5/9/14

LA COMEDIA DE LOS ASNOS (Asinaria) PLAUTO




LA COMEDIA DE LOS ASNOS
(Asinaria)

PLAUTO

INTRODUCCIÓN
La Asinaria es una de las comedias plautinas menos apreciadas y hasta se ha llegado a dudar de su autenticidad (L. Havet), evidentemente sin motivo; aunque sin alcanzar la altura de las más famosas de las «varronianas», se encuentran en ella, no sólo los tipos y situaciones característicos del teatro de Plauto —el servus currens, la «tercera» exigente y calculadora, el padre rival del hijo en los amores, la esposa odiada del marido, etc.—, sino también escenas de una comicidad extraordinaria. Esta vez no es sólo el joven enamorado el que carece de dineros, sino también el padre, el viejo, que así y todo quiere ser condescendiente con su hijo —aunque, para decir verdad, con segundas—. Deméneto, el padre, da orden a su esclavo Líbano de sacar a quien las famosas veinte minas que necesita el hijo para hacerse con su amada; a él, desde luego, difícilmente, porque anda a la cuarta pregunta, pues su mujer Artemona es quien tiene el dinero y, como consecuencia, la sartén por el mango. En un famoso diálogo entre Argiripo —según Havet y Ernout, entre el segundo enamorado de la pieza, Diábolo—, y la “Celestina” Cleéreta, queda clara la difícil situación en la que el joven se encuentra. Una feliz coincidencia puede ponerle remedio: el mayordomo Sáurea, esclavo dotal de la adinerada Artemona, ha vendido unos asnos a un cierto mercader forastero, y un criado suyo, que viene con el encargo de entregar la suma de su importe, pregunta por la casa de Deméneto al esclavo Leónidas. A Leónidas se le ocurre al momento la genial idea de hacerse pasar por Sáurea, para quedar así en poder del dinero y hacerlo pasar a manos de su joven amo; típicos diálogos plautinos, entre Líbano y Leónidas, y luego, durante el forcejeo por convencer al forastero de que Leónidas es el mayordomo Sáurea en persona; con todo, necesitan para el éxito la prometida colaboración de Deméneto. Dinero en mano, se aprovechan los dos pillos de su aventajada posición para gastarle una serie de pesadas bromas a Argiripo y Filenio —la parte más débil de la obra, a causa del excesivo retardamiento de la acción—. Con todo, es dueño Argiripo al fin de las veinte minas y sale vencedor de su rival Diábolo. Pero no hay dicha completa: Deméneto, el padre, se hace pagar caros sus servicios: una cena y una noche con Filenio, la amada de su hijo. Viene la tensa escena final; se ha hablado de contaminación en la Asinaria, por la segunda intriga del personaje Diábolo. Hay que reconocer, que si Plauto ha «contaminado», ha sabido hacerlo muy bien: el despecho de Diábolo a la pérdida de su amiga, se utiliza como motivo para provocar el desenlace: la atmósfera está muy cargada, Argiripo se ve obligado durante la cena a tolerar con buena cara el ver a Filenio en brazos de Deméneto; la tormenta se avecina: Diábolo sabe cómo vengarse y manda al parásito a contar el caso a Artemona, quien tras dar rienda suelta a su amargo desengaño, le agua la fiesta al enamorado viejo. Happy end.
Según se nos dice en el prólogo, es el original griego de la Asinaria una comedia titulada El arriero, de Demófilo, autor del que no se conoce más que el nombre. La Asinaria, que se caracteriza por la ausencia casi absoluta de metros líricos, está considerada como una comedia de la primera época del poeta.
La resonancia de la Asinaria en la literatura posterior ha sido muy escasa.
T. MACCI PLAVTI AMPHITRVO




PERSONAJES
LÍBANO, esclavo.
DEMÉNETO, viejo.
ARGIRIPO, joven, hijo de Deméneto.
CLEÉRETA, alcahueta.
LEÓNIDAS, esclavo.
MERCADER.
FILENIO, cortesana.
DIÁBOLO, joven.
GORRÓN.
ARTEMONA, matrona, mujer de Deméneto.
La acción transcurre en Atenas.

ARGUMENTO
Un viejo que vive bajo la férula de su mujer, quiere ayudar económicamente a su hijo, que está enamorado, y da orden de que se le entregue al esclavo Leónidas el precio de unos asnos que debía recibir Sáurea. El hijo entrega el dinero a su amiga y se la cede por una noche al padre. Un rival, desesperado de ver que le han quitado a la muchacha, se lo hace saber todo por medio de un parásito a la mujer del viejo, que se presenta y se lleva al marido del burdel.

PRÓLOGO
Distinguido público, un poco de atención, si sois tan amables y que todos salgamos con bien, vosotros, yo y nuestra compañía y sus directores y organizadores. ¡A ver, tú, pregonero, haz que el público sea todo oídos! (Después que ha mandado callar al público.) Venga, ahora siéntate; pero no vayas a dejar de pedir tu salario por eso, ¿eh? Ahora os diré el motivo por el que he salido aquí a escena y qué es lo que pretendo: se trata simplemente de deciros el título de la comedia, porque por lo que toca al argumento, bien breve que es. Ahora os voy a decir lo que dije que quería deciros: esta comedia se llama en griego El arriero y su autor es Demófilo; Maco la ha traducido al latín y, con vuestro permiso, la quiere titular Asinaria; la pieza tiene gracia y chiste, es una comedia de risa. Ahora tened la amabilidad de prestarnos vuestra atención, y que el dios Marte os siga protegiendo como ya lo ha hecho en otras ocasiones.

ACTO I
ESCENA PRIMERA - LÍBANO, DEMÉNETO
LÍ. — Así como tú deseas que, sano y salvo, te sobreviva
tu único hijo, así te conjuro yo por tu vejez y por la
persona de quien te tiene con el corazón en un puño, tu
señora esposa: si me dices ahora algo que no sea la
pura verdad, ojalá que te sobreviva ella una vida entera y
te largues tú al otro barrio, vivo en vida de ella.
DE. — Tú me haces una pregunta invocando al dios de
la Fidelidad, o sea, que veo que no me queda sino jurar
también lo que te conteste. [Me apremias en una
forma tal con tu pregunta, que no sería capaz de
quedarme con nada dentro al contestarte.] De modo que,
venga, dime enseguida qué es lo que quieres saber. Lo
que yo sepa, no dejaré de hacértelo saber también a ti.
LÍ— ¡Por Dios!, Deméneto, te lo ruego, contéstame en
serio a lo que te pregunte, y además sin decir
mentira.
DE. — Venga, habla por esa boca.
LÍ. — ¿Tienes tú intenciones de mandarme allí donde la
piedra restriega a la piedra?
DE. — ¿Y eso qué significa?, ¿o en dónde diablos se
encuentra ese lugar?
LE. — Allí donde lloran las malas personas que están
dedicadas a moler la polenta, en las islas Garrotarias y
Arrastracadenarias, donde toros que están ya
muertos arremeten contra hombres que están todavía
vivos.
DE. — ¡Caray!, Líbano, ya caigo a qué lugar te refieres:
tú dices quizá el molino.
LE. — No, no, por Dios, ni lo digo, ni quiero que lo diga
nadie, escupe esas palabras, por favor.
DE. — Bueno, bueno, como quieras.
LÍ. — Venga, venga, sigue escupiendo.
DE. — ¿Todavía más?
LÍ. — Sí, ¡por Dios!, todavía más, desde el fondo de las
tragaderas.
DE. — Pero bueno, ¿hasta cuándo?
LÍ. — Hasta reventar.
DE. — ¡Que te la vas a ganar!
LÍ. — Hasta reventar —tu mujer, quiero decir, no tú—.
DE. — En recompensa de lo que acabas de decir, ya
sabes, no tienes nada que temer.
LÍ. — Dios te oiga.
DE. — A ver, atiéndeme tú ahora: ¿por qué motivo voy
yo a tener que andar sonsacándote, por qué te voy a
hacer amenazas por no haberme informado o por qué, en
fin, voy a estar enfadado con mi hijo como hacen otros
padres?
LÍ. — ¿Qué novedades son esas? (Aparte.) ¡Qué cosas!
Temblando estoy, no sea que me vaya a salir por
peteneras.
DE. — Yo sé que mi hijo está enamorado de la prójima
esta de al lado, Filenio. ¿Es así o no, Líbano?
LÍ. — Vas por buen camino: es así como dices. Pero lo
peor es que le ha entrado una enfermedad muy
grave.
DE. — ¿Una enfermedad? ¿Cuál?
LÍ. — A ver, pues la enfermedad de que las dádivas no
corresponden a sus promesas.
DE. — ¿Eres tú el que está al servicio de sus amoríos?
LÍ. — Sí, y también Leónidas.
DE. — ¡Caray!, hacéis bien, y bien agradecido que os
estoy por ello. Pero, mi mujer, Líbano, tú sabes ya la
clase de pieza que es, ¿no?
LÍ. — Tú eres el primero en sufrir las consecuencias,
pero nosotros no nos quedamos tampoco fuera de cuenta.
DE. —No puedo por menos de decir que es una persona
molesta e inaguantable.
LÍ. — Antes te lo creo que te oigo decirlo.
DE. — De hacerme a mí caso los otros padres,
Líbano, serían tolerantes con sus hijos: ésa es la única
forma de granjearse su afecto y su simpatía. Por lo que a
mí toca, pongo todo mi empeño en hacerlo así: yo quiero
ser amado de los míos; yo quiero tomar ejemplo de mi
padre, que por mor mío, fue y se disfrazó de
marinero y engañó al rufián para llevarse a la joven de la
que yo estaba enamorado. A su edad, no se avergonzó de
una tal impostura, granjeándose así con sus bondades el
afecto de su hijo. Yo estoy decidido a seguir su conducta.
Es que mi hijo, Argiripo, me ha pedido hoy dinero
para sus amores; y yo quiero de todos modos
condescender a su ruego. [Yo quiero favorecer sus
amores, quiero que sienta afecto por su padre.] Aunque
su madre le tiene atado corto, cosa que por lo general son
los padres los que lo suelen hacer. A mí, desde
luego, no se me pasa por las mientes cosa semejante;
sobre todo, una vez que él me ha hecho digno de su
confianza, no estaría ni medio bien que yo no fuera a
hacer honor a su buen natural; él ha acudido a mí, como
debe hacer un hijo respetuoso con su padre y por eso es
mi deseo que disponga de dinero para su amiga.
LÍ— Me hace a mí el efecto que esos deseos tuyos son
completamente vanos: Sáurea, el esclavo que tu
mujer ha traído con su dote, dispone de más medios que
tú mismo.
DE. — Verdad es que al aceptar el dinero de su dote,
vendí al mismo tiempo mi autoridad. Ahora te voy a
decir en dos palabras qué es lo que quiero de ti. Mi hijo
necesita rápido veinte minas: ocúpate de ponerlas a
su disposición sin demora.
LÍ. — ¿De dónde demonios?
DE. — Sácamelas a mí.
LÍ. . — No dices más que pamplinas: es como si me
dices que le quite los vestidos a uno que está en cueros.
¿A ti te las voy a sacar? Venga, tú, hale, vuela sin tener
alas. ¿A ti te las voy a sacar, si no dispones de una perra,
a no ser que tú, a tu vez, se las saques a tu mujer?
DE. — A mí, a mi mujer, al esclavo Sáurea, según puedas,
engáñanos, bírlanos el dinero: yo te doy palabra de
no ponerte dificultades, si lo consigues hoy mismo.
LÍ. — ¡Menudo encarguito el que me das! Por el mar loo
corre la liebre, por el monte la sardina.
DE. — Dile a Leónidas que te ayude; trama, inventa lo
que sea: tu único objetivo tiene que ser que mi hijo disponga
hoy del dinero que debe dar a su amiga.
LE. — Una cosa, Deméneto.
DE. — A ver.
LÍ. — Si se da la casualidad de que caigo en una emboscada,
¿estás dispuesto a redimirme, si se apoderan de mí
los enemigos?
DE. — Estáte tranquilo.
LÍ — Entonces, tú a lo tuyo. Yo me voy al foro, si no
mandas más, ¿de acuerdo?
DE. — ¡Hale!, andando. ¡Ah, una cosa!
LÍ. — ¿Qué?
DE. — Si quiero algo, ¿dónde vas a estar?
LÍ — Donde me dé la gana. Desde luego, de aquí en
adelante no temo ningún mal de parte de nadie, después
de que, con lo que me has dicho, me has dejado tu
actitud bien clara; más todavía, tú mismo me importas un
bledo, si consigo rematar mi empresa. Me voy, pues, al
foro y allí daré lis comienzo a mi plan.
DE. — Oye, yo estaré donde el banquero Arquibulo.
LÍ. — O sea, ¿en el foro?
DE. — Sí, por si surge algo.
LE. — Muy bien. (Se va.)
DE. — No creo que haya en todo el mundo un esclavo
más redomado que éste, ni más ladino, ni del que sea
más difícil ponerse a salvo; pero al mismo tiempo,
si es que quieres que te hagan algo en debida forma, no
tienes más que encargárselo a él; preferirá la peor de las
muertes antes que no dar cima a lo que ha prometido.
Desde luego estoy tan seguro de que mi hijo tendrá a su
disposición el dinero, como que estoy viendo ahora
este bastón en mis manos. Pero me voy ya para el foro,
como quería; me voy y espero allí en el banquero.

ESCENA SEGUNDA - ARGIRIPO
AR. — (Saliendo de casa de Cleéreta.) Pero, ¿será
posible? ¡Mira que echarme de la casa! ¿Éste es el pago
que me dais por haberme portado como me he portado?
Tú eres mala con quien es bueno contigo, y con el que es
malo, eres buena; pero me las vas a pagar, porque
me voy ahora derecho a la policía, y daré allí vuestros
nombres y os va a costar la cabeza, ¡embaucadoras,
maléficas, perdición de la juventud! Chico, el mar no es
mar en comparación con vosotros, sois el más
bravío de los mares; en el mar hice mi fortuna, aquí me
he quedado limpio de ella. Ni pagado ni agradecido, todo
en vano lo que os he dado, todas mis atenciones con
vosotras, pero lo que es en adelante, te haré todo el mal
que pueda y te lo tendrás bien merecido. Te juro, que te
haré volver al punto de donde saliste, a la más
cochina de las miserias, y te juro que vas a enterarte de
lo que eres ahora y lo que has sido antes, tú, que antes
que yo viniera con tu hija y le entregara mi amor, estabas
más pobre que una rata y tenías que contentarte con un
pedazo de pan negro y un par de harapos, y dabas gracias
a todos los dioses si es que no te faltaba lo poco que
tenías. Tú misma, ahora que te va tanto mejor, quieres
ignorarme a mí, a quien me lo debes, malvada. Ya verás
qué mansa te voy a poner a fuerza de hambre, tan
arisca que estás ahora, espérate. Porque yo contra tu hija
no tengo nada, ella no tiene culpa ninguna; ella no actúa
más que por lo que tú le dices, no hace más que obedecer
tus órdenes: tú eres su madre y su ama al mismo tiempo.
De ti es de quien me voy a vengar, a ti es a quien te voy
a dar el golpe de gracia, como te lo mereces y conforme
a tu conducta conmigo. Pero mira la malvada, cómo ni
siquiera piensa que sea digno de que se me acerque, de
que hable conmigo y de que intente apaciguarme.
Ahí sale al fin, la embaucadora esa; yo pienso que aquí a
la puerta podré decirle a mis anchas lo que me venga en
gana, ya que dentro no me lo han permitido.

ESCENA TERCERA - CLEÉRETA, ARGIRIPO
CL. — Ni a cambio de buenos doblones de oro le
vendería a nadie una sola de tus palabras, puesto que en
el caso de que alguien me las quisiera comprar,
todos esos insultos tuyos no son para mí más que puro
oro y pura plata: tú tienes clavado el corazón aquí en
nuestra casa con un dardo de Cupido; anda, prueba a huir
lo más deprisa que puedas, al remo y a la vela: mientras
más te vayas metiendo mar adentro, tanto más te
empujarán las olas en dirección al puerto.
AR. — Pues yo te juro que no estoy dispuesto a pagar
peaje aquí a este aduanero; en adelante puedes
estar segura de que te trataré con arreglo a tu conducta
conmigo y con mi dinero, puesto que tú no me tratas a
mí en forma adecuada a mi proceder, y me echas de casa.
CL. — Bien sabido nos tenemos que todo eso no son
más que bravatas, a las que luego no siguen los hechos.
AR. — Yo solo te he sacado de tu soledad y de tu miseria;
aunque sea yo solo quien la posea, no podrías nunca
pagarme lo que me debes.
CL. — Sí señor, poséela solo, si es que puedes
también siempre solo dar el precio que te pida: con la
condición de que seas tú el que ofrezca la suma más alta,
puedes contar siempre con la seguridad de que tú eres el
elegido.
AR. — ¿Y hay acaso algún término para dar? Porque tú
no te ves nunca harta; en cuanto que has recibido algo,
ya estás nada más que mirando a ver qué puedes pedir de
nuevo.
CL. — ¿Y qué término hay para llevártela, para hacer el
amor? ¿Es que te ves alguna vez harto? No has
hecho más que traérmela, cuando pides otra vez que te la
entregue.
AR. — Yo te he dado lo concertado.
CL. — Y yo te dejé la muchacha; una cosa se va por la
otra, el servicio a cambio del dinero.
AR. — Te portas muy mal conmigo.
CL. — ¿Por qué me haces reproches si cumplo con mi
deber? Porque nunca jamás ha habido un escultor, ni un
pintor ni un poeta que hayan figurado que una proxeneta
como Dios manda trate bien a ningún enamorado.
AR. — Es que es en tu propio interés el tener algo más
de consideración conmigo, así me puedes conservar más
tiempo.
CL. — ¿No sabes tú una cosa? La que tiene consideraciones
con los amantes, no las tiene consigo misma. Los
amantes son para la proxeneta como el pescado: no son
buenos más que cuando están fresquitos; sólo el pescado
fresco está jugoso y agrada al paladar, da igual cómo lo
prepares, cocido o asado, le des las vueltas que le des; el
amante que está todavía fresquito, ése es el que
está dispuesto a dar y a que le pidan lo que sea, porque
su bolsa está todavía llena, no se fija en lo que da, ni en
los gastos que hace, porque va a lo que va. No tiene otro
deseo que el de agradar a su amiga, agradarme a mí,
agradar a la acompañanta, agradar a los sirvientes,
agradar también a las criadas; hasta a mi perrillo le hace
carantoñas un amante nuevo, para que le haga
fiestas cuando le vea. Yo no digo más que la verdad: es
lo natural que cada uno ande con vista en lo que se
refiere a su oficio.
AR. — Bien sé por experiencia que es verdad lo que
dices, y sus buenos dineros que me ha costado.
CL. — ¡Caray!, que si tuvieras ahora para dar, hablarías
de otra manera; por eso piensas que te la vas a llevar a
fuerza de malas palabras.
AR. — No es ésa mi manera de ser.
CL. —Tampoco es la mía el dejártela de balde. Así y
todo, en atención a tu edad y a tu persona y a que nos has
proporcionado más ganancias a nosotras que a tu propia
reputación, si se me entregan en mano dos talentos de
plata contantes y sonantes, te la dejo esta noche de
balde, por ser tú quien eres.
AR. — ¿Y si no los tengo?
CL. — Yo te creeré que es así; a ella, con todo, se la
llevará otro.
AR. — ¿Dónde ha quedado todo lo que hasta ahora te
di?
CL. — Gastado está, que si me quedara todavía, te
entregaría la muchacha, no te pediría absolutamente
nada; el día, el agua, el sol, la luna, la noche, todo eso no
necesito comprarlo por dinero: pero todas las otras cosas
que se necesitan, no las podemos comprar más que por
cuanto vos contribuisteis ; cuando vamos al
panadero a buscar el pan, el vino al tabernero, no te dan
la mercancía hasta tener el dinero en mano; el mismo
sistema tenemos nosotras; nuestras manos tienen cien
ojos, no creen más que lo que ven. Hay un viejo refrán
que dice: inútil es obligar a pagar, etc. —tú ya sabes a
quién—. No digo más.
AR. — Ahora que estoy desplumado me hablas de una
manera distinta, bien otras son tus palabras ahora,
digo, y antes, cuando os daba, bien diferentes de antes,
cuando intentabas cazarme a fuerza de carantoñas y de
zalamerías; entonces, hasta la casa misma parecía
sonreírme cuando llegaba; me asegurabas, que tanto tú
como tu hija me preferíais a mí entre todos los demás;
cuando os daba algo, como pichones andabais las dos
siempre colgadas de mi boca, no teníais otros
deseos que los míos, siempre andabais tras de mí, hacíais
siempre lo que yo decía, lo que yo quería; lo que no
quería, lo que os prohibía, hacíais por evitarlo, ni intentar
hacerlo se' os pasaba siquiera por la imaginación. Ahora
en cambio, os importa tres pitos lo que quiera o deje de
querer, malvadas.
CL. — Pero, ¿es que no sabes? Este oficio nuestro es
parecidísimo al del pajarero. El pajarero, una vez
que prepara el terreno, esparce los granos; los pájaros
cogen la querencia. Para ganar algo, no hay más remedio
que hacer algún gasto; vienen muchas veces a comer,
pero si una vez los cazan, entonces se desquita el cazador
de ellos. Lo mismo es con nosotras: la casa es
para nosotras el campo de caza, el pajar soy yo, el cebo
es la muchacha, el lecho es el reclamo, los enamorados
son los pájaros: ellos cogen la querencia a fuerza de
zalamerías, de besos, de palabras dulces y suaves; si es
que tientan una tetita, no es más que en interés del
pajarero; si les arrancan un besito, entonces, le
tienes ya cazado sin necesidad de más redes. ¡Mira que
habérsete olvidado todo esto, tú que has estado tanto
tiempo en la escuela del amor!
AR. —Tú tienes la culpa, que despides a tu alumno a
medio enseñar.
CL. — Tú puedes volver tranquilamente, cuando tengas
para los honorarios; ahora, lárgate.
AR. — ¡Espera, espera, escucha! Dime cuánto es lo que
crees que te debo de dar por ella, para que no esté
durante un año con ningún otro más que conmigo.
CL. — ¿Tú? Veinte minas, y con una condición: si otro
las entrega antes, adiós. (Hace ademán de irse.)
AR. — Espera, que te quiero decir todavía otra cosa,
antes de que te vayas.
CL. — Di lo que te dé la gana.
AR. — Yo no estoy todavía del todo en las últimas,
todavía me queda algo que perder, tengo de donde darte
lo que me pides, pero sólo te lo daré imponiendo mis
condiciones, para que lo sepas, o sea, que esté a mi
disposición todo un año y no reciba a ningún otro
hombre más que a mí.
CL. — No, si quieres, mejor todavía, haré castrar a los
esclavos que hay en casa. En fin tráenos un contrato,
diciendo lo que quieres de nosotras; ponnos las
condiciones que quieras, como te dé la gana:
solamente no te olvides de traer también el dinero, por
todo lo demás estoy dispuesta a pasar sin dificultad
alguna. Es que, sabes, las casas de trata son muy
parecidas a las de los aduaneros: si apoquinas, abiertas,
si no tienes de qué apoquinar, cerradas. (Entra en casa.)
AR. — ¡Muerto soy, si no encuentro las veinte minas! Y
desde luego, si no pierdo ese dinero, soy yo el que estoy
perdido. Ahora me voy al foro y lo intentaré por
todos los medios, de la forma que sea, rogaré y suplicaré
a todos los amigos con los que me tope, estoy decidido a
abordarlos y a suplicarles a todos lo mismo si viene a
cuento que si no viene. Y si no consigo que me las
presten, voy y cojo y las tomo a rédito. (Se va en
dirección al foro.)

