9/10/14

EL MALENTENDIDO. Albert Camus.


















EL MALENTENDIDO
Albert Camus


PERSONAJES
Marta
María
La Madre
Jan
El Viejo Criado


ACTO I
MEDIODIA. LA SALA COMUN DEL ALBERGUE. ES LIMPIA Y CLARA. TODO ESTA EN ORDEN.

ESCENA I

LA MADRE: Volverá.
MARTA: ¿Te lo dijo?
LA MADRE: Sí.
MARTA: ¿Solo?
LA MADRE: No sé.
MARTA: No parecía hombre pobre.
LA MADRE: No se ocupó del precio.
MARTA: Está bien. Pero es raro que un hombre rico ande solo. Y es eso lo que dificulta las cosas. El que sólo se interesa en hombres ricos y a la vez solitarios, se expone a esperar mucho tiempo.
LA MADRE: Sí.
MARTA: Este año no ha sido muy bueno. Esta casa está muchas veces desierta. Los pobres no se detienen por mucho tiempo y los ricos que sólo se extravían, vienen de tarde en tarde.
LA MADRE: No te quejes, Marta. Los ricos dan mucho trabajo.
MARTA (MIRANDOLA): Pero pagan bien.
SILENCIO

MARTA: Madre, está usted rara. Me cuesta trabajo reconocerla desde hace un tiempo.
LA MADRE: Estoy cansada, hija mía, nada más... Aspiro al descanso.
MARTA: Yo puedo hacer todo en la casa, si usted quiere. Así descansará el día entero.
LA MADRE: No me refiero a ese descanso. No, es un sueño de vieja. Sólo quiero paz, un poco de despreocupación. (RIE DEBILMENTE) Es estúpido decirlo, Marta, pero algunas noches casi me inclinaría a la religión.
MARTA: No es usted tan vieja, madre, para llegar a ese extremo; supongo que tiene algo mejor que hacer.
LA MADRE: Sabes que estoy bromeando, Marta. Pero bueno, al final de la vida bien puede una dejarse llevar. No es posible mantenerse siempre rígida y endurecerse como tú lo haces, Marta. Ni es propio de tu edad. Yo conozco muchas mujeres, nacidas el mismo año que tú, que sólo piensan en locuras.

MARTA: Sus locuras no son nada comparadas con las nuestras, usted lo sabe.
LA MADRE: No hablemos de eso.
MARTA (LENTAMENTE): Se diría que ahora hay palabras que le queman la boca.
LA MADRE: ¿Acaso no puedo arrepentirme? (PAUSA) Sólo quería decirte que a veces me gustaría verte sonreír.
MARTA: A veces pasa, se lo aseguro.
LA MADRE: Nunca lo he visto.
MARTA: Porque sonrío en mi cuarto, cuando estoy sola.
LA MADRE (MIRANDOLA ATENTAMENTE): ¡Qué rostro tan duro, Marta!
MARTA (ACERCANDOSE Y CON CALMA): ¿Así que no le gusta?
LA MADRE (MIRANDOLA SIEMPRE Y LUEGO DE UN SILENCIO): Creo que sí, a pesar de todo.
MARTA (AGITADA): ¡Ah, madre! Cuando hayamos juntado todo el dinero y podamos irnos de esta tierra sin horizonte, cuando dejemos atrás esta casa y esta cuidad lluviosa y olvidemos este país de sombra, el día en que por fin estemos frente al mar, con el que tanto he soñado, ese día me verá sonreír. Pero hace falta mucho dinero para vivir frente al mar. Por eso no hay que tener miedo a las palabras. Por eso debemos preocuparnos del que vendrá. Porque si es bastante rico, quizá mi libertad empieza con él.
LA MADRE: Si es rico y si está solo.
MARTA: Y si está solo, claro, porque el hombre solo es el que nos interesa. ¿Le habló mucho, madre?
LA MADRE: No. Dos frases en total.
MARTA: ¿Con qué cara le pidió la habitación?
LA MADRE: No sé. No veo muy bien y apenas le miré. Sé, por experiencia, que es preferible no mirarlos. Es más fácil matar lo que no se conoce. (PAUSA) Alégrate; ahora no tengo miedo de las palabras.
MARTA: Es mejor así. No me gustan las alusiones. El crimen es el crimen, hay que saber lo que se quiere. Y me parece que usted lo sabía, hace un rato, porque pensó en él cuando respondió al extranjero.
LA MADRE: No sé si lo pensé, Marta... es la costumbre, ni te imaginas la fuerza de la costumbre.
MARTA: ¿La costumbre? Usted misma dijo que las ocasiones han sido pocas.
LA MADRE: Sí. Pero la costumbre empieza con el segundo crimen. Con el primero no empieza nada; termina algo. Es verdad que las ocasiones fueron pocas, pero se distribuyeron con precisos intervalos, por lo que el recuerdo fortificó la costumbre. Sí, la costumbre me impulsó a responder a ese hombre, me advirtió que no lo mirara y me aseguró que tenía cara de víctima.
MARTA: Madre, habrá que matarlo.
LA MADRE (MAS BAJO): Sí.
MARTA: Lo dice usted de una manera muy rara.
LA MADRE: Estoy cansada. Me gustaría que por lo menos éste fuera el último. Matar es terriblemente fatigoso. Y aunque poco me preocupa morir frente al mar o en el centro de la llanura, quisiera que después nos fuésemos juntas.
MARTA: ¡Nos iremos, será maravilloso! Anímese, madre, hay poco que hacer. Ni siquiera es cuestión de matar. Beberá el té, se dormirá, y, vivo todavía, lo llevaremos al río. Mucho tiempo después lo encontrarán pegado a la represa, usted me lo decía, madre: los nuestros son los que menos sufren: la vida es más cruel que nosotras. Anímese, usted encontrará el descanso y yo veré, por fin, lo que nunca he visto.
LA MADRE: Sí, me animaré. A veces, sí, me alegra la idea de que los nuestros nunca sufrieron. Casi no es un crimen: sólo una intervención, un empujoncito a vidas que desconocemos. Aparentemente la vida es más cruel que nosotras. Quizá por eso me cuesta sentirme culpable. Apenas puedo sentirme cansada.

ENTRA EL VIEJO CRIADO.

MARTA: ¿En qué cuarto lo dejaremos?
LA MADRE: En cualquiera con tal de que sea en el primer piso.

MARTA: Sí, nos costó demasiado bajar las escaleras la última vez. (SE SIENTA POR PRIMERA VEZ.) Madre, ¿es cierto que allá la arena quema los pies?
LA MADRE: Tampoco la conozco, tú lo sabes. Pero me han dicho que el sol lo devora todo.
MARTA: Leí en un libro que el sol se come hasta las almas y hace resplandecer los cuerpos, pero los vacía por dentro.
LA MADRE: Y eso, Marta, ¿te hace soñar?
MARTA: Sí, porque estoy harta de cargar siempre con mi alma y tengo prisa por llegar a ese país donde el sol mata las preguntas. No es ésta mi patria.
LA MADRE: Pero antes, tenemos mucho que hacer. Si todo marcha bien, iré contigo. Pero yo no tendré la impresión de que voy a mi patria. A cierta edad no hay patria donde sea posible el reposo, y ya es mucho haber podido construir esta casa, amueblada con recuerdos donde a veces una cree dormirse. Pero te aseguro que allá encontraremos sueño y olvido. (SE LEVANTA Y SE DIRIGE A LA PUERTA) Prepara todo, Marta. (PAUSA) Si es que en realidad vale la pena.

MARTA LA MIRA SALIR. TAMBIEN ELLA SALE POR OTRA PUERTA.
ESCENA II

EL VIEJO PERMANECE EN LA ESCENA, SOLO, DURANTE UNOS SEGUNDOS. ENTRA JAN. SE DETIENE, MIRA LA SALA, VE AL VIEJO DETRAS DEL MOSTRADOR. EL VIEJO DESAPARECE.

ESCENA III

ENTRA MARÍA. JAN SE VUELVE BRUSCAMENTE HACIA ELLA.

JAN: ¿Que haces aquí?.
MARÍA: Perdóname, pero no aguanté más. Quizá me vaya enseguida. Pero permíteme ver el lugar en que te dejo.
JAN: Puede venir alguien y entonces lo que quiero hacer no será posible.
MARÍA: Por lo menos aceptemos la oportunidad de que venga alguien... Yo conseguiré que te reconozcan aunque tú no quieras.

EL SE APARTA. PAUSA.

MARÍA (MIRANDO A SU ALREDEDOR): ¿Es aquí?
JAN: Sí, aquí. Salí por esa puerta hace diez años. Mi hermana era una chiquilla. Jugaba en ese rincón. Mi madre no vino a besarme. Entonces creí que me daba lo mismo.
MARÍA: Jan, no puedo creer que no te hayan reconocido. Una madre siempre reconoce a su hijo.
JAN: Sí, pero diez años de separación cambian un poco las cosas. Desde que me fui, la vida ha continuado. Mi madre envejeció, su vista ha disminuido. Casi no la reconocí yo mismo.
MARÍA (CON IMPACIENCIA): Lo sé, entraste, dijiste: “Buenos días”, te sentaste. Esta sala no se parecía a la que tu recordabas.
JAN: Así es. Me recibieron sin decir una palabra. Me sirvieron la cerveza que pedí. Me miraban pero no me veían. Todo era más difícil de lo que creía.
MARÍA: Sabes que no era difícil y que bastaba hablar. En esos casos se dice: “Soy yo”, y todo vuelve a la normalidad.
JAN: Sí, pero yo había fantaseado mucho. Y cuando uno esperaba la escena del hijo pródigo, me dieron la cerveza a cambio de dinero. Eso me quitó las palabras de la boca. Pensé que debía continuar.
MARÍA: No hay nada que continuar. Ésa es otra de tus ocurrencias; hubiera bastado sólo una palabra.
JAN: No era una ocurrencia, María, era la fuerza de las cosas. Confío en la fuerza de las cosas. Además, no tengo tanta prisa. Vine a traer dinero y, si puedo, la felicidad. Cuando me enteré de la muerte de mi padre, comprendí que tenía responsabilidades con ellas dos... María, hago lo que me corresponde. Pero supongo que no es tan fácil volver al hogar paterno, y que es necesario tiempo para que un extranjero se convierta en hijo.
MARÍA: Pero, ¿por qué no avisaste que venías? Cuando uno quiere que le reconozcan, da su nombre; eso es evidente. El que adopta la apariencia del que no es, acaba por enredarlo todo. ¿Cómo no habían de tratarte como un extranjero en una casa donde te presentas como extranjero? No, no, todo esto no es normal.
JAN: Vamos, María, no es tan grave. Aprovecharé la ocasión para verlas desde afuera. Me daré cuenta mejor de lo que las hará felices. Después inventaré el modo de darme a conocer... Sólo basta encontrar las palabras.
MARÍA: Hay un solo modo: hacer lo que haría un recién llegado, decir: “Aquí estoy”, deja hablar al corazón.
JAN: El corazón no es tan sencillo.
MARÍA: Pero emplea sólo palabras sencillas. No era tan difícil decir: “Soy su hijo, ésta es mi mujer. Viví con ella en una tierra país que amamos, frente al mar y al sol. Pero no era bastante feliz y ahora las necesito”.
JAN: No seas injusta, María. No las necesito, pero he comprendido que ellas debían necesitarme, y que un hombre nunca está solo.

PAUSA. MARÍA SE APARTA.

MARÍA: Quizá tengas razón, perdóname. Pero desconfío de todo desde que llegué a esta tierra donde en vano busco un rostro feliz. Es tan triste. Desde que llegamos que no te oigo reír, y yo me estoy volviendo desconfiada. ¡Ay!, ¿por qué me hiciste abandonar mi patria? Vayámonos, Jan, aquí no encontraremos la felicidad.
JAN: No hemos venido a buscar la felicidad. Ya tenemos la felicidad.
MARÍA (CON VEHEMENCIA): ¿Por qué no conformarse con ella?
JAN: La felicidad no es todo; los hombres tienen deberes. El mío es recobrar a mi madre y a mi patria. María, por favor déjame.

MARÍA: Así no, no es posible.

SE ABRE LA PUERTA DEL FONDO. EL VIEJO CRUZA LA PUERTA SIN VER A MARÍA Y SALE POR LA PUERTA DE LA CALE.

JAN: María.

MARÍA: Quiero quedarme. Me callaré y esperaré a tu lado que te reconozcan.
JAN: No, me traicionarías.
ELLA SE APARTA, LUEGO SE VUELVE HACIA EL Y LE MIRA LA CARA.

MARÍA: Jan, hace cinco años que estamos casados.
JAN: Pronto hará cinco años.
MARÍA (BAJANDO LA CABEZA): Y es la primera noche que nos separamos. (EL SE CALLA; MARÍA LO MIRA DE NUEVO) Siempre lo he querido todo en ti, aún lo que no comprendía, y sé que en el fondo no te desearía diferente. No quiero ser una esposa amiga de contrariar. Pero aquí tengo miedo del lecho desierto al que me envías, y también tengo miedo de que me abandones.
JAN: No debes dudar de mi amor.
MARÍA: No dudo de él. Pero están tu amor y tus sueños, o tus deberes, es lo mismo. Te escapas tantas veces. Entonces es como si descansaras de mí. Pero yo no puedo descansar de ti, y esta noche (SE ARROJA EN SUS BRAZOS LLORANDO), esta noche no podré soportarla.
JAN (ESTRECHANDOLA CONTRA SI): María, por favor. Esto es infantil.
MARÍA: Claro que es infantil. Pero éramos tan felices allá y no es culpa mía si las noches de este país me dan miedo. No quiero que me dejes sola.
JAN: Comprende, María. Debo cumplir con mi palabra.
MARÍA: ¿Qué palabra?
JAN: La que me impuse cuando comprendí que mi madre me necesitaba.
MARÍA: Tienes otra palabra que cumplir.
JAN: ¿Cuál?
MARÍA: La que me has dado cuando prometiste vivir conmigo.
JAN: Creo que podré arreglarlo todo. Lo que te pido no es nada. Una tarde y una noche en que trataré de orientarme, de conocer mejor a las que amo y de aprender a hacerlas felices.
MARÍA (SACUDIENDO LA CABEZA): La separación siempre es algo para los que quieren de verdad.
JAN: Tonta, tú mejor que nadie sabes cuánto te quiero.
MARÍA: No, los hombres nunca saben cómo se quiere de verdad. Nada los satisface. Lo único que saben es soñar, imaginar nuevos deberes, buscar nuevos países y nuevas moradas. En cambio, nosotras sabemos que hay que apresurarse a querer, a compartir el mismo lecho, a darse la mano, a temer la ausencia. Cuando se quiere, no se sueña con nada.
JAN: ¡Qué estás diciendo! Sólo es cuestión de encontrar a mi madre, de ayudarla y hacerla feliz. En cuanto a mis sueños o deberes, hay que tomarlos como son. No sería nadie sin ellos y me querrías menos si no los tuviera.

MARÍA (VOLVIENDO BRUSCAMENTE LA ESPALDA): Sé que tus razones son siempre buenas, pero esa voz, Jan, la conozco tan bien. Es la voz de la soledad, no la del amor.
JAN (PONIENDOSE DETRAS DE ELLA): No hablemos de eso, María. Deseo que me dejes solo aquí para ver más claro las cosas. No es tan terrible, ni una cosa del otro mundo dormir bajo el techo de la madre de uno. Dios hará lo demás. Pero Dios sabe también que entretanto no te olvido. Sólo que no se puede ser feliz en el destierro o en el olvido. No es posible seguir siendo siempre un extranjero. Un hombre necesita felicidad, es cierto, pero también necesita encontrar su definición. Y me imagino que recobrar mi patria, hacer feliz a todos lo que quiero me ayudará a ello. No deseo otra cosa.
MARÍA: Podrías hacer todo eso usando un lenguaje sencillo. Pero tu método no es el bueno. JAN: Es bueno porque sabré si tengo o no tengo razón de alimentar sueños.
MARÍA: Deseo que sí, que la tengas. Pero yo no tengo otro sueño que aquel país donde éramos felices, ni otro deber que tú.
JAN (ATRAYENDOLA HACIA SI): Déjame seguir. Terminaré por encontrar las palabras que lo arreglen todo.
MARÍA (RIENDOSE): ¡Ah, continúa soñando! Tengo paciencia, espero que te canses de estar en las nubes: entonces me llegará el momento. Lo que me hace desgraciada hoy es que estoy muy segura de tu amor y cierta, sin embargo, de que me dirás que me vaya.
JAN (LE TOMA LA CARA Y SONRIE): Es cierto, María. Me confías por una noche a mi madre y a mi hermana.
MARÍA (SEPARANDOSE DE EL): Entonces adiós. (SE DIRIGE HACIA LA PUERTA DONDE SE DETIENE.
MOSTRANDO LAS MANOS VACIAS) Pero mira qué desposeída soy. Tú marchas a un descubrimiento y me dejas esperando. (VACILA Y SE VA)

ESCENA IV

JAN SE SIENTA. ENTRA MARTA.

JAN: Buenos días, vengo por el cuarto.
MARTA: Lo sé. Lo están preparando. Tengo que inscribirlo en el libro. (VA A BUSCAR EL LIBRO Y VUELVE) Me puede decir su nombre y apellido.
JAN: Hasek, Karl.
MARTA: ¿Karl, nada más?
JAN: Nada más.
MARTA: ¿Lugar y fecha de nacimiento?
JAN: Tengo veintiocho años.
MARTA: Sí, ¿pero dónde nació?
JAN (TITUBEA): En Bohemia.
MARTA: ¿Profesión?
JAN: Ninguna.
MARTA: Hay que ser muy pobre o muy rico para vivir sin trabajo.
JAN (SONRIE): No soy muy pobre, y por muchas razones, me alegro.
MARTA (EN OTRO TONO): Es usted checo, naturalmente.
JAN: Naturalmente.
MARTA: ¿Domicilio habitual?
JAN: Bohemia.
MARTA: ¿Viene usted de allá?

JAN: No, vengo del sur. (ELLA PARECE NO ENTENDER) Del otro lado del mar.
MARTA: Comprendo. (PAUSA) ¿Va usted allá con frecuencia?
JAN: Con bastante frecuencia.
MARTA (SUEÑA UN MOMENTO PERO PROSIGUE): ¿Cuál es su destino?
JAN: No sé. Dependerá de muchas cosas.
MARTA: ¿Quiere usted establecerse aquí?
JAN: No sé. Según lo que encuentre.
MARTA: Eso no interesa. ¿Pero nadie lo espera?
JAN: No, nadie, en un principio.
MARTA: Supongo que tendrá un documento de identidad.
JAN: Sí, puedo mostrárselo.
MARTA: No vale la pena. Basta con indicar si es un pasaporte o una cédula de identidad.
JAN (INSISTENTE): Es un pasaporte. Aquí está. ¿Quiere verlo?

ELLA LO TOMA EN SUS MANOS, PERO EVIDENTEMENTE PIENSA EN OTRA COSA. PARECE SOPESARLO; LUEGO SE LO DEVUELVE.

MARTA: No, téngalo. Cuando va allá, ¿vive cerca del mar?
JAN: Sí.
ELLA SE LEVANTA, HACE UN ADEMAN DE GUARDAR EL LIBRO, LUEGO CAMBIA DE OPINION Y LO MANTIENE ABIERTO.

MARTA (CON SUBITA DUREZA): ¡Ah, me olvidaba! ¿Tiene usted familia?
JAN: Debo decir que la tenía. Pero hace mucho tiempo que la abandoné.
MARTA: No, quiero decir si es casado.
JAN: ¿Por qué me lo pregunta? En ningún hotel me hicieron esa pregunta.
MARTA: Figura en el cuestionario que nos entrega la administración del cantón.
JAN (EXTRAÑADO): Sí, soy casado. Habrá visto usted mi anillo.
MARTA: No lo he visto. No estoy aquí para mirarle las manos, sino para llenar la ficha. ¿Puede darme la dirección de su mujer?
JAN: No, es decir, se quedó en su país.
MARTA: Ah, perfecto. (CIERRA EL LIBRO) ¿Le sirvo algo para beber mientras terminan su cuarto?
JAN: No, aguardaré aquí. Espero no molestarla.
MARTA: ¿Por qué habría de molestarme? La sala es para recibir clientes.
JAN: Sí, pero un cliente solo a veces es más molesto que una gran concurrencia.
MARTA (QUE ORDENA LA HABITACION): ¿Por qué? Supongo que no tendrá la ocurrencia de hacerme la corte. No puedo dar nada a los que vienen aquí en busca de bromas. Y pronto verá que ha escogido un hotel tranquilo. No viene casi nadie.
JAN: Pero eso es muy malo.
MARTA: Hemos perdido algunas entradas, pero ganamos en tranquilidad. Y la tranquilidad no tiene precio. Además, es preferible un buen cliente a una clientela ruidosa, y lo que buscamos precisamente es un buen cliente.
JAN: Pero... (TITUBEA) ¿No se sienten muy solas?
MARTA (VOLVIENDOSE BRUSCAMENTE HACIA EL): Sobre este punto, no le contestaré, porque no tiene derecho a hacer esa pregunta. Y veo que debo hacerle una advertencia, y es que al entrar aquí sus únicos derechos son los de un cliente y los recibirá todos. Estará bien servido y supongo que no tendrá nunca que quejarse de nuestra acogida. Por eso sus preguntas son sorprendentes. No tiene por qué preocuparse de nuestra soledad, ni debe inquietarle molestarnos, ser inoportuno o no serlo. Póngase en su lugar de cliente, está en su derecho. Pero nada más.
JAN: Discúlpeme. Sólo quise ser simpático. Me pareció que no éramos tan extraños el uno para el otro.
MARTA: Veo que deberé repetirle que no es cuestión de enojarme o no enojarme. Me parece que usted se obstina en adoptar un tono que no debería ser el suyo, y trato de mostrárselo. Le aseguro que lo hago sin enfadarme. Porque a los dos nos conviene guardar las distancias. Si usted continuara usando un lenguaje impropio de un cliente, es muy sencillo: nos negaríamos a recibirlo. Pero si entiende que no estamos obligadas a admitirlo en nuestra intimidad, todo marchará bien.

JAN: Le ruego me disculpe.

MARTA: No se preocupe. No es usted el primero que intenta usar ese tono. Pero siempre he hablado con claridad para que no crear confusiones.
JAN: Muy bien, supongo que no tengo nada más que decir... por el momento.
MARTA: Nada le impide emplear el lenguaje de los clientes.
JAN: Y, ¿cuál sería ese lenguaje?
MARTA: La mayoría nos habla de todo, de sus viajes o de política, menos de nosotras. Es lo que pedimos. Hasta ha habido algunos que nos han hablado de su propia vida. Porque después de todo, entre otros deberes, nos pagan por escuchar. Pero, obviamente, en el precio no está incluida la obligación del hotelero por contestar preguntas. Y si mi madre lo hace a veces por indiferencia, yo lo hago por principios. Si usted comprende esto, no sólo estaremos de acuerdo, sino que tiene muchas cosas que decirnos y comprenderá que a veces es un gusto ser escuchado cuando uno hala de sí mismo.
JAN: Desgraciadamente, no podría hablar muy bien de mí mismo. No sería útil. Si me marcho luego, no tendrán que conocerme. Si me quedo por mucho tiempo, no será necesario hablar para que sepan quién soy.
MARTA: Sólo espero que no le moleste lo que le acabo de decir. Siempre me ha parecido una ventaja el mostrar las cosas tal como son. Si hasta hoy no hubo nada en común entre nosotros, se necesitarían grandes razones para que llegásemos a una intimidad. Y si me perdona, no las veo por ningún lado.
JAN: Ya la he perdonado. Yo también creo que la intimidad no se improvisa. Cada uno debe poner lago de su parte. Y si ahora todo quedó claro entre nosotros, sólo puedo alegrarme.

ENTRA LA MADRE.

