15/9/14

Medea Material. Heiner Müller



Medea Material
Heiner Müller


Notas introductorias del autor: El texto necesita el naturalismo del escenario:

Ribera despojada
Lago cerca de Straussberg Ribera despojada Huella
De argonautas de frentes achatadas
Restos de cañas
Ramas muertas
ESTE ÁRBOL NO CRECERÁ POR ENCIMA DE MI
Peces muertos
Brillan en el fango Cajas de galletas
Montones de mierda CONDONES PITILLOS
Las compresas rotas La sangre
De las mujeres de la Cólquide
PERO TEN CUIDADO SI
SI SI SI SI
REPUGNANTE COÑO LE DIGO ESTE HOMBRE ES MIO
FOLLAME VEN CARIÑO
Hasta que Argos le destroce el cráneo la nave
Inservible
Colgada del árbol del hangar y letrinas para buitres a la espera
Están sentados en el metro caras de periódico y saliva
Miembro desnudo en el pantalón mirada fija en la carne
Maquillada canalón de desagüe a cambio de tres semanas de salario Hasta que el maquillaje
Se resquebraja Sus mujeres mantienen la comida caliente
Cuelgan las sábanas en la ventana limpian
El vómito del traje del domingo Tuberías de desagüe
Arrojando niños a empujones contra el asalto de los gusanos
El aguardiente es barato
Los niños mean en las botellas vacías
Sueño de un enorme
Coito en Chicago
Mujeres manchadas de sangre
En los depósitos de cadáveres
Los muertos no miran por la ventana
No repiquetean en el water
Eso es lo que son Tierra cagada por los supervivientes
ALGUNOS ESTABAN AHORCADOS DE POSTES DE LA LUZ CON LA LENGUA FUERA
SOBRE EL VIENTRE EL CARTEL SOY UN COBARDE
Pero en el fondo Medea con su hermano
Despedazado en los brazos Ella la conocedora




De los venenos

Medea Material

MEDEA: Jasón mi primero y mi último
Nodriza
Dónde está mi marido
NODRIZA: Con la hija de Creonte Mujer
MEDEA: Con Creonte dijiste
NODRIZA: Con la hija de Creonte
MEDEA: Has dicho con la hija de Creonte Sí
Porqué no con la hija de Creonte que debe tener
Poder sobre su padre el cual
Puede concedernos derecho para residir en Corinto
O expulsarnos a otro exilio
Ahora mismo puede ser que Jasón esté abrazando
Entre súplicas sus tersas rodillas
Para mí y sus hijos a quienes él ama
Lloras o ríes Nodriza
NODRIZA: Señora yo
Soy más vieja que mis lamentos o mis risas
MEDEA: Como vives en las ruinas de tu cuerpo
Con los fantasmas de tu juventud Nodriza
Tráeme un espejo Esta no es Medea
Jasón
JASÓN: Mujer que voz
MEDEA: Yo
No soy deseada aquí Que me lleve la muerte
Tres veces cinco noches Jasón tu no has
Llamado ni con tu voz
Ni con la voz de un esclavo ni
Con las manos ni con la mirada
JASÓN: Qué quieres
MEDEA: Morir
JASÓN: Eso lo he escuchado a menudo
MEDEA: No significa este cuerpo
Nada para ti Quieres beber mi sangre Jasón
JASÓN: Cuándo terminará esto
MEDEA: Cuándo empezó esto
Jasón
JASÓN: Qué fuiste antes de mi Mujer
MEDEA: Medea
Tú me debes un hermano Jasón
JASÓN: Dos hijos te di
En lugar de un hermano
MEDEA: Tú a mí Quieres a tus hijos Jasón
Quieres volver a tener a tus hijos
Son tuyos Qué podría ser mío siendo tu esclava
Todo en mi es instrumento tuyo y todo lo que de mí ha salido
Para ti he matado y he parido
Yo tu perra tu puta yo
Yo peldaño de la escalera de tu gloria
Ungida con tus excrementos sangre de tus enemigos
Y si quisieras para conmemorar tu victoria
Sobre mi país y mi pueblo que fue mi traición
Con sus intestinos trenzar una corona
Alrededor de tus sienes tuyos son
Mis bienes las imágenes de los masacrados
Los gritos de los torturados mi propiedad
Desde que deje la Cólquide mi patria
Siguiendo tu rastro ensangrentado con sangre de los míos
Hacia mi nueva patria la traición
Ciega ante las imágenes sorda ante los gritos
Estaba yo hasta que tu desgarraste la red
Tejida con mi placer y el tuyo
Que fue nuestro hogar ahora mi exilio
Entres sus mallas me siento dislocada
La ceniza de tus besos en mis labios
Entre los dientes la arena de nuestros años
Sobre mi piel nada más que mi sudor
Tu aliento el hedor de una cama ajena
Un hombre da muerte a su mujer como regalo de despedida
Mi muerte no tiene otro cuerpo que el tuyo
Si tú eres mi marido yo aún soy tu mujer
Ojalá pudiera arrancarte a tu puta a mordiscos
Con la que me traicionaste lo mismo que a mí
Traición que fue tu placer Gracias por tu
Traición que me devuelve mis ojos
Para ver lo que vi las imágenes Jasón
Que con las botas de tu tripulación
Pintaste sobre mi Cólquide oídos
Para escuchar la música que tocaste
Con las manos de tu tripulación y las mías
Que fui tu perra y tu puta
Sobre los cuerpos huesos tumbas de mi pueblo
Y mi hermano Jasón Mi hermano Jasón
Que arrojé al camino de tus perseguidores
Despedazado por estas mis manos de hermana
Para que tú escaparas de nuestro padre despojado
El mío y el suyo Amas a tus hijos
Me debes un hermano Jasón
A quién queréis más Al perro o a la perra
Cuando miráis con dulzura a vuestro padre
Y a su nueva perra y al rey
De los perros su padre aquí en Corinto
Tal vez vuestro sitio sea un abrevadero
Toma Jasón lo que me diste
Los frutos de la traición de tu semen
Y méteselo en las entrañas de tu puta
Mi regalo nupcial para tu boda y la suya
Idos con vuestro padre que os ama Tanto
Que echa a patadas a vuestra madre la bárbara
Porque estorba vuestra ascensión
No queréis estar sentados en la mesa real
Yo fui la vaca lechera ahora vuestra estera
Queréis que sea No veo brillar en vuestros ojos
La alegría cercana de las tripas llenas
Porqué os aferráis todavía a la bárbara
Que es vuestra madre y vuestra ignominia
Actores sois Hijos de la traición
Clavad vuestros dientes en mi corazón y marcharos
Con vuestro padre que hizo lo mismo antes que vosotros
Déjame los niños Jasón un día más
Y después me marcharé a mi propio desierto
Me debes un hermano Jasón
No puedo odiar mucho tiempo lo que tú amas
El amor viene y se va No fui sensata
Al olvidarlo Ningún rencor entre nosotros
Toma mi traje de novia como regalo nupcial para
Difícilmente se desprende esta palabra de mis labios tu novia
Que abrazara tu cuerpo Llorará
En tu hombro a veces gemirá hasta el delirio
Que el vestido del amor mi otra piel robada
Con el oro de la Cólquide y teñido con sangre
De los padres hermanos hijos durante la cena nupcial
Adorne tu nuevo amor como
Si fuera mi piel Así estaré cerca de ti
Cerca de tu amor y muy lejos de mí
Ahora vete a tu nueva boda Jasón
Quiero hacer de la novia una antorcha nupcial
Mirad ahora vuestra madre os ofrecerá un espectáculo
Queréis ver arder a la nueva novia
El vestido nupcial de la bárbara tiene el poder
De unirse mortalmente con otra piel
Heridas y cicatrices hacen un buen veneno
Y la ceniza que fue mi corazón escupe fuego
La novia es joven qué firme se tensa su piel
No desgastada por la edad ni por ningún parto
Sobres su cuerpo escribo ahora mi espectáculo
Quiero oíros reír cuando ella grite
Antes de medianoche arderá en llamas
Mi sol se levantará sobre Corinto
Quiero veros reír cuando se levante
Compartir mi alegría con mis hijos
Ahora el novio entra en la cámara nupcial
Ahora pone a los pies de su joven novia
El vestido de boda de la bárbara mi regalo de boda
Empapado con el sudor de mi sumisión
Ahora la puta se pavonea delante del espejo
Ahora el oro de la Cólquide le cierra los poros
Siembra en su carne un bosque de cuchillos
El vestido nupcial de la bárbara celebra su propia boda
Jasón con tu virginal novia
La primera noche me pertenece Es la última
Ahora grita Tenéis oídos para ese grito
Ella arde Reíd Quiero veros reír
Mi espectáculo es una comedia Reid
Lágrimas para la novia Ah mis pequeños
Traidores No en vano habéis llorado
Quiero arrancaros de mi corazón
Carne de mi corazón Mi memoria Mis queridos
Devolvedme mi sangre de vuestras venas
Devolved a mi vientre vuestras entrañas
Hoy es día de pago Jasón Hoy
Tu querida Medea cobra sus deudas
Podéis reíros ahora La muerte es un regalo
De mis manos lo recibiréis
He roto detrás de mí con todo lo que llamaba
Mi patria Ahora detrás de nosotros mi exilio
Para que no se os convierta en vuestra patria en contra mía
Con estas mis manos humanas Ah
Si yo hubiese seguido siendo el animal que fui
Antes de que un hombre me convirtiera en mujer
Medea la bárbara Ahora despreciada
Con estas mis manos de bárbara Las manos
Agrietadas desgarradas consumidas
Quiero romper la humanidad en dos partes
Y vivir en el vacío que queda en el medio Yo
Ni mujer ni hombre Qué gritáis Peor que la muerte
Es la vejez Besaríais la mano
Que os regala la muerte si conocierais la vida
Esto era Corinto Quiénes sois vosotros Quién os ha
Vestido con los cuerpos de mis hijos
Que animal se esconde en vuestros ojos
Fingís estar muertos No engañaréis a vuestra madre
Sois actores mentirosos y traidores
Morada de perros ratas serpientes
Que ladran chillan chillan los oigo bien
Oh soy sabia Soy Medea Yo
No os queda sangre ya Ahora todo está tranquilo
Los gritos de la Cólquide también han enmudecido Y nada más
JASÓN: Medea
MEDEA: Nodriza Conoces a este hombre

