12/9/14

LOS SIETE CONTRA TEBAS Esquilo




LOS SIETE CONTRA TEBAS
Esquilo


PERSONAJES

Eteocles
Un mensajero explorador
Coro de doncellas te¬banas
Antígona
Ismena
Un heraldo




La acción se desarrolla en Tebas. La escena representa la acrópolis de Tebas, con altares y estatuas de dioses. Llega Eteocles con un grupo de gente armada.


ETEOCLES. Pueblo de Cadmo, el vigía del bien público en la proa de la ciudad dirigiendo el timón sin dejar cerrar sus ojos por el sueño, ha de decir lo que exige el momento. Pues si alcanza¬mos éxito, el mérito es de los dioses; pero si, por el connrario, lo que ojalá no ocurra, sucede una desgracia, sólo el nombre de Eteocles correrá por la ciudad cantado por los ciudadanos con himnos increpantes y con lamentos, de los cuales Zeus Preservador sea un nombre veraz para esna ciudad de los cadmeos. Ahora vosotros, el que todavía no alcanza el pleno vigor de la juventud y aquel que ya ha salido de ella por la edad, acrecentando grandemente el empuje del cuerpo y poniendo cada uno la solicinud que conviene, debéis ayudar a la ciudad y a los altares de los dioses de esta tierra para que sus honores nunca sean borrados, y a los hijos y a la Tierra madre, amadísima nodriza; pues ésta en vuestra infancia, cuando os arrastrabais por su suelo bondadoso, acepnando, como hos-pedera, noda la faniga de vuestra niñez, os crió para que fuerais ciudadanos portadores de escudos, fieles en la presente nece¬sidad. Y ahora, hasta este día, el dios inclina favorable la ba¬lanza; pues en todo este tiempo en que estamos sitiados, la guerra, gracias a los dioses, se desarrolla casi siempre bien. Mas ahora, según dice el adivino, pastor de aves, que en sus oídos y en su mente, sin ayuda del fuego, maneja los pájaros pro¬féticos con un arte que no miente, éste, señor de tales augu¬rios, dice que el ataque mayor de los aqueos se decide en un consejo nocturno y va a lanzarse sobre la ciudad. Ea, pues, marchad todos a las almenas y a las puertas de las torres, lan¬zaos con todas vuestras armas, llenad los parapetos, colocaos en las terrazas de las torres, en las salidas de las puertas, resistid confiadamente y no temáis demasiado la turba de los asal¬tantes; la divinidad lo acabará todo bien. He enviado vigías y exploradores del ejército, los cuales confío que no harán el camino inútilmenne. Una vez los habré oído, no hay miedo de que sea cogido con engaño.
(Llega un mensajero.)
MENSAJERO. Eteocles, nobilísimo señor de los cadmeos, vengo del ejército trayendo de allí noticias ciertas; yo mismo soy testigo de los hechos. Siete guerreros, impetuosos capitanes, degollando un toro en un escudo negro, y mojando sus manos en la sangre del toro, por Ares, Enio y Terror juraron o destruir y saquear por la violencia esta ciudad de los cadmeos o, mu¬riendo, empapar esta tierra con su sangre. Después colgaron con sus manos en el carro de Adrasto recuerdos suyos para sus padres en las casas, derramando lágrimas; pero ninguna queja había en sus labios, pues su corazón de hierro, inflamado de valennía, respiraba coraje, como leones con ojos llenos de Ares. Y la prueba de esto no se retarda por negligencia: los dejé echando suertes a qué puerta cada uno de ellos, según obtu¬viera en el sorteo, conduciría sus tropas. Ante esto, coloca como jefes rápidamente a los mejores guerreros escogidos de la ciudad, en las salidas de las puertas; pues cerca ya el ejército argivo, con toda su armadura, avanza, levanta polvo y una espuma blanca mancha la llanura con la baba que sale de los pulmones de los caballos. Tú, como diestro piloto, defiende la ciudad antes de que se desaten las ráfagas de Ares, pues ya grita la ola terrestre del ejército. Aprovecha para ello la circunstan¬cia, lo más pronto posible; yo, en adelante, tendré mis ojos fiel vigía de día, y sabiendo con un relato exacto lo que sucede fuera de las murallas, serás sin daño.
(Se marcha el mensajero.)
ETEOCLES. Oh Zeus, y Tierra, y dioses protectores de la ciudad, y Maldición, Erinis poderosa de un padre; a esta ciudad, al menos, os ruego, no arranquéis de cuajo, enteramente des¬truida, presa del enemigo a ella que vierte el habla de Grecia, ni a los hogares de sus mansiones. No doméis jamás con los yugos de la esclavitud una tierra libre y una ciudad de Cadmo. Sed nuestra fuerza: creo decir cosas de interés común; pues una ciudad próspera, honra a sus diosas.
(Sale Eteocles y llega el coro de mujeres tebanas que evolucionan en la orquesta.)
CORO. Clamo temibles, grandes males: el ejército avanza. De¬jando el campamento fluyen numerosos destacamentos de caballería. El polvo que veo subir al éter me lo confirma, mudo, claro, verídico mensajero. Se ha apoderado de los llanos de mi tierra un ruido de armas, que se acerca, vuela, ruge, como invencible torrente que golpea la montaña. ¡Ay, ay, dioses y diosas! ¡Alejad el mal que nos acomete!
Un griterío por encima de las murallas. El ejército de blancos escudos, dispuesto ya, se lanza rápido contra la ciudad. ¿Quién nos salvará, cuál de los dioses o diosas nos defenderá? ¿Me arrojaré cabe las estatuas de los dioses? ¡Ay, felices, bien firmes en vuestros santuarios! Es el momento de abrazarse a las es¬tatuas. ¿Por qué nos demoramos gimientes?