ESCENA V

LA MADRE: Buenos tardes, señor. Su cuarto está listo.
JAN: Se lo agradezco mucho, señora.
LA MADRE (A MARTA): ¿Llenaste la ficha?
MARTA: Sí.
LA MADRE: ¿Puedo verla? Discúlpeme señor, pero la policía es rigurosa. Fíjese, por ejemplo: mi hija omitió anotar la razón de su visita a estos lugares.

JAN: Turismo. Quise ver de nuevo esta región que conocí en otro tiempo y de la que guardaba el mejor recuerdo.
MARTA: ¿Vivió usted aquí?
JAN: No, pero hace mucho tiempo tuve la ocasión de pasar. No la he olvidado.
LA MADRE: Sin embargo, nuestra ciudad es insignificante.
JAN: Es cierto. Pero estoy muy a gusto. Y desde que llegué me siento un poco como en casa.
LA MADRE: ¿Piensa quedarse mucho tiempo?
JAN: Realmente, no lo sé. Para quedarse en un lugar, primero hay que tener razones: amigos, el afecto de algunos seres. Si no, no hay motivo para estar en un lugar y no en otro. Todo depende de cómo uno es recibido: así que aún ignoro lo que haré.
MARTA: Eso no es muy claro.
JAN: Sí, pero no sé expresarme mejor.
LA MADRE: Pronto se cansará.
JAN: No, tengo un corazón fiel y en seguida formo recuerdos, cuando me dan la oportunidad.
MARTA (IMPACIENTE): El corazón no tiene mucho que hacer aquí.
JAN (COMO SI NO LA HUBIERA OIDO. A LA MADRE): Usted parece algo desesperanzada. ¿Hace mucho tiempo que vive en este hotel?
LA MADRE: Años. Tantos años que ya no recuerdo el comienzo y incluso he olvidado como era yo entonces. Esta es mi hija. Me ha acompañado durante todo este tiempo y seguramente por eso sé que es mi hija. Si no, a ella también la hubiera olvidado.
MARTA: Madre, no hay motivo para cuetes estas cosas.
JAN (MUY RAPIDO): Déjela. Comprendo tan bien su modo de ser, señora; es el que se encuentra al cabo de una vida de trabajo. Pero quizá todo hubiera cambiado si la hubiesen ayudado como debe serlo toda mujer, y si hubiera recibido el apoyo de un brazo viril.
LA MADRE: Lo recibí hace mucho, pero había demasiado que hacer. Mi marido y yo apenas dábamos abasto. Ni si quiera teníamos tiempo para pensar uno en el otro, incluso antes de que hubiera muerto, creo que lo había olvidado.
JAN: Comprendo. Pero... (CON UNA PAUSA DE VACILACION) a un hijo que le hubiera prestado su brazo, ¿acaso lo habría olvidado?
LA MADRE: ¡Un hijo! ¡Ay, soy una mujer demasiado vieja! Las mujeres viejas se olvidan hasta de que quisieron a sus hijos. El corazón se gasta, señor.
JAN: Es cierto. Pero sé que no olvida jamás.
MARTA (INTERPONIENDOSE ENTRE ELLOS Y CON DESICION): El hijo que entrara aquí encontraría lo mismo que cualquier cliente: una indiferencia benévola. Todos los hombres que hemos recibido se han adaptado a ella. Pagaron su cuarto y recibieron una llave. No hablaron de sus sentimientos. (PAUSA). Eso nos simplifica el trabajo.
LA MADRE: ¡Marta!
JAN (REFLEXIONANDO): ¿Y los ellos, se quedaron mucho tiempo así?
MARTA: Algunos, mucho tiempo. Hicimos todo lo necesario para que se quedaran. Otros que eran menos ricos, se marcharon al día siguiente. No hicimos nada por ellos.
JAN: Tengo bastante dinero y quiero quedarme algún tiempo en aquí, si ustedes me aceptan. Puedo pagar por adelantado si es que lo necesitan.
LA MADRE: No pedimos eso.
MARTA: Si usted es rico, está bien. Pero no hable más de sus sentimientos. No tenemos nada que hacer con ellos. Estuve a punto de pedirle que se marchara. Es usted cansador. Tome la llave, revise su cuarto. Y recuerde que está es una casa sin recursos para las cosas del corazón. Demasiados años grises han pasado por este puntito de tierra, los cuales poco a poco han enfriado esta casa. Nos han quitado la simpatía. Se lo digo una vez más; no tendrá nada tendrá que se parezca a la intimidad. Tendrá lo que reservamos siempre a los escasos viajeros, y lo que les reservamos no tiene nada que ver con el corazón. Tome la llave (SE LA TIENDE) y no lo olvide: lo recibimos por interés tranquilamente y si lo retenemos, será por interés, tranquilamente.

JAN TOMA LA LLAVE; ELLA SALE, ÉL LA MIRA SALIR.

LA MADRE: No le haga caso, señor. Hay temas que nunca ha podido soportar. (SE LEVANTA Y ÉL QUIERE AYUDARLA) Deje, hijo mío, no soy una inválida. Mire mis manos: todavía son fuertes. Podrían sostener las piernas de un hombre. (PAUSA. ÉL MIRA LA LLAVE) ¿Mis palabras le dan que pensar?
JAN: No, discúlpeme, apenas la escuché. ¿Pero por qué me ha llamado “hijo mío”?
LA MADRE: ¡Estoy aturdida! Familiaridad no era, créame. Es una manera de decir.
JAN: Es muy natural todo. Sólo me falta conocer el cuarto.
LA MADRE: Vaya, señor. (ÉL LA MIRA. QUIERE HABLARLE) ¿Necesita usted algo?
JAN (VACILANDO): No, señora. Pero… le agradezco su acogida.

LA MADRE ESTÁ SOLA. VUELVE A SENTARSE, APOYA LAS MANOS EN LA MESA Y LAS CONTEMPLA.

LA MADRE: Singular idea la de hablarle de mis manos. Sin embargo, si las hubiera mirado, quizá habría comprendido lo que se niega a entender en las palabras de Marta. ¿Pero por qué tendrá tanto empeño en morir y yo tan poco en matar de nuevo? Quisiera que se fuese para poder acostarme y dormir. ¡Demasiado vieja! Soy demasiado vieja para cerrar de nuevo las manos alrededor de sus tobillos y sentir el balanceo de su cuerpo, a lo largo del camino que lleva la río. Soy demasiado vieja para hacer el último esfuerzo que lo arroje al agua, dejándome los brazos colgando, la respiración entrecortada y lo músculos endurecidos, sin fuerzas para secarme el agua que me haya salpicado en la cara al caer el hombre dormido. Estoy demasiado vieja ¡Vamos, vamos! La victima es perfecta. Debo darle el sueño que deseaba para mi propia noche. Y es…

MARTA ENTRA BRUSCAMENTE

MARTA: Todavía entregada a sus sueños. Anímese, tenemos mucho que hacer.
LA MADRE: Pensaba en ese hombre. O más bien, pensaba en mí.
MARTA: Hay que pensar en mañana. ¿De qué sirve no mirar a ese hombre si de pronto ha de pensar en él? Usted misma lo dijo: es más fácil matar lo que no se conoce. Sea práctica.
LA MADRE: Son las palabras de tu padre, Marta, las reconozco. (PAUSA). Quisiera estar segura de que es la última vez que seremos prácticas. ¡Qué raro! Él lo decía para ahuyentar el miedo a la justicia; tú sólo las usas para borrar esta ligera tendencia a la honradez que acabo de sentir.
MARTA: Lo que usted llama honradez, son tan sólo ganas de dormir. Suspenda la fatiga hasta mañana y después podrá estar tranquila para siempre.
LA MADRE: Sé que tienes razón ¿Pero por qué ha de enviarnos el azar una víctima tan poco alentadora?
MARTA: El azar nada tiene que ver. Lo cierto es que este extranjero es demasiado distraído y que exagera su aire de inocencia. ¿Qué sería del mundo si los condenados empezarán a confiar sus penas sentimentales al verdugo? No es un buen principio. Pero bueno, al mismo tiempo me irrita y cuando me ocupe de él pondré algo de la cólera que siento frente a la estupidez del hombre.
LA MADRE: Eso es lo que no está bien. Antes no poníamos ni cólera ni compasión en nuestro trabajo y teníamos la indiferencia necesaria. Ahora yo estoy cansada y tú irritada. ¿Habrá que obstinarse cuando las cosas se presentan mal y pasar por encima de todo por un poco más de dinero?
MARTA: No, no es el dinero, sino el olvido de este país y una casa frente al mar. Si usted está cansada de su vida, yo estoy harta hasta morir de este horizonte cerrado, y siento que no podré vivir aquí un mes más. Las dos estamos cansados de esta posada, y usted, que es vieja, solo quiere cerrar los ojos y olvidar. Pero yo, que todavía siento en el corazón algunos deseos de mis veinte años, quiero tratar de dejarlos para siempre, aunque para eso haya de hundirme un poco más en la vida que queremos abandonar. Y usted debe ayudarme, usted me echó al mundo en un país de nubes y no en una tierra de sol.
LA MADRE: No sé, Marta, si en cierto sentido no valdría más que me olvidaras como lo hizo tu hermano, antes de oírte hablar en tono de acusación.
MARTA: Bien sabe que no querría apenarla. (PAUSA; LUEGO, HOSCA) ¿Qué haría yo sin usted a mi lado, qué sería de mí lejos de usted? Yo, por lo menos, no podría olvidarla, y si el peso de esta vida a veces me hace perderle el respeto que le debo, le pido perdón.
LA MADRE: Eres una buena hija y además me imagino que una mujer vieja es a veces difícil de comprender.
Pero quiero aprovechar este momento para decirte lo que intento desde hace un rato: esta noche no…
MARTA: ¡Vamos! ¿Esperaremos hasta mañana? Bien sabe que nunca ha procedido así, que es preciso no darle tiempo de que vea gente, y que hay que obrar mientras lo tenemos a mano.
LA MADRE: Lo sé. Pero esta noche, no. Concedámosle esta noche. Permitámonos esta tregua. Quizás por él nos salvaremos.
MARTA: Nada nos importa salvarnos; ese lenguaje es ridículo. Todo lo que puede esperar, con el trabajo de esta noche, es el derecho a dormir después.
LA MADRE: Eso es lo que yo llamaba salvarse: conservar la esperanza del sueño.
MARTA: Entonces, se lo juro, esa salvación está en nuestras manos. Madre, debemos terminar con esta indecisión. Será esta noche o no será.

TELON.


ACTO II

ESCENA I
EL CUARTO. LA OSCURIDAD COMIENZA A INVADIR LA HABITACIÓN. JAN MIRA POR LA VENTANA.

JAN: María tiene razón, esta hora es difícil. (PAUSA) ¿Qué hace, qué piensa en el cuarto del hotel, con el corazón encogido, los ojos secos, acurrucadas en una silla? Las noches de allá son promesas de felicidad. Pero aquí al contrario… (MIRA EL CUARTO) Vamos, esta inquietud no tiene motivo. Hay que saber lo que se quiere. En este cuarto se arreglará todo.

LLAMAN BRUSCAMENTE. ENTRA MARÍA.

MARTA: Espero no molestarlo, señor. Quisiera cambiar las toallas y el agua.
JAN: Creí que ya lo habían hecho.
MARTA: No, el viejo tiene algunas distracciones.
JAN: No tiene importancia. Pero casi no me atrevo a decirle que no me molesta.
MARTA: ¿Por qué?
JAN: No estoy seguro de que figure en el convenio.
MARTA: Ya ve usted que no puede contestar como todo el mundo, aunque pretenda conciliarlo todo. JAN (SONRIE): Tendré que acostumbrarme. Deme un poco de tiempo.
MARTA (TRABAJANDO): Ésa es la cuestión. (ÉL SE APARTA Y MIRA POR LA VENTANA. ELLA LO OBSERVA. JAN
SIGUE DE ESPALDAS. MARTA HABLA MIENTRAS TRABAJA) Lamento, señor, que este cuarto no sea tan cómodo como usted podría desearlo.
JAN: Es muy limpio y eso vale mucho. Lo han reformado hace poco, ¿verdad?
MARTA: Es cierto. ¿Cómo lo sabe?
JAN: Por detalles.
MARTA: De todos modos, muchos clientes lamentan la falta de agua corriente y en realidad no se puede decir que no tengan razón. Hace tiempo queremos instalar una lámpara eléctrica la cabecera de la cama. Supongo que ha de ser desagradable para los que leen acostados tener que levantarse para apagar la luz.
JAN (SE VUELVE): Cierto, no lo había notado. Pero no es una molestia tan grande.
MARTA: Es usted muy indulgente y se lo agradecemos. Me alegro que los numerosos inconvenientes de nuestra posada no le importen y le preocupen menos que a nosotros. Otros ya se hubieran ido.
JAN: A pesar de nuestro convenio, permítame decirle que es usted extraña. Porque me parece que no es propio del hotelero hacer notar los defectos de la instalación. Y en realidad se diría que usted trata de convencerme de que me marche.
MARTA: No he pensado nada de eso. (TOMANDO UNA DECISIÓN) Pero lo cierto es que mi madre y yo vacilamos mucho antes de recibirlo.
JAN: Pude notar, por lo menos, que no hacían mucho por retenerme. Pero no comprendo por qué. No dudarán ustedes de mi solvencia y me imagino que no doy la impresión de ser un hombre que tenga alguna fechoría que reprocharse.
MARTA: No, no es eso. Si quiere saberlo, no sólo no tiene usted nada de malhechor sino que hasta lleva todas las marcas de la inocencia. Los motivos son otros. Debemos abandonar este hotel, y desde hace algún tiempo proyectamos todos los días cerrarlo para comenzar los preparativos de la marcha. Nos resultaba fácil; rara vez llegan clientes. Pero con la presencia de usted comprendimos qué arraigada teníamos la idea de abandonar nuestro antiguo trabajo.
JAN: ¿Así que desean exactamente que yo me marche?
MARTA: Ya se lo he dicho: vacilamos y, sobre todo, yo. En realidad, todo depende de mí y todavía no sé qué decisión tomar.
JAN: No quiero ser una carga para ustedes, no lo olvide, y conformaré mi conducta a sus deseos. Sin embargo, le diré que me convendría quedarme uno o dos días más. Tengo que ordenar unos asuntos antes de proseguir mis viajes y esperaba encontrar aquí la tranquilidad y la paz que me faltan.
MARTA: Comprendo su deseo, créalo, y si quiere lo pensaré de nuevo. (PAUSA. ELLA DA UN PASO INDECISO HACIA LA PUERTA) ¿Entonces volverá al país de donde viene?
JAN: Sí, sí es necesario.
MARTA: Es un hermoso país, ¿verdad?
JAN (MIRA POR LA VENTANA): Sí, es un hermoso país.
MARTA: Dicen que en esas regiones hay playas completamente desiertas.
JAN: Es cierto, nada en ellas recuerda al hombre. A la mañana temprano se encuentran en la arena las huellas que dejan las patas de las aves marinas. Son las únicas señales de vida. En cuanto a las noches… (SE INTERRUMPE)
MARTA (SUAVEMNETE): ¿En cuanto a las noches, Señor?
JAN: Son turbadoras. Sí, es un hermoso país.
MARTA (CON NUEVO ACENTO): Muchas veces pienso en él. Algunos viajeros me han hablado de ese país, he
leído lo que pude. Y muchas veces, como hoy, en medio de la primavera agria de esta región, pienso en el mar y en las flores de allá. (PAUSA, LUEGO SORDAMENTE) Y lo que imagino me vuelve ciega para todo lo que me rodea.

JAN LA MIRA CON ATENCION, SE SIENTA SUAVEMENTE DELANTE DE ELLA.

JAN: Lo comprendo. Las primaveras de allá se le aferran a uno a la garganta, las flores brotan a millares por encima de los muros blancos. Si se pasea usted una hora por las colinas que rodean la ciudad, le queda en la ropa el olor a miel de las rosas amarillas.

ELLA TAMBIEN SE SIENTA.

MARTA: Es maravilloso. Lo que aquí llamamos primavera es una rosa y dos capullos que acaban de brotar en el jardín del claustro. (CON DESPRECIO) Eso basta para conmover a los hombres de mi país. Pero sus almas se parecen a esa rosa avara. Un soplo más poderoso las marchitaría; tienen la primavera que se merecen.
JAN: No es usted muy justa, porque también tienen el otoño.
MARTA: ¿Qué es el otoño?
JAN: Una segunda primavera, en la que todas las hojas son como flores. (LA MIRA CON INSISTENCIA) Quizás hay también almas que usted vería florecer si por lo menos las ayudara con su paciencia.
MARTA: Ya no tengo reservas de paciencia para esta Europa donde el otoño tiene cara de primavera y la primavera olor a miseria. Pero imagino con deleite ese otro país donde el verano lo aplasta todo, donde las lluvias de invierno inundan las ciudades, y las cosas son lo que son. (SILENCIO. ÉL LA MIRA CADA VEZ CON MÁS CURIOSIDAD. MARTA LO ADVIERTE Y SE LEVANTA BRUSCAMENTE) ¿Por qué me mira así?
JAN: Discúlpeme, pero en fin, ya que acabamos de dejar a un lado el convenio, bien puedo decírselo: me parece que por primera vez acaba de usar conmigo un lenguaje humano.
MARTA (CON VIOLENCIA): Se equivoca, sin duda. Y si fuera como dice, no tendría motivos para alegrarse. Si eso es humano en mí, no es lo mejor que tengo. En mi lo humano es lo que deseo, y para obtener lo que deseo, creo que lo aplastaría todo a mi paso.
JAN (SONRIE): Son violencias que comprendo. Y no tengo por qué asustarme, pues yo no soy un obstáculo en su camino y nada me lleva a oponerme a sus deseos.
MARTA: No tiene usted motivo para oponerse, claro. Pero tampoco los tiene para plegarse a ellos, y en ciertos casos, eso puede precipitarlo todo.

JAN: ¿Quién le ha dicho que no tengo motivos para plegarme?
MARTA: El buen sentido y mi deseo de mantenerlo al margen de mis proyectos.
JAN: Si comprendo bien, hemos vuelto a nuestro convenio.
MARTA: Sí, y fue un error apartarnos de él, ya lo ve. Pero le agradezco que me haya hablado de países que usted conoce y le pido disculpas por haberle hecho perder quizás el tiempo. (YA ESTA CERCA DE LA PUERTA) Le diré que, por mi parte, no lo he perdido del todo. Ha despertado en mí deseos que tal vez estuvieran dormidos. Si es cierto que le interesaba quedarse aquí, sin saberlo ha ganado su partida. Porque yo venía casi decidida a pedirle que se marchara, pero ya lo ve, apeló usted a lo que tengo de humano y ahora deseo que se quede. Así mi ansia por el mar y los países del sol saldrá ganado.

ÉL LA MIRA UN INSTANTE EN SILENCIO.

JAN (LENTAMENTE): Sus palabras son muy extrañas. Pero me quedaré si puedo y si tampoco su madre encuentra inconveniente.
MARTA: Los deseos de mi madre son menos fuertes que los míos, es natural. Por lo tanto no tiene las mismas razones que yo para desear su presencia. No piensa bastante en el mar y en las playas salvajes para admitir la necesidad de que usted se quede. Es un motivo que sólo vale para mí. Pero al mismo tiempo no tiene motivos bastantes fuertes que oponerme y esto basta para resolver la cuestión.
JAN: Si, comprendo bien. Una de ustedes me admitirá por interés y la otra por indiferencia
MARTA: ¿Qué más puede pedir un viajero? Pero hay algo de verdad en lo que usted dice. (ABRE LA PUERTA)
JAN: Entonces debo alegrarme. Pero acaso admita usted que aquí todo me parezca raro: el lenguaje y las personas. Esta casa es realmente extraña.
MARTA: Quizás lo único que sucede es que usted se porta de una manera extraña. (SALE)

ESCENA II

JAN (MIRANDO HACIA LA PUERTA): Quizás, si… (SE DIRIGE A LA CAMA Y SE SIENTA) Pero esta mujer sólo me inspira el deseo de marcharme, de encontrar a María y de ser feliz nuevamente. Todo esto es estúpido.
¿Qué estoy haciendo aquí? Pero no, debo hacerme cargo de mi madre y de mi hermana. Las tuve olvidadas demasiado tiempo. (SE LEVANTA) Sí, en este cuarto se arreglará todo. ¡Qué frío es, sin embargo! No reconozco nada, todo lo han renovado. Se parece ahora a los cuartos de hotel de esas ciudades extranjeras donde todas las noches llegan hombres solos. También yo los conocí. Entonces me parecía que había una respuesta por encontrar. Quizás la reciba aquí. (MIRA HACIA AFUERA) El cielo se cubre. Lo mismo sucede en todos los cuartos de hotel: todas las horas de la noche son difíciles para el hombre solo. Y aquí está ahora mi vieja angustia, aquí, en el fondo del cuerpo, como una herida abierta que se irrita con cualquier movimiento.
Conozco su nombre. Es miedo a la soledad eterna, temor de que no haya respuesta ¿Y quién habría de responder en un cuarto de hotel? (SE HA ACERCADO A LA CAMPANILLA. VACILA; LUEGO LLAMA. NO SE OYE NADA. DESPUES DE UN SILENCIO, PASOS. SE OYE UN GOLPE. LA PUERTA SE ABRE. EN EL MARCO APARECE EL VIEJO CRIADO. PERMANECE INMOVIL Y SILENCIOSO) No es nada. Discúlpeme. Solo deseaba saber si alguien respondía, si la campanilla funcionaba.

EL VIEJO LO MIRA, LUEGO CIERRA LA PUERTA. LOS PASOS SE ALEJAN.

ESCENA III

JAN: La campanilla funciona, pero él no habla. No es una respuesta. (MIRA EL CIELO) Las sombras se acumulan. Pronto reventarán sobre toda la tierra. ¿Qué hacer?

DOS GOLPES EN LA PUERTA. ENTRA MARTA CON UNA BANDEJA.

ESCENA IV

JAN: ¿Qué es eso?
MARTA: El té que usted pidió.
JAN: Pero si yo no pedí nada.
MARTA: ¿De veras? El viejo habrá oído mal. Muchas veces entiende a medias. Pero ya que el té está servido, supongo que lo tomará. (DEJA LA BANDEJA SOBRE LA MESA. JAN HACE UN ADEMAN.) No se le cargará en la cuenta.
JAN: No, no es eso. Pero me alegra que me traiga té.
MARTA: Le aseguro que no hay por qué. Lo hacemos por interés.
JAN: Usted no quiere dejarme ilusiones. Pero no veo donde está su interés en todo esto. MARTA: Sin embargo lo hay. (SALE)


ESCENA V

JAN TOMA LA TAZA, LA MIRA, LA DEJA DE NUEVO.

JAN: La cena del hijo pródigo continúa. Un vaso de cerveza, pero a cambio de dinero; una taza de té, pero para retener al viajero. También es que no sé encontrar las palabras necesarias. Frente a esta mujer de lenguaje claro, en vano, en vano busco la palabra que lo concilie todo. Y además, todo es más fácil para ella:
¡Es más cómodo encontrar las palabras de rechazo que dar con las que unen! (TOMA LA TAZA Y LA SOSTIENE UN MOMENTO EN SILENCIO. LUEGO SORDAMENTE.) ¡Oh, Dios mío! Permíteme que encuentre las palabras o haz que abandone esta vana empresa para volver al amor de María. Dame fuerzas para elegir lo que prefiero y para perseverar. (LEVANTA LA TAZA) Ésta es la cena del hijo pródigo. Por lo menos le haré los honores, y hasta que parta habré desempeñado mi papel. (BEBE. LLAMAN CON FUERZA A LA PUERTA) ¿Quién es?

LA PUERTA SE ABRE. ENTRA LA MADRE.