Paisaje con argonautas

Queréis que hable de mí Yo quién
De quién se habla cuando
Hablan de mí Yo Quién es
Bajo la lluvia de excrementos de pájaros En el pellejo calcáreo
O de otra manera Yo una bandera un
Harapo sangriento colgado en la ventana Ondeando
Entre nada y nadie condicionado a que haya viento
Yo desecho de hombre Yo desecho
De mujer Tópico sobre tópico Yo infierno de sueños
Que lleva mi nombre casualmente
MI ABUELO ERA
IDIOTA EN BEOCIA
Yo mi periplo
Yo mi conquista Mi colonización
A través de los suburbios Yo mi muerte
Bajo la lluvia de excrementos de pájaros En el pellejo calcáreo
El ancla es el último cordón umbilical
Con el horizonte se desvanece la memoria de la costa
Los pájaros son una despedida Son un reencuentro
El árbol abatido ara la serpiente el mar
Delgado entre Yo y ese que ya no es Yo el casco del barco
LA NOVIA DEL MARINERO ES LA MAR
Dicen que los muertos están de pie en el fondo
Nadadores erguidos Hasta que sus huesos descansen
Apareamiento de peces en el pecho vaciado
Conchas pegadas a la cubierta del cráneo
La sed sinónimo de fuego
Agua se llama lo que quema la piel
El hambre mastica las encías la sal los labios
Las obscenidades incitan la carne solitaria
Hasta que el hombre atrapa al hombre
El calor de las mujeres es una cantinela
Las estrellas son señales frías
El cielo ejerce una vigilancia glacial
O el desembarco desafortunado Contra el mar silba
El chasquido de las latas de cerveza
DE LA VIDA DE UN HOMBRE
Recuerdo de una batalla de tanques
Mi paseo por los suburbios Yo
Entre ruinas y escombros crece
LO NUEVO Celdas para follar con calefacción central
La pequeña pantalla vomita al mundo en la habitación
La usura esta programada El contenedor
Se usa como cementerio Siluetas entre los escombros
Indígenas del hormigón Desfile
De zombies perforados por los anuncios publicitarios
En los uniformes de la moda de ayer por la mañana
La juventud de hoy Fantasmas
De los muertos de la guerra que tendrá lugar mañana
LO QUE QUEDA LAS BOMBAS LO CREARAN
En un magnifico apareamiento de proteínas y de hojalata
Los niños diseñan paisajes con basuras
Una mujer es el rayo de esperanza habitual
ENTRE LOS MUSLOS
LA MUERTE TIENE UNA ESPERANZA
O el sueño yugoeslavo
Huyendo entre estatuas rotas
Ante una catástrofe desconocida
La madre la vieja con su yugo a cuestas
En la armadura oxidada corre también EL FUTURO
Una manada de actores pasa al compás
NO OS DAIS CUENTA QUE SON PELIGROSOS SON
ACTORES CADA PATA DE SILLA VIVE UN PERRO
Fango de palabras saliendo
De mi cuerpo de nadie abandonado
Cómo salir de esta maleza
De mis sueños que a mi alrededor
Se vuelve a cerrar lentamente silenciosamente
Un jirón de Shakespeare
En el paraíso de las bacterias
El cielo es un guante cazando
Enmascarado con nubes de arquitectura desconocida
Descanso en el árbol muerto Las enfermeras de los cadáveres
Mis dedos juguetean en la vagina
Por la noche entre la ciudad y el campo
Contemplamos la lenta agonía de las moscas
Así se extasiaba Nerón ante Roma
Hasta que llego el coche Con arena en el engranaje
Un lobo estaba en la carretera cuando reventó
Viaje en autobús al amanecer A la izquierda y a la derecha
Las enfermeras echando humo bajo sus vestidos El cenit
Esparcía su ceniza sobre mi piel
Durante el viaje oímos desgarrarse la pantalla
Y vimos las imágenes chocando unas contra otras
Los bosques ardían en EASTMAN COLOR
Pero el viaje no tenía llegada NO PARQUING
En el único cruce Polifemo
Con un solo ojo dirigía el tráfico
Nuestro puerto era un cine muerto
Las estrellas en competencia se pudrían en la pantalla
En el vestíbulo FRITZ LANG estrangulaba a BORIS KARLOFF
El viento del sur jugaba con carteles antiguos
O EL DESAFORTUNADO DESEMBARCO Los negros muertos
Hincados como estacas en el pantano
En el uniforme de sus enemigos
DO YOU REMENBER DO YOU NO I DONT
La sangre seca
Humea bajo el sol
El teatro de mi muerte
Se abrió cuando estaba entre las montañas
En el círculo de los compañeros muertos sobre la piedra
Y encima de mí apareció el esperado avión
Sin pensar sabía
Que esta máquina era
La que mis abuelas habían llamado Dios
La ráfaga de aire barrió los cadáveres de la plataforma
Y los tiros estallaron en mi titubeante huida
Sentí MI sangre salir de MIS venas
Y MI cuerpo transformarse en paisaje
DE MI muerte
A MI ESPALDA EL CERDO
El resto es poesía Quién tiene mejores dientes
La sangre o la piedra