ESCENA PRIMERA - LÍBANO
LÍ. — ¡Caray!, de verdad, Líbano, ahora es mejor
despabilarse e inventar alguna estratagema para
hacerse con el dinero. Ya hace mucho que dejaste al amo
y te fuiste a la plaza, para urdir algún engaño para
encontrar el dinero. Allí te has pasado todo el rato hasta
ahora dormitando sin dar golpe; venga, sacude esa
indolencia, fuera con esa dejadez, vuelve otra vez a tu
ladina condición de siempre; ayuda a tu amo, no
hagas como suelen la mayoría de los esclavos, que no
son listos más que para engañarle. Pero, ¿de dónde lo
voy a sacar?, ¿a quién birlárselo?, ¿a dónde dirigir mi
embarcación! (Mirando al cielo.) Ya tengo los augurios
y los presagios: las aves permiten cualquier dirección: el
pájaro carpintero y la corneja por la izquierda, el
cuervo y el quebrantahuesos por la derecha me alientan
de consuno; desde luego que estoy dispuesto a haceros
caso. Pero, ¿qué significa eso de que el picoverde golpea
el olmo? Seguro que no es una casualidad. Por lo menos,
según lo que yo deduzco del augurio del picoverde, hay
vergajos preparados o para mí o para Sáurea, el
mayordomo. Pero, ¿por qué vendrá ahí Leónidas
corre que corre jadeando de esa forma? Eso me inquieta,
viene por la izquierda, mal agüero para mis proyectos de
engaño.

ESCENA SEGUNDA - LEÓNIDAS, LÍBANO
LE. — (Viene corriendo.) ¿Dónde podré encontrar ahora
a Líbano o al hijo del amo, para que pueda ponerlos más
alegres que unas pascuas? ¡Menudo es el botín y el
triunfo que les traigo con mi venida! Juntos nos cogemos
las melopeas, juntos nos vamos de golfas, junto
con ellos quiero repartir también el botín ganado.
LÍ. — (Aparte.) Ese tío ha desvalijado alguna casa según
su costumbre. ¡Ay del que no ha sabido guardar su
puerta!
LE. — Me comprometería con gusto a ser esclavo de por
vida con tal de encontrar ahora a Líbano.
LÍ. — ¡Caray!, desde luego por lo que a mí toca,
no vas a ser libre muy pronto.
LE. — Y encima ofrecería doscientos palos con cargo a
mis espaldas y además dispuestos a multiplicarse.
LÍ. — Éste se queda sin su peculio, porque todo su
tesoro lo lleva cargado a sus espaldas.
LE. - Porque es que si Líbano deja escapar ahora esta
ocasión, nunca jamás podrá volver a echarle mano, así
vaya tras ella con una cuadriga de corceles
blancos; dejará al amo cercado de sus enemigos y al
mismo tiempo embravecerá a éstos. En cambio, si junto
conmigo se pone a echar mano de la ocasión que se nos
ofrece, proporcionará, juntamente conmigo a los amos, a
los dos, al hijo y al padre, riquezas y satisfacciones sin
cuento, de forma que nos queden los dos obligados
de por vida, atados por los lazos de nuestros beneficios.
LÍ. — Habla de que están atados quienes sea; no me hace
gracia; mucho me temo, que haya hecho alguna zalagarda
por cuenta de los dos.
LE. — Perdido del todo soy, si no encuentro a Líbano
inmediatamente, esté donde demonios esté.
LÍ. — Ése está buscando un camarada que comparta con
él la rociada que le espera; no me hace gracia. Es una
mala señal eso de sudar y tiritar al mismo tiempo.
LE. — Pero, ¿cómo es que después de venir tan a
la carrera, ando tardo con los pies y ligero con la lengua?
¿Por qué no mando callar a quien me está haciendo desperdiciar
mi tiempo?
LÍ. — ¡Caray con el desgraciado este!, hacer violencia a
su defensora; que si es que ha hecho alguna mala pasada,
la lengua es quien jura en falso por él.
LE. — Voy a darme prisa, no sea que se haga demasiado
tarde para poner a salvo nuestro botín.
LÍ. — Pero, ¿qué botín es ese del que habla? Voy
a su encuentro y le sacaré lo que sea. (Yendo hacia él.)
Leónidas, se te saluda, con toda mi Voz y con todas mis
fuerzas.
LE. — Buenos días, palestra para palos.
LÍ. — ¿Qué tal tú, abonado a la cárcel?
LE. — ¡Oh, ciudadano de Cadenópolis!
LÍ. — ¡Oh, delicia de los látigos!
LE. — ¿Cuánto piensas tú que pesas en cueros?
LÍ. — Chico, pues no lo sé.
LE. — Ya sabía yo que no lo sabías; pero yo lo sé, te lo
juro, que te he contrapesado: en cueros y
encadenado pesas cien libras, si es que estás colgado por
los pies.
LÍ. — ¿Y eso, cómo?
LE. —Yo te explicaré cómo y de qué manera: cuando
tienes colgado de los pies un peso de cien libras, las
esposas en las manos y bien sujetas al travesaño, te
quedas en un equilibrio perfecto y no pesas ni más
ni menos que un empecatado y un bribón.
LÍ. — ¡Te la vas a ganar!
LE. — Esa ganancia te la deja a ti la esclavitud en
herencia.
LÍ. — Bueno, basta ya de dimes y diretes. ¿Qué es lo que
hay?
LE. — He decidido hacerte confianza.
LÍ. — Hazlo con toda tranquilidad.
LE. — Vale, si es que quieres ayudar al hijo del amo en
sus amoríos: tan grande es la buena oportunidad que se
nos presenta de improviso, pero no sin sus ribetes
de peligro; vamos a darles ocupación continua a los
verdugos. Líbano, ahora es el momento en el que se
precisa echarse para adelante y portarse con astucia; es
tal el golpe que se me acaba de ocurrir, que vamos a ser
declarados los más dignos candidatos del mundo a
coleccionar suplicios.
LÍ. — Así me extrañaba yo antes de sentir una
cierta intranquilidad en las espaldas, que estaban
augurando alguna buena rociada. Habla, sea lo que sea.
LE. — Se trata de un gran botín con un buen acompañamiento
de palos.
LÍ. — Aunque se conjuren todos para hacer caer sobre
nosotros sus torturas, yo por mi parte pienso tener en
casa una espalda, no necesito ir a buscarla a parte alguna.
LE. — Si eres capaz de mantener una tal firmeza
de ánimo, estamos salvados.
LÍ. — Más aún, si se trata sólo de pagar con mis espaldas,
estoy dispuesto a robar hasta el tesoro público: no
confesaré nada, me mantendré firme, hasta juraré en
falso.
LE. — Ahí tienes, eso se llama valor, el soportar las
penas con entereza si llega el caso; a quien sabe llevar
los males con entereza, le caen en suerte luego también
los bienes.
LÍ. Venga, explícame ya de qué se trata, que
estoy deseando recibir los palos.
LE. — Vamos por partes, que descanse; ¿no ves que
estoy todavía resoplando de la carrera que me he
pegado?
LÍ. — Venga, venga, como quieras, si es preciso, esperaré
hasta que revientes.
LE. — ¿Dónde está el amo?
LÍ. — El viejo, en el foro, el joven aquí en casa.
LE. — Eso me basta.
LÍ. — Oye, ¿es que eres ya un ricachón?
LE. — Déjate de bromas.
LE. — Bien, soy todo oídos.
LE. — Pon atención, que sepas tanto como yo.
LÍ. — Ya estoy punto en boca.
LE. — ¡Qué felicidad! ¿Te acuerdas tú de que nuestro
mayordomo vendió unos burros de Arcadia a un tratante
de Pela?
LÍ. — Sí que me acuerdo, y qué.
LE. — Pues que el tratante ha enviado aquí el dinero,
para que le sea entregado a Sáurea en pago de los susodichos
burros; acaba de llegar un muchacho que lo trae.
LÍ. — ¿Dónde está ese tío?
LE. — ¿Ya estás pensando en tragártelo, en cuanto que
le eches la vista encima?
LÍ. — Desde luego. ¿Pero tú dices aquellos burros viejos
, cojos, que tenían los pobres bichos las pezuñas
comidas hasta los muslos?
LE. — Los mismitos, aquellos que transportaban aquí de
la finca los vergajos de olmo destinados para tu persona.
LÍ. — Sí, ya sé, los que te llevaron a ti puesto en cadenas
a la finca.
LE. — Tienes buena memoria. Pero, estaba yo sentado
allí en la barbería, cuando me empieza el muchacho este
a preguntar si es que conozco a un cierto Deméneto, hijo
de Estratón. Yo le digo enseguida que sí, que le conozco,
y que soy esclavo suyo, y le indico en dónde está
nuestra casa.
LÍ. — ¿Y luego, qué?
LE. — Luego va y dice que es portador del precio de los
burros a Sáurea, el mayordomo —veinte minas—, pero
que él no sabe quién es Sáurea, y en cambio, que a
Deméneto lo conoce muy bien. Luego que me dijo esto...
LE. — ¿Qué?
LÍ. — Escucha pues, y lo sabrás. Enseguida me pongo a
dármelas de fino y de gran señor y le digo que yo soy el
mayordomo. Entonces él va y me dice: «¡Diablos!, yo no
conozco a Sáurea ni sé la facha que tiene; por lo tanto,
no me lo tomes a mal: si quieres, tráeme a tu amo
Deméneto, que a ése me lo tengo bien conocido, y
entonces te entregaré el dinero al instante». Yo le he
dicho que se lo traeré y que estaría en casa a su
disposición; él quería ir todavía a los baños y de allí se
vendrá luego para acá. ¿Qué resolución crees que
debemos tomar ahora? A ver, dime.
LÍ. — Toma, eso es lo que estoy pensando yo, cómo
birlarle el dinero al portador y a Sáurea. Hay que
poner deprisa manos a la obra; porque en cuanto que el
forastero se adelante a traer aquí el dinero, quedamos
nosotros dos fuera de combate. Es que el viejo me ha
tomado hoy aparte aquí fuera de casa a mí solo y nos ha
amenazado a los dos, a ti y a mí, con ponernos buenos de
palos, si Argiripo no tiene hoy a su disposición la
cantidad de veinte minas; ha dicho que, por él, que
engañemos a su mayordomo o hasta a su mujer, y que él
estaba dispuesto a prestarnos la ayuda prometida. Ahora
tú, vete al foro a buscar al amo y cuéntale el plan que
tenemos: tú te convertirás de Leónidas en el mayordomo
Sáurea, cuando el tratante traiga el dinero para el pago de
los burros.
LE. — Así lo haré.
LÍ. — Yo, entre tanto, lo entretendré aquí, si es
que viene antes.
LE. — Oye, tú.
LÍ. — ¿Qué?
LE. — Si acaso te doy un puñetazo luego, cuando sea
Sáurea, no se te vaya a ocurrir encabritarte.
LÍ. — Hm. A ti es a quien no se te tiene que ocurrir
tocarme, por la cuenta que te tiene, no te vaya a traer
mala suerte el haber cambiado de nombre.
LE. — Líbano, por favor, yo te ruego que te
aguantes.
LE. — Aguántate tú también cuando te devuelva el mandoble.
LE. — Yo lo único que hago es decirte lo que creo que
es conveniente hacer.
LÍ. — Y yo te digo, lo que estoy dispuesto a hacer.
LE. — No te niegues, hombre.
LÍ. — No, si es que te prometo, digo, devolvértelas
según lo merezcas.
LE. — Yo me marcho, ya te aguantarás, estoy seguro.
Pero ¿quién es ése? Es él, él en persona. Ahora mismo
vuelvo; entreténle tú aquí mientras. Tengo que informar
al viejo.
LÍ. — Hale, a lo tuyo, a salir pitando.

ESCENA TERCERA - MERCADER, LÍBANO
ME. — Según los informes que me han dado, tiene que
ser ésta la casa donde dicen que vive Deméneto. (Al
esclavo que le acompaña.) Hale, muchacho, llama a la
puerta y di que salga Sáurea, el mayordomo, si es que
está en casa.
LÍ. — ¿Quién llama de esa forma a nuestra puerta? ¡Eh,
tú!, digo, ¿me oyes?
ME. — Nadie ha puesto un dedo en la puerta hasta
ahora. ¿Estás en tu juicio?
LÍ. — Me pareció que sí la habías tocado, como venías
así en esta dirección. No quiero que maltrates esta
puerta, que es mi colega; yo le tengo cariño a todas
nuestras cosas.
ME. — Caray, si es que te pones en esa forma con todos
los visitantes, no hay peligro de que nadie le haga saltar
los goznes.
LÍ. — Sí señor, esta puerta acostumbra a llamar a
gritos al portero, en cuanto que ya de lejos ve acercarse a
algún coceador. Pero, ¿a qué vienes, qué es lo que
buscas?
ME. — Quería ver a Deméneto.
LÍ. — Si estuviera en casa, te lo diría.
ME. — ¿Y su mayordomo?
LÍ. —Tampoco está.
ME. — ¿Dónde está entonces?
LÍ. — Dijo que iba al barbero.
ME. — ¿Y no ha vuelto todavía?
LÍ. — No señor. ¿Qué es lo que le querías?
ME. — Veinte minas hubiera cobrado, si hubiera estado
aquí.
LÍ. — ¿Y a cuenta de qué?
ME. —De unos asnos, que le vendió en la feria a un
tratante de Pela.
LÍ. — Sí, lo sé. Y ¿tú traes ahora el importe? Yo creo
que tiene que estar al llegar.
ME. — ¿Qué facha tiene vuestro Sáurea? (Aparte.) Así
podré saber, si es el que acabo de ver ahora.
LÍ. —Los cachetes hundidos, el pelo tirando a rojo,
barrigudo, arisca la mirada, de mediana estatura, enfurruñado
el gesto.
ME. — Un pintor no hubiera podido hacer una descripción
más exacta.
LÍ. — Huy, mira, ahí le veo, viene meneando la cabeza,
está de malas, ¡pobre del que se le ponga por delante, le
va a costar una paliza!
ME. — Te juro que aunque venga con más humos
que un Aquiles, como se desmande y llegue a ponerme
un dedo encima, desmandado recibirá su ración de pelos.

ESCENA CUARTA - LEÓNIDAS, MERCADER, LÍBANO
LE. — ¡A ver qué plan es éste, que a nadie le importa
tres pitos lo que yo mando! Le había dicho a Líbano que
viniera a la barbería, y Líbano, que si quieres. Muy bien,
eso se llama no tener consideración con sus espaldas y
sus piernas.
ME. — (A Líbano.) ¡Oye tú, qué autoritario!
LÍ. — (Al mercader.) ¡Pobre de mí!
LE. — ¡No, que no parece sino que es al liberto Líbano,
a quien he dado los buenos días! Según parece, eres ya
libre, ¿no?
LÍ. — ¡Misericordia, por favor!
LE. — ¡Maldición!, te aseguro que te va a costar caro el
haberme salido al paso. ¿Por qué no has venido a la
barbería, como te había mandado?
LÍ. — (Señalando al mercader.) Aquí me ha detenido.
LE. — Te juro que, por más que digas que te ha detenido
el soberano Júpiter en persona, y aunque fuera él
mismo a interceder por ti, jamás podrás escapar al
castigo. Tú, bribón, ¿te has atrevido a despreciar mis
órdenes? (Le pega.)
LÍ. —Forastero, estoy perdido.
ME. — Sáurea, yo te lo ruego, no le pegues por causa
mía.
LE. — ¡Ojalá tuviera ahora mismo un látigo en mis
manos..!
ME. — ¡Cálmate, por favor!
LE. — Para hacerle migas esos costados llenos de cicatrices
a fuerza de zurriagazos! ¡Quita tú y déjame acabar
con éste, que me pone siempre fuera de quicio,
ladrón, que no consigo encargarle lo que sea una sola
vez, sino que tengo que decírselo y chillárselo cien veces
lo mismo, que no puedo ya dar abasto a mi trabajo,
demonios, a fuerza de gritar y de ponerme hecho una
furia! ¿No te he dicho, bandido, que quitaras la mierda
esta de delante de la puerta, no te he dicho que
sacudieras las telarañas de las columnas? ¿No te he dicho
que sacaras brillo a la clavetería de la puerta? ¡Nada!
Voy a tener que ir siempre con un bastón, como si
estuviera cojo. Como llevo ya tres días en el foro nada
más que ocupándome de encontrar a alguien que
quiera dinero a réditos, aquí vosotros entre tanto, ea, a
dormir, y el amo vive en una pocilga, no en una casa.
¡Toma, pues! (Le pega.)
LE. — ¡Forastero, yo te suplico, ayúdame!
ME. — Sáurea, déjale, por favor, hazlo por mí.
LE. — ¡Eh! tú, ¿ha pagado alguien el trasporte del
aceite?
LÍ. — Sí.
LE. — ¿A quién le ha sido entregado el dinero?
LÍ. — A Estico, tu ayudante, en persona.
LE. — Bah, pretendes amansarme, ya lo sé yo que tengo
un ayudante y que no hay otro esclavo en toda la
casa de más mérito que él. Y los vinos que vendí ayer a
Exerambo, el vinatero, ¿se ha hecho ya Estico cargo el
dinero?
LÍ. — Yo creo que sí, porque he visto a Exerambo venir
aquí con un banquero.
LE. — Así me gusta a mí hacer los negocios; la otra cantidad
que me debía, apenas se la pude sacar un año
después; esta vez en cambio no para hasta traernos
él mismo el banquero a casa y nos hace la escritura de
pago. ¿Ha traído Dromo su salario?
LÍ. — Sí, pero solamente la mitad, creo.
LE. — ¿Y el resto?
LÍ. — Decía que lo iba a traer enseguida que se lo pagaran,
porque es que no se lo habían entregado todavía,
para asegurarse de que iba a acabar la obra que le habían
encargado.
LE. — Y las copas que le presté a Filodamo, ¿las ha
devuelto?
LÍ. —Todavía no.
LE. — ¿Hm? ¿Que no? ¡No, si quieres quedarte
sin algo, ve y préstalo a los amigos!
ME. — ¡Pardiez!, estoy perdido, va a acabar por
echarme de aquí, qué hombre más insoportable.
LÍ. — (A Leónidas, por lo bajo.) Eh, tú, ya está bien, ¿no
oyes lo que dice?
LE. — Sí que oigo, ya paro.
ME. — (Aparte.) Por fin parece que se ha callado. Lo
mejor es abordarle ahora, antes que empiece otra vez a
cencerrear. A ver, ¿me quieres escuchar?
LE. — Ajá, estupendo. ¿Cuánto tiempo hace que estás
aquí? En serio que no te había visto, te ruego que no me
lo tomes a mal, es que estaba ciego de ira.
ME. — No tiene nada de particular. Pero, si es que está
en casa, quería hablar con Deméneto.
LE. — Éste (Líbano, que le hace señales) dice que no
está; pero si es que me quieres entregar el dinero ese, te
daré garantía de que está liquidada la deuda.
ME. — Yo prefiero entregártelo en presencia de tu amo
Deméneto.
LÍ. — (Al mercader.) El amo le conoce a éste y él al
amo.
ME. — En presencia del amo se lo entregaré.
LÍ. — Dáselo a riesgo mío, yo respondo de todo; porque
si el amo se enterara de que no se le ha dado crédito a
éste, se molestaría, una persona que goza de toda su
confianza.
LE. — A mí me da igual, que no me lo entregue si no
quiere; déjale ahí de plantón.
LÍ. — Dáselo, digo. ¡Ay, pobre de mí, me horroriza
pensar, que éste se vaya a figurar que es que yo he intentado
convencerte de que no te fiaras de él! Págale,
hombre, no te preocupes, el dinero estará a buen seguro
en sus manos.
ME. — Creeré que está a buen seguro, mientras que yo
lo tenga en las mías. Yo soy aquí forastero y no conozco
a Sáurea.
LÍ. — Pues, venga, conócelo entonces.
ME. — ¡Demonio!, yo no sé si es él o no lo es. Si
es que lo es, pues lo será. Yo por lo menos sé seguro, que
no le entregaré este dinero a ninguna persona que no
sepa seguro quién es.
LE. — ¡Caray!, mal rayo te parta. No le digas ni una
palabra más. Está envalentonado por tener en su poder
mis veinte minas. Nadie se hace cargo entonces de ellas,
vete a tu casa, largo de aquí, déjanos en paz.
ME. — ¡Menos humos!; a un esclavo no le va
tanta altanería.
LE. — (A Líbano.) Tú, te la vas a ganar, si no le dices a
éste lo que se merece.
LÍ. — (Por lo bajo.) ¿No ves que está montando en
cólera?
LE. — ¡Sigue, sigue!
LÍ. — ¡Canalla! (Bajo.) Entrégale el dinero a éste, por
favor, que paremos ya de insultos.
ME. — Os juro que os la estáis buscando.
LE. — (A Líbano.) Te voy a hacer partir las
piernas, si no sigues diciéndole a este desvergonzado los
insultos que se merece. (Le pega.)
LÍ. — ¡Ay, muerto soy! ¡Venga, desvergonzado, miserable!
¿No quieres prestar ayuda a tu compañero de desdichas?
LE. — ¿Pero todavía sigues rogándole a ese malvado?
ME. — Pero bueno, ¿qué es eso? ¿Tú, un esclavo, injurias
a un hombre libre?
LE. — ¡Anda ya y vete a que te den morcilla!
ME. — A ti sí que te la van a dar, ¡maldición!, en cuanto
que yo vea a Deméneto. Quedas citado a juicio.
LE. — No acudo.
ME. — ¿Que no acudes? ¡Mira bien lo que haces!
LE. — Y tanto.
ME. — Os juro que se me dará satisfacción a costa de
vuestras espaldas.
LE. — ¡Ay de ti, canalla! ¿A ti se te va a dar satisfacción
a costa de nuestras espaldas?
ME. — Y además me las vais a pagar por todos vuestros
insultos.
LE. — ¿Qué, bribón? ¡Conque patibulario! ¿Es que te
piensas que rehuimos a nuestro amo? ¡Venga,
vete ya al amo, delante del que nos citas, detrás del que
andas ya todo el rato!
ME. — ¡Ajajá! ¿Ahora al fin? Desde luego que no sacarás
ni una perra de aquí (señalándose a sí mismo), a no
ser que Deméneto en persona me dé orden de que te lo
entregue.
LE. — Haz lo que te dé la gana, hale, andando pues. Tú
puedes hacer ultrajes a los demás y a ti no no se te puede
decir una mala palabra, ¿no? Tanto soy yo una persona
como lo eres tú.
ME. — Desde luego, así es.
LE. — Anda, ven entonces conmigo. Aunque me esté
mal el decirlo, nadie me ha hecho a mí hasta ahora nunca
jamás un reproche merecido, ni hay hoy por hoy otra
persona en toda Atenas que goce de una más reconocida
fama de solvencia que yo.
ME. — Todo puede ser; pero así y todo, no te saldrás
con la tuya de hacerme entregar el dinero a una persona
que no conozco. Cuando una persona te es
desconocida, pues es para ti, como un lobo, no un
hombre.
LE. — Ya te vas poniendo un poco más manso. Ya sabía
yo que te disculparías ante mi humilde persona por tus
injurias; aunque me ves así con unos atavíos de nada,
pero soy un hombre como Dios manda, y mis riquezas
personales no se pueden ni contar.
ME. — Todo puede ser.
LE. — También Perífanes, un rico comerciante de
Rodas me entregó, en ausencia del amo, nada más que él
y yo presentes, un talento de plata; hizo confianza en mí
y no ha tenido motivo alguno de queja.
ME. — Todo puede ser.
LE. — Y también tú mismo, si te hubieras informado por
otros sobre mí, estoy bien seguro, qué caray, de que me
hubieras confiado lo que traes.
ME. — No digo que no. (Se van.)