LA MADRE: Perdone, señor, mi hija me dijo que le había traído té.
JAN: Ya lo ve.
LA MADRE: ¿Lo bebió?
JAN: Sí, ¿por qué?
LA MADRE: Discúlpeme, pero voy a llevarme la bandeja.
JAN (SONRIENDO): Lamento que esta taza de té provoque tanto trastorno.
LA MADRE: Nada de eso. Pero en realidad, el té no era para usted.
JAN: Ah, ¿es por eso? Su hija me lo trajo sin que yo lo pidiera.
LA MADRE (CON UNA ESPECIE DE CANSANCIO): Sí, por eso. Hubiera sido preferible… Al fin, lo haya bebido o no, no tiene tanta importancia.
JAN (SORPRENDIDO): Lo lamento mucho, créame, pero su hija quiso dejármelo a pesar de todo, y no creí…
LA MADRE: Yo también lo lamento. Pero no quiero que usted se disculpe. No es sino un error. (PONE LA TAZA EN LA BANDEJA Y SE DISPONE A SALIR)
JAN: ¡Señora!
LA MADRE: Diga…
JAN: Vuelvo a pedirle disculpas. Acabo de tomar una decisión: creo que me marcharé esta noche después de la cena. Naturalmente, le pagaré el cuarto. (ELLA LO MIRA EN SILENCIO) Comprendo su sorpresa. Pero no vaya a creer que usted tiene la culpa nada. Me inspira usted simpatía y, hasta diría, una gran simpatía. Pero, para ser sincero, no estoy cómodo aquí y prefiero no prolongar mi estada.
LA MADRE (LENTAMENTE): No tiene ninguna importancia, señor. En principio es usted enteramente libre. Pero de aquí a la cena, quizás cambie de idea. A veces se obedece a la primera impresión y después las cosas se arreglan y uno termina por acostumbrarse.
JAN: No lo creo, señora. Sin embargo no se imagine que me voy descontento de usted. Por el contrario, le estoy muy agradecido por haberme acogido como lo hizo, pues me pareció sentir en usted cierta benevolencia para conmigo.
LA MADRE: Es muy natural, señor, y como supondrá, no tenía razones personales para demostrarle hostilidad.
JAN (CON EMOCION CONTENIDA): Tal vez sea verdad. Si le digo esto es porque deseo irme sin enojo. Quizá vuelva más adelante, estoy seguro. Entonces todo será más claro y no hay dudad de que nos alegraremos al volver a vernos. Pero ahora me parece que me he equivocado y que nada tengo que hacer aquí.. Para s er a usted franco, y aun a riesgo de parecerle oscuro, mi impresión es que esta casa no es la mía.

ELLA SIGUE MIRANDOLO.

LA MADRE: Lo comprendo, señor. Pero en general son cosas que uno siente en seguida y me parece que usted tardó en advertirlo.
JAN: Es cierto. Pero, ¿sabe?, soy un poco distraído. Vine a Europa para arreglar unos asuntos urgentes. Nunca es fácil volver a un país del que uno se marchó hace mucho tiempo. Usted ha de comprenderlo.
LA MADRE: Lo comprendo, señor, y hubiera querido que las cosas se le arreglaran. Pero creo que, por nuestra parte, nada más podemos hacer.
JAN: Desde luego, así parece. Aunque a decir verdad, nunca se sabe.
LA MADRE: De todos modos, creo que hemos hecho todo lo posible para que usted se quedara en esta casa.
JAN: Por supuesto, y no les reprocho nada. Sólo que son ustedes las primeras personas que encuentro desde mi regreso y es natural que empiece a sentir con ustedes las dificultades que me aguardan. Claro está, todo es culpa mía; todavía soy un extranjero.
LA MADRE: Hay historias que siempre empiezan mal y nadie puede cambiarlas. Por un lado, la verdad es que yo también lo siento. Pero después de todo, me digo, no hay motivos para darle tanta importancia.

JAN: Ya es mucho que usted comparta mi disgusto y que haga el esfuerzo de comprenderme. No sé si podré decirle cuánto me conmueve y me agrada su atención. (INICIA UN MOVIMIENTO HACIA ELLA) Mire…
LA MADRE: No faltaba más. Nuestro oficio es hacernos agradables a todos los clientes.
JAN (DESALENTADO): Tiene usted razón. (PAUSA) En resumen, sólo les debo disculpas, y si lo creen conveniente, una indemnización. (SE PASA LA MANO POR LA FRENTE. PARECE MÁS FATIGADO. HABLA CON MENOS FACILIDAD) Quizá hayan hecho preparativos o se hayan metido en gastos, y es muy natural…
LA MADRE: Sólo hemos hecho los preparativos de siempre en estos casos. Y claro está que no tenemos por qué pedirle indemnización- No lamentamos por nosotras sino por usted su incertidumbre.
JAN (SE APOYA EN LA MESA): Bah, no importa. Lo esencial es que nos pongamos de acuerdo y que no me recuerde demasiado mal. Por mi parte, no olvidaré su casa, créalo, y espero que el día que vuelva me hallaré de mejor ánimo. (ELLA SE DIRIGE SIN UNA PALABRA HACIA LA PUERTA) ¡Señora! (LA MUJER SE VUELVE. ÉL HABLA PENOSAMENTE, PERO TERMINA CON MÁS FACILIDAD QUE AL PRINCIPIO) Quisiera… (SE DETIENE) … Perdóneme, pero el viaje me ha cansado. (SE SIENTA EN LA CAMA) Por lo menos quisiera agradecerle el té y la acogida. También quiero que sepa que no dejaré esta casa como un huésped indiferente.
LA MADRE: Por favor, señor. Me resulta incómodo recibir las gracias por una equivocación. (SALE)

ESCENA VII

ÉL LA MIRA SALIR. HACE UN MOVIMIENTO, PERO AL MISMO TIEMPO, DA SEÑALES DE FATIGA. PARECE CEDER AL CANSANCIO Y SE ACODA EN LA ALMOHADA.

JAN: Hay que simplificarlo todo, sí, simplificarlo todo. Volveré mañana con María y diré: “Soy yo”. Nada me impedirá hacerlas felices. Es evidente. María tenía razón. (SUSPIRA, SE RECUESTA) ¡Ay!, no me gusta esta noche en la que todo está tan lejos. (SE HA ACOSTADO DEL TODO, DICE PALABRAS INAUDIBLES, CON VOZ QUE APENAS SE OYE) ¿Sí o no?

SE MUEVE. DUERME. LA ESCENA ESTA CASI A OSCURAS. LARGO SILENCIO. SE ABRE LA PUERTA. ENTRAN LAS DOS MUJERES CON UNA LUZ.

ESCENA VIII

MARTA (DESPUÉS DE ILUMINAR EL CUERPO, CON VOZ SOFOCADA): ¡Ya está!
LA MADRE (CON LA MISMA VOZ, PERO ELEVÁNDOLA POCO A POCO): ¡No, Marta! No me gusta esta manera de forzarme. Me arrastras a esto. Empiezas tú para obligarme que termine yo. No me gusta esta manera de pasar por alto mis vacilaciones.

MARTA: Es una manera de simplificarlo todo. Si usted me hubiese dado una explicación clara de su incertidumbre, hubiera sido mi deber tenerla en cuenta. Pero puesto que usted estaba turbada, me correspondía ayudarla obrando.
LA MADRE: De sobra sé que no tiene tanta importancia y que fuera él u otro, hoy o más adelante, esta noche o mañana, el asunto tenía que terminar. Pero no importa. No me gusta.
MARTA: Vamos, es mejor que piense en mañana y que nos demos prisa. Al final de esta noche, está nuestra libertad. (REGISTRA LA CHAQUETA, SACA UNA BILLETERA Y CUENTA EL DINERO)
LA MADRE: ¡Cómo duerme, Marta!
MARTA: Duerme como dormían todos. ¡Vamos ya!
LA MADRE: Espera un poco. Es cierto que todos los hombres dormidos parecen deponer las armas.
MARTA: Es el aire que adoptan. Pero siempre terminan por despertar…
LA MADRE (COMO SI REFLEXIONARA): No, los hombres no son tan extraordinarios. Pero tú no sabes nada de esto.
MARTA: No, no lo sé. Pero se que estamos perdiendo el tiempo.
LA MADRE (CON CIERTA IRONIA CANSADA): Nada nos apremia. Por el contrario, es el momento de quedarse quietas, ya que lo principal ya está hecho. ¿Por qué tanta rudeza ahora? ¿Acaso vale la pena?
MARTA: Nada vale la pena en cuanto uno lo dice. Es preferible trabajar y no hacerse preguntas. LA MADRE (CON CALMA): Sentémonos, Marta.
MARTA: ¿Aquí, cerca de él?
LA MADRE: Claro, ¿Por qué no? Acaba de caer en un sueño que lo llevará lejos, y no irá a despertar para preguntarnos qué hacemos aquí. En cuanto al resto del mundo, se detiene a la puerta de este cuarto cerrado. Él y nosotros podemos gozar en paz de este instante y de este descanso. (SE SIENTA)
MARTA: Está usted bromeando y ahora a quien no le gusta esto es a mí.
LA MADRE: No tengo ganas de bromas. Sólo muestro calma donde tú pones fiebre. Siéntate. (SE RIE DE UN MODO RARO, MARTA SE SIENTA) Y mira a este hombre, más inocente aun en el sueño que en sus palabras. Él, por lo menos, terminó con el mundo. A partir de este momento, todo le será fácil. Sólo pasará de un sueño poblado de imágenes a un sueño sin sueños. Y lo que para todo el mundo es un horrible desgarramiento, para él será un largo dormir.
MARTA: La inocencia tiene el sueño que merece. Y a éste, por lo menos, yo no tenía motivos para odiarlo. Por eso me alegra que le sea ahorrado el sufrimiento. Pero tampoco tengo motivos para contemplarlo y me parece desdichada su idea de mirar tanto a un hombre al que tendrá que cargar dentro de un rato.
LA MADRE (MENEANDO LA CABEZA Y CON VOZ DEBIL): Lo llevaremos cuando sea necesario. Pero no hay prisa todavía, y si lo miramos atentamente, quizá, para él al menos, no sea una idea desdichada. Porque todavía hay tiempo; el sueño no es la muerte. Míralo. Está en ese instante en que su mismo destino le es extraño, en que sus posibilidades de vida están en manos indiferentes. Si estas manos se quedan donde están, abandonadas sobre mis rodillas hasta el alba, sin que él lo sepa habrá resucitado. Pero si avanzan hacia él y forman alrededor de sus tobillos duras argollas, entrará para siempre en una tierra sin memoria.
MARTA (LEVANTANDOSE BRUSCAMENTE): Madre, olvida usted en este momento que las noches no son eternas y que nos queda mucho por hacer. Debemos revisar sus papeles y llevarlo a la habitación de abajo. Tenemos que apagar todas las lámparas y vigilar desde la puerta durante el tiempo que sea necesario.

LA MADRE: Sí, tenemos mucho que hacer, y eso es lo que nos diferencia de él, libre ahora del peso de su propia vida. Ya no conoce la angustia de las decisiones, la tensión, el trabajo por terminar. Ya no lleva la cruz de esa vida interior que proscribe el reposo, la distracción o la debilidad. En este momento, no tiene exigencias consigo mismo, y yo, vieja y fatigada, estoy a punto de creer que ésa es la felicidad.
MARTA: No tenemos tiempo para interrogarnos sobre la felicidad. Cuando haya vigilado el tiempo necesario, tendremos que recorrer todavía el camino hasta el río y comprobar si no se ha dormido algún borracho en la zanja. Tendremos que llevarlo entonces rápidamente y ya sabe que la tarea no es fácil. Y tendremos que intentarla varias veces antes de llegar a la orilla del agua y arrojarlo, lo más lejos que sea posible, al fondo del río. Permítame decirle una vez más que las noches no son eternas.
LA MADRE: Eso es, si, lo que nos espera, y desde ahora me siento tan cansada, con un cansancio tan viejo, que la sangre ya no puede digerirlo. Mientras tanto, él no sospecha nada y goza del reposo. Si lo dejamos despertar, tendrá que empezar de nuevo y, a juzgar por lo que vi, no es distinto de los otros hombres y no es posible apaciguarlo. Quizá por eso debemos llevarlo allá y abandonarlo a la corriente. (SUSPIRA) Pero es una lástima que se necesiten tantos esfuerzos para arrancar a un hombre a sus locuras y conducirlo a la paz definitiva.
MARTA: Madre, me parece que está usted desvariando. Le repito que tenemos mucho que hacer y que luego de arrojarlo, habremos de borrar las huellas en la orilla del río, confundir nuestras pisadas en el camino, destruir su equipaje y su ropa, disipar todas las señales de su paso, y suprimirlo, en fin, de la superficie de la tierra. Se acerca la hora en que será demasiado tarde para hacer la tarea con sangre fría, y no puedo comprenderla, sentada junto a esa cama, haciendo como que mira a ese hombre que apenas ve, y prosiguiendo con obstinación un monólogo fútil y ridículo.
LA MADRE: ¿Sabías, Marta, que quería marcharse esta noche?
MARTA: No, no lo sabía. Pero aun sabiéndolo hubiera hecho lo mismo, porque ya lo había decidido.
LA MADRE: Me lo dijo hace un rato, y no supe qué responderle.
MARTA: ¿Así que lo vio usted?
LA MADRE: Sí, subí cuando me dijiste que le habías traído el té. Ya lo había bebido. De poder, lo hubiera impedido. Pero cuando comprendí que todo empezaba entonces, reconocí que podríamos continuar y que al fin de cuentas, no era tan importante.
MARTA: Si lo reconoció usted así, no tenemos motivos para demorarnos aquí, y quisiera que se levantara de una vez y me ayudase a terminar con una historia que me harta. (LA MADRE SE LEVANTA)
LA MADRE: Claro que terminaré por ayudarte. Pero deja un poco de calma a una vieja cuya sangre corre menos que la tuya. Desde esta mañana lo precipitaste todo y te gustaría que yo siguiese tu paso. Él mismo no pudo andar más rápido, y antes de que se le ocurriera la idea de marcharse, había bebido el té que le diste.
MARTA: Ya que tengo que decírselo, él fue quien me decidió. Usted había acabado por hacerme dudar. Pero él me habló de los paisajes que espero conocer y, como supo conmoverme, me dio armas en su contra. Así se recompensa la inocencia.
LA MADRE: Y sin embargo, Marta, él había terminado por comprender. Me dijo que sentía que esta casa no era la suya.
MARTA (CON FUERZA E IMPACIENCIA): Y esta casa, en efecto, no es la suya, pero porque no es de nadie. Y nadie encontrará jamás en ella confianza ni calor. Si lo hubiese comprendido más rápido, se hubiera librado y nos hubiera librado. Nos habría evitado la tarea de enseñarle que este cuarto está hecho para dormir y este mundo para morir. Venga, madre, y por el amor de ese Dios que usted invoca a veces, terminemos.
(LA MADRE DA UN PASO HACIA LA CAMA)

LA MADRE: Vamos, Marta, pero me parece que no llegará nunca el alba.


ACTO III

ESCENA I

EN ESCENA, LA MADRE, MARTA Y EL CRIADO. EL VIEJO BARRE Y ORDENA LA HABITACIÓN. MARTA ESTÁ DETRÁS DEL MOSTRADOR ECHÁNDOSE EL PELO HACIA ATRÁS. LA MADRE CRUZA EL ESCENARIO EN DIRECCIÓN A LA PUERTA.

MARTA: Ya ve usted que ha llegado el alba y que vencimos las dificultades de la noche.
LA MADRE: Sí. Mañana me parecerá un alivio haber terminado esto. Ahora sólo siento sueño y el corazón seco. La noche ha sido dura.
MARTA: Pero después de varios años, ésta es la primera mañana que respiro. Nunca me ha costado menos un asesinato. Me parece que ya oigo el mar y me dan ganas de gritar de alegría.
LA MADRE: Mejor, Marta, mejor. Pero ahora me siento tan vieja que no puedo compartir nada contigo. Supongo que mañana todo marchará mejor para mí.
MARTA: Sí, todo marchará mejor, eso espero. Pero no vuelva a quejarse y déjeme ser feliz a mis anchas. Soy de nuevo la muchacha que fui. De nuevo mi cuerpo tiene calor y me dan ganas de correr. Ah, dígame tan solo… (SE DETIENE)
LA MADRE: ¿Qué hay, Marta? Ya no te reconozco.
MARTA: Madre… (VACILA; LUEGO, CON ARDOR.) ¿Todavía soy hermosa?
LA MADRE: Me parece que esta mañana lo eres. Hay actos que te sientan.
MARTA: ¡Oh, no!, es que son actos que me parece fácil sobrellevar. Pero hoy es como si naciera por segunda vez, pues voy a la tierra donde seré feliz.
LA MADRE: Bueno, bueno. Cuando haya desaparecido mi fatiga, estaré muy contenta. Es una compensación de todas las noches que pasamos en pie saber que te harán feliz. Pero esta mañana voy a descansar; sólo siento que la noche ha sido dura.
MARTA: ¡Qué importa! Hoy es un gran día. Viejo, fíjate, al pasar dejamos caer los papeles del viajero y nos faltó tiempo para recogerlos. Búscalos.

LA MADRE SALE. EL VIEJO BARRE DEBAJO DE UNA MESA, SACA EL PASAPORTE DEL HIJO, LO ABRE, LO EXAMINA Y LO TIENDE, ABIERTO, A MARTA.

MARTA: De nada me sirve. Guárdalo. Quemaremos todo. (EL VIEJO SIGUE TENDIENDO EL PASAPORTE. MARTA LO TOMA.) ¿Qué hay?

EL VIEJO SALE. MARTA LEE LARGAMENTE EL PASAPORTE, SIN UNA REACCIÓN. LLAMA CON VOZ APARENTEMENTE TRANQUILA.

MARTA: ¡Madre!
LA MADRE: (DESDE ADENTRO) ¿Qué quieres ahora? MARTA: Venga.
LA MADRE ENTRA. MARTA LE DA EL PASAPORTE.
MARTA: ¡Lea!
LA MADRE: Bien sabes que tengo la vista cansada.
MARTA: ¡Lea!

LA MADRE TOMA EL PASAPORTE, SE SIENTA CERCA DE UNA MESA, ABRE EL PASAPORTE Y LEE. MIRA LARGO RATO LAS PÁGINAS QUE TIENE DELANTE.

LA MADRE: (CON VOZ NEUTRA) Bueno, bien sabía yo que alguna vez pasaría esto y que entonces habría que terminar.
MARTA: (SE PLANTA DELANTE DEL MOSTRADOR) ¡Madre!
LA MADRE: (EN EL MISMO TONO) Deja, Marta, ya he vivido bastante. He vivido mucho más tiempo que mi hijo. Eso no está dentro de lo natural. Ahora puedo ir a reunirme con él al fondo del río donde las hierbas ya le cubren el rostro.
MARTA: ¡Madre! No me dejará usted sola, ¿verdad?
LA MADRE: Me has ayudado mucho, Marta, y lamento abandonarte. Si todavía puede tener sentido, diré que a tu manera has sido una buena hija. Siempre me has guardado el respeto debido. Pero ahora estoy cansada y mi viejo corazón, que se creía despegado de todo, acaba de recordar el dolor. Ya no soy joven para arreglármelas. Y de todos modos, cuando una madre no es capaz de reconocer a su hijo, su papel en la tierra ha terminado.
MARTA: No, si la felicidad de su hija está por hacerse. Y tanto como yo misma, se desgarran mis esperanzas de oír esa manera de hablar, en usted, que me enseñó a no respetar nada.
LA MADRE: (CON LA MISMA VOZ INDIFERENTE) Eso prueba que en un mundo donde todo puede negarse, hay fuerzas innegables, y que en esta tierra donde nada es seguro, tenemos nuestras certidumbres. (CON AMARGURA.) El amor de una madre a su hijo es ahora mi certidumbre.
MARTA: ¿Así que no está usted segura de que una madre pueda amar a su hija?
LA MADRE: No quisiera herirte ahora, Marta, pero la verdad, no es lo mismo. No es tan fuerte. ¿Y cómo podré prescindir ahora del amor de mi hijo?
MARTA: (ESTALLANDO) ¡Valiente amor que la olvidó veinte años!
LA MADRE: Sí, valiente amor que sobrevive a veinte años de silencio. ¡Pero que importa! Ese amor me bastaba, ya que no puedo vivir sin él. (SE LEVANTA)
MARTA: No es posible que usted diga eso sin un asomo de rebeldía, y sin un pensamiento para su hija.
LA MADRE: Por duro que sea para ti, es posible. No tengo pensamientos para nadie y menos aún rebeldía. Supongo que éste es el castigo y que hay una hora en la que todos los asesinos están como yo: vacíos por dentro, estériles, sin porvenir posible. Por eso se los suprime: no sirven para nada.
MARTA: Desprecio sus palabras; no puedo oírla hablar de crimen y de castigo.
LA MADRE: No elijo las palabras, ya no tengo preferencias. Pero lo cierto es que lo he agotado todo en una ocasión. He perdido la libertad: empezó el infierno.
MARTA: (ACERCÁNDOSE Y CON VIOLENCIA) No hablaba usted así antes. Y durante todos esos años continuó a mi lado, sujetando con mano firme las piernas de los que debían morir. Entonces no pensaba usted en la libertad y en el infierno. No creía que le estuviera vedado vivir. Y continuó. ¿Qué puede cambiar su hijo en todo esto?

LA MADRE: Continué, es cierto. Pero las cosas que viví de ese modo, las viví por costumbre: no hay diferencia con la muerte. Ha bastado el dolor para transformarlo todo. Eso es, justamente, lo que mi hijo vino a cambiar. (MARTA INTENTA HABLAR)
Lo sé, Marta, no es razonable. ¿Qué significa el dolor para una asesina? Pero ya lo ves, no es un verdadero dolor de madre: todavía no he gritado. No es sino el sufrimiento de renacer al amor, y sin embargo resulta superior a mis fuerzas. Sé además que este sufrimiento tampoco es razonable y bien puedo decirlo, yo que lo he probado todo, desde la creación hasta la destrucción. (SE DIRIGE DECIDIDA HACIA LA PUERTA, PERO MARTA SE LE ADELANTA Y LE CIERRA EL PASO)

MARTA: No, madre, usted no me abandonará. No olvide que yo me quedé y él se marchó, que me tuvo usted a su lado toda una vida y él la dejó en el silencio. Eso hay que pagarlo. Eso tiene que entrar en la cuenta. Y usted debe volver a mí.

LA MADRE: (SUAVEMENTE) ¡Es cierto, Marta, pero a él lo he matado!

MARTA SE APARTA UN POCO, CON LA CABEZA HACIA ATRÁS, COMO SI MIRARA LA PUERTA.

MARTA: (DESPUÉS DE UN SILENCIO, CON PASIÓN CRECIENTE) Todo lo que la vida puede dar a un hombre, le fue dado. Abandonó este país. Conoció otros espacios, el mar, seres libres. Yo me quedé aquí. Me quedé, pequeña y oscura, en el tedio, hundida en el corazón del continente, y crecí en la espesura de la tierra. Nadie besó mi boca y ni siquiera usted vió mi cuerpo sin ropa. Madre, se lo juro, esto hay que pagarlo. Y con el vano pretexto de que ha muerto un hombre, no puede usted hurtar el momento en que yo i ba a recibir lo que me corresponde. Comprenda, pues, que para un hombre que ha vivido, la muerte es cosa de nada. Yo puedo olvidar a mi hermano y usted a su hijo. Lo que le sucedió carece de importancia: ya no le quedaba nada por conocer. Pero a mí, usted me priva de todo y me quita lo que el gozó. ¿Todavía él habrá de arrebatarme el amor de mi madre y se la llevará para siempre a su río helado? (SE MIRAN EN SILENCIO. Y MARTA BAJA LOS OJOS) (EN VOZ MUY BAJA)
Me conformaría con tan poco. Madre, hay palabras que nunca supe pronunciar, pero me parece que sería dulce reanudar nuestra vida de todos los días.

LA MADRE HA AVANZADO HACIA ELLA

LA MADRE: ¿Lo habías reconocido?
MARTA: (ALZANDO BRUSCAMENTE LA CABEZA) ¡No! No lo había reconocido. No conservaba ninguna imagen de él y todo sucedió como debía suceder. Usted misma lo dijo: este mundo no es razonable. Pero no se equivocaba del todo al hacerme esta pregunta. Porque ahora sé que aun reconociéndolo, nada habría cambiado.
LA MADRE: Quiero creer que no es cierto. No hay alma totalmente criminal y los peores asesinos tienen momentos en que arrojan el arma.
MARTA: Yo también conozco esos momentos. Pero no hubiera agachado la cabeza ante un hermano desconocido e indiferente.

