruñido.)
inspector: Vuelve a la ciudad con los agentes, Blocher. Ya me reuniré luego con vosotros.
blocher: A la orden, inspector. (Hace mutis,)
(El inspector fuma echando grandes bocanadas, se levanta, recorre obstinadamente el salón de un extremo a otro, se detiene ante el retrato que hay sobre la chimenea y lo contempla. Entretanto han dejado de oírse el violín y el piano, se abre la puerta de la habitación número dos y entra la doctora Mathilde von Zahnd. Jorobada, cincuen­ta y cinco años, botín de médico y estetoscopio.)
doctora: Es mi padre, el consejero secreto August von Zahnd. Vivía en esta villa antes de que yo la transformara en sanatorio. Un gran hombre, un ser humano de verdad. Yo soy su única hija. Me odiaba como a la peste. En ge­neral, odiaba a todo el mundo como a la pes­te; y no le faltaba razón, pues, como figura relevante en el mundo de las finanzas, se en­frentaba con abismos del alma humana que a nosotros, los psiquiatras, nos estarán eterna­mente vedados. Los alienistas seguimos siendo unos filántropos inveterados, unos románticos incurables.
inspector: Hace tres meses colgaba aquí otro re­trato.
doctora: El de mi tío, el político. El canciller Joachim von Zahnd. (Pone la partitura sobre la mesita que hay delante del sofá.) Pues nada. Er-nesti se ha tranquilizado. Se tumbó en la cama y se ha dormido. Como un niño feliz. Por fin puedo respirar tranquila. Temí que quisiera to­car también la tercera sonata de Brahms. (Se sienta en el sillón que está a la izquierda del sofá.)
inspector: Disculpe usted, doctora Von Zahnd, que esté fumando pese a la prohibición, pero...
doctora: Fume usted tranquilamente, inspector. También yo necesito con urgencia un cigarri­llo, aunque le pese a Marta, nuestra enfermera jefe. Deme fuego, por favor.
(El inspector le da fuego y ella empieza a fumar.)
doctora: Ha sido espantoso lo de la pobre Ire­ne. Una chica estupenda. (Mirando la copa.) ¿Newton?
inspector: Sí. He tenido el placer de conocerlo.
doctora: Será mejor que esconda esa copa.
(El inspector se le adelanta y pone la copa tras la rejilla de la chimenea.)
doctora: Lo hago por la enfermera jefe.
inspector: Entiendo.
doctora: ¿Ha conversado usted con Newton?
inspector: Y he descubierto algo. (Se sienta en el sofá.)
doctora: Le felicito.
inspector: Que, en realidad, Newton también se cree Einstein.
doctora: Es lo que dice a todo el mundo. Pero en realidad se cree Newton.
inspector (perplejo): ¿Está segura?
doctora: Soy yo quien decide qué personalidad adoptan mis pacientes. Los conozco mucho mejor que ellos a sí mismos.
inspector: Es posible. En ese caso también de­bería ayudarnos, doctora. El gobierno ha pro­testado.
doctora: ¿Y el fiscal?
inspector: Está hecho una furia.
doctora: Pues no es problema mío, Voss.
inspector: Dos asesinatos...
doctora: Por favor, inspector.
inspector: Dos accidentes en tres meses. Tendrá que admitir que las medidas de seguridad son insuficientes en su sanatorio, doctora.
doctora: ¿Y cómo se imagina usted esas medidas de seguridad, inspector? Yo dirijo un sanato­rio, no un centro penitenciario. Y tampoco puede usted encerrar a un asesino antes de que cometa sus crímenes.
inspector: No se trata de asesinos, sino de locos, y éstos pueden matar en cualquier momento.
doctora: Los sanos también, y con mucha más frecuencia. Me basta con pensar en mi abuelo, el mariscal de campo Leónidas von Zahnd, y en la guerra que perdió. ¿En qué época vivimos realmente? ¿Ha progresado la medicina o no? ¿Disponemos o no de medios nuevos, de drogas capaces de convertir al ogro más fu­rioso en un manso corderillo? ¿Debemos en­cerrar de nuevo a los enfermos en celdas in­dividuales, o meterlos en redes o en camisas de fuerza, como se hacía antes? ¡A ver si no vamos a ser capaces de distinguir entre pacien­tes peligrosos e inofensivos!
inspector: Sea como fuere, esta capacidad de dis­tinguir les ha fallado estrepitosamente en los casos de Beutler y Ernesti.
doctora: Pues sí, por desgracia. Y eso es lo que me preocupa, no la furia de su fiscal.
(De la habitación número dos sale Einstein con su violín. Un hombre enjuto, con bigote y cabellos largos y muy blancos.)
einstein: Me he despertado.
doctora: Pero profesor...
einstein: ¿He tocado bien?
doctora: De fábula, profesor.
einstein: ¿Y la enfermera Irene Straub...?
doctora: No piense más en eso, profesor.
einstein: Entonces seguiré durmiendo.
doctora: Excelente idea, profesor.
(Einstein vuelve a retirarse a su habitación. El ins­pector se incorpora de un salto.)
inspector: ¡Conque ha sido él!
doctora: Ernst Heinrich Emesti.
inspector: El asesino...
doctora: Por favor, inspector.
inspector: El autor de los hechos, que se cree Einstein. ¿Cuándo ingresó en el sanatorio?
doctora: Hace dos años.
inspector: ¿Y Newton?
doctora: Hace un año. Ambos son incurables. Oiga Voss, Dios sabe que no soy una princi­piante en mi oficio, esto lo sabe usted y tam­bién el fiscal, que siempre ha valorado mis in­formes periciales. Mi sanatorio es conocido en todo el mundo y cuesta un ojo de la cara. No puedo permitirme fallos, y mucho menos in­cidentes que hagan venir la policía a casa. Si algo ha fallado aquí, es la medicina, no yo. Es­tos accidentes eran totalmente imprevisibles: tanto usted como yo podríamos estrangular a una enfermera. Lo ocurrido no tiene ninguna explicación médica, a no ser que...
(Saca otro cigarrillo. El inspector le da fuego.)
doctora: Inspector, ¿no hay algo que le llame la atención en todo esto?
inspector: ¿A qué se refiere?
doctora: Piense usted en los dos enfermos.
inspector: ¿Qué tienen?
doctora: Ambos son físicos. Físicos nucleares.
inspector: ¿Y qué?
doctora: No es usted una persona muy suspicaz,
inspector. inspector (se queda pensando): Oiga, doctora.
doctora: ¿Sí, Voss?
inspector: ¿Cree usted...?
doctora: Ambos han trabajado con sustancias ra­diactivas.
inspector: ¿Sospecha usted alguna relación...?
doctora: Me limito a comprobar una serie de he­chos, eso es todo. Los dos se vuelven locos, la enfermedad se agrava en ambos, los dos se vuel­ven peligrosos, los dos estrangulan enfermeras.
inspector: ¿Piensa usted en una... alteración del cerebro debida a la radiactividad?
doctora: Es, por desgracia, una posibilidad que debo tener en cuenta.
inspector (mirando alrededor): ¿Adónde conduce esta puerta?
doctora: A la salita, al salón verde y al piso de arriba.
inspector: ¿Cuántos pacientes tiene usted aquí?
doctora: Tres.
inspector: ¿Sólo tres?
doctora: Los demás fueron trasladados a otro pa­bellón inmediatamente después del primer accidente. Por suerte pude construir a tiempo las nuevas dependencias con la ayuda de al­gunos pacientes ricos y también de parientes míos que morían sin sucesión, casi todos aquí. Yo era heredera única. El destino, Voss. Siem­pre soy la única heredera. Mi familia es tan antigua que casi parece un pequeño milagro de la medicina el que yo pase por ser relativa­mente normal, me refiero a mi estado mental.
inspector (reflexiona): ¿Y el tercer paciente?
doctora: También es físico.
inspector: Muy extraño, ¿no le parece?
doctora: En absoluto. Yo misma los selecciono. Los escritores con los escritores, los grandes industriales con los grandes industriales, las millonarias con las millonarias y los físicos con los físicos.
inspector: ¿Cómo se llama?
doctora: Johann Wilhelm Möbius.
inspector: ¿Y ha investigado" también la radiacti­vidad?
doctora: No.
inspector: ¿Y cree usted que también podría...?
doctora: Ya lleva aquí quince años. Es inofen­sivo y su estado se mantiene estacionario.
inspector: Doctora, creo que no puede seguir es­curriendo el bulto. El fiscal exige categórica­mente enfermeros para sus físicos.
doctora: Y los tendrá.
inspector (cogiendo su sombrero): Muy bien, me alegra que lo entienda. Es la segunda vez que vengo a Les Cerisiers, doctora Von Zahnd. Y espero que no haya una tercera.
(Se pone el sombrero, sale a la terraza por la puerta de doble batiente y se aleja por el parque. La doctora Mathüde yon Zahnd lo sigue con mirada pensativa. Por la derecha entra la enfermera jefe Marta Boíl con un expediente en la mano. Se de­tiene sorprendida y olisquea.)
enfermera jefe: Pero, doctora...
doctora: ¡Oh! Disculpe. (Apaga el cigarrillo.) ¿Han instalado ya la capilla ardiente de la en­fermera Irene Straub?
enfermera jefe: Debajo del órgano.
doctora: Que no olviden las velas y las coronas.
enfermera jefe: Ya he llamado a la floristería.
doctora: ¿Cómo está mi tía Senta?
enfermera jefe: Intranquila.
doctora: Déle otra dosis. ¿Y mi primo Ulrich?
enfermera jefe: Estacionario.
doctora: Señorita Boíl, las circunstancias me obligan, por desgracia, a poner fin a una vieja tradición de Les Cerisiers. Hasta ahora sólo había contratado a enfermeras, pero a partir de mañana la villa será atendida por enfermeros.
enfermera jefe: Doctora Mathüde von Zahnd, no permitiré que me separen de mis tres físicos. Son los casos más interesantes que he tenido.
doctora: Mi decisión es irrevocable.
enfermera jefe: Me gustaría saber de dónde va a sacar a esos enfermeros. Con el exceso de em­pleo que hay ahora.
doctora: Eso es asunto mío. ¿Ha llegado la se­ñora Möbius?
enfermera jefe: Está esperando en el salón verde.
doctora: Hágala pasar.
enfermera jefe: Aquí tiene el historial clínico de Möbius.
doctora: Gracias.
(La enfermera jefe le entrega el expediente y se dirige a la puerta de la derecha, pero antes de salir se vuelve una vez más.)
enfermera jefe: Pero...
doctora: Por favor, señorita Boíl, por favor.
(La enfermera jefe sale. La doctora Von Zahnd abre el expediente y lo estudia sentada a la mesa re­donda. Por la derecha, la enfermera jefe hace en­trar a la señora Rose y a tres muchachos de ca­torce, quince y dieciséis años. El mayor lleva una carpeta. Cierra la fila el misionero Rose. La doc­tora se levanta.)
doctora: Querida señora Möbius...
señora rose: Rose. Señora Rose. Debo darle una sorpresa un tanto cruel, doctora, pero hace tres semanas que me casé con el misionero Rose. Quizás algo precipitadamente, pues nos cono­cimos el septiembre pasado, en un congreso. (Se ruboriza y señala con cierta torpeza a su nuevo marido.) Oskar era viudo.
doctora (estrechándole la mano): Enhorabue­na, señora Rose, mi más sincera enhorabuena. Y a usted también, misionero Rose, le deseo lo mejor. (Le saluda con una inclinación de ca­beza.)
señora rose: Nos comprende, ¿verdad?
doctora: Por supuesto, señora Rose. La vida tiene que seguir floreciendo.
misionero rose: ¡Qué silencio hay aquí! ¡Qué agradable! La verdadera paz del Señor reina en esta casa. Ya lo dice el salmo: «Pues el Señor escucha a los pobres y no desprecia a sus pri­sioneros».
señora rose: Oskar es un gran predicador, doc­tora. (Se ruboriza.) Mis hijos.
doctora: ¡Hola, chicos!
los tres muchachos: Buenos días, doctora.
(El más joven recoge algo del suelo.)
jórg-lukas : Un cable de lámpara, doctora. Estaba
en el suelo.
doctora: Gracias, hijito. ¡Qué chicos tan majos, señora Rose! Ya puede mirar al futuro con plena confianza.
(La señora Rose se sienta en el lado derecho del sofá, y la doctora a la mesa, a la izquierda. Detrás del sofá se instalan los tres muchachos. En el sillón de la derecha, el misionero Rose)
señora rose: Doctora, tengo un buen motivo para haber traído a mis hijos. Oskar va a hacerse cargo de una misión en las islas Marianas.
misionero rose: En el océano Pacífico.
señora rose: Y creo conveniente que mis hijos conozcan a su padre antes de que nos marche-. mos. Por primera y última vez. Eran muy pe­queños cuando Johann Wilhelm cayó en­fermo, y ahora tal vez debamos despedirnos para siempre.
doctora: Señora Rose, quizás habría algo que ob­jetar desde un punto de vista médico, pero hu­manamente encuentro comprensible su deseo y apruebo muy gustosa este encuentro fami­liar.
señora rose: ¿Y cómo está mi Johann Wilhelm-lein?
doctora (hojeando el expediente): Nuestro buen Mobius no empeora ni mejora, señora Rose. Vive encapsulado en su propio mundo.
señora rose: ¿Sigue diciendo que se le aparece el rey Salomón?
doctora: Sí, aún lo dice.
misionero rose: Un triste y lamentable desvarío.
doctora: La severidad de su juicio me sorprende un poco, misionero Rose. Como teólogo de­bería usted contar siempre con la posibilidad de algún milagro.
misionero rose: Por supuesto..., pero no en el caso de un enfermo mental.
doctora: No es tarea de la psiquiatría juzgar si las visiones de los enfermos mentales son o no son reales, mi estimado misionero Rose. Sólo deberá ocuparse de su estado de ánimo y sus nervios, y en el caso de nuestro buen Möbius, el panorama es más bien triste, aunque la en­fermedad siga un curso benigno. ¿Cómo ayu­darlo? ¡Dios mío! Ya le hubiera tocado una nueva cura de insulina, lo admito, pero como las otras curas no dieron resultado, decidí in­terrumpirlas. Por desgracia no puedo hacer mi­lagros y devolverle la salud a nuestro buen Möbius, señora Rose, pero tampoco quiero torturarlo.
señora rose: ¿Sabe ya que me he..., quiero decir, está enterado del divorcio?
doctora: Sí, está informado.
señora rose: ¿Y lo ha entendido?
doctora: Su interés por el mundo exterior es realmente mínimo.
señora rose: Doctora, le ruego que me com­prenda. Lo conocí cuando él tema quince años y estaba en el colegio. Había alquilado una bu­hardilla en casa de mi padre, era huérfano y paupérrimo. Gracias a mí pudo hacer el bachi­llerato y seguir luego sus estudios de física. Nos casamos cuando cumplió los veinte. Con­tra la voluntad de mis padres. Trabajábamos día y noche. Él se dedicó a escribir su tesis, y yo acepté un puesto en una empresa de trans­portes. Al cabo de cuatro años nació Adolf-Friedrich, nuestro hijo mayor, y después los otros dos. Y cuando por fin surgió la posibili­dad de una cátedra universitaria y ya creíamos poder respirar tranquilos, Johann Wilhelm cayó enfermo y su enfermedad devoró una for­tuna. Yo entré a trabajar en una fábrica de chocolate para sacar adelante a mi familia. En la Tobler. (Se enjuga una lágrima .en silencio.) Mi vida ha sido un sacrificio permanente.
(Todos están conmovidos.)
doctora: Es usted una mujer muy valiente, se­ñora Rose.
misionero rose: Y una buena madre.
señora rose: Doctora, hasta ahora he venido cos­teando la estancia de Johann Wilhelm en su sanatorio. Los gastos superaban con creces mis posibilidades, pero Dios me ayudaba siempre. Ahora, sin embargo, se me han agotado los re­cursos y no podré seguir asumiendo este gasto suplementario.
doctora: Algo muy comprensible, señora Rose.
señora rose: Tal vez crea usted que me casé con Oskar sólo para no tener que seguir ocupán­dome de Johann Wilhelm, doctora. Pero no es cierto. Ahora lo tengo aún más difícil. Oskar ha aportado seis hijos al matrimonio.
doctora: ¿Seis?
misionero rose: Seis.
señora rose: Seis. Oskar es un padre apasionado. Pero ahora hay nueve bocas que alimentar, y Oskar no es muy robusto que digamos y cobra un sueldo miserable. (Rompe a llorar.)
doctora: Tranquila, señora Rose, tranquila. Nada de lágrimas.
señora rose: Tengo unos remordimientos horri­bles por haber abandonado a mí pobre Johann Wilhelmlein.
doctora: ¡Señora Rose! No tiene por qué afli­girse.
señora rose: Seguro que ahora lo internarán en algún sanatorio estatal.
doctora: Que no, señora Rose, que no. Nuestro buen Möbius se quedará aquí en la villa. Pa­labra de honor. Ya se ha acostumbrado a esta casa y ha hecho muy buenos amigos. Y yo no soy ningún monstruo.
señora rose: ¡Es usted tan buena conmigo, doc­tora!
doctora: En absoluto, señora Rose, en absoluto. Para eso están las fundaciones. El Fondo Op-pel para científicos enfermos, o la fundación Doktor-Steinemann. Hay dinero a porrillo, y mi obligación como alienista es destinar tam­bién algo a su Johann Wilhelmlein. Puede us­ted irse a las Marianas con la conciencia tran­quila. Pero ya va siendo hora de buscar a nuestro buen Möbius.
(Se dirige al fondo del escenario y abre la puerta-nú­mero uno. La señora Rose se pone de pie, emo­cionada.)
doctora: Querido Möbius. Tiene visita. Salga us­ted de su celda y venga aquí un momento.
(De la habitación número uno sale Johann Wilhelm Möbius, un cuarentón algo desmañado. Lanza a su alrededor una mirada insegura, observa a la señora Rose, luego a los muchachos y, por último, al misionero Rose. No parece entender nada y calla.)
señora rose: Johann Wilhelm. los muchachos: ¡Papi!
(Möbius guarda silencio.)
doctora: Querido Möbius, espero que reconoz­ca a su esposa.
mobius (mirando fijamente a la señora Rose): ¿Lina?
doctora: Ya empieza a recordar, Mobius. Claro que es su Lina.
mobius: Hola, Lina.
señora rose: Johann Wilhelmlein, mi querido Johann Wilhelrnlein.
doctora: Pues nada, ahí lo tienen. Señora Rose, misionero Rose, si desearan hablar conmigo luego, estaré a su disposición en el pabellón nuevo. (Sale por la puerta de doble batiente de la izquierda.)
señora rose: Tus hijos, Johann Wilhelm.
mobius (sorprendido): ¿Tres?
señora rose: Pues claro, Johann Wilhelm. Tres. (Lepresenta a los muchachos.) Adolf-Friedrich, el mayor.

(Mobius le estrecha la mano.)
mobius: Me alegra verte, Adolf-Friedrich, mi pri­mogénito.
adolf-friedrich: Hola, papi.
mobius : ¿Cuántos años tienes, Adolf-Friedrich?
adolf-friedrich: Dieciséis, papi.
mobius: ¿Y qué quieres ser de mayor?
adolf-friedrich: Pastor, papi.
mobius: Sí, ahora me acuerdo. Un día te llevaba de la mano por la plaza de San José. Había un sol radiante y las sombras parecían trazadas a compás. (Se vuelve hacia el siguiente.) ¿Y tú? ¿Cómo te llamas?
wilfried-kaspar: Wilfried-Kaspar, papi.
mobius : ¿Catorce años?
wilfried-kaspar: Quince. Y me gustaría estudiar filosofía.
mobius: ¿Filosofía?
señora rose: Un chico particularmente precoz.
wilfried-kaspar: He leído a Schopenhauer y a Nietzsche.
señora rose: Tu benjamín, Jórg-Lukas. Catorce años.
jÓrg-lukas : Hola, papi.
mobius: Hola, Jórg-Lukas, mi benjamín.
señora rose: Y el más parecido a ti.
jórg-lukas : De mayor quiero ser físico, papi.
MÖBIUS (mirando aterrado a su benjamín): ¿Físico?
jórg-lukas : Así es, papi.
Möbius: Ni se te ocurra, Jorg-Lukas. Ni hablar. Quítate esa idea de la cabeza. Te lo prohíbo.
jórg-lukas (desconcertado): Pero si tú también eres físico, papi.
Möbius : Nunca debí serlo, Jorg-Lukas. Jamás. Ahora no estaría en el manicomio.
señora rose: Pero Johann Wilhelm, ya sabes que no es así. Estás en un sanatorio, no en un ma­nicomio. Tienes los nervios un poco alterados, nada más.
Möbius (negando con la cabeza): No, Lina. Me consideran loco. Todos. Tú también. Y mis hi­jos también. Porque se me aparece el rey Sa­lomón.
(Todos guardan silencio, desconcertados. La señora Rose presenta al misionero Rose.)
señora rose: Johann Wilhelm, te presento a Oskar Rose. Mi esposo. Es misionero.
Möbius: ¿Tu esposo? Pero si tu esposo soy yo.
señora rose: Ya no, Johann Wilhelmlein. (Se ru­boriza.) Nos hemos divorciado.
Möbius: ¿Divorciado?
señora rose: Pero si ya lo sabes.
Möbius: No.

señora rose: La doctora Von Zahnd te lo comu­nicó. Segurísimo.
Möbius: Es posible.
señora rose: Y después me casé con Oskar, que tiene seis hijos. Era pastor en Guttannen y ahora ha aceptado una misión en las islas Ma­rianas.
misionero rose: En el océano Pacífico.
señora rose: Pasado mañana nos embarcamos en Bremen.
(Möbius guarda silencio, los otros se quedan descon­certados.)
señora rose: Pues ya lo ves.
Möbius (dirigiéndose al misionero Rose con una in­clinación de cabeza): Me alegra conocer al nuevo padre de mis hijos, misionero.
misionero rose: Los llevo a los tres en lo más hondo de mi corazón, señor Möbius, a los tres. Dios nos ayudará. Como dice el salmo: «El Se­ñor es mi pastor, nada me ha de faltar».
señora rose: Oskar se sabe todos los salmos de memoria. Los de David, los de Salomón.
Möbius: Me alegra que los muchachos hayan en­contrado un buen padre. Yo no supe cumplir con mis deberes paternales.
señora rose: Pero Johaann Wilhelmlein.
mobius : Le felicito de todo corazón.
señora rose: Pronto tendremos que irnos.
mobius: A las Marianas.
señora rose: Y despedirnos.
mobius : Para siempre.
señora rose: Tus hijos tienen un talento musical extraordinario, Johann Wilhelm. Tocan muy bien la flauta dulce. Tocadle algo a papá, chi­cos, para despedirnos.
los muchachos: Sí, mami.
(Adolf-Fiedrich abre la cartera y reparte las flautas dulces.)
señora rose: Siéntate, Johann Wilhelmlein.
(Mobius se sienta a la mesa redonda. La señora Rose y el misionero Rose se sientan en el sofá. Los muchachos se instalan, de pie, en el centro del salón.)
jórg-lukas: Algo de Buxtehude. adolf-friedrich: Uno, dos, tres.
(Los muchachos tocan la flauta dulce.)
señora rose: Más sentimiento, chicos, más sen­timiento.
(Los muchachos tocan con más sentimiento. Möbius se incorpora de un salto.)
mÖbius: ¡Mejor no, por favor! ¡Mejor no!
(Los muchachos dejan de tocar, desconcertados.)
mobius: ¡No sigáis tocando, por favor! ¡En nombre de Salomón! ¡No sigáis tocando!
señora rose: ¡Pero Johann Wilhelm!
mobius: ¡No sigáis tocando, por favor! ¡De verdad os lo ruego, por favor! ¡Por favor!
misionero rose: Señor Mobius, ei rey Salomón sería el primero en alegrarse oyendo tocar la flauta a estos chiquillos inocentes. ¡Piense us­ted en el Salomón autor de los salmos y poeta del Cantar de los Cantares!
möbius: Misionero Rose. Yo conozco a Salomón de vernos cara a cara. Ya no es aquel rey áureo que cantó a la Sulamita y a los corzos geme­los que pastan entre los rosales. Se ha despo­jado de su manto purpúreo...
(Möbius echa a correr de pronto hacia el fondo del escenario, pasando junto a su aterrada familia, y abre violentamente la puerta de su habitación.)