¿Oís o no oís estrépito de escudos? ¿Cuándo, si no ahora, presentaremos súplicas de peplos y coronas?
Veo ese estrépito: no es el choque de una sola lanza. ¿Qué vas a hacer? ,Traicionarás, Ares, antiguo dios indígena, tu tierra? r ¡Demon de áureo casco, mira, mira la ciudad que un día te fue tan querida!
Dioses defensores del país, venid todos. Contemplad esta tropa de vírgenes suplicantes que teme la esclavitud. Alrededor de la ciudad una ola de soldados de ondeante penacho muge, empujada por los soplos de Ares. Pero tú, ¡oh Zeus, Zeus!, padre que todo lo cumples, aleja para siempre de enemigos la presa. Pues los argivos están cercando la ciudad de Cadmo, me invade el temor de sus armas de guerra. Entre las quijadas de caballos los frenos proclaman ya matanza. Siete distinguidos capitanes del ejército, blandiendo lanzas impetuosas, avanzan hacia las siete puertas, escogidas a suerte.
¡Oh tú, hija de Zeus, fuerza que ama las batallas, sé nuestra salvadora, Palas! ¡Y tú, jinete soberano, que gobiernas el ponto con tu ingenio, arpón de peces, Posidón, líbranos de estos temores! ¡Y tú, Ares, oh, oh, guarda una ciudad que lleva el nombre de Cadmo, cuídala manifiestamente! Y Cipris, madre antigua de nuestra raza, protégenos, pues hemos nacido de tu sangre, y a ti nos acercamos invocándole con súplicas que imploran tu divinidad. Y tú, príncipe matador de lobos, sé un lobo para la hueste enemiga, vengando mis Sollozos. Y tú, virgen nacida de Leto, prepara bien el arco. ¡Ah, ah! Oigo es¬truendo de carros en torno a Tebas. ¡Oh, Hera, Señora! Los cubos de las ruedas rechinaron bajo el peso de los ejes. ¡Oh Artemis querida! Sacudido por las lanzas, el éter se enfurece. ¿Qué va a sufrir nuestra ciudad? ¿Qué será de ella? ¿Adónde la llevará finalmente la divinidad?
¡Ah, ah! De lejos alcanza nuestras almenas una lluvia de pie¬dras. ¡Oh querido Apolo! ¡Hay en las puertas un ruido de es¬cudos broncíneos! Escúchanos, hija de Zeus, que en la batalla decides el sagrado fin de la guerra. Y tú, reina feliz, Onca, de¬lante de nuestras murallas salva la ciudad de siete puertas.
¡Oh dioses todopoderosos, dioses y diosas, consumados guardianes de las torres de esta tierra, no entreguéis nuestra ciudad, oprimida por las lanzas, a un ejército que habla otra lengua! Escuchad, escuchad justamente, los ruegos de estas vírgenes que alzan hacia vosotros sus manos. ¡Oh divinidades queridas, que protegéis, salvadores, la ciudad! Mostrad que amáis la ciudad. Pensad en las ofrendas de un pueblo, y pen¬sando en ello, defendedlo. Guardad el recuerdo de las sagradas fiestas de la ciudad, generosas en sacrificios.
(Llega Eteocles indignado por los lamentos de las mujeres.)
ETEOCLES. A vosotros pregunto, insoportables criaturas: ¿es esto lo mejor, salvación para la ciudad y confianza para este ejército encerrado en sus torres, caer sobre las imágenes de los dioses tebanos, gritar, chillar cosas odiosas a los sabios? Ni en la desgracia ni en la agradable prosperidad tenga yo que vivir con la gente mujeril. Pues si triunfa es de una audacia intratable, y si se atemoriza, todavía es un mal peor para la casa y la ciudad. Así ahora, con estas huidas desordenadas por las calles, habéis extendido vociferando la cobardía exánime. Y acrecentáis con mucho la suerte de los de fuera, mientras que desde dentro nos destruimos a nosotros mismos. Tales cosas encuentra uno conviviendo con mujeres. Pero si alguien no obedece sus ór¬denes, hombre, mujer o el que sea, se decidirá contra él una sentencia de muerte, y no podrá escapar al destino de morir lapidado por el pueblo. Al hombre incumbe, no a la mujer, resolver los asuntos de fuera. Quédate en casa y no hagas daño. ¿Me oíste o no me oíste? ¿O hablo a una sorda?
CORO. ¡Oh querido hijo de Edipo! Tuve miedo al oír el estrépi¬to, el estrépito retumbante de los carros y el chillido de los cubos que hacen girar las ruedas, y los gobernalles insomnes en la boca de los caballos, frenos surgidos de la llama.
ETEOCLES. ¿Qué, pues? ¿Acaso el marinero, huyendo de la popa a la proa, encuentra la maniobra de la salvación, cuando la nave forcejea ante el asalto de la ola marina?
CORO. Yo he venido corriendo a las antiguas estatuas de los dioses, confiando en ellos, cuando el fragor de un funesto alud se ha precipitado contra nuestras puertas, entonces me levanté de miedo para suplicar a los Bienaventurados, que extendieran su protección sobre la ciudad.
ETEOCLES. Rogad que las torres nos protejan de la lanza enemi¬ga. ¿Estas cosas no proceden también de los dioses? Sin em¬bargo, se dice que los dioses de la ciudad tomada, la abandonan.
CORO. Que jamás, mientras yo viva, la abandone esta congre¬gación de dioses, ni vea las calles de esta ciudad invadidas y a la tropa que prende fuego destructor.
