17/9/14

El Jardín de los cerezos. Anton Chejov.





















Anton Chejov
El Jardín de los cerezos


PERSONAJES
Liubov Andreevna Ranevskaia, terrateniente.
Ania, su hija, de dieciséis años.
Varia, su hija adoptiva, de veintidós años.
Leonid Andreevich Gaev, su hermano.
Ermolai Alekseevich Lopajin, comerciante.
Piotr Sergueevich Tropimov, estudiante.
Boris Borisovich Simeonov Pischik, terrateniente.
Scharlotta Ivanovna, institutriz.
Semion Panteleevich Epijodov, escribiente.
Duniascha, doncella.
Firs, Lacayo, Anciano de ochenta y siete años.
Iascha, lacayo joven.
Un Transeúnte
Una Empleada de Correos.
El Jefe de Estación.
Invitados.
Servidumbre.



La acción tiene lugar en la hacienda
de L. A. Ranevskaia.


ACTO PRIMERO
Habitación llamada en tiempos "cuarto de los niños". Una de sus puertas abre
sobre la alcoba de Ania. El sol está próximo a salir. Es ya mayo, En el jardín
florecen los cerezos, pero hace frío. Las ventanas se mantienen aún cerradas.




ESCENA PRIMERA
Entran Duniascha y Lopajin, el uno con un libro y la otra con una vela en la
mano.

Lopajin: ¡Gracias a Dios que ha llegado el tren! ¿Qué hora es?
Duniascha: Van a dar las dos (Apagando la vela). Ya hay claridad.
Lopajin: ¿Cuánto retraso ha traído, entonces?... Por lo menos dos horas.
(Bostezando y estirándose). ¡También yo soy bueno!...¡Qué manera
de hacer el tonto!...¡Vengo aquí ex profeso para ir a buscarlos a la
estación, y me duermo! ¡Me duermo sentado!... ¡Qué fastidio!...¡Si a
ti, al menos, se te hubiera ocurrido despertarme!...
Duniascha: ¡Creía que se había usted marchado! (escuchando) Me parece que
aquí vienen ya.
Lopajin: (escuchando a su vez) No...Habrá que sacar el equipaje y hacer otra
porción de cosas...(Pausa) ¡Cinco años ha pasado Liubuv Andreevna
en el extranjero!...Yo no sé cómo estará ahora...¡Es una persona muy
buena!... De carácter fácil..., sencillo... Recuerdo que una vez...,
cuando era un chiquillo de unos quince años..., mi difunto padre, que
tendía entonces una tienda aquí, en la aldea, me pegó un puñetazo
en la cara y me empezó a sangrar la nariz... No sé por qué habíamos
ido al patio..., y estaba algo bebido... Pues bien, Liubov Andreeevna -
lo recuerdo como si fuera ayer-, todavía jovencita y muy delgadita...,
me trajo aquí, al lavabo..., en este mismo "cuarto de los niños"..."¡No
llores, "mujichok!" -me decía- ¡Pronto se te pasará! (Pausa) mientras
yo estoy aquí ahora de chaleco blanco y zapatos marrones...¡Claro
que "aunque la mona se vista de seda"!...¡Pero, eso sí..., soy rico!
¡Tengo mucho dinero..., aunque, si se pone uno a pensarlo y a
cavilarlo..., la verdad es que no soy más que un "mujik" (Hojeando el
libro) ¡Este libro, por ejemplo!..., ¡Me puse a leerlo y no entendí una
palabra! ¡Me quedé dormido leyéndolo! (Pausa).
Duniascha: Los perros han estado despiertos toda la noche. Sienten la venida de
los amos.
Lopajin: ¡Qué te pasa Duniascha?... ¡Por qué estás tan...?
Duniascha: ¡Me tiemblan las manos! ¡Me voy a desmayar!
Lopajin: ¡Pues no eres poco delicada!... Te vistes, además, como una
señorita..., ¡y llevas un peinado!...¡Eso no puede ser!...¡Tiene uno
que tener presente lo que es uno!... (Entra Epijodov con un ramo de
flores. Viste americana y calza unas relucientes botas que le
rechinan fuertemente cuando anda. Al entrar se le cae al suelo el
ramo).
Epijodov: (Recogiéndolo) Lo envía el jardinero. Dice que es para colocarlo en
el comedor. (Entrega a Duniascha el ramo).
Lopajin: ¡Tráeme un poco de "kvas"! 1
Duniascha: Lo que usted mande (sale).
Epijodov: ¡A estas horas estamos ya a tres grados bajo cero y tenemos los
1cerezos en flor! ¡No me es posible aprobar este clima nuestro!...(suspira) ¡Sí..., Ermolai Alekseich!... ¡Permítame que le diga, además..., que anteayer me compré estas botas que, me atrevo
a asegurarle, rechinan de un modo insoportable!...¡No sé con qué
engrasarlas!


1 Bebida típica rusa sin alcohol
Lopajin: ¡Déjame!... Me estás aburriendo.
Epijodov: ¡No hay día que no me ocurra una desgracia!...
¡He llegado a no lamentarme de ello siquiera!... ¡Estoy
acostumbrado, y hasta me sonrío! (Entra Duniascha, que sirve
"kvas" a Lopajin). Me marcho. (Tropieza con una silla y la hace caer
al suelo) ¡Ya!... (Con aire triunfante) ¿Lo ve usted?... Perdón por el
incidente..., dicho sea de paso... ¡Este sencillamente notable! (Sale).
Duniascha: ¿Sabe, Ermolai Alekseich?... Tengo que confesarle que Epijodov me
ha pedido en matrimonio...
Lopajin: ¡Ahá!...
Duniascha: Yo no sé qué hacer... Es un hombre tranquilo; pero, a veces, se pone
a hablar y no hay quien le entienda... Muy bien, eso sí, con mucho
sentimiento..., pero de un modo incomprensible...¡A mí también
parece que me gusta!... ¡Me quiere con locura!... ¡Es un hombre muy
desgraciado! ¡No hay día que no le ocurra alguna mala suerte!... Por
eso -para mofarse de él- se le llama aquí "las veintidós desdichas".
Lopajin: (Escuchando) Parece que ya llegan.
Duniascha: Llegan, sí... ¡Vaya! ¡No sé lo que me pasa!... ¡Me he quedado toda
fría!
Lopajin: En efecto, llegan. Salgamos a recibirles. ¿Me reconocerá ella? ¡Son
cinco los años que hace ya que no nos vemos!
Duniascha: (Nerviosa) ¡Me voy a caer! (Se oye a dos coches detenerse ante la
casa. Lopajin y Duniascha salen precipitadamente. El escenario
queda vacío. De los aposentos inmediatos comienza a llegar ruido.
Firs, de vuelta de la estación, adonde ha ido a esperar a Liubov
Andreevna, atraviesa la escena de prisa, apoyándose en un bastón.
Va cubierto de una vieja librea y tocado con un sombrero de copa.
Habla para sus adentros y es imposible distinguir una sola de sus
palabras. El ruido, al otro lado del escenario, aumenta por momentos.
Una voz dice: "¡Por aquí!...¡Venga por aquí!")

ESCENA II
Entran en escena Liubov Andreevna, Ania y Scharlotta Ivanovna (ésta
conduciendo a un perrito de una cadena), vestida de viaje. Varia lleva un abrigo y
un pañuelo a la cabeza. Gaev, Simeonov-Pischik, Lopajin y Duniascha,
cargada con un bulto y un paraguas, y algunos criados transportando equipaje.
Ania: ¡Entremos aquí! ¿Te acuerdas, mamá, qué cuarto es este?
Liubov Andreevna: (Entre lágrimas, pero alegremente) ¡El cuarto de los niños!
Varia: ¡Qué frío hace! ¡Tengo las manos heladas! (A Liubov Andreevna)
¡Sus habitaciones, la blanca y la violeta, siguen como antes,
mamaíta!
Liuvob Andreevna: ¡El cuarto de los niños!...¡Mi querido.. mi maravilloso
cuarto!...¡Aquí dormía yo de niña! (Llora) ¡También ahora soy como
una niña! (Besa a su hermano, a Varia y luego otra vez a su
hermano) ¡Varia está como siempre!... ¡Parecida a una monjita!... ¡A
Duniascha también la he reconocido! (Besa a Duniascha) ¡Y el tren
llegando con dos horas de retraso! ¿Qué les parece?...¡Vaya
organización!
Scharlotta: (A Pischik) ¡También come nueces mi perro!
Pischik: (En tono de asombro) ¡Qué me dice! (Salen todos, salvo Ania y
Duniascha).
Duniascha:(Ayudando a Ania a quitarse el abrigo y el sombrero)
¡Con qué impaciencia la esperábamos!
Ania: En las cuatro noches que llevo de viaje no he dormido. Ahora tengo
mucho frío.
Duniascha: ¡Cuando se marchó usted, era Cuaresma!...¡Estaba nevando y
helaba! ¡Ahora, en cambio!... ¡Querida mía! (riendo y besándola)
¡Con qué ilusión la esperaba! ¡Mi alegría! ¡Mi lucero!... Voy a
decírselo en seguida. No tengo paciencia para esperar ni un minuto
más.
Ania: (Con voz apagada) ¿Otra vez algo?...
Duniascha: Epijodov, el escribiente, después de Semana Santa, me ha pedido en
matrimonio.
Ania: ¡Siempre estás con lo mismo! (Arreglándose el cabello) Se me han
perdido todas las horquillas. (El cansancio la hace tambalearse),
Duniascha: ¡No sé ya ni qué pensar!...¡Él me quiere..., me quiere tanto!...
Ania: (Contemplando con ternura su habitación a través de la puerta). ¡Mi
cuarto! ¡Mis ventanas! ¡Tengo la impresión de no haberme
marchado!...¡Estoy en casa!... ¡Mañana por la mañana, cuando me
levante, correré al jardín...¡Oh, si pudiera dormirme!...¡No he dormido
en todo el viaje! ¡Me consumía la preocupación!.
Duniascha: Anteayer llegó Piotr Segueich.
Ania: (Con alegría) ¡Petia!
Duniascha: Duerme y hace la vida en la caseta de baño. Dice que teme molestar.
(Mirando su reloj de bolsillo) Habría que despertarlo; pero no lo
permite Varvara Mijailovna. "¡No lo despiertes!", me dijo.

ESCENA III
Entra Varia. De su cinturón cuelga un manojo de llaves.
Varia: Duniascha, trae pronto el café. Mamaíta está pidiéndolo.
Duniascha: Ahora mismito. (Sale)
Varia: ¡Bueno..., pues, gracias a Dios, ya habéis llegado! (Cariñosamente).
¡Mi almita ha llegado!... ¡Mi preciosa ha llegado!...
Ania: ¡No sabes lo que he pasado!
Varia: Me lo imagino.
Ania: Salí de aquí en Semana Santa..., en pleno frío. Scharlotta se pasó
todo el viaje charlando..., haciendo juegos de manos...¡No sé por qué
me obligaste a ir acompañada de Scharlotta!
Varia: ¿Cómo vas a viajar sola, almita mía?... ¡A los diecisiete años!
Ania: Pues verás... Llegamos a París... Allí, frío...,nieve... ¡Yo hablo
horriblemente el francés!... Mamá vive en un quinto piso... Voy y me
encuentro con que tiene visitas; unas francesas y un sacerdote viejo,
con un libro... Todo está lleno de homo de tabaco... Y, de repente...,
¡me da tal lástima de mamá..., tal lástima!..., que cojo su cabeza
entre mis manos, la estrecho contra mí y no puedo soltarla...
Después, mamá estuvo muy cariñosa..., llorando...
Varia: (Entre lágrimas) No me lo cuentes... No me lo cuentes....
Ania: Había vendido ya su casa de campo junto a Menton y no le quedaba
nada. ¡Nada!... A mi tampoco me quedaba ni una “ kopeika” ...
¡Apenas si nos había alcanzado para llegar hasta allá!... ¡Y mamá sin
comprenderlo!... Figúrate que entramos a comer en la estación y no
solo pide lo más caro, sino que después da un rublo de propina a
cada uno de los camareros... ¡También Scharlotta, también Iascha,
exigen lo suyo!... Sencillamente terrible... Tú sabes que mamá sigue
con su lacayo, Iascha. Le hemos traído con nosotras.
Varia: Ya he visto al muy bribón.
Ania: Bueno..., ¿y qué?... ¿Se pagaron los intereses?
Varia: ¡Muy lejos de eso!
Ania: ¡Dios mío! ¡Dios mío!...
Varia: En agosto se va a vender la hacienda.
Ania: ¡Dios mío!
Lopajin: (Con un mugido, asomando la cabeza por la puerta y retirándola en
seguida) ¡Méeee!...
Varia: (Entre lágrimas) ¡Con qué gusto le pegaría! (Le amenaza con el
puño)
Ania: (En voz baja abrazando a Varia) ¡Varia!... ¿Te pidió que te casaras
con él? (Varia mueve negativamente la cabeza) ¡Pero te quiere! ¿Por
qué no tenéis una explicación? ¿A qué esperáis?
Varia: Creo que de ahí no saldrá nada... El trabaja mucho y no puede
pensar en mi persona... No se fija en mí... ¡Vaya con Dios!... ¡Verle
me entristece!... ¡Todos son a hablar de nuestra boda..., a
felicitarnos, cuando en realidad no hay nada!...¡Es enteramente un
sueño!... (Cambiando de tono) Tienes un broche que parece una
abejita.
Ania: (Tristemente) Me lo ha comprado mamá...(Con alegría y en tono
infantil) ¡En París he volado en globo!
Varia: ¡Mi almita ha llegado!... ¡Mi preciosa ha llegado!... (Duniascha ha
entrado con la cafetera, y está preparando el café). Yo en medio de
los trajines de la casa, me paso todo el día soñando... ¡Qué bueno
sería que te casaras con un hombre rico!... ¡Entonces me sentiría
tranquila, me iría de peregrinación a Kiev y a Moscú, y estaría
siempre recorriendo lugares santos!... ¡No haría más que recorrerlos!
¡Qué delicia!
Ania: Los pájaros cantan ya en el jardín. ¿Qué hora es?
Varia: Con seguridad cerca de las tres. La hora de que te acuestes, bonita.
(Entran en la habitación de Ania. Aparece Iascha trayendo una manta
y un saquillo de viaje).
Iascha: (Entrando en escena con paso respetuoso) ¿Se puede pasar?
Duniascha: ¡Una ya ni le reconoce!...¡Cómo se ha puesto usted en el extranjero!
Iascha: Y usted ¿quién es?
Duniascha: Cuando usted se marchó, yo era así. (Indica con la mano extendida,
una pequeña altura) Soy Duniascha. La hija de Fedor Kosoedov...
¡Usted ya ni se acuerda!
Iascha: Hum... ¡Qué manzanita!... (Después de mirar a su alrededor, la
abraza. Ella lanza un grito y deja caer el platillo. Iascha sale
apresuradamente).
Varia: (Desde el otro lado de la puerta, y en tono de descontento). ¿Qué ha
pasado ahí?.
Duniascha: (Llorando) ¡Nada! ¡Es un platito que se me ha roto!
Varia: ¡Eso trae buena suerte!
Ania: (Saliendo de su cuarto) Habría que preparar a mamá... Petia está
aquí...
Varia: Mandé que no le despertaran.
Ania: (Pensativamente) ¡Un mes después de hacer seis años de la muerte
de mi padre, Grischa, mi hermano..., un guapo chiquillo de siete
años..., se ahogó en el río!... ¡Mamá no pudo soportarlo y se fue sin
volver la vista atrás!... (Estremeciéndose) ¡Cómo la comprendo!... ¡Si
supiera!... (Pausa) ¡Petia Trofimov fue profesor de Grischa!... ¡Puede
recordarle!...

ESCENA IV
Entra Firs, de americana y chaleco blanco.
Firs: (Yendo hacia la cafetera, con aire preocupado). ¿Está el café?
(Poniéndose unos guantes blancos) La señora va a tomarlo aquí (A
Duniascha, en tono severo). ¡Tú! ¿Dónde está la nata?
Duniascha: ¡Ay!... ¡Dios mío!... (Sale precipitadamente)
Firs: (Trasteando junto a la cafetera). ¡Ah!...¡Qué mujer más patosa!...
(Mascullando para sí) Han llegado de París, En silla de posta.... (Ríe)
Varia: ¿De qué te ríes, Firs?
Firs: ¿Qué se le ofrece? (En tono alegre) ¡Mi señora está aquí!... ¡Por
fin!... ¡Ya puede uno morirse! (Llora de contento).

ESCENA V
Entran Liubov Andreevna, Gaev y Simbonov-Pischik, este vestido con una
"poddiovka" (1) de paño fino y con los anchos pantalones remetidos por las
polainas de las botas. Gaev, al entrar, hace un gesto que imita la postura del juego
de billar.
Liubov Andreevna: ¿Cómo era?... Deja que recuerde... "El amarillo al rincón; el
mingo al centro"...
Gaev: Y yo apunto al rincón...En tiempos, mi hermana y yo dormíamos en
este mismo cuarto... Ahora, aunque me resulte raro, tengo ya
cincuenta y un años...
Lopajin: ¡Es verdad! ¡Cómo corre el tiempo!...
Gaev: ¿Qué dices?
Lopajin: Digo que el tiempo corre.
Gaev: Huele a hierbas aromáticas.
Ania: Yo me voy a dormir (Besando a su madre). Buenas noches, mamá.
Liubov Andreevna: ¡Criaturita mía adorada! (Le besa las manos) ¿Estás contenta
de verte en casa?... Yo todavía no he podido reaccionar.
Ania: Adiós, tío.
Gaev: (Besándola en el rostro y en las manos) ¡Dios te guarde!... ¡Cómo te
pareces a tu madre!... Tú, Liuba, a su edad eras igual. ¡Exactamente
igual! (Ania tiende la mano a Lopajin y a Pischik y sale, cerrando la
puerta tras de sí).
Liubov Andreevna: ¡Se ha cansado mucho!
Pischik: Es natural... Ha sido un viaje muy largo.
Varia: (A Lopajin y a Pischik) Bueno, señores... Son casi las tres... La hora
de que todo el mundo se retire.
Liubov Andreevna: (Riendo) Tú siempre la misma, Varia. (Atrayéndola hacia sí y
besándola) En cuanto tome el café, nos marcharemos todos. (A Firs,
que le coloca un almohadoncito bajo los pies). Gracias, querido... Me
he acostumbrado al café, y lo tomo de día y de noche. (Besando a
Firs) Gracias, viejuco mío.
Varia: Habrá que ir a ver si lo han traído todo. (Sale)
Liubov Andreevna: ¿Será posible que sea yo quien esté aquí sentada? (Riendo)
Tengo ganas de saltar, de mover los brazos... (Hundiendo el rostro
entre las manos) ¿Y si fuera un sueño?... ¡Quiero a mi patria! ¡La
quiero tiernamente!... ¡Dios es testigo!... ¡Pero no he podido mirar
nada desde el vagón!... ¡He venido todo el tiempo llorando!... (Entre
lágrimas) A todo esto... ¡hay que tomar café!... ¡Gracias, Firs!
¡Gracias, viejuco mío!... ¡Me alegra tanto encontrarte vivo todavía!
Firs: Anteayer...
Gaev: Es que no te oye bien.
Lopajin: Ahora, a las cuatro, tengo que salir para Jarkov... ¡Qué fastidio!
¡Deseaba tanto verla..., hablar con usted!... ¡Veo que sigue tan
magnífica como siempre!.
Pischik: (Con la respiración fatigosa) ¡Y todavía más guapa!... Vestida a la
moda parisiense...
Lopajin: ¡Si su hermano, Leonid Adreich, dice que soy un mal educado..., que
lo diga! ¡Me es absolutamente igual!... ¡Lo que sí quisiera es que
usted me creyera como solía creerme, y que sus asombrosos y
conmovedores ojos me miraran como me miraban antes!... ¡Dios
mío!... Mi padre fue siervo de su abuelo y de su padre, pero usted
particularmente hizo tanto por mí en un tiempo, que lo he olvidado
todo, y le tengo el afecto que se tiene a los seres más próximos... Y
hasta quizá más...
Liubov Andreevna: No puedo estarme sentada. (Se levanta de un salto y da
vueltas por la escena, presa de fuete excitación) ¡No!... ¡No podré
sobrevivir a esta alegría!...¡Ríanse de mi si quieren!... ¡Soy una
tonta!,, (Besando el armario) ¡Armarito mío querido!... ¡Mi mesita!
Gaev: Mientras estabas fuera, se murió el ama.
Liubov Andreevna: Lo sé. En paz descanse... Me lo escribieron.
Gaev: También se murió Anastasii... Y Petruschka Kosoi se marchó de casa
y está ahora en la ciudad, alojada en casa del jefe de Policía. (Saca
del bolsillo una caja de caramelos y comienza a chupar uno).
Pischik: Mi hija Dascheñka le envía recuerdos.
Lopajin: Estoy deseando decirle algo muy agradable... Algo risueño...
(Consulta el reloj). He de marcharme ahora mismo. No me queda ya
tiempo para charlar; pero sí puedo decírselo en tres palabras. Como
usted sabe ya, su jardín de los cerezos ha sido puesto en venta para
saldar -con el dinero que se obtenga de él -las deudas, habiendo sido
fijada la subasta para el veintidós de agosto... Usted, sin embargo,
querida, no se preocupe... Duerma tranquila... Se ha encontrado una
solución. He aquí mi proyecto... Le ruego lo escuchen atentamente...
Su hacienda dista de la ciudad tan solo veinte "verstas"... El
ferrocarril pasa junto a ella...; por tanto, si el jardín de los cerezos y la
parte de terreno que da al río fueran divididos en parcelas para la
construcción de casas veraniegas, y éstas se arrendaran, obtendría
usted un beneficio de veinticinco mil rublos al año, como mínimo.
Gaev: Perdón..., pero eso es una tontería.
Liubov Andreevna: ¡No acabo de comprenderle, Ermolai Alekseich!
Lopajin: Cada veraneante le pagaría veinticinco rublos al año por "desiatina",
como mínimo, y si empieza usted a anunciarlo desde ahora mismo,
yo le garantizo que, de aquí al otoño, no le quedará ni un pedacito de
terreno libre. Se lo llevarán todo. Conque en una palabra: la felicito.
Está usted salvada... El paisaje es maravilloso y el río profundo...
Solo habría, naturalmente, que quitar algunas cosas..., que limpiar un
poco... Por ejemplo..., digamos..., derribar las viejas
construcciones..., esta misma casa, que ya no vale nada, y talar el
viejo jardín de los cerezos...
Liubov Andreevna: ¿Talarlo?..., Perdone, querido, pero no entiende usted nada
de eso... Si en toda la región hay algo interesante y hasta
sobresaliente..., es solo nuestro jardín de los cerezos.
Lopajin: Lo único sobresaliente de este jardín es su gran tamaño... La guinda
solo se da cada dos años, y luego no sabe uno qué hacer con ella.
Nadie la compra.
Gaev: Hasta el diccionario enciclopédico menciona este jardín.
Lopajin: (Mirando el reloj) Si no ideamos algo ni llegamos a ninguna
conclusión, el veintidós de agosto, el jardín de los cerezos y la
hacienda entera serán vendidos en pública subasta... Decídase... No
hay otra solución..., se lo juro... no la hay.
Firs: En otros tiempos, hace cosa de cuarenta o cincuenta años, la guinda
se secaba, se mojaba, se le ponía en escabeche, se hacía con ella
mermelada, y ocurría...
Gaev: Cállate, Firs.
Firs: Y ocurría que se mandaba la guinda seca a Moscú y a Jarkov...
¡Cuánto dinero había!... ¡Y la guinda seca de entonces era blanca,
jugosa, dulce y con un aroma!... Además, había su modo de
prepararla...
Liubov Andreevna: ¿Y qué modo era ese?
Firs: Ya se ha olvidado. Nadie lo recuerda ya.
Pischik: (A Liubov Andreevna) ¿Y en París? ¿Qué tal? ¿Comió usted ranas?
Liubov Andreevna: Comí cocodrilos.
Pischik: ¿Qué cosas?...
Lopajin: Hasta ahora, que han aparecido los veraneantes, en la aldea no
había más que señores y "mujiks". Todas las ciudades, incluso las
más pequeñas, están circundadas de casas campestres que, puede
decirse, dentro de veinte años se habrán multiplicado de modo
extraordinario. ¡Ahora el veraneante se limita a beber té en su
balcón, pero pudiera ocurrir que en su única "desiatina" le diera por
ocuparse de agricultura, con lo que su jardín de los cerezos sería
feliz, rico y magnífico!
Gaev: (Indignándose) ¡Qué tonterías!