LA MADRE: ¿Y entonces ante quién? MARTA AGACHA LA CABEZA
MARTA: Ante usted.

SILENCIO.

LA MADRE: (LENTAMENTE) Demasiado tarde, Marta. Ya no puedo hacer nada por ti. (APARTANDOSE UN POCO) ¡Ah! ¿Por qué se calló? El silencio es mortal. Pero hablar es igualmente peligroso, pues lo poco que dijo precipitó las cosas. (SE VUELVE HACIA SU HIJA) ¿Lloras, Marta? No, no sabrías. ¿Recuerdas el tiempo en que yo te besaba?
MARTA: No, Madre.
LA MADRE: Tienes razón. Hace mucho de eso y muy pronto olvidé tenderte los brazos. Pero no dejé de quererte. (APARTA DULCEMENTE A MARTA, QUIEN POCO A POCO LE CEDE EL PASO.) Ahora lo sé, porque tu hermano ha venido a despertar esta dulzura insoportable que también debo matar conmigo.

EL PASO QUEDA LIBRE.

MARTA: (TAPANDOSE LA CARA CON LAS MANOS) ¿Pero hay algo más fuerte que la desesperación de su hija?
LA MADRE: La fatiga quizá… y la sed de reposo.

SALE SIN QUE LA HIJA SE OPONGA.

ESCENA II

MARTA CORRE HACIA LA PUERTA, LA CIERRA BRUTALMENTE, SE APOYA EN ELLA. ESTALLA EN GRITOS SALVAJES.
MARTA: ¡No! No tenía por qué velar por mi hermano y, sin embargo, me encuentro desterrada en mi propio país; ya no hay lugar para mi sueño; mi propia madre me ha rechazado. Pero yo no tenía por qué velar por mi hermano, ésta es la injusticia que se comete con la inocencia. Porque ahora él obtuvo lo que quería, mientras yo me quedo solitaria, lejos del mar del que estaba sedienta. ¡Oh! ¡Lo odio! ¡Toda mi vida ha transcurrido en la espera de esta ola que había de llevarme y sé que ya no vendrá! Tendré que quedarme aquí, y a la derecha y a la izquierda, delante y detrás de mí, innumerables pueblos y naciones, llanuras y montañas que detienen el viento del mar y ahogan su constante llamada con sus parloteos y murmullos. (MÁS BAJO.) ¡Otros tienen más suerte! Hay lugares alejados del mar donde el viento de la noche lleva a veces olor a algas. Les habla de playas húmedas donde resuena el grito de las gaviotas, o de arenas doradas en tardes interminables. Pero el viento se agota mucho antes de llegar aquí; nunca más tendré lo que merezco. Aunque pegara el oído a la tierra no oiría el choque de las olas heladas o la respiración rítmica del mar feliz. Estoy demasiado lejos de lo que amo y mi distancia no tiene remedio. ¡Lo odio, lo odio, porque obtuvo lo que quería! Yo tengo por patria este lugar cerrado y denso donde el cielo carece de horizonte; tengo para mi hambre el agrio ciruelo de Moravia y para mi sed sólo la sangre que he vertido. Éste es el precio que hay que pagar por la ternura de una madre. ¡Que se muera, ya que nadie me quiere! ¡Que las puertas se cierren a mi alrededor! ¡Que me dejen con mi justa cólera! Porque antes de morir no alzaré los ojos para implorar al cielo. Allá, donde uno puede huir, liberarse, apretar el cuerpo contra otro, revolcarse en las olas; a aquel país defendido por el mar no llegan los dioses. Pero aquí, donde todo detiene las miradas, toda la tierra está diseñada para que el rostro se alce y la mirada mendigue. ¡Ah! Odio este mundo en el que estamos reducidos a Dios. Pero a mí, que padezco injusticia, no se me ha dado lo que me corresponde, y no me arrodillaré. Y privada de mi lugar en esta tierra, rechazada por mi madre, sola en medio de mis crímenes, abandonaré este mundo sin reconciliarme.

LLAMAN A LA PUERTA.

ESCENA III

MARTA: ¿Quién es?
MARÍA: Una viajera.
MARTA: No recibimos más clientes.
MARÍA: Pero yo vengo a reunirme con mi marido.

ENTRA

MARTA: (MIRÁNDOLA) ¿Quién es su marido?
MARÍA: Llegó aquí ayer y debía venir a buscarme esta mañana. Me sorprende que no lo haya hecho. MARTA: Había dicho que su mujer estaba en el extranjero.
MARÍA: Tiene sus razones. Pero debíamos encontrarnos ahora.
MARTA: (QUE NO HA DEJADO DE MIRARLA.) Le será difícil. Su marido ya no está aquí. MARÍA: ¿Qué está diciendo? ¿No les alquiló un cuarto?
MARTA: Es cierto que alquiló un cuarto, pero se fue por la noche.
MARÍA: No puedo creerlo porque conozco todas las razones que tiene para quedarse en esta casa. Pero su tono me inquieta. Dígame lo que tiene que decirme.
MARTA: No tengo nada que decirle sino que su marido ya no está aquí.
MARÍA: No pudo marcharse sin mí; no la comprendo. ¿Las dejó definitivamente o avisó que volvería?
MARTA: Nos dejó definitivamente.
MARÍA: Escuche. Desde ayer soporto en este país extranjero una espera que ha agotado toda mi paciencia. Vine impulsada por la inquietud, y no me decido a marcharme sin haber visto a mi marido, o sin saber dónde encontrarlo.
MARTA: Ése es asunto suyo, no mío.
MARÍA: Se equivoca usted. También es asunto suyo. No sé si mi marido aprobará lo que voy a decirle, p ero estoy cansada de estos juegos y complicaciones. El hombre que llegó a su casa, ayer por la mañana, es el hermano de quien no sabía usted nada desde hace años.
MARTA: No me dice nada nuevo.
MARÍA: (ESTALLANDO) Pero entonces, ¿qué ha sucedido? Y si todo se aclaró por fin, ¿por qué no está su hermano en esta casa? ¿No lo reconoció, y su madre y usted no se alegraron del retorno?
MARTA: Mi hermano ya no está aquí porque ha muerto.

MARÍA SE SOBRESALTA Y PERMANECE UN MOMENTO EN SILENCIO, MIRANDO FIJO A MARTA. LUEGO HACE ADEMÁN DE ACERCARCELE Y SONRIE.

MARÍA: Usted bromea, ¿verdad? Jan me ha dicho muchas veces que ya de niña le gustaba desconcertar a la gente. Somos casi hermanas y…
MARTA: No me toque. Quédese donde está. No hay nada común entre nosotras. (PAUSA.) Su marido murió anoche y le aseguro que no es broma. Ya nada tiene que hacer aquí.
MARÍA: ¡Usted está loca, loca de atar! Nadie se muere así cuando lo esperan. Es demasiado repentino, no puedo creerlo. Déjeme verlo y sólo entonces creeré lo que no puedo siquiera imaginar.
MARTA: Es imposible. Ahora está en el fondo del río donde mi madre y yo lo llevamos anoche, después de adormecerlo. No sufrió, pero eso no le impide estar muerto; nosotras, su madre y yo, lo hemos matado.
MARÍA: (RETROCEDE) Entonces la loca soy yo y escucho palabras que hasta ahora nunca habían resonado sobre la tierra. Sabía que nada bueno me esperaba aquí, pero no estoy dispuesta a participar en esta demencia. Y aun en el momento en que sus palabras detienen toda vida en mí, creo oírle hablar de otra persona que la que compartía mis noches, y de una historia lejana donde mi corazón nunca intervino.
MARTA: No me corresponde convencerla sino sólo informarla. Usted misma llegará a la evidencia. MARÍA: (CON CIERTA DISTRACCIÓN) ¿Pero por qué, por qué me han hecho esto?
MARTA: ¿En nombre de qué me interroga usted?
MARÍA: ¡En nombre de mi amor!
MARTA: ¿Qué quiere decir esa palabra?
MARÍA: Quiere decir todo lo que en este momento me desgarra y me muerde, este delirio que abre mis manos para el crimen. Quiere decir mi alegría pasada, el dolor fresco que usted me trae. Si no fuera por la obstinada incredulidad que me queda en el corazón, aprendería usted, loca, lo que quiere decir esa palabra al sentir su rostro desgarrado por mis uñas.
MARTA: Decididamente, habla usted un lenguaje que no entiendo. Apenas las palabras amor, alegría o dolor.
MARÍA: (CON UN GRAN ESFUERZO). Escúcheme, dejemos el juego, si lo es. No nos perdamos en palabras vanas. Dígame, bien claro, lo que quiero saber, bien claro, antes de abandonarme.
MARTA: Es difícil ser más clara de lo que lo he sido. Matamos a su marido anoche para quitarle el dinero, como ya lo hemos hecho con algunos viajeros.
MARÍA: ¿Así que su madre y hermana eran unas asesinas?
MARTA: Sí, pero eso es asunto de ellas.
MARÍA: (SIEMPRE CON EL MISMO ESFUERZO). ¿Usted ya sabía que él era su hermano?
MARTA: Para decirle la verdad, hubo un malentendido. Y si usted conoce un poco el mundo, no le sorprenderá.

MARÍA: (VOLVIÉNDOSE HACIA LA MESA, CON LOS PUÑOS CONTRA EL PECHO Y VOZ SORDA). Oh, Dios mío, yo sabía que esta comedia tenía que resultar sangrienta, y que los dos recibiríamos castigo por habernos prestado a ella. La desgracia estaba en el cielo. (SE DETIENE DELANTE DE LA MESA Y HABLA SIN MIRAR A MARTA.) Él quería que ustedes lo reconocieran, quería volver a su casa, traerles la felicidad, pero no sabía dar con la palabra necesaria. Y mientras buscaba las palabras, lo mataron. (SE ECHA A LLORAR.) Y ustedes, como dos insensatas, ciegas al hijo maravilloso que volvía… porque era maravilloso; ¡no saben qué corazón orgulloso, qué alma exigente acaban de matar! Podría ser el orgullo de ustedes, como fue el mío. Pero, ¡ay!, usted era su enemiga, pues si no, ¿dónde encuentra fuerza suficiente para hablar con frialdad de lo que debiera arrojarla a la calle y arrancarle todos los gritos de la bestia?
MARTA: No juzgue nada, usted no lo sabe todo. En este momento, mi madre ha ido a reunirse con su hijo. Los dos están pegados a las estacas de la represa y el agua, que empieza a roerlos, los empuja sin tregua contra la madera podrida. Pronto habrán de sacarlos y se encontrarán en la misma tierra. Pero no veo por qué esto ha de arrancarme gritos. Tengo otra idea del corazón humano, y, para decírselo de una vez, sus lágrimas me repugnan.
MARÍA: (VOLVIÉNDOSE CONTRA ELLA CON ODIO). Son las lágrimas de las alegrías perdidas para siempre, de la felicidad frustrada. Para usted es preferible al dolor seco que pronto sentiré y que podría matarla sin temblar.
MARTA: Nada de eso me conmueve, y a decir verdad, sería poca cosa. Porque yo también he visto y oído bastante, y también decidí morir. Pero no quiero mezclarme con ellos. Y en realidad, ¿qué había de hacer con ellos? Los dejo entregados a su ternura recobrada, a sus oscuras caricias. Ni usted ni yo participamos en ellas, los dos nos son infieles para siempre. Afortunadamente me queda mi cuarto y la viga es sólida.
MARÍA: ¿Y, qué me importa que usted muera o que se derrumbe el mundo entero si por culpa suya per dí al que amaba y ahora tengo que vivir en esta terrible soledad donde la memoria es un suplicio?

MARTA SE LE ACERCA POR DETRÁS Y LE HABLA DESDE ARRIBA.

MARTA: No exageremos. Usted ha perdido a su marido y yo he perdido a mi madre. Estamos en paz. Pero usted sólo lo perdió una vez, después de gozarlo muchos años y sin que él la haya rechazado. A mí mi madre me rechazó. Ahora está muerta y la perdí dos veces.
MARÍA: Sí; quizá cayera en la tentación de compadecerla y de hacerla entrar en mi dolor si no supiese lo que le esperaba, a él, solo en su cuarto, en el mismo momento en que usted preparaba su muerte.
MARTA: (CON ACENTO SÚBITAMENTE DESESPERADO). También estoy en paz con su marido, porque conocí su angustia. Como él, creía tener mi casa. Me imaginaba que el crimen era nuestro hogar y que nos había unido, a mi madre y a mí, para siempre. Y si no, ¿a quién podía volverme en el mundo, sino a ella, que había matado al mismo tiempo que yo? Pero me equivocaba. El crimen también es soledad, aunque sean mil a ejecutarlo. Y es justo que muera sola, después de vivir y matar sola.

MARÍA SE VUELVE HACIA ELLA BAÑADA EN LÁGRIMAS. MARTA RETROCEDE Y RECOBRA SU DUREZA.

No me toque, ya se lo he dicho. Al pensar que una mano humana puede imponerme su calor antes de mor ir, al pensar que cualquier cosa semejante a la horrible ternura de los hombres puede perseguirme todavía, siento que todos los furores de la sangre me suben a las sienes.

MARÍA SE HA LEVANTADO Y ESTÁN FRENTE A FRENTE, MUY CERCA UNA DE OTRA.

MARÍA: No tema. La dejaré morir como desea. Porque me parece que con este dolor atroz que me aprieta el vientre, me llega una ceguera donde desaparece todo lo que me rodea. Y tanto su madre como usted nunca serán sino rostros fugaces, encontrados y perdidos en el curso de una tragedia que no acabará. No siento por usted ni odio ni compasión. Ya no puedo querer ni detestar a nadie. (OCULTA SÚBITAMENTE EL ROSTRO ENTRE LAS MANOS.) Y en realidad, apenas he tenido tiempo de sufrir o rebelarme. La desgracia era mayor que yo.

MARTA, QUE SE HA VUELTO Y HA DADO UNOS PASOS HACIA LA PUERTA, REGRESA HACIA MARÍA.

MARTA: Pero no tan grande, pues le ha dejado lágrimas. Y antes de abandonarla para siempre, veo que me queda algo por hacer. Me falta desesperarla.
MARÍA: (MIRÁNDOLA CON ESPANTO). ¡Oh! ¡Déjeme, váyase, y déjeme!
MARTA: Voy a dejarla, sí, y para mí también será un alivio: a duras penas soporto su amor y sus lágrimas. Pero no puedo morir dejándola convencida de que tiene razón, de que el amor no es en vano, y de que esto es un accidente. Porque ahora estamos dentro de la normalidad. Hay que convencerse.
MARÍA: ¿Qué normalidad?
MARTA: Ésa en la que nadie es reconocida nunca.
MARÍA: (ENAJENADA) Qué me importa, casi no la entiendo. Mi corazón está desgarrado. Sólo le importa aquel a quien usted mató.
MARTA: (CON VIOLENCIA). ¡Cállese! No quiero oír hablar más de él, lo detesto. Ya no es nada para usted. Entró en la amarga morada donde el hombre queda exiliado para siempre. ¡Imbécil! Tiene lo que quería, encontró a la que buscaba. Ya estamos todos dentro de la normalidad. Comprenda que ni para él ni para nosotros, ni en la vida ni en la muerte, hay patria sin paz. (CON UNA RISA DESPRECIATIVA.) Porque no se puede llamar patria. ¿Verdad?, a esa tierra densa, privada de luz, donde seremos alimento de animales ciegos.
MARÍA: (LLORANDO). No puedo, no puedo soportar sus palabras. Y él tampoco las hubiera soportado. Había venido en busca de otra patria.
MARTA: (QUE HA LLEGADO A LA PUERTA, VOLVIÉNDOSE BRUSCAMENTE). Esta locura ha recibido su pago. Pronto recibirá usted el suyo. (CON LA MISMA RISA.) Nos han estafado, ya se lo dije. ¿Para qué esa gran llamada al ser, ese alerta de las almas? ¿Por qué gritar al mar o al amor? Es irrisorio. Su marido conoce ahora la respuesta, esa morada espantosa donde al final estaremos apretados unos junto a otros. (CON ODIO.) Usted también la conocerá, y si entonces pudiera, recordaría con deleite el día de hoy en el cual, sin embargo, cree empezar el más desgarrador exilio. Comprenda que su dolor jamás igualará la injusticia que se comete con el hombre. Y para terminar, escuche mi consejo. Porque le debo un consejo, ya que he matado a su marido.
Ruegue a su dios que la haga semejante a la piedra. Es la felicidad que él se asigna, la única felicidad verdadera. Haga como él, vuélvase sorda a todos los gritos, sea como la piedra mientras hay tiempo. Pero si se siente demasiado cobarde para entrar en esta paz ciega, entonces venga a reunirse con nosotros en nuestra morada común. ¡Adiós, hermana mía! Todo es fácil, ya lo ve. Tiene que elegir entre la estúpida felicidad de los guijarros y el lecho viscoso donde la esperamos.

SALE Y MARÍA, QUE HA ESCUCHADO ENAJENADA, VACILA TENDIENDO LAS MANOS HACIA ADELANTE.

MARÍA: (GRITANDO). ¡Oh, Dios mío, no puedo vivir en este desierto! Te hablaré, sabré encontrar las palabras. (CAE DE RODILLAS.) Porque a ti me encomiendo. ¡Ten piedad de mí, vuelve a mí tus ojos!
¡Escúchame, señor, dame tu mano! ¡Ten piedad de los que se aman y están separados!

SE ABRE LA PUERTA Y APARECE EL VIEJO CRIADO.

ESCENA IV

EL VIEJO: (CON VOZ CLARA Y FIRME). ¿Me llamó usted?
MARÍA: (VOLVIENDOSE HACIA ÉL). ¡Oh, no sé! Pero ayúdeme, porque necesito que me ayuden. ¡Apiádese, ayúdeme!
EL VIEJO: ¡No!

TELÓN.

8/10/14

Los justos. Albert Camus.










Los justos
Albert Camus

PERSONAJES
DORA DULEBOV
LA GRAN DUQUESA
IVAN KALIAYEV
STEPAN FEDOROV
BORIS ANNENKOV
ALEXIS VOINOV
SKURATOV
FOKA
EL GUARDIÁN

ACTO PRIMERO

En el piso de los terroristas. Por la mañana.
Se levanta el telón en silencio. DORA y ANNENKOV en escena, inmóviles. Se oye una vez el timbre de la entrada. ANNENKOV hace un gesto para detener a DORA que parece querer decir algo. El timbre suena dos veces seguidas.

ANNENKOV.- Es él.

(Sale. DORA aguarda, sin moverse. ANNENKOV vuelve con STEPAN , a quien agarra por los hombros.)

ANNENKOV.- ¡Es él! Aquí está Stepan.
DORA.- (se acerca a STEPAN y le da la mano): ¡Qué alegría, Stepan!
STEPAN.- Hola, Dora.
DORA.- (le mira): Tres años ya.
STEPAN.- Sí, tres años. El día que me detuvieron, iba a reunirme con vosotros.
DORA.- Te esperábamos. Pasaba el tiempo y cada vez se me encogía más el corazón. No nos atrevíamos ni a mirarnos.
ANNENKOV.- Tuvimos que cambiar de piso otra vez.
STEPAN.- Lo sé.
DORA.- ¿Y allá, Stepan?
STEPAN.- ¿Allá?
DORA.- ¿En la cárcel?
STEPAN.- La gente se evade.
ANNENKOV.- Sí. Nos alegramos al enterarnos de que habías podido llegar a Suiza.
STEPAN.- Suiza es otra cárcel, Boria.
ANNENKOV.- ¿Qué dices? Allá son libres, al menos.
STEPAN.- La libertad es una cárcel mientras haya un solo hombre esclavizado en la tierra. Yo era libre y no dejaba de pensar en Rusia y sus esclavos.

(Silencio.)

ANNENKOV.- Me alegro mucho, Stepan, de que el partido te haya mandado aquí.
STEPAN.- Era necesario. Me ahogaba. Actuar, actuar por fin... (Mira a
ANNENKOV) Lo mataremos, ¿verdad?
ANNENKOV.- Estoy seguro.
STEPAN.- Mataremos a ese verdugo. Tú eres el jefe, Boria, y te obedeceré.
ANNENKOV.- No necesito tu promesa, Stepan. Somos todos hermanos.
STEPAN.- Hace falta disciplina. Lo he comprendido en la cárcel. El partido socialista revolucionario necesita disciplina. Disciplinados mataremos al gran duque y destruiremos la tiranía.
DORA.- (acercándose a él): Siéntate, Stepan, debes de estar cansado después de ese largo viaje.

STEPAN.- Yo nunca me canso.

(Silencio. DORA se sienta.)

STEPAN.- ¿Está todo listo, Boria?
ANNENKOV.- (cambiando de tono): Desde hace un mes, dos de los nuestros estudian los movimientos del gran duque. Dora ha reunido el material necesario.
STEPAN.- ¿Está redactada la proclama?
ANNENKOV.- Sí. Toda Rusia sabrá que el gran duque Sergio fue ejecutado con una bomba por el grupo de combate del partido socialista revolucionario para acelerar la liberación del pueblo ruso. La corte imperial sabrá también que estamos decididos a ejercer el terror hasta que la tierra sea restituida al pueblo. ¡Sí, Stepan, todo está preparado! Se acerca el momento.
STEPAN.- ¿Qué debo hacer yo?
ANNENKOV.- Para empezar, ayudarás a Dora. Schweitzer, a quien tú reemplazas, trabajaba con ella.
STEPAN.- ¿Murió?
ANNENKOV.- Sí.
STEPAN.- ¿Cómo?
DORA.- Un accidente.

(STEPAN mira a DORA. DORA desvía la mirada.)

STEPAN.- ¿Y después?
ANNENKOV.- Después, ya veremos. Debes estar dispuesto a sustituirnos, llegado el caso, y a mantener el enlace con el Comité Central.
STEPAN.- ¿Quiénes son nuestros camaradas?
ANNENKOV.- Conociste a Voinov en Suiza. Confío en él, a pesar de su juventud. No conoces a Yanek.
STEPAN.- ¿Yanek?
ANNENKOV.- Kaliayev. Le llamaremos también el Poeta.
STEPAN.- No es un nombre para un terrorista.
ANNENKOV.- (riendo): Yanek piensa lo contrario. Dice que la poesía es revolucionaria.
STEPAN.- Sólo la bomba es revolucionaria. (Silencio.) Dora, ¿crees que sabré ayudarte?
DORA.- Sí. Lo único que hay que cuidar es que no se rompa el tubo.
STEPAN.- ¿Y si se rompe?
DORA.- Así murió Schweitzer. (Una pausa.) ¿Por qué sonríes, Stepan?
STEPAN.- ¿Sonrío?
DORA.- Sí.
STEPAN.- Me sucede a veces. (Una pausa. STEPAN parece reflexionar.)
Dora, ¿bastaría una sola bomba para hacer saltar esta casa?
DORA.- Una sola no. Pero haría estragos.
STEPAN.- ¿Cuántas se necesitarían para hacer saltar Moscú?
ANNENKOV.-¡Estás loco! ¿Qué quieres decir?
STEPAN.- Nada.
(Llaman una vez. Todos escuchan y aguardan. Llaman dos veces. ANNENKOV pasa a la antesala y vuelve con VOINOV.)

VOINOV.- ¡Stepan!
STEPAN.- Hola.
(Se estrechan la mano. VOINOV se acerca a DORA y la besa.)