ETEOCLES. Mira que invocando a los dioses no resuelvas con daño; pues la obediencia es madre del triunfo salvador, mujer. Así se dice.
CORO. Sí, pero el poder de los dioses es más grande aún. Muchas veces, en medio de males, levanta al impotente de su cruel destino, cuando nubarrones se ciernen sobre sus ojos.
ETEOCLES. Es cosa de hombres ofrecer a los dioses sacrificios y consultas cuando van a hacer frente a los enemigos; lo tuyo es callar y permanecer en casa.
CORO. Gracias a los dioses vivimos una ciudad libre, y nuestras torres nos defienden de una turba enemiga. ¿Qué resenti¬miento divino puede odiar mis cantos?
ETEOCLES. No me sabe mal que honres al linaje de los dioses. Pero para que no vuelvas a los ciudadanos cobardes, tranqui¬lízane y no ne nurbes en exceso.
CORO. Al oír poco ha un confuso estruendo con alarmante temor he llegado a esna ciudadela, asiento augusno.
ETEOCLES. Ahora, si os llegan nuevas de fallecidos o de heridos, no las recibáis con lamentos. Pues Ares se alimenta de esto: de sangre de hombres.
CORIFEO. Escucho el relinchar de los caballos.
ETEOCLES. Si lo escuchas, no lo escuches demasiado con claridad.
CORIFEO. La ciudad se lamenta del fondo de su suelo, pues es¬ tamos cercados.
ETEOCLES. Sobre estas cosas es suficiente que yo decida.
CORIFEO. Tengo miedo; aumenta el golpeteo en las puertas.
ETEOCLES. ¡Silencio! ¿No dirás nada de esto en la ciudad?
CORIFEO. ¡Oh pléyade de dioses! ¡No abandonéis las torres!
ETEOCLES. ¡Maldición! ¿No soportarás esto en silencio? CORIFEO. Dioses ciudadanos, que no me caiga en suerte la es¬ clavitud.
ETEOCLES. ¡Tú sí que me esclavizas a mí y a toda la ciudad!
CORIFEO. ¡Oh Zeus todopoderoso, vuelve tu dardo contra los enemigos!
ETEOCLES. ¡Oh Zeus, qué linaje nos has regalado con las mujeres!
CORIFEO. Miserable, como los hombres, cuando su ciudad es tomada.
ETEOCLES. ¿Hablas todavía de desgracias, tocando las estatuas de los dioses?
CORIFEO. Sí, pues a causa del desaliento el terror me arrebata la lengua.
ETEOCLES. Si me concedieras, te lo ruego, un pequeño favor...
CORIFEO. Puedes decirlo cuanto antes y pronto lo sabré.
ETEOCLES. Calla, desgraciada, no atemorices a los muertos.
CORIFEO. Ya callo: con los otros sufriré la muerte decretada.
ETEOCLES. Te acepto esta palabra en vez de aquéllas. Y además: deja estas estatuas, y pide a los dioses lo más adecuado: que sean nuestros aliados. Ahora atiende mis plegarias y luego tú, a modo de peán, lanza el grito sagrado, grito ritual de los he¬lenos al ofrecer un sacrificio, confianza para los nuestros y terroro para los enemigos. Yo, a los dioses protectores del país, a los del campo y a los guardianes de nuestras plazas, y a las fuentes de Dirce y al agua del Ismene, hago voto, de que, si todo sale bien y la ciudad se salva, los ciudadanos ensangren¬ tarán con ovejas y toros las aras de los dioses, en sacrificio de victoria, y yo con los trofeos de los enemigos, conquistados con la lanza, coronaré las sagradas moradas de los templos. Estas son las súplicas que has de hacer a los dioses, sin com¬placerte con los lamentos y en estas exclamaciones tan inúti¬les como salvajes; pues con ello no podrás escapar más a tu destino. Yo iré a colocar en las siete salidas de nuestra muralla a seis guerreros, conmigo como séptimo, remeros poderosos contra el enemigo, antes de que lleguen veloces mensajeros y rumores precipitados, y arda todo por causa de la necesidad.
(Eteocles entra de nuevo en palacio.)
CORO. Lo quiero, pero por pavor no duerme mi corazón, y, veci¬nas de mi pecho, las angustias inflaman mi temor ante esta tropa que rodea las murallas, como a la vista de serpientes de mortal connubio una paloma temblorosa teme por el nido de sus pequeños. Unos en masa compacta avanzan hacia nues¬tras torres -¿qué será de mí?-, otros sobre los ciudadanos cercados lanzan agudas piedras. Por todos los medios, dioses hijos de Zeus, salvad al pueblo nacido de Cadmo.
¿Qué tierra mejor que ésta vais a tomar a cambio, si aban¬donáis a los enemigos esta tierra de hondas glebas y el agua de Dirce, la más nutricia de cuantas bebidas hace brotar Posidón que ciñe la tierra y las hijas de Tetis? De esta forma, oh dioses defensores de esta ciudad, a los de fuera de las murallas en¬viadles la cobardía, perdición de los hombres, el extravío, que arroja las armas, conceded por el contrario, la gloria a estos ciudadanos, y salvadores de Tebas permaneced en vuestros hermosos santuarios por el agudo gemido de nuestros ruegos.
Sería desgraciado precipitar así al Hades una ciudad tan antigua, presa servil de la lanza, reducida a frágiles escombros, vergonzosamente destruida por los aqueos según designios divinos; y que sus mujeres privadas de protectores -¡ay, jó¬venes y viejas-, fuesen llevadas como yeguas, por sus cabe¬lleras, mientras sus vestidos se desgarran. Grita la ciudad va¬ciándose, y va a la perdición un botín de profundas voces. Veo venir con temor un pesada carga.
