23/10/14

La señorita Julia. August Strindberg.






















La señorita Julia

August Strindberg


Una amplia cocina con techo de vigas decoradas y las paredes laterales ocultas entre telas. La pared del fondo avanza, sesgada, hacia el centro de la escena. A la izquierda, también, dos alacenas adornadas con papel de cocina, y en ellas, baterías de estaño, hierro y cobre. A la derecha, primer término, se ve parte de una gran puerta vidriera, en arco, por donde se divisa una fuente, con surtidor y un amorcillo, entre el ramaje de saúcos en flor y algunos chopos. Puertas a derecha e izquierda. Por la izquierda se distingue la esquina de un fogón de ladrillos con parte de la campana. A la derecha, una mesa de madera blanca para el servicio y algunas sillas. Sobre la mesa, una gran jarra japonesa, con ramos de saúco. También el fogón está adornado con ramas de abedul. En el suelo, esparcidas, ramas de enebro. Un cajón grande para el hielo. Un lavabo. Un fregadero. Sobre la puerta, un grande y antiguo reloj de péndulo. Una bocina de comunicación interior. Cristina, a la izquierda del hogar, remueve una tartera puesta al fuego. Lleva vestido claro y delantal de cocina. Por la puerta de cristales entra Juan, de librea. Trae en la mano unas botas de montar, con espuelas, y las deja en el suelo, bien a la vista del público.

JUAN. También esta noche parece que la señorita Julia está medio loca, ¡Loca de atar!
CRISTINA. ¿Qué? ¿Ya estás ahí?
JUAN. Sí, vuelvo ahora de la estación, de acompañar al señor conde. Al pasar entré en la barraca del baile y allí me encontré a la señorita Julia bailando con el guarda. En cuanto me vio, vino derecha a mí y me invitó a un vals de los que bailan los señores. Bailó de un modo, que no he visto cosa igual. Cuando te digo que está loca...
CRISTINA. Sí... Está violenta desde lo que le sucedió con su prometido.
JUAN. Es posible. De todos modos, era un buen muchacho. ¿Tú sabes cómo ocurrió la cosa? Yo presencié la escena a escondidas.
CRISTINA. ¿Cómo? ¿Que tú los viste?...
JUAN. Sí. Verás: estaban una noche en el patio de las caballerizas, y la señorita le «amaestraba», según decía. ¿Sabes cómo? Pues haciéndole saltar sobre la fusta, como a un perro, a la voz de «¡hop, hop!». Por dos veces saltó sobre ella y recibió otros tantos latigazos: pero, a la tercera, le arrancó la fusta de la mano, la hizo mil pedazos y se marchó.
CRISTINA. ¡Qué me cuentas! Pero ¿pasó así?
JUAN. Como te lo digo. ¿No tienes algo bueno de comer, Cristina?
CRISTINA. (Saca la tartera del fuego y le sirve en un plato a Juan).
Aquí tienes. Un trozo de riñón del asado de ternera.
JUAN. (Olfateando el guiso). Está muy bien. Es una verdadera delicia. (Tocando el plato). Pero has debido calentarme el plato.
CRISTINA. Cuando te pones tonto, eres más exigente que el señor conde. (Le da un cariñoso tirón del pelo).
JUAN. (Con brusquedad). ¡Ay! No me tires de esa manera. . . Ya sabes que soy muy delicado.
CRISTINA. ¡Qué atrocidad! Si era un cariñito... (Juan sigue comiendo; Cristina saca una botella de cerveza del cajón del hielo).
JUAN. ¿Cerveza en la noche de San Juan? Muchas gracias... Tengo algo mejor. (Abre el cajón de la mesa, saca una botella de vino tinto, con etiqueta amarilla). Etiqueta amarilla. ¿Ves? Trae un vaso. Mejor una copa; para beber un vino como éste, una copa.
CRISTINA. (Se dirige otra vez al fogón y coloca en él una cacerola pequeña). ¡Dios asista a la que haya de ser tu mujer! ¡Valiente bribón!
JUAN. Bueno, no presumas... Ya te darías por contenta con un muchacho tan fino como yo... No creo que te perjudique la suposición de que haya algo entre nosotros... (Paladeando el vino). Muy bien... Muy bien... Le falta un poquitín de punto... (Calentando la copa entre las manos). Este lo compramos en Dijón: cuatro francos el litro, sin casco, más el impuesto. ¿Qué haces ahora? ¡Vaya un olor!...
CRISTINA. Una porquería del demonio que la señorita Julia ha dispuesto para dársela a «Diana».
JUAN. Deberías usar otros términos... ¿Por qué has de estar en una noche de fiesta guisoteando para los animales? ¿Es que está enferma la perra?
CRISTINA. Sí... Se escapó con el perro de presa. Aquí mismo hicieron juntos sabe Dios qué diabluras, y la señorita no está por ésas...
JUAN. Ya, ya... Para algunas cosas, la señorita es demasiado orgullosa; para otras, demasiado condescendiente. Ni más ni menos que la condesa, que en paz descanse, que se hallaba a gusto en la cocina y en las caballerizas, pero no quería salir nunca con un caballo solo. Nos dejaba llevar los puños sucios, pero, en cambio, nos exigía la corona del conde en todos los botones. La señorita no se cuida mucho de su persona; podría decirse que no es distinguida: hace poco, cuando bailaba en el barracón, levantó al guarda, que estaba sentado junto a Ana, y ella misma le invitó a bailar. Ya ves: nosotros mismos no deberíamos hacer esto... Pero es lo que sucede: si los amos se vuelven ordinarios, nosotros ¿qué hemos de hacer? Ahora que, como mujer, es estupenda. ¡Qué hombros, que pecho y... lo demás!
CRISTINA. ¿Eh?... Es que también hay mucho retoque... Bien sé yo lo que decía Clara cuando la ayudaba a vestirse...
JUAN. Clara. ¡Puf! Sois unas envidiosas... Yo he salido con ella; la he visto montar a caballo... Y además, ¡cómo baila!
CRISTINA. Oye, Juan. Bailarás conmigo, ¿verdad?, cuando termine aquí.
JUAN. Desde luego.
CRISTINA. ¿Me lo prometes?
JUAN. ¿Prometer? Te lo he dicho, y lo hago. Ahora, gracias por el refrigerio; estaba muy bueno. (Tapa la botella).
JULIA. (En la puerta de cristales, dirigiéndose a los de fuera). Voy enseguida. Vosotros, seguid... (Juan oculta la botella en el cajón de la mesa y se levanta respetuoso. Julia se dirige al fogón y pregunta a Cristina): ¿Está ya? (Cristina le indica con un gesto que Juan está presente).
JUAN. (Con cierta gentileza). ¿Las señoras tendrán sus secretos?...
JULIA. (Dándole con el pañuelo en la cara). ¿Es muy curioso el señorito?
JUAN. ¡Cómo huele a violetas!
JULIA. (Coqueta). ¡Descarado! ¿Es que también entiende usted de perfumes? Porque bailar, sí sabe. Váyase, y cuidadito con escuchar...
JUAN. (Con cierta firmeza, aunque correcto). ¿Se trata quizás de algún filtro mágico que las señoras preparan en la noche de San Juan? ¿Algo con que poder leer en las estrellas propicias del nombre de nuestra prometida?
JULIA. (Con dureza). Pues para llegar a leerlo ya puede usted tener buenos ojos. (A Cristina). Viértelo en una botella y tapónalo fuertemente. (A Juan). Véngase usted ahora a bailar esta «escocesa» conmigo. (Deja caer el pañuelo sobre la mesa).
JUAN. (Titubeando). Me desagrada ser descortés, pero este baile ya se lo había prometido a Cristina.
JULIA. Ya bailará usted otro. (Va hacia Cristina). De verdad, de verdad, Cristina: ¿no quieres prestarme a Juan?
CRISTINA. Eso no depende de mí. Ya que la señorita es tan amable, él no puede negarse. Ve, desde luego, ve y agradece el honor que la señorita te dispensa.
JUAN. Yo no quisiera que la señorita Julia lo pudiese tomar a mal; pero, si he de ser franco, no considero prudente que la señorita elija dos veces a un mismo servidor como pareja de baile, especialmente entre estas gentes tan dadas a hacer suposiciones.
JULIA. (Indignada). ¿Qué quiere decir eso? ¿De qué suposiciones se trata?... ¿Qué insinuación es ésa?
JUAN. (Evasivo). Si la señorita Julia no quiere entenderme, hablaré con más claridad. Estas gentes, no ven con buenos ojos que la señorita dé preferencias a uno de sus servidores, habiendo tantos que desearían el mismo honor.
JULIA. ¡Preferencias! Pero ¿qué se imagina usted? ¡Me asombro! Yo, la señora de la casa, honro la fiesta campestre con mi presencia, y al decidirme a bailar, lo hago con un criado de confianza, que sepa comportarse y no me ponga en evidencia.
JUAN. Lo que la señorita disponga; estoy a sus órdenes.
JULIA. (Condescendiente). ¡No hable de órdenes ahora! Esta noche somos alegres compañeros en una fiesta popular en la que no hay categorías. Eso es: déme usted el brazo. No te inquietes, Cristina, que no te robaré tu tesoro.
(Juan le da el brazo y salen. Cristina, queda sola. En la lejanía se oye una «escocesa» ejecutada por una orquesta de violines. Cristina tararea al compás de la música mientras recoge el servicio usado por Juan; lava el plato, lo seca y lo coloca en la alacena. Luego se quita el delantal, saca un espejo del cajón de la mesa, enciende una vela, calienta en la llama una horquilla, con la que se riza el flequillo. Luego se acerca a la puerta de cristales y mira hacia afuera; vuelve a la mesa, ve el pañuelo olvidado por Julia, lo huele, y después, abstraída, lo va extendiendo entre las manos y lo dobla en cuatro dobleces).1
JUAN. (Entrando). ¡Decididamente está loca! ¡Bailar de esa manera! La gente desde las puertas se burlaba de ella. ¿Qué dices de esto, Cristina?
CRISTINA. Es que le ocurren cosas que la hacen aparecer como una extravagante. Bueno: ¿vienes para bailar conmigo?
JUAN. ¿No estás incomodada por haberte dejado antes?
CRISTINA. No, ya lo sabes. Yo sé estar en mi puesto.
1 N. del A.—Esta escena muda ha de representarse como si la actriz estuviese realmente sola; no se ha de apresurar como temiendo la impaciencia de los espectadores. Se volverá de espaldas al público cuando sea preciso, y no mirará a las plateas.
JUAN. (Rodeándole el talle con el brazo). Eres una muchacha formal y llegarás a ser una excelente ama de casa.
JULIA. (Entra con rapidez; desagradablemente sorprendida, dice con violencia): ¡Vaya un caballero que deja a su pareja plantada!
JUAN. Al revés, señorita Julia; me he apresurado a venir en busca de la abandonada.
JULIA. (Cambiando de tono). ¿Sabe usted que baila mejor que ninguno? ¿Por qué lleva la librea en una noche como ésta? Quítesela enseguida.
JUAN. Entonces le ruego a la señorita que se retire unos instantes, porque es aquí donde tengo mi traje negro. (Se dirige hacia la izquierda).
JULIA. ¿Se preocupa por mí? ¡Por cambiarse de chaqueta!... Váyase, entonces, a su cuarto y vuelva enseguida. O quédese; yo me pondré de espaldas.
JUAN. Con su permiso, señorita Julia. (Va hacia la izquierda y se le distingue a medias un brazo mientras está cambiando de ropa).
JULIA. Oye, Cristina: ¿es que Juan es tu amor, para que tengas tanta confianza con él?
CRISTINA. (Cara al fogón). ¿Amor? Así será, si le parece. Nosotros lo llamamos así.
JULIA. ¿Llamar?...
CRISTINA. También tuvo la señorita Julia un amor y...
JULIA. Es cierto: ya estábamos prometidos.
CRISTINA. Y no pasó de ahí. (Se sienta y va adornándose poco a poco; entra Juan con traje y sombrero negros).
JULIA. «Tres gentil, monsieur Jean! ¡Tres gentil!».
JUAN. «Voulez­vous plaisanter, madame la comtesse!».
JULIA. «Et vous voulez parler français!» ¿Dónde lo aprendió usted?
JUAN. En Suiza, cuando fui camarero de uno de los mejores hoteles
de Lucerna.
JULIA. ¡Pero es que lleva usted el traje con la misma soltura que un caballero! ¡Magnífico! (Se sienta sobre la mesa).
JUAN. La señorita me adula.
JULIA. (Ofendida). ¿Adular, yo? Y... ¿a usted?
JUAN. Mi natural modestia me impide creer que la señorita pueda tener frases de sincera consideración hacia un hombre como yo; por eso me he permitido creer que exageraba o que adulaba... como suele decirse.
JULIA. ¿Dónde aprendió usted a expresarse de esa manera? Debe usted haber ido mucho al teatro.
JUAN. Así es: he frecuentado lugares distinguidos.
JULIA. Pero ¿nació usted en estas tierras?
JUAN. Mi padre era arrendatario del procurador del Rey en este mismo distrito. Conocí a la señorita siendo muy niña, aunque la señorita no se fijara entonces en mí.
JULIA. ¿De veras?
JUAN. Sobre todo, recuerdo que una vez... Sí; pero no debo hablar de esto ahora...
JULIA. ¡Hable, hable! ¿Por qué no? Para complacerme. . .
JUAN. No; ahora, precisamente ahora, es imposible. Otra vez, ¿quién
sabe?...
JULIA. Decir otra vez es como decir nunca... ¿Tan peligroso es ahora?
JUAN. Peligroso, no; pero mejor será dejarlo. ¡Fíjese usted en ésa!...
(Señala a Cristina, que se ha dormido).
JULIA. Será una buena ama de casa; a lo mejor, ronca también.
JUAN. Roncar, no; pero habla dormida.
JULIA. ¿Cómo lo sabe usted?
JUAN. Porque la he oído. (Pausa, durante la cual ambos se miran fijamente).
JULIA. ¿Por qué no se sienta?
JUAN. No puedo permitírmelo en presencia de la señorita.
JULIA. ¿Y si se lo mando?
JUAN. Entonces obedeceré.
JULIA. ¡Siéntese! Pero, aguarde: ¿puede usted darme algo de beber?
JUAN. No sé lo que habrá aquí en el cajón: probablemente, cerveza y
nada más.
JULIA. No es para despreciarla. Por mi parte, tengo gustos tan
sencillos, que la prefiero al vino.
JUAN. (Saca una botella del cajón del hielo y la descorcha. Trae un vaso y un plato). ¿Puedo servirla?
JULIA. Gracias. Y usted ¿no bebe?
JUAN. Realmente no soy muy aficionado a la cerveza; pero si la
señorita me lo manda...
JULIA. ¡Mandarle!... Creo únicamente que como un galante caballero
debe acompañar a su dama.
JUAN. Es muy justo. (Descorcha otra botella, se sirve y bebe).
JULIA. Brinde usted ahora a mi salud. (Juan titubea).
JUAN. (Declamatorio, arrodillándose). ¡A la salud de mi dama!
JULIA. Muy bien; ahora me besa usted un zapato, y así resulta
perfecto. (Juan vacila unos instantes; pero después aferra
atrevidamente el pie y lo besa). Muy bien: ha debido usted dedicarse
al teatro.
JUAN. (Levantándose). No podemos seguir así, señorita Julia. Podría entrar alguien y vernos.
JULIA. ¿Y qué?
JUAN. Que la gente tendría motivos para hablar. Si la señorita supiera lo sueltas que han estado las lenguas hace poco. . .
JULIA. ¿Qué decían? Dígamelo. Siéntese antes.
JUAN. (Sentándose). No quisiera ofenderla, pero hacían uso de ciertas expresiones... Vamos, como si tratasen de dar a entender... que... Ya lo entiende la señorita. La señorita no es una niña, y si la ven beber con un hombre ­aunque éste sea su criado­, especialmente de noche... Entonces...
JULIA. Entonces ¿qué? Sin contar con que no estamos solos. También está aquí Cristina.
JUAN. Sí, pero dormida.
JULIA. ¡Pues la despertaré! (Se levanta). ¡Cristina! ¿Duermes?
CRISTINA. (Entre sueños), ¡Va, va, va...!
JULIA. ¡Cristina, qué modo de dormir!
CRISTINA. (Balbuceando dormida). Las botas del señor conde ya están lustradas... Preparar el café enseguida, enseguida. ¡Oh!... ¡Oh!... ¡Puf... Puf!...
JULIA. (Dándole un tirón de la nariz). ¿Quieres despertar de una vez?
JUAN. (Con severidad). No perturbe usted su sueño, señorita.
JULIA. (Molesta). ¿Cómo?
JUAN. Quien ha estado todo un día junto al fogón debe hallarse cansado cuando llega la noche. Hay que respetar ese sueño.
JULIA. (Cambiando de tono). Eso está muy bien dicho, y le honra a usted. (Alargándole la mano). Ahora vamos juntos para que me recoja usted unas cuantas ramas de saúco. (En este instante se despierta Cristina, y adormilada, se dirige hacia la izquierda para acostarse).
JUAN. ¿Que salga con la señorita?...
JULIA. Sí, conmigo.
JUAN. Eso no está bien, no está bien bajo ningún concepto.
JULIA. (Riéndose). ¡No me explico lo que quiere usted darme a entender! ¿Es posible que se haga usted ilusiones?
JUAN. Yo, no; pero no hay que olvidar a la gente.
JULIA. ¿Por qué? ¿Van a creer que me he enamorado de mi criado?
JUAN. Yo no soy un hombre presumido, señorita; pero como se han visto casos semejantes, para las gentes no hay nada sagrado...
JULIA. Parece usted un aristócrata.
JUAN. Y lo soy.
JULIA. Pues yo desciendo...
JUAN. Fíjese en mi consejo, señorita: no descienda. Nadie creerá que ha descendido voluntariamente, sino que ha caído.
JULIA. Es que yo tengo mucha mejor opinión de la gente. Venga usted, y verá; ¡venga, venga! (Provocativa).
JUAN. ¡Qué extraña es usted!
JULIA. Es posible; pero también usted lo es. Todo es extraño en general. La vida, los hombres; todo es igual a un bloque de hielo, arrastrado de un lado a otro sobre la superficie del agua, hasta que se hunde, se hunde... Tengo un sueño que se me repite con frecuencia y en el cual se me ocurre pensar ahora. Me veo sentada sobre una columna altísima, sin medios para poder bajar; me da vértigo el mirar hacia abajo, pero he de mirar, y me falta valor para tirarme; ya no me puedo sostener, y anhelo caer, pero no caigo; y no tengo sosiego, no tengo alegría hasta hallarme abajo, hasta verme, en el suelo. Mas, cuando llego al suelo, deseo descender más, hundirme bajo la tierra. ¿Ha experimentado usted alguna vez algo semejante?
JUAN. No, señorita, no. Yo suelo soñar que estoy tendido bajo un árbol recio y frondoso en lo más intrincado de la selva. Deseo subir, subir a las últimas ramas para poder admirar el claro paisaje a mi alrededor, donde el sol brilla, y robar en lo alto el nido de los pájaros de huevos de oro. Y trepo, trepo; pero el tronco es tan grueso y tan escurridizo y está tan lejos la primera rama... Pero estoy cierto de que si llegase a asirme de esa primera rama, podría llegar a lo alto como si subiese por una escalera. No la he alcanzado aún, pero la alcanzaré, aunque sea sólo en sueños.
JULIA. ¡Y yo me estoy aquí (riéndose) hablando de sueños con usted! ¡Vámonos ya! Sólo hasta el Parque. (Dándole el brazo, se dirigen hacia la puerta).
JUAN. Hoy deberíamos dormir sobre las hierbas nuevas de la noche de San Juan: entonces se realizarían todos nuestros sueños. (Al salir se detienen de pronto: Juan se lleva la mano a un ojo).
JULIA. Déjeme ver lo que le ha entrado en el ojo.
JUAN. ¡Oh, nada! Una motita; esto pasa enseguida.
JULIA. Le he rozado con la manga de mi vestido... Siéntese y le ayudaré. (Le coge de un brazo y le obliga a sentarse sobre la mesa; luego le sujeta la cabeza por la nuca y trata de limpiarle el ojo con la punta de un pañuelo). Estése usted quieto. Tranquilícese, hombre; no se mueva usted. (Dándole un palmetazo en la mano). ¿Así me obedece usted?... Parece como si este hombretón tan recio y tan alto estuviese temblando... (Se ríe y le palpa los brazos). ¡Con estos brazos!
JUAN. (Amonestándola) ¡Señorita Julia!
JULIA. ¡Qué... «monsieur Jean»!
JUAN. «Attention! Je ne suis qu’un homme!».
JULIA. ¿Quiere usted estarse quieto? ¡Vaya! ¡Ya lo tenemos aquí! Béseme usted la mano en señal de agradecimiento.
JUAN. (Levantándose). Óigame usted, señorita, Cristina se ha ido ya a dormir. ¿Quiere usted oírme?
JULIA. Antes béseme usted la mano.
JUAN. Pero óigame.
JULIA. La mano antes...
JUAN. Perfectamente; pero usted cargará con toda la responsabilidad.
JULIA. (Riéndose). ¿De qué?
JUAN. ¿De qué...? ¿Tan niña es aún la señorita a los veinticinco años?
¿Ignora que es peligroso jugar con fuego?
JULIA: Para mí, no: estoy asegurada.
JUAN. (Atrevido). No lo está usted; y aunque lo estuviese, tiene usted
que pensar en que hay materia inflamable a su alrededor.
JULIA. ¿Será usted esa materia?
JUAN. Sí, sí, señorita, sí; no por lo que soy, sino únicamente por ser joven...
JULIA. ...de buena presencia... ¡Qué increíble vanidad! ¡Un Don Juan tal vez! ¡O un casto José! ¡En realidad, creo que es usted un casto José! (Se sonríe).
JUAN. ¿Lo cree usted así?
JULIA. Casi lo temo. (Juan se dirige resueltamente a ella e intenta sujetarla para darle un beso. Ella le da un manotazo). ¡Largo de aquí!
JUAN. ¿Es en broma o en serio?
JULIA. En serio.
JUAN. Entonces, antes era en serio también. Usted juega en serio demasiado, y eso es peligroso. Sin embargo, ahora estoy cansado del juego y le suplico que me perdone si vuelvo a mis ocupaciones. (Va a coger las botas). El señor conde ha de tener las botas lustradas a primera hora, y ya hace tiempo que dio la media noche.
JULIA. Deje usted esas botas.
JUAN. No; ésta es mi obligación, y he de cumplirla. No he pretendido ser su compañero de juegos, ni deseo serlo, porque me considero muy superior a semejante papel.
JULIA. ¡Es usted un soberbio!
JUAN. En algunos casos sí, y en otros... no.
JULIA. ¿Ha amado usted alguna vez?
JUAN. Nosotros no empleamos esa frase, pero he querido a varias muchachas; y en cierta ocasión enfermé por una que no llegué a conseguir: enfermo, como los príncipes de «Las mil y una noches», que por exceso de amor no pueden comer ni beber... (Vuelve a dejar las botas donde estaban).
JULIA. ¿Y quién era ella? (Juan no contesta). ¿Quién era?
JUAN. No me puede usted obligar a decirlo.
JULIA. ¿Y si se lo ruego como a un amigo, como a un igual? (Suavemente). ¿Quién era?
JUAN. Usted.
JULIA. (Sentándose). ¡Vaya una salida ridícula!
JUAN. Sí; si realmente quiere usted saberlo, es ridículo. ¿Ve usted? Esta es la historia que antes no quise referirle; pero ahora sí. ¿Sabe usted, señorita, cómo se ve el mundo desde abajo? No, eso no lo sabe. A los gavilanes y a los halcones no se les divisa el lomo, porque están en lo alto. Crecía yo en mi casa de campesinos con siete hermanas y... un cerdo fuera, en los prados llanos y verdes, donde no se alzaba ni un árbol. Pero desde mi ventana distinguía la tapia del parque del señor conde, con sus frondas de manzanos en flor. Aquel era el jardín del Paraíso y dentro estaban los ángeles con sus espadas flamígeras custodiándolo. A pesar de todo, otros muchachos y yo llegamos a dar con el camino del árbol de la vida... ¿Me desprecia usted ahora?
JULIA. ¡Oh... robar manzanas! Eso lo hacen todos los chiquillos.
JUAN. Eso dice usted ahora, pero en el fondo me desprecia ¡Tanto es así!... Una vez vine al jardín con mi madre para limpiar de hierbajos el sembrado de cebollas. Junto a la tapia del huerto había un pabellón turco a la sombra de los jazmineros, cubierto por madreselvas. Yo no podía imaginar para qué servía aquello; pero en mi vida había visto un edificio tan maravilloso. Con frecuencia entraba y salía gente de él, hasta que una vez vi la puerta abierta: me escurrí y dentro contemplé las paredes cubiertas por retratos de reyes y emperadores; la ventana tenía rojos cortinajes con franjas de seda. Ahora ya se da usted cuenta de si entiendo algo... (Coge una ramita de saúco y, sin soltarla, se la da a oler a la señorita). Yo no había estado nunca en el palacio, no había visto nada más que la iglesia; pero aquello era mucho más suntuoso; y adonde fuesen mis pensamientos, siempre volvían a fijarse aquí. Poco a poco fue creciendo en mí el deseo de conocer toda esta riqueza; me introduje al fin y admiré; a poco llegó alguien. El edificio no tenía más que una salida, pero yo encontré otra: no tenía dónde escoger. (Julia, que había cogido la ramita de saúco, la deja caer sobre la mesa). Salté, pues, la ventana, escalé una cerca, atravesé a la carrera las parvas, llegué a la terraza de las rosas; allí distinguí un vestidito claro, unas medias blancas: era usted. Me oculté bajo un montón de hierbajos. ¿Puede usted imaginarlo? Bajo unos cardos que me pinchaban y entre hediondos terrones de tierra húmeda. La contemplaba a usted paseándose entre las rosas, y pensaba: «Si es cierto que un asesino puede llegar al cielo y vivir junto a los ángeles, tan extraño resulta que un hijo de campesinos pueda llegar en esta tierra de Dios, a un parque como éste y jugar con la hija de un conde. . .»
JULIA. (Elegíaca). ¿Cree usted que todos los niños pobres hubieran tenido en el mismo caso la misma idea?
JUAN. (Dudando en principio; después, con resolución). ¿Todos los niños pobres?... Sí; naturalmente. Es seguro.
JULIA. ¡Debe ser una desdicha inmensa ser pobre!
JUAN. (Con profundo dolor, marcadamente exagerado). ¡Ay, señorita Julia! ¡Ay!... Un perro puede dormir en el sofá de los amos; un caballo recibir en su hocico la caricia de una mano de señora; pero un muchacho... (Cambia de tono). Sí, sí; a muchos les basta con seguir viviendo; pero con frecuencia hasta eso mismo es un problema. Entretanto, ¿sabe usted lo que hice? Salté, vestido como estaba, al arroyo del molino; de allí me sacaron para apalearme. Al domingo siguiente, cuando mi padre y toda la familia fueron a visitar a la abuela, me las arreglé de manera que me dejaron en casa. Entonces me lavé con jabón y agua caliente, me puse mi mejor traje y me fui a la iglesia para poder verla a usted. La vi y volví a casa con la decisión de matarme; pero quería morir gratamente, bien, sin dolor. Recordé que era peligroso dormirse bajo un árbol de saúco; nosotros teníamos uno en plena floración; le arranqué todas las flores de que se hallaba cubierto y me acosté con ellas en el cajón de la avena. ¿No se ha fijado usted en lo suave que resulta la avena? Tan dulce al tacto como la piel humana. Cerré la tapa, me amodorré, dormí profundamente, despertándome al fin realmente enfermo, muy enfermo...: pero no me morí, como puede verse. En realidad, no sé lo que yo anhelaba. No había medio, no había posibilidad de intentar conquistarla: usted fue una prueba de la desesperación que es para mí el origen del medio en que he nacido.
JULIA. ¿Sabe usted que refiere las cosas con mucha gracia? ¿Fue usted a la escuela?
JUAN. Poco; pero he leído muchas novelas y fui con frecuencia al teatro. Sin contar con que he tenido constantes ocasiones de oír hablar a gentes distinguidas, y de ellas he aprendido.
JULIA. ¿Escucha usted lo que nosotros decimos?
JUAN. Naturalmente. He oído muchísimas cosas sentado en el pescante o remando en la lancha. Una vez oí a la señorita hablar con una amiga...
JULIA. ¿Y eso? ¿Qué oyó? ¿Qué oyó usted?
JUAN. No es cosa para decirla así como así; pero estaba realmente admirado y no acababa de explicarme dónde habría usted podido aprender todas aquellas palabras... ¡Tal vez no haya en realidad tanta diferencia como se cree entre hombres y hombres!
JULIA. ¿No le da vergüenza? Nosotras no vivimos como viven las mujeres de la clase de ustedes cuando tenemos un prometido.
JUAN. (Mirándola fijamente). ¿Está usted segura? No es cosa de que la señorita se muestre tan inocente ante mí.
JULIA. Era un canalla y le había entregado mi corazón.
JUAN. Eso es lo que dicen siempre las muchachas... después.
JULIA. ¿Siempre?
JUAN. Creo que siempre, porque esa expresión la he oído muchas veces en casos semejantes.
JULIA. ¿Qué casos?
JUAN. En los casos de que antes hablábamos. La última vez...
JULIA. Basta. Ya no quiero oír nada más.
JUAN. Tampoco ella lo quería. ¡Es extraño! Perfectamente. Entonces le