ESCENA PRIMERA - CLEÉRETA, FILENIO
CL. — (Saliendo de su casa con la hija.) Pero bueno, ¿es
que no va a ser posible que me obedezcas cuando te
prohíbo algo? ¿Es que estás dispuesta a hacer caso
omiso de la autoridad de tu madre?
FI. — Pero, ¿cómo me iba a ser posible guardar mis sentimientos
de fidelidad, si quisiera complacerte
conduciéndome en la forma que tú me mandas?
CL. — ¿Es que está acaso bonito el hacer la contra a lo
que yo te mando?
FI. — ¿Pero qué es lo que pasa?
CL. — ¿Eso se llama guardar los sentimientos de fidelidad,
el menoscabar la autoridad materna?
FI. — Yo ni condeno a las que obran bien ni apruebo a
las que se portan mal.
CL. — Anda, que estás hecha una enamorada con muy
buen pico.
FI. — Madre, así es mi oficio: la lengua pide, el cuerpo
desea, el corazón habla, los hechos te dan la pauta.
CL. — Yo quería corregirte y tú te pones ahora a
hacerme reproches.
— Por Dios, madre, yo ni te hago reproches ni pienso
que me sería lícito el hacerlo; sólo que me lamento
de mi suerte al verme separada de aquel a quien amo.
CL. — ¿Me va a ser posible coger yo también la palabra
en todo el santo día?
FI. — Habla tú, por ti y por mí; tú eres la que das la
pauta para hablar y para callar; pero si suelto yo el remo
y me dedico a no hacer nada en cubierta, no
funciona nada en tu casa.
CL. — ¿Qué es lo que dices, descarada, más que descarada?
¿Cuántas veces te he prohibido dirigir la palabra a
Argiripo el de Deméneto, hacerle carantoñas, charlar con
él, ni siquiera mirarle? A ver, ¿qué es lo que nos ha dado,
qué los regalos que nos ha mandado? ¿Es que acaso
piensas que las palabras zalameras son oro y las
cosas bien dichas sustituyen a las dádivas? Tú eres la
primera en quererle, la primera en buscarle, la primera en
hacerle venir. De los que te dan, te burlas; los que se
burlan de ti, por esos te mueres. ¿O es que te parece bien
estar esperando, si alguno te promete que te hará rica,
cuando se vaya su madre al otro barrio? ¡Por Dios!, que
corremos nosotras y toda nuestra casa el gran
peligro de morirnos de hambre mientras estamos
esperando la muerte de la otra. Yo te digo, que si no me
trae aquí las veinte minas dichas, que te juro que se le
pondrá de patitas en la calle, a ése, que no sabe dar otra
cosa más que lloriqueos. Este es el último día en el que
acepto la excusa de que no tiene.
FI. — Madre, si me privas de la comida, me
aguantaré.
CL. — Yo no te prohíbo amar a los que pagan para ser
amados.
FI. — Pero madre, mi corazón lo tiene ya otro. ¿Qué voy
a hacer? Dime.
CL. — Toma, mira mis canas, si es que quieres obrar en
interés propio.
FI. — También el pastor que guarda ovejas a
sueldo, madre, tiene alguna propia, con la que se
consuela, déjame amar sólo a Argiripo, tal como el
corazón me lo pide, él es mi elegido.
CL. — Anda y vete dentro, por Dios, no he visto cosa
más descarada que tú.
FI. — Como quieras, madre, tu hija está hecha a
obedecerte. (Entran en casa.)

ESCENA SEGUNDA - LÍBANO, LEÓNIDAS
LÍ. Sean dadas alabanzas y gracias a la Alevosía,
puesto que a base de nuestros timos, engaños y
manipulaciones, fiados en lo sufridas que son nuestras
espaldas y en la fuerza de nuestros brazos..., nosotros,
que frente a látigos, hierros candentes, cruces
y grillos, potros, cárceles, virotes, lazos, argollas y frente
a los implacables ejecutores, que se tienen sabidas de
memoria nuestras espaldas, por haberlas marcado ya
tantas veces de cicatrices... ***. Todas estas legiones y
estas tropas y estos ejércitos, después de una dura
lucha, se han dado a la fuga, a causa de nuestros
perjurios; todo ello debido a la valentía de éste mi colega
y a lo servicial que es uno. ¿Quién más intrépido para
aguantar golpes?
LE. — Te juro que no podrías tú ensalzar todas tus
hazañas tan bien como yo las fechorías que cometiste en
tiempo de paz y de guerra. De verdad que las puedo
enumerar todas una por una: cuando defraudaste al
que puso confianza en ti, cuando fuiste infiel a tu amo,
cuando juraste en falso solemnemente a sabiendas y
como te daba la gana, cuando has horadado paredes, has
sido cogido en delito de robo, cuando has tenido que
defender tu causa colgado contra ocho tíos bien fornidos,
que no se andan con contemplaciones y saben
manejar bien los látigos.
LÍ. — Leónidas, yo confieso que es verdad lo que dices.
Pero, te juro que también se pueden enumerar tus numerosas
y verdaderas fechorías: cuando a sabiendas hiciste
traición al que era fiel contigo, cuando has sido cogido
en robo manifiesto y has sido azotado, cuando has jurado
en falso, cuando has echado mano a algún objeto
sagrado, cuando tantas veces has causado a los amos
pérdidas, molestias y deshonor, cuando has negado que
se te ha dado lo que se te ha dado, cuando has sido más
fiel a tu amiga que a tu amigo, o cuando tantas veces, por
tener una piel de elefante, has acabado con las fuerzas de
ocho azotadores provistos de flexibles varas de
olmo. ¿Qué tal la forma en que te he dado las gracias
haciendo el elogio de mi colega?
LE. — Lo has hecho tal como era digno de mí, de ti y de
la condición de ambos.
LÍ. — Basta ya de esto y contéstame a lo que te pregunte.
LE. — Pregunta lo que quieras.
LÍ. — ¿Tienes las veinte minas?
LE. — Eres un adivino; caray, que el viejo
Deméneto se ha portado de maravilla con nosotros. ¡Hay
que ver con qué habilidad fingía que yo era Sáurea! Casi
no pude contener la risa, cuando se puso a chillarle al
otro, por no haber querido fiarse de mí en su ausencia; ni
una vez se le escapó el no llamarme Sáurea, su
mayordomo.
LÍ. — Espera un momento.
LE. — ¿Qué es lo que pasa?
LÍ. — ¿No es Filenio ésa que sale ahí con Argiripo?
LE. — Calla el pico, ellos son; vamos a escuchar lo que
dicen.
LÍ. — Mira, él está llorando y ella le sujeta por la capa y
llora también. ¿Qué será lo que pasa? Vamos a escuchar
en silencio.
LE. — ¡Eh!, se me acaba de ocurrir una cosa. ¡Si tuviera
ahora mismo un palo!
LÍ. — ¡Pero para qué!
LE. — Para darle a los borricos, si acaso se
pusieran a rebuznar aquí dentro de la bolsa.

ESCENA TERCERA - ARGIRIPO, FILENIO, LÍBANO, LEÓNIDAS
AR. — ¿Por qué me retienes?
FI. — Porque te quiero y si te vas, me quedo sin ti.
AR. — Adiós, que lo pases bien.
FI. — Me parece que lo pasaría un poco mejor si te
quedaras.
AR. — Adiós, que sigas bien.
FI. — ¿Que siga bien, cuando al irte me pones mala?
AR. — Tu madre me ha dado un ultimátum, me ha
mandado a casa.
FI. — Pues va a enterrar a su hija antes de tiempo, si me
tengo que ver privada de ti.
LÍ —¡Ahí va!, le han puesto de patitas en la calle.
LE. — Exacto.
AR. — Déjame, por favor.
FI.— ¿A dónde te vas ahora? ¿Por qué no te quedas
aquí?
AR. — Me quedaré luego por la noche, si quieres.
LÍ. — ¿Te das cuenta qué rumboso se pone tratándose de
trabajo nocturno? No parece sino que por el día estuviera
más ocupado que un Solón, dictando leyes para el
pueblo. ¡Qué manera de hacer papeles! Que quienes se
dispongan a cumplir las leyes de éste, de seguro que no
serán jamás gentes de provecho, no harán otra cosa día y
noche sino empinar el codo.
LE. — Desde luego si pudieran, yo creo que no se alejaría
él de ella ni un palmo, con la prisa que aparenta ahora
y con tanto amagar que se marcha.
LÍ. — Calla ya el pico, que pueda oír lo que dice éste.
AR. — Adiós.
FI. — ¿Pero a dónde vas con tanta prisa?
AR. — Adiós, digo; en el otro mundo nos veremos, que
estoy decidido a quitarme la vida cuanto antes.
FI. — Por favor, ¿qué es lo que he hecho yo para que te
empeñes en acarrearme la muerte?
AR. — ¿Yo acarrearte la muerte a ti? ¿Yo, que si viera
que peligraba tu vida, te entregaría la mía y que
sacrificaría una parte de la mía para alargar la
tuya?
FI. — ¿Pues por qué amenazas con que te vas a quitar la
vida? ¿Qué es lo que crees que voy a hacer yo, si haces
tú eso que dices?
AR. — ¡Oh, eres más dulce que la dulce miel!
FI — Mi vida, abrázame.
AR. — Con toda mi alma.
FI. — ¡Ojalá nos podamos ir así los dos juntos a la
tumba!
LE. — ¡Ay, Líbano, pobre de aquel que ama!
LÍ. — ¡Caray, yo creo que es mucho más pobre el que
está colgado!
LE. — Bien que lo sé yo por experiencia. Vamos a
rodearlos, tú de un lado, yo de otro. Amo, se te saluda.
Pero bueno, ¿es que es humo esa mujer que estás abrazando?
AR. — ¿Por qué?
LE. — Como tienes los ojos así lagrimosos, por eso te lo
preguntaba.
AR. — Habéis perdido a la persona que hubiera sido una
vez para vosotros vuestro patrono.
LE. —Pues, lo que es yo, no he perdido un patrono,
porque no lo he tenido nunca.
LÍ. — Hola, Filenio.
FI. — Los dioses os concedan todos vuestros deseos.
LÍ. — Si mis deseos se cumplieran, querría una noche
contigo y una jarra de vino.
AR. — ¡Mucho cuidado con lo que dices, bribón!
LÍ. —Es para ti para quien lo quiero, no para mí.
AR. — Entonces, si es así, di todo lo que te venga en
gana.
LÍ. — Apalear a éste (a Leónidas) me viene en gana.
LE. — Sí, que te va a creer eso nadie, tú, marica, con esa
cabeza llena de ricitos, ¿tú me vas a dar palos a mí, si tu
alimento es recibirlos?
AR. — ¡Cuánto más afortunados sois vosotros que yo,
Líbano! A la tarde habré dejado de existir.
LÍ. — Pero bueno, ¿por qué motivo?
AR. — Por el motivo de que yo amo a Filenio y ella me
ama a mí y no puedo encontrar lo que darle, y su madre,
a pesar de mi amor, me ha echado de casa. Veinte minas
me han llevado a la muerte, veinte minas, que ha
prometido Diábolo entregarle hoy a ella, para que no la
deje estar con otro un año entero. ¿Os dais cuenta
de la fuerza y del poder que tienen veinte minas? El que
las pierde, queda a buen seguro; yo, que no las pierdo,
estoy perdido.
LÍ. — ¿Ha entregado el otro ya el dinero?
AR. — No.
LÍ. — Entonces, anímate, no padezcas.
LE. — Ven por aquí un momento, Líbano, que quiero
hablar a solas contigo.
LÍ. — Como quieras. (Se retiran los dos.)
AR. — Venga ya, abrazaos de paso, que así se habla
con más gusto.
LÍ. — Una y la misma cosa no agrada de la misma
manera a todos, amo, sábetelo. A vosotros, que estáis
enamorados, os gusta charlar abrazados; yo no tengo
interés ninguno en que éste me abrace y a él le pasa otro
tanto de lo mismo conmigo. O sea, que haz tú eso que
nos aconsejas a nosotros que hagamos.
AR. — Yo desde luego, y bien sabe Dios que con mucho
gusto; retiraos ahí entre tanto un poco, si os parece.
LE. — (A Líbano.) ¿Quieres que le gastemos una broma
al amo?
LÍ. — Y bien merecido que se lo tiene.
LE. — ¿Quieres que haga que me abrace Filenio delante
de él?
LÍ. — ¡Ja, que si quiero!
LÍ. — Ven conmigo.
AR. — ¿Habéis dado ya con alguna solución? Ya habéis
charlado bastante.
LE. — Escuchadme y prestadme atención y tragaos lo
que voy a decir. En primer lugar, nosotros no
negamos ser tus esclavos; pero si se te entregan veinte
minas, ¿cómo nos llamarás?
AR. — Libertos.
LE. — ¿Patronos no?
AR. — Sí, más bien eso.
LE. — Aquí, en esta bolsa, hay veinte minas; si quieres,
te las doy.
AR. — Los dioses te guarden siempre, guardián de
tu amo, gloria del pueblo, tesoro de riquezas, salud de los
humanos , y soberano del amor. Suelta la bolsa aquí,
ponla llanamente en mi cuello.
LE. — No, que no quiero, que siendo mi amo, me lleves
esa carga.
AR. — ¿Por qué no te liberas de ese peso y me lo cargas
a mí?
LE. — Yo la llevaré; tú, como corresponde al
señor, marcharás delante de mí sin carga alguna.
AR. — Entonces, ¿qué?
LE. — ¿Qué hay?
AR. — ¿Por qué no me entregas la bolsa, para que yo
sienta su peso sobre mis hombros?
LE. — Dile a ésta (Filenio), a quien se las va a dar, que
me la pida y que se entienda conmigo, que me hace el
efecto que tiene mucha pendiente el lugar donde dices
que te la ponga llanamente.
FI. — Leónidas, mis ojos, rosa mía, mi alma, alegría mía, dame
LE. — Llámame entonces tu gorrioncete, tu pollito, tu
codorniz, dime que soy tu corderito, tu cabrito, tu ternerito,
cógeme de las orejas y pon tus labios en los míos.
AR. — ¿A ti te va a besar, bribón?
LE. — ¿Y qué tiene eso de malo? Te juro que no vas a
llevarte nada, a no ser que té abraces a mis rodillas.
AR. — A la fuerza ahorcan: serán abrazadas. ¿Me das lo
que te pido?
FI. — Anda, Leónidas de mi alma, ayuda al amo en sus
amores, redímete de la esclavitud con este beneficio y
cómprate con este dinero.
LE. — Eres un encanto y una delicia, y si este dinero
fuera mío, no me lo pedirías en vano; más vale que se lo
pidas a ése, él me lo ha dado a mí para que lo
guardara. Hale, monada, allí; toma, Líbano. (Le da la
bolsa.)
AR. — Tú, patibulario, ¿otra vez me burlas?
LE. —Jamás lo haría, si no hubieras abrazado mis
rodillas de tan mala gana. Venga, ahora te toca a ti, sigue
con la broma y abraza a la joven.
LÍ. — Calla, ya verás.
AR. — Vamos a abordar ahora a éste, Filenio, que es una
buena persona, a diferencia de ese ladrón.
LÍ. — Vamos a dar unos paseítos, ahora les toca suplicarme
a mí.
AR. — ¡Caray!, por favor, Líbano, si quieres salvar a tu
amo de hecho, dame esas veinte minas. Tú ves que estoy
enamorado y no tengo dinero.
LÍ. — Ya se verá. En principio, estoy dispuesto a ello.
Vuelve al anochecer. Por lo pronto, dile a ésta que
me lo pida y que se entienda conmigo.
FI. — ¿Quieres que te lo pida nada más que diciéndote
cositas, o tengo que darte un beso?
LÍ. — Las dos cosas.
FI. — Hala pues, Líbano, yo te suplico, sálvanos tú
también a los dos.
AR. — ¡Oh Líbano, patrono mío, entrégame eso! Es 690
más oportuno que sea el liberto y no el patrón quien lleve
la carga por la calle.
FI. — Líbano querido, tú, niña de mis ojos, eres un amor
y un encanto, por favor, yo hago todo lo que tú quieras,
pero danos ese dinero.
LÍ. — Entonces, llámame patito, paloma o cachorrito,
golondrina, grajito, gorrioncito chiquitín, haz de mí
una serpiente, que tenga una lengua doble, haz de tus
brazos un collar, cuélgate de mi cuello.
AR. — ¿Que se cuelgue de tu cuello, bandido?
LÍ. — ¿Es que te parece que no lo merezco? Para que no
hayas dicho en vano un tal despropósito, verás, me vas a
servir de montura, si es que quieres hacerte con el dinero.
AR. — ¿Que te sirva de montura?
LÍ. — ¿Que te vas a llevar el dinero de otra manera?
AR. — ¡Ay de mí! Si te parece que está bien que el amo
sirva de montura a su esclavo, sube.
LÍ. — Así hay que domar a estos engreídos; ponte, pues,
así como cuando eras un chiquillo, sabes lo que quiero
decir. (Argiripo se pone a cuatro patas.) Venga, así, muy
bien, desde luego, en cuanto a penco, no hay otro más
listo que tú.
AR. — Hale, sube.
LÍ. — Ahora mismo. ¡Eh, qué es eso! ¡Qué manera de
marchar es ésa! Te voy a acortar la ración de cebada si
no coges un buen trote.
AR. — Líbano, por favor, ya está bien.
LÍ. — Ni que lo pienses; ahora te espolearé para que
subas una cuesta arriba al galope, después te mandaré al
molino para que te las hagan pasar negras a fuerza de
correr. ¡SOOO! Que me baje ya en la cuesta abajo,
aunque no te lo mereces de malo que eres.
AR. — Y ahora, ¿qué?; por favor, después de que nos
habéis tomado el pelo como os ha dado la gana, ¿nos
dais el dinero?
LÍ. — Con la condición de que me dediques una estatua
y un altar y de que me hagas la ofrenda de un toro, como
si fuera un dios, que yo soy para ti la divinidad de la
Salud en persona.
LE. — Amo, no le hagas caso a éste y ocúpate conmigo
y dame a mí los honores que él te ha pedido y hazme una
súplica.
AR. — Y a ti, ¿qué divinidad te voy a llamar?
LE. — Yo soy la Fortuna y la Fortuna a tus pies.
AR. — Eso me gusta más.
LÍ. — Tú, ¿es que hay algo mejor para el hombre que la
Salud?
AR. — Yo puedo alabar a la Fortuna sin por eso hacer de
menos a la Salud.
FI. — Por Dios, las dos son buenas personas.
AR. — Estaría de acuerdo, si es que recibo de ellas un
beneficio.
LE. — A ver, expresa un deseo que quieras que se te
cumpla.
AR. —Y si lo hago, ¿qué?
LE. — Pues se te realizará.
AR. — Yo deseo todo un año entero el favor de Filenio.
LE. — Ya lo has conseguido.
AR. — ¿De verdad?
LE. — De verdad, te digo.
LÍ. — Ahora, dirígete a mí y haz la prueba: expresa el
deseo que quieres que se te cumpla: se te cumplirá.
AR. — ¿Qué otra cosa voy yo a desear más sino aquello
que me falta, veinte minas contantes y sonantes para
dárselas a la madre de Filenio?
LÍ. — Se te darán, un poco de optimismo; se te cumplirán
tus deseos.
AR. — Como de costumbre, la Salud y la Fortuna se
burlan de los mortales.
LE. — Yo he sido la cabeza en este asunto de proporcionarte
el dinero.
LÍ. — Y yo los pies.
AR. — Pues lo que yo veo es, que lo que decís no tiene
ni pies ni cabeza; yo no acierto a saber qué es lo
que queréis decir, ni por qué me gastáis estas bromas.
LÍ. — Basta ya de burlas. Ahora vamos a decirte cómo
son las cosas. Atiende, pues, Argiripo. Tu padre nos ha
mandado traerte este dinero.
AR. — ¡Qué a tiempo y con cuánta oportunidad!
LÍ. — Aquí dentro hay veinte minas, buenas, pero mal
adquiridas; él nos ha encargado entregártelas bajo
ciertas condiciones.
AR. — ¿Bajo cuáles, por favor?
LÍ. — Que le cedas la muchacha por una noche y que le
des una cena.
AR. — Dile que venga, por favor; se tiene más que
merecido que le cumplamos sus deseos, que él es quien
ha compuesto nuestros descompuestos amores.
LE. — Pero tú, Argiripo, ¿vas a poder sufrir verla en
brazos de tu padre?
AR. — asta (la bolsa) me lo hará sufrir fácilmente.
Leónidas, ve corriendo, por favor; dile a mi padre que
venga.
LE. —Ya hace tiempo que está ahí dentro (en casa de
Filenio).
AR. —Pues no ha pasado por aquí.
LE. — Es que ha dado la vuelta para entrar a escondidas
por la puerta falsa por el jardín, para que no le viera
ninguno de casa ir ahí, por miedo de que se enterara su
mujer; si tu madre se entera de la historia esta del
dinero...
AR. — Ea, no vengáis ahora con malos agüeros.
LÍ. — Entraos enseguida.
AR. —A pasarlo bien.
LE. — Y vosotros, a amar bien.