ESCENA VI
Entran Varia e Iascha
Varia: Hay aquí dos telegramas para usted, mamaita (Separa una llave del
manojo que tintinea y abre un antiguo armario). Aquí están.
Liubov Andreevna: Son de París (Rompiendo los telegramas sin abrirlos). Con
París todo está terminado.
Gaev: ¿Sabes, Liuba, los años que tiene este armario? Hace unas
semanas, al sacar el cajón de abajo, vi unas cifras grabadas a fuego.
Este armario fue construido hace exactamente cien años. ¿Qué te
parece?...¿Eh?... Podría celebrarse su centenario... Es un objeto
inanimado; pero siempre un armario de libros.
Pischik: (Asombrado) ¡Cien años!... ¡Qué cosas!...
Gaev: Un objeto, sí... (Palpando el armario) ¡Mi muy querido y estimado
armario!...¡Saludo tu existencia, dirigida -hace más de cien años- a
los claros ideales del bien y la justicia!... ¡Tu silenciosa llamada a un
trabajo fructuoso, lejos de perder fuerza en el transcurso de estos
cien años (Con lágrimas en los ojos), ha mantenido vivos, en las
generaciones de nuestro nombre, la energía y la fe en un futuro
mejor..., inculcando en nosotros los ideales del bien y de la
conciencia común... (Pausa).
Lopajin: Sí...
Liubov Andreevna: Tú como siempre Lionia.
Gaev: (Un poco azorado) "Por la derecha de la bola y al rincón". "Apunto al
centro"...
Lopajin: (Consultando el reloj) Ya es hora de marcharme.
Iascha: (Presentando a Liubov Andreevna un medicamento) Quizá quiera
tomar ahora las píldoras...
Pischik: No se deben tomar medicinas, querida. No sirven ni para bien ni para
mal. Dámelas, estimadísima (Coge las píldoras, se las pone en la
palma de la mano, sopla sobre ellas, se las echa a la boca y las traga
con un sorbo de "kvas") ¡Ya está!.
Liubov Andreevna: (Asustado) ¿Se ha vuelto usted loco?
Pischik: ¡Me las tomé todas!
Lopajin: ¡Vaya glotón! (Todos ríen)
Firs: Cuando el señor estuvo aquí por Semana Santa..., se comió medio
cubo de pepinos... (Masculla algo que no se distingue)
Liubov Andreevna: ¿Qué dice?
Varia: Ya lleva tres años mascullando constantemente. Estamos
acostumbrados.
Iascha: ¡Claro que tiene una edad respetable! (Scharlotta Ivanovna, muy
delgada, con un vestido blanco muy ceñido y los impertinentes
sujetos al cinturón, atraviesa la escena.)
Lopajin: ¡Perdón, Scharlotta Ivanovna!... ¡Aún no había tenido el gusto de
saludarla! (Hace ademán de ir a besarla la mano)
Scharlotta: ¡Si una permitiera que le besaran la mano, querrían luego el codo,
después el hombro!...
Lopajin: Hoy no estoy de suerte, (Ríen todos) ¡Scharlotta Ivanovna!...
¡Háganos algún juego de manos!
Liubov Andreevna: ¡Scharlotta!... ¡Háganos un juego de manos!
Scharlotta: No. Quiero dormir (Sale)
Lopajin: Dentro de tres semanas volveremos a vernos. Hasta entonces, adiós.
Es hora ya de irse (A Gaev) Adiós. (Cambiando un abrazo con
Pischik). Adiós. (Tendiendo la mano a Varia, luego a Firs y a Iascha).
No tengo ninguna gana de marcharme. (A Liubov Andreevna) Si
decide usted algo referente a las casas de verano, hágamelo saber.
Le procuraré un préstamo de alrededor de cien mil rublos. Piénselo
seriamente.
Varia: (Con enojo) ¡Bueno! ¡Váyase de una vez!
Lopajin: Me voy, sí; me voy. (Sale)
Gaev: ¡Valiente mal educado!... ¡Ay, perdón..., que Varia va a casarse con
él!... Es su novia.
Varia: ¡Tiíto!... ¡No diga cosas que no debe decir!
Liubov Andreevna: Pues yo, por mi parte, Varia, me alegraría mucho... Es
una buena persona.
Pischik: A decir verdad es, en efecto, una persona muy estimable... También
mi Dascheñka dice... Dice varias cosas... (Deja oír un ligero ronquido;
pero se despierta en el acto) Por cierto..., estimadísima mía...
présteme doscientos cuarenta rublos. Mañana tengo que pagar unos
intereses.
Varia: (Asustada) ¡Si no hay dinero!
Liubov Andreevna: No dispongo de nada, en efecto.
Pischik: ¡Pues, entonces, ya se sacarán de alguna parte¡ Yo nunca pierdo y
pienso que no hay nada que hacer, me ocurre, por ejemplo, que, por
dejar pasar por mi tierra el ferrocarril que están construyendo, me
pagan!... ¡Y lo mismo puede ocurrir cualquier otra cosa..., si no hay,
mañana!... ¡A Dascheñka podrían tocarle doscientos mil rublos!...
¡Tiene un billete de lotería!
Liubov Andreevna: Bueno, una vez bebido el café, podemos irnos a
descansar.
Firs: (Cepillando a Gaev, y en tono de amonestación) ¡Ya ha vuelto a
ponerse otros pantalones! ¡No sé que voy a hacer con usted!
Varia: (Bajando la voz) Ania está durmiendo. (Abre d espacio la ventana) El
sol ha salido ya y no hace ningún frío. ¡Mire, mamaíta, qué árboles
más maravillosos! ¡Dios mío!... ¡Qué aire más limpio!... Están
cantando los mirlos.
Gaev: (Abriendo otra ventana) El jardín está completamente blanco... ¿No
se te había olvidado Liuba?...¿Recuerdas esa larga alameda, tirante
como una correa y recta, recta, que brilla en las noches de luna?...
¿No se te había olvidado?
Liubov Andreevna: (Contemplando el jardín desde la ventana) ¡Oh, mi
infancia! ¡Mi pureza!...¡Desde este cuarto de los niños, donde dormía,
solía mirar el jardín!... ¡Cuando la dicha y yo nos despertábamos
juntas cada mañana, estaba igual que a hora!... ¡No ha cambiado
nada!... (Riendo de alegría) ¡Todo, todo blanco!... ¡Oh mi jardín!...
¡Después de un otoño gris e inclemente..., de un frío invierno..., ser
otra vez joven y estar llena de felicidad!... ¡Los ángeles celestiales no
te han abandonado!... ¡Si pudiera alzar de mi pecho y de mis
hombros una pesada piedra!... ¡Si pudiera olvidar mi pasado!
Gaev: Pues bien, sí... Por extraño que resulte, el jardín se venderá para
pagar las deudas...
Liubov Andreevna: ¡Mirad!...¡Nuestra difunta mamá va por el jardín con su
vestido blanco!... (Riendo de alegría) ¡Es ella!...
Gaev: ¿Dónde?...
Varia: ¡Por Dios, mamaíta!
Liubov Andreevna: No... No hay nadie. Me lo había parecido solamente... Es que
a la derecha, donde se tuerce para ir al cenador, hay un arbolito
blanco inclinado, que parece una mujer... (Entra Triofimov, vestido de
un uniforme universitario muy usado. Lleva galas). ¡Qué jardín
prodigioso!... ¡Esa masa blanca de flores!...¡Ese cielo azul!
Trofimov: ¡Liubov Andreevna!... (Esta vuelve hacia él la cabeza). Vengo
solamente a saludarla y me marcho en seguida. (Le besa
efusivamente la mano). Recibí orden de esperar hasta mañana, pero
no tuve paciencia para ello... (Liubov Andreevna le mira sorprendido)
Varia: Es Petia Trofimov.
Trofimov: Petia Trofimov... El que fue profesor de su Grischa... ¿Será posible
que esté tan cambiado? (Liubov Andreevna le abraza y llora
callandito).
Gaev: (Azorado) ¡Bueno, bueno, Liuba!...
Varia: (Llorando) ¡Tenía dicho a Petia que esperara hasta mañana!
Liubov Andreevna: ¡Mi Grischa!... ¡Mi chiquillo!... ¡Grischa!... ¡Hijo mío!...
Varia: ¡Qué se le va a hacer, mamaíta!...¡Dios lo ha dispuesto así!
Trofimov: (Dulcemente y con lágrimas en los ojos) ¡Bien..., bien!
Liubov Andreevna: (Llorando callandito) ¡Mi chiquillo murió!... ¡Murió
ahogado!...¿Por qué?...¿Por qué, amigo mío?...(Bajando de pronto la
voz) Ania está durmiendo, y yo aquí hablando alto... Y usted, ¿qué
tal, Petia? ... ¿Por qué se ha afeado tanto? ¿Por qué ha envejecido?
Trofimov: Una aldeana que venía en el vagón me calificó de "señor tiñoso"...
Liubov Andreevna: ¡En aquel tiempo era usted casi un niño!...¡Un simpático
estudiante!... ¡Ahora, en cambio, su pelo empieza a clarear y usa
gafas!... ¿Será posible que siga usted siendo estudiante?...(Se
encamina a la puerta).
Trofimov: Seré, seguramente, el estudiante eterno.
Liubov Andreevna: (Besando primero a su hermano y luego a Varia)
Bueno.... Váyanse a dormir...¡Tú también estás aviejado, Leonid!...
Pischik: (Siguiéndola) ¡A dormir entonces!...¡Ah mi gota!...Me quedo aquí, en
su casa... Ya veremos Liubov Andreevna de mi alma, si mañana por
la mañana... esos doscientos cuarenta rublos...
Gaev: Este, siempre a lo suyo.
Pischik: ¡Es que necesito doscientos cuarenta rublos para pagar los
intereses!
Liubov Andreevna: No tengo dinero, querido.
Pischik: Yo se los devolveré. ¡Es una suma insignificante!
Liubov Andreevna: ¡Bueno!...¡Leonid se los dará!... ¡Bueno!... Dáselos, Leonid.
Gaev: ¡Claro!... ¡Yo se los daré!... ¡Eso es lo que tú crees!...
Liubov Andreevna: Y ¿Qué se le va a hacer? ¡Dáselo! ¡Le hacen falta! ¡Ya los
devolverá! (Salen Liubov Andreevna, Pischik y Firs).
Gaev: ¡Mi hermana no se ha desacostumbrado aún a tirar el dinero! (A
Iascha) ¡Quita de ahí, amigo! ¡Hueles a gallina!
Iascha: (Con una media sonrisa) Usted, Leonid Andreevna, igual que
siempre.
Gaev: ¿Cómo? (A Varia) ¿Qué ha dicho?
Varia: (A Iascha) Tu madre ha venido de la aldea, y desde ayer te está
esperando en el cuarto de los criados. Quiere verte.
Iascha: ¡Vaya con Dios!
Varia: ¡Huy, qué sinvergüenza!.
Iascha: ¡Podía haber venido mañana! (Sale)
Varia: Mamaíta sigue lo mismo que el día que se marchó. No ha cambiado
lo más mínimo... Si se la dejara en libertad lo daría todo.
Gaev: Así es... (Pausa) Cuando, para curar una enfermedad, hay que
emplear muchos remedios..., es que no tiene cura. Yo me paso el día
meditando, con el cerebro en tensión..., y encuentro muchos
remedios..., lo cual quiere decir que no he encontrado ninguno... No
sería malo cobrar una herencia..., o que Ania se casar con un
hombre de mucha fortuna, o ir a Iaroslav y probar suerte con la tía
condesa... Es rica; muy rica.
Varia: (Llorando) ¡Si Dios quisiera ayudarnos!
Gaev: No llores. La tía es muy rica, pero no nos quiere... Mi hermana, en
primer lugar, se casó con un abogado que no pertenecía a la
nobleza. (Ania aparece en el umbral de la puerta). Además de
casarse con un hombre que no era noble, su conducta no puede
decirse que haya sido muy virtuosa... Es buena y simpática... Yo la
quiero mucho...; pero, aun buscándole todos los atenuantes, hay que
reconocer que es viciosa. Eso lo revelan sus más mínimos
movimientos.
Varia: (En un susurro) ¡Ania está en la puerta!.
Gaev: ¿Cómo?...(Pausa) ¡Qué cosa más rara!... ¡Algo se me ha metido en
el ojo derecho! ¡Empiezo a no ver bien!...También el jueves último
cuando fui a la Audiencia.

ESCENA VII
Entra Ania
Varia: ¿Por qué no duermes, Ania?
Ania: No tengo sueño. Me es imposible.
Gaev: ¡Mi chiquilla! (Besándole las manos y el rostro) ¡Criatura mía! (Con
lágrimas en los ojos) ¡Tú no eres mi sobrina! ¡Eres mi ángel bueno!...
¡El "todo" para mí!... ¡Créeme! ¡Créeme!
Ania: Te creo, tío... Todos te quieren y te respetan, pero... lo que tienes
que hacer, querido tío, es callar... ¿Qué acabas de decir de mi
madre?... ¿De tu propia hermana?... ¿Por qué lo has dicho?
Gaev: ¡Sí, sí!... (Cubriéndose el rostro con la mano de Ania). ¡Ha sido
horroroso, en efecto!... ¡Dios mío!... ¡No me condenes, Dios mío!...
Pues ¿Y el discurso que solté hoy delante del armario?... ¡Qué tonto
fue!... ¡Hasta después de terminar no me di cuenta de lo tonto que
había sido!
Varia: Es verdad, tiíto... Lo que tiene usted que hacer es callar. Cállese, y
nada más.
Ania: Si callaras, tendrías mucha más tranquilidad.
Gaev: ¡Me callo!... (Besando las manos de Ania y de Varia) Me callo... Dos
palabras más solamente sobre el asunto... Por lo que oí a unos
cuantos que estaban el jueves pasado en la Audiencia, charlando de
una cosa y de otra..., parece ser que podría arreglarse la concesión
de un crédito, mediante una letra con la que pagar los intereses al
Banco.
Varia: ¡Si Dios quisiera ayudarnos!
Gaev: El martes volveré y trataré otra vez de ello. (A Varia) ¡No llores! (A
Ania) Tu madre, además, hablará con Lopajin, y éste, claro, no se
negará... Luego tú, cuando estés descansada irás a Iaroslav, a ver a
tu abuela, la condesa. De esta manera, actuaremos desde tres
puntos distintos. y el asunto se resolverá favorablemente. Estoy
convencido de que lograremos pagar los intereses (Introduciéndose
un caramelo en la boca) ¡Por mi honor! ¡Por todo cuanto quieras...,
juro que la hacienda no será vendida!... ¡Lo juro por mi felicidad!
¡Aquí tienen mi mano! ¡Podrás llamarme un malvado sin honor si
dejo que se llegue a la subasta! ¡Con todo mi ser os lo juro!.
Ania: (Con el ánimo tranquilizado y feliz) ¡Qué bueno eres, tío! ¡Qué
inteligente! (Abrasándole) ¡Ya estoy tranquila! ¡Muy tranquila! ¡Me
siento feliz!

ESCENA VIII
Entra Firs
Firs: (En tono de amonestación) ¡No tiene usted temor de Dios, Leonid
Andreich! ¿Cuándo va usted a irse a dormir?
Gaev: Ahora, ahora... Márchate tú, Firs. Me desnudaré solo... Bien,
nenucas... vámonos a la camita. Los detalles los dejaremos para
mañana, y ahora idos a dormir. (Besa a Ania y a Varia) ¡Pertenece a
la generación del ochenta..., época a la que no suele alabarse...,
aunque yo pueda decir que mis convicciones me han hecho pasar
bastante en la vida!... ¡Por algo me quiere el "mujik"!... ¡Al "mujik" hay
que conocerlo!... ¡Hay que saber!.
Ania: ¡Otra vez, tío!
Varia: Cállese usted, tiíto.
Firs: (Enfadado) ¡Leonid Andreich!
Gaev: Ya voy. Ya voy...Acuéstense... "De la banda al centro, picando con
mucha limpieza"... (Sale. Le sigue a pequeños pasitos Firs).
Ania: Ya estoy tranquila. No tengo ganas de ir a Iaroslav. No quiero a la
abuela...; pero, sea como sea, estoy tranquila. Gracias al tío. (Se
sienta)
Varia: Hay que dormir. Yo me voy... En tu ausencia, ocurrió aquí una cosa
desagradable. Como sabes, el departamento de los criados lo
ocupan solo los viejos... Efimiuschka, Polia, Evstignei..., Karp
también... Pues bien: figúrate que éstos dieron en permitir que
pasara allí la noche gente desconocida... Yo no había dicho nada;
pero, eso sí, luego oí contar que corría la voz de que yo había
mandado que se les diera de comer solo garbanzos... Por avaricia,
¿comprendes?... Y todo había sido cosa de Evstignei... Entonces yo
pienso: "¿Sí?..., pues espera". Mando llamar a Evstignei...
(Bostezando) Viene y le digo: "¿Cómo tú, Evstignei?... ¡Tonto, más
que tonto!... (Fijando la mirada en Ania) ¡Anexhka!... (apura) ¡Se
durmió! (Cogiendo a Ania por el brazo) ¡Vámonos a la camita!
¡Vámonos! (Conduciéndola) ¡Mi almita se durmió!... ¡Vámonos!
(Echan a andar. De lejos, de más allá del jardín, llegan las notas del
caramillo de un pastor. Tropimov atraviesa la escena, y al ver a Ania
y a Varia, se detiene).
Varia: ¡Tsss!... ¡Está dormida..., dormida!...¡Vamos, cariño!...
Ania: (En tono bajito y medio en sueños) ¡Estoy tan cansada!... ¡Tan
casada!...¡Cuántas campanillas!... ¡Tío!... ¡Querido!... ¡También
mamá!... ¡Y el tío!...
Varia: ¡Vamos, querida, vamos!... (Entrando en la habitación de Ania)
Tropimov: (Emocionado) ¡Solecito mío!... ¡Mi primavera!...
TELON

ACTO SEGUNDO
El campo. En escena, una ermita vieja y torcida, hace tiempo
olvidado; un pozo junto a ella; grandes piedras que, al parecer, un
día fueron sepulcrales, y un viejo banco. Un camino conduce a la
hacienda de Gaev. Por uno de los costados, en el que se alzan,
negros, los sauces, comienza el jardín de los cerezos. En la lejanía,
corre una hilera de postes telegráficos y lejos, se extiende
borrosamente por el horizonte una gran ciudad, cuyo contorno solo
en días hermosos y claros puede divisarse. El sol va a ponerse de un
momento a otro.

ESCENA PRIMERA
Scharlotta, Iascha y Duniascha están sentados en el banco.
Epijodov, de pie, a su lado, toca la guitarra. Todos tienen aire
pensativo. Scharlotta, tocada con una vieja gorra, se ha descolgado
la escopeta del hombro y arregla la hebilla de la correa.
Scharlotta: (Con aire meditativo) Mi pasaporte no es un pasaporte verdadero... No
sé la edad que tengo, y me creo siempre jovencita... Mi papá y mi
mamá, cuando yo era niña, iban de feria en feria, dando
representaciones...¡Unas representaciones muy buenas!... Yo daba
saltos mortales y hacía alguna que otra cosilla, y cuando mi papá y
mi mamá murieron, me recogió una señora alemana que se hizo
cargo de mi instrucción... Luego crecí..., y me coloqué de institutriz,
pero ¿de dónde soy, y quién soy?..., eso ya no lo sé... Cuando
pienso en mis padres..., se me ocurre que quizá no estuvieran
casados... No lo sé. (Se pone a comer un pepino, que ha sacado del
bolsillo) No sé nada. (Pausa) ¡Tener tantas ganas de hablar y no
tener con quién! ¡No tengo a nadie!...
Epijodov: (Cantando a la guitarra)!¡Qué me importa del mundo ruidoso!... ¡Qué
de enemigos o amigos!"... ¡Es agradable tocar la mandolina!
Duniascha: Eso no es una mandolina. Es una guitarra. (Se mira en el
espejito y se empolva).
Epijodov: Para un loco enamorado, es una mandolina... (Canturreando)
"¡Si fuera el corazón reconfortado, por el calor del amor
correspondido!". (Iascha le acompaña en el canturreo).
Scharlotta: ¡Qué terriblemente mal canta esta gente!...¡Cantan como
chacales!
Duniascha: (A Iascha) ¡Es mucha suerte, sin embargo, conocer el
extranjero!.
Iascha: En efecto..., sí. En eso no puedo dejar de coincidir con usted.
(Bosteza; luego enciende un puro) ¡En el extranjero...,
naturalmente..., hace tiempo que está ya todo en plena
complexión!...
Iascha: ¡Naturalmente!
Epijodov: ¡Soy un hombre de mente despejada..., leo muchos libros
excelentes y, sin embargo, no acierto a comprender qué es en
realidad lo que quiero!... ¡Si vivir o si pegarme un tiro!... No
obstante..., digamos..., llevo siempre una pistola conmigo...
(Mostrando uno). Hela aquí.
Scharlotta: Ya está. Me voy. (Colgándose al hombro la escopeta) ¡Tú,
Epijodov, eres muy listo y muy temible!... ¡Con seguridad que
todas las mujeres se enamoran locamente de ti!... Brrr...
(Echando a andar). ¡Estos talentos son todos tan tontos!... ¡No
tiene una con quién hablar!...¡Me paso el tiempo sola..., sola!
¡Sin nadie que...! ¡Y en cuanto a quién soy y por qué!... ¡Vaya
usted a saber!... (Sale con paso lento)
Epijodov: Sin tocar otros puntos, he de expresar, con referencia a mí
mismo, lo despiadadamente que -dicho sea de paso- me trata
el destino... Como una tormenta a una pequeña
embarcación... Y, aún admitiendo que me equivoqué...,¿por
qué, entonces, hoy por la mañana, al despertarme, voy en mi
pecho una enorme araña?... Así... (Indica el tamaño con las
manos) También me ha ocurrido, cuando tengo sed y quiero
beber "kvas", encontrarme dentro algo sumamente
inconveniente..., una cucaracha. (Pausa) ¿Ha leído..., ha leído
usted a Bockley? (Pausa) ¿Puedo tomarme la libertad, Avdotia
Fedorovna, de molestarla con dos palabras?
Duniascha: Usted dirá.
Epijodov: Me gustará poder hablarle a solas. (Suspira)
Duniascha: (Azarada) Bien..., solo que tráigame primero mi capita. Está al
lado del armario. Aquí hace un poco de humedad.
Epijodov: Perfectamente, voy por ella. Ahora ya sé lo que tengo que
hacer con mi pistola. (Sale rasgueando en la guitarra).
Iascha: "¡Veintidós desdichas!" ¡Qué hombre más tonto..., dicho sea
entre nosotros! (Bosteza).
Duniascha: ¡No quiera Dios que se pegue un tiro!... ¡Me vuelvo tan
nerviosa!... ¡Estoy siempre preocupada!... ¡Cuando me
recogieron los señores era una niña, por lo que ahora ya me
he desacostumbrado de la vida aldeana y tengo las manos
blancas, blancas... como las de una señorita!... ¡Me he vuelto
sensible, delicada, fina..., y todo me da miedo!... ¡Por eso,
Iascha, si me engañara usted, no sé lo que iba a ocurrir a mis
nervios!
Iascha: (Besándola) ¡Pepinito!... Todas las jóvenes, naturalmente,
tienen que guardar su honor. No hay cosa que más me
desagrade en una joven que la mala conducta.
Duniascha: ¡Le amo con locura! ¡Es usted tan instruido!... ¡Sabe hablar tan
bien de todo! (Pausa)
Iascha: (Bostezando) Sí... En opinión mía, si una joven se enamora de
un hombre, ello quiere decir que carece de moral. (Pausa)
¡Qué bien sabe un puro al aire libre! (Escuchando) Por ahí
viene alguien... Son los señores... (Duniascha, dejándose
llevar de un impulso, le da un abrazo) Váyase a casa. Por ese
senderito. Como si volviera de bañarse en el río. Si la vieran,
podrían pensar que me había citado con usted, y a mí estas
cosas no me gustan nada.
Duniascha: (Con una tosecita) ¡Ese puro me ha levantado dolor de
cabeza... (Sale Iascha permanece sentado al lado de la
ermita).

ESCENA II
Entran Liubov Adreevna, Gaev y Lopajin
Lopajin: Es preciso decidirse...No se puede esperar más tiempo... El
asunto, después de todo, es muy sencillo. ¿Está usted o no
está usted conforme con que se vendan las tierras y se
construyan casas veraniegas?... Contésteme solo con una
palabra. Dígame "sí" o "no". ¡Solo una palabra!
Liubov Andreevna: ¿Quién habrá estado aquí fumando esos asquerosos
puros? (Se sienta)
Gaev: ¡Desde que se construyó el ferrocarril, qué cómo es todo!
(Sentándose) Hemos ido a la ciudad..., hemos almorzado...
"Con la amarilla al centro"...¡Qué gana tengo de ir a casa a
jugar una partidita!...
Liubov Andreevna: Tienes tiempo de sobra.
Lopajin: ¡Solo una palabra! (En tono suplicante) ¡Déme su respuesta!
Gaev: (Bostezando) ¿Cómo?
Liubov Andreevna: (Mirando dentro de su monedero) ¡Tanto dinero como
tenía ayer, y hoy apenas me queda nada!... ¡Mi pobre Varia,
por ahorrar, dándonos de comer sopa de leche, y los viejos, en
la cocina alimentándose solo de garbanzos, y yo, mientras
tanto, gastando de una manera tonta!... (El monedero se
escapa de las manos, y las monedas ruedan por el suelo.
Enojada) ¡Vaya..., ya están rodando!
Iascha: Permita la señora que se las recoja (Recoge las monedas)
Liubov Andreevna: Sea tan amable, Iascha...¡No sé por qué habré ido a almorzar
a la ciudad!... ¡Qué restaurante más malo..., con esa música y
esos manteles oliendo a jabón!... Y tú, Lionia, ¿por qué tienes
que beber tanto!... ¿Por qué comes tanto?... ¿Por qué hablas
tanto?... ¡Hoy en el restaurante te pusiste otra vez a hablar sin
ton ni son!... Sobre los decadentes... Sobre el mil ochocientos
setenta... Y ¿a quién?... ¡Hablar a los camareros de los
decadentes!...
Lopajin: En efecto.
Gaev: (Haciendo un además de desaliento) ¡La verdad es que soy
incorregible! (A Iascha, con irritación) ¡Qué tenga uno que
tenerte siempre delante de los ojos!
Iascha: (Riendo) No puedo escuchar su voz sin que me entre risa.
Gaev: (A su hermana) ¡O yo, o él!
Liubov Andreevna: ¡Váyase, Iascha! ¡Váyase!
Iascha: (Entregando el monedero a Liubov Andreevna) Ahora mismo
me voy. (Haciendo esfuerzos para contener la risa) Ahora
mismito. (Sale)
Lopajin: Parece ser que Deriganov, ese ricacho, está pensando en
comprar la hacienda. Dicen que va a asistir personalmente a la
subasta.
Liubov Andreevna: Y usted, ¿cómo lo ha sabido?
Lopajin: Se dice en la ciudad.
Gaev: La tía de Iaroslav ha prometido manda dinero, pero cuánto y
cuándo..., ¡vaya usted a saber!
Lopajin: ¿A cuánto ascenderá el envío, a cien mil...., a doscientos
mil?...
Liubov Andreevna: ¡Quiá!...¡ A diez o quince mil rublos, a lo sumo, y
gracias!
Lopajin: ¡Perdonen; pero gentes tan inconscientes como ustedes, tan
fuera de los asuntos..., tan singulares, no he encontrado
nunca!... ¡Les dice uno a ustedes -en ruso- que tienen la
hacienda en venta, y parece que no lo comprenden!...
Liubov Andreevna: ¡Y qué vamos a hacer!...¡Dénos un consejo!
Lopajin: Todos los días se lo doy. Todos los días les digo lo mismo;
que es ineludible arrendar el jardín de los cerezos y las tierras
para, con su producto, construir casas veraniegas... Hay que
hacerlo inmediatamente. Lo antes posible. La subasta está ya
encima... ¡Compréndanlo!... ¡Si se decidieran de una vez...,
definitivamente..., a hacer las cosas..., se les pagaría lo que
quisieran y estarían salvados!
Liubov Andreevna: ¡Casas veraniegas!... ¡Veraneantes!...¡Qué vulgar
todo..., y perdone!...
Gaev: Estoy completamente de acuerdo contigo.
Lopajin: ¡Creo que voy pronto a estallar en sollozos, a gritar o a
desmayarme!... ¡No puedo más!... ¡Me dejan ustedes
deshecho! (A Gaev) ¡Usted, lo que es, es un pingajo!
Gaev: ¿Cómo?
Lopajin: ¡Un pingajo! (Se dispone a retirarse).
Liubov Andreevna: (Asustada) ¡No! ¡No se vaya!... ¡Quédese, querido!...
¡Se lo ruego!... ¡Puede que demos con alguna idea!
Lopajin: ¿Con qué idea hay que dar?
Liubov Andreevna: ¡No se marche! ¡Se lo ruego!... ¡A pesar de todo, a su
lado se siente una más alegre! (Pausa) ¡Yo vivo siempre
esperando algo!... ¡Como si temiera que sobre nosotros fuera
a derrumbarse una casa!
Gaev: (En un tono de profunda meditación) Picar al rincón"... "Croiser
2, al centro".
Liubov Andreevna: ¡Sin duda, hemos pecado mucho!
Lopajin: ¿Qué pecados son los de ustedes?
Gaev: (Introduciéndose un caramelo en la boca). ¡De mi dicen que
me comí la fortuna en caramelos!
Liubov Andreevna: ¡Oh..., mis pecados!...¡Derroché siempre sin freno el
dinero..., como una loca..., y me casé con un hombre que solo
sabía contraer deudas!... ¡A mi marido le mató el champán!...
¡Bebía terriblemente!... ¡Luego -para mi desgracia- quise a otro
hombre!... ¡Y entonces precisamente fue cuando recibí mi
primer castigo!... ¡Sobre mi cabeza cayó un golpe
espantoso!... ¡Aquí, en este río, se ahogó mi pequeño!... ¡Yo
después me marché para siempre, para no regresar nunca ni
volver a ver este río!... ¡Cerré los ojos y huí enloquecida...,
pero él me siguió!... ¡Despiadada y brutalmente!... Como allí
enfermó, compré una casa de campo en las proximidades de
Menton y durante tres años no conocí el descanso ni de día ni
de noche... El enfermo me dejó agotada..., y mi alma se secó.
El año pasado, después de vender la casa de campo para
pagar las deudas, me marché a París, y él allí me despojó de
todo mi dinero, me abandonó... Me abandonó y fue a reunirse
con otra mujer... Intenté envenenarme... ¡Es todo tan tonto!
¡Tan vergonzoso!... De pronto sentí ansias de volver a
Rusia..., a mi patria..., a mi pequeña!... (Enjugándose las
lagrimas) ¡Dios mío!... ¡Dios mío...! ¡Ten misericordia de
mí!...¡Perdóname mis pecados!... ¡No me castigues
más!...(Saca de su bolsillo un telegrama) Lo recibí hoy de
París... Me pide perdón... Me suplica que vuelva... (Rompiendo
el telegrama y escuchando). Parece como si hubiera música
en alguna parte.
Gaev: Es nuestra orquesta hebrea... ¿te acuerdas?... Cuatro violines,
una flauta y un contrabajo.
2Término de billar.
Liubov Andreevna: ¿Todavía existe? ... No estaría mal invitarles un día y
dar una pequeña reunión.
Lopajin: (Escuchando a su vez) No se oye nada. (Canturrea a media
voz) "También por dinero a un ruso pueden los alemanes
afrancesar"... (Riendo) ¡Qué obra vi ayer en el teatro!... ¡Lo
que le hizo a uno reír!
Liubov Andreevna: Con seguridad no sería de tanta risa. Lo que tendrían
que hacer ustedes, en vez de ver tanta obra, es verse a sí
mismos más detenidamente... ¡Qué vida más gris la suya!...
¡Cuánta cosa superflua dicen!
Lopajin: Cierto. Hay que reconocer que llevamos una vida necia...
(Pausa) Mi papá fue un "mujik"..., un idiota que no entendía
nada de nada... En lugar de instruirme, se emborrachaba y me
pegaba con un palo... Claro que yo, en realidad, soy igual de
tonto y de idiota que él... No aprendí nada, tengo una letra
pésima y escribo de tal modo que me avergüenzo ante la
gente... Lo mismo que un cerdo.
Liubov Andreevna: Usted, amigo mío, lo que tiene que hacer es casarse.
Lopajin: Sí... Eso es verdad.
Liubov Andreevna: Y con nuestra Varia... Es muy buena muchacha.
Lopajin: Lo es, en efecto.
Liubov Andreevna: Muy sencilla... Se pasa el día trabajando..., y, sobre
todo, lo principal es que le quiere... También a usted hace
mucho tiempo que le gusta ella.
Lopajin: No tengo, en realidad, nada que decir en contra... Es muy
buena muchacha... (Pausa).
Gaev: Me ofrecen un empleo en el Banco. Seis mil rublos al año...
¿Oyes?
Liubov Andreevna: ¡Bah!... ¿Qué vas a hacer tú ya?... ¡Quédate donde
estás!