El texto necesita el naturalismo del escenario. Ribera Despojada puede representarse mientras que se desarrolla, por ejemplo, el programa de un “peepshow”; Medea Material a la orilla de un lago cerca de Straussberg, que podría ser una piscina cenagosa de Beverly Hills o unos baños de una clínica psiquiatrita. Como en Mauser, todo remite a una sociedad de la transgresión en la cual un condenado a muerte real, en el escenario, se vuelve una experiencia colectiva; al mismo tiempo Paisaje con argonautas, remite a las catástrofes con las que trabaja la humanidad actual. La contribución del teatro para prevenirlas no puede ser otra cosa que su representación.
El paisaje podría ser una estrella apagada, sobre la que un equipo de salvamento de otro tiempo o de otro espacio oyera una voz y descubriera un muerto.

Como en todo paisaje, el “yo” en esta parte del texto, es colectivo. La simultaneidad de las tres partes del texto, pueden ser representadas como se quiera.

14/9/14

El Amante Harold Pinter
















El Amante
Harold Pinter


Richard
Sarah
John


Arriba un dormitorio de dos camas.
Abajo, cuarto de estar y hall con salida a la calle.

Richard está metiendo sus papeles en una carpeta. La cierra y pasa al hall.
Sarah está arreglando unas flores.
Él la besa y la mira son­riendo. Ella también son­ríe.



RICHARD.(Sonriente.) ¿Viene hoy tu amante?
SARAH.—¡Humm...!
RICHARD.—¿A qué hora?
SARAH.—A las tres.
RICHARD.—¿Vais a salir o vais a quedaros en casa?
SARAH.—... Supongo que nos quedaremos.
RICHARD.—¿No querías ir a esa exposición?
SARAH.—Sí quiero... pero pre­fiero quedarme hoy aquí.
RICHARD.—Mumhumm. Bueno, tengo que marcharme.
SARAH.—¡Humhumm!...
RICHARD.—Entonces... volveré hacia las seis.
SARAH.—Sí.
RICHARD.—Que lo pases bien.
SARAH—Espero.
RICHARD.—Adiós.
SARAH.—Adiós.

(Él sale. Ella continúa con sus flores. Oscuro. Por la tarde. Sarah se está cambiando de vestido. Se arre­gla el pelo. Se atiranta las medias. Baja la escalera. Se mira al espejo del hall. Mi­ra el reloj. Son las tres y diez. Va a una cómoda y de un cajón saca un bongo y lo coloca con cuidado junto al sofá del cuarto de estar. Vuelve a mirarse al espejo del hall. Se mira los zapatos. Sube al cuarto y los cambia por otros de más alto tacón. Baja y co­ge una revista. Mira su re­loj de pulsera. Enciende un pitillo y se sienta a ojear una revista. Cambia de pos­tura. Se recuesta. Suena el timbre de la calle. Se le­vanta y va a abrir. En el momento de abrir. Oscuro. Atardecer.)

(Sarah está sentada con una copa, en la sala. En la radio hay música francesa ligera. El bongo ha desapa­recido. Entra Richard ves­tido como se fue por la mañana. Deja su cartera en el hall y entra en el living.) (Sonriente.)

SARAH.—Hola.

(Va a servirle un whisky. Coge el vaso.)

RICHARD.—Hola.
SARAH.—¿Quieres un whisky?
RICHARD.—Sí, gracias.
SARAH.—¿Cansado?
RICHARD.—Un poco.
SARAH.—¿Mucho tráfico?
RICHARD.—No ha sido de los días peores.
SARAH.—Pues llegas más tarde que otras veces.
RICHARD.—¿Es más tarde?
SARAH.—Un poco.
RICHARD.—En el puente había un embotellamiento. ¿Y tú, qué has hecho?

(La música de la radio aca­ba y un locutor empieza a hablar en francés. Sarah se levanta y se apresura a cortarlo. Después va a la mesa de las bebidas y se sirve. Él la mira ir y ve­nir.)

SARAH.—Mumm. Esta mañana fui al pueblo.
RICHARD.—¡Ah, sí! ¿Fuiste a ver a alguien?
SARAH.—No; almorcé allí.
RICHARD.—¿En el pueblo?
SARAH.—Sí.
RICHARD.—¿Bien?
SARAH.—Bastante. No mal. (Se sienta.)
RICHARD.—Y qué tal esta tar­de. ¿Lo has pasado bien?
SARAH.—¡Ah, sí! Maravillosa­mente.
RICHARD.—¿Por fin vino tu amante?
SARAH.—Sí. ¡Claro!
RICHARD.—¿Le enseñaste las hortensias?

(Ligera pausa.)

SARAH.—¿Las hortensias?
RICHARD.—Sí.
SARAH.—No. No se las enseñé.
RICHARD.—¡Ah!
SARAH.—¿Tú crees que debía haberlo hecho?
RICHARD.—No, no. Creía recor­dar que me había dicho que le interesaba la jardinería.
SARAH.—Sí, mucho. (Pausa.) Bueno, no sé si le interesa tanto...
RICHARD.—¡Ah! (Pausa.) ¿Habéis salido u os habéis quedado en casa?
SARAH.—Nos hemos quedado.
RICHARD.—Ya. (Mira las persianas vene­cianas.) Esas persianas no están bien subidas.
SARAH.—No. Están un poco tor­cidas.

(Pausa.)

RICHARD.—Hacía calor en la carretera. Y eso que ya empe­zaba a caer el sol. Bueno, imagino que aquí también ha­brá hecho calor. En Londres era asfixiante.
SARAH.—¿Ah, sí?
RICHARD.—Asfixiante. Ha debi­do hacer calor en todos la­dos.
SARAH.—Sí, ha hecho una tem­peratura muy alta.
RICHARD.—¿Lo han dicho por la radio?
SARAH.—Me parece que sí.

(Corta pausa.) (Cogiendo su vaso.)

RICHARD.—¿Quieres otro antes de cenar?
SARAH.—¡Munhm!
RICHARD.—¿Bajasteis las per­sianas?

(Llena los vasos.)

SARAH.—Sí; las bajamos.
RICHARD.—Hacía muchísimo sol.
SARAH.—Sí; terrible.
RICHARD.—Lo malo de esta ha­bitación es que da el sol de plano. ¿No os fuisteis a otro cuarto?
SARAH.—No. Nos quedamos aquí.
RICHARD.—Debía haber una luz terrible.
SARAH.—Por eso bajamos las persianas.

(Pausa.)