ANNENKOV.- ¿Ha ido todo bien, Alexis?
VOINOV.- Sí.
ANNENKOV.- ¿Estudiaste el recorrido desde el palacio hasta el teatro?
VOINOV.- Ahora puedo dibujarlo. Mira (dibuja.) Recodos, calles estrechas, obstáculos....., el coche pasará bajo nuestras ventanas.
ANNENKOV.- ¿Qué significan esas dos cruces?
VOINOV.- Una placita donde los caballos habrán de moderar el paso, y el teatro donde se detendrán. En mi opinión, son los mejores lugares.
ANNENKOV.- ¡Dame!
STEPAN.- ¿Y los confidentes?
VOINOV.- (vacilante): Hay muchos.
STEPAN.- ¿Te impresionan?
VOINOV.- No me siento tranquilo.
ANNENKOV.- Nadie se siente tranquilo con ellos delante. No te preocupes.
VOINOV.- No temo nada. Lo que pasa es que no me acostumbro a mentir.
STEPAN.- Todo el mundo miente. Lo que hace falta es mentir bien.
VOINOV.- No es fácil. Cuando yo era estudiante, mis compañeros se burlaban de mí porque no sabía disimular. Decía lo que pensaba. Al final me echaron de la Universidad.
STEPAN.- ¿Por qué?
VOINOV.- En el curso de historia, el profesor me preguntó cómo Pedro el Grande había edificado Petrogrado.
STEPAN.- Buena pregunta.
VOINOV.- Con sangre y a latigazos, contesté. Me echaron.
STEPAN.- Y después...
VOINOV.- Comprendí que no bastaba denunciar la injusticia. Era menester dar la vida para combatirla. Ahora soy feliz.
STEPAN.- ¿Y sin embargo, mientes?
VOINOV.- Miento. Pero no mentiré el día que arroje la bomba.

(Llaman. Dos timbrazos, después uno sólo. DORA se precipita.)

ANNENKOV.- Es Yanek.
STEPAN.- No es la misma señal.
ANNENKOV.- A Yanek le divirtió cambiarla. Tiene su señal propia.

(STEPAN se encoge de hombros. Se oye hablar a DORA en la antesala. Entran DORA y KALIAYEV, del brazo. KALIAYEV ríe.)

DORA.- Yanek. Este es Stepan, que reemplaza a Schweitzer.
KALIAYEV.- Bienvenido, hermano.
STEPAN.- Gracias.
(DORA y KALIAYEV se sientan frente a los demás.)
ANNENKOV.- Yanek, ¿estás seguro de que reconocerás la calesa?
KALIAYEV.- Sí, la vi dos veces muy detenidamente. ¡En cuanto aparezca la reconoceré entre mil! He anotado todos los detalles. Por ejemplo, uno de los cristales de la linterna izquierda está desportillado.
VOINOV.- ¿Y los soplones?
KALIAYEV.- A montones. Pero somos viejos amigos. Me compran cigarrillos. (Se ríe.)
ANNENKOV.- ¿Pavel ha confirmado el informe?
KALIAYEV.- El gran duque irá esta semana al teatro. Dentro de un rato, Pavel sabrá el día exacto y entregará un mensaje al portero. (Se vuelve hacia DORA y ríe.) Tenemos suerte, Dora.
DORA.- (mirándole): ¿Ya no eres buhonero? Ahora estás hecho un gran señor. Qué guapo estás. ¿No echas de menos la zamarra?
KALIAYEV.- (ríe): Es cierto, estaba muy orgulloso de ella. (A STEPAN y a ANNENKOV.) Me pasé dos meses observando a los buhoneros y más de un mes ensayando en mi cuarto. Mis colegas nunca tuvieron sospechas. «Un gran tipo», decían. «Sería capaz de vender hasta los caballos del zar.» Y a su vez trataban de imitarme.
DORA.- Naturalmente, eso te divertía.
KALIAYEV.- Ya sabes que no puedo impedirlo. El disfraz, la nueva vida... Todo me divertía.
DORA.- A mí no me gustan los disfraces. (Muestra su vestido.) ¡Y además, esta antigualla lujosa! Ya podía Boria haberme encontrado otra cosa. ¡Una actriz! ¡Con lo sencilla que soy yo!
KALIAYEV (ríe): Estás tan hermosa con ese vestido.
DORA.- ¡Hermosa! Me gustaría estarlo. Pero no hay que pensar en esas cosas.
KALIAYEV.- ¿Por qué? ¿Por qué siempre esa mirada tan triste, Dora? Hay que ser alegre, hay que ser orgullosa. ¡La belleza existe, la alegría existe! «En los lugares tranquilos donde te anhelaba mi corazón...
DORA.- (sonriente): Yo respiraba un eterno verano...»
KALIAYEV.- Oh, Dora, te acuerdas de esos versos. ¿Sonríes? Eso me alegra mucho.
STEPAN.- (cortándolo): Estamos perdiendo el tiempo. Boria, supongo que hay que avisar al portero, ¿no?

(KALIAYEV le mira con asombro.)

ANNENKOV.- Sí. Dora, ¿quieres bajar? No olvides la propina. Voinov te ayudará después a juntar el material en el cuarto.

(Salen cada uno por su lado. STEPAN va hacia ANNENKOV con paso decidido.)

STEPAN.- Yo quiero arrojar la bomba.
ANNENKOV.- No, Stepan. Ya están designados los que van a arrojarla.
STEPAN.- Te lo ruego. Tú sabes lo que eso significa para mí.
ANNENKOV.- No. La regla es la regla. (Un silencio.) Yo no la arrojo y voy a esperar aquí. La regla es dura.
STEPAN.- ¿Quién lanzará la primera bomba?
KALIAYEV.- Yo. Voinov arroja la segunda.
STEPAN.- ¿Tú?
KALIAYEV.- ¿Te entraña? ¡Así que no tienes confianza en mí!
STEPAN.- Se necesita experiencia.
KALIAYEV.- ¿Experiencia? Sabes muy bien que sólo se hace una vez y después... Nadie la arrojó nunca dos veces.
STEPAN.- Se necesita una mano firme.
KALIAYEV.- (mostrando su mano): Mira. ¿Crees que temblará?
(STEPAN se aparta.)
KALIAYEV.- No temblará. ¡Vamos! Con el tirano frente a mí ¿voy a vacilar? ¿Cómo puedes creerlo? Y aunque me tiemble el brazo, conozco un medio seguro de matar al gran duque.
ANNENKOV.- ¿Cuál?
KALIAYEV.- Arrojarse bajo las patas de los caballos.
(STEPAN se encoge de hombros y va a sentarse al fondo.)
ANNENKOV.- No, no será necesario. Habrá que intentar la huida. La organización te necesita, debes cuidarte.
KALIAYEV.- ¡Obedeceré, Boria! ¡Qué honor, qué honor para mí! Oh, seré digno de él.
ANNENKOV.- Stepan, tú estarás en la calle mientras Yanek y Alexis esperen la llegada de la calesa. Pasarás cada cierto tiempo delante de nuestras ventanas y contendremos una señal. Dora y yo esperaremos aquí el momento de lanzar la proclama. Con un poco de suerte, el gran duque caerá.
KALIAYEV.- (con exaltación): ¡Sí, lo mataré! ¡Qué felicidad si tenemos éxito! Pero el gran duque no es nada. ¡Hay que golpear más arriba!
ANNENKOV.- Primero el gran duque.
KALIAYEV.- ¿Y si fracasamos, Boria? ¿Ves? Habría que imitar a los japoneses.
ANNENKOV.- ¿Qué quieres decir?
KALIAYEV.- Durante la guerra, los japoneses no se rendían. Se suicidaban.
ANNENKOV.- No. No pienses en el suicidio.
KALIAYEV.- ¿En qué, entonces?
ANNENKOV.- En el terror, de nuevo.
STEPAN.- (hablando desde el fondo): Para suicidarse hay que quererse mucho. Un verdadero revolucionario no puede quererse a sí mismo.
KALIAYEV (volviéndose vivamente): ¿Un verdadero revolucionario? ¿Por qué me tratas así? ¿Qué te he hecho yo?
STEPAN.- No me gustan los que entran en la revolución porque se aburren.
ANNENKOV.- ¡Stepan!
STEPAN (levantándose y acercándose a ellos): Sí, soy brutal. Pero para mí el odio no es un juego. No estamos aquí para admirarnos unos a otros. Estamos aquí para triunfar.
KALIAYEV (suavemente): ¿Por qué me ofendes? ¿Quién te ha dicho que yo me aburra?
STEPAN.- No sé. Cambias las señales, te gusta hacer el papel de buhonero, dices versos, quieres arrojarte bajo las patas de los caballos, y ahora, el suicidio (Le mira.) No tengo confianza en ti.
KALIAYEV (dominándose): No me conoces, hermano. Amo la vida. No me aburro. Entré en la revolución porque me gusta la vida.
STEPAN.- Yo no amo la vida, sino la justicia, que está por encima de la vida.
KALIAYEV (Con visible esfuerzo): Cada uno sirve a la justicia como puede. Hay que aceptar que seamos diferentes. Tenemos que querernos, sí podemos.
STEPAN.- No podemos.
KALIAYEV (estallando): Entonces, ¿qué estás haciendo con nosotros?
STEPAN.- He venido para matar a un hombre, no para quererlo ni para reconocer su diferencia.
KALIAYEV (violentamente): No lo matarás solo, ni en nombre de nada. Lo matarás con nosotros y en nombre del pueblo ruso. Esa es tu justificación.
STEPAN (Con el mismo tono): No la necesito. Quedé justificado en una noche, y para siempre, hace tres años, en la cárcel. Y no soportaré...
ANNENKOV.- ¡Basta! ¿Estáis locos? ¿Recordáis a quién nos debemos? ¡Somos hermanos, confundidos unos con otros, dispuestos a ejecutar a los tiranos para libertar al país! Matamos juntos, y nada puede separarnos. (Silencio. Les mira.) Ven, Stepan, debemos convenir señales...

(STEPAN sale.)

ANNENKOV (a KALIAYEV ): No es nada. Stepan ha sufrido. Hablaré con él. 
KALIAYEV.- (Muy pálido) Me ha ofendido, Boria. (Entra DORA).
DORA (al ver a KALIAYEV): ¿Qué pasa?
ANNENKOV.- Nada.

(Sale.)

DORA (a KALIAYEV): ¿Qué pasa?
KALIAYEV.- Hemos chocado. No me quiere.

(DORA se sienta en silencio. Pausa.)

DORA.- Creo que no quiere a nadie. Cuando todo haya terminado será más feliz. No estés triste.
KALIAYEV.- Estoy triste. Necesito que todos vosotros me queráis. Lo he abandonado todo por la organización. ¿Cómo soportar que mis hermanos se aparten de mí? A veces tengo la impresión de que no me comprenden. ¿Es culpa mía? Soy torpe, lo sé...
DORA.- Te quieren y te comprenden. Stepan es diferente.
KALIAYEV.- No. Sé lo que piensa. Ya Schweitzer lo decía: «Demasiado extraordinario para ser revolucionario.» Yo quería explicarles que no soy extraordinario. Me encuentran un poco loco, demasiado espontáneo. Sin embargo, creo como ellos en la causa. Como ellos, quiero sacrificarme. Yo también puedo ser hábil, taciturno, disimulado, eficaz. Sólo que la vida sigue pareciéndome maravillosa. Amo la belleza y la felicidad. Por eso es por lo que odio el despotismo.
¿Cómo explicarles esto? ¡La revolución, claro! Pero la revolución por la vida, para dar una posibilidad a la vida, ¿comprendes?
DORA (Con ímpetu): Sí... (Más bajo, después de un silencio.) Y sin embargo, vamos a matar.
KALIAYEV.- ¿Quiénes? ¿Nosotros?... Ah, quieres decir... No es lo mismo.
Oh, no, no es lo mismo. ¡Y además, matamos para construir un mundo en el que nadie mate nunca más! Aceptamos ser criminales para que la tierra se cubra por fin de inocentes.
DORA.- ¿Y si no ocurriera eso?
KALIAYEV.- Calla, bien sabes que es imposible. Entonces Stepan tendría razón. Y habría que escupirle a la belleza a la cara.
DORA.- Soy más antigua que tú en la organización. Sé que nada es sencillo. Pero tú tienes fe... Todos necesitarnos fe.
KALIAYEV.- ¿Fe? No. Uno solo la tenía.
DORA.- Tú tienes fuerza de ánimo. Y te abrirás paso hasta llegar al fin. ¿Por qué has querido arrojar la primera bomba?
KALIAYEV.- ¿Puede hablarse de la acción terrorista sin participar en ella?
DORA.- No.
KALIAYEV.- Hay que estar en la primera fila.
DORA (que parece reflexionar): Sí. Hay la primera fila y hay el último momento. Debemos pensar en ello. Ahí está el coraje, la exaltación que necesitamos..., que tú necesitas.
KALIAYEV.- Desde hace un año, no pienso en otra cosa. Por este momento he vivido hasta ahora. Y ahora sé que quisiera morir allí mismo, al lado del gran duque. Perder mi sangre hasta la última gota, o arder de una sola vez, en la llama de la explosión, y no dejar nada tras de mí. ¿Comprendes por qué he pedido arrojar la bomba? Morir por la causa es la única manera de estar a su altura. Es la justificación.
DORA.- Yo también deseo esa muerte.
KALIAYEV.- Sí, es una felicidad envidiable. Por la noche, a veces me agito en mi jergón de buhonero. Un pensamiento me atormenta: nos han convertido en asesinos. Pero pienso al mismo tiempo que voy a morir, y entonces mi corazón se apacigua. Sonrío, ¿sabes?, y me duermo como un niño.
DORA.- Está bien así, Yanek. Matar y morir. Pero en mi opinión, hay una felicidad todavía mayor. (Pausa. KALIAYEV la mira. Ella baja los ojos.) El cadalso.
KALIAYEV (febrilmente): Lo he pensado. Morir en el momento del atentado deja algo inconcluso. Entre el atentado y el cadalso, en cambio, hay toda una eternidad, la única posible quizá para el hombre.
DORA (con voz apremiante, cogiéndole las manos): Ese pensamiento debe ayudarte. Pagamos más de lo que debemos.
KALIAYEV.- ¿Qué quieres decir?
DORA.- Nos vemos obligados a matar, ¿verdad? ¿Sacrificamos deliberadamente una vida, una sola?
KALIAYEV.- Sí.
DORA.- Pero ir hacia el atentado y luego hacia el cadalso, es dar dos veces la vida. Pagamos más de lo que debemos.
KALIAYEV.-: Sí, es morir dos veces. Gracias, Dora. Nadie puede reprocharnos nada. Ahora estoy seguro de mí. (Silencio.)
¿Qué te pasa, Dora? ¿No dices nada?
DORA.- Quisiera ayudarte un poco más. Sólo que...
KALIAYEV.- ¿Sólo qué?
DORA.- No, estoy loca.
KALIAYEV.- ¿Desconfías de mí?
DORA.- Oh, no, querido, desconfío de mí. Desde la muerte de Schweitzer a veces se me ocurren ideas raras. Y además, no me corresponde a mí decirte qué es lo que será difícil.
KALIAYEV.- Me gusta lo difícil. Si me estimas, habla.
DORA (mirándole): Lo sé. Eres valiente. Eso es lo que me inquieta. Te ríes, te exaltas, te encaminas al sacrificio lleno de fervor. Pero dentro de algunas horas habrá que salir de este sueño y actuar. Quizá sea mejor hablar antes... para evitar una sorpresa, un desfallecimiento...
KALIAYEV.- No tendré desfallecimientos. Dime lo que piensas.
DORA.- Bueno, pues el atentado, el cadalso, morir dos veces, es lo más fácil. Te bastará el ánimo. Pero la primera fila... (Se calla, le mira y parece vacilar.) En la primera fila vas a verlo...
KALIAYEV.- ¿A quién?
DORA.- Al gran duque.
KALIAYEV.- Un segundo apenas.
DORA.- ¡Un segundo en que vas a verlo! ¡Oh, Yanek, tienes que saberlo, tienes que estar prevenido! Un hombre es un hombre. El gran duque quizá tenga ojos bondadosos. Lo verás rascarse la oreja o sonreír alegremente. Quién sabe, tal vez tenga un pequeño tajo hecho con la navaja de afeitar. Y si te mira en ese momento...
KALIAYEV.- No es a él a quien voy a matar. Mato al despotismo.
DORA.- Claro, claro. Hay que matar al despotismo. Yo prepararé la bomba y al sellar el tubo, ¿sabes?, en el momento más difícil, cuando los nervios están tensos, sentiré, sin embargo, una entraña felicidad en el corazón. Pero no conozco al gran duque y mi tarea sería menos fácil si mientras lo hago estuviera sentado delante de mí. Tú vas a verlo de cerca. Muy de cerca...
KALIAYEV.- (Con violencia) No lo veré.
DORA.- ¿Por qué? ¿Vas a cerrar los ojos?
KALIAYEV.- No. Pero, Dios mediante, el odio me llegará en el momento oportuno, y me cegará.
(Llaman. Una vez. Permanecen inmóviles. Entran STEPAN Y VOINOV .) (Voces en la antesala. Entra ANNENKOV )
ANNENKOV.- Es el portero. El gran duque irá al teatro mañana. (Les mira.) Todo debe de estar listo, Dora.
DORA (con voz sorda): Sí. (Sale lentamente.)
KALIAYEV (la mira salir y en voz baja, volviéndose hacia STEPAN ): Lo mataré. ¡Con alegría!

TELÓN



ACTO SEGUNDO

Al día siguiente, por la noche. En el mismo lugar.

(ANNENKOV mira por la ventana. DORA está junto a la mesa.)

ANNENKOV.- Están en sus puestos. Stepan ha encendido su cigarrillo.
DORA.- ¿A qué hora debe pasar el gran duque?
ANNENKOV.- De un momento a otro. Escucha. ¿No es una calesa? No.
DORA.- Siéntate. Ten paciencia.
ANNENKOV.- ¿Y las bombas?
DORA.- Siéntate. No podemos hacer nada más.
ANNENKOV.- Sí. Envidiarles.
DORA.- Tu puesto está aquí. Eres el jefe.
ANNENKOV.- Soy el jefe. Pero Yanek vale más que yo, y es él quien tal vez...
DORA.- El riesgo es el mismo para todos. Para el que arroja y para el que no arroja.
ANNENKOV.- El riesgo es al fin el mismo. Pero por el momento Yanek y Alexis están en la línea de fuego. Sé que no debo estar con ellos. Sin embargo, a veces tengo miedo de aceptar con demasiada facilidad mi papel. Es cómodo, después de todo, verse obligado a no arrojar la bomba.
DORA.- ¿Y aunque así fuera? Lo esencial es que hagas lo que debes,
y hasta el fin.
ANNENKOV.- ¡Qué tranquila estás!
DORA.- No estoy tranquila: tengo miedo. Hace tres años que estoy con vosotros, dos años que fabrico bombas. He ejecutado todo y creo que no he olvidado nada.
ANNENKOV.- Por supuesto, Dora.
DORA.- Bueno, pues hace tres años que tengo miedo, ese miedo que apenas la abandona a una en el sueño y que se recupera fresco por la mañana. De modo que he tenido que acostumbrarme. He aprendido a estar tranquila en el momento en que tengo más miedo. No hay de qué enorgullecerse.
ANNENKOV.- Al contrario, enorgullécete. Yo no he dominado nada. Sabes que echo de menos los tiempos de antes, la vida brillante, las mujeres... Sí, me gustaban las mujeres, el vino, aquellas noches interminables.
DORA.- Me lo sospechaba, Boria. Por eso te quiero tanto. Tu corazón no ha muerto. Y es preferible que desee todavía el placer a ese horrible silencio que se instala a veces en el mismo lugar del grito.
ANNENKOV.- ¿Qué estás diciendo? ¿Tú? No es posible.
DORA.- Escucho...

(DORA se yergue bruscamente. Ruido de carruaje, luego silencio.)
DORA.- No. No es él. Me late el corazón. Ya ves, todavía no he aprendido nada.
ANNENKOV (se dirige a la ventana): Atención. Stepan hace una señal. Es él.
(Se oye, en efecto, el lejano rodar de un carruaje que se acerca cada vez más, pasa bajo las ventanas y comienza a alejarse. Largo silencio.)
ANNENKOV.- Dentro de unos segundos...
(Escuchan.)
ANNENKOV.- Qué largo se hace.

(DORA hace un ademán. Largo silencio. Se oyen campanas a lo lejos.)

ANNENKOV.- No es posible. Yanek ya hubiera arrojado la bomba. El coche debe de haber llegado al teatro. ¿Y Alexis? ¡Mira! Stepan vuelve sobre sus pasos y corre hacia el teatro.
DORA (abalanzándose hacia él): Han detenido a Yanek. Lo han detenido, con seguridad. Hay que hacer algo.
ANNENKOV.- Espera. (Escucha.) No. Se acabó.
DORA.- ¿Cómo ha sucedido? ¡Yanek detenido sin haber hecho nada! Estaba dispuesto todo, lo sé. Quería la prisión y el proceso. ¡Pero después de haber matado al gran duque! ¡No así, no, no así!
ANNENKOV (mirando hacia afuera): ¡Voinov! ¡Rápido!

(DORA va a abrir. Entra VOINOV, con semblante descompuesto.)

ANNENKOV.- Alexis, pronto; habla.
VOINOV.- No sé nada. Yo esperaba la primera bomba. Vi que el coche daba la vuelta y no pasaba nada. Perdí la cabeza. Creí que en el último momento habías cambiado nuestros planes, vacilé. Y entonces corrí hasta aquí...
ANNENKOV.- ¿Y Yanek?
VOINOV.- No lo he visto.
DORA.- Lo han detenido.
ANNENKOV.- (que sigue mirando hacia afuera): ¡Ahí está!
(El mismo juego escénico. Entra KALIAYEV con el rostro bañado en lágrimas.)

KALIAYEV.- (delirante): Hermanos, perdonadme. No pude.
DORA.- (se le acerca y le coge la mano): No es nada.
ANNENKOV.-¿Qué ha pasado?
DORA (a KALIAYEV): No es nada. A veces, en el último momento todo se derrumba.
ANNENKOV.- Pero no es posible.
DORA.- Déjalo. No eres el único, Yanek. Schweitzer tampoco pudo la primera vez.
ANNENKOV.- Yanek, ¿te ha dado miedo?
KALIAYEV (sobresaltándose): Miedo, no. ¡No tienes derecho a...!

(Llaman con la señal convenida. A una señal de ANNENKOV, VOINOV sale. KALIAYEV está postrado. Silencio. Entra STEPAN)

ANNENKOV.- ¿Y?
STEPAN.- Iban niños en el carruaje del gran duque.
ANNENKOV.- ¿Niños?
STEPAN.- Sí. El sobrino y la sobrina del gran duque.
ANNENKOV.- El gran duque iría solo, según Orlov.
STEPAN.- Estaba también la gran duquesa. Era demasiada gente, supongo, para nuestro poeta. Por fortuna, los soplones no vieron nada.

(ANNENKOV habla a STEPAN en voz baja. Todos miran a KALIAYEV, que alza los ojos hacia STEPAN.)

KALIAYEV.- (enajenado): Yo no podía prever... Niños, niños sobre todo. ¿Has mirado a los niños? Esa mirada grave que tienen a veces... Nunca he podido sostener esa mirada... Un segundo antes, sin embargo, en la oscuridad, en el rincón de la placita, yo me sentía feliz. Cuando las linternas de la calesa comenzaron a brillar a lo lejos, mi corazón empezó a palpitar de alegría, te lo juro. Latía cada vez más fuerte a medida que aumentaba el ruido. Hacía el mismo ruido en mí. Me daban ganas de saltar. Creo que estaba riéndome. Y decía: «Sí, sí... » ¿Comprendes? (Aparta la mirada de STEPAN y recobra su actitud abatida.) Corrí hacia el coche. En ese momento los vi. Ellos no reían. Estaban muy erguidos y miraban al vacío. ¡Qué aire tan triste tenían! Perdidos en sus trajes de gala, con las manos sobre los muslos, el busto rígido a cada lado de la portezuela. No vi a la gran duquesa, sólo a ellos. Si me hubieran mirado, creo que habría arrojado la bomba. Para apagar por lo menos esa mirada triste. Pero seguían mirando hacia adelante. (Alza los ojos hacia los otros. Silencio. Más bajo, todavía.) Entonces no sé qué pasó. Mi brazo se debilitó. Me temblaban las piernas. Un segundo después era ya demasiado tarde. (Silencio. Mira al suelo.) Dora, ¿he soñado? Me pareció que las campanas sonaban en ese momento.
DORA.- No, Yanek, no soñaste.