Möbius: ... y se acurruca desnudo y hediondo en mi dormitorio como el pobre rey de la verdad, y sus salmos son terribles. Escuche usted bien, misionero, ya que le gustan los salmos y los conoce todos, apréndase también éstos de me­moria:
(Se dirige a la mesa redonda de la izquierda, la vuelca del revés, se mete dentro y se sienta.)
Möbius: Un salmo de Salomón en loor de los cos­monautas.
Nos hemos largado al universo. A los desiertos de la luna, en cuyo polvo nos hundimos. Muchos la han palmado allí, en silencio. Pero los más se han cocinado en los vapores plúmbeos de Mercurio, o se han disuelto en las oleaginosas charcas de Venus, y hasta en Marte nos devoraba el Sol, tronante, radiactivo, amarillo.
señora rose: Pero Johann Wilhelm...
mObius: Júpiter apestaba, un puré de metano en vertiginosa rotación, suspendido con tal fuerza encima de nosotros que vomitamos sobre Ganímedes.
misionero rose: Señor Möbius...
Möbius: Cubrimos de maldiciones a Saturno,
y lo que vino luego no tiene importancia:
Urano, Neptuno, de un color gris verdoso, congelados, sobre Pintón y Transplutón hicimos los últimos chistes verdes.
los muchachos: ¡Papi...!
Möbius : Habíamos confundido hacía rato al Sol
[con Sirio, y a Sirio con Canope, notando a la deriva, volamos hacía los abismos,
rumbo a unas estrellas blancas que, sin embargo, nunca alcanzaríamos. señora kose: ¡Johann Wilheimlein! ¡Mi querido Johann Wilheimlein!
Möbius: Ya éramos momias en nuestras naves
cubiertas de inmundicias,
(La enfermera jefe entra por la derecha con la enfer­mera Monika.)
enfermera jefe: Pero señor Möbius...
Möbius: Y en nuestras muecas no se leía ya ningún recuerdo de la Tierra y su respiración.
(Sigue sentado en la mesa volcada del revés, tieso, y su rostro parece una máscara.)
señora rose: ¡Johann Wilhelmlein!
Möbius: ¡Largaos de aquí ahora mismo! ¡Fuera, a
las Marianas!
los muchachos: ¡Papi!
Möbius: ¡Largaos todos ahora mismo! ¡Fuera!
¡Fuera! ¡A las Marianas! (Se levanta amenazador.)
(La familia Rose se queda de una pieza.)
enfermera jefe: Vengan, señora y señor Rose. Venid, muchachos. Tiene que calmarse, eso es todo.
Möbius: ¡Fuera todos! ¡Fuera!
enfermera jefe: Es un pequeño ataque. La se­ñorita Monika se quedará con él para calmarlo. Es un pequeño ataque.
Möbius: ¡Largo de aquí! ¡Para siempre! ¡Al océano Pacífico!
jorg-lukas: ¡Adiós, papi! ¡Adiós!
(La enfermera jefe hace salir por la derecha a la fa­milia, llorosa y desconcertada. Möbius sigue gri­tándoles sin ningún miramiento.)
Möbius: ¡No quiero veros nunca más! ¡Habéis ofendido al rey Salomón! ¡Malditos seáis!

¡Ojalá os hundáis con todas las Marianas en la fosa de las Marianas! ¡A once mil metros de profundidad! ¡Ojalá os pudráis en el agujero más negro del mar, olvidados por Dios y por los hombres!
enfermera monika: Estamos solos. Su familia ya no puede oírle.
(Mobius mira fijamente a la enfermera Monika, asombrado, y al final parece dominarse.)
mobius: Ah, sí, claro.
(La enfermera Monika guarda silencio. El se queda algo aturdido.)
mobius: He estado un poco violento, ¿verdad?
enfermera monika: Bastante.
mobius: Tenía que decir la verdad.
enfermera monika: Así parece.
mobius: Y acabé loco.
enfermera monika: Fingió estarlo.
mobius: ¿Se dio usted cuenta?
enfermera monika: Ya llevo dos años cuidán­dole.
Möbius (va de un lado a otro, y luego se detiene): Pues sí. Reconozco que he fingido estar loco.
enfermera monika: ¿Por qué?
Möbius : Para despedirme de mi esposa y de mis hijos. Una despedida para siempre.
enfermera monika: ¿De ese modo tan atroz?
mobius : De ese modo tan humano, querrá usted decir. Si se está en un manicomio, la mejor forma de anular el pasado es comportándose como un loco: rni familia podrá olvidarme ahora con la conciencia tranquila. La escena que acabo de montar les habrá quitado las ga­nas de volver a verme. Por lo que a mí res-, pecta, las consecuencias son irrelevantes; sólo! importa la vida fuera del sanatorio. Estar loco i cuesta una fortuna. jDurante quince años mi buena Lina ha venido pagando sumas astro­nómicas, y había que poner punto final a todo esto. Era el momento propicio. Salomón me ha revelado ya cuanto había que revelar, el sis­tema de todos los inventos posibles se ha cerrado, las últimas páginas ya han sido dic­tadas y mi mujer ha encontrado un nuevo es­poso en la persona del misionero Rose, un hombre honrado a carta cabal. Puede usted es­tar tranquila, señorita Monika. Todo está en orden. (Quiere irse.)
enfermera monika: Lo tenía usted todo pla­neado.
Möbius: Por algo soy físico. (Se vuelve hacia su ha­bitación.)
enfermera monika: Señor Möbius.
Möbius (deteniéndose): ¿Señorita Monika?
enfermera monika: Tengo que hablar con usted.
Möbius: Soy todo oídos.
enfermera monika: Se trata de nosotros dos.
Möbius: Pues, entonces, sentémonos.
(Se sientan. Ella en el sofá y él en el sillón de la izquierda.)
enfermera monika: También nosotros tendre­mos que despedirnos. Para siempre.
Möbius (asustado): ¿Me abandona?
enfermera monika: Es una orden.
Möbius: ¿Qué ha pasado?
enfermera monika: Me trasladarán al pabellón principal. Desde mañana habrá aquí enferme­ros encargados de la vigilancia. De ahora en adelante, a ninguna enfermera le está permi­tido poner los pies en esta villa.
Möbius: ¿Debido a Newton y a Einstein?
enfermera monika: A petición del fiscal. La di­rectora temía que surgieran dificultades y ce­dió.
(Silencio.)
Möbius (abatido): Señorita Monika, soy una persona torpe. He olvidado cómo hay que expre­sar los sentimientos. Las conversaciones es­pecializadas que mantengo con mis dos compañeros de sanatorio apenas pueden lla­marse conversaciones. Y temo que también haya enmudecido interiormente. Pero ha de saber que para mí todo ha cambiado desde que la conocí. Todo me resulta más soportable. Y ahora ha concluido también esta época, dos años en los que he sido un poco más feliz que de costumbre. Y es que gracias a usted, se­ñorita Monika, he encontrado valor para asu­mir plenamente mi aislamiento y mi destino de... loco. Adiós. (Se levanta y le extiende la mano.)
enfermera monika: Señor Möbius, yo no lo con­sidero... loco.
Möbius (se ríe y vuelve a sentarse): Y yo a mí tam­poco. Pero eso no cambia en nada mi situa­ción. Tengo la desgracia de que el rey Salo­món se me aparece. Y en el ámbito de la ciencia no hay nada más escandaloso que un milagro.
enfermera monika: Señor Möbius, yo creo en ese milagro.
Möbius (mirándola desconcertado): ¿Usted cree?
enfermera monika: En el rey Salomón.
Möbius: ¿Y también cree que se me aparece?
enfermera monika: También creo que se le apa­rece.
mobius : ¿Cada día y cada noche?
enfermera monika: Cada día y cada noche.
mobius: ¿Y que me dicta los secretos de la natu­raleza? ¿Y la relación esencial de todas las co­sas? ¿Y el sistema de todos los inventos posi­bles?
enfermera monika: Lo creo. Y si me dijera que también se le aparece el rey David con toda su corte, se lo creería. Yo sólo sé que usted no está enfermo. Lo siento dentro de mí.
(Silencio. Mobius se incorpora de un salto.)
mobius: Señorita Monika, ¡vayase!
enfermera monika (permanece sentada): Me que­daré.
MöBIUS: No quiero volver a verla más.
enfermera monika: Me necesita. No tiene a na­die aparte de mí en el mundo. A nadie.
mobius : Creer en el rey Salomón puede ser mor­tal.
enfermera monika: Lo amo, profesor.
(Mobius mira a la enfermera Monika, perplejo, y vuelve a sentarse. Silencio.)

mobius (en voz baja, abatido): Se encamina usted a su perdición.
enfermera monika: No tengo miedo por mí, sino por usted. Newton y Einstein son seres peli­grosos.
mobius: Yo me llevo bien con ellos.
enfermera monika: También las enfermeras Do-rothea e Irene se llevaban bien con ellos. Y ellos las llevaron a la tumba.
mobius: Señorita Monika, acaba usted de confe­sarme su fe y su amor. Y eso me obliga a de­cirle a mi vez la verdad. Yo también la amo, Monika.
(La enfermera lo mira fijamente.)
Möbius: ¡Más que a mi vida! Y por eso está usted en peligro. Porque nos amamos.
(De la habitación número dos sale Einstein fumando una pipa.)
einstein: He vuelto a despertarme.
enfermera monika: Pero profesor...
einstein: De pronto recordé...
enfermera monika: Pero profesor...
einstein: ... Que había estrangulado a la señorita Irene.
enfermera monika: No piense más en eso, pro­fesor.
EINSTEIN (mirándose las manos): Me pregunto si podré volver a tocar el violín.
(Möbius se levanta, como para proteger a Monika.)
Möbius: Pero si ya ha vuelto a tocar.
EINSTEIN: ¿Y qué tal?
Möbius: La Sonata a Kreutzer. Cuando estaba aquí la policía.
einstein: La Sonata a Kreutzer. Gracias a Dios. (El rostro se le ilumina, pero vuelve a ensombre­cerse.) Y eso que detesto tocar el violín, y tam­poco me gusta fumar pipa. Tiene un gusto atroz.
Möbius: Pues déjelo estar, hombre.
einstein: Es que no puedo. Soy Albert Einstein. (Observa a los dos con mirada severa.) ¿Voso­tros os amáis, verdad?
enfermera monika: Así es, nos amamos.
(Einstein se dirige pensativo hacia el fondo del es­cenario, donde antes había estado la enfermera asesinada, y contempla el dibujo de tiza en el suelo.)
einstein: También la señorita Irene y yo nos amá-
bamos. Estaba dispuesta a hacer por mí lo que fuera. Yo la previne. Le grité muchas veces. Llegué a tratarla como a un perro. Le imploré que huyera. Pero fue inútil. Se quedó. Quería irse a vivir conmigo al campo, a Kohlwang. Quería casarse conmigo. Tenía incluso el per­miso... de la doctora Von Zahnd. Y entonces la estrangulé. ¡Pobre señorita Irene! No hay nada más absurdo en el mundo que el ardor con que se sacrifican las mujeres.
enfermera monika (acercándosele): Vuelva a acos­tarse, profesor.
einstein: Llámeme Albert, por favor.
enfermera monika: Sea razonable, Albert.
einstein: Y usted también, señorita Monika. ¡Obe­dezca a su amado y huya de aquí! De lo con­trario, estará perdida. (Se vuelve hacia la habi­tación número dos.) Voy a dormir un rato más. (Desaparece en la habitación número dos.)
enfermera monika: ¡Pobre hombre! ¡Está loco!
Möbius : Espero que al menos la haya convencido de que es imposible amarme.
enfermera monika: ¡Oiga, que usted no está loco!
Möbius: Más le valdría creerlo. ¡Huya, mujer! ¡Ponga pies en polvorosa! ¡Lárguese! De lo contrario, también tendré que tratarla como a un perro.
enfermera monika: Mejor tráteme como a una amante,
móbíus: Venga aquí, Monika. (La lleva hasta un sillón, se sienta enfrente de ella y le coge las ma­nos.) Escúcheme. He cometido un grave error. He revelado mi secreto, no he ocultado las apa­riciones del rey Salomón. Y ahora él me obliga a expiar mi falta de por vida. De acuerdo. Pero usted no tiene por qué verse envuelta en todo esto. A los ojos del mundo, usted se ha ena­morado de un loco, lo cual solamente puede traerle desgracias. Abandone usted el sanatorio y olvídeme. Será lo mejor para los dos.
enfermera monika: Pero ¿me desea usted real­mente?
mobius: ¿Por qué me hace esa pregunta?
enfermera monika: ¡Porque quiero acostarme con usted y tener hijos suyos! Ya sé que estoy hablando sin ningún pudor. Pero ¿por qué no me mira a la cara? ¿Acaso no le gusto? Admito que mi uniforme de enfermera es horroroso. (Se arranca la toca de la cabeza.) ¡Detesto mi profesión! Me he pasado cinco años cuidando a enfermos por amor al prójimo. Nunca me he negado, he estado siempre allí para todos y me he sacrificado. Pero ahora quiero sacrifi­carme por una sola persona y vivir sólo para ella, no para el resto. Quiero vivir para mi amado. Para usted. Quiero hacer todo lo que usted me pida, trabajar para usted noche y día. ¡Pero, eso sí, no se le ocurra rechazarme! ¡Yo tampoco tengo a nadie en el mundo aparte de usted! ¡También yo estoy sola!
Möbius : Monika, tengo que rechazarla.
enfermera monika (desesperada): ¿Cómo? ¿No me amas ni un poquito?
Möbius: Te amo, Monika. Claro que te amo, esto es lo realmente demencia!.
enfermera monika: ¿Entonces por qué me trai­cionas? Y no sólo a mí. Afirmas que el rey Sa­lomón se te aparece. ¿Por qué lo traicionas también a él?
Möbius (excitadísimo y aferrándola por los hom­bros): ¡Monika! ¡Puedes pensar de mí lo que quieras, incluso que soy un cobarde! Estás en tu derecho. Soy indigno de tu amor. Pero a Sa­lomón sí que le he sido fiel. El irrumpió en mi existencia de repente, sin que.yo lo llamara, y ha abusado de mí y destruido mi vida, pero yo no lo he traicionado.
enfermera monika: ¿Estás seguro?
Möbius: ¿Y tú lo dudas?
enfermera monika: Crees tener que expiar por no haber silenciado sus apariciones. Pero acaso estés expiando el no romper lanzas por sus re­velaciones.
Möbius (soltándola): No... te entiendo.
enfermera monika: El te dicta el sistema de to­dos los inventos posibles. ¿Has luchado tú por su reconocimiento?
Möbius: Pero si todos me consideran loco.
enfermera monika: ¿Por qué tienes tan poco va­lor?
Möbius: En mi caso, el valor es un delito.
enfermera monika: Johann Wilhelm. He habla­do con la doctora Von Zahnd.
Möbius (mirándola fijamente): ¿Le has hablado?
enfermera monika: Eres libre.
Möbius: ¿Libre?
enfermera monika: Podemos casarnos.
Möbius: ¡Dios mío!
enfermera monika: La doctora Von Zahnd ya lo ha arreglado todo. Te considera enfermo, pero no peligroso. Y sin taras hereditarias. Me dijo, riéndose, que ella misma estaba más loca que tú.
Möbius: Muy amable de su parte.
enfermera monika: ¿No es una persona estu- penda?
Möbius: Sin duda.
enfermera monika: ¡Johann Wilhelm! He acep­tado un puesto de enfermera comunal en Blumenstein y he ahorrado algo de dinero. No tenemos por qué preocuparnos. Sólo necesi­tamos queremos.

(Möbius se ha levantado. La habitación se va oscu­reciendo gradualmente.)
enfermera monika: ¿No es maravilloso?
Möbius: Sin duda.
enfermera monika Pues no pareces alegrarte.
Möbius: Es que me llega tan de sopetón.
enfermera monika: Y aun he hecho algo más.
Möbius: ¿Qué?
enfermera monika: He hablado con el catedrá­tico Scherbert, el célebre físico.
Möbius: Fue profesor mío.
enfermera monika: Se acordaba perfectamente. Según me dijo, tú fuiste su mejor alumno.
Möbius: ¿Y de qué hablasteis?
enfermera monika: Me prometió examinar tus manuscritos sin ninguna idea preconcebida.
Möbius: ¿Le explicaste también que proveman de Salomón?
enfermera monika: Naturalmente.
Möbius: ¿Y qué?
enfermera monika: Se rió, y me dijo que siempre fuiste un bromista de mucho cuidado. ¡ Johann Wilhefm! No debemos pensar sólo en noso­tros. Tú eres un elegido. Salomón se te apa­rece y se revela ante ti en todo su esplendor, y el Cielo te ha hecho partícipe de su sabiduría.
Ahora has de seguir, imperturbable, el camino que te traza aquel milagro. Aunque te lleve a través de mofas, carcajadas, dudas e incredu­lidades, acabará sacándote de este sanatorio. Johann Wilhelm, ese camino conduce a la vida en comunidad y a la lucha, no a la soledad. Y aquí estoy yo para ayudarte y luchar contigo; el Cielo que te envió a Salomón, también me ha enviado a mí.
(Mobius mira fijamente por la ventana.)
enfermera monika: Querido mío.
mobius: ¿Sí, cariño?
enfermera monika: ¿No estás contento?
mobius: Contentísimo.
enfermera monika: Y ahora hay que hacer tus maletas. A las ocho y veinte parte el tren a Blumehstein. (Se dirige a la habitación número uno.)
mobius: No hay mucho que llevar.
(De la habitación número uno sale Monika con un montón de manuscritos.)

enfermera monika: Tus manuscritos. (Los pone
sobre la mesa.) Ya ha oscurecido.
mobius: En estas fechas se hace pronto de noche.
enfermera monika: Voy a encender la luz, y
luego haré tu maleta.
Möbius : Espera un momento. Ven a mi lado,
(Ella se le acerca. Ya sólo se ven las dos siluetas.)
enfermera monika: Tienes lágrimas en los ojos. mobius: Y tú también.
enfermera monika: De alegría.
(El arranca la cortina y cubre con ella a Monika. Breve lucha. Dejan de verse las siluetas. Luego, silencio. Se abre la puerta de la habitación nú­mero tres. Un rayo de luz entra en el salón. En la puerta aparece Newton, vestido con traje de época. Mobius se acerca a la mesa y recoge los manuscritos.)

newton: ¿Qué ha pasado?
mobius (yendo a su habitación): He estrangulado a la enfermera Monika Stettler.
(En la habitación número dos se oye el violín de Einstein.)
newton: Ya está otra vez Einstein con su violín. Kreisler. Schón Rosmarin. (Se dirige a la chi­menea y saca el coñac.)


Acto segundo
(Una hora más tarde. El mismo salón. Ya ha anochecido. Nuevamente la policía. Toman medidas otra vez, anotan datos y hacen fotografías. Sólo que ahora hay que imaginarse el cadáver de Monika Stettler, invisible para el público, bajo la ventana de la derecha, al fondo del escenario. El salón está ilu­minado por la araña y la lámpara de pie. En el sofá se ve a la doctora Mathilde von Zahnd, con aspecto sombrío y ensimismado. Sobre la mesita, frente a ella, una caja de puros. En el sillón situado más a la derecha, Guhl con un bloc de taquigrafía. El ins­pector Voss, con sombrero y abrigo, se aparta del ca­dáver y avanza hacia el proscenio.)
doctora: ¿Un habano? inspector: No, gracias. doctora: ¿Un trago?
inspector: Más tarde.