ESCENA III
Entra Firs, con un abrigo
Firs: Sírvase ponérselo, señor. Se ha levantado humedad.
Gaev: (Poniéndose el abrigo) ¡Me aburres, hermano!
Firs: ¡Nada, nada!... Esta mañana se marchó usted sin decir
palabra. (Le inspecciona con la mirada)
Liubov Andreevna: ¡Cómo has envejecido, Firs!
Firs: ¿Qué manda la señora?
Lopajin: Te dicen que has envejecido mucho.
Firs: ¡Hace ya tiempo que vivo!... Cuando andaban queriendo
casarme, su papá no había venido al mundo todavía, y cuando
se nos dio la libertad, ya era primer ayuda de cámara...
Entonces no acepté la libertad... Me quedé con los señores...
(Pausa) Recuerdo lo contentos que estaban todos... ¿Por
qué?... Ellos mismo no lo sabían.
Lopajin: ¡Antes todo marchaba bien!... ¡Por lo menos se azotaba!
Firs: (Que no ha oído bien) ¡Ya lo creo!... ¡Los "mujiks" eran para
los señores y los señores para los "mujiks"!... Ahora, en
cambio, cada cual anda por su lado... ¡Uno no lo entiende!
Gaev: ¡Cállate, Firs!... Mañana tengo que ir a la ciudad. Me han
prometido presentarme a un general que puede
proporcionarme dinero mediante una letra.
Lopajin: No conseguirá usted nada... Esté tranquilo que no pagará los
intereses.
Liubov Andreevna: Lo que hace es delirar. No existe semejante general.

ESCENA IV
Entran Trofimov, Ania y Varia
Gaev: Aquí viene nuestra gente.
Ania: Mamá está aquí.
Liubov Andreevna: ¡Ven! ¡Ven!... ¡Queridas mías!... (Abraza a Ania y a
Varia) Si supierais cómo os quiero. ¡Sentémonos juntitas!
¡Así!... (Se sientan todos).
Lopajin: Nuestro eterno estudiante está siempre en compañía de las
señoritas.
Trofimov: Esto es cosa que a usted no le importa.
Lopajin: Pronto cumplirá los cincuenta, y todavía es estudiante.
Trofimov: Déjese de bromas tontas.
Lopajin: Pero ¿por qué te enfadas, bobo?
Trofimov: Y tú, ¿por qué te metes conmigo?
Lopajin: Permíteme que te pregunte: ¿qué idea tienes de mi?
Trofimov: Tengo la idea, Ermolai Alekseevich, de que eres un hombre
rico..., de que pronto serás millonario... Ahora bien: como para
el intercambio de productos las bestias feroces, que todo lo
devoran a su paso, son necesarias, tu existencia es necesaria.
(Ríen todos)
Varia: Mejor sería, Petia, que nos hablara usted de los planetas.
Liubov Andreevna: Prosigamos nuestra conversación de ayer.
Trofimov: ¿Sobre qué era?
Gaev: Sobre el orgullo del hombre.
Trofimov: Ayer discutimos largo rato sin llegar a ninguna conclusión... En
el hombre orgulloso- según su idea- hay algo de misticismo...
y, sin embargo, puestos a reflexionar con sencillez, sin
alambicar, ¿qué lugar puede haber en él para el orgullo y qué
sentido puede tener este cuando el hombre es
fisiológicamente imperfecto y en su enorme mayoría bruto,
poco inteligente y profundamente desgraciado?... ¡Hay que
dejar de entusiasmarse ante sí mismo y limitarse a trabajar!.
Gaev: ¡Sea como sea, el final es que acaba uno muriéndose!
Trofimov: ¡Quién sabe!... ¿Qué significa eso de "acabar muriéndose"?...
¡Quizá el hombre tiene cien sentidos, y con la muerte solo
perecen los cinco que nos son conocidos, mientras los
restantes noventa y cinco continúan vivos!
Liubov Andreevna: ¡Qué inteligente es usted, Petia!...
Lopajin: (Con ironía) ¡Valiente atrocidad!
Trofimov: La Humanidad adelanta y se perfecciona... Todo lo que ahora
le resulta inalcanzable, llegará el día en que le esté cercano y
le sea comprensible... Lo único que hay que hacer es trabajar
y ayudar con el máximo esfuerzo a aquellos que buscan la
verdad. Entre nosotros, en Rusia, pocos son los que trabajan.
La enorme mayoría de los intelectuales que conozco no
buscan nada, ni hacen nada, ni están capacitados para el
trabajo. Se califican a sí mismos de intelectuales, llaman de tú
a la servidumbre, tratan a los "mujiks" como animales,
estudian mal, no leen nada en serio, viven en la ociosidad, de
la ciencia solo hablan y de arte entienden poco. Todos son
graves, tienen caras severas... Todo discuten temas
importantes, filosofan y, entre tanto, la enorme mayoría de
nosotros, el noventa por ciento, vive como los salvajes... Por
nada, tienen una riña; dicen palabrotas, comen de un modo
asqueroso, duermen en medio de la suciedad, en una
atmósfera sofocante, y por todas partes hay chinches,
pestilencia, basura moral... Sin duda, todas nuestras buenas
palabras no tienen más objeto que apartar la vista de uno
mismo y de los demás... Muéstrenme dónde están las Casascuna,
las Bibliotecas populares... Solo se habla de ellas en las
novelas. En la realidad no existen. Lo único que hay es
suciedad, vulgaridad... ¡Asia, en fin!... Yo temo y me
desagradan las caras graves. Temo a las conversaciones
graves... Más valdría que nos calláramos.
Lopajin: Yo, que me lamento cuando dan las cuatro de la madrugada,
que trabajo de la mañana a la noche y que manejo mi dinero y
el ajeno, veo cómo es la gente... Basta con ponerse a hacer
alguna cosa para darse cuenta de las pocas personas
decentes y honradas que hay. Algunas veces, cuando estoy
desvelado, me pongo a pensar: "¡Dios mío!... ¡Nos han dado
bosques enormes, campos inabarcables, horizontes
profundísimos..., por lo que cuantos aquí vivimos deberíamos
ser grandes!"
Liubov Andreevna: ¡A usted le hacen falta gigantes...; pero los gigantes solo son
buenos para los cuentos! En la vida nos asustan (Por el fondo
del escenario pasa Epijodov, tocando la guitarra).
Liubov Andreevna: (Pensativa) Por ahí va Epijodov.
Gaev: Ya se ha puesto el sol.
Trofimov: Sí.
Gaev: (Bajito, y en tono un tanto declamatorio) "¡Oh, Naturaleza
divina! ¡Brillas con eterno resplandor! ¡Maravillosa e
indiferente, te llamamos madre y en ti se unen la existencia y
la muerte! ¡Das la vida y destruyes!"...
Varia: (Suplicante) ¡Tiíto!
Ania: ¡Tío!...¡Ya empiezas otra vez!
Tropfimov: ¡Mejor haría usted apuntando "con la amarilla al centro"!
Gaev: Me callo, me callo... (Todos permanecen sentados, con aire
pensativo. Reina el silencio. Solo se oye el mascullar de Firs.
De lejos llega, de repente, un sonido que parece venir del
cielo. El sonido triste y agonizante de la cuerda de un
instrumento al romperse)
Liubov Andreevna: ¿Qué ha sido eso?
Lopajin: No sé. Algún cangilón que se habrá desprendido por ahí
lejos..., en alguna noria... Pero muy lejos.
Gaev: Puede también que haya sido un pájaro. Uno del género, por
ejemplo, de la garza.
Trofimov: O una lechuza.
Liubov Andreevna: (Estremeciéndose) No sé por qué, me ha impresionado
desagradablemente. (Pausa)
Firs: Igual ocurrió antes de la desgracia. También graznó el búho y
sonó el samovar.
Gaev: ¿Antes de qué desgracia?
Firs: Antes de que se nos diera la libertad. (Pausa)
Liubov Andreevna: Ya empieza a anochecer. Mejor será, amigos míos, que
nos vayamos. (A Ania). Pero ¡si tiene los ojos llenos de
lágrimas!... ¿Qué te pasa, nenita? (La abraza)
Ania: Nada, mamá... Nada
Trofimov: Viene alguien.

ESCENA V
Entra un Transeúnte, cubierto de un abrigo y tocado de una gorra blanca y usada.
Está ligeramente borracho.
El Transeúnte: ¿Me permiten que les pregunte.... puedo pasar por aquí para ir
directamente a la estación?
Gaev: Puede. Vaya por ese camino.
El Transeúnte: Le quedo altamente reconocido (Tras una breve tosecilla)
¡Qué hermosura de tiempo! (Declamando) "¡Hermano mío!
¡Hermano mío doliente!"... (A Varia) "¡Mademoiselle!"...
¡Sírvase socorrer a este ruso hambriento con unas treinta
"kopeikas"! (Varia lanza un grito de susto)
Lopajin: (Enfadado) ¿Qué comportamiento es ese?
Liubov Andreevna: (Aturdida)
¡Tome!... ¡Aquí tiene!... (Rebuscando en el monedero) No llevo
plata...; pero es igual. Tenga esta moneda de oro.
El Transeúnte: ¡Le quedo altamente reconocido! (Sale. Risas)
Varia: (Asustada) Me voy, me voy... ¡Ah, mamaíta!... ¡La gente en
casa sin tener qué comer, y usted dando monedas de oro!
Liubov Andreevna: ¡No tengo remedio, tonta de mí!...En casa le daré todo lo que
me queda... ¡Ermolai Alekseich! ¡Présteme algo más!
Lopajin: Lo que usted disponga.
Liubov Andreevna: ¡Vámonos, señores! ¡Ya es hora!... Aquí, Varia, en tu
ausencia te hemos prometido. Felicidades.
Varia: (Con los ojos llenos de lágrimas) Con esto, mamá, no se
puede bromear.
Lopajin: "¡Ofelia, vete a un convento!"
Gaev: Me tiemblan las manos. ¡Hace tanto que no juego al billar!
Lopajin: "¡Ofelia..., oh ninfa..., acuérdate de mí en tus plegarias.
Liubov Andreevna: Vámonos... Estarán ya para servir la cena.
Varia: ¡Qué susto me ha dado ese hombre! ¡Me palpita el corazón!
Lopajin: Recuerdo a ustedes, señores, que el día veintidós de agosto el
jardín de los cerezos será puesto en venta. Piensen sobre ello.
¡Piensen! (Salen todos, menos Trofimov y Ania)
Ania: (Riendo) Gracias al transeúnte que ha asustado a Varia, ahora
estamos solos.
Trofimov: Varia teme que, de pronto, empecemos a querernos, y no se
separa de nosotros en todo el día. Su mente estrecha no le
permite comprender que ambos estamos por encima del
amor... Esquivar lo mezquino y lo fantasmagórico..., lo que nos
impide ser libres y felices..., es, precisamente, el sentido y el
fin de nuestra vida. ¡Adelante, pues!... ¡Avancemos sin
detenernos hacia la refulgente estrella que brilla a lo lejos! ¡Sin
retroceder, amigos!
Ania: (Uniendo las manos en un gesto de admiración) ¡Qué bien
habla usted! (Pausa) Hoy se está aquí divinamente.
Trofimov:| Sí, el tiempo es asombroso.
Ania: ¿Qué hace usted conmigo?... ¿Por qué no tengo ya al jardín
de los cerezos el amor que le tenía antes?...¡Le quería
entrañablemente! ¡Se me figuraba que no había en la tierra
lugar mejor que nuestro jardín!
Trofimov: Toda Rusia es nuestro jardín... La tierra es grande y
maravillosa, y encierra infinidad de lugares encantadores.
(Pausa) Fíjese, Ania... Su abuelo, su bisabuelo y todos sus
antepasados tuvieron siervos..., fueron poseedores de almas
vivas... ¿Será posible, entonces, que no sienta usted cómo
desde cada cerezo del jardín, desde cada hoja, desde cada
tronco, la miran seres humanos?... ¿Será posible que no oiga
usted sus voces?... ¡Oh!... ¡Es terrible!... ¡Su jardín es
medroso, y cuando se le atraviesa al anochecer, o durante la
noche, la vieja corteza de sus árboles reluce con un brillo
opaco!... ¡Diríase que los cerezos contemplan en sueños lo
que fue hace ciento o doscientos años y que una agobiadora
pesadilla les oprime... ¿Por qué callarlo?... ¡Vivimos en un
atraso de, por lo menos, doscientos años!... ¡No tenemos
absolutamente nada!... ¡No existe con el pasado una relación
definida!... ¡No hacemos más que filosofar, lamentarnos de
nuestras tristezas o beber vodka!... ¡Y, sin embargo, es todo
tan claro!... ¡Si hemos de empezar a vivir nuestro presente,
tenemos, primero, que pagar por nuestro pasado...,
liquidarlo!... ¡Y solo podemos pagar con sufrimientos, con un
trabajo intenso e ininterrumpido!... ¡Compréndalo, Ania!
Ania: Hace tiempo que la casa en que vivimos no es nuestra... Me
marcharé de ella; le doy mi palabra.
Trofimov: ¡Si las llaves de su gobierno están en sus manos, tírelas al
pozo y márchese!... ¡Sea libre como el viento!
Ania: (Con entusiasmo) ¡Qué bien ha hablado usted!
Trofimov: ¡Créame, Ania! ¡Créame!... ¡Aún no he cumplido los treinta
años, soy joven, estudio todavía y, sin embargo,..., cuánto he
sufrido ya!... ¡Llega el invierno y me encuentra hambriento,
enfermo, intranquilo, pobre como un mendigo!... ¿A qué único
sitio no me habrá arrojado el destino?... ¿Dónde no habré
estado ya?... ¡No obstante, mi alma, en todo momento, de día
y de noche, está llena de inexplicables presentimientos!...
¡Presiento la felicidad, Ania!... ¡Ya la veo!
Ania: (Pensativa) Está saliendo la luna (Se oye a Epijodov tocar, en
su guitarra, la misma triste canción. La luna se alza. Por
alguna parte, en la proximidad de los sauces, la voz de Varia,
que busca a Ania, llama) ¿Ania dónde estás?
Trofimov: ¡La luna sale, sí!...¡He aquí la felicidad! ¡He aquí que ya
llega..., que se acerca más y más... que oigo ya sus pasos!...
¡Y si nosotros no alcanzamos a conocerla!..., ¿qué pena hay
en ello?...¡Otros la conocerán!
La voz de Varia: ¡Ania!... ¿Dónde estás?
Trofimov: (Con enfado) ¡Otra vez esa Varia! ¡Es indignante!
Ania: Vámonos, entonces, al río. Allí se está muy bien.
Trofimov: Vamos (Echan a andar)
La voz de Varia: ¡Ania!...¡Ania!


ACTO TERCERO
Sala separada del salón por un arco. La araña está encendida. Del recibimiento
llega el sonido de la orquesta hebrea; de la misma a que se hizo referencia en el
acto segundo. Es el anochecer. En el salón se halla el grand rond. Se oye decir a la
voz de Simeonov Pischik; ¡Promenade à une paire!

ESCENA PRIMERA
Entra una serie de parejas. La primera la componen Pischik y Scharlotta Ivanovna,
la segunda Trofimov y Liubov Andreevna, la tercera Ania y el Empleado de
Correos, la cuarta Varia y el Jefe de Estación, etc., etc.... Varia llora
silenciosamente y se enjuga las lágrimas mientras baila. De la última pareja forma
parte Duniascha. Todos atraviesan la sala, y Pischik, que dirige, grita: Grand rond
¡Balence!... "¡Les cavaliers à genoux et remerciez vos dames!" Firs, vestido de
frac, trae en una bandeja agua de Seltz. En la sala entran Pischik y Trofimov.
Pischik: Soy de constitución sanguínea. He sufrido ya dos ataques, y me
cuesta mucho bailar; pero, como suele decirse: "a mal tiempo, buena
cara"... Tengo una salud de caballo. Mi difunto padre, que en paz
descanse, era muy bromista y solía decir, cuando hablaba de nuestra
familia, que los Simenonov Pischik descendían de aquel caballo que
Calígula plantó en el Senado. (Sentándose) ¡La desgracia es que no
tengo dinero!... ¡El perro hambriento no tiene fe más que en la
carne!... (Deja oír un breve ronquido y se despierta en el acto) ¡Igual
soy yo!... ¡No puedo hacer otra cosa que no sea hablar de dinero!...
Trofimov: Su tipo, en efecto, tiene algo de caballo.
Pischik: ¡El caballo, después de todo, es un buen animal! ¡Un caballo puede
venderse!... (Se oye jugar al billar en la habitación contigua. Bajo el
arco del salón aparece Varia)
Trofimov: (Haciéndola rabiar) ¡Madame Lopajin! ¡Madame Lopajin!...
Varia: (Enfadada) ¡Señor tiñoso!
Trofimov: ¡Soy un señor tiñoso, sí..., y me enorgullezco de ello!
Varia: (En un tono de meditación amarga) Se ha hecho venir a los músicos
y ¿con qué se les va a para?... (Sale).
Trofimov: (A Pischik) ¡Si toda la energía que ha empleado usted en el curso de
su vida en la búsqueda de dinero con que pagar intereses, la hubiera
aplicado a cualquier otra cosa, podría haber dado seguramente la
vuelta al mundo!...
Pischik: Nietzsche..., el más grande y célebre de los filósofos..., hombre de
enorme inteligencia..., dice en sus obras que es lícita la fabricación
de billetes falsos.
Trofimov: ¿Usted a leído a Niezsche?...
Pischik: ¡Leerlo!... ¡Bueno..., ha sido Dascheñka la que me lo ha dicho! ¡La
verdad es que ahora me encuentro en tal situación, que poco me
falta para fabricar billetes falsos!... Pasado mañana tengo que pagar
trescientos diez rublos, para lo cual ya me he procurado ciento
treinta, (Con inquietud palpándose los bolsillos). ¡Me ha
desaparecido el dinero! ¡He perdido el dinero! ¿Dónde está mi
dinero?... (En tono alegre) ¡Aquí está! ¡Se me había metido por
dentro del forro!... ¡Estoy sudando del susto!

ESCENA II
Liubov Andreevna: (Tarareando "Lesguinka") 3 ¿Por qué tarda tanto Leonid en
volver?... ¿Qué hace en la ciudad? (A Duniascha) Hay que ofrecer té
a los músicos.
Trofimov: Con seguridad no ha habido subasta.
Liubov Andreevna: ¡No es este, en realidad, momento muy adecuado para
traer aquí músicos ni organizar un baile; pero.... ¡qué se le va a
hacer! (Se sienta y se pone a tararear bajito).
Scharlotta: (Dando a Pischik una baraja) Tome esta baraja. Piense una
carta.
Pischik: Ya la he pensado.
Scharlotta: Baraje ahora. Muy bien... Deme la baraja, mi querido señor
Pischik... "Ein... zwei..., drei"... Búsquela ahora. La tiene usted
en su bolsillo del costado...
Pischik: (Sacándose del bolsillo del costado la carta) El ocho de
"pique"... Exacto... (Asombrado) ¡Increíble!
Scharlotta: (A Trofimov, presentándole la baraja en la palma de la mano).
¿Qué carta es la de arriba?
Trofimov: ¿Cómo?... Pues..., la dama de "pique".
Scharlotta: Aquí la tiene usted. (A Pischik) Usted ahora. Dígame la carta
de arriba.
Pischik: El as de corazones.
3 Baile caucasiano.
Scharlotta: Aquí está (Da unas cuantas palmadas y la baraja desaparece)
¡Qué buen tiempo hace hoy! (Una voz misteriosa, que parece
provenir del suelo, responde: "¡Oh, sí..., señora..., un tiempo
magnífico!")... ¡Es usted mi gran ideal! (La voz: "También
usted, señora, me agrada a mi mucho")
El Jefe de Estación: (Aplaudiendo) ¡Bravo, señora prestidigitadora!
Pischik: (Asombrado) ¡Parece increíble!... ¡Encantadora Scharlotta
Ivanovna..., estoy sencillamente enamorado!
Scharlotta: ¿Enamorado? (Encogiéndose de hombros) ¿Acaso es usted
capaz de enamorarse?... "¡Güter Mensch abor schlechter
Musikant!"
Trofimov: (Dando un manotazo a Pischik ) ¡Vaya caballo que está usted
hecho!
Scharlotta: ¡Solicito la atención general! (Coge una manta que está sobre
una silla) ¡Vean; aquí está, una buena manta que deseo
vender! (Agitándola) ¿Quién me la compra?
Pischik: (Asombrado) ¡Parece increíble!
Scharlotta: "Ein, Zwei, drei" (Da un rápido tiró a la manta y aparece Ania,
que tras saludar con una reverencia y abrazar a su madre,
vuelve corriendo al salón en medio del entusiasmo general)
Liubov Andreevna: (Aplaudiendo) ¡Bravo, bravo!...
Scharlotta: ¡Otro más! "Ein..., zwei..., drei"... (vuelve a tirar de la manta, y
surge saludando Varia)
Pischik: (Asombrado) ¡Parece increíble!
Scharlotta: ¡Se acabó! (Arroja a Pischik la manta, hace una reverencia y
corre al salón)
Pischik: (Siguiéndola apresurado) ¡Vaya con Scharlotta Ivanovna!...
¡Vaya! (Sale)
Liubov Andreevna: ¡Y Leonid sin volver! ¡No comprendo lo que hace en la
ciudad tanto tiempo! ¡Todo tiene que haber terminado ya!...¡O
se ha vendido la hacienda o no ha habido subasta...; y en ese
caso, ¿por qué dejarla a una tanto tiempo en la ignorancia de
lo que ocurre?
Varia: (Tratando de consolarla) Estoy completamente segura de que
el tiíto ha comprado la hacienda.
Trofimov: (Con ironía) Desde luego.
Varia: La abuela le ha mandado una autorización para comprar en su
nombre. Lo hace por Ania. Estoy segura... ¡Dios nos
protegerá!... ¡El tiíto comprará la hacienda!
Liubov Andreevna: Sí. La abuela de Iaroslav manda quince mil rublos para
comprarla y ponerla a su nombre. No nos cree, por lo que ese
dinero no alcanza ni para jugar los intereses (Hundiendo el
rostro entre las manos) ¡Mi suerte se decide hoy! ¡Mi suerte!
Trofimov: (Haciendo rabiar a Varia) ¡Madame Lopajin!
Varia: (Con enfado) ¡Estudiante eterno!... ¡Ya son dos las veces que
le han echado a usted de la Universidad!
Liubov Andreevna: ¿Por qué te enfadas, Varia? ... ¡Si te da b roma
llamándole Lopajin..., que te la dé!... ¡Puedes, si
quieres, casarte con Lopajin!... ¡Es un hombre bueno e
interesante!... ¡Y, si no quieres, no te cases!... Nadie te
obliga, querida.
Varia: Para mi este es un asunto muy serio... Es buena
persona y me gusta.
Liubov Andreevna: ¡Pues cásate, entonces! ¿A qué esperas?... No lo
entiendo.
Varia: ¡Pero, mamaíta! ¡No voy a declararme yo!... ¡Hace dos
años que todo el mundo me hablar, salvo él, que se
calla o lo echa a broma!... ¡Y no lo comprendo!... ¡Se
está haciendo su fortuna, tiene muchas ocupaciones, y
no le queda tiempo para mí!... ¡Lo comprendo!... ¡Si yo
tuviera dinero... -aunque fuera poco..., aunque no fuera
más de cien rublos- lo abandonaría todo y me
marcharía lejos!... Me iría a un convento.
Trofimov: ¡Qué santidad!
Varia: (A Trofimov) ¡Los estudiantes deben ser inteligentes!
(Suavizando el tono y con los ojos llenos de lágrimas)
¡Qué feo se ha vuelto usted, Petia!... ¡Cómo se ha
aviejado! (A Liubov Andreevna, y ya sin lágrimas) ¡Solo
que no puedo estar sin hacer nada, mamaíta!... ¡Tengo
que estar, en todo momento, ocupada en algo!