ESCENA PRIMERA - DIÁBOLO, GORRÓN
DI. — Venga, enséñame el contrato ese que has escrito
entre mi amiga y la alcahueta y yo; léeme todas las
cláusulas; desde luego te las pintas solo para estos
asuntos.
GO. — A la señora se le van a poner los pelos de punta,
cuando se entere de las cláusulas que hemos puesto.
DI. — Venga, por favor, léemelo.
GO. — ¿Me escuchas?
DI. — Soy todo oídos.
GO. — «Diábolo, hijo de Glauco, ha entregado a la
proxeneta Cleéreta veinte minas, para que Filenio esté
con él de noche y de día durante el plazo de un año».
DI. — Y con otro ninguno.
GO. — ¿Pongo eso también?
DI. — Ponlo y cuida de escribirlo bien claro.
GO. — «No dejará entrar a otra persona ninguna en su
casa; ni que diga que se trata de un amigo o un patrono
suyo o un amante de una amiga suya; las puertas estarán
cerradas para todos, excepto para ti. Ella deberá poner un
letrero en la puerta que diga: “Ocupada”. O para el
caso de que diga que ha recibido una carta del extranjero,
no deberá tener en casa carta alguna, ni tampoco tabla
encerada ninguna; si es que tiene algún cuadro que no
sirva para maldita la cosa, que lo venda; en el caso de
que no lo haya enajenado en un plazo de tres días
después de haber recibido el dinero de ti, deberá quedar a
tu disposición, pudiéndolo quemar, si quieres, para que
no tenga ella cera para escribir cartas. Ella no podrá
invitar a nadie a cenar, sino a ti. Ella no podrá dirigir su
mirada a ninguno de los invitados; si mira a otra
persona fuera de ti, que quede ciega al momento. ítem,
ella beberá junto contigo y lo mismo que tú: tú le pasarás
la copa, ella beberá a tu salud, luego beberás tú».
DI — Me parece muy bien.
GO.— «Ella deberá evitar toda clase de sospechas.
Al levantarse de la mesa, cuidará de no tocar con su pie
el pie de nadie; cuando pase al diván de al lado o al
bajarse del mismo, no dará la mano a nadie. No dará su
anillo a nadie para que lo vea , ni pedirá el de nadie para
verlo ella. No deberá ofrecer el juego de las tabas a nadie
más que a ti. Cuando ella tire, no dirá “por ti”, sino
que te nombrará con tu nombre; puede invocar la ayuda
de la diosa que le parezca, pero no la de un dios; pero si
acaso le entra escrúpulo, entonces, te lo dirá a ti, y tú le
pedirás al dios en su nombre, que le sea propicio. Ella no
deberá hacer señas ni guiños, ni asentir con gestos
a nadie. Para el caso de que se apague la lámpara, no
deberá moverse ni un pelo en la oscuridad».
DI. — Estupendo; naturalmente lo hará así. Pero, bueno,
luego en el dormitorio... Eso quítalo mejor, allí tengo
interés desde luego en que se mueva mucho; no quiero
que encuentre un pretexto, que diga que es que se lo han
prohibido.
GO. —Sí, comprendo, tienes miedo a verte cogido.
DI. — Exacto.
GO. — O sea, que lo quito, como dices, ¿no?
DI. — Desde luego.
GO. — Escucha lo que sigue.
DI. — Habla, soy todo oídos.
GO. — «Ella no dirá palabras de doble sentido ni deberá
saber otra lengua que la del Ática. Si acaso le entra tos,
cuidará de no toser de forma que deje ver la lengua a
nadie. Y para el caso que ella haga así como si se
le cayera la moquita, tampoco entonces hará así (se
relame el labio superior); es mejor que tú le limpies los
labios, que no que vaya ella a tirarle un beso a nadie en
público. Su madre, la proxeneta, no vendrá entre tanto a
beber con los comensales ni le dirá una mala palabra a
nadie; si la dice, será castigada con no probar el
vino durante un plazo de veinte días».
DI. — ¡Muy bien redactado, un contrato estupendo!
GO. — «Ítem, si da orden a una esclava de que le
ofrezca a Venus o a Cupido coronas de flores o
guirnaldas o perfume, deberá un esclavo tuyo observar si
es que se las da realmente a Venus o a algún
hombre. Si acaso dice que quiere abstenerse alguna vez,
deberá luego darte tantas noches de amor, como las
noches que se ha abstenido». Ahí tienes, nada de
pamplinas ni de sonsonetes de entierro.
DI. — Encuentro que está todo muy bien. Ven, vamos a
entrar.
GO. —Te sigo. (Entran en casa de Cleéreta.)

ESCENA SEGUNDA - DIÁBOLO, GORRÓN
DI. — (Saliendo con el gorrón de casa de Cleéreta.) Ven
por aquí. No, ¿voy a aguantarme yo con una cosa
así ni voy a guardármela para mis adentros? Mejor
quisiera verme muerto que dejar de contárselo todo a su
mujer. (Volviéndose hacia dentro de la casa, donde está
Deméneto.) Conque, ¿qué te parece?, con una amiga,
como si fueras un pollo, y luego con tu mujer vas y te
disculpas diciéndole que eres ya un viejo; ¿birlándole la
amiga a su amante y atascando a la tercera de
dinero, mientras que en casa a tu mujer la dejas limpia a
escondidas? Mejor quiero colgarme que no que te salgas
con la tuya sin que nadie diga una palabra. Te aseguro,
que me voy ahora mismo derecho a ella, para informar a
quien tú, si no es que ella te toma la delantera, vas a
arruinar de todas todas para poder hacer frente a los
gastos de tus calaveradas.
GO. — Mi opinión es que hay que proceder de la
siguiente manera: es mejor que me encargue yo de este
asunto y no tú, para que no piense ella que lo haces más
bien incitado por los celos que no por atención a su
persona.
DI. Tienes toda la razón; arréglatelas para meter al
otro en un lío y en una reyerta, di a su mujer que está de
francachela en pleno día con su hijo en casa de una
amiga y que la está desvalijando a ella.
GO. — Déjate de advertencias, yo me encargo del
asunto.
DI. — En casa te espero.

ESCENA PRIMERA - ARGIRIPO, DEMÉTENO
ARG. — Anda, padre, vamos a ponernos a la mesa.
DE. — Como tú ordenes, hijo, así se hará.
ARG. — (A los esclavos.) ¡Muchachos, poned la mesa!
DE. — A ver, hijo. ¿Te produce pesadumbre, si
ella se pone aquí junto conmigo?
ARG. — La piedad filial, padre, hace que no me duela el
verlo; aunque la quiero, soy capaz con todo de hacerme a
llevar con paciencia el verla a tu lado.
DE. — A los jóvenes, les está bien el ser respetuosos,
Argiripo.
ARG. — Por Dios, padre, tú te lo tienes bien merecido.
DE. — Hala, pues, disfrutemos del convite bebiendo y
charlando a placer. Yo no quiero que sea temor,
sino amor, lo que mi hijo experimente por mí.
ARG. — Yo experimento las dos cosas, tal y como corresponde
a un buen hijo.
DE. — Te lo creeré, si te veo con una cara más alegre.
ARG. — ¿Es que piensas que no lo estoy?
DE. — ¿No lo voy a pensar, si estás ahí con una cara
más larga que si tuvieras un plazo ante los tribunales?
ARG. — No digas eso.
DE. —No estés tú así y verás como no lo digo.
ARG. — Venga, mírame. ¿Ves? Me río.
DE. — ¡Ojalá se rían de esa manera los que me quieren
mal!
ARG. — Yo sé desde luego, padre, el motivo por el que
tú crees que te pongo mala cara: el que ella está contigo.
Y a mí, padre, para decirte la verdad, eso es lo que me
trae a mal traer; y no porque yo no quiera para ti todo lo
que tú mismo quieras; pero es que yo estoy enamorado
de ella. Si fuera otra la que estuviera ahí contigo,
no me importaría lo más mínimo.
DE. — Pero es que yo quiero precisamente a ésta.
ARG. —O sea, que tú tienes lo que quieres; yo querría
que también ése fuera mi caso.
DE. — Aguanta sólo este día, puesto que te he dado la
posibilidad de estar con ella un año y te he
proporcionado el dinero para tus amores.
ARG. — Sí, claro, precisamente por eso me has quedado
obligado.
DE. — Entonces, ¿por qué no me pones una cara más
alegre?

ESCENA SEGUNDA - ARTEMONA, GORRÓN,
ARGIRIPO, DEMÉNETO, FILENIO
ART. — Por favor, ¿dices que mi marido está ahí de
copeo con mi hijo y que le han dado a la fulana veinte
minas y que el padre comete una desvergüenza tal a
sabiendas de su hijo?
GO. — Artemona, no vuelvas a creerme de aquí en
adelante ni un pelo de nada, si es que me coges en
mentira ahora.
ART. — ¡Y yo, pajolera de mí, que pensaba que tenía un
marido modelo, un hombre no bebedor, una persona de
mérito, ordenado, amante en extremo de su mujer!
GO. — Pues ahora sábete, que es el más pillo de todos
los mortales, un borracho, un donnadie, un libertino que
no puede ver a su mujer ni en pintura.
ART. — Bien sabe Dios que, si no fuera verdad
todo eso que dices, no haría las cosas que está haciendo
ahora.
GO. —Te juro que yo también le había tenido siempre
por una persona como Dios manda, pero con esta jugada,
se me ha quedado al descubierto. ¡Mira que ponerse de
copeo con el hijo y repartirse con él la amiga, el viejo ese
decrépito!
ART. — ¡Demonio, ésas son las cenas a las que sale
todas las noches! Se pone con que va a casa de
Arquidemo, de Quereas, de Queréstrato, de Clinias, de
Cremes, Cratino, Dinias, o Demóstenes, y lo que hace en
realidad es corromper a su hijo en casa de una fulana y
dedicarse a corretear locales de mala fama.
GO. — ¿Por qué no das orden a tus esclavas de que se lo
lleven en volandas a casa?
ART. — ¡Espérate, te juro que le voy a hacer la vida
imposible!
GO. — Ése no me cabe duda que va a ser su destino, al
menos mientras estés tú casada con él.
ART. — Desde luego. Ése era el que no estaba dedicado
más que a su trabajo en el senado o a atender a sus
clientes y por eso luego, agotado del trabajo, se llevaba
la santa noche roncando; por dar el jornal fuera es por lo
que vuelve a mí cansado por la noche; el campo ajeno lo
ara y el propio lo deja baldío, y además no contento con
ser él un canalla, coge y corrompe también a su
hijo.
GO. — Acércate conmigo por aquí, verás cómo le coges
con las manos en la masa.
ART. — Te juro que no hay nada que hiciera con más
gusto.
GO. — ¡Un momento!
ART. — ¿Qué pasa?
GO. — ¿Si divisaras a tu marido tumbado en el diván
con una corona de flores a la cabeza y abrazado a su
amiga, si lo vieras, podrías reconocerlo?
ART. — Sí que puedo, demonio.
GO. — ¡Ea!, mira, ahí le tienes.
ART. — ¡Muerta soy!
GO. — Espera un poco; vamos a observar desde aquí a
escondidas qué hacen sin que ellos nos vean.
ARG. — Padre, ¿cuándo vas a acabar de abrazarla?
DE. —Yo te confieso, hijo mío...
ARG. — ¿El qué?
DE. — Que estoy completamente con el alma en los pies
por culpa del amor de ésta.
GO. — ¿Oyes lo que dice?
ART. — Y tanto que lo oigo.
DE. — ¡Y que no le voy yo a quitar a mi mujer su
mantón preferido para traértelo a ti! Te juro que no
me harían renunciar a ello ni por un año de vida de mi
mujer.
GO. — ¿Crees tú que es hoy cuando ha empezado a frecuentar
las casas públicas?
ART. — ¡Demonio, él era quien me estaba sisando,
mientras yo sospechaba de mis esclavas y las hacía atormentar
sin que fueran culpables!
ARG. — Padre, di que nos sirvan vino; ya hace
mucho que me tomé la primera copa.
DE. — Sírvenos vino, muchacho, empieza por mi
derecha, y tú, por mi izquierda, venga, dame un beso.
ART. — ¡Ay, pobre de mí, muerta soy, cómo la besa el
maldito, el viejo, con un pie en la sepultura que está ya!
DE. — Dios mío, un aliento un poco más dulce que el de
mi mujer.
FÍ. —Oye, dime, ¿es que a tu mujer le huele el aliento!
DE. — Agua sucia preferiría beber, si fuera
preciso, que no besarla a ella.
ART. — ¿Te parece bonito? Te juro que te la vas a ganar
por haber dicho esa injuria contra mí. Deja, vuelve a casa
y verás cómo te hago saber las consecuencias que trae el
hablar mal de una esposa que tiene su dote.
FI. — ¡Dios mío, pobre de ti!
ART. — Dios mío, bien merecido se lo tiene.
ARG. — Padre, dime, ¿la quieres tú a madre?
DE. — ¿Que si la quiero? Ahora la quiero, porque no
está presente.
ARG. — ¿Y cuando lo está?
DE. — Entonces muerta la quisiera ver.
GO. — Éste te quiere mucho, a juzgar por lo que dice.
ART. — Yo te aseguro que me va a pagar cara esa retahíla:
si vuelve hoy a casa, me vengaré de él
comiéndomelo a besos.
ARG. —Echa las tabas, padre, que echemos luego
nosotros (Echando las tabas.) ¡Que tú, Filenio, seas mía
y que mi mujer pase a mejor vida! ¡Ha salido la
jugada de Venus! ¡Muchachos, un aplauso, y servidme
una copa de vino con miel por esta jugada!
ART. — No puedo aguantar más el oír tanto golpe.
GO. — No tiene nada de particular, si es que no has
aprendido el oficio de batanero. * * *; tíratele a los ojos,
eso es lo mejor.
ART. — (Lanzándose sobre Deméneto.) Te juro que yo
seguiré viviendo y que esa invocación que acabas de
hacer te va a salir pero que bien cara.
GO. — (Aparte.) ¿No hay nadie que vaya a carrera a
buscar al tío que prepara los cadáveres?
ARG. — Madre, se te saluda.
ART. — ¡Quédate con tus saludos!
GO. — Muerto es Deméneto; ya es tiempo de que me
quite de en medio, que la pelea va tomando fuerzas que
es un placer... Voy a buscar a Diábolo, a decirle que su
encargo ha sido cumplido según sus deseos y le
propondré que nos pongamos a la mesa mientras que
éstos están ahí enzarzados. Después, le traeré aquí
mañana a la tercera, para que le entregue las veinte
minas y pueda así también el pobre enamorado tener
parte en los favores de Filenio; yo espero que Argiripo se
dejará convencer de disfrutarla con él una noche sí y otra
no. Porque si no lo consigo, me he quedado sin mi rey,
tan grande es la llama del amor que le devora. (Se va.)
ART. — (A Filenio.) ¿Qué tienes tú que recibir aquí en
tu casa a mi marido?
FI. — ¡Dios mío, pobre de mí, que casi me hace morir de
asco!
ART. — ¡Arriba, galán enamorado, largo a casa!
DE. — Muerto soy.
ART. — No, muerto no, sino, no lo niegues, el más sinvergüenza
de todos los mortales. Pero todavía sigue sin
moverse, el cuco este. ¡Arriba, enamorado, a casita!
DE. — ¡Ay de mí!
ART. — ¡Y tanto! ¡Arriba, enamorado, a casita!
DE. — (A Filenio.) Échate, pues, un poco para
allá.
ART. — ¡Arriba, enamorado, a casita!
DE. — Yo te suplico, esposa mía.
ART. — ¿Ahora de pronto te acuerdas de que soy tu
esposa? Antes, cuando estabas soltando esa retahíla de
insultos contra mí, entonces, no era tu esposa, sino un ser
inaguantable.
DE. — Estoy del todo perdido.
ART. — Conque apesta el aliento de tu mujer, ¿eh?
DE. — Tiene un perfume de mirra.
ART. — ¿Me has quitado ya el mantón para dárselo a tu
amiga?
FI. — Sí que es verdad, que prometió que te lo
iba a quitar.
DE. — ¿No te callarás?
ARG. — Yo estaba pretendiendo disuadirle, madre.
ART. — ¡Bonito hijo estás hecho! (A Deméneto.) ¿Es
ésa la conducta de la que debe un padre dar ejemplo a
sus hijos? ¿No te da vergüenza?
DE. — Yo te juro, si no de otra cosa, de ti, mujer mía, sí
que me da vergüenza.
ART. — ¡Cuco!, ¿con esa cabeza llena de canas tiene
que venir tu mujer a sacarte de una casa de perdición?
DE. — Artemona, la cena se está haciendo. ¿No
puedo quedarme por lo menos hasta que cene?
ART. —Te juro que vas a cenar hoy el castigo que te
mereces.
DE. — Mala noche me espera: mi mujer me condena y
me lleva a casa.
ARG. — Ya te decía yo, padre, que no te portaras mal
con ella.
FI. — Oye, que no te olvides del mantón.
DE. — (A Argiripo.) ¡Manda a ésta que desaparezca de
mi vista!
ART. — ¡A casita!
FI. — Dame un beso, antes que os marchéis.
DE. —Vete al cuerno.
FÍ. —No, sino aquí, a casa. Ven conmigo, mi vida.
ARG. — Con mil amores.

EL CORO DE ACTORES
Este viejo, al no querer privarse de nada a espaldas de su
mujer, no hizo ninguna cosa nueva ni rara, sino ni más ni
menos que lo que hacen todos. Ni hay tampoco nadie de
condición tan dura ni de ánimo tan firme, que renuncie a
darse gusto, si se le presenta la ocasión. Ahora, si
queréis interceder para que el viejo no reciba una paliza,
esperamos que lo podréis conseguir si nos dais un sonoro
aplauso.
FIN

Fedra. Jean Racine.





Fedra
Jean Racine

Personajes
TESEO, hijo de Egeo, rey de Atenas.
FEDRA, esposa de Teseo, hija de Minos y de Pasifae.
HIPOLITO, hijo de Teseo y de Antíope, reina de las Amazonas.
ARICIA, princesa de la sangre real de Atenas.
ENONA, nodriza y confidente de Fedra.
TERAMENES, ayo de Hipólito.
ISMENA, confidente de Aricia.
PANOPE, mujer del séquito de Fedra.
Guardias.

La escena transcurre en Trecene, ciudad del Peloponeso.