(Silencio.)

inspector: Blocher, ya puedes hacer las fotos.
blocher: Muy bien, inspector.
(Fotografías. Flashes.)

inspector: ¿Cómo se llamaba la enfermera?
doctora: Monika Stettler.
inspector: ¿Edad?
doctora: Veinticinco años. Natural de Blumenstein.
inspector: ¿Parientes?
doctora: Ninguno.
inspector: ¿Ha anotado las declaraciones, Guhl? guhl: Sí, inspector.
inspector: ¿Otro estrangulamiento, doctor?
médico forense: Clarísimo. Y otra vez con una fuerza descomunal. Sólo que ahora utilizó el cordón de la cortina.
inspector: Igual que hace tres meses. (Se sienta,
cansado, en el sillón situado a la izquierda del sofá,)
doctora: ¿Quisiera usted ver al asesino? inspector: Por favor, doctora.
doctora: Quiero decir..., al autor de los hechos.
inspector: Es lo último que se me ocurriría.
doctora: Pero...
inspector: Doctora Von Zahnd, yo cumplo con mi deber, levanto actas, examino el cadáver, hago que lo fotografíen y que lo inspeccione nuestro médico forense, pero a Möbius no pienso verlo. Se lo encomiendo a usted. Definitivamente. Junto con los demás físicos radiactivos.
doctora: ¿Y el fiscal?
inspector: Ya ni siquiera brama. Ahora medita.
doctora (secándose el sudor): Qué calor hace aquí.
inspector: En absoluto.
doctora: Este tercer asesinato...
inspector: Doctora, por favor.
doctora: Este tercer accidente era lo último que me faltaba en Les Cerisiers. Como para decir apaga y vamonos. Monika Stettler era mi me­jor enfermera. Comprendía a los enfermos. Sa­bía compenetrarse con ellos. Yo la quería como a una hija. Pero su muerte no es lo peor. Me he quedado sin reputación profesional.
inspector: Ya la recuperará. Blocher, hazle otra foto desde arriba.
blocher: Sí, inspector.
(Por la derecha entran dos enfermeros gigantescos empujando un carrito con cubiertos y comida. Uno de ellos es negro. Los acompaña un enfer­mero jefe, también de proporciones gigantescas.)
enfermero jefe: La cena de nuestros queridos enfermos, doctora.
inspector (se incorpora de un salto): Uwe Sievers.
enfermero jefe: Así es, inspector. Uwe Sievers. Ex campeón europeo de los pesos pesados. Actualmente enfermero jefe en Les Cerisiers.
inspector: ¿Y los otros dos colosos?
enfermero jefe: Murillo, campeón sudameri­cano, también de los pesos pesados, y McAr­thur (señala al negro), campeón norteameri­cano de los pesos medios. Levanta la mesa, McArthur.
(McArthur levanta la mesa.)
enfermero jefe: El mantel, Murillo.
(Murillo extiende un mantel blanco sobre la mesa.)
enfermero jefe: La porcelana de Meissen, McArthur.
(McArthur coloca los platos.)
enfermero jefe: Los cubiertos de plata, Murillo.
(Murillo coloca los cubiertos.)

enfermero jefe: La sopera en el centro, Me-Arthur.
(McArthur pone la sopera en el centro de la mesa.)
inspector: ¿Y qué van a cenar nuestros queridos enfermos? (Levanta la tapa de la sopera): Sopa de albóndigas de hígado.
enfermero jefe: Poulet a la broche y cordón bleu.
inspector: ¡Fantástico!
enfermero jefe: Un menú de primera.
inspector: Pues yo soy un funcionario de deci­mocuarta, y en mi casa no hay tanto refina­miento gastronómico.
enfermero jefe: Está servido, doctora.
doctora: Pueden retirarse, Sievers. Los pacientes se servirán solos.
enfermero jefe: Ha sido un honor, inspector.
(Los tres se inclinan y salen por la derecha.)
inspector (los sigue con la mirada): ¡Madre mía!
doctora: ¿Contento?
inspector: Envidioso. Si los tuviéramos en la po­licía...
doctora: Cobran sueldos astronómicos.
Inspector: Con sus grandes industriales y sus multimillonarias ya puede usted darse esos lujos. Los chicos acabarán tranquilizando al fis­cal. A ésos sí que no se les escapa nadie.
(En la habitación número dos suena el violín de Einstein.)
doctora: Otra vez la Sonata a Kreutzer.
inspector: Ya lo sé. El andante.
blocher: Hemos terminado, inspector.
inspector: Venga, llevaos entonces el cadáver como la otra vez.
(Dos policías levantan el cadáver. En ese momento sale Möbius precipitadamente de la habitación número uno.)
Möbius: ¡Monika! ¡Amor mío!
(Los policías se detienen con el cadáver. La doctora se levanta con aire majestuoso.)
doctora: ¡Möbius! ¡Cómo ha podido hacer esto! ¡Ha matado usted a mi mejor enfermera! ¡A la más dulce y tierna de mis enfermeras!
Möbius: No sabe cuánto lo siento, doctora.
doctora: Conque lo siente.
Möbius: Me lo ordenó el rey Salomón.
doctora: Conque el rey Salomón... (Vuelve a sen-

tarse pesadamente. Empalidece.) Su Majestad ordenó el asesinato.
Möbius : Yo estaba junto a la ventana, mirando la noche oscura. Y de pronto se me apareció el rey, que atravesó el parque y la terraza hasta donde yo estaba y me susurró la orden a través del cristal.
doctora: Discúlpeme, Voss. Pero mis nervios...
inspector: No se preocupe.
doctora: Un sanatorio así desgasta mucho.
inspector: Ya me imagino.
doctora: Bueno, yo me retiro. (Se levanta.) Ins­pector Voss: transmítale al fiscal mi pesar por . los incidentes ocurridos en el sanatorio, y ase­gúrele que ya está todo en orden. Señor mé­dico forense, caballeros, ha sido un honor. (Se dirige primero al fondo, a la izquierda, se inclina solemnemente ante el cadáver, mira a Möbius y sale luego por la derecha.)
inspector: Bueno. Ya os podéis llevar el cadáver a la capilla. Junto al de la enfermera Irene.
Möbius: ¡Monika!
(Los dos policías salen con el cadáver por la puerta que da al parque. Los otros salen con sus apa­ratos. El médico forense los sigue.)
Möbius: Mi amada Monika.
inspector (dirigiéndose a la mesita situada junto al sofá): Ahora sí que necesito un habano. Me lo merezco. (Saca de la caja un puro enorme y lo contempla.) ¡Increíble! (Lo despunta con los dientes y lo enciende.) Mi estimado Mobius, tras la rejilla de la chimenea está escondido el co­ñac de Sir Isaac Newton.
mobius: Ahora mismo, inspector.
(El inspector lanza bocanadas de humo mientras Mobius saca la botella de coñac y la copa.)
mobius : ¿Le sirvo?
inspector: Sí, por favor. (Coge la copa y bebe.)
mobius: ¿Otro trago?
inspector: Otro.
mobius (sirviéndole otro trago): Inspector, debo pe­dirle que me arreste.
inspector: ¿Pero por qué, mi estimado Mobius?
mobius: Pues por lo de la enfermera Monika.
inspector: Según su propia confesión, usted actuó por orden del rey Salomón. Mientras no consiga echarle el guante a él, está usted libre.
mobius: Pero...
inspector: No hay pero que valga. Sírvame otro trago.
mobius: Enseguida, inspector.

inspector: Y, ahora, vuelva a poner el coñac en su sitio, o los enfermeros darán buena cuenta de él.
Möbius: Muy bien, inspector. (Pone el coñac en su sitio.)
inspector: Siéntese.
Möbius: Muy bien, inspector. (Se sienta en la silla.)
inspector: Aquí. (Señala el canapé.)
Möbius: Muy bien, inspector. (Se sienta en el ca­napé.)
inspector: Mire usted, cada año arresto a varios asesinos en la ciudad y alrededores. No son muchos. Apenas media docena. A algunos los detengo muy gustoso. Otros me dan lástima, pero no tengo más remedio que arrestarlos. La justicia es la justicia. Y un buen día llega usted y sus dos colegas. Al principio me molestó mucho no poder intervenir. Pero ahora me hace gracia. Hasta podría dar gritos de júbilo. Me he topado con tres asesinos a los que puedo dejar libres sin ningún remordimiento. Por primera vez la justicia se toma unas vaca­ciones: una sensación grandiosa. Pues la jus­ticia, amigo mío, lo deja a uno exhausto; uno acaba física y moralmente aniquilado cuando se pone a su servicio. Yo necesito una pausa, y este placer se lo debo a usted, mi estimado. Adiós. Transmítales mis más cordiales saludos a Newton y a Einstein, y mis respetos a Sa­lomón.
Möbius: Muy bien, inspector.
(El inspector sale. Möbius se queda solo. Se sienta en el sofá y se aprieta las sienes con las manos. De la habitación número tres sale Newton.)
newton: ¿Qué hay de comer?
(Möbius guarda silencio.)
newton (destapando la sopera): Sopa de albóndi­gas de hígado. (Destapa las otras fuentes del ca­rrito.) Poulet a la broche, cordón bleu. ¡Qué ex­traño! Normalmente nos dan una cena ligera y más bien modesta. Desde que los demás pa­cientes están en las nuevas dependencias. (Se sirve un poco de sopa.) ¿No le apetece?
(Möbius guarda silencio.)
newton: Ya entiendo. Después de lo de mi en­fermera a mí también se me fue el apetito.
(Se sienta y empieza a tomar su sopa de albóndigas de hígado. Möbius se levanta para ir a su habi­tación.)

newton: No se vaya.
mobius: ¿Sir Isaac?
newton: Tengo que hablar con usted, Mobius.
Möbius (deteniéndose): ¿Sobre qué?
newton (señalando la comida): ¿De verdad no le apetece un poco de sopa? Está exquisita.
mobius: No.
newton: Mi estimado Mobius, ahora ya no esta­mos al cuidado de enfermeras, sino vigilados por enfermeros. Unos tipos gigantescos.
mobius: No tiene importancia.
newton: Puede que no la tenga para usted, Mo­bius, que al parecer desea pasar toda su vida en el manicomio. Pero para mí sí. Yo quiero salir de aquí. (Termina su sopa.) Bueno, ata­quemos el Poulet á la broche. (Se sirve.) Los enfermeros me obligan a pasar a la acción. Hoy mismo.
mobius: Asunto suyo.
newton: No del todo. Le confesaré algo, Mobius: no estoy loco.
mobius: Pues claro que no, Sir Isaac.
newton: No soy Sir Isaac Newton.
mobius: Ya lo sé: Albert Einstein.
newton: ¡Qué va! Y tampoco Herbert Georg Beut-ler, como creen aquí. Mi verdadero apellido es Kilton, amigo mío.
mobius (mirándolo aterrado): ¿Alee Jasper Kilton?
newton: El mismo.
mobius: ¿El creador de la teoría de la correspon­dencia?
newton: Así es.
mobius (acercándose a la mesa): ¿Y se ha colado aquí clandestinamente?
newton: Haciéndome pasar por loco.
mobius: ¿Para... espiarme?
newton: Para descubrir la razón de su locura. Mi alemán impecable lo aprendí en un centro de instrucción de nuestros servicios secretos. Un trabajo terrible.
mobius: Y como la pobre enfermera Dorothea descubrió la verdad, usted...
newton: Así es. Y lamento muchísimo aquel in­cidente.
mobius: Ya entiendo.
newton: Pero una orden es una orden.
mobius: Por supuesto.
newton: No me quedaba otra salida.
mobius: Claro que no.
newton: Estaba en juego mi misión, la operación más secreta de nuestros servicios secretos. Tuve que matar para evitar cualquier sospe­cha. La enfermera Dorothea ya no me consi­deraba loco, y la doctora tampoco me veía muy enfermo, así que tuve que demostrar definitivamente mi locura con un asesinato. Oiga, el Poulet a la broche está realmente es­tupendo.
(En la habitación número dos suena el violín de Einstein.)
Möbius: Ya está Einstein tocando otra vez.
newton: La gavota de Bach.
Möbius: Va a enfriársele la comida.
newton: Deje que el loco siga tocando a su aire.
Möbius: ¿Es una amenaza?
newton: Mi admiración por usted es inconmen­surable. Lamentaría mucho tener que recurrir a la violencia.
Möbius: ¿Le han encomendado secuestrarme?
newton: Si se confirma la sospecha de nuestros servicios secretos.
Möbius: ¿Que sería?
newton: Considerarlo, por casualidad, el físico más genial de nuestro tiempo.
Möbius: Soy un hombre muy enfermo de los ner­vios, Kilton, nada más.
newton: Nuestros servicios secretos no compar­ten su opinión.
Möbius: ¿Y qué piensa usted de mí?
newton: Lo considero, simple y llanamente, el fí­sico más grande de todos los tiempos.
Möbius : ¿Y cómo descubrieron mi paradero sus servicios secretos?
newton: A través de mí. Por casualidad leí su di­sertación sobre los fundamentos de una nueva física. Al principio el ensayo me pareció un di­vertimiento. Pero luego se me cayó la venda de los ojos. Me hallaba frente al documento más genial de la física moderna. Empecé a ha­cer averiguaciones sobre el autor, pero no lle­gué muy lejos. Entonces pasé un informe a los servicios secretos y ellos sí que llegaron lejísimos.
einstein: No fue usted el único lector de esa di­sertación, Kilton. (Sin que lo vieran se había deslizado hacia ellos desde la habitación nú­mero dos, con el violín y el arco bajo el brazo.) Yo tampoco estoy loco. ¿Puedo presentarme? También soy físico y miembro de unos servi­cios secretos. Pero de signo muy distinto. Mi nombre es Joseph Eísler.
Möbius: ¿El descubridor del efecto Eisler?
einstein: El mismo.
newton: Desaparecido en .
einstein: Voluntariamente.
newton (sosteniendo de pronto un revólver en la mano): ¿Puedo pedirle, Eisler, que se ponga de cara a la pared?
einstein: Por supuesto. (Se dirige pausadamente hacia la chimenea, pone su violín sobre la repisa y, de golpe, se vuelve con un revólver en la mano.) Mi estimado Kilton, ya que los dos, como su­pongo, somos bastante hábiles manejando ar­mas, ¿no cree que deberíamos evitar a toda costa un duelo? Yo estoy dispuesto a dejar aquí mi Browning si usted hace otro tanto con su Colt...
newton: De acuerdo.
einstein: Tras la rejilla de la chimenea, junto al coñac. Por si aparecieran los enfermeros.
(Ambos dejan sus revólveres tras la rejilla de la chi­menea.)
einstein: Ha echado usted a perder mis planes, Kilton; yo lo creía loco de verdad.
newton: Consuélese: yo a usted también.
einstein: Y muchas cosas me han salido mal. Por ejemplo lo de la enfermera Irene, esta tarde. Empezó a sospechar algo, y esa fue su senten­cia de muerte. Lamento muchísimo el inci­dente.
Möbius: Ya entiendo.
einstein: Pero una orden es una orden.
Möbius: Por supuesto.
einstein: No tenía otra salida.
Möbius : Claro que no.
einstein: Además estaba enjuego mi misión, tam­bién la operación más secreta de nuestros ser­vicios secretos. ¿Nos sentamos?
newton: Sentémonos.
(Se sienta a la izquierda de la mesa, y Einstein, a la derecha.)
Möbius : Supongo, Eisler, que usted también querrá obligarme...
einstein: Pero Möbius...
Möbius: ... Animarme a visitar su país.
einstein: También nosotros lo consideraremos el más grande de todos los físicos. Pero ahora me gustaría probar esta cena, que más parece la última de un condenado a muerte. (Se sirve sopa.) ¿Sigue sin apetito, Möbius?
Möbius: Pues no. Ahora que lo sabéis todo... (Se sienta a la mesa entre los dos y también se sirve sopa.)
newton: ¿Un borgoña, Möbius?
Möbius: Sí, por favor.
newton (sirviéndole): Voy a atacar el cordón bleu.
Möbius: Con toda confianza, por favor.
newton: Que aproveche.
einstein: Que aproveche.
Möbius: Que aproveche.
(Comen. Por la derecha entran los tres enfermeros, el jefe con un bloc de notas.)
enfermero jefe: ¡Paciente Beutler!
newton: ¡Presente!
enfermero jefe: ¡Paciente Ernesti!
einstein: ¡Presente!
enfermero, jefe: ¡Paciente Möbius!
MÖBIUS: ¡Presente!
enfermero jefe: Sievers, enfermero jefe, Murillo, enfermero, McArthur, enfermero. (Vuelve a guardarse el bloc de notas en el bolsillo.) Las autoridades recomiendan tomar ciertas medi­das de seguridad. ¡Murillo, las rejas!
(Murillo baja una reja ante la ventana y el salón adquiere, de pronto, cierto aire de cárcel.)
enfermero jefe: McArthur, ciérrala con llave.
(McArthur cierra la reja con llave.)
enfermero jefe: ¿Los señores desean algo más para la noche? ¿Paciente Beutler?
newton: No.
enfermero jefe: ¿Paciente Ernesti?
einstein: No.
enfermero jefe: ¿Paciente Möbius?
Möbius: No.
enfermero jefe: Entonces nos retiramos, seño­res. Buenas noches.
(Salen los tres enfermeros. Silencio.)
einstein: ¡Bestias!
newton: En el parque hay más colosos vigilando.
Hace un rato que vengo observándolos desde
mi ventana.
einstein (se levanta y examina la reja): ¡Sólida!
Con un candado especial.
NEWTON (se dirige a la puerta de su habitación, la
abrey mira dentro): También le han puesto una
reja a mi ventana, como por arte de magia.
(Abre las otras dos puertas en el fondo del escena­rio.)

newton: A la de Eisler también. Y a la de Möbius, (Se dirige a la puerta de la derecha.) Cerra­da con llave.
(Vuelve a sentarse.)
einstein (sentándose): Estamos presos.
newton: Lógico. Después de lo de las enfermeras.
einstein: Sólo podremos salir de este manicomio si actuamos en forma conjunta.
Möbius: Yo no tengo la menor intención de fu­garme.
einstein: Möbius...
Möbius: No veo razón alguna para hacerlo. Todo lo contrario. Estoy muy contento con mi des­tino.
(Silencio.)
newton: Pues yo no lo estoy, y este detalle es de­finitivo, ¿no le parece? Con todos mis respetos por sus sentimientos personales, le recuerdo que es usted un genio y, como tal, patrimonio común de la humanidad. Ha logrado explorar campos totalmente nuevos de la física, pero tampoco tiene la exclusiva de esta ciencia. Su deber es abrirnos las puertas también a noso­tros, los que no somos genios. Venga usted ahora conmigo, y dentro de un año le pondre­mos un frac y lo llevaremos a Estocolmo a re­cibir el premio Nobel.
Möbius: Sus servicios secretos son realmente des­interesados.
newton: Reconozco que han quedado impresionadísimos por la sospecha de que ha resuelto usted el problema de la gravitación.
Möbius : Así es.
(Silencio.)
einstein: ¿Y lo dice tan tranquilo?
Möbius: ¿Cómo quiere que lo diga?
einstein: Mis servicios secretos creían que estaba usted elaborando la teoría uniforme de las par­tículas elementales...
Möbius: También puedo tranquilizar a sus servi­cios secretos. La teoría uniforme del campo ha sido formulada.
NEWTON (enjugándose el sudor de la frente con la servilleta): La fórmula universal!
einstein: ¡Increíble! ¡Hace años que, en gigantes­cos laboratorios estatales, hordas de físicos bien remunerados intentan en vano hacer pro­gresar la física, y usted lo consigue sentado al escritorio de un manicomio y sin mayor es­fuerzo!

(También se enjuga el sudor de la frente con la servilleta,)
newton: ¿Y el sistema de todos los inventos po­sibles, Möbius?
Möbius: También existe. Lo elaboré por curiosi­dad, como un complemento práctico a mis tra­bajos teóricos. ¿Por qué habría de hacerme el inocente? Todo lo que pensamos tiene sus consecuencias. Era mi deber estudiar las repercusiones de mis teorías del campo y de la gravitación. El resultado es devastador. Si mis investigaciones cayeran en manos de los hom­bres, se liberarían fuentes de energía nuevas e inconcebibles y se inventarían técnicas que su­peran todo lo imaginable.
einstein: Será algo muy difícil de evitar.
newton: El problema está en saber en qué manos caerán primero.
Möbius (riéndose): Y seguro que usted, Kilton, le desea esta suerte a sus servicios secretos y al Estado Mayor que está detrás.
newton: ¿Por qué no? Cualquier Estado Mayor me resulta igualmente sagrado para reinsertar en la comunidad científica al físico más grande y de todos los tiempos.
EINSTEIN: Para mí sólo es sagrado mi Estado Ma­yor. Estamos suministrando a la humanidad unos instrumentos de poder descomunales. Y eso nos da derecho a imponer condiciones. Debemos decidir en favor de quién queremos aplicar nuestra ciencia, y yo me he decidido.
newton: Absurdo, Eisler. Lo importante es la li­bertad de nuestra ciencia y nada más. Nuestra misión es abrir nuevos caminos y punto. Que la humanidad sepa o no recorrer el camino que nosotros le trazamos, es asunto suyo, no nues­tro.
einstein: Es usted un esteta lamentable, Kilton. ¿Por qué no se viene con nosotros, si lo único que le preocupa es la libertad de la ciencia? Hace ya tiempo que nosotros tampoco pode­mos permitirnos tener a los físicos bajo tute­la. También necesitamos resultados. Nuestro sistema político se ve igualmente obligado a hincar la rodilla ante la ciencia.
newton: Nuestros dos sistemas políticos, Eisler, tienen que hincar la rodilla ante Möbius, sobre todo.
einstein: Al contrario. Es él quien tendrá que obedecernos. Después de todo, ambos lo te­nemos en jaque.
newton: ¿De veras lo cree? Me parece que somos más bien nosotros dos quienes nos tene­mos mutuamente en jaque. Por desgracia, nuestros servicios secretos han tenido la mis­ma idea. Si Möbius se va con usted, yo no puedo hacer nada en contra porque usted me lo impediría. Y usted se quedaría inerme si Möbius se decidiera en mi favor. Es él quien puede elegir en este caso, no nosotros.
einstein (levantándose solemnemente): Cojamos nuestros revólveres.
newton (también se levanta): Muy bien. Comba­tamos.
(Newton coge los dos revólveres ocultos en la chi­menea y le entrega el suyo a Einstein.)
einstein: Lamento mucho que este asunto tenga un final cruento. Pero debemos disparar. Uno contra el otro y, por supuesto, contra los guar­dianes e incluso contra Mobius, si fuera ne­cesario. Podrá ser el hombre más importante del mundo, pero sus manuscritos son más im­portantes.
mobius: ¿Mis manuscritos? i Si los he quemado!
(Silencio mortal.)
einstein: ¿Quemado?
möbius (confuso): Hace un rato. Antes de que llegara la policía. Como medida de precau­ción.
einstein (rompiendo a reír desesperadamente): ¡Que­mado!
newton (chillando con rabia): ¡El trabajo de quin­ce años!
einstein: Es para volverse loco.
newton: Oficialmente ya lo estamos.
(Se guardan sus revólveres y se sientan en el sofá, aniquilados.)