RICHARD.—Lo que pasa es que con las persianas echadas hace un calor enorme.
SARAH.—¿Tú crees?
RICHARD.—Quizá... no. Quizá sea solamente la sensación.
SARAH.—Sí. Eso creo. (Pausa.) ¿Qué has hecho esta tarde?
RICHARD.—Hemos tenido una larguísima reunión. Y no he­mos resuelto nada.
SARAH.—Vamos a comer frío. ¿No te importa?
RICHARD.—En absoluto.
SARAH.—Con tanta cosa no me ha dado tiempo de cocinar.

(Pasan al comedor. Oscuro. Cuando vuelve la luz están tomando café.)

RICHARD.—Oye... Por cierto.
SARAH.—¿Mmmm?
RICHARD.—Te quiero hacer una pregunta.
SARAH.—Dime.
RICHARD.—¿Se te ha ocurrido alguna vez pensar que mien­tras pasas la tarde siéndome infiel, yo estoy sentado en mi oficina trabajando?
SARAH.—Qué pregunta tan rara.
RICHARD.—No. Tengo curiosi­dad.
SARAH.—Nunca me has pregun­tado una cosa así.
RICHARD.—Pues había querido preguntártelo muchas veces.

(Corta pausa.)

SARAH.—Claro que he pensado.
RICHARD.—¡Ah! ¿Has pensado?
SARAH.—Mmmm.

(Corta pausa.)

RICHARD.—¿Y cuál es tu acti­tud respecto a eso?
SARAH.—Lo vuelve todo... más picante.
RICHARD.—¿De verdad?
SARAH.—Pues, claro.
RICHARD.—¿Quieres decir que mientras estás con él me ima­ginas haciendo gráficos y le­yendo balances?
SARAH.—Bueno... sólo en cier­tos momentos.
RICHARD.—Claro.
SARAH.—No todo el tiempo.
RICHARD.—¡Es natural!
SARAH.—En determinados mo­mentos.
RICHARD.—Claro, claro. Pero, en fin. ¿No me olvidas del todo?
SARAH.—De ninguna manera.
RICHARD.—Debo decir que es muy conmovedor.

(Pausa.)

SARAH.—¿Cómo iba a olvi­darte?
RICHARD.—No me parece tan difícil.
SARAH.—Estoy en tu casa.
RICHARD.—Sí, pero con otro.
SARAH.—Pero a quien quiero es a ti.
RICHARD—¿Cómo dices?
SARAH.—A quien quiero es a ti.

(Se levanta.)

RICHARD.—Vamos a tomar un coñac. (Ella también se levanta.) (Murmura.) ¿Qué zapatos son esos?
SARAH.—¿Cómo?
RICHARD.—Esos zapatos. Son raros. ¡Con ese tacón tan al­to...!
SARAH.—Me he confundido. Per­dón.
RICHARD.—¿Perdón? ¿Qué quie­res decir?
SARAH.—Ahora mismo me los cambio.
RICHARD.—No me parecen los zapatos más adecuados para pasar la noche en casa. (Va a la mesa de las bebi­das y se sirve coñac. Ella pasa al hall. Abre el arma­rio. En él está el bongo. Él mira hacia ella y se sirve otro vaso. Ella se pone unos zapatos planos. Vuel­ve. Él la tiende el coñac.) ¿O sea, que esta tarde pensaste en mí trabajando en mi oficina?
SARAH.—Desde luego. Aunque no fue una imagen muy clara.
RICHARD.—¡Ah! ¿Y por qué no?
SARAH.—Porque sabía que no estabas en tu oficina. Sabía que estabas con tu amiga.

(Pausa.)

RICHARD.—¿Estaba?

(Toma un cigarrillo de una caja.)

SARAH.—Has comido poco.
RICHARD.—Almorcé muy fuerte. (Va a la ventana.) ¡Qué maravilla de puesta de sol!
SARAH.—¿No estabas?

(El se vuelve y ríe.)

RICHARD.—¿Qué amiga?
SARAH.—¡Por favor, Richard!
RICHARD.—Es simplemente la palabra lo que me choca.
SARAH.—La palabra, ¿por qué? Yo soy completamente since­ra contigo. ¿Por qué no pue­des serlo tú conmigo?
RICHARD.—Pero es que no ten­go una amiga. Conozco per­fectamente bien a una prosti­tuta. Hay un mundo de dife­rencia.
SARAH.—Pero admites... Tienes que admitir... que tienes...
RICHARD.—No hay nada que admitir. Es una completa y perfecta prostituta de la que no vale la pena hablar. Una fulana a quien se visita entre dos trenes.
SARAH.—Pero tú no viajas en tren. Viajas en coche.
RICHARD.—Es igual. Una caña de cerveza mientras me po­nen aceite y gasolina.

(Pausa.)

SARAH.—No suena muy bien.
RICHARD.—No.

(Pausa.)

SARAH.—Debo decir que no es­peraba que lo admitieras tan fácilmente.
RICHARD.—Nunca me lo habías preguntado. La franqueza ante todo. Es esencial para la sa­lud del matrimonio. ¿No estás conforme?
SARAH.—Naturalmente.
RICHARD.—¿Estás conforme?
SARAH.—Claro que sí.
RICHARD.—¿Tú eres completa­mente franca conmigo?
SARAH.—Completamente.
RICHARD.—Respecto a tu aman­te. Tengo que seguir tu ejem­plo.
SARAH.—Gracias. (Pausa.) Te diré que yo lo había sos­pechado hace tiempo.
RICHARD.—¿De veras?
SARAH.—Mmmm.
RICHARD.—Buena antena.
SARAH.—Pero te voy a decir... francamente...
RICHARD.—¿Qué?
SARAH.—No acabo de creer que sea... así... tal como dices.
RICHARD.—¿Por qué no?
SARAH.—No es posible. Tú tie­nes tan buen gusto... Aprecias tanto la gracia y la elegancia en la mujer...
RICHARD.—Y el ingenio.
SARAH.—Sí, y el ingenio.
RICHARD.—Sí, el ingenio sobre todo. Tiene mucha importan­cia.
SARAH.—¿Es ingeniosa?

(Ríe.)

RICHARD.—Son términos que no se pueden aplicar. No tiene sentido preguntarse si una prostituta es o no ingeniosa. Ni tiene importancia que lo sea. Es una prostituta y ¡ya está! Es una funcionaria, que nos gusta o nos disgusta.
SARAH.—Y a ti, ¿te gusta?
RICHARD.—Hoy me gusta. Ma­ñana... ¿quién sabe?

(Pausa.)

SARAH.—Te confieso que en­cuentro tu actitud hacia las mujeres... alarmante.
RICHARD.—¿Por qué? No voy a ir en busca de tu doble. No busco a una mujer a quien respetar, ni a quien admirar y querer como a ti. Busco so­lamente... ¿cómo diría...? al­guien que satisfaga mi deseo, con cierta técnica. Nada más.

(Pausa.)

SARAH.—Lamento que tu aven­tura tenga tan poca dignidad, te lo confieso.
RICHARD.—La dignidad la tengo en mi casa.
SARAH.—Pues tan poca sensibi­lidad, entonces.
RICHARD.—La sensibilidad tam­bién. No busco tales atributos. Esos los encuentro en ti.
SARAH.—No sé, entonces, por qué... buscar nada.

(Corta pausa.)

RICHARD.—¿Cómo has dicho?
SARAH.—Que si está tan mal, no veo la necesidad de buscar nada.
RICHARD.—Pero, querida, tú lo has buscado. ¿Por qué no lo había de buscar yo?

(Pausa.)

SARAH.—¿Quién empezó?
RICHARD.—Tú.
SARAH.—No estoy segura.
RICHARD.—¿Quién, entonces?