(Apoya la mano en el brazo de KALIAYEV. Este alza la cabeza y los ve a todos mirándole. Se levanta.)

KALIAYEV.- Miradme, hermanos; mírame, Boria, no soy un cobarde, no me he echado atrás. No los esperaba. Todo ocurrió demasiado rápidamente. Aquellas dos caritas serias y en mi mano ese peso terrible. Había que arrojarlo sobre ellos. Así. Directo. ¡Oh, no! No pude.

(Desplaza su mirada de uno a otro.)

KALIAYEV.- En otro tiempo, cuando conducía el coche, en mi casa, en Ucrania, iba como el viento, no temía nada. Nada en el mundo, salvo atropellar a un niño. Me imaginaba el choque, la cabeza frágil golpeando el suelo... (calla.) Ayudadme (Silencio.) Quería matarme. He vuelto porque pensé que debía rendiros cuentas, que vosotros sois mis únicos jueces, que me diréis si tenía razón o no, que no podíais equivocaros. Pero no decís nada. (DORA se le acerca hasta tocarlo. Él les mira; con voz abatida.) Propongo esto: Si decidís que hay que matar a esos niños, esperaré a la salida del teatro y arrojaré solo la bomba a la calesa. Sé que no fallaré. No tenéis más que decir, yo obedeceré a la organización.
STEPAN.- La organización te había ordenado que mataras al gran duque.
KALIAYEV.- Es verdad. Pero no me había pedido que asesinara niños.
ANNENKOV.- Yanek tiene razón. Eso no estaba previsto.
STEPAN.- Debía obedecer.
ANNENKOV.- Yo soy el responsable. Tenía que estar todo previsto para que nadie pudiera dudar acerca de su tarea. Lo único que debemos decidir es si dejamos escapar definitivamente esta ocasión o si ordenamos a Yanek que espere a la salida del teatro. Alexis, ¿qué dices?
VOINOV.- No sé. Creo que yo hubiera hecho lo mismo que Yanek. Pero no estoy seguro de mí. (Más bajo.) Me tiemblan las manos.
ANNENKOV.- ¿Dora?
DORA (con violencia): Yo hubiera retrocedido, como Yanek. ¿Puedo aconsejar a los demás lo que yo misma no podría hacer?
STEPAN.- ¿Os dais cuenta de lo que significa esta decisión? Dos meses de vigilancia, de terribles peligros corridos y evitados, dos meses perdidos para siempre. Igor detenido por nada. Rikov colgado por nada. ¿Y habrá que empezar de nuevo? ¿Otra vez largas semanas de vigilancia y astucia, de tensión incesante, antes de encontrar otra ocasión propicia? ¿Estáis locos?
ANNENKOV.- Dentro de dos días, el gran duque volverá al teatro, lo sabes.
STEPAN.- Dos días en que corremos el riesgo de que nos pesquen, tú mismo lo dijiste.
KALIAYEV.- Voy.
DORA.- ¡Espera! (A STEPAN.) ¿Tú podrías, Stepan, con los ojos abiertos, tirar a quemarropa sobre un niño?
STEPAN.- Podría, si la organización lo ordenara.
DORA.- ¿Por qué cierras los ojos?
STEPAN.- ¿Yo? ¿He cerrado los ojos?
DORA.- Sí.
STEPAN.- Entonces fue para imaginarme mejor la escena y contestar con conocimiento de causa.
DORA.- Abre los ojos y comprende que la organización perdería su poder y su influencia si tolerara, por un solo momento, que nuestras bombas aniquilaran niños.
STEPAN.- No tengo bastante corazón para esas tonterías. El día en que nos decidamos a olvidar a los niños, seremos los amos del mundo y la revolución triunfará.
DORA.- Ese día la humanidad entera odiará a la revolución.
STEPAN.- Qué importa, si la amamos lo bastante para imponerla a la humanidad entera y para salvarla de sí misma y de su esclavitud.
DORA.- ¿Y si la humanidad entera rechaza la revolución? ¿Y si el pueblo entero, por el que luchas, se niega a que maten a sus hijos? ¿Habrá que castigarlo también?
STEPAN.- Si es necesario, sí, hasta que comprenda. Yo también amo al pueblo.
DORA.- El amor al pueblo no tiene ese rostro.
 STEPAN.- ¿Quién lo dice?
DORA.- Yo, Dora.
STEPAN.- Eres una mujer y tienes una idea desdichada del amor.
DORA (con violencia): Pero tengo una idea justa de lo que es la vergüenza.
STEPAN.- Yo también tuve vergüenza, una sola vez, y por culpa de los demás. Cuando me azotaron. Porque me azotaron. ¿Sabéis lo que es el látigo? Vera estaba a mi lado y se suicidó en señal de protesta. Yo he seguido viviendo. ¿De qué había de tener vergüenza, ahora?
ANNENKOV.- Stepan, aquí todo el mundo te quiere y te respeta. Pero cualesquiera que sean tus razones, yo no puedo dejarte decir que todo está permitido. Cientos de nuestros hermanos han muerto para que se sepa que no todo está permitido.
STEPAN.- Nada de lo que pueda servir a nuestra causa está prohibido.
ANNENKOV (con ira): ¿Está permitido entrar en la policía y hacer doble juego, como lo proponía Evno? ¿Tú lo harías?
STEPAN.- Sí, si fuera necesario.
ANNENKOV (levantándose): Stepan, olvidaremos lo que acabas de decir en consideración a lo que has hecho por nosotros y con nosotros. Pero recuerda esto: se trata de saber si dentro de un instante hemos de lanzar bombas contra esos dos niños
STEPAN.- ¡Niños! Es la única palabra que tenéis en la boca. Pero ¿es que no comprendéis nada? Porque Yanek no mató a esos dos, miles de niños rusos seguirán muriendo de hambre durante años. ¿Habéis visto morir de hambre a los niños? Yo sí. Y la muerte por una bomba es un placer comparada con ésa. Pero Yanek no los ha visto. Sólo vio a los dos perros sabios del gran duque. ¿No sois hombres? ¿Vivís sólo en el momento presente? Entonces elegid la caridad y curad tan sólo el mal de cada día, no elijáis la revolución que quiere curar todos los males, los presentes y los por venir.
DORA.- Yanek está conforme en matar al gran duque, ya que su muerte puede anticipar el día en que los niños rusos no se mueran de hambre. Eso no es fácil. Pero la muerte de los sobrinos del gran duque no impedirá que ningún niño se muera de hambre. Hasta en la destrucción hay un orden, hay límites.
STEPAN (Violentamente): No hay límites. La verdad es que vosotros no creéis en la revolución. (Todos se levantan, menos YANEK) Vosotros no creéis. Si creyerais totalmente, completamente, en ella, sí estuvierais seguros de que con nuestros sacrificios y nuestras victorias llegaremos a construir una Rusia liberada del despotismo, una tierra de libertad que acabará por cubrir el mundo entero, si no dudarais de que entonces el hombre, liberado de sus amos y de sus prejuicios alzará al cielo la cara de los verdaderos dioses, ¿qué pesaría la muerte de dos niños? Admitiríais que os asisten todos los derechos, todos, ¿me oís? Y si esta muerte os detiene es porque no tenéis seguridad de estar en vuestro derecho. No creéis en la revolución.

(Silencio. KALIAYEV se levanta.)

KALIAYEV.- Stepan, me avergüenzo de mí y sin embargo no dejaré que sigas. Acepté matar para abatir el despotismo. Pero detrás de lo que dices veo anunciarse un despotismo que, si alguna vez se instala, hará de mí un asesino cuando trato de ser un justiciero.
STEPAN.- Qué importa que no seas un justiciero si se hace justicia aun por medio de asesinos. Tú y yo no somos nada.
KALIAYEV.- Somos algo y bien lo sabes, ya que aún hoy hablas en nombre de tu orgullo.
STEPAN.- Mi orgullo es cosa mía. Pero el orgullo de los hombres su rebeldía, la injusticia en que viven, es cosa de todos nosotros.
KALIAYEV.- Los hombres no viven sólo de justicia.
STEPAN.- Cuando les roban el pan, ¿de qué podrían vivir, sino de justicia?
KALIAYEV.- De justicia y de inocencia.
STEPAN.- ¿Inocencia? Tal vez la conozco. Pero decidí ignorarla y hacérsela ignorar a millares de hombres para que un día adquiera un sentido más grande.
KALIAYEV.- Hay que estar muy seguro de que llegará ese día para negar
todo lo que hace que un hombre consienta en vivir. STEPAN.- Yo estoy seguro.
KALIAYEV.- No puedes estarlo. Para saber quién de los dos, tú yo, tiene razón, se necesitará quizá el sacrificio de tres generaciones, varias guerras, revoluciones terribles. Cuando esta lluvia de sangre se haya secado sobre la tierra, tú y yo llevaremos ya mucho tiempo confundidos con el polvo.
STEPAN.- Otros vendrán entonces, y los saludo como a hermanos.
KALIAYEV (gritando): Otros... ¡Sí! Pero yo amo a los que viven hoy en la misma tierra que yo, y es a ellos a quienes saludo. Por ellos lucho y consiento en morir. Y por una ciudad lejana, de la que no estoy seguro, no iré a golpear el rostro de mis hermanos. No iré a aumentar la injusticia viviente por una justicia muerta. (Más bajo pero con firmeza.) Hermanos, quiero hablaros francamente y deciros por lo menos esto que podría decir el más simple de nuestros campesinos: matar niños es contrario al honor. Y si alguna vez, en vida mía, la revolución llegara a separarse del honor, yo me apartaría de ella. Si lo decidís, iré dentro de un instante a la salida del teatro, pero me arrojaré bajo los caballos.
STEPAN.- El honor es un lujo reservado a los que tienen carruajes.
KALIAYEV.- No. Es la última riqueza del pobre. Tú lo sabes, y también sabes que hay un honor en la revolución. Por él aceptamos morir. Ese es el honor que te alzó un día bajo el látigo, Stepan, y el que te hace hablar aún hoy.
STEPAN (gritando): Cállate. Te prohíbo que hables de eso.
KALIAYEV (arrebatado): ¿Por qué había de callarme? Te dejé decir que yo no creía en la revolución. Eso equivalía a decirme que soy capaz de matar al gran duque por nada, que soy un asesino. Te lo dejé decir y no te pegué.
ANNENKOV.- ¡Yanek!
STEPAN.- No matar bastante, a veces, es matar por nada.
ANNENKOV.- Stepan, aquí nadie comparte tu opinión. La decisión está tomada.
STEPAN.- Entonces me inclino. Pero repetiré que el terror no es para los delicados. Somos homicidas y hemos elegido serlo.
KALIAYEV (fuera de sí): No. Yo elegí morir para que el crimen no triunfe. Elegí ser inocente.
ANNENKOV.- ¡Yanek, Stepan, basta! La organización ha decidido que el asesinato de esos niños es inútil. Hay que proseguir la vigilancia. Debemos estar dispuestos a empezar de nuevo dentro de dos días.
STEPAN.- ¿Y si los niños siguen con él?
KALIAYEV.- Esperaremos una nueva ocasión.
STEPAN.- ¿Y si la gran duquesa acompaña al gran duque?
KALIAYEV.- No la perdonaré.
ANNENKOV.- Escuchad.

(Ruido de un coche. KALIAYEV se dirige irresistiblemente hacia la ventana. Los otros esperan. El coche se acerca, pasa bajo las ventanas y desaparece.)

VOINOV (mirando a DORA, que se dirige hacia él): Hay que volver a empezar, Dora...
STEPAN (con desprecio): Sí, Alexis, volver a empezar... ¡Pero hay que hacer algo por el honor!

TELÓN




ACTO TERCERO


En el mismo lugar, a la misma hora, dos días después.


STEPAN.- ¿Qué hace Voinov? Ya debería estar aquí.
ANNENKOV.- Necesita dormir. Y todavía tenemos una media hora por delante.
STEPAN.- Puedo ir en busca de noticias.
ANNENKOV.- No. Hay que limitar los riesgos. (Silencio.) Yanek, ¿por qué no dices nada?
KALIAYEV.- No tengo nada que decir. No te preocupes. (Llaman.)Ahí está.
(Entra VOINOV.)
ANNENKOV.- ¿Has dormido?
VOINOV.- Sí, un poco.
ANNENKOV.- ¿Toda la noche?
VOINOV.- No.
ANNENKOV.- Era necesario. Hay medios.
VOINOV.- Lo intenté. Tenía demasiado cansancio.
ANNENKOV.- Te tiemblan las manos.
VOINOV.- No. (Todos le miran.) ¿Por qué me miráis? ¿Uno no puede estar cansado?
ANNENKOV.- Se puede estar cansado. Pensamos en ti.
VOINOV.- (Con súbita violencia): Había que haberlo pensado anteayer. Si hubiéramos arrojado la bomba hace dos días, no estaríamos cansados ahora.
KALIAYEV.- Perdóname, Alexis. He complicado las cosas.
VOINOV (en voz más baja): ¿Quién dice eso? ¿Por qué más difíciles? Estoy cansado, nada más.
DORA.- Ahora todo irá rápidamente. Dentro de una hora habrá acabado todo.
VOINOV.- Sí, habrá acabado. Dentro de una hora... (Mira a su alrededor.
DORA se le acerca y te coge la mano. El abandona su mano, luego la retira con violencia.) Boria, quisiera hablar contigo.
ANNENKOV.- ¿A solas?
VOINOV.- A solas.

(Se miran. KALIAYEV, DORA y STEPAN salen.)

ANNENKOV.- ¿Qué pasa? (VOINOV calla.) Dímelo, por favor...
VOINOV.- Me da vergüenza, Boria. (Silencio.) Me da vergüenza. Debo decirte la verdad.
ANNENKOV.- ¿No quieres arrojar la bomba?
VOINOV.- No podré arrojarla.
ANNENKOV.- ¿Tienes miedo? ¿No es más que eso? Eso no es para avergonzarse.
VOINOV.- Tengo miedo y me da vergüenza temer miedo.
ANNENKOV.- Pero anteayer estabas alegre y animoso. Cuando saliste te brillaban los ojos.
VOINOV.- Siempre he tenido miedo. Anteayer había juntado todo mi valor, nada más. Cuando oí rodar el carruaje a lo lejos, me dije: «¡Vamos! Es cosa de un minuto.» Apretaba los dientes. Tenía todos los músculos tensos. Iba a arrojar la bomba con tanta violencia como si tuviera que matar al gran duque con el choque. Esperaba la primera explosión para hacer estallar toda la fuerza acumulada en mí. Y entonces, nada. El carruaje llegó hasta mí. ¡Qué rápido corría! Me dejó atrás. Comprendí que Yanek no había arrojado la bomba. En ese momento me traspasó un frío terrible. Y de golpe me sentí débil como un niño.
ANNENKOV.- No era nada, Alexis. La vida refluye enseguida.
VOINOV.- Hace dos días que la vida no vuelve. He mentido hace un rato, no dormí anoche. Me latía con demasiada fuerza el corazón. ¡Ay!, Boria, estoy desesperado.
ANNENKOV.- No debes estarlo. Todos nos hemos sentido como tú. No arrojarás la bomba. Un mes de descanso en Finlandia y volverás con nosotros.
VOINOV.- No. Es otra cosa. Si no lanzo la bomba ahora, no la arrojaré nunca.
ANNENKOV.- ¿Cómo?
VOINOV.- No estoy hecho para el terrorismo. Ahora lo sé. Más vale que os deje. Militaré en los comités, en la propaganda.
ANNENKOV.- Los riesgos son los mismos.
VOINOV.- Sí, pero se puede actuar cerrando los ojos. No se sabe nada.
ANNENKOV.- ¿Qué quieres decir?
VOINOV (febrilmente): No se sabe nada. Es fácil asistir a reuniones, discutir la situación y transmitir después la orden a ejecutar. Se arriesga la vida, claro, pero a ciegas, sin ver nada. En cambio, estar en pie cuando cae la noche sobre la ciudad, en medio de la multitud de los que aprietan el paso para encontrar la sopa caliente, los hijos, el calor de una mujer, estar en pie y mudo, con el peso de la bomba en la mano, y saber que dentro de tres minutos, dentro de dos minutos, dentro de unos segundos te precipitarás al encuentro de un carruaje resplandeciente, eso es el terror. Y ahora sé que no podré empezar de nuevo sin sentirme vacío de sangre. Sí, me da vergüenza. He apuntado demasiado alto. Tengo que trabajar en mi puesto. Un puesto muy pequeño. El único del que soy digno.
ANNENKOV.- No hay puesto pequeño. La prisión y la horca están siempre al final.
VOINOV.- Pero no se ven como se ve al que vamos a matar. Hay que imaginarlas. Por suerte, yo no tengo imaginación.(Se ríe nerviosamente.) Nunca llegué a creer realmente en la policía secreta. Es raro en un terrorista, ¿eh? Al primer puntapié en el vientre creeré. Antes, no.
ANNENKOV.- ¿Y una vez en la cárcel? En la cárcel se sabe y se ve. Ya no hay olvido.
VOINOV.- En la cárcel no hay decisión que tomar. ¡Sí, es eso, no tomar más decisiones! No tener que decirse: «Vamos, te toca a ti; tú, tú tienes que decidir el segundo en que vas a abalanzarte.» Ahora estoy seguro de que si me detienen, no intentaré evadirme. Para evadirse todavía se necesita inventiva, hay que tomar la iniciativa. Si no te evades, son los demás los que se quedan con la iniciativa. Ellos cargan con todo el trabajo.
ANNENKOV.- Trabajan para colgarte, a veces.
VOINOV (Con desesperación): A veces. Pero me será menos difícil morir que llevar mi vida y la de otro en la mano y decidir el momento en que precipitaré esas dos vidas en las llamas. No, Boria, la única manera que tengo de redimirme es aceptar lo que soy. (ANNENKOV calla.) Hasta los cobardes pueden servir a la revolución. Basta con encontrarles su puesto.
ANNENKOV.- Entonces todos somos cobardes. Pero no siempre tenemos ocasión de comprobarlo. Haz lo que quieras.
VOINOV.- Prefiero marcharme en seguida. Me parece que no podría mirarles a la cara. Pero tú se lo dirás.
ANNENKOV.- Yo se lo diré.
(Se le acerca.)

VOINOV.- Dile a Yanek que él no tiene la culpa. Y que le quiero como os quiero a todos.

(Silencio. ANNENKOV le besa.)

ANNENKOV.- Adiós, hermano. Todo terminará. Rusia será feliz.
VOINOV.- (huyendo): Oh, sí. ¡Que sea feliz! ¡Que sea feliz!
(ANNENKOV se dirige a la puerta.)
ANNENKOV.- Venid.
(Entran todos con DORA.)

STEPAN.- ¿Qué pasa?
ANNENKOV.-Voinov no arrojará la bomba. Está agotado. No sería seguro.
KALIAYEV.- Tengo yo la culpa, ¿verdad, Boria?
ANNENKOV.- Me ha dicho que te quiere.
KALIAYEV.- ¿Volveremos a verle?
ANNENKOV.- Tal vez. Por ahora nos deja.
 STEPAN.- ¿Por qué?
ANNENKOV.- Será más útil en los Comités.
STEPAN.- ¿Lo ha pedido él? ¿Así que tiene miedo?
ANNENKOV.- No. Lo he decidido yo.
STEPAN.- ¿A una hora del atentado, nos privas de un hombre?
ANNENKOV.- A una hora del atentado he tenido que decidir solo. Es demasiado tarde para discutir. Ocuparé yo el lugar de Voinov.
STEPAN.- Me corresponde a mí por derecho.
KALIAYEV (a ANNENKOV.): Tú eres el jefe. Tu deber es quedarte aquí.
ANNENKOV.- Un jefe tiene a veces el deber de ser cobarde. Pero a condición de que se ponga a prueba su firmeza, llegado el caso. Estoy decidido. Stepan, tú me reemplazarás el tiempo que haga falta. Ven, tienes que conocer las instrucciones.

(Salen. KALIAYEV se sienta. DORA se le acerca y le tiende una mano. Pero cambia de opinión.)

DORA.- Tú no tienes la culpa.
KALIAYEV.- Le hice daño, mucho daño. ¿Sabes qué me dijo el otro día?
DORA.- Repetía sin cesar que era feliz.
KALIAYEV.- Sí, pero me dijo que no había felicidad para él fuera de nuestra comunidad. «Estamos nosotros, decía, la organización. Y después no hay nada. Es una orden de caballería.» ¡Qué lástima, Dora!
DORA.- Volverá.
KALIAYEV.- No. Me imagino lo que yo sentiría en su lugar. Yo estaría desesperado.
DORA.- Y ahora, ¿no lo estás?
KALIAYEV.- (Con tristeza): ¿Ahora? Estoy con vosotros y soy feliz como lo era él.
DORA (lentamente): Es una gran felicidad.
KALIAYEV.- Es una felicidad muy grande. ¿No piensas como yo?
DORA.- Pienso como tú. Entonces, ¿por qué estás triste? Hace dos días tu rostro estaba resplandeciente. Parecía que ibas a una gran fiesta. Hoy...
KALIAYEV (levantándose, con gran agitación): Hoy sé lo que no sabía. Tenías razón, no es tan sencillo. Yo creía que era fácil matar, que bastaba la idea, y el valor. Pero no soy tan grande y ahora sé que no hay felicidad en el odio. Tanto mal, tanto mal, en mí y en los demás. El crimen, la cobardía, la injusticia... Oh, tengo, tengo que matarlo... ¡Pero llegaré hasta el fin! ¡Más lejos que el odio!
DORA.- ¿Más lejos que el odio? No hay nada.
KALIAYEV.- Está el amor.
DORA.- ¿El amor? No, no es eso lo que hace falta.
KALIAYEV.- Oh, Dora, cómo puedes decir eso, a mí, que conozco tu corazón...
DORA.- Hay demasiada sangre, demasiada violencia. Los que aman de verdad a la justicia no tienen derecho al amor. Están erguidos como lo estoy yo, con la cabeza alta, con los ojos fijos. ¿Qué pinta el amor en esos corazones orgullosos? El amor curva dulcemente las cabezas, Yanek. Nosotros tenemos la nuca rígida.
KALIAYEV.- Pero nosotros amamos a nuestro pueblo.
DORA.- Lo amamos, es cierto. Lo queremos con un vasto amor sin apoyo, con un amor desdichado. Vivimos lejos de él, encerrados en nuestras habitaciones, perdidos en nuestros pensamientos. Y el pueblo ¿nos quiere? ¿Sabe que le queremos? El pueblo calla. ¡Qué silencio, qué silencio...!
KALIAYEV.- Pero eso es el amor; darlo todo, sacrificarlo todo sin esperanza de reciprocidad.
DORA.- Tal vez. El amor absoluto, la alegría pura y solitaria es lo que me quema, sí. En ciertos momentos, sin embargo, me pregunto si el amor no es otra cosa, si puede dejar de ser un monólogo, y si no hay respuesta a veces. Me lo imagino, ¿sabes?: el sol brilla, las cabezas se curvan dulcemente, el corazón abandona su orgullo, los brazos se abren. ¡Ay!, Yanek, si una pudiera olvidar, aunque sólo fuera por una hora, la miseria atroz de este mundo y dejarse llevar. Una sola hora de egoísmo, ¿te lo imaginas?
KALIAYEV.- Sí, Dora, eso se llama ternura.
DORA.- Lo adivinas todo, querido, eso se llama ternura. Pero ¿la conoces de verdad? ¿Amas a la justicia con ternura? (KALIAYEV calla.) ¿Amas a nuestro pueblo con ese abandono y esa dulzura o, por el contrario, con la llama de la venganza y de la rebeldía? (KALIAYEV sigue callado.) Ya lo ves. (Se le acerca; en tono muy débil.) Y a mí, ¿me amas con ternura?