einstein: Pues ahora sí que estamos definitiva­mente en sus manos, Möbius.
newton: ¿Y para esto he tenido que estrangular a una enfermera y aprender alemán?
einstein: Mientras a mí me enseñaban a tocar el violín, una tortura para alguien sin el menor talento musical.
Möbius: ¿Por qué no seguimos comiendo?
newton: Se me ha ido el apetito.
einstein: Lástima por el cordón bleu.
Möbius (levantándose): Señores: los tres somos fí­sicos. La decisión que debemos tomar es una decisión entre físicos. Hemos de proceder cien­tíficamente. No debemos dejarnos guiar por opiniones, sino por deducciones lógicas. Inten­temos buscar una solución racional No pode­mos permitirnos ningún error de cálculo, pues una conclusión equivocada nos llevaría -a la ca­tástrofe. El punto de partida está claro. Los tres tenemos el mismo objetivo, pero nuestra tác­tica es distinta. El objetivo es el progreso de la física. Usted le quiere asegurar su libertad, Ru­tón, y la exime de toda responsabilidad. En cambio usted, Eisler, pretende, en nombre de la responsabilidad, someter la física a la política de fuerza de un país determinado. Pero ¿cuál es la realidad concreta? Les pido información al respecto, si quieren que tome una decisión.
newton: Algunos de nuestros más ilustres físicos están esperándolo, Möbius. El sueldo y el alo­jamiento son ideales, la zona tiene un clima espantoso, pero las instalaciones de climatiza­ción son excelentes.
Möbius: ¿Son libres esos físicos?
newton: Mi estimado Möbius, esos físicos han declarado estar dispuestos a resolver proble­mas científicos decisivos para la defensa nacio­nal. Y usted comprenderá...
Möbius: Que no son libres. (Se vuelve hacia Einstein.) Joseph Eisler, usted defiende una política basada en la fuerza. Y para eso es ne­cesario el poder. ¿Lo tiene acaso?
einstein: Me ha entendido usted mal, Möbius. Mi ¡política de fuerza consiste precisamente en que he renunciado a mi poder en favor de un par­tido.
Möbius: ¿Y puede usted dirigir ese partido según los dictados de su responsabilidad, o corre el peligro de ser dirigido por él?
einstein: ¡Möbius! Esto es ridículo. Obviamente sólo puedo esperar que el partido siga mis con­sejos, nada más. Sin esperanza no hay actitud política posible.
Möbius: ¿Son al menos libres, sus físicos?
einstein: Dado que también trabajan para la de­fensa nacional...
mobius: Es curioso. Cada uno de ustedes me elo­gia una teoría diferente, pero la realidad que me ofrecen es la misma: una cárcel. La verdad es que prefiero mi manicomio. Al menos me da la seguridad de no ser utilizado por polí­ticos.
einstein: De todas formas, siempre hay que correr ciertos riesgos.
mobius : Hay riesgos que jamás deben correrse: la aniquilación de la humanidad es uno de ellos. Sabemos lo que el mundo puede hacer con las armas que ya posee; imaginemos lo que haría con las que yo pudiera facilitarle. A esta idea he subordinado mi actividad. Yo era pobre. Tenía una mujer y tres hijos. En la universidad me esperaba la fama; en la industria, el dinero. Ambas vías eran demasiado peligrosas. Hu­biera tenido que publicar mis trabajos, y la consecuencia habría sido la revolución total de nuestra ciencia y el desmoronamiento del sis­tema económico. Mi sentido de la respon­sabilidad me impuso otro camino. Dejé la universidad y renuncié a la industria, abando­nando a mi familia a su destino. Y elegí la máscara de la locura. En cuanto dije que se me aparecía el rey Salomón, me encerraron en un manicomio.
newton: Pero ésa no era la solución.
Möbius: La razón exigía dar este paso. En nuestra ciencia hemos llegado a los límites de lo cog­noscible. Conocemos algunas leyes exacta­mente definibles y unas cuantas relaciones esenciales entre fenómenos incomprensibles, nada más. Todo el resto, que es enorme, si­gue siendo un misterio inaccesible al enten­dimiento. Nosotros hemos llegado al término de nuestro camino, pero la humanidad toda­vía no. Hemos sido pioneros en la lucha, pero ahora no nos sigue nadie: hemos topado con el vacío. Nuestra ciencia se ha vuelto terri­ble, nuestra investigación, peligrosa, nuestros descubrimientos, mortales. A los físicos ya sólo nos queda capitular ante la realidad. No " está a nuestra altura y se encamina a su fin por culpa nuestra. Debemos revocar nuestros conocimientos; yo ya he revocado los míos. No hay otra solución; tampoco para uste­des.
einstein: ¿Qué quiere decir con eso?
Möbius: ¿Tienen emisoras clandestinas?
einstein: ¿Y qué?
Möbius: Avisen a quienes los han enviado de que ha habido un error, que yo estoy realmente loco.
einstein: Y nos pasaremos aquí toda la vida.
Möbius: Seguro.
Einstein: A un espía que fracasa ya nadie le hace el menor caso.
Möbius: Por eso mismo.
newton: ¿Y luego qué?
Möbius: Tienen que quedarse conmigo en el ma­nicomio.
newton: ¿Nosotros?
Möbius : Los dos.
(Silencio.)
newton: Möbius, no puede exigir que nos que­demos aquí eternamente...
Möbius : Es mi única posibilidad de seguir pasando inadvertido. Sólo en el manicomio somos li­bres. Sólo en el manicomio podemos seguir pensando. En libertad, nuestras ideas son di­namita pura.
newton: Pero es que no somos locos.
Möbius: Pero sí asesinos.
(Los dos lo miran atónitos.)
newton: ¡Protesto!
Einstein: ¡No ha debido decirnos eso, Möbius!
Möbius: El que mata es un asesino, y nosotros hemos matado. Cada uno de nosotros tenía una misión que lo condujo a este sanatorio.
Cada uno ha matado a su enfermera por una razón muy concreta. Ustedes, para no poner en peligro su misión secreta, yo, porque la enfermera Monika creía en mí. Me conside­raba un genio incomprendido. No entendía que el deber de un genio es, hoy por hoy, permanecer incomprendido. Matar es terri­ble. Y yo he matado para evitar otras muertes más terribles aún. Luego llegaron ustedes, a los que no puedo matar, pero sí tal vez con­vencer. ¿O acaso hemos matado en vano? Pues una de dos: o hemos asesinado, o he­mos cometido un sacrificio. O nos quedamos en este manicomio, o el mundo entero se convertirá en un manicomio. O nos borramos nosotros de la memoria de los hombres, o la humanidad entera acabará siendo borrada del mapa.
(Silencio.)
newton: ¡Möbius!
Möbius: ¡Kilton!
newton: ¡Oh! ¡En este sanatorio! ¡Con esos en­fermeros espantosos y esa doctora jorobada!
Möbius: ¿Y qué?
einstein: ¡Nos tienen encerrados como a bestias salvajes!
Möbius: Somos bestias salvajes. No pueden dejar­nos sueltos por ahí.
(Silencio.)
newton: ¿De veras no hay otra salida? Möbius : No.
(Silencio.)
einstein: Johann Wilhelm Möbius. Yo soy un hombre honesto. Me quedo.
(Silencio.)
newton: Yo también. Para siempre.
(Silencio.)
Möbius: Se lo agradezco. En nombre de esa mí­nima posibilidad de salvación que aún le queda al mundo. (Levanta su copa.) iPor nuestras en­fermeras!
(Se levantan solemnemente.)
newton: ¡Brindo por Dorothea Moser!
los otros dos: ¡Por la señorita Dorothea!
newton: ¡Dorothea, tuve que sacrificarte! ¡Te di la muerte a cambio de tu amor! ¡Y ahora quiero ser digno de ti!
einstein: ¡Yo brindo por Irene Straub!
los otros dos: ¡Por la señorita Irene!
einstein: ¡Irene, tuve que sacrificarte! Para ensal­zarte y celebrar tu abnegación ahora quiero ac­tuar racionalmente.
Möbius: ¡Yo brindo por Monika Stettler!
los otros dos: ¡Por la señorita Monika!
Möbius: ¡Monika, tuve que sacrificarte! Que tu amor bendiga la amistad que estos tres físicos hemos sellado en tu nombre. Danos la fuerza necesaria para guardar celosamente, bajo las , apariencias de la locura, el secreto de nuestra ciencia.
(Beben y ponen las copas sobre la mesa.)
newton: Y, ahora, transformémonos otra vez en locos, trasgueando por ahí como Newton en su traje de época.
einstein: Y rascando en el violín a Kreisler y a Beethoven.
Möbius: Y viendo nuevamente al rey Salomón.
newton: Locos, pero sabios.
einstein: Prisioneros, pero libres.
Möbius: Físicos, pero inocentes.

(Los tres se saludan y se dirigen a sus habitaciones. El salón queda vacío. Por la derecha entran McArthur y Murillo, luciendo un uniforme negro, gorra y pistolas. Quitan la mesa. McArthur saca el carrito con la vajilla por la derecha, y Murillo pone la mesa redonda ante la ventana de la de­recha, con las sillas patas arriba encima de ella, como cuando cierran un bar. Luego sale también por la derecha. El salón se queda otra vez vacío, hasta que por la derecha entra la doctora Ma-thilde von Zahnd con su batín de médico y su estetoscopio, como siempre. Mira a su alrededor. Por último entra Sievers, también con uniforme negro.)
ENFERMERO JEFE: Boss!
doctora: El cuadro, Sievers.
(McArthur y Murillo entran cargando un cuadro enorme con marco dorado, que representa a un general. Sievers descuelga el retrato viejo y pone el nuevo en su lugar.)
doctora: El general Leónidas von Zahnd estará mejor cuidado aquí que en el pabellón de las mujeres. Sigue manteniendo un aire impo­nente, el viejo soldado, pese a la enfermedad de Basedow. Le gustaban las muertes heroicas, y resulta que algo parecido ha ocurrido ahora en esta casa. (Contempla el retrato de su padre.) En su lugar, el consejero secreto pasará al pa­bellón femenino, donde están las millonarias. De momento ponedlo en el pasillo.
(McArthury Murillo sacan el cuadro por la derecha.)
doctora: ¿Ha llegado ya el director general Fró-ben con sus héroes?
enfermero jefe: Están esperando en el salón verde. ¿Quiere que les sirva caviar y cham­paña?
doctora: Sus excelencias no han venido aquí a banquetearse, sino a trabajar.
(Se sienta en el sofá. McArthur y Murillo vuelven a entrar por la derecha.)
doctora: Haga pasar a esos tres, Sievers. enfermero jefe: ¡A sus órdenes, boss! (Se dirige
a la habitación número uno y abre la puerta.)
¡Salga de ahí, Möbius!
(McArthury Murillo abren las puertas dos y tres.)

murillo: ¡Salga de ahí, Newton!
mcarthur: ¡Salga de ahí, Einstein!
(Salen Newton, Einstein y Mobius. Todos transfigu­rados.)
newton : Una noche misteriosa, infinita, sublime. Por entre las rejas de mi ventana brillaban Jú­piter y Saturno, revelando las leyes del uni­verso.
einstein: Una noche feliz, llena de consuelo y de bondad. Los enigmas callan, las preguntas han enmudecido. Me gustaría tocar el violín y no parar nunca más.
mobius: Una noche azul y profunda, llena de re­cogimiento y de piedad. La noche del rey to­dopoderoso, cuya blanca sombra se desprende de la pared. Sus ojos refulgen.
(Silencio.)
doctora: Mobius, por orden del fiscal, sólo me
está permitido hablarle en presencia de un
guardián.
mobius: Lo entiendo, doctora.
doctora: Pero lo que tengo que decirle concierne
también a sus colegas, Alee Jasper Kilton y Joseph Eisler.

(Ambos la miran atónitos.)
newton: ¿Lo sabe usted... todo?
(Ambos intentan sacar sus revólveres, pero son des­armados por Murillo y McArthur.)
doctora: Señores, la conversación que acaban de mantener ha sido escuchada en secreto. Ya hace tiempo que venía sospechándolo. ¡Mc­Arthur y Murillo, traed las emisoras clandes­tinas de Kilton y Eisler!
enfermero jefe: ¡Las manos detrás de la nuca, los tres!
(Mobius, Einstein y Newton cruzan las manos detrás de la nuca; McArthur y Murillo se dirigen a las habitaciones dos y tres.)
Newton: ¡Qué divertido! (Se echa a reír solo, con
una risa espectral)
einstein: Yo no sé...
newton: ¡Graciosísimo! (Vuelve a reír. Enmudece.)
(McArthur y Murillo regresan con las emisoras clan­destinas.)
enfermero jefe: ¡Manos abajo!
(Los físicos obedecen. Silencio.)
doctora: Los reflectores, Sievers.
enfermero jefe: Okay, boss.
(Levanta la mano. Desde fuera, varios reflectores su­mergen a los físicos en una luz deslumbradora. Al mismo tiempo, Sievers apaga la luz interior.)
doctora: La villa está rodeada de guardianes. Cualquier intento de fuga sería absurdo. (A los enfermeros.) ¡Salid, vosotros tres!
(Los tres enfermeros abandonan el salón, ¡levándose las armas y las emisoras secretas. Silencio.)
doctora: Sólo ustedes conocerán mi secreto, pues ya no importa que lo conozcan.
(Silencio.)
doctora (solemne): A mí también se me ha apa­recido el áureo rey Salomón.
(Los tres la miran estupefactos.)
Möbius: ¿Salomón?
doctora: Todos estos años.
(Newton se echa a reír quedamente.)
doctora (imperturbable): La primera vez fue en mi estudio. Una tarde de verano. Fuera aún brillaba el sol, y en el parque martilleaba un pájaro carpintero, cuando de pronto se acercó el áureo rey por los aires, como un ángel im­ponente.
einstein: Esta mujer ha enloquecido.
doctora: Su mirada se posó en. mí. Sus labios se abrieron. Y empezó a hablar con su criada. Ha­bía resucitado de entre los muertos y quería asumir nuevamente el poder que alguna vez tuvo en este mundo; había revelado su sabi­duría a fin de que, en su nombre, Möbius rei­nase sobre la Tierra.
einstein: Hay que internarla. Tiene que ir a un manicomio.
doctora: Pero Möbius lo ha traicionado. Intentó silenciar lo que no podía silenciarse. Pues lo que le había sido revelado no era ningún mis­terio, ya que era concebible. Y todo lo conce­bible es pensado alguna vez, tarde o temprano. Lo que Salomón descubrió también podría descubrirlo otra persona, pero el caso es que fue obra suya, el medio para restablecer su sagrada soberanía sobre el mundo, y por eso vino a buscarme a mí, su indigna sirvienta.
einstein (insistente): ¡Usted está loca! ¿Me oye? ¡Usted está loca!
doctora: El áureo rey me ha ordenado destituir a Möbius y gobernar en su lugar. Y lo he obe­decido. Yo era médica y Möbius era mi pa­ciente. Podía hacer con él lo que quisiera. Du­rante años he venido narcotizándolo para fotocopiar los apuntes de Salomón hasta la úl­tima página.
newton: ¡Usted está chiflada! ¡Totalmente chi­flada! ¡A ver si se entera de una vez por todas! (En voz baja.) Todos estamos chiflados.
doctora: He actuado con mucha cautela. Al prin­cipio exploté sólo unos cuantos descubrimien­tos para reunir el capital necesario. Luego fundé empresas gigantescas, comprando una fábrica tras otra y creando un trust poderosí­simo. Y ahora voy a aprovechar el sistema de todos los inventos posibles, caballeros.
Möbius (insistente): Doctora Mathilde von Zahnd: usted está enferma. Salomón no existe. Nunca se me ha aparecido.
doctora: ¡Miente!
Möbius: Yo me lo inventé sólo para mantener mis descubrimientos en secreto.
doctora: ¡Está usted negando a Salomón!
Möbius: Sea razonable. Reconozca que está loca.
doctora: No más que usted.
Möbius: Entonces tendré que gritarle al mundo la verdad. Usted ha estado explotándome todos estos años. Descaradamente. Hasta a mi po­bre esposa le sacó dinero.
doctora: Ya no puede hacer nada, Möbius. Aun­que su voz se abriera paso hasta el mundo ex­terior, nadie le creería. Pues para la opinión pública no es usted más que un loco peligroso. Debido a su crimen.
(Los tres intuyen la verdad.)
Möbius: ¿Monika?
einstein: ¿Irene?
newton: ¿Dorothea?
doctora: No he hecho más que aprovechar una ocasión. Había que poner a salvo la ciencia de Salomón y castigaros a vosotros por traidores. Tenía que neutralizaros mediante esos asesi­natos. Yo os envié a las tres enfermeras. Podía contar con que actuaríais; erais manejables como autómatas y habéis matado como ver­dugos.
(Möbius quiere abalanzarse sobre ella, y Einstein lo
retiene.)

doctora: Es absurdo abalanzarse sobre mí, Mo-bius. Como fue absurdo quemar manuscritos que obran en mi poder.
(Mobius se vuelve.)
doctora: Lo que os rodea ya no son las paredes de un sanatorio. Esta casa es la caja fuerte de mi trust, y encierra a tres físicos que son los únicos que saben la verdad aparte de mí. Los que os vigilan no son enfermeros: Sievers es el jefe de la policía de mis empresas. Os ha­béis refugiado en vuestra propia cárcel. Salo­món pensó y actuó a través de vosotros, y ahora os aniquila a través de mí.
(Silencio. La doctora sigue hablando con sosiego y unción.)
doctora: Pero yo asumo su poder. Y no tengo miedo. Mi sanatorio está lleno de parientes lo­cos, cubiertos de joyas y condecoraciones. Yo soy el último personaje normal de mi familia. El punto final. Estéril, capaz tan sólo de amar al prójimo. Y Salomón se apiadó de mí. El, que posee mil concubinas, me eligió a mí. Y ahora seré más poderosa que mis antepasados. Mi trust dominará, conquistará países y continen­tes, explotará el sistema solar, viajará a la ne­bulosa Andrómeda. La cuenta ha salido re­donda. Y no en favor del mundo, sino de una solterona vieja y jorobada.
(Agita una campa­nilla.)
(Por la derecha entra el enfermero jefe.)
ENFERMERO JEFE: ¿BSS?
doctora: Vamonos, Sievers. Nos espera el con­sejo de administración. La empresa universal se pone en marcha, la producción arranca. (Sale con el enfermero jefe por la derecha.)
(Los tres físicos se quedan solos. Silencio. Se han jugado todas las cartas. Silencio.)
newton: Esto es el final. (Se sienta en el sofá.)
EINSTEIN: El mundo ha caído en las manos de una
psiquíatra loca. (Se sienta junto a Newton.) mobius: Lo que se pensó una vez, ya no puede ser
revocado. (Se sienta en el sillón que está a la
izquierda del sofá.)
(Silencio. Los tres miran al vacío. Luego empiezan a hablar con total calma y naturalidad, presentán­dose al público.)

newton: Yo soy Newton. Sir Isaac Newton. Na­cido el de enero de en Woolsthorpe, cerca de Grantham. Soy presidente de la Royal Society. Pero nadie tiene por qué ponerse en pie. He escrito Los principios matemáticos de la filosofía natural. He dicho «Hypotheses non fingo». En ámbitos como la óptica experimen­tal, la mecánica teórica y las matemáticas su­periores he conseguido logros nada desprecia­bles, pero tuve que dejar en suspenso la cuestión relativa a la esencia de la gravitación. También he escrito obras de teología. Comen­tarios sobre el profeta Daniel y sobre el Apo­calipsis de san Juan. Yo soy Newton. Sir Isaac Newton. Presidente de la Royal Society.
(Se le­vanta y se dirige a su habitación.)
einstein: Yo soy Einstein. El profesor Albert Einstein, nacido el de marzo de en ülm. En trabajé como perito en la Oficina Federal de Patentes de Berna. Allí elaboré mi teoría de la relatividad especial, que revolu­cionó la física. Luego fui miembro de la Aca­demia Prusiana de las Ciencias, y más tarde me convertí en emigrante, porque soy judío. Mía es la fórmula E = mc2, clave en la transforma­ción de la materia en energía. Amo a la hu­manidad y amo mi violín, pero la bomba ató-
mica se construyó por recomendación mía. Yo soy Einstein. El profesor Albert Einstein, na­cido el de marzo de en Ulm.
(Se le­vanta y se dirige a su habitación. Luego se le oye tocar el violin. Penas del amor de Kreisler.)

mobius : Yo soy Salomón. Soy el pobre rey Salomón. En otros tiempos fui inmensamente rico, \ sabio y temeroso de Dios. Ante mi poder temblaban los más fuertes. Era el príncipe de la paz y la justicia, Pero mi sabiduría destruyó mi j temor de Dios, y cuando dejé de temer a Dios, mi sabiduría destruyó mis riquezas. ¡Muertas \ están ahora las ciudades que llegué, a gobernar, y vacío el reino que me fue confiado, un de­sierto con destellos azulinos; y en algún punto del espacio, en torno a una pequeña estrella amarilla y sin nombre, gira y gira sin parar, ab­surdamente, la Tierra radiactiva. Yo soy Salo­món, sí, Salomón, el pobre rey Salomón. (Se dirige a su habitación.)

(El salón queda vacío. Ya sólo puede oírse el violín de Einstein.)

Apéndice
21 puntos sobre Los físicos


1
No parto de una tesis, sino de una historia.
2
Si se parte de una historia, hay que pensarla hasta
sus últimas consecuencias.
3
Una historia ha sido pensada hasta sus últimas consecuencias cuando toma el peor rumbo po­sible.
4
El peor rumbo posible no es previsible. Se pre­senta por azar.
5
El arte del dramaturgo consiste en hacer que el
azar intervenga en la acción con la mayor eficacia
posible.
6
Los que soportan la acción dramática son seres hu­manos.
7
El azar en una acción dramática es el dónde y el
cuándo un personaje encuentra a otro por azar.
8
Cuanto más sistemáticamente actúen los hombres,
con mayor eficacia podrá golpearlos el azar.
.9 Los hombres que actúan sistemáticamente quieren alcanzar un objetivo determinado. Y al hacer que consigan lo contrario de lo que se habían pro­puesto es cuando peor los golpea el azar: aquello que temían e intentaban evitar (por ejemplo: Edipo).
10
Una fiistoria así es grotesca, pero no absurda (im­procedente).
11
Es paradójica.
122
12
Al igual que los lógicos, los dramaturgos no pue­den evitar la paradoja.
13
Al igual que los lógicos, los físicos no pueden evi­tar la paradoja.
14
Un drama sobre físicos tiene que ser paradójico.
15
No puede tener como objetivo el contenido de la física, sino sólo sus repercusiones.
16
El contenido de la física concierne a los físicos, sus repercusiones, a todos los hombres.
17
Lo que concierne a todos, sólo pueden resolverlo
todos.
18
Cualquier intento de un individuo por resolver ais­ladamente lo que concierne a todos, está conde­nado al fracaso.
123
19
En la paradoja se manifiesta la realidad.
20
Quien se enfrenta a la paradoja, se expone a la rea­lidad.
21
La obra dramática puede inducir al espectador a exponerse a la realidad, pero no obligarlo a hacerle frente ni a dominarla.
(Escrito para el volumen Komodien II, publicado por Verlag der Arche, Zurich, 1962.)


FUENTEOVEJUNA Lope de Vega















FUENTEOVEJUNA

Lope de Vega


Personas que hablan en ella:


La reina ISABEL de Castilla
El REY Fernando de Aragón
Rodrigo Téllez Girón, MAESTRE de la Orden de Calatrava
Fernán Gómez de Guzmán,
COMENDADOR Mayor de la Orden de Calatrava
Don Gómez MANRIQUE
Un JUEZ
Dos REGIDORES de Ciudad Real
ORTUÑO, criado del Comendador
FLORES, criado del Comendador
ESTEBAN, Alcaide de Fuenteovejuna
ALONSO, un regidor de Fuenteovejuna
Otro REGIDOR de Fuenteovejuna
LAURENCIA, labradora de Fuenteovejuna, hija de Esteban
JACINTA, labradora de Fuenteovejuna
PASCUALA, labradora de Fuenteovejuna
JUAN ROJO, labrador
FRONDOSO, labrador
MENGO, labrador gracioso
BARRILDO, labrador
LEONELO, Licenciado en derecho
CIMBRANO, soldado
Un MUCHACHO
LABRADORES y LABRADORAS
MÚSICOS



