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ACREEDORES. AUGUST STRINDBERG.



ACREEDORES

AUGUST STRINDBERG




PERSONAJES
TECLA
ADOLFO, pintor, casado en segundas nupcias con Tecla.
GUSTAVO, casado en primeras nupcias con Tecla. Viaja de incógnito y no es
conocido de Adolfo.
DOS SEÑORES EN TRAJE DE VIAJE
UN MOZO DE HOTEL (Papeles mudos.)

La acción en Delarae, en las cercanías de Estocolmo.


ACTO ÚNICO
Salón de lectura de un hotel, en los baños de mar de Delarae. En el foro, un vano
que deja ver un corredor, más lejos, nítido, un paisaje marino. Puerta a la derecha.
Mesa llena de periódicos y revistas. A la derecha de la mesa, una chaise longue.
Otro asiento a la izquierda. Al subir el telón, Adolfo está sentado cerca de la mesa y
trabaja, sobre un banco de escultor en miniatura, en una figura de cera. Sus
muletas descansan contra el respaldo de su silla. Gustavo, tendido en la chaise
longue, saborea lentamente un cigarro.

ESCENA PRIMERA

ADOLFO, GUSTAVO

ADOLFO: Y a usted se lo debo todo.
GUSTAVO: ¡Vamos, hombre!...
ADOLFO: Sí a usted. Los primeros días que siguieron a la partida de mi mujer,
quedé paralizado sobre mi sofá, abatido y lleno de pesares. Era como si ella se
hubiese llevado mis muletas al irse; no me podía mover. Pasaron algunos días; me
sacudí y comencé a reanimarme. Las pesadillas que durante la fiebre asaltaban mi
mente se disiparon; ideas vivas volvieron a darme aliento, despertando en mí de
nuevo el placer de crear; las miradas recobraron su agudeza de otro tiempo... ¡Y
entonces apareció usted!
GUSTAVO: Es cierto. Cuando lo encontré, apoyado en sus muletas y arrastrándose
penosamente, inspiraba usted compasión. Pero falta demostrar que mi presencia
sea la causa de su restablecimiento. Lo cierto es que usted necesitaba descanso y
la compañía de un hombre.
ADOLFO: Lo que acaba de decir es muy justo, como, por otra parte, todo lo que
dice. En otro tiempo no me faltaban amigos. Después de mi matrimonio, no me
1pareció necesario volverlos a ver. Vivía satisfecho al lado de la compañera que
había elegido. Sin embargo, pronto hice otros conocimientos en mi nuevo círculo de
relaciones. Mi mujer, deseosa de conservarme para sí sola, tuvo celos al principio:
después -esto es raro- afectó, para alcanzar sus fines, acaparar todos mis amigos.
Y desde entonces viví solo, y celoso a mi vez.
GUSTAVO: ¿Sabe usted que es muy propenso a contraer esa enfermedad?
ADOLFO: Temía perder lo que amaba. Hacía lo posible por evitarlo. ¿Qué tiene de
reprensible? Pero nunca llegué a temer que me fuese infiel.
GUSTAVO: ¿Qué marido tiene esa clase de temores?
ADOLFO: ¿No es sorprendente?... En el fondo, lo único que yo temía era el
ascendiente que mis amigos pudieran tomar sobre el espíritu de mi mujer, porque
tenía miedo de que un día este ascendiente, esta influencia, pudiera alcanzarme
indirectamente y recaer sobre mí... ¡Este pensamiento me era insoportable!
GUSTAVO: Según eso, ¿no había conformidad entre su mujer y usted?
ADOLFO: Ya se lo dije porque usted puede saberlo todo... Mi mujer es una
naturaleza original... (Sonrisa de Gustavo.) ¿De qué se ríe?
GUSTAVO: De nada... Siga... Es una naturaleza original...
ADOLFO: Que no quiso recibir nada de mí...
GUSTAVO: ...Pero toma algo a todo el mundo.
ADOLFO: (Después de reflexionar un momento.) Sí. Y yo tenía la sensación de que
se negaba a aceptar mis ideas sólo porque eran mías, y no por capricho o porque le
parecieran absurdas. Por lo demás, sucedía con frecuencia que me servía mis
opiniones de otra época defendiéndolas con calor, como si fueran suyas. Hasta se
me ocurrió sugerirle pensamientos míos por medio de un amigo. Lo asimilaba todo,
con tal de que no procediera de mí.
GUSTAVO: Dicho de otra manera: ¿no es usted absolutamente dichoso?
ADOLFO: ¡Sí... lo soy! Tengo la mujer que deseaba, y no ambiciono más.
GUSTAVO: ¿Y nunca quiso ser libre?
ADOLFO: No podría decirlo con claridad. Es cierto que a veces he pensado que sólo
podría vivir muy tranquilo. Pero apenas me deja un instante, mis deseos van hacia
ella, como si fuese mi cuerpo y mi mente. Hay horas -y esto es raro- en que creo
que carezco de personalidad. Entonces me parece que ella es una parte de mi ser,
un pedazo de mis entrañas que se lleva mi voluntad con mi alegría de vivir.
Decididamente, creo que he depositado en ella el nudo vital de que habla la
anatomía.
GUSTAVO: ¿Y por qué no ha de ser así?
ADOLFO ¡Imposible! ¡Cómo! Una naturaleza como la suya, con esa abundancia de
ideas personales!... ¡No!... Después de todo, ¿qué era yo cuando la encontré?
Nada. Un artista joven e insignificante a quien ella formó.
GUSTAVO: Sí, pero usted después desarrolló sus ideas y le dio una educación, ¿no
es así?
ADOLFO: No. Ella se detuvo en su evolución mientras yo lo hacía con rapidez.
GUSTAVO: Sí. Resulta bastante curioso que el talento superior de esa mujer se
debilitara así después de la publicación de su primera novela y que no se
2mantuviera en adelante en ese grado de elevación... También hay que convenir en
que el asunto de aquel libro le era desfavorable, sobre todo si se admite que su
primer marido le sirvió de modelo... A propósito: ¿llegó usted a conocer a ese
hombre? ¡Debió ser un gran idiota!
ADOLFO: Nunca lo vi. Hacía seis meses que estaba ausente cuando se pronunció el
divorcio. Pero era un verdadero idiota a juzgar por el retrato que mi esposa me hizo
de él... (Silencio embarazoso.) ¡Y puedo asegurarle que era una pintura fidelísima!
GUSTAVO: No lo dude. ¿Pero por qué se casó con él?
ADOLFO: No podía conocerlo antes. Sabe usted que para conocer a las personas
hay que ponerlas a prueba.
GUSTAVO: Entonces, no debiéramos casarnos sino después de la “prueba”... Era un
déspota, ¿verdad?
ADOLFO: ¡Sí!
GUSTAVO: ¡Claro! ¿Qué marido no lo es? (Con intención.) ¿Acaso no lo es usted
como los otros?
ADOLFO: ¡Yo he dejado a mi mujer en libertad de ir adonde quiera!
GUSTAVO: ¡Vaya un mérito!... ¡No iba a encerrarla! Supongo que no tendría
semejante pretensión... Pero, vamos a ver: ¿no le disgustaría, por ejemplo, que
pasase la noche fuera de casa?
ADOLFO: ¡Oh, eso no es conveniente!
GUSTAVO: ¡Ah! Usted también cree que... (Con intención.) En verdad, eso le hace
a usted algo ridículo.
ADOLFO: ¿Ridículo? ¿Se es ridículo cuando se confía en la mujer?
GUSTAVO: Sin duda. Y usted ya lo es... ¡Y mucho!
ADOLFO: (Acercándose.) ¿Yo?.. Es el último aspecto que pretendo tener. Pero todo
cambiará.
GUSTAVO: Cálmese, amigo mío. Tendría usted una nueva crisis.
ADOLFO: ¿Y por qué no ha de ser ella ridícula a su vez cuando yo paso la noche
fuera de casa?
GUSTAVO: ¿Por qué? ¿Y a usted qué le importa por qué?... El caso es que ocurre. Y
mientras uno piensa en ella, la desgracia sucede...
ADOLFO: ¿Qué desgracia?
GUSTAVO: El marido era un déspota, y ella se había casado justamente a fin de ser
libre. Porque una joven no adquiere la libertad sino tomando una caperuza; y el
marido hace las veces...
ADOLFO: ¡Naturalmente!
GUSTAVO: ¡Y usted es la caperuza de que hablo!
ADOLFO: ¿Yo?
GUSTAVO: Usted, sí... ¡Como marido!
ADOLFO: (Queda pensativo durante un instante, como si pensara en otra cosa.)
GUSTAVO: ¿Tengo razón?
ADOLFO: (Turbado.) No sé. Vive uno muchos años con una mujer sin pensar sobre
ella ni sobre sus relaciones... y de pronto empieza... y entonces... ¡adiós confianza!
Gustavo, usted es mi amigo, el único amigo verdadero que he tenido en mucho
tiempo. Gracias a usted recobré hace una semana el valor de vivir. Fue como si me
hubiera deslizado su fluido. Fue usted el relojero que reparó mi mecanismo mental.
¿No advierte que me expreso con más claridad? Hasta me parece que mi voz se ha
hecho más sonora.
GUSTAVO: Efectivamente, todo eso me ha sorprendido... Pero, ¿a qué se debe?
ADOLFO: No sé. Quizá las mujeres lo acostumbren a uno a hablar más bajo. Tecla
me reprochó siempre que gritara...
GUSTAVO: Y usted bajó el tono, y la mujer empezó a llevar los pantalones.
ADOLFO: (Distraído.) No. Sucedió algo peor. (Interrumpiéndose.) Pero no hablemos
de eso ahora... ¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí! Usted se presentó y me reveló los
misterios de mi arte. Hacía mucho tiempo que sentía disminuir mi interés por la
pintura, por no hallar en ella los medios de realizar mi visión completa; y cuando
usted me reveló las causas de este fenómeno, y demostró por qué la pintura no
puede ser la forma de expresión del genio artístico de los tiempos modernos, todo
se hizo claro para mí, y comprendí que ya me sería imposible traducir nada por
medio de los colores.
GUSTAVO: ¿Tan seguro está de que no volverá a pintar jamás?
ADOLFO: Completamente seguro. He hecho la prueba. Cuando, después de nuestra
conversación, me fui a acostar recordé el razonamiento de usted punto por punto y
me convencí de su exactitud. Al día siguiente por la mañana se había clarificado mi
espíritu, después de una noche de sueños, su pensamiento me penetraba como un
relámpago. A pesar de todo, pensé que pudiera haberse equivocado. Y descendí
vivamente del lecho, tomé mis pinceles y mi paleta, e intenté pintar. Pero aquello
había acabado, indudablemente. Ya no era capaz de ninguna ilusión. Sólo veía
manchas de colores. Y me espantaba pensar que nunca había podido creer y hacer
creer a los demás que aquel cuadro fuese otra cosa que un lienzo manchado. La
venda había caído de mis ojos, y hoy me sería tan imposible volver a pintar un
cuadro como ser niño nuevamente.
GUSTAVO: Y entonces comprendió que las aspiraciones naturalistas de este tiempo,
su deseo de verdad y de vida intensa, no pueden realizarse sino por la escultura,
que es la única que da la medida del cuerpo según las tres dimensiones y puede
crear la forma análoga a la de...
ADOLFO: (Vacilando.) ¿Las tres dimensiones?... Sí, los cuerpos en una palabra.
GUSTAVO: ¡Y entonces se hace usted escultor! ¿Se hace? No; se vuelve a hacer,
mejor dicho, porque lo era desde un principio. Se había usted apartado de su
camino. Un guía hubiera bastado para volverle nuevamente al camino verdadero...
Dígame usted: cuando trabaja, ahora, ¿encuentra la gran alegría de crear de otros
tiempos?
ADOLFO: Ahora vivo.
GUSTAVO: ¿Puedo ver lo que está haciendo?
ADOLFO: Es una figura de mujer.
GUSTAVO: ¿Cómo?, ¿sin modelo?... ¡Y tan viva!
ADOLFO: (Con voz sombría.) Sí. Pero se le parece... ¡Es raro! ¡Esa mujer está en
mí, como yo estoy en ella! Si me mataran súbitamente, se encontraría su imagen
impresa en cada célula de mi cerebro.
GUSTAVO: No tiene nada de particular. ¿Sabe usted qué es la transfusión?
ADOLFO: ¿La transfusión de sangre? Sí.
GUSTAVO: Pues bien, la sangría fue demasiado fuerte, sin duda... Al mirar esa
figura, comprendo muchas, cosas que aún no había podido comprender. ¿La ha
amado usted mucho?
ADOLFO: Tanto, que no sé si soy ella o si ella es yo. Sonríe, sonrío. Llora, lloro... Y,
no lo creería usted... en sus primeros partos sufrí al mismo tiempo que ella.
GUSTAVO: ¿Qué quiere que le diga, amigo mío? Siento mucho decírselo pero creo
que presenta usted los síntomas de epilepsia.
ADOLFO: (Turbado.) ¿Yo? ¿En qué se funda usted para creer...?
GUSTAVO: En observaciones realizadas en uno de mis hermanos jóvenes, que
presentaba los mismos síntomas.
ADOLFO: ¿Y cómo se manifestó en él?
(Gustavo le refiere el hecho al oído con gestos muy claros, pintorescos y
demostrativos. Adolfo escucha con gran atención y reproduce involuntariamente los
gestos de Gustavo.)
GUSTAVO: (Alto.) Aquello era atroz; y si no se siente usted bien, no quiero
aumentar su tristeza con una descripción detallada del caso.
ADOLFO: (Turbadísimo.) No importa; ¡siga!
GUSTAVO: Conste que usted mismo lo ha querido... Pues bien, mi hermano se
había casado con una virtuosa muchacha de largos bucles y ojos de paloma. Un
rostro de niño. Un alma de ángel. Enseguida se arrogó las prerrogativas
masculinas...
ADOLFO: ¿Cómo?
GUSTAVO: Sí, la iniciativa. Y con tal éxito, que el ángel estuvo a punto de llevarse
al joven al cielo. Pero antes de la ascensión sintió el peso de su cruz y los clavos en
su carne.
ADOLFO: ¿Pero cómo se manifestó?
GUSTAVO: (Lentamente, subrayando las palabras.) Estábamos charlando en casa
de un amigo, y apenas hacía un instante que yo hablaba, cuando vi que palidecía
como el yeso. Sus extremidades se estiraron y sus dos pulgares se torcieron,
vueltos hacia la palma de sus manos, así... (Reproduce los gestos.) Sus ojos se
inyectaron en sangre, y se mordió la lengua... así, mire... Un torrente de saliva
silbó en su garganta. Su tronco giró y se retorció corno en un banco de carpintero;
el brillo de sus pupilas onduló como una llama de espíritu de vino; la espuma que
salía de su boca se sacudió entre los labios agitados y poco a poco muy lentamente,
se dejó caer, resbaló hacia atrás en su silla, como un borracho, y luego...
ADOLFO: (Sofocado) ¡Basta!
GUSTAVO: Y luego... ¿Se siente usted mal?
ADOLFO: Sí.
GUSTAVO: (Se levanta para ir a buscar un vaso de agua.) Beba, y hablemos de
otra cosa.
ADOLFO: Gracias... Pero siga...
GUSTAVO: ¿Se empeña usted?... Cuando volvió en sí, no se acordaba de nada.
Cosa natural, por otra parte, puesto que había perdido el conocimiento. ¿En alguna
ocasión ha sentido usted algo parecido?
ADOLFO: Muchas veces tuve vértigos, pero mi médico declaró que se debían a la
anemia.
GUSTAVO: Así se empieza. Y créame que está en peligro, y que la epilepsia no
tardará en manifestarse si no se cuida.
ADOLFO: ¿Qué debo hacer?
GUSTAVO: Ante todo, observar una abstinencia completa.
ADOLFO: ¿Durante cuánto tiempo?
GUSTAVO: Al menos, durante seis meses.
ADOLFO: No es posible. Eso significaría desorganizar nuestra vida común.
GUSTAVO: En ese caso... “¡Adiós adorados campos!”
ADOLFO: (Se cubre el rostro can un paño.) ¡No puedo!
GUSTAVO: ¿No puede... y se trata de su vida? Puesto que se ha confiado a mí en
absoluto, dígame la verdad: ¿no hay en el fondo de su ser una herida más que le
tortura, otra pena secreta? La vida es tan extraña y las ocasiones de desencanto
son tan frecuentes, que es difícil encontrar una razón única para los desacuerdos
íntimos. ¿No hay en la sentina del navío que lo transporta un cadáver que intenta
ocultarse a sí mismo? Recuerdo que últimamente me habló usted de un hijo que
estaba en un colegio interno, no sé donde. ¿Por qué no lo conservó a su lado?
ADOLFO: Mi mujer quería que fuese educado fuera. La casa de un artista no se
presta...
GUSTAVO: ¿No hubo alguna otra razón... más convincente?
ADOLFO: Es usted tenaz como un confesor.
GUSTAVO: Sea franco.
ADOLFO: Pues bien, influyó mucho el que la niña, a los tres años, empezara a
parecerse de una manera sorprendente... al primer marido.
GUSTAVO: ¡Ah!.. ¿Lo vio usted en alguna ocasión?
ADOLFO: Nunca. Sólo una vez miré furtivamente un mal retrato, pero no pude
comprobar el parecido en cuestión.
GUSTAVO: Por lo general, la fotografía no suele tener sino una semejanza lejana
con el original. Además, con el tiempo, su tipo pudo modificarse. ¿No despertó
sospechas en usted?
ADOLFO: Absolutamente ninguna. La niña nació un año después de nuestro
matrimonio, Y el marido viajaba cuando yo conocí a Tecla; se encontraba en este
mismo balneario, en este mismo hotel. Por esta razón, precisamente, venimos a
veranear aquí.
GUSTAVO: Por lo tanto, toda sospecha es imposible, y en el caso presente no debía
usted tener ninguna, porque no es raro que los hijos de una mujer casada en
segundas nupcias se parezcan al marido difunto. Esta aventura es desagradable.
Seguramente por evitarlo los indios quemaban a las viudas sobre las tumbas de los
esposos. ¿Y nunca se sintió celoso de ese marido, de su recuerdo? ¿No le sería a
usted odioso, paseando en cualquier parte, encontrarlo y ver que mira a su Tecla
de usted y leer en su mirada lo que piensa, tan claro como si dijera en voz alta. “La
hemos...”, en vez de: “La he...” “La hemos poseído los dos”, por ejemplo?
ADOLFO: No puedo negar que a veces lo pienso.
GUSTAVO: ¡Ah, vamos! ¡Y la cosa no acaba ahí por desgracia! Como usted ve, en la
vida hay accidentes contra los que no se puede hacer nada. No le queda más
remedio que taparse los oídos con cera, y a trabajar... Trabajad, envejeced, apilad
una suma de impresiones nuevas, y el cadáver, en la bodega, continuará
perfectamente tranquilo bajo la tapa de su féretro herméticamente cerrado.
ADOLFO: Perdone que lo interrumpa. Pero es extraño que en ciertos momentos me
haga usted pensar en Tecla por su modo de hablar. Tiene un modo de guiñar el ojo
que me recuerda exactamente una costumbre de ella, y sus miradas tienen sobre
mí el mismo influjo.
GUSTAVO: ¡No en verdad!
ADOLFO: Ah! Mire usted, acaba de decir ese “No en verdad” con el mismo tono
descuidado de ella. La expresión “¡No en verdad!” es una de sus costumbres.
GUSTAVO: Sí, es probable que haya entre nosotros lo que se llama “aire de
familia”. ¿No se dice, por otra parte, que el mundo es una familia inmensa? Pero es
curioso, sin embargo, y tengo verdadero interés en conocer a su esposa y en
observar todas esas pequeñas rarezas.
ADOLFO: Y me da mucho que pensar. Nunca emplea ninguna de mis expresiones
personales. Parece evitarlas, por el contrario. ¡Jamás la vi esbozar siquiera un gesto
mío! Sin embargo, en todas partes existe entre los esposos una tendencia a
modelarse inconscientemente entre sí.
GUSTAVO: Así es. Pero, oiga usted, amigo mío... ¡Esa mujer no lo ha amado nunca!
ADOLFO: ¿Cómo dice?
GUSTAVO: Perdone. El amor de la mujer, amigo mío, siempre tiende a apropiarse,
a tomar algo. La mujer que ama, recibe; el hombre que ama, da. Observe bien la
diferencia. Si no ha tomado nada de usted, señal de que no lo ama, de que nunca
lo amó.
ADOLFO: En resumidas cuentas, ¿cree usted que no se puede amar más que una
vez?
GUSTAVO: No. Uno se deja “engatusar” sólo una vez. Luego tiene los ojos bien
abiertos. A usted nunca lo engatusaron. Ande alerta con los que lo fueron. Son
gentes peligrosas.
ADOLFO: Sus palabras penetran como hojas cortantes en mi carne. Siento que algo
en mí se desgarra, y no lo puedo impedir. Pero me procura una impresión
agradable, como si se abrieran conductos que no podían abrirse y se vaciaran de
pronto. No me ha amado nunca! ¿Por qué se casó conmigo, entonces?
GUSTAVO: Empiece por decirme de qué modo se ofreció a usted, cómo se las
arregló para enamorarlo... ¿Fue ella quien se apoderó de usted, o usted quien se
apoderó de ella?...
ADOLFO: ¡Sólo Dios lo sabe!... Es una pregunta realmente embarazosa... ¿Cómo
ocurrió aquello?... No se hizo todo en un día.
GUSTAVO: Permítame que procure saber...
ADOLFO: ¡Trabajo perdido!
GUSTAVO: Con lo que me ha dicho usted de sí mismo y de su esposa, en una sola
ojeada veo lo suficiente para reconstituir todas las etapas de la aventura... ¿Lo
duda? Pues escuche... (Sin pasión, casi bromeando.) El esposo parte para un viaje
de estudio. Ella queda sola y siente un placer formidable al pensar que es libre.
Luego... ¡muy pronto!... la soledad le pesa, y supongo que después... de quince
días de ayuno, nuestra joven siente mucho el aislamiento. Pero aparece el otro, y el
vacío que sentía se llena poco a poco. Establece un paralelo. La imagen del ausente
comienza borrarse, por la sencillísima razón de que se aleja cada vez más... Ya
sabe usted que los ausentes siempre merecen ser censurados. De pronto, en ellos
la pasión se revela, y los turba: se inquietan por sí mismos, por su conciencia...
piensan en él... Buscan un refugio, ponen una hoja de parra a su amor: Juegan “al
hermano y la hermana”; y cuanto más se inclinan sus sentimientos a la
sensualidad, más los poetizan y los espiritualizan en sus constantes relaciones.
ADOLFO: ¡Juegan “al hermano y la hermana”!... ¿Cómo sabe...?
GUSTAVO: Creo que es lo indicado. Los niños juegan al papá y la mamá. Cuando
crecen juegan al hermano y la hermana. Todo esto para ocultar lo que
efectivamente ha de permanecer oculto. Luego, nuestros amantes hacen voto de
castidad; juegan entre sí una partida perpetua de escondite, hasta que se
encuentran en cualquier rincón bien sombrío, donde permanecen tranquilos,
convencidos íntimamente de que nadie los ve... (Con austeridad fingida.) Pero
llegan a presentir que alguien los observa... y se asustan. En su espanto, ven el
fantasma del ausente. Atraviesa sus sueños, espectro de dimensiones inquietantes;
se transforma y metamorfosea. Su sueño de amor esbozado acaba en pesadilla. Y
el ser fantástico se convierte en un acreedor despiadado que llama a la puerta de
su casa... Entreven su mano negra, cuyos dedos aparecen en la mesa cuando tocan
los manjares comunes; y en el silencio de la noche, en el que sólo debiera oírse el
latido de su pulso, distinguen el sonido discordante de su voz... Esto no les impide
adorarse, pero atormenta su felicidad. Y cuando descubren el poder oculto que los
tortura quieren huir, pero en vano. No pueden sustraerse al recuerdo que los
persigue a la deuda dejada tras sí, y lo que reclama el acreedor; a la opinión
pública, cuyo juicio los espanta. Incapaces de soportar por más tiempo el recuerdo
de la deuda contraída, golpean el suelo con el pie, para que surja de él el macho
cabrío emisario a quien comenzarán a cargar con su falta, para degollarlo de
inmediato. Se creían espíritus libres, exentos de los prejuicios del mundo, pero no
intentaron unir sus existencias abiertamente, declarándolo sin vacilaciones, con
franqueza: “¡Nos amamos!” ¡Eran viles, y habían de pensar en asesinar a su
tirano!... ¿No es eso?...
ADOLFO: Sí, pero olvida que ella ha educado mi alma, y que yo he conocido por
ella nuevos pensamientos...
GUSTAVO: ¡Claro que no lo olvido! ¿Pero por qué no pudo educar al otro de igual
manera y hacer de él un espíritu libre?...
ADOLFO: Ya le he dicho que era un idiota.
GUSTAVO: Sí, sí... es verdad, ¡era un idiota! Pero “idiota” no es sino una indicación
vaga, y a juzgar por el carácter que su mujer le da en su novela, su idiotez se
limita esencialmente a su incapacidad de comprenderla. Permítame que le haga una
pregunta. ¿Es su mujer un espíritu tan profundo? Por mi parte, nunca encontré tal
profundidad en sus escritos.
ADOLFO: Yo tampoco. Y convengo de buena gana en que mi querida Tecla no es de
un trato muy fácil, ni siempre resulta muy cómodo comprenderla. Ocurre como si el
mecanismo de nuestros dos cerebros engranara mal algunas veces, y como si algo
se rompiese en mi cabeza, cuando trato de poner sus ideas de acuerdo con las
mías.
GUSTAVO: Quizá sea usted también un idiota.
ADOLFO: Me complazco en creer que no. Creo que sus juicios son casi siempre
falsos. Hágame el favor de leer esta carta que he recibido hace poco. (La saca de
su cartera).
GUSTAVO: (Leyendo rápidamente.) ¡Hum!, conozco este estilo.
ADOLFO: Algo “hombre”, ¿verdad?
GUSTAVO: Sí. Conozco a una persona que escribe casi de la misma manera.
¡Cómo!... ¿Todavía le llama “Querido hermanito”? ¿Persiste usted aún en
representar una comedia ante sí mismo? Aunque seca, ¿conserva todavía su hoja
de parra?... ¿Acaso no la tutea?
ADOLFO: No siempre. Me parece más respetuoso.
GUSTAVO: ¡Ah! ¡Y también para inspirarle a usted más respeto se llama hermana
suya!
ADOLFO: Quiero siempre estimarla más que a mí mismo, como si fuese una
transfiguración de mi Yo.
GUSTAVO: ¡Ah! ¡Sea usted mismo su Yo superior! Quizá resulte un poco menos
cómodo que utilizar un suplente, pero es más meritorio. Según eso, ¿procura usted
ser inferior en todo a su esposa?
ADOLFO: Así es. ¿Qué quiere usted? Gozo al sentirla superior a mí. Yo le he
enseñado a nadar, por ejemplo. Pues bien, ahora me gusta oírla decir en voz alta
que nada mejor y es más atrevida que yo. En las primeras lecciones, yo me
mostraba más torpe y cobarde que ella, y, poco a poco, llegó un día en que me
encontré, pero ya realmente, menos capaz y menos valiente... como si ella me
hubiese arrebatado la energía.
GUSTAVO: ¿Le enseñó usted alguna otra cosa?
ADOLFO: Sí... Pero quedará entre nosotros, ¿verdad? Le enseñé ortografía, que
ignoraba en absoluto; ¡y si la oyese usted hablar de eso!... Le confié la
correspondencia... Ella escribe o contesta... No lo creerá usted; por falta de
práctica, al cabo de un año he olvidado lo que sabía de gramática. ¿Cree usted que
recuerda alguna vez que yo fui quien la inició en esta ciencia, que desconocía?
Nada de eso. ¡Y ahora me tratan a mí de idiota!
GUSTAVO: ¡Ah! ¡Hoy es a usted a quien tratan de...!
ADOLFO: En broma, naturalmente.
GUSTAVO: Desde luego. ¡Pero eso es canibalismo puro, amigo mío!... ¿No lo ve
usted? Ha procedido como los salvajes que se comen a sus enemigos, no por
recrearse con su carne, sino por asimilar sus cualidades superiores. Esa mujer se
ha asimilado su saber, su valor, ¡toda su alma!
ADOLFO: ¡Y mi fe, no lo olvide!... (Pausa breve.) Yo fui quien la incité a escribir su
primer libro...
GUSTAVO: (Haciendo un gesto.) ¡Ah!
ADOLFO: La sostuve con mis elogios, cuando su trabajo me parecía imperfecto. La
introduje en los medios literarios, donde no tuvo más que ir cogiendo la flor de
tantos talentos. A costa de infinitos trabajos, logré que la crítica se ocupara de ella.
Yo le comuniqué su ardor y su fuerza, con tanto vigor que acabé por perder mi
energía. Di, di, di, hasta que me quedé sin nada. ¿Sabe usted?, le voy a contar
todo, ¿sabe usted lo que le digo? Hoy, más que nunca, el Alma me parece una cosa
maravillosa... En el instante en que mis frutos artísticos iban a eclipsar los suyos...
¡y su fama!, animé su valor empequeñeciéndome ante ella, disminuyendo mi arte;
hice grandes esfuerzos por demostrar con tanta insistencia la escasa importancia
del papel de los pintores, e imaginé razones tan convincentes, que yo mismo llegué
a creerme. Un día comprendí lo inútil de mi pintura. Y cuando usted me conoció, no
necesitó sino soplar suavemente sobre mi castillo de naipes para derribarlo.
GUSTAVO: No sé si recuerdo bien... pero creo que al principio de nuestra
conversación pretendía usted que no había tomado nada de usted.
ADOLFO: Ahora es muy distinto. Ya no hay en mí nada que tomar.
GUSTAVO: La serpiente se hartó. Y hoy devuelve lo que tomó.
ADOLFO: Tal vez tomará de mí más de lo que yo pensaba.
GUSTAVO: ¡Oh!, puede estar seguro de eso. “Tomaba” sin cesar y usted no se daba
cuenta. “Escamoteaba” sería el término justo.
ADOLFO: Últimamente, ya no hacía casi nada por educarme.
GUSTAVO: Mientras que usted hacía cada vez más, por educarla a ella. Sin
embargo, tenía el arte de convencerlo a usted de lo contrario. ¡Ah! ¡me gustaría
mucho saber cómo se las arreglaba para hacer de usted un ser superior!
ADOLFO: ¡Oh!, primeramente... ¡Hum!
GUSTAVO: ¿Que?
ADOLFO: Fui yo quien...
GUSTAVO: No, perdón, fue ella quien...
ADOLFO: Francamente, no podría decirlo.
GUSTAVO: Ya ve.
ADOLFO: Sin embargo... (Cediendo.) ¡Así se llevó toda mi fe! E iba decreciendo de
a poco cuando apareció usted para darme una fe nueva...
GUSTAVO: (Sonriendo irónicamente.) ¿En la escultura?
ADOLFO: (Indeciso.) Sí.
GUSTAVO: ¿Y usted cree en la escultura, en un arte abstracto, muerto, vestigio de
la infancia de los pueblos?... ¿Cree usted, con la forma pura y las tres
dimensiones?... ¿eh?... ¿cree poder obtener un efecto sobre los sentidos realistas
de las gentes de hoy, procurar ilusiones sin los colores?... Sin los colores, ¿ha
oído?... ¿Cree todo eso?
ADOLFO: (Abrumado.) No.
GUSTAVO: Yo tampoco.
ADOLFO: Entonces, ¿por qué me hizo usted pensar?...
GUSTAVO: Porque le tenía lástima.
ADOLFO: Debo inspirar compasión, en efecto. No llegaré a pagar la deuda
contraída. ¡Ya estoy en las últimas! ¡Y lo peor es que ella ya no es mía!
GUSTAVO: ¿Y qué necesidad tiene de que lo sea?
ADOLFO: Reemplazaría en mí al dios de las alturas, haría por mf lo que él hizo
mientras creí en él... Constituiría el objeto indispensable para satisfacer la
necesidad de veneración que siento en mí...
GUSTAVO: Sepulte esa veneración. Que desaparezca aplastada bajo un desprecio
salvador.
ADOLFO: No puedo vivir sin respetar...
GUSTAVO: ¡Esclavo!
ADOLFO: No puedo adorar a una mujer sin respetarla.
GUSTAVO: ¡Al diablo con todo eso!... ¡Entonces, vuelva usted a enamorarse de su
Dios, si le es absolutamente necesario un ídolo para santiguarse delante de él!
¡Vaya un ateo, que todavía conserva en su carne vil la superstición de la mujer!
¡Vaya un espíritu libre, que no se atreve a expresarse libremente acerca de las
mujeres a causa de la impresión que le producen! ¿Sabe usted qué hay de
misterioso, incomprensible y profundo en su Tecla?... ¡La estupidez! (Le pone la
carta ante los ojos.) ¡Mire! Ni una sola vez puede distinguir el régimen directo del
régimen indirecto, lo que revela que hay un vicio en su mecanismo mental. ¡Faldas,
he ahí lo que es todo eso! Póngale un pantalón, dibújele bajo la nariz unos bigotes
con carbón, y óigala decir su stock de ideas profundas. ¡Verá qué sonido tan
distinto! Un fonógrafo, querido, nada más que un fonógrafo, que repetirá sus
palabras y las de los otros, algo atenuadas. ¿Conoce bien la conformación de la
mujer? Sí, ¿no es verdad? Es un adolescente con el pecho desarrollado, una especie
de hombre abortado, un niño afinado, precoz, cuyo crecimiento se ha detenido
prematuramente; Un ser clorótico, anémico y crónico, que tiene flujos de sangre
trece veces al año...
ADOLFO: Muy bien... lo admito... Pero, ¿cómo explicar entonces que hoy podamos
ser semejantes?
GUSTAVO: ¡Alucinación! Poder de atracción de las faldas. ¡O quizá se hayan
ustedes vuelto realmente semejantes! La nivelación es cosa hecha. Su fuerza
capilar ha elevado el agua sin duda a la misma altura. Y el nivel se ha establecido...
(Mira su reloj.) Pero... ya hace seis horas que estamos hablando... y su mujer no
tardará en llegar. Quizá fuera conveniente levantar la sesión y dejar a usted
algunos momentos de descanso...
ADOLFO: No... quédese, quédese, se lo ruego... No me atrevo a estar solo.
GUSTAVO: ¡Oh! Apenas un segundo. Su mujer no puede tardar.
ADOLFO: Sí, se acerca. ¡Es extraño! Languidezco por ella, y tengo miedo de verla.
Me acaricia, se muestra afectuosa, pero sus besos me ahogan, me aniquilan, me
insensibilizan. Me sucede lo mismo que con el pobre pequeño saltimbanqui a quien
el clown pellizca fuertemente en las mejillas cuando están entre bastidores, a fin de
que las tenga encarnadas al aparecer ante el público.
GUSTAVO: La observación es dolorosa, querido amigo; y sin ser médico puedo muy
bien decir a usted que se consume; no hay más que mirar sus últimos cuadros para
comprenderlo del todo.
ADOLFO: ¿Cómo dice?
GUSTAVO: Su colorido se ha hecho clorótico, tan débil y tan lavado, que por debajo
se entrevé la pintura pálida del lienzo. Me parece que veo apuntar por detrás sus
descarnadas mejillas de una blancura de yeso.
ADOLFO: (Golpeándose.) ¡Basta, basta!
GUSTAVO: ¡Y no crea que es una expresión exclusivamente personal! ¿Ha leído el
periódico de esta mañana?
ADOLFO: (Estremeciéndose.) No.
GUSTAVO: Está sobre la mesa.
ADOLFO: (Tratando de coger el periódico, pero sin decidirse.) ¿Es muy severo?
GUSTAVO: ¡Un mazazo! ¿Quiere que se lo lea?
ADOLFO: No, gracias.
GUSTAVO: Si quiere, me puedo retirar...
ADOLFO: ¡No, no, no! No sé qué me pasa. Veo que comienzo a odiarlo, y sin
embargo no puedo decidirme a dejarlo marchar. Me ayuda a salir del agujero que
había hecho en el hielo en que me sumergía; hago gustoso cuanto puedo por
secundar sus esfuerzos, y cuando llego a la orilla... ¡paf!, me sumerge usted de
nuevo en el abismo glacial, y me asesta un violento golpe en la cabeza. Mientras
poseí mis secretos, pude sentirme con entrañas. Ahora estoy vacío. En cierto
cuadro de un maestro italiano se ve a un santo cuyos intestinos se elevan en torno
de un cabestrante. El mártir, en tierra, contempla el suplicio, y se ve adelgazar a
medida que se espesa el rodillo. Así, tengo la sensación de que usted se ha hecho
más fuerte arrancándome lo que sentía palpitar en mí, y ahora se marcha
llevándose los repliegues de mi ser, el corazón de mi corazón, y no deja detrás sino
un esqueleto vacío.
GUSTAVO: ¡Qué imaginación! Su mujer no tardará en regresar, y en ella encontrará
el “corazón de su corazón”.
ADOLFO: No, ya no. Usted ha aniquilado todo lo que había en mí. Detrás suyo todo
ha caído hecho ceniza: ¡mi arte, mi amor, mis esperanzas, mi fe!
GUSTAVO: Todo esto ya estaba abrasado cuando yo llegué.
ADOLFO: En parte, quizá: Pero algo podía haberse salvado aún. Ahora es
demasiado tarde. ¡Incendiario! ¡Asesino!
GUSTAVO: Lo que hemos practicado, a lo sumo, es una roza.
ADOLFO: ¡Ah! ¡Lo odio! ¡Lo maldigo!
GUSTAVO: Lo cual es un buen síntoma. ¡Señal de que aún tiene fuerza! Y desearía
que aumentase. ¿Quiere escucharme y obedecerme en todo?
ADOLFO: Haga lo que quiera. No tengo más remedio que someterme.
GUSTAVO: (Levantándose.) ¡Entonces, míreme! ¡De frente!
ADOLFO: (Mirándolo a la cara.) ¡Ah! Me mira con ojos perturbadores... que me
llevan hacia usted.
GUSTAVO: Ahora escúcheme... con toda atención.
ADOLFO: Sí, pero hable sólo de usted. No de mí. Yo no soy más que una llaga y no
puedo sufrir que me toquen.
GUSTAVO: ¿Qué quiere que le diga de mí? Soy profesor en un colegio, viudo, y
viajo incidentalmente. Punto. Y nada más. Deme la mano.
ADOLFO: ¡Qué fuerzas tan considerables debe ocultar en sí! Al tomar su mano, me
parece haber puesto la mía sobre una pila eléctrica.
GUSTAVO: ¡Y decir que yo fui tan débil como usted! ¡Levántese!
ADOLFO: (Levantándose y cogiendo a Gustavo por el cuello.) Soy como un niño
cuyos huesos no están formados, y mi seso se encuentra al descubierto.
GUSTAVO: (Con acento de mando) ¡Cruce la habitación!... ¡Vamos!
ADOLFO: ¡No podría!
GUSTAVO: ¡Hágalo, o le pego!
ADOLFO: (Irguiéndose.) ¿Cómo dice?
GUSTAVO: ¡Le dicho que lo haga o le pego!
ADOLFO: (Dando un salto hacia atrás.) ¡Ustedi
GUSTAVO: ¡Bravo! La sangre se le ha subido a la cabeza y ha recobrado su energía.
Ahora voy a galvanizarlo. ¿Dónde está su mujer?
ADOLFO: ¿Que donde está mi mujer?
GUSTAVO: Sí.
ADOLFO: Ha ido a... a una asamblea general.
GUSTAVO: ¿Está seguro?
ADOLFO: Segurísimo.
GUSTAVO: ¿Y por quién se celebra esa asamblea?
ADOLFO: Por un asilo de huérfanos.
GUSTAVO: ¿Se separaron como amigos?
ADOLFO: (Vacilando.) ¿Como amigos?... No...
GUSTAVO: En ese caso, sería como enemigos. ¿Qué le dijo usted para ofenderla?
ADOLFO: Usted es horrible. Me da mucho miedo... ¿Cómo puede saber...
GUSTAVO: Con tres números dados, yo descubro qué cifra es mi X... ¿Qué le dijo?
ADOLFO: ¡Ah! ... sólo dos palabras, dos palabras terribles, que quisiera no haber
pronunciado... ¡Oh! sí, que quisiera no haber pronunciado...
GUSTAVO: No tiene importancia. Diga qué fue,
ADOLFO: La llamé... “vieja coqueta”.
GUSTAVO: ¿Qué más?
ADOLFO: Nada más.
GUSTAVO: ¿De veras? Tal vez lo haya olvidado, o quizá no lo quiera recordar. ¡Y
dejó resbalar todo al cajoncito del olvido! Es necesario abrirlo.
ADOLFO: No recuerdo nada.
GUSTAVO: Pero yo sí. Agregó lo siguiente, más o menos: “No tienes vergüenza, si
aún abrigas alguna pretensión. A tu edad ya no se encuentran adoradores”.
ADOLFO: Es posible, en efecto, que haya dicho eso. Pero, ¿Cómo diablos lo sabe?
GUSTAVO: Cuando venía para aquí oí contar esa historia en el vapor.
ADOLFO: ¿A quién?
GUSTAVO: ¡A ella! ... Se la contaba a cuatro jóvenes, que la acompañan. Es como
los viejos: le gustan los adolescentes...
ADOLFO: No veo en eso nada culpable...
GUSTAVO: En efecto... ¿Por qué lo ha de ser más que jugar al hermano y la
hermana cuando se es padre y madre?
ADOLFO: ¿Así que ya la conoce?
GUSTAVO: Sí. Pero no la conoce, puesto que no la vio, puesto que no estaba
presente entonces. Y justamente por esta razón un marido no logra nunca conocer
a su esposa. Nunca la ve tal cual es. ¿No tiene consigo un retrato de ella? (Adolfo
saca una fotografía de su cartera. Mirándola.) ¿Se hizo esta fotografía delante de
usted?
ADOLFO: No.
GUSTAVO: Pues mire ahora. ¿Se parece realmente este retrato a los que usted ha
hecho de ella? No. Las facciones se parecen, pero la expresión del rostro no es la
misma... Pero usted no se encuentra en disposición de juzgar acerca de esto,
porque reemplaza esa imagen por su imagen interior. Olvide por un momento el
original y mire esta copia, pero mírela como pintor... ¿Qué ve? No es por el placer
de mentir, pero para mí eso representa una coqueta provocativa imitando a los
juegos del amor. Fíjese en ese rasgo único, ahí, en torno de la boca... ¿En alguna
ocasión lo vio? ¿Y esas miradas que buscan el hombre, otro hombre que no es
usted? ¿Y ese vestido escotado, esas arrugas en que se ve el desorden, esa manga
abierta?... ¿Me comprende?
ADOLFO: Sí... sí, lo veo todo.
GUSTAVO: Cuidado, joven.
ADOLFO: ¿Con qué?
GUSTAVO: Con su venganza. ¿No se acuerda de la herida que le hiciera en el
corazón al pretender que ya no tendría adoradores? ¡Ah! si hubiera calificado sus
obras literarias de vulgares, se hubiese echado a reír en sus narices, impulsada por
la falta de gusto literario de usted... Pero ¡sobre ese punto! Créame, si aún no se
ha vengado de esa acusación, no ha sido por falta de ganas.
ADOLFO: Me gustaría comprobarlo.
GUSTAVO: Infórmese.
ADOLFO: ¡Que me informe!
GUSTAVO: Obsérvela. Lo ayudaré, a poco que me lo ruegue.
ADOLFO: Pues vamos a verlo. ¡Y me costaría la muerte!... Pero, por otra parte, un
poco antes o un poco después... ¡Bah!, ¡qué importa!... ¡Hable!... ¿Qué hay que
hacer?
GUSTAVO: Dispense... En primer lugar... ¿Tiene su esposa algún punto
particularmente sensible?
ADOLFO: No... que yo sepa.
GUSTAVO: ¡Hola! El barco acaba de llegar. Dentro de un minuto estará en esta
habitación.
ADOLFO: Voy a recibirla.
GUSTAVO: No. Permanecerá aquí, por el contrario. Y recíbala mal. Si tiene la
conciencia pura, no dejará de armarle a usted una bonita escena, y sus reproches,
rectos como el granizo, caerán sobre los oídos de usted. Si es culpable, se
precipitará para llenarlo de caricias.
ADOLFO: ¿Está seguro?
GUSTAVO: Nada se puede jurar, eso es muy cierto. Donde menos se piensa salta la
liebre... Pero apostaría a que no me engaño. Esa es mi habitación. (Señala la de la
derecha.) Miraré desde ella mientras usted representa la comedia. Cuando haya
acabado, invertiremos los papeles. Yo entraré en la jaula y haré trabajar a su
serpiente, que usted podrá observar por el ojo de la llave. Después de esto nos
reuniremos en el jardín y cambiaremos nuestras pequeñas observaciones. Si veo
que afloja, daré en el suelo dos golpes con una silla.
ADOLFO: De acuerdo. Pero no se aleje de ningún modo. Necesito sentirlo presente
en esa habitación.
GUSTAVO: Esté tranquilo. Y ocurra lo que ocurra, no tenga miedo. Dentro de poco
verá cómo diseco un alma humana poniendo las entrañas desnudas sobre la mesa.
Esto ha de ser horrible para un novicio. Pero también es necesario verlo una vez.
No hay motivo ninguno para que pese más tarde. ¡Ah!, sobre todo, ni una palabra
de nuestro conocimiento y de nuestras relaciones en su ausencia. Ni una palabra,
¿verdad? ¡Pero silencio! La oigo en su cuarto. Canta algo entre dientes... así que
está furiosa... Siéntese ahí... en esa silla... Así se verá obligada a ocupar el canapé
y de ese modo podré mirarla cómodamente.
ADOLFO: Todavía falta una hora para la comida. No han llegado extranjeros... No
ha sonado la campana. Estaremos solos... por desgracia.
GUSTAVO: ¡Bueno!... ¡Ya empieza a sentirse débil!
ADOLFO: No es nada. Sí... me da miedo lo que va a suceder; y sin embargo no
puedo impedir que suceda. La piedra gira, y no fue la última gota de agua quien la
puso en movimiento, sino todas las gotas de agua, que acabaron por formar una
ola.
GUSTAVO: ¡Eh! ¡déjela dar vueltas!... ¡De ellas depende el reposo!... ¡Hasta muy
pronto! (Sale.)
ESCENA SEGUNDA
ADOLFO, sólo un instante; después TECLA
ADOLFO: (Permanece en pie un momento y mira la fotografía de Tecla, que tiene
en la mano. Luego la rompe, arroja los pedazos bajo la mesa, y se sienta en la silla
indicada por Gustavo. Se arregla la corbata y el pelo, se estira la levita, etc.)
TECLA: (Entra y se dirige hacia Adolfo y” abraza francamente; luego le dice, con
aire gracioso y jovial.) Buenos días, hermanito. ¿Cómo estás?
ADOLFO: (Medio vencido, al principio, se reanima luego y bromea.) ¿Has hecho
algo malo que vienes a abrazarme?
TECLA: Sí, algo horrible, que te quiero decir... he gastado todo mi dinero.
ADOLFO: ¿Y qué importa, si te has divertido?
TECLA: Sí, mucho. Pero no en la reunión filantrópica, con toda seguridad. Ha
resultado aplastante, valga la palabra. ¿Y mi gentil hermano? ¿Cómo lo ha pasado
mientras su paloma adorada volaba lejos del hogar? (Examina todos los rincones
del salón, como si buscara a alguien u ofatease algo.)
ADOLFO: Ha encontrado el tiempo larguísimo.
TECLA: ¿Y nadie le ha hecho compañía?
ADOLFO: ¡Ni un alma!
TECLA: (Observando a Adofo y sentándose en la chaise longne.) ¿Quién se ha
sentado aquí?
ADOLFO: Nadie.
TECLA: ¡Es curioso! La chaise longue está caliente, y hay un hueco en el brazo,
como si se hubiese incrustado un codo en él. Un codo de mujer, ¿verdad?
ADOLFO: ¿Hablamos en serio?
TECLA: ¡Ah! ¡Se ha ruborizado!, ¡se ha ruborizado!... ¡Tal vez mi hermanito quiera
hacerme rabiar un poco! ¡Oh!, ¡qué malo! Venga ahora mismo y confiésese con su
mujercita. Deje ver su pensamiento. (Lo atrae hacia sí. El se deja caer a sus pies, y
permanece can la cabeza sobre las rodillas de Tecla.)
ADOLFO: (Sonriendo.) ¿Sabes que eres un diablillo?
TECLA: No, no lo sé. No sé nada o sé muy poco de mí misma.
ADOLFO: ¿Nunca píensas sobre ti misma?
TECLA: (Recelosa, observándolo) ¿Yo? No pienso más que en mí... soy una egoísta
consumada. Pero, ¡qué filósofo y grave te has vuelto!
ADOLFO: Pon tu mano sobre mi frente.
TECLA: (Haciéndose la niña.) Creo que aquí dentro hay mariposas negras. Hay que
ahuyentarlas, ¿verdad? (Lo besa en la frente.) A ver. Estoy segura de que ya te
sientes mejor.
ADOLFO: Sí, estoy mejor. (Pausa.)
TECLA: Ahora, mi hermanito va a decirme en qué se ha ocupado estos días. ¿Ha
pintado algo?
ADOLFO: No, he renunciado a la pintura.
TECLA: ¿Cómo?... ¿Que has renunciado a la pintura?
ADOLFO: ¡Ah!, ¿vas a reñirme?... ¡Qué quieres! Ya no podría pintar.
TECLA: ¿Y entonces qué vas a hacer?
ADOLFO: Me dedicaré a la escultura.
TECLA: ¿Así que estarás cambiando constantemente de ideas?
ADOLFO: Quizá, pero no seas mala... y mira... ¡examina un poco esa figura!
TECLA: (Desvelando la figura de cera.) ¡Ah! (Traviesa.) ¿Quién es... ella?...
ADOLFO: Adivínalo.
TECLA: (Tiernamente.) Podría ser una mujercita... ¿No te da vergüenza?...
ADOLFO: ¿Hay algún parecido?