(KALIAYEV la mira.)

KALIAYEV (después de un silencio): Nadie te querrá nunca como yo te quiero.
DORA.- Lo sé. Pero ¿no es preferible querer como todo el mundo?
KALIAYEV.- No soy cualquiera. Te quiero como soy.
DORA.- ¿Me quieres más que a la justicia, más que a la organización?
KALIAYEV.- No te separo de la organización y la justicia.
DORA.- Sí, pero contéstame; te lo ruego, contéstame. ¿Me quieres en la soledad, con ternura, con egoísmo? ¿Me querrías si fuera injusta?
KALIAYEV.- Si fueras injusta y pudiese quererte, no te querría a ti.
DORA.- No contestas. Dime esto solamente; ¿me querrías si yo no estuviera en la organización?
KALIAYEV.- ¿Dónde estarías, entonces?
DORA.- Recuerdo el tiempo en que estudiaba. Reía. Era hermosa entonces. Me pasaba las horas paseando y soñando. ¿Me querrías ligera y despreocupada?
KALIAYEV (vacila; en voz muy baja): Me muero de ganas de decirte que sí.
DORA (lanzando un grito): Entonces di que sí, querido, si lo piensas y si es cierto. Sí, frente a la justicia, delante de la miseria y del pueblo encadenado. Sí, sí, te lo ruego, a pesar de la agonía de los niños, a pesar de los ahorcados y de los azotados hasta la muerte...
KALIAYEV.- Calla, Dora.
DORA.- No, que una vez por lo menos hable el corazón. Espero que me llames, a mí, a Dora que me llames por encima de este mundo envenenado de injusticia...
KALIAYEV (brutalmente): Calla. Mi corazón sólo me habla de ti. Pero, dentro de un instante, no deberé temblar.
DORA (enajenada): ¿Dentro de un instante? Sí, me olvidaba... (Se ríe como sí llorara.) No, está muy bien, querido. No te enojes, no he sido razonable. Es el cansancio. Yo tampoco hubiera podido decirlo. Te quiero con el mismo amor un poco fijo, en la justicia y las prisiones. El verano, Yanek, ¿recuerdas? Pero no, es el eterno invierno. No somos de este mundo, somos justos. Hay un calor que no es para nosotros. (Apartándose.) ¡Ay, piedad para los justos!
KALIAYEV (mirándola con desesperación): Sí, ésa es nuestra parte, el amor es imposible. Pero mataré al gran duque, y habrá entonces una paz tanto para ti como para mí.
DORA.- ¡La paz! ¿Cuándo la encontraremos?
KALIAYEV (Con violencia): Al día siguiente.

(Entran ANNENKOV Y STEPAN. DORA y KALIAYEV Se alejan uno del otro.)

ANNENKOV.- ¡Yanek!
KALIAYEV.- En seguida. (Respira profundamente.) Por fin, por fin...
STEPAN (acercándosele): Adiós, hermano, estoy contigo.
KALIAYEV.- Adiós, Stepan. (Se vuelve hacía DORA.) Adiós, Dora.

(DORA se le acerca. Están muy cerca uno del otro, pero no se tocan.)

DORA.- No, adiós, no. Hasta la vista. Hasta la vista, querido. Nos encontraremos.
(Él la mira. Silencio.)

KALIAYEV.- Hasta la vista. Yo... Rusia será hermosa.
DORA.- (con lágrimas): Rusia será hermosa.

(KALIAYEV.- se persigna delante del icono.)

(Sale con ANNENKOV. STEPAN se dirige a la ventana. DORA no se mueve; sigue mirando a la puerta.)

STEPAN.- Qué erguido camina. Me equivoqué, ¿sabes?, al no confiar en Yanek. No me gustaba su entusiasmo. Se persignó, ¿lo viste? ¿Es creyente?
DORA.- No practica.
STEPAN.- Sin embargo, tiene un alma religiosa. Eso es lo que nos separaba. Yo soy más áspero que él, bien lo sé. Para los que no creemos en Dios, o tenemos toda la justicia o la desesperación.
DORA.- Para él, la justicia misma es desesperante.
STEPAN.- Sí, un alma débil. Pero la mano es fuerte. El vale más que su alma. Lo matará, es seguro. Eso está bien, está muy bien. Destruir: eso es lo que hace falta. Pero ¿no dices nada? (La observa.) ¿Le quieres?
DORA.- Hace falta tiempo para querer. Apenas tenemos tiempo bastante para la justicia.
STEPAN.- Tienes razón. Hay demasiado que hacer; es necesario destruir este mundo de arriba abajo... Después... (En la ventana.) Ya no los veo, han llegado.
DORA.- Después...
STEPAN.- Nos amaremos.
DORA.- Si seguimos con vida.
STEPAN.- Otros se amarán. Da lo mismo.
DORA.- Stepan, di: «el odio».
STEPAN.- ¿Cómo?
DORA.- Esas dos palabras, «el odio», pronúncialas.
STEPAN.- El odio.
DORA.- Está bien. Yanek las pronunciaba muy mal. (después de un silencio y caminando hacia ella):Comprendo: me desprecias. Pero ¿estás segura de que tienes razón? (Un silencio; con violencia creciente.) Estás todos ahí regateando lo que hacéis en nombre del innoble amor. ¡Pero yo no amo a nadie y odio, sí, odio a mis semejantes! ¿Qué me importa a mí su amor? Lo conocí en la cárcel, hace tres años. Y hace tres años que lo llevo encima. ¿Quieres que me enternezca y que arrastre la bomba como una cruz? ¡No! No! He ido demasiado lejos, sé demasiadas cosas... Mira... (Se desgarra la camisa. DORA hace un movimiento hacia él. Retrocede ante las marcas del látigo.) ¡Son las marcas! ¡Las marcas de su amor! ¿Me desprecias ahora?
(Ella se le acerca y le besa bruscamente.)
DORA.- ¿Quién podría despreciar al dolor? Te quiero también.
STEPAN.- (la mira sordamente): Perdóname, Dora. (Una pausa. Se aparta.) Tal vez sea la fatiga. Años de lucha, la angustia, los chivatos, el presidio... y para terminar esto. (Muestra las marcas.) ¿Dónde iba a encontrar yo fuerzas para amar? Por lo menos me quedan para odiar. Es preferible eso a no sentir nada.
DORA.- Sí, es preferible. (Él la mira. Dan las siete.)
STEPAN (volviéndose bruscamente): Va a pasar el gran duque.
DORA (se dirige a la ventana y se pega a los cristales. Largo silencio. Y después, a lo lejos, el: carruaje. Se acerca, pasa.): Si está solo...

(El carruaje se aleja. Una terrible explosión. Sobresalto de DORA, que esconde la cabeza en las manos. Largo silencio.)

STEPAN.- ¡Boria no arrojó la bomba! Yanek ha triunfado. ¡Ha triunfado! ¡Oh pueblo! ¡Oh alegría!
DORA (cayendo en lágrimas sobre él): ¡Nosotros lo hemos matado! ¡Nosotros lo hemos matado! He sido yo.
STEPAN (gritando): ¿A quién hemos matado? ¿A Yanek?
DORA.- Al gran duque.

TELÓN


ACTO CUARTO


Una celda en la torre Pugatchev, en la prisión Butirki. Por la mañana.

Al levantarse el telón,
KALIAYEV está en la celda y mira a la puerta. Un GUARDIÁN y un PRISIONERO, que trae un cubo, entran.

EL GUARDIÁN.- Limpia. Y rápido.

(Se sitúa junto a la ventana. FOKA comienza a limpiar sin mirar a KALIAYEV. Silencio.)

KALIAYEV.- ¿Cómo te llamas, hermano?
FOKA.- Foka.
KALIAYEV.- ¿Estás condenado?
FOKA.- Así parece.
KALIAYEV.- ¿Qué hiciste?
FOKA.- Maté.
KALIAYEV.- ¿Tenías hambre?
EL GUARDIÁN No tan alto.
KALIAYEV.- ¿Cómo?
EL GUARDIÁN No tan alto. Os dejo hablar a pesar de la consigna. Así que no hables tan alto. Imita al viejo.
KALIAYEV.- ¿Tenías hambre?
FOKA.- No, tenía sed.
KALIAYEV.- ¿Y entonces?
FOKA.- Entonces, había un hacha. Lo deshice todo. Parece que maté a tres. (KALIAYEV le mira.) Bueno, barín, ¿ya no me llamas hermano? ¿Te has enfriado?
KALIAYEV.- No. Yo también maté.
FOKA.- ¿A cuántos?
KALIAYEV.- Te lo diré, hermano, si quieres. Pero contéstame; te arrepientes de lo que pasó, ¿verdad?
FOKA.- Claro, veinte años es caro. Te hacen arrepentirte.
KALIAYEV.- Veinte años. Entro aquí a los veintitrés y salgo con el pelo gris.
FOKA ¡Oh! Tal vez a ti te vaya mejor. Los jueces tienen altibajos. Depende de si están casados y con quién. Y además tú eres barín. No es la misma tarifa que para los pobres diablos. Saldrás del paso.
KALIAYEV.- No lo creo. Y no quiero. No podría soportar la vergüenza durante veinte años.
FOKA ¿La vergüenza? ¿Qué vergüenza? En fin, son ideas de barín. ¿A cuántos mataste?
KALIAYEV.- A uno solo.
FOKA ¿Qué dices? Eso no es nada.
KALIAYEV.- Maté al gran duque Sergio.
FOKA ¿Al gran duque? Eh, buena la hiciste. ¡Hay que ver a estos barines! Es grave, ¿verdad?
KALIAYEV.- Es grave. Pero era necesario.
FOKA ¿Por qué? ¿Vivías en la corte? Una historia de mujeres, ¿no? Guapo como eres...
KALIAYEV.- Soy socialista.
EL GUARDIÁN No tan alto.
KALIAYEV.- (más alto): Soy socialista revolucionario.
FOKA ¡Vaya! ¿Y qué necesidad tenías tú de ser lo que dices? No tenías más que quedarte tranquilo y todo te hubiera ido bien. La tierra se ha hecho para los barines.
KALIAYEV.- No, se ha hecho para ti. Hay demasiada miseria y demasiados crímenes. Cuando haya menos miseria, habrá menos crímenes. Si la tierra fuera libre, tú no estarías aquí.
FOKA.- Sí y no. En fin, libre o no, nunca es bueno beber un trago de más.
KALIAYEV.- Nunca es bueno. Sólo que se bebe porque se está humillado. Llegará un día en que ya no sea útil beber, en que nadie sienta vergüenza: ni el barín, ni el pobre diablo. Todos seremos hermanos y la justicia hará transparentes nuestros corazones. ¿Sabes de qué te hablo?
FOKA.- Sí, del reino de Dios.
EL GUARDIÁN.- No tan alto.
KALIAYEV.- No hay que decir eso, hermano. Dios no puede nada. ¡La justicia es cosa nuestra! (Un silencio.) ¿No comprendes?¿Conoces la leyenda de San Demetrio?
FOKA.- No.
KALIAYEV.- Tenía cita en la estepa con el mismo Dios, y allá iba de prisa cuando encontró a un campesino con el carro atascado. Entonces San Demetrio lo ayudó. El barro era espeso, el bache profundo. Hubo que luchar durante una hora. Y al terminar, San Demetrio corrió a la cita, pero Dios ya no estaba.
FOKA.- ¿Y entonces?
KALIAYEV.- Y entonces están los que siempre llegarán tarde a la cita porque hay demasiadas carretas atascadas y demasiados hermanos que socorrer.
(FOKA retrocede.)
KALIAYEV.- ¿Qué te pasa?
EL GUARDIÁN.- No tan alto. Y tú, viejo, date prisa.
FOKA.- No me fío. Todo esto no es normal. A nadie se le ocurre hacerse meter en la cárcel por historias de santos y de carretas. Y, además, hay otra cosa...
(EL GUARDIÁN se ríe.)

KALIAYEV.- (Mirándolo): ¿Qué?
FOKA ¿Qué les hacen a los que matan a los grandes duques?
KALIAYEV.- Los cuelgan.
FOKA.- ¡Ah!
(Y se va, mientras EL GUARDIÁN ríe cada vez más fuerte.)

KALIAYEV.- Quédate. ¿Qué te he hecho yo?
FOKA.- No me has hecho nada. Por muy barín que seas, no quiero engañarte. Uno charla, así pasa el tiempo, pero si te van a colgar, no está bien.
KALIAYEV.- ¿Por qué?
EL GUARDIÁN.- (riendo): Vamos, viejo, díselo...
FOKA.- Porque no puedes hablarme como a un hermano. Yo soy el que cuelga a los condenados.
KALIAYEV.- ¿No eres tú también un forzado?
FOKA.- Precisamente por eso. Me propusieron hacer este trabajo, y por cada ahorcado me quitan un año de cárcel. Es un buen negocio.
KALIAYEV.- ¿Para perdonarte tus crímenes, te hacen cometer otros?
FOKA.- Oh, no son crímenes, porque hay una orden. Y, además, eso les da igual. Si quieres saber mi opinión, no son cristianos.
KALIAYEV.- ¿Y cuántas veces, ya?
FOKA.- Dos veces.
(KALIAYEV retrocede. Los otros se dirigen a la puerta; EL GUARDIÁN empuja a FOKA.)

KALIAYEV.- ¿Así que eres un verdugo?
FOKA.- (en la puerta): Bueno, barín, ¿y tú?

(Sale. Se oyen pasos, órdenes. Entra SKURATOV, muy elegante, con EL GUARDIÁN.)

SKURATOV.- Déjanos. Buenos días. ¿No me conoce? Yo sí le conozco. (Se ríe.) Ya célebre, ¿eh? (Le mira.) ¿Puedo presentarme? (KALIAYEV no dice nada) ¿No dice nada? Comprendo. La incomunicación, ¿eh? Debe de ser muy duro estar ocho días incomunicado. Hoy hemos suprimido la incomunicación y tendrá usted visitas. Estoy aquí para eso, además. Ya le mandé a Foka. Excepcional, ¿verdad? Pensé que le interesaría. ¿Está contento? Es bueno ver caras después de ocho días. ¿No?
KALIAYEV.- Todo depende de la cara.
SKURATOV.- Buena voz, bien timbrada. Usted sabe lo que quiere (Una pausa.) Si he comprendido bien, mi cara no le gusta, ¿verdad?
KALIAYEV.- Sí.
SKURATOV.- ¡Qué decepción! Pero es un malentendido. Lo que pasa es que esto está muy mal iluminado. En un sótano nadie es simpático. Además, usted no me conoce. A veces una cara echa hacia atrás. Pero luego, cuando se conoce a fondo al...
KALIAYEV.- Basta. ¿Quién es usted?
SKURATOV.- Skuratov, director del departamento de Policía.
KALIAYEV.- Un lacayo.
SKURATOV.- Para servir a usted. Pero en su lugar yo me mostraría menos orgulloso. Tal vez llegue a sucederle lo mismo. Se comienza por querer la justicia y se acaba organizando una policía. Por lo demás, la verdad no me asusta. Voy a ser franco con usted. Usted me interesa y le ofrezco los medios de obtener la gracia.
KALIAYEV.- ¿Qué gracia?
SKURATOV.-¿Cómo, qué gracia? Le ofrezco salvarle la vida.
KALIAYEV.- ¿Quién se lo ha pedido?
SKURATOV.- La vida no se pide, querido amigo. Se recibe. ¿Nunca concedió usted gracia a nadie? (Pausa.) Piénselo bien.
KALIAYEV.- Rechazo su gracia de una vez por todas.
SKURATOV.- Escúcheme, al menos. No soy su enemigo, a pesar de las apariencias. Admito que pueda usted tener razón en lo que piensa. Salvo en lo que se refiere al asesinato...
KALIAYEV.- Le prohíbo emplear esa palabra.
SKURATOV (mirándolo): ¡Ah! Nervios delicados, ¿eh? (Pausa.) Sinceramente, quisiera ayudarle.
KALIAYEV.- ¿Ayudarme? Estoy dispuesto a pagar lo necesario. Pero no le soportaré esa familiaridad conmigo. Déjeme.
SKURATOV.- La acusación que pesa sobre usted...
KALIAYEV.- Rectifico.
SKURATOV ¿Cómo dice?
KALIAYEV.- Rectifico. Soy un prisionero de guerra, no un acusado.
SKURATOV.- Como usted quiera. Sin embargo, causó usted estragos, ¿verdad? Dejemos de lado al gran duque y a la política. Por lo menos, hubo muerte de hombre. ¡Y qué muerte!
KALIAYEV.- Arrojé la bomba contra la tiranía de ustedes, no contra un hombre.
SKURATOV.- Sin duda. Pero fue el hombre quien la recibió. Y eso no le sentó nada bien. ¿Sabe usted, querido amigo, que cuando encontraron el cuerpo faltaba la cabeza? ¡La cabeza, desaparecida! En cuanto al resto, apenas si pudo reconocerse un brazo y una parte de la pierna.
KALIAYEV.- Yo ejecuté una sentencia.
SKURATOV.- Tal vez, tal vez. Nadie le reprocha la sentencia. ¿Qué es una sentencia? Es una palabra que puede discutirse noches enteras. Lo que se le reprocha... no, a usted no le gustaría esa palabra.... es, digamos, un trabajo de aficionado, un poco desordenado, cuyas consecuencias, eso sí, son indiscutibles. Todo el mundo ha podido verlas. Pregúnteselo a la gran duquesa. Había sangre, ¿comprende?, mucha sangre.
KALIAYEV.- Cállese.
SKURATOV.- Bien. Yo quería decir simplemente que si usted se obstina en hablar de la sentencia, en mantener que fue el partido y sólo él quien juzgó y ejecutó, que el gran duque fue muerto no por una bomba, sino por una idea, entonces usted no necesita la gracia. Suponga, sin embargo, que volvamos a la evidencia, suponga que fue usted el que hizo saltar la cabeza del gran duque; entonces, todo cambia, ¿verdad? En ese caso usted necesitará la gracia. Quiero ayudarle. Por pura simpatía, créame. (Sonríe.) Qué quiere usted, a mí no me interesan las ideas, me interesan las personas.
KALIAYEV.- (estallando): Mi persona está por encima de usted y de sus amos. Usted puede matarme, no juzgarme. Sé a dónde quiere llegar. Busca un punto débil y espera de mí una actitud avergonzada, lágrimas y arrepentimiento. No conseguirá nada. Lo que yo soy no le concierne. Lo que le concierne es nuestro odio, el mío y el de mis hermanos. Está a su servicio.
SKURATOV ¿El odio? Otra idea. Lo que no es una idea es el crimen. Y sus consecuencias, naturalmente. Quiero decir, el arrepentimiento y el castigo. Ahí estamos en la realidad. Por eso me hice policía. Para estar en el centro de las cosas. Pero a usted no le gustan las confidencias. (Una pausa, se acerca lentamente a él.) Todo lo que quería decirle es esto: no debería usted fingir que ha olvidado la cabeza del gran duque. Si la tuviera en cuenta, la idea ya no le serviría de nada. Se sentiría avergonzado, por ejemplo, en lugar de enorgullecerse de lo que ha hecho. Y a partir del momento en que sienta vergüenza, deseará usted vivir para reparar. Lo más importante es que usted se decida a vivir.
KALIAYEV.- ¿Y si me decidiera?
SKURATOV.- Obtendría la gracia para usted y para sus camaradas.
KALIAYEV.- ¿Los ha detenido?
SKURATOV.- No. Precisamente. Pero si se decide usted a vivir, los detendremos.
KALIAYEV.- ¿He comprendido bien?
SKURATOV.- Con seguridad. No se enoje otra vez. Reflexione. Desde el punto de vista de la causa usted no puede entregarlos. Desde el punto de vista de la evidencia, por el contrario, les hace un favor. Les evitará nuevos problemas y, al mismo tiempo, los liberará de la horca. Pero, sobre todo, obtendrá usted la paz del corazón. Desde muchos puntos de vista, es un negocio ventajoso. (KALIAYEV calla.) ¿Entonces?
KALIAYEV.- Mis hermanos no tardarán en darle la respuesta.
SKURATOV.- ¡Otro crimen! Decididamente, es una vocación. Bueno, mi misión ha terminado. Mi corazón está triste. Pero veo que usted se aferra a sus ideas. No puedo separarlo de ellas.
KALIAYEV.- Usted no puede separarme de mis hermanos.
SKURATOV.- Hasta la vista. (Hace como que sale, y volviéndose.) ¿Por qué, en este caso, perdonó usted la vida a la gran duquesa y a sus sobrinos?
KALIAYEV.- ¿Quién se lo dijo?
SKURATOV.- El informador de ustedes nos informaba a nosotros también. En parte, al menos... Pero ¿por qué les perdonó la vida?
KALIAYEV.- Eso no le interesa.
SKURATOV (riendo): ¿Le parece? Voy a decirle por qué. Una idea puede matar a un gran duque, pero difícilmente llega a matar niños. Eso es lo que usted descubrió. Entonces se plantea una cuestión: si la idea no llega a matar niños, ¿merece que se mate a un gran duque? (KALIAYEV hace un gesto.) ¡Oh, no me conteste, no me conteste! Se lo dirá usted a la gran duquesa.
KALIAYEV.- ¿A la gran duquesa?
SKURATOV.- Sí, quiere verlo. Y yo vine sobre todo para asegurarme de que esta conversación era posible. Lo es. Hasta puede hacerle cambiar de opinión. La gran duquesa es cristiana. El alma, ¿sabe?, es su especialidad.
(Se ríe.)
KALIAYEV.- No quiero verla.
SKURATOV.- Lo siento, ella insiste. Y después de todo, usted le debe algunas consideraciones. Además dicen que desde la muerte de su marido no está en sus cabales. No hemos querido contrariarla. (En la puerta.) Si cambia de opinión, no olvide mi propuesta. Volveré. (Una pausa. Escucha.) Aquí está. ¡Después de la policía, la religión! Decididamente, le mimamos. Pero todo se relaciona. Imagínese a Dios sin las prisiones. ¡Qué soledad!
(Sale. Se oyen voces y órdenes.)

(Entra LA GRAN DUQUESA, que permanece inmóvil y silenciosa. La puerta está abierta.)