ACTO PRIMERO
Salen el COMENDADOR, FLORES y ORTUÑO,
criados


COMENDADOR: ¿Sabe el maestre que estoy
en la villa?
FLORES: Ya lo sabe.
ORTUÑO: Está, con la edad, más grave.
COMENDADOR: Y ¿sabe también que soy
Fernán Gómez de Guzmán?
FLORES: Es muchacho, no te asombre.
COMENDADOR: Cuando no sepa mi nombre,
¿no le sobra el que me dan
de comendador mayor?
ORTUÑO: No falta quien le aconseje
que de ser cortés se aleje.
COMENDADOR: Conquistará poco amor.
Es llave la cortesía
para abrir la voluntad;
y para la enemistad
la necia descortesía.
ORTUÑO: Si supiese un descortés
cómo le aborrecen todos
--y querrían de mil modos
poner la boca a sus pies--,
antes que serlo ninguno,
se dejaría morir.
FLORES: ¡Qué cansado es de sufrir!
¡Qué áspero y qué importuno!
Llaman la descortesía
necedad en los iguales,
porque es entre desiguales
linaje de tiranía.
Aquí no te toca nada;
que un muchacho aún no ha llegado
a saber qué es ser amado.
COMENDADOR: La obligación de la espada
que se ciñó, el mismo día
que la cruz de Calatrava
le cubrió el pecho, bastaba
para aprender cortesía.
FLORES: Si te han puesto mal con él,
presto lo conocerás.
ORTUÑO: Vuélvete, si en duda estás.
COMENDADOR: Quiero ver lo que hay en él.
Sale el MAESTRE de Calatrava y acompañamiento
MAESTRE: Perdonad, por vida mía,
Fernán Gómez de Guzmán;
que agora nueva me dan
que en la villa estáis.
COMENDADOR: Tenía
muy justa queja de vos;
que el amor y la crïanza
me daban más confïanza,
por ser, cual somos los dos,
vos maestre en Calatrava,
yo vuestro comendador
y muy vuestro servidor.
MAESTRE: Seguro, Fernando, estaba
de vuestra buena venida.
Quiero volveros a dar
los brazos.
COMENDADOR: Debéisme honrar;
que he puesto por vos la vida
entre diferencias tantas,
hasta suplir vuestra edad
el pontífice.
MAESTRE: Es verdad.
Y por las señales santas
que a los dos cruzan el pecho,
que os lo pago en estimaros
y como a mi padre honraros.
COMENDADOR: De vos estoy satisfecho.
MAESTRE: ¿Qué hay de guerra por allá?
COMENDADOR: Estad atento, y sabréis
la obligación que tenéis.
MAESTRE: Decid que ya lo estoy, ya.
COMENDADOR: Gran maestre, don Rodrigo
Téllez Girón, que a tan alto
lugar os trajo el valor
de aquel vuestro padre claro,
que, de ocho años, en vos
renunció su maestrazgo,
que después por más seguro
juraron y confirmaron
reyes y comendadores,
dando el pontífice santo
Pío segunda sus bulas
y después las suyas Paulo
para que don Juan Pacheco,
gran maestre de Santiago,
fuese vuestro coadjutor:
ya que es muerto, y que os han dado
el gobierno sólo a vos,
aunque de tan pocos años,
advertid que es honra vuestra
seguir en aqueste caso
la parte de vuestros deudos;
porque, muerto Enrique cuarto,
quieren que al rey don Alonso
de Portugal, que ha heredado,
por su mujer, a Castilla,
obedezcan sus vasallos;
que aunque pretende lo mismo
por Isabel don Fernando,
gran príncipe de Aragón,
no con derecho tan claro
a vuestros deudos, que, en fin,
no presumen que hay engaño
en la sucesión de Juana,
a quien vuestro primo hermano
tiene agora en su poder.
Y así, vengo a aconsejaros
que juntéis los caballeros
de Calatrava en Almagro,
y a Ciudad Real toméis,
que divide como paso
a Andalucía y Castilla,
para mirarlos a entrambos.
Poca gente es menester,
porque tienen por soldados
solamente sus vecinos
y algunos pocos hidalgos,
que defienden a Isabel
y llaman rey a Fernando.
Será bien que deis asombro,
Rodrigo, aunque niño, a cuantos
dicen que es grande esa cruz
para vuestros hombros flacos.
Mirad los condes de Urueña,
de quien venís, que mostrando
os están desde la fama
los laureles que ganaros;
los marqueses de Villena,
y otros capitanes, tantos,
que las alas de la fama
apenas pueden llevarlos.
Sacad esa blanca espada;
que habéis de hacer, peleando,
tan roja como la cruz;
porque no podré llamaros
maestre de la cruz roja
que tenéis al pecho, en tanto
que tenéis la blanca espada;
que una al pecho y otra al lado,
entrambas han de ser rojas;
y vos, Girón soberano,
capa del templo inmortal
de vuestros claros pasados.
MAESTRE: Fernán Gómez, estad cierto,
que en esta parcialidad,
porque veo que es verdad,
con mis deudos me concierto.
Y si importa, como paso
a Ciudad Real mi intento,
veréis que como violento
rayo sus muros abraso.
No porque es muerto mi tío
piensen de mis pocos años
los propios y los extraños
que murió con él mi brío.
Sacaré la blanca espada
para que quede su luz
de la color de la cruz,
de roja sangre bañada.
Vos, ¿adónde residís
tenéis algunos soldados?
COMENDADOR: Pocos, pero mis criados;
que si de ellos os servís,
pelearán como leones.
Ya veis que en Fuenteovejuna
hay gente humilde, y alguna
no enseñada en escuadrones,
sino en campos y labranzas.
MAESTRE: ¿Allí residís?
COMENDADOR: Allí
de mi encomienda escogí
casa entre aquestas mudanzas.
Vuestra gente se registre;
que no quedará vasallo.
MAESTRE: Hoy me veréis a caballo,
poner la lanza en el ristre.
Vanse. Salen PASCUALA y LAURENCIA
LAURENCIA: ¡Mas que nunca acá volviera!
PASCUALA: Pues a la hé que pensé
que cuando te lo conté
más pesadumbre te diera.
LAURENCIA: ¡Plega al cielo que jamás
le vea en Fuenteovejuna!
PASCUALA: Yo, Laurencia, he visto alguna
tan brava,y pienso que más;
y tenía el corazón
brando como una manteca.
LAURENCIA: Pues ¿hay encina tan seca
como ésta mi condición?
PASCUALA: Anda ya; que nadie diga:
"de esta agua no beberé."
LAURENCIA: ¡Voto al sol que lo diré,
aunque el mundo me desdiga!
¿A qué efecto fuera bueno
querer a Fernando yo?
¿Casaráme con él?
PASCUALA: No.
LAURENCIA: Luego la infamia condeno.
¡Cuántas mozas en la villa,
del comendador fïadas,
andan ya descalabradas!
PASCUALA: Tendré yo por maravilla
que te escapes de su mano.
LAURENCIA: Pues en vano es lo que ves,
porque ha que me sigue un mes,
y todo, Pascuala, en vano.
Aquel Flores, su alcahuete,
y Ortuño, aquel socarrón,
me mostraron un jubón,
una sarta y un copete.
Dijéronme tantas cosas
de Fernando, su señor,
que me pusieron temor;
mas no serán poderosas
para contrastar mi pecho.
PASCUALA: ¿Dónde te hablaron?
LAURENCIA: Allá
en el arroyo, y habrá
seis días.
PASCUALA: Y yo sospecho
que te han de engañar, Laurencia.
LAURENCIA: ¿A mí?
PASCUALA: Que no, sino al cura.
LAURENCIA: Soy, aunque polla, muy dura
yo para su reverencia.
Pardiez, más precio poner,
Pascuala, de madrugada,
un pedazo de lunada
al huego para comer,
con tanto zalacotón
de una rosca que yo amaso,
y hurtar a mi madre un vaso
del pegado cangilón,
y más precio al mediodía
ver la vaca entre las coles
haciendo mil caracoles
con espumosa armonía;
y concertar, si el camino
me ha llegado a causar pena,
casar un berenjena
con otro tanto tocino;
y después un pasatarde,
mientras la cena se aliña,
de una cuerda de mi viña,
que Dios de pedrisco guarde;
y cenar un salpicón
con su aceite y su pimienta,
e irme a la cama contenta,
y al "inducas tentación"
rezalle mis devociones,
que cuantas raposerías,
con su amor y sus porfías,
tienen estos bellacones;
porque todo su cuidado,
después de darnos disgusto,
es anochecer con gusto
y amanecer con enfado.
PASCUALA: Tienes, Laurencia, razón;
que en dejando de querer,
más ingratos suelen ser
que al villano el gorrión.
En el invierno, que el frío
tiene los campos helados,
descienden de los tejados,
diciéndole: "tío, tío,"
hasta llegar a comer
las migajas de la mesa;
mas luego que el frío cesa,
y el campo ven florecer,
no bajan diciendo "tío,"
del beneficio olvidados,
mas saltando en los tejados
dicen: "judío, judío."
Pues tales los hombres son:
cuando nos han menester,
somos su vida, su ser,
su alma, su corazón;
pero pasadas las ascuas,
las tías somos judías,
y en vez de llamarnos tías,
anda el nombre de las pascuas.
LAURENCIA: No fïarse de ninguno.
PASCUALA: Lo mismo digo, Laurencia.

Salen MENGO, BARRILDO y FRONDOSO
FRONDOSO: En aquesta diferencia
andas, Barrildo, importuno.
BARRILDO: A lo menos aquí está
quien nos dirá lo más cierto.
MENGO: Pues hagamos un concierto
antes que lleguéis allá,
y es, que si juzgan por mí,
me dé cada cual la prenda,
precio de aquesta contienda.
BARRILDO: Desde aquí digo que sí.
Mas si pierdes, ¿qué darás?
MENGO: Daré mi rabel de boj,
que vale más que una troj,
porque yo le estimo en más.
BARRILDO: Soy contento.
FRONDOSO: Pues lleguemos.
Dios os guarde, hermosas damas.
LAURENCIA: ¿Damas, Frondoso, nos llamas?
FRONDOSO: Andar al uso queremos:
al bachiller, licenciado;
al ciego, tuerto; al bisojo,
bizco; resentido, al cojo;
y buen hombre, al descuidado.
Al ignorante, sesudo;
al mal galán, soldadesca;
a la boca grande, fresca;
y al ojo pequeño, agudo.
Al pleitista, diligente;
gracioso al entremetido;
al hablador, entendido;
y al insufrible, valiente.
Al cobarde, para poco;
al atrevido, bizarro;
compañero al que es un jarro;
y desenfadado, al loco.
Gravedad, al descontento;
a la calva, autoridad;
donaire, a la necedad;
y al pie grande, buen cimiento.
Al buboso, resfrïado;
comedido al arrogante;
al ingenioso, constante;
al corcovado, cargado.
Esto al llamaros imito,
damas, sin pasar de aquí;
porque fuera hablar así
proceder en infinito.
LAURENCIA: Allá en la ciudad, Frondoso,
llámase por cortesía
de esta suerte; y a fe mía,
que hay otro más riguroso
y peor vocabulario
en las lenguas descorteses.
FRONDOSO: Querría que lo dijeses.
LAURENCIA: Es todo a esotro contrario:
al hombre grave, enfadoso;
venturoso al descompuesto;
melancólico al compuesto;
y al que reprehende, odioso.
Importuno al que aconseja;
al liberal, moscatel;
al justiciero, crüel;
y al que es piadoso, madeja.
Al que es constante, villano;
al que es cortés, lisonjero;
hipócrita al limosnero;
y pretendiente al cristiano.
Al justo mérito, dicha;
a la verdad, imprudencia;
cobardía a la paciencia;
y culpa a lo que es desdicha.
Necia a la mujer honesta;
mal hecha a la hermosa y casta;
y a la honrada... Pero basta;
que esto basta por respuesta.
MENGO: Digo que eres el dimuño.
LAURENCIA: ¡Soncas que lo dice mal!
MENGO: Apostaré que la sal
la echó el cura con el puño.
LAURENCIA: ¿Qué contienda os ha traído,
si no es que mal lo entendí?
FRONDOSO: Oye, por tu vida.
LAURENCIA: Di.
FRONDOSO: Préstame, Laurencia, oído.
LAURENCIA: Como prestado, y aun dado,
desde agora os doy el mío.
FRONDOSO: En tu discreción confío.
LAURENCIA: ¿Qué es lo que habéis apostado?
FRONDOSO: Yo y Barrildo contra Mengo.
LAURENCIA: ¿Qué dice Mengo?
BARRILDO: Una cosa
que, siendo cierta y forzosa,
la niega.
MENGO: A negarla vengo,
porque yo sé que es verdad.
LAURENCIA: ¿Qué dice?
BARRILDO: Que no hay amor.
LAURENCIA: Generalmente, es rigor.
BARRILDO: Es rigor y es necedad.
Sin amor, no se pudiera
ni aun el mundo conservar.
MENGO: Yo no sé filosofar;
leer, ¡ojalá supiera!
Pero si los elementos
en discordia eterna viven,
y de los mismos reciben
nuestros cuerpos alimentos,
cólera y melancolía,
flema y sangre, claro está.
BARRILDO: El mundo de acá y de allá,
Mengo, todo es armonía.
Armonía es puro amor,
porque el amor es concierto.
MENGO: Del natural os advierto
que yo no niego el valor.
Amor hay, y el que entre sí
gobierna todas las cosas,
correspondencias forzosas
de cuanto se mira aquí;
y yo jamás he negado
que cada cual tiene amor,
correspondiente a su humor,
que le conserva en su estado.
Mi mano al golpe que viene
mi cara defenderá;
mi pie, huyendo, estorbará
el daño que el cuerpo tiene.
Cerraránse mis pestañas
si al ojo le viene mal,
porque es amor natural.
PASCUALA: Pues, ¿de qué nos desengañas?
MENGO: De que nadie tiene amor
más que a su misma persona.
PASCUALA: Tú mientes, Mengo, y perdona;
porque, ¿es materia el rigor
con que un hombre a una mujer
o un animal quiere y ama
su semejante?
MENGO: Eso llama
amor propio, y no querer.
¿Qué es amor?
LAURENCIA: Es un deseo
de hermosura.
MENGO: Esa hermosura,
¿por qué el amor la procura?
LAURENCIA: Para gozarla.
MENGO: Eso creo.
Pues ese gusto que intenta,
¿no es para él mismo?
LAURENCIA: Es así.
MENGO: Luego ¿por quererse a sí
busca el bien que le contenta?
LAURENCIA: Es verdad.
MENGO: Pues de ese modo
no hay amor sino el que digo,
que por mi gusto le sigo
y quiero dármele en todo.
BARRILDO: Dijo el cura del lugar
cierto día en el sermón
que había cierto Platón
que nos enseñaba a amar;
que éste amaba el alma sola
y la virtud de lo amado.
PASCUALA: En materia habéis entrado
que, por ventura, acrisola
los caletres de los sabios
en sus cademias y escuelas.
LAURENCIA: Muy bien dice, y no te muelas
en persuadir sus agravios.
Da gracias, Mengo, a los cielos,
que te hicieron sin amor.
MENGO: ¿Amas tú?
LAURENCIA: Mi propio honor.
FRONDOSO: Dios te castigue con celos.
BARRILDO: ¿Quién gana?
PASCUALA: Con la qüistión
podéis ir al sacristán,
porque él o el cura os darán
bastante satisfacción.
Laurencia no quiere bien,
yo tengo poca experiencia.
¿Cómo daremos sentencia?
FRONDOSO: ¿Qué mayor que ese desdén?
Sale FLORES
FLORES: Dios guarde a la buena gente.
FRONDOSO: Éste es del comendador
crïado.
LAURENCIA: ¡Gentil azor!
¿De adónde bueno, pariente?
FLORES: ¿No me veis a lo soldado?
LAURENCIA: ¿Viene don Fernando acá?
FLORES: La guerra se acaba ya,
puesto que nos ha costado
alguna sangre y amigos.
FRONDOSO: Contadnos cómo pasó.
FLORES: ¿Quién lo dirá como yo,
siendo mis ojos testigos?
Para emprender la jornada
de esta ciudad, que ya tiene
nombre de Ciudad Real,
juntó el gallardo maestre
dos mil lucidos infantes
de sus vasallos valientes,
y trescientos de a caballo
de seglares y de freiles;
porque la cruz roja obliga
cuantos al pecho la tienen,
aunque sean de orden sacro;
mas contra moros, se entiende.
Salió el muchacho bizarro
con una casaca verde,
bordada de cifras de oro,
que sólo los brazaletes
por las mangas descubrían,
que seis alamares prenden.
Un corpulento bridón,
Rucio rodado, que al Betis
bebió el agua, y en su orilla
despuntó la grama fértil;
el codón labrado en cintas
de ante, y el rizo copete
cogido en blancas lazadas,
que con las moscas de nieve
que bañan la blanca piel
iguales labores teje.
A su lado Fernán Gómez,
vuestro señor, en un fuerte
melado, de negros cabos,
puesto que con blanco bebe.
Sobre turca jacerina,
peto y espaldar luciente,
con naranjada orla saca,
que de oro y perlas guarnece.
El morrión, que coronado
con blancas plumas, parece
que del color naranjado
aquellos azahares vierte;
ceñida al brazo una liga
roja y blanca, con que mueve
un fresno entero por lanza
que hasta en Granada le temen.
La ciudad se puso en arma;
dicen que salir no quieren
de la corona real,
y el patrimonio defienden.
Entróla bien resistida,
y el maestre a los rebeldes
y a los que entonces trataron
su honor injuriosamente
mandó cortar las cabezas,
y a los de la baja plebe,
con mordazas en la boca,
azotar públicamente.
Queda en ella tan temido
y tan amado, que creen
que quien en tan pocos años
pelea, castiga y vence,
ha de ser en otra edad
rayo del África fértil,
que tantas lunas azules
a su roja cruz sujete.
Al comendador y a todos
ha hecho tantas mercedes,
que el saco de la ciudad
el de su hacienda parece.
Mas ya la música suena;
recibidle alegremente,
que al triunfo las voluntades
son los mejores laureles.

Salen el COMENDADOR y ORTUÑO, MÚSICOS,
JUAN ROJO y ESTEBAN, ALONSO, ALCAIDES. Cantan los MÚSICOS


MUSICOS: "Sea bien venido
el comendadore
de rendir las tierras
y matar los hombres.
¡Vivan los Guzmanes!
¡Vivan los Girones!
Si en las paces blando,
dulce en las razones.
Venciendo moriscos,
fuertes como un roble,
de Ciudad Reale
viene vencedore;
que a Fuenteovejuna
trae los pendones.
¡Viva muchos años,
viva Fernán Gómez!"
COMENDADOR: Villa, yo os agradezco justamente
el amor que me habéis aquí mostrado.
ALONSO: Aun no muestra una parte del que siente.
Pero ¿qué mucho que seáis amado,
mereciéndolo vos?
ESTEBAN: Fuenteovejuna
y el regimiento que hoy habéis honrado,
que recibáis os ruega e importuna
un pequeño presente, que esos carros
traen, señor, no sin vergüenza alguna,
de voluntades y árboles bizarros,
más que de ricos dones. Lo primero
traen dos cestas de polidos barros;
de gansos viene un ganadillo entero,
que sacan por las redes las cabezas,
para cantar vueso valor guerrero.
Diez cebones en sal, valientes piezas,
sin otras menudencias y cecinas,
y más que guantes de ámbar, sus cortezas.
Cien pares de capones y gallinas,
que han dejado viudos a sus gallos
en las aldeas que miráis vecinas.
Acá no tienen armas ni caballos,
no jaeces bordados de oro puro,
si no es oro el amor de los vasallos.
Y porque digo puro, os aseguro
que vienen doce cueros, que aun en cueros
por enero podéis guardar un muro,
si de ellos aforráis vuestros guerreros,
mejor que de las armas aceradas;
que el vino suele dar lindos aceros.
De quesos y otras cosas no excusadas
no quiero daros cuenta. Justo pecho
de voluntades que tenéis ganadas;
y a vos y a vuestra casa, buen provecho.
COMENDADOR: Estoy muy agradecido.
Id, regimiento, en buen hora.
ALONSO: Descansad, señor, agora,
y seáis muy bien venido;
que esta espadaña que veis
y juncia a vuestros umbrales
fueran perlas orientales,
y mucho más merecéis,
a ser posible a la villa.
COMENDADOR: Así lo creo, señores.
Id con Dios.
ESTEBAN: Ea, cantores,
vaya otra vez la letrilla.
Cantan
MÚSICOS: "Sea bien venido
el comendadore
de rendir las tierras
y matar los hombres."
Vanse los MÚSICOS y los ALCAIDES
COMENDADOR: Esperad vosotras dos.
LAURENCIA: ¿Qué manda su señoría?
COMENDADOR: ¡Desdenes el otro día,
pues, conmigo! ¡Bien, por Dios!
LAURENCIA: ¿Habla contigo, Pascuala?
PASCUALA: Conmigo no, tirte ahuera.
COMENDADOR: Con vos hablo, hermosa fiera,
y con esotra zagala.
¿Mías no sois?
PASCUALA: Sí, señor;
mas no para casos tales.
COMENDADOR: Entrad, pasado los umbrales;
hombres hay, no hayáis temor.
LAURENCIA: Si los alcaldes entraran,
que de uno soy hija yo,
bien huera entrar; mas si no...
COMENDADOR: ¡Flores!
FLORES: ¿Señor?
COMENDADOR: ¡Que reparan
en no hacer lo que les digo!
FLORES: ¡Entrad, pues!
LAURENCIA: No nos agarre.
FLORES: Entrad; que sois necias.
PASCUALA: Arre;
que echaréis luego el postigo.
FLORES: Entrad; que os quiere enseñar
lo que trae de la guerra.
COMENDADOR: Si entraren, Ortuño, cierra.
Éntrase
LAURENCIA: Flores, dejadnos pasar.
ORTUÑO: ¿También venís presentadas
con lo demás?
PASCUALA: ¡Bien a fe!
Desvíese, no le dé...
FLORES: Basta; que son extremadas.
LAURENCIA: ¿No basta a vuestro señor
tanta carne presentada?
ORTUÑO: La vuestra es la que le agrada.
LAURENCIA: ¡Reviente de mal dolor!
Vanse LAURENCIA y PASCUALA
FLORES: ¡Muy buen recado llevamos!
No se ha de poder sufrir
lo que nos ha de decir
cuando sin ellas nos vamos.
ORTUÑO: Quien sirve se obliga a esto.
Si en algo desea medrar,
o con paciencia ha de estar,
o ha de despedirse presto.
Vanse los dos. Salgan el REY don Fernando, la
reina doña ISABEL, MANRIQUE, y acompañamiento
ISABEL: Digo, señor, que conviene
el no haber descuido en esto,
por ver a Alfonso en tal puesto,
y su ejército previene.
Y es bien ganar por la mano
antes que el daño veamos;
que si no lo remediamos,
el ser muy cierto está llano.
REY: De Navarra y de Aragón
está el socorro seguro,
y de Castilla procuro
hacer la reformación
de modo que el buen suceso
con la prevención se vea.
ISABEL: Pues vuestra majestad crea
que el buen fin consiste en eso.
MANRIQUE: Aguardando tu licencia
dos regidores están
de Ciudad Real. ¿Entrarán?
REY: No les nieguen mi presencia.
Salen dos REGIDORES de Ciudad Real