TECLA: (Con malicia.) ¿Cómo quieres que lo sepa? La cara no está hecha.
ADOLFO: Sin embargo, cuando hay tantas otras cosas indicadas... tantas bellezas...
TECLA: (Le da golpecitos en la mejilla y le tapa la boca.) ¿Quiere cerrar esa boca
enseguida? Si no... le daré un beso en ella.
ADOLFO: (Defendiéndose.) ¡No, eso no! ¡Si entrase alguien!...
TECLA: ¡Vaya una ocurrencia! ¿Acaso ya no hay derecho a abrazar a su marido?
¿Acaso no es ése mi simple derecho, mi derecho legal?
ADOLFO: De acuerdo. Pero lo que tú ignoras es que las gentes de la fonda no nos
creen casados, porque nos abrazamos con demasiada frecuencia en público: y
como a veces reñimos en nuestro cuarto, esto les confirma en su creencia, porque
todos los amantes obran de la misma manera.
TECLA: ¿Y para qué tenemos que seguir riñendo? ¿Mi hermanito no puede ser
siempre amable como ahora? Di, ¿no quieres ser bueno?... ¿No quieres que seamos
felices?
ADOLFO: Sí, lo quiero... Pero...
TECLA: ¿Qué?... ¿Qué hay, hermanito?... ¿Y quién te ha metido en la cabeza que ya
no podrías pintar?
ADOLFO: ¿Quién? ¿Siempre has de buscar otra persona tras de mi personalidad o
de mis ideas? ¿Tienes celos?
TECLA: ¡Sí, tengo celos!... Tiemblo porque alguien llegue cualquier día y te me
arrebate.
ADOLFO: ¿Por qué ese temor, si sabes que no puedo soportar otra mujer a mi lado,
si sabes que no podría vivir sin ti?
TECLA: No es una mujer quien me da miedo.... sino tus amigos.... sí, tus amigos,
que deforman tus ideas.
ADOLFO: (Examinándola.) ¿Tiemblas?... ¿Por qué? ¡Dímelo!
TECLA: (Levantándose.) Aquí ha estado alguien... ¿Quién?
ADOLFO: (Por un gesto de Tecla.) ¿Ya no quieres que te mire?
TECLA: No, así no. No es así como acostumbras mirarme.
ADOLFO: ¿Y cómo te miro?
TECLA: Procuras ver dentro de mí.
ADOLFO: En ti, sí... ¡En tu alma! ¡Quiero saber qué hay dentro!
TECLA: Pues entonces mira como quieras, cuanto quieras; no tengo nada que
ocultar. Pero aquí hay algo. Has cambiado de modo de hablar. Tus expresiones no
son las de antes. (Con mirada escrutadora.) ¿Ahora haces filosofía? (Avanzando
directamente hacia él) Dime, ¿quién ha estado aquí hace poco?
ADOLFO: Mi médico.
TECLA: ¿Tu médico?... ¿Quién es?
ADOLFO: Es el médico de Stromstadt.
TECLA: ¿Cómo se llama?
ADOLFO: Sjóberg.
TECLA: ¿Qué te ha dicho?
ADOLFO: Muchas cosas... Entre otras, que estaba a punto de sufrir crisis
epilépticas.
TECLA: ¡Entre otras cosas!... ¿Qué más te ha dicho?
ADOLFO: Algo muy enojoso.
TECLA: Dime qué.
ADOLFO: Nos prohíbe hasta nueva orden toda relación conyugal.
TECLA: Eso es... ¡Precisamente lo que yo temía!... Trabajan todo lo posible por
separarnos... ¡Ah!, ¡no es la primera vez! ¡Llo observo!
ADOLFO: ¡Mientes! No has podido observar lo que no existió nunca.
TECLA: ¿Estás seguro?
ADOLFO: Sí; no has podido ver lo que no existía. Pero el miedo pone en
movimiento tu imaginación y turba tu vista. ¿Quieres que te diga una cosa?... ¡Tu
único temor era que yo me sirviese un día de los ojos de otro para verte tal cual
eres!
TECLA: Dale gusto a tu fantasía, querido Adolfo. La bestia horrible oculta en el alma
humana te impulsa a desvariar.
ADOLFO: ¡Divinamente! Dime de dónde te nace ese pensamiento; te lo suplico... Te
lo habrán transmitido, sin duda, los jóvenes que te rodeaban en el vapor... ¿No es
verdad?
TECLA: (Sin perder lii calma.) Justamente. Lo que prueba que aun de la juventud
se puede aprender algo.
ADOLFO: Parece que te dispusieras a amar a la juventud.
TECLA: ¡Que me dispongo a amar!... ¡La he amado siempre, puesto que te he
amado a ti! ¿Acaso te parece un crimen?
ADOLFO: No... mientras yo sea el más querido, el único amado.
TECLA: (Cariñosa, traviesa.) Pero eso es imposible, hermanito, puesto que mi
corazón es demasiado grande para uno solo; tú sabes muy bien que está hecho
para muchos.
ADOLFO: Peor para él. De hoy en adelante, el hermanito no quiere tener hermanos.
TECLA: ¡Ah!... Pero en cambio quiere venir aquí para que su mujercita le tire de las
orejas, porque el hermanito está celoso, y eso merece un castigo. (En este
momento se oyen dos golpes dados con una silla en el suelo del cuarto contiguo.)
ADOLFO: ¡No!... Basta de juego. ¿Quieres? Tengo que hablarte... con seriedad.
TECLA: (Siempre haciéndose la niña.) ¡Dios santo! ¡Ahora quieres hablar
“seriamente”!... Lo cierto es que se ha vuelto todo un hombre. (Le toma la cabeza y
lo abraza.) A ver, pronto, una risita... Ríe, animalucho... Ríe a tu “chachita”.
ADOLFO: (Riendo a pesar suyo.) ¡Eres verdaderamente una hechicera! ¡Creo que
dispones de un poder mágico!
TECLA: ¿Por qué te rebelas entonces contra quien sabe castigar tan bien?
ADOLFO: (Volviendo a sentarse.) ¡Tecla!... Ponte de perfil por un momento. Voy a
dar tu rostro a esta figura.
TECLA: Con mucho gusto. (Se pone de perfil)
ADOLFO: (Clava en ella la mirada y finge modelar.) No pienses en mí... ¡Piensa en
otro!
TECLA: ¡En mi última conquista!
ADOLFO: Sí, en ese joven casto.
TECLA: ¡En él!... Muy bien. Tenía un bigotito muy fino. Sus mejillas parecían dos
duraznos rosados, tan transparentes y frescos que daban ganas de morder.
ADOLFO: (Muy sombrío.) Conserva ese rasgo de junto a la boca.
TECLA: ¿Cuál?
ADOLFO: Ese rasgo desvergonzado, cínico, que no te conocía.
TECLA: (Con un gesto.) ¿Este?
ADOLFO: Ese, sí. ¿Sabes cómo representa Bret-Flarte el adulterio?
TECLA: (Riendo) No; no tengo el honor de conocer a ese caballero.
ADOLFO: Como una mujer pálida que nunca se ruboriza.
TECLA: ¡Oh! ¡Nunca! ¡Vamos, hombre! Al ver a su amante, se ruborizará... Sólo
que ni el marido ni el señor Bret estarán allí para verlo.
ADOLFO: ¿Estás segura de lo que dices?
TECLA: (Corno antes.) Segurísima. Y si el marido mismo no consigue que su mujer
se ruborice... ¡Peor para él, porque se pierde un espectáculo encantador!
ADOLFO: (Exasperado.) ¡Tecla!
TECLA: ¡Loquillo!
ADOLFO: ¡Tecla!
TECLA: Que me diga solamente que soy la adorada de su corazón, y veremos si me
pongo o no encarnada como una fresa... Vaya, ¡hazlo!
ADOLFO: (Desarmado.) Estoy tan furioso que quisiera morderte, ¡monstruo!
TECLA: (Coqueteando.) Pues anda, muerde... ¡Vamos! (Le tiende los brazos.)
ADOLFO: (Abrazándola apasionadamente.) Y morderte... ¡hasta matarte!
TECLA: (Bromeando.) ¡Cuidado!... ¡Alguien se acerca!
ADOLFO: ¿Ya mi qué me importa de la gente? Fuera de ti, no me preocupa nada.
TECLA: ¡Y si yo te faltase un día!
ADOLFO: Me moriría.
TECLA: (Irónica.) Pero no hay por qué temerlo... ¿Qué peligro puede haber con una
vieja coqueta como yo, que ya no puede encontrar adoradores?
ADOLFO: ¡Tecla, Tecla!... ¿No has olvidado mis palabras insensatas?... Sabes de
sobra que las retiro.
TECLA: ¿Podrías explicarme cómo eres tan confiado y celoso a la vez?
ADOLFO: ¡Explicártelo!... ¡No, no te lo puedo explicar! ¿Quizá sea que me asalta el
recuerdo de la pasión que sentías por tu primer marido? A veces me imagino
nuestro amor como un lindo poema, como una defensa legítima, como una pasión
transformada en un asunto de honor que debemos llevar a buen fin, sin desfallecer,
porque nada me atormentaría tanto como saber que él conoce mi desgracia. ¡Ah!
nunca lo he visto, pero la sola idea de que hay un hombre que cansa con sus
súplicas al cielo, deseando mi desgracia, y que todos los días exige mi ruina, pide
para mí todas las calamidades; la sola idea de que se echaría a reír contemplando
mi vida arruinada me oprime el pecho con fuerza, me persigue como una pesadilla
y me empuja hacia ti, aterrado, paralizado.
TECLA: ¿Crees que pienso darle esa satisfacción, realizar su profecía?
ADOLFO: No, no quiero pensarlo.
TECLA: ¿En ese caso por qué no estás tranquilo?
ADOLFO: ¿Acaso es posible?... Con tu coquetería, que me turba sin cesar...
¿Siempre necesitas jugar de esta manera?
TECLA: No es un juego; tengo la debilidad de querer agradar a todo el mundo.
ADOLFO: Sí... ¡pero sólo a los hombres!
TECLA: Naturalmente. No sé de ninguna mujer que haya encontrado el medio de
agradar a las otras mujeres.
ADOLFO: Dime... ¿Cuánto hace que no tienes noticias... de él?
TECLA: Seis meses.
ADOLFO: ¿Nunca piensas en él?
TECLA: Nunca. Por lo demás, nuestras relaciones quedaron rotas al morir nuestro
hijo.
ADOLFO: ¿Y nunca lo encontraste por esos mundos?
TECLA: No. Aunque debe estar instalado en algún punto de la costa... Pero ¿por
qué te preocupa eso ahora?
ADOLFO: No sé. Pero como estos días he estado solo, no he podido dejar de pensar
en sus sufrimientos cuando lo abandonaste.
TECLA: ¡Ah! ¿Tienes remordimientos?
ADOLFO: Sí.
TECLA: ¿Te crees un ladrón?
ADOLFO: Casi, casi.
TECLA: ¡Qué gracia me causas! ¡Se roba una mujer como se roban niños... o cosas!
Y me miras como si yo formara parte de esos muebles. ¡Magnífico! Muchas gracias.
ADOLFO: Nada de eso. Te miro como su mujer. Y esto es algo más que una
propiedad. Es algo que no puede devolverse.
TECLA: ¡Vamos! Si llegaras a saber que se ha vuelto a casar, tus remordimientos
desaparecerían. Por otra parte, ¿no lo has reemplazado para mí?
ADOLFO: ¿Lo he reemplazado? ¿Verdaderamente? ¿Llegaste a amar a ese hombre?
TECLA: Lo amé, sí... lo amé libremente.
ADOLFO: ¡Y luego lo abandonaste!...
TECLA: Estaba cansada de él.... obsesionada.
ADOLFO: Y pienso que el día que estés cansada de mí... me abandonarás del
mismo modo.
TECLA: Eso no ocurrirá. ¡No!
ADOLFO: Si aparece otro, provisto de todas las cualidades que quieres encontrar en
un hombre -y el caso puede presentarse- ¡me abandonas!
TECLA: No.
ADOLFO: Supón que te seduce hasta el punto de no poder sustraerte a él;
renunciarás a mí.
TECLA: No, no lo haría.
ADOLFO: ¡Pero no podrías amar a dos hombres a la vez!
TECLA: ¿Por qué?
ADOLFO: No entiendo.
TECLA: Una cosa no es imposible porque no la entiendas. Todos los hombres no
están hechos del mismo modo.
ADOLFO: Comienzo a comprender.
TECLA: ¿Sí?
ADOLFO: Sí. (Pausa, durante la cual Adolfo parece buscar con alguna dificultad algo
que no quiere recordar) ¡Tecla! ¿Sabes que tu franqueza comienza a inquietarme?
TECLA: ¿Mi franqueza? ¿No era en otro tiempo la virtud suprema, que tú
ensalzabas tanto y que me enseñaste a practicar?
ADOLFO: Sí, pero creo que ahora te ayuda a disimular algo.
TECLA: Esa es la nueva táctica, querido.
ADOLFO: No sé en qué consiste, pero el caso es que siento un malestar que se me
hace intolerable. ¿Quieres que salgamos de viaje esta misma tarde?
TECLA: ¿Qué nuevo capricho es ése? Acabo de llegar, y no tengo ningún deseo de
ponerme otra vez en camino.
ADOLFO: ¿Y si yo lo quisiera?
TECLA: Haz lo que se te antoje. Vete solo.
ADOLFO: No. Te ordeno que me acompañes, que partas conmigo en el primer
barco.
TECLA: ¿Te ordeno?
ADOLFO: ¿Olvidas que eres mi mujer?
TECLA: ¿Olvidas que eres mi marido?
ADOLFO: ¡Hay una enorme diferencia!
TECLA: ¿Cuál?
ADOLFO: La misma que entre mandar y obedecer.
TECLA: ¡Ah! ¡Ah! Es preciso que no hayas amado nunca para hablar de ese modo.
ADOLFO: ¿De veras?
TECLA: Sí. Porque “amar” significa “dar”.
ADOLFO: En efecto. Amar, para el hombre, quiere decir dar; pero para la mujer
significa “tomar” ¡Yo di, di, di!
TECLA: ¡Oh! ¿Qué me has dado?
ADOLFO: ¡Todo!
TECLA: Es mucho, en verdad. Pero, supongamos que así sea y que yo lo haya
recibido “todo”. ¿Pretendes ahora traerme la cuenta de tus regalos? ¿Y el hecho de
haber recibido no quiere decir que te amaba? ¡Una mujer sólo acepta regalos de su
amante!
ADOLFO: ¿De su amante? Has dicho la palabra justa. Tú me considerabas un
amante, no un esposo.
TECLA: Lo que era mil veces más agradable para ti que ser un “chaperón”. Pero si
no estás contento con tu suerte, amigo mío, puedes dejar de ser lo que fueras.
¡Véte! No quiero tener marido.
ADOLFO: Ya lo he notado. Y en estos últimos tiempos, cuando observaba que
procurabas alejarte de mí con ardides de ladrona para ir a brillar en círculos
particulares, adornada con mis plumas, me atreví a decir una palabra relativa a tu
deuda, a tu deuda apremiante. ¡Heme ya en la piel del acreedor indiscreto, a quien
se envía al diablo, y hete ya embrollando las cuentas! Para no aumentar mi crédito,
renuncias a tomar nada más de mi caja; sales afuera a buscar lo que necesitas. Me
convierto en el Marido a pesar suyo y me agobias con tu odio. ¡Cuidado! Ahora seré
tu marido, lo quieras o no, puesto que está dicho que no puedo ser tu amante.
TECLA: (Riendo a medias.) Pero no dices más que absurdos, pequeño.
ADOLFO: Ve con cuidado. Es peligroso tratar a todo el mundo de idiota y creerse la
única persona inteligente.
TECLA: Sin embargo, es lo que poco más o menos hace todo el mundo.
ADOLFO: Por otra parte, me asalta la idea de que quizá tu primer marido no fuera
tan “idiota” como te complaces en decirlo.
TECLA: ¡Dios me perdone! Hasta podría creerse que sientes afecto por él.
ADOLFO: ¿Por qué no?
TECLA: ¡Muy bien! ¿Te gustaría conocer a ese hombre y verter en su corazón de
confidente el sobrante de tu corazón? ¡Qué cuadro delicioso! Pues sabe que yo
también siento que me atrae de nuevo, porque estoy cansada de ser una buena
muchacha. Aquél era un hombre, un hombre verdadero, cuya mayor culpa, quizá,
fue haber sido el mío.
ADOLFO: ¡Bueno! ¡Bueno! Es inútil hablar de ese modo. Podrían escucharnos.
TECLA: ¡Vaya desgracia que sería!
ADOLFO: (Dirigiendo una ojeada a la puerta de la derecha.) ¿De manera que ahora
enloqueces igualmente por los hombres maduros y por los jóvenes?
TECLA: ¡Ya lo ves! ¡Mi entusiasmo no tiene límites! Y mi corazón se apasiona por
todo lo que respira, grande o pequeño, feo o hermoso, nuevo o viejo. ¡Adoro al
mundo entero!
ADOLFO:, ¿Sabes lo que presagia?
TECLA: No, no sé nada; sólo siento. Amo.
ADOLFO: Presagia el fin de tus bellos días.
TECLA: ¿Vuelves a la carga? ¡Cuidado!
ADOLFO: Yo también te lo digo. ¡Cuidado!
TECLA: ¿De qué?
ADOLFO: De esto. (Le enseña un cuchillo)
TECLA: (Sin dejar de sonreír) ¡Oh! Mi hermanito no jugará con objetos tan
peligrosos.
ADOLFO: Ya no juego. ¡Se acabaron las niñerías!
TECLA: ¿Así que la cosa es seria... bien seria? En ese caso te haré ver algo que te
asuste. Mejor dicho, no... No verás nada con tus ojos, no sabrás nada. El mundo
entero tendrá la certeza de que así es. Tú serás el único que permanezca en la
ignorancia. Pero tendrás sospechas y ya no te será concedida ni una hora de
descanso. Tendrás el presentimiento de que eres ridículo, de que te engañan, pero
nunca tendrás pruebas. Ya te he advertido.
ADOLFO: ¿Me odias?
TECLA: No, no te odio, y creo que aunque quisiera no podría odiarte. Porque no
eres sino una criatura.
ADOLFO: ¡Ahora, quizá! pero acuérdate de los malos días en que la tempestad
rugía espantosamente sobre nuestras cabezas. Entonces permanecías tumbada
como un niño de teta sobre su almohada. Yo te sentaba en mis rodillas, te mecía y
te abrazaba, besándote largamente en los párpados cerrados hasta que el sueño
adormecía tus temores. ¡Yo era la niñera en aquellos tiempos penosos! Y te vigilaba
para que no fueses por las calles sin nada en la cabeza. Hacía los recados. Llevaba
tus botas al zapatero. Iba de compras. Al pasar, echaba una ojeada a la cocina.
Permanecía horas enteras sentado junto a ti, oprimiendo tu mano, porque tenías
miedo de todo y de todos, abandonada por tus antiguos amigos. Es cierto que la
opinión pública nos reprochaba en esa época, y que se murmuraba a costa
nuestra... Yo reanimaba tu valor abatido, argumentando hasta que la lengua se me
pegaba al paladar y mi mente sobrecargada parecía pronta a estallar. Debí tenerme
por más fuerte de lo que era, obligarme a creer en el porvenir más risueño, y así
logré volverte a la vida cuando parecías ya un cadáver... Y tú me encontrabas bello,
sublime, ¿no es verdad?... Yo era el Hombre, no el musculoso que habías
abandonado, el atleta, sino el que tiene la fuerza de alma, el bondadoso
magnetizador que introducía y hacía correr a lo largo de tus músculos el sobrante
de su fluido y cargaba con su electricidad reconfortante tu mente reblandecida. Te
levantaba. Gracias a mí conociste amigos nuevos. Formé en derredor de ti una
especie de pequeña corte y, estimulando las amistades, me las compuse tan bien
que se te admiré. Por último, ¡te llamaba dueña de mi corazón y de mi casa!... Un
día, rosada, de color azul celeste sobre un fondo dorado, apareciste en mis pinturas
embellecida. Y luego tienes en todos los salones un lugar envidiado en el cimacio.
Representaste alternativamente Santa Cecilia, María Estuardo o Carlota Corday,
¡qué sé yo! y agrupé en torno de tu persona los intereses más dispersos. Hice venir
a ti la muchedumbre recalcitrante; la obligué a que te mirase con mis ojos, todos
llenos de ti, y las simpatías perdidas retornaron. Entonces pudiste, y sola, reanudar
tu marcha. Pero yo vacilaba, agotado, porque había perdido mi energía. Había sido
un esfuerzo demasiado grande, demasiado sostenido. Te levanté, ¡pero caí!...
Contraje. una enfermedad, más malaventurada que en cualquiera otra ocasión,
puesto que me aniquilaba en el momento en que la vida comenzaba a sonreírte.
Esto estorbó tu evolución. Llevando mi recuerdo lo más lejos posible, creo verte
inclinada, en tus pensamientos secretos, a alejar de ti al acreedor, a separarte del
testigo de tantas horas penosas. Tu amor reviste este carácter señorial; y a falta
de otra cosa mejor, acepto el papel de “hermanito”. Tu ternura es aún evidente;
quizá vaya en aumento, pero es otra. Se descubre en ella un matiz de piedad:
luego, un poco de desestimación, que declina pronto... y sale tu sol. Sin embargo,
pasa algún tiempo y la fuerza en que tú vivías parece agotada, sin duda, puesto
que tu ambición ya no quiere más de lo que a mí me pertenece. Ambos estamos
entonces bien perdidos. Necesitas alguien de quien prendarte, porque no tienes
bastante fuerza de conciencia para acusarte a ti misma de tu ruina. Buscas un
macho cabrio emisario. Está ahí, muy cerca. “¡Llevadlo al matadero; degolladlo!”,
gritas. Pero al herirme te hieres a ti misma, porque la vida en común ha hecho de
nosotros dos gemelos. O, mejor aún, tú eres un retoño de mi arbolillo. Arrancado
antes de haberte adherido al suelo, mueres...; y la rama madre muere también, a
causa de esa operación violenta y tan precipitada.
TECLA: ¿Así que pretendes haber sido tú quien ha escrito mis libros?
ADOLFO: No; tú haces que yo lo diga para desmentirme después. No me he
expresado tan groseramente, tan a tu manera, y si he hablado durante cinco
minutos, ha sido precisamente por hacer valer todos los matices, todos los
semitonos y todas las transiciones. ¡Pero en tu vihuela no hay más que un tono!
TECLA: Sí, sí... he comprendido... perfectamente! ¡La conclusión de todo eso es que
tú has escrito mis libros!
ADOLFO: ¡Aquí no hay conclusión! Tú no puedes tener la pretensión de resolver un
acorde en un solo tono, de reducir una vida tan dispersa a una fracción única. Yo no
he dicho nada tan rosero. ¡No he dicho que he escrito tus libros!
TECLA: ¿Ni siquiera lo has pensado?
ADOLFO: (Fuera de sí.) ¡No, no lo he pensado!
TECLA: Pero, en total...
ADOLFO: No hay total puesto que no hemos sumado nada. Cuando se dividen
números que no son pares resulta un cociente, una fracción decimal indefinida...
hablando en tu lenguaje. No he hecho una suma.
TECLA: Muy bien; pero creo que yo soy libre de sumar.
ADOLFO: Puedes hacer lo que quieras... Por mi parte no lo he hecho.
TECLA: Pero lo querías hacer.
ADOLFO: (Rendido, cerrando los ojos.) No, no, no... ¡Y no me hables! Tendría
convulsiones. ¡Calla! ¡Véte! Me desgarras la mente con tus pinzas brutales, laceras
con tus uñas el tejido de mis ideas... (Queda sin conocimiento, el mirar extraviado,
moviendo los pulgares.)
TECLA: (Tiernamente.) ¿Qué tienes? ¿Estás enfermo? (Adolfo la rechaza.) ¡Adolfo!
ADOLFO: (Moviendo la cabeza.) Sí.
TECLA: ¿Ves cómo no tenías razón?
ADOLFO: Sí, sí, sí, sí, lo veo.
TECLA: ¿Y no me pides que te perdone?
ADOLFO: Sí, Sí, sí, sí, perdón... ¡Déjame!
TECLA: Bésame la mano.
ADOLFO: Te beso la mano... pero ni una palabra más, ¿eh?
TECLA: Y ahora hay que salir un poco para tomar aire antes de comer.
ADOLFO: Sí, y apenas hayamos comido nos marcharemos de aquí.
TECLA: ¡Oh! no.
ADOLFO: (En pie) ¿Por qué?... Supongo que tendrás algún motivo.
TECLA: Así es. Por otra parte, ya te lo he dicho. He prometido asistir esta noche a
una velada.
ADOLFO: ¿Hablas en serio?
TECLA: Muy en serio. He dado mi palabra.
ADOLFO: ¿Tu palabra?... Habrás prometido ir, pero puedes desistir.
TECLA: Perdona, querido, me tomarías por ti. Mi palabra es sagrada.
ADOLFO: Sin que la palabra deje de ser sagrada, podemos encontrarnos en la
imposibilidad de cumplir todo lo que prometemos en una conversación. ¿Alguien te
ha obligado a dar tu palabra?
TECLA: Sí.
ADOLFO: En ese caso, podrías rogar a esa persona que te devolviese tu libertad,
porque tu esposo está enfermo.
TECLA: No. Para mí se trata de un gran placer... Y después de todo no estás tan
enfermo que no puedas acompañarme.
ADOLFO: ¿Acaso estás más tranquila cuando estoy a tu lado?
TECLA: No te comprendo.
ADOLFO: Es tu respuesta de siempre cuando digo ante ti algo que no te gusta
oírme.
TECLA: ¡Ah! ¡Ah! ¿Y qué es lo que no me gusta oírte?
ADOLFO: ¡Nada! ¡Nada! ¡Por Dios, no empecemos otra vez! Hasta muy pronto...
¡Vuelvo enseguida! Piensa bien lo que hayas de resolver. (Sale por la puerta del
fondo y se dirige hacia la derecha.)
ESCENA TERCERA
TECLA, sola un instante; después GUSTAVO. Este entra tranquilamente, va hacia la
mesa, sin mirar a Tecla, y toma un periódico.
TECLA: (Hace un movimiento; luego, dueña de sí) ¿Tú?... ¿Eres tú?
GUSTAVO: (Con sentimiento.) Yo mismo... ¡Perdón!
TECLA: ¿Por dónde has venido?
GUSTAVO: Por tierra... Pero me voy, ya que mi presencia...
TECLA: Quédate.... ¡te lo ruego! ¡Cuánto tiempo sin verte!
GUSTAVO: ¡Cuánto tiempo, sí!
TECLA: ¡Y cómo has cambiado!
GUSTAVO: Tú, no... siempre encantadora. Más bella aún y más joven que antes...
Pero no quisiera ensombrecer tu dicha en lo más mínimo. Aquí estoy de más, y
puedes creer que si hubiera sabido que habría de encontrarte...
TECLA: No... quédate... te lo ruego... A no ser que te cueste mucho... Un momento,
¿quieres?
GUSTAVO: Por mi parte, no hay inconveniente... pero pensaba... que
permaneciendo aquí... hablándote... podría quizá herir sentimientos.
TECLA: Tú no puedes herirme. Siempre te consideré delicado y fino.
GUSTAVO: Eres muy amable. Pero ¿quién sabe si tu marido tendría para conmigo la
misma indulgencia?
TECLA: ¿El? Acaba de dar pruebas de una gran simpatia hacia ti.
GUSTAVO: ¡Ah! Es verdad que todo se borra en nosotros como los nombres que
grabamos en la corteza de los árboles, y el odio mismo carece de fuerza para
arraigar en nuestros corazones.
TECLA: Nunca sintió odio por ti. ¡Puede decirse que ni siquiera te conoce! Por lo que
a mí respecta, en la tranquilidad de mis pensamientos, alguna vez, tuve un sueño...
Veros a los dos reunidos un instante, hablando como amigos, estrechándoos las
manos en mi presencia sin recordar absolutamente nada.
GUSTAVO: También yo tuve a menudo el deseo secreto de asegurarme por mí
mismo de que la mujer que amé en otro tiempo más que mi vida, era una esposa
feliz. En realidad, nunca oí decir de él sino cosas excelentes, y conozco todas sus
obras. Sin embargo, tenía prisa por encontrarme en frente de ese hombre
propuesto por la casualidad para ser el guardián de mi tesoro; tenía prisa por
estrechar su mano. Así es que quisiera extinguir el odio involuntario que debe arder
en su corazón, y recobrar de tal modo la calma y la tranquilidad de conciencia que
me ayudarán a acabar el triste resto de mis días.
TECLA: Esas palabras me han llegado al alma; me has comprendido. ¡Gracias! (Le
tiende la mano)
GUSTAVO: ¡Infeliz de mí! ¿Qué soy yo? Un hombre ordinario, demasiado
insignificante para pretender que vivas a mi sombra. Mi vida monótona, el trabajo
de esclavo a que me veo condenado, el estrecho vínculo en que me muevo, no
estaban hechos para un alma superior como la tuya. ¡Lo sé!... Pero debes
comprender tú, que sabes penetrar en los misterios de la naturaleza humana, qué
victoria adorada me cuesta confesarme tal cosa.
TECLA: Es noble y grande reconocer de ese modo sus debilidades. Y esto no puede
hacerlo todo el mundo. (Suspira.) Siempre fuiste una naturaleza fiel, honrada y
llena de desinterés. Pero...
GUSTAVO: ¡Oh!, no era esa naturaleza en otro tiempo, no... pero los dolores y las
penas nos purifican, el sufrimiento nos ennoblece... Y he sufrido.
TECLA: ¡Mi pobre Gustavo! ¿Puedes perdonarme? ¿Puedes?...
GUSTAVO: ¿Perdonarte?... ¿Qué?... ¡No soy yo quien ha de pedirte perdón!
TECLA: (Cambiando de tono.) Hasta creo que los dos lloramos... ¡Somos tan viejos!
GUSTAVO: (Cambiamos también de tono, progresivamente.) ¡Viejo! Sí, yo sí... Pero
tú cada vez pareces más joven... (insensiblemente se va acercando y llega a
sentarse en la silla; Tecla toma asiento en el canapé.)
TECLA: ¿De Veras?
GUSTAVO: ¡Y qué bien sabes vestirte!
TECLA: Pues fuiste tú quien me enseñó. ¿No recuerdas cómo descubriste los colores
queme quedaban bien?
GUSTAVO: No.
TECLA: Procura recordar. ¿Qué díces? Aún me acuerdo de los días en que me reñías
porque me había olvidado ponerme mi vestido color malva.
GUSTAVO: (Tiernamente.) En primer lugar yo nunca te he reñido.
TECLA: ¡Es un decir! ¿Y cuando me enseñabas a reflexionar, a pensar?... ¿No te
acuerdas? Sin embargo, la cosa no fue fácil.
GUSTAVO: ¡Yo enseñarte a pensar! ¡A ti, un filósofo tan sutil, al menos en tus
escritos!
TECLA: (Impresionada desagradablemente, precipita el diálogo a fin de cambiar la
conversación.) En fin, querido Gustavo, para mí es una alegría volverte a ver, sobre
todo el tener contigo relaciones tan apacibles.
GUSTAVO: ¡Oh!, yo nunca fui turbulento... lo sabes de sobra, por lo demás... La
vida transcurría tranquilamente para mí.
TECLA: Demasiado.
GUSTAVO: Pero se me había puesto en la cabeza que tú deseabas otra clase de
vida. ¿No me habías dado a entender antes de nuestro matrimonio que...?
TECLA: Antes... sí. ¿Puede saberse...? Yo sólo tenía las ideas que me había
inculcado mi madre.
GUSTAVO: ¡Y ahora debes estar in dulce júbilo! La vida de artista es una vida
brillante, y tu marido no parece un dormido.
TECLA: Tampoco ahí se puede encontrar toda la dicha.
GUSTAVO: (Cambiando bruscamente de tono.) ¡Cómo! ¡Todavía llevas mis
pendientes!
TECLA: (Con embarazo.) Sí... ¿Por qué no? Nunca fuimos enemigos. Por otra parte,
me gusta mucho llevarlos, como un recuerdo, como una señal de nuestra amistad
persistente... ¿No sabes que ya no se hacen alhajas de este género? (Se quita uno
de los pendientes.)
GUSTAVO: Son bonitos y buenos... Pero... ¿y tu marido qué dice?
TECLA: No le he preguntado nada.
GUSTAVO: ¿No?... Pues estás dañando su dicha... Eso puede bastar para
ridiculizarlo.
TECLA: (Vivamente, como para sí.) Como si ya no lo estuviera.
GUSTAVO: (Observando que hace grandes esfuerzos por cerrar el pendiente.)
Deja.... veré si yo... ¿Me permites?
TECLA: Si quieres ser tan bueno...
GUSTAVO: (Pellizcándole el lóbulo de la oreja.) ¡Oh, qué linda orejilla sonrosada!...
¿Que ocurriría si tu marido nos viese?
TECLA: Tendríamos una escena... lágrimas...
GUSTAVO: ¿Es celoso?
TECLA: ¿Que si es celoso? ¡Vaya una pregunta! (Ruido del lado de la puerta de la
derecha,)
GUSTAVO: ¿Quién está ahí?
TECLA: No sé. Pero cuéntame cómo te va, qué es de ti...
GUSTAVO: Y tú, cuéntame qué haces...
TECLA: (Embarazada, desvela maquinalmente la figura de cera que hay sobre la
mesa.)
GUSTAVO: ¿Qué es eso?... ¡Cómo!... ¡Es sorprendente! ¡Eres tú!
TECLA: No lo creo.
GUSTAVO: Caramba, se parece.
TECLA: (Cínica.) ¿De veras?
GUSTAVO: Esto me recuerda la anécdota de los soldados que se bañaban y la
famosa pregunta: “¿Cómo puede saber Vuestra Majestad que son soldados?”
Estaban desnudos.
TECLA: (Echándose a reír.) ¡Qué tonto eres!... ¿Es todo lo que tienes que decirme?
¿No sabes más historias picarescas?
GUSTAVO: No. Pero tú debes conocer otras.
TECLA: Nunca oigo nada que valga la pena.
GUSTAVO: ¿Es reservado?
TECLA: ¿En palabras? Sí.
GUSTAVO: ¿Y en acciones?
TECLA: ¡Está siempre tan mal!...
GUSTAVO: ¡Pobre niña!... ¿Qué necesidad tenía ese hombre de meter el hocico en
cazuela ajena?
TECLA: (Riendo a carcajadas.) ¿Estás loco?... ¡Calla!
GUSTAVO: Dí... ¿No recuerdas que de recién casados ocupábamos este mismo
aposento? ¡Y de qué modo tan distinto estaba amueblado en aquella época! Ahí
estaba el bufete, y allá la cama, la cama amplía... (Imponiéndole silencio
suavemente.) ¡Vamos!...
GUSTAVO: ¡Mírame bien a los ojos!
TECLA: Si te agrada... (Se miran intensamente duran te un instante.)
GUSTAVO: ¿Crees que se puede olvidar lo que hiciera una impresión fuerte en
nuestras almas?
TECLA: ¡No! El poder de los recuerdos es prodigioso. Sobre todo, el de los
recuerdos de juventud.
GUSTAVO: ¿Te acuerdas de nuestro primer encuentro? No eras entonces sino una
gentil insignificancia, una frágil pizarra en la que padres y nodriza habían marcado
sus garabatos en blanco, y tuve que borrarlos con un revés de la mano. Luego,
escribí a mi vez todo un texto nuevo con arreglo a mis pensamientos, hasta que
estuvo completamente cubierta. Mira, por eso me desagradaría tanto yerme en el
lugar de tu marido. Claro que ese es asunto de él. Y he aquí también por qué este
encuentro contigo tiene para mí un encanto especial. En nuestras charlas, nuestras
ideas entrelazan maravillosamente, como dos cuerpos que están abrazados. Y
cuando estoy sentado aquí, cuando te hablo, experimento la sensación de gustar a
tragos cortos vino muy viejo y embotellado en otros tiempos por mí mismo. Es mi
propio vino, sí, ¡envejecido pero bonificado! Así, pues, ahora que voy a casarme de
nuevo, tengo el firme propósito de elegir una muchacha a quien pueda educar con
arreglo a mi sentir. Porque la mujer es el hijo del marido. Y así debe ser. El marido
hijo de su esposa es el mundo al revés.
TECLA: ¿Vuelves a casarte?
GUSTAVO: Sí. Quiero buscar mi dicha otra vez. Pero procuraré acertar mejor en mi
elección, a fin de evitar... el cambio.
TECLA: ¿Es linda?
GUSTAVO: ¡A mis ojos, sí! ¿Pero no soy demasiado viejo? ¡Qué cosa extraña!...
Desde que la casualidad me acercó a ti, me siento desesperar. Jugar una vez más
la partida, ¿no es tentar al diablo?
TECLA: ¿Cómo?
GUSTAVO: ¡Veo que dejé raíces en tu suelo! ¡Las viejas heridas vuelven a abrirse!
Tecla, ¡tú eres una mujer peligrosa!
TECLA: ¡Ah!... ¡Y mi joven marido pretende que soy incapaz de hacer una conquista
a mi edad!
GUSTAVO: Lo que significa claramente que ya no te ama.
TECLA: ¿Qué entiende él por amar?... No puedo explicármelo.
GUSTAVO: Jugasteis demasiado al escondite uno con otro. Os ocultasteis tan bien
que hoy es imposible encontraros. El es emprendedor; tú desempeñas con él la
comedia de la inocencia. Lo has intimidado. Créeme, hay serios inconvenientes para
cambiar.
TECLA: ¿Me estás haciendo reproches?
GUSTAVO: De ninguna manera. Lo que ocurre, ocurre siempre bajo el imperio de
alguna necesidad; de lo contrario, sucedería otra cosa, Y puesto que ha ocurrido,
significa que no podía ser de otro modo.
TECLA: Eres un espíritu claro. No sé de nadie con quien puedo cambiar ideas más
agradablemente. Eres tan amplio en tu moral, tan poco sermoneador, y te
muestras siempre tan dispuesto a exigir tan poco de la naturaleza humana, que
uno se siente verdaderamente más libre en tu compañía. ¿Sabes que tengo celos
de tu futura?
GUSTAVO: ¡Yo también de tu marido!
TECLA: (Levantándose turbada.) Y ahora debemos separarnos... ¡Para siempre!
GUSTAVO: (Con calor) Hemos de separarnos, sí... Pero no sin despedirnos por
última vez,.. (A su oído) ¿No es verdad, Tecla?
TECLA: (Inquieta.) Sí.
GUSTAVO: (Contra ella.) ¡No! ¡No! Hemos de decirnos adiós, Tecla. Es necesario
que ahoguemos todos esos recuerdos resucitados en una embriaguez exquisita y
lenta, tan profunda que no nos acordemos de nada cuando despertemos. Hay
embriagueces infinitas, ya lo sabes. (Le rodea el talle con el brazo.) Te rebaja el
contacto de esa mente enfermiza. Te comunica su tisis. Voy a envolverte en mis
caricias calurosas, a hacer penetrar en ti un prolongado hálito de vida, a realzar tu
talento empequeñecido. Yo haré que florezcan de nuevo tus rosas otoñales. Te voy
a... (Aparecen dos señoras en traje de viaje en el fondo del corredor. Hablan un
minuto, señalan con el dedo a Gustavo y Tecla, sonríen y pasan.)
TECLA: (Defendiéndose de él) ¿Qué era eso?
GUSTAVO: (Indiferente.) Dos extranjeras.
TECLA: Véte.... no estoy tranquila. Tengo miedo.
GUSTAVO:¿De qué?
TECLA: Me robas mi alma.
GUSTAVO: Y te doy la mía en cambio. Por otra parte... tú no tienes alma. Creer lo
contrario es una ilusión de tus sentidos.
TECLA: Puedes alabarte de saber ser descortés del modo más gracioso. Es
imposible enojarse contigo.
GUSTAVO: Porque yo soy “primera hipoteca”... Dí... ¿cuándo?... ¿dónde?...
TECLA: ¡No!... No quiero hacerle ese insulto. Aún me ama, y no quiero obrar mal
por segunda vez.
GUSTAVO: ¡No te ama!... ¿Quieres la prueba?
TECLA: ¿Cómo podrías tenerla?
GUSTAVO: (Recogiendo de debajo de la mesa los pedazos de la fotografía rota por
Adofo.) ¡Aquí está!
TECLA: ¡Ah!... ¡Miserable!
GUSTAVO: Te basta, ¿verdad? Dime, Tecla... ¿cuándo... ¿dónde?...
TECLA: ¡Traidor! ¡Me la pagará!
GUSTAVO: ¿Cuándo?
TECLA: Oye... Esta noche parte en el barco de las ocho...
GUSTAVO: Entonces...
TECLA: ¿A las nueve? (Ruido formidable en el aposento de la derecha.) ¿Pero quién
está ahí? ¿Qué ruido es ése?
GUSTAVO: (Mirando por el ojo de la cerradura.) Voy a ver... Distingo una mesa
derribada, un jarrón hecho añicos... ¡Y nada más! Habrán encerrado algún perro. ¡A
las nueve, entonces!
TECLA: ¡A las nueve! ¡Y que se queje a sí mismo, si quiere! ¡Qué duplicidad! ¡Y
pensar que ha sido él... él, que predica constantemente la rectitud; él, que me
enseñaba a ser siempre franca! Pero, ¿cómo ha podido ocurrir eso? ¡Es curioso!
Llego... El señor me hace la acogida más ruda... Contra su costumbre, no sale a mi
encuentro... Apenas entro, empieza a picarme a propósito de jóvenes encontrados
en el vapor; alusiones que aparenté no comprender... ¡Cosa infernal!... ¿Cómo ha
podido saber?... Espera... Enseguida se pone a filosofar acerca de las mujeres... Le
pasan por la cabeza reminiscencias de tus ideas... la escultura destinada a
reemplazar con el tiempo a la pintura... ¡Qué sé yo!... ¡En una palabra, tus
paradojas de otro tiempo!
GUSTAVO: ¿Hablas en serio?
TECLA: (Repitiendo la entonación.) ¿Hablas en serio? Ahora comprendo... Por fin
veo claramente qué infame eres. Viniste aquí con ese propósito: arrancarle el
corazón del pecho. Tú fuiste quien se sentó en ese canapé, quien le predijo una
enfermedad terrible., quien le persuadió de que en adelante debe vivir sin tener
conmigo el más mínimo contacto, quien le aconsejó se mostrase viril y autoritario al
regreso de su mujer. ¿Cuánto hace que estás aquí?
GUSTAVO: Ocho días.
TECLA: Entonces tú eres la persona a quien vi en el vapor al marcharme.
GUSTAVO: Así es.
TECLA: ¿Y creíste que podrías burlarte de mí con tanta facilidad?
GUSTAVO: Ya está hecho.
TECLA: Todavía no.
GUSTAVO: Sí.
TECLA: Te acercabas a mi cordero solapadamente como un lobo raptor. Llegaste
con un plan odioso para romper mi dicha, pero no contabas con que mis ojos se
abrirían y que yo descubriría tu obra.
GUSTAVO: ¡Es injusto lo que acabas de decir!... En realidad la cosa fue así. Mi
principal deseo era, efectivamente, que vuestra vida no fuera feliz. Y estaba casi
seguro de que no necesitaba intervenir para ello. Por otra parte, mis asuntos
privados no me dejaban tiempo para intrigar. Pero, de pronto, en una de mis
correrías sin objeto, me encuentro en aquel vapor en que tú te lucías en un grupo
de jovenzuelos. Confieso que me pareció buen momento; y sentí curiosidad por
examinaros más de cerca. Desembarco, y tu cordero, por sí solo, viene a
precipitarse en la boca del lobo. Despierto la simpatía de ese joven epiléptico,
merced a un efecto reflector que es inútil explicarte, y nos hacemos amigos. Al
principio me causa cierta compasión, porque sufría los mismos aburrimientos que
yo en otra época. Pero tiene la desgracia de rozar mi vieja herida, ya sabes cuál, la
que tú has descrito en tu novela... la historia del marido imbécil, y entonces me dan
ganas de desmontar a tu buen hombre como a un juguete, y de diseminar los
pedazos para que sea imposible reconstituirlo. ¡Ah!, la cosa no fue difícil... gracias,
por otra parte, a tus trabajos preparatorios, por los que te felicito. Además, en él
no se veía sino a ti. Tú eras el resorte de su mecanismo, y hube de esperar para
ver desunirse los pedazos. Sólo entonces oí el crujido significativo. Cuando me
acerqué a él, no sabía qué iba a decirle. Me encontraba en la situación del jugador
de ajedrez que ha meditado muchas combinaciones y tiene que esperar a que el
adversario haya dado su golpe para decidir cuál de sus proyectos puede servirle. Lo
uno hizo salir lo otro, la casualidad se mezcló en todo, y pronto lo tuve a mi
disposición; y tú misma, ¿no estás bien presa? Dí.
TECLA: No.
GUSTAVO: ¡Vamos, mujer! Acaba de ocurrir lo que tú más temías. El Mundo,
representado por esas dos señoras que yo no he ido a buscar (insistiendo), que yo
no llamé porque no soy un intrigante de teatro, el Mundo fue testigo de la
reconciliación con el marido que repudiaste. Te vio implorando en sus brazos un
perdón humillante. ¿No basta?
TECLA: Sí, para tu venganza. Pero explícame, hombre ilustrado que te crees justo,
cómo es que tú, convencido de que todo lo que ocurre tiene lugar bajo el imperio
de una necesidad ineludible, convencido de que nuestras acciones no son libres...
GUSTAVO: No son libres... en cierto sentido.
TECLA: Lo mismo da.
GUSTAVO: No.
TECLA: ¿Cómo es que tú, que me juzgaste irresponsable cuando mi naturaleza y las
circunstancias me impulsaron a obrar como lo hice, puedes pretender que tienes
derecho a vengarte?
GUSTAVO: ¡A causa de los mismos principios y por las mismas razones! Porque mi
naturaleza y las circunstancias me impulsan a vengarme. ¿No es igual la partida?
Pero, ¿sabes por qué sois vencidos ambos en esta lucha? (Gesto desdeñoso e
incrédulo de Tecla.) ¿Por qué os dejasteis prender? Pues porque yo fui el más
fuerte y malicioso. ¡El idiota era él, lo eras tú! No se es necesariamente un “idiota”,
querida mía, porque no se escriben novelas ni se pintan cuadros. No lo olvides.
TECLA: No tienes un solo sentimiento en el corazón.
GUSTAVO: Tú lo has dicho. ¡Ni uno! Y por eso sé reflexionar, como lo puedes
comprobar, y obrar también, según te lo he demostrado varias veces.
TECLA: ¿Y has hecho todo eso sólo porque yo herí profundamente tu amor propio?
GUSTAVO: ¡No, no ha sido sólo por eso! Pero no debe rozarse el amor propio del
prójimo. ¡Es el punto más sensible de los hombres!
TECLA: ¡Mente vengativa!
GUSTAVO: ¡Mente ligera!
TECLA: ¡Peor, yo soy así!
GUSTAVO: ¡Yo soy así, peor! Hay que examinar el natural de los otros antes de
dejar obrar al propio. ¡De lo contrario, cuidado con las lágrimas y los
rechinamientos de dientes el día en que ambos choquen!
TECLA: ¡No serías tú quien perdonara!
GUSTAVO: ¡Y sin embargo os he perdonado a los dos!
TECLA: ¿Tú?
GUSTAVO: ¡Claro! Durante los años transcurridos, ¿levanté un dedo para tocaros?
¡No! Con sólo venir aquí y miraros de cierto modo me ha bastado para separaros.
¿Os he hecho escenas, colmado de reproches, de moral, de maldiciones? No. He
bromeado, ¡oh, muy poco!, con tu marido. Y me bastó para aniquilarlo. ¡Y ahora
que lo compadezco, me acusan!... Tecla, en conciencia, ¿tienes algo que
reprocharte?
TECLA: ¡Absolutamente nada! Los cristianos pretenden que la Providencia regula
nuestras acciones. Otros llaman a eso el Destino. Así, pues, ¿no somos inocentes?
GUSTAVO: ¡En cierta medida, quizá! Pero basta una nada para afirmar una deuda
contraída, y tarde o temprano los acreedores se presentan. Somos inocentes, ¡pero
responsables! Inocentes ante Dios, en quien no creemos ninguno de los dos, pero
responsables ante nosotros mismos y ante el prójimo.
TECLA: ¿Entonces te presentas como acreedor?
GUSTAVO: He venido a recobrar lo que robaste, no lo que recibieras. Me robaste mi
dicha, y, como no puedo recuperarla, vengo y te arrebato la tuya. ¡Es justo!
TECLA: ¡El honor! ¡Tómalo, pues! ¿Ahora estás satisfecho?
GUSTAVO: Sí, estoy satisfecho. (Llama.)
TECLA: Y ahora te marchas. ¿Vas a reunirte con tu prometida?
GUSTAVO: ¡No hay tal prometida! ¡No la habrá nunca! Parto sin objeto, no importa
para dónde, puesto que ya no tengo hogar, puesto que carezco de Yo (Entra un
mozo.) Hágame el favor de traerme la cuenta. Me embarcaré en el vapor de las
ocho. (El mozo sale.)
TECLA: (Lentamente.) ¿Partes... sin reconciliarnos?
GUSTAVO: ¿Reconciliarnos? ¿Cómo? ¿Así olvidas el sentido de las palabras que
pronuncias? ¿Reconciliarnos? ¡Matrimonio de tres! ¡Gracias, hermosa! Si querías un
acercamiento, debiste pensar en los medios cuando era hora; hoy es demasiado
tarde, puesto que a ti te tocaba reparar y creaste lo irreparable entre nosotros. Sin
embargo, creo que quedarás satisfecha si te digo: “Te pido perdón por el daño que
me hiciste con tus uñas; te pido perdón por haberme deshonrado; perdón por
haberme convertido, por espacio de siete años, todos los días y a todas horas, en el
objeto de la risa de mis discípulos; te pido perdón por haberte libertado de la tutela
de tus padres, por haberte libertado del miedo de los aparecidos y las sombras, de
la ignorancia y de las supersticiones; te pido perdón por haberte encargado de la
custodia de mi hogar y de mis bienes; por haberte dado amigos y una situación
mundana; por haberte tomado cuando niña para hacer de ti una mujer”. Y ahora,
he terminado contigo. Ve a arreglar tus cuentas con el otro.
TECLA: ¿Dónde está? ¿Qué has hecho de él? Me oprime la angustia, una angustia
horrible...
GUSTAVO: ¿Por él? ¿Todavía lo amas?
TECLA: Lo amo.
GUSTAVO: ¡Y me amabas en otra época! ¿Eras sincera, al menos?
TECLA: Sincerísima.
GUSTAVO: ¿Sabes qué eres?
TECLA: ¿Me desprecias?
GUSTAVO: Te compadezco. ¡Eres un ser digno de compasión! ¡Es una cualidad, no
digo “defecto”, pero una cualidad desventajosa! ¡Pobre Tecla! No lo sé con
seguridad, pero creo que tendré que arrepentirme, aunque, como tú, crea no
merecer el menor reproche. Después de todo, quizá sea un bien para ti el que te
quede por pasar lo que aún pasarás, como lo pasaré yo también. ¿Sabes dónde
puede ocultarse tu esposo?
TECLA: ¡Ah!, creo que lo sé... efectivamente! ¡Está ahí... en ese cuarto...
encerrado!... ¡Lo ha oído, lo ha visto todo!
GUSTAVO: ¡Y el que ha visto su sombra va a morir!