KALIAYEV.- ¿Qué quiere?
LA GRAN DUQUESA.- (descubriéndose la cara): Mira. (KALIAYEV calla.) Muchas cosas mueren con un hombre.
KALIAYEV.- Lo sabía.
LA GRAN DUQUESA (con naturalidad, pero con una vocecita gastada): Los asesinos no lo saben. Si lo supieran, ¿cómo podrían matar?
(Silencio.)
KALIAYEV.- Ya la he visto. Ahora deseo estar solo.
LA GRAN DUQUESA.- No. Necesito mirarte también. (KALIAYEV. retrocede. LA GRAN DUQUESA se sienta, como agotada.) Ya no puedo estar sola. Antes, si yo sufría, él podía ver mi sufrimiento. Sufrir era algo bueno entonces. Ahora... No, ya no podía estar sola, callarme... Pero ¿con quién hablar? Los otros no saben. Fingen estar tristes. Lo están, una hora o dos. Después se van a comer, y a dormir... A dormir, sobre todo... Pensé que debías de parecerte a mí. Tú no duermes, estoy segura. ¿Y con quién hablar del crimen, sino con el criminal?
KALIAYEV.- ¿Qué crimen? Sólo recuerdo un acto de justicia.
LA GRAN DUQUESA.- ¡La misma voz! La misma voz que él. Todos los hombres adoptan el mismo tono para hablar de la justicia. Él decía: «¡Eso es justo!», y uno debía callar. Tal vez se equivocaba, tal vez tú te equivocas...
KALIAYEV.- El encarnaba la suprema injusticia, la que hace gemir al pueblo ruso desde hace siglos. Por ello, sólo recibía privilegios. Aunque yo me equivocara, la prisión y la muerte son mi pago.
LA GRAN DUQUESA Sí, tú sufres. Pero a él lo mataste.
KALIAYEV.- Murió sorprendido. Una muerte así no es nada.
LA GRAN DUQUESA.- ¿Nada? (Más bajo.) Es cierto. Te trajeron enseguida. Parece que pronunciabas discursos en medio de los policías. Comprendo. Eso te ayudaría. Pero yo llegué unos segundos después. Vi. Puse en una camilla todo lo que pude encontrar. ¡Cuánta sangre! (Una pausa.) Yo llevaba un vestido blanco...
KALIAYEV.- Cállese.
LA GRAN DUQUESA.- ¿Por qué? Digo la verdad. ¿Sabes qué hacía él dos horas antes de morir? Dormía. En un sillón, con los pies sobre una silla... como siempre. Dormía, y tú lo esperabas, en la noche cruel... (Llora.) Ayúdame ahora. (Él retrocede, rígido.) Eres joven. No puedes ser malo.
KALIAYEV.- No he tenido tiempo de ser joven.
LA GRAN DUQUESA.- ¿Por qué te pones tan rígido? ¿Nunca tuviste compasión de ti mismo?
KALIAYEV.- No.
LA GRAN DUQUESA.- Haces mal. Eso alivia. Yo ya no tengo compasión sino de mí misma. (Una pausa.) Sufro. Debiste matarme con él, en vez de perdonarme la vida.
KALIAYEV.- No se la perdonó a usted, sino a los niños que iban con usted.
LA GRAN DUQUESA.- Lo sé... Yo no los quería mucho. (Una pausa.) Son los sobrinos del gran duque. ¿No eran culpables como su tío?
KALIAYEV.- No.
LA GRAN DUQUESA.- ¿Los conoces? Mi sobrina tiene mal corazón. Se niega a dar ella misma limosna a los pobres. Tiene miedo de tocarlos. ¿No es ella injusta? Es injusta. El, por lo menos, quería a los campesinos. Bebía con ellos. Y tú lo mataste. Ciertamente, tú también eres injusto. La tierra está desierta.
KALIAYEV.- Todo esto es inútil. Usted intenta dejarme sin fuerzas y desesperarme. No lo conseguirá. Déjeme.
LA GRAN DUQUESA.- ¿No quieres rezar conmigo, arrepentirte?... Así no estaremos solos.
KALIAYEV.- Déjeme prepararme a morir. Si no muriera, entonces sí sería un asesino.
LA GRAN DUQUESA (se yergue): ¿Morir? ¿Quieres morir? No. (Se acerca a KALIAYEV con gran agitación.) Debes vivir y convencerte de que eres un asesino. ¿No lo mataste? Dios te justificará.
KALIAYEV.- ¿Qué Dios, el mío o el suyo?
LA GRAN DUQUESA.- El de la Santa Iglesia.
KALIAYEV.- La Santa Iglesia no tiene nada que ver con esto.
LA GRAN DUQUESA.- Ella sirve a un señor que también conoció la prisión.
KALIAYEV.- Los tiempos han cambiado. Y la Santa Iglesia ha escogido entre la herencia de su señor.
LA GRAN DUQUESA ¿Qué ha escogido? ¿Qué quieres decir?
KALIAYEV.- Se ha quedado con la gracia y dejó en nuestras manos el ejercicio de la caridad.
LA GRAN DUQUESA ¿A nosotros? ¿A quiénes?
KALIAYEV (gritando): A todos los que ustedes ahorcan.
(Silencio.)

LA GRAN DUQUESA (con dulzura): Yo no soy enemiga vuestra.
KALIAYEV (con desesperación): Lo es, como todos los de su raza y de su clan. Hay algo todavía más abyecto que ser un criminal: forzar al crimen a quien no ha nacido para él. Míreme. Le juro que yo no estaba hecho para matar.
LA GRAN DUQUESA.- No me hable como si fuera su enemiga. Mire. (Cierra la puerta.) Confío en usted. (Llora.) La sangre nos separa. Pero usted puede alcanzarme en Dios, en el lugar mismo de la desdicha. Por lo menos, rece conmigo.
KALIAYEV.- Me niego. (Se acerca a ella.) Sólo siento por usted compasión y acaba de conmover mi alma. Ahora me comprenderá, porque no le ocultaré nada. Ya no espero la cita con Dios. Pero al morir seré puntual en la cita que tengo con los que amo, con mis hermanos que piensan en mí en este momento. Rezar sería traicionarlos.
LA GRAN DUQUESA.- ¿Qué quiere usted decir?
KALIAYEV (con exaltación): Nada, sino que voy a ser feliz. Tengo que sostener una larga lucha y la sostendré. Pero cuando se pronuncie el veredicto y la ejecución esté lista, al pie del cadalso me apartaré de usted y de este mundo horrible y me dejaré llevar al amor que colma. ¿Me comprende?
LA GRAN DUQUESA.- No hay amor lejos de Dios. 
KALIAYEV.- Sí. El amor por la criatura.
LA GRAN DUQUESA.- La criatura es abyecta. ¿Qué otra cosa cabe hacer sino destruirla o perdonarla?
KALIAYEV.- Morir con ella.
LA GRAN DUQUESA.- Morimos solos. El murió solo.
KALIAYEV (con desesperación): ¡Morir con ella! Los que hoy se aman, deben morir juntos si quieren reunirse. La injusticia separa, la vergüenza, el dolor, el daño que se hace a los demás, el crimen separan. Vivir es una tortura, puesto que vivir separa...
LA GRAN DUQUESA.- Dios junta.
KALIAYEV.- No en este mundo. Y mis citas son en este mundo.
LA GRAN DUQUESA.- Es la cita de los perros, con el hocico en el suelo, siempre husmeando, siempre decepcionados.
KALIAYEV (vuelto hacia la ventana): Pronto lo sabré. (Una pausa.) Pero ¿no es posible imaginar que dos seres que renuncian a toda alegría, se amen en el dolor sin poder darse otra cita que la del dolor? (La mira.) ¿No es posible imaginar que la misma cuerda una entonces a esos dos seres?
LA GRAN DUQUESA.- ¿Qué es ese amor terrible?
KALIAYEV.- Usted y los suyos nunca nos han permitido otro.
LA GRAN DUQUESA.- Yo también amaba al que usted mató.
KALIAYEV.- Lo he comprendido. Por eso le perdono el mal que usted y los suyos me han hecho. (Una pausa.) Ahora, déjeme.

(Largo silencio.)

LA GRAN DUQUESA (irguiéndose): Voy a dejarle. Pero vine aquí para conducirle a Dios, ahora lo sé. Usted quiere juzgarse y salvarse solo. No puede hacerlo. Dios podrá, si usted vive. Pediré gracia para usted.
KALIAYEV.- Se lo suplico, no lo haga. Déjeme morir o la odiaré mortalmente.
LA GRAN DUQUESA (en la puerta): Pediré gracia para usted, a los hombres y a Dios.
KALIAYEV.- No, no, se lo prohíbo. (Corre a la puerta para encontrar de repente a SKURATOV. KALIAYEV retrocede, cierra los ojos. Silencio. Mira a SKURATOV de nuevo.) Le necesitaba.
SKURATOV.- Aquí me tiene, encantado. ¿Por qué?
KALIAYEV.- Necesitaba despreciar de nuevo.
SKURATOV.- Lástima. Venía a buscar la respuesta para mí.
KALIAYEV.- Ya la tiene.
SKURATOV (cambiando de tono): No, todavía no la tengo. Escuche bien. He facilitado esta entrevista con la gran duquesa para poder publicar mañana la noticia en los periódicos. El relato será exacto, salvo en un punto. Consignará la confesión de su arrepentimiento. Sus camaradas pensarán que usted los ha traicionado.
KALIAYEV (tranquilamente): No lo creerán.
SKURATOV.- Sólo detendré la publicación en caso de que usted confiese. Tiene la noche para decidirse. (Vuelve hacia la puerta.)
KALIAYEV (más fuerte): No le creerán.
SKURATOV (volviéndose): ¿Por qué? ¿Nunca han pecado?
KALIAYEV.- Usted no conoce el amor de ellos.
SKURATOV.- No. Pero sé que no se puede creer en la fraternidad toda una noche, sin un solo minuto de desfallecimiento. Esperaré el desfallecimiento. (Cierra la puerta a sus espaldas.) No se apresure. Soy paciente.

(Permanecen frente a frente.)


TELÓN





ACTO QUINTO

Otro piso, pero en el mismo estilo. Una semana después. De noche. Silencio. DORA se pasea de un extremo a otro.

ANNENKOV.- Descansa, Dora.
DORA.- Tengo frío.
ANNENKOV.- Ven a echarte aquí. Tápate.
DORA (siempre caminando): La noche es larga. ¡Qué frío tengo, Boria!

(Llaman. Un golpe, luego dos. ANNENKOV va a abrir. Entran STEPAN y VOINOV que se acerca a DORAy la besa. Ella le estrecha en sus brazos.)

DORA.- ¡Alexis!
STEPAN.- Orlov dice que podría ser esta noche. Todos los suboficiales que no están deservicio han sido convocados. De modo que estará presente.
ANNENKOV.- ¿Dónde te encontrarás con él?
STEPAN.- Nos esperará a Voinov y a mí en el restaurante de la calle Sophískaia.
DORA (que se ha sentado, agotada): Será esta noche, Boria.
ANNENKOV.- Aún no está perdido todo, la decisión depende del zar.
STEPAN.- La decisión dependerá del zar si Yanek ha pedido gracia.
DORA.- No la ha pedido.
STEPAN.- ¿Por qué iba a ver a la gran duquesa si no para pedir gracia? Ella hizo decir por todas partes que Yanek se había arrepentido. ¿Cómo saber la verdad?
DORA.- Sabemos lo que dijo delante del Tribunal y lo que nos ha escrito. Yanek dijo que lamentaba no disponer sino de una sola vida para arrojarla como un desafío a la autocracia. El hombre que dijo eso, ¿puede mendigar gracia, puede arrepentirse? No; quería, quiere morir. No se reniega de un acto como el suyo.
STEPAN.- No debió ver a la gran duquesa.
DORA.- Él es su único juez.
STEPAN.- Según nuestra regla, no debía verla.
DORA.- Nuestra regla es matar, nada más. Ahora es libre, libre por fin.
STEPAN.- Todavía no.
DORA.- Es libre. Tiene derecho a hacer lo que quiera, ahora que va a morir. ¡Porque morirá, alegraos!
ANNENKOV.- ¡Dora!
DORA.- Sí. ¡Si obtuviera gracia, qué triunfo! Sería la prueba, ¿no es cierto?, de que la gran duquesa dijo la verdad, de que él se arrepintió y traicionó. Si muere, por el contrario, le creeréis y podréis seguir queriéndole. (Les mira.) Vuestro amor sale caro.
VOINOV (acercándose a ella): No, Dora. Nunca hemos dudado de él.
DORA (caminando de un extremo a otro de la habitación): Sí... Tal vez... Perdonadme. ¡Pero qué importa, después de todo! Vamos a saberlo esta noche... Ah, pobre Alexis, ¿qué has venido a hacer aquí?
VOINOV.- A reemplazarlo. Lloré, estaba orgulloso al leer su discurso en el proceso. Cuando leí. «La muerte será mi suprema protesta contra un mundo de lágrimas y de sangre»... me eché a temblar.
DORA.- Un mundo de lágrimas y de sangre... Dijo eso, es cierto.
VOINOV.- Lo dijo... ¡Ah, Dora, qué valor! Y al final su gran grito: «Si he estado a la altura de la protesta humana contra la violencia, que la muerte corone mi obra con la pureza de la idea.» Entonces decidí venir.
DORA (escondiendo el rostro en sus manos) : Él quería la pureza, sí. ¡Pero qué atroz coronación!
VOINOV.- No llores, Dora. Ha pedido que nadie llore su muerte. Oh, le comprendo tan bien ahora. No puedo dudar de él. He sufrido por haber sido cobarde. Y después arrojé la bomba en Tiflis. Ahora no me diferencio de Yanek. Cuando me enteré de su condena, sólo tuve una idea: ocupar su sitio, ya que no había podido estar a su lado.
DORA.- ¿Quién puede ocupar su sitio esta noche? Estará solo, Alexis.
VOINOV.- Debemos sostenerlo con nuestro orgullo, como él nos sostiene con su ejemplo. No llores.
DORA.- Mira. Tengo los ojos secos. ¡Pero orgullosa, no, nunca más podré estar orgullosa!
STEPAN.- Dora, no me juzgues mal. Deseo que Yanek viva. Necesitamos hombres como él.
DORA.- Él no lo desea. Y debemos desear que muera.
ANNENKOV.- Estás loca.
DORA.- Debemos desearlo. Conozco su corazón. Así se sentirá apaciguado. ¡Oh, sí, que muera! (Más bajo.) Pero que muera rápido.
STEPAN.- Me voy, Boria. Ven, Alexis. Orlov nos espera.
ANNENKOV.- Sí, y no tardéis en volver.
(STEPAN Y VOINOV se dirigen a la puerta. STEPAN mira a DORA.)
STEPAN.- Vamos a enterarnos. Cuídala.
(DORA está junto a la ventana. ANNENKOV la mira.)

DORA.- ¡La muerte! ¡La horca! ¡La muerte una vez más! ¡Ay, Boria!
ANNENKOV.- Sí, hermanita. Pero no hay otra solución.
DORA.- No digas eso. Si la única solución es la muerte, no vamos por buen camino. El buen camino es el que conduce a la vida, al sol. No se puede tener siempre frío.
ANNENKOV.- Eso también conduce a la vida. A la vida de los demás.
Rusia vivirá, nuestros nietos vivirán. Recuerda lo que decía Yanek: «Rusia será hermosa.»
DORA.- Los demás, nuestros nietos... Sí. Pero Yanek está, en la cárcel y la cuerda es fría. Quizá ha muerto ya para que los otros vivan. ¡Ay, Boria!, ¿y si los otros no vivieran? ¿Y si muriera por nada?
ANNENKOV.- Calla.
(Silencio.)
DORA.- Qué frío hace. Y eso que estamos en primavera. Hay árboles en el patio de la cárcel, lo sé. Él ha de verlos.
ANNENKOV.- Espera a saber. No tiembles así.
DORA.- Siento tanto frío que tengo la impresión de estar ya muerta. (Una pausa.) Todo esto nos envejece tan rápidamente. Nunca ya seremos niños, Boria. Con el primer crimen, huye la infancia. Arrojo la bomba y en un segundo, ¿sabes?, transcurre toda una vida. Ay, en adelante podemos morir. Hemos dado ya la vuelta al hombre.
ANNENKOV.- Entonces moriremos luchando, como lo hacen los hombres. 
DORA.- Habéis ido demasiado rápido. Ya no sois hombres.
ANNENKOV.- La desdicha y la miseria también iban rápidas. Ya no hay lugar para la paciencia y la maduración en este mundo. Rusia tiene prisa.
DORA.- Lo sé. Nos hemos hecho cargo de la desdicha del mundo. Él también se había hecho cargo. ¡Qué valor! Pero a veces me digo que es un orgullo que será castigado.
ANNENKOV.- Es un orgullo que pagamos con nuestra vida. Nadie puede ir más lejos. Es un orgullo al que tenemos derecho.
DORA.-¿Estamos seguros de que nadie irá más lejos? A veces, cuando escucho a Stepan, siento miedo. Quizá lleguen otros que fundarán su autoridad en nosotros para matar y que no pagarán con sus vidas.
ANNENKOV.- Eso sería una cobardía, Dora.
DORA.-¿Quién sabe? Tal vez eso sea la justicia. Y entonces nadie se atreverá ya a mirarla de frente.
ANNENKOV.-¡Dora! (Ella calla.) ¿Estás dudando? No te reconozco.
DORA.- Tengo frío. Pienso en él que no ha de permitirse temblar para que no crean que tiene miedo.
ANNENKOV.-¿Entonces no estás ya con nosotros?
DORA.- (se lanza hacia él): ¡Oh, Boria, estoy con vosotros! Llegaré
hasta el fin. Odio la tiranía y sé que no podemos hacer otra cosa. Pero yo elegí esto con el corazón gozoso y ahora continúo con el corazón triste. Esa es la diferencia. Somos prisioneros.
ANNENKOV.- Rusia entera está en prisión. Haremos volar sus muros en pedazos.
DORA.- Dame la bomba y ya verás. Avanzaré en medio de la hoguera y sin embargo mi paso será firme. Es fácil, es mucho más fácil morir de sus contradicciones que vivirlas. ¿Has amado, por lo menos, has amado, Boria?
ANNENKOV.-He amado, pero hace tanto tiempo que ya no me acuerdo.
DORA.- ¿Cuánto tiempo?
ANNENKOV.- Cuatro años.
DORA.- ¿Cuántos hace que diriges la organización?
ANNENKOV.- Cuatro. (Una pausa.) Ahora mi amor es para la organización.
DORA.- (caminando hacia la ventana): ¡Amar, sí, pero ser amada! ... No, hay que seguir en marcha. Uno quisiera detenerse. ¡En marcha! ¡En marcha! Uno quisiera tender los brazos y dejarse llevar. Pero la cochina injusticia se nos pega como el engrudo. ¡En marcha! Estamos condenados a ser más grandes que nosotros mismos. Los seres, los rostros, eso es lo que uno quisiera amar. ¡El amor más bien que la justicia! No, hay que seguir en marcha. ¡En marcha, Dora! ¡En marcha, Yanek! (Llora.) Pero para él, se acerca el fin.
ANNENKOV.- (tomándola en sus brazos): Será agraciado.
DORA (mirándolo): Bien sabes que no. Bien sabes que no estaría bien. (Él aparta la mirada.) Tal vez está saliendo ya al patio. Toda esa gente de pronto silenciosa, apenas él aparece. Con tal de que no tenga frío. Boria, ¿sabes cómo ahorcan?
ANNENKOV.- En el extremo de una cuerda. ¡Basta, Dora!
DORA (ciegamente): El verdugo salta sobre los hombros. El cuello está saliendo. ¿No es terrible?
ANNENKOV.- Sí. En cierto sentido. En otro sentido, es la felicidad.
DORA.- ¿La felicidad?
ANNENKOV.- Sentir la mano de un hombre antes de morir. (DORA se arroja a un sillón. Silencio.) Dora, habrá que marcharse en seguida. Descansaremos un poco.
DORA (enajenada): ¿Marcharse? ¿Con quién?
ANNENKOV.- Conmigo, Dora.
DORA (le mira): ¡Marcharse! (Mira hacia la ventana.) Llega el alba. Yanek ha muerto ya, estoy segura.
ANNENKOV.- Soy tu hermano.
DORA.- Sí, eres mi hermano. Todos sois mis hermanos y os quiero. (Se oye la lluvia. Amanece. DORA habla en voz baja.) ¡Pero qué horrible gusto tiene a veces la fraternidad!
(Llaman. Entran VOINOV y STEPAN . Todos permanecen inmóviles, DORA vacila pero se recobra con un visible esfuerzo.)

STEPAN.- (en voz baja): Yanek no ha traicionado.
ANNENKOV.- ¿Orlov pudo verlo?
STEPAN.- Sí.
DORA.- (avanzando firmemente): Siéntate. Cuenta.
STEPAN.- ¿Para qué?
DORA.- Cuéntalo todo. Tengo el derecho de saber. Exijo que lo cuentes. Con detalles.
STEPAN.- No sabré hacerlo. Y además ahora hay que marcharse.
DORA.- No, hablarás. ¿Cuándo le avisaron?
STEPAN.- A las diez de la noche.
DORA.- ¿Cuándo lo ahorcaron?
STEPAN.- A las dos de la mañana.
DORA.- ¿Y durante cuatro horas esperó?
STEPAN.- Sí, sin decir ni una palabra. Y después, todo se precipitó. Ahora se acabó.
DORA.- ¿Cuatro horas sin hablar? Espera un poco. ¿Cómo iba vestido? ¿Tenía puesto el capote?
STEPAN.- No. Estaba todo de negro, sin abrigo. Y llevaba un sombrero negro.
DORA.- ¿Qué tiempo hacía?
STEPAN.- Noche cerrada. La nieve estaba sucia. Y después, la lluvia la convirtió en un barro pegajoso.
DORA.- ¿Temblaba?
STEPAN.- No.
DORA.- ¿Miró a Orlov?
STEPAN.- No.
DORA.- ¿Qué miraba?
STEPAN.- A todo el mundo, dice Orlov, sin ver nada.
DORA.- ¿Qué más, qué más?
STEPAN.- Deja, Dora.
DORA.- No, quiero saber. Su muerte, por lo menos, es mía.
STEPAN.- Le leyeron la sentencia.
DORA.- ¿Qué hacía entre tanto?
STEPAN.- Nada. Una vez solamente sacudió la pierna para quitarse un poco de barro que le manchaba el zapato.
DORA (con la cabeza en las manos): ¡Un poco de barro!
ANNENKOV (bruscamente): ¿Cómo lo sabes? (STEPAN calla.) ¿Le preguntaste todo eso a Orlov? ¿Por qué?
STEPAN (apartando la mirada): Había algo entre Yanek y yo.
ANNENKOV.- ¿Qué?
STEPAN.- Yo le envidiaba.
DORA.- ¿Qué más, Stepan, qué más?
STEPAN.- El padre Florenski fue a presentarle el crucifijo. Él se negó a besarlo. Y declaró: «Ya le dije que he terminado con la vida y estoy en regla con la muerte.»
DORA.- ¿Cómo estaba su voz?
STEPAN.- Exactamente igual. Sin la febrilidad Y la impaciencia que le conocíais.
DORA.- ¿Parecía feliz?
ANNENKOV.- ¿Estás loca?
DORA.- Sí, sí, estoy segura. Parecía feliz. Porque sería demasiado injusto que habiéndose negado a ser feliz en la vida para prepararse mejor al sacrificio, no hubiera recibido la felicidad al mismo tiempo que la muerte. Era feliz y marchó con calma a la horca, ¿no es cierto?
STEPAN.- Alguien cantaba en el río con un acordeón. Caminó. Unos perros ladraron en ese momento.
DORA.- Entonces subió...
STEPAN.- Subió. Se hundió en la noche. Se veía vagamente el sudario con que lo cubrió de arriba abajo el verdugo.
DORA.- Y después, y después...
STEPAN.- Ruidos sordos.
DORA.- Ruidos sordos. ¡Yanek! Y luego...
(STEPAN calla.)
DORA (con violencia): Y luego, te digo. (STEPAN guarda Silencio.)
Habla, Alexis. ¿Luego?
VOINOV.- Un ruido horrible.
DORA.- ¡Ah! (Se lanza contra la pared.)
(STEPAN desvía la cabeza. ANNENKOV, sin un gesto, llora. DORA se vuelve, les mira pegada a la pared.)
DORA (con voz cambiada, enajenada): No lloréis. ¡No, no, no lloréis! Ya veis que es el día de la justificación. Algo se eleva en esta hora que es nuestro testimonio de rebeldes: Yanek ya no es un asesino. ¡Un ruido terrible! Bastó un ruido terrible para retornar a la alegría de la infancia. ¿Recordáis su risa? Reía sin motivo a veces. ¡Qué joven era! ¡Ahora debe de estar riendo, con la cara pegada a la tierra! (Se dirige hacia ANNENKOV .) Boria, ¿eres mi hermano? ¿Dijiste que me ayudarías?
ANNENKOV.- Sí.
DORA.- Entonces haz eso por mí. Dame la bomba. (ANNENKOV la mira.) Sí, la próxima vez. Quiero arrojarla yo. Quiero ser la primera en arrojarla.
ANNENKOV.- Sabes que no queremos mujeres en primera línea.
DORA.- (con un grito): ¿Soy yo una mujer, ahora? (La miran. Silencio.)
VOINOV (despacito): Acepta, Boria.
STEPAN.- Sí, acepta.
ANNENKOV.- Era tu turno, Stepan.
DORA.- Me la darás, ¿verdad? La arrojaré. Y más tarde, en una noche fría...
ANNENKOV.- Sí, Dora.
DORA.- (llorando) ¡Yanek! ¡Una noche fría, y la misma cuerda! Todo será más fácil ahora.

TELÓN