suplico que me permita retirarme a descansar.
JULIA. (Con aspereza). ¡Acostarse la noche de San Juan!
JUAN. Claro. No me divierte bailar ahí fuera con esa gentuza.
JULIA. Coja usted la llave del embarcadero y vámonos a pasear en
lancha por el lago; deseo ver amanecer.
JUAN. ¿Cree usted que eso es razonable?
JULIA. ¡Parece que teme usted por su reputación!
JUAN. ¡Es posible! No me agradaría hacer el ridículo; ni quisiera
tampoco que me despidieran de mala manera, sin darme certificados.
También me creo obligado con Cristina.
JULIA. Vamos, ya apareció Cristina otra vez.
JUAN. Sí, pero especialmente por usted. Siga mi consejo: suba usted a su cuarto y acuéstese.
JULIA. ¿Soy yo quien debe obedecerle?
JUAN. Por esta vez, sí y para su bien. ¡Se lo ruego! Es ya muy tarde: el sueño emborracha también y calienta la cabeza. Váyase usted a descansar. Además, que, si no veo mal, por allí viene gente en mi busca. Si nos encuentran aquí a estas horas, está usted perdida. (A lo lejos se percibe el canto de un coro que va acercándose poco a poco).
JULIA. Conozco y quiero a mis gentes, tanto como ellos me quieren a
mí. Deje usted que vengan y verá.
JUAN. No, señorita Julia, no; la gente no la quiere. Comen su pan,
pero a sus espaldas la escarnecen. Créame. Oiga, oiga usted lo que
cantan... Aunque, no; mejor es que no lo oiga.
JULIA. (Prestando atención). ¿Qué cantan?
JUAN. Unas bromas refiriéndose a usted y a mí.
JULIA. ¡Qué asco! ¡Puaf! ¡Cuánta maldad encierran!
JUAN. La canalla es siempre falsa. Y en la lucha con ella no hay más
remedio que huir.
JULIA. ¿Huir?... ¿Dónde?... Fuera... Ya no podemos salir. Tampoco entrar en el cuarto de Cristina. JUAN. Pues en el mío, entonces. La necesidad hace ley. De mí puede
usted fiarse, porque soy su más leal y respetuoso amigo... JULIA. Imposible. ¿Y si se les ocurriera ir a buscarle allí? JUAN. Cierro la puerta con cerrojo, y si tratan de echarla abajo,
disparo. Venga usted. (Suplicante). ¡Venga usted!
JULIA. (Con intención). Pero me promete...
JUAN. ¡Lo juro! (Julia sale aprisa y él la sigue excitadísimo).