ESCENA IV
Dichos, ADOLFO. Este entra por la puerta del foro, pálido como un muerto, con una
mancha de sargre en la mejilla izquierda; la mirada fija, sin expresión, y una
espuma blanca en torno de la boca.
GUSTAVO: (Retrocediendo) ¡Aquí está! ¡Cuenta con él ahora, y ve si se mostrará
contigo tan clemente como yo! ¡Adiós, Tecla! (Se dirige hacia la izquierda, y se
detiene a algunos pasos de la salida.)
TECLA: (Acercándose a Adolfo con los brazos abiertos.) ¡Adolfo! (Este
cae contra el marco de la puerta del foro.)
TECLA: (Arrojándose sobre su cuerpo y cubriéndolo de besos.) ¡Adolfo! ¡Querido
esposo mío! ¡Háblame! ¡Háblame! ¡Di algo! ¡Perdona a tu mala Tecla! ¡Perdóname!
¡Perdóname! “¡Hermanito!” ¿Me oyes? ¡Contesta! ¡Dios Santo! ¡No me oye! ¡Está
muerto! ¡Dios de misericordia! ¡Oh, Dios mío! ¡Piedad! ¡Piedad para nosotros!
GUSTAVO: ¡Lo ama realmente! ¡Lo ama desde el fondo de su corazón!
FIN