(Ella le mira sonriente. Él la besa ligeramente. Des­pués inician la salida a la alcoba. Él apaga las luces. Ella pasa al cuarto de ba­ño. Él sube y se quita la chaqueta.)

(Fuera.)

SARAH.—¿Richard?
RICHARD.—¿Sí?
SARAH.—¿Piensas en mí algu­nas veces... cuando estás con ella?
RICHARD.—A ratos. No mucho. (Pausa.) A veces hablamos de ti.
SARAH.—¿Hablas de mí con ella?
RICHARD.—Alguna vez. La di­vierte mucho.

(Aparece del cuarto de ba­ño, en bata.)

SARAH.—¿Qué la divierte?
RICHARD.—Mucho.

(Él se está desnudando.)

SARAH.—Y... ¿puedo saber qué decís de mí?
RICHARD.—No te alarmes. Ha­blamos con mucho tacto. Tu tema es como poner en mar­cha una vieja caja de música. Es un tintineo estimulante.

(Pausa.)

SARAH.—Ya. No puedo decir que la idea me guste.
RICHARD.—No lo pretendo. En este caso se puede decir que el gusto es mío.
SARAH.—Sí; ya lo comprendo.

(Él se ha ido poniendo una bata, zapatillas, etc. Ella se cepilla el pelo.)

RICHARD.—Seguramente tus tar­des son lo suficientemente sa­tisfactorias en sí, para que no tengas que buscar placeres complementarios en mis pa­satiempos.
SARAH.—Sí, naturalmente.
RICHARD.—Entonces, ¿por qué tanta pregunta?
SARAH.—Bueno. Tú empezaste haciéndome todo género de preguntas sobre... mi lado del asunto. No solías hacerlo.
RICHARD.—Te aseguro que era simple curiosidad. (Le pone las manos en los hombros.) ¿No pretenderás insinuar que estoy celoso?

(Ella sonríe, dándole un golpecito en las manos.)

SARAH.—No, mi amor. Ya sé que nunca caerás en eso.
RICHARD.—Ciertamente que no. ¿Y tú? ¿Tampoco estás ce­losa?
SARAH.—No. Por lo que me di­ces, yo parezco haber tenido más suerte que tú.
RICHARD.—Posiblemente. (Abre la ventana y mira hacia la noche.) Mira. ¡Qué paz! (Sarah va junto a él. Que­dan un momento en silen­cio.) Me pregunto qué ocurriría si un día me diera por volver más temprano.

(Pausa.)

SARAH.—Lo mismo que si a mí me diera un día por seguirte.
RICHARD.—¿Por qué un día no tomamos el té los cuatro en el pueblo?
SARAH.—¿En el pueblo? ¿Por qué no aquí?
RICHARD.—¿Aquí? ¡Qué idea más rara! (Pausa.) Tu pobre amante no ha visto nunca la noche desde esta ventana, ¿verdad?
SARAH.—Claro que no; desgra­ciadamente tiene que mar­charse antes del atardecer.
RICHARD.—¿Y no se aburre un poco con este pie forzado de las tardes? Siempre la hora del té. Debe ser horrible te­ner por toda imagen de un amor la jarra de leche y la tetera.
SARAH.—Él sabe adaptarse. Ade­más, cuando bajamos las per­sianas conseguimos una espe­cie de crepúsculo.
RICHARD.—Sí. Lo supongo. (Pausa.) ¿Qué piensa él de tu marido?

(Corta pausa.)

SARAH.—Te respeta mucho.

(Pausa.)

RICHARD.—¡Mira...! Por extra­ño que parezca, lo encuentro conmovedor... y poco frecuen­te. Comprendo que le quieras.
SARAH.—Te digo que es muy simpático.
RICHARD.—¡Hummm!
SARAH.—Claro que también tie­ne sus cosas...
RICHARD.—¡Quién no las tiene!
SARAH.—Pero debo decir que es muy cariñoso. Todo su cuerpo emana amor.
RICHARD.—Eso me da un poco de asco.
SARAH.—No.
RICHARD.—Pero, por lo menos, ¿es... masculino?
SARAH.—Del todo.
RICHARD.—No sé si lo imagino bien. ¿No es aburrido?
SARAH.—¡En absoluto! Tiene un enorme sentido del humor.
RICHARD.—Menos mal. ¿Te hace reír? Ten cuidado no te oigan. No quiero que empie­cen con chismes.

(Pausa.) (Respirando.)

SARAH.—¡Ah! Es maravilloso vi­vir aquí. Tan lejos de todo ruido, tan aislados.
RICHARD.—Sí. Desde luego. (Se meten en las respecti­vas camas.) Este libro no vale nada. (Apaga su lámpara. Ella apaga la suya. Les ilumina la luna.)
RICHARD.—Él está casado, ¿no?
SARAH.—¡Hummm!
RICHARD.—¿Y es feliz?
SARAH.—¡Hummm! (Pausa.) Tú también eres feliz, ¿ver­dad? ¿Nunca tienes celos?
RICHARD.—No.
SARAH.—Me encanta, Richard, porque creo que hemos con­seguido un equilibrio perfecto.

(Oscuro lento.)

(Por la mañana; Sarah lim­pia el hall. Sale Richard de gris con su cartera en la mano.)

RICHARD.—Hasta luego.

(Le besa ligeramente y va a salir.)

SARAH.—¡Ah! ¡Richard...!
RICHARD.—Dime.
SARAH.—No volverás temprano, ¿verdad?
RICHARD.—¿Yo...? No sé... ¿Cómo? ¿Quieres decir que va a venir otra vez hoy?
SARAH.—Sí.
RICHARD.—¡Pero si estuvo ayer...! ¿Y vuelve hoy...? Bueno, pues... no... no vendré temprano. Me iré a dar una vuelta por el museo.
SARAH.—Gracias.
RICHARD.—Adiós.
SARAH.—Hasta luego.

(Oscuro.)

(Se ilumina el reloj. Son las tres menos cuarto de la tarde. Sarah se ha cambiado de vestido. Baja. Se retoca el pelo en el espe­jo del hall. Pasa al living y baja las persianas. Luego las sube. Las baja a medias y las maneja hasta que con­sigue la luz que desea. Sue­na el timbre. Mira el reloj y corre a abrir. Es John, el lechero.)

JOHN.—¿Quiere nata?
SARAH.—Viene muy tarde.
JOHN.—¿Nata?
SARAH.—No, gracias; no quie­ro nata.
JOHN.—¿Por qué no?
SARAH.—Porque ya tengo. ¿Cuánto le debo?
JOHN.—Pues a la señora Owen le he dejado tres jarras. Cua­jada.
SARAH.—¿Qué le debo?
JOHN.—He estado observando lo que hacía con las persia­nas, y me decía: ¡anda!, y que no juega esta señora con las persianas.
SARAH.—Encuentro que se pasa.
JOHN.—Ya me conoce. Si no me paso, me quedo corto.

(Cogiendo la leche.)

SARAH.—Gracias.
JOHN.—¿Seguro que no quiere nata? A la señora Owen le he dejado tres jarras.
SARAH.—Seguro. Gracias.

(Cierra la puerta, sale a dejar la leche. Vuelve al li­ving. Mira la persiana. Se sienta. Espera. Por fin le parece oír algo. Hay una corta llamada al timbre. Corre a abrir. Es Richard. Lleva una chaqueta de an­te. Una camisa abierta y pantalones de sport. La mira.)