(Varias parejas con trajes de fiesta y flores en los sombreros entran
por la puerta de cristales guiadas por uno de ellos que toca el violín y los dirige. En la mesa del centro van colocando un tonelito de cerveza y un barrilito de aguardiente cubiertos con ramas verdes. Sacan de las alacenas varios vasos y beben. Después forman un corro y bailan cantando la canción de antes. Al fin, sin separarse ni dejar de cantar, salen por la puerta de cristales en la misma forma que entraron. Julia entra sola por la izquierda; al ver el desorden en que se halla la habitación cruza las manos asombrada; luego saca la polvera y se pasa la borla por la cara).
JUAN. (Acercándose desde la izquierda a la condesa Julia, le dice con exaltación): ¿Ve usted? ¿Lo ha oído por sí misma? ¿Cree usted posible seguir aquí?
JULIA. No lo volveré a hacer, no... Pero ¿qué puede intentarse?
JUAN. Pues huir, viajar, salir de aquí.
JULIA. ¿Viajar? Muy bien; pero ¿dónde?
JUAN. A Suiza, a los lagos de Italia. ¿No ha estado usted nunca por allí?
JULIA. No. Es muy bello todo eso, ¿verdad?
JUAN. Un verano constante: naranjas, laureles... ¡Ah!...
JULIA. Y una vez allí, ¿qué podríamos hacer?
JUAN. Instalaremos un hotel de primer orden, con huéspedes de primer orden también.
JULIA. (Asombrada). ¿Un hotel?
JUAN. Eso es vivir, créame. Constantemente caras nuevas, idiomas distintos; ni un instante para poder soñar; no hay que buscar ocupaciones, pues el trabajo se presenta por sí solo. Día y noche suena la campana, silban los trenes, van y vienen los coches de la estación, y entretanto, caen las monedas de oro en la caja. Sí. ¡Eso es vivir!
JULIA. Sí; eso es vivir... Pero ¿y yo?. . .
JUAN. ¡La dueña del establecimiento, la honra de la razón social! Con sus maneras y su aspecto, el éxito es seguro. ¡Enorme! Sentada en su despacho como una reina, pone en movimiento a sus esclavos con la sola presión de un timbre. Los huéspedes desfilan ante su trono y van depositando humildemente sus tesoros en la caja. No puede usted imaginar cómo tiemblan las gentes al presentarles la cuenta. Yo me ocuparé de que sean bien amargas, y usted, en endulzarlas con su más graciosa sonrisa. ¡Oh! Vámonos, vámonos pronto de aquí. (Saca del bolsillo una Guía). Enseguida, en el primer tren. A las seis y media, en Malno, mañana en Hamburgo a las ocho y cuarenta; Francfort; Basilea; un día; y con el ferrocarril de San Gottardo, en Como; total: un viaje de tres días, de tres días solamente.
JULIA. Todo eso es muy bello. Pero, Juan, debes infundirme valor. Di que me quieres. Abrázame.
JUAN. (Vacilando). Bien quisiera; pero ya no me atrevo. Aquí, no; en esta casa, no. La quiero, no puede dudar de que la quiero. ¿Podría usted dudarlo?
JULIA. (Muy femenina). ¿Usted?... De tú. Entre nosotros ya no existen barreras. De tú.
JUAN. (Angustiado). No puedo, no. Las barreras existen mientras nos hallemos en esta casa, en este ambiente. Aquí está el pasado, aquí está el señor conde. Jamás me he visto ante un hombre que me inspire mayor respeto. Con sólo ver sus guantes sobre una silla, me achico; si oigo el timbre de arriba, salto como un caballo espantadizo. Me basta estar viendo ahí sus botas, rígidas y severas, para sentir escalofríos por la espalda. (Aparta con el pie las botas). No hay medio de librarnos de los prejuicios y supersticiones que nos han imbuido desde la infancia. Vámonos a otro país, a una república, y podrá prosternarse ante la librea de mi portero —prosternarse, sí—, pero no yo. No he nacido yo para estar prosternado, porque en mí hay madera, hay carácter; y ahora que ya he logrado asirme de la primera rama, ya me verá usted subir, subir. Hoy día aún soy un criado; el año que viene seré colono; dentro de diez años, propietario. Luego, en Rumelia, me haré condecorar y podré —fíjese en que digo podré— acabar mis días siendo conde.
JULIA. Bien, bien.
JUAN. En Rumelia puede adquirirse un título de conde, y usted será condesa. ¡Mi condesa!
JULIA. (Que ha ido pasando por las distintas sensaciones, desde una conformidad optimista hasta el asombro y la indignación). ¡Pero qué es para mí todo eso, que voluntariamente arrojo ahora por la ventana! (Cambiando de tono, con una última esperanza). Dime que me quieres... Sin tu cariño, ¿qué soy yo?
JUAN. Se lo diré mil veces; pero después; aquí, no. Y no nos pongamos sensibles si no queremos perderlo todo. Debemos tomar las cosas con calma, como gentes prudentes. (Coge un cigarro, lo
despunta y lo enciende). Siéntese aquí; yo me sentaré a su lado, y
charlaremos lo que convenga, como si nada hubiese ocurrido.
JULIA. ¡Pero por Dios! ¿Es que carece usted de sensibilidad?
JUAN. ¿Yo? No hay hombre más sentimental; pero sé dominarme.
JULIA. Hace poco me besaba el zapato. ¿Y ahora?...
JUAN. (Con dureza). Antes, sí; pero ahora tenemos que pensar en
otras cosas.
JULIA. ¡No me hable con dureza!
JUAN. Con dureza, no; pero sí con prudencia. Hemos cometido una
verdadera locura; no hagamos otras. El señor conde puede volver
dentro de unos instantes, y hemos de resolver nuestro porvenir antes
de su vuelta. ¿Qué piensa usted de mis proyectos? ¿Le convienen?
JULIA. Los creo aceptables. Pero dígame usted: para llevar a cabo esa
empresa será preciso disponer de algún capital. ¿Lo tiene usted?
JUAN. (Fumando). ¿Yo? Claro; yo poseo práctica, experiencia del
negocio, conocimiento de idiomas... Este es un capital que algo vale.
JULIA. Sí, pero con él no podemos comprar ni los billetes para el tren.
JUAN. Eso es cierto también. Pero justamente por eso busco un
capitalista que aporte fondos.
JULIA. ¿Y dónde va usted a encontrarle con tal prisa?
JUAN. Pues lo encontrará usted si se convierte en mi asociada.
JULIA. Eso es imposible, porque yo nada poseo. (Pausa).
JUAN. Entonces todo se viene abajo.
JULIA. ¿Qué?
JUAN. Nos quedamos como estábamos.
JULIA. ¿Pero imagina usted que voy a vivir en esta casa como amante suya? ¿Que voy a consentir que me señalen las gentes con el dedo? ¿Cree usted que tendré el valor de mirar a la cara a mi padre? No, no; lléveme usted de aquí: lejos de la deshonra y de la vergüenza. ¡Qué hice, Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío! (Llora).
JUAN. ¡Uy! ¡Uy! Ahora sí que empezamos. ¿Que qué ha hecho? Lo mismo que hicieron otras mil antes que usted.
JULIA. (Levantando la voz, dominada ya por los nervios). ¡Y ahora va usted a despreciarme!... ¡Me caigo, me desplomo!
JUAN. Caiga usted hacia mi lado, que más adelante la levantaré.
JULIA. ¿Qué fuerza prodigiosa me atrae hacia usted? ¿La que empuja al débil hacia el fuerte, al caído hacia el que sube? ¿Era amor? ¿Amor esto? ¿Usted sabe lo que es amor?
JUAN. ¿Yo? Creo que sí. ¿Cree usted que no lo he experimentado antes?
JULIA. ¿Qué idiomas habla? ¿Qué ideas se le ocurren?
JUAN. Los que aprendí y así son. No se ponga nerviosa. ¡No se haga la madamita! Nos hemos repartido una sopa que debemos comerla juntos. Mira, mira, muchacha: ven; voy a darte un vasito de un vino especial. (Abre el cajón de la mesa, saca la botella de vino y llena dos vasos de los ya usados que hay sobre la mesa).
JULIA. ¿Qué vino es ése?
JUAN. El de la cueva.
JULIA. ¡El borgoña de mi padre!
JUAN. ¿Y es demasiado bueno para el yerno?
JULIA. Yo bebo cerveza.
JUAN. Eso demuestra que tiene usted peor gusto que yo.
JULIA. ¡Ladrón!
JUAN. ¿Va usted a delatarme?
JULIA. ¡Dios mío! ¡La cómplice de un ladronzuelo! ¿Es que me he
embriagado esta noche y he procedido entre sueños? ¡La noche de
San Juan! ¡El festival de inocentes alegrías!
JUAN. ¿Inocentes? ¡Ejem!
JULIA. (Andando de un lado para otro). ¿Habrá en la tierra un ser tan
desdichado como yo?
JUAN. ¿Por qué ha de serlo? ¡Tras semejante conquista! Recuerde usted a Cristina... ¿Cree usted que ella no tiene también sensibilidad?
JULIA. Lo creía antes, pero ahora no. No; el criado es un criado, y
nada más.
JUAN. ¡Y la mujerzuela es una mujerzuela, y nada más!
JULIA. (Cayendo de rodillas con las manos juntas). ¡Dios del Cielo,
toma esta vida miserable! ¡Sácame del fango en que me ahogo!
¡Sálvame! ¡Sálvame!
JUAN. No puedo negar que me da usted lástima. Entonces, cuando yacía en el campo de las cebollas, viéndola a usted en el jardín de las rosas —ahora se lo puedo decir—, tuve las mismas ideas puercas de todos los muchachos...
JULIA. Sin embargo, trató usted de morir por mí.
JUAN. ¿En el cajón de la avena? ¡Palabrería!
JULIA. ¿Fue un embuste entonces?
JUAN. (Empieza a adormilarse). Aproximadamente. Leí una historia
una vez en un folletín: se trataba de un chico de un fumista que se metió en un cajón de flores de saúco porque le habían condenado a pasar un tanto mensual a una mujer.
JULIA. ¡Ah! ¿Así es usted?
JUAN. ¿Iba a inventar otra cosa? A las mujeres se las alcanza
adulándolas.
JULIA. ¡Sinvergüenza!
JUAN. ¡Perdón!
JULIA. ¡Iba a ser yo la primera rama!
JUAN. ¡La rama estaba podrida!
JULIA. ¡Iba a ser yo la «honra del Hotel»!...
JUAN. ...Y el Hotel, yo.
JULIA. Sentándome en su despacho, embaucando a sus parroquianos, falsificando las cuentas...
JUAN. No, no; de eso me hubiera encargado yo.
JULIA. ¡Que un alma humana encierre tal suciedad!
JUAN. ¡Lávese bien!
JULIA. ¡Lacayo! ¡Criado! ¡Levántate, que te estoy hablando!
JUAN. ¡Contén la lengua, mujerzuela de lacayo, o sal de aquí! ¿Pretenderás reprocharme que sea grosero? Ninguna mujer de mi clase se hubiese comportado nunca como tú esta noche. ¿Crees que una muchacha de costumbres sencillas busca, provoca a un hombre como lo has hecho tú? ¿Viste nunca a una muchacha de servir ofrecerse de esa manera?
JULIA. (Consternada). Perfectamente; pégame, pisotéame. ¡No merezco otra cosa! Soy una miserable, pero ayúdame... ¡Ayúdame si aún hay posibilidad de ayudarme!
JUAN. (Con mayor suavidad). No pretendo renunciar a lo que me corresponde por el hecho de haberla seducido. ¿Cree usted que una persona de mi condición se hubiese atrevido nunca a levantar los ojos hasta usted, si usted misma no la hubiese alentado? Todavía me parece imposible y no salgo de mi azoramiento...
JULIA. ¡Es usted un orgulloso!
JUAN. ¿Por qué no había de serlo? Aunque reconozca que la victoria fue harto fácil para poder alabarme de ella.
JULIA. Diga usted lo que quiera, pégueme: es usted el más fuerte.
JUAN. (Levantándose). No, no; usted es quien ha de perdonar las palabras que he pronunciado. Yo no acostumbro a pegar a un ser indefenso, y menos si es una mujer. No negaré que, en parte, me satisface el haber podido comprobar que no era más que oropel todo aquello que nos deslumbraba a los que lo mirábamos desde abajo; que el lomo del gerifalte es tan gris como su pechuga; que en la delicada mejilla había una ligera capa de polvos; que las uñas cuidadas pueden tener los bordes negros; que el pañuelo estaba sucio, aunque perfumado. Pero, a la vez, me duele el comprobar que aquello que contemplaba ni era tan serio ni estaba tan alto; me entristece verla tan degradada, más degradada aún que su propia cocinera; me apena ver las flores de otoño derribadas por la lluvia y convertidas en basura.
JULIA. Habla usted como si ya estuviese a mayor altura que yo...
JUAN. Y lo estoy realmente. Fíjese usted: yo podría hacerla a usted condesa, y usted no puede hacerme conde a mí.
JULIA. Pero yo desciendo de un conde, cosa que nunca le ocurrirá a usted.
JUAN. Es cierto; pero, en cambio, yo podría dar vida a muchos condesitos si...
JULIA. Sin contar con que usted es un ladrón y yo no lo soy.
JUAN. No es lo peor eso de ser ladrón; existen aún cosas mucho peores. Hemos de tener en cuenta que, si yo presto mis servicios en una casa, debo portarme como si fuera un miembro de la familia, como un hijo, por ejemplo, de los señores; y no se considera como hurto el hecho de que un chiquillo coja un racimo de grosellas de un árbol bien lleno. (Nuevamente va encendiéndose en su pasión). ¡Señorita Julia! Usted es una mujer magnífica, demasiado distinguida para un hombre como yo. Fue usted la presa de un borracho, y ahora intenta ocultar su falta haciéndose la ilusión de quererme. No lo haga usted. Es muy posible que la haya seducido únicamente mi aspecto, en cuyo caso su amor no es mejor que el mío. Jamás podré avenirme a ser para usted un animal solamente, y ya no puedo reconquistar su cariño.
JULIA. ¿Tan seguro está usted?
JUAN. ¿Es que podría ocurrir? Sin duda, podría quererla, sí: es usted hermosa, distinguida (Se le acerca y le coge una mano), culta, apasionada si se lo propone; y si ha despertado el deseo en un hombre, es posible que ya no pueda extinguirlo. (Abrazándola). Es usted como un vino generoso con droga, y un beso suyo... (Intenta llevársela hacia la izquierda, pero ella se aparta resueltamente).
JULIA. ¡Déjame! Así no va a conquistarme.
JUAN. ¿Pues cómo entonces? ¿No la conquistaré con caricias, con tiernas palabras, con proyectos para el porvenir, salvación de toda vergüenza? ¿Pues cómo entonces?
JULIA. ¿Cómo? ¿Cómo? No sé. De ninguna manera. Le aborrezco como a las víboras, pero comprendo que no puedo vivir sin usted.
JUAX. Huyamos juntos.
JULIA. (Observando, preocupada, su traje). ¿Huir? Bueno; nos marcharemos... Pero ¡estoy tan cansada! Déme un vaso de vino. (Juan se lo sirve. Julia, mirando al reloj). Pero antes tenemos que hablar; hay tiempo todavía. (Vacía el vaso y se lo alarga para que vuelva a llenárselo).
JUAN. No beba; va usted a embriagarse.
JULIA. ¿Qué importa?
JUAN. ¿Que qué importa? Es muy vulgar el emborracharse. Bueno, ¿y qué es lo que iba usted a decirme?
JULIA. Nos fugaremos, pero antes debemos hablar. Es decir, que hablaré yo, porque, hasta ahora, usted se lo ha dicho todo. Usted me ha referido su vida; ahora voy yo a contarle la mía. Así nos conoceremos mejor antes de emprender juntos el viaje.
JUAN. Perdone usted un momento: piénselo bien antes de confiarme sus secretos, no vaya usted luego a arrepentirse.
JULIA. ¿No es usted amigo mío?
JUAN. Sí, a veces. Pero no se confíe.
JULIA. Lo dice usted por decir, sin contar con que mis secretos son harto conocidos. Mi madre no procedía de familia ilustre: su origen era, por el contrario, muy humilde. Fue educada en las ideas de su tiempo sobre igualdad y emancipación de la mujer y sentía una verdadera repugnancia hacia el matrimonio. Cuando mi padre se enamoró de ella le manifestó que nunca sería su esposa, aunque luego cambió de parecer y consintió en ello. Yo nací contra el deseo de mi madre, por lo que luego he podido entender. Decidieron educarme como a un muchacho medio salvaje, y por ello hube de instruirme en todo aquello que se suele enseñar a los jóvenes, para que más adelante pudiera demostrar que la mujer posee iguales cualidades e igual resistencia que el hombre. Podía vestirme como un muchacho, ocuparme de los caballos, pero me impedían, en cambio, penetrar en la granja. Tenía que lavar y aparejar los caballos, tomar parte en las cacerías...; tenía también que adiestrarme en las faenas del campo. Al distribuir los trabajos, había costumbre de asignar a los hombres los quehaceres de las mujeres, y a las mujeres las ocupaciones de los hombres. Resultado de todo esto fue que el patrimonio comenzó a resentirse y que la vecindad de las fincas cercanas se reía de nosotros. Al fin mi padre debió despertar de su letargo y rebelarse ante aquel estado de cosas, porque todo se trastocó según su deseo. Enfermó mi madre, y aún ignoro cuál fue su enfermedad; pero tenía frecuentes calambres, se ocultaba en la granja y pasaba las noches a la intemperie. Entonces fue cuando sobrevino el terrible incendio del que usted habrá oído hablar. La casa, la granja, los establos ardieron por completo, y en circunstancias que hicieron suponer intencionado el incendio, pues ocurrió el hecho al día siguiente de vencer el trimestre del seguro, y la prima que mi padre envió a su tiempo quedóse retrasada por negligencia del consignatario. (Vuelve a llenar el vaso y bebe).
JUAN. No beba usted más.
JULIA. ¡Qué importa! Nos quedamos sin techo donde guarecernos, viéndonos obligados a dormir por las noches en un coche. Mi padre no sabía dónde encontrar dinero con que reedificar la casa. Entonces mi madre le aconsejó que se dirigiera a un individuo que tenía una fábrica de ladrillos en estos alrededores, y a quien ella conocía desde la niñez, para que le hiciese un préstamo. Papá obtuvo el préstamo solicitado, pero, con gran asombro suyo, sin obligación de reembolsar ni el más pequeño interés. De esta manera volvió a reedificarse toda la posesión. (Vuelve a beber). ¿Sabe usted quién había producido el incendio?
JUAN. Su señora madre.
JULIA. ¿Sabe usted quién era el fabricante de ladrillos?
JUAN. El amante de su madre.
JULIA. ¿Sabe usted a quién pertenecía el dinero?
JUAN. Aguarde usted: no, eso no lo sé.
JULIA. A mi madre.
JUAN. Y al conde, por lo tanto, si no poseían separación de bienes.
JULIA. No lo poseían; pero mi madre tenía su pequeño capital que no quería que mi padre lo administrase, y por ello lo había depositado en manos de su amigo.
JUAN. Que se lo apropió.
JULIA. Justamente. Se lo retuvo. Todo esto llegó a oídos de mi padre, que no podía procesar, ni pagar al amante de su mujer, ni demostrar tampoco que aquel dinero pertenecía a su esposa. Esta fue la venganza de mi madre por haber tomado él la dirección de la casa. Entonces pensó mi padre en suicidarse. Corrió la voz de que lo había intentado sin conseguirlo. Siguió viviendo, y mi madre tuvo que expiar sus malas acciones. Aquella fue para mí una época cruel; ya se lo puede usted imaginar. Simpatizaba con mi padre, pero tomaba la defensa de mi madre, aun desconociendo la verdadera situación. De ella aprendí a odiar y a desconfiar de los hombres, porque ella los odiaba, como supe después, y le juré que no llegaría nunca a ser la esclava de ninguno de ellos.
JUAN. Después de todo eso se puso usted en relaciones con el gobernador.
JULIA. Justamente por eso: quería esclavizarlo.
JUAN. Y él no lo consintió...
JULIA. Lo consentía, pero no lo logré, porque antes me cansé de él.
JUAN. Yo les vi a ustedes en las caballerizas.
JULIA. ¿Qué vio usted?
JUAN. Cuando él rompió el noviazgo.
JULIA. Eso no es cierto. Yo fui quien rompió el compromiso. ¿Es que el sinvergüenza ha dicho que fue él?
JUAN. No, no era un sinvergüenza. ¿Realmente aborrece usted tanto a los hombres, señorita?
JULIA. En general, sí. Pero a veces hay momentos de flaqueza, de sensibilidad... ¡Oh! ¡Puaf!...
JUAN. Entonces, ¿también me aborrece a mí?
JULIA. Enormemente. Podría mandarle matar como a un animal cualquiera.
JUAN. Al malhechor se le condena a trabajos forzados y al animal se le mata.
JULIA. Es muy justo.
JUAN. Pero ahora no hay aquí animal alguno, ni siquiera un acusador. ¿Qué debemos hacer entonces?
JULIA. Viajar.
JUAN. ¿Para atormentarnos mutuamente hasta la muerte?
JULIA. No; para gozar dos, tres años, o lo que se pueda, y morirse después.
JUAN. ¿Morir? ¡Vaya una estupidez! Yo prefiero instalar un Hotel.
JULIA. (Como hablando consigo misma). En el lago de Como, donde el sol brilla eternamente, donde verdea el laurel y los naranjos florecen por Navidad...
JUAN. El lago de Como es un hoyo para la lluvia, y no he visto allí más naranjas que las que venden en las fruterías; pero es un paraje encantador para la explotación de forasteros, pues existen muchos hotelitos que se alquilan a las parejas de enamorados. Esta es una industria muy ventajosa. ¿Sabe usted por qué? Pues porque firman un contrato por medio año y se marchan a las tres semanas.
JULIA. (Con ingenuidad). ¿A las tres semanas? ¿Por qué?
JUAN. Porque han reñido, claro está. Pero el alquiler está pagado de todas maneras, y el inmueble se vuelve a alquilar, y así sucesivamente una y otra vez: porque el amor subsiste hasta la eternidad, aunque no dure tanto.
JULIA. ¿No quisiera morir conmigo?
JUAN. De ningún modo: primero, porque aún me agrada la vida, y luego, porque considero el suicidio como un delito en contra de la Naturaleza.
JULIA. ¿Cree usted en Dios?
JUAN. Claro está, y voy a la iglesia todos los domingos. Y ahora, con entera franqueza, me encuentro cansado y me voy a acostar.
JULIA. ¿Y cree usted que yo voy a dejar las cosas así? ¿Sabe usted lo que debe un hombre a la mujer a quien ha deshonrado?
JUAN. (Saca una moneda de plata y la arroja sobre la mesa). Haga usted el favor, porque yo no quiero deber nada a nadie.
JULIA. (Sin demostrar que ha advertido la injuria). ¿Sabe usted lo que la ley prescribe?
JUAN. Demasiado. La ley no impone sanción alguna a la mujer que seduce a un hombre.
JULIA. (Como antes). ¿Encuentra usted otra salida en lugar de viajar o unirnos para volver a separarnos?
JUAN. ¿Y si yo me negase a esa «mesalliance»?
JULIA. «¿Mesalliance?».
JUAN. Sí, por mi parte. Yo cuento con antepasados más nobles que los suyos, ya que no figura entre ellos ningún incendiario.
JULIA. Y ¿cómo lo sabe usted?
JUAN. En todo caso, no puede usted probar lo contrario, porque nosotros no disponemos de otro árbol genealógico que el que figura en poder de la policía. De un árbol de usted he leído datos en un libro que hay sobre la mesa del salón. ¿Sabe usted quién fue el fundador de su casa? Un molinero, con cuya mujer pasó una noche el rey durante la guerra danesa. Le repito que no poseo antepasados semejantes. No tengo antepasados...; pero yo mismo puedo llegar a ser el fundador de un linaje.
JULIA. Todo esto por haber abierto mi corazón a un ser indigno, por haberle sacrificado el honor de mi familia.
JUAN. La vergüenza de su familia es lo que quiere usted decir. Ya se lo decía yo a usted; no se puede beber, porque después se charla, y no se debe charlar...
JULIA. ¡Ay, cómo me arrepiento! ¡Cómo me arrepiento! Si, por lo menos, usted me quisiese. . .
JUAN. Por última vez: ¿qué es lo que usted desea? ¿He de llorar, he de saltar por encima del látigo, he de besarla, he de distraerla durante tres semanas en el lago de Como? ¿Y después? ¿Qué debo hacer? ¿Qué es lo que usted desea? Ya empieza esto a resultar algo pesado. Consecuencias de querer intervenir en los asuntos de las mujeres. Señorita Julia, bien veo que es usted desgraciada, que sufre, pero no puedo entenderla. Entre nosotros no existen esos detalles; no nos odiamos. Tomamos el amor como un juego, cuando nuestro trabajo nos lo consiente, pues no disponemos para ello más que de algunas horas del día y de la noche. Lo estoy viendo: usted está enferma, realmente enferma.
JULIA. Debería usted ser bueno para mí, y habla, en cambio, como un hombre cualquiera. ¡Ayúdeme, ayúdeme usted! Indíqueme qué debo hacer, qué camino he de seguir.
JUAN. Pero si ni yo mismo lo sé.
JULIA. He fantaseado mucho; me volví loca; pero ¿es que realmente no hay salvación alguna?
JUAN. Quédese usted aquí, con calma y serenidad: nadie sabe nada.
JULIA. Imposible. Lo sabe la gente, lo sabe Cristina.
JUAN. No lo saben, no. No creerían nunca nada semejante.
JULIA. (Evasiva). Pero podría volver a ocurrir. . .
JUAN. Es cierto.
JULIA. ¿Y las consecuencias?
JUAN. (Aterrado). ¡Las consecuencias! ¿Dónde tenía yo la cabeza para no pensar en ellas? Sí, sí; entonces no hay más que un medio de salvación: marcharse de aquí cuanto antes. Yo no la acompaño, porque entonces todo se perdería. Usted viajará sola. Lejos, a cualquier sitio.
JULIA. ¿Sola? ¿Dónde? Imposible: no puedo.