Sería deplorable, antes del rito, hayan de tomar el odioso camino de unas casas que recogen frutos todavía verdes. ¿Qué diré más? Porque los muertos, lo proclamo, tienen un destino mejor que éstas. Muchas, cuando una ciudad es conquistada, son sus desgracias. Uno se lleva a otro, le mata; otros incen¬dian la ciudad y toda ella se mancha de humo. Enloquecido sopla encima, el destructor del pueblo, el que atropella toda pureza, Ares.
Un ronco estrépito cunde por la ciudad, mientras alrededor se extiende una red de torres. El guerrero cae bajo la lanza del guerrero. Vagidos ensangrentados, infantiles, resuenan encima de los pechos nutricios. En todas partes el robo, unido a las persecuciones; el saqueador se encuentra con otro saqueador, y el que está todavía sin botín llama a otro, queriendo tener un cómplice; nadie codicia ni menos ni igual. La razón puede conjeturar lo que vendrá después de esto.
Frutos de todas clases esparcidos por el suelo causan dolor y el ojo de las despenseras se llena de amargura. Abundantes dones de la tierra en confusa mezcla son arrastrados por to¬rrentes inútiles. Jóvenes cautivas, inexpertas en el sufrimiento, se lamentan al pensar en un lecho prisionero de un hombre afortunado, de un enemigo poderoso, y no les queda otra es-peranza que este final nocturno, afrenta acumulada a unos dolores lamentabilísimos.
(Llega el mensajero. Eteocles sale del palacio.)
CORIFEO. El espía del ejército, según creo, nos trae, amigas, al¬guna nueva noticia, moviendo con diligencia los cubos de los pies que le conducen. También está aquí el propio monarca, hijo de Edipo, que viene justo a punto para conocer el relato del mensajero. La prisa no deja mover comedidamente sus pies.
MENSAJERO. Puedo decir, sabiendo bien las cosas de los enemi¬gos, qué suerte ha obtenido cada uno en la asignación de las puertas. Tideo brama ya junto a la puerta de Preto, pero el adivino no le deja atravesar la corriente del Ismeno, pues las víctimas no son favorables. Pero Tideo, enloquecido y ansio¬so de batalla, grita, como serpiente que silba al sol del me¬diodía, y lastima al sabio adivino, hijo de Ecleo, con el insul¬to de halagar cobardemente al destino y la batalla. Y mientras lanza estos gritos, agita tres penachos umbrosos, cabellera del casco, y debajo del escudo las campanillas de bronce hacen resonar el pavor. Y en el mismo escudo lleva un emblema arrogante: un cielo cincelado resplandeciente de estrellas, y en medio se destaca una luna llena brillante, reina de los astros, ojo de la noche. En la locura que le infunde este arrogante arnés, vocifera por las márgenes del Ismeno, mientras aguarda ansioso la llamada de la trompeta. ¿Quién pondrá frente a éste? ¿Quién, cuando caigan los cerrojos, será capaz de de¬fender la puerta de Preto?
ETEOCLES. No hay adorno de guerrero que me atemorice y los emblemas no causan heridas: penachos y campanillas no muerden sin la lanza. Y esa noche sobre el escudo que des¬cribes, fulgurante de estrellas celestes, quizá para alguien re¬sultará profética esta locura. Pues si la noche cae sobre sus ojos moribundos, este emblema arrogante tendrá para el que lo lleva una significación exacta y justa:, él contra sí mismo habrá profetizado esta insolencia. Yo pondré enfrente de Tideo, como defensor de esa puerta, el prudente hijo de Astaco, de noble raza, que venera el trono del Honor y odia las palabras altisonantes. Opuesto a las acciones vergonzosas, no quiere ser cobarde. Él procede como descendiente de los hombres sem¬brados que Ares respetó; es un auténtico hijo de nuestra tierra, Melanipo. La batalla lo decide Ares con sus dados; pero es en verdad la Justicia cosanguínea quien le envía para que aleje de su madre nutricia la lanza enemiga.
CORO. Que los dioses concedan la victoria a nuestro campeón, pues justamente se lanza a luchar por la ciudad. Pero tiemblo de ver las muertes sangrientas de aquellos que caerán en de¬fensa de los suyos.
MENSAJERO. A éste los dioses le concedan la buena estrella que deseas. A Capaneo le ha tocado en suerte la puerta Electra: otro gigante mayor que el antes citado, un fanfarrón que no piensa como hombre, y profiere contra las torres amenazas terribles que ojalá el destino no cumpla. Quiéranlo o no los dioses dice que destruirá la ciudad y ni que descargara la cólera de Zeus sobre la tierra podría pararle. Los relámpagos y las descargas del rayo los comparó a los calores del mediodía. Por emblema tiene un hombre desnudo, que lleva fuego, y en sus manos, como armas, arde una antorcha, y proclama en letras de oro: «Incendiaré la ciudad». Contra este guerrero envía..., pero ¿quién le hará frente? ¿Quién resistirá sin temor a ese hombre arrogante?
ETEOCLES. Esta ganancia engendra otra ganancia. La lengua es un acusador verídico contra los hombres llenos de vana so¬berbia. Capaneo amenaza, dispuesto a obrar; despreciando a los dioses, ejercitando su boca con necia alegría, envía, simple mortal, al cielo resonante, tempestuosas palabras contra Zeus. Estoy convencido de que con justicia llegará sobre él el rayo que lleva el fuego, que no se parece en nada a los calores del sol del mediodía. Un varón contra él, a pesar de su insolente lenguaje, ha sido designado, el valeroso Polifontes, voluntad ardiente, baluarte de garantía por la benevolencia de Artemis Protectora y de otros dioses. Dime otro guerrero designado por la suerte para otra puerta.