(Quedamente.)

SARAH.—Pasa, Max.

(Él sonríe y entra al cuar­to. Oscuro. Se oye un bon­go. Se ilumina éste. Una mano de hombre lo toca, una mano de mujer inter­viene también. La mano de hombre enlaza los dedos de la mujer. Se sueltan y siguen tocando el bongo. Ella se levanta y vuelve la luz. Va a buscar un pitillo. Él va también. Ella va a las persianas y mira afue­ra por una rendija.)

RICHARD.—¿Tiene fuego? (Ella no contesta.) Perdone. ¿Tiene fuego? (Ella le mira y no con­testa.) Pregunto si tiene fuego.
SARAH.—¿Por qué no me deja en paz?
RICHARD.—¿Qué pasa? Pregun­taba si tenía fuego… (Ella da unos pasos, él la sigue muy junto. Ella se para y se vuelve.) Perdone.

(Da unos cuantos pasos más. Él sigue muy junto.)

SARAH.—No me gusta que me sigan.
RICHARD.—Déme fuego y no le molestaré. Es todo lo que pido.

(Con los dientes apreta­dos.)

SARAH.—Márchese, por favor. Estoy esperando a alguien.
RICHARD.—¿A quién?
SARAH.—A mi marido.
RICHARD.—¿Por qué es tan tí­mida? ¿Eh? ¿Dónde tiene el mechero? (La toca.) ¿Aquí? (Pausa.) ¿Dónde está? (La sigue tocando.) ¿Aquí?

(Ella se escapa de él, que la sigue y la arrincona.)

(Furiosa.)

SARAH.—¿Qué es lo que se ha creído?
RICHARD.—Quiero fumar. Dame tu pitillo. (Luchan. Ella se deshace de él y va al extremo del cuar­to. Él se acerca.) Perdone, señorita. Acabo de hacer huir a ese... caballero. ¿Le ha hecho daño?
SARAH.—Gracias. Muchísimas gracias. No; estoy bien.
RICHARD.—Ha sido una suerte que pasara por aquí. Quién podría imaginarse una cosa semejante en un parque como éste.
SARAH.—Es completamente cierto.
RICHARD.—¿Seguro que no la ha hecho daño?
SARAH.—No. Gracias a su in­tervención. No puedo decirle cuánto se lo agradezco.
RICHARD.—Está muy alterada. Cálmese. ¿Por qué no se sien­ta?
SARAH.—Estoy bien. Sí, será mejor. ¿Dónde nos sentamos?
RICHARD.—No nos podemos sentar aquí fuera; está llo­viendo. Podemos ir a esa ca­seta del guardabosque.
SARAH.—¿Cree usted? Pero, ¿qué pensará el guardabos­que?
RICHARD.—Yo soy el guarda­bosque.

(Se sientan en el sofá.)

SARAH.—¡Qué amable es usted! No creí que hubiera gente tan buena.
RICHARD.—Tratar a una seño­rita como usted de la manera que lo ha hecho ese tipo, es absolutamente imperdonable.

(Mirándole.)

SARAH.—Es usted tan educado... tan cariñoso... quizá haya si­do todo providencial.
RICHARD.—¿Qué quiere decir?
SARAH.—Que ya que nos hemos encontrado y de la forma que nos hemos encontrado... po­dríamos... usted y yo...
RICHARD.—No la sigo.
SARAH—¿No?

(Le toma la cabeza por la parte de atrás del cuello.)

RICHARD.—Mire, lo siento. Es­toy casado.
SARAH.—Es usted tan valiente, tan caballero...
RICHARD.—Vamos, mi mujer me está esperando.
SARAH.—Seguramente no le prohíbe hablar con otras mu­jeres.
RICHARD.—Sí.
SARAH.—¡Oh, qué frío es usted! ¡Qué cerebral!
RICHARD.—Lo siento.
SARAH.—Todos los hombres son ¡guales. Déme un pitillo.

(Transición.)

RICHARD.—De eso nada, chata.
SARAH.—¿Cómo dice?
RICHARD.—Ven aquí, Lola.
SARAH.—¡Ah, no! Eso no. ¡Me voy ahora mismo!
RICHARD.—No puedes, chata. La puerta está cerrada. Esta­mos aquí solos. Has caído en la trampa.
SARAH.—¡No! ¡Abra esa puer­ta! ¡Soy una mujer casada! ¡No puede tratarme así!

(Transición. Sexy.)

RICHARD.—La hora del té, Ma­ría.

(Ella se coloca detrás de la mesa. Él por el otro ex­tremo se mete debajo y empieza a andar hacia ella. Ella está tensa, mirando la mesa. Llega hasta ella y la tira de las piernas. Ella también se mete bajo la mesa.)

SARAH.—¡Max!... (Él empieza a tocar el bon­go. Oscuro. Vuelve la luz. Los dos están tomando el té. Silencio.) Max.
RICHARD.—¿Qué?
SARAH.—¿Qué te pasa? Estás muy pensativo.
RICHARD.—No.
SARAH.—No lo niegues.

(Pausa.)

RICHARD.—¿Dónde está tu ma­rido?

(Pausa.)

SARAH.—¿Mi marido?... Ya lo sabes.
RICHARD.—¿Dónde?
SARAH.—Trabajando...
RICHARD.—¡Pobre hombre! ¡Siempre trabajando! (Pausa.) Me pregunto ¿cómo es?
SARAH.—Pero Max...
RICHARD.—Me pregunto si nos entenderíamos..., si llegaría­mos... ¿Comprendes?... a simpatizar.
SARAH.—No lo creo.
RICHARD.—¿Por qué no?
SARAH.—No os parecéis en nada.
RICHARD.—¿No? Yo admiro su tolerancia. ¿Él sabe de... nuestras tardes?
SARAH.—Claro que sí.
RICHARD.—Lo ha sabido todos estos años. (Corta pausa.) ¿Por qué lo aguanta?
SARAH.—¿A qué viene hablar de él ahora? Es un tema que solías evitar.
RICHARD.—¿Por qué lo aguan­ta?
SARAH.—¡Ay, cállate!
RICHARD.—Te he hecho una pregunta.

(Pausa.)

SARAH.—Porque no le importa.
RICHARD.—¿No le importa? (Corta pausa.) Pues a mí me empieza a im­portar.

(Pausa.)

SARAH.—¿Qué has dicho?
RICHARD.—Me empieza a im­portar.
SARAH.—¿De qué hablas?
RICHARD.—Esto tiene que aca­bar.
SARAH.—No hablas en serio.
RICHARD.—Completamente en serio.
SARAH.—Pero ¿por qué? ¿Por mi marido? Encuentro que vas un poco lejos.
RICHARD.—No es por tu ma­rido. Es por mi mujer.

(Pausa.)

SARAH.—¿Por tu mujer?
RICHARD.—No quiero seguir engañándola.
SARAH.—¿Engañándola?
RICHARD.—La he engañado du­rante años. No puedo más. La idea me está matando.
SARAH.—Pero escucha...
RICHARD.—¡No me toques!
SARAH.—Pero tu mujer... Lo sabe. Tú se lo has dicho... Lo ha sabido siempre...
RICHARD.—No. No lo sabe. Ella cree que veo a una... prosti­tuta. Pero es todo.
SARAH.—Pero... sé razonable, amor mío... ¿A ella qué le importa?
RICHARD.—Le importaría si su­piera la verdad.
SARAH.—Pero ¿qué verdad? ¿De qué hablas?
RICHARD.—Le importaría si su­piera que tengo una amiga verdadera. Una mujer elegan­te, espiritual, con talento...
SARAH.—Sí, sí, ya lo sé, pero...
RICHARD.—¡Y que esta situa­ción ha durado años!
SARAH.—No le importa, te lo aseguro... No le importa. ¡Es feliz! ¡Es feliz!
RICHARD.— ¡No digas tonte­rías!