ESCENA III
Entra Iascha
Iascha: (Pudiendo apenas contener la risa) ¡Epijodov ha roto un
taco del billar!... (Sale)
Varia: ¿Y qué hace aquí Epidojov? ¿Quién le ha dado permiso
para jugar el billar?... ¡No hay quien entienda a esta
gente! (Sale)
Liubov Andreevna: ¡No la haga rabiar, Petia!... ¡Ya está usted viendo la
pena que tiene!
Trofimov: ¡Se afana demasiado en todas las cosas, y mete la
nariz donde no tiene que meterla!... ¡A Ania y a mí no
nos ha dejado en paz en todo el verano!... ¡Tenía miedo
de que nos enamoráramos!... ¿Y eso, después de todo,
qué le importa a ella?... Además, por mi parte no ha
habido la menor indicación... ¡Estoy tan lejos de lo
vulgar!... ¡Ambos estamos por encima del amor!
Liubov Andreevna: ¡Y yo por debajo, con seguridad!... (Presa de fuerte
nerviosismo) ¿Por qué no vendrá Leonid?... ¡Oh...,
saber siquiera si se ha vendido o no la hacienda!...
¡Semejante desgracia se me antoja tan inverosímil que
no puedo ni pensar en ella!... ¡Estoy totalmente
desorientada!... ¡Sería capaz de empezar a gritar o de
ponerme a hacer una tontería!... ¡Sálveme, Petia!
¡Dígame alguna cosa! ¡Dígamela!
Trofimov: ¿Qué importa que la hacienda se haya vendido o no!...
¡Ese es asunto hace tiempo terminado!... ¡Ya no hay
posibilidad de vuelta atrás!... ¡Se borró el senderito!...
¡Cálmese querida! ... ¡No hay que engañarse a sí
mismo! ¡Al menos, una vez en la vida, es preciso mirar
a la verdad cara a cara!
Liubov Andreevna ¿A qué verdad?... ¡Usted, acaso, ve dónde está la
verdad y dónde la mentira, pero yo diríase que he
perdido el don de la vista y no veo nada!... ¡Usted
afronta valientemente todas las cuestiones importantes;
pero dígame, querido..., ¿no será porque es usted joven
y no ha tenido tiempo de pasar por el sufrimiento que
esas cuestiones encierran, por lo que tan valientemente
mira frente a sí?... El que no vea usted ni tema nada
aciago, ¿no será porque la vida se oculta aún a sus
jóvenes ojos?... ¡Es usted más valiente, más profundo,
más honrado que nosotros; pero... piense..., sea
generoso y tenga piedad de mí!... ¡Aquí he nacido!...
¡Aquí vivieron mi padre, mi madre y mi abuelo!...
¡Quiero a esta casa! ¡Sin el jardín de los cerezos no
comprendo la vida y, si es necesario venderlo, que me
vendan a mí con él!... (Abrazando a Trofimov y
besándole en la frente) ¡Aquí se ahogó mi hijo!
(Llorando) ¡Hombre bueno..., compadézcase de mí!
Trofimov: La acompaño con toda el alma, Liubov Andreevna.
Liubov Andreevna: ¡Debería usted decirlo de otra manera! (Saca el pañuelo
y cae al suelo un telegrama) ¡Si pudiera usted solo
imaginar lo agobiada que me siento! ¡Hay aquí tanto
ruido! ¡El menor sonido estremece mi alma; pero
tampoco puedo retirarme a mis habitaciones, pues sola,
en medio del silencio, tengo miedo!... ¡No me juzgue
mal, Petia! ¡Le quiero como a un hijo!... ¡De buen grado
le daría a Ania por mujer! ¡Se lo juro!... ¡Pero, eso sí,
querido... hay que estudiar..., hay que terminar esa
carrera! ¡No hace usted más que dejarse arrastrar por el
destino, de un lado para otro, y eso es tan singular!...
¿Verdad?... ¡También tiene que hacer algo para que le
crezca esa barba!... (Ríe) ¡Qué divertido es usted!
Trofimov: (Levantando del suelo el telegrama) No quiero ser
guapo.
Liubov Andreevna: Este telegrama es de París... Todos los días recibo uno.
Igual hoy que ayer... Ese hombre especial ha vuelto a
enfermar, se encuentra mal, me pide perdón y me
suplica que vaya...¡Y a decir verdad yo debería ir a
París y estarme a su lado!... ¡Qué severa se ha puesto
su cara, Petia!... Pero ¿qué voy a hacerle si está
enfermo, solo..., si es desgraciado y no tiene a nadie
que le cuide, que le aparte de sus errores y que le dé
las medicinas a la hora debida?... Y...¿por qué
ocultarlo?... ¿Por qué callarlo?... Le quiero, sí... ¡Le
quiero! ¡Le quiero!... ¡Es como una piedra colgada de mi
cuello con la que me hundo; pero quiero a esta piedra y
no puedo vivir sin ella! (Estrechando la mano de
Trofimov) ¡No piense mal de mi, Petia!... ¡No me diga
nada! ¡No me diga nada!
Trofimov: (Con lágrimas en los ojos) ¡Perdone mi sinceridad, por
el amor de Dios!... ¡Ese hombre la ha despojado de sus
bienes!...
Liubov Andreevna: (Tapándose los oídos) ¡No, no y no! ¡No hay que hablar
así!
Trofimov: ¡Es un canalla..., cosa que usted es la única en no
saber!... ¡Un miserable canalla! ¡Un ser anodino!
Liubov Andreevna: (Conteniendo su enfado) ¡Ha cumplido usted ya los
veintiséis o los veintisiete, y parece usted un colegial de
segundo año!
Trofimov: ¡Puede que sí!
Liubov Andreevna: ¡Hay que ser un hombre! ¡A su edad hay que hacerse
cargo de lo que es querer!...¡Y usted mismo debería
querer, enamorarse!... (Irritada) Sí, sí... ¡En usted no
hay pureza, sino sencillamente pulcritud!... ¡Es usted un
ser cómico!... ¡Un chiflado! ¡Un adefesio!...
Trofimov: (Con espanto) ¿Qué esta usted diciendo?...
Liubov Andreevna: "¡Estoy por encima del amor!"...¡Usted no está por
encima del amor!"...¡Lo que le pasa es que es usted,
sencillamente un patoso..., como dice nuestro Firs!... ¡A
su edad y no tener una amante!
Trofimov: (Espantado) ¡Esto es terrible! ¿Qué está diciendo?
(Cogiéndose la cabeza entre las manos, se dirige
rápidamente al salón) ¡Es terrible!...¡No lo puedo
soportar! (Sale un momento, pero en el acto vuelve a
entrar) ¡Entre nosotros todo ha terminado! (Se aleja por
el recibimiento)
Liubov Andreevna: (Gritándole a la espalda) ¡Petia!... ¡Espere!... ¡No sea
cómico!...¡Si ha sido todo una broma!... ¡Petia!...
(Alguien baja rápidamente la escalera del recibimiento;
luego, de pronto, se le oye rodar por ella. Suena
primero el grito lanzado por Ania y por Varia, luego sus
risas) ¿Qué ha sido eso? (Ania entra corriendo)
Ania: (Entre risas) ¡Petia, que se ha caído por la escalera!
(Corre otra vez afuera)
Liubov Andreevna: ¡Qué chiflado es este Petia! (El jefe de estación,
situándose en medio de la sala, empieza a recitar "La
Pecadora" de Tolstoi. La concurrencia la escucha, pero
apenas ha tenido tiempo de decir unas cuantas líneas,
ya los compases de un vals, que llegan del recibimiento,
interrumpen la recitación. Todos se lanzan al baile. De
la antesala entran Trofimov, Ania, Varia y Liubov
Andreevna) ¡Bueno, bueno, Petia!... ¡Bueno, alma
pura!... ¡Le pido perdón! ¡Bailemos! (Se pone a bailar
con Petia. Ana y Varia bailan juntas. Entra Firs y deja su
bastón al lado de la puerta. Entra también Iascha, que
se detiene a ver bailar)
Iascha: ¿Qué hay..., abuelo?
Firs: No me encuentro muy bien... ¡Aquí en tiempos, cuando
se daba un baile, los que bailaban eran generales,
barones, almirantes!... ¡Ahora, en cambio, mandas a
buscar al empleado de Correos y al jefe de estación y te
vienen de mala gana!... Siento un poco de debilidad... El
difunto señor..., el abuelo..., fuera lo que fuera una
enfermedad, aconsejaba a todo el mundo que la
remediara con lacre. Yo hace ya veinte años que lo
estoy tomando a diario. Puede que por eso viva.
Iascha: ¡Ah, qué aburrido eres, abuelo! (Bostezando) ¡Ojalá te
murieras cuanto antes!
Firs: ¡Déjame en paz!... ¡Patoso! (Masculla algo, Trofimov y
Liubov Andreevna bailan primero en el salón, luego en
la sala).
Liubov Andreevna: "Merci". Me sentaré un poco (Sentándose) ¡Estoy
cansada!

ESCENA IV
Entra Ania
Ania: (Excitada) ¡En la cocina acaba de decir un hombre que
el jardín de los cerezos ha sido vendido hoy!
Liubov Andreevna: ¿Y a quién se ha vendido?
Ania: No ha dicho a quien. Se marchó (Trofimov y ella pasan
bailando a la sala)
Iascha: ¡Lo dijo un viejo que estuvo ahí hablando!... ¡Uno de
fuera!
Firs: ¡Y Leonid Andreich sin venir! ¡Se ha puesto el abrigo
ligero..., el de entretiempo..., con que veremos a ver si
no coge un resfriado!... ¡Ay, juventud, juventud!...
Liubov Andreevna: ¡Me siento a punto de morir! ¡Vaya, Iascha, y entérese
de a quién ha sido vendido el jardín!
Iascha: ¡pero si ya hace tiempo que se marchó el viejo. (Ríe)
Liubov Andreevna: (Con ligero enojo) Bueno... ¡Y se puede saber de qué
se ríe usted?... ¡Qué le alegra tanto!
Iascha: ¡De Epijodov!...¡Tiene la gracia por arrobas!... ¡El
hombre es tonto!... ¡"Veintidós desdichas"!...
Liubov Andreevna: Si la hacienda se vende... ¿adónde irás a parar tú, Firs?
Firs: A donde mande la señora. Allí iré.
Liubov Andreevna: ¿Por qué tienes esa cara? ¿No te encuentras bien?...
Lo mejor que podías hacer era acostarte.
Firs: ¡Acostarme, sí!... (Con una sonrisa) ¿Y quién va a hacer
aquí las cosas, si falto yo?... ¡Estoy solo para todo!
Iascha: (A Liubov Andreevna) ¡Liubov Andreevna! ¡Permítame
que le dirija un ruego!... ¡Tenga la bondad!... ¡Si se va
usted otra vez a París, lléveme a mí también! ¡Hágame
la merced!... ¡Yo, decididamente, no puedo estar aquí!.
(Bajando la voz y mirando a su alrededor) Para qué
vamos a hablar... Usted es la primera en saberlo... El
país es inculto y la gente inmoral...¡Y como aburrido!...
¡En la cocina le dan a uno de comer horriblemente mal
y, por si fuera poco, este Firs, correteando siempre de
aquí para allá y mascullando vaya usted a sabe qué!...
¡Lléveme consigo!... ¡Tenga esa bondad!

ESCENA V
Entra Pischik
Pischik: ¡Adorable mujer..., permítame que la invite a un vals!
(Liubov Andreevna se pone a bailar con él) ¡En todo
caso, ciento ochenta rublos sí podrá usted darme,
encanto!... ¡Me los dará!... (Pasan bailando al salón)
Iascha: (Canturreando a media voz) "¿Podrás comprender... la
inquietud de mi alma?"... (En el salón, un figura tocada
con chistera gris y vistiendo un pantalón a cuadros, da
saltos y agita los brazos. Se oye gritar "¡Bravo,
Scharlotta Ivanovna!")
Duniascha: (Deteniéndose para empolvarse el rostro) La señorita
me ha mandado que baile. Hay muchos caballeros y
pocas damas...; pero a mi, Firs Nikolaevich, el baile me
marea la cabeza y me produce palpitaciones al corazón.
¡Figúrese que ahora el empleado de Correos acaba de
decirme una cosa que me ha cortado la respiración!...
(La música cesa) "¡Parece usted -me dijo- una flor!"
Iascha: (Bostezando) ¡Qué ignorancia! (Sale)
Duniascha: ¡Una flor!... ¡Yo soy una muchacha tan delicada!... ¡Me
agradan mucho las palabras dulces!
Firs: ¡Vas a perder la cabeza!

ESCENA VI
Entra Epijodov
Epijodov: ¡Avdotia Fedorovna!... ¡No quiere usted fijarse en mi!
¡Me hace el mismo caso que a un insecto! (respira)
¡Qué vida esta!
Duniascha: ¿Y qué es lo que desea?
Epijodov: ¡Tendrá usted razón, seguramente; pero, claro...,
mirando desde otro punto de vista, usted..., permítame
la expresión..., y perdón por la franqueza..., me tiene en
un estado de ánimo terrible!... ¡Conozco mi mala
fortuna!... ¡No hay día en el que no me ocurra alguna
desgracia!... ¡Ya estoy acostumbrado a ello, por lo que
contemplo mi destino con la sonrisa en los labios!... ¡Me
dio usted su palabra y aunque yo...!
Duniascha: Le ruego que me deje ahora en paz. Ya hablaremos
más tarde. Ahora estoy soñando (Juguetea con el
abanico)
Epijodov: ¡No hay día que no me ocurra alguna desgracia,
aunque yo..., permítame la expresión..., me limite a
sonreír y hasta me ría!... (Sale del salón y entra en la
sala Varia)
Varia: ¿Todavía no te has marchado, Semión? ¡Qué hombre
más poco respetuoso eres!... ¡Duniascha..., sal de aquí!
(A Epijodov) ¡Tan pronto te pones a jugar al billar y
rompes un taco, como te paseas por la sala como si
fueras un invitado!
Epijodov: Permítame que le diga que no tiene derecho a exigirme
nada.
Varia: No te exijo nada. Te estoy hablando, sencillamente. Te
pasas el tiempo vagando de aquí para allá sin ocuparte
de lo que hay que hacer. ¡No se sabe para qué tenemos
un escribiente!
Epijodov: (Ofendido) ¡Si trabajo, si ando, si como o si juego al
billar... son cosas que solo pueden censurar los que
entienden!... ¡Las personas mayores!...
Varia: ¿Cómo te atreves a hablarme así? (Acaloradamente)
¿Cómo te atreves? ¿Quieres, acaso, decir que yo no
entiendo? ¡Fuera de aquí inmediatamente! ¡Ahora
mismo!
Epijodov: (Acobardado) Le ruego se exprese con más delicadeza.
Varia: (Fuera de sí) ¡Largo de aquí ahora mismo! ¡Largo!...
(Epijodov seguido de Varia, se dirige a la
puerta)¡Veintidós desdichas!... ¡No vuelvas a poner aquí
los pies! ¡Que mis ojos no te vean más! (Epijodov sale,
oyéndose decir al otro lado de la puerta: "¡Voy a
quejarme de usted!") ¡Ah!... ¿Con que vuelves otra
vez?... (Cogiendo el bastón, dejado junto a la puerta por
Firs) ¡Ven!... ¡Ven!... ¡Ven!... ¡Ya te haré yo ver!...
¿Vienes?..., ¿Vienes? ¡Pues toma! (En el preciso
momento en que alza el brazo y golpea, entra Lopajin)
Lopajin: Muy agradecido.
Varia: (Con ironía y todavía enfadada) Usted dispense.
Lopajin: No ha sido nada. Muchas gracias por el grato obsequio.
Varia: No hay por qué dar las gracias (Se retira a un lado, pero
luego se detiene y pregunta suavemente) ¿Le he hecho
daño?
Lopajin: No, ninguno..., aunque... el chichón será hermoso.
Voces en el salón: "¡Ha llegado Lopajin!... ¡Ermolai Aleksich!"
Pischik: Aquí está (Cambiando un abrazo con Lopajin) ¡Hueles a
coñac, amigo! ¡También aquí nos estamos divirtiendo!

ESCENA VII
Entra Liubov Andreevna
Liubov Andreevna: ¿Es usted, Ermolai Aleksich?...¿Por qué han tardado
tanto?... ¡Dónde está Leonid?
Lopajin: Leonid Andreich ha venido conmigo. En seguida estará
aquí.
Liubov Andreevna: (Nerviosa) Bueno..., ¿Y qué? ¿Hubo subasta?... ¡Habla!
Lopajin: (Azarado, y temiendo descubrir su alegría) La subasta
terminó a eso de las cuatro... Llegamos con retraso al
tren y tuvimos que esperar hasta las nueve y media.
(Con un profundo suspiro) ¡Uf!... ¡La cabeza me da
vueltas!

ESCENA VIII
Entra Gaev. Con la mano derecha sostiene algunos paquetes, y con la izquierda
se seca las lágrimas.
Liubov Andreevna: ¡Lionia!... ¿Qué?... ¡Lionia!... ¿Qué hay?... (Impaciente y
llorosa) ¡Por el amor de Dios!...
Gaev: (Haciendo, por toda respuesta, un ademán de
desesperación, y a Firs, llorando.) ¡Coge esto!... ¡Ahí
vienen anchoas..., arenques!... ¡No he probado bocado!
¡Cuánto he sufrido! (Por la puerta abierta del billar se
oye un chocar de bolas y la voz de Iascha, diciendo:
"¡Siete y dieciocho!" El rostro de Gaev adquiere una
nueva expresión. Ya no llora.) ¡Estoy terriblemente
cansado! ¡Ven Firs, y ayúdame a cambiarme de ropa!
(Atraviesa el salón camino de su cuarto, seguido por
Firs)
Pischik: ¿Qué pasó en la subasta? Cuéntenos.
Liubov Andreevna: ¿Ha sido vendido el jardín de los cerezos?
Lopajin: Sí... Ha sido vendido.
Liubov Andreevna: ¿Y quién lo ha comprado?
Lopajin: Lo he comprado yo. (Pausa. Liubov Andreevna
experimenta tal depresión, que hubiera caído al suelo
de no haber estado junto a una butaca y una mesa;
Varia se quita del cinturón el manojo de llaves, lo tira en
medio de la sala y se va). ¡Lo he comprado yo!...
¡Esperen, señores! ¡Hagan el favor!... ¡Tengo tal
embrollo en la cabeza!... ¡No puedo hablar!... (Ríe) Es el
caso que, cuando llegamos a la subasta, ya estaba allí.
Deriganov... Leonid Andreich no disponía de más de
quince mil rublos, mientras que Deriganov empezó
ofreciendo de un golpe treinta sobre la deuda... Yo me
di cuenta en seguida de que el asunto se ponía serio, y
ofrecí cuarenta... Él, entonces cuarenta y cinco... Yo,
cincuenta y cinco... Él iba subiendo de cinco en cinco, y
yo de diez en diez... Hasta que, por fin, con mis noventa
mil sobre la deuda, todo terminó a mi favor... ¡El jardín
de los cerezos es ahora mío!... ¡Mío! (Ríe) ¡Dios mío!...
¡Mío el jardín!... ¡Díganme que estoy borracho! ¡Que he
perdido el juicio!... ¡Que es todo imaginación... (Dando
patadas en el suelo) ¡No se rían de mi!... ¡Si mi padre y
mi abuelo se levantaran de la tumba y asistieran a este
acontecimiento!... ¡Si vieran a su Ermolai, tan
apaleado..., a su analfabeto Ermolai..., a aquel que
corría descalzo durante los inviernos..., a ese mismo
Ermolai, comprando la hacienda más maravillosa que
pueda existir en el mundo!... ¡He comprado la hacienda
en la que mi padre y mi abuelo fueron esclavos! ¡En la
que ni siquiera en la cocina se les permitía entrar!... ¿Es
esto un sueño? ¿Una ilusión? ¿Solo un producto de la
imaginación envuelto en la oscuridad de la
incertidumbre? (Levantando las llaves del suelo, con
una sonrisa de ternura) ¡Tiró las llaves!... ¡Quiere
demostrar que ya no manda aquí! (Haciéndolas
tintinear.) ¡Bueno!... ¡Es igual! (Se oye a los músicos
afinar sus instrumentos) ¡Eh, músicos!... ¡Tocad!...
¡Quiero oíros!... ¡Venid todos y ved cómo Ermolai
Lopajin asesta su primer hachazo al jardín de los
cerezos!... ¡Cómo los árboles caen derribados al
suelo!... ¡Construiremos casas veraniegas y nuestros
nietos y bisnietos conocerán aquí una nueva vida!...
¡Toca, música!... (La música empieza. Liubov
Andreevna, desplomada sobre una silla, llora
amargamente, con rencor) ¿Por qué..., por qué no quiso
usted oírme?... ¡Pobre..., pobre mía!... ¡Ya no se puede
volver al pasado! (Con los ojos llenos de lágrimas) ¡Oh!
¡Que pase pronto todo esto!... ¡Que cambie nuestra
desdichada vida!
Pischik: (A media voz, cogiéndole de un brazo) ¡Está llorando!
¡Vámonos al salón! ¡Dejémosla sola! ¡Vamos! (Le coge
de un brazo y le encamina hacia el salón)
Lopajin: Pero, bueno, y esto ¿qué es?... ¡Música, toca más
fuerte! ¡Que se haga todo como yo deseo!... ¡Aquí va un
nuevo terrateniente! ¡El amo del jardín de los cerezos!
(al ir a salir, tropieza con una mesita y está a punto de
dejar caer. Los candelabros que hay sobre ella) ¡Todo
puede pagarlo!... (Sale con Pischik. En el salón y en la
sala no queda nadie, salvo Liuybov Andreevna, que,
sentada y con el cuerpo encogido, llora amargamente.
La música toca en un tono suave. Trofimov y Ania
entran rápidamente. Ésta se acerca a su madre y se
arrodilla ante ella. Trofimov permanece detenido en la
línea que separa la sala del salón).
Ania: ¡Mamá!... ¡Mamá!... ¡Estás llorando!... ¡Mi querida! ¡Mi
maravillosa mamá! ¡Cuánto te quiero!... ¡Te bendigo!...
¡Se ha vendido el jardín de los cerezos! ¡Ya no existe,
es cierto, pero no llores, mamá!... ¡Por delante de ti te
queda la vida!... ¡La pureza del alma!... ¡Ven conmigo!...
¡Ven, querida!... ¡Vámonos de aquí!... ¡Plantaremos un
nuevo jardín que será más hermoso que este! ¡Tú has
de verlo..., de comprender..., y la alegría, una alegría
profunda, descenderá a tu alma como desciende el sol
cuando se pone..., y volverás a sonreír, mamá!...
¡Vámonos, querida! ¡Vámonos!...

TELON


ACTO CUARTO
La misma decoración del primer acto. En las ventanas no hay visillos ni en las
paredes cuadros. Solo unos cuantos muebles, como destinados a la venta,
permanecen arrinconados. El ambiente es de vacío. Al fondo del escenario, junto
a la puerta de entrada, se ven preparadas maletas, envoltorios, etc... Por la puerta
abierta de la izquierda se oye hablar a Ania y a Varia.

ESCENA PRIMERA
Lopajin tiene una actitud expectante e Iascha transporta con ambas manos una
bandeja llena de copas de champaña. En el recibimiento, Epijodov ata con
cuerdas un cajón, y detrás del escenario suenan voces; las de los mujiks que
vienen a despedir a los señores. Se oye decir a Gaev "¡Gracias, hermanos!
¡Gracias!.
Iascha: ¡Es la pobre gente que viene a despedirlos!... Gente, en
mi opinión..., (Se calma el ruido de voces. De la
antesala entran Liubov Andreevna y Gaev. La primera
ya no llora, aunque está muy pálida. Su rostro tiembla y
no puede articular palabra)
Gaev: ¡Le has dado el monedero lleno, Liuba!... ¡Eso no puede
hacerse!...
Liubov Andreevna: ¡No me lo pude impedir! (Salen ambos)
Lopajin: (Llamándolos) ¡Se lo ruego, por favor! ¡Acepten una
copita de despedida!... ¡Me olvidé en la ciudad de
comprar champaña y en la estación solo he encontrado
una botella!... ¡Por favor!... (Pausa) ¡No quieren
ustedes?... (Alejándose de la puerta) Sí lo sé, no lo
compro. Tampoco bebo yo entonces (Iascha deposita
cuidadosamente la bandeja sobre una silla) ¡Bebe tú,
Iascha, por lo menos!
Iascha: ¡A la salud de los que se van y de los que se quedan!
(Bebe) Este champaña no es auténtico. Seguro.
Lopajin: Pues cuesta ocho rublos la botella (Pausa) Hace un frío
de mil diablos aquí.
Iascha: Hoy no se ha encendido. ¡Como ya nos vamos!... ¿para
qué?... (Ríe.)
Lopajin: ¿De qué te ríes?
Iascha: De gusto
Lopajin: Ya estamos en octubre, y en la calle hace el mismo sol
y la misma calma que en verano. Un tiempo muy bueno
para edificar. (Después de mirar el reloj y dirigiendo la
voz a la puerta) ¡Señores! ¡Tengan en cuenta que solo
faltan cuarenta y siete minutos para la salida del tren...,
lo cual quiere decir que dentro de veinte habrá que
marcharse ala estación!... ¡Dense prisa!

ESCENA II
De la calle, entra Trofimov con el abrigo puesto.
Trofimov: Creo que ya es hora de irse. Los coches están ahí ya.
¿Adónde diablos habrán ido a parar mis chanclos? Me
han desaparecido. (Dirigiendo su voz a la puerta)
¡Ania!... ¿No estarán ahí mis chanclos?... ¡No los
encuentro!
Lopajin: Yo tengo que salir para Jarkov. Les acompaño en el
mismo tren. En Jarkov pasaré el invierno. En todo el
tiempo que he estado a su lado no he hecho nada, cosa
que ya me cansa. ¡No puedo vivir sin trabajar!... No sé
qué hacer de mis manos. Me cuelgan de un modo
extraño..., como si no fueran mías.
Trofimov: Ahora que ya nos vamos, reanudarás tu fructífero
trabajo.
Lopajin: Toma una copita.
Trofimov: No..., no quiero.
Lopajin: ¿Con que entonces..., ahora a Moscú?
Trofimov: Sí. Iré con ellos hasta la ciudad, y mañana saldré yo
para Moscú.
Lopajin: ¡Claro!... ¡Los catedráticos estarán sin dar clase...,
esperando seguramente tu llegada!...
Trofimov: Eso a ti no te importa.
Lopajin: ¿Cuántos años llevas ya estudiando en la Universidad?
Trofimov: ¡Idea algo más nuevo!... ¡Eso está ya viejo y no tiene
interés! (Buscando los chanclos) ¿Sabes una cosa?...
Quizá no volvamos a vernos, por lo que me permitirás
que te dé un consejo de despedida. No agites tanto los
brazos... ¡Claro que el construir casas veraniegas y el
calcular los propietarios particulares que pueden salir de
los veraneantes, también es agitarse!... En fin, sea
como sea, te tengo afecto. Tienes dedos finos y
delicados de artista, y un alma también fina y delicada.
Lopajin: (Abrazándole) ¡Adiós, querido!... Gracias por todo... Si
necesitas dinero para el viaje, aquí estoy yo.
Trofimov: ¿Para qué necesito yo dinero?
Lopajin: ¡Pero si no lo tienes!
Trofimov: Lo tengo... Te lo agradezco. He cobrado mi traducción,
y aquí lo llevo. En este bolsillo (Preocupado) ¡Y mis
chanclos sin aparecer!
Varia: (Desde la habitación contigua) ¡Coja esa porquería
suya! (Arroja al medio del escenario un par de chanclos
de goma)
Trofimov: ¿Por qué ese enfado. Varia?... ¡Hum!... ¡Pero si estos
no son mis chanclos!
Lopajin: En la primavera pasada planté mil "desiatin" de
amapolas que me han dado ahora cuarenta mil rublos
limpios... ¡Y cuando mis amapolas estaban en flor!...
¡Qué cuadro aquel!... Así, pues..., como te digo, me he
ganado cuarenta mil rublos..., por lo que, si te ofrezco
un préstamo, es porque puedo hacerlo... ¿A qué vienen
esos aires de orgullo? ¡Soy un "mujik"! ¡todo en mi es
sencillo!
Trofimov: Tu padre fue "mujik" y el mío boticario, de lo cual no se
deduce absolutamente nada (Lopajin saca la cartera)
¡Deja! ¡Deja!... Aunque me ofrecieras mil rublos no te
los aceptaría. Soy un hombre independiente. Todo lo
que ustedes, ricos y pobres, tienen en muy alta estima,
no ejerce poder ninguno sobre mi. Lo mismo que el
plumón cuando vuela por el aire.... Yo puedo prescindir
de ustedes... Puedo pasarles por delante... Soy fuerte y
orgulloso... La humanidad camina hacia la más elevada
verdad..., hacia la más elevada felicidad que pueda
existir en la tierra, y yo marcho en las primeras filas...
Lopajin: ¿Y llegarás?
Trofimov: Sí. Llegaré (Pausa) Llegaré o, al menos señalaré a los
demás el camino a seguir para llegar (A lo lejos
resuenan golpes de hacha asestados sobre un árbol).
Lopajin: Bueno...Adiós, querido... Ya es hora de marcharse.
Aquí estamos el uno frente al otro, dándonolas de
orgullosos y, mientras tanto, la vida sin preocuparse de
nosotros... Por mi parte, cuando llevo mucho tiempo
trabajando incansablemente, el pensamiento se me
hace más ligero y se me figura que ya sé para qué
existo. ¡Cuánta gente, sin embargo, hay, hermano, en
Rusia que no sabe para qué existe!... Bueno, es igual...
¡Para remontar el curso de la vida no hay que saberlo!...
¡Dicen que Leonid Andreich ha aceptado un empleo en
el Banco, por el que le dan seis mil rublos anuales...
pero a saber si lo conservará mucho tiempo!... ¡Es
demasiado perezoso!
Ania: (Desde el umbral de la puerta) ¡Mamá le ruega que,
mientras esté ella aquí, no sean talados los árboles!
Trofimov: En efecto, ¿será posible semejante falta de tacto?...
(Sale al recibimiento)
Lopajin: ¡Ahora mismo! ¡Ahora mismo voy a decir...! ¡Qué gente
esta! (Sale tras él.)
Ania: ¿Llevaron a Firs al hospital?
Iascha: Yo lo dije esta mañana. Es de suponer que lo hayan
hecho.
Ania: (A Epijodov, que pasa en este momento por el salón)
¡Semión Panteleich!... ¿Quiere hacer el favor de
enterarse de si han llevado a Firs al hospital?
Iascha: (Ofendido) ¡Esta mañana se lo dije yo a Egor! ¿Por qué
preguntarlo entonces diez veces?
Epijodov: ¡En opinión mía, es decididamente imposible que tenga
ya arreglo el valetudinario de Firs! ¡Tiene que
emprender el camino hacia sus antepasados! ¡Yo, por
mi parte, no puedo menos de envidiarle! (Coloca una
maleta sobre una sombrerera de cartón, y la aplasta)
¡Naturalmente! ¡Ya está!... ¡Si lo sabría yo! (Sale).
Iascha: (Con ironía) ¡Veintidós desdichas!
Varia: (Desde el otro lado de la puerta) ¿Se llevaron a Firs al
hospital?
Ania: Se lo han llevado, sí.
Varia: ¿Y por qué se ha dejado aquí la carta para el doctor?
Ania: ¡Habrá que mandársela en seguida a ver si le alcanza!
(Sale. Hablando desde la habitación inmediata) ¿Dónde
está Iascha? ¡Hay que decirle que está ahí su madre,
que viene a despedirse de él!
Iascha: (Con gesto de fastidio) ¡Cuánto le hacen a uno perder la
paciencia!... (Durante todo este tiempo, Duniascha ha
estado trajinando junto a las maletas, y ahora que
Iascha se ha quedado solo, se acerca.)
Duniascha: ¡Si siquiera una sola vez me hubiera mirado, Iascha!...
¡Se marcha usted!... ¡Me abandona! (De un movimiento
impulsivo, se cuelga, llorando, a su cuello.)
Iascha: ¿Y qué necesidad hay de llorar? (Bebe champaña)
dentro de seis días estaré otra vez en París. Mañana
tomaremos el tren rápido y pronto nos encontraremos
lejos... ¡Casi no puedo creerlo!... "Vive la
France!"...¡Esto no me va!... ¡Aquí no puedo yo vivir!...
¡No hay nada que hacer!... ¡Ya he tenido bastante
ración de ignorancia! (Bebe champaña) ¿Para qué
llorar?... Si se comporta como es debido, no llorará.
Duniascha: (Empolvándose el rostro y mirándose en el espejito.)
¡Mándeme una carta desde París!... ¡Le he querido,
Iascha!... ¡Le he querido tanto!... ¡Soy una criatura
delicada, Iascha!...
Iascha: Viene gente. (Se pone a trajinar junto a las maletas,
canturreando a media voz.)