CORO. Muera el hombre que profiere contra la ciudad tan grandes amenazas; que el dardo del rayo le detenga antes de que traspase en mi morada y con su lanza soberbia me arras¬tre fuera de las alcobas virginales.
MENSAJERO. Te voy a contar ahora, el que ha designado después contra nuestras puertas. Es Eteoclo, el tercer guerrero, para quien una tercera suerte saltó del casco de bello bronce vol¬cado: llevar su tropa a la puerta Neísta. Y hace girar en re¬dondo a sus yeguas que relinchan en sus frontales deseos de haber caído ya sobre la puerta; las muserolas silban un bárbaro sonido, llenas de resuello de los orgullosos ollares. Su escudo lleva un un emblema de no modesta condición: hoplita sube por una escalera apoyada a una torre enemiga que quiere de¬rribar. También él grita, en una inscripción, que ni Ares podría arrojarle de los baluartes. Contra ese hombre envía al que sea capaz de alejar de esta ciudad el yugo de la esclavitud.
ETEOCLES. Enviaría ahora a éste, pero con fortuna ha sido ya enviado uno que tiene en sus manos la arrogancia, Megareo, semilla de Creonte, del linaje de los guerreros sembrados, que no retrocederá de las puertas espantado del ruido de los locos relinchos de caballos, sino que o muriendo pagará la crianza a esta tierra o apoderándose de los dos guerreros y de la fortaleza del escudo, adornará con estos despojos la casa paterna. Pasa a los alardes de otro y no me seas parco de palabras.
CORO. Solicito a los dioses el triunfo para esta parte -¡oh cam¬peón de mi casa!- y para los otros la derrota. Y así, como con mente alocada profieren contra la ciudad fanfarronadas, del mismo modo Zeus Vengador lance sobre ellos una mirada enfurecida.
MENSAJERO. Otro, el cuarto, que ocupa la puerta contigua de Atenea Onca, se acerca gritando: es la figura y la gran talla de Hipomedonte. Al verle blandir una era inmensa -digo el disco de su escudo-, me estremecí, no puedo expresarme de otro modo. El autor que cinceló esa divisa en su escudo no era un artista vulgar: Tifón, que lanza de su boca inflamada una negra humareda, voluble hermana del fuego, y serpientes en¬lazadas sujetan el reborde extremo del escudo de vientre cón¬cavo. Él mismo ha lanzado un alarido, y lleno de Ares delira por el combate como una bacante y sus ojos infunden miedo. Hay que guardarse bien del empuje de un tal guerrero: pues el terror ya proclama su arrogancia ante la puerta.
ETEOCLES. Primero Palas Onca, que habita cerca de la ciudad, vecina de esta puerta, odiando la insolencia de este hombre, lo apartará de la nidada como a serpiente horrible. Luego Hiperbio, ilustre hijo de Enope, es el varón escogido contra aquél, deseoso de interrogar al destino en el lance de la nece¬sidad. Es irreprochable en su porte, en su ánimo y en el arreo de las armas. Hermes con razón los juntó: un enemigo se enfrentará con otro enemigo y dioses enemigos chocarán en sus escudos. Pues uno tiene a Tifón que exhala fuego, mientras que para Hiperbio está de pie en su escudo Zeus padre, lla¬meando en sus manos el rayo; y nadie todavía ha visto a Zeus vencido. Tal está ahora distribuida la amistad de los dioses. Nosotros estamos del lado de los vencedores, ellos de los de¬rrotados, si es verdad que Zeus en la batalla es más fuerte que Tifón. Es natural que a los dos contrincantes les suceda lo mismo, y que Hiperbio, de acuerdo con su emblema, en¬cuentre un salvador en el Zeus de su escudo.
CORO. Estoy convencida de que el que lleva sobre su escudo el cuerpo del demon sepultado bajo tierra, odioso enemigo de Zeus, imagen tan aborrecida de los hombres como de los dioses inmortales, caerá de cabeza ante las puertas.
MENSAJERO. Así ocurra. Ahora voy a referirme al quinto, apos¬tado en la quinta puerta, la de Bóreas, junto a la tumba de Anfión, hijo de Zeus. Jura por la lanza que empuña, y que en su presunción venera más que a un dios y por encima de sus ojos, destruir la ciudad de los cadmeos a despecho de Zeus. Así vocifera este retoño de madre montañesa, hermosa proa, hombre infante: el bozo acaba de extenderse por sus mejillas y tupida barba brota en su adolescencia. Pero su ánimo es cruel, en nada acorde con un nombre de virgen, y avanza con ojo feroz, Partenopeo arcadio. Tal guerrero es un meteco, y quie¬re pagar a Argos su espléndida crianza; pues parece haber ve¬nido no para traficar con la batalla, sino para hacer honor al trayecto de un largo camino. Con todo, no sin jactancia se presenta ante nuestras puertas, pues en el escudo de bronce trabajado, baluarte circular de su cuerpo, agita la afrenta de Tebas, una esfinge carnicera fijada con clavos, brillante figura repujada y que en sus garras lleva un cadmeo, para que sean lanzados contra este hombre muchísimos dardos.
ETEOCLES. ¡Ojalá alcancen de los dioses lo que piensan con sus impías jactancias: así perecerán del todo y miserablemente! También hay para este arcadio del que hablas, un hombre sin jactancia, pero cuyo brazo sabe actuar: Actor, hermano del antes citado. El cual no permitirá que una lengua sin obras fluyendo dentro de las puertas haga crecer desgracias ni que se abra paso a través de las murallas un hombre que lleva la ima¬gen de una odiosísima fiera sobre su enemigo escudo. Su re¬proche alcanzará al que lo lleva, cuando se encontrará con un esposo martilleo al pie de la ciudad. Si los dioses lo quieren, mis palabras serán verdaderas.