(Pausa.)

SARAH.—Quisiera que dejaras tú de decirlas. (Pausa.) Estás haciendo todo lo posi­ble por estropear la tarde. (Pausa.) Amor mío: Tú sabes que lo nuestro no sería posible con tu mujer... quiero decir, mi marido comprende y aprecia que...
RICHARD.—¡Cómo puede com­prender tu marido! ¡Cómo puede aguantarlo! ¿No me huele cuando vuelve a casa? ¿Qué es lo que dice? Debe estar loco. ¿Qué hora es? Las cuatro. Ahora está sentado en su oficina y sabe lo que aquí está pasando. ¿Cómo puede aguantarlo?
SARAH.—Max...
RICHARD.—¿Cómo?
SARAH.—Él es feliz por mí. Él me comprende.
RICHARD.—Me gustaría expli­carme con él.
SARAH.—¿Estás demente?
RICHARD.—Quizá nos entende­ríamos de hombre a hombre. Las mujeres no comprendéis nada.
SARAH.—¡Basta! (Da un golpe en la mesa.) ¿Qué es lo que te has pro­puesto? ¿Qué te ha ocurrido? Por favor, por favor, para. A qué viene esta comedia.
RICHARD.—¿Comedia? Nunca hago comedias.
SARAH.—¡Oh! ¡Ya lo creo que las haces! ¡Y otras veces me gustan!
RICHARD.—He hecho mi última comedia.
SARAH.—¿Por qué?

(Corta pausa.)

RICHARD.—Los niños.

(Pausa.)

SARAH.—¿Qué?
RICHARD.—Los niños. Que ten­go que pensar en los niños.
SARAH.—¿Qué niños?
RICHARD.—Mis hijos. Los de mi mujer. Dentro de poco tendrán ya edad de salir del colegio. Tengo que pensar en ellos.
SARAH.—Ven aquí, amor mío, escucha. (Se sienta junto a él.) Déjame que te hable al oído. Tú sabes cómo te quiero... y tú me quieres. Deja estas historias y sigamos como an­tes, como siempre.

(Él se levanta.)

RICHARD.—Los huesos.
SARAH.—¿Qué?
RICHARD.—Estás muy flaca. Te has convertido en un manojo de huesos. Podría pasar por todo, si no fuera por los hue­sos.
SARAH.—¿Cómo puedes decir que tengo huesos?
RICHARD.—Cada movimiento que haces me clavo un hue­so. Estoy harto de huesos.
SARAH.—Pero si he engordado; ¡mírame! Si precisamente siempre me decías que esta­ba poniéndome demasiado gorda.
RICHARD.—Estuviste gorda. Ahora ya no estás gorda.

(Él la mira.)

SARAH.—¡Mírame!
RICHARD.—No estás bastante gorda. Ni de lejos. Yo quiero una mujer gorda; con pechos llenos, como odres.
SARAH.—¡Ah! ¡Tú quieres una vaca!
RICHARD.—No. Yo quiero una mujer gorda. Hubo un tiem­po en que quizá.
SARAH.—¡Muchas gracias!
RICHARD.—Pero ahora, franca­mente, comparada con mi ideal... (La mira.) eres un manojo de huesos.

(Se miran duramente. Él se pone una chaqueta.)

SARAH.—¿Todo esto será una broma?
RICHARD.—No es ninguna broma.

(Sale dando un portazo. Ella queda de pie, rígida. Oscuro.)

(El reloj marca las siete y cuarto. Sarah sobriamente vestida. Está de pie con una copa en la mano. En­tra Richard de gris, con su carpeta.)

RICHARD.—¡Hola!

(Pausa.)

SARAH.—¡Hola!
RICHARD.—¿Qué, viendo la puesta del sol? (Ella no contesta. Él se va a la mesa de bebidas.) ¿Quieres una copa?
SARAH.—Ya tengo, gracias.

(Él se sirve.)

RICHARD.—¡Qué día! No pue­des figurarte. Hemos tenido una reunión con los colegas americanos que ha durado toda la tarde. ¡Y lo que be­ben! Pero, ¡en fin!, hemos hecho un buen trabajo. (Se sienta.) ¿Y tú cómo estás?
SARAH.—Bien.
RICHARD.—¡Estupendo! (Un silencio.) Te encuentro un poco triste. ¿Te pasa algo?
SARAH.—Nada.
RICHARD.—¿Cómo has pasado el día?
SARAH.—Así, así...
RICHARD.—¡Vaya por Dios! (Pausa.) ¡Ay! ¡Qué bueno es volver a casa! ¡No sabes lo que es! (Pausa.) ¿Vino él? (Ella no contesta.) ¡Sarah!
SARAH.—Perdona. Estaba dis­traída. ¿Qué decías?
RICHARD.—Pregunto si vino tu... amante.
SARAH.—¡Oh, sí! Vino, vino.
RICHARD.—¿Y en buena forma?
SARAH.—Me duele un poco la cabeza.
RICHARD.—¡Ah! ¿No estaba en buena forma?

(Pausa.)

SARAH.—Todos tenemos malos días.
RICHARD.—¿También él? Yo pensaba que precisamente los amantes no debían tenerlos. Debían estar siempre a la al­tura que se espera de ellos. Precisamente por eso es por lo que yo no me he decidido por..., ¿cómo diría?..., esa profesión.
SARAH.—¿Tienes ganas de ha­blar?
RICHARD.—Sí. ¿Prefieres que me calle?
SARAH.—Haz lo que quieras.

(Pausa.)

RICHARD.—Lamento que hayas tenido un mal día.
SARAH.—¡Bah! No tiene impor­tancia.
RICHARD.—Quizá las cosas me­joren.
SARAH.—Quizá.

(Pausa.)

RICHARD.—A pesar de todo te encuentro guapísima.
SARAH.—Gracias.
RICHARD.—Sí. Guapísima. Me siento orgulloso de ti. Tú no sabes lo que es cuando sali­mos a comer o vamos al teatro, a una fiesta, entrar de tu brazo y verte sonreír, ha­blar, bailar... Admiro tu don de gentes, tu dominio de la frase, la gracia con que em­pleas los últimos giros de la moda. Me encanta sentir la envidia de los demás hom­bres; sus intentos de flirtear contigo, y saber que todos son en vano, porque tu aus­tera gracia al final los con­funde...
(Pausa.) ¿Qué tenemos para cenar?
SARAH.—No he pensado nada.
RICHARD.—¿Ah? ¿Y por qué no?
SARAH.—Me aburre pensar en la comida; así que he prefe­rido no pensar.
RICHARD.—¡Qué mala suerte, porque tengo hambre! (Corta pausa.) No pensarás dejarme sin co­mer, después de todo un día de trabajo. (Ella ríe.) ¿Me permites sugerir que qui­zá olvidas tus deberes de es­posa? (Ella sigue riendo.)
Debo decir que me temía que esto iba a ocurrir el día me­nos pensado.

(Pausa.)