1/1/15

EL MÁGICO PRODIGIOSO. Pedro Calderón de la Barca.



EL MÁGICO PRODIGIOSO
Pedro Calderón de la Barca





Personas que hablan en ella:
CIPRIANO
DEMONIO
FLORO
LELIO
MOSCÓN, criado
CLARÍN, criado
El GOBERNADOR de Antioquía
LISANDRO, viejo
JUSTINA
LIVIA, criada
FABIO







PRIMER ACTO


Salen CIPRIANO, vestido de estudiante, y
CLARÍN y MOSCÓN, de gorrones, con unos
libros


CIPRIANO:         En la amena soledad
               de aquesta apacible estancia,
               bellísimo laberinto
               de flores, rosas y plantas,
               podéis dejarme, dejando
               conmigo--que ellos me bastan
               por compañía--los libros
               que os mandé sacar de casa;
               que yo, en tanto que Antioquía
               celebra con fiestas tantas
               la fábrica de ese templo
               que hoy a Júpiter consagra,
               y su traslación, llevando
               públicamente su estatua
               adonde con más decoro
               y honor esté colocada,
               huyendo del gran bullicio
               que hay en sus calles y plazas,
               pasar estudiando quiero
               la edad que al día le falta.
               Idos los dos a Antioquía,
               gozad de sus fiestas varias,
               y volved por mí a este sitio
               cuando el sol cayendo vaya
               a sepultarse en las ondas,
               que entre oscuras nubes pardas
               al gran cadáver de oro
               son monumentos de plata.
               Aquí me hallaréis.
MOSCÓN:                          No, puedo,
               aunque tengo mucha gana
               de ver las fiestas, dejar
               de decir, antes que vaya
               a verlas, señor, siquiera
               cuatro o cinco mil palabras.
               ¿Es posible que en un día
               de tanto gusto, de tanta
               festividad y contento,
               con cuatro libros te salgas
               al campo solo, volviendo
               a su aplauso las espaldas?
CLARÍN:        Hace mi señor muy bien;
               que no hay cosa más cansada
               que un día de procesión
               entre cofadres y danzas.
MOSCÓN:        En fin, Clarín, y en principio,
               viviendo con arte y maña,
               eres un temporalazo
               lisonjero, pues alabas
               lo que hace, y nunca dices
               lo que sientes.
CLARÍN:                       Tú te engañas,
               que es el mentís más cortés
               que se dice cara a cara;
               que yo digo lo que siento.
CIPRIANO:      Ya basta, Moscón; ya basta,
               Clarín. Que siempre los dos
               habéis con vuestra ignorancia
               de estar porfiando, y tomando
               uno de otro la contraria.
               Idos de aquí, y, como digo,
               volved aquí cuando caiga
               la noche, envolviendo en sombras
               esta fábrica gallarda
               del universo.
MOSCÓN:                       ¿Qué va,
               que, aunque defendido hayas
               que es bueno no ver las fiestas,
               que vas a verlas?
CLARÍN:                          Es clara
               consecuencia.  Nadie hace
               lo que aconseja que hagan
               los otros.
MOSCÓN:                  (Por ver a Livia,        Aparte
               vestirme quisiera de alas.)

Vase  MOSCÓN


CLARÍN:        (Aunque, si digo verdad,           Aparte
               Livia es la que me arrebata
               los sentidos. Pues ya tienes
               más de la mitad andada
               del camino, llega, Livia,
               al "na," y sé, Livia, liviana.)

Vase CLARÍN


CIPRIANO:      Ya estoy solo, ya podré,
               si tanto mi ingenio alcanza,
               estudiar esta cuestión
               que me trae suspensa el alma
               desde que en Plinio leí
               con misteriosas palabras
               la difinición de Dios.
               Porque mi ingenio no halla
               este Dios en quien convengan
               misterios ni señas tantas,
               esta verdad escondida
               he de apurar.

Pónese a leer.  Sale el DEMONIO, de
galán, y lee CIPRIANO


DEMONIO:                   (Aunque hagas          Aparte
               más discursos, Ciprïano,
               no has de llegar a alcanzarla,
               que yo te la esconderé.)
CIPRIANO:      Ruido siento en estas ramas.
               ¿Quién va? ¿Quién es?
DEMONIO:                            Caballero,
               un forastero es, que anda
               en este monte perdido
               desde toda esta mañana,
               tanto que, rendido ya
               el caballo, en la esmeralda
               que es tapete de estos montes
               a un tiempo pace y descansa.
               A Antioquía es el camino
               a negocios de importancia;
               y apartándome de toda
               la gente que me acompaña,
               divertido en mis cuidados,
               caudal que a ninguno falta,
               perdí el camino y perdí
               crïados y camaradas.
CIPRIANO:      Mucho me espanto de que
               tan a vista de las altas
               torres de Antioquía, así
               perdido andéis. No hay, de cuantas
               veredas a aqueste monte
               o le línean o le pautan,
               una que a dar en sus muros,
               como en su centro, no vaya.
               por cualquiera que toméis
               vais bien.
DEMONIO:                 Ésa es la ignorancia:
               a la vista de las ciencias,
               no saber aprovecharlas.
               Y supuesto que no es bien
               que entre yo en ciudad extraña,
               donde no soy conocido,
               solo y preguntando, hasta
               que la noche venza al día,
               aquí estaré lo que falta;
               que en el traje y en los libros
               que os divierten y acompañan
               juzgo que debéis de ser
               grande estudiante, y el alma
               esta inclinación me lleva
               de los que en estudios tratan.

Siéntase


CIPRIANO:      ¿Habéis estudiado?
DEMONIO:                            No;
               pero sé lo que me basta
               para no ser ignorante.
CIPRIANO:      Pues ¿qué ciencia sabéis?
DEMONIO:                                Hartas.
CIPRIANO:      Aun estudiándose una
               mucho tiempo no se alcanza,
               ¿y vos--¡grande vanidad!--
               sin estudiar sabéis tantas?
DEMONIO:       Sí, que de una patria
               soy donde las ciencias más altas
               sin estudiarse se saben.
CIPRIANO:      ¡Oh, quién fuera de esa patria!
               Que acá mientras más se estudia,
               más se ignora.
DEMONIO:                      Verdad tanta
               es ésta que sin estudios
               tuve tan grande arrogancia
               que a la cátedra de prima
               me opuse, y pensé llevarla,
               porque tuve muchos votos;
               y, aunque la perdí, me basta
               haberlo intentado; que hay
               pérdidas con alabanza.
               Si no lo queréis creer,
               decid qué estudiáis, y vaya
               de argumento; que aunque no
               sé la opinión que os agrada,
               y ella sea la segura,
               yo tomaré la contraria.
CIPRIANO:      Mucho me huelgo de que
               a eso vuestro ingenio salga.
               Un lugar de Plinio es
               el que me trae con mil ansias
               de entenderle, por saber quién
               es el dios de quien habla.
DEMONIO:       Ése es un lugar que dice
               --bien me acuerdo--estas palabras,
               "Díos es una bondad suma,
               una esencia, una sustancia;
               todo vista y todo manos."
CIPRIANO:      Es verdad.
DEMONIO:                 ¿Qué repugnancia
               halláis en esto?
CIPRIANO:                     No hallar
               el dios de quien Plinio trata;
               que si ha de ser bondad suma,
               aun a Júpiter le falta
               suma bondad, pues le vemos
               que es pecaminoso en tantas
               ocasiones: Dánae hable
               rendida, Europa robada.
               Pues ¿cómo en suma bondad,
               cuyas acciones sagradas
               habían de ser divinas,
               caben pasiones humanas?
DEMONIO:       Ésas son falsas historias
               en que las letras profanas
               con los nombres de los dioses
               entendieron disfrazada
               la moral filosofía.
CIPRIANO:      Esa respuesta no basta,
               pues el decoro de Dios
               debiera ser tal, que osadas
               no llegaran a su nombre
               las culpas, aun siendo falsas;
               y apurando más el caso,
               si suma bondad se llaman
               los dioses, siempre es forzoso
               que a querer lo mejor vayan;
               pues ¿cómo unos quieren uno,
               y otros otro? Esto se halla
               en las dudosas respuestas
               que suelen dar sus estatuas.
               Porque no digáis después
               que alegué letras profanas...
               A dos ejércitos, dos
               ídolos una batalla
               aseguraron, y el uno
               la perdió: ¿no es cosa clara
               la consecuencia de que
               dos voluntades contrarias
               no pueden a un mismo fin ir?
               Luego, yendo encontradas,
               es fuerza, si la una es buena,
               que la otra ha de ser mala.
               Mala voluntad en Dios
               implica el imaginarla;
               luego no hay suma bondad
               en ellos, si unión les falta.
DEMONIO:       Niego la mayor porqué
               aquesas respuestas, dadas
               así, convienen a fines
               que nuestro ingenio no alcanza,
               que es la providencia;
               y más debió importar la batalla
               al que la perdió el perderla,
               que al que la ganó el ganarla.
CIPRIANO:      Concedo; pero debiera
               aquel dios, pues que no engañan
               los dioses, no asegurar
               la victoria; que bastaba
               la pérdida permitirla
               allí, sin asegurarla.
               Luego, si Dios todo es vista,
               cualquiera dios viera clara
               y distintamente el fin;
               y al verle, no asegurara
               el que no había de ser;
               luego, aunque sea deidad tanta,
               distinta en personas, debe
               en la menor circunstancia
               ser una sola en esencia.
DEMONIO:       Importó para esa causa
               mover así los afectos
               con su voz.
CIPRIANO:                 Cuando importara
               el moverlos, genios hay,
               que buenos y malos llaman
               todos los doctos, que son
               unos espíritus que andan
               entre nosotros, dictando
               las obras buenas y malas,
               argumento que asegura
               la inmortalidad del alma;
               y bien pudiera ese dios,
               con ellos, sin que llegara
               a mostrar que mentir sabe,
               mover afectos.
DEMONIO:                       Repara
               en que esas contrariedades
               no implican al ser las sacras
               deidades una, supuesto
               que en las cosas de importancia
               nunca disonaron. Bien
               en la fábrica gallarda
               del hombre se ve, pues fue
               sólo un concepto al obrarla.
CIPRIANO:      Luego, si ése fue uno solo,
               ése tiene más ventaja
               a los otros; y si son
               iguales, puesto que hallas
               que se pueden oponer
               --ésta no puedes negarla--
               en algo, al hacer el hombre,
               cuando el uno lo intentara,
               pudiera decir el otro,
               "No quiero yo que se haga."
               Luego, si Dios todo es manos,
               cuando el uno le crïara,
               el otro le deshiciera,
               pues eran manos entrambas
               iguales en el poder,
               desiguales en la instancia.
               ¿Quién venciera de estos dos?
DEMONIO:       Sobre imposibles y falsas
               proposiciones no hay
               argumento. Di, ¿qué sacas
               de eso?
CIPRIANO:                Pensar que hay un Dios,
               suma bondad, suma gracia,
               todo vista, todo manos,
               infalible, que no engaña,
               superior, que no compite,
               Dios a quien ninguno iguala,
               un principio sin principio,
               una esencia, una sustancia,
               un poder y un querer solo;
               y cuando como éste haya
               una, dos o más personas,
               una deidad soberana
               ha de ser sola en esencia,
               causa de todas las causas.
DEMONIO:       ¿Cómo te puedo negar
               una evidencia tan clara?

Levántase


CIPRIANO:      ¿Tanto lo sentís?
DEMONIO:                         ¿Quién deja
               de sentir que otro le haga
               competencia en el ingenio?
               Y aunque responder no falta,
               dejo de hacerlo, porqué
               gente en este monte anda,
               y es hora de que prosiga
               a la ciudad mi jornada.
CIPRIANO:      Id en paz.
DEMONIO:                  Quedad en paz.
               (Pues tanto tu estudio alcanza,    Aparte
               yo haré que el estudio olvides,
               suspendido en una rara
               beldad. Pues tengo licencia
               de perseguir con mi rabia
               a Justina, sacaré
               de un efeto dos venganzas.)

Vase el DEMONIO


CIPRIANO:      No vi hombre tan notable.
               Mas pues mis crïados tardan,
               volver a repasar quiero
               de tanta duda la causa.

Salen LELIO y FLORO

LELIO:         No pasemos adelante;
               que estas peñas, estas ramas
               tan intrincadas que al mismo
               sol le defienden la entrada,
               sólo pueden ser testigos
               de nuestro duelo.
FLORO:                           La espada
               sacad; que aquí son las obras,
               si allá fueron las palabras.
LELIO:         Ya sé que en el campo muda
               la lengua de acero habla
               de esta suerte.

Riñen


CIPRIANO:                     ¿Qué es aquesto?
               Lelio, tente; Floro, aparta;
               que basta que esté yo en medio,
               aunque esté en medio sin armas.
LELIO:         ¿De dónde, di, Cipriano,
               a embarazar mi venganza
               has salido?
FLORO:                     ¿Eres aborto
               de estos troncos y estas ramas?