ACTO PRIMERO
ESCENA PRIMERA
Hipólito, Terámenes
HIPOLITO.- He tomado mi decisión: parto, querido Terámenes, y dejo mi morada en la amable Trecene. Comienzo a sonrojarme de mi ociosidad en medio de la mortal duda que me agita. Separado de mi padre desde hace más de seis meses, desconozco el destino de un ser tan caro; ignoro hasta los parajes que puedan esconderlo.
TERAMENES.- ¿Y en qué parajes vais, pues, señor, a buscarlo? Para satisfacer vuestros justos temores, he recorrido los dos mares que Corinto separa; he preguntado por Teseo a los pueblos de esas costas desde donde se ve al Aqueronte internarse en el reino de los muertos; he visitado la Elida, y, tras pasar el Trénaro, llegué hasta el mar que vio caer a Icaro. Por qué nueva esperanza, en qué comarcas dichosas, creéis descubrir la huellas de sus pasos? Quién sabe, incluso, si el Rey vuestro padre no quiere que se descubra el misterio de su ausencia? ¿Y quién sabe si, mientras temblamos con vos por sus días, aquel héroe, tranquilo, y ocultándonos nuevos amores, no aguarda que una amante engañada...?
HIPOLITO.- Caro Terámenes, deténte y respeta a Teseo. Arrepentido para siempre de los errores de su juventud, no lo retiene ningún obstáculo indigno; hace mucho tiempo que Fedra fijó la fatal inconstancia de sus deseos y no teme ya rival alguna. Al buscarlo cumpliré con mi deber, y huiré de estos lugares, adonde no me atrevo ya a volver los ojos.
TERAMENES.- ¡Eh! ¿Desde cuándo teméis señor, la presencia en estos apacibles lugares, tan caros a vuestra infancia, y cuyo retiro vi que preferíais al tumulto pomposo de Atenas y de la corte? ¿Qué peligro, o mejor, qué pesar os arroja de ellos?
HIPOLITO.- Ya no existe aquel tiempo feliz. Todo cambió de rostro desde que los Dioses enviaron a estas playas a la hija de Minos y de Pasifae.
TERAMENES.- Comprendo: conozco la causa de vuestros dolores. Aquí Fedra os atormenta y mortifica vuestros ojos. Apenas tan peligrosa madrastra os vio, vuestro destierro señaló el comienzo de su predominio. Pero su odio, antes dedicado a vos, o se ha desvanecido o bien se ha debilitado. Por otra parte, ¿qué peligros puede haceros correr una mujer agonizante y que desea morir? Fedra, herida por un mal que ella se obstina en callar, cansada de sí misma y hasta de la luz que la alumbra, ¿acaso puede maquinar designios contra vos?
HIPOLITO.- No es su vana enemistad lo que temo. Hipólito, al partir, huye de otra enemiga; confieso que huyo de esa joven Aricia, resto de una sangre fatal contra nosotros conjurada.
TERAMENES.- ¡Cómo, señor! ¿También vos la perseguís? ¿Alguna vez la dulce hermana de los crueles Palántidas participó en las conjuras de sus pérfidos hermanos? ¿Y debéis odiar vos sus encantos inocentes?
HIPOLITO.- Si la odiara no huiría de ella.
TERAMENES.- ¿Señor, me atreveré a explicarme vuestra fuga? ¿Acaso no seríais ya aquel soberbio Hipólito, enemigo implacable de las amorosas leyes y del yugo que tantas veces sufrió Teseo? ¿Venus, despreciada tanto tiempo por vuestro orgullo, querrá al fin justificar a Teseo, y colocándolos a la altura del resto de los mortales os obliga a incensar sus aras? ¿Acaso amáis, señor?
HIPOLITO.- ¿Qué osas decir, amigo? ¿Tú, que conoces mi corazón desde su primer latido, puedes pedir la retractación vergonzosa de los sentimientos de corazón tan fiero y desdeñoso? Era poco que una madre amazona me hiciera mamar con su leche este orgullo que te maravilla; llegado a más madura edad, yo mismo me aplaudí al conocerme. Tú, unido a mí con sincero fervor, me contabas entonces la historia de mi padre, Sabes cómo mi alma, pendiente de tu voz se encendía con el relato de sus nobles hazañas, cuando me pintabas al intrépido héroe mientras consolaba a los mortales de la ausencia de Alcides, ahogados los monstruos y castigados los bandidos, Procusto, Cerción, y Escirrón y Sinnis, y los esparcidos huesos del gigante de Epidauro, y Creta humeante de la sangre del Minotauro. Pero cuando tú relatabas hechos menos gloriosos, su amor ofrecido y recibido en cien sitios; Helena arrebatada a sus parientes de Esparta; Salamina, testigo de los llantos de Peribea; y tantas otras cuyos nombres han sido olvidados, almas por demás crédulas que engañó su ardor: Ariadna que cuenta sus agravios a las rocas, Fedra por fin, raptada bajo mejores auspicios; tú sabes que, escuchándote a mi pesar te rogaba a menudo que abreviaras tu relato. Hubiera sido feliz si consiguiera borrar de mi mente esa indigna mitad de tan bella historia. ¿Y yo mismo, a mi vez, me veré ligado? ¿Y hasta aquí me habrían humillado los Dioses? Tanto más despreciable ya con mis cobardes suspiros, cuanto que una larga serie de hazañas excusa a Teseo, mientras que hasta hoy ningún monstruo fue domado por mí que me otorgara el derecho de caer como él. Y aun cuando mi orgullo alcanzara a endulzarse, hubiera debido yo escoger a Aricia como su vencedora? ¿No recordarán ya mis extraviados sentidos el obstáculo eterno que nos separa? Mi padre la repudia, y por leyes severas prohíbe dar sobrinos a sus hermanos: teme un retoño de su tallo culpable; quiere sepultar sus nombres con la hermana, quiere que sumisa a su tutela hasta la tumba, jamás se enciendan para ella…los fuegos de himeneo. ¿Debo yo apoyar sus derechos contra un padre irritado? Daré tal ejemplo de temeridad? Y mi juventud, embarcada en un loco amor...
TERAMENES.- Ah, señor, si ha llegado vuestra hora, al cielo no le interesan nuestras razones. Al querer cerrároslos Teseo os abrió los ojos; y su odio, irritando un ardor rebelde, otorga a su enemiga un encanto nuevo. En fin por qué espantaros de un amor casto? ¿No osáis probar, si existe alguna dulzura en él? ¿Seréis siempre fieles a vuestro huraño escrúpulo? ¿Tememos extraviarnos en las huellas de Hércules? ¿Qué coraje no ha tomado Venus? Vos mismo, vos que la combatís, ¿Dónde estaríais si Antíope, siempre opuesta a sus leyes, no hubiera ardido en púdico ardor por Teseo? ¿Acaso es útil fingir un lenguaje desdeñoso? Confesadlo, todo cambia; y desde hace algún tiempo se os ve con menos frecuencia, salvaje y orgulloso, tan pronto hacer volar un carro en la ribera, o bien, hábil en el arte inventado por Neptuno, volver dócil al freno un corcel salvaje. Menos a menudo resuenan las selvas con nuestros gritos. Cargados de secreto fuego se agravan vuestros párpados. No es posible dudarlo: amáis, ardéis; perecéis de disimulado mal. ¿Pudo agradaros la encantadora Aricia?
HIPOLITO.- Terámenes, parto para buscar a mi padre.
TERAMENES.- Señor, ¿no veréis a Fedra antes de partir?
HIPOLITO.- Tal es mi propósito: puedes enunciárselo. Veámosla, puesto que mi deber me lo ordena. ¿Mas qué nueva desgracia perturba a su querida Enona?
ESCENA SEGUNDA
Hipólito, Enona, Terámenes
ENONA.- ¡Ay, señor! ¿Qué pesar puede igualar al mío? la Reina casi llega a su fatídico término. Inútilmente me empeño a observarla día y noche: se muere en mis brazos, de un mal que me oculta. Un eterno desorden reina en su espíritu, y su inquieto pesar la arranca de¡ lecho. Quiere ver la luz, y su profundo dolor me ordena sin embargo que haga apartar a todos. . . Ya viene.
HIPOLITO.- Basta: la dejo en este lugar y le ahorro un semblante odioso.
ESCENA TERCERA
Fedra, Enona
FEDRA.- No vayamos más lejos. Quedémonos aquí, cara Enona. No puedo más: las fuerzas me dejan. La luz que vuelvo a ver deslumbra mis ojos, y mis temblorosas rodillas ceden bajo mi peso. ¡Ay!
ENONA.- (Se sienta.) ¡Dioses omnipotentes, que nuestras lágrimas os aplaquen!
FEDRA.- ¡Cómo me pesan estos velos, estos vanos adornos! ¿Qué mano importuna, entrelazando todos estos nudos, se tomó el trabajo de reunir los cabellos sobre mi frente? Todo me aflige y me molesta, todo se conjura en dañarme.
ENONA.- ¡Cómo se destruyen unos a otros todos sus deseos! Hace un instante, vos misma, en la condena vuestra injustos designios, excitabais nuestras manos a que os adornaran; vos misma, recordando vuestra antigua salud, queríais mostraros y volver a mirar el día. Ya lo veis, señora, ¿Queréis ahora esconderos y odiáis la luz que veníais a buscar?
FEDRA.- Noble y brillante tronco de una familia desventurada, tú de quien mi madre solía jactarse de ser hija, y que te sonrojas acaso de mi presente turbación, Sol, vengo a contemplarte por última vez.
ENONA.- ¿Cómo? ¿No abandonaréis tan cruel deseo? ¿Os veré siempre, renunciando a la vida, entregaros a los funestos preparativos de vuestra muerte?
FEDRA.- ¡Dioses! ¡Así estuviera yo sentada a la sombra de los bosques! ¿Cuándo podré, a través de un noble torbellino, seguir con la vista un carro que huye en la carrera?
ENONA.- ¿Cómo, señora?
FEDRA.- ¡Insensata! ¿Dónde estoy? ¿Y qué he dicho? ¿Dónde dejo extraviar mi espíritu y misdeseos? Perdí la razón: los Dioses me la arrebataron. Enona, el rubor me abrasa el rostro; demasiado permito que veas mis vergonzosos dolores; a mi pesar, los ojos se me llenan de lágrimas.
ENONA.- ¡Ah, si habéis de sonrojaros, enrojeced por un silencio que agría más aún la violencia de vuestros males! Rebelde ante todo nuestros cuidados, sorda ante todas nuestras razones, ¿queréis implacablemente dejar acabar vuestros días? ¿Qué furor los detiene en mitad de su carrera? ¿Qué encantamiento o qué veneno ciega su frente? Por tres veces las sombras han oscurecido el cielo desde que el sueño no penetra en vuestros ojos, y por tres veces el día ha arrojado a la oscura noche desde que vuestro cuerpo languidece sin alimento. ¿Por qué espantoso designio os dejáis tentar? ¿Con qué derecho os atrevéis a atentar contra vos misma? Ofendéis a los Dioses, autores de vuestra vida; traicionáis al esposo a quien os enlaza la fe; traicionáis hasta a vuestros hijos desventurados, que precipitáis bajo riguroso yugo. Pensad que un mismo día les arrebatará a su madre y devolverá la esperanza al hijo de la extranjera, a ese fiero enemigo vuestro y de vuestra sangre, ese hijo que una Amazona llevó en su vientre, ese Hipólito...
FEDRA.- ¡Ah, Dioses!
ENONA.- Este reproche os conmueve.
FEDRA.- ¡Desgraciada! ¿Qué nombre ha salido de tu boca?
ENONA.- ¡Y bien! Vuestra cólera estalla con razón: me gusta veros estremecer ante ese nombre funesto. Vivid, pues. Que el amor y el deber os animen a ello. Vivid, no permitáis que el hijo de una escita, en tanto agobia a vuestros hijos bajo su odioso imperio, gobierne a la sangre más ilustre de Grecia y de los Dioses. Pero no tardéis, cada minuto os mata. Reparad rápidamente vuestras abatidas fuerzas mientras la llama de vuestros días prontos a consumirse dura aún y puede reanimarse.
FEDRA.- Demasiado prolongué su duración culpable.
ENONA.- ¿Cómo? ¿Qué remordimientos os desgarran? ¿Qué crimen ha podido producir tan premiosa pena? ¿No se habrán manchado vuestras manos con sangre inocente?
FEDRA.- Gracias al cielo, mis manos no son criminales. ¡Ojalá hicieran los Dioses que mi corazón fuera tan inocente como ellas!
ENONA.- ¿Y qué terrible proyecto habéis concebido, de que aún sigue espantado vuestro corazón?
FEDRA.- Ya te he dicho bastante. Ahórrame el resto. Muero para evitarme confesión tan funesta.
ENONA.- Morid, pues, manteniendo ese inhumano silencio pero buscad otra mano para que os cierre los ojos. Aunque os quede apenas una débil lumbre, mi alma será la primera en bajar entre los muertos. Mil caminos abiertos conducen siempre hacia allí, y mi justo dolor elegirá los más cortos. Cruel, ¿cuándo os decepcionó mi fidelidad? ¿Pensáis en que mis brazos os recibieron al nacer? Todo lo dejé por vos, mi país, mis hijos. Y a mi adhesión habríais reservado este premio?
FEDRA.- ¿Qué frutos esperas de tanta violencia? Te estremecerás de horror si rompo mi silencio.
ENONA.- ¿Y qué me diréis que exceda ¡oh Dioses! al horror de veros expirar ante mis propios ojos?
FEDRA.- Cuando conozcas mi crimen y la suerte que me agobia, no dejaré de morir por eso, pero moriré más culpable.
ENONA.- Señora, en nombre de las lágrimas que por vos he vertido, por vuestras débiles rodillas que abrazo, librad mi espíritu de esta funesta incertidumbre.
FEDRA.- Tú lo quieres. Levántate.
ENONA.- Hablad, os escucho.
FEDRA. ¡Cielos! ¿Qué decirle y por dónde empezar.
ENONA. ¡Dejad de ofenderme con vuestros vanos temores!
FEDRA. ¡Oh cólera de Venus! ¡Oh fatal odio! ¡En qué extravíos arrojó el amor a mi madre!
ENONA.- Olvidadlos señora, y que hasta el futuro más lejano un silencio eterno esconda este recuerdo.
FEDRA.- ¡Ariadna, hermana mía, herida de qué amor moriste en las playas donde fuiste abandonada!
ENONA.- ¿Qué hacéis, señora? ¿Qué mortal sufrimiento os anima hoy contra toda vuestra sangre?
FEDRA.- Pues que Venus lo quiere, perezca yo la última y la más mísera de esa deplorable estirpe.
ENONA.- ¿Amáis?
FEDRA.- Siento todos los furores del amor.
ENONA.- ¿Por quién?
FEDRA.- Oirás el colmo del horror. Amo. . . Ante ese nombre fatal tiemblo, me estremezco. Amo...
ENONA.- ¿A quién?
FEDRA.- ¿Conoces al hijo de la Amazona, ese príncipe al que tanto tiempo oprimí yo misma?
ENONA.- ¿Hipólito? ¡Dioses eternos!
FEDRA.- Tú lo nombraste.
ENONA.- ¡Justo cielo! ¡Toda la sangre se me hiela en las venas! ¡Oh desesperación! ¡Oh crimen! ¡Oh deplorable raza! ¡Viaje infortunado! Desdichada costa, ¿por qué aproximarse a tus plazas temibles?
FEDRA.- Mi mal viene de más lejos. Apenas me hube entregado al hijo de Egeo bajo la ley de¡ matrimonio, y cuando mi reposo y mi dicha parecían haberse consolidado, Atenas me mostró mi soberbio enemigo; lo conocí, me sonrojé, palidecí al mirarlo; la turbación se apoderó de mi alma extraviada; mis ojos no veían ya, no podía hablar; sentí arder y helarse todo mi cuerpo; y reconocí a Venus y sus llamas temibles, inevitables tormentos de una sangre por ella perseguida. Creí apartarlos con mis votos asiduos; le edifiqué un templo y procuré ornarlo; yo misma, rodeada de víctimas a toda hora, buscaba en sus entrañas mi extraviada razón. ¡Impotentes remedios para un amor incurable! Inútilmente mis manos quemaban el incienso sobre las aras: cuando mi boca imploraba el nombre de la Diosa, yo adoraba a Hipólito; y viéndolo sin cesar incluso al pie de los altares que alimentaba, todo lo ofrecía a ese dios a quien ni siquiera osaba nombrar lo evitaba en todas partes. ¡Oh colmo de desgracia! Mis ojos volvían a encontrarlo en los rasgos de su padre. Por fin quise rebelarme contra mí misma; animé mi corazón a perseguirlo. Para desterrar a mi enemigo idolatrado fingí los enojos de una madrastra injusta: apuré su destierro, y mis eternos clamores lo arrancaron del seno y de los brazos paternales. Respiré, Enona; y desde el día de su ausencia, mis horas, menos agitadas, transcurrieron inocentes. Sumisa a mi esposo, y ocultando mis tristezas, cuidé los frutos de su fatal enlace. ¡Vanas precauciones! ¡Cruel destino! Conducida a Trecene por mi propio esposo, volví a ver al enemigo a quien habla alejado: mi herida demasiado viva sangró inmediatamente. Y ya no es un ardor escondido en mis venas: es Venus toda, íntegramente adherida a su presa. He concebido un justo terror por mi crimen; odié la vida y me horrorizó mi pasión. Muriendo quería resguardar mi honor y ocultara la luz, pasión tan negra; no he podido resistir tus lágrimas, tu asedio; lo he confesado todo; y no me arrepiento de ello, siempre que respetando la proximidad de mi muerte no me aflijas más con injustos reproches, y que tu socorro deje de invocar un resto de calor pronto ya a extinguirse.
ESCENA CUARTA
Fedra, Enona, Pánope
PANOPE.- Señora, quisiera ocultaros una triste nueva; pero debo revelárosla. La muerte os ha arrebatado a vuestro invencible esposo, y sois ahora la única que ignora esta desgracia.
FEDRA.- ¡Pánope! ¿Qué dices? –
PANOPE.- Que la Reina, engañada, en vano pide al cielo el retorno de Teseo, y que, por naves llegadas al puerto su hijo Hipólito acaba de saber su muerte.
FEDRA.- ¡Cielos!
PANOPE.- Atenas se divide por la elección de un rey Al Príncipe vuestro hijo, señora, otorga una parte su voto y la otra, olvidando las leyes del Estado, se atreve a dar sufragio al hijo de la extranjera. Hasta se dice que una insolente facción quiere colocar en el trono a Aricia y la sangre de Palante. Mi deber era advertiros acerca de este peligro. Hipólito mismo está ya pronto a partir, y se teme, aparece en esta nueva tormenta, que arrastre consigo a todo el inconstante pueblo.
FEDRA.- Es suficiente, Pánope. La reina, que te comprende, no descuidará tu importante aviso.
ESCENA QUINTA
Fedra, Enona
ENONA. Señora, no quería ya apremiaros a vivir, hasta pensaba yo seguiros a la tumba; no tenía ya voz para apartaros de ella, pero esta nueva desgracia os prescribe otras leyes. Vuestra fortuna cambia y toma otro rostro: el Rey no existe, señora; hay que ocupar su lugar. Su muerte os deja un hijo a quien os debéis, esclavo si os pierde, rey si vos vivís. ¿En quién queréis que se apoye en su desgracia? Su llanto no tendrá ya mano que lo enjugue llegando hasta los Dioses sus inocentes quejas, irán a irritar contra su madre a sus abuelos. Vivid, ya no tenéis que haceros reproche alguno: vuestro amor se convierte en una pasión común. Al expirar, Teseo ha roto los lazos que constituían todo el crimen y el horror de vuestros ardores. Hipólito es para vos menos temible; podéis verle sin convertiros en culpable. Acaso, convencido de vuestro odio, va a suministrar un jefe a la sedición. Arrancadlo de su error, doblegad su corazón. Rey de estas felices playas, Trecene es su patrimonio, pero él sabe que las leyes otorgan a vuestro hijo las orgullosas murallas que construyó Minerva. Tenéis uno y otra una enemiga común: uníos, los dos, para combatir a Aricia.
FEDRA.- ¡Y bien! Me dejo llevar por tus consejos. Vivamos, si se me puede traer de nuevo hacia la vida, y si el amor de un hijo, en esta hora aciaga, puede reanimar el resto de mis débiles fuerzas.
ACTO SEGUNDO
ESCENA PRIMERA
Aricia, Ismena
ARICIA.- ¿Hipólito pide verme en este lugar ¿Hipólito me busca y quiere decirme adiós? ¿Dices verdad, Ismena? ¿No has sido engañada?
ISMENA.- Es la primera consecuencia de la muerte de Teseo. Señora, preparáos a ver volar hacia vos desde todas partes los corazones que alejó Teseo. Por fin Aricia es dueña de su suerte y bien pronto verá a sus pies a toda la Grecia.
ARICIA.- ¿Así que no es un rumor incierto, Ismena? ¿Dejo de ser esclava y mi enemigo ya no existe?
ISMENA.- No, señora, los Dioses ya no nos son adversos; Teseo se ha reunido a los manes de vuestros hermanos.
ARICIA.- ¿Se sabe qué aventura acabó con sus días?
ISMENA.- Acerca de su muerte se tejen increíbles versiones. Se dice que, raptor de una nueva amante, las olas tragaron al esposo infiel. Se dice también, y este rumor corre por todas partes, que, habiendo descendido con Píritoo a los infiernos, contempló el Cocito y sus sombrías márgenes y se mostró vivo a las infernales, sombras: pero que no ha podido salir de aquella triste mansión ni trasponer las playas donde se arriba para no volver.
ARICIA.- ¿Deberé creer que un mortal antes de su postrera hora pueda penetrar en la profunda morada de los muertos? ¿Qué hechizo lo atraía hacia sus playas temibles?
ISMENA.- Teseo ha muerto, señora, y sois vos la única que duda de ello. Atenas lo llora, lo sabe Trecene, y ya reconoce a Hipólito como a su rey. En su palacio, Fedra, que tiembla por su hijo, pide consejo a sus arrogos alarmados.
ARICIA.- ¿Y tú crees que, más humano para mí que su padre, Hipólito aligerará mi cadena? ¿Qué se compadecerá de mis desgracias?
ISMENA.- Lo creo, señora.
ARICIA.- ¿Acaso conoces al insensible Hipólito? ¿Sobre qué frívola esperanza te apoyas para pensar que de mí se apiade y que en mí sola respete un sexo que desdeña? Sabes cuánto tiempo hace que evita nuestros pasos y elige todos los sitios para no encontrarnos.
ISMENA.- Conozco cuanto se dice acerca de su frialdad; pero he visto junto a vos a ese orgulloso Hipólito: y hasta el mismo rumor de su fiereza ha redoblado mi curiosidad. No me pareció que su porte respondiera a su fama; lo vi confuso desde vuestra primer mirada. Sus ojos, que en vano querían escaparos, llenos ya de languidez, no podían abandonaros. Quizás ofenda su orgullo el nombre de amante, pero de ello tiene los ojos, si no la lengua.
ARICIA.- ¡Con qué avidez escucha mi corazón, cara Ismena, una plática que acaso tiene muy poco fundamento! ¿Te parece probable a ti que me conoces, que el triste juguete de implacable destino, corazón siempre alimentado de amargura y de lágrimas, deba conocer el amor y sus locos dolores? Resto de la sangre de un rey, noble hijo de la Tierra, fui la única en escapar a los furores guerreros. En la florida estación perdí a seis hermanos: ¡qué esperanza de una ilustre estirpe!. El hierro todo lo cosechó, y la tierra, humedecida, bebió a su pesar la sangre de los descendientes de Erecto. Tú sabes qué severa ley, después de su muerte, prohibió a todos los griegos amarme: se teme que la llama audaz de la hermana llegue a reanimar un día las cenizas fraternas. Pero tú sabes también con qué desdeñosos ojos miré ese anhelo de un vencedor desconfiado. Sabes que, opuesta siempre al amor, agradecí a menudo al injusto Teseo, este rigor feliz que secundaba mis desdenes. En aquel tiempo mis ojos, mis ojos no habían contemplado a su hijo. No es que sólo, cobardemente encantada por los ojos, ame en él su belleza, su gracia tanto alabada, presentes con que la naturaleza ha querido honrarlo y que él mismo desprecia y parece ignorar. Amo y admiro en él riquezas más nobles, las virtudes de su padre sin sus debilidades. Amo en él, confesaré, ese orgullo generoso que jamás cedió al amoroso yugo. Fedra podía honrarse con los suspiros de Teseo: en cuanto a mi, soy más orgullosa, y huyo la gloria fácil de conquistar un homenaje a otras mil ofrecido y entrar en un corazón abierto por todos sus costados. Pero hacer doblegar un inflexible coraje, llevar el dolor a un alma insensible, encadenar a un cautivo atónito de sus hierros, vanamente rebelado contra un yugo que le place: eso es lo que quiero, eso es lo que me excita. Costaba menos desarmar a Hércules que a Hipólito; vencido más a menudo, y con más frecuencia abatido, otorgaba menos a los ojos que lo domaron. Pero ¡ay, cara Ismena! íQué imprudencia la mía! Se me opondrá demasiada resistencia. Acaso me escuches, humilde en mi aflicción, lamentarme de esa misma soberbia que hoy admiro. ¿Amarla a Hipólito? ¿Por qué extrema dicha hubiera yo podido doblegar...?
ISMENA.- Lo escucharéis de él mismo. Viene a vos.
ESCENA SEGUNDA
Hipólito, Aricia, Ismena
HIPOLITO.- Señora, antes de partir, he creído mi deber preveniros acerca de vuestra suerte. Mi padre ya no existe. Mi desconfianza presagiaba justamente las razones de su ausencia por demás prolongada: sólo la muerte, poniendo fin a sus brillantes esfuerzos podía ocultarle por tanto tiempo al universo. Los Dioses entregan por fin a la homicida Parca al amigo, al compañero, al sucesor de Alcides. Creo que vuestro odio, el perdonar sus virtudes, escuchará sin desagrado estos nombres que le son debidos. Una esperanza endulzó mi mortal congoja: podía libertaros de una pesada tutela. Revoco las leyes cuyo rigor lamentaba. Podéis disponer de vos, de vuestro corazón; y en esta Trecene, hoy mi patrimonio, antaño herencia de mi abuelo Piteo, que me ha reconocido sin vacilar como su rey, os dejo tan libre y aun más libre que yo.
ARICIA.- Moderad esas bondades cuyo exceso me desconcierta. Honrar mi desgracia con tan generosas atenciones es colocarme, señor, más de lo que os imagináos, bajo esas austeras leyes de que me habéis dispensado.
HIPOLITO.- Atenas, incierta en la elección del sucesor, habla de vos, me nombra, y nombra al hijo de la Reina.
ARICIA.- ¿De mí, señor?
HIPOLITO.- Sé, y no me jacto de ello, que una soberbia ley parece rechazarme. Los griegos me reprochan una madre extranjera. Pero si no tuviera más rival que mi hermano, poseo sobre él, señora, derechos muy reales que sabría imponer al capricho de las leyes. Un freno más legítimo es el que detiene mi audacia: os cedo, o más bien os devuelvo, un sitial, un cetro que antaño recibieron vuestros abuelos de aquel famoso mortal a quien concibió la tierra. La adopción lo puso entre las manos de Egeo. Protegida y acrecentada por mi padre, Atenas reconoció con júbilo a rey tan generoso, y olvidó a vuestros desgraciados hermanos. Ahora, Atenas os llama dentro de sus muros. Bastante ha sufrido por tan largo conflicto. Vuestra sangre sorbida por los surcos, ha hecho humear demasiado los campos de donde surgió. Trecene me obedece. Las campiñas de Creta ofrecen al hijo de Fedra un opulento retiro. Vuestro patrimonio es el Atica. Parti o reunir para vos todos los votos dispersos entre nosotros.
ARICIA.- Atónita y confusa de cuanto oigo, temo casi, temo que un sueño me engañe. ¿Estoy despierta? ¿Puedo creer en semejante designio? ¿Qué dios, señor, qué dios lo puso en vuestro pecho? ¡Que en todas partes germine vuestra bien ganada gloria! ¡Cómo supera la verdad al renombre! ¿Queréis traicionaros vos mismo en favor mío? No es suficiente que no me hayáis odiado, que durante tan largo tiempo hayáis podido proteger vuestra alma de esta enemistad ...
HIPOLITO.- ¿Odiaros yo, señora? Por más sombríos colores con que hayan pintado mi orgullo ¿Creéis que un monstruo me ha llevado en su seno? ¿Qué costumbres salvajes, que odio endurecido, podrían veros sin endulzarse? ¿Pude yo resistir al engañoso encanto. . .?
ARICIA.- ¿Cómo? Señor. .
HIPOLITO.- Me he comprometido demasiado. Veo que la razón cede a la violencia. Señora, puesto que he comenzado a romper el silencio, preciso es que continúe: preciso es que os informe de un secreto que mi corazón no puede ya guardar. Tenéis delante a un príncipe digno de compasión, ejemplo famoso de temerario orgullo. Yo, rebelado con violento orgullo contra el amor, que tanto tiempo insulté los hierros de sus cautivos, que lamenté los naufragios de los débiles mortales y pensé siempre contemplar desde la costa sus tormentas, ¡con qué turbación me veo ahora sometido a la ley común, arrastrado fuera de mí mismo! Un instante ha vencido mi imprudente audacia: esta alma tan llena de soberbia cesó de ser libre. Desde hace más de seis meses, avergonzado, desesperado, llevando a todas partes el dardo que me desgarra contra vos y contra mí en vano me agito: presente, os huyo; ausente, os encuentro; hasta en el fondo de los bosques me persigue vuestra imagen; la luz del día, las sombras de la noche, todo reproduce a mis ojos los encantos que evito; todo os entrega a discreción al rebelde Hipólito. Como único fruto de mis inútiles precauciones, yo mismo me busco ahora sin encontrarme. Mi arco, mis jabalinas, mi carro, todo me molesta; no recuerdo ya las lecciones de Neptuno; sólo mis gemidos hacen resonar las selvas, mientras olvidan mi voz mis ociosos corceles. Acaso la confesión de un amor tan salvaje haga que os sonrojéis de vuestra obra al escucharme. ¡Qué plática feroz para un corazón que se ofrece! ¡Qué extraño cautivo para tan dulce lazo! Pero por eso mismo debe ser más preciosa a vuestros ojos la ofrenda. Pensad que os hablo en un lenguaje que me es extraño, y no rechacéis deseos mal expresados que Hipólito sin vos no hubiera concebido nunca.
ESCENA TERCERA
Hipólito, Aricia, Terámenes, Ismena
TERAMENES. Señor, viene la Reina, yo me le he adelantado. Os busca.
HIPOLITO.- ¿A mí?
TERAMENES.- Ignoro sus propósitos. Pero han venido a preguntar por vos de parte suya. Fedra quiere hablaros antes de vuestra partida.
HIPOLITO.- ¿Fedra? ¿Qué le diré? ¿Y qué puede esperar?
ARICIA.- Señor, no podéis rehusaros a oírla. Aunque bien convencido de su enemistad, debéis alguna sombra de piedad a sus lágrimas.
HIPOLITO.- Mientras tanto os alejáis. Y yo parto. ¡Y sin saber si he ofendido los encantos que adoro! No sé si ese corazón que dejo en vuestras manos...
ARICIA.- Partid, príncipe, y ejecutad vuestros generosos designios. Convertid a Atenas en tributaría de mi poder. Yo acepto todos los dones que queráis hacerme. Pero sabed que ese imperio tan grande y tan glorioso no es, a mis ojos, el más precioso de vuestros presentes.
ESCENA CUARTA
Hipólito, Terámenes
HIPOLITO.- ¿Todo está pronto, amigo? Pero la reina se adelanta. Que todo se prepare con diligencia para la partida. Haz que den la señal, corre, ordena y regresa enseguida a librarme de una conversación molesta.
ESCENA QUINTA
Fedra, Hipólito, Enona
FEDRA.- (A Enona.) Aquí está. Toda la sangre me afluye al corazón. Olvido, viéndole, lo que vine a decirle.
ENONA.- Acordáis de un hijo que sólo en vos espera.
FEDRA. Señor, se dice os aleja de nosotros una inmediata partida. Vengo a unir mis lágrimas a vuestros dolores. Vengo a explicaros mis alarmas con respecto a mi hijo. Mi hijo ya no tiene padre, y no está lejano el día que lo haga también testigo de mi muerte. Ya mil enemigos asedian su infancia, y vos sólo podéis abrazar contra ellos su defensa. Pero un secreto remordimiento agita mi espíritu. Temo haber cerrado vuestro oído a mis clamores. Tiemblo de que vuestra justa ira persiga pronto a través de él a una diosa madre.
HIPOLITO.- Señora, no tengo sentimientos tan bajos.
FEDRA.- Aunque me odiarais, señor, no me quejaría. Me habéis visto encarnizada en vuestro daño; y no podíais leer en el fondo de mi corazón. Me esforcé en merecer vuestra enemistad. No podía sufriros en los parajes que habitaba. Declarada contra vos en público y en secreto, he querido que nos separaran los mares; hasta prohibí por ley expresa que pronunciaran ante mí vuestro nombre. Y sin embargo, si se mide la pena por la ofensa, si sólo el odio puede atraer vuestro odio, nunca mujer alguna fue más digna de compasión y menos merecedora, señor, de vuestra enemistad.
HIPOLITO.- Una madre, preocupada por los derechos de sus hijos, rara vez perdona al hijo de otra esposa, lo sé, señora. Las sospechas importunas son las frutas más comunes de un segundo matrimonio. Cualquier otra hubiera alimentado contra mí la misma desconfianza, y quizás hubiera debido yo soportar mayores ultrajes.
FEDRA.- ¡Ah, señor, cómo ha querido el cielo, al que oso invocar aquí, exceptuarme de esta ley común! ¡Bien diferente es el cuidado que me devora y me perturba!
HIPOLITO.- Señora, no es el momento de que así os emocionéis. Quizá vuestro esposo ve aún la luz del día; el cielo puede acordar su retorno ante nuestras lágrimas. Neptuno lo protege: el dios tutelar no será invocado en vano por mi padre.
FEDRA.- Señor, nadie contempla dos veces la playa de los muertos. Puesto que Teseo ha alcanzado sus sombrías márgenes, inútilmente esperáis que un dios nos lo reintegre: el avaro Aqueronte no suelta su presa. ¿Qué digo? El no está muerto, pues que respira en vos. Paréceme tener siempre a mi esposo ante mis ojos, lo veo, lo hablo; y mi corazón... Me extravío, señor, mi loco ardor a mi pesar se revela.
HIPOLITO.- Observo el prodigioso efecto de vuestro amor. Aun muerto, Teseo está presente a vuestros ojos. ¿Continúa vuestra alma encendida en amor por él?
FEDRA.- Sí, príncipe, languidezco, ardo por Teseo. Yo lo amo, no tal como lo han visto los infiernos, versátil adorador de mil mujeres que va a deshonrar el tálamo del dios de los muertos, sino fiel, orgulloso y hasta un poco feroz, joven, encantador, llevándose tras de sí los corazones, tal como describen a nuestros Dioses o como a vos os veo. Tenía vuestro porte, vuestro lenguaje, vuestros ojos, el mismo noble pudor coloreaba su frente, cuando atravesó las olas de nuestra Creta, digno objeto del amor de las hijas de Minos. ¿Qué hacíais vos entonces? ¿Por qué reunió él, sin Hipólito, a la flor de los héroes de Grecia? ¿Por qué no pudisteis vos, todavía muy joven, entrar en el navío que lo condujo a nuestras costas? A vuestras manos hubiera perecido el monstruo de Creta a pesar de todos los rodeos de su vasta guarida. Para aclarar su inextricable confusión, mi hermana hubiera armado vuestra diestra con el hilo fatídico. Pero no, yo me hubiera adelantado a su proyecto: el amor me hubiera inspirado antes esa idea. Yo, príncipe, yo hubiera sido la que con su eficaz concurso os hubiera enseñado las vueltas del Laberinto. ¡Cuántas preocupaciones me hubiera costado esa cabeza encantadora! Ni un hilo hubiese bastado para tranquilizar a vuestra amante. Compañera del peligro que debíais buscar, hubiera querido marchar delante de vos yo misma; y, descendiendo con vos al laberinto, Fedra se hubiera perdido con vos o con vos triunfado.
HIPOLITO.- ¡Dioses! ¿Qué es lo que oigo? Señora, ¿olvidáis vos que Teseo es mi padre y vuestro esposo?
FEDRA.- ¿Y por qué suponéis, príncipe, que pierdo la memoria de ello? ¿Habría perdido todo cuidado de mi fama?
HIPOLITO.- Perdonad, señora. Confieso, sonrojándome, que erróneamente acusé vuestras inocentes razones. Mi vergüenza no puede ya sostener vuestra mirada y voy a...
FEDRA.- Ah, cruel, demasiado me entendiste. Te he dicho lo suficiente para que no te equivocaras. ¡Y bien! Conoce, pues, a Fedra y sus furores. Amo. Pero no creas que mientras te amo me siento delante de mí misma inocente, ni que mi cobarde complacencia haya nutrido el veneno de este loco amor que perturba mi ánimo. Desgraciado blanco de las venganzas celestes, me aborrezco más aún de lo que tú me detestas. Los Dioses son mis testigos, esos Dioses que han encendido la sangre en mi seno con fatídica ¡lama; esos Dioses que se han cubierto de cruel gloria extraviando el corazón de una débil mortal. Revive tú mismo el pasado en tu alma. Poco me fue el huirte, cruel, llegué a desterrarte quise parecerte odiosa, inhumana; para mejor resistirte me busqué tu odio. ¿De qué me sirvieron tan inútiles agitaciones? Si tú me odiabas más, no te amaba yo menos. Nuevos encantos te prestaban aún tus desgracias. Languidecí, me desequé en mis ardores y en mis llantos. Te bastarían los ojos para persuadirte, si pudieran tus ojos contemplarme un momento. ¿Qué digo? ¿Esta confesión que acabo de hacerte, esta confesión vergonzosa, la crees voluntaria? Temblando por un hijo a quien no osaba traicionar, venía a suplicarte que no le odiaras. ¡Débiles propósitos para un corazón demasiado lleno de lo que ama ! ¡Ay!, no he podido hablarte más que de ti mismo. Véngate, castígame por tan odioso amor. Digno hijo de¡ héroe que te dio la vida, libra al universo de un monstruo que te exaspera. ¡La viuda de Teseo se atreve a amar a Hipólito! Créeme, este horrible monstruo no debe huir; he aquí mi corazón. Aquí debe herir tu mano. Impaciente ya por expiar su culpa, siento que se adelanta al encuentro de su brazo. Hiere. O si lo crees indigno de tus golpes, si tu odio me envidia tan dulce suplicio, si tu mano se mancharía con sangre demasiado vil, a falta de tu brazo préstame tu espada. Dáme.
ENONA.- ¿Qué hacéis, señora? ¡Justos Dioses! Pero se acercan. Evitad testigos odiosos; venid, entrad, huíd de una vergüenza segura.
ESCENA SEXTA
Hipólito, Terámenes
TERAMENES.- ¿Es Fedra la que huye, o, mejor, la que se llevan? ¿Por qué, señor, por qué esas señales de angustia? Os falta la espada, estáis desconcertados, pálidos.
HIPOLITO.- Huyamos, Terámenes. Grandísima es mi sorpresa. No puedo mirarme sin horror a mí mismo. Fedra. . . Pero no. ¡Dioses, que en profundo olvido permanezca amortajado tan terrible secreto!
TERAMENES.- Si queréis partir, lista está la vela. Pero Atenas se ha declarado ya, señor. Sus jefes han recogido los votos de todas las tribus. Vuestro hermano gana y Fedra le sigue.
HIPOLITO.- ¿Fedra?
TERAMENES.- Un heraldo encargado de transmitir la voluntad de Atenas acaba de entregarle las riendas del Estado. Su hijo es rey, señor.
HIPOLITO.- Dioses, que la conocéis, ¿es su virtud acaso lo que recompensáis?
TERAMENES.- Sin embargo, un sordo rumor afirma que el Rey vive. Se pretende que ha aparecido Teseo en el Espiro. Pero yo, señor, que lo he buscado allí, sé demasiado bien
HIPOLITO.- No importa, oigámoslo todo y no descuidemos nada. Examinemos ese rumor remontándonos a su fuente. Si no merece interrumpir mi marcha, partamos y a cualquier precio pongamos el cetro en manos dignas de llevarlo.