CORO. Tus palabras me llegan al fondo del pecho, los bucles de mis cabellos se levantan erizados, al oír la insolencia de estos arrogantes impíos. ¡Ojalá los diosos los aniquilen en mi tierra!
MENSAJERO. Voy a decir el sexto, el varón más sabio y, más va¬liente en el combate, el poderoso adivino Anflarao. Colocado delante de la puerta Homoloide, llena de improperios al fuerte Tideo: «Homicida, perturbador de la ciudad, el maestro ma¬yor de los infortunios para Argos, mensajero de Erinis, mi¬nistro de Muerte, consejero de estas desgracias para Adrasto.» Después, dirigiendo la mirada hacia tu hermano, el fuerte Polinices, elevando los ojos, y al fin partiendo el nombre en dos, le llama y salen estas palabras de su boca: «¡Ciertamente, tal hazaña es agradable a los dioses y bella de escuchar y de decir a los descendientes: destruir la ciudad de los padres y los dioses de la raza, lanzando contra ellos un ejército extranjero! ¿Con qué derecho vas a restañar la fuente materna? La tierra patria conquistada por tu afán con la lanza, ¿cómo será tu aliada? Yo, por mi parte, fertilizaré este suelo, adivino sepul¬tado bajo tierra enemiga. Luchemos: no es deshonroso el destino que espero.» Así habló el adivino, mientras llevaba gravemente su escudo de macizo bronce. Pero no hay emble¬ma en su escudo: pues no quiere parecer el mejor sino serio, cosechando surco profundo en su ánimo, del cual brotan nobles designios. Contra éste te aconsejo que envíes sabios y valientes adversarios. Temible es el que honra a los dioses.
ETEOCLES. ¡Ah, funesto presagio que asoció un hombre justo a los impíos! En toda empresa no hay nada peor que una mala compañía: el fruto no es bueno para cosecharse. Si un hombre piadoso se embarca con marineros ardientes para el crimen, perece con la raza de hombres odiosa a los dioses; o si un justo se une con ciudadanos inhospitalarios que no se acuerdan de los dioses, cae justamente en la misma red y sucumbe a golpes del látigo común del dios. Así ese adivino, digo el hijo de Ecico, prudente, justo, valiente, piadoso, gran profeta, mez¬clado contra su voluntad, a impíos de boca temeraria, com¬prometidos en una expedición de difícil regreso, será, si Zeus quiere, arrastrado en la misma red. Creo que ni siquiera ata¬cará nuestras puertas, no porque carezca de valor ni por co¬bardía de ánimo, sino que sabe cómo ha de morir en la bata¬lla, si los oráculos de Loxias han de llevar su fruto: acostumbra callar o decir lo que conviene. Con todo, contra él colocare¬mos a otro guerrero, el fuerte Lástenes, guardián de puerta que odia al extranjero; anciano por su mente, tiene, en cambio, un cuerpo joven, ojo rápido y mano presta para alcanzar con la lanza un flanco no protegido junto al escudo. Pero para los mortales el vencer es un don divino.
CORO. Escuchad, dioses, estas justas súplicas, llevarlas a cum¬plimiento para que se salve la ciudad; girad los males de la guerra sobre nuestros invasores y que Zeus con su rayo los alcance y mate fuera de las murallas.
MENSAJERO. Voy a hablarte del séptimo que viene contra la séptima puerta, de tu propio hermano, y de las desdichas que impreca y pide para la ciudad. Quiere, después de escalar las torres, de ser proclamado rey del país y de haber prorrumpido con un canto de conquista, encontrarse contigo y habiéndose dado muerte morir cerca de ti, si deja vivo al que ha agravia¬do con la expulsión, castigarle de la misma manera con el des¬tierro. Estas cosas pide el fuerte Polinices, y llama a los dioses gentilicios de la tierra paterna para que vigilen por el total cumplimiento de sus súplicas. Lleva un escudo redondo, re¬cién forjado, sobre el cual figura un doble emblema: un hombre cincelado en oro, vistoso por sus armas, al que con¬duce una mujer, guía de mente sensata. Pretende ser justicia, según dicen las letras: «Restituiré este hombre a la patria y volverá a tener su ciudad y la mansión de sus padres». Tales son los emblemas de aquellos: nunca podrás reprocharme por mis relatos. Mas tú sólo decide cómo se ha de pilotar esta cuidad.
(Sale el mensajero.)
ETEOCLES. ¡Oh enloquecido por la divinidad, gran aborreci¬miento de los dioses, linaje de Edipo, el mío digno de toda lágrima! ¡Ay de mí! Ahora se cumplen las maldiciones de un padre. Pero no es bueno llorar ni quejarse, no sea que se en¬gendre un lamento más agobiante. Para ese hombre tan bien nombrado, digo, Polinices, pronto sabremos en dónde ter¬minará su emblema: si le devolverán a su patria unas letras de oro cinceladas que fluyen en su escudo con descarrío de la mente. Si la virgen, hija de Zeus, Justicia, estuviera presente en sus acciones y sus pensamientos, quizá esto podría realizarse; pero nunca ni el día que huyó de las tinieblas maternas ni en su crianza, ni al entrar en la adolescencia, ni cuando la barba le esperaba en su mentón, justicia le ha dicho una palabra y le creyó digno de ella; ni creo que ahora, cuando maltrata su tie¬rra patria se ponga a su lado, o sería entonces con razón de r nombre falso, esa justicia aliada a un hombre que a todo se atreve en su ánimo. Con esta confianza yo mismo iré a su encuentro. ¿Qué otro podría actuar con más derecho? Príncipe contra príncipe, hermano contra hermano, enemigo contra enemigo, yo le haré frente. Trae cuanto antes las grebas, pro¬tección de la lanza y de las piedras.