ESCENA III
Entran Liubov Andreevna, Gaev, ania y Scharlotta Ivanovna
Gaev: Ya es hora de marcharse. Queda muy poco tiempo
(Mirando a Iascha) ¿Quién huele aquí a arenque?
Liubov Andreevna: Dentro de unos diez minutos deberemos subir a los
coches. (Recorriendo la estancia con la mirada). ¡Adiós,
casa querida!... ¡Vieja abuela!... ¡Pasará el invierno...,
llegará el verano...; pero tú ya no existirás!... ¡Te habrán
derribado!... ¡Cuántos vieron estas paredes!... (A su
hija, besándola con efusión) ¡Tesoro mío! ¡Cómo
resplandeces! ¡Los ojos te brillan igual que dos
diamantes!... ¿Estás contenta? ¿Mucho?
Ania: Mucho... ¡Una nueva vida empieza ahora, mamá!....
Gaev: (Contento) En efecto, ahora está todo bien. Antes de la
venta del jardín de los cerezos nos encontrábamos
nerviosos..., sufríamos..., pero luego, una vez resuelto
todo definitivamente..., irremisiblemente..., nuestros
ánimos se tranquilizaron y hasta se pusieron más
alegres... Yo soy ahora empleado de un Banco... Todo
un financiero... "¡Con la amarilla al centro!"... ¡Y tú,
Liuba, pese a todo, tienes mejor cara, eso es
indiscutible!
Liubov Andreevna: Cierto, así es. Mis nervios están mucho mejor. (Le traen
el sombrero y el abrigo) Duermo bien... ¡Iascha! ¡Ya
puede ir sacando las maletas! Es la hora (A Ania) ¡Mi
nenita querida!... ¡Pronto volveremos a vernos! Me voy
a París, donde viviré con el dinero enviado por la abuela
de Iaroslav para la compra de la hacienda... ¡Viva la
abuela!... ¡Pero ese dinero no durará mucho tiempo!
Ania: Volverás muy pronto..., ¿verdad, mamá?... ¡Yo,
mientras tanto, me preparé para examinarme en el
colegio, aprobaré y me pondré a trabajar para
ayudarte!...,¡Leeremos juntas, mamá, una serie de
libros!... ¿Verdad que sí?... ¡Las veladas de otoño nos
las pasaremos leyendo! ¡Leeremos muchos libros y un
mundo nuevo y maravilloso se revelará a nuestros
ojos!... (Con acento soñador) ¡Vuelve pronto, mamá!
Liubov Andreevna: ¡Volveré, tesoro mío! (Abraza a su hija)

ESCENA IV
Entra Lopajin, Scharlotta canturrea una cancioncilla a media voz.
Lopajin: ¡Qué feliz se si ente Scharlotta! Está cantando.
Scharlotta: (Cogiendo entre los brazos un envoltorio cuya forma
recuerda la de un niño en mantillas) "¡Duerme, nenito
mío!"... (Se oye un llanto de niño "¡Uaa!... ¡Uaa!")
¡Cállate, mi niño!... ¡Calla, guapito! ("¡Uaa!... ¡Uaa!"...)
¡Me da mucha penita oírte! (Arroja el envoltorio a su
sitio) De modo que ya saben... Por favor, búsquenme
una colocación. Así no puedo seguir.
Lopajin: No se preocupe, Scharlotta Ivanovna, que ya se la
buscaremos y se la encontraremos.
Gaev: ¡Todos nos dejan! ¡Varia también se marcha! ¡Resulta,
de pronto, que nadie nos necesita!
Scharlotta: Yo no tengo dónde vivir en la ciudad... Bueno..., ya es
hora de marcharse. (Canturrea) ¡Es igual!

ESCENA V
Entra Pischik
Lopajin: ¡Ya tenemos aquí a este fenómeno de la Naturaleza!
Pischik: ¡Déjenme respirar! ¡Estoy agotado! ¡Muy buenos días!...
¡Me dan un poco de agua!
Gaev: ¿A qué vienes, por dinero?... Yo, por si acaso, me
marcho... (Sale)
Pischik: Hace mucho que no vengo a su casa, encanto (A
Lopajin) ¿Tú por aquí? ¡Cuánto me alegra verte!... ¡Eres
un hombre de inteligencia poderosa!... Toma. Cógelos.
(Tendiendo dinero a Lopajin) Son cuatrocientos rublos.
Quedo debiéndote ochocientos cuarenta.
Lopajin: (Acostumbrado y encogiéndose de hombros) ¡Le parece
a uno estar soñando! ¿De dónde los has sacado?
Pischik: Espera... ¡Qué calor hace!... Es todo un acontecimiento
extraordinario... Figúrense que ayer vinieron a verme
unos ingleses que parece ser han encontrado en mi
tierra arcilla blanca... (A Liubov Andreevna) Para usted
también, encanto mío, traigo cuatrocientos ...
(Entregándole el dinero) El resto vendrá más tarde
(Bebe agua) En el vagón venía ahora contando un
joven acerca de un gran filósofo que aconseja saltar del
tejado al suelo... "Salta -dice-, que el problema es
ese"... (Asombrado) ¡Figúrense!... Denme más agua.
Lopajin: ¿Y qué ingleses son esos?
Pischik: Unos a quienes arrendé por veinticuatro años un
terreno arcilloso... Pero ahora, perdónenme. no tengo
tiempo que perder. He de marcharme corriendo. Tengo
que ir a ver a Snoikov..., a Kardamodov... A todos debo
dinero.... (Bebe) ¡Que siga la buena salud! El jueves
volveré.
Liubov Andreevna: nosotros nos vamos ahora mismo a la ciudad, desde
donde mañana saldré para el extranjero.
Pischik: ¿Cómo?... (Inquieto) ¿Por qué a la ciudad?... ¡Ah, sí...,
claro!... Esos muebles... Esas maletas... ¡Qué se le va a
hacer!... (Saliéndosele las lágrimas) ¡Qué se le va a
hacer!... ¡Esos ingleses son de una inteligencia
enorme!... ¡Qué se le va a hacer!... ¡Que sean muy
felices!... ¡Dios los protegerá!... ¡Qué se le va a hacer!...
¡Todo tiene su fin en este mundo!... (Besando la mano
de Liubov Andreevna) Y cuando llegue a sus oídos que
yo también he tenido el mío, acuérdese de este...
caballo..., y diga: "En el mundo existió un día un tal
Simeonov-Pischik... Descanse en paz"... -¡Qué tiempo
más maravilloso tenemos! Sí... (Presa de fuerte
azoramiento, abandona la estancia, pero vuelve a entrar
en el acto para, deteniéndose en el umbral de la puerta,
añadir:) Dacheñka les envía muchos recuerdos. (Sale)
Liubov Andreevna: Ya podemos marcharnos... Me llevo dos
preocupaciones: de ellas, la primera la enfermedad de
Firs. (Mira la hora) Aún tenemos cinco minutos.
Ania: Firs, mamá, ha sido enviado al hospital. Lo llevó Iascha
esta mañana.
Liubov Andreevna: Mi segunda pena es Varia. Está acostumbrada a
levantarse temprano y a trabajar, por lo que ahora, sin
ocupación, se encuentra como el pez fuera del agua...
La pobre ha adelgazado..., palidecido..., y no hace más
que llorar. (Pausa) ¡Usted lo sabe muy bien, Ermolai
Alekseich!... Y había soñado con casarla con usted...,
que además, a juzgar por las apariencias, parecía que
iba a casarse con ella... (Murmura algo al oído de Ania,
está hace una seña a Scharlotta, y ambas salen). Le
quiere..., y a usted también le agrada, pero, no sé por
qué, parece como si huyeran ustedes el uno del
otro...No lo comprendo.
Lopajin: Yo tampoco lo comprendo, a decir verdad... ¡Es algo tan
extraño! Si aún quedara tiempo, ahora mismo estaría
dispuesto a... En fin, terminemos de una vez, porque si
no, estoy viendo que, sin su presencia, no me
declararé.
Liubov Andreevna: ¡Magnífico, entonces! ¡Para esto basta un minuto! ¡Voy
ahora mismo a llamarla!
Lopajin: Además, hay aquí champaña para el caso. (Después de
examinar las copas) Están va cías, Se lo ha bebido
alguien. (Se oye toser a Iascha) ¡Qué manera de
aprovecharse!
Liubov Andreevna: (Con animación) ¡Magnífico! ¡Vayamos nosotros!...
¡Iascha! "Allez!"... Voy a llamarla (Dirigiendo su voz a la
puerta) ¡Varia! ¡Déjalo todo y ven acá!... ¡Ven!... (Ella y
Iascha salen)
Lopajin: (Consultando el reloj) Sí... (De detrás de la puerta llega
un murmullo de risas contenidas y, por fin, entra Varia).
Varia: (Después de largo rato de inspeccionar el equipaje)
¡Qué raro! ¡No puedo encontrarlo!
Lopajin: ¿Qué busca usted?
Varia: ¡Yo misma lo he empaquetado, y ya no recuerdo dónde
lo he metido (Pausa).
Lopajin: ¿Y adónde se dirige usted ahora, Vaarvara Mijailovna?
Varia: ¿Yo?... A casa de los Regulín. He convenido con ellos
que iré a governarles la casa...En calidad de algo así...,
digamos..., como ama de llaves.
Lopajin: ¿En Iaschnevo? ... Eso estará a unas setenta "verstas".
(Pausa) ¡He aquí que terminó la vida en esta casa!...
Varia: (Paseando la mirada por el equipaje) ¿Dónde podrá
estar?... O quizá lo he metido en el baúl... Sí... ¡La vida
en esta casa terminó!.... ¡Ya no volverá más!...
Lopajin: Yo me marcho ahora a Jarkov... En este mismo tren...
Tengo pendientes una porción de asuntos... Aquí dejo a
Epijodov... Lo he tomado a mi servicio.
Varia: Perfectamente.,
Lopajin: El año pasado por estas fechas estaba ya nevando...
En cambio, ahora todavía hay calma y sol... ¡Lo único,
que hace frío!... Alrededor de los tres grados bajo cero.
Varia: No he mirado el termómetro. (Pausa) El nuestro,
además, se ha roto (Pausa).
Una voz desde el patio: ¡Ermolai Alekseich!
Lopajin: (Como quien hace mucho tiempo espera esta llamada)
¡Ahora mismo voy! (Sale rápidamente. Varia, sentada
en el suelo y con la cabeza descansando sobre el
envoltorio de los vestidos, solloza quedamente. La
puerta se abre y Liubov Andreevna entra con paso
cauteloso)
Liubov Andreevna: ¿Qué?... (Pausa) Hay que marcharse.
Varia: (Que ya no llora, y cuyas lágrimas se han secado) Sí...
ya es hora, mamaíta. Aún no me da tiempo de ir a casa
de los Regulín. Lo interesante es no llegar con retraso
al tren.
Liubov Andreevna: (Dirigiendo la voz a la puerta) ¡Ania! ¡Vístete!

ESCENA V
Entran primero Ania; luego, Gaev, cubierto de un abrigo recio y de un "baschlik" 4 y
después Scharlotta Ivanovna. Entran también los criados y los "javoschik" 5
Epijodov trajina junto al equipaje.
Liubov Andreevna: ¡Ya podemos ponernos en marcha!
Ania: (Alegremente) ¡En marcha!
Gaev: ¡Mis queridos amigos! ¡Mis queridos amigos!... ¡Al
abandonar esta casa para siempre, ¿cómo dejar de
expresar, en mi despedida, los sentimientos que en tal
instante inundan todo mi ser?...
Ania: (Suplicante) ¡Tío!... ¡No hay que...!
Gaev: (En tono abatido) "¡Con la amarilla al centro!" ... ¡Me
callo!
Trofimov: Bueno, señores... Hay que marcharse ya.
Lopajin: ¡Epijodov!... ¡Tráeme el abrigo!
Liubov Andreevna: ¡Quiero sentarme aquí un minuto más!... ¡Me parece no
haber visto nunca cómo son las paredes de esta casa...,
sus techos..., y ahora los contemplo con un ansia
tremenda..., con un amor lleno de ternura!
Gaev: Yo me recuerdo a los seis años -en el día de
Pentecostés- sentado junto a esa ventana y viendo a mi
padre salir para la iglesia.
Liubov Andreevna: ¿Se han llevado ya todo el equipaje?...
Lopajin: Creo que todo. (A Epijodov, mientras se pone el abrigo)
Tú, Epijodov, cuida de que todo se mantenga aquí en
orden.
Epijodov: (Con voz ronca) Pierda cuidado, Ermolai Alekseich.
Lopajin: ¿Por qué hablas así?
Epijodov: Porque bebiendo agua me tragué, sin duda, alguna
cosa.
Iascha: (En tono despreciativo) ¡Ignorancia!
Liubov Andreevna: Cuando nos marchemos nosotros, no quedará aquí un
alma.
Lopajin: Hasta la primavera.
VAria: (Sacando de un tirón un paraguas del envoltorio y
blandiéndolo en el aire, como si fuera a pegar a alguien,
en tanto que Lopajin finge asustarse) ¡No se apure! ¡No
tenía intención!
Trofimov: ¡Salgamos, señores, y subamos a los coches! ¡Ya es
hora! ¡El tren está para llegar!
Varia: ¡Petia!...¡Aquí están sus chanclos! ¡Al lado de la
maleta!... (Con los ojos llenos de lágrimas) ¡Qué sucios
los tiene usted! ¡Y qué viejos!
4 Especie de gorro bufanda
5 Cochero de coche de alquiler
Trofimov: (Poniéndoselos) ¡Vamos, señores!
Gaev: (Muy azorado y teniendo echarse a llorar) ¡El tren!... ¡La
estación!... ¡"Croiser" al centro!... "¡La blanca al
rincón!"...
Liubov Andreevna: ¡Vámonos!
Lopajin: ¿Están aquí todos? ¿No queda nadie por ahí?
(Cerrando la puerta de la izquierda) Las cosas están
aquí reunidas. Hay que cerrar, ¡Vámonos!
Ania: ¡Adiós, casa!... ¡Adiós, vieja vida!...
Trofimov: ¡Salve, vida nueva! (Sale con Ania. Varia, tras pasar la
mirada por la estancia, abandona ésta con paso lento.
Iascha y Scharlotta salen también, tirando del perrito).
Lopajin: ¡Hasta la primavera, entonces! ¡Salgan, señores! ¡Hasta
la vista! (Sale, Liubov Andreevna y Gaev han quedado
solos. Diríase que esperaban, temiendo a ser oídos de
los demás, ese momento para arrojarse el uno en
brazos del otro y estallar en unos sollozos bajos y
contenidos)
Gaev: (Con acento desesperado) ¡Hermana mía! ¡Hermana
mía!...
Liubov Andreevna: ¡Oh, mi querido, mi dulce, mi maravilloso jardín!... ¡Mi
vida, mi juventud, mi felicidad!... ¡Adiós!...
La voz de Ania: (Con alegre llamada) ¡Mamá!
La voz de Trofimov: (Animada y gozosa) ¡Uuu!...
Liubov Andreevna: ¡Ya vamos! (Salen. El escenario queda vacío. Se oye
cerrar con llave las puertas, partir los coches. Reina el
silencio. de pronto, en medio de él, retumba un sonido
solitario y triste; el del golpe de hacha descargando
sobre el árbol. Suenan pasos)

ESCENA VI
La puerta de la derecha se abre y entra Firs. Viene vestido como de costumbre,
con chaqueta y chaleco blanco y calzado de zapatillas.
Está enfermo.
Firs: (Acercándose a la puerta, hace girar el picaporte)
Cerrada... Se han marchado. (Sentándose en el diván).
¡Se olvidaron de mí!... ¡Qué importa!... Me estaré aquí
sentado... Seguro que Leonid Andreich no se puso la
pelliza, y lleva solo el abrigo... (Suspirando) ¡Y yo sin
poner cuidado!... ¡Juventud, juventud!... (Masculla algo
ininteligible) ¡Pasó la vida!... ¡Se le figura a uno no
haber vivido! (Tumbándose) Me echaré un poco... ¡Ya
no te quedan fuerzas, ya no te queda nada!...¡Pobre de
ti!... ¡No eres más que un patoso!... (Permanece
echado, inmóvil. Se oye un sonido lejano que parece
venir del cielo... Sonido moribundo y triste, semejante al
de la cuerda de un instrumento al romperse. Se hace el
silencio, escuchándole solo, como a lo lejos, en el
jardín, el hacha golpear sobre el árbol. Telón)
F I N

15/9/14

A PUERTA CERRADA: Sartre




























Jean-Paul SARTRE

A PUERTA CERRADA


PERSONAJES
INÉS
ESTELLE
GARCIN
El MOZO DEL PISO
Un salón estilo Segundo Imperio. Sobre la chimenea, una estatua de bronce.


ACTO ÚNICO

ESCENA PRIMERA

GARCIN y el MOZO DEL PISO

GARCIN.—(Entra y mira a su alrededor.) Es aquí, ¿no?
MOZO.—Sí, aquí es. GARCIN.—¿Una habitación así? MOZO.—Sí, una habitación así.
GARCIN.—Bueno, a la larga..., a la larga probablemente se acostumbrará uno a los muebles.
MOZO.—Eso depende de las personas.

GARCIN.—¿Todas las habitaciones son por el estilo?

MOZO.—No, imagínese... Aquí nos vienen chinos, indios... ¿Qué quiere usted que hagan con un sillón Segundo Imperio?

GARCIN.—¿Y yo? ¿Qué quiere usted que haga yo? ¿Sabe quién era antes? En fin, no tiene importancia... Después de todo, siempre he vivido entre muebles que no me gustaban y en situaciones falsas; me gustaba horrores... Una situación falsa en un comedor Luis-Felipe, ¿qué le parece? ¿No le dice nada?

MOZO.—Tampoco está mal en un salón Segundo Imperio.

GARCIN.—¿Eh? Bueno, es igual... ¡Bien, bien, bien! (Mira a su alrededor.) Sin embargo, no me esperaba una cosa así... Seguro que usted sabe lo que se cuenta por allá.

MOZO.—¿De qué?

GARCIN.—De... (Con un gesto vago y amplio.) En fin, de todo esto.

MOZO.—¿Cómo ha podido creerse tales estupideces?

Personas que nunca pusieron los pies aquí... Porque claro está que si hubieran venido una vez, ya no...

GARCIN.—¡Claro! (Ríen. GARCIN vuelve a ponerse serio de pronto.) ¿Dónde están los palos?

MOZO.—¿Cómo?

GARCIN.—Las... Esas estacas en punta, los palos... Y las parrillas ardientes, los..., los embudos, los...


MOZO.—¿Tiene ganas de broma?

GARCIN.—(Mirándole.) ¿Eh? ¡Ah, ya! No, no tengo ningunas ganas de bromas, no... (Un silencio. Se pasea.) Ni espejos ni ventanas, naturalmente. Nada que sea frágil. (Con súbita violencia.) ¿Y por qué me han quitado el cepillo de dientes? A ver.

MOZO.—Ya está con eso... En seguida ha recuperado la dignidad humana. Tiene gracia.

GARCIN.—(Golpeando colérico el brazo del sillón.) Le ruego que evite esas familiaridades. No ignoro nada de mi situación, pero no estoy dispuesto a soportar que usted...

MOZO.—Un momento, un momento. Perdóneme. Pero, ¡qué quiere!, es que todos los clientes me hacen la misma pregunta. Primero me preguntan por los palos; y en ese momento le juro que no piensan para nada en su «toilette». Y en seguida, cuando se los ha tranquilizado, salen con el cepillo de dientes. Pero, por el amor de Dios, ¿no son capaces de reflexionar? Porque, en fin, yo puedo preguntarle: ¿para qué iba a limpiarse aquí los dientes?

GARCIN.—(Calmado.) Sí, es verdad, ¿para qué? (Mira a su alrededor.) ¿Y para qué iba a mirarse uno en un espejo? Mientras que la estatua de bronce, eso está bien... Me figuro que en algunos momentos lo miraré con todas mis fuerzas, con los ojos muy abiertos, ¿entiende? Bueno; en fin, no hay nada que ocultar; ya le digo que conozco perfectamente mi situación. ¿Quiere que le cuente cómo ha ocurrido? El hombre se asfixia, se hunde, se ahoga; sólo su mirada está fuera del agua, y entonces, ¿qué ve? Una reproducción en bronce. ¡Qué

pesadilla! Bueno, seguro que le han prohibido que me responda; así que no insisto. Pero acuérdese de que no me han cogido desprevenido, ¿eh? No vaya luego a alardear de haberme dado una sorpresa; me enfrento con la situación cara a cara, ya lo ve. (Vuelve a su paseo.) Así que sin cepillo de dientes. Tampoco cama. Porque es seguro que no se duerme nunca, ¿verdad?

MOZO.—¡Qué cosas tiene!

GARCIN.—Lo hubiera apostado. ¿«Por qué» se iba a dormir? Te pican los ojos de sueño. Sientes que se te cierran, pero ¿por qué dormir? Te tumbas en el canapé y, ¡pafff!..., el sueño desaparece. Se frota uno los ojos, se levanta y todo vuelve a empezar.

MOZO.—¡Qué literario es usted!

GARCIN.—Calle. No voy a gritar, no va a oír de mí ni un gemido, pero quiero mirar la situación cara a cara; que no salte sobre mí por la espalda sin que yo pueda reconocerla. ¿Literario? Entonces, ¿qué? Que ni siquiera se siente necesidad de dormir... ¿Por qué dormir si no se tiene sueño? Está bien. Espere. Espere. ¿Y eso por qué es penoso? ¿Por qué va a ser forzosamente penoso? Sí, ya sé; es la vida sin ninguna interrupción.

MOZO.—¿Interrupción? ¿Qué es eso?


GARCIN.—(Imitándolo.) ¿Interrupción? ¿Qué es eso? (Intrigado.) A ver, míreme.
¡Ah, sí! Estaba seguro. Eso es lo que explica esa indiscreción grosera..., insostenible, de su mirada. Están..., están atrofiados.

MOZO.—Pero ¿de qué habla?

GARCIN.—De sus párpados. Nosotros..., bueno, nosotros cerrábamos los párpados. Se llamaba... un parpadeo: un relampaguito negro, un telón que cae y se levanta; el corte está hecho, la interrupción... El ojo se humedece, desaparece el mundo. No puede imaginarse lo..., lo refrescante que era. Cuatro mil descansos en una hora. Cuatro mil evasiones pequeñitas. Y cuando digo cuatro mil... Entonces, ¿qué? ¿Voy a vivir sin párpados? No se haga el idiota: sin párpados, sin sueño, es todo lo mismo... Ya no dormiré más. Pero ¿cómo

voy a soportarme? Intente comprender, haga un esfuerzo; tengo un carácter puntilloso... y me gusta darles mil vueltas a mis cosas, pero..., pero no puedo hacerlo sin tregua; allí..., allí había noches. Yo dormía. Tenía el sueño tranquilo... en compensación. Mis sueños eran muy simples. Había una pradera... Una pradera nada más. Soñaba que me paseaba por ella. ¿Es de día?

MOZO.—Ya ve: las lámparas están encendidas. GARCIN.—Caramba. Esto es «vuestro» día. ¿Y afuera? MOZO.—(Aturdido.) ¿Afuera?
GARCIN.—Sí, afuera. Al otro lado de los muros.

MOZO.—Hay un pasillo.

GARCIN.—¿Y al final del pasillo?

MOZO.—Otras habitaciones y otros pasillos, y escaleras.

GARCIN.—¿Y luego?

MOZO.—No hay nada más.

GARCIN.—Y..., bueno..., usted tendrá su día libre. ¿Adónde va? MOZO.—Con mi tío, que es jefe de mozos en el tercer piso. GARCIN.—Hubiera debido suponerlo. ¿Y el interruptor dónde está? MOZO.—No hay.
GARCIN.—¿Cómo es eso? Entonces, ¿no se puede apagar la luz?

MOZO.—La Dirección puede cortar la corriente, pero yo no recuerdo que en este piso lo hayan hecho nunca. Tenemos electricidad a discreción.

GARCIN.—Ya. Así que hay que vivir con los ojos abiertos...

MOZO.—(Irónico.) Hombre, vivir...