ACTO TERCERO
ESCENA PRIMERA
Fedra, Enona
FEDRA. ¡Ah! ¡Llévense lejos los honores que me envían! ¿Puedes desear que me vean, importuna? ¿Con qué vienes a halagar mi espíritu desolado? Más bien procura ocultarme: he hablado por demás. Osaron esparcirse fuera mis furores. Y he pronunciado aquello que jamás debió oírse. ¡Cielos! ¡Cómo me escuchaba! ¡Con cuántos rodeos eludió largo tiempo mis palabras, el insensible! ¡De qué modo anhelaba una pronta retirada! ¡Y cómo redobló mi vergüenza su rubor! ¿Por qué estorbaste mi funesto designio? ¡Ay! ¿Palideció por mí cuando su espada iba a buscar mi seno? ¿Me la arrancó? Bastó que mi mano la tocara sólo una vez para que se volviera horrible a sus ojos inhumanos; profanaría ya sus manos ese desdichado acero.
ENONA.- Así, al pensar solamente en lamentar vuestras desgracias, alimentáis un fuego que debería extinguirse. ¿No sería mejor, como digna descendiente de Minos, buscar vuestro reposo en más nobles afanes, recurrir a la fuga contra aquel ingrato, reinar y asumir, la dirección del Estado?
FEDRA.- ¡Yo reinar! ¡Yo regir un Estado con mi ley, cuando mi débil razón no reina ya sobre mí! ¡Cuando he abandonado el dominio de mis sentidos! ¡Cuando respiro apenas bajo un vergonzoso yugo! ¡Cuando me muero!
ENONA.- Huid.
FEDRA.- No puedo dejarlo,
ENONA.- Osasteis desterrarlo y no osáis huir de él.
FEDRA.- Ya no es tiempo. El sabe de mis insensatos ardores. Han sido traspuestos los límites del pudor auste-35ro. Ante los ojos de mi vencedor confesé mi vergüenza, y la esperanza se deslizó en mi corazón, a despecho mío. Tú misma, reanimando mi desfallecida fuerza y mi alma, errante ya sobre mis labios, has sabido revivirme con tus aduladores consejos. Tú me has hecho atisbar que podía amarlo.
ENONA.- Ay, inocente o culpable de vuestras desdichas, ¿de qué no hubiera sido capaz por salvaros? Pero si alguna vez la ofensa irritó vuestro espíritu ¿podéis olvidar los desprecios de ese furioso? ¡Con qué ojos crueles os dejó su obstinado rigor poco menos que prosternada a sus pies! ¡Qué odioso lo volvía su feroz orgullo! ¡Ah! ¿por qué no tuvo mis ojos Fedra en ese instante?
FEDRA.- Enona, él puede abandonar ese orgullo que te hiere. Tiene la rudeza de los bosques en que fue criado. Endurecido por costumbres salvajes, Hipólito oye hablar de amor por primera vez. Acaso la sorpresa ha provocado su silencio, y acaso nuestras quejas son demasiado violentas.
ENONA.- Pensad que una bárbara lo ha llevado en su seno.
FEDRA.- Ella amó, sin embargo, aunque fuera escita y bárbara.
ENONA.- Él tiene un odio fatal contra, todo nuestro sexo.
FEDRA.- Así no temeré rivales. Pasó la época de tus consejos, Enona. Sirve a mi furor y no a mi razón. El opone al amor un corazón inaccesible: busquemos el punto débil para atacarlo. Parece que lo conmueven las delicias del poder; Atenas lo atraía sin que pudiera ocultarlo; hacia ella dirigían la proa sus navíos, y ya la vela flotaba abandonada al viento. Enona, vé a hablar en mi nombre a ese ambicioso joven: haz que la diadema brille ante sus ojos. Que sobre su frente descanse la sacra corona; yo no quiero otro honor que el de unirlo a mí. Cedámosle ese poder que soy inútil para conservar, Él instruirá a mi hijo en el arte del gobierno; quizá acceda a servirle de padre, Yo dejo en su poder al hijo y a la madre. En fin, ensaya cualquier medio para que ceda: tus palabras serán mejor acogidas que las mías. Urge, llora, gime; píntale a Fedra moribunda; no te ruborices de tomar una voz suplicante. Te aprobaré en todo; sólo en ti espero. Vé, aguardo tu vuelta para disponer de mí.
ESCENA SEGUNDA
Fedra, sola
FEDRA. Oh tú, implacable Venus, que ves la vergüenza en la que he caído, ¿estoy bastante humillada? Ya no podrías llevar más lejos tu crueldad. Tu triunfo es perfecto; todos tus dardos han dado en el blanco. Cruel, si quieres nuevas glorias, ataca a un enemigo que sea para ti más rebelde que yo. Hipólito te huye; desafiando tu enojo, jamás ha doblado la rodilla en tus altares. Tu nombre parece ofender sus soberbios oídos. Véngate, diosa: son iguales nuestras querellas. Que él ame... Pero, ¿vuelves ya sobre tus pasos, Enona? Me detestan, no te escuchan.
ESCENA TERCERA
Fedra, Enona
ENONA. Señora, es necesario ahogar todo pensamiento de ese vano amor. Recordad vuestra pasada virtud: el Rey a quien se creyó muerto va a presentarse a vuestra vista; Teseo ha llegado, Teseo está aquí. El pueblo corre y se precipita a verlo. Salí a cumplir vuestra orden y buscaba a Hipólito, cuando mil gritos subiendo hasta el cielo...
FEDRA.- Mi esposo vive; es suficiente, Enona. He hecho la indigna confesión de un amor que lo ultraja; y vive: no necesito saber más.
ENONA.- ¿Cómo?
FEDRA.- Te lo predije; mas tú no lo has querido. Sobre mis justos remordimientos prevalecieron tus lágrimas. Esta mañana hubiera muerto digna; seguí tus consejos, y muero deshonrada.
ENONA. ¿Morís, vos?
FEDRA. ¡Justo cielo! ¿Qué he hecho hoy? Mi esposo va a llegar junto con su hijo. Veré al testigo de mi adúltero amor observar con qué cara, oso abordar a su padre, el corazón pesado de los suspiros que no escuchó, los ojos húmedos de las lágrimas que rechazó el ingrato. ¿Piensas tú que, velando por el honor de Teseo, ha de ocultarle el ardor que me consume? ¿Dejará traicionar a su padre y rey? ¿Podrá contener el horror que por mí siente? Callaría en vano. Conozco mis culpas, Enona, y no soy de esas mujeres atrevidas que gozando de una tranquila paz en el crimen han sabido forjarse una frente que no enrojece nunca. Conozco mis furores todos los recuerdos. Paréceme ya que y estos muros, que estas bóvedas, adquieren la palabra, y, prontos a acusarme, esperan a mi esposo para desengañarlo de mí. Muramos. Que la muerte me libere de tantos horrores. ¿Es acaso una gran desdicha dejar de vivir? la muerte no asusta al desdichado. Temo sólo la fama que dejo tras de mí: ¡espantosa herencia para mis tristes hijos! La sangre de Júpiter debe henchirlos de orgullo; pero, por legitimo que sea el orgullo inspirado por tan bella estirpe, grave peso es el crimen de una madre. Tiemblo de que algún día se les eche en cara la culpa de `su madre con alguna frase ¡ay! demasiado cierta. Tiemblo de que, oprimidos bajo ese odioso peso, no osen nunca alzar sus ojos el uno ni la otra.
ENONA.- No lo dudo, y los compadezco a ambos; jamás hubo temor más justificado que el vuestro. Pero, ¿por qué váis a exponerlos a tales afrentas? ¿Por qué declarar contra vos misma? Esto es hecho: se dirá que Fedra, demasiado culpable, huye el temible aspecto de su traicionado esposo. Feliz será Hipólito de que, a expensas de vuestra vida, vos misma apoyéis sus palabras, muriendo. ¿Qué podré contestar yo a vuestro acusador? Seré confundida por él fácilmente. Lo veré gozar de su horrible triunfo y contar vuestra vergüenza a quien quiera oírla. ¡Ah, prefiero que las celestes llamas me devoren! Pero no me engañéis: ¿lo amáis aún? ¿Con qué ojos miráis a ese atrevido príncipe?
FEDRA.- Aparece a mis ojos como un monstruo espantable.
ENONA.- ¿Por qué entonces cederle íntegra la victoria? Vos le teméis. Osad acusarle, la primera, del crimen con que hoy puede agobiaros. ¿Quién os desmentirá? Todo habla en contra suya: su espada, que felizmente quedó en vuestras manos, vuestra turbación actual, vuestro pasado dolor, su padre prevenido por vuestras voces desde hace largo tiempo, y hasta su destierro que vos misma obtuvisteis.
FEDRA.- ¿Que ose yo oprimir y calumniar la inocencia?
ENONA.- Mi cuidado no necesita más que de vuestro silencio. Tan temblorosa como vos, sufro algunos remordimientos, y preferiría afrontar mil muertes, pero ya que os perdería sin ese triste recurso, vuestra vida tiene para mi un precio ante el cual se doblega. Hablaré. Teseo, irritado por mis noticias, limitará su venganza al destierro de su hijo. Aun cuando castiga, señora, un padre siempre es padre: un ligero suplicio es suficiente para su cólera. Pero aunque se derramara sangre inocente, ¿qué no exige vuestro amenazado honor? Es un tesoro demasiado precioso para comprometerlo. Debéis someteros, señora, a la ley que os dicte: y para salvar nuestro honor en peligro, es necesario inmolarlo todo, hasta la virtud. Ya vienen; veo a Teseo.
FEDRA.- ¡Ah! yo veo a Hipólito; en sus ojos insolentes veo escrita mi pérdida. Haz lo que quieras, me abandono a ti. Nada puedo por mí misma en la turbación en que me debato.
ESCENA CUARTA
Teseo, Hípólito, Fedra, Enona, Terárnenes
TESEO.- Señora, la fortuna cesa de oponerse a mis ansias; y pone en vuestros brazos. . .
FEDRA.- Detenéos, Teseo, y no profanéis tan amables transportes. Yo no merezco ya esa diligencia. Habéis sido ofendido. La celosa fortuna no quiso perdonar a vuestra esposa durante vuestra ausencia. Indigna de agradaros y de aproximarme a vos no debo pensar en adelante más que en esconderme.
ESCENA QUINTA
Teseo, Hipólito, Terámenes
TESEO. ¿Qué extraña acogida es la que se hace a vuestro padre, hijo mío?
HIPOLITO.- Sólo Fedra puede explicar este misterio. Pero mis encendidas súplicas pueden conmoverte, permitidme, señor, no volver a verla; aceptad que el tembloroso Hipólito desaparezca para siempre de los lugares que vuestra esposa habite.
TESEO.- ¿Vos abandonarme, hijo mío?
HIPOLITO.- Yo no la he buscado: fuisteis vos quien dirigisteis sus pasos hacia estas playas. Al partir, señor, os dignasteis dejar a la Reina y a Aricia en las costas de Trecene. Yo mismo quedé encargado de cuidarlas. ¿Pero qué deberes pueden retenerme desde ahora? Bastante ya mi juventud ociosa ha mostrado en los bosques su destreza contra enemigos viles. ¿No podría yo, huyendo este indigno reposo, teñir mis jabalinas con más gloriosa sangre? Vos no habíais alcanzado aún mi edad, y ya más de un tirano, más de un monstruo feroz, sentían el peso de vuestro brazo. Ya, feliz perseguidor de la insolencia, habíais limpiado las costas de dos mares. Dejó de temer asechanzas el libre viajero, Hércules, confiado en el eco de vuestras hazañas, ya descansaba de su trabajo en vos. Y yo, hijo desconocido de tan glorioso padre, estoy lejos todavía hasta de las huellas maternas. Permitid que ose por fin utilizar mi valor. Permitid que, si algún monstruo pudo escaparos, traiga yo a vuestros pies sus honrosos despojos, o que la imperecedera memoria de una hermosa muerte, eternizando días tan noblemente acabados, pruebe ante el mundo entero que era yo vuestro hijo.
TESEO.- ¿Qué veo? ¿Qué horror, esparcido en estos jugares, hace huir desatinada a mi familia ante mi presencia? Si regreso tan temido y tan poco deseado, ¿para qué me sacaste de mi prisión, oh cielo? Yo no tenía más que un amigo. Su imprudente deseo iba a raptar la esposa del tirano del Epiro serví a mi pesar sus amorosos planes; pero la suerte irritada, nos cegó a ambos. Sorprendióme el tirano indefenso y sin armas. He visto a Píritoo, triste objeto de mi llanto, entregado por ese bárbaro a monstruos crueles a los que nutría con sangre de los desdichados hombres. A mí mismo me encerró en cavernas oscuras, profundos lugares próximos al imperio de las sombras. Por fin, después de seis meses, me miraron los Dioses: pude engañar los ojos de mis guardianes, libré a la naturaleza de un pérfido enemigo, y él mismo sirvió de pasto a sus monstruos. Pero cuando pienso aproximarme con transporte a todo cuanto los Dioses me dejaron de más querido ¿qué digo? cuando mi alma, devuelta a sí misma, viene a saciarse en tan cara contemplación, no hallo por toda acogida más que estremecimiento, todo huye, todo rechaza mi abrazo. Y yo mismo, experimentando el terror que provoco, quisiera estar aún en las prisiones del Epiro. Hablad, Fedra se queja de que he sido ultrajado. ¿Quién me traicionó? ¿Por qué no he sido vengado? La Grecia, a quien mi brazo sirvió tantas veces, ¿acordó algún asilo al criminal? No me respondéis. ¿Está mi hijo, mi propio hijo, de acuerdo con mis enemigos? Entremos. Esto es prolongar demasiado una duda que me agobia. Conozcamos a la vez el crimen y el culpable. Que Fedra explique en fin, la turbación en que la veo.
ESCENA SEXTA
Hipólito, Terárnenes
HIPOLITO.- ¿A qué tendía ese discurso que me heló de espanto? Fedra, presa siempre de su extremo furor, ¿quiere acusarse y perderse a sí misma? ¡Dioses! ¿Que dirá el Rey? ¡Qué funesto veneno ha esparcido el amor en toda su casa! A mí mismo, consumido en un fuego que su odio reprueba, cómo me vio antes y cómo me recobra! Negros presentimientos vienen a espantarme. Pero, en fin, nada tiene que temer la inocencia. Vamos, busquemos por medio de qué feliz arbitrio podré conmover la ternura de mi padre, para confesarle un amor que él puede querer perturbar, pero que su poder entero no alcanzaría a destruir.
ACTO CUARTO
ESCENA PRIMERA
Teseo, Enona
TESEO.- ¡Ah! ¿Qué es lo que oigo? Ese traidor, ese temerario, ¿había de preparar tal insulto al honor de su padre? ¡Destino, con qué rigor me persigues! No sé adónde voy ni dónde estoy. ¡Oh ternura, oh bondad mal recompensada! ¡Audaz proyecto! ¡idea detestable! Para alcanzar el objetivo de sus negros amores, el insolente recurrió al auxilio de la fuerza. He reconocido el acero, instrumento de su rabia, ese acero con que lo armé para un uso más noble. ¿Todos los lazos de la sangre no han podido retenerlo? ¿Y Fedra difería su castigo? ¿Protegía su silencio al culpable?
ENONA.- Fedra protegía más bien a un padre desdichado. Avergonzado de los designios de¡ furioso amante, y del fuego criminal que ardía en sus ojos, Fedra, moría, señor, y su mano matadora apagaba la inocente luz de su mirada. La vi alzar el brazo, corrí a socorrerla. Yo sola he sabido conservarla a vuestro amor; y lamentando a la vez su emoción y vuestros temores, he servido, a mi pesar, de intérprete a sus lágrimas.
TESEO.- ¡Pérfido! No ha podido evitar el palidecer. Lo he visto estremecerse de temor al abordarme, y quedó atónito de su poca alegría. Sus fríos abrazos helaron mi ternura. Pero amor culpable que lo devora ¿se había manifestado ya en Atenas?
ENONA.- Señor, acordáos de las quejas de la Reina. Un criminal amor era la causa de su odio.
TESEO.- ¿Y ese amor ha vuelto a comenzar en Trecene?
ENONA.- Señor, os he dicho cuanto ha ocurrido. Descuidamos demasiado a la Reina, entregada a su dolor mortal. Permitid que os deje y vaya junto a ella.
ESCENA SEGUNDA
Teseo, Hipólito
TESEO. ¡Ah! ¡Aquí está, oh Dioses! ¿Qué ojos no se hubieran engañado como los míos ante esa noble presencia? ¿Debe brillar el sacro carácter de la virtud sobre la frente de un profanador adúltero? ¿No debería reconocerse, por seguros signos, el pérfido corazón de los hombres?
HIPOLITO.- Señor, puedo preguntaros qué funesta nube ha podido perturbar vuestro augusto semblante? ¿No osáis confiar ese secreto a mi fidelidad?
TESEO.- Pérfido, ¿y osas comparecer ante mí? Monstruo a quien por demasiado tiempo perdonó el rayo, resto impuro de los bandidos de que purgué la tierra, ¿después de haber llegado hasta el lecho de tu padre con el furor de los transportes de un amor horrendo te atreves a mostrar tu enemiga cabeza, te presentas en los lugares impregnados de tu infamia, en vez de ir a buscar, bajo desconocidas miradas, países adonde no haya llegado aún mi nombre? Huye, traidor. No desafíes mi odio, ni tientes un enojo que retengo apenas. Me basta con el eterno oprobio de haber podido engendrar tal hijo, sin que además tu muerte, vergonzosa para mi recuerdo, manche ahora la gloria de mis nobles actos. Huye; y si no quieres que un castigo inmediato te añada a los miserables que castigó esta mano, cuídate de que jamás el astro que nos ilumina te vea asentar en este sitio un pie temerario. Huye, te digo; y apresurando tus pasos sin regreso, libra a todos mis Estados de tu horrible presencia. Y tú, Neptuno, tú, si mi valor limpió antaño tus riberas de infames asesinos, acuérdate de que como premio a mis felices trabajos prometiste realizar el primero de mis deseos. Durante los largos rigores de una cruel prisión yo no lloré tu inmortal poderío. Avaro del socorro que de ti espero, mis ansias te han guardado para menester más grave. Hoy te imploro. Ven a un padre desgraciado. Abandono este traidor a tu íntegra cólera; ahoga en su sangre sus descarados deseos: Teseo reconocerá tu bondad en tus furores.
HIPOLITO.- ¡Fedra acusa a Hipólito de un amor criminal! Tal exceso de horror me sobrecoge el ánimo; tantos golpes imprevistos me aplastan a la vez, que me quitan el habla y ahogan mi voz.
TESEO.- Traidor, pretendías que Fedra amortajara tu insolencia brutal en un cobarde silencio. Cuando huiste hubiera sido preciso no abandonar en sus manos el acero que ayuda a condenarte; o mejor, hubiera sido preciso, colmando tu infamia, arrebatarle de un mismo golpe el habla y la vida.
HIPOLITO.- Justamente irritado por mentira tan negra, debería hacer hablar aquí la verdad, señor; pero suprimo un secreto que os hiere. Aprobad el respeto que me cierra la boca: y sin querer aumentar vos mismo vuestros pesares, pensad en quién soy y examinad mi vida. Algunos crímenes preceden siempre a los crímenes más grandes. Quien pudo tranquear las fronteras legítimas puede, en fin, violar los derechos más sagrados. El crimen tiene su escala, como la virtud, y jamás se ha visto a la tímida inocencia pasar de súbito al desenfreno. Un solo día no convierte a un virtuoso mortal en un cobarde incestuoso, en un pérfido asesino. Criado en el seno de una casta heroína, no he desmentido el origen de mi sangre. Piteo, juzgado como sabio entre todos los hombres, se dignó también instruirme al salir de sus manos. No quiero pintarme con favor excesivo; pero si alguna virtud me ha correspondido en suerte, señor, creo sobre todas las cosas haber hecho resaltar el odio de las maldades que osan imputarme. Por ello conocen a Hipólito en Grecia. He llevado la virtud hasta la rudeza. Sabido es el inflexible rigor de mis enfados. No es más diáfano el día que el fondo de mi corazón. Y se pretende que Hipólito, presa de un fuego impío. . .