JUAN. Debe usted hacerlo, y antes que vuelva el señor conde. Quédese, y ya sabe lo que sucederá. Cuando se ha cometido la primera falta, hay que escapar, porque el mal está apenas iniciado. Más adelante nos hacemos más desenvueltos, más confiados, y al fin nos descubrimos. Viaje, pues. Luego escriba usted al señor conde confesándoselo todo, mas sin nombrarme a mí; jamás podrán sospechar que soy yo el culpable. Creo que tampoco se preocupará por saberlo.
JULIA. Yo iré a viajar si usted me acompaña.
JUAN. Divaga usted, señorita. ¿Es que puede usted fugarse con su criado? A los tres días la noticia aparecería en todos los periódicos, y el señor conde no podría sobrevivir a tal afrenta.
JULIA. No puedo irme; no debo quedarme. ¡Ayúdeme usted! ¡Estoy tan cansada, tan terriblemente cansada! Indíqueme lo que debo hacer, infúndame algo de vida, porque yo no puedo ya pensar ni decidir.
JUAN. ¿Se convence de que es usted una mísera criatura? ¿Por qué se enorgullece y se envanece como si fuese la reina del Universo? Bueno; pues entonces mandaré yo: váyase a cambiar de ropa, provéase de dinero para el viaje y después vuelva aquí.
JULIA. (Con voz suave). Venga usted conmigo...
JUAN. ¿A su cuarto? Ahora vuelve a disparatar. (Dudando unos instantes). No; váyase, váyase usted enseguida. (Cogiéndola de una mano, la empuja fuera de la puerta de cristales).
JULIA. (Mientras se va). Háblame con ternura, Juan.
JUAN. Una orden siempre resulta desagradable. Usted, por sí misma, puede ahora comprobarlo.
(Salen los dos. Juan vuelve a poco, suspira como si se quitase un peso de encima, se sienta a la derecha, junto a la mesa, saca un librillo de notas y va cotejándolas a media voz. Escena muda. Cristina entra por la derecha, vestida para ir a la iglesia: trae en la mano una pechera blanca y un pañuelo de cuello, blanco también).
CRISTINA. ¡Dios mío, qué desorden! ¿Qué ha ocurrido aquí?
JUAN. La señorita Julia llamó aquí a los colonos. ¿Tanto has dormido que no te has enterado de nada?
CRISTINA. He dormido lo mismo que un topo.
JUAN. ¿Ya estás vestida para ir a la iglesia?
CRISTINA. Sí; me has prometido acompañarme hoy a comulgar.
JUAN. Es cierto. ¿Me has traído mi ropa también? Muy bien; ven aquí.
(Se sienta a la derecha. Cristina le va dando la pechera, el pañuelo y le ayuda a ponérselos. Pausa. Juan habla como adormilado). ¿Qué Evangelio nos toca hoy?
CRISTINA. Creo que trata de la degollación de San Juan Bautista.
JUAN. ¡Ah! Pues será larguísimo. ¡Uy! ¡Que me arañas! Tengo tanto sueño...
CRISTINA. ¿Que has hecho esta noche? Estás verdoso.
JUAN. He estado aquí charlando con la señorita.
CRISTINA. ¡Caramba! ¡Es que para nada tiene en cuenta las conveniencias! (Pausa).
JUAN. ¿Cómo resulta tan extraño todo cuando se recuerda después?
CRISTINA. ¿Qué es tan extraño en ella?
JUAN. Todo. (Pausa).
CRISTINA. (Se fija en los vasos medio vacíos que hay sobre la mesa).
¿Es que habéis bebido juntos?
JUAN. Sí.
CRISTINA. ¡Uy!... ¡Mírame bien a los ojos!
JUAN. Sí.
CRISTINA. ¿Es posible? ¿Es posible?
JUAN. (Tras unos instantes de reflexión). Sí, lo es. ¡Puf! Nunca, nunca lo hubiese creído. ¿No tienes celos de ella?
CRISTINA. No, de ella no puedo tenerlos. Si hubiese sido Clara o Sofía, desde luego. ¡Pobre muchacha! ¿Sabes lo que te digo? Que no quiero seguir en una casa en donde los señores no inspiran el menor respeto.
JUAN. ¿Y por qué deberíamos respetarlos?
CRISTINA. ¿Y me lo preguntas tú, que eres tan listo? ¿Es que vas a servir a señores que se conducen en esa forma? Yo creo que nos deshonraríamos.
JUAN. Sin embargo, es un gran consuelo el pensar que ellos no son mejores que nosotros.
CRISTINA. No estoy conforme; porque si ellos no son mejores, ya no hay objeto de imitarlos ni emulación alguna. Recuerda al conde; recuerda cuántas fatigas, cuántas contrariedades tuvo en su vida. No; decididamente, no quiero seguir en esta casa. Y, además, ¡con un hombre como tú! ¡Si hubiera sido con el gobernador: un caballero de calidad...!
JUAN. ¿Y eso a qué viene?
CRISTINA. Sí, sí, convéncete, Juan. Tú eres un buen muchacho, pero siempre hay diferencia entre gente y gente... Yo no puedo olvidarlo. La señorita, que era tan orgullosa, tan intransigente con los hombres... ¿Quién iba a imaginar que se entregase así, sin más ni más, a un hombre? ¡Y a qué hombre! Ella que quería mandar matar a la pobre Diana porque corría tras el perro de presa... ¡Fíjate! ¡Quién iba a pensar! No; yo aquí no me quedo; el 24 de octubre me largo.
JUAN. ¿Y luego?
CRISTINA. Ya hablaremos de eso después; pero, entretanto, bueno sería que te fueses ocupando de buscar otra casa para cuando nos casemos.
JUAN. ¿Y dónde voy a encontrarla? Una casa como ésta no la conseguiré si estoy casado.
CRISTINA. Eso, desde luego. Pero puedes buscar una colocación de portero o de camarero en algún hotel. El sueldo es módico, pero seguro, sin contar con que si entre los clientes hay señoras y niños...
JUAN. (Con una mueca). ¡Muy bonito! Pero imaginarás que no voy a sacrificarme por las señoras y los niños... He de confesarte que tengo aspiraciones bastante más altas.
CRISTINA. Ya, ya. Tus aspiraciones... No olvides que tienes obligaciones también. Ahora debes pensar en éstas.
JUAN. No me exaltes hablándome de obligaciones. Demasiado sé yo lo que he de hacer. (Prestando atención). Aún tenemos tiempo para pensarlo. Ahora vete a terminar de arreglarte; luego iremos a misa.
CRISTINA. ¿Quién paseará tanto por aquí arriba? (Señalando el techo).
JUAN. Será Clara.
CRISTINA. (Al marcharse). El conde no puede haber vuelto sin que le hayamos oído.
JUAN. (Inquieto). ¿El conde? No, no creo: ya hubiese llamado.
CRISTINA. ¡Bien sabe Dios que no hubiese imaginado nunca cosa semejante! (Sale por la derecha. El sol ha ido elevándose e ilumina poco a poco los árboles del parque; los rayos van ampliándose hasta dar en las baldosas. Juan va hacia la puerta de cristales y hace una seña).
JULIA. (Entra vestida de viaje, con una jaulita cubierta por una toalla, que deja sobre una silla). Ya estoy dispuesta.
JUAN. ¡Chist!... Cristina está levantada.
JULIA. (Excitadísima durante toda la escena). ¿Sospecha algo?
JUAN. Nada sabe. Pero ¡Dios mío! ¡Qué cara tiene usted!
JULIA. ¿Cómo? ¿Qué cara?
JUAN. Está más blanca que el papel y... discúlpeme, pero tiene toda la cara manchada.
JULIA. Déme usted agua. Así. (Va hacia el lavabo y se lava la cara y las manos). Déme usted una toalla. ¡Ah! ¿Ya ha salido el sol?
JUAN. Y el duendecillo encantado vigila su fuga.
JULIA. Sí, esta noche ha procedido como un verdadero duende en acción... Óyeme, Juan. Ven conmigo: ahora tengo medios.
JUAN. (Dudando). ¿Suficientes?
JULIA. Bastantes por lo pronto. Ven conmigo, porque hoy no puedo viajar sola. Fíjate: es el día de San Juan; en un tren asfixiante, apretujada entre una masa de gente, que me mirarán con unos ojos así de grandes; tener que aguardar en las estaciones, cuando yo quisiera volar. No, no; no puedo, no puedo. Y después se me irán presentando las sensaciones de la infancia: el día de San Juan, con la iglesia adornada de ramajes: ramas de abedul y saúco. La cena con la mesa suntuosamente puesta: parientes, amigos; el café en el parque: danzas, músicas, flores y juegos. ¡Ah, fugarse! ¡Fugarse! ¡Huir! Pero en el furgón de equipajes nos persiguen los recuerdos, los afectos, los remordimientos...
JUAN. La acompañaré. Pero aligeremos, antes de que sea demasiado tarde. Así, ahora mismo.
JULIA. Vamos, pues. (Coge la jaula).
JUAN. Pero sin equipajes; si no, estamos perdidos.
JULIA. No, nada; únicamente lo que podemos llevar a mano, en el coche.
JUAN. (Cogiendo el sombrero). ¿Qué lleva usted ahí? ¿Qué es eso?
JULIA. Mi verderón. No quiero abandonarlo.
JUAN. ¿Cómo es posible? ¿Vamos a llevar la jaula también? ¿Está usted loca? ¡Deje ahí ese pájaro!
JULIA. Lo único que me llevaba de casa, ¡el único ser que me quiere desde que Diana me fue infiel! ¡No seas exigente! Deja que me lo lleve.
JUAN. No, no. Déjelo usted ahí; y no hable tan alto, que Cristina puede oírnos.
JULIA. Pues no, no quiero abandonarlo en manos extrañas. Mejor es que lo mates.
JUAN. Dámelo ya; le retorceré el cuello.
JULIA. Bueno, pero no le hagas daño. No puedo, no.
JUAN. Venga aquí, que yo sí puedo.
JULIA. (Saca el pajarito de la jaula y lo besa). Es mi chiquitín. ¿Vas a morir a manos de tu propia amita?
JUAN. Vamos; haga el favor de no hacer escenas. ¿Es que vale su vida, su felicidad, este pájaro? Venga enseguida. (Se lo arranca de la mano, lo lleva al tajo de la carne y coge un cuchillo. Julia se vuelve de espaldas). Si hubiese usted aprendido a matar pollos en lugar de disparar al blanco con la pistola (Corta el cuello al pájaro), unas gotitas de sangre no le harían desmayarse.
JULIA. (Exaltada). ¡Mátame a mí! ¡Mátame, si puedes matar a un animalito inocente sin que te tiemble la mano! ¡Ah! Te odio y me repugnas. ¡Hay sangre entre nosotros! ¡Maldita la hora en que te vi! ¡Maldita la hora en que he nacido!
JUAN. ¿De qué sirven ahora sus maldiciones? Vamos.
JULIA. (Aproximándose al tajo como a su pesar). No, aún no quiero irme; no puedo, debo ver... ¡Calla, calla! Por ahí pasa un coche. (Presta oídos, con los ojos fijos en el tajo y en el cuchillo). ¿Crees que no puedo ver sangre? ¿Crees que soy tan débil? ¡Ay! ¡Así pudiera ver tu sangre y tus sesos sobre el tajo! ¡Así pudiera ver a toda tu casta nadando en un lago como ése! Creo que podría beber en tu cráneo, pisotear tus despojos y comerme tu corazón. ¿Crees que soy débil, crees que te quiero, crees que deseo llevar tu mala casta bajo mi corazón nutriéndola con mi sangre, crees que daré a luz un hijo tuyo y que podré llevar tu apellido? ¡Dímelo! ¿Cómo te llamas? Jamás oí tu apellido: no debes tenerlo. Yo quería convertirme en la «señora mayordomo» o en «madama fregona»... Perro que llevas soldado mi collar, siervo que llevas mi blasón en los botones, ¡iba yo a rivalizar con mi cocinera, a compartirte con mi fregaplatos! ¡Me creías cobarde, creías que iba a fugarme! No, no; me quedo, y que luego estalle la tormenta. Vuelve mi padre a casa, halla forzado el bargueño, substraído todo el dinero... Tira de la campanilla para llamar a los criados, avisa al juez, y luego... yo se lo cuento todo. ¡Todo! ¡Es bonito eso de buscar un final emocionante; si así se pudiese acabar! Luego le da una apoplejía y se muere... Y toda esta historia llega a su fin y sobreviene la paz y el silencio. ¡El silencio eterno! Después el blasón se derrumba sobre el féretro, la estirpe se acaba y el hijo del siervo crece en un orfanato, conquista sus laureles en un albañal y termina sus días en presidio... (Entra Cristina por la izquierda, con el libro de himnos en la mano. Julia corre hacia ella y se echa en sus brazos como buscando protección). ¡Ayúdame, Cristina! ¡Líbrame de este hombre!
CRISTINA. (Impasible y fría). ¡Qué locuras son ésas en un día de fiesta! (Se fija en el tajo). ¿Qué porquería ha puesto usted ahí? ¿Qué significa esto? ¿Por qué grita y por qué alborota usted?
JULIA. Cristina, tú eres mujer y amiga mía: ¡guárdate de ese bribón!
JUAN. (Algo evasivo y confuso). Si las señoras tienen que hablar, aprovecharé la ocasión para ir a afeitarme. (Desaparece por la derecha).
JULIA. Escúchame. Tú me entenderás, Cristina.
CRISTINA. No, no; yo no entiendo nada de todos estos subterfugios. ¿Qué hace usted vestida de viaje y él con el sombrero puesto? ¿Qué quieren ustedes? ¿Qué?
JULIA. Óyeme, Cristina, óyeme, Te lo contaré todo.
CRISTINA. No quiero saber nada.
JULIA. Debes oírme.
CRISTINA. ¿El qué? ¿Sus tonterías con Juan? Ya lo ve usted: no me preocupa lo más mínimo, porque no quiero complicar las cosas. Pero si usted intenta animarle para que se fugue, entonces sabré cortarles el camino.
JULIA. (Nerviosísima). Trata de tranquilizarte, Cristina, y óyeme. Yo no puedo quedarme aquí, ni Juan tampoco; tenemos que marcharnos.
CRISTINA. ¡Ejem! ¡Ejem!...
JULIA. (Con una idea repentina). Mira: ahora se me ocurre una cosa. ¿Si nos marchásemos los tres al extranjero, a Suiza, por ejemplo, e instalásemos allí un hotel? Yo tengo dinero. (Se lo enseña). ¿Ves? Juan y yo nos ocuparemos de todo, y tú tomarás la dirección de la cocina. ¿No está bien? Di que sí y vente con nosotros; así todo se arregla. Vamos, dime que sí. (La abraza dándole afectuosas palmaditas en la espalda).
CRISTINA. (Fría y pensativa). ¡Ejem! ¡Ejem!...
JULIA. (Rápidamente). Tú nunca has viajado; debes moverte y conocer mundo. No imaginas lo divertido que resulta viajar en ferrocarril; continuamente gentes nuevas, países nuevos. Llegaremos a Hamburgo, y, de paso, visitaremos el parque zoológico. ¿Qué te parece? Luego iremos al teatro de la Ópera, y cuando lleguemos a Mónaco, veremos los cuadros de Rubens y los de Rafael; dos grandes pintores, ¿sabes? Tú has oído ya hablar de Mónaco, en donde reinaba el rey Ludovico —el rey loco—; y después visitaremos sus palacios; tiene palacios iguales que en los cuentos de hadas. Desde allí no nos queda mucho camino para llegar a Suiza por los Alpes. Imagina: los Alpes cubiertos de nieve en el corazón del verano, en donde crecen naranjos y laureles que están verdes durante todo el año.
(Aparece Juan por la derecha afilando la navaja en una correa que sujeta con los dientes y con la mano izquierda; presta atención a las palabras de Julia, y de cuando en cuando asiente con un movimiento de cabeza).
JULIA. (Cada vez más nerviosa y hablando con mayor rapidez).
Montaremos un hotel, ya verás: yo me sentaré ante la caja, mientras Juan recibe a los huéspedes, sale a la calle, escribe cartas, se afana... ¡Eso será vivir, créeme! Silbará el tren, llegarán los coches de la estación, llenando de ruidos la casa, el restaurante. Yo extenderé las cuentas, tratando de que sean subiditas, subiditas. ¡No puedes imaginar el terror que a los viajeros les produce el tener que abonar las cuentas! Y tú, tú serás la señora de la cocina, el ama. Naturalmente, no tendrás que permanecer junto al fogón, podrás estar bien vestida, elegante, para que las gentes te vean. Con tu figura —y esto no es adularte—, podrás pescar un buen partido cualquier día: un inglés rico, ¿entiendes? ¡Es tan fácil atrapar a la gente! (Comienza a hablar desilusionada de sus propias palabras, fatigada, con mayor lentitud). Y después nos haremos ricos y construiremos una villa en el lago de Como. Claro que allí llueve también alguna vez, pero (Con mayor desaliento y lentitud) el sol brillará, aunque tristemente. Y además, que también podremos volver a casa. (Pausa). Aquí mismo... o a otro sitio...
CRISTINA. Óigame usted, señorita: ¿es que usted misma cree todo eso que dice?
JULIA. (Aniquilada). ¿Que si creo...?
CRISTINA. Sí.
JULIA. (Fatigada). No sé; ya no creo en nada. (Dejándose caer sobre una silla, con la cabeza abatida entre los brazos, que apoya en la mesa). ¡En nada! En nada absolutamente.
CRISTINA. (Volviéndose hacia Juan). De modo que pensabas largarte, ¿eh?
JUAN. (Azorado, dejando la navaja sobre la mesa). ¿Largarme? Eso es mucho decir. ¿Has oído el proyecto expuesto por la señorita? Pues aunque la señorita esté fatigada por la mala noche, el proyecto no es una fantasía, es fácil y puede llevarse a efecto.
CRISTINA. Oye: ¿es tuya la idea de que yo siga siendo la cocinera de ésta?
JUAN. (Con severidad). Haz el favor de emplear palabras más prudentes cuando hables de tu señora. ¿Entiendes?
CRISTINA. ¿De mi señora?
JUAN. Sí.
CRISTINA. ¡Vamos, vamos! ¡Era esto lo que me quedaba por oír!
JUAN. Mejor será que además oigas esto también: puede serte útil y hacerte charlar algo menos. La señorita Julia sigue siendo tu señora, y, por la misma razón, si la despreciaras ahora, tendrías que despreciarte a ti misma.
CRISTINA. Yo siempre he sabido estimarme en mucho.
JUAN. ¿Tanto como para despreciar a los demás?
CRISTINA. Jamás me he rebajado de mi condición. Ven a decirme si alguna vez la cocinera del conde ha tenido que ver con el boyero o con el porquero... Ven a decírmelo, ¡anda!
JUAN. Es cierto; tú no has tenido nunca nada que ver más que con un muchacho decente: esa fue tu suerte.
CRISTINA. Sí, sí; tan decente, que roba la avena al conde para después venderla por su cuenta.
JUAN. ¡Y aún te atreves a hablar! ¿Tú, a quien el tendero paga un sobreprecio en todos los gastos y a quien el pollero corrompe con sus donativos?
CRISTINA. ¿Cómo?
JUAN. ¡Y no estimas ya a tus señores! ¡Tú!
CRISTINA. ¡Ven ahora a la iglesia! Después de lo que ha sucedido, un buen sermón puede convenirte.
JUAN. No, hoy no voy a la iglesia: puedes ir sola y confesar todos tus pecados.
CRISTINA. Claro que lo haré, y me pienso volver a casa con el perdón de los tuyos también. El Salvador ha perecido y ha muerto en la Cruz por nuestros pecados. Si nos presentamos a Él con fe y con el corazón contrito, tomará para Sí todas nuestras culpas.
JULIA. ¿Sinceramente lo crees así, Cristina?
CRISTINA. Ésta es mi fe, tan cierta como que ahora estoy viva; ésta es la fe de mi infancia, en la que luego he perseverado siempre, señorita Julia. Y allí donde los pecados se desbordan, allí desciende la Gracia.
JULIA. ¡Ay! ¡Si yo tuviese tu fe!... Si pudiera...
CRISTINA. ¿Ve usted? Eso es algo que, aunque se quiera, no puede darse.
JULIA. ¿Y quién la consigue entonces?
CRISTINA. Ese es el gran secreto del don de la Gracia, señorita. Dios no se fija en la calidad de las personas, pero los primeros serán los últimos.
JULIA. Entonces Dios establece una distinción en las personas de esos últimos...
CRISTINA. (Prosigue en el mismo tono doctrinal). Y más fácil será que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico consiga entrar en el cielo. Así es, señorita Julia. Ahora me voy sola, y al pasar ordenaré al mozo de cuadra que no dé salida a ningún caballo hasta que vuelva el señor conde, en el caso de que alguien quisiera marcharse... Adiós.
(Altiva y fría sale por la puerta de cristales).
JUAN. ¡Vaya un jaleo del diablo! ¡Y todo por culpa de un verderón!
JULIA. (Con languidez). Deje usted ya al verderón y dígame si hay
solución para todo esto.
JUAN. (Tras un instante de reflexión). No.
JULIA. ¿Qué haría usted en mi lugar?
JUAN. ¿En su lugar? Aguarde: ¿en qué lugar? ¿En el de aristócrata, en
el de mujer, en el de seducida? No sé. (Con una rápida mirada a la
mesa). Sí, ya lo sé.
JULIA. (Suavemente se apodera de la navaja y hace un movimiento).
¿Así...?
JUAN. Claro. Pero yo no lo haría, entiéndame: ésa es la diferencia entre usted y yo.
JULIA. ¿Porque usted es hombre y yo soy mujer? ¿Qué diferencia es
ésa?
JUAN. La misma que hay entre hombre y mujer.
JULIA. (Con la navaja en la mano). Quisiera, y no puedo... Tampoco
pudo mi padre cuando debió hacerlo.
JUAN. No, él no debió hacerlo. Tenía antes que vengarse.
JULIA. Y ahora mi madre se venga, a su vez, por mediación mía.
JUAN. ¿Usted no ha querido a su padre, señorita Julia?
JULIA. Le quiero muchísimo; pero le he odiado también. He debido
hacerlo sin darme cuenta de ello. Él me arrastró a despreciar a mi sexo y a no ser hembra ni varón. ¿Quién es el verdadero culpable de lo ocurrido? ¿Mi padre? ¿Mi madre? ¿Yo misma? ¿Yo...? ¡Yo no tengo un yo! No tengo una idea que no me la sugiriese mi padre; no tengo un afecto que no me lo inspirase mi madre, y el último —¡el de que todos los hombres se parecen!— lo adquirí de mi prometido, por lo cual le considero un infame. ¿Cómo, pues, he de tener una responsabilidad fundada? ¿He de cargar las culpas sobre Jesucristo, como dice Cristina? No; soy demasiado altiva, harto cultivada, gracias a los preceptos de mi padre; y eso de que un rico no pueda entrar en el cielo es un embuste; o, en todo caso, Cristina, que tiene dinero en la caja de ahorros, tampoco debería entrar. ¿Quién es el responsable de las faltas? ¡Qué nos importa el saberlo a nosotros! Yo soy quien ha de sufrir la culpa y sus consecuencias.
JUAN. Sí, pero... (En este instante se oyen dos campanillazos enérgicos y seguros. Julia se estremece. Juan va a la izquierda, y, atolondrado, se cambia de chaqueta precipitadamente). ¡El conde está en casa! Imagine usted, si Cristina...
JULIA. ¿Habrá ya visto el bargueño?
JUAN. (Va hacia la bocina, llama y escucha). Es Juan, señor conde, (Escucha). Sí, señor conde, (Escucha). Enseguida, señor. (Vuelve a escuchar). Muy bien, señor conde. (Escucha). Dentro de media hora.
JULIA. (Con ansiedad). ¿Qué decía? ¡Dios mío! ¿Qué decía?
JUAN. Ha pedido las botas y el café para dentro de media hora.
JULIA. Dentro de media hora, pues..., ¡Ay, qué cansada estoy! Ya nada puedo: soy incapaz de arrepentirme, de huir, de quedarme; ¡y no puedo vivir, ni morir! Ayúdeme usted; mándeme y obedeceré como un perro. ¡Hágame usted el último favor: salve usted mi nombre, salve usted mi honor! Usted sabe muy bien lo que yo debo hacer y no quiero. Quiéralo usted: ordénemelo, para terminar de una vez.
JUAN. Es que ahora tampoco puedo yo; no acierto a explicarme. Es como si esta librea tuviese la virtud de impedirme mandar lo más mínimo. Y ahora, desde que el señor conde me ha hablado, menos... Es el lacayo que llevo en mí: creo que si apareciese el señor conde y me ordenase cortarme el cuello, lo haría sin vacilar.
JULIA. Mándeme, pues, como si usted fuese él y yo fuese usted. Hace poco podía usted fingir el ponerse de hinojos ante mí; entonces se creía usted un caballero. ¿No recuerda usted haber visto en el teatro a los hipnotizadores? (Juan hace un gesto afirmativo). El hipnotizador ordena al médium: «Coge la escoba»; y él la coge. Luego le dice: «Barre», y barre.
JUAN. El otro, entonces, debería ya estar dormido.
JULIA. (Exaltándose). Y yo duermo ya. El espacio aparece ante mis ojos como un denso humo, y usted adquiere el aspecto de una estufa de hierro semejante a un hombre vestido de negro con sombrero de copa. Sus ojos brillan como las brasas, cuando el fuego se extingue y su rostro es como una gran mancha de ceniza. (El sol ha ido avanzando sobre el piso y cubre a Juan). ¡Es tan hermoso y tan confortable! (Con las manos expuestas al sol, se las restriega como si se las calentase al fuego). ¡Y además, tan claro y con tal quietud!
JUAN. (Coge la navaja y se la entrega). Esta es la escoba. Sube al granero, en donde hay claridad, en donde hay luz, y... (Le murmura algunas palabras al oído).
JULIA. (Como despertando). Gracias, gracias. Ahora voy en busca del silencio. Pero dígame antes que también los primeros podrán participar de la Gracia. Dígamelo, aunque no lo crea.
JUAN. ¿Los primeros? No, eso no puedo decirlo. Pero oiga usted, señorita Julia: usted ya no pertenece a los primeros, porque se halla más bajo que los últimos.
JULIA. Es cierto. Estoy más bajo que los últimos de los últimos: ¡la última! ¡Ay! Pero ahora no puedo moverme. Vuélvame a ordenar que vaya.
JUAN. Es que ahora tampoco puedo yo.
JULIA. ¡Y los primeros serán los últimos!...
JUAN. No piense usted en ello: no piense usted. Llega a quitarme fuerzas a mí mismo y me hace cobarde. ¡Qué!... Creo que se ha movido la campanilla... No. Habría que meter un papel arrollado en la bocina. ¡Que le atormente a uno hasta este punto el temor de un campanillazo!... Es que ahora no se trata ya de una campanilla; tras ella hay una figura; una mano que la pone en movimiento y algo más que imprime el movimiento a esa mano. ¡Tápese usted los oídos! Entonces su sonido resulta aún más aterrador. Sigue sonando hasta que se le da una respuesta, y entonces ya será demasiado tarde... Después llegará el juez, y luego... (Se estremece y se levanta). ¡Es horrible! Pero no existe otra salida... ¡Vaya usted!
JULIA. (Se dirige con paso resuelto hacia la puerta de cristales y desaparece por ella).