REGIDOR 1: Católico rey Fernando,
a quien ha enviado el cielo
desde Aragón a Castilla
para bien y amparo nuestro:
en nombre de Ciudad Real,
a vuestro valor supremo
humildes nos presentamos,
el real amparo pidiendo.
A mucha dicha tuvimos
tener título de vuestros;
pero pudo derribarnos
de este honor el hado adverso.
El famoso don Rodrigo
Téllez Girón, cuyo esfuerzo
es en valor extremado,
aunque es en la edad tan tierno
maestre de Calatrava,
él, ensanchar pretendiendo
el honor de la encomienda,
nos puso apretado cerco.
Con valor nos prevenimos,
a su fuerza resistiendo,
tanto, que arroyos corrían
de la sangre de los muertos.
Tomó posesión, en fin;
pero no llegara a hacerlo,
a no le dar Fernán Gómez
orden, ayuda y consejo.
Él queda en la posesión,
y sus vasallos seremos,
suyos, a nuestro pesar,
a no remediarlo presto.
REY: ¿Dónde queda Fernán Gómez?
REGIDOR 1: En Fuenteovejuna creo,
por ser su villa, y tener
en ella casa y asiento.
Allí, con más libertad
de la que decir podemos,
tiene a los súbditos suyos
de todo contento ajenos.
REY: ¿Tenéis algún capitán?
REGIDOR 2: Señor, el no haberle es cierto,
pues no escapó ningún noble
de preso, herido o de muerto.
ISABEL: Ese caso no requiere
ser de espacio remediado;
que es dar al contrario osado
el mismo valor que adquiere;
y puede el de Portugal,
hallando puerta segura,
entrar por Extremadura
y causarnos mucho mal
REY: Don Manrique, partid luego,
llevando dos compañías;
remediad sus demasías
sin darles ningún sosiego.
El conde de Cabra ir puede
con vos; que es Córdoba osado,
a quien nombre de soldado
todo el mundo le concede;
que éste es el medio mejor
que la ocasión nos ofrece.
MANRIQUE: El acuerdo me parece
como de tan gran valor.
Pondré límite a su exceso,
si el vivir en mí no cesa.
ISABEL: Partiendo vos a la empresa,
seguro está el buen suceso.
Vanse todos. Salen LAURENCIA y FRONDOSO
LAURENCIA: A medio torcer los paños,
quise, atrevido Frondoso
para no dar qué decir,
desvïarme del arroyo;
decir a tus demasías
que murmura el pueblo todo,
que me miras y te miro,
y todos nos traen sobre ojo.
Y como tú eres zagal
de los que huellan, brioso,
y excediendo a los demás
vistes bizarro y costoso,
en todo lugar no hay moza,
o mozo en el prado o soto,
que no se afirme diciendo
que ya para en uno somos;
y esperan todos el día
que el sacristán Juan Chamorro
nos eche de la tribuna
en dejando los piporros.
Y mejor sus trojes vean
de rubio trigo en agosto
atestadas y colmadas,
y sus tinajas de mosto,
que tal imaginación
me ha llegado a dar enojo:
ni me desvela ni aflige
ni en ella el cuidado pongo.
FRONDOSO: Tal me tienen tus desdenes,
bella Laurencia, que tomo,
en el peligro de verte,
la vida, cuando te oigo.
Si sabes que es mi intención
el desear ser tu esposo,
mal premio das a mi fe.
LAURENCIA: Es que yo no sé dar otro.
FRONDOSO: ¿Posible es que no te duelas
de verme tan cuidadoso
y que imaginando en ti
ni bebo, duermo ni como?
¿Posible es tanto rigor
en ese angélico rostro?
¡Viven los cielos, que rabio!
LAURENCIA: Pues salúdate, Frondoso.
FRONDOSO Ya te pido yo salud,
y que ambos, como palomos,
estemos, juntos los picos,
con arrullos sonorosos,
después de darnos la iglesia...
LAURENCIA: Dilo a mi tío Juan Rojo;
que aunque no te quiero bien,
ya tengo algunos asomos.
FRONDOSO: ¡Ay de mí! El señor es éste.
LAURENCIA: Tirando viene a algún corzo.
Escóndete en esas ramas.
FRONDOSO: Y ¡con qué celos me escondo!
Sale el COMENDADOR
COMENDADOR: No es malo venir siguiendo
un corcillo temeroso,
y topar tan bella gama.
LAURENCIA: Aquí descansaba un poco
de haber lavado unos paños;
y así, al arroyo me torno,
si manda su señoría.
COMENDADOR: Aquesos desdenes toscos
afrentan, bella Laurencia,
las gracias que el poderoso
cielo te dio, de tal suerte,
que vienes a ser un monstruo.
Mas si otras veces pudiste
hüír mi ruego amoroso,
agora no quiere el campo,
amigo secreto y solo;
que tú sola no has de ser
tan soberbia, que tu rostro
huyas al señor que tienes,
teniéndome a mí en tan poco.
¿No se rindió Sebastiana,
mujer de Pedro Redondo,
con ser casadas entrambas,
y la de Martín del Pozo,
habiendo apenas pasado
dos días del desposorio?
LAURENCIA: Ésas, señor, ya tenían
de haber andado con otros
el camino de agradaros;
porque también muchos mozos
merecieron sus favores.
Id con Dios, tras vueso corzo;
que a no veros con la cruz,
os tuviera por demonio,
pues tanto me perseguís.
COMENDADOR: ¡Qué estilo tan enfadoso!
Pongo la ballesta en tierra
[puesto que aquí estamos solos],
y a la práctica de manos
reduzco melindres.
LAURENCIA: ¿Cómo?
¿Eso hacéis? ¿Estáis en vos?
Sale FRONDOSO y toma la ballesta
COMENDADOR: No te defiendas.
FRONDOSO: Si tomo
la ballesta ¡vive el cielo
que no la ponga en el hombro!
COMENDADOR: Acaba, ríndete.
LAURENCIA: ¡Cielos,
ayúdame agora!
COMENDADOR: Solos
estamos; no tengas miedo.
FRONDOSO: Comendador generoso,
dejad la moza, o creed
que de mi agravio y enojo
será blanco vuestro pecho,
aunque la cruz me da asombro.
COMENDADOR: ¡Perro, villano!...
FRONDOSO: No hay perro.
Huye, Laurencia.
LAURENCIA: Frondoso,
mira lo que haces.
FRONDOSO: Vete.
Vase LAURENCIA
COMENDADOR: ¡Oh, mal haya el hombre loco,
que se desciñe la espada!
Que, de no espantar medroso
la caza, me la quité.
FRONDOSO: Pues, pardiez, señor, si toco
la nuez, que os he de apiolar.
COMENDADOR: Ya es ida. Infame, alevoso,
suelta la ballesta luego.
Suéltala, villano.
FRONDOSO: ¿Cómo?
Que me quitaréis la vida.
Y advertid que Amor es sordo,
y que no escucha palabras
el día que está en su trono.
COMENDADOR: Pues, ¿la espalda ha de volver
un hombre tan valeroso
a un villano? Tira, infame,
tira, y guárdate; que rompo
las leyes de caballero.
FRONDOSO: Eso, no. Yo me conformo
con mi estado, y, pues me es
guardar la vida forzoso,
con la ballesta me voy.
COMENDADOR: ¡Peligro extraño y notorio!
Mas yo tomaré venganza
del agravio y del estorbo.
¡Que no cerrara con él!
¡Vive el cielo, que me corro!
FIN DEL PRIMER ACTO



ACTO SEGUNDO

Salen ESTEBAN y otro REGIDOR
ESTEBAN: Así tenga salud, como parece,
que no se saque más agora el pósito.
El año apunta mal, y el tiempo crece,
y es mejor que el sustento esté en depósito,
aunque lo contradicen más de trece.
REGIDOR: Yo siempre he sido, al fin, de este propósito,
en gobernar en paz esta república.
ESTEBAN: Hagamos de ello a Fernán Gómez súplica.
No se puede sufrir que estos astrólogos,
en las cosas futuras ignorantes,
nos quieran persuadir con largos prólogos
los secretos a Dios sólo importantes.
¡Bueno es que, presumiendo de teólogos,
hagan un tiempo en el que después y ante!
Y pidiendo el presente lo importante,
al más sabio veréis más ignorante.
¿Tienen ellos las nubes en su casa
y el proceder de las celestes lumbres?
¿Por dónde ven los que en el cielo pasa,
para darnos con ella pesadumbres?
Ellos en el sembrar nos ponen tasa:
dacá el trigo, cebada y las legumbres,
calabazas, pepinos y mostazas...
Ellos son, a la fe, las calabazas.
Luego cuentan que muere una cabeza,
y después viene a ser en Transilvania;
que el vino será poco, y la cerveza
sobrará por las partes de Alemania;
que se helará en Gascuña la cereza,
y que habrá muchos tigres en Hircania.
Y al cabo, que se siembre o no se siembre,
el año se remata por diciembre.
Salen el licenciado LEONELO y BARRILDO
LEONELO: A fe que no ganéis la palmatoria,
porque ya está ocupado el mentidero.
BARRILDO: ¿Cómo os fue en Salamanca?
LEONELO: Es larga historia.
BARRILDO: Un Bártulo seréis.
LEONELO: Ni aun un barbero.
Es, como digo, cosa muy notoria
en esta facultad lo que os refiero.
BARRILDO: Sin duda que venís buen estudiante.
LEONELO: Saber he procurado lo importante.
BARRILDO: Después que vemos tanto libro impreso,
no hay nadie que de sabio no presuma.
LEONELO: Antes que ignoran más siento por eso,
por no se reducir a breve suma;
porque la confusión, con el exceso,
los intentos resuelve en vana espuma;
y aquel que de leer tiene más uso,
de ver letreros sólo está confuso.
No niego yo que de imprimir el arte
mil ingenios sacó de entre la jerga,
y que parece que en sagrada parte
sus obras guarda y contra el tiempo alberga;
éste las distribuye y las reparte.
Débese esta invención a Gutemberga,
un famoso tudesco de Maguncia,
en quien la fama su valor renuncia.
Mas muchos que opinión tuvieron grave
por imprimir sus obras la perdieron;
tras esto, con el nombre del que sabe
muchos sus ignorancias imprimieron.
Otros, en quien la baja envidia cabe,
sus locos desatinos escribieron,
y con nombre de aquél que aborrecían
impresos por el mundo los envían.
BARRILDO: No soy de esa opinión.
LEONELO: El ignorante
es justo que se vengue del letrado.
BARRILDO: Leonelo, la impresión es importante.
LEONELO: Sin ella muchos siglos se han pasado,
y no vemos que en éste se levante
[.................. --ado]
un Jerónimo santo, un Agustino.
BARRILDO: Dejadlo y asentaos, que estáis mohino.
Salen JUAN ROJO y otro LABRADOR
JUAN ROJO: No hay en cuatro haciendas para un dote,
si es que las vistas han de ser al uso;
que el hombre que es curioso es bien que note
que en esto el barrio y vulgo anda confuso.
LABRADOR: ¿Qué hay del comendador? No os alborote.
JUAN ROJO: ¡Cuál a Laurencia en ese campo puso!
LABRADOR: ¿Quién fue cual él tan bárbaro y lascivo?
Colgado le vea yo de aquel olivo.
Salen el COMENDADOR, ORTUÑO y FLORES
COMENDADOR: Dios guarde la buena gente.
REGIDOR: ¡Oh, señor!
COMENDADOR: Por vida mía,
que se estén.
ESTEBAN: Vuseñoría
adonde suele se siente,
que en pie estaremos muy bien.
COMENDADOR: Digo que se han de sentar.
ESTEBAN: De los buenos es honrar,
que no es posible que den
honra los que no la tienen.
COMENDADOR: Siéntense; hablaremos algo.
ESTEBAN: ¿Vio vuseñoría el galgo?
COMENDADOR: Alcalde, espantados vienen
esos crïados de ver
tan notable ligereza.
ESTEBAN: Es una extremada pieza.
Pardiez, que puede correr
al lado de un delincuente
o de un cobarde en qüistión.
COMENDADOR: Quisiera en esta ocasión
que le hiciérades pariente
a una liebre que por pies
por momentos se me va.
ESTEBAN: Sí haré, par Dios. ¿Dónde está?
COMENDADOR: Allá vuestra hija es.
ESTEBAN: ¡Mi hija!
COMENDADOR: Sí.
ESTEBAN: Pues, ¿es buena
para alcanzada de vos?
COMENDADOR: Reñidla, alcalde, por Dios.
ESTEBAN: ¿Cómo?
COMENDADOR: Ha dado en darme pena.
mujer hay, y principal,
de alguno que está en la plaza,
que dio, a la primera traza,
traza de verme.
ESTEBAN: Hizo mal;
y vos, señor, no andáis bien
en hablar tan libremente.
COMENDADOR: ¡Oh, qué villano elocuente!
¡Ah, Flores!, haz que le den
la Política, en que lea
de Aristóteles.
ESTEBAN: Señor,
debajo de vuestro honor
vivir el pueblo desea.
Mirad que en Fuenteovejuna
hay gente muy principal.
LEONELO: ¿Vióse desvergüenza igual?
COMENDADOR: Pues, ¿he dicho cosa alguna
de que os pese, regidor?
REGIDOR: Lo que decís es injusto;
no lo digáis, que no es justo
que nos quitéis el honor.
COMENDADOR: ¿Vosotros honor tenéis?
¡Qué freiles de Calatrava!
REGIDOR: Alguno acaso se alaba
de la cruz que le ponéis,
que no es de sangre tan limpia.
COMENDADOR: Y, ¿ensúciola yo juntando
la mía a la vuestra?
REGIDOR: Cuando
que el mal más tiñe que alimpia.
COMENDADOR: De cualquier suerte que sea,
vuestras mujeres se honran.
ESTEBAN: Esas palabras deshonran;
las obras no hay quien las crea.
COMENDADOR: ¡Qué cansado villanaje!
¡Ah! Bien hayan las ciudades,
que a hombres de calidades
no hay quien sus gustos ataje;
allá se precian casados
que visiten sus mujeres.
ESTEBAN: No harán; que con esto quieres
que vivamos descuidados.
En las ciudades hay Dios
y más presto quien castiga.
COMENDADOR: Levantaos de aquí.
ESTEBAN: ¿Qué diga
lo que escucháis por los dos?
COMENDADOR: Salid de la plaza luego;
no quede ninguno aquí.
ESTEBAN: Ya nos vamos.
COMENDADOR: Pues no así.
FLORES: Que te reportes te ruego.
COMENDADOR: Querrían hacer corrillo
los villanos en mi ausencia.
ORTUÑO: Ten un poco de paciencia.
COMENDADOR: De tanta me maravillo.
Cada uno de por sí
se vayan hasta sus casas.
LEONELO: ¡Cielo! ¿Qué por esto pasas?
ESTEBAN: Ya yo me voy por aquí.
Vanse los LABRADORES
COMENDADOR: ¿Qué os parece de esta gente?
ORTUÑO: No sabes disimular,
que no quieres escuchar
el disgusto que se siente.
COMENDADOR: Éstos ¿se igualan conmigo?
FLORES: Que no es aqueso igualarse.
COMENDADOR: Y el villano, ¿ha de quedarse
con ballesta y sin castigo?
FLORES: Anoche pensé que estaba
a la puerta de Laurencia,
y a otro, que su presencia
y su capilla imitaba,
de oreja a oreja le di
un beneficio famoso.
COMENDADOR: ¿Dónde estará aquel Frondoso?
FLORES: Dicen que anda por ahí.
COMENDADOR: ¡Por ahí se atreve a andar
hombre que matarme quiso!
FLORES: Como el ave sin aviso,
o como el pez, viene a dar
al reclamo o al anzuelo.
COMENDADOR: ¡Que a un capitán cuya espada
tiemblan Córdoba y Granada,
un labrador, un mozuelo
ponga una ballesta al pecho!
El mundo se acaba, Flores.
FLORES: Como eso pueden amores.
ORTUÑO: Y pues que vive, sospecho
que grande amistad le debes.
COMENDADOR: Yo he disimulado, Ortuño;
que si no, de punta a puño,
antes de dos horas breves,
pasara todo el lugar;
que hasta que llegue ocasión
al freno de la razón
hago la venganza estar.
¿Qué hay de Pascuala?
FLORES: Responde
que anda agora por casarse.
COMENDADOR: ¿Hasta allí quiere fïarse?
FLORES: En fin, te remite donde
te pagarán de contado.
COMENDADOR: ¿Qué hay de Olalla?
ORTU˜O: Una graciosa
respuesta.
COMENDADOR: Es moza brïosa.
¿Cómo?
ORTUÑO: Que su desposado
anda tras ella estos días
celoso de mis recados
y de que con tus crïados
a visitarla venías;
pero que si se descuida
entrarás como primero.
COMENDADOR: ¡Bueno, a fe de caballero!
Pero el villanejo cuida...
ORTUÑO: Cuida, y anda por los aires.
COMENDADOR: ¿Qué hay de Inés?
FLORES: ¿Cuál?
COMENDADOR: La de Antón.
FLORES: Para cualquier ocasión
ya ha ofrecido sus donaires.
Habléla por el corral,
por donde has de entrar si quieres.
COMENDADOR: A las fáciles mujeres
quiero bien y pago mal.
Si éstas supiesen, ¡oh, Flores!,
estimarse en lo que valen...
FLORES: No hay disgustos que se igualen
a contrastar sus favores.
Rendirse presto desdice
de la esperanza del bien;
mas hay mujeres también,
porque el filósofo dice,
que apetecen a los hombres
como la forma desea
la materia; y que esto sea
así, no hay de qué te asombres.
COMENDADOR: Un hombre de amores loco
huélgase que a su accidente
se le rindan fácilmente,
mas después las tiene en poco,
y el camino de olvidar,
al hombre más obligado
es haber poco costado
lo que pudo desear.
Sale CIMBRANOS, soldado
CIMBRANOS: ¿Está aquí el comendador?
ORTUÑO: ¿No le ves en tu presencia?
CIMBRANO: ¡Oh, gallardo Fernán Gómez!
Trueca la verde montera
en el blanco morrión
y el gabán en armas nuevas;
que el maestre de Santiago
y el conde de Cabra cercan
a don Rodrigo Girón,
por la castellana reina,
en Ciudad Real; de suerte
que no es mucho que se pierda
lo que en Calatrava sabes
que tanta sangre le cuesta.
Ya divisan con las luces,
desde las altas almenas
los castillo y leones
y barras aragonesas.
Y aunque el rey de Portugal
honrar a Girón quisiera,
no hará poco en que el maestre
a Almagro con vida vuelva.
Ponte a caballo, señor;
que sólo con que te vean
se volverán a Castilla.
COMENDADOR: No prosigas; tente, espera.
Haz, Ortuño, que en la plaza
toquen luego una trompeta.
¿Qué soldados tengo aquí?
ORTUÑO: Pienso que tienes cincuenta.
COMENDADOR: Pónganse a caballo todos.
CIMBRANOS: Si no caminas apriesa,
Ciudad Real es del rey.
COMENDADOR: No hayas miedo que lo sea.
Vanse TODOS. Salen MENGO, LAURENCIA y PASCUALA,
huyendo
PASCUALA: No te apartes de nosotras.
MENGO: Pues, ¿a qué tenéis temor?
LAURENCIA: Mengo, a la villa es mejor
que vamos unas con otras,
pues que no hay hombre ninguno,
porque no demos con él.
MENGO: ¡Que este demonio crüel
nos sea tan importuno!
LAURENCIA: No nos deja a sol ni a sombra.
MENGO: ¡Oh! Rayo del cielo baje
que sus locuras ataje.
LAURENCIA: Sangrienta fiera le nombra;
arsénico y pestilencia
del lugar.
MENGO: Hanme contado
que Frondoso, aquí en el prado,
para librarte, Laurencia,
le puso al pecho una jara.
LAURENCIA: Los hombres aborrecía,
Mengo; mas desde aquel día
los miro con otra cara.
¡Gran valor tuvo Frondoso!
Pienso que le ha de costar
la vida.
MENGO: Que del lugar
se vaya, será forzoso.
LAURENCIA: Aunque ya le quiero bien,
eso mismo le aconsejo;
mas recibe mi consejo
con ira, rabia y desdén;
y jura el comendador
que le ha de colgar de un pie.
PASCUALA: ¡Mal garrotillo le dé!
MENGO: Mala pedrada es mejor!
¡Voto al sol, si le tirara
con la que llevo al apero,
que al sonar el crujidero
al casco se la encajara!
No fue Sábalo, el romano,
tan vicioso por jamás.
LAURENCIA: Heliogábalo dirás,
más que una fiera inhumano.
MENGO: Pero Galván, o quien fue,
que yo no entiendo de historia;
mas su cativa memoria
vencida de éste se ve.
¿Hay hombre en naturaleza
como Fernán Gómez?
PASCUALA: No;
que parece que le dio
de una tigre la aspereza.
Sale JACINTA
JACINTA: Dadme socorro, por Dios,
si la amistad os obliga.
LAURENCIA: ¿Qué es esto, Jacinta amiga?
PASCUALA: Tuyas lo somos las dos.
JACINTA: Del comendador crïados,
que van a Ciudad Real,
más de infamia natural
que de noble acero armados,
me quieren llevar a él.
LAURENCIA: Pues, Jacinta, Dios te libre;
que cuando contigo es libre,
conmigo será crüel.
Vase LAURENCIA
PASCUALA: Jacinta, yo no soy hombre
que te pueda defender.
Vase PASCUALA
MENGO: Yo sí lo tengo de ser,
porque tengo el ser y el nombre.
Llégate, Jacinta, a mí.
JACINTA: ¿Tienes armas?
MENGO: Las primeras
del mundo.
JACINTA: ¡Oh, si las tuvieras!
MENGO: Piedras hay, Jacinta, aquí.
Salen FLORES y ORTUÑO
FLORES: ¿Por los pies pensabas irte?
JACINTA: ¡Mengo, muerta soy!
MENGO: Señores...
¿A estos pobres labradores?...
ORTUÑO: Pues, ¿tú quieres persuadirte
a defender la mujer?
MENGO: Con los ruegos la defiendo;
que soy su deudo y pretendo
guardarla, si puede ser.
FLORES: Quitadle luego la vida.
MENGO: ¡Voto al sol, si me emberrincho,
y el cáñamo me descincho,
que la llevéis bien vendida!
Salen el COMENDADOR y CIMBRANOS
COMENDADOR: ¿Qué es eso? ¿A cosas tan viles
me habéis de hacer apear?
FLORES: Gente de este vil lugar,
que ya es razón que aniquiles,
pues en nada te da gusto,
a nuestras armas se atreve.
MENGO: Señor, si piedad os mueve
de suceso tan injusto,
castigad estos soldados,
que con vuestro nombre agora
roban una labradora
a esposo y padres honrados;
y dadme licencia a mí
que se la pueda llevar.
COMENDADOR: Licencia les quiero dar...
para vengarse de ti.
Suelta la honda.
MENGO: Señor!
COMENDADOR: Flores, Ortuño, Cimbranos,
con ella le atad las manos.
MENGO: ¿Así volvéis por su honor?
COMENDADOR: ¿Qué piensan Fuenteovejuna
y sus villanos de mí?
MENGO: Señor, ¿en qué os ofendí,
ni el pueblo en cosa ninguna?
FLORES: ¿Ha de morir?
COMENDADOR: No ensuciéis
las armas, que habéis de honrar
en otro mejor lugar.
ORTUÑO: ¿Qué mandas?
COMENDADOR: Que lo azotéis.
Llevadle, y en ese roble
le atad y le desnudad,
y con las riendas...
MENGO: ¡Piedad!
¡Piedad, pues sois hombre noble!
COMENDADOR: Azotadle hasta que salten
los hierros de las correas.
MENGO: ¡Cielos! ¿A hazañas tan feas
queréis que castigos falten?
Vanse MENGO, FLORES y ORTUÑO
COMENDADOR: Tú, villana, ¿por qué huyes?
¿Es mejor un labrador
que un hombre de mi valor?
JACINTA: ¡Harto bien me restituyes
el honor que me han quitado
en llevarme para ti!
COMENDADOR: ¿En quererte llevar?
JACINTA: Sí;
porque tengo un padre honrado,
que si en alto nacimiento
no te iguala, en las costumbres
te vence.
COMENDADOR: Las pesadumbres
y el villano atrevimiento
no tiemplan bien un airado.
Tira por ahí.
JACINTA: ¿Con quién?
COMENDADOR: Conmigo.
JACINTA: Míralo bien.
COMENDADOR: Para tu mal lo he mirado.
Ya no mía, del bagaje
del ejército has de ser.
JACINTA: No tiene el mundo poder
para hacerme, viva, ultraje.
COMENDADOR: ¡Ea, villana, camina!
JACINTA: ¡Piedad, señor!
COMENDADOR: No hay piedad.
JACINTA: Apelo de tu crueldad
a la justicia divina.
Llévanla y vanse. Salen LAURENCIA y
FRONDOSO
LAURENCIA: ¿Cómo así a venir te atreves,
sin temer tu daño.
FRONDOSO: Ha sido
dar testimonio cumplido
de la afición que me debes.
Desde aquel recuesto vi
salir al comendador,
y fïado en tu valor
todo mi temor perdí.
Vaya donde no le vean
volver.
LAURENCIA: Tente en maldecir,
porque suele más vivir
al que la muerte desean.
FRONDOSO: Si es eso, viva mil años,
y así se hará todo bien
pues deseándole bien,
estarán ciertos sus daños.
Laurencia, deseo saber
si vive en ti mi cuidado,
y si mi lealtad ha hallado
el puerto de merecer.
Mira que toda la villa
ya para en uno nos tiene;
y de cómo a ser no viene
la villa se maravilla.
Los desdeñosos extremos
deja, y responde "no" o "sí."
LAURENCIA: Pues a la villa y a ti
respondo que lo seremos.
FRONDOSO: Deja que tus plantas bese
Por la merced recibida,
pues el cobrar nueva vida
por ella es bien que confiese.
LAURENCIA: De cumplimientos acorta;
y para que mejor cuadre,
habla, Frondoso, a mi padre,
pues es lo que más importa,
que allí viene con mi tío;
y fía que ha de tener
ser, Frondoso, tu mujer
buen suceso.
FRONDOSO: En Dios confío.
Escóndese LAURENCIA. Salen ESTEBAN,
alcalde, y el REGIDOR
ESTEBAN: Fue su término de modo,
que la plaza alborotó.
En efecto, procedió
muy descomedido en todo.
No hay a quien admiración
sus demasías no den;
la pobre Jacinta es quien
pierde por su sinrazón.
REGIDOR: Ya a los católicos reyes,
que este nombre les dan ya,
presto España les dará
la obediencia de sus leyes.
Ya sobre Ciudad Real,
contra el Girón que la tiene,
Santiago a caballo viene
por capitán general.
Pésame; que era Jacinta
doncella de buena pro.
ESTEBAN: Luego a Mengo le azotó.
REGIDOR: No hay negra bayeta o tinta
como sus carnes están.
ESTEBAN: Callad; que me siento arder
viendo su mal proceder
y el mal nombre que le dan.
Yo, ¿para qué traigo aquí
este palo sin provecho?
REGIDOR: Si sus crïados lo han hecho
¿de qué os afligís así?
ESTEBAN: ¿Queréis más? Que me contaron
que a la de Pedro Redondo
un día, que en lo más hondo
de este valle la encontraron,
después de sus insolencias,
a sus crïados la dio.
REGIDOR: Aquí hay gente. ¿Quién es?
FRONDOSO: Yo,
que espero vuestras licencias.
ESTEBAN: Para mi casa, Frondoso,
licencia no es menester;
debes a tu padre el ser
y a mí otro ser amoroso.
Hete crïado, y te quiero
como a hijo.
FRONDOSO: Pues señor,
fïado en aquese amor,
de ti una merced espero.
Ya sabes de quién soy hijo.
ESTEBAN: ¿Hate agraviado ese loco
de Fernán Gómez?
FRONDOSO: No poco.
ESTEBAN: El corazón me lo dijo.
FRONDOSO: Pues señor, con el seguro
del amor que habéis mostrado,
de Laurencia enamorado,
el ser su esposo procuro.
Perdona si en el pedir
mi lengua se ha adelantado;
que he sido en decirlo osado,
como otro lo ha de decir.
ESTEBAN: Vienes, Frondoso, a ocasión
que me alargarás la vida,
por la cosa más temida
que siente mi corazón.
Agradezco, hijo, al cielo
que así vuelvas por mi honor
y agradézcole a tu amor
la limpieza de tu celo.
Mas como es justo, es razón
dar cuenta a tu padre de esto,
sólo digo que estoy presto,
en sabiendo su intención;
que yo dichoso me hallo
en que aqueso llegue a ser.
REGIDOR: De la moza el parecer
tomad antes de acetallo.
ESTEBAN: No tengáis de eso cuidado,
que ya el caso está dispuesto.
Antes de venir a esto,
entre ellos se ha concertado.
En el dote, si advertís,
se puede agora tratar;
que por bien os pienso dar
algunos maravedís.
FRONDOSO: Yo dote no he menester;
de eso no hay que entristeceros.
REGIDOR: Pues que no la pide en cueros
lo podéis agradecer.
ESTEBAN: Tomaré el parecer de ella;
si os parece, será bien.
FRONDOSO: Justo es; que no hace bien
quien los gustos atropella.
ESTEBAN: ¡Hija! ¡Laurencia!...
LAURENCIA: ¿Señor?
ESTEBAN: Mirad si digo bien yo.
¡Ved qué presto respondió!
Hija Laurencia, mi amor
a preguntarte ha venido
--apártate aquí-- si es bien
que a Gila, tu amiga, den
a Frondoso por marido,
que es un honrado zagal,
si le hay en Fuenteovejuna...
LAURENCIA: ¿Gila se casa?
ESTEBAN: Y si alguna
le merece y es su igual...
LAURENCIA: Yo digo, señor, que sí.
ESTEBAN: Sí; mas yo digo que es fea
y que harto mejor se emplea
Frondoso, Laurencia en ti.
LAURENCIA: ¿Aún no se te han olvidado
los donaires con la edad?
ESTEBAN: ¿Quiéresle tú?
LAURENCIA: Voluntad
le he tenido y le he cobrado;
pero por lo que tú sabes...
ESTEBAN: ¿Quieres tú que diga sí?
LAURENCIA: Dilo tú, señor, por mí.
ESTEBAN: ¿Yo? Pues tengo yo las llaves.
Hecho está. Ven, buscaremos
a mi compadre en la plaza.
REGIDOR: Vamos.
ESTEBAN: Hijo, y en la traza
del dote, ¿qué le diremos?
Que yo bien te puedo dar
cuatro mil maravedís.
FRONDOSO: Señor, ¿eso me decís?
Mi honor queréis agraviar.
ESTEBAN: Anda, hijo; que eso es
cosa que pasa en un día;
que si no hay dote, a fe mía,
que se echa menos después.
Vanse, y quedan FRONDOSO y LAURENCIA