Salen MOSCÓN y CLARÍN


MOSCÓN:        Corre, que con mi señor
               han sido las cuchilladas.
CLARÍN:        Para acercarme a esas cosas
               no suelo yo correr nada;
               mas para apartarme, sí.
LOS DOS:       Señor...
CIPRIANO:              No habléis más palabra.
               Pues ¿qué es esto? Dos amigos
               que por su sangre y su fama
               hoy son de toda Antioquía
               los ojos y la esperanza,
               uno del gobernador
               hijo, y otro de la clara
               familia de los Colaltos,
               ¿así aventuran y arrastran
               dos vidas que pueden ser
               de tanto honor a su patria?
LELIO:         Cipriano, aunque el respeto
               que debo por muchas causas
               a tu persona, este instante
               tiene suspensa mi espada,
               no la tienes reducida
               a la quietud de la vaina.
               Tú sabes de ciencias más
               que de duelos, y no alcanzas
               que a dos nobles en el campo
               no hay respeto que les haga
               amigos, pues sólo es medio
               morir uno en la demanda.
FLORO:         Lo mismo te digo, y ruego
               que con tu gente te vayas,
               pues que riñendo nos dejas
               sin traición y sin ventaja.
CIPRIANO:      Aunque os parece que ignoro
               por mi profesión las varias
               leyes del duelo que estudia
               el valor y la arrogancia,
               os engañáis; que nací
               con obligaciones tantas
               como los dos, a saber
               qué es honor y qué es infamia;
               y no el darme a los estudios
               mis alientos acobarda;
               que muchas veces se dieron
               las manos letras y armas.
               Si el haber salido al campo
               es del reñir circunstancia,
               con haber reñido ya
               esa calumnia se salva;
               y así, bien podéis decir
               de esta pendencia la causa;
               que yo, si, habiéndola oído,
               reconociere al contarla
               que alguno de los dos tiene
               algo que se satisfaga,
               de dejaros a los dos
               solos, os doy la palabra.
LELIO:         Pues con esa condición
               de que, en sabiendo la causa,
               nos has de dejar reñir,
               yo me prefiero a contarla.
               Yo quiero a una dama bien,
               y Floro quiere a esta dama.
               ¡Mira tú cómo podrás
               convenirnos, pues no hay traza
               con que dos nobles celosos
               den a partido sus ansias!
FLORO:         Yo quiero a esta dama, y quiero
               que no se atreva a mirarla
               ni aun el sol; y pues no hay
               medio aquí, y que la palabra
               nos has dado de dejarnos
               reñir, a un lado te aparta.
CIPRIANO:      Esperad, que hay que saber
               más. ¿Es esta dama dama
               a la esperanza posible,
               o imposible a la esperanza?
LELIO:         Tan principal es, tan noble,
               que si el sol celos causara
               a Floro, aun de él no podrá
               tenerlos con justa causa,
               porque presumo que el sol
               aun no se atreve a mirarla.
CIPRIANO:      ¿Casáraste tú con ella?
FLORO:         Ahí está mi confïanza.
CIPRIANO:      ¿Y tú?
LELIO:               ¡Plugiera a los cielos
               que a tanta dicha llegara!
               Que aunque es en extremo pobre,
               la virtud por dote basta.
CIPRIANO:      Pues si a casaros con ella
               aspiráis los dos, ¿no es vana
               acción, culpable y indigna,
               querer antes disfamarla?
               ¿Qué dirá el mundo, si alguno
               de los dos con ella casa
               después de haber muerto al otro
               por ella? Que aunque no haya
               ocasión para decirlo,
               decirlo sin ella basta.
               No digo yo que os sufráis
               el servirla y festejarla
               a un tiempo, porque no quiero
               que de mí partido salga
               tan cobarde; que el galán
               que de sus celos pasara
               primero la contingencia,
               pasará después la infamia;
               pero digo que sepáis
               de cuál de los dos se agrada,
               y luego...
LELIO:                   Detente, espera;
               que es acción cobarde y baja
               ir a que la dama diga
               a quién escoge la dama.
               Pues ha de escogerme a mí
               o a Floro; si a mí, me agrava
               más el empeño en que estoy,
               pues es otro empeño que haya
               quien quiera a la que me quiere.
               Si a Floro escoge, la saña
               de que a otro quiera quien quiero
               es mayor: luego excusada
               acción es que ella lo diga,
               pues con cualquier circunstancia
               hemos en apelación
               de volver a las espadas:
               el querido por su honor,
               y el otro por su venganza.
FLORO:         Confieso que esa opinión
               recibida es y asentada,
               mas con las damas de amores,
               que elegir y dejar tratan;
               y así hoy pedírsela intento
               a su padre. Y pues me basta,
               habiendo al campo salido,
               haber sacado la espada,
               mayormente cuando hay
               quien el reñir embaraza,
               con satisfacción bastante
               la vuelvo, Lelio, a la vaina.
LELIO:         En parte me ha convencido
               tu razón; y aunque apurarla
               pudiera, más quiero hacerme
               de su parte, o cierta o falsa.
               Hoy la pediré a su padre.
CIPRIANO:      Supuesto que aquesta dama
               en que los dos la sirváis
               ella no aventura nada,
               pues que confesáis los dos
               su virtud y su constancia,
               decidme quién es; que yo,
               pues que tengo mano tanta
               en la ciudad, por los dos
               quiero preferirme a hablarla,
               para que esté prevenida
               cuando a eso su padre vaya.
LELIO:         Dices bien.
CIPRIANO:                ¿Quién es?
FLORO:                             Justina,
               de Lisandro hija.
CIPRIANO:                       Al nombrarla
               he conocido cuán pocas
               fueron vuestras alabanzas;
               que es virtüosa y es noble.
               Luego voy a visitarla.
FLORO:         El cielo en mi favor mueva
               su condición siempre ingrata.

Vase FLORO


LELIO:         Corone amor, al nombrarme,
               de laurel mis esperanzas.

Vase LELIO


CIPRIANO:      ¡Oh, quiera el cielo que estorbe
               escándalos y desgracias!

Vase CIPRIANO


MOSCÓN:        ¿Ha oído vuesa merced
               que nuestro amo va a la casa
               de Justina?
CLARÍN:                     Sí, señor.
               ¿Qué hay, que vaya o que no vaya?
MOSCÓN:        Hay que no tiene que hacer
               allá usarced.
CLARÍN:                       ¿Por qué causa?
MOSCÓN:        Porque yo por Livia muero,
               que es de Justina crïada,
               y no quiero que se atreva
               ni el mismo sol a mirarla.
CLARÍN:        Basta, que no he de reñir
               en ningún tiempo por dama
               que ha de ser esposa mía.
MOSCÓN:        Aquesa opinión me agrada,
               y así es bien que diga ella
               quién la obliga o quién la cansa.
               Vámonos allá los dos,
               y escoja.
CLARÍN:                  De buena gana,
               aunque ha de escogerte temo.
MOSCÓN:        ¿Ya tienes de eso confïanza?
CLARÍN:        Sí, que escogen lo peor
               siempre las Livias ingratas.

Vanse MOSCÓN y CLARÍN.  Salen JUSTINA y
LISANDRO


JUSTINA:          No me puedo consolar
               de haber hoy visto, señor,
               el torpe, el común error
               con que todo ese lugar
               templo consagra y altar
               a una imagen que no pudo
               ser deidad; pues que no dudo
               que al fin, si algún testimonio
               da de serlo, es el demonio,
               que da aliento a un bronce mudo.
LISANDRO:         No fueras, bella Justina,
               quien eres, si no lloraras,
               sintieras y lamentaras
               esa tragedia, esa rüina
               que la religión divina
               de Cristo padece hoy.
JUSTINA:       Es cierto, pues al fin soy
               hija tuya, y no lo fuera
               si llorando no estuviera
               ansias que mirando estoy.
LISANDRO:         ¡Ay, Justina!  No ha nacido
               de ser tú mi hija, no,
               que no soy tan feliz yo.
               Mas--¡ay Dios!--¿cómo he rompido
               secreto tan escondido?
               Afecto del alma fue.
JUSTINA:       ¿Qué dices, señor?
LISANDRO:                         No sé.
               Confuso estoy y turbado.
JUSTINA:       Muchas veces te he escuchado
               lo que ahora te escuché,
                  y nunca quise, señor,
               a costa de un sufrimiento,
               apurar tu sentimiento
               ni examinar mi dolor;
               pero viendo que es error
               que de entenderte no acabe,
               aunque sea culpa grave,
               que partas, señor, te pido
               tu secreto con mi oído,
               ya que en tu pecho no cabe.
LISANDRO:         Justina, de un gran secreto
               el efeto te callé,
               la edad que tienes, porqué
               siempre he temido el efeto;
               mas viéndote ya sujeto
               capaz de ver y advertir,
               y viéndome a mí que, al ir
               con este báculo dando
               en la tierra, voy llamando
               a las puertas del morir,
                  no te tengo de dejar
               con esta ignorancia, no,
               porque no cumpliera yo
               mi obligación con callar:
               y así, atiende a mi pesar
               tu placer.
JUSTINA:                 Conmigo lucha
               un temor.
LISANDRO:                Mi pena es mucha,
               pero esto es ley y razón.
JUSTINA:       Señor, de esta confusión
               me rescata.
LISANDRO:                  Pues escucha.


                  Yo soy, hermosa Justina,
               Lisandro... No de que empiece
               desde mi nombre te admires;
               que aunque ya sabes que es éste,
               por lo que se sigue al nombre
               es justo que te le acuerde,
               pues de mí no sabes más
               que mi nombre solamente.
               Lisandro soy, natural
               de aquella ciudad que en siete
               montes es hidra de piedra,
               pues siete cabezas tiene; de
               aquella que es silla hoy
               del romano imperio--¡oh, llegue
               del cristiano a serlo, pues
               Roma sólo lo merece!--.
               En ella nací de humildes
               padres, si es que nombre adquieres
               de humildes los que dejaron
               tantas virtudes por bienes.
               Cristianos nacieron ambos,
               venturosos descendientes
               de algunos que con su sangre
               rubricaron felizmente
               las fatigas de la vida
               con los triunfos de la muerte.
               En la religión cristiana
               crecí industriado, de suerte
               que en su defensa daré
               la vida una y muchas veces.
               Joven era, cuando a Roma
               llegó encubierto el prudente
               Alejandro, papa nuestro,
               que la apostólica sede
               gobernaba, sin tener
               donde tenerla pudiese;
               que como la tiranía
               de los gentiles crüeles
               su sed apaga con sangre
               de la que a mártires vierte,
               hoy la primitiva iglesia
               ocultos sus hijos tiene;
               no porque el morir rehusan,
               no porque el martirio temen,
               sino porque de una vez
               no acabe el rigor rebelde
               con todos, y, destrüida
               la iglesia, en ella no quede
               quien catequice al gentil,
               quien le predique y le enseñe.
               A Roma, pues, Alejandro llegó;
               y yendo oculto a verle,
               recibí su bendición,
               y de su mano clemente
               todos los órdenes sacros,
               a cuya dignidad tiene
               envidia el ángel, pues sólo
               el hombre serlo merece.
               Mandóme Alejandro, pues,
               que a Antioquía me partiese
               a predicar de secreto
               la ley de Cristo. Obediente,
               peregrinando a merced
               de tantas diversas gentes,
               a Antioquía vine; y cuando
               desde aquesos eminentes
               montes llegué a descubrir
               sus dorados chapiteles,
               el sol me faltó, y, llevando
               tras sí el día, por hacerme
               compañía, me dejó
               a que le sostituyesen
               las estrellas, como en prendas
               de que presto vendría a verme.
               Con el sol perdí el camino,
               y, vagando tristemente
               en lo intrincado del monte,
               me hallé en un oculto albergue,
               donde los trémulos rayos
               de tanta antorcha viviente,
               aun no se dejaban ya
               ver, porque confusamente
               servían de nubes pardas
               las que fueron hojas verdes.
               Aquí, dispuesto a esperar
               que otra vez el sol saliese,
               dando a la imaginación
               la jurisdicción que tiene,
               con las soledades hice
               mil discursos diferentes.
               De esta suerte, pues, estaba,
               cuando de un suspiro leve
               el eco mal informado
               la mitad al dueño vuelve.
               Retruje al oído todos
               mis sentidos juntamente,
               y volví a oir más distinto
               aquel aliento y más débil,
               mudo idioma de los tristes,
               pues con él solo se entienden.
               De mujer era el gemido,
               a cuyo aliento sucede
               la voz de un hombre, que a media
               voz decía de esta suerte,
               "Primer mancha de la sangre
               más noble, a mis manos muere,
               antes que a morir a manos
               de infames verdugos llegues."
               La infeliz mujer decía
               en medias razones breves,
               "Duélete tú de tu sangre,
               ya que de mí no te dueles."
               Llegar pretendí yo entonces
               a estorbar rigor tan fuerte;
               mas no pude, porque al punto
               las voces se desvanecen,
               y vi al hombre en un caballo,
               que entre los troncos se pierde.
               Imán fue de mi piedad
               la voz, que ya balbuciente
               y desmayada decía,
               gimiendo y llorando a veces,
               "Mártir muero, pues que muero
               por cristiana e inocente."
               Y siguiendo de la voz
               el norte, en espacio breve
               llegué donde una mujer,
               que apenas dejaba verse,
               estaba a brazo partido
               luchando ya con la muerte.
               Apenas me sintió cuando
               dijo, esforzándose, "Vuelve,
               sangriento homicida mío,
               ni aun este instante me dejes
               de vida." "No soy," le dije,
               "sino quien acaso viene,
               quizá del cielo guïado,
               a valeros en tan fuerte
               ocasión."  "Ya que imposible
               es," dijo, "el favor que ofrece
               vuestra piedad a mi vida,
               pues que por puntos fallece,
               lógrese en ese infelice
               en quien hoy el cielo quiere,
               naciendo de mi sepulcro,
               que mis desdichas herede."
               Y espirando, vi...

Sale LIVIA


LIVIA:                          Señor,
               el mercader a quien debes
               aquel dinero a buscarte
               ahí con la justicia viene.
               Que no estás en casa dije.
               Por esotra puerta vete.

JUSTINA:       ¡Cuánto siento que a estorbarte
               en aquesta ocasión llegue,
               que estaba a tu relación
               vida, alma y razón pendientes!
               Mas vete ahora, señor.
               la justicia no te encuentre.
LISANDRO:      ¡Ay de mí! ¡Qué de desaires
               la necesidad padece!

Vase LISANDRO


JUSTINA:       Sin duda entran hasta aquí,
               porque siento ahí fuera gente.
LIVIA:         No son ellos; Ciprïano
               es.
JUSTINA:          Pues ¿qué es lo que pretende
               Ciprïano aquí?

Salen CIPRIANO, CLARÍN y
MOSCÓN


CIPRIANO:                     Serviros,
               oh señora, solamente.
               Viendo salir la justicia
               de vuestra casa, se atreve
               a entrar aquí mi amistad,
               por la que a Lisandro debe,
               a sólo saber...(¡Turbado               Aparte
               estoy!)... si acaso... (Qué fuerte     Aparte
               hielo discurre mis venas!)
               en algo serviros puede
               mi deseo. (¡Qué mal dije!         Aparte
               Que no es hielo, fuego es éste.)
JUSTINA:       Guárdeos el cielo mil años;
               que en mayores intereses
               habéis de honrar a mi padre
               con vuestros favores.
CIPRIANO:                             Siempre
               estaré para serviros.
               (¿Qué me turba y enmudece?)       Aparte
JUSTINA:       Él ahora no está en casa.
CIPRIANO:      Luego bien, señora, puede
               mi voz decir la ocasión
               que aquí me trae claramente;
               que no es la que habéis oído
               sola la que a entrar me mueve
               a veros.
JUSTINA:                 Pues ¿qué mandáis?
CIPRIANO:      Que me oigáis. Yo seré breve.


                  Hermosísima Justina,
               en quien hoy ostenta ufana
               la naturaleza humana
               tantas señas de divina:
               vuestra quietud determina
               hallar mi deseo este día;
               pero ved que es tiranía,
               como el efeto lo muestra,
               que os dé yo la quietud vuestra,
               y vos me quitéis la mía.
                  Lelio, de su amor movido...
               (¡No vi amor más disculpado!)          Aparte
               ...Floro, de su amor llevado...
               (¡No vi error más permitido!)          Aparte
               ...el uno y otro han querido
               por vos matarse los dos;
               por vos lo he estorbado--¡ay Dios!--
               pero ved que es error fuerte
               que yo quite a otros la muerte
               para que me la deis vos.
                  Por excusar el que hubiera
               escándalo en el lugar,
               de su parte os vengo a hablar,
               (¡oh nunca a hablaros viniera!)     Aparte
               porque vuestra elección fuera
               árbitro de sus recelos
               y jüez de sus desvelos;
               pero ved que es gran rigor
               que yo componga su amor
               y vos dispongáis mis celos.
                  Hablaros, pues, ofrecí,
               señora, para que vos
               escogierais de los dos
               cuál queréis...(¡infeliz fui!)              Aparte
               que a vuestro padre...(¡ay de mí!)     Aparte
               os pida. Aquesto pretendo;
               pero ved... (¡yo estoy muriendo!)   Aparte
               que es injusto...(¡estoy temblando!)   Aparte
               ...que esté por ellos hablando
               y que esté por mí sintiendo.
JUSTINA:          De tal manera he extrañado
               vuestra vil proposición
               que el discurso y la razón
               en un punto me han faltado.
               Ni a Floro ocasión he dado,
               ni a Lelio, para que así
               vos os atreváis aquí:
               y bien pudiérades vos
               escarmentar en los dos
               del rigor que vive en mí.
CIPRIANO:         Si yo, por haber querido
               vos a alguno, pretendiera
               vuestro favor, mi amor fuera
               necio, infame y mal nacido.
               Antes por haber vos sido
               firme roca a tantos mares,
               os quiero, y en los pesares
               no escarmiento de los dos;
               que yo no quiero que vos
               me queráis por ejemplares.
                  ¿Qué diré a Lelio?
JUSTINA:                             Que crea
               los costosos desengaños
               de un amor de tantos años.
CIPRIANO:      ¿Y a Floro?
JUSTINA:                   Que no me vea.
CIPRIANO:      ¿Y a mí?
JUSTINA:                 Que osado no sea
               vuestro amor.
CIPRIANO:                    ¿Cómo, si es dios?
JUSTINA:       ¿Será más dios para vos
               que para los dos lo ha sido?
CIPRIANO:      Sí.
JUSTINA:          Pues ya yo he respondido
               a Lelio, a Floro y a vos.

Vanse CIPRIANO y JUSTINA, cada uno por su
puerta


CLARÍN:           Señora Livia.
MOSCÓN:                        Señora
               Livia.
CLARÍN:        Aquí estamos los dos.
LIVIA:         Pues ¿qué queréis vos? Y vos
               ¿qué queréis?
CLARÍN:                       Que usted ahora,
               por si por dicha lo ignora,
               sepa que bien la queremos.
               Para matarnos nos vemos;
               pero atentos a no dar
               escándalo en el lugar,
               que uno escoja pretendemos.
LIVIA:            Es tan grande el sentimiento
               de que así me hayáis hablado
               que mi dolor me ha dejado
               sin razón ni entendimiento.
               ¡Qué uno escoja! ¿Hay sufrimiento
               en lance tan importuno?
               ¡Uno yo! ¿Pues oportuno
               no es para tener--¡ay Dios!--
               este ingenio a un tiempo dos?
               ¿Qué queréis que escoja uno?
CLARÍN:           ¿Dos a un tiempo, cómo quieres?
               ¿No te embarazarán dos?
LIVIA:         No, que de dos en dos los
               digerimos las mujeres.
MOSCÓN:        ¿De qué suerte te prefieres
               a eso?
LIVIA:               ¡Qué necia porfía!
               Queriéndós la lealtad mía
MOSCÓN:        ¿Cómo?
LIVIA:                Alternative.
CLARÍN:                                 Pues
               ¿qué es alternative?
LIVIA:                                       Es
               querer a cada uno un día.

Vase LIVIA


MOSCÓN:           Pues yo escojo este primero.
CLARÍN:        Mayor será el de mañana;
               yo le doy de buena gana.
MOSCÓN:        Livia, en fin, por quien yo muero,
               hoy me quiere y hoy la quiero.
               Bien es que tal dicha goce.
CLARÍN:        Oye usted, ya me conoce.
MOSCÓN:        ¿Por qué lo dice? Concluya.
CLARÍN:        Porque sepa que no es suya,
               en dando que den las doce.

Vanse MOSCÓN y CLARÍN.  Salen FLORO: y LELIO, de
noche, cada uno por su puerta


LELIO:            (Apenas la escura noche         Aparte
               extendió su manto negro
               cuando yo a adorar la esfera
               de aquestos umbrales vengo;
               que aunque hoy por Ciprïano
               tengo suspenso el acero,
               no el afecto; que no pueden
               suspenderse los afectos.)
FLORO:         (Aquí me ha de hallar el alba;    Aparte
               que en otra parte violento
               estoy, porque, en fin, en otra
               estoy fuera de mi centro.
               ¡Quiera Amor que llegue el día
               y la respuesta que espero
               con Ciprïano, tocando
               o la ventura o el riesgo!)
LELIO:         (Ruido en aquella ventana          Aparte
               he sentido.)
FLORO:                      (Ruido han hecho      Aparte
               en aquel balcón.)

Sale el DEMONIO al balcón


LELIO:                         (Un bulto          Aparte
               sale de ella, a lo que puedo
               distinguir.)
FLORO:                    (Gente se asoma         Aparte
               a él, que entre sombras veo.)
DEMONIO:       (Para las persecuciones            Aparte
               que hacer en Justina intento
               a disfamar su virtud
               de esta manera me atrevo.)

Baja el DEMONIO por una escala


LELIO:         (Mas ¡ay infeliz! ¡Qué miro!)                   Aparte
FLORO:         (Pero ¡ay infeliz! ¡Qué veo!)                   Aparte
LELIO:         (El negro bulto se arroja          Aparte
               ya desde el balcón al suelo.)
FLORO:         (Un hombre es, que de su casa      Aparte
               sale. No me matéis, celos,
               hasta que sepa quién es.)
LELIO:         (Reconocerle pretendo,             Aparte
               y averiguar de una vez
               quién logra el bien que yo pierdo.)

Llegan el uno al otro con las espadas desnudas, y al
llegar se hunde el DEMONIO, y quedan los dos
afirmados


DEMONIO        (No sólo he de conseguir               Aparte
               hoy de Justina el desprecio,
               sino rencores y muertes.
               Ya llegan: ábrase el centro,
               dejando esta confusión
               a sus ojos.)

Húndese ahora


LELIO:                        Caballero,
               quienquiera que seáis, a mí
               me ha importado conoceros;
               y a todo trance restado
               con esta demanda vengo.
               Decid quién sois.
FLORO:                        Si os obliga
               a tan valiente despecho
               saber en quién ha caido
               vuestro amoroso secreto,
               más que el conocerme a vos
               me importa a mí el conoceros;
               que en vos es curiosidad,
               y en mí es más, porque son celos.
               ¡Vive Dios, que he de saber
               quién es de la casa dueño,
               y quién a estas horas gana,
               por ese balcón saliendo,
               lo que yo pierdo llorando
               a estas rejas!
LELIO:                        ¡Bueno es eso,
               querer deslumbrar ahora
               la luz de mis sentimientos,
               atribuyéndome a mí
               delito que sólo es vuestro!
               Quién sois tengo de saber,
               y dar muerte a quien me ha muerto
               de celos, saliendo ahora
               por ese balcón.
FLORO:                        ¡Qué necio
               recato, encubrirse cuando
               está el amor descubierto!
LELIO:         En vano la lengua apura
               lo que mejor el acero
               hará.
FLORO:               Con él os respondo.
LELIO:         Quién ha sido, saber tengo,
               hoy el admitido amante
               de Justina.
FLORO:                     Ése es mi intento.
               Moriré, o sabré quién sois.

Salen CIPRIANO, MOSCÓN y CLARÍN


CIPRIANO:      Caballeros, deteneos,
               si a aquesto puede obligaros
               haber llegado a este tiempo.
FLORO:         Nada me puede obligar
               a que deje el fin que intento.
CIPRIANO:      ¿Floro?
FLORO:               Sí, que con la espada
               en la mano, nunca niego
               mi nombre.
CIPRIANO:                A tu lado estoy;
               muera quien te ofende.
LELIO:                                  Menos
               que temer me daréis todos
               que él me daba solo.
CIPRIANO:                          ¿Lelio?
LELIO:         Sí.

A FLORO


CIPRIANO:         Ya no estoy a tu lado,
               porque es fuerza estar en medio.
               ¿Qué es esto? ¡En un día dos veces
               he de hallarme a componeros!
LELIO:         Ésta la última será,
               porque ya estamos compuestos;
               que con haber conocido
               quién es de Justina dueño,
               no le queda a mi esperanza
               ni aun el menor pensamiento.
               Si no has hablado a Justina,
               que no la hables te ruego
               de parte de mis agravios
               y mis desdichas, habiendo
               visto que Floro merece
               sus favores en secreto.
               De ese balcón ha bajado
               de gozar el bien que pierdo;
               y no es mi amor tan infame
               que haya de querer, atento
               a celos averiguados,
               con desengaños tan ciertos.


Vase LELIO


FLORO:         Espera.
CIPRIANO:                No has de seguirle...
               (De haberle oído estoy muerto)    Aparte
               que si es él el que ha perdido
               ...lo que has ganado, y dispuesto
               a olvidar está, no es bien
               apurar su sufrimiento.
FLORO:         Tú y él apuráis el mío
               con estas cosas a un tiempo;
               y así a Justina no hables
               por mí; que aunque yo pretendo
               a costa de mis agravios
               vengarme de sus desprecios,
               ya la esperanza de ser
               suyo cesó, porque creo
               que no es noble el que porfía
               sobre averiguados celos.

Vase FLORO


CIPRIANO:      (¿Qué es esto, cielos? ¿Qué escucho?
               ¿El uno del otro a un tiempo
               unos mismos celos tienen,
               y yo de uno y otro los tengo?
               Los dos sin duda padecen
               algún engaño, y yo tengo
               que agradecerle, pues ya
               los dos desisten en esto
               de su pretensión. Desdichas,
               aunque haya sido consuelo
               este discurso, buscado
               de mis ansias, le agradezco.)
               Moscón, prevenme mañana
               galas; Clarín, tráeme luego
               espada y plumas; que amor
               se regala en el objeto
               airoso y lucido; y ya
               ni libros ni estudios quiero,
               porque digan que es amor
               homicida del ingenio.

Vanse todos

























SEGUNDO ACTO


Salen CIPRIANO, MOSCÓN y CLARÍN, vestidos de
galanes


CIPRIANO:         (Altos pensamientos míos,           Aparte
               ¿dónde, dónde me traéis,
               si ya por cierto tenéis
               que son locos desvaríos
                  los que intentáis,
               pues, atreviéndoos al cielo,
               precipitados de un vuelo
               hasta el abismo bajáis?
                  Vi a Justina... ¡A Dios pluguiera  
               que nunca viera a Justina,
               ni en su perfección divina
               la luz de la cuarta esfera!
                  Dos amantes la pretenden,
               uno del otro ofendido;
               y yo, a dos celos rendido,
               aun no sé los que me ofenden:
                  sólo sé que mis recelos
               me despeñan con sus furias
               de un desdén a las injurias,
               de un agravio a los desvelos.
                  Todo lo demás ignoro,
               y en tan abrasado empeño,
               cielos, Justina es mi dueño,
               cielos, a Justina adoro.)
                  Moscón.
MOSCÓN:                  Señor.
CIPRIANO:                       Ve si está
               Lisandro en casa.
MOSCÓN:                           Es razón.
CLARÍN:        No es; yo iré, porque Moscón
               hoy no puede entrar allá.
CIPRIANO:         ¡Oh qué cansada porfía
               siempre la de los dos fue!
               ¿Por qué no puede? ¿Por qué?
CLARÍN:        Porque hoy, señor, no es su día
                  mío sí, y de buena gana
               a dar el recado voy;
               que yo allá puedo entrar hoy,
               y Moscón no, hasta mañana.
CIPRIANO:         ¿Qué nueva locura es ésta,
               añadida al porfïar?
               Ni tú ni él habéis de entrar
               ya, pues su luz manifiesta
                  Justina.
CLARÍN:                     De fuera viene.
               hacia su casa.

Salen LIVIA y JUSTINA, con mantos, por una
puerta


JUSTINA:                      ¡Ay de mí!
               Livia, Cipriano está aquí.
CIPRIANO:      (Disimular me conviene             Aparte
                  de mis celos los desvelos,
               hasta apurarlos mejor.
               Sólo la hablaré en mi amor,
               si lo permiten mis celos.)
                  No en vano, señora, ha sido
               haber el traje mudado,
               para que, como crïado,
               pueda, a vuestros pies rendido,
                  serviros. A mereceros
               esto lleguen mis suspiros.
               dad licencia de serviros,
               pues no la dais de quereros.
JUSTINA:          Poco, señor, han podido
               mis desengaños con vos,
               pues no han podido...
CIPRIANO:                         ¡Ay Dios!
JUSTINA:       ... mereceros un olvido.
                  ¿De qué manera queréis
               que os diga cuánto es en vano
               la asistencia, Ciprïano,
               que a mis umbrales tenéis?
                  Si días, si meses, si años,
               si siglos a ellos estáis,
               no esperéis que a ellos oigáis
               sino sólo desengaños,
                  porque es mi rigor de suerte,
               de suerte mis males fieros,
               que es imposible quereros,
               Ciprïano, hasta la muerte.