FIN

La Pirámide. Copi.








La Pirámide

Copi

PERSONAJES:
LA REINA
LA PRINCESA
LA RATA
EL JESUITA
EL  AGUATERO
LA VACA SAGRADA
EL FANTASMA DE LA RATA
EL TURISTA


La reina, la princesa, la rata
PRINCESA: Mamá, una  rata.
REINA: ¿Quién es?
PRINCESA: Una  rata  que habla.
REINA: ¿Es un español?
PRINCESA: No,  habla  indio como  nosotros.
REINA: Hacelo entrar.
PRINCESA: Puede  entrar, Señor  Rata.
RATA: ¿Oh?  ¡Reina   mía!  Que  el dios  sol  le otorgue  una larga  vida  y una  dichosa muerte.
REINA: Gracias, puede  usted  hablar.
RATA: No  me atrevo, tanto tiemblo ante  vuestra belleza y poder ¡Sólo soy  una  vulgar  rata!
REINA: En los límites  de mi reino  incluso  las ratas tienen derecho a la palabra, a condición de que  hablen  la misma  lengua. ¿Dónde aprendió usted  el indio?
RATA: En los  jeroglíficos  de sus ancestros, oh, Reina  mía.
REINA: ¿Y cómo  llegó hasta  ellos?
RATA: En mi juventud  fui bibliotecario de su padre, el gran cacique Patoruzú.
REINA: Me  parece  haber  escuchado su voz en mi infancia.
RATA: Cuando usted  venía  a consultar los libros  sagrados posiblemente me haya  visto  entre  los estantes.
REINA: ¡Ah, es usted! ¿Cristóbal, si no me equivoco?
RATA: Me llaman  así porque  llegué a América Latina en la carabela del Signore  Cristoforo Colombo. Soy de su  mismo  pueblo.  Fui contratado como  grumete, como  llamaban en esa época  a  una  ratita.   Me escapé porque me golpeaban, y luego de prodigiosas aventuras encontré  asilo en lo del gran  Palalalú,  su padre.
REINA: Me acuerdo  de usted. Pero cambió  la voz.
RATA: He envejecido, ¡oh, Reina mía!
REINA: Y usted debe encontrarme bastante cambiada.
RATA: ¡Ha  alcanzado el resplandor  de una diosa!
REINA: Pero añoro  las épocas en que era una simple infanta.
RATA: No podemos  tenerlo  todo, ¡oh, Reina mía!
REINA: ¡Lamentablemente! ¡Soy ciega!
RATA: ¿Cómo  le ocurrió  esa enorme  desgracia?
REINA: La tradición inca dice que una reina debe ser ciega.
RATA: No obligatoriamente.
REINA: Sí en mi caso.
PRINCESA: Somos ciegas de madre a hija desde hace mil años.
RATA: Pero usted... usted, sin embargo, ve.
PRINCESA: Pero  no  cuando  sea  reina.  Cuando mi madre muera seré reina y voy a arrancarme los ojos sentada en lo alto  de la pirámide  sagrada.
RATA: ¡Un  verdadero escándalo!
REINA: Debemos  respetar  las leyes de nuestros  ancestros.
RATA: ¡Rebélense!
REINA: Si nos  rebeláramos, el pueblo  se rebelaría  contra nosotras.
PRINCESA: Ese es el problema.
RATA: ¡Pero  entonces huyan!
REINA: Es difícil.  Mi  hija  y yo sólo  tenemos tres  escudos entre  las dos.  ¿Dónde iríamos con  tan  poca  plata?
RATA: ¿Fueron  los españoles quienes les robaron todo?
REINA: ¡Para  construir la Argentina! Y sólo  nos queda esta pirámide.
RATA: ¿Y de qué  viven?
REINA: Comemos algunas raíces.
PRINCESA: Nos  morimos de  hambre. Hago tapices indígenas y se los vendo  al jesuita.
REINA: A veces me prostituyo.
PRINCESA: Mendigamos.
RATA: ¿Su pueblo no las ayuda?
REINA: Son más pobres que  nosotras.
PRINCESA: Estamos en juicio porque quieren comerse nuestra  pirámide.
RATA: ¿Tienen  ustedes  un  buen  abogado?
REINA: El jesuita.
RATA: ¡No se dejen engañar! ¡Tienen reputación de traidores!
REINA: Pero  éste es bueno. Le regaló a mi hija  un  par  de anteojos oscuros.
RATA: ¿Me  deja  ver?
PRINCESA: ¡No los toque! ¡Los va a rayar!
RATA: ¡Pero  no son  más que  unos  anteojos comunes!
REINA: ¡Quizás sean comunes donde vive usted,  pero  entre nosotros son  un lujo!
RATA: ¿Son tan  pobres como para  eso, entonces?
PRINCESA: Y más que eso.
REINA: ¿Y usted?
RATA: Yo hice una fortuna en Argentina. Tengo un Cadillac enorme.
REINA: ¿Es usted  rico?
PRINCESA: ¿Quiere comprarnos nuestros anteojos?
RATA: No,  gracias.
PRINCESA: ¡Mírelos! ¡Son hermosos!
RATA: No  los necesito.
REINA: Tenemos también un par  de medias  para  vender.
PRINCESA: Mi  madre las tejió  ella misma  con  mis cabellos porque ya no  teníamos lana.
REINA: Sacrificamos la última  oveja a la muerte de Palalalú, mi padre.
PRINCESA: Sólo cuestan tres  piastras.
REINA: Si se interesa en nuestras medias  y anteojos, puedo hacerle precio.
RATA: No sé si tengo  efectivo.
PRINCESA: Haga  un cheque.
REINA: ¡Vamos a poder comprarnos algo decente para comer!
RATA: ¿Tienen  una  lapicera?
PRINCESA: Sí, pero no funciona.
RATA: En estas  condiciones no puedo  hacerles  un cheque. Por  otra  parte, en su comarca no hay  bancos.
REINA: ¡Nosotras somos el banco! ¿Se olvida  de que soy la reina?
RATA: Bueno, escuche: tome, sólo tengo una piastra  y media.
PRINCESA: ¡Oh, gracias!
REINA: ¡Andá  a comprar una  vaca,  tengo  hambre!
PRINCESA: ¡Ah, qué bueno, una vaca! ¡Mi  parte  me la voy a comer  cruda!
REINA: ¡Yo la voy  a condimentar con  orina! ¿Se queda a cenar?
RATA: No  me gusta  la vaca.
PRINCESA: Le vamos  a servir  raíces  con  guarnición de lombrices.
RATA: Voy a comer  sólo  algunas raíces, si les parece.  Quédense  con  las lombrices para  el postre.
REINA: ¡Andá  a comprar la vaca!
PRINCESA: ¡Pero  sólo  hay  una,  y es la vaca  sagrada!
REINA: ¡No pasa  nada! ¡Quizás sea  la  última  vaca  de  mi vida,  pero  quiero comer una  vaca!
PRINCESA: ¡Yo me quedo  con el caracú!
REINA: ¡La mitad  para  cada  una!
PRINCESA: ¿Y traigo vino?
REINA: ¡Sí, diez litros! ¡Corré! ¡Corré!
La PRINCESA sale.
REINA: ¿De qué  estábamos hablando, querida rata?
RATA: Del tiempo, Reina  mía.
REINA: ¿Del tiempo?  No salí de mi pirámide en los últimos diez años. No  veo cómo podría hablar del tiempo. Usted  me miente.
RATA: No  hablábamos de nada, Reina  mía.
REINA: ¡Ah, es lo que  me parecía! Cuando mi hija no está aquí  mi memoria falla.
RATA: Es normal, su hija es el único lazo que tiene con el mundo.
REINA: Mi lazo con el mundo es el poder.
RATA: ¿Su  pueblo la  adora como adoraba al cacique Ulalampa, su madre?
REINA: Menos, es cierto; hice demasiadas tonterías.
RATA: ¿Cuáles, Reina  mía?
REINA: Nos comimos demasiada gente.  Se quejan. Pero estábamos obligadas para  no perecer. Mi hija tiene un apetito feroz.
PRINCESA (entra): No  quieren vender  la vaca.
REINA: ¿Por qué?
PRINCESA: Porque les da leche.
REINA: Pero con  el dinero se podrían comprar otra.
PRINCESA: ¿Qué  otra? Sólo  hay  una  y es la vaca  sagrada.
REINA: ¿Les dijiste  que era  para  mí?
PRINCESA: Saben  que es para  nosotras dos porque te vas de boca.  Dicen  que  comemos demasiado.
REINA: Cielos,  ¡qué  decadencia!
PRINCESA: Comamos la rata.
REINA: ¡Pero  es una  amiga  de mi padre!
PRINCESA: ¿Y qué importa? Bien que nos comimos  a tu padre.
REINA: No podemos comernos una rata  cruda. Transmiten una  enfermedad de origen  español porque vivieron mucho tiempo con  ellos. ¡Asémosla!
PRINCESA: Ya no tenemos leña.
REINA: ¡Comprá leña  con  las piastras!
PRINCESA: Sólo hay un árbol. Y es el árbol del jesuita.
REINA: Robémosle el árbol. ¿Tenés  una  sierra?
PRINCESA: ¿Robarle el árbol?  ¿Estás  loca?  ¡Se vengaría!
REINA: Peor  todavía, ¡comamos a la rata  cruda! ¡Siempre es mejor  morir  de una enfermedad española que morir de hambre! ¡Andá  a pedir  prestado el cuchillo!
PRINCESA: El jesuita lo confiscó.
REINA: ¿El cuchillo?
PRINCESA: Sí, dijo que  matábamos demasiado.
PRINCESA: Quizás él tenga   un  cortaplumas en  el  bolsillo. ¿Tiene  acaso  un cortaplumas, Señor  Rata?
RATA: ¿Para  qué?
PRINCESA: Para  desenterrar las raíces  que vamos a servir en la cena.
RATA: ¡Se desentierran con  la mano!
REINA: No quiero romperme las uñas.
RATA: ¡Use los anteojos!
PRINCESA: Se pueden  rayar.
RATA: No tengo  un cortaplumas. Tomen, usen las llaves de mi auto.
PRINCESA: ¿Tiene auto?
RATA: ¡Claro! ¿Cómo creen  que  llegué  hasta  acá?
PRINCESA: Entonces se lo robaron.
REINA: ¿Le robaron el auto?
RATA: ¡Pero  esto  es un escándalo! ¿Cómo voy a volver?
PRINCESA: ¿Su auto era  verde?
RATA: ¡Sí! ¡Un  Cadillac verde  enorme, con   para golpes cromados!
PRINCESA: ¡Ah,  era  lo que  estaban comiendo hace  un momento!
RATA: ¿Se lo comieron, dice usted?
REINA: ¡Es inadmisible! ¡Se comen  todo!
RATA: Pero a ver, señorita, ¿cómo se pueden  comer  un auto?
REINA: ¡Se comen  todo, todo, todo! ¡Si no nos mantuviéramos  en  estado de  alerta permanente, se comerían incluso  nuestra pirámide! ¡Con  nosotras adentro!
RATA: ¡Ah,  no, voy a presentar una  demanda  judicial!
REINA: ¡Bien  hecho! ¡Presente una  demanda! ¡Andá  a llamar  al abogado!
PRINCESA: Está durmiendo.
REINA: ¿Siempre  está  durmiendo  ese?
PRINCESA: Siempre.
REINA: Vamos  a esperar a que  se despierte. ¿Qué  hora  es?
PRINCESA: Dentro de poco  va a ser la hora  de la cena.
REINA: Se lo vamos  a consultar después de cenar. ¡Me  voy a ocupar personalmente de su caso,  señor  Rata!
RATA: ¿Pero cómo voy a volver?
PRINCESA: Quédese aquí.
RATA: ¡Pero  tengo  que  volver  a  Buenos  Aires!  ¡Estoy  de vacaciones!
PRINCESA: No  hay medios  de transporte.
RATA: Pero  el jesuita, ¿cómo  se traslada?
PRINCESA: No se traslada. Duerme.
REINA: Duerme sin parar.
RATA: ¡Pero  tuvo  que  llegar  con  algún  medio  de transporte! ¡No  pudo   haber  hecho  catorce mil  leguas  a  pie desde  Buenos  Aires!
PRINCESA: Llegó en un helicóptero negro. Pero se comieron su  helicóptero.
REINA: Desde entonces, duerme todo  el tiempo.
PRINCESA: Es alguien  triste,  tiene  un temperamento melancólico.
RATA: ¡Ya lo creo  que  tiene  un temperamento  melancólico! ¡Es el fin del mundo!
PRINCESA: Y eso, por  tener  hambre.
REINA: ¡Eso, en efecto!
RATA: ¡Pero  hagan  algo! ¡Ustedes tienen  un pueblo! ¡Dénle órdenes!
REINA: Ya no me escuchan.
PRINCESA: Nunca escuchan.
RATA: ¡Compro la vaca! ¡Vuelvo  a Buenos Aires a lomo  de vaca!
REINA: Pero ya no tiene  dinero, pobrecito mío.
RATA: ¡Voy a hacer  un cheque!
PRINCESA: La lapicera ya no funciona.
RATA: ¿Tendrá el jesuita  una pluma?
PRINCESA: Seguro que tiene una pluma.  Pero no se la va a prestar. La usa todo el tiempo. Escribe con su sangre.
REINA: La vida de San Ignacio. ¡En lugar  de ocuparse  de mi juicio!
RATA: Y bien, ¡voy a firmar  el cheque con mi sangre!
PRINCESA: Es una buena idea.
REINA: Una muy buena idea.
RATA: ¿Dónde  está esa famosa  lapicera?
REINA: ¿Dónde  está  la lapicera?  Palalalú,  ¿dónde  está  la lapicera?
PRINCESA: Me la comí.
REINA: ¿Te comiste  la lapicera?  ¿Comés a escondidas?
PRINCESA: Porque sos ciega.
REINA: ¡Voy a sacrificarte para la luna llena y te voy a comer!
PRINCESA: ¡Ay! ¡No, mamá, por favor! ¡Piedad!
REINA: ¡Sí!  ¡Te voy a comer! ¡No  hacés nada de nada! ¡Ni siquiera  me serviste un vaso de agua en todo el día!
PRINCESA: El manantial está seco, lo sabés de sobra.
RATA: ¡Dejen de ventilar sus asuntos  frente a mí y encuentren rápido  una solución  a mi problema! ¡Me esperan en Buenos Aires! ¡Soy un hombre  de negocios!
REINA: ¡Tenga paciencia! ¡No  veo por qué los problemas de una rata  estarían  antes  que los míos!
RATA: ¡Tengo pasaporte argentino y exijo de Su Alteza un salvoconducto para  llegar sano  y salvo a la ciudad de Buenos Aires!
REINA: ¡Usted no  va a ir a ninguna  parte! ¿Cree que  los españoles  organizarían una expedición  punitiva  por la pérdida de una rata?  Más  bien estarían  contentos de liberarse de semejante parásito. Usted mismo ha dicho que  no era feliz entre  ellos. ¿Por qué volvió? ¿Sentía  nostalgia del  reino  inca?  ¡Y  bien,  aquí  está usted!
RATA: ¡Llame  al jesuita!
REINA: Duerme.
PRINCESA: Duerme.
RATA: ¿Dónde está  su casa?
REINA: No  tiene casa.
PRINCESA: Duerme al pie de la pirámide.
RATA: Por lo menos  tiene  un árbol.
PRINCESA: Lo lleva  con  él en  una  maceta  de  barro, es  un arbolito.
REINA: Lo riega con su propia orina.
RATA: ¡Voy a verlo!
REINA: ¡No  salga! ¡El pueblo se lo va a comer!
RATA: ¡A ver, al jesuita  no se lo comen!
PRINCESA: Porque tiene un cuchillo.
REINA: Se comen  incluso  entre  ellos.
PRINCESA: Nosotras también. Cuando mamá  se arrancó los ojos,  nos comimos uno cada  una.
RATA: ¿Pero cómo  puede  tolerar un jesuita semejantes costumbres?
PRINCESA: Lo divierten.
RATA: ¡Exijo  ver al jesuita, así sea mi última  voluntad! REINA: Andá  a despertar al jesuita e invitalo a comer.
PRINCESA: ¡Va a estar  encantado! ¡No  come  nada  desde  la última  hoja  de su árbol!
La PRINCESA sale.
RATA: ¡Pero  es inhumano, Reina  mía!
REINA: Primero, usted no es humano, y bien que ha comido lo suyo  para seguir  viviendo. La vida se come. Como el resto, por  otra  parte.
RATA: ¡Me voy a quejar ante el Ministerio de la Literatura del que soy miembro! ¡Me toma por una simple rata, pero  yo hice carrera!
REINA: ¿Qué  carrera?
RATA: Publiqué  un volumen de versos.
REINA: ¡Es una carrera!
RATA: ¡Una  gran  carrera!
REINA: ¿Y cómo  pudo  hacer carrera  en un lugar tan sombrío y peligroso como las estanterías de una biblioteca? ¡Debió  golpearse  contra  todos  los libros!
RATA: ¡Ah, no, ahora  tenemos luces de neón y los estantes son más anchos  que los libros!
REINA: ¿Y cuál es el tema de su libro?
RATA: La mujer, ¡oh, Reina mía!
REINA: ¿Mi historia?
RATA: ¡Las mujeres no son todas  iguales, mi Reina!
REINA: En efecto,  pocas llegan al sacrificio  como  yo. Me comí  uno  de mis ojos, el derecho,  y el otro,  el izquierdo,  se lo comió  mi hija. Así somos  gemelas en el espacio y en el tiempo,  de madre en hija, y así sucesivamente.
RATA: ¿No será que leyó demasiado, oh, Reina mía?
REINA: Me  gasté  la  vista  descifrando los  jeroglíficos  de mis ancestros.
RATA: ¿No los habrá  deformado en su memoria  desde que es ciega, Reina  mía?
REINA: ¡Claro!  Es mi arte: el arte  inca señala  que uno di­ buje su propio  jeroglífico sólo una vez que se hayan olvidado  los anteriores.
RATA: ¿Y cuál es su  jeroglífico, Reina  mía?
REINA: Las arrugas  en mi piel. Ustedes, las ratas,  no saben lo  que   son   porque están cubiertas  de  pelos. ¡Desvístase  y cúbrame antes  de que  Palalalá  llegue con  el jesuita!
RATA: ¡Nunca  cubrí a una mujer, Reina mía!
REINA: ¡No soy una mujer, soy una reina! ¡Cúbrame rápido!
PRINCESA (entra):  El jesuita  se despierta.
REINA: ¿No  pudiste  robar  la vaca?
PRINCESA: Casi.
REINA: ¡Servinos algo de beber!
PRINCESA: ¿Qué?
REINA: ¡No importa  qué! ¡Líquido!
PRINCESA: El manantial está seco, lo sabés bien.
REINA: ¡Andá  a pedir agua a los aztecas!
PRINCESA: Ya no tenemos cántaro. Se convirtió  en la maceta del árbol  del jesuita.  No voy a hacer diez mil leguas bajo el sol para  ir a buscar agua  con mis propias  manos.  Se evaporaría en el camino. Además, los aztecas  están  todos  muertos.
REINA: ¿Muertos, mis primos los aztecas?
PRINCESA: Estaba  escrito  en la luna  ayer por  la noche.  La palabra  aztecas  estaba  escrita  en estrellitas  azules. Es su símbolo  de muerte. Reventaron todos  los aztecas. Otro  cataclismo más.
REINA: ¿Un cataclismo?  ¡Mientras no nos pase a nosotros!
PRINCESA: No veo cómo podría ocurrir aquí. La tierra no se mueve  desde  que  te arrancaste los ojos. Todo  está inmóvil,  pero yo estoy harta.  Cuando te mueras  no me voy a arrancar los ojos, voy a seguir siendo  vi dente. Entonces  veremos qué va a pasar. El manantial seco va a reverdecer, la vaca sagrada  va a tener descendencia  y el árbol  del jesuita  va a reverdecer también. Es tu culpa si nos morimos  de hambre.
REINA: ¿Fuiste adoctrinada por esos salvajes?
PRINCESA: No son salvajes. Son personas simples  corno  vos y yo. También tienen  derecho a una cierta  abundancia. Si vieras,  podrías hacer  crecer  las  plantas sólo con contemplar la tierra. El sol no se habría  ido. Aquí tenemos más  frío  que  en la luna.  Sos una  mala  reina. ¡Voy  a comerte!
RATA: ¡Qué escándalo!
REINA: ¿Dónde está  el jesuita? ¡Llame  al jesuita!
PRINCESA: Ahí se despierta.
REINA: ¡Oh, mi querido Cristóbal, protéjame de mi hija en nombre de la amistad que mi padre  tenía con  usted!
RATA: ¡Estoy  aquí  para  defenderla, mi querida reina!
REINA: ¡Mátela!
RATA: ¡Pero  no es más  que  una  jovencita!
REINA: Es usted y yo, o ella. ¡Présteme su cortaplumas, tengo miedo!
RATA: No  tengo  cortaplumas.
REINA: ¿No  tiene  cortaplumas? ¡Estrangúlela!
RATA: Es demasiado fuerte.
REINA: ¿Pero si lo hiciéramos los dos?
RATA: ¡De  verdad  es demasiado fuerte!
REINA: ¡Vayamos con  el jesuita!
RATA: ¡Ahí  llega!
PRINCESA: ¡He  aquí  el jesuita!
JESUITA  (entra):  ¿Dónde estoy?
REINA: ¡En mi pirámide! ¿Dónde quería  estar?  ¡Hace  diez años  que  está  aquí!
JESUITA: ¿Qué  pirámide?
REINA: ¡Esta  pirámide! ¡Mi  pirámide! ¿También perdió la memoria?
JESUITA: ¡Pero  es una  rata!
REINA: No  es una  rata, es un amigo  de mi padre.
RATA: Me  presento. Padre  mío,  conquistadore señor  Don Cristóbal de la Sarna. A sus  pies, Padre  mío.
JESUITA: ¡Suficiente! ¡Suficiente! ¡Oh,  Dios mío, por  qué  me has infligido semejante  castigo?  ¡Sólo quería  servirte!
REINA: ¿En qué está  mi juicio?
JESUITA: ¿Qué  juicio?
REINA: ¡Mi  pirámide! ¡El pueblo ha roído la base!
JESUITA: Pero es natural, mi Reina, dado  que tienen  hambre.
RATA: ¡Estoy  totalmente de acuerdo con  usted, Padre  mío!
REINA: ¡Que  se calle  la rata! ¡Quiero iniciar  un  juicio contra  mi hija! Hagamos una alianza, mi querido jesuita.  La sacrificaremos en Pascuas  en  honor a la diosa luna  y uno  de sus  muslos  será  para  usted. 
JESUITA: ¡Jamás! ¡Jamás comeré a esta  pequeña a la que  vi crecer, incluso  si es una  pequeña caníbal!
RATA: ¿Me  puedo permitir decirle  unas  palabras aparte, Padre  mío?
JESUITA: Le doy la extremaunción, hijo mío.
RATA: ¿Pero  de verdad cree  que  me van  a comer?
JESUITA: ¿No  vino  para  eso?
RATA: ¡Para  nada! ¡Soy  un simple  turista!
JESUITA: ¿Y tiene  miedo?
RATA: Padre  mío, ¡es preciso  que  me ayude a apoderarme de la vaca! ¡A lomo  de vaca  tengo  grandes posibilidades  de llegar a Buenos Aires! ¡Conozco bien el desierto!
JESUITA: De acuerdo, robemos la vaca.  Pero  quiero un  pedazo, es mi comisión.
RATA: Pero Padre  mío, ¡no  puedo  viajar  sin la vaca entera!
JESUITA: Usted  puede  darme ya  mismo  la cola  y los cuernos, y las orejas, y además sólo  precisa un ojo. En el desierto  no hay nada que no pueda ser visto de perfil.
RATA: ¡Trato  hecho! ¡Hablemos en  voz  alta!  Qué  lugar encantador.
JESUITA: Extremadamente, por cierto.
REINA: ¿Lo encuentra  lindo?
RATA: ¡Uno de los lugares más hermosos  en el mundo!
JESUITA: ¡Así fue declarado!
RATA: ¡Absolutamente! ¡Es conocido  en el mundo entero!
¡Así como  la belleza proverbial  de sus mujeres!
JESUITA: ¡Y su fe! ¡Si tendrán  fe! ¡He  visto mujeres ancianas  rogar por  el  alma   de  su  marido  antes  de comérselo!
RATA: ¡Vayamos  a la puerta!
PRINCESA: Mamá,  se quieren  escapar.
RATA: ¡Falso! ¡Sólo queríamos  caminar  un poco!
REINA: ¡Usted miente, rata!
RATA: ¡Reina  mía,  le  juro que  no  quería  huir!  ¿Adónde habría  ido?
REINA: ¡Usted  prefiere morir  de sed en el desierto  a ser devorado por una reina inca! ¿Y es así como ama a sus  semejantes?
RATA: ¡No soy su semejante! ¡Usted no me puede ver, pero no  soy  más  que  una  rata!  ¡Tengo  testigos!  ¿Padre mío, no es cierto  que sólo soy una rata?
JESUITA: No es seguro. Queda  por probar  que usted no tiene alma.
RATA: ¡Ninguna, lo juro!
JESUITA: En ese caso, voy a defender  su causa. Adelánteme los gastos  del juicio. ¡Cinco  piastras!
RATA: Sólo me queda  una, Padre mío. ¡Pero puedo hacerle un cheque!
JESUITA: ¡Démela! ¿Un cheque, aquí?  ¿Y tiene algún  objeto de  valor  encima?
RATA: Tengo  un cortaplumas de  plata  que  compré en Argentina.
JESUITA: ¿Me  lo deja  ver?
RATA:  No  querría que  estas   mujeres se  dieran cuenta. ¡Tome!
JESUITA: ¡Es de acero!
RATA: Es plata  estilo  acero. Se hacen  así ahora.