CORO. ¡Oh el más querido de los hombres, hijo de Edipo, no seas semejante en cólera al que habla tan horribles palabras! Bastante es que los cadmeos lleguen a las manos con los argivos: pues existe purificación para esta sangre. Pero la muerte mutua de dos hermanos es una mancha que no envejece.
ETEOCLES. Si uno ha de sufrir un mal, que sea sin deshonra; pues es el único provecho entre los muertos; pero los males con deshonra no podrás celebrarlos.
CORO. ¿Qué deseas, hijo? No te arrastre la ceguera llena de cólera al que habla tan horribles palabras! Bastante es que los cadmeos lleguen a las manos con los argivos: pues existe purifi¬cación para esta sangre. Pero la muerte mutua de dos herma¬nos es una mancha que no envejece.
ETEOCLES. Ya que un dios precipita los acontecimientos, que vaya viento en popa hacia la ola del Cocoto, su lote, todo el linaje de Layo, odioso a Febo.
CORO. Un deseo cruel, roedor en exceso, te impulsa a cumplir una matanza de fruto amargo de una sangre no lícita.
ETEOCLES. Es que la odiosa, la negra maldición de un padre, se asienta en mis ojos secos, sin lágrimas, y me dice: «Mejor morir antes que más tarde.»
CORO. Pero tú no te dejes llevar. No te llamarán cobarde si mi¬ras por tu vida. La Erinis de negra égida, ¿no saldrá de es¬ta mansión, cuando los dioses acepten una ofrenda de tus manos?
ETEOCLES. Pero los dioses ya no me protegen, sólo les place la ofrenda de mi muerte. ¿Por qué, pues, halagar todavía un destino tan funesto?
CORO. Ahora, al menos, cuando está junto a ti. Porque el demon, con el tiempo, por un cambio de designio, puede mudar y venir con un soplo más clemente. Pero ahora todavía hierve.
ETEOCLES. Lo han hecho hervir las maldiciones de Edipo. De¬masiado verídicas eran las visiones de sueños fantasmales que repartían la herencia paterna.
CORIFEO. Escucha a las mujeres, por doloroso que te resulte.
ETEOCLES. Podrías decirme algo que sea posible; pero no ha de ser largo.
CORIFEO. No cojas el camino de la séptima puerta.
ETEOCLES. Estoy afilado y no me embotarás con tu palabra.
CORIFEO. Pero la victoria, incluso sin gloria, los dioses la honran.
ETEOCLES. A un soldado no debe gustar esta palabra.
CORIFEO. Pero ¿quieres segar la sangre de tu propio hermano?
ETEOCLES. Tú no podrás sustraerte a los males cuando los dioses los envían.
(Sale Eteocles.)
CORO. Tengo miedo de que la aniquiladora de estirpes, la divi¬nidad tan diferente de las otras divinidades, la infalible pro¬fetisa de desgracias, la Erinis invocada por un padre, dé cumplimiento a las irritadas imprecaciones de Edipo en el ex¬travío de su mente, esta discordia, funesta a sus hijos, la em¬puja.
Un extranjero reparte las suertes: un cálibo emigrado de Escitia, amargo distribuidor de patrimonios, el hierro de co¬razón cruel, echando suertes, ha decidido que ocupen tanta tierra cuanta poseen los muertos, sin parte en las vastas lla¬nuras.
Cuando mueran asesinados, destrozados por sí mismos, y el poder de la tierra haya bebido la cuajada negra sangre de ese crimen, ¿quién podría ofrecer purificaciones, quién los lavará? ¡Oh nuevos dolores de la casa mezclados con antiguas Des¬gracias!
Hablo de la falta antigua, pronto castigada -pero que per¬manece hasta esta tercera generación- cuando Layo, rebelde a Apolo, que por tres veces en su oráculo profético, ombligo del mundo, le había declarado que muriera sin hijos si quería salvar a Tebas.
Pero él, vencido por un dulce extravío, engendró su propia muerte, el parricida Edipo, quien sembrando el sagrado campo de su madre, donde se había criado, se atrevió a plan¬tar una raíz sangrienta: un delirio juntó a los esposos insen¬satos.
Como un mar de males lanza sus olas contra nosotros, si una cae, levanta otra de triple garra, que brama en torno a la popa de la ciudad. En medio se extiende la defensa de un escaso espesor de muralla, y temo que con los reyes sucumba nuestra ciudad.
Porque se cumplen los dolorosos desenlaces de antiguas imprecaciones. La perdición no alcanza a los pobres; pero la prosperidad en exceso, acumulada por hombres afanosos, obliga a arrojar carga de lo alto de la popa.
¿A quién admiraron tanto los dioses, los ciudadanos de Tebas y los hombres todos que alimenta la tierra, como honraron a Edipo cuando quitó de este país al monstruo ladrón de hombres?
Pero después que el mísero conoció su desgraciada boda, atormentado por el dolor, en el delirio de su corazón, realizó un doble mal: con mano parricida se privó de sus ojos más queridos que sus hijos; y contra sus propios hijos, indignado por el mezquino sustento, lanzó, ¡ay, ay!, maldiciones de amarga lengua, y que un día empujando el hierro se partirían la hacienda. Y ahora temo que las cumpla la Erinis de pies rápidos.
(Llega un mensajero.)