GARCIN.—Bueno, no me va ahora a buscar las vueltas por una cuestión de vocabulario. Con los ojos abiertos. Para siempre. Habrá plena luz en mis ojos. Y en mi cabeza. (Una pausa.) ¿Y qué cree usted? ¿Que si yo tirara la estatua contra la lámpara se apagaría?


MOZO.—Pesa demasiado.

GARCIN.—(Coge el bronce e intenta levantarlo.) Tiene razón. Pesa demasiado.
(Un silencio.)

MOZO.—Bueno, si no me necesita para nada más, voy a dejarle.

GARCIN.—(Se sobresalta.) ¿Se marcha ya? Hasta luego. (El MOZO se vuelve.) Eso es un timbre, ¿no? (El Mozo asiente con un gesto.) ¿Y... puedo llamarle cuando quiera y usted tiene la obligación de venir?

MOZO.—En principio, sí. Pero es muy caprichoso. Debe de haber algo anormal en su mecanismo. (GARCIN se acerca al timbre y aprieta el botón. Suena.)

GARCIN.—¡Funciona!

MOZO.—(Asombrado.) ¡Sí, funciona! (También lo prueba él.) Pero no se haga ilusiones; no puede durar mucho. Bien, a su disposición.

GARCIN.—(Hace un gesto para retenerlo.) Yo...

MOZO.—¿Eh?

GARCIN.—No, nada. (Va a la chimenea y coge un cortapapeles.) ¿Esto qué es?

MOZO.—Ya lo está viendo: un cortapapeles.

GARCIN.—¿Es que hay libros aquí?

MOZO.—No.

GARCIN.—Entonces, ¿para qué? (El MOZO se encoge de hombros.) Está bien.
Márchese. (Sale el MOZO.)





ESCENA II

GARCIN, solo



Va junto a la estatua y la acaricia con la mano. Se sienta. Vuelve a levantarse.
Va al timbre y aprieta el botón. El timbre no suena. Lo intenta dos o tres veces. Pero en vano. Entonces va a la puerta e intenta abrirla. La puerta resiste.



GARCIN.—¡Eh, oiga! ¡Que le estoy llamando! (No hay respuesta. Entonces descarga puñetazos en la puerta llamando al MOZO. Después, súbitamente se calma y vuelve a sentarse. En ese momento la puerta se abre y entra INÉS, seguida por el MOZO.)







ESCENA III


GARCIN, INÉS, el MOZO



MOZO.—(A GARCIN.) ¿Me llamaba usted? (GARCIN va a contestar, pero echa una mirada a INÉS.)

GARCIN.—No.

MOZO.—(Volviéndose a INÉS.) Está usted en su casa, señora. (Silencio de INÉS.) Si tiene alguna pregunta que hacerme... (INÉS no habla. Decepcionado.) Lo normal es que los clientes deseen informarse... Pero no insisto. Por lo demás, en cuanto al cepillo de dientes, el timbre y la reproducción en bronce, aquí el señor está al corriente y puede contestarle tan bien como yo. (Sale. Un silencio. GARCIN no mira a INÉS. Esta mira a su alrededor y de pronto se dirige bruscamente a GARCIN.)

INÉS.—¿Y Florencia? (Silencio de GARCIN.) Le pregunto qué pasa con Florencia.
¿Dónde está?

GARCIN.—Yo no sé nada.

INÉS.—¿Eso es todo lo que se les ha ocurrido? ¿La tortura por la ausencia? Pues conmigo han fallado. Florencia era una chica tonta y no lo lamento en absoluto.

GARCIN.—Permítame, señora. ¿Por quién me toma usted?

INÉS.—¿Usted? Usted es el verdugo.

GARCIN.—(Se sobresalta y luego se echa a reír.) ¡Qué equivocación tan divertida!
¡El verdugo, dice! Entra, me mira y piensa: «Este es el verdugo.» ¡Qué cosa tan extravagante! Ese mozo es ridículo; hubiera debido presentarnos. ¡El verdugo! Perdón, me llamo José Garcin, publicista y hombre de letras. La verdad es que nos encontramos en el mismo caso. Señora...

INÉS.—(Seca.) Inés Serrano. Señorita.

GARCIN.—Muy bien. Estupendo. Ya se ha roto el hielo, ¿no? Así que, según usted, tengo el aspecto de un verdugo... ¿Y en qué se reconoce a los verdugos, quiere decírmelo?

INÉS.—En que parece que tienen miedo.

GARCIN.—¿Miedo? Es curioso. ¿Y de quién? ¿De sus víctimas?

INÉS.—¡Déjeme en paz! Sé lo que digo. Me he mirado al espejo y sé lo que digo.

GARCIN.—¿Al espejo? (Mira a su alrededor.) Es fastidioso: aquí han quitado todo lo que pudiera parecerse a un espejo. (Una pausa.) En todo caso, yo le puedo asegurar que no tengo miedo. No es que me tome la situación a la ligera; me encuentro consciente de su gravedad. Pero no tengo miedo.

INÉS.—(Encogiéndose de hombros.) Eso es cosa suya. (Una pausa.) ¿No se le ocurre de cuando en cuando irse a dar una vuelta por ahí?

GARCIN.—La puerta está cerrada con cerrojo.


INÉS.—Lo siento.

GARCIN.—Comprendo perfectamente que mi presencia la importune. Y, personalmente, también preferiría estar solo: tengo que poner en orden mi vida y necesito un poco de recogimiento. Pero estoy seguro de que podremos adaptarnos el uno al otro; yo no hablo, apenas me remuevo y hago muy poco ruido. Únicamente, en fin, si es que puedo permitirme un consejo, creo que debemos conservar entre nosotros una extremada cortesía. Ello constituiría, creo yo, nuestra mejor defensa.

INÉS.—Yo no soy una persona cortés.

GARCIN.—Lo seré yo por los dos, si me permite. (Un silencio. GARCIN está sentado en el canapé. INÉS se pasea a lo largo y ancho de la habitación.)

INÉS.—(Mirándolo.) Por favor, la boca.

GARCIN.—(Sacado de su ensimismamiento.) ¿Qué?

INÉS.—¿No podría estarse quieto con la boca? Da vueltas como una peonza ahí, debajo de su nariz.

GARCIN.—Le pido perdón; no me daba cuenta.

INÉS.—Eso es lo malo. (Tic de GARCIN.) ¡Otra vez! Tiene usted la pretensión de ser una persona bien educada y no se cuida de sus gestos. Pero no está usted solo y no tiene derecho a imponerme el espectáculo de su miedo. (GARCIN se levanta y va hacia ella.)

GARCIN.—¿Y usted no tiene miedo?

INÉS.—¿Y para qué? El miedo estaba bien «antes», cuando aún teníamos esperanza.

GARCIN.—(Suavemente.) Ya no hay esperanza, es cierto, pero seguimos estando
«antes». Todavía no hemos empezado a sufrir, señorita.

INÉS.—Ya lo sé. (Una pausa.) ¿Y entonces? ¿Qué va a venir ahora?

GARCIN.—Yo no lo sé. Me limito a esperar. (Un silencio. GARCIN vuelve a sentarse.
INÉS vuelve a su paseo. GARCIN tiene el tic de la boca. A una mirada de
INÉS, oculta el rostro entre sus manos. Entran ESTELLE y el MOZO.)







ESCENA IV

INÉS, GARCIN, ESTELLE, el MOZO



ESTELLE.—(Mirando a GARCIN, que no ha levantado la cabeza.) ¡No! ¡No, no, no alces la cabeza! ¡Sé lo que ocultas en tus manos, sé que no tienes nada ahí; que tu cara ha desaparecido! (GARCIN retira sus manos.) ¡Ah! (Una pausa. Con sorpresa.) No..., no le conozco.

GARCIN.—Yo no soy el verdugo, señora.


ESTELLE.—No, no le tomaba por el verdugo. Es que... creía que alguien quería gastarme una broma. (Al MOZO.) ¿Esperan a alguien más aún?

MOZO.—No, ya no vendrá nadie más.

ESTELLE.—(Aliviada.) ¡Ah! Entonces, ¿vamos a estar solos el señor, la señora y yo? (Se echa a reír.)

GARCIN.—No hay ninguna razón para reírse.

ESTELLE.—(Sigue riendo.) ¡Y qué canapés tan horribles! Y miren cómo los han colocado. Me parece como si fuera el primero de año y estuviera de visita en casa de mi tía María. Cada uno tiene el suyo, supongo. ¿Este es el mío? (Al MOZO.) Imposible: nunca podré sentarme en él; es espantoso; yo voy de azul celeste y este es verde espinaca. ¡Qué horror!

INÉS.—¿Prefiere el mío? Si lo quiere...

ESTELLE.—¿Ese burdeos? Es usted muy amable, pero apenas cambia la cosa. No,
¡qué se le va a hacer! Cada uno su lote, ¡qué remedio! ¿Me ha tocado el verde? Pues me quedo con él. (Una pausa.) El único que, en rigor, no iría mal es el del señor. (Un silencio.)

INÉS.—¿Lo oye, Garcin?

GARCIN.—(Se sobresalta.) ¡Ah! El..., el canapé. Perdón. (Se levanta.) Es suyo, señora.

ESTELLE.—Gracias. (Se quita el abrigo y lo echa en el canapé. Una pausa.) Démonos a conocer, ¿no?, puesto que vamos a vivir juntos. Yo soy Estelle Rigault. (GARCIN se inclina y va a presentarse, pero INÉS pasa delante de él.)

INÉS.—Inés Serrano. Encantada.

GARCIN.—(Se inclina de nuevo.) José Garcin.

MOZO.—¿Me necesitan todavía para algo?

ESTELLE.—No, no; puede irse. Ya le llamaré. (El MOZO se inclina y sale.)







ESCENA V

INÉS, GARCIN, ESTELLE



INÉS.—Es usted una chica muy guapa, Estelle. Siento que no haya flores aquí para darle la bienvenida.

ESTELLE.—¿Flores? Sí, me gustaban mucho las flores. Pero aquí se secarían en seguida; hace demasiado calor. ¡Bah! Lo esencial, ¿no les parece?, es conservar el buen humor. Usted hace poco que...

INÉS.—Sí, la semana pasada. ¿Y usted?


ESTELLE.—¿Yo? Ayer mismo. La ceremonia no ha terminado aún; figúrese. (Habla con mucha naturalidad, pero como si viera lo que describe.) El viento está enredando el velo de mi hermana. La pobre hace lo que puede por llorar. ¡Venga! ¡Venga! Un esfuercito más. ¡Ya, ya está, mujer! Dos lágrimas, dos lagrimitas que brillan debajo del crespón. Está sosteniendo a mi hermana por el brazo. No llora por miedo de que el rímel..., y tengo que decir que yo misma en su lugar... Era mi mejor amiga, ¿sabe?

INÉS.—¿Ha sufrido usted mucho? ESTELLE.—No. Estaba medio atontada. INÉS.—¿Qué..., qué ha sido?
ESTELLE.—Una neumonía. (El mismo juego que antes.) Bueno, ya se acabó; se van. ¡Buenos días! ¡Buenos días! ¡Cuántos apretones de mano, qué barbaridad!... Mi marido está enfermo de la pena y se ha quedado en casa. (A INÉS.) ¿Y usted?

INÉS.—El..., el gas.

ESTELLE.—¿Y usted, señor?

GARCIN.—Doce balas en el cuerpo. (Gesto de ESTELLE.) Perdóneme. No soy un muerto muy agradable.

ESTELLE.—Por favor, querido señor, solo con que procure no emplear esas palabras tan crudas... Es..., es desagradable. Y además, a fin de cuentas, ¿qué quiere decir con eso? Es posible que nunca hayamos estado tan vivos como ahora. Pero, en fin, cuando sea absolutamente preciso nombrar este..., este estado de cosas, propongo que nos llamemos... ausentes; será más correcto. ¿Está usted ausente desde hace mucho?

GARCIN.—Aproximadamente un mes.

ESTELLE.—¿De dónde es?

GARCIN.—De Río.

ESTELLE.—Yo, de París. ¿Le queda alguien todavía allí?

GARCIN.—Mi mujer. (El mismo juego que ESTELLE.) Ha venido al cuartel como todos los días; no la dejan entrar. Ella mira entre los barrotes de la reja. Todavía no sabe que yo estoy... ausente, pero se lo figura. Ahora se marcha. Va toda de negro. Mejor; así no tendrá que cambiarse... No llora; no lloraba nunca. Hace un sol magnífico y ella está ahí, de negro, en la calle desierta, con sus grandes ojos de víctima. ¡Ah! Cómo me fastidia. (Un silencio. GARCIN va a sentarse en el canapé de en medio y oculta la cabeza entre las manos.)

INÉS.—¡Estelle!

ESTELLE.—¡Señor Garcin! ¡Señor Garcin!

GARCIN.—¿Eh? ¿Qué pasa?

ESTELLE.—Se ha sentado en mi canapé.


GARCIN.—Perdón. (Se levanta.)

ESTELLE.—Está tan..., tan ensimismado.

GARCIN.—Estoy poniendo mi vida en orden. (INÉS se echa a reír.) Los que se ríen harían bien tratando de imitarme.

INÉS.—Mi vida está en orden. Completamente en orden. Se puso en orden ella sola allí, así que no tengo que preocuparme de eso.

GARCIN.—Sí, ¿verdad? ¿Y le parece tan sencillo? (Se pasa la mano por la frente.)
¡Qué calor! ¿Me permiten? (Va a quitarse la chaqueta.)

ESTELLE.—¡Por favor, no! (Más suavemente.) No... Me horrorizan los hombres en mangas de camisa.

GARCIN.—(Movimiento inverso.) Está bien. (Una pausa.) Yo me pasaba las noches en las salas de redacción. Hacía siempre un calor infernal. (Una pausa. El mismo juego que antes.) «Hace» un calor infernal. Es de noche.

ESTELLE.—¡Ah!, sí, mira, es de noche ya. Olga se está desnudando. ¡Qué rápido pasa el tiempo en la Tierra!

INÉS.—Es de noche. Han precintado la puerta de mi habitación. Y la habitación está vacía en la oscuridad.

GARCIN.—Han dejado las chaquetas en el respaldo de las sillas y se han subido las mangas de las camisas por encima de los codos. Huele a hombres y a tabaco. (Un silencio.) Me gusta vivir entre hombres en mangas de camisa.

ESTELLE.—(Secamente.) Sí, no tenemos los mismos gustos, y esa es una prueba de ello. (Hacia INÉS.) ¿Y a usted le gustan los hombres en camisa?

INÉS.—En camisa o no, no me gustan mucho los hombres, ¿sabe?

ESTELLE.—(Mirando a los dos con estupor.) Pero ¿por qué, me pregunto yo, «por qué» nos han reunido?

INÉS.—(Con una risa ahogada.) ¿Qué dice usted?

ESTELLE.—No sé; los miro y pienso que vamos a continuar juntos... Yo me esperaba encontrar amigos o gente de la familia.

INÉS.—¡Ah, sí! Un buen amigo con un agujero en medio de la cara.

ESTELLE.—También a ese. Bailaba los tangos como un profesional. Pero a nosotros, «a nosotros», ¿por qué?

GARCIN.—No hay ningún misterio; es el azar. Los van colocando donde pueden, según el orden de su llegada. (A INÉS.) ¿Por qué se ríe?

INÉS.—Porque me hace gracia con eso del azar. ¿Tanta necesidad tiene de tranquilizarse? No, no dejan nada al azar, no crea.

ESTELLE.—(Tímidamente.) ¿No..., no nos habremos visto antes en algún sitio?

INÉS.—Nunca. No la hubiera olvidado.


ESTELLE.—O puede ser que tengamos relaciones comunes... ¿Ustedes no conocen a los Dubois-Seymour?

INÉS.—No creo.

ESTELLE.—Reciben a todo el mundo.

INÉS.—¿Y a qué se dedican?

ESTELLE.—(Sorprendida.) A nada. Tienen un castillo en Corrèze y...

INÉS.—Yo era empleada de Correos.

ESTELLE.—(Con un pequeño gesto de disgusto.) ¡Ah! ¿Así que, en efecto, no...?
(Una pausa.) ¿Y usted, señor Garcin?

GARCIN.—Yo nunca salí de Río.

ESTELLE.—En ese caso, tiene razón absolutamente: solo el azar nos ha reunido.

INÉS.—El azar. Entonces esos muebles están ahí por azar. El que el canapé de la derecha sea verde espinaca y el de la izquierda burdeos, es por azar...
¿Verdad que sí? Está bien; pues intenten cambiarlos de sitio y ya me dirán lo que ocurre... Y esa estatua también un azar, ¿no es eso? ¿Y este calor también? ¿Este calor? (Un silencio.) Les digo que lo han preparado todo. Hasta en sus menores detalles..., y con amor. Esta habitación nos esperaba así.

ESTELLE.—¡Qué cosas dice! Todo es tan feo aquí, tan duro, tan anguloso. Yo no podía con los ángulos.

INÉS.-—(Encogiéndose de hombros.) ¿Y qué se cree? ¿Que yo vivía en un salón
Segundo Imperio? (Una pausa.) ESTELLE.—Entonces, ¿qué? ¿Todo estaba previsto? INÉS.—Todo. Y nosotros encajamos bien.
ESTELLE.—Que sea «usted» y «yo» precisamente, una frente a la otra, ¿no hay un azar en eso? (Una pausa.) ¿Y qué esperan?

INÉS.—Yo no lo sé. Pero esperan.

ESTELLE.—Yo no puedo aguantar que alguien espere algo de mí. En seguida me da gana de hacer lo contrario.

INÉS.—¡Pues hágalo! ¡Hágalo, a ver! ¡Si ni siquiera sabe lo que quiere!

ESTELLE.—Es insoportable. ¿Y a mí tiene que ocurrirme algo por ustedes? (Los mira.) Por ustedes. Había caras que en seguida me decían algo. Pero las de ustedes no me dicen nada, nada.

GARCIN.—(Bruscamente, a INÉS.) A ver, ¿por qué estamos juntos? Usted ha dicho ya muchas cosas; llegue hasta el final.

INÉS.—(Extrañada.) ¿Yo? Yo no sé absolutamente nada.

GARCIN.—«Hay» que saberlo. (Reflexiona un instante.)

INÉS.—Tan solo con que cada uno de nosotros tuviera el valor de decir...

GARCIN.—¿Qué?


INÉS.—¡Estelle!

ESTELLE.—¿Qué hay?

INÉS.—¿Qué ha hecho usted? ¿Por qué la han traído aquí?

ESTELLE.—(Vivamente.) Yo no sé nada, nada absolutamente... Hasta me pregunto si no habrá sido un error. (A INÉS.) No se sonría así. Piense en la cantidad de personas que..., que se ausentan cada día que pasa. Llegan aquí por millones y no se encuentran más que subalternos, empleados sin ninguna instrucción. ¿Cómo quieren que no haya errores? No, no se sonría así... (A GARCIN.) Diga usted alguna cosa, vamos. Si se han equivocado en mi caso, también pueden haberse equivocado en el suyo. (A INÉS.) Y en el suyo también. ¿No es mejor creer que estamos aquí por un error?

INÉS.—¿Es todo lo que tiene que decirnos?

ESTELLE.—¿Qué más quieren saber? No tengo nada que ocultar. Yo era huérfana y pobre... Cuidaba de mi hermano pequeño. Un viejo amigo de mi padre me pidió en matrimonio. Era un hombre rico y bueno... y acepté.
¿Qué hubiera hecho otra persona en mi lugar? Mi hermano estaba enfermo y su salud exigía los mayores cuidados. Viví seis años con mi marido sin una sombra... Hace dos años me encontré con una persona a la que quise verdaderamente. Nos reconocimos en seguida. Quería que me fuera con él, pero yo no quise. Después de eso, tuve la neumonía; y eso es todo. Claro que alguien podría reprocharme, en virtud de ciertos principios, que haya sacrificado mi juventud a un hombre viejo, no sé... (A GARCIN.) ¿Cree usted que eso sea una falta?

GARCIN.—Desde luego que no. (Una pausa.) ¿Y a usted le parece que sea una falta el que uno viva según sus propios principios?

ESTELLE.—¿Quién podría reprocharle una cosa así?

GARCIN.—Yo dirigía un diario pacifista. Estalla la guerra. ¿Qué hacer? Todo el mundo tenía los ojos clavados en mí. «¿Se atreverá?» Pues bien: sí me atreví. Me crucé de brazos y me fusilaron. ¿Dónde está la falta? A ver,
¿dónde está la falta?

ESTELLE.—(Le pone la mano en el brazo.) No hay ninguna falta. Usted es... INÉS.—(Termina, irónicamente.) Un héroe. ¿Y su mujer, Garcin? GARCIN.—¿Qué pasa con ella? La saqué del arroyo, como se dice. ESTELLE.—(A INÉS.) ¡Ya lo ve! ¡Ya lo ve!
INÉS.—Sí, ya veo. (Una pausa.) ¿Para quién representan la comedia? Estamos en familia.

ESTELLE.—(Con insolencia.) ¿En qué familia?

INÉS.—En la de los asesinos, quiero decir. Estamos en el infierno, nenita, y nunca se producen errores; a la gente no se la condena por nada.

ESTELLE.—Cállese.

INÉS.—¡En el infierno! ¡Condenados! ¿Lo oyen? ¡Condenados!


ESTELLE.—Cállese, por favor. ¿Quiere callarse de una vez? Le prohíbo que emplee palabras tan groseras.

INÉS.—Está condenada la santita. Condenado el héroe irreprochable. Todos tuvimos nuestro momento de placer, ¿no es cierto? Hay gentes que han sufrido por nuestra causa hasta la muerte, y eso nos divertía mucho,
¿no? Pues ahora hay que pagarlo.

GARCIN.—(Levanta la mano.) ¿Se va a callar o no?

INÉS.—(Lo mira sin miedo, pero con inmensa sorpresa.) ¡Ah, ya sé! (Una pausa.) ¡Espere! Ya lo he comprendido. ¡Ya sé por qué nos han puesto juntos! ¡Ya lo sé!

GARCIN.—Tenga cuidado con lo que va a decir.

INÉS.—Van a ver cómo es una tontería, ¡una solemne tontería! No tenemos tortura física, ¿verdad? Y, sin embargo, estamos en el infierno. Y nadie tiene que venir. Nadie. Estaremos nosotros solos y juntos para siempre,
¿no? En resumen, aquí falta alguien: el verdugo.

GARCIN.—(A media voz.) Ya lo sé, sí.

INÉS.—Es fácil, han hecho economías en el personal; eso es todo. Los mismos clientes hacen el servicio, como en esos restaurantes cooperativos.

ESTELLE.—¿Qué quiere decir?

INÉS.—El verdugo es cada uno de nosotros para los demás. (Una pausa asimilando la noticia.)

GARCIN.—(Al fin, con una voz suave.) Yo no seré nunca un verdugo. No les deseo ningún mal y no tengo nada que ver con ustedes. Nada. Es muy fácil lo que hay que hacer; que cada uno se quede en su rincón: usted allí, usted ahí y yo aquí. Y silencio. Ni una sola palabra. No es difícil,
¿verdad? Cada uno tiene ya bastante consigo mismo. Yo creo que podría quedarme diez mil años sin hablar.

ESTELLE.—¿Qué tengo yo que hacer? ¿Callarme?

GARCIN.—Sí; y nos..., nos habremos salvado. Callarse. Mirar dentro de sí, no levantar nunca la cabeza. ¿Estamos de acuerdo?

INÉS.—Sí, de acuerdo.

ESTELLE.—(Duda un momento.) Bueno, de acuerdo.

GARCIN.—Entonces, adiós. (Va a su canapé y oculta el rostro entre las manos.
Silencio. INÉS se pone a cantar para sí misma.)

INÉS.—



Dans la rue des Blancs-Manteaux ils ont levé des tréteaux
et mis du son dans un seau. Et c'était un êchafaud


dans la rue des Blancs-Manteaux.



Dans la rue des Blancs-Manteaux le bourreau s'est levé tôt.
C'est qu'il avait du boulot.

Faut qu'il coupe des Géneraux, des Evêques, des Amiraux
dans la rue des Blancs-Manteaux.



Dans la rue des Blancs-Manteaux

sont v'nues des dames comme il faut avec des beaux affutiaux,
mais la tête leur f'sait défaut. Elle avait roulé de son haut
la tête avec le chapeau

dans le ruisseau des Blancs-Manteaux.



(Durante la canción, ESTELLE se pone polvos y rojo de labios. Ahora busca un espejo a su alrededor, inquieta. Registra en su bolso y luego se vuelve hacia GARCIN.)

ESTELLE.—Señor, ¿no tendrá un espejo? (GARCIN no contesta.) Un espejito de bolsillo, cualquier cosa. (GARCIN no contesta.) Si me va a dejar sola, procúrese por lo menos un espejo. (GARCIN sigue con el rostro entre las manos, sin responder.)

INÉS.— (Con precipitación.) Yo tengo un espejito aquí, en mi bolso. (Busca en él. Decepcionada.) Ya no lo tengo. Han debido de quitármelo en el registro de entrada.

ESTELLE.—¡Qué fastidio! (Una pausa. Cierra los ojos y vacila. INÉS se precipita, y la sostiene.)

INÉS.—¿Qué le sucede?

ESTELLE.—(Vuelve a abrir los ojos y sonríe.) Me siento rara. (Se palpa.) ¿No le ocurre a usted algo parecido? Cuando no me veo, tengo que palparme... Me pregunto si existo verdaderamente.

INÉS.—Tiene usted suerte. Yo me siento siempre desde el interior.

ESTELLE.—¡Ah, sí!... Desde el interior. Pero todo lo que pasa dentro de las cabezas es tan vago... Me da sueño... (Una pausa.) Yo tengo seis espejos grandes en mi dormitorio. Los veo. Yo los veo. Pero ellos no me ven a mí. Reflejan la coqueta, la alfombra, la ventana... ¡Qué vacío está un espejo en el que yo no estoy! Cuando hablaba, me las arreglaba


para que hubiera siempre uno en el que poder mirarme. Hablaba, me veía hablar. Me veía tal y como los demás me veían, y eso me mantenía despierta. (Con desesperación.) ¡El carmín! Seguro que me lo he puesto mal. Sea como fuere, no puedo quedarme sin espejo para toda la eternidad.

INÉS.—¿Quiere que yo..., que yo misma le sirva de espejo? Venga, venga; la invito a mi casa. Siéntese aquí, en mi canapé.

ESTELLE.—(Señala a GARCIN.) Es que...

INÉS.—No nos preocupemos por él...

ESTELLE.—Pero vamos a hacernos daño. Usted misma lo ha dicho. INÉS.—No; vamos, mujer... ¿Tengo yo el aspecto de querer perjudicarla? ESTELLE.—Pero nunca se sabe...
INÉS.—Más bien serás tú la que me haga daño a mí... Pero eso, ¿qué puede importarme? Si tengo que sufrir, qué más me da que seas tú... Siéntate, anda. Acércate. Más aún. Mírate en mis ojos. ¿Qué ves en ellos?

ESTELLE.—Soy muy pequeñita. Me veo muy mal.

INÉS.—Pero yo sí te veo a ti. De cuerpo entero... Anda, hazme preguntas.
Ningún espejo te sería más fiel. (ESTELLE, molesta, se vuelve hacia GARCIN
como para pedirle ayuda.)

ESTELLE.—¡Señor! ¡Señor! ¿No le molestaremos con nuestra charla? (GARCIN no contesta,)

INÉS.—Déjalo. El ya no cuenta; estamos solos. Pregúntame.

ESTELLE.—¿Me he pintado bien los labios?

INÉS.—Déjame ver. No, no muy bien.

ESTELLE.—Me lo figuraba. Afortunadamente (Mirada a GARCIN.) no me ha visto nadie. Voy a hacerlo otra vez.

INÉS.—Es mejor. No. Sigue la línea de los labios; voy a guiarte. Así, así. Ahora está bien.