PRINCESA: En este  momento el jesuita tiene  nuestro cuchillo y el cortaplumas de la rata.
REINA: ¡Dejame a mí! ¡Venga  conmigo, querido jesuita!
JESUITA: Era lo que iba a proponerle, Reina  mía.
REINA: Le cambio la  vida  de  la  rata   por  el cuchillo y el corta plumas.
JESUITA: ¿Para  hacer  qué?
REINA: Voy a mandar a la princesa  a que se apodere de la vaca  sagrada que  el pueblo tiene  capturada.
JESUITA: No  es fácil. Son fuertes  y están  bien alimentados.
REINA: ¿Cómo "bien alimentados"?
JESUITA: Tienen  la leche de la vaca.
REINA: ¿La vaca  todavía da  leche?  ¿Pero  qué  come?
JESUITA: Mama de las mujeres  del pueblo.
REINA: ¡Bonito asunto! ¡Entonces le cambio la vida  de la rata  por  la  vaca!
JESUITA:  Escúcheme: primero, no  tendrá a  la  rata  sin  mi consentimiento, y esto  en el caso  de que  nos  la repartamos; secando, ¡la vaca  no  le pertenece!
REINA: ¡La vaca es mía! ¡Soy la reina y es una vaca sagrada!
JESUITA: ¿Por  qué sagrada? ¿Porque lo dice  usted?
REINA: ¡Fue  usted  quien  dijo que  la rata  tenía  un alma!
JESUITA: ¡Soy su abogado!
REINA: ¡Usted es mi abogado! ¡Le confié mi cuchillo  para que defendiera  mi causa  ante el pueblo!
JESUITA: ¡Estoy cansado  de hacer guardia  frente a la puerta! ¡Me  hago abogado de la rata!
REINA: ¡Traidor! ¿Y quién es el abogado de la vaca?
JESUITA: ¡Su hija la princesa!
REINA: ¿Ella? ¿Palulalú? ¡Me ocultan  todo! ¡Porque soy ciega! ¡Mi madre y las madres de mi madre se arrancaban los ojos para ver mejor a través de los agujeros del cerebro,  pero yo estoy bloqueada,  no veo nada!
¡Cuántas voces a lo largo del día y la noche; cuando no es la vaca la que aúlla a la luna es usted el que me impide dormir sollozando  al pie de mi ventana!
JESUITA: ¡Nunca sollocé! ¡Tengo fe!
REINA: ¡Sí! ¡Usted  solloza  para  beber sus  lágrimas  desde la sequía del año pasado! ¡Soy ciega pero no sorda!
¡Escucho  todo lo que pasa en el pueblo gracias a la acústica  de mi pirámide!
JESUITA: ¡Sollozo de amor, oh, Reina mía! REINA: Escuche, basta; ¡ya le di una hija!
JESUITA: ¡Pero se la quedó  usted! ¡Y en cambio  a mí, a mí me echó!
REINA: ¡Ni siquiera  me doy cuenta  a qué se parece usted! ¡Cuando me sedujo  yo ya era ciega!
JESUITA: ¡Falso! ¡Usted  me amaba  por  mi prestancia  y la belleza de mis cabellos! ¡Fue mucho  más tarde  que se arrancó los ojos y me cortó  los cabellos! ¿Por qué hiciste eso, Pepita?
REINA: ¡Dejá de llamarme  Pepita! ¡Soy la reina Tac Ta Bum Tac Toe! ¿Qué  tengo  que  ver con  su  religión,  yo, diosa de la mía? ¡El día en que me arranqué los ojos el sol abandonó el cielo,  la tierra tembló en Perú e incluso  en China;  hubo  una  revolución en Nicaragua,  tres catástrofes aéreas,  y no abundo en los detalles! ¡Mientras que  usted  no  hizo  ni  un  solo milagro  desde  que está  aquí!
JESUITA: ¡Catequicé!
REINA: ¡No  por  haber colgado  un crucifijo  entre  los cuernos de mi vaca  sagrada  usted catequizó! ¡Mi  pueblo adora  los milagros  y usted no hizo ninguno!
JESUITA: ¡Porque  usted nunca me dio la fórmula!
REINA: ¡Es un secreto  que  se transmite  de  madre  a  hija! ¡No  sé transmitírselo a un vulgar  jesuita solamente porque  usa polleras!
JESUITA: ¡Entonces,  haga  al menos milagros  útiles! ¡Haga por lo menos que vuelvan el agua y el sol! ¡Guardé en secreto  algunas  semillas! ¡Todo  puede  volver  a comenzar  como  en los tiempos  en que éramos  felices! ¡Te lo suplico, Pepita!
REINA: ¡No, no y no! ¡Ese poder sólo pertenecerá  a mi hija!
PRINCESA: ¡Entonces  dámelo enseguida!
REINA: ¡Sos demasiado joven! ¡La tradición  indica que vas a heredar  mi poder sólo el día de mi muerte!
PRINCESA: ¡Entonces  morite  antes  de que  reventemos de hambre!
REINA: ¡Nunca! ¡La tradición  indica  que  no voy a morir nunca!
PRINCESA: Pero si seguimos  así va a ser necesario  que  un día te mate  para  comer  algo.
REINA: ¡Soy tan  fuerte  como  vos y no estás  armada! ¡El jesuita  tiene el cuchillo  y el cortaplumas de la rata!
PRINCESA: ¿Y si hago  una alianza  con el jesuita?
REINA: ¡Intentalo, ya vas a ver! ¡Su religión se lo prohíbe! ¡Sólo hacen alianzas  entre  hombres,  como  nosotras solamente  entre  mujeres! Si fueras  varón,  te habría dejado  construir una  iglesia  moderna  en  lugar  de mi pirámide.  Te habría  enviado  a estudiar  derecho a Salamanca. ¡Y yo me habría  convertido en diosa del agua, del cielo y de la tierra! ¡No  me habría  visto obligada  a arrancarme los ojos! ¡Si dejé escapar el poder, fue por tu culpa!
PRINCESA: ¿Pero cómo se hace para  tener  un hijo varón?
REINA: Siempre es cara o ceca, una es la luna, la otra el sol. ¡Es la moneda  que  nuestros ancestros arrojan  sin cesar una vez muertos  en el interior  de nuestros  intestinos!
PRINCESA: ¡Voy a tratar  de tener  un hijo varón!
REINA: ¿Con quién? ¡El pueblo  nos odia,  y el jesuita es tu padre!
PRINCESA: ¿Y la rata?
REINA: ¡Ni se te ocurra! Es la hora de la cena y tengo hambre ya mismo. ¡Estrangulala y nos la servís con una salsa  que vas a preparar con  tu orina  y excrementos batidos  a punto  nieve!
PRINCESA: ¡No!
JESUITA: ¡Basta de peleas domésticas! ¡Si esto sigue así vuelvo al pie de la pirámide! ¡No  dejan del pelearse! ¿Y la cena, está lista?
REINA: ¡Hace  horas  que  le estoy  pidiendo  que  mate  a la rata! ¡Se hace la paja todo  el día!   ¡Está todo  el día masturbándose en un rincón!
PRINCESA: ¡No puedo matada sin cuchillo! ¡Y el jesuita tiene el cuchillo  y también  el cortaplumas de la rata!
REINA: ¡Sobre todo no le des el cuchillo! ¡Podría  matarme!
JESUITA: ¡Pero hay que matar  a esa rata! REINA: ¡Pero mátela usted mismo, imbécil!
JESUITA: ¡Me despierta  piedad!
REINA: ¡Piedad,  sólo tiene esa palabra  en la boca! ¡No aprendió nada  de mí! ¡Deme el cuchillo  y tráigame a la rata!
RATA: ¡Oh, mi Reina! ¿Puedo hablarle  antes de mi muerte?
REINA: Depende  de lo que tenga para  decir.
RATA: Como le dije, publiqué  recientemente en Buenos Aires una recopilación de poemas sobre  la mujer. Tengo un ejemplar  en mi bolsillo y quisiera  leérselo en voz alta.  Nunca  nadie compró  mi libro.  Quiero  tener al menos un lector antes de mi muerte.
REINA: ¿Y es largo su libro?
RATA: Es un libro de bolsillo.
REINA: Entonces  es largo.  Pero le advierto, si su  libro  es demasiado largo,  morirá  bajo los peores suplicios.
RATA: Es corto,  mi Reina, es una sola frase. Y es ésta: los jesuitas son  mujeres.
REINA: En efecto, es corto.  ¿Pero es verdad?
RATA: Sí, mi Reina, es un poema verdadero.
REINA: ¿Es una  mujer? ¡Pero entonces  es la madre  de mi hija! ¡Y van a aliarse entre  ellas para  destronarme!
RATA: ¡Alíese conmigo, oh, Reina mía!
REINA: Pero contaba con  usted para cenar  esta noche.
RATA: Comámonos a los otros.
REINA: ¿Y qué haríamos  usted y yo solos? ¡Nos  habríamos comido  a todos  nuestros  enemigos!
RATA: ¡El amor) Reina mía! ¡Tendríamos ratitas  que se reproducen  rápido  y no comen  así nada!
REINA: ¡Patrañas! ¡Comen  tanto como los humanos! Y por otra  parte,  casi siempre  objetos  personales.
RATA: ¡Pero son de gusto  agradable!
REINA: ¡No  es fácil atrapar una  rata cuando  uno es de la familia! ¡Conocen  todas  las reacciones!
RATA: ¡Pero son excelentes para cultivar la tierra! Reflexione: el jesuita  le dio una única hija en cinco años de matrimonio. Yo, de una sola vez, ¡le daría cinco ratas!
REINA: ¿Pero de verdad  son comestibles?
RATA: Excelentes.
REINA: ¡Primero  quiero  probar!
RATA: ¡Oh,  no, mi Reina, soy su futuro  esposo! ¡No  irá a comerme!
REINA: ¡Sólo la cola y las orejas! ¡Se puede casar conmigo sin ellas!
JESUITA: ¡Es justo! ¡Por otra  parte  las tiene demasiado  lar­ gas! ¡Y los bigotes también!  ¡Son mondadientes excelentes!
RATA: ¡Ah no, por favor sobre  todo  no los bigotes!
PRINCESA: ¡A las armas! ¡Nos  atacan  las hormigas! ¡Están trepando por la pirámide!
REINA: jesuita,  ¡páseme  su  puñal  para  atrapar algunas! ¡Son  deliciosas!
JESUITA: ¡Ni se le ocurra! ¡Rata  mía, la tomo bajo mis órdenes! ¡Usted es mi diácono! ¡Atrape hormigas por mí! RATA: ¡Pero son minúsculas! ¡Ni siquiera llego a verlas con claridad!
REINA: ¡Se puede, si uno enfoca  bien!
RATA: ¡Pican! ¡Tome, Reina mía!
PRINCESA: ¿Puedo agarrar una también?
REINA: ¡Una sola! ¡Andá  a comprar vino!
RATA: ¡Padre  mío, aprovechemos que  no están  prestando atención  y huyamos!
JESUITA: ¿Adónde?
RATA: ¡No  sé, pero  huyamos!  ¡Esto  es inquietante, tengo miedo!
JESUITA: ¡Coma  algunas  hormigas! ¡Se piensa mejor con la panza  llena! ¡Son exquisitas!
RATA: ¡Padre  mío, vuelva a sus cabales! ¡Estamos en peligro! ¡Una  vez que se hayan  comido  todas  las hormigas, nos van a comer a nosotros!
JESUITA: ¿A nosotros?  ¿Usted cree?
RATA: ¡Estoy convencido, Padre mío! Conocí a la madre de la reina. Ella sola se comía un elefante bien gordo trufado  de ratas  para el desayuno. ¡Son insaciables!
.JESUITA: ¡Pero vamos, señor, déjeme comer tranquilo!
RATA: ¿Me abandona, Padre  mío?
JESUITA: ¡Qué  molesto es este conquistador! ¿De dónde sacaron  esta  rata?
REINA: ¿Qué rata?
JESUITA: ¿Cómo  "qué  rata"? ¡Hay  una  rata  en la casa  de ustedes!
REINA: ¡Ah, la rata! Es el segundo  plato.
.JESUITA: ¡Entonces  que  tenga al menos la decencia  de callarse durante el primero!
REINA: ¡Muy  bien dicho!
RATA: Señorita,  ¿puedo  decirle algo en voz baja?
PRINCESA: Tengo la boca llena.
RATA: ¡No importa, es urgente! ¿Se quiere casar conmigo?
PRINCESA: ¡Ah, no! ¡Sería viuda demasiado  joven!
RATA: ¡Matémoslos!
PRINCESA: ¡Ah, no, me resultan  útiles! Como gracias a ellos. Me educan  bien.
RATA: ¡Bueno, pero  finalmente  algún  día se van a morir! ¡Y yo soy el único soltero  por estos  pagos!
PRINCESA: Pero es demasiado tarde.  Es la hora  de la cena y ya hay que  matarlo.
RATA: ¿Ya? ¡Dios mío, tengo que encontrar una solución!
PRINCESA: Jesuita, páseme  el cuchillo. Voy a matar a la rata.
RATA: ¡Alto! ¡Tengo  algo  que  decir!
REINA: ¡Otra cosa  más!
RATA: ¡Es  confidencial, Reina   mía!  ¿Le  puedo hablar al oído?
JESUITA (a la princesa): Es un hombre astuto.
REINA (al jesuita): Sí.
JESUITA: ¿Qué  dice?
REINA: Quiere comprar la pirámide.
JESUITA: Pensemos. ¿Tiene efectivo?
REINA: Sólo le queda el saco.
JESUITA: Es elegante.
PRINCESA: Muy  elegante. Lo toqué y es de tweed.
RATA: ¡Pero  se  lo  regalo, Reina  mía! ¿No  va a  matarme por  un saco?
REINA: ¿Qué  tiene en los bolsillos?
RATA: Casi  nada, Reina  mía.
JESUITA: ¡Déjeme  ver! ¡Miren! ¡Hay un  alfiler  de corbata con  un diamante enorme!
REINA: ¡Húndaselo en la nuca, es la mejor  manera de matar  a  una  rata!
PRINCESA: ¿Cuántos quilates?
JESUITA: ¡Al menos  cuarenta!
REINA: ¡Tome la vaca y corra a Argentina a cambiarlo por caviar! ¿Sabe  lo que  es?
JESUITA: ¡No  voy  a hacer  todo ese viaje  por  comida! ¡En este  momento comamos a la vaca! Intente ponerse en  buenos  términos con  su hija, que es su abogada.
REINA: ¡El caviar  no es alimento! ¡Son  granos!
JESUITA: Si  usted  quiere... Pero  entonces son  granos que crecen  en  el agua.
REINA: En nuestra  tierra crecen huevos de peces. En lo recóndito  de los tiempos los peces no existían.  Entonces mi ancestro  la reina Pilililí hizo llover lágrimas sobre  nuestra  tierra,  y de uno de los granos  de nuestra  tierra  salió  el primer  pez. Pero su hija  Palalalá cazó  los peces con  el pretexto  de que estaba  harta de tener el agua  hasta  las rodillas. Sin embargo negociamos  durante mil generaciones. Finalmente  los peces aceptaron volver si yo sacrificaba  a mi hija.
¡Cuando eso  suceda,  voy  a llorar  tantas lágrimas que  el mar  reaparecerá sobre  la  tierra  inca  y los peces volverán  a vivir felices con  nosotros! ¡Y son muy sabrosos, créame! ¡En mi juventud me comí uno!
JESUITA: ¡A ver, sus leyendas son ridículas!
RATA: ¡Es cierto!  ¡Lo leí en los textos  sagrados del gran Palalalú, su  padre!  ¡Oh, Reina  mía,  me ofrezco  a cumplir  esta  delicada  y peligrosa  misión! ¡Confíeme la  vaca  y  una  vez en  Buenos  Aires,  le  voy  a enviar  diez  toneladas de  caviar! ¡El  pueblo  mea volverá  a encontrar el esplendor de antaño!
JESUITA: ¡Ni se le ocurra! ¡Soy yo el que va!
PRINCESA: ¡Ojo! El jesuita  tendrá el árbol, la vaca, el cuchillo, el cortaplumas, el diamante  y el traje de la rata. ¡Va a terminar  por  tener  nuestra  pirámide!
JESUITA: ¡Oh, Reina mía, confíe en mí una vez en su vida!
REINA: Una  vez es demasiado. Le voy a tener  confianza media  vez. ¡Jure  que volverá al imperio  inca por la cabeza  de su hija!
JESUITA: ¡Lo juro, oh, Reina mía!
REINA: ¡Entonces  corra  a comprar la vaca! ¡Pero negocie, quizás  se pueda  recuperar la vaca  y la pirámide, e incluso el diamante a cambio de la rata, dado que es rica! ¡Que  pidan  un rescate a Buenos Aires!
RATA: No soy tan rico como  para eso, mi Reina.
REINA: ¡Vamos,  vamos!  ¿Usted  se puede  financiar  vacaciones en Cadillac en el imperio  inca y no es rico?
RATA: ¡Pero estoy acá por nostalgia de los pueblos primitivos, mi Reina!
REINA: ¡Es inadmisible! ¡Ahora  me trata  de primitiva! ¡Y él es el nostálgico! ¡El mundo  está al revés!
PRINCESA: Por cierto que está al revés.
JESUITA: ¡Por  desgracia!
RATA: ¡Si el mundo está al revés, déjenme irme! ¡Les voy a enviar  la mitad de mi sueldo como  bibliotecario!
REINA: ¿Cuánto  gana  usted?
RATA: ¡Miles  y miles, Reina  mía! ¡Le voy a enviar al menos  una  tonelada   de  papas  y treinta   y una  vacas por mes!
REINA: Es poco y no tengo  ninguna  certeza.  ¿Qué prueba tengo de que usted es un hombre  de palabra?
RATA: ¡Su ceguera, Reina  mía!
JESUITA: No le hable de sus defectos físicos, eso la enoja.
REINA: ¿Y en qué se nota que soy ciega?
RATA: Su paso es incierto  y su rostro  teatral.
REINA: Eso no es porque soy ciega, ¡sino porque soy reina! ¡Me  mira de demasiado cerca!
RATA: ¡Es el oficio más hermoso  del mundo! ¡Pero también el más peligroso! ¡Por ejemplo,  usted no puede leer la expresión  del jesuita!  ¡Sólo escucha  su voz, y su expresión  es la de un traidor!
REINA: ¡Algo sé de él! ¡Es mi abogado!
RATA: ¡Hagamos una alianza!
REINA: ¿Para hacer qué?
RATA: Soy rico en Argentina.
REINA: Es posible, pero queda lejos, mientras que usted está acá, y acá es acá, y punto.
RATA: ¡Tengo  tanto como  para  cubrir de oro  su pirámide!
REINA: ¿Ah, sí?
JESUITA: ¡Este  conquistador es  peligroso! ¡Hagamos  una alianza!
PRINCESA: ¿Contra quién?
JESUITA: ¡Contra todo  el mundo! ¡Pero  en orden, comamos primero a la rata!
PRINCESA: ¿Por qué  no a mamá, que es más abundante?
JESUITA: ¡Es tu madre!
PRINCESA: Bien que ella se comió  a su madre. Si no la comemos ahora, después va a estar  demasiado flaca. Vamos  a guardar el esqueleto en  una  maceta  grande para  darle  buen  sabor al agua, y a la rata  la vamos a tomar de esclava  para  cavar  la tierra  y buscarnos agua.
REINA: ¡Tomo  a la rata  por  marido!
JESUITA: ¡Usted  es mi mujer!
REINA: ¡Me  defiende mejor  que  usted!  ¡Palalalá, anda   a buscar la  vaca  sagrada! ¡La  quiero para   mi  banquete  de bodas! ¡Es mi derecho como  reina!
PRINCESA: Y yo, ¿qué voy a tener como  banquete de bodas?
REINA: ¡Tus medio  hermanos!
PRINCESA: ¿Pero con  quién  me voy a casar?
REINA: ¡Sólo  tenés que casarte con  uno y comerte al resto!
PRINCESA: ¡Pero van a ser muy chiquitos! ¡El tuyo es grande!
REINA: ¡Sólo  vas a tener  que  esperar que  crezcan!
PRINCESA: ¡Sigo teniendo hambre!
REINA: ¡Todo  el mundo tiene  hambre!
PRINCESA: ¡Yo mucho más que  los demás!
REINA: ¡Es egoísta  como  su padre!
JESUITA: ¡Basta  de  peleas  domésticas!
REINA: ¡Andá  a buscar  la vaca o te pego!
JESUITA: ¡De ninguna  manera! ¡Es mi hija! ¡Y ya que usted desposa  a otro, ella queda  a mi cargo! ¡Te vas con­ migo, Palalalá! ¡Te voy a educar  en España! ¡Vas a ser carmelita, para expiar  los pecados de tu madre!      ¡En cuanto a usted, señora  Reina, me debe una pensión por alimentos!
REINA: ¡Que ella se coma su árbol!
JESUITA: ¡No  es suficiente  para el apetito de una jovencita! ¡Exijo a la rata!
PRINCESA: Es una buena idea.
REINA: De acuerdo. ¡Pero entonces  yo exijo a la vaca!
JESUITA: ¡Ah, no! ¡Sólo tenemos una rata para nosotros dos, y usted  una vaca para  usted sola!
RATA: ¡Consultemos a la vaca!
REINA: ¡Me es completamente servil!
JESUITA: ¡Eso pensás! ¡Pertenece al pueblo!
REINA: ¡Pero es la vaca de mis ancestros!
JESUITA: ¡Para  nada! ¡Llegó con el primer  jesuita!
REINA: ¡Pero él la vendió!
JESUITA: ¡Pero yo la volví a comprar a cambio  de los anteojos de Palalalá, y se la di al pueblo a cambio de sus almas!
REINA: ¿Él tiene sus almas? ¡Ahora entiendo todo! Palalalú, ¿por qué no me avisaste?
PRINCESA: ¡Yo cobraba una comisión  por las almas!
REINA: ¿Qué comisión?
PRINCESA: Los anteojos.
REINA: ¡Qué idiota!
PRINCESA: ¡Me gustan  mucho!
JESUITA: ¡Y yo hice un buen  negocio! ¡Ahora me dejan  mamar  de la vaca,  e incluso  de las  mujeres, a cambio de mis  bendiciones!
REINA: ¡Entro a su orden!
JESUITA: ¡En mi orden no aceptamos mujeres!
RATA: Y yo, Padre  mío, ¿puedo entrar a su orden?
JESUITA: ¡Tampoco aceptamos ratas! Bueno,  podría estudiar  su  caso  si  usted  llegara  a probar que  tiene  un alma.
RATA: ¡Pero  soy  poeta!
JESUITA: ¿Me  recita  sus  versos?
RATA: ¡Desgraciadamente sólo  escribí  uno!
JESUITA: ¡Dígalo!
RATA: Los  jesuitas  son  mujeres.
JESUITA: Interesante, muy  interesante. ¿Y lo ha publicado?
RATA: ¡He  aquí  mi único  ejemplar!
JESUITA: ¡Esto  me da  una  idea! ¡Tengo  un escrito! ¡Soy el propietario de la mitad  de la pirámide! ¡Somos  hermanas!
REINA: ¡Pero  yo soy la mayor!¡Voy a sacrificarla a la luna!
JESUITA: ¡Y yo, yo la condeno al infierno eterno! ¡Es peor!
Entra el AGUATERO.
PRINCESA: ¡Oh, el aguatero!
REINA: ¿Es usted,  Crisantemo?
AGUATERO: ¡El mismo, Reina mía! Pero no quiero interrumpir su pelea  doméstica.
REINA:  Nunca se  interrumpe una  pelea  doméstica, se  la atraviesa. ¿A qué  debo  la sorpresa de su visita?  Creí que se había  pasado al bando del  pueblo.
AGUATERO: Pasé a través  del pueblo como de su pelea.
REINA: ¿Ya no se entiende con  ellos?
AGUATERO: ¡No, Reina mía! En mi juventud tuve tres amantes. El peluquero, el verdugo  y el socialista. ¡Me amaban  y me cubrían  de rosas!
REINA: ¿Y hoy todos lo han abandonado?
AGUATERO: ¡Para  hacer el amor  con la vaca sagrada!
REINA: ¿La vaca hace  el amor  con  los hombres?  ¿En mi reino?
AGUATERO: ¡Los compró  con su leche!
REINA: Y las mujeres del pueblo, ¿no se quejan?
AGUATERO: ¡La vaca les da leche para  sus chiquillos! 
REINA: ¡Ah,  la  pérfida! ¡Idiota  de mí, que  le alquilé  mis establos sin sospechar  que diez años después me iba a destronar! ¡En qué decadencia  estamos,  mi pobre Crisantemo!
AGUATERO: ¡Escuche, no haga una tragedia  de esto! ¡Usted sigue siendo la reina y ella no es más que una vaca! ¡Usted es una diosa! ¡No  se desanime,  Reina mía!
REINA: ¡Tiene razón! ¿Tendría  usted la bondad  de regalarme algunas  gotas  de agua?  ¡Hace  una semana  que no bebo nada!
AGUATERO: ¡Tome una botella! ¡Veo que tiene visitas! ¿Por qué no hacemos  una fiesta?
REINA: ¡Justamente íbamos  a comemos a esta rata! ¡Pero no veo por qué tendríamos que compartirla con usted!
AGUATERO: ¡Pero traje mi comida! ¡Champiñones alucinógenos que cultivé personalmente en mi jardín! ¡Esta rata  tiene aspecto  de ser apetitosa!
.JESUITA: ¡Es una excelente idea ¡Yo traigo  mi árbol  para la fogata!
PRINCESA: ¡Y yo voy a matar  a la rata! ¡Páseme el cuchillo, jesuita!
JESUITA: ¡Vos no! ¡No  te tengo confianza, pequeña  víbora! ¡Tome,  querido aguatero, le entrego el  cuchillo! ¡Mátenos a este roedor!
REINA: ¡Rata con champiñones alucinógenos! ¡Me encanta!
RATA: ¡Oh, Dios mío, qué curioso destino el mío!