TESEO.- ¡Sí, cobarde! es ese mismo orgullo el que te condena. Comprendo el odioso origen de tus frialdades: Fedra era la única que deleitaba tus impúdicos ojos; y tu alma, indiferente a todo otro objeto, se negaba a abrasarse en inocente llama.
HIPOLITO.- No, padre mío, este corazón, no puedo ya ocultároslo, ha consentido en arder en un casto amor. Confieso a vuestros pies mi verdadera ofensa: yo amo, y amo, cierto es a pesar de vuestras órdenes. Arícia tiene sujetos a su ley mis anhelos. Vencido fue vuestro hijo por la hija de Palante. La adoro, y mi alma, rebelde a vuestras prohibiciones, no puede suspirar ni arder más que por ella.
TESEO.- ¿Tú la amas? ¡Cielo! Pero no, el artificio es grosero. Te finges, criminal, para justificarte.
HIPOLITO.- Señor, hace seis meses que huyo de ella y la amo. Temblando venía a confesároslo a vos mismo. ¿Y qué? ¿Nada puede apartaros de vuestro error? ¿Con qué terrible juramento hay que asegurároslo? Que la tierra, y el cielo, y toda la naturaleza...
TESEO.- Siempre han recurrido al perjurio los malvados. Cesa, cesa, y ahórrame una importuna plática, si no tiene otros recursos tu falsa virtud.
HIPOLITO.- Os parece falsa y llena de artificios. Fedra, en el fondo de su corazón, me hace mayor justicia.
TESEO.- ¡Ah, cómo excita mi enojo tu imprudencia!
HIPOLITO.- ¿Qué plazo y qué lugar prescribís a mi destierro?
TESEO.- Aunque estuvieras más allá de las columnas de Hércules, creería estar aún demasiado próximo a un miserable.
HIPOLITO. Cargado con el espantoso crimen de que me sospecháis reo, ¿qué amigos me compadecerán si vos me abandonáis?
TESEO.- Vé a buscar amigos cuya funesta estimación honre el adulterio y aplauda el incesto, traidores, ingratos sin honor ni ley, dignos de proteger a un malvado como tú.
HIPOLITO.- ¿Me tratáis aún de incestuoso y de adúltero? Me callo. Sin embargo, señor, Fedra nació de una madre, Fedra pertenece a una estirpe, vos lo sabéis demasiado bien, más colmada que la mía de tales horrores.
TESEO.- ¿Qué? ¿Tu rabia pierde todo recato a mis ojos? Por última vez: apártate de mi vista; sal, traidor. No esperes que un padre enfurecido te haga arrancar vergonzosamente de estos parajes.
ESCENA TERCERA
Teseo (solo)
TESEO.- Miserable, corres a tu pérdida. Jurando por el río terrible para los mismos Dioses, Neptuno me dio su palabra y va a cumplirla. Te sigue un dios vengador de quien no puedes huir. Yo te amaba; y siento que, a pesar de tu ofensa, mis entrañas se conmueven de antemano por ti. Pero con exceso me has obligado a condenarte. ¿Hubo alguna vez padre más ultrajado? Justos Dioses, que véis el dolor que me agobia, ¿pude yo engendrar hijo tan culpable?
ESCENA CUARTA
Fedra, Teseo
FEDRA. Señor, vengo a vos, llena de justo horror. Llegó hasta mi vuestra voz temible. Perdonad a vuestra raza, si aún es tiempo. Temo que a la amenaza haya seguido un pronto desenlace. Respetad vuestra sangre, me atrevo a suplicároslo. Salvadme del espanto de oírla gemir; no me preparéis el eterno dolor de haberla hecho derramar por las manos paternas.
TESEO.- No, señora, mi mano no se ha mojado en mí sangre; pero no por ello escapará de mí el ingrato. Una mano inmortal se encarga de perderlo. Neptuno me lo debe y quedaréis vengada.
FEDRA.- ¡Neptuno os lo debe! ¡Qué! Vuestros irritados votos. . .
TESEO.- ¡Qué! ¿Teméis ya que sean escuchados? Uníos más bien a mis legítimos ruegos. Recordadme tus crímenes en toda su negrura. Exaltad mis transportes demasiado lentos, demasiado retenidos. Todavía no conocéis todos sus crímenes: su furor se expande en injurias contra vos: vuestra boca, según él, está llena de imposturas; sostiene que Aricia es dueña de su corazón y de su fe, que la ama.
FEDRA.- ¿Cómo, señor?
TESEO.- Lo ha afirmado ante mí. Pero sé rechazar un frívolo artificio. Esperemos en la rápida justicia de Neptuno. Yo mismo voy ahora al pie de sus aras, para instarlo a que cumpla sus inmortales juramentos.
ESCENA QUINTA
Fedra (sola)
FEDRA.- Se va. ¿Qué nueva hirió mi oído? ¿Qué fuego mal ahogado despierta en mi corazón? ¡Qué rayo, oh cielos, y qué infausto anuncio! Yo volaba íntegramente en socorro de su hijo, y, arrancándome a los brazos de la espantada Enona, cedía al remordimiento que me tortura. ¿Quién sabe hasta dónde me hubiera llevado ese arrepentimiento? Quizás hubiera consentido en acusarme; quizás, si no me faltara la voz, la terrible verdad se me hubiera escapado. ¡Hipólito es sensible, y nada siente por mí! ¡Aricia es dueña de su corazón! ¡Aricia tiene su fe! ¡Ah, Dioses! Cuando el ingrato se armaba inexorablemente contra mis anhelos de tan fieras miradas, de aspecto tan temible, pensé que su corazón, siempre cerrado al amor, estaba igualmente armado contra todo mi sexo. Otra, sin embargo, ha vencido su audacia; otra ha encontrado gracia a sus crueles ojos. Quizás tiene un corazón fácil de enternecer y yo soy la única a quien no soporta. ¿Y me echaré encima el cuidado de defenderlo?
ESCENA SEXTA
Fedra, Enona
FEDRA.- Querida Enona ¿sabes de lo que acabo de enterarme?
ENONA.- No; pero, la verdad, vengo temblando. Palidezco ante el designio que os hizo alejaros; temo un furor fatal para vos misma.
FEDRA.- ¿Quién lo creyera, Enona? Tenía una rival.
ENONA.- ¿Cómo?
FEDRA.- Hipólito ama, y no lo sospeché siquiera. Ese feroz e indomable enemigo a quien el respeto ofendía y a quien importunaba la queja, ese tigre a quien nunca pude abordar sin miedo, acepta un vencedor, sumiso y domesticado: Aricia encontró el camino de su corazón.
ENONA.- ¿Aricia?
FEDRA.- ¡Ah, dolor aún no probado! ¡Para qué nuevo tormento fui reservada! Todo lo que he sufrido, mi temor, mis transportes, el furor de mi pasión, el horror de mis remordimientos, y la insoportable injuria de un cruel rechazo, no eran más que débiles ensayos del tormento que me destroza. ¡Se aman! ¿Con qué hechizo han engañado mis ojos? ¿Cómo se vieron? ¿Desde cuándo? ¿En qué sitios? Tú lo sabías. ¿Por qué me dejaste engañarme? ¿No podías enterarme de su ardor furtivo? ¿Se les ha visto hablarse, buscarse a menudo? ¿Iban a esconderse en el fondo de los bosques? ¡Ay! se veía con todo derecho. El cielo aprobaba la inocencia de sus suspiros; sin remordimientos se entregaban a su inclinación amorosa; cada día se alzaba claro y sereno para ellos. Y yo triste desecho de la naturaleza toda, me ocultaba de ¡día, huía la luz, la muerte era el único dios queme atrevía a implorar. Aguardaba el momento de expirar, nutriéndome de hiel, alimentada en llanto, vigilada demasiado de cerca hasta en mi desdicha, no me atrevía a ahogarme a gusto en mis lágrimas: saboreaba temblando ese placer funesto; disfrazando mis angustias bajo mi serena frente, necesitaba a menudo privarme hasta de mi llanto.
ENONA.- ¿Qué provecho obtendrán de sus vanos amores? Ya no se verán más.
FEDRA.- Pero se amarán siempre. En el mismo momento en que hablo ¡ah! mortal idea! desafían el furor de una amante insensata. Pese al destierro que va a separarlos, se juran mil veces no abandonarse. No, no puedo soportar una dicha que me ofende, Enona. Ten piedad de mi celosa rabia. Hay que perder a Aricia. Hay que reavivar el enojo de mi esposo contra su odiada sangre. Que no se limite a ligeras penas: sobrepasa al de los hermanos el crimen de la hermana. Quiero suplicarle en mis celosos transportes. Pero ¿qué hago? ¿Dónde se extravía mi razón? ¡Yo celosa! ¡Y es a Teseo a quien suplico! ¡Mi esposo está vivo y aún me abraso! ¿Por quién? ¿Cuál es el corazón que mis deseos pretenden? Cada palabra me eriza los cabellos. Desde hoy mis crímenes colman toda medida. Exhalo a la vez incesto e impostura. Mis homicidas manos, prestas a vengarme, por hundirse en la sangre inocente. ¡Desgraciada! ¡y vivo! ¿Y soporto la luz de ese sagrado Sol de quien desciendo? Mi abuelo es el padre y señor de los Dioses: el cielo, todo el universo, llenos están de mis ascendientes. ¿Dónde ocultarme? Huyamos a la noche del infierno. ¿Pero qué digo? Mi padre rige allí la fatídica urna; dicen que la suerte la ha puesto en sus severas manos: Minos juzga en los infiernos a los pálidos hombres. ¡Ah, de qué modo se estremecerá su espantada sombra cuando vea a su hija presentarse a sus ojos, obligada a confesare tantas ruindades diversas, y crímenes acaso desconocidos? en los infiernos! ¿Qué dirás tú, padre mío, ante ese horrible espectáculo? Creo ver la terrible urna caer de tu mano; creo verte, buscando un nuevo suplicio, convertirte en el verdugo de tu propia sangre. Perdona. Un dios cruel ha perdido a los tuyos; reconoce su venganza en el furor de tu hija. ¡Ay! Del crimen atroz cuya vergüenza me acosa, nunca mi triste corazón recogió el fruto. Perseguida por la desgracia hasta el último suspiro, entrego mí penosa vida entre tormentos.
ENONA.- Oh, desechad señora, terror tan injustificado. Mirad vuestro excusable error con otros ojos. Vos amáis; y es imposible vencer al propio destino. Fuisteis arrastrada por un fatal sortilegio. ¿Acaso es esto prodigio desconocido entre nosotros? ¿El amor no ha triunfado todavía más que sobre vos? Mortal, sufristeis la suerte de los mortales. Demasiado natural es la debilidad de los hombres. Os quejáis de un yugo impuesto desde hace largo tiempo: los Dioses, los mismos Dioses, habitantes del Olimpo, que espantan los crímenes con ostentación tan tremenda, han ardido alguna vez con fuegos legítimos.
FEDRA.- ¿Qué oigo? ¿Qué consejos se atreven a darme? ¿Así, quieres, pues, envenenarme hasta lo último, desdichada? Mira cómo me has perdido. Cuando yo escapaba, fuiste tú quien me entregaste. Tus ruegos me hicieron olvidar mi deber. Evitaba a Hipólito, y tú lo pusiste ante mi vista. ¿De qué te encargabas? ¿Por qué tu limpia boca osó, acusándolo, ennegrecer su vida? Quizás morirá por ello, y quizás fue concedido ya el ruego sacrílego de un padre insensato. No te escucho más. Véte, monstruo execrable: vé, déjame el cuidado de mi deplorable suerte. ¡Pueda dignamente pagarte el cielo, y pueda tu suplicio espantar por siempre a cuantos como tú, con mañas cobardes, fomentan las flaquezas de los desdichados príncipes, los empujan por la pendiente donde resbala su corazón, y osan facilitarles el camino del crimen, aduladores detestables: que son el más funesto presente que la cólera de los cielos haya podido hacer a los reyes!
ENONA.- (Sola.) ¡Ah, Dioses! Por servirla lo hice todo, todo lo abandoné; ¿y éste es el premio que recibo? Bien me lo merezco.
ACTO QUINTO
ESCENA PRIMERA
Hipólito, Aricia
ARICIA.- ¿Cómo podéis callaros en tan extremo peligro? ¿Dejáis en el error a un padre que os ama? Cruel, si despreciando el poder de mis lágrimas aceptáis sin pena no volver a verme, partid, separáos de la triste Aricia; pero, al partir, al menos asegurad vuestra vida. Defended vuestro honor de un vergonzoso reproche y forzad a vuestro padre a revocar sus votos. Es tiempo todavía. ¿Por qué, por qué capricho dejáis el campo libre a vuestra acusadora? Hablad claro a Teseo.
HIPOLITO.- ¡Ah! ¡Qué no le habré dicho! ¿Hubiera debido poner en claro el oprobio de su lecho? Haciéndole un relato demasiado sincero ¿debía cubrir con indigno rubor la frente de un padre? Vos sola habéis penetrado este misterio odioso. Para confiarse, mi corazón sólo os tiene a vos y a los Dioses. Pensad si os amo, que no he podido ocultaros lo que quería yo ocultarme a mi mismo. Pero advertid bajo qué secreto os lo he revelado. Si es posible, olvidad que os hablé, señora, y jamás tan pura boca se abra para narrar esta horrible aventura. Osemos confiar en la equidad de los Dioses; ellos están demasiado interesados en justificarme; y Fedra, castigada por su crimen tarde o temprano, no podrá evitar tan justa ignominia. Es el único respeto que de vos exijo. Todo lo demás lo permito a mi libre enojo. Salid de la esclavitud a que estáis reducida; atrevéos a seguirme, atrevéos a acompañar mi fuga; arrancáos a un lugar funesto y profanado, donde la virtud respira aires ponzoñosos; para ocultar vuestra inmediata huida, aprovecháos de la confusión que aquí produce mi desgracia. Yo puedo aseguraros la manera de huir. No hay aquí otros guardias que los míos; abrazarán nuestro partido poderosos defensores; Argos nos tiende los brazos y Esparta nos llama: llevemos a nuestros amigos comunes nuestras justificadas protestas; no soporte mas que Fedra, reuniendo nuestros despojos, nos arroje al uno y a la otra del trono paterno y prometa a su hijo la usurpación hecha a ambos. La ocasión es buena y hay que aprovecharla. ¿Qué miedo os retiene? ¿Parecéis vacilar? Sólo vuestro interés me inspira esta audacia. ¿Por qué ese aire helado cuando yo soy todo fuego? ¿Teméis unir vuestros pasos a los de un desterrado?
ARICIA.- ¡Ay, señor! ¡Qué dulce me sería tal destierro! Olvidada del resto de los mortales ¡en medio de qué dulzura viviría ligada a vuestra suerte! Pero no estando unidos por aquel dulce lazo ¿Puedo huir con honor en vuestra compañía? Sé que puedo libertarme de las manos de vuestro padre sin faltar al honor más severo: esto no es escapar del seno de los míos; la fuga es permitida a quien huye de sus tiranos. Pero vos me amáis, señor y mi modestia alarmada...
HIPOLITO.- No, no, tengo demasiado interés en vuestra reputación. Me trae ante vos un designio más noble: huíd de mis enemigos siguiendo a vuestro esposo. libertados por nuestras desdichas, ya que lo ordena el cielo, la entrega de nuestra fe no depende de nadie. No siempre el himeneo está cercado de antorchas. A las puertas de Trecene y entre aquellas tumbas, sepulcros antiguos de los príncipes de mi raza, existe un sagrado templo, terrible ante los perjuros. Allí los mortales no se atreven a jurar en vano; el pérfido recibe en él un inmediato castigo; y, temiendo encontrar una muerte inevitable, la mentira no conoce más temible freno. Allí, si me creéis, iremos a confirmar el juramento solemne de un imperecedero amor; tomaremos por testigo al dios que allí se adora, rogándole ambos que nos sirva de padre. Yo invocaré a los más sacros Dioses, la casta Diana y la augusta Juno, y todos los Dioses, en fin, testigos de nuestra ternura, garantizarán la fe de mis santas promesas.
ARICIA.- Viene el Rey. Príncipe, huíd, partid enseguida. Me quedaré aquí un momento para ocultar mi marcha. Id, y dejadme algún guía fiel que conduzca hasta vos mis tímidos pasos.
ESCENA SEGUNDA
Teseo, Aricia, lismena
TESEO. ¡Dioses! ¡Esclareced mi turbación, y dignaos mostrar a mis ojos la verdad que busco en este sitio!
ARICIA.- Piensa en todo, querida Ismena, y disponte para la fuga.
ESCENA TERCERA
Teseo, Aricia
TESEO.- ¡Señora, cambiáis de color y parecéis desconcertada! ¿Qué hacia Hipólito en este sitio?
ARICIA.- Señor, me daba un adiós eterno.
TESEO.- Vuestros ojos han sabido domar ese corazón rebelde y sus primeros suspiros son vuestra feliz hazaña.
ARICIA.- Señor, no puedo negaros la verdad; él
no ha heredado vuestro injusto odio, ni me trataba
como a una criminal.
TESEO.- Comprendo: os juraba un eterno amor. Pero no confiéis en ese corazón inconstante, porque tanto como a vos les juraba a otras.
ARICIA.- ¿El, señor?
TESEO.- Debierais volverlo menos versátil: ¿Cómo soportabais ese horrible reparto?
ARICIA.- ¿Y cómo soportáis vos que con horribles palabras osen enturbiar el curso de tan hermosa vida? ¿Conocéis tan poco su corazón? ¿Tan mal discernís el crimen y la inocencia? ¿Es posible que sólo para vuestros ojos oculte una odiosa nube su virtud, que para todos los demás brilla? Ah, basta ya de entregarlo a pérfidas lenguas. Detenéos: arrepentíos de vuestros votos homicidas; temed, señor, temed que el cielo riguroso os odie tanto, que escuche vuestras súplicas. Muchas veces acepta encolerizado nuestras víctimas; sus presentes son a menudo la pena de nuestros crímenes.
TESEO.- No, inútilmente queréis disculpar su crimen: vuestro amor os ciega en favor del ingrato. Pero yo creo en testimonios ciertos, irrecusables: yo he visto, he visto correr lágrimas verdaderas.
ARICIA.- Tened cuidado, señor. Vuestras invencibles manos han libertado a los hombres de monstruos sin cuento; pero no todos han sido exterminados, y vos dejáis vivir uno. Señor, vuestro hijo me prohibe continuar. Conozco el respeto que quiere guardaros, y lo afligirla demasiado si osara
FEDRA seguir. ¡mito su pudor y huyo de vuestra presencia para no verme forzada a violar mi secreto.
ESCENA CUARTA
Teseo (solo)
TESEO. (Solo.) ¿Cuál es pues, su pensamiento? ¿Y qué ocultan razones comenzadas tantas veces y siempre interrumpidas? ¿Quieren desconcertarme con ficciones vanas? ¿Están de acuerdo ambos para hundirme en cavilaciones? Pero yo mismo, pese a mi rigor severo, ¿qué plañidera voz escucho en el fondo de mi corazón? Una piedad secreta me ensombrece y me aflige. Interroguemos por segunda vez a Enona. Quiero estar mejor informado de todo el crimen. Guardias, que salga Enona y que se presente sola ante mí.
ESCENA QUINTA
Teseo, Pánope
PANOPE. Señor, ignoro el proyecto que medita la Reina, pero todo lo temo del transporte que la sacude. Una mortal desesperación se pinta en su rostro; su tez muestra ya el color de la muerte. Expulsada ignominiosamente de su presencia, Enona se ha lanzado al profundo mar. Nadie sabe de qué provino esa determinación furiosa, y las olas la arrebataron a nuestros ojos para siempre.
TESEO.- ¿Qué oigo?
PANOPE.- Su muerte no ha calmado a la Reina; por el contrario, parece crecer la turbación en su vacilante espíritu. Por momentos, para entretener sus secretos dolores, toma a sus hijos y los baña en lágrimas, pero repentinamente, renunciando al amor materno, su mano los rechaza con horror lejos de si. Dirige al azar sus pasos indecisos; no nos reconocen ya sus ojos extraviados. Tres veces ha escrito, pero, cambiando de idea, ha roto tres veces la carta empezada. Dignáos verla señor; dignaos acudir en su socorro.
TESEO.- ¡Cielos! ¿Enona ha muerto y Fedra quiere morir? Que se llame a mi hijo, ¡que venga a defenderse! Que venga a hablarme, estoy pronto a oírlo. Neptuno, no apresures tus funestos favores; prefiero no ser escuchado nunca. Tal vez creí demasiado a testigos poco veraces, y demasiado pronto levanté hacia ti mis manos crueles. ¡Ah, qué desesperación seguirá a mis ruegos!