MENSAJERO. Tened confianza, hijas criadas por vuestras madres. La ciudad ha escapado del yugo de la esclavitud; han caído al suelo las baladronadas de aquellos hombres arrogantes, y la ciudad en la calma y en los numerosos embates de las olas, no ha hecho agua. Sus murallas la protegen y cubrimos las puertas con campeones capaces de defenderlas en combate singular. La mayor parte de las cosas van bien en las seis puertas; pero en la séptima, el augusto señor del siete, el soberano Apolo, la eligió para sí, cumpliendo sobre la raza de Edipo los antiguos extravíos de Layo.
CORIFEO. Pero ¿qué suceso nuevo todavía le ha ocurrido a la ciudad?
MENSAJERO. La ciudad se ha salvado, pero los reyes de una mis¬ma siembra...
CORIFEO. ¿Quiénes? ¿Qué dices? Enloquezco por miedo a tu palabra.
MENSAJERO. Cálmate ahora, escucha: los hijos de Edipo...
CORIFEO. ¡Ay desgraciada de mí! Soy adivina de estos males.
MENSAJERO. Sin duda alguna, ambos caídos en el polvo...
CORIFEO. ¿Yacen allí? Por cruel que sea, dímelo.
MENSAJERO. Han muerto los varones, derribados por sus propias manos.
CORIFEO. Así se quitaron la vida con fraternas manos.
MENSAJERO. La tierra ha bebido su sangre en la mutua matanza.
CORIFEO. Así el demon les dio a ambos igual destino: la ciudad ha vencido, pero sus príncipes, sus dos caudillos, se han re¬partido todo su patrimonio con el hierro escita forjado a martillo. Poseerán la tierra que reciban por tumba, arrastrados por las imprecaciones malhadadas de un padre.
(El mensajero sale.)
CORO. ¡Oh gran Zeus y dioses protectores de la ciudad que os habéis dignado salvar las murallas de Cadmo! ¿Me alegro y lanzo el grito de, júbilo en honor del Salvador que ha conservado la ciudad? ¿O lloro a sus capitanes deplorables y desgraciados, privados de hijos, que justificando con razón su nombre «de muchas querellas», perecieron con propósito impío?
¡Qué negra y fatal maldición de la raza de Edipo! Un frío cruel me atenaza el corazón. Entono, cual bacante, para mi tumba una canción, al oír que cuerpos ensangrentados han miserablemente perecido. Es de mal agüero este acorde de la lanza.
Se realizó sin titubeo la maldición salida de la boca paterna: las resoluciones indóciles de Layo han continuado hasta el fin. Una angustia rodea la ciudad: los oráculos no se embotan. ¡Ay, desgraciados príncipes! Habéis conseguido una obra in¬creíble. Han llegado penas aflictivas y no de palabra.
(Se va aproximando el cortejo fúnebre con los cuerpos de Eteocles y Polinices. Sus hermanas Antígona e Ismena asisten también a la ceremonia.)
Es evidente por sí mismo, a la vista está el relato del mensa¬jero: doble angustia, doble el dolor de estas muertes mutuas, doble lote de sufrimientos consumados. ¿Qué decir? ¿Qué otra cosa que dolores sobre dolores se asientan en esta casa? Arriba, amigas, con el viento de los lamentos, acompañad, golpeando con las manos la cabeza, el ritmo de los remos que siempre a través del Aqueronte hacen cruzar la barca peregrina de negras velas hasta la orilla no pisada por Apolo, privada de sol, hacia la tierra sombría, que a todos acoge.
Pero, aquí estén para un deber amargo, Antígona e Ismena, para el lamento por sus dos hermanas. No hay duda, creo, que de sus bellos pechos, de pliegues profundos, lanzarán un dig¬no dolor. Es justo que, antes que otra voz, nosotras hagamos resonar el lúgubre himno de Erinis, y luego cantemos el odioso peán de Hades.
¡Ay, las más infortunadas de cuantas mujeres ciñen sus ves¬tidos con un cinturón! Lloro, suspiro y no disimulo los gritos agudos que como es justo salen de mi corazón!
(El coro se divide en dos semicoros que se contestan.)
¡Oh, oh, insensatos, incrédulos a vuestras amigas, insaciables de males, que habéis tomado, míseros, la casa paterna por la fuerza!
Míseros, sí, pues encontraron una miserable muerte con afrenta de su casa.
¡Oh, oh, habéis hollado los muros de vuestra casa y, después de haber visto una amarga realeza, estáis ahora reconciliados con el hierro!
Así la augusta Erinis ha cumplido muy verídicamente la maldición del padre Edipo.
Heridos en el siniestro lado, sí, heridos en los costados na¬cidos de unas mismas entrañas, golpe por golpe dentro de su corazón. ¡Ay, ay, infortunados! ¡Ay, ay, maldiciones que han causado mutuas muertes!
Han atravesado con sus golpes de lado a lado la casa y sus cuerpos con increíble ira, y por el hado de discordia nacido de la imprecación paterna.
Recorre la ciudad un gemido, gimen las murallas, gime el suelo que ama a los varones. Para los venideros quedan estos bienes, por los cuales vino, para los malhadados, la querella y su fatal desenlace.
Se repartieron, insaciables, el patrimonio, y recibieron igual parte. Pero el mediador no está sin reproche para los amigos: Ares no es condescediente.
Heridos por el hierro, así ambos yacen, heridos por el hierro les espera -quizá alguien diga: ¿qué?- su parte en la tumba paterna.
El lamento de su casa les acompaña, resonante, laceran¬te, que gime y llora por sí mismo, desolado, no amigo de la dicha, que vierte lágrimas Sin cesar de un