LA REINA Y LA PRINCESA
REINA: Palalalú, ¿dónde  estás?
PRINCESA: Aquí, mamá.
REINA: ¿Quién solloza  de ese modo?
PRINCESA: El fantasma de la rata.
REINA: ¿Qué  quiere?
PRINCESA: No  sé. Tiene  cadenas y gira  sin  parar alrededor de la pirámide envuelta en  una  sábana blanca.
REINA: ¿Y qué  piensa  el abogado?
PRINCESA: Nada. Se tapó  los  oídos y se instaló más  lejos con  su árbol.
REINA: ¿En qué día estamos?
PRINCESA: En la tercera  luna  del segundo solsticio.
REINA: Es un día de feria.
PRINCESA: Ah, sí.
REINA: ¡Tratá de  robar algunas verduras!
PRINCESA: Traté, pero cuando extiendo la mano, los comerciantes me golpean los dedos  con  varillas.
REINA: ¿Hemos caído tan  bajo  como para  que  pase eso?
PRINCESA: Y más  bajo  también. Están  en estado de adoración  frente  al  fantasma de  la  rata. Lo cubren con coronas de flores  y van  cantando detrás.
REINA: ¡Llamá  a mi ejército!
PRINCESA: Tu ejército es el jesuita.
JESUITA  (entra}: Mi  Reina,  vengo  a besarle  la mano en señal  de adiós, vuelvo  a la civilización. Logré  armar pieza  por  pieza  el Cadillac de  la rata.
REINA: ¡Es mi Cadillac!
JESUITA: Quizás. Pero  usted  no está  armada.
REINA: ¡Al menos  espero  que no me haya  robado las cabezas  reducidas de mis ancestros!
JESUITA: En efecto,  me permití  tomar algunos pequeños recuerdos. No gran  cosa,  una  pluma  de pavo  real, una punta de flecha ...
REINA: ¡Palalalú, abrile  la valija!
PRINCESA: ¡Mira, mamá! ¡Iba a tomárselas con las joyas de la momia  de la abuela!
JESUITA: ¡Pero  las llevo a España  como testimonio del alto grado de su civilización, mis reinas!
REINA: ¡Andá  a llamar a la policía!
PRINCESA: La policía  es él.
JESUITA: En efecto,  soy  yo. Adiós,  mis reinas. Es la última vez que  las veo. ¡Continúen siendo felices!
Sale. Hay una explosión.
REINA: ¿Qué  pasa?
PRINCESA: El Cadillac explotó.
REINA: ¿Está  muerto?
PRINCESA: No. Apenas mutilado.
JESUITA (entra): ¡Perdí  la vista! ¡Oh, Dios mío, y yo que sólo quería  servirte! ¿Qué  pecado  he cometido para  ser castigado en vida  de este  modo?
PRINCESA: ¡El Cadillac quedó  hecho  pedazos!
REINA: ¡Por  fin estamos los dos ciegos, Rodrigo! ¡Rodrigo, mi Rodrigo Sánchez, mi jesuita  de cabellos de seda!
JESUITA: ¡Oh, amor mío, mi Pepita! ¡Casémonos y envejezcamos   juntos!
REINA: ¡Venga  que  le curo las órbitas, mi  pobre querido! ¿Todavía  tiene  el cuchillo?
JESUITA: Sí.
REINA: ¿Y el cortaplumas?
jESUJTA: Sí, lo tengo.
REINA: ¡Desconfiemos de Palalalú!
JESUITA: ¿Dónde está?
REINA: ¡Hable en voz baja,  está  acá! ¡La escucho respirar! ¡Tratemos de atraerla con  mentiras y matémosla ahora mismo! ¡Ya debe  estar  pensando en el modo de acabar con  nosotros! ¡Siento  su  mirada posada sobre mi  cuello! ¡Palalaló, querida mía,  acercate! ¡Papá  y mamá  te van a decir algo al oído! ¡Palalaló! ¿Me  escuchás? ¿Dónde estás?
JESUITA: ¡Palalaló, hija mía, responde a tu pobre padre ciego! ¡El sonido de tu vocecita  de pájaro me reconfortaría  en  mi desgracia!
REINA: ¿Pero dónde está?
PRINCESA: Aquí.
REINA: ¡No intentes acercarte a nosotros! ¡Estamos armados!
PRINCESA: Voy a esperar a que estén  débiles  por el hambre para  estrangularlos más  fácilmente.
REINA: ¡Víbora!
JESUITA: ¡Tengo  miedo!
REINA: ¿Qué  es esa música? 
PRINCESA: El fantasma de la rata.
REINA: ¿Está aquí?
PRINCESA: Ahí llega.