ESTELLE.—¿Tan bien como antes, cuando entré?

INÉS.—Mejor. Más denso, más cruel. Unos labios para el infierno.

ESTELLE.—¡Ah! ¿Y eso está bien? ¡Qué rabia, no puedo juzgarlo por mí misma!
¿Me jura que ha quedado bien? INÉS.—¿No quieres que nos tuteemos? ESTELLE.—¿Me juras que ha quedado bien? INÉS.—Eres muy guapa.
ESTELLE.—Pero ¿tiene usted buen gusto? Por lo menos, ¿tiene «mi» gusto? ¡Ah, qué fastidio, qué desagradable!


INÉS.—Tengo tu gusto, puesto que me gustas. Mírame bien. Sonríeme. Yo tampoco soy fea. ¿No valgo más que un espejito yo?

ESTELLE.—No..., no lo sé. Usted me intimida. Mi imagen, en los espejos, estaba... domesticada. La conocía tan bien... Ahora, si voy a sonreír, mi sonrisa irá al fondo de sus pupilas y Dios sabe en qué se convertirá en ellas.

INÉS.—¿Y quién te impide domesticarme a mí? (Se miran. ESTELLE sonríe, un poco fascinada.) ¿Decididamente no quieres tutearme?

ESTELLE.—Me cuesta trabajo tutear a las mujeres.

INÉS.—Y especialmente a las empleadas de Correos, me supongo... ¿No? Pero
¿qué tienes ahí, en la mejilla, más abajo? ¿Es una mancha roja?

ESTELLE.—(Se sobresalta.) ¡Una mancha roja! ¡Qué horror! ¿Dónde?

INÉS.—¡Ah, ya ves, ya ves! Me he convertido en el espejo de las chicas bonitas; ya lo ves, guapa: te he ganado. No tienes ninguna mancha roja, nada absolutamente. ¿Eh? ¿Si el espejo se pusiera a mentir? O si a mí me diera por cerrar los ojos, si me negara a mirarte, ¿qué harías tú entonces con toda esa belleza? No, no tengas miedo: tengo que mirarte, mis ojos estarán abiertos de par en par... Y yo seré buena contigo, buena... Pero tú me hablarás de tú. (Una pausa.)

ESTELLE.—¿De verdad te gusto?

INÉS.—Mucho. (Una pausa.)

ESTELLE.—(Indicando a GARCIN con un gesto.) Me gustaría que él también me mirara.

INÉS.—Porque es un hombre. (A GARCIN.) Ha ganado usted. (GARCIN no contesta.)
¿Qué hace que no la mira? (GARCIN no contesta.) Deje de hacer teatro;
no se ha perdido ni una palabra de lo que hemos estado diciendo aquí.

GARCIN.—(Levanta bruscamente la cabeza.) Tiene razón, ni una sola palabra; por mucho que me he hundido los dedos en los oídos, ustedes hablaban dentro de mi cabeza. ¿Y ahora quieren dejarme, por favor? No tengo nada que resolver con ustedes.

INÉS.—¿Con la chica tampoco? Ya he visto su truco. Si ha tomado esa actitud interesante, ha sido para que ella caiga, ¿o qué se cree?

GARCIN.—Le digo y le repito que me dejen. Están hablando de mí en el periódico y quisiera escucharlo. Me importa un bledo la chica, si es que eso puede tranquilizarla. ¿Entiende?

ESTELLE.—Muchas gracias.

GARCIN.—No quería ser grosero; perdone.
ESTELLE.—¡Lo ha sido! (Una pausa. Están los tres en pie, enfrentados.) GARCIN.—Ya está otra vez. (Una pausa.) Les había suplicado que se callaran. ESTELLE.—Ha sido ella la que ha empezado. Ha venido a ofrecerme su espejo,
cuando yo no le había pedido nada.


INÉS.—Nada. Solo que tú le estabas provocando y le hacías visajes para que te mirara.

ESTELLE.—¿Y qué?

GARCIN.—Pero ¿están locas? Entonces es que no se dan cuenta adónde vamos.
Pero, por lo menos, cállense. (Una pausa.) Vamos a volver a sentarnos tranquilamente... Nos taparemos los ojos, y cada uno intentará olvidar la presencia de los demás. Yo se lo ruego. (Una pausa. Vuelve a sentarse. Ellas vuelven a su sitio con paso vacilante. INÉS se vuelve bruscamente.)

INÉS.—¡Sí, olvidarse! ¡Qué puerilidad! Los siento hasta por dentro de mis huesos. El silencio de ustedes me grita en los oídos. Pueden coserse la boca o cortarse la lengua, qué más da: a pesar de todo, ¿no seguirán existiendo? ¿No seguirán pensando? Ese pensamiento yo lo oigo: hace
«tictac», como un despertador, y ustedes también oyen el mío. Qué más me da que usted se quede encogido ahí en su rinconcito; está en todas partes: los sonidos me llegan sucios porque usted los ha escuchado antes al pasar. Hasta la cara me ha robado: usted la conoce y yo no. ¿Y a ella? A ella también me la ha robado. Si estuviéramos solas, ¡qué se cree usted!, ¿que esa se atrevería a tratarme como me trata? No, no; basta ya; quítese esas manos de la cara. No le voy a dejar; sería demasiado cómodo para usted. Aunque se quedara ahí, insensible, hundido en sí mismo como un buda; aunque yo pudiera cerrar los ojos, sentiría cómo ella le dedica todos los rumores de su vida, hasta los roces de su vestido, y que le envía sonrisas que usted no llega a ver... ¡Eso sí que no! Yo quiero elegir mi propio infierno; quiero mirarlos a plena luz y luchar a cara descubierta.

GARCIN.—Está bien. Me figuro que teníamos que llegar a esto; nos han manejado como a niños. Si por lo menos me hubieran puesto con hombres... Los hombres saben callarse. Pero no hay que exigir demasiado. (Va junto a ESTELLE y le acaricia la barbilla.) ¿Qué pasa, chica? ¿Es verdad que te gusto? Parece que me echabas cada mirada...

ESTELLE.—No me toque.

GARCIN.—¡Bah!, hablemos con confianza. A mí me gustaban mucho las mujeres,
¿sabes? Y yo les gustaba a ellas. Así que tú, tranquila... Ya no tenemos nada que perder. Educación, ceremonias, ¿para qué? ¡Entre nosotros! En seguida vamos a estar tan desnudos como gusanos.

ESTELLE.—¡Bueno, déjeme!


GARCIN.—Como gusanos... No digan que no les había prevenido. Y no les pedía nada; solo la paz, un poco de silencio. Me había tapado los oídos con las manos. Gómez hablaba, en pie entre las mesas, y los compañeros del periódico le escuchaban. En mangas de camisa. Trataba de comprender lo que decían, pero era difícil: los acontecimientos de la Tierra pasan tan de prisa... Y qué, ¿es que no podían callarse? Ahora ya se acabó; ya no habla. Lo que piensa de mí ha vuelto a su cabeza. Bueno, está bien; tendremos que llegar hasta el fin. Desnudos como gusanos; quiero saber con quién tengo que habérmelas.

INÉS.—Lo sabe. Ahora ya lo sabe.

GARCIN.—No; mientras que cada uno de nosotros no confiese por qué lo han condenado, es como si no supiéramos nada. A ver, tú, la rubia; empieza tú. ¿Por qué? Dinos por qué, anda; tu franqueza puede evitar alguna catástrofe; cuando conozcamos a nuestros monstruos, entonces... Vamos, vamos, ¿por qué?

ESTELLE.—Ya he dicho que lo ignoro. No han querido decírmelo.

GARCIN.—Ya sé. A mí tampoco me han querido contestar. Pero yo me conozco bien. ¿Qué pasa? ¿Tienes miedo de hablar tú la primera? Está bien. Voy a empezar yo. (Un silencio.) Yo no soy ninguna belleza.

INÉS.—¡Bueno! Ya sabemos que desertó.

GARCIN.—Deje eso. No vuelva a hablar de eso. Estoy aquí porque torturaba a mi mujer; esa es la cosa. Durante cinco años. Ahí está: en cuanto hablo de ella, ya la veo. Lo que me interesa es Gómez, pero la veo a ella.
¿Dónde estará Gómez? Durante cinco años. Imagínense, acaban de devolverle mis efectos. Está sentada cerca de la ventana y ha puesto mi chaqueta sobre sus rodillas. La chaqueta tiene doce agujeros. La sangre parece como herrumbre. Los bordes de los agujeros están chamuscados. ¡Ah, sí! Es una pieza de museo, una chaqueta histórica.
¡Y yo llevaba eso! ¿Llorarás? ¿Terminarás llorando? Yo volvía a casa borracho como un cerdo, oliendo a vino y a mujeres. Ella me había estado esperando toda la noche; pero no lloraba. Ni una palabra de reproche; con naturalidad. Únicamente sus ojos. ¡Sus enormes ojos! No me arrepiento de nada. Voy a pagarlo bien, pero no me arrepiento de nada. Fuera está lloviendo. ¿Llorarás por fin? Es una mujer que tiene vocación de mártir.

INÉS.—(Casi dulcemente.) ¿Y por qué le hacía sufrir?

GARCIN.—Porque era fácil. Bastaba una palabra para hacerla cambiar de color; era una sensitiva. ¡Ah! ¡Ni un reproche siquiera! Yo soy muy tozudo. Esperaba, seguía esperando. Pero qué va, ni una lágrima, ni un solo reproche. Es que yo la había sacado del arroyo, ¿comprenden? Ahora pasa la mano por la chaqueta sin mirarla. Sus dedos buscan a ciegas los agujeros en la tela. ¿Qué esperas? Vamos a ver, ¿qué esperas? Ya te digo que no me arrepiento de nada. En fin, es que me admiraba demasiado. ¿Comprende?

INÉS.—No. A mí nadie me ha admirado nunca.


GARCIN.—Mejor. Mucho mejor para usted. Entonces todo esto debe parecerle abstracto. Pues mire, voy a contarle una anécdota: yo, bueno, yo había instalado en mi casa a una mulata. ¡Qué noches! Mi mujer dormía en el primer piso; así que seguro que nos oía. Bueno, pues era la primera que se levantaba, y como a nosotros se nos pegaban las sábanas, pues..., en fin, nos traía el desayuno a la cama. ¿Qué les parece?

INÉS.—Sinvergüenza.

GARCIN.—Sí, sí, de acuerdo: el sinvergüenza bien amado. (Parece distraído.) No, nada. Es Gómez, pero no está hablando de mí. ¿Un sinvergüenza, dice?
¡Caramba! Si no lo fuera, ¿qué estaría haciendo aquí? ¿Y usted?

INÉS.—Bueno, yo era eso que llaman allí... una..., una mujer condenada.
Condenada ya «antes», ¿comprende? Así que la sorpresa no ha sido tan grande para mí.

GARCIN.—Y eso es todo.

INÉS.—No, está también el asunto con Florencia... Pero esa es una historia de muertos. Tres muertos. Primero él, luego ella y después yo. Así que no queda nadie allí; en eso estoy tranquila: solo la habitación... La veo, esa habitación, de cuando en cuando. ¡Ah! Han acabado por quitar los precintos. Se alquila. Ahora se alquila. Hay un cartel en la puerta. Es..., es una porquería, ¡qué pena!

GARCIN.—Así que me parece que ha dicho... tres.

INÉS.—Sí, tres.

GARCIN.—¿Un hombre y dos mujeres?

INÉS.—Sí.

GARCIN.—Vaya. (Una pausa.) ¿Y él se mató?

INÉS.—¿El? Era incapaz de eso. Pero tampoco es porque sufriera. No; un tranvía que lo aplastó. ¡Una broma pesada! Yo vivía con ellos; era mi primo.

GARCIN.—¿Cómo era Florencia? ¿Rubia?

INÉS.—¿Rubia? (Mirada a ESTELLE.) Mire, yo no me arrepiento de nada, pero no me hace ninguna gracia contarle esta historia.

GARCIN.—¡Vamos! ¡Vamos! ¿Qué ocurría con el chico? ¿Le fastidiaba?

INÉS.—No, poco a poco... Hubo de todo, en fin... Por ejemplo, hacía bastante ruido cuando bebía: soplaba en el vaso por la nariz, ¿sabe? Naderías, después de todo... Era, ¡bueno!, era un pobre chico, muy vulnerable.
¿Por qué se sonríe?

GARCIN.—Porque yo no soy nada vulnerable.

INÉS.—Eso habría que verlo. El caso es que me fui deslizando dentro de ella hasta que la muchacha empezó a mirarlo con mis ojos... En fin, que se me vino a los brazos. Entonces tomamos una habitación al otro lado de la ciudad.

GARCIN.—¿Y entonces?


INÉS.—Lo del tranvía. Por cierto que yo le decía siempre: «Bien, hijita; somos nosotras las que lo hemos matado.» (Un silencio.) Es que soy mala.

GARCIN.—Sí. Yo también.

INÉS.—Usted no es malo, no. Es otra cosa.

GARCIN.—¿Qué?

INÉS.—Ya se lo diré luego. Yo sí, yo soy mala; eso quiere decir que necesito el sufrimiento de los demás para existir. Soy como una antorcha: una antorcha en los corazones. En cuanto estoy sola me apago. Durante seis meses estuve ardiendo en su corazón; y lo quemé todo. Una noche se levantó; abrió la llave del gas sin que yo me diera cuenta y luego volvió a acostarse junto a mí. Esa es la cosa.

GARCIN.—¡Hum!

INÉS.—¿Qué?

GARCIN.—Nada. Que no está bien.

INÉS.—Bueno, no, ya sé que no está bien. ¿Qué quiere decir?

GARCIN.—Claro. Claro, tiene razón. (A ESTELLE.) Ahora te toca a ti. ¿Qué has hecho tú?

ESTELLE.—Ya les he dicho que no sé nada. Por más que me pregunto...

GARCIN.—Está bien, yo voy a ayudarte. Ese tipo de la cara destrozada, ¿quién es?

ESTELLE.—¿Qué tipo?

INÉS.—Demasiado lo sabes. Ese del que te daba miedo cuando entraste.

ESTELLE.—Es un amigo.

GARCIN.—¿Por qué tenías miedo de él?

ESTELLE.—No, ustedes no tienen derecho a interrogarme.

INÉS.—¿Es que se mató por tu culpa?

ESTELLE.—¡Qué va! Está usted loca.

GARCIN.—Entonces, ¿por qué te daba miedo? Se arreó un tiro de fusil en la cara,
¿no? ¿Es eso lo que se le llevó la cabeza?

ESTELLE.—¡Cállese! ¡Cállese!

GARCIN.—Por tu culpa, ¿no? ¡Por tu culpa!

INÉS.—Un tiro de fusil por tu culpa.

ESTELLE.—Déjenme tranquila. Me dan miedo. ¡Quiero irme! ¡Quiero marcharme de aquí! (Se precipita hacia la puerta y la sacude.)

GARCIN.—Vete. Para mí es lo mejor que podía pasar. Solo que la puerta está cerrada por fuera. (ESTELLE llama al timbre, pero este no suena. INÉS y GARCIN ríen. ESTELLE se vuelve hacia ellos, pegada a la puerta.)

ESTELLE.—(Con voz ronca y lenta.) Son ustedes asquerosos.


INÉS.—Muy bien, somos asquerosos. ¿Y qué más? Así que el tipo se mató por tu culpa. ¿Era tu amante?

GARCIN.—Está claro que era su amante. Y él quería tenerla para él solo, ¿no es verdad?

INÉS.—Bailaba los tangos como un profesional, pero era pobre, me imagino. (Un silencio.)

GARCIN.—Te preguntan si el muchacho era pobre.

ESTELLE.—Sí, era pobre.

GARCIN.—Y, además, tú tenías que conservar tu reputación... Un día se presentó, te suplicó y tú lo tomaste a broma.

INÉS.—¡Ah!, ¿sí? ¿Sí? ¿Lo tomaste a broma? ¿Y esa fue la razón de que se matara?

ESTELLE.—¿Tú..., tú mirabas a Florencia con esos ojos?

INÉS.—Sí. (Una pausa. ESTELLE se echa a reír.)

ESTELLE.—No tienen ni la menor idea. (Se yergue otra vez y los mira. Siempre pegada a la puerta. Con tono seco y provocador.) Quería hacerme un hijo. Qué, ¿ya están contentos?

GARCIN.—Y tú no querías.

ESTELLE.—No. Pero el niño llegó, de todas formas. Me fui a pasar cinco meses a Suiza. Nadie se enteró de nada. Era una niña. Roger estaba conmigo cuando nació. A él le gustaba tener una niña. A mí, no.

GARCIN.—¿Y después?

ESTELLE.—Había allí un balcón que daba al lago. Yo me traje una piedra grande.
El gritaba: «Estelle, te lo ruego, te lo suplico.» Yo le detestaba. Lo vio todo. Se asomó al balcón y le dio tiempo a ver las ondas en el lago.

GARCIN.—¿Y luego?

ESTELLE.—No hay nada más. Me volví a París. Y él hizo lo que le pareció.

GARCIN.—¿Saltarse los sesos?

ESTELLE.—Bueno, pues sí. No merecía la pena; mi marido nunca llegó a sospechar nada de nada. (Una pausa.) Los odio. (Tiene una crisis de sollozos secos.)

GARCIN.—Es inútil. Aquí las lágrimas no corren.

ESTELLE.—¡Qué cobarde soy! ¡Qué cobarde! (Una pausa.) ¡Si se dieran cuenta de cómo los odio!

INÉS.—(Tomándola en sus brazos.) Pero, hijita... (A GARCIN.) El interrogatorio ha terminado. No vale la pena que siga con ese hocico de verdugo.

GARCIN.—De verdugo... (Mira a su alrededor.) Yo también daría cualquier cosa por poder mirarme en un espejo. (Una pausa.) ¡Qué calor hace! (Maquinalmente empieza a quitarse la chaqueta.) ¡Oh!, perdón. (Juego inverso.)


ESTELLE.—No, puede ponerse cómodo. Ahora ya da igual.

GARCIN.—Sí. (Tira la chaqueta en un canapé.) No tiene que enfadarse conmigo, Estelle.

ESTELLE.—No estoy enfadada con usted. INÉS.—¿Y conmigo? ¿Conmigo sí lo estás? ESTELLE.—Sí. (Un silencio.)
INÉS.—¿Y qué, Garcin? Ya estamos desnudos como gusanos. ¿Ve más claro ahora?

GARCIN.—No lo sé. Puede que un poco más, sí. (Tímidamente.) ¿No les parece que..., que podríamos intentar ayudarnos los unos a los otros?

INÉS.—Yo no necesito ayuda.

GARCIN.—Inés, han enmarañado todos los hilos. Mire: con el menor gesto que usted haga, con que levante una mano para abanicarse, Estelle y yo sentimos una sacudida. Ninguno de nosotros puede salvarse solo. O nos perdemos juntos o salimos de esta juntos. Elijan. (Una pausa.) ¿Qué sucede ahora?

INÉS.—Ya la han alquilado. Las ventanas están abiertas de par en par y hay un hombre sentado en mi cama. ¡Ya la han alquilado! ¡Sí, ya la han alquilado! Entre, entre sin miedo. Es una mujer. Va junto a él y le pone las manos en los hombros... ¿Qué esperan para encender la luz? No se ve nada. ¿Qué van a hacer? ¡Besarse! ¡Esa habitación es mía, mía! Pero
¿por qué no encienden? Ya no puedo verlos... ¿Qué están murmurando? Qué, ¿la va a acariciar en «mi» cama? Ella le dice ahora que son las doce del día y que hay demasiada luz. Entonces es que me estoy quedando ciega. (Una pausa.) Se acabó. No hay nada más: ya ni veo ni oigo nada... Bien, supongo que con esto he terminado con la Tierra. Ya no hay por qué justificarse. (Se estremece.) Me siento vacía. Ahora sí que estoy completamente muerta. Enteramente aquí. (Una pausa.)
¿Qué me decía? Hablaba de ayudarme, me parece.

GARCIN.—Sí.

INÉS.—¿A qué?

GARCIN.—A deshacer las trampas.

INÉS.—¿Y yo, en cambio...?

GARCIN.—Me ayudará a mí. Será cosa de poco, Inés: solo con algo de buena voluntad.
INÉS.—Buena voluntad... ¿Dónde quiere que la encuentre? Estoy podrida. GARCIN.—¿Pues y yo? (Una pausa.) ¿Y si lo intentáramos, sin embargo? INÉS.—Estoy seca. No puedo ni recibir ni dar ninguna cosa. ¿Cómo quiere usted
que le ayude? Una rama muerta; pasto del fuego. (Una pausa. Mira a
ESTELLE, que tiene la cabeza en las manos.) Florencia era muy rubia.

GARCIN.—¿Usted no ignora que esta muchacha es su verdugo?


INÉS.—Puede, pero lo dudo mucho.

GARCIN.—Usted va a caer por ella. Por lo que a mí respecta, yo..., yo..., yo no le presto ninguna atención. Si por su parte...

INÉS.—¿Qué?

GARCIN.—Es una trampa. Y a usted la acechan ahora para ver si cae o no.

INÉS.—Ya lo sé. Y «usted» también es una trampa. ¿Qué se cree? ¿Que esas palabras suyas no estaban previstas? ¿Y que no hay otras trampas que no podemos ver? Todo es una trampa. Pero ¿qué puede importarme? Yo también lo soy. Un cepo para ella. Y puede que sea yo la que la atrape.

GARCIN.—Usted no atrapará nada absolutamente. Nosotros corremos unos detrás de otros como caballitos de madera, sin encontrarnos nunca. Créame que todo está organizado ya. Deje eso, Inés. Abra las manos, suelte la presa, o solo conseguirá la desgracia de todos.

INÉS.—¿Tengo yo el aspecto de soltar una presa? Ya sé lo que me aguarda. Voy a quemarme, me quedo y sé que esto no tendrá fin. Lo sé todo. Pero
¿cree usted que voy a soltar la presa? Esa va a ser cosa mía, y acabará mirándole a usted con mis propios ojos, como Florencia terminó mirando al otro. ¡Qué me viene a decir ahora de su desgracia! Ya le digo que lo sé todo; y ni siquiera puedo tener piedad de mí. Una trampa, ¡qué cosa! Naturalmente, y yo estoy cogida en esta trampa. Pero, además, ¿qué? Si están contentos con nosotros, mejor.

GARCIN.—(Tomándola por los hombros.) Escuche: yo sí puedo tener piedad de usted. Míreme ahora: estamos desnudos. Desnudos hasta los huesos, y yo la conozco hasta las entrañas; bien. ¿Cree usted que yo tengo interés en hacerle daño? Yo no me arrepiento de nada, no me quejo de nada; yo también estoy seco. Pero de usted..., de usted sí puedo tener piedad.

INÉS.—(Que se ha dejado hacer mientras él hablaba, se sacude.) No me toque.
Me molesta que me toquen. Y guárdese su piedad. ¡Vamos, Garcin! También hay muchas trampas para usted en esta habitación. Para usted. Preparadas para usted. Sería mejor que se preocupara de sus propios asuntos. (Una pausa.) Si nos deja completamente tranquilas a la niña y a mí, yo me las arreglaré para que a usted no le pase nada.

GARCIN.—(La mira un momento y se encoge de hombros.) Vale.

ESTELLE.—(Levantando la cabeza.) Socorro, Garcin.

GARCIN.—¿Qué quiere de mí?

ESTELLE.—(Levantándose y acercándose a él.) A mí sí puede usted ayudarme.

GARCIN.—Diríjase a ella. (INÉS se ha acercado y se coloca muy cerca de ella por detrás, sin tocarla. Durante las frases siguientes le hablará casi al oído. Pero ESTELLE, vuelta hacia GARCIN, que la mira sin hablar, responde únicamente a este, como si él fuera quien la interrogara.)


ESTELLE.—Por favor, Garcin, lo ha prometido usted, lo ha prometido. Pronto, pronto, no quiero estar sola. Olga se lo ha llevado al baile.

INÉS.—¿A quién?

ESTELLE.—A Pedro. Están bailando juntos.

INÉS.—¿Quién es Pedro?

ESTELLE.—Un chico inocentón. Me decía que yo era su agua pura. Me quería. Ella se lo ha llevado al baile.

INÉS.—¿Y tú le quieres?

ESTELLE.—Ahora se sientan. Ella está sin aliento. ¿Por qué se pone a bailar? A no ser que sea para adelgazar. Claro que no. Claro que yo no le quería; tiene dieciocho años y yo no soy un ogro.

INÉS.—Entonces déjalos. ¿Qué puede importarte?

ESTELLE.—Pero era mío.

INÉS.—Ya no hay nada tuyo en la Tierra.

ESTELLE.—Él era mío.

INÉS.—Sí, lo «era»... Ahora intenta cogerlo, intenta tocarlo, anda. Olga puede tocarlo, ella sí que puede. ¿No es así? ¿Verdad? Ella puede cogerle las manos, rozarle las rodillas.

ESTELLE.—Aprieta contra él su enorme pecho, le echa el aliento en la cara.
Pulgarcito, pobre Pulgarcito, ¿qué esperas para echarte a reír en su cara? ¡Ah!, me hubiera bastado con una mirada; ella no se hubiera atrevido nunca... Entonces, ¿es que, verdaderamente, ya no soy nada?

INÉS.—Nada ya, nada. Y ya no hay nada tuyo allí en la Tierra: todo lo que te pertenece está aquí. ¿Quieres el cortapapeles? ¿La estatua? El canapé azul es el tuyo... Y yo, pequeña, yo también soy tuya para siempre.

ESTELLE.—¿Qué? ¿Mía? ¿Quién de ustedes se atrevería a decir que yo soy su agua pura? A ustedes no se les puede engañar; ustedes saben que yo soy una basura, un desperdicio... Piensa en mí, Pedro, piensa solo en mí; defiéndeme. Mientras que tú piensas: agua pura, querida agua pura, solo estaré a medias en este lugar, solo a medias seré culpable, seré agua pura allí contigo. Mira, está colorada como un tomate. Pero, vamos, si es imposible; lo que nos habremos reído de ella juntos. ¿Qué melodía es esa que tanto me gustaba? ¡Ah, sí!... Es «Saint Louis Blues»... Bueno, bueno, bailad. Garcin, cómo se divertiría si pudiera verla. Ella no sabrá nunca que yo la miro ahora. Sí, te veo, te veo, despeinada, la cara descompuesta, los pisotones... Es para morirse de risa. ¡Ale, vamos! ¡Más de prisa! ¡Más de prisa aún! Él tira de ella, la empuja. Es una porquería. ¡Más de prisa! Él me decía siempre: «Tú eres tan ligera...» ¡Ale, vamos! ¡Vamos! (Baila mientras habla.) Ya te digo que te estoy mirando. A ella le da igual; baila a través de mi mirada.
¡Nuestra querida Estelle! ¿Así que nuestra querida Estelle? No, cállate. Ni siquiera has derramado una lágrima en el funeral. Ella le ha dicho:
«Nuestra querida Estelle.» Tiene la poca vergüenza de hablarle de mí.


Vamos, id a compás... Ella no es de las que pueden hablar y bailar al mismo tiempo, no... Pero ¿qué es lo que ahora...? ¡No! ¡No! ¡No se lo digas! ¡Ya te lo dejo; llévatelo, guárdatelo, haz lo que quieras de él, pero no se lo digas!... (Ha dejado de bailar.) Bueno. Ya está. Ahora quédate con él... Se lo ha contado todo, Garcin: Roger, el viaje a Suiza, la niña; se lo ha contado todo. «Nuestra querida Estelle no era...» En efecto, no, no era... Él mueve la cabeza con un gesto triste, pero no puede decirse que la noticia lo haya trastornado mucho. Ahora quédate con él. No seré yo quien te dispute sus largas pestañas ni su aspecto de niña... ¡Ah! Me llamaba agua pura, su cristal. El cristal se ha hecho añicos. «Nuestra querida Estelle.» ¡Hale, bailad, bailad! Pero a compás, cuidado... A compás: un, dos... (Baila.) Daría todo lo del mundo por volver un momento, un solo instante..., y bailar. (Baila. Una pausa.) Ahora no oigo muy bien. Han apagado las luces como para un tango.
¿Por qué tocan con sordina? ¡Más fuerte! ¡Qué lejos! Ya..., ya no oigo nada, nada. (Deja de bailar.) Nunca más. La tierra me ha abandonado. Garcin, mírame ahora, cógeme en tus brazos. (INÉS hace señas a GARCIN de que se aparte desde detrás de ESTELLE.)