ESCENA SEXTA
Teseo, Terárnenes
TESEO. ¿Eres tú, Terámenes? ¿Qué has hecho de mi hijo? Te lo he confiado desde la edad más tierna. Pero ¿de qué provienen las lágrimas que te veo derramar? ¿Qué hace mi hijo?
TERAMENES.- ¡Oh cuidados tardíos y superfluos! ¡Ternura inútil! ¡Hipólito no existe ya!
TESEO.- ¡Dioses!
TERAMENES.- He visto perecer al más amable de los mortales, y también, señor, me atrevo a decíroslo, al menos culpable.
TESEO.- ¿Mi hijo ya no existe? ¿Cómo? ¿Cuando le tiendo los brazos, los Dioses impacientes han apurado su muerte? ¿Qué golpe me lo arrebató? ¿Qué súbito rayo?
TERAMENES.- Acabábamos de salir de las puertas de Trecene él iba en su carro: afligida, su guardia imitaba su silencio agrupada a su alrededor; él seguía el camino de Micenas, absorto en sus pensamientos; y su mano dejaba sueltas las riendas. Sus magníficos corceles, que otras veces vimos obedecer su voz con ardor tan noble, baja la testa ahora y opaca la mirada, parecían conformarse a su decaído ánimo. En ese momento, un espantoso grito, salido del fondo de las olas, turbó la calma del ambiente; y del fondo de la tierra una voz estentórea respondió gimiendo al temible grito. La sangre se nos heló en el corazón, en tanto se erizaba la crin de los atentos corceles. Mientras, sobre el dorso de la líquida llanura, se eleva a grandes borbotones una húmeda montaña; aproximase la onda, se quiebra y vomita a nuestros ojos, entre torrentes de espuma, un monstruo enfurecido. Armada está su ancha frente de amenazantes cuernos; revestido su cuerpo de escamas amarillentas; toro indomable, dragón impetuoso, curva su grupa en sinuosos repliegues. Ante sus largos mugidos tiembla la ribera. Mira el cielo con horror tan salvaje monstruo; conmuévese la tierra, el aire se infecta, la ola que lo trajo retrocede espantada. Todo huye; sin armarnos de inútil valor, buscamos refugio en el cercano templo. Sólo Hipólito, digno hijo de un héroe, detiene sus caballos, toma la jabalina, enfrenta al monstruo, y, lanzando el dardo con mano segura le abre en el costado una ancha herida. Entre saltos de rabia y de dolor, el monstruo cae mugiendo al pie de los caballos, se enrosca, y les presenta las inflamadas fauces, cubriéndolos de fuego, de humo y de sangre. El terror los enloquece; sordos ahora, no reconocen ya ni la voz ni la brida. En esfuerzos inútiles consúmese su amo; ellos enrojecen el freno con ensangrentada espuma. Cuentan que hasta se vio, en ese desorden espantoso, un dios que aguijoneaba sus flancos polvorientos. El terror los precipita contra las rocas; chillan y se rompen los ejes. El intrépido Hipólito ve volar en pedazos su carro deshecho; y él mismo cae enredado en las riendas. Perdonad mi dolor. Esa cruel imagen será para mí fuente eterna de llanto. Yo he visto, señor, he visto a vuestro desgraciado hijo arrastrado por los caballos que su propia mano había alimentado. Quiere llamarlos y su voz los espanta; corren. Bien pronto no es más que una llaga todo su cuerpo. La llanura resuena con nuestros dolorosos clamores. Modérase por fin su impetuoso arrebato: se detienen cerca de esas antiguas tumbas donde duermen las reliquias frías de sus reales abuelos. Corro allí suspirando; su guardia me sigue. Nos guía el rastro de su generosa sangre; tintas en ella están las rocas; las húmedas zarzas muestran el ensangrentado despojos de sus cabellos. Llego, lo llamo y, tendiéndome la mano, abre sus ojos, agonizantes, que enseguida cierra. El cielo me arranca, dijo, una vida inocente. Protege, después que yo muera, a la triste Aricia. Caro amigo, si algún día mi padre, desengañado, lamenta la desgracia de un hijo acusado falsamente, para apaciguar mi sangre y mi plañidera sombra dile que trate con dulzura a su cautiva; que le devuelva... Expiró el héroe tras esta palabra, y no dejó entre mis brazos más que un cuerpo desfigurado, triste despojo de la cólera de los Dioses, que desconocerían hasta los mismos ojos de su padre.
TESEO.- ¡Oh hijo mío! ¡Cara esperanza que yo mismo me arrebaté! ¡inexorables Dioses, demasiado me servisteis! ¡Qué remordimientos mortales esperan a mi vida!
TERAMENES.- Llegó entonces la tímida Aricia. Venía, señor, huyendo de vuestra cólera, a aceptarle por esposo a la faz de los Dioses. Se aproxima: ve la hierba humeante y roja; ve (¡qué espectáculo para los ojos de una enamorada!) a Hipólito yacente, informe y blanco. Durante algún tiempo no quiere admitir su desdicha; no reconociendo ya al héroe que adora, ve a Hipólito y todavía pregunta por él. Pero demasiado segura finalmente de que está ante sus ojos, acusa a los Dioses con una triste mirada; y fría, gimiendo, sin sentido, cae desmayada a los pies de su amante. Junto a ella está Ismena; Ismena, que, bañada en llanto, la hace volver a la vida o mejor a su desventura. Y yo he venido, detestando la luz del día, a trasmitiros la última voluntad de un héroe, y a cumplir, señor, el desgraciado mensaje que depositó en mí su corazón expirante. Pero veo que se acerca su mortal enemiga.
ESCENA SEPTIMA
Teseo, Fedra, Terárnenes, Pánope, Guardias
TESEO.- ¡Y bien! Vos triunfáis, mi hijo ya no existe. ¡Ah, cuánto debo temer! ¡Y qué cruel sospecha, absolviéndolo en mi corazón, con justicia me alarma! Pero, señora, ha muerto, recibid vuestra víctima: gozad con su pérdida, legitima o injusta. Acepto que mis ojos se hayan engañado siempre. Lo creo criminal, puesto que sois vos quien lo acusa. Su muerte ofrece motivo suficiente para mi llanto, sin que vaya a buscar revelaciones odiosas, que no pudiendo devolverlo a mi justificado dolor, quizá no harían más que acrecentar mi desdicha. Dejadme, lejos de vos y lejos de estas riberas, escapar de la ensangrentada visión de mi hijo destrozado. Confuso, perseguido por un remordimiento mortal, querría desterrarme del universo. Todo parece levantarse contra mi injusticia. Hasta la gloria de mi nombre acrece mi suplicio. Me ocultaría mejor y si fuese menos conocido de los hombres. Odio hasta los privilegios con que me honran los Dioses, y me retiraré a llorar sus mortíferos favores, sin cansarlos más con inútiles plegarias. Cualquier cosa que por mí hicieran, toda su funesta bondad no podría pagarme lo que me han quitado.
FEDRA.- No, Teseo, hay que romper un injusto silencio: hay que devolver la inocencia a vuestro hijo. El no era culpable.
TESEO.- ¡Ah! ¡Padre infortunado! ¡Y lo condené fiando en vos! Cruel, pensáis que eso basta a perdonaros...
FEDRA.- Los momentos me son preciosos; escuchadme, Teseo. Fui yo quien sobre ese hijo, casto y respetuoso, me atreví arrojar incestuosas e impías miradas. El cielo puso en mi corazón una pasión funesta, y la destable Enona hizo lo demás. Temió ella que Hipólito, conociendo mis furores, descubriera un fuego que lo horrorizaba, y abusando de mi debilidad extrema, se apresuró la pérfida a acusarlo a él mismo ante vos. Ya ha encontrado su propio castigo, y huyendo de mi enojo, ha buscado en las olas un suplicio demasiado suave. El hierro hubiera cortado ya mi suerte, pero yo dejaba gemir a la sospechada virtud, y he querido, exponiendo ante vos mis remordimientos, descender a la muerte por más largo camino. He tomado y he hecho correr en mis ardientes venas un veneno que Medea trajo de Atenas. Llegando ya a mi corazón, en mi corazón moribundo pone ese veneno un frío desconocido; ya sólo a través de una nube veo el cielo y el esposo a quien mi presencia ultraja; y la muerte, que despoja de claridad a mis ojos, restituye su pureza a la luz del día que manchaban.
PANOPE.- ¡Se muere, señor!
TESEO.- ¡Así pudiera morir con ella el recuerdo de acción tan infame! Demasiado convencido ¡ay! de mi error, vamos a mezclar nuestras lágrimas con la sangre de mi desventurado hijo. Vamos a abrazar lo que queda de ese hijo amado, a expiar la furia de un voto que detesto. Rindámosle aquí los honores que tanto mereció; y, para sosegar mejor sus irritados manes, que su amante, a pesar de las tramas de una familia injusta, ocupe desde hoy junto a mí lugar de hija.

FIN