Entra el fantasma de la rata.

FANTASMA  DE LA RATA:  ¡Paz en la tierra!
JESUITA: ¡Paz en la tierra, hijo mío!
FANTASMA  DE LA RATA:  ¡Una limosna para un pobre fantasma!
REINA: No tenemos nada. ¡Vuelva mañana!
FANTASMA DE  LA RATA:  Me parece reconocer esa voz.
REINA: Perdió la memoria, el infeliz.
FANTASMA  DE LA RATA:  ¿Acaso los conocí estando vivo, honorable  familia?
REINA: Nos vio una sola vez.
FANTASMA  DE LA RATA:  Estaba al volante de un auto verde, yendo hacia una gran pirámide negra, ¿pero quizás lo soñé?
JESUITA: Usted murió en un accidente de auto, en efecto. El automóvil está frente a la puerta, ¡y mire en qué estado! ¡Perdí la vista en el accidente, me debe una indemnización!
FANTASMA  DE LA RATA:  ¿Ese montón de hierros es el auto? ¿Y dónde está mi cuerpo?
JESUITA: Le dimos cristiana sepultura, hijo mío.
FANTASMA   DE LA RATA: ¡Pero no soy cristiano! ¡Desentiérreme, por favor!
REINA: De nada sirve ocultarle la verdad. De todos modos es inofensivo. No tiene nada que temer Usted fue quemado, aunque no hasta la incineración total. Todavía quedan dos tibias con las cuales iba a hacer un buen guiso, pero puede quedárselas como recuerdo.
¡En cuanto a lo demás, nos lo hemos comido!
PRINCESA: ¡Y era delicioso!
JESUITA: ¡Perdónenos, hijo mío! ¡Teníamos hambre!
FANTASMA  DE LA RATA: ¡Pero mi cuerpo pertenecía a la ciencia! ¡Lo había donado en vida!
REINA: ¡Aquí, la ciencia soy yo!
FANTASMA  DE LA RATA: ¡Y se hizo un traje con mi piel! ¡Y tiene puestos mis zapatos! ¿Y qué estoy viendo? ¡Una de mis vértebras les sirve de cenicero! ¡Qué salvajada!
REINA: ¡Sí, su cráneo es mi pelela! ¡Perdió la memoria, pero su filosofía sigue entera,  por lo que veo! ¡Sea al menos un fantasma  digno de la poca carne que lleva encima! La ciencia o yo, ¿qué puede hacerle esto a usted, dado  que sólo es una sombra?
FANTASMA   DE  LA  RATA:  ¿Y ni siquiera  se siente incómoda frente a la sombra  de aquel que se comió? ¡Familia de desquiciados!
REINA: ¡Desquiciada  para  nada!
PRINCESA: Yo tampoco, para nada.
JESUITA: ¡Yo sí!¡Recuerdo su última mirada cuando  estaba vivo y le aseguro  que sentí  una enorme  piedad  por usted, hijo mío! ¡Pero ahora  usted está muerto, y me guardo  la piedad  para  mí mismo, sobre  todo  desde que perdí la vista! ¡Oh,  Pepita, déjame llorar en tus rodillas!
REINA: ¡Escuche,  Rodrigo,  acostúmbrese a caminar  solo! ¡Ya estoy  harta  de verlo colgado  de mis polleras!
JESUITA: ¡Pero tengo miedo!
REINA: ¡Todo el mundo  tiene miedo! ¡Suélteme!
JESUITA: ¡Palalaló, dejame  estrecharte contra mi pecho! ¡Venía  llorar  una lágrima en los hombros  de tu pobre padre  ciego!
PRINCESA: Usted tiene las armas: el cuchillo  y el cortaplumas. No soy idiota.
JESUITA: ¡Oh, rata mía, usted que es un santo fantasma, protéjame  de estos dos  monstruos carnívoros!
REINA: ¡Palalaló,  escuchame! ¡Comamos al jesuita! ¡Siempre fue un mal padre  para  vos!
PRINCESA: Te quedarías con la mitad del jesuita, y lo quiero para comérmelo todo yo, tanto lo odio. Este acuerdo no me conviene para  nada. Pero hagamos otro pacto, me pasás tus poderes de reina y te perdono la vida. Vas a ir a vivir al establo con la vaca sagrada y vas a poder tomar su leche. Serás su vaquera.
REINA: ¿Vaquera? ¡Soy ciega!
PRINCESA: ¡Voy a obligarte a apilar el heno a golpes de fusta!
REINA: ¿Tenés una fusta?
PRINCESA: La cola de la rata.
FANTASMA   DE  LA RATA:  ¡Nunca voy a permitir que mi cola sirva para dar latigazos a una mujer ciega! ¡Dame eso!
PRINCESA: ¡No te acerques, rata! ¡Soy más fuerte que vos y tengo la fusta!
FANTASMA DE LA RATA:   ¡Ya no tengo cuerpo terrestre y no tengo nada que temer de tus golpes de cola, pequeña insolente! ¡Dame esa fusta!
PRINCESA:¡No!
REINA: ¡Devolvele su fusta! ¡Es de ella!
JESUITA: ¡Esta rata  es una santa,  Palalaló! ¡Dale la fusta que quiere! ¡Es para hacer el bien!
PRINCESA: ¡Antes te doy un latigazo, costra vieja!
JESUITA: ¡Ay! ¡Piedad!
FANTASMA  DE LA RATA:  ¡Deme esa fusta!
PRINCESA:¡No!
FANTASMA   DE LA RATA: ¡Ay!
PRINCESA: ¡Tenía su cuerpo terrestre!
RATA: ¡Estoy perdido!
PRINCESA: ¡Todavía está viva la rata! ¡Nos comimos en su lugar a la momia de la gran diosa Pulululás, nuestro ancestro!
RATA: ¡Oh,  por favor, déjenme  viva! ¡Sólo soy  una pobre mendiga! ¡Sigan comiéndose  a sus momias,  ya que no ven la diferencia  con la carne  de una rata! ¡Tienen bastantes  como  para  sobrevivir  todavía  tres siglos!
REINA: ¡Nuestras momias no son comestibles! ¡Su carne provoca   pesadillas!
JESUITA: ¡No es lo suficientemente gorda!
PRINCESA: ¡Pasame el cuchillo para matar  a la rata, jesuita!
JESUITA: ¡Atala  con su cola y traémela! ¡La voy a degollar yo mismo!
AGUATERO (entra): ¡Alto! ¡Dejen a esa rata tranquila, es mi ayudante! ¡Si esa  noche  de  julio  nos  permitimos engañarla a usted haciéndole pasar momia por rata, Reina mía, es porque  teníamos  razones  para  actuar así! ¡Se estaba  preparando un gran  complot  en su reino que no era del agrado del gobernador conquistador  Enríquez de Buenos Aires! Soy su virrey, Don Juan de Garay, que siempre conoció usted bajo el nombre falso de Crisantemo, el aguatero homosexual.
RATA: ¡Me  presento!  ¡Cristóbal Sánchez,  del Servicio de Inteligencia  Español!
JESUITA: ¿Sánchez? ¿Somos primos, tal vez?
RATA: No somos  primos, Padre  mío. Usted es de Bellao y yo de Solead.
REINA: ¿Un complot  en mi reino?
AGUATERO: Su hija se disponía  a destronada para poner en su lugar  a la vaca sagrada, ¡y ella iba a ser Primer Ministro!
RATA: ¡Exactamente!
REINA: ¡Palalaló,  te condeno a muerte!  ¡Señor  de Garay, por  favor  tenga a bien decapitar  a esta infiel y sírvala para  festejar  el éxito  de su misión!
VACA  SAGRADA (entra): ¡Hola, Reina  mía!
REINA: ¡Vaca!
VACA  SAGRADA: ¡Y vos, esqueleto ciego!
REINA: ¡Basta!
AGUATERO: ¡Está  arrestada en nombre de la Corona española!  ¡Ay!
JESUITA: ¿Qué  pasa,  Palalaló?
PRINCESA: ¡La  vaca  sagrada atravesó el corazón del  Vice Gobernador de  una  gran  cornada!
AGUATERO: ¡Quiero confesarme antes  de morir, Padre  mío!
JESUITA: ¡Aquí  estoy, hijo mío, hable!
AGUATERO: Llevo  un  secreto que  me  pesa  en  el corazón, Padre  mío.
JESUITA: ¡Dígalo rápido! ¡No le queda  mucho tiempo!
AGUATERO: ¡La  rata  y yo no somos verdaderos conquistadores!
JESUITA: Lo suponíamos. ¿Pero  quiénes son  en realidad?
AGUATERO: ¡Dos  buscadores de petróleo!
REINA: ¿Y eso qué es?
AGUATERO: ¡Oro negro!
REINA: ¡La predicción de los dioses se ha cumplido! ¡Cuando el océano se retiró  de la cordillera de los Andes, numerosos fueron  los peces que  perecieron por  falta de oxígeno! ¡Nuestra tierra  fue  sembrada de  cadá­veres de rodaballos, tiburones, pejesapos, lenguados y otras  especies! ¡Y a falta de sepultura, se pudrieron bajo el sol agobiante y el jugo de su podredumbre se convirtió en ese oro  negro que los españoles denominan olio di petra, pero que en realidad  es podredumbre de los peces de mis ancestros!
AGUATERO: ¡Desgraciadamente el Cadillac lleno  de  petróleo explotó en el momento en que el jesuita produjo un cortocircuito al activar muy  bruscamente el arranque! ¿Cómo sacar  el  petróleo de aquí?  ¡Apenas si podemos salir nosotros! ¡Padre, la extremaunción!
JESUITA: ¡Un momento! ¿Cuánto cuesta  el litro?
AGUATERO: ¡Mil  piastras!
JESUITA: ¡Rayos!
AGUATERO: ¡La extremaunción!
JESUITA: ¡Se la otorgo! ¡Muérase tranquilo!
AGUATERO: ¡Me muero!
JESUITA: ¡Palalaló, llenanos una  vejiga  de petróleo! ¡Intentemos  la travesía del  desierto!
VACA SAGRADA: ¡Vayamos a esa famosa Buenos Aires! ¡Tengo espíritu aventurero y todavía soy  joven  para  la aventura!
REINA: ¡Agarrá algunas coronas de diamantes de la abuela Palalatoca por si acaso  no llegamos a vender  bien la  vejiga  de  petróleo! ¡Seamos precavidos!
PRINCESA: ¿Pero  entonces somos ricas?
REINA: ¡Vamos  a sedo una  vez que  vendamos la vejiga en Buenos Aires! ¡Y con  nuestra fortuna vamos  a comprar  una  pirámide más grande en un país más rico!
¡Andá  a decir  adiós  al pueblo de mi parte!
VACA  SAGRADA: ¡Y yo les regalo  dos  litros  de leche!
PRINCESA: ¡Ey, pueblo, les tengo  una  buena  noticia! (Sale)
¡Les  cambio dos  litros de  leche   por   un  ramo  de champiñones alucinógenos para  comer  en el camino!
REINA: ¡Adiós,  pirámide mía! ¡Cuidame los  restos  de  mis ancestros, quizás  algún  día  los necesite! ¡Si te abandono  es para colmar el vacío de mi estómago, que no es menor  que el vacío en tu interior; oh, mi pirámide! ¡Que cada   uno  tenga  su  alimento y  no  seamos  el alimento uno de otro! ¡Adiós!
VACA  SAGRADA: ¡La pirámide se iluminó!
JESUITA: ¡Milagro! ¡Recuperé la vista!
REINA: ¡Yo también!
PRINCESA  (entra}:  ¡Milagro! ¡Recuperamos la  estima   del   pueblo! ¡Nos dan   un  conejo y  una  tortuga  verde como  regalo  de despedida!
REINA: ¡Mucho mejor!  ¡Los  vamos  a  comer en  el viaje!
¡Oh, mi vaca sagrada, qué  hermosa es! ¡No  la veía desde  hace diez mil lunas!  ¡No  le guardo rencor! ¡Y usted,  Rodrigo, cómo encarna la bondad su rostro! ¡Lo  sigo  amando! ¡Y  vos,  Palalaló, que  no  volví a verte  desde  tu  nacimiento, me gusta  tu aspecto y tu maquillaje! ¡Te pareces  a mí cuando tenía  tu edad!
PRINCESA: ¡Mamá, yo siempre te quise!
VACA SAGRADA: ¡Tuvimos algunas pequeñas diferencias, pero siempre la consideré mi reina, Reina  mía!
JESUITA: ¡Y usted  sigue siendo la reina  de mi corazón!
RATA: ¿Y yo?
REINA: ¿Usted,  rata?  ¿No  estaba  muerta?
VACA  SAGRADA: ¿Ella?
PRINCESA: Es el fantasma de su fantasma.
JESUITA: ¡Su  carne se volvió  incomible! ¡Abandonémosla aquí!
PRINCESA: ¡Sólo le queda  mendigar las sobras del pueblo!
JESUITA: ¡Y no merece  más que eso! ¡Vayámonos de inmediato! Caminaremos noche  y día,  nos protegeremos del sol en  pozos  que  cavaremos en  la arena. ¡La fe nos  sostendrá!
REINA: ¡Subamos el cadáver de Garay a la vaca  para  comerlo  en el camino! A Buenos  Aires.
PRINCESA: ¡A Buenos Aires!
RATA: ¡Palalaló, te amo!  ¿Me  vas a abandonar solo, aquí?
PRINCESA: Sí. Sigo a los míos.
La PRINCESA sale. Entra el TURISTA.
JESUITA: ¡A Buenos  Aires!
REINA: ¡Estamos listos, en camino!

La REINA, la VACA  SAGRADA y el JESUITA salen con el cadáver del AGUATERO.

TURISTA: Extraño lugar.
RATA: ¿Qué  dice? ¡Estoy  un poco  sordo!
TURISTA: ¿Usted  es el guía?
RATA: ¡Dos  piastras la foto!
TURISTA: ¿Quién vivía en esta  pirámide?
RATA: ¡Muertos! ¡Son  dos  piastras!
TURISTA: ¿Usted  los conoció personalmente?
RATA: ¡No! ¡Pero  es como si! ¡Si quiere  visitar  las momias, le voy a pedir  dos  piastras más!
TURISTA: ¡No  me gusta  este  lugar! ¡Tome  las dos  piastras, señor! ¡Gracias! (Sale.)
RATA: A los  turistas no  les gusta  nada  esta  pirámide por la humedad que se desprende de los muros siempre chorreantes. Su  última reina, la  reina   diosa   inca Tac Toe,  se enterró en  el desierto en compañía de su hija Palalaló y sus íntimos, buscando vender una vejiga  de  oro  negro que  en  esta  época se llamaba ollio  reggio, pero, atormentados por  la sed, con  la vaca  ya  sin  leche, bebieron de  su  negra   vejiga  y murieron envenenados bajo  el sol  ardiente en  medio  del  desierto. Otra  leyenda dice  que  se comieron entre  ellos. ¿Pero en qué orden? No lo sabemos. Fue la  última  reina  inca,  la  última princesa inca,  y el último  misionero  jesuita. Fue también  la última vaca sagrada y el último conquistador, Don Garay, muerto antes de su partida. Sólo sus sombras  rondan a veces por esta pirámide. Pero no son más que sombras. Fui bibliotecario antes de convertirme en guardián  de museo, y es de mi educación de donde proviene mi sensibilidad especial que me ayuda a soportar  mi desasosiego frente a la monotonía  de mi existencia. Entre dos visitas turísticas alrededor de la pirámide, imagino la vida de quienes la habitaron  en otros tiempos. Me siento así dueño de un pasado que, de otro  modo, no me diría gran cosa. Pero es hora de cerrar. Me voy a acostar.




FIN.