LAURENCIA: Di, Frondoso. ¿Estás contento?
FRONDOSO: ¡Cómo si lo estoy! ¡Es poco,
pues que no me vuelvo loco
de gozo, del bien que siento!
Risa vierte el corazón
por los ojos de alegría
viéndote, Laurencia mía,
en tan dulce posesión.
Vanse. Salen el MAESTRE, el COMENDADOR, FLORES y ORTUÑO
COMENDADOR: Huye, señor, que no hay otro remedio.
MAESTRE: La flaqueza del muro lo ha causado,
y el poderoso ejército enemigo.
COMENDADOR: Sangre les cuesta e infinitas vidas.
MAESTRE: Y no se alabarán que en sus despojos
pondrán nuestro pendón de Calatrava,
que a honrar su empresa y los demás bastaba.
COMENDADOR: Tus designios, Girón, quedan perdidos.
MAESTRE: ¿Qué puedo hacer, si la fortuna ciega
a quien hoy levantó, mañana humilla?
Dentro
VOCES: ¡Victoria por los reyes de Castilla!
MAESTRE: Ya coronan de luces las almenas,
y las ventanas de las torres altas
entoldan con pendones victoriosos.
COMENDADOR: Bien pudieran, de sangre que les cuesta.
A fe que es más tragedia que no fiesta.
MAESTRE: Yo vuelvo a Calatrava, Fernán Gómez.
COMENDADOR: Y yo a Fuenteovejuna, mientras tratas
o seguir esta parte de tus deudos,
o reducir la tuya al rey católico.
MAESTRE: Yo te diré por cartas lo que intento.
COMENDADOR: El tiempo ha de enseñarte.
MAESTRE: Ah, pocos años,
sujetos al rigor de sus engaños!
Vanse. Sale la boda, MÚSICOS, MENGO,
FRONDOSO, LAURENCIA, PASCUALA, BARRILDO, ESTEBAN y alcalde JUAN
ROJO. Cantan

MUSICOS: "¡Vivan muchos años
los desposados!
¡Vivan muchos años!"
MENGO: A fe que no os ha costado
mucho trabajo el cantar.
BARRILDO: Supiéraslo tú trovar
mejor que él está trovado.
FRONDOSO: Mejor entiende de azotes
Mengo que de versos ya.
MENGO: Alguno en el valle está,
para que no te alborotes,
a quien el Comendador...
BARRILDO: No lo digas, por tu vida;
que este bárbaro homicida
a todos quita el honor.
MENGO: Que me azotasen a mí
cien soldados aquel día...
sola una honda tenía
[y así una copla escribí;]
pero que le hayan echado
una melecina a un hombre,
que aunque no diré su nombre
todos saben que es honrado,
llena de tinta y de chinas
¿cómo se puede sufrir?
BARRILDO: Haríalo por reír.
MENGO: No hay risa con melecinas;
que aunque es cosa saludable...
yo me quiero morir luego.
FRONDOSO: Vaya la copla, te ruego,
si es la copla razonable.
MENGO: "Vivan muchos años juntos
los novios, ruego a los cielos,
y por envidia ni celos
ni riñan ni anden en puntos.
Llevan a entrambos difuntos,
de puro vivir cansados.
¡Vivan muchos años!"
FRONDOSO: ¡Maldiga el cielo el poeta,
que tal coplón arrojó!
BARRILDO: Fue muy presto.
MENGO: Pienso yo
una cosa de esta seta.
¿No habéis visto un buñolero
en el aceite abrasando
pedazos de masa echando
hasta llenarse el caldero?
¿Que unos le salen hinchados,
otros tuertos y mal hechos,
ya zurdos y ya derechos,
ya fritos y ya quemados?
Pues así imagino yo
un poeta componiendo,
la materia previniendo,
que es quien la masa le dio.
Va arrojando verso aprisa
al caldero del papel,
confïado en que la miel
cubrirá la burla y risa.
Mas poniéndolo en el pecho,
apenas hay quien los tome;
tanto que sólo los come
el mismo que los ha hecho.
BARRILDO: Déjate ya de locuras;
deja los novios hablar.
LAURENCIA: Las manos nos da a besar.
JUAN ROJO: Hija, ¿mi mano procuras?
Pídela a tu padre luego
para ti y para Frondoso.
ESTEBAN: Rojo, a ella y a su esposo
que se la dé el cielo ruego,
con su larga bendición.
FRONDOSO: Los dos a los dos la echad.
JUAN ROJO: Ea, tañed y cantad,
pues que para en uno son.
Cantan
MUSICOS: "Al val de Fuenteovejuna
la niña en cabellos baja;
el caballero la sigue
de la cruz de Calatrava.
Entre las ramas se esconde,
de vergonzosa y turbada;
fingiendo que no le ha visto,
pone delante las ramas.
--¿Para qué te escondes,
niña gallarda?
Que mis linces deseos
paredes pasan.--
Acercóse el caballero,
y ella, confusa y turbada,
hacer quiso celosías
de las intricadas ramas;
mas como quien tiene amor
los mares y las montañas
atraviesa fácilmente,
la dice tales palabras:
--¿Para qué te escondes,
niña gallarda?
Que mis linces deseos
paredes pasan--."
Sale el COMENDADOR, FLORES, ORTUÑO y
CIMBRANOS

COMENDADOR: Estése la boda queda
y no se alborote nadie.
JUAN ROJO: No es juego aqueste, señor,
y basta que tú lo mandes.
¿Quieres lugar? ¿Cómo vienes
con tu belicoso alarde?
¿Venciste? Mas, ¿qué pregunto?
FRONDOSO: ¡Muerto soy! ¡Cielos, libradme!
LAURENCIA: Huye por aquí, Frondoso.
COMENDADOR: Eso no; prendedle, atadle.
JUAN ROJO: Date, muchacho, a prisión.
FRONDOSO: Pues ¿quieres tú que me maten?
JUAN ROJO: ¿Por qué?
COMENDADOR: No soy hombre yo
que mato sin culpa a nadie;
que si lo fuera, le hubieran
pasado de parte a parte
esos soldados que traigo.
Llevarlo mando a la cárcel,
donde la culpa que tiene
sentencie su mismo padre.
PASCUALA: Señor, mirad que se casa.
COMENDADOR: ¿Qué me obliga que se case?
¿No hay otra gente en el pueblo?
PASCUALA: Si os ofendió, perdonadle,
por ser vos quien sois.
COMENDADOR: No es cosa,
Pascuala, en que yo soy parte.
Es esto contra el maestre
Téllez Girón, que Dios guarde;
es contra toda su orden,
es su honor, y es importante
para el ejemplo, el castigo;
que habrá otro día quien trate
de alzar pendón contra él,
pues ya sabéis que una tarde
al comendador mayor,
--¡qué vasallos tan leales!--
puso una ballesta al pecho.
ESTEBAN: Supuesto que el disculparle
ya puede tocar a un suegro,
no es mucho que en causas tales
se descomponga con vos
un hombre, en efecto, amante;
porque si vos pretendéis
su propia mujer quitarle,
¿qué mucho que la defienda?
COMENDADOR: Majadero sois, alcalde.
ESTEBAN: Por vuestra virtud, señor,...
COMENDADOR: Nunca yo quise quitarle
su mujer, pues no lo era.
ESTEBAN: Sí quisistes... Y esto baste;
que reyes hay en Castilla,
que nuevas órdenes hacen,
con que desórdenes quitan.
Y harán mal, cuando descansen
de las guerras, en sufrir
en sus villas y lugares
a hombres tan poderosos
por traer cruces tan grandes;
póngasela el rey al pecho,
que para pechos reales
es esa insignia y no más.
COMENDADOR: ¡Hola!, la vara quitadle.
ESTEBAN: Tomad, señor, norabuena.
COMENDADOR: Pues con ella quiero darle
como a caballo brïoso.
ESTEBAN: Por señor os sufro. Dadme.
PASCUALA: ¿A un viejo de palos das?
LAURENCIA: Si le das porque es mi padre,
¿qué vengas en él de mí?
COMENDADOR: Llevadla, y haced que guarden
su persona diez soldados.
Vase el COMENDADOR y los suyos
ESTEBAN: Justicia del cielo baje.
Vase
PASCUALA: Volvióse en luto la boda.
Vase
BARRILDO: ¿No hay aquí un hombre que hable?
MENGO: Yo tengo ya mis azotes,
que aún se ven los cardenales
sin que un hombre vaya a Roma.
Prueben otros a enojarle.
JUAN ROJO: hablemos todos.
MENGO: Señores,
aquí todo el mundo calle.
Como ruedas de salmón
me puso los atabales.
FIN DEL ACTO SEGUNDO



ACTO TERCERO
Salen ESTEBAN, ALONSO y BARRILDO
ESTEBAN: ¿No han venido a la junta?
BARRILDO: No han venido.
ESTEBAN: Pues más a priesa nuestro daño corre.
BARRILDO: Ya está lo más del pueblo prevenido.
ESTEBAN: Frondoso con prisiones en la torre,
y mi hija Laurencia en tanto aprieto,
si la piedad de Dios no los socorre...
Salen JUAN ROJO y el REGIDOR
JUAN ROJO: ¿De qué dais voces, cuando importa tanto
a nuestro bien, Esteban, el secreto?
ESTEBAN: Que doy tan pocas es mayor espanto.
Sale MENGO
MENGO: También vengo yo a hallarme en esta junta.
ESTEBAN: Un hombre cuyas canas baña el llanto,
labradores honrados, os pregunta,
¿qué obsequias debe hacer toda esa gente
a su patria sin honra, ya perdida?
Y si se llaman honras justamente,
¿cómo se harán, si no hay entre nosotros
hombre a quien este bárbaro no afrente?
Respondedme: ¿Hay alguno de vosotros
que no esté lastimado en honra y vida?
¿No os lamentáis los unos de los otros?
Pues si ya la tenéis todos perdida,
¿a qué aguardáis? ¿Qué desventura es ésta?
JUAN ROJO: La mayor que en el mundo fue sufrida.
Mas pues ya se publica y manifiesta
que en paz tienen los reyes a Castilla
y su venida a Córdoba se apresta,
vayan dos regidores a la villa
y echándose a sus pies pidan remedio.
BARRILDO: En tanto que Fernando, aquél que humilla
a tantos enemigos, otro medio
será mejor, pues no podrá, ocupado
hacernos bien, con tanta guerra en medio.
REGIDOR: Si mi voto de vos fuera escuchado,
desamparar la villa doy por voto.
JUAN ROJO: ¿Cómo es posible en tiempo limitado?
MENGO: A la fe, que si entiende el alboroto,
que ha de costar la junta alguna vida.
REGIDOR: Ya, todo el árbol de paciencia roto,
corre la nave de temor perdida.
La hija quitan con tan gran fiereza
a un hombre honrado, de quien es regida
la patria en que vivís, y en la cabeza
la vara quiebran tan injustamente.
¿Qué esclavo se trató con más bajeza?
JUAN ROJO: ¿Qué es lo que quieres tú que el pueblo intente?
REGIDOR: Morir, o dar la muerte a los tiranos,
pues somos muchos, y ellos poca gente.
BARRILDO: ¡Contra el señor las armas en las manos!
ESTEBAN: El rey sólo es señor después del cielo,
y no bárbaros hombres inhumanos.
Si Dios ayuda nuestro justo celo,
¿qué nos ha de costar?
MENGO: Mirad, señores,
que vais en estas cosas con recelo.
Puesto que por los simples labradores
estoy aquí que más injurias pasan,
más cuerdo represento sus temores.
JUAN ROJO: Si nuestras desventuras se compasan,
para perder las vidas, ¿qué aguardamos?
Las casas y las viñas nos abrasan,
¡tiranos son! ¡A la venganza vamos!
Sale LAURENCIA, desmelenada
LAURENCIA: Dejadme entrar, que bien puedo,
en consejo de los hombres;
que bien puede una mujer,
si no a dar voto, a dar voces.
¿Conocéisme?
ESTEBAN: ¡Santo cielo!
¿No es mi hija?
JUAN ROJO: ¿No conoces
a Laurencia?
LAURENCIA: Vengo tal,
que mi diferencia os pone
en contingencia quién soy.
ESTEBAN: ¡Hija mía!
LAURENCIA: No me nombres
tu hija.
ESTEBAN: ¿Por qué, mis ojos?
¿Por qué?
LAURENCIA: Por muchas razones,
y sean las principales:
porque dejas que me roben
tiranos sin que me vengues,
traidores sin que me cobres.
Aún no era yo de Frondoso,
para que digas que tome,
como marido, venganza;
que aquí por tu cuenta corre;
que en tanto que de las bodas
no haya llegado la noche,
del padre, y no del marido,
la obligación presupone;
que en tanto que no me entregan
una joya, aunque la compren,
no ha de correr por mi cuenta
las guardas ni los ladrones.
Llevóme de vuestros ojos
a su casa Fernán Gómez;
la oveja al lobo dejáis
como cobardes pastores.
¿Qué dagas no vi en mi pecho?
¿Qué desatinos enormes,
qué palabras, qué amenazas,
y qué delitos atroces,
por rendir mi castidad
a sus apetitos torpes?
Mis cabellos ¿no lo dicen?
¿No se ven aquí los golpes
de la sangre y las señales?
¿Vosotros sois hombres nobles?
¿Vosotros padres y deudos?
¿Vosotros, que no se os rompen
las entrañas de dolor,
de verme en tantos dolores?
Ovejas sois, bien lo dice
de Fuenteovejuna el hombre.
Dadme unas armas a mí
pues sois piedras, pues sois tigres...
--Tigres no, porque feroces
siguen quien roba sus hijos,
matando los cazadores
antes que entren por el mar
y pos sus ondas se arrojen.
Liebres cobardes nacistes;
bárbaros sois, no españoles.
Gallinas, ¡vuestras mujeres
sufrís que otros hombres gocen!
Poneos ruecas en la cinta.
¿Para qué os ceñís estoques?
¡Vive Dios, que he de trazar
que solas mujeres cobren
la honra de estos tiranos,
la sangre de estos traidores,
y que os han de tirar piedras,
hilanderas, maricones,
amujerados, cobardes,
y que mañana os adornen
nuestras tocas y basquiñas,
solimanes y colores!
A Frondoso quiere ya,
sin sentencia, sin pregones,
colgar el comendador
del almena de una torre;
de todos hará lo mismo;
y yo me huelgo, medio-hombres,
por que quede sin mujeres
esta villa honrada, y torne
aquel siglo de amazonas,
eterno espanto del orbe.
ESTEBAN: Yo, hija, no soy de aquellos
que permiten que los nombres
con esos títulos viles.
Iré solo, si se pone
todo el mundo contra mí.
JUAN ROJO: Y yo, por más que me asombre
la grandeza del contrario.
REGIDOR: ¡Muramos todos!
BARRILDO: Descoge
un lienzo al viento en un palo,
y mueran estos enormes.
JUAN ROJO: ¿Qué orden pensáis tener?
MENGO: Ir a matarle sin orden.
Juntad el pueblo a una voz;
que todos están conformes
en que los tiranos mueran.
ESTEBAN: Tomad espadas, lanzones,
ballestas, chuzos y palos.
MENGO: ¡Los reyes nuestros señores
vivan!
TODOS: ¡Vivan muchos años!
MENGO: ¡Mueran tiranos traidores!
TODOS: ¡Tiranos traidores, mueran!
Vanse todos
LAURENCIA: Caminad, que el cielo os oye.
¡Ah, mujeres de la villa!
¡Acudid, por que se cobre
vuestro honor, acudid, todas!
Salen PASCUALA, JACINTA y otras mujeres
PASCUALA: ¿Qué es esto? ¿De qué das voces?
LAURENCIA: ¿No veis cómo todos van
a matar a Fernán Gómez,
y nombres, mozos y muchachos
furiosos al hecho corren?
¿Será bien que solos ellos
de esta hazaña el honor gocen?
Pues no son de las mujeres
sus agravios los menores.
JACINTA: Di, pues, ¿qué es lo que pretendes?
LAURENCIA: Que puestas todas en orden,
acometamos a un hecho
que dé espanto a todo el orbe.
Jacinta, tu grande agravio,
que sea cabo; responde
de una escuadra de mujeres.
JACINTA: No son los tuyos menores.
LAURENCIA: Pascuala, alférez serás.
PASCUALA: Pues déjame que enarbole
en un asta la bandera.
Verás si merezco el nombre.
LAURENCIA: No hay espacio para eso,
pues la dicha nos socorre.
Bien nos basta que llevemos
nuestras tocas por pendones.
PASCUALA: Nombremos un capitán.
LAURENCIA: Eso no.
PASCUALA: ¿Por qué?
LAURENCIA: Que adonde
asiste mi gran valor
no hay Cides ni Rodamontes.
Vanse todas. Sale FRONDOSO, atadas las manos,
FLORES, ORTUÑO, CIMBRANOS y el COMENDADOR
COMENDADOR: De ese cordel que de las manos sobra
quiero que le colguéis, por mayor pena.
FRONDOSO: ¡Qué nombre, gran señor, tu sangre cobra!
COMENDADOR: Colgadle luego en la primera almena.
FRONDOSO: Nunca fue mi intención poner por obra
tu muerte entonces.
FLORES: Grande ruido suena.
Ruido suene dentro
COMENDADOR: ¿Ruido?
FLORES: Y de manera que interrompen
tu justicia, señor.
ORTUÑO: Las puertas rompen.
Ruido
COMENDADOR: ¡La puerta de mi casa, y siendo casa
de la encomienda!
FLORES: El pueblo junto viene.
Dentro
JUAN ROJO: ¡Rompe, derriba, hunde, quema, abrasa!
ORTUNO: Un popular motín mal se detiene.
COMENDADOR: ¿El pueblo contra mí?
FLORES: La furia: pasa
tan adelante, que las puertas tiene
echadas por la tierra.
COMENDADOR: Desatalde.
Templa, Frondoso, ese villano alcalde.
FRONDOSO: Yo voy, señor; que amor les ha movido.
Vase FRONDOSO. Dentro
MENGO: ¡Vivan Fernando e Isabel, y mueran
los traidores!
FLORES: Señor, por Dios te pido
que no te hallen aquí.
COMENDADOR: Se perseveran,
este aposento es fuerte y defendido.
Ellos se volverán.
FLORES: Cuando se alteran
los pueblos agraviados, y resuelven,
nunca sin sangre o sin venganza vuelven.
COMENDADOR: En esta puerta, así como rastrillo
su furor con las armas defendamos.
Dentro
FRONDOSO: ¡Viva Fuenteovejuna!
COMENDADOR: ¡Qué caudillo!
Estoy por que a su furia acometamos.
FLORES: De la tuya, señor, me maravillo.
ESTEBAN: Ya el tirano y los cómplices miramos. ¡Fuenteovejuna, y los tiranos mueran!
Salen todos
COMENDADOR: Pueblo, esperad.
TODOS: Agravios nunca esperan.
COMENDADOR: Decídmelos a mí, que iré pagando
a fe de caballero esos errores.
TODOS: ¡Fuenteovejuna! ¡Viva el rey Fernando!
¡Mueran malos cristianos y traidores!
COMENDADOR: ¿No me queréis oír? Yo estoy hablando,
yo soy vuestro señor.
TODOS: Nuestros señores
son los reyes católicos.
COMENDADOR: Espera.
TODOS: ¡Fuenteovejuna, y Fernán Gómez muera!
Vanse y salen las mujeres armadas
LAURENCIA: Parad en este puesto de esperanzas,
soldados atrevidos, no mujeres.
PASCUALA: ¿Los que mujeres son en las venganzas,
en él beban su sangre, es bien que esperes?
JACINTA: Su cuerpo recojamos en las lanzas.
PASCUALA: Todas son de esos mismos pareceres.
Dentro
ESTEBAN: ¡Muere, traidor comendador!
Dentro
COMENDADOR: Ya muero.
¡Piedad, Señor, que en tu clemencia espero!
Dentro
BARRILDO: Aquí está Flores.
Dentro
MENGO: Dale a ese bellaco;
que ése fue el que me dio dos mil azotes.
Dentro
FRONDOSO: No me vengo si el alma no le saco.
LAURENCIA: No excusamos entrar.
PASCUALA: No te alborotes.
Bien es guardar la puerta.
Dentro
BARRILDO: No me aplaco.
¿Con lágrimas agora, marquesotes?
LAURENCIA: Pascuala, yo entro dentro; que la espada
no ha de estar tan sujeta ni envainada.
Vase LAURENCIA. Dentro
BARRILDO: Aquí está Ortuño.
Dentro
FRONDOSO: Córtale la cara.
Sale FLORES huyendo, y MENGO tras él
FLORES: ¡Mengo, piedad, que no soy yo el culpado!
MENGO: Cuando ser alcahuete no bastara,
bastaba haberme el pícaro azotado.
PASCUALA: Dánoslo a las mujeres, Mengo, para...
Acaba, por tu vida.
MENGO: Ya está dado;
que no le quiero yo mayor castigo.
PASCUALA: Vengaré tus azotes.
MENGO: Eso digo.
JACINTA: ¡Ea, muera el traidor!
FLORES: ¿Entre mujeres?
JACINTA: ¿No le viene muy ancho?
PASCUALA: ¿Aqueso lloras?
JACINTA: Muere, concertador de sus placeres.
LAURENCIA: ¡Ea, muera el traidor!
FLORES: ¡Piedad, señoras!
Sale ORTUñO huyendo de LAURENCIA
ORTUÑO: Mira que no soy yo...
LAURENCIA: Ya sé quién eres.
Entrad, teñid las armas vencedoras
en estos viles.
PASCUALA: Moriré matando.
TODAS: ¡Fuenteovejuna, y viva el rey Fernando!
Vanse. Salen el REY don Fernando y la reina
ISABEL, y don MANRIQUE, maestre
MANRIQUE: De modo la prevención
fue, que el efeto esperado
llegamos a ver logrado
con poca contradicción.
Hubo poca resistencia;
y supuesto que la hubiera
sin duda ninguna fuera
de poca o ninguna esencia.
Queda el de Cabra ocupado
en conservación del puesto,
por si volviere dispuesto
a él el contrario osado.
REY: Discreto el acuerdo fue,
y que asista en conveniente,
y reformando la gente,
el paso tomado esté.
Que con eso se asegura
no poder hacernos mal
Alfonso, que en Portugal
tomar la fuerza procura.
Y si de Cabra es bien que esté
en ese sitio asistente,
y como tan diligente
muestras de su valor dé;
porque con esto asegura
el daño que nos recela,
y como fiel centinela
el bien del reino procura.
Sale FLORES, herido
FLORES: Católico rey Fernando,
a quien el cielo concede
la corona de Castilla,
como a varón excelente:
oye la mayor crueldad
que se ha visto entre las gentes
desde donde nace el sol
hasta donde se oscurece.
REY: Repórtate.
FLORES: Rey supremo,
mis heridas no consienten
dilatar el triste caso,
por ser mi vida tan breve.
De Fuenteovejuna vengo,
donde, con pecho inclemente,
los vecinos de la villa
a su señor dieron muerte,
Muerto Fernán Gómez queda
por sus súbditos aleves;
que vasallos indignados
con leve cause se atreven.
En título de tirano
le acumula todo el plebe,
y a la fuerza de esta voz
el hecho fiero acometen;
y quebrantando su casa,
no atendiendo a que se ofrece
por la fe de caballero
a que pagará a quien debe,
no sólo no le escucharon,
pero con furia impaciente
rompen el cruzado pecho
con mil heridas crüeles,
y por las altas ventanas
le hacen que al suelo vuele,
adonde en picas y espadas
le recogen las mujeres.
Llévanle a una casa muerto
y a porfía, quien más puede
mesa su barba u cabello
y apriesa su rostro hieren.
En efecto fue la furia
tan grande que en ellos crece,
que las mayores tajadas
las orejas a ser vienen.
Sus armas borran con picas
y a voces dicen que quieren
tus reales armas fijar,
porque aquéllas le ofenden.
Saqueáronle la casa,
cual si de enemigos fuese,
y gozosos entre todos
han repartido sus bienes.
Lo dicho he visto escondido,
porque mi infelice suerte
en tal trance no permite
que mi vida se perdiese;
y así estuve todo el día
hasta que la noche viene,
y salir pude escondido
para que cuenta te diese.
Haz, señor, pues eres justo
que la justa pena lleven
de tan riguroso caso
los bárbaros delincuentes;
mira que su sangre a voces
pide que tu rigor prueben.
REY: Estar puedes confïado
que sin castigo no queden.
El triste suceso ha sido
tal, que admirado me tiene,
y que vaya luego un juez
que lo averigüe conviene
y castigue los culpados
para ejemplo de las gentes.
Vaya un capitán con él
por que seguridad lleve;
que tan grande atrevimiento
castigo ejemplar requiere;
y curad a ese soldado
de las heridas que tiene.
Vanse todos. Salen los labradores y las labradoras
con la cabeza de FERNÁN GÓMEZ en una lanza.
Cantan
MUSICOS: "¡Muchos años vivan
Isabel y Fernando,
y mueran los tiranos!"
BARRILDO: Diga su copla Frondoso.
FRONDOSO: Ya va mi copla, a la fe;
si le faltare algún pie,
enmiéndelos el más curioso.
"¡Vivan la bella Isabel,
y Fernando de Aragón,
pues que para en uno son,
él con ella, ella con él!
A los cielos San Miguel
lleve a los dos de las manos.
¡Vivan muchos años,
y mueran los tiranos!"
LAURENCIA: Diga Barrildo.
BARRILDO: Ya va;
que a fe que la he pensado.
PASCUALA: Si la dices con cuidado,
buena y rebuena será.
BARRILDO: "¡Vivan los reyes famosos
muchos años, pues que tienen
la victoria, y a ser vienen
nuestros dueños venturosos!
Salgan siempre victoriosos
de gigantes y de enanos
y ¡mueran los tiranos!"
Cantan
MUSICOS: "Muchos años vivan
Isabel y Fernando,
y mueran los tiranos!"
LAURENCIA: Diga Mengo.
FRONDOSO: Mengo diga.
MENGO: Yo soy poeta donado.
PASCUALA: Mejor dirás lastimado
el envés de la barriga.
MENGO: "Una mañana en domingo
me mandó azotar aquél,
de manera que el rabel
daba espantoso respingo;
pero agora que los pringo
¡vivan los reyes cristiánigos,
y mueran los tiránigos!"
MUSICOS: "¡Vivan muchos años!
Isabel y Fernando,
y mueran los tiranos!"
ESTEBAN: Quita la cabeza allá.
MENGO: Cara tiene de ahorcado.
Saca un escudo JUAN ROJO con las armas reales

REGIDOR: Ya las armas han llegado
ESTEBAN: Mostrad las armas acá.
JUAN ROJO: ¿Adónde se han de poner?
REGIDOR: Aquí, en el ayuntamiento.
ESTEBAN: ¡Bravo escudo!
BARRILDO: ¡Qué contento!
FRONDOSO: Ya comienza a amanecer,
con este sol, nuestro día.
ESTEBAN: ¡Vivan Castilla y León,
y las barras de Aragón,
y muera la tiranía!
Advertid, Fuenteovejuna,
a las palabras de un viejo;
que el admitir su consejo
no ha dañado vez ninguna.
Los reyes han de querer
averiguar este caso,
y más tan cerca del paso
y jornada que han de hacer.
Concertaos todos a una
en lo que habéis de decir.
FRONDOSO: ¿Qué es tu consejo?
ESTEBAN: Morir
diciendo "Fuenteovejuna,"
y a nadie saquen de aquí.
FRONDOSO: Es el camino derecho.
Fuenteovejuna lo ha hecho.
ESTEBAN: ¿Queréis responder así?
TODOS: Sí.
ESTEBAN: Agora pues, yo quiero ser
agora el pesquisidor,
para ensayarnos mejor
en lo que habemos de hacer.
Sea Mengo el que esté puesto
en el tormento.
MENGO: ¿No hallaste
otro más flaco?
ESTEBAN: ¿Pensaste
que era de veras?
MENGO: Di presto.
ESTEBAN: ¿Quién mató al comendador?
MENGO: Fuenteovejuna lo hizo.
ESTEBAN: Perro, ¿si te martirizo?
MENGO: Aunque me matéis, señor.
ESTEBAN: Confiesa, ladrón.
MENGO: Confieso.
ESTEBAN: Pues, ¿quién fue?
MENGO: Fuenteovejuna.
ESTEBAN: Dadle otra vuelta.
MENGO: ¡Es ninguna!
ESTEBAN: ¡Cagajón para el proceso!
Sale el REGIDOR

REGIDOR: ¿Qué hacéis de esta suerte aquí?
FRONDOSO: ¿Qué ha sucedido, Cuadrado?
REGIDOR Pesquisidor ha llegado.
ESTEBAN: Echad todos por ahí.
REGIDOR: Con él viene un capitán.
ESTEBAN: ¡Venga el diablo! Ya sabéis
lo que responder tenéis.
REGIDOR: El pueblo prendiendo van,
sin dejar alma ninguna.
ESTEBAN: Que no hay que tener temor.
¿Quién mató al comendador,
Mengo?
MENGO: ¿Quién? Fuenteovejuna.
Vanse. Salen el MAESTRE y un SOLDADO
MAESTRE: ¡Que tal caso ha sucedido!
Infelice fue su suerte.
Estoy por darte la muerte
por la nueva que has traído.
SOLDADO: Yo, señor, soy mensajero,
y enojarte no es mi intento.
MAESTRE: ¡Que a tal tuvo atrevimiento
un pueblo enojado y fiero!
Iré con quinientos hombres
y la villa he de asolar;
en ella no ha de quedar
ni aun memoria de los nombres.
SOLDADO: Señor, tu enojo reporta;
porque ellos al rey se han dado,
y no tener enojado
al rey es lo que te importa.
MAESTRE: ¿Cómo al rey se pueden dar,
si de la encomienda son?
SOLDADO: Con él, sobre esa razón,
podrás luego pleitear.
MAESTRE: Por pleito, ¿cuándo salió
lo que él le entregó en sus manos?
Son señores soberanos,
y tal reconozco yo.
Por saber que al rey se han dado
se reportará mi enojo,
y ver su presencia escojo
por lo más bien acertado;
que puesto que tenga culpa
en casos de gravedad,
en todo mi poca edad
viene a ser quien me disculpa.
Con vergüenza voy; mas es
honor quien puede obligarme,
e importa no descuidarme
en tan honrado interés.

Vanse. Sale LAURENCIA sola
LAURENCIA: Amando, recelar daño en lo amado
nueva pena de amor se considera;
que quien en lo que ama daño espera
aumenta en el temor nuevo cuidado.
El firme pensamiento desvelado,
si le aflige el temor, fácil se altera;
que no es a firme fe pena ligera
ver llevar el temor el bien robado.
Mi esposo adoro; la ocasión que veo
al temor de su daño me condena,
si no le ayuda la felice suerte.
Al bien suyo se inclina mi deseo:
si está presenta, está cierta mi pena;
si está en ausencia, está cierta mi muerte.
Sale FRONDOSO
FRONDOSO: ¡Mi Laurencia!
LAURENCIA: ¡Esposo amado!
¿Cómo a estar aquí te atreves?
FRONDOSO: Esas resistencias debes
a mi amoroso cuidado.
LAURENCIA: Mi bien, procura guardarte,
porque tu daño recelo.
FRONDOSO: No quiera, Laurencia, el cielo
que tal llegue a disgustarte.
LAURENCIA: ¿No temes ver el rigor
que por los demás sucede,
y el furor con que procede
aqueste pesquisidor?
Procura guardar la vida.
Huye, tu daño no esperes.
FRONDOSO: ¿Cómo que procure quieres
cosa tan mal recibida?
¿Es bien que los demás deje
en el peligro presente
y de tu vista me ausente?
No me mandes que me aleje;
porque no es puesto en razón
que por evitar mi daño
sea con mi sangre extraño
en tan terrible ocasión.
Voces dentro
Voces parece que he oído,
y son, si yo mal no siento,
de alguno que dan tormento.
Oye con atento oído.
Dice dentro el JUEZ y responden
JUEZ: Decid la verdad, buen viejo.
FRONDOSO: Un viejo, Laurencia mía,
atormentan.
LAURENCIA: ¡Qué porfía!
ESTEBAN: Déjenme un poco.
JUEZ: Ya os dejo.
Decid: ¿quién mató a Fernando?
ESTEBAN: Fuenteovejuna lo hizo.
LAURENCIA: Tu nombre, padre, eternizo;
[a todos vas animando].
FRONDOSO: ¡Bravo caso!
JUEZ: Ese muchacho
aprieta. Perro, yo sé
que lo sabes. Di quién fue.
¿Callas? Aprieta, borracho.
NIÑO: Fuenteovejuna, señor.
JUEZ: ¡Por vida del rey, villanos,
que os ahorque con mis manos!
¿Quién mató al comendador?
FRONDOSO: ¡Que a un niño le den tormento
y niegue de aquesta suerte!
LAURENCIA: ¡Bravo pueblo!
FRONDOSO: Bravo y fuerte.
JUEZ: Esa mujer al momento
en ese potro tened.
Dale esa mancuerda luego.
LAURENCIA: Ya está de cólera ciego.
JUEZ: Que os he de matar, creed,
en este potro, villanos.
¿Quién mató al comendador?
PASCUALA: Fuenteovejuna, señor.
JUEZ: ¡Dale!
FRONDOSO: Pensamientos vanos.
LAURENCIA: Pascuala niega, Frondoso.
FRONDOSO: Niegan niños. ¿Qué te espanta?
JUEZ: Parece que los encantas.
¡Aprieta!
PASCUALA: ¡Ay, cielo piadoso!
JUEZ: ¡Aprieta, infame! ¿Estás sordo?
PASCUALA: Fuenteovejuna lo hizo.
JUEZ: Traedme aquel más rollizo,
ese desnudo, ese gordo.
LAURENCIA: ¡Pobre Mengo! Él es, sin duda.
FRONDOSO: Temo que ha de confesar.
MENGO: ¡Ay, ay!
JUEZ: Comenza a apretar.
MENGO: ¡Ay!
JUEZ: ¿Es menester ayuda?
MENGO: ¡Ay, ay!
JUEZ: ¿Quién mató, villano,
al señor comendador?
MENGO: ¡Ay, yo lo diré, señor!
JUEZ: Afloja un poco la mano.
FRONDOSO: Él confiesa.
JUEZ: Al palo aplica
la espalda.
MENGO: Quedo; que yo
lo diré.
JUEZ: ¿Quién lo mató?
MENGO: Señor, ¡Fuenteovejunica!
JUEZ: ¿Hay tan gran bellaquería?
Del dolor se están burlando.
En quien estaba esperando,
niego con mayor porfía.
Dejadlos; que estoy cansado.
FRONDOSO: ¡Oh, Mengo, bien te haga Dios!
Temor que tuve de dos,
el tuyo me le ha quitado.
Salen con MENGO, BARRILDO y el REGIDOR
BARRILDO: ¡Víctor, Mengo!
REGIDOR: ¡Y con razón!
BARRILDO: ¡Mengo, víctor!
FRONDOSO: Eso digo.
MENGO: ¡Ay, ay!
BARRILDO: Toma, bebe, amigo.
Come.
MENGO: ¡Ay, ay! ¿Qué es?
BARRILDO: Diacitrón.
MENGO: ¡Ay, ay!
FRONDOSO: Echa de beber.
BARRILDO: [Es lo mejor que hay]. ¡Ya va!
FRONDOSO: Bien lo cuelo. Bueno está.
LAURENCIA: Dale otra vez de comer.
MENGO: ¡Ay, ay!
BARRILDO: Ésta va por mí.
LAURENCIA: Solemnemente lo embebe.
FRONDOSO: El que bien niega, bien bebe.
REGIDOR: ¿Quieres otra?
MENGO: ¡Ay, ay!! ¡Sí, sí!
FRONDOSO: Bebe; que bien lo mereces.
LAURENCIA: ¡A vez por vuelta las cuela!
FRONDOSO: Arrópale, que se hiela.
BARRILDO: ¿Quieres más?
MENGO: Sí, otras tres veces.
¡Ay, ay!
FRONDOSO: Si hay vino pregunta.
BARRILDO: Sí, hay. Bebe a tu placer;
que quien niega ha de beber.
¿Qué tiene?
MENGO: Una cierta punta.
Vamos; que me arromadizo.
FRONDOSO: Que beba, que éste es mejor.
¿Quién mató al comendador?
MENGO: Fuenteovejuna lo hizo.
Vanse MENGO, BARRILDO, y el REGIDOR
FRONDOSO: Justo es que honores le den.
Pero decidme, mi amor,
¿quién mató al comendador?
LAURENCIA: Fuenteovejunica, mi bien.
FRONDOSO: ¿Quién le mató?
LAURENCIA: Dasme espanto.
Pues, Fuenteovejuna fue.
FRONDOSO: Y yo, ¿con qué te maté?
LAURENCIA: ¿Con qué? Con quererte tanto.
Vanse. Salen el REY y la reina ISABEL y luego
MANRIQUE
ISABEL: No entendí, señor, hallaros
aquí, y es buena mi suerte.
REY: En nueva gloria convierte
mi vista el bien de miraros.
Iba a Portugal de paso
y llegar aquí fue fuerza.
ISABEL: Vuestra majestad le tuerza,
siendo conveniente el caso.
REY: ¿Cómo dejáis a Castilla?
ISABEL: En paz queda, quieta y llana.
REY: Siendo vos la que la allana,
no lo tengo a maravilla.
Sale don MANRIQUE
MANRIQUE: Para ver vuestra presencia
el maestre de Calatrava,
que aquí de llegar acaba,
pide que le deis licencia.
ISABEL: Verle tenía deseado.
MANRIQUE: Mi fe, señora, os empeño,
que aunque es en edad pequeño,
es valeroso soldado.

Vase, y sale el MAESTRE
MAESTRE: Rodrigo Téllez Girón,
que de loaros no acaba,
maestre de Calatrava,
os pide humilde perdón.
Confieso que fui engañado,
y que excedí de lo justo
en cosas de vuestro gusto,
como mal aconsejado.
El consejo de Fernando
y el interés me engañó,
injusto fiel; y así, yo
perdón humilde os demando.
Y si recibir merezco
esta merced que suplico
desde aquí me certifico
en que a serviros me ofrezco,
y que en aquesta jornada
de Granada, adonde vais,
os prometo que veáis
el valor que hay en mi espada;
donde sacándola apenas,
dándoles fieras congojas,
plantaré mis cruces rojas
sobre sus altas almenas;
Y más, quinientos soldados
en serviros emplearé,
junto con la firme y fe
de en mi vida disgustaros.
REY: Alzad, maestre, del suelo;
que siempre que hayáis venido,
seréis muy bien recibido.
MAESTRE: Sois de afligidos consuelo.
ISABEL: Vos con valor peregrino
sabéis bien decir y hacer.
MAESTRE: Vos sois una bella Ester
y vos un Xerxes divino.
Sale MANRIQUE
MANRIQUE: Señor, el pesquisidor
que a Fuenteovejuna ha ido
con el despacho ha venido
a verse ante tu valor.
REY: Sed juez de estos agresores.
MAESTRE: Si a vos, señor, no mirara,
sin duda les enseñara
a matar comendadores.
REY: Eso ya no os toca a vos.
ISABEL: Yo confieso que he de ver
el cargo en vuestro poder,
si me lo concede Dios.
Sale el JUEZ
JUEZ: A Fuenteovejuna fui
de la suerte que has mandado
y con especial cuidado
y diligencia asistí.
Haciendo averiguación
del cometido delito,
una hoja no se ha escrito
que sea en comprobación;
porque conformes a una,
con un valeroso pecho,
en pidiendo quién lo ha hecho,
responden: "Fuenteovejuna."
Trescientos he atormentado
con no pequeño rigor,
y te prometo, señor,
que más que esto no he sacado.
Hasta niños de diez años
al potro arrimé, y no ha sido
posible haberlo inquirido
ni por halagos ni engaños.
Y pues tan mal se acomoda
el poderlo averiguar,
o los has de perdonar,
o matar la villa toda.
Todos vienen ante ti
para más certificarte;
de ellos podrás informate.
REY: Que entren pues viene, les di.
Salen los dos alcaldes, FRONDOSO, las mujeres y los
villanos que quisieren
LAURENCIA: ¿Aquestos los reyes son?
FRONDOSO: Y en Castilla poderosos.
LAURENCIA: Por mi fe, que son hermosos;
¡bendígalos San Antón!
ISABEL: ¿Los agresores son éstos?
ESTEBAN: Fuenteovejuna, señora,
que humildes llegan agora
para serviros dispuestos.
La sobrada tiranía
y el insufrible rigor
del muerto comendador,
que mil insultos hacía
fue el autor de tanto daño.
Las haciendas nos robaba
y las doncellas forzaba,
siendo de piedad extraño.
FRONDOSO: Tanto, que aquesta Zagala,
que el cielo me ha concedido,
en que tan dichoso he sido
que nadie en dicha me iguala,
cuando conmigo casó,
aquella noche primera,
mejor que si suya fuera,
a su casa la llevó;
y a no saberse guardar
ella, que en virtud florece,
ya manifiesto parece
lo que pudiera pasar.
MENGO: ¿No es ya tiempo que hable yo?
Si me dais licencia, entiendo
que os admiraréis, sabiendo
del modo que me trató.
Porque quise defender
una moza de su gente,
que con término insolente
fuerza la querían hacer,
aquel perverso Nerón
de manera me ha tratado
que el reverso me ha dejado
como rueda de salmón.
Tocaron mis atabales
tres hombres con tan porfía,
que aun pienso que todavía
me duran los cardenales.
Gasté en este mal prolijo,
por que el cuero se me curta,
polvos de arrayán y murta
más que vale mi cortijo.
ESTEBAN: Señor, tuyos ser queremos.
Rey nuestro eres natural,
y con título de tal
ya tus armas puesto habemos.
Esperamos tu clemencia
y que veas esperamos
que en este caso te damos
por abono la inocencia.
REY: Pues no puede averiguarse
el suceso por escrito,
aunque fue grave el delito,
por fuerza ha de perdonarse.
Y la villa es bien se quede
en mí, pues de mí se vale,
hasta ver si acaso sale
comendador que la herede.
FRONDOSO: Su majestad habla, en fin,
como quien tanto ha acertado.
Y aquí, discreto senado,
Fuenteovejuna da fin.


FIN DE LA COMEDIA