INÉS.—(Imperiosamente.) ¡Garcin!

GARCIN.—(Retrocede un paso e indica a INÉS.) No, diríjase a ella.

ESTELLE.—(Se agarra a él.) ¡No se marche ahora! ¿Es que no es un hombre? Pero míreme, no vuelva los ojos. ¿Tan desagradable le resulta verme? Tengo..., tengo los cabellos rubios y, después de todo, hay alguien que se ha matado por mí. Por favor, de todos modos algo tiene que mirar. Si no soy yo, será la estatua, la mesa o los canapés. Sea como fuere, yo soy algo más agradable de mirar. Escucha: he caído de sus corazones como un pajarito que se cae del nido. Recógeme, ponme ahí, en tu corazón, y ya verás cómo soy buena contigo.

GARCIN.—(Rechazándola con esfuerzo.) Le digo que se dirija a ella.

ESTELLE.—¿A ella? No, ella no cuenta. Es una mujer.

INÉS.—¿Que yo no cuento? Pero, hija mía, hijita, hace ya mucho tiempo que tú estás resguardada en mi corazón. No tengas miedo; yo te miraré sin un respiro, sin un parpadeo... Y tú vivirás en mi mirada como una lentejuela en un rayo de sol.

ESTELLE.—¿Un rayo de sol? Vamos, déjese de tonterías. Ya antes ha querido salirse con la suya y ha visto que ha fracasado; así que déjeme.

INÉS.—¡Estelle! Agua pura, cristal.

ESTELLE.—¿«Su» cristal? ¡Qué gracia! ¿A quién piensa engañar? Vamos, todo el mundo sabe que yo tiré a la niña por la ventana. El cristal se ha hecho polvo en el suelo, y qué me importa. Ya soy solo un pellejo, y mi pellejo no es para usted.

INÉS.—Pero ven. Tú serás lo que quieras: agua pura, agua sucia. Te reconocerás en el fondo de mis ojos como tú te deseas.


ESTELLE.—¡Suélteme! ¿Es que no tiene ojos? ¿Qué tengo que hacer para que me suelte? ¿Eh? ¿Qué tengo que hacer? (Le escupe a la cara. INÉS la suelta bruscamente.)

INÉS.—¡Garcin! Usted me las pagará. (Una pausa. GARCIN se encoge de hombros y va hacia ESTELLE.)

GARCIN.—¿Así que quieres un hombre?

ESTELLE.—Un hombre, no. Tú.

GARCIN.—Déjate de cuentos. Cualquiera serviría. Resulta que soy yo el que está aquí, pues yo. Bien. (La coge por los hombros.) Yo no tengo nada para gustarte, ¿sabes? No soy un chico inocentón y tampoco sé bailar los tangos.

ESTELLE.—Te tomaré como eres. Puede que te haga cambiar. GARCIN.—Lo dudo. Estaré... distraído. Tengo otras cosas en la cabeza. ESTELLE.—¿Qué otras cosas?
GARCIN.—No te interesarían.

ESTELLE.—Me sentaré ahí, junto a ti. Esperaré a que puedas atenderme.

INÉS.— (Se echa a reír.) ¡Como una perra! ¡Como una perra! ¡Y ni siquiera es guapo!

ESTELLE.—(A GARCIN.) No la escuches. No tiene ojos ni oídos. No cuenta.

GARCIN.—Te daré todo lo que pueda. No es mucho. No te querré nunca; te conozco demasiado.

ESTELLE.—Pero ¿tú me deseas?

GARCIN.—Sí.

ESTELLE.—Es todo lo que quiero. GARCIN.—Entonces... (Se inclina sobre ella.) INÉS.—¡Estelle! ¡Garcin! ¡Están locos! Estoy yo aquí. GARCIN.—Ya lo veo. ¿Y qué?
INÉS.—Delante de mí no..., no pueden.

ESTELLE.—¿Por qué no? Yo me desnudaba delante de mi doncella.

INÉS.—(Agarrándose a GARCIN.) ¡Déjela, déjela ya! No la toque con sus asquerosas manos de hombre.

GARCIN.—(Rechazándola violentamente.) Venga, basta ya; yo no soy un caballero, ¿sabe?, y no me voy a morir por pegarle a una mujer.

INÉS.—Me lo había prometido, Garcin, recuérdelo. Por favor, usted me lo había prometido.

GARCIN.—Es usted la que ha roto el pacto; basta.

(INÉS se separa y retrocede hasta el fondo de la habitación.)


INÉS.—Haced lo que queráis; sois los más fuertes. Pero acordaos de que yo estoy aquí y que os estoy mirando. No dejaré de miraros ni un solo momento; tendrás que besarla bajo mis ojos. ¡Cómo os odio a los dos!
¡Podéis hacerlo, venga! Estamos en el infierno; ya llegará mi vuelta.
(Durante la escena siguiente los mira sin una palabra.)

GARCIN.—(Vuelve junto a ESTELLE y la coge por los hombros.) Dame tus labios.
(Una pausa. Se inclina sobre ella, pero bruscamente se yergue.)

ESTELLE.—(Con un gesto de despecho.) Qué... (Una pausa.) Ya te he dicho que no te preocupes de ella.

GARCIN.—Es lo otro, lo otro. (Una pausa.) Gómez está ahora en el periódico. Han cerrado las ventanas; así que es invierno. Seis meses. Ya hace seis meses que me... ¿No te lo dije que me distraería? Están tiritando; tienen puestas las chaquetas. Es curioso que allí tengan tanto frío y yo tanto calor. Esta vez sí está hablando de mí.

ESTELLE.—¿Durará mucho eso? (Una pausa.) Por lo menos dime lo que cuenta.

GARCIN.—Nada. No cuenta nada. Es un cerdo, eso es todo. (Presta oído.) Un verdadero cerdo. ¡Bah! (Vuelve con ESTELLE.) ¿Volvemos a lo nuestro?
¿Vas a quererme mucho? ESTELLE.—(Sonriendo.) ¿Quién sabe? GARCIN.—¿Tendrás confianza en mí?
ESTELLE.—Qué pregunta tan tonta; no voy a perderte de vista nunca, y seguro que no será con Inés con quien me engañes.

GARCIN.—Evidentemente. (Una pausa. Suelta los hombros de ESTELLE.) Yo hablaba de otra confianza. (Escucha.) ¡Anda! ¡Anda! Di lo que te parezca; como no estoy ahí para contestarte... (A ESTELLE.) Estelle, tú tienes que darme tu confianza. ¿Quieres?

ESTELLE.—¡Qué de jaleos! Teniendo lo que tienes: mi boca, mis brazos, todo mi cuerpo..., podría ser tan fácil. ¡Mi confianza! Yo no tengo ninguna confianza que dar, ninguna. Me fastidias horriblemente. ¡Ah! Seguro que tienes una cosa muy grave para pedirme una cosa así: mi confianza.

GARCIN.—Me fusilaron.

ESTELLE.—Ya lo sé. Te habías negado a salir. ¿Qué más?

GARCIN.—Yo... No, yo no me había negado del todo. (A los invisibles.) Él habla muy bien y sabe criticar, pero no dice lo que hay que hacer. ¿Qué tenía que hacer yo? ¿Entrar en el despacho del general y decirle: «Mi general, yo no salgo»? ¡Qué tontería! Me hubieran encerrado. ¡Y yo lo que quería era testimoniar, testimoniar! No quería que ahogaran mi voz. (A ESTELLE.) Así que..., que tomé el tren. Me cazaron en la frontera.

ESTELLE.—¿Adonde querías ir?

GARCIN.—A Méjico. Tenía el proyecto de sacar allí un periódico pacifista. (Un silencio.) Bueno, di algo.


ESTELLE.—¿Qué quieres que diga? Hiciste bien, puesto que no querías luchar. (Gesto de disgusto en GARCIN.) ¡Ay querido!, yo no puedo adivinar lo que tengo que responderte.

INÉS.—Hijita, hay que decirle que salió huyendo como un león. Porque lo que hizo es huir el hombre... Eso es lo que le trae a mal traer.

GARCIN.—Huido, marchado; llámelo como quiera.

INÉS.—Era lo mejor que podías hacer: huir. Si te hubieras quedado, te hubiesen detenido en seguida, ¿no?

GARCIN.—Claro. (Una pausa.) Estelle, ¿te parece que yo soy un cobarde?

ESTELLE.—¡Ay hijo!, yo no sé nada de eso. Yo no estoy en tu lugar. Eres tú el que tiene que decidir.

GARCIN.—(Con un gesto cansado.) Yo no decido nada.

ESTELLE.—En cualquier caso, tú tendrás que acordarte; seguro que tenías tus razones para actuar como lo hiciste.

GARCIN.—Sí.

ESTELLE.—¿ Entonces ?

GARCIN.—Pero ¿son las verdaderas razones?

ESTELLE.—(Fastidiada.) Qué complicado eres.

GARCIN.—Yo quería testimoniar, yo..., yo lo había reflexionado largamente...
Pero ¿son esas las verdaderas razones?

INÉS.—¡Ah!, esa es la cuestión, en efecto. ¿Fueron esas las verdaderas razones?
Tú razonabas, no querías comprometerte a la ligera. Pero el miedo, el odio y todas las porquerías que uno se oculta, son «también» razones. Así que tú busca, interrógate.

GARCIN.—Cállate tú. ¿Qué crees? ¿Que he estado esperando tus consejos? Todo el día y la noche me los pasaba andando en el calabozo; de la ventana a la puerta, de la puerta a la ventana. Espiándome. Siguiéndome las huellas. Me parecía que me había pasado una vida entera interrogándome. Y luego, ¿qué? El acto estaba ahí. Yo... había tomado el tren; eso es lo único seguro. Pero ¿por qué? ¿Por qué? Hasta que al fin pensé: «Mi muerte lo decidirá; si muero limpiamente habré probado que no soy un cobarde...»

INÉS.—¿Y cómo murió usted, Garcin?

GARCIN.—Mal. (INÉS se echa a reír.) Fue..., fue un simple desfallecimiento corporal. No me da vergüenza. Lo único que..., que todo ha quedado en suspenso para siempre. (A ESTELLE.) Ven aquí tú. Mírame. Necesito que alguien me mire mientras hablan de mí en la Tierra. Me gustan los ojos verdes.

INÉS.—¿Los ojos verdes? Qué cosas. ¿Y a ti, Estelle, te gustan los cobardes?

ESTELLE.—Si tú supieras lo poco que me importa... Cobarde o no, si sus caricias... Eso me basta.


GARCIN.—Dan cabezadas así; se aburren. Piensan: «Garcin es un cobarde.» Blandamente, débilmente. Porque, después de todo, hay que pensar en algo. ¡Garcin es un cobarde! Eso es lo que han decidido ellos, sí, mis compañeros. Dentro de seis meses dirán: «Cobarde como Garcin.» Ustedes han tenido suerte, después de

todo: nadie piensa en ustedes ya en la Tierra. Lo mío es más duro.

INÉS.—¿Y su mujer, Garcin?

GARCIN.—¡Qué dice ahora de mi mujer! Ha muerto.

INÉS.—¿Muerta?

GARCIN.—¡Ah!, sí. Me parece que he olvidado decirlo. Ha muerto ahora. Hace dos meses más o menos.

INÉS.—¿De pena?

GARCIN.—Naturalmente, de pena. ¿De qué quiere que haya muerto la pobre? Así que todo va bien: la guerra ha terminado, mi mujer ha muerto y yo..., yo he entrado en la Historia. (Solloza secamente y se pasa la mano por la cara. ESTELLE se cuelga de él.)

ESTELLE.—¡Querido mío! ¡Querido mío! Mírame, tócame, amor mío. (Le coge la mano.) Ponme la mano aquí, acaríciame. (GARCIN hace un movimiento para desprenderse.) Deja la mano; déjala, no te muevas. Todos ellos van a morir; qué importa lo que piensen. Olvídalos. Soy yo lo único que existe.

GARCIN.—(Separando la mano.) Pero ellos..., ellos no me olvidan a mí. Ellos morirán, ya sé, pero vendrán otros que recogerán su consigna. Les he dejado mi vida entre sus manos.

ESTELLE.—¡Piensas demasiado, eso es lo que te pasa!

GARCIN.—¿Y qué otra cosa voy a hacer? En otro tiempo actuaba... ¡Ah, con volver solo un día entre ellos, qué mentís, de qué forma...! Pero estoy fuera de juego; cierran el balance sin mí, y tienen razón, porque estoy muerto. Cazado como una rata. (Ríe.) He pasado al dominio público. (Una pausa.)

ESTELLE.—(Suavemente.) Garcin.

GARCIN.—¡Ah!, ¿estás ahí? Está bien, escucha: vas a hacerme un favor. No te preocupes, ya sé: te resulta raro que alguien te pida socorro; no tienes costumbre. Pero si tú quisieras, si hicieras un esfuerzo, hasta puede que consiguiéramos amarnos verdaderamente... Mira: ahí son mil los que repiten que yo soy un cobarde. Pero ¿qué significan mil? Con un alma que hubiera, con

una sola, que afirmara con todas sus fuerzas que yo no huí, «que no es posible» que yo huyera, que tengo valor, que soy limpio, yo... ¡estoy seguro de que me salvaría! ¿Quieres creer en mí? Te querría entonces más que a mí mismo.

ESTELLE.—(Riendo.) ¡Qué tonto eres! ¿Te figuras que yo podría querer a un cobarde?


GARCIN.—Pero antes decías...

ESTELLE.—Me burlaba de ti. A mí me gustan los hombres, Garcin, los verdaderos hombres, de manos fuertes, rudos. Tú no tienes cara de cobarde; ni la boca, ni la voz, ni el pelo de un cobarde, y te quiero por eso: tu pelo, tu boca, tu voz.

GARCIN.—¿Es verdad eso?

ESTELLE.—¿Quieres que te lo jure?

GARCIN.—Entonces los desafío a todos, a los de allá y a los de aquí. Estelle, nosotros saldremos del infierno. (INÉS se echa a reír. Él se interrumpe y la mira.) ¿Qué pasa?

INÉS.—(Riendo.) Nada. Solo que ella no cree ni una palabra de lo que está diciendo. ¿Cómo puedes ser tan ingenuo? «Estelle, dime: ¿soy un cobarde?» Si tú supieras todo lo que ella se ríe de ese problema.

ESTELLE.—¡Inés! (A GARCIN.) No la escuches. Si tú quieres mi confianza, tienes que empezar por concederme la tuya.

INÉS.—¡Pues claro que sí, pues claro que sí! Concédele tu confianza. Necesita un hombre, ya lo ves; un brazo de hombre alrededor de su cintura, un olor de hombre, un deseo de hombre en los ojos de un hombre. En cuanto a lo demás... ¡Bueno! Podría decirte que tú eres Dios Padre si eso fuera de tu agrado.

GARCIN.—¡Estelle! ¿Es verdad eso? ¡Contéstame! ¿Es verdad?

ESTELLE.—¿Qué quieres que te diga? No comprendo nada de todos esos líos. (Golpea con el pie.) ¡Qué desagradable es todo esto! Mira: aunque tú fueras un cobarde, yo te querría. ¿No te basta con eso? (Una pausa.)

GARCIN.—Me dais asco las dos. (Va hacia la puerta.)

ESTELLE.—¿Qué vas a hacer?

GARCIN.—Me voy.

INÉS.—(En seguida.) No irías muy lejos: la puerta está cerrada. GARCIN.—Tendrán que abrir. (Llama al timbre. No suena.) ESTELLE.—¡Garcin!
INÉS.—(A ESTELLE.) No te preocupes; el timbre no funciona.

GARCIN.—Ya veréis cómo abren. (Tamborilea sobre la puerta.) Ya no puedo soportaros más, no puedo veros más. (ESTELLE corre hacia él; él la rechaza.) Déjame; me repugnas todavía más que ella. Sería horrible emparentarme en esos ojos tuyos. Estás húmeda, eres blanda. Eres un pulpo, un lodazal. (Golpea en la puerta.) ¡Qué! ¿Van a abrir?

ESTELLE.—Garcin, te lo suplico: no te vayas, no te hablaré más, te dejaré tranquilo, pero no te vayas. Inés ha sacado sus garras; no quiero quedarme sola con ella.

GARCIN.—Arréglatelas como puedas. Yo no te he dicho que vengas; allá tú.


ESTELLE.—¡Cobarde! ¡Ahora ya lo veo! ¡Es verdad que eres un cobarde!

INÉS.—(Acercándose a ESTELLE.) Qué, hija mía, ¿no estás contenta tú? Me has escupido para hacerle gracia, y ya ves, nos hemos enfadado por su culpa. Pero ahora se va el aguafiestas; vamos a quedarnos entre mujeres, solas.

ESTELLE.—No vas a ganar nada con ello; si esa puerta se abre yo me escaparé también.

INÉS.—¿Adónde?

ESTELLE.—Donde sea. Lo más lejos posible de ti. (GARCIN no ha cesado de llamar a la puerta.)

GARCIN.—¡Abran! ¡Abran! Lo soportaré todo: los cepos, las tenazas, el plomo derretido, las pinzas, el garrote, todo lo que quema, todo lo que desgarra; quiero sufrir normalmente. Antes cien mordeduras, antes el látigo, el vitriolo..., todo antes que este sufrimiento interior, este..., este fantasma de sufrimiento que roza, que acaricia y que nunca hace demasiado daño. (Coge el picaporte de la puerta y lo sacude.) ¿Abrirán de una vez? (La puerta, bruscamente, se abre, y GARCIN está a punto de caer.) ¿Qué es esto? (Un largo silencio.)

INÉS.—Vamos, Garcin... Váyase.

GARCIN.—(Lentamente.) Me pregunto por qué se habrá abierto.

INÉS.—¿Qué está esperando? ¡Hale, márchese!

GARCIN.—No, no voy a irme.

INÉS.—¿Y tú? (A ESTELLE. ESTELLE no se mueve. INÉS se echa a reír.) Entonces,
¿quién? ¿Cuál de los tres? La vía está libre. ¿Quién nos retiene? ¡Ah, es para morirse de risa! Resulta que somos inseparables. (ESTELLE se abalanza, por detrás, sobre ella.)

ESTELLE.—¿Inseparables? ¡Garcin! Ayúdame, ayúdame, de prisa. La arrastraremos fuera y cerraremos la puerta; ahora va a ver, ahora va a ver esta.

INÉS.—(Debatiéndose.) ¡Estelle! ¡Estelle! ¡Te lo suplico, no me eches! ¡Al pasillo, no; no me tires en el pasillo!

GARCIN.—Suéltala.

ESTELLE.—Estás loco. Te odia.

GARCIN.—Yo... me he quedado por ella, ¿sabes? (ESTELLE suelta a INÉS y mira a
GARCIN con estupor.)

INÉS.—¿Que te has quedado por mí? (Una pausa.) Está bien, cierra la puerta.
Hace muchísimo más calor desde que se ha abierto. (GARCIN va a la puerta y la cierra.) Así que por mí, ¿eh?

GARCIN.—Sí. Porque tú..., tú sabes lo que es un cobarde. Tú sí lo sabes.

INÉS.—Sí, claro que lo sé.


GARCIN.—Y sabes lo que es el mal, la vergüenza, el miedo. Ha habido días..., ¿a que sí?..., en que te has visto hasta los tuétanos y te has quedado destrozada, muerta. Y al día siguiente ya no sabías qué pensar, no conseguías descifrar las revelaciones de la víspera. Sí,

tú conoces el precio del mal. Y si tú dices que yo soy un cobarde, es con conocimiento de causa, ¿eh?

INÉS.—Sí.

GARCIN.—Es a ti a quien tengo que convencer, a ti. Tú eres de mi raza. ¿Qué te creías? ¿Que me iba a marchar? No te podía dejar aquí, triunfante, con todos esos pensamientos en la cabeza..., todos esos pensamientos que se refieren a mí.

INÉS.—¿Es verdad que quieres convencerme?

GARCIN.—Es lo único que quiero. A ellos ya no los oigo, ¿sabes? Seguro que es porque ya han terminado conmigo. Terminado: el asunto está clasificado, yo ya no soy nadie en la Tierra, ni siquiera un cobarde. Inés, estamos aquí solos: ya solo estáis vosotras para pensar en mí. Ella no cuenta; pero tú, tú que me odias..., si tú me crees, me salvas.

INÉS.—Puede que no sea fácil, no sé. Soy un poco dura de aquí. (Por la cabeza.)

GARCIN.—Emplearé el tiempo que haga falta.

INÉS.—¡Oh, sí! Tienes todo el tiempo que quieras. «Todo» el tiempo.

GARCIN.—(La coge por los hombros.) Escucha: cada uno tiene sus objetivos, ¿no es así? A mí..., a mí me daba igual el dinero, el amor. Yo..., yo quería ser un hombre. Un valiente. Y lo aposté todo al mismo caballo. ¿Es posible que uno sea un cobarde cuando se han elegido los caminos más peligrosos? ¿Puede juzgarse una vida entera por un solo acto? Eso es lo que pregunto.

INÉS.—¿Y por qué no? Durante treinta años te imaginaste que tenías mucho corazón; y te permitías mil pequeñas debilidades porque a los héroes todo les está permitido. ¡Y qué cómodo era! Y luego, a la hora de la verdad, te pusieron al pie del paredón... y te cogiste el tren para Méjico.

GARCIN.—No, yo no me imaginaba ese heroísmo. Lo elegí. Cada uno es lo que quiere ser.

INÉS.—Demuéstralo. Demuestra que no era... una imaginación. Solamente los actos deciden qué es lo que uno ha querido.

GARCIN.—He muerto demasiado pronto. No me han dejado tiempo para..., para realizar «mis» actos.

INÉS.—Siempre se muere demasiado pronto o demasiado tarde. Y, sin embargo, la vida está ahí, acabada. La raya está hecha y hay que hacer la suma. Tú no eres nada más que tu vida.

GARCIN.—Eres una víbora. Tienes respuesta para todo.


INÉS.—¡Vamos! ¡Vamos! No pierdas los ánimos. Debe de ser muy fácil convencerme. Busca argumentos, haz un esfuerzo a ver. (GARCIN se encoge de hombros.) ¿Qué tal, qué tal? Ya te había dicho que eras vulnerable. ¡Y cómo las vas a pagar ahora! Eres un cobarde, Garcin, un cobarde, porque yo lo quiero. Porque yo lo quiero, ¿lo oyes? Y, sin embargo, mira lo débil que soy, como un suspiro; solo esta mirada que te mira, este pensamiento incoloro que te piensa..., no soy nada más. (Él va hacia ella con las manos abiertas.) Bueno, ¿y qué? Ahora van y se abren esas manos grandes, de hombre. ¿Y qué? ¿Qué esperas? Los pensamientos no se cogen así, con las manos. Mira cómo no puedes hacer otra cosa que convencerme... Eres mío.

ESTELLE.—¡Garcin!

GARCIN.—¿Qué?

ESTELLE.—Por lo menos, véngate.

GARCIN.—¿Cómo?

ESTELLE.—Bésame y verás cómo canta.

GARCIN.—Y ya ves, es verdad. Estoy en tus manos, pero tú también en las mías.
(Se inclina sobre ESTELLE. INÉS da un grito.)

INÉS.—¡Sí, cobarde, cobarde! ¡Vete a que te consuelen las mujeres!

ESTELLE.—¡Canta, Inés, canta!

INÉS.—¡Vaya pareja! Si tú vieras su pataza plantada ahí, en tu espalda, enrojeciéndote la carne, arrugando la tela... Tiene las manos húmedas; está sudando. Va a dejarte una marca azul en el vestido, ya verás.

ESTELLE.—¡Canta! ¡Canta! Estréchame más fuerte, Garcin; verás cómo revienta.

INÉS.—Sí, sí, Garcin, estréchala más fuerte, anda; que tu calor y el suyo se haga un revoltijo, anda... Es estupendo el amor, ¿eh? ¿No, Garcin? Es una cosa tibia y profunda como el sueño, solo que yo te impediré dormir. (Gesto de GARCIN.)

ESTELLE.—No, no la escuches. Bésame. Soy tuya, tuya.

INÉS.—Bueno, ¿a qué esperas tú? Haz lo que te dice. Garcin, el cobarde, tiene en sus brazos a Estelle, la infanticida. Quedan abiertas las apuestas... El señor Garcin ¿la besará? ¿No la besará? Cómo os veo, cómo os veo. Yo sola soy una multitud, la muchedumbre, Garcin, la muchedumbre,
¿oyes? (Murmurando.) Cobarde. Cobarde. Cobarde. Cobarde. Aunque me huyas, no te vale; yo no te suelto. ¿Qué vas a buscar en sus labios?
¿El olvido? Pero yo no voy a olvidarte a ti; yo, no. Es a mí a la que tienes que convencer. A mí. Anda, ¡ven, ven! Te espero. ¿Lo ves, Estelle? Afloja el abrazo, es dócil como un perro... ¡No va a ser tuyo nunca!

GARCIN.—¿Y no será de noche nunca?

INÉS.—Nunca.

GARCIN.—¿Y tú me verás siempre?


INÉS.—Siempre. (GARCIN abandona a ESTELLE y da algunos pasos por la habitación.
Se acerca a la estatua.)

GARCIN.—La estatua... (La acaricia.) ¡En fin! Este es el momento. La estatua está ahí; yo la contemplo y ahora comprendo perfectamente que estoy en el infierno. Ya os digo que todo, todo estaba previsto. Habían previsto que en un momento..., este..., yo me colocaría junto a la chimenea y que pondría mi mano sobre la estatua, con todas esas miradas sobre mí... Todas esas miradas que me devoran... (Se vuelve bruscamente.)
¡Cómo! ¿Solo sois dos? Os creía muchas más. (Ríe.) Entonces esto es el infierno. Nunca lo hubiera creído... Ya os acordaréis: el azufre, la hoguera, las parrillas... Qué tontería todo eso... ¿Para qué las parrillas? El infierno son los demás.

ESTELLE.—¡Amor mío!

GARCIN.—(Rechazándola.) Déjame. Ella está con nosotros. No puedo estar contigo cuando ella me mira.

ESTELLE.—¡Está bien! Ya no nos verás más. (Coge el cortapapeles de la mesa, se precipita sobre INÉS y le asesta varias puñaladas.)

INÉS.—(Se debate riendo.) Pero ¿qué haces, qué haces? ¿Estás loca? Tú sabes de sobra que ya estoy muerta.

ESTELLE.—¿Muerta? (Deja caer el cuchillo. Una pausa. INÉS recoge el cuchillo y se apuñala con rabia.)

INÉS.—¡Muerta! ¡Muerta! ¡Muerta! Ni cuchillo, ni veneno, ni cuerda. «Ya está hecho», ¿comprendes? Y estamos juntos para siempre. (Ríe.)

ESTELLE.—(Se echa a reír.) ¡Para siempre, Dios mío, qué cosa tan curiosa! ¡Para siempre!

GARCIN.—(Ríe mirando a las dos.) ¡Para siempre! (Caen sentados, cada uno en su canapé. Un largo silencio. Dejan de reír y se miran. GARCIN se levanta.) Bueno, sigamos. (Telón.)





FIN DE «A PUERTA CERRADA»