Vase JUSTINA


CIPRIANO:         La esperanza que me dais
               ya dichoso puede hacerme.
               si en muerte habéis de quererme,
               muy corto plazo tomáis.
                  Yo le acepto, y si a advertir
               llegáis cuán presto ha de ser,
               empezad vos a querer,
               que yo ya empiezo a morir.
CLARÍN:           En tanto que mi señor,
               Livia, triste y discursivo,
               está de esqueleto vivo
               desengañando a su amor,
                  dame los brazos.
LIVIA:                            Paciencia
               ten, mientras que considero
               si es tu día; que no quiero
               encargar yo mi conciencia.
                  Martes sí, miércoles no
CLARÍN:        ¿Qué cuentas, pues ha callado
               Moscón?
LIVIA:                Puede haberse errado,
               y no quiero errarme yo;
                  porque no quiero, si arguyo
               que justicia he de guardar,
               condenarme por no dar
               a cada uno lo que es suyo.
                  Pero bien dices, tu día
               es hoy.
CLARÍN:                Pues dame los brazos.
LIVIA:         Con mil amorosos lazos.
MOSCÓN:        ¿Oye usarcé, reina mía?
                  Bien ve usarcé, con la gana
               que hoy aquesos lazos hace.
               Dígolo porque me abrace
               con la misma a mí mañana.
LIVIA:            Excusada es la sospecha
               de que a usted no satisfaga,
               ni quiera Júpiter que haga
               yo una cosa tan mal hecha
                  como usar de demasía
               con nadie. Yo abrazaré
               con mucha equidad a usté
               cuando le toque su día.

Vase LIVIA


CLARÍN:           Por lo menos, no he de vello
               yo.
MOSCÓN:           Pues eso ¿qué ha importado?
               ¿Puede a mí haberme agraviado
               jamás, si reparo en ello,
                  una moza que no es mía?
CLARÍN:        No.
MOSCÓN:             Luego yo bien porfío
               que no ha sido en daño mío
               lo que no ha sido en mi día.
                  Mas ¿qué hace nuestro amo allí
               tan suspenso?
CLARÍN:                       Por si a hablar
               llega algo, quiero escuchar.
MOSCÓN:        Y yo también.
CIPRIANO:                     ¡Ay de mí!

Al irse acercando cada uno por su lado, CIPRIANO con
la acción da a entrambos


                  ¡Que tanto, Amor, desconfíes!
CLARÍN:        ¡Ay de mí!
MOSCÓN:                   ¡Ay de mí! también.
CLARÍN:        Llamar a este sitio es bien
               la Isla de los Ay-de-míes.
CIPRIANO:         ¿Aquí estábades los dos?
CLARÍN:        Yo bien juraré que estaba.
MOSCÓN:        Yo y todo.
CIPRIANO:                  Desdicha, acaba
               de una vez conmigo. ¡Ay Dios!
                  ¿Viose en tan nuevos extremos
               el humano corazón?
CLARÍN:        ¿Adónde vamos, Moscón?
MOSCÓN:        En llegando lo sabremos.
                  Pero fuera del lugar
               camina.
CLARÍN:                Excusado es
               salir al campo, pues
               no tenemos que estudiar.
CIPRIANO:         Clarín, vete a casa.
MOSCÓN:                                ¿Y yo?
CLARÍN:        ¿Tú te habías de quedar?
CIPRIANO:      Los dos me habéis de dejar.
CLARÍN:        A entrambos nos lo mandó.

Vanse CLARÍN y MOSCÓN


CIPRIANO:         Confusa memoria mía,
               no tan poderosa estés
               que me persüadas que es
               otra alma la que me guía.
                  Idólatra me cegué,
               ambicioso me perdí,
               porque una hermosura vi,
               porque una deidad miré;
                  y entre confusos desvelos
               de un equívoco rigor
               conozco a quien tengo amor,
               y no de quien tengo celos.
                  Ya tanto aquesta pasión
               arrastra mi pensamiento,
               tanto--¡ay de mí!--este tormento
               lleva mi imaginación
                  que diera--despecho es loco,
               indigno de un noble ingenio--
               al más diabólico genio
               --harto al infierno provoco--
                  ya rendido, y ya sujeto
               a penar y padecer,
               por gozar a esta mujer
               diera el alma.

Dentro


DEMONIO:                       Yo la aceto.

Suena ruido de truenos como tempestad y
rayos


CIPRIANO:         ¿Qué es ésto, cielos puros?
               ¡Claros a un tiempo, y en el mismo oscuros!
               Dando al día desmayos,
               los truenos, los relámpagos y rayos
               abortan de su centro
               los asombros que ya no caben dentro.
               De nubes todo el cielo se corona,
               y, preñado de horrores, no perdona
               el rizado copete de este monte.
               Todo nuestro horizonte
               es ardiente pincel del Mongibelo,
               niebla el sol, humo el aire, fuego el cielo.
               ¡Tanto ha que te dejé, filosofía,
               que ignoro los efectos de este día!
               Hasta el mar sobre nubes se imagina
               desesperada rüina,
               pues, crespo sobre el viento en leves plumas,
               le pasa por pavesas las espumas.
               Naufragando, una nave
               en todo el mar parece que no cabe;
               pues el amparo más seguro y cierto
               es cuando huye la piedad del puerto.
               El clamor, el asombro y el gemido
               fatal presagio han sido
               de la muerte que espera; y lo que tarda
               es porque esté muriendo lo que aguarda.
               Y aun en ella también vienen portentos;
               no son todos de cielos y elementos.
               El bajel, prodigiosa maravilla,
               desde el tope a la quilla
               todo negro, su máquina sustenta,
               si no es que se vistió de su tormenta.
               A chocar en la tierra
               viene. Ya no es del mar sólo la guerra,
               pues la que se le ofrece,
               un peñasco le arrima en que tropiece,
               porque la espuma en sangre se salpique.

Dentro TODOS


TODOS:         Que nos vamos a pique.
DEMONIO:       En una tabla quiero
               salir a tierra, para el fin que espero.
CIPRIANO:      Porque su horror se asombre,
               burlando su poder, escapa un hombre,
               y el bajel, que en las ondas ya se ofusca,
               el camarín de los tritones busca,
               y en crespo remolino,
               es cadáver del mar, cascado el pino.

Sale el DEMONIO, mojado, como que
sale del mar


DEMONIO:          (Para el prodigio que intento,  Aparte
               hoy me ha importado fingir
               sobre campos de zafir
               este espantoso portento;
                  y en forma desconocida
               de la que otra vez me vio,
               cuando en este monte yo
               miré mi ciencia excedida,
                  vengo a hacerle nueva guerra,
               valiéndome así mejor
               de su ingenio y de su amor.)
               Dulce madre, amada tierra,
                  dame amparo contra aquel
               monstruo que de sí me arroja.
CIPRIANO:      Pierde, amigo, la congoja
               y la memoria crüel
                  de tu reciente fortuna,
               viendo en tu mayor trabajo
               que no hay firme bien debajo
               de los cercos de la luna.
DEMONIO:          ¿Quién eres tú, a cuyas plantas
               mí fortuna me ha traído?
CIPRIANO:      Quien, de la piedad movido
               de ruinas y penas tantas,
                  serte de alivio quisiera.
DEMONIO:       Imposible vendrá a ser;
               que no le puedo tener
               yo jamás.
CIPRIANO:                ¿De qué manera?
DEMONIO:          Todo mi bien he perdido,
               pero sin razón me quejo,
               pues ya con la vida dejo
               mis memorias al olvido.
CIPRIANO:         Ya que de aquel torbellino
               el terremoto cesó,
               y el cielo a su paz volvió,
               manso, quieto y cristalino,
                  con tal priesa que su grave
               enojo nos da a entender
               que sólo debió de ser
               hasta consumir tu nave,
                  dime quién eres, siquiera
               por la piedad que me das.
DEMONIO:       Más de lo que has visto y más
               de lo que decir pudiera
                  me cuesta el llegar aquí;
               que es mi fortuna crüel.
               La menor es del bajel.
               ¿Quieres ver si es cierto?
CIPRIANO:                                  Sí.

DEMONIO:          Yo soy, pues saberlo quieres,
               un epílogo, un asombro
               de venturas y desdichas,
               que unas pierdo y otras lloro.
               Tan galán fui por mis partes,
               por mi lustre tan heroico,
               tan noble por mi linaje
               y por mi ingenio tan docto,
               que, aficionado a mis prendas
               un rey, el mayor de todos
               --puesto que todos le temen,
               si le ven airado el rostro--
               en su palacio cubierto
               de diamantes y piropos
               --y aun si los llamase estrellas
               fuera el hipérbole corto--
               me llamó valido suyo,
               cuyo aplauso generoso
               me dio tan grande soberbia
               que competí al regio solio,
               quiriendo poner las plantas
               sobre sus dorados tronos.
               Fue bárbaro atrevimiento:
               castigado lo conozco.
               Loco anduve; pero fuera,
               arrepentido, más loco.
               Más quiero en mi obstinación
               con mis alientos brïosos
               despeñarme de bizarro
               que rendirme de medroso.
               Si fueron temeridades,
               no me vi en ellas tan solo
               que de sus mismos vasallos
               no tuviese muchos votos.
               De su corte, en fin, vencido,
               aunque en parte vitorioso,
               salí arrojando venenos
               por la boca y por los ojos,
               y pregonando venganzas,
               por ser mi agravio notorio,
               logrando en las gentes suyas
               insultos, muertes y robos.
               Los anchos campos del mar
               sangriento pirata corro,
               Argos ya de sus bajíos,
               y lince de sus escollos.
               En aquel bajel que el viento
               desvaneció en leves soplos,
               en aquel bajel que el mar
               convirtió en ruina sin polvo,
               esas campañas de vidro
               hoy corría codicioso,
               hasta examinar un monte
               piedra a piedra y tronco a tronco;
               porque en él un hombre vive,
               y a buscarle me dispongo,
               a que cumpla una palabra
               que él me ha dado y yo le otorgo.
               Embistióme esta tormenta;
               y aunque pudo prodigioso
               mi ingenio enfrenar a un tiempo
               al euro, al cierzo y al noto,
               no quise desesperado,
               por otras causas, por otros
               fines, convertirlos hoy
               en regalados favonios.
               Que pude, dije, y no quise.
               (Aquí de su ingenio noto          Aparte
               los riesgos, puesto que así    
               de mágicas le aficiono.)
               No te espantes del despecho,
               ni del prodigio tampoco,
               de aquél, porque yo con iras
               me diera muerte a mí propio;
               ni de éste, porque con ciencias
               daré al sol pálido asombro.
               Soy, en la magia que alcanzo,
               el registro poderoso
               de esos orbes.  Línea a línea
               los he discurrido todos.
               Y porque no te parezca
               que sin ocasión blasono,
               mira si a este mismo instante
               quieres que lo inculto y tosco
               de este Nembrot de peñascos,
               más bruto que el babilonio,
               te facilite lo horrible,
               sin que pierda lo frondoso.
               Éste soy, huérfano huésped
               de estos fresnos, de estos chopos;
               y aunque éste soy, a tus plantas
               quiero pedirte socorro;
               y quiero, en el que me dieres,
               librarte el bien que te compro
               con el afán de mi estudio,
               que en experiencias abono,
               trayéndote a tu albedrío...
               (Aquí en el amor le toco)         Aparte
               ...cuanto te pida el deseo
               más avaro y codicioso.
               Y en tanto que no le aceptes,
               ya de cortés, ya de corto,
               págate de los deseos,
               sí es que en ti no los malogro;
               que por la piedad que muestras,
               que agradezco y que conozco,
               seré tu amigo tan firme
               que ni el repetido monstruo
               de sucesos, la Fortuna,
               que entre baldones y elogios,
               próspera y adversa, muestra
               lo avaro y lo generoso,
               ni en su continua tarea,
               corriendo y volando a tornos,
               el tiempo, imán de los siglos,
               ni el cielo, ni el cielo proprio,
               a cuyos astros el mundo
               debe el bellísimo adorno,
               tendrán poder de apartarme
               de tu lado un punto solo,
               como aquí me des amparo;
               y aun todo aquesto es muy poco
               para lo que yo intereso,
               si mis pensamientos logro.

CIPRIANO:         Puedo decir que al mar albricias pido
               de que te hayas perdido,
               y a este monte llegaras,
               donde verás bien claras
               muestras de la amistad que ya te ofrezco
               si feliz por mi huésped te merezco.
               Y así vente conmigo;
               que he de estimarte por seguro amigo.
               Mi huésped has de ser mientras quisieres
               servirte de mi casa.
DEMONIO:                           ¿Ya me adquieres
               por tuyo?
CIPRIANO:                Con los brazos
               firme nuestra amistad eternos lazos.
               (¡Oh si a alcanzar llegase          Aparte
               que aqueste hombre la magia me enseñase!
               Pues con ella quizá mi amor podría
               en parte divertir la pena mía;
               o podría mí amor quizá con ella
               en todo conseguir la causa bella
               de mi rabia, mi furia y mi tormento.)
DEMONIO:       (Ya al ingenio y amor le miro atento.)  Aparte

Salen CLARÍN y MOSCÓN, cada uno por su puerta,
corriendo


CLARÍN:        ¿Estás vivo, señor?
MOSCÓN:                            ¿Civilidades
               gastas por novedades
               Claro está, pues le miras, que está vivo.
CLARÍN:        He usado de este modo admirativo
               para ponderación, noble lacayo,
               del milagro que fue no darle un rayo
               de tantos como vio aquesta montaña.
MOSCÓN:        Pues el mirarle ¿no te desengaña?
CIPRIANO:      Éstos son mis crïados.
               ¿A qué volvéis?
MOSCÓN:                         A darte más enfados.
DEMONIO:       Tienen alegre humor.
CIPRIANO:                          A mí me tienen
               cansado, porque siempre necios vienen.
MOSCÓN:        ¿Quién es aqueste hombre,
               señor?
CIPRIANO:             Un huésped mío, no os asombre.
CLARÍN:        ¿Para qué quieres huéspedes ahora?
CIPRIANO:      Lo que merece tu valor ignora.

Aparte MOSCÓN y CLARÍN


MOSCÓN:        Mi señor hace bien. ¿Has de heredalle?
CLARÍN:        No; pero tiene talle
               el tal huésped, si acaso no me engaño,
               de estarse en casa un año y otro año.
MOSCÓN:        ¿De qué lo infieres?
CLARÍN:                             Cuando apriesa pasa
               un huésped, decir suelen, "No hará en casa
               mucho humo."  Y de aquéste...
MOSCÓN:                                      Di.          
CLARÍN:                                        ...presumo...
MOSCÓN:        ¿Qué?
CLARÍN:        ...que ha de hacer en casa mucho humo.
CIPRIANO:      ¿Para qué te repares?
               Vente conmigo.
DEMONIO:                      Voy a obedecerte.
CIPRIANO:      Tu descanso procuro.

Vase CIPRIANO


DEMONIO:                           (Yo tu muerte. Aparte
               Y pues ya he conseguido
               el mirarme en tu casa introducido,
               ir a alterar mi saña determina
               de otra suerte también la de Justina.)

Vase el DEMONIO


CLARÍN:        ¿No sabes qué he pensado?
MOSCÓN:        ¿Qué?
CLARÍN:               Que aquel terremoto ha reventado
               algún volcán, que mucho azufre he olido.
MOSCÓN:        Que es el huésped a mí me ha parecido.
CLARÍN:        Malas pastillas gasta. Mas ya infiero
               la causa.
MOSCÓN:                  ¿Qué es?
CLARÍN:                           El pobre caballero
               debe de tener sarna, y hase untado
               con ungüente de azufre.
MOSCÓN:                                 En ello has dado.

Vanse CLARÍN y MOSCÓN.  Salen LELIO y FABIO,
criado


FABIO:            En fin, ¿vuelves a esta calle?
LELIO:         La vida en ella perdí,
               y vuelvo a buscarla aquí:
               quiera Amor que yo la halle.
FABIO:            ¡Ay de mí!
                            A las puertas estás
               de la casa de Justina.
LELIO:         ¿Qué importa, si hoy determina
               mi amor declararse más?
                  Que pues a ver he llegado
               que a otro de noche se fía,
               no es mucho que yo de día
               desahogue mi cuidado.
                  Retírate tú, porque
               el entrar solo es mejor.
               Mi padre es gobernador
               de Antioquía.  Bien podré,
                  con este aliento y la furia
               que a despeñarme camina,
               en casa entrar de Justina,
               y quejarme de su injuria.

Vase FABIO, y sale JUSTINA


JUSTINA:          Livia... Mas ¿quién está al paso?
LELIO:         Yo soy.
JUSTINA:                 Pues ¿qué novedad,
               señor, qué temeridad
               obliga...?
LELIO:                      Cuando me abraso
                  tanto, a mis celos sujeto,
               no lo he de estar a tu honor.
               Perdona, que con mi amor
               ha espirado tu respeto.
JUSTINA:          ¿Pues cómo tan atrevido
               osas...
LELIO:                   Como estoy furioso.
JUSTINA:       ...entrar...
LELIO:                   Como estoy celoso.
JUSTINA:       ...aquí...
LELIO:                   Como estoy perdido.
JUSTINA:          ...sin advertir y sin ver
               el escándalo que da;
               que...?
LELIO:                 No te aflijas, pues ya
               tienes poco que perder.
JUSTINA:          Mira, Lelio, mi opinión.
LELIO:         Justina, eso mejor fuera
               que tu voz se lo dijera
               a quien por ese balcón
                  sale de noche. No quiero
               más de que sepas que sé
               tus liviandades, porque
               menos ingrato y severo
                  tu honor esté con mi amor;
               aunque es desdén más injusto
               porque tienes otro gusto,
               que porque tienes honor.
JUSTINA:          Calla, calla, no hables más.
               ¿Quién a mi casa se atreve,
               ni quién en mi ofensa mueve
               paso y voz? ¿Tan ciego estás,
                  tan atrevido y tan loco,
               que con fingidas quimeras
               eclipsar las luces quieras
               que aun al sol tienen en poco?
                  ¿Hombre de mi casa?
LELIO:                                Sí.
JUSTINA:       ¿Por mi balcón?
LELIO:                         Mi dolor
               lo diga, ingrata.
JUSTINA:                        ¡Ay honor!
               Volved por vos y por mí.

Sale el DEMONIO por la puerta que está a las
espaldas de JUSTINA


DEMONIO:          (Acudiendo mi furor             Aparte
               a los dos cargos que tengo,
               a esta casa a entablar vengo
               el escándalo mayor
                  del mundo; y pues ya este amante
               tan despechado y tan ciego
               está, avívese su fuego.
               Ponerme quiero delante
                  y, como huyendo, después
               de ser visto, retirarme.)

Hace como que va a salir, y en viéndole LELIO,
se reboce; y vuelve a entrarse por donde salió


JUSTINA:       Hombre, ¿vienes a matarme?
LELIO:         No, sino a morir.
JUSTINA:                        ¿Qué ves,
                  que de nuevo te has mudado?
LELIO:         Los engaños tuyos veo.
               Di ahora que mi deseo
               mis ofensas ha inventado.
                  Un hombre de este aposento
               iba a salir: como vio
               gente, embozado volvió
               a retirarse.
JUSTINA:                   En el viento
                  te finge tu fantasía
               ilusiones.

Quiere entrar, y detiénele


LELIO:                     ¡Pena brava!
JUSTINA:       ¿Pues de noche no bastaba,
               Lelio, mas también de día
                  la luz quieres engañar?

Apártala, y éntrase por donde estaba el
DEMONIO


LELIO:         Si es engaño o no es engaño,
               así veré el desengano.
JUSTINA:       No te lo quiero excusar,
                  porque la inocencia mía,
               a costa de esta licencia,
               desvanezca la apariencia
               de la noche con el día.

Sale LISANDRO, viejo


LISANDRO:         Justina.
JUSTINA:                  (Esto me faltaba.       Aparte
               ¡Ay de mí, si Lelio sale,
               estando Lisandro aquí! )
LISANDRO:      Mis desdichas, mis pesares
               vengo a consolar contigo.
JUSTINA:       ¿Qué tienes, que en el semblante
               muestras disgusto y tristeza?
LISANDRO:      No es mucho, cuando se rasgue
               el corazón. Con el llanto
               pasar no puedo adelante.

Va a salir LELIO, y viendo a LISANDRO, se
detiene


LELIO:         (Ahora acabo de creer              Aparte
               que sombra los celos hacen,
               pues no está en este aposento.
               No tuvo por dónde echarse
               el hombre que vi.)

JUSTINA habla aparte a LELIO


JUSTINA:                           No salgas,
               Lelio, que está aquí mi padre.
LELIO:         Esperaré a que se ausente,
               convalecido en mis males.)

Retírase LELIO


JUSTINA:       ¿De qué lloras? ¿Qué suspiras?
               ¿Qué tienes, señor? ¿Qué traes?
LISANDRO:      Tengo el dolor más sensible,
               traigo la pena más grave,
               que vio la tierna piedad,
               para ejemplos miserables,
               con que la crueldad se baña
               de tanta inocente sangre.
               Al gobernador envía
               el César Decio inviolable
               un decreto... Hablar no puedo.
JUSTINA:       (¿Quién vio pena semejante?       Aparte
               Lisandro, compadecido
               de los cristianos ultrajes,
               conmigo habla, sin saber
               que Lelio puede escucharle,
               hijo del Gobernador.)
LISANDRO:      En fin, Justina...
JUSTINA:                        No pases,
               señor, si así has de sentirlo,
               con el discurso adelante.
LISANDRO:      Déjame que le repita;
               que contigo, es aliviarle.
               En él manda...
JUSTINA:                      No prosigas,
               cuando es tan justo que engañes
               tu vejez con más sosiego.
LISANDRO:      Cuando, porque me acompañes
               en los sentimientos vivos
               que bastan para matarme,
               te doy cuenta del decreto
               más crüel que vio la margen
               del Tibre, con sangre escrito
               para manchar sus cristales,
               ¿me diviertes? De otra suerte
               solías, Justina, escucharme
               estas lástimas.
JUSTINA:                       Señor,
               no son los tiempos iguales.
LELIO:         (No oigo todo lo que hablan,       Aparte
               sino destroncado a partes.)

Sale FLORO por la otra parte


FLORO:         (Licencia tiene un celoso          Aparte
               que llega a desengañarse
               de una hipócrita virtud,
               sin que más respetos guarde.
               Con este intento hasta aquí
               Mas con ella está su padre.
               Esperaré otra ocasión.)
LISANDRO:      ¿Quién pisa aquestos umbrales?
FLORO:         (Ya no es posible, ¡ay de mí!,    Aparte
               el volverme sin hablarle.
               Daréle alguna disculpa.)
               Yo soy
LISANDRO:             ¿Tú en mi casa?
FLORO:                                A hablarte
               vengo, si me das licencia,
               sobre un negocio importante.
JUSTINA:       (Duélete de mí, Fortuna;        Aparte
               que son éstos muchos lances.)
LISANDRO:      Pues ¿qué mandas?
FLORO:                         (¿Qué diré    
               Aparte
               que de este empeño me saque?)
LELIO:         (¡Floro en casa de Justina          Aparte
               con libertad entra y sale!
               No son fingidos aquestos
               celos; ya éstos son verdades.)
LISANDRO:      Mudado traes el color.
FLORO:         No te admires, no te espantes,
               que vengo a darte un aviso,
               que es a tu vida importante,
               de un enemigo que tienes,
               que de tu muerte en alcance
               anda. Esto basta que diga.
LISANDRO:      (Sin duda que Floro sabe           Aparte
               que yo soy cristiano, y viene
               con esta causa a avisarme
               de mi peligro.) Prosigue,
               y nada, Floro, me calles.

Sale LIVIA

LIVIA:         Señor, el gobernador
               me ha mandado que te llame,
               y a la puerta está esperando.
FLORO:         Mejor será que yo aguarde;
               (Pensaré en tanto el engaño.)       Aparte
               y ansí es bien que le despaches.
LISANDRO:      Estimo tu cortesía.
               Aquí volveré al instante.

Vanse LISANDRO y LIVIA


FLORO:         ¿Eres tú la virtüosa
               que a las lisonjas süaves
               del templado viento llamas
               descomedidos ultrajes?
               Pues ¿cómo de tu recato
               y de tu casa las llaves
               rendiste?
JUSTINA:                 Floro, detente:
               no tan descortés agravies
               opinión de quien el sol
               hizo el más costoso examen
               de pura y limpia.
FLORO:                           Ya llega
               aquesa vanidad tarde,
               pues ya yo sé a quien has dado
               libre entrada...
JUSTINA:                     ¡Que así hables!
FLORO:         ...por un balcón...
JUSTINA:                         No pronuncies.
FLORO:         ...a tu honor.
JUSTINA:                      ¡Que así me trates!
FLORO:         Sí, que no me merecen más
               hipócritas humildades.
LELIO:         (Floro no fue el del balcón.           Aparte
               Sin duda que hay otro amante,
               puesto que ni él ni yo fuimos.)
JUSTINA:       Pues tienes ilustre sangre,
               no ofendas nobles mujeres.
FLORO:         ¡Que noble mujer te llames
               cuando a tus brazos le admites
               y por tus balcones sale!
               Rindióte el poder; que como
               es gobernador su padre,
               te llevó la vanidad
               de ver que a Antioquía mande...
LELIO:         (De mí habla.)                         Aparte
FLORO:                        ...sin mirar
               otros defectos más grandes
               que la autoridad le encubre
               en sus costumbres y sangre.
               Pero no...

Sale LELIO


LELIO:                    Floro, detente,
               y no en mi ausencia me agravies;
               que hablar del competidor
               mal son despechos cobardes.
               Y salgo a que no prosigas,
               corrido de tantos lances
               como contigo he tenido,
               sin que en ninguno te mate.
JUSTINA:       ¿Quién, sin culpa, se vio nunca
               en tan peligrosos lances?
FLORO:         Cuanto yo de ti dijera
               detrás te diré delante,
               y es verdad no sospechosa.
JUSTINA:       Tente, Lelio; Floro, ¿qué haces?
LELIO:         Tomar la satisfacción
               adonde escucho el desaíre.

Empuñan las espadas


FLORO:         Yo, sustentar lo que dije
               donde lo dije.
JUSTINA:                      ¡Libradme,
               cielos, de tantas fortunas!
FLORO:         Y yo sabré castigarte.

Sale el GOBERNADOR, GENTE y LISANDRO


TODOS:         Teneos.
JUSTINA:               ¡Ay infelice!
GOBERNADOR:    ¿Qué es esto? Mas ¿no es bastante
               indicio espadas desnudas,
               para que pueda informarme?
JUSTINA:       ¡Qué desdicha!
LISANDRO:                     ¡Qué pesar!
TODOS:         Señor...
GOBERNADOR:            Baste, Lelio, baste.
               ¿Tú inquieto, siendo mi hijo?
               ¿Tú de mi favor te vales
               para alterar a Antíoquía?
LELIO:         Señor, advierte...
GOBERNADOR:                     Llevadles;
               que no ha de haber excepción
               ni privilegios de sangre
               para no igualar castigos,
               pues son las culpas iguales.
LELIO:         (Celos truje, y llevo agravios.)   Aparte
FLORO:         (Penas a penas se añaden.)        Aparte

Llévanlos


GOBERNADOR:    En diferentes prisiones,
               y con gente que los guarde,
               a los dos tened. Y vos,
               Lisandro, ¿tan nobles partes
               es posible que manchéis
               sufriendo...
LISANDRO:                  No, no os engañen
               deslumbradas apariencias.
               porque Justina no sabe
               la ocasión.
GOBERNADOR:               ...dentro en su casa,
               queréis que viva ignorante,
               mozos ellos y ella hermosa?
               En delito tan culpable
               me templo, porque no digan
               que sentencio como parte,
               siendo apasionado juez;
               mas vos que esto ocasionasteis,
               ya perdida la vergüenza,
               sé que volveréis a darme
               ocasión, que la deseo,
               para que nos desengañen
               de vuestra virtud mentida
               verdaderas liviandades.

Vanse el GOBERNADOR y su GENTE


JUSTINA:       Mis lágrimas os respondan.
LISANDRO:      Ya lloras sin fruto y tarde.
               ¡Oh qué mal, Justina, hice
               el día que a declararte
               llegué quién eras! ¡Oh nunca
               te contara que, en la margen
               de un arroyo, en ese monte
               fuiste parto de un cadáver!
               No me des satisfacciones.
JUSTINA:       Los cielos han de abonarme.
LISANDRO:      ¡Qué tarde será...
JUSTINA:                        No hay plazo
               que en la vida llegue tarde...
LISANDRO:      para castigar delitos!
JUSTINA:       ... para acrisolar verdades.
LISANDRO:      Por lo que vi te condeno.
JUSTINA:       Yo a ti por lo que ignoraste.
LISANDRO:      Déjame, que voy muriendo,
               donde mi dolor me acabe.
JUSTINA:       Pierda yo a tus pies la vida;
               pero no me desampares.

Vanse.  Salen el DEMONIO, CIPRIANO, MOSCÓN y
CLARÍN


DEMONIO:          Desde que en tu casa entré,
               te he visto sin alegría:
               profunda melancolía
               en tu semblante se ve.
                  Tu alivio no es bien que estorbes,
               queriéndomelo ocultar,
               pues sabré destachonar
               la clavazón de los orbes,
                  por sólo el menor deseo
               que te ofenda y te fatigue.
CIPRIANO:      No habrá mágica que obligue
               al imposible que veo:
                  son mis ansias infelices.
DEMONIO:       Tu amistad me las confiese.
CIPRIANO:      Quiero a una mujer.
DEMONIO:                         ¿Y es ése
               el imposible que dices?
CIPRIANO:         Si tú supieras quién es...
DEMONIO:       Curiosa atención te doy,
               mientras que burlando estoy
               de que tan cobarde estés.


CIPRIANO:         La hermosa cuna temprana
               del infante sol, que enjuga
               lágrimas cuando madruga,
               vestido de nieve y grana;
               la verde prisión ufana
               de la rosa cuando avisa
               que ya sus jardines pisa
               abril, y entre mansos hielos
               al alba es llanto en los cielos
               lo que es en los campos risa;
                  el detenido arroyuelo,
               que el mormurar más süave
               aun entre dientes no sabe,
               porque se los prende el hielo;
               el clavel, que en breve cielo
               es estrella de coral;
               el ave, que liberal
               vestir matices presuma,
               veloz cítara de pluma,
               al órgano de cristal;
                  el risco que al sol engaña,
               si a derretirle se atreve,
               pues, gastándole la nieve,
               no le gasta la montaña;
               el laurel que el pie se baña
               con la nieve que atropella,
               y, verde Narciso de ella,
               burla sin temer desmayos
               en esta parte los rayos
               y los hielos en aquélla;
                  al fin, cuna, grana, nieve,
               campo, sol, arroyo o rosa,
               ave que canta amorosa,
               risa que aljófares llueve,
               clavel que cristales bebe,
               peñasco sin deshacer,
               y laurel que sale a ver
               si hay rayos que le coronen
               son las partes que componen
               a esta divina mujer.
                  Estoy tan ciego y perdido,
               porque mi pena te asombre,
               que, por parecerla otro hombre,
               me engañé con el vestido.
               Mis estudios di al olvido
               como al vulgo mi opinión,
               el discurso a mi pasión,
               a mi llanto el sentimiento,
               mis esperanzas al viento,
               y al desprecio mi razón.
                  Dije, y haré lo que dije,
               que ofreciera liberal
               el alma a un genio infernal
               --de aquí mi pasión colige--
               porque este amor que me aflige
               premiase con merecella;
               pero es vana mi querella,
               tanto que presumo que es
               el alma corto interés,
               pues no me la dan por ella.


DEMONIO:          ¿Tu valor ha de seguir
               los pasos desesperados
               de amantes que se acobardan
               en los primeros asaltos?
               ¿Tan lejos ejemplos viven
               de bellezas que postraron
               su vanidad a los ruegos,
               su altivez a los halagos?
               ¿Quieres lograr tus deseos,
               siendo su prisión tus brazos?
CIPRIANO:      ¿Eso dudas?
DEMONIO:                    Pues envía
               allá fuera esos crïados,
               y quedemos los dos solos.
CIPRIANO:      Idos allá fuera entrambos.
MOSCÓN:        Yo obedezco.
CLARÍN:                      Y yo también.
               (El tal huésped es el diablo.)    Aparte

Escóndese CLARÍN


CIPRIANO:      Ya se fueron.
DEMONIO:                   (Poco importa          Aparte
               que Clarín se haya quedado.)
CIPRIANO:      ¿Qué quieres ahora?
DEMONIO:                           Esa puerta
               cierra.
CIPRIANO:             Ya solos estamos.
DEMONIO:       ¿Por gozar a esta mujer
               aquí dijeron tus labios
               que darás el alma?
CIPRIANO:                          Sí.
DEMONIO:       Pues yo te acepto el contrato.
CIPRIANO:      ¿Qué dices?
DEMONIO:                    Que yo le acepto.
CIPRIANO:      ¿Cómo?
DEMONIO:              Como puedo tanto,
               que te enseñaré una ciencia
               con que podrás a tu mando
               traer la mujer que adoras;
               que yo, aunque tan docto y sabio,
               traerla para otro no puedo.
               Las escrituras hagamos
               ante nosotros dos mismos.
CIPRIANO:      ¿Quieres con nuevos agravios
               dilatar las penas mías?
               Lo que ofrecí está en mi mano,
               pero lo que tú me ofreces
               no está en la tuya, pues hallo
               que sobre el libre albedrío
               ni hay conjuros ni hay encantos.
DEMONIO:       Hazme la cédula tú
               con tal condición.
CLARÍN:                       (¡Mal año!       Aparte
               Según lo que agora he visto,
               no es muy bobo aqueste diablo.
               ¡Yo darle cédula! Aunque
               se me tuvieran mis cuartos
               sin alquilar veinte siglos,
               no la hiciera.)
CIPRIANO:                       Los engaños.
               son para alegres amigos,
               no para desconfïados.
DEMONIO:       Quiero darte en testimonio
               de lo que yo puedo y valgo
               algún indicio, aunque sea
               de mi poder breve rasgo.
               ¿Qué ves de esta galería?
CIPRIANO:      Mucho cielo y mucho prado,
               un bosque, un arroyo, un monte.
DEMONIO:       ¿Qué es lo que más te ha agradado?
CIPRIANO:      El monte, porque es, en fin,
               de la que adoro retrato.
DEMONIO:       Soberbio competidor
               de la estación de los años,
               que te coronas de nubes
               por bruto rey de los campos,
               deja el monte, mide el viento:
               mira que soy quien te llamo.
               Y mira tú si a una dama
               traerás, si yo a un monte traigo.

Múdase un monte de una parte a otra del
tablado


CIPRIANO:      ¡No vi más confuso asombro!
               ¡No vi prodigio más raro!
CLARÍN:        (Con el espanto y el miedo         Aparte
               estoy dos veces temblando.)
CIPRIANO:      Pájaro que al viento vuelas,
               siendo tus plumas tus ramos;
               bajel que en el viento surcas;
               siendo jarcias tus peñascos:
               vuélvete a tu centro, y deja
               la admiración y el espanto.
DEMONIO:       Si ésta no es prueba bastante,
               pronuncien otra mis labios.
               ¿Quieres ver esa mujer
               que adoras?
CIPRIANO:                   Sí.
DEMONIO:                        Pues rasgando
               las duras entrañas, tú,
               monstruo de elementos cuatro,
               manifiesta la hermosura
               que en tu oscuro centro guardo.

Ábrese un peñasco, y está
JUSTINA durmiendo


               ¿Es aquélla la que adoras?
CIPRIANO:      Aquélla es la que idolatro.
DEMONIO:       Mira si dártela puedo,
               pues donde quiero la traigo.
CIPRIANO:      Divino imposible mío,
               hoy serán centro tus brazos
               de mi amor, bebiendo al sol
               luz a luz y rayo a rayo.

Ciérrase el monte


DEMONIO:       Detente, que hasta que firmes
               la palabra que me has dado,
               no puedes tocarla.
CIPRIANO:                         Espera,
               parda nube del más claro
               sol que amaneció a mis dichas...
               Mas con el viento me abrazo.
               Ya creo tus ciencias, ya
               confieso que soy tu esclavo.
               ¿Qué quieres que haga por ti?
               ¿Qué me pides?
DEMONIO:                      Por resguardo
               una cédula firmada
               con tu sangre y de tu mano.
CLARÍN:        (El alma le diera yo               Aparte
               por no haberme aquí quedado.)
CIPRIANO:      Pluma será este puñal,
               papel este lienzo blanco,
               y tinta para escribirlo
               la sangre es ya de mis brazos.

Escribe con la daga en un lienzo, habiéndose
sacado sangre de un brazo


               (¡Qué hielo! ¡Qué horror! ¡Qué asombro!) Aparte
               Digo yo, el gran Ciprïano,
               que daré el alma inmortal...
               (¡Qué frenesí! ¡Qué letargo!)      Aparte
               ...a quien me enseñare ciencias...
               (¡Qué confusiones! ¡Qué espantos!)     Aparte
               ...con que pueda atraer a mí
               a Justina, dueño ingrato;
               y lo firmé de mi nombre
DEMONIO:       (Ya se rindió a mis engaños          Aparte
               el homenaje valiente,
               donde estaban tremolando
               el discurso y la razón.)
               ¿Has escrito?
CIPRIANO:                     Sí, y firmado.
DEMONIO:       Pues tuyo es el sol que adoras.
CIPRIANO:      Tuya por eternos años
               es el alma que te ofrezco.
DEMONIO:       Alma con alma te pago,
               pues por tuya te doy
               la de Justina.
CIPRIANO:                     ¿Qué tanto
               término para enseñarme
               la magia tomas?
DEMONIO:                      Un año,
               con condición...
CIPRIANO:                     Nada temas.
DEMONIO:       ...que en una cueva encerrados,
               sin estudiar otra cosa,
               hemos de vivir entrambos,
               sirviéndonos  solamente
               a los dos este crïado,

Saca a CLARÍN


               que curioso se quedó,
               pues, con nosotros llevando
               su persona, este secreto
               de esta suerte, aseguramos.
CLARÍN:        (¡Oh nunca yo me quedara!           Aparte
               ¡Que habiendo vecinos tantos
               que acechen, no haya un demonio
               que venga al punto a llevarlos!)
CIPRIANO:      Está bien. Dos dichas juntas
               ingenio y amor lograron,
               pues Justina será mía,
               y yo vendré a ser espanto
               del mundo con nuevas ciencias.
DEMONIO:       No salió mi intento en vano.
CLARÍN:        El mío sí.
DEMONIO:                  Ven con nosotros
               (Ya vencí el mayor contrario.)    Aparte
CIPRIANO:      Dichosos seréis, deseos,
               si tal posesión alcanzo.
DEMONIO:       (No ha de sosegar mi envidia       Aparte
               hasta que los gane a entrambos.)
               Vamos, y de aqueste monte
               en lo oculto y lo intrincado
               oirás la primer lición
               hoy de la mágica.
CIPRIANO:                          Vamos.
               que, con tal maestro mí ingenio,
               mi amor con dueño tan alto,
               eterno será en el mundo
               el mágico Ciprïano.

















 

TERCER ACTO


Sale CIPRIANO, solo, de una como cueva


CIPRIANO:         Ingrata beldad mía,
               llegó el feliz, llegó el dichoso día,
               línea de mi esperanza,
               término de mi amor y tu mudanza,
               pues hoy será el postrero
               en que triunfar de tu desdén espero.
               Este monte, elevado
               en sí mismo alcázar estrellado,
               y aquesta cueva oscura,
               de dos vivos funesta sepultura,
               escuela ruda han sido
               donde la docta mágica he aprendido,
               en que tanto me muestro
               que puedo dar lición a mi maestro.
               Y viendo ya que hoy una vuelta entera
               cumple el sol de una esfera en otra esfera,
               a examinar de mis prisiones salgo
               con la luz que puedo y lo que valgo.
               Hermosos cielos puros,
               atended a mis mágicos conjuros;
               blandos aires veloces,
               parad al sabio estruendo de mis voces;
               gran peñasco violento,
               estremécete al ruido de mi acento;
               duros troncos vestidos,
               asombraos al horror de mis gemidos;
               floridas plantas bellas,
               al eco os asustad de mis querellas;
               dulces aves süaves,
               la acción temed de mis prodigios graves;
               bárbaras, crueles fieras,
               mirad las señas de mi afán primeras;
               porque ciegos, turbados,
               suspendidos, confusos, asustados,
               cielos, aires, peñascos, troncos, plantas,
               fieras y aves, estéis de ciencias tantas;
               que no ha de ser en vano
               el estudio infernal de Ciprïano.

Sale el DEMONIO


DEMONIO:       Cipriano.
CIPRIANO:                ¡Oh sabio maestro mío!

Enojado


DEMONIO:       ¿A qué, usando esta vez de tu albedrío
               más que de mi preceto,
               con qué fin, por qué causa, y a qué efeto,
               osado o ignorante,
               sales a ver del sol la faz brillante?
CIPRIANO:      Viendo que ya yo puedo
               al infierno poner asombro y miedo,
               pues con tanto cuidado
               la mágica he estudiado
               que aun tú mismo no puedes
               decir, si es que me igualas, que me excedes;
               viendo que ya no hay parte
               de ella que con fatiga, estudio y arte
               yo no la haya alcanzado,
               pues la nigromancia he penetrado,
               cuyas líneas oscuras
               me abrirán las funestas sepulturas,
               haciendo que su centro
               aborte los cadáveres que dentro
               tiranamente encierra
               la avarienta codicia de la tierra,
               respondiendo por puntos
               a mis voces los pálidos difuntos;
               y viendo, en fin, cumplida
               la edad del sol que fue plazo a mi vida,
               pues, corriendo veloz a su discurso
               con el rápido curso
               los cielos cada día,
               retrocediendo siempre a la porfía
               del natural, en que se juzga extraño,
               el término fatal cumple hoy del año:
               lograr mis ansias quiero,
               atrayendo a mi voz el bien que espero.
               Hoy la rara, hoy la bella, hoy la divina,
               hoy la hermosa Justina,
               en repetidos lazos,
               llamada de mi amor, vendrá a mis brazos;
               que permitir no creo
               de dilación un punto a mi deseo.
DEMONIO:       Ni yo que le permitas
               quiero, si es éste el fin que solicitas.
               Con caracteres mudos
               la tierra línea, pues, y con agudos
               conjuros hiere el viento,
               a tu esperanza y a tu amor atento.
CIPRIANO:      Pues allí me retiro,
               donde verás que cielo y tierra admiro.

Vase


DEMONIO:       Y yo te doy licencia,
               porque sé de tu ciencia y de mi ciencia
               que el infierno inclemente,
               a tus invocaciones obediente,
               podrá por mí entregarte
               a la hermosa Justina en esta parte;
               que aunque el gran poder mío
               no puede hacer vasallo un albedrío,
               puede representalle
               tan extraños deleites que se halle
               empeñado a buscarlos,
               y inclinarlos podré, si no forzarlos.

Sale CLARÍN de la cueva


CLARÍN:        Ingrata deidad mía,
               no Livia ardiente, sino Livia fría,
               llegó el plazo en que espero
               alcanzar si tu amor es verdadera;
               pues ya sé lo que basta
               para ver si eres casta o haces casta;
               que con tanto cuidado
               aquí la ciencia mágica he estudiado
               que por ella he de ver--¡ay de mí, triste!--
               si con Moscón acaso me ofendiste.
               Aguados cielos--ya otro dijo "puros"--
               atended a mis lóbregos conjuros:
               montes...
DEMONIO:              Clarín, ¿qué es eso?
CLARÍN:                                   ¡Oh sabio maestro!
               Por la concomitancia estoy tan diestro
               en la magia que quiero ver por ella
               si Livia, tan ingrata como bella,
               comete alguna vez superchería
               en la fatal estancia de mi día.
DEMONIO:       Deja aquesas locuras,
               y en lo intrincado de esas peñas duras
               asiste a tu señor, para que veas
               --si tanta admiración lograr deseas--
               el fin de su cuidado;
               que solo quiero estar.
CLARÍN:                               Yo, acompañado.
               Y si no he merecido
               haber las ciencias tuyas aprendido,
               porque, en fin, no te he hecho
               cédula con la sangre de mi pecho,
               en este lienzo ahora...

Saca un lienzo sucio y escribe en él con el
dedo, habiéndose hecho sangre


               --nunca le tray más limpio quién bien llora--
               la haré, para que más te escandalices,
               dándome un mojicón en las narices;
               que no será embarazo
               salir de las narices o del brazo.
               Digo, el gran Clarín, que, si merezco
               ver a Livia crüel, que al diablo ofrezco...
DEMONIO:       Ya digo que me dejes,
               y que con tu señor de mí te alejes.
CLARÍN:        Yo lo haré, no te alteres.
               Pues que tomar mi cédula no quieres
               cuando darla procuro,
               sin duda que me tienes por seguro.

Vase CLARÍN


DEMONIO:       Ea, infernal abismo,
               desesperado imperio de ti mismo,
               de tu prisión ingrata
               tus lascivos espíritus desata,
               amenazando rüina
               al virgen edificio de Justina.
               Su casto pensamiento
               de mil torpes fantasmas en el viento
               hoy se informe, su honesta fantasía
               se lleñe; y con dulcísima armonía
               todo provoque amores:
               los pájaros, las plantas y las flores.
               Nada miren sus ojos
               que no sean de amor dulces despojos;
               nada oigan sus oídos
               que no sean de amor tiernos gemidos;
               porque, sin que defensa en su fe tenga,
               hoy a buscar a Ciprïano venga,
               de su ciencia invocada
               y de mi ciego espíritu guiada.
               Empezad, que yo en tanto
               callaré, porque empiece vuestro canto.

Canta dentro, una VOZ


VOZ:              ¿Cuál es la gloria mayor
               de esta vida?
TODOS:                        Amor, amor.

Mientras esta copla se canta, se va entrando el
DEMONIO por una puerta, y sale por otra JUSTINA huyendo


VOZ:           No hay sujeto en quien no imprima
               el fuego de amor su llama,
               pues vive más donde ama
               el hombre que donde anima.
               Amor solamente estima
               cuanto tener vida sabe:
               el tronco, la flor y el ave.
               Luego es la gloria mayor
               de esta vida...
TODOS:                        ...amor, amor.

Esto representa asombrada y inquieta


JUSTINA:          Pesada imaginación,
               al parecer lisonjera,
               ¿cuándo te he dado ocasión
               para que de esta manera
               aflijas mi corazón?
                  ¿Cuál es la causa, en rigor,
               de este fuego, de este ardor,
               que en mí por instantes crece?
               ¿Qué dolor el que padece
               mi sentido?

Cantan


TODOS:                     Amor, amor.

Cóbrase más


JUSTINA:          Aquel ruiseñor amante
               es quien respuesta me da,
               enamorando constante
               a su consorte, que está
               un ramo más adelante.
                  Calla, ruiseñor; no aquí
               imaginar me hagas ya,
               por las quejas que te oí,
               cómo un hombre sentirá,
               si siente un pájaro así.
                  Mas no.  Una vid fue lasciva,
               que buscando fugitiva
               va el tronco donde se enlace,
               siendo el verdor con que abrace
               el peso con que derriba.
                  No así con verdes abrazos
               me hagas pensar en quien amas,
               vid; que dudaré en tus lazos,
               si así abrazan unas ramas,
               cómo enraman unos brazos.
                  Y si no es la vid, será
               aquel girasol, que está
               viendo cara a cara al sol,
               tras cuyo hermoso arrebol
               siempre moviéndose va.
                  No sigas, no, tus enojos,
               flor, con marchitos despojos;
               que pensarán mis congojas,
               si así lloran unas hojas,
               cómo lloran unos ojos.
                  Cesa, amante ruiseñor;
               desúnete, vid frondosa;
               párate, inconstante flor;
               o decid: ¿qué venenosa
               fuerza usáis?

Cantan


TODOS:                        Amor, amor.
JUSTINA:          ¡Amor! ¿A quién le he tenido
               yo jamás? Objeto es vano;
               pues siempre despojo han sido
               de mi desdén y mi olvido
               Lelio, Floro y Ciprïano.
                  ¿A Lelio no desprecié?
               ¿A Floro no aborrecí?
               Y a Ciprïano ¿no traté...

Párase en el nombre de CIPRIANO, y desde
allí repsenta inquieta otra vez


               ...con tal rigor que, de mí
               aborrecido, se fue
                  donde de él no se ha sabido?
               Mas--¡ay de mí!--yo ya creo
               que ésta debe de haber sido
               la ocasión con que ha podido
               atreverse mi deseo;
                  pues desde que pronuncié
               que vive ausente por mí,
               no sé--¡ay infeliz!--no sé
               qué pena es la que sentí.

Cóbrase otra vez


               Mas piedad sin duda fue
                  de ver que por mí olvidado
               viva un hombre que se vio
               de todos tan celebrado,
               y que a sus olvidos yo
               tanta ocasión haya dado.

Con asombro, otra vez


                  Pero si fuera piedad,
               la misma piedad tuviera
               de Lelio y Floro, en verdad;
               pues en una prisión fiera
               por mí están sin libertad.

En sí, otra vez


                  ...................
               .......................
               Mas--¡ay discursos!--parad.
               Si basta ser piedad sola,
               no acompañéis la piedad;
                  que os alargáis de manera
               que no sé--¡ay de mí!--no sé,
               si ahora a buscarle fuera,
               si adonde él está supiera.

Sale el DEMONIO


DEMONIO:       Ven, que yo te lo diré.
JUSTINA:          ¿Quién eres tú, que has entrado
               hasta este retrete mío,
               estando todo cerrado?
               ¿Eres monstruo que ha formado
               mi confuso desvarío?
DEMONIO:          No soy sino quien, movido
               de ese afecto que tirano
               te ha postrado y te ha vencido,
               hoy llevarte ha prometido
               adonde está Ciprïano.
JUSTINA:          Pues no lograrán tu intento;
               que esta pena, esta pasión
               que afligió mi pensamiento,
               llevó la imaginación,
               pero no el consentimiento.
DEMONIO:          En haberlo imaginado
               hecha tienes la mitad;
               pues ya el pecado es pecado,
               no pares la voluntad,
               el medio camino andado.
JUSTINA:          Desconfïarme es en vano,
               aunque pensé; que aunque es llano
               que el pensar es empezar,
               no está en mi mano el pensar,
               y está el obrar en mi mano.
                  Para haberte de seguir,
               el pie tengo de mover,
               y esto puedo resistir,
               porque una cosa es hacer
               y otra cosa es discurrir.
DEMONIO:          Si una ciencia peregrina
               en ti su poder esfuerza,
               ¿cómo has de vencer, Justina,
               si inclina con tanta fuerza
               que fuerza al paso que inclina?
JUSTINA:          Sabiéndome yo ayudar
               del libre albedrío mío.
DEMONIO:       Forzarále mi pesar.
JUSTINA:       No fuera libre albedrío
               si se dejara forzar.

Tira de ella, y no puede moverla


DEMONIO:          Ven donde un gusto te espera.
JUSTINA:       Es muy costoso ese gusto.
DEMONIO:       Es una paz lisonjera.
JUSTINA:       Es un cautiverio injusto.
DEMONIO:       Es dicha.
JUSTINA:                 Es desdicha fiera.
DEMONIO:          ¿Cómo te has de defender,
               si te arrastra mi poder?

Tira más


JUSTINA:       Mi defensa en Dios consiste.

Suéltala


DEMONIO:       Venciste, mujer, venciste
               con no dejarte vencer.
                  Mas ya. que de esta manera
               de Dios estás defendida,
               mi pena, mi rabia fiera,
               sabrá llevarte fingida,
               pues no puede verdadera.
                  Un espíritu verás,
               para este efecto no más,
               que de tu forma se informa,
               y en la fantástica forma
               disfamada vivirás.
                  Lograr dos triunfos espero,
               de tu virtud ofendido:
               deshonrarte es el primero,
               y hacer de un gusto fingido
               un delito verdadero.

Vase el DEMONIO


JUSTINA:          De esa ofensa al cielo apelo,
               porque desvanezca el cielo
               la apariencia de mi fama,
               bien como al aire la llama,
               bien como la flor al hielo.
                  No podrás... Mas--¡ay de mí!--
               ¿a quién estas voces doy?
               ¿No estaba ahora un hombre aquí?
               Sí. Mas no, yo sola estoy.
               No. Mas sí, pues yo le vi.
                  ¿Por dónde se fue tan presto?
               ¿Si le engendró mi temor?
               Mi peligro es manifiesto.
               ¡Lisandro, padre, señor!
               ¡Livia!

Sale cada uno por su puerta


LISANDRO:                ¿Qué es esto?
LIVIA:                                ¿Qué es esto?
JUSTINA:          ¿Visteis un hombre--¡ay de mí!--
               que ahora salió de aquí?
               (Mal mis desdichas resisto.)       Aparte
LISANDRO:      ¡Hombre aquí!
JUSTINA:                      ¿No le habéis visto?
LIVIA:         No, señora.
JUSTINA:                   Pues yo sí.
LISANDRO:         ¿Cómo puede ser, si ha estado
               todo este cuarto cerrado?
LIVIA:         (Sin duda que a Moscón vio,            Aparte
               que tengo escondido yo
               en mi aposento.)
LISANDRO:                        Formado
                  cuerpo de tu fantasía
               el hombre debió de ser;
               que tu gran melancolía
               le supo formar y hacer
               de los átomos del día.

LIVIA:            Mi señor tiene razón.
JUSTINA:       No ha sido--¡ay de mí!--ilusión,
               y mayor daño sospecho,
               porque a pedazos del pecho
               me arrancan el corazón.
                  Algún hechizo mortal
               se está haciendo contra mí,
               y fuera el conjuro tal
               que, a no haber Dios, desde aquí
               me dejara ir tras mi mal.
                  Mas Él me ha de defender,
               y no sólo del poder
               de esta tirana violencia;
               pero mi humilde inocencia
               no ha de dejar padecer.
                  Livia, el manto, porque, en tanto
               que padezco estos extremos,
               tengo de ir al templo santo,
               que tan secreto tenemos
               los fieles.

Saca el manto, y pónesele; que le vea con
él la gente


LIVIA:                    Aquí está el manto.
JUSTINA:          En él tengo de templar
               este fuego que me abrasa.
LISANDRO:      Yo te quiero acompañar.
LIVIA:         (Y yo volveré a alentar                Aparte
               en echándolos de casa.)
JUSTINA:          Pues voy a ampararme así,
               cielos, de vuestro favor,
               confío.
LISANDRO:               Vamos de aquí.
JUSTINA:       Vuestra es la causa, Señor.
               Volved por vos y por mí.

Vanse los dos, y sale MOSCÓN, que está
acechando


MOSCÓN:           ¿Fuéronse ya?
LIVIA:                           Ya se fueron
MOSCÓN:        ¡Con qué susto me tuvieron!
LIVIA:         ¿Es posible que salieras
               del aposento, y vinieras
               donde sus ojos te vieron?
MOSCÓN:           ¡Vive Dios que no he salido!
               un instante, Livia mía,
               de donde estaba escondido!
LIVIA:         Pues ¿quién el hombre sería?
MOSCÓN:        El mismo diablo habrá sido.
                  ¿Qué sé yo? No muestres ya
               por eso, mi bien, enfado.

Suspira LIVIA


LIVIA:         No es por eso.
MOSCÓN:                       ¿Qué será?
LIVIA:         ¡Qué pregunta, si ha que está
               un día entero encerrado
                  conmigo! ¿No echa de ver

Llora


               que habrá también menester
               el otro, su confidente,
               que llore hoy tenerle ausente,
               pues no lloré en todo ayer?
                  ¿Hase de pensar de mí
               que mujer tan fácil fui
               que en medio año de ausencia
               falté a la correspondencia
               que al ser quien soy ofrecí?
MOSCÓN:           ¿Qué es medio año? Un año entero
               ha ya que pudo faltar.
LIVIA:         Es engaño, pues infiero
               que yo no debo contar
               los días que no le quiero.
                  Y si de un año--¡ay de mí!--

Llorando


               te di la mitad a ti,
               fuera injuria muy crüel
               contárselo todo a él.
MOSCÓN:        Cuándo yo, ingrata, creí
                  que fuera tu voluntad
               toda mía, ¡con piedad
               haces cuentas!
LIVIA:                        Sí, Moscón,
               porque, en fin, cuenta y razón
               conserva toda amistad.
MOSCÓN:           Pues que tu constancia es tal,
               adiós, Livia, hasta mañana.
               Sólo te ruega mi mal
               que, pues eres su terciana,
               no seas su sincopal.
LIVIA:            ¿Ya no ves que no hay en mí
               malicia alguna?
MOSCÓN:                       ¿Es así?
LIVIA:         En todo hoy no me has de ver;
               mas no sea menester
               enviar mañana por ti.

Vanse, y sale CIPRIANO, con asombro, y CLARÍN,
acechando, tras él


CIPRIANO:         Sin duda se han rebelado
               en los imperios cerúleos
               las tropas de las estrellas,
               pues me niegan sus influjos.
               Comunidades ha hecho
               todo el abismo profundo,
               pues la obediencia no rinde
               que me debe por tributo.
               Una. y mil veces el viento
               estremezco a mis conjuros,
               y una y mil veces la tierra
               con mis caracteres surco,
               sin que se ofrezca a mis ojos
               el humano sol que busco,
               el cielo humano que espero
               en mis brazos.
CLARÍN:                       Eso ¿es mucho?
               Pues una y mil veces yo
               hago en la tierra dibujos,
               una y mil veces el viento
               a puras voces aturdo,
               y tampoco viene Lívia.
CIPRIANO:      Esta sola vez presumo
               volver a invocarla. Escucha,
               bella Justina.

Sale la que hace a JUSTINA, con manto, como turbada,
por una puerta, y éntrase huyendo por la otra, y va tras
ella CIPRIANO, turbado, y CLARÍN, turbado, dando vueltas con
miedo


FIGURA:                        Ya escucho;
               que, forzada de tus voces,
               aquestos montes discurro.
               ¿Qué me quieres? ¿Qué me quieres,
               Ciprïano?
CIPRIANO:                ¡Estoy confuso!
FIGURA:        Y pues que ya...
CIPRIANO:                     ¡Estoy absorto!
FIGURA:        ...he venido...
CIPRIANO:                   ¿Qué me turbo?
FIGURA:        ...de la suerte...
CIPRIANO:                     ¿Qué me espanto?
FIGURA:        ....que me halló el amor,...
CIPRIANO:                                  ¿Qué dudo?
FIGURA:        ...donde me llamas...
CIPRIANO:                          ¿Qué temo?
FIGURA:        ...y así con la fuerza cumplo
               del encanto, a lo intrincado
               del monte tu vista huyo.

Cúbrese el rostro con el manto, y vase


CIPRIANO:      Espera, aguarda, Justina.
               Mas ¿qué me asombro y discurro?
               Seguiréla, y este monte,
               donde mi ciencia la trujo,
               teatro será frondoso,
               ya que no tálamo rudo,
               del más prodigioso amor
               que ha visto el cielo.

Vase


CLARÍN:                               Abernuncio
               de mujer que viene a ser
               novia, y viene oliendo a humo.
               Pero debió de cogerla
               del encanto lo absoluto
               soplando alguna colada
               o cociendo algún menudo.
               Mas no. ¡En cocina y con manto!
               De otra suerte la disculpo.
               Sin duda debe de ser
               --ahora he dado en el punto--
               que una honrada nunca huele
               mejor cogida de susto.
               Ya la ha alcanzado, y con ella,
               de aqueste valle en lo inculto,
               luchando a brazos enteros
               --que a brazos partidos juzgo
               que hiciera mal en luchar
               el amante más forzudo--
               a este mismo sitio vuelven.
               Desde aquí acechar procuro;
               que deseo saber cómo se hace
               una fuerza en el mundo.

Escóndese, y sale CIPRIANO, trayendo abrazada
una persona cubierta con manto y con vestido parecido al de
JUSTINA, que es fácil, siendo negro este manto y vestido; y
han de venir de suerte que con facilidad se quite todo y quede un
esqueleto, que ha de volar o hundirse, como mejor pareciere, como
se haga con velocidad; si bien será mejor desaparecer por el
viento


CIPRIANO:      Ya, bellísima Justina,
               en este sitio que, oculto,
               ni el sol le penetra a rayos
               ni a soplos el aire puro,
               ya es trofeo tu belleza
               de mis mágicos estudios;
               que por conseguirte, nada
               temo, nada dificulto.
               El alma, Justina bella,
               me cuestas; pero ya juzgo,
               siendo tan grande el empleo,
               que no ha sido el precio mucho.
               Corre a la deidad el velo,
               no entre pardos, no entre oscuros
               celajes se esconda el sol;
               sus rayos ostente rubios.

Descúbrela, y ve el cadáver


               Mas--¡ay infeliz!--¿qué veo?
               Un yerto cadáver mudo
               entre sus brazos me espera!
               ¿Quién en un instante pudo,
               en facciones desmayadas
               de lo pálido y caduco,
               desvanecer los primores
               de lo rojo y lo purpúreo?
ESQUELETO:     Así, Cipriano, son
               todas las glorias del mundo.

Desaparece, y sale CLARÍN, huyendo, y abrázase
con él CIPRIANO


CLARÍN:        (Si alguien ha menester miedo,     Aparte
               yo tengo un poco y un mucho.)
CIPRIANO:      Espera, fúnebre sombra.
               Ya con otro fin te busco.
CLARÍN:        Pues yo soy fúnebre cuerpo.
               ¿No echas de verlo en el bulto?
CIPRIANO:      ¿Quién eres?
CLARÍN:                     Yo estoy de suerte
               que aun quien soy creo que dudo.
CIPRIANO:      ¿Viste en lo raro del viento
               o del centro en el profundo
               yerto un cadáver, dejando
               en señas de polvo y humo
               desvanecida la pompa
               que llena de adornos trujo?
CLARÍN:        Ahora sabes que estoy
               sujeto a los infortunios
               de acechador.
CIPRIANO:                   ¿Qué se hizo?
CLARÍN:        Deshízose luego al punto.
CIPRIANO:      Busquémosle.
CLARÍN:                     No busquemos.
CIPRIANO:      Sus desengaños procuro.
CLARÍN:        Yo no, señor.

Sale el DEMONIO


DEMONIO:                    (¡Justos cielos!       Aparte
               Si juntas un tiempo tuvo
               mi ser la ciencia y la gracia
               cuando fui espíritu puro,
               la gracia sola perdí,
               la ciencia no. ¿Cómo, injustos,
               si esto es así, de mis ciencias
               aun no me dejáis el uso?)

Sin verle


CIPRIANO:      ¡Lucero, sabio maestro!
CLARÍN:        No le llames; que presumo
               que venga en otro cadáver.
DEMONIO:       ¿Qué me quieres?
CIPRIANO:                      Que del mucho
               horror que padezco absorto
               rescates hoy mi discurso.
CLARÍN:        (Yo, que no quiero rescates,       Aparte
               por este lado me escurro.)

Vase CLARÍN


CIPRIANO:      Apenas sobre la tierra
               herida acentos pronuncio
               cuando en la acción que allá estaba
               Justina, divino asunto
               de mi amor y mi deseo
               Pero ¿para qué procuro
               contarte lo que ya sabes?
               Vino, abracéla, y al punto
               que la descubro--¡ay de mí!--
               en su belleza descubro
               un esqueleto, una estatua,
               una imagen, un trasunto
               de la muerte, que en distintas
               voces me dijo--¡oh qué susto!--,
               "Así, Ciprïano, son
               todas las glorias del mundo."
               Decir que en la magia tuya,
               por mí ejecutada, estuvo
               el engaño no es posible,
               porque yo punto por punto
               la obré, sin que errar pudiese
               de sus caracteres mudos
               una línea, ni una voz
               de sus mortales conjuros.
               Luego tú me has engañado
               cuando yo los ejecuto,
               pues sólo fantasmas hallo
               adonde hermosuras busco.
DEMONIO:       Ciprïano, ni hubo en ti
               defecto, ni en mí le hubo.
               En ti, supuesto que obraste
               el encanto con agudo
               ingenio; en mí, pues el mío
               te enseñó en él cuanto supo.
               El asombro que has tocado
               más superior causa tuvo.
               Mas no importará; que yo,
               que tu descanso procuro,
               te haré dueño de Justina
               por otros medios más justos.
CIPRIANO:      No es ése mi intento ya;
               que de tal suerte confuso
               este espanto me ha dejado
               que no quiero medios tuyos.
               Y así, pues que no has cumplido
               las condiciones que puso
               mi amor, sólo de ti quiero,
               ya que de tu vista huyo,
               que mí cédula me vuelvas,
               pues es el contrato nulo.
DEMONIO:       Yo te dije que te había
               de enseñar en este estudio
               ciencias que atraer pudiesen,
               de tus voces al impulso,
               a Justina; y pues el viento
               aquí a Justina te trujo,
               válido ha sido el contrato,
               y yo mi palabra cumplo.
CIPRIANO:      Tú me ofreciste que había
               de coger mi amor el fruto
               que sembraba mi esperanza
               por estos montes incultos.
DEMONIO:       Yo me obligué, Ciprïano,
               sólo a traerla.
CIPRIANO:                     Eso dudo;
               que a dármela te obligaste.
DEMONIO:       Yo la vi en los brazos tuyos.
CIPRIANO:      Fue una sombra.
DEMONIO:                      Fue un prodigio.
CIPRIANO:      ¿De quién?
DEMONIO:                  De quien se dispuso
               a ampararla.
CIPRIANO:                 ¿Y cúyo fue?

Temblando


DEMONIO:       No quiero decirte cuyo.
CIPRIANO:      Valdréme yo de tus ciencias
               contra ti. Yo te conjuro
               que quién ha sido me digas.
DEMONIO:       Un Dios, que a su cargo tuvo
               a Justina.
CIPRIANO:                Pues ¿qué importa
               sólo un dios, puesto que hay muchos?
DEMONIO:       Tiene Él el poder de todos.
CIPRIANO:      Luego solamente es uno,
               pues con una voluntad
               obra más que todos juntos.
DEMONIO:       No sé nada, no sé nada.
CIPRIANO:      Ya todo el pacto renuncio
               que hice contigo; y en nombre
               de aquese Dios te pregunto:
               ¿Qué le ha obligado a ampararla?

Haciéndose fuerza para no decirlo


DEMONIO:       Guardar su honor limpio y puro.
CIPRIANO:      Luego Ése es suma bondad,
               pues que no permite insultos.
               Mas ¿qué perdiera Justina
               si aquí se quedaba oculto?
DEMONIO:       Su honor, si lo adivinara
               por sus malicias el vulgo.
CIPRIANO:      Luego ese Dios todo es vista,
               pues vio los daños futuros.
               Pero ¿no pudiera ser
               ser el encanto tan sumo
               que no pudiera vencerle?
DEMONIO:       No, que su poder es mucho.
CIPRIANO:      Luego ese Dios todo es manos,
               pues que cuanto quiso pudo.
               Dime, ¿quién es ese Dios,
               en quien he topado juntos
               ser una suma bondad,
               ser un poder absoluto,
               todo vista y todo manos,
               que ha tantos años que busco?
DEMONIO:       No lo sé.
CIPRIANO:                Dime quién es.
DEMONIO:       ¡Con cuánto horror lo pronuncio!
               Es el Dios de los cristianos.
CIPRIANO:      ¿Qué es lo que moverle pudo
               contra mí?
DEMONIO:                  Serlo Justina.
CIPRIANO:      ¿Pues tanto ampara a los suyos?

Con rabia


DEMONIO:       Sí, mas ya es tarde, ya es tarde
               para hallarle tú, si juzgo
               que, siendo tú esclavo mío,
               no has de ser vasallo suyo.
CIPRIANO:      ¡Yo tu esclavo!
DEMONIO:                        En mi poder
               tu firma está.
CIPRIANO:                     Ya presumo
               cobrarla de ti, pues fue
               condicional, y no dudo
               quitártela.
DEMONIO:                   ¿De qué suerte?
CIPRIANO:      De esta suerte.

Saca la espada, tírale y no le topa


DEMONIO:                       Aunque desnudo
               el acero contra mí
               esgrimas fiero y sañudo,
               no me herirás; y porqué
               desesperen tus discursos,
               quiero que sepas que ha sido
               el Demonio el dueño tuyo.
CIPRIANO:      ¿Qué dices?
DEMONIO:                    Que yo lo soy.
CIPRIANO:      ¡Con cuánto asombro te escucho!
DEMONIO:       Para que veas, no sólo
               que esclavo eres, pero cúyo.
CIPRIANO:      ¡Esclavo yo del Demonio!
               ¿Yo de un dueño tan injusto?
DEMONIO:       Sí, que el alma me ofreciste,
               y es mía desde aquel punto.
CIPRIANO:      ¿Luego no tengo esperanza,
               favor, amparo o seguro
               que tan gran delito pueda
               borrar?
DEMONIO:               No.
CIPRIANO:                  Pues ya ¿qué dudo?
               No ociosamente en mi mano
               esté aqueste acero agudo;
               pasándome el pecho, sea
               mi voluntario verdugo.
               Mas ¿qué digo? Quien de ti
               librar a Justina pudo
               ¿a mí no podrá librarme?
DEMONIO:       No, que es contra ti tu insulto;
               y Él no ampara los delitos,
               las virtudes sí.
CIPRIANO:                       Si es sumo
               su poder, el perdonar
               y el premiar será en Él uno.
DEMONIO:       También lo será el premiar
               y el castigar, pues es justo.
CIPRIANO:      Nadie castiga al rendido:
               yo lo estoy, pues le procuro.
DEMONIO:       Eres mi esclavo, y no puedes
               ser de otro dueño.
CIPRIANO:                         Eso dudo.
DEMONIO:       ¿Cómo, estando en mi poder
               la firma que con dibujos
               de tu sangre escrita tengo?
CIPRIANO:      Él que es poder absoluto
               y no depende de otro
               vencerá mis infortunios.
DEMONIO:       ¿De qué suerte?
CIPRIANO:                     Todo es vista,
               y verá el medio oportuno.
DEMONIO:       Yo la tengo.
CIPRIANO:                   Todo es manos.
               Él sabrá romper los nudos.
DEMONIO:       Dejaréte yo primero
               entre mis brazos difunto.

Luchan


CIPRIANO:      ¡Grande Dios de los cristianos!
               A Ti en mis penas acudo.

Arrójale de sus brazos


DEMONIO:       Ése te ha dado la vida.
CIPRIANO:      Más me ha de dar, pues le busco.

Vase cada uno por su puerta, y salen el GOBERNADOR y
su GENTE, y FABIO haga relación sin barba

GOBERNADOR:       ¿Cómo ha sido la prisión?
FABIO:         Todos en su iglesia estaban
               escondidos, donde daban
               a su Dios adoración.
                  Llegué con armadas gentes,
               toda la casa cerqué,
               prendílos, y los llevé
               a cárceles diferentes;
                  y el suceso, en fin, concluyo
               con decir que en esta ruina
               prendí a la hermosa Justina
               y a Lisandro, padre suyo.
GOBERNADOR:       Pues si riquezas codicias,
               puestos, honores y más,
               ¿cómo esas nuevas me das,
               Fabio, sin pedirme albricias?
FABIO:            Si así estimas mis sucesos,
               las que me has de dar no ignoro.
GOBERNADOR:    Di.
FABIO:             La libertad de Floro
               y Lelio, que tienes presos.
GOBERNADOR:       Aunque yo con su castigo
               parece que escarmentar
               quise todo este lugar,
               si la verdad, Fabio, digo,
                  otra es la causa por qué
               presos han vivido un año,
               y es que así de Lelio el daño
               como padre aseguré.
                  Floro, su competidor,
               tiene deudos poderosos;
               y estando los dos celosos
               y empeñados en su amor,
                  temí que habían de volver
               otra vez a la cuestión;
               y hasta quitar la ocasión,
               no me quise resolver.
                  Con este intento buscaba
               algún color con que echar
               a Justina del lugar;
               pero nunca le topaba.
                  Y pues su virtud fingida
               no sólo ocasión me da
               hoy de desterrarla ya,
               mas de quitarla la vida.
                  No estén más presos; y así
               a sus prisiones irás,
               y con brevedad traerás
               a Lelio y a Floro aquí.
FABIO:            Beso mil veces tus pies.
               ¡Qué merced tan peregrina!

Vase FLORO


GOBERNADOR:    Ya está en mi poder Justina,
               presa y convencida; pues
                  ¿qué espera mi rabia fiera,
               que ya en ella no ha vengado
               los enojos que me ha dado?
               A sangrientas manos muera
                  de un verdugo.

A un CRIADO


                                Vos, mirad
               Que aquí la traigáis os mando
               hoy a la vergüenza dando
               escándalo a la ciudad;
                  porque si en palacio está,
               nada a darla vida baste.

Salen FABIO, LELIO y FLORO


FABIO:         Los dos por quien envïaste
               están a tus plantas ya.
LELIO:            Yo, que al fin sólo deseo
               parecer tu hijo esta vez,
               no te miro como juez,
               con los temores de reo,
                  sino como padre airado,
               con los temores de hijo
               obediente.
FLORO:                    Y yo colijo,
               viéndome de ti llamado,
                  que es para darme, señor,
               castigos que no merezco.
               Pero a tus plantas me ofrezco.
GOBERNADOR:    Lelio, Floro, mi rigor
                  justo con los dos ha sido,
               porque, si no os castigara,
               padre, no juez me mostrara.
               Pero teniendo entendido
                  que en los nobles no duró
               nunca el enojo, y que ya
               quitada la causa está,
               intento piadoso yo
                  haceros amigos luego.
               En muestras de la amistad
               aquí los brazos os dad.
LELIO:         Yo el venturoso a ser llego
                  en ser hoy de Floro amigo.
FLORO:         Y yo de que lo seré
               doy mano y palabra.
GOBERNADOR:                        En fe
               de eso a libraros me obligo,
                  que si el desengaño toco
               que de vuestro amor tenéis,
               no dudo que lo seréis.

Dentro


DEMONIO:       ¡Guarda el loco! ¡Guarda el loco!
GOBERNADOR:       ¿Qué es esto?
LELIO:                          Yo lo iré a ver.

LELIO va a la puerta, y vuelve luego


GOBERNADOR:    En palacio tanto ruido,
               ¿de qué puede haber nacido?
FLORO:         Gran causa debe de ser.


LELIO:            Aqueste ruido, señor,
               --escucha un raro suceso--
               es Ciprïano, que al cabo
               de tantos días ha vuelto
               loco y sin juicio a Antioquía.
FLORO:         Sin duda que de su ingenio
               la sutileza le tiene
               en aqueste estado puesto.
TODOS:         ¡Guarda el loco, guarda el loco!

Salen TODOS, y CIPRIANO, medio desnudo


CIPRIANO:      Nunca yo he estado más cuerdo;
               que vosotros sois los locos.
GOBERNADOR:    Ciprïano, pues, ¿qué es esto?
CIPRIANO:      Gobernador de Antioquía,
               virrey del gran césar Decio,
               Floro y Lelio, de quien
               fui amigo tan verdadero,
               nobleza ilustre, gran plebe,
               estadme todos atentos;
               que por hablaros a todos
               juntos a palacio vengo.
               Yo soy Ciprïano; yo
               por mi estudio y por mi ingenio
               fui asombro de las escuelas,
               fui de las ciencias portento.
               Lo que de todas saqué
               fue una duda, no saliendo
               jamás de una duda sola
               confuso mi entendimiento.
               Vi a Justina, y en Justina
               ocupados mis afectos,
               dejé a la docta Minerva
               por la enamorada Venus.
               De su virtud despedido,
               mantuve mis sentimientos
               hasta que, mi amor pasando
               de un extremo en otro extremo,
               a un huésped mío, que el mar
               le dio mis plantas por puerto,
               por Justina ofrecí el alma,
               porque me cautivó a un tiempo
               el amor con esperanzas,
               y con ciencias el ingenio.
               De éste discípulo he sido,
               estas montañas viviendo,
               a cuya docta fatiga
               tanta admiración le debo
               que puedo mudar los montes
               desde un asiento a otro asiento;
               y aunque puedo estos prodigios
               hoy ejecutar, no puedo
               atraer una hermosura
               a la voz de mi deseo.
               La causa de no poder
               rendir este monstruo bello
               es que hay un Dios que la guarda,
               en cuyo conocimiento
               he venido a confesarle
               por el más sumo y inmenso.
               El gran Dios de los cristianos
               es el que a voces confieso;
               que aunque es verdad que yo agora
               esclavo soy del infierno,
               y que con mi sangre misma
               hecha una cédula tengo,
               con mi sangre he de borrarla
               en el martirio que espero.
               Si eres juez, si a los cristianos
               persigues duro y sangriento,
               yo lo soy; que un venerable
               anciano, en el monte mesmo,
               el carácter me imprimió
               que es su primer sacramento.
               Ea, pues, ¿qué aguardas? Venga
               el verdugo, y de mi cuello
               la cabeza me divida,
               o con extraños tormentos
               acrisole mi constancia;
               que yo rendido y resuelto
               a padecer dos mil muertes
               estoy, porque a saber llego
               que, sin el gran Dios que busco,
               que adoro y que reverencio,
               las humanas glorias son polvo,
               humo, ceniza y viento.

Déjase CIPRIANO caerse boca abajo en el suelo


GOBERNADOR:    Tan absorto, Ciprïano,
               me deja tu atrevimiento
               que, imaginando castigos,
               a ninguno me resuelvo.

Pisándole


               Levántate.
FLORO:                   Desmayado,
               es una estatua de hielo.

Sacan presa a JUSTINA


CRIADO:        Aquí está, señor, Justina.
GOBERNADOR:    (Verla la cara no quiero.)         Aparte
               Con ese vivo cadáver
               todos sola la dejemos;
               porque, cerrados los dos,
               quizá mudarán de intento,
               viéndose morir el uno
               al otro; o sañudo y fiero,
               si no adoraren mis dioses,
               morirán con mil tormentos.

Vase el GOBERNADOR


LELIO:         Entre el amor y el espanto
               confuso voy y suspenso.

Vase LELIO


FLORO:         Tanto tengo que sentir
               que no sé qué es lo que siento.

Vase FLORO


JUSTINA:       ¿Todos os vais sin hablarme?
               Cuando yo contenta vengo
               a morir, ¡aun no me dais
               muerte, porque la deseo!

Yendo tras ellos, ve a CIPRIANO


               Mas sin duda es mi castigo,
               cerrada en este aposento,
               darme muerte dilatada,
               acompañada de un muerto,
               pues sólo un cadáver me hace
               compañía. ¡Oh tú, que al centro
               de donde saliste vuelves,
               dichoso tú, si te ha puesto
               en este estado la fe
               que adoro!
CIPRIANO:                 Monstruo soberbio,
               ¿qué aguardas que no desatas
               mi vida en...?

Vela CIPRIANO, y levántase


                           ¡Válgame el cielo!
               (¿No es Justina la que miro?)      Aparte
JUSTINA:       (¿No es Cipriano el que veo?)      Aparte
CIPRIANO:      (Mas no es ella, que en el aire    Aparte
               la finge mi pensamiento.)
JUSTINA:       (Mas no es él: por divertirme,   Aparte
               fantasmas me finge el viento.)

Recelándose uno de otro


CIPRIANO:      Sombra de mi fantasía...
JUSTINA:       Ilusión de mi deseo...
CIPRIANO:      ...asombro de mis sentidos...
JUSTINA:       ...horror de mis pensamientos...
CIPRIANO:      ...¿qué me quieres?
JUSTINA:                          ...¿qué me quieres?
CIPRIANO:      Ya no te llamo. ¿A qué efecto
               vienes?
JUSTINA:                 ¿A qué efecto tú
               me buscas? Ya en ti no pienso.
CIPRIANO:      Yo no te busco, Justina.
JUSTINA:       Ni yo a tu llamado vengo.
CIPRIANO:      Pues ¿cómo estás aquí?
JUSTINA:                              Presa.
               ¿Y tú?
CIPRIANO:             También estoy preso.
               Pero tu virtud, Justina,
               dime, ¿qué delito ha hecho?

Cóbranse los dos


JUSTINA:       No es delito, pues ha sido
               por el aborrecimiento
               de la fe de Cristo, a quien
               como a mi Dios reverencio.
CIPRIANO:      Bien se lo debes, Justina;
               que tienes un Dios tan bueno
               que vela en defensa tuya.
               Haz tú que escuche mis ruegos.
JUSTINA:       Sí hará, si con fe le llamas.
CIPRIANO:      Con ella le llamo; pero
               aunque de él no desconfío,
               mis extrañas culpas temo.
JUSTINA:       Confía.
CIPRIANO:             ¡Ay, qué inmensos son
               mis delitos!
JUSTINA:                     Más inmensos
               son sus favores.
CIPRIANO:                       ¿Habrá
               para mí perdón?
JUSTINA:                      Es cierto.
CIPRIANO:      ¿Cómo, si el alma he entregado
               al demonio mismo en precio
               de tu hermosura?
JUSTINA:                        No tiene
               tantas estrellas el cielo,
               tantas arenas el mar,
               tantas centellas el fuego,
               tantos átomos el día,
               ni tantas plumas el viento,
               como Él perdona pecados.
CIPRIANO:      Así, Justina,  creo,
               y por Él daré mil vidas.
               Pero la puerta han abierto

Saca FABIO a CLARÍN, MOSCÓN y LIVIA


FABIO:         Entrad, que con vuestros amos
               aquí habéis de quedar presos.

Vase FABIO


LIVIA:         Si ellos quieren ser cristianos,
               ¿acá qué culpa tenemos?
MOSCÓN:        Mucha; que los que servimos
               harto gran delito hacemos.
CLARÍN:        Huyendo del monte, vine
               de un riesgo a dar a otro riesgo.

Sale un CRIADO


CRIADO:        A Justina y a Ciprïano
               el gobernador Aurelio
               llama.
JUSTINA:              ¡Dichosa seré
               si es para el fin que deseo! -
               No te acobardes, Ciprïano.
CIPRIANO:      Fe, valor y ánimo tengo;
               que si de mi esclavitud
               la vida ha de ser el precio,
               quien el alma dio por ti,
               ¿qué hará en dar por Dios el cuerpo?
JUSTINA:       Que en la muerte te querría
               dije; y pues a morir llego
               contigo, Ciprïano, ya
               cumplí mis ofrecimientos.

Vanse, y quedan los tres solos


MOSCÓN:        ¡Qué contentos a morir
               se van!
LIVIA:                   Mucho más contentos
               los tres a vivir quedamos.
CLARÍN:        No mucho; que falta un pleito
               que averiguar; y aunque aquésta
               no es ocasión, por si luego
               no hay lugar, no será justo
               que echemos a mal el tiempo.
MOSCÓN:        ¿Qué pleito es ése?
CLARÍN:                           Yo he estado
               ausente...
LIVIA:                   Di.
CLARÍN:                     ...un año entero,
               y un año Moscón ha sido
               sin mi intermisión tu dueño;
               y a rata por cantidad,
               para que iguales estemos,
               otro año has de ser mía.
LIVIA:         ¿Pues de mí presumes eso,
               que había de hacerte ofensa?
               Los días lloraba enteros
               que me tocaba llorar.
MOSCÓN:        Y yo soy testigo de ello;
               que el día que no era mío
               guardé a tu amistad respeto.
CLARÍN:        Eso es falso, porque hoy
               no lloraba cuando dentro
               de su casa entré, y con ella
               estabas tú muy de asiento.
LIVIA:         No era hoy día de plegaria.
CLARÍN:        Sí era, que, si bien me acuerdo,
               el día que me ausenté
               era mío.
LIVIA:                   Ése fue yerro.
MOSCÓN:        Ya sé en lo que el yerro ha estado.
               Éste fue año de bisiesto
               y fueron pares los días.
CLARÍN:        Yo me doy por satisfecho,
               porque no lo ha de apurar
               todo el hombre. Mas ¿qué es esto?

Suena gran ruido de tempestad, y salen TODOS,
alborotados


LIVIA:         La casa se viene abajo.
MOSCÓN:        ¡Qué confusión! ¡Qué portento!
GOBERNADOR:    Sin duda se ha desplomado
               la máquina de los cielos.

Durando la tempestad


FABIO:         Apenas en el cadalso
               cortó el verdugo los cuellos
               de Ciprïano y de Justina
               cuando hizo sentimiento
               toda la tierra.
LELIO:                         Una nube,
               de cuyo abrasado seno
               abortos horribles son
               los relámpagos y truenos,
               sobre nosotros cae.
FLORO:                             De ella
               un disforme monstruo horrendo
               en las escamadas conchas
               de una sierpe sale, y, puesto
               sobre el cadalso, parece
               que nos llama a su silencio.

Esto se haga como mejor pareciere.  El cadalso se
descubrirá con las cabezas y cuerpos, y el DEMONIO en alto,
sobre una sierpe


DEMONIO:       Oíd, mortales, oíd
               lo que me mandan los cielos
               que en defensa de Justina
               haga a todos manifiesto.
               Yo fui quien, por disfamar
               su virtud, formas fingiendo,
               su casa escalé, y entré
               hasta su mismo aposento;
               y porque nunca padezca
               su honesta fama desprecios,
               a restitüir su honor
               de aquesta manera vengo.
               Ciprïano, que con ella
               yace en feliz monumento,
               fue mi esclavo; mas, borrando
               con la sangre de su cuello
               la cédula que me hizo,
               ha dejado en blanco el lienzo;
               y los dos, a mi pesar,
               a las esferas subiendo
               del sacro solio de Dios,
               viven en mejor imperio.
               Ésta es la verdad, y yo
               la digo, porque Dios mesmo
               me fuerza a que yo la diga,
               tan poco enseñado a hacerlo.

Cae velozmente, y húndese el DEMONIO


LELIO:         ¡Qué asombro!
FLORO:                      ¡Qué confusión!
LIVIA:         ¡Qué prodigio!
MOSCÓN:                       ¡Qué portento!
GOBERNADOR:    Todos éstos son encantos
               que aqueste mágico ha hecho
               en su muerte.
FLORO:                        Yo no sé
               si los dudo o si los creo.
LELIO:         A mí me admira el pensarlos.
CLARÍN:        Yo solamente resuelvo
               que, si él es mágico, ha sido
               el mágico de los cielos.
MOSCÓN:        Pues dejando en pie la duda
               del bien partido amor nuestro
               a el mágico prodigioso
               pedid perdón de los yerros.


FIN DE LA COMEDIA