SARAH.—¿Cómo está tu pros­tituta?
RICHARD.—Muy bien.
SARAH.—¿Gorda o delgada?
RICHARD.—¿Cómo dices?
SARAH.—¿Que si está más gor­da o más delgada?
RICHARD.—Cada día está más delgada
SARAH.—Esto te debe disgus­tar.
RICHARD.—En absoluto. Sabes que me encantan las mujeres delgadas.
SARAH.—Yo creía lo contrario.
RICHARD.—¿Sí? ¡No comprendo por qué! (Pausa.) Supongo que tu fallo en preparar la comida se debe a la vida que estás llevando últi­mamente.
SARAH.—¿Tú crees?
RICHARD.—Estoy seguro. (Corta pausa.) Mira, no quiero que lo tomes a mal, pero precisamente en el viaje de vuelta he estado pensando en esto, y he toma­do una decisión.

(Pausa.)

SARAH.—¿Cuál?
RICHARD.—Tiene que acabar.
SARAH.—¿El qué?
RICHARD.—Tu libertinaje. (Pausa.) Tu vida depravada. Tus amo­res ilegales.
SARAH.—¿De veras?
RICHARD.—Es una decisión irrevocable.

(Ella se levanta.)

SARAH.—¿Quieres un poco de jamón?
RICHARD.—Me has oído.
SARAH.—No. En la nevera de­be haber algo frío.
RICHARD.—Demasiado frío, me temo. Esta es mi casa. Desde hoy te prohíbo que recibas a tu amante a ninguna hora del día ni de la noche. ¿Está claro?
SARAH.—Te he hecho una en­salada.
RICHARD.—¿Bebes algo?
SARAH.—Sí, gracias.
RICHARD.—¿Qué bebes?
SARAH.—Ya sabes lo que bebo. Llevamos diez años casados.
RICHARD.—En efecto. (Le sirve.) Admito que es extraño que haya tardado tanto tiempo en comprender la humillante si­tuación en que me colocabas. Soy un marido que ha dado libertad a su mujer para re­cibir a un amante en su casa siempre que se le antojara. Creo que he sido muy ama­ble. ¿No he sido muy ama­ble?
SARAH.—Naturalmente. Eres muy amable.
RICHARD.—Por eso deseo que le envíes una nota a ese ca­ballero con mis saludos, rogándole que cese en sus visi­tas desde hoy (Mira el calendario.) día... ¿es 12?

(Largo silencio.)

SARAH.—¿Por qué hoy... de repente? (Pausa.) ¡Di! ¿Por qué hoy? Has tenido un mal día... en tu oficina. Estás cansado. Pe­ro es tonto romper las co­sas... Siempre habías apre­ciado... mis tardes. Sabías lo mucho que significaban... Habías comprendido... y comprender ¡es tan impor­tante!
RICHARD.—¿Tú crees que es agradable saber que la pro­pia mujer le es a uno infiel con toda regularidad, dos o tres veces por semana?
SARAH.—Richard...
RICHARD.—Es insoportable, hombre. Absolutamente inso­portable. Y no pienso seguir pasando por ello.
SARAH.—Por favor, Richard, te lo pido por favor.
RICHARD.—Por favor, ¿qué? (Ella se calla.) Como yo me entere de que ese tipo vuelve...
SARAH.—¿Y qué me dices de tu... prostituta?
RICHARD.—La he largado.
SARAH.—¿Por qué?
RICHARD.—Era un manojo de huesos.
SARAH.—Pero a ti te gustaba... Me has dicho que te gus­taba... Richard, mírame. ¿Tú me quieres?
RICHARD.—Naturalmente.
SARAH.—Sí... pues si me quie­res... ¿qué importa él? ¿No comprendes? Tú sabes... Todo está en orden ¿verdad? Las tardes... o las noches... es igual... ¿No es cierto? Escu­cha. Te he preparado la cena. Era una broma. Te he hecho vaca a la moda y mañana te haré pollo a la crema. ¿Te gusta?

(Se miran.)

RICHARD.—¡Adúltera!
SARAH.—No puedes decir eso. Sabes que no puedes. ¿Qué pretendes?

(Él la mira un momento y va al armario del hall, lo abre y saca el bongo.)

RICHARD.—¿Qué es esto? (Pausa.) ¿Qué es esto?
SARAH.—No lo toques.
RICHARD.—Está en mi casa. Luego me pertenece a mí, a ti o... a otro.
SARAH.—No es nada. Lo com­pré en un saldo. Era muy ba­rato. ¿Qué quieres que sea?
RICHARD.—¡Un bongo en mi armario! ¿Por casualidad no tendrá algo que ver con tus tardes ilícitas?
SARAH.—Nada. ¿Por qué había de tener?... Dámelo.
RICHARD.—Está usado. Muy usado. Lo tocabais. ¿Cómo lo tocabais?... Mientras que yo estaba en la oficina...
SARAH.—Dámelo... No tienes derecho. No tienes derecho a interrogarme... Era nuestro acuerdo.
RICHARD.—¡Quiero saber!

(Ella cierra los ojos.)

SARAH.—¡Pobre estúpido! ¡Creías que era el único que venía! ¿Creías que era el úni­co a quien recibía? No seas ingenuo. Tengo otros visitan­tes. Recibo todo el tiempo... Otras tardes, todo el tiempo. Cuando no lo sabíais ninguno de los dos. Y les doy fresas, con crema. Desconocidos, completamente desconocidos. Pero no para mí, al menos mientras están aquí. Y les enseño las hortensias y les invito a tomar el té. Siempre, siempre.
RICHARD.—Lo tocabais los dos... juntos... ¿Eh? ¿Cómo lo tocabais?... ¿Así? (Se acerca a ella tocando.) ¿Así? (Ella se aparta. De pronto deja el bongo y se acerca a ella.) ¿Fuego? (Pausa.) ¿Tienes fuego?... Anda... No seas tonta... A tu marido no le va a importar que me des fuego. Estás muy pálida, pe­ro eres guapa...
SARA.—Calla, por favor. Ca­lla...
RICHARD.—He trancado... y es­tamos solos... Has caído en la trampa... SARAH.—No puedes hacer eso... No puedes...
RICHARD.—Si a él no le impor­ta... y nadie va a saberlo. Anda... nadie nos oye... Na­die sabe que estamos aquí... Anda... dame fuego... No puedes escapar, guapa. Has caído en la trampa.

(Los dos se miran a cada lado de la mesa. Ella de pronto ríe. Un silencio.)

SARAH.—¡He caído en la tram­pa!... (Pausa.) ¿Qué dirá mi marido? Me es­pera... me está esperando... No tiene derecho... No tiene derecho a tratarme así. Soy una mujer casada. (Le mira. Luego empieza a meterse debajo de la mesa.
Va hacia él por debajo de la mesa.) Es usted muy atrevido... de­masiado atrevido. Pero me gustan los hombres atrevi­dos... Nunca le había visto después de anochecido... Sí... me parece muy distinto... Y este traje tan serio y esta corbata... Quítate la chaque­ta... Así está mejor... ¿Quie­res que yo me cambie? Mi marido tardará todavía... ¿Di? ¿Quieres que me cam­bie para ti?

(Él la toma en sus brazos.)

RICHARD.—Sí. (Pausa.) Cámbiate. (Pausa.) Cámbiate. (Pausa.) ¿Sabes lo que eres? (Pausa.) Una maravillosa prostituta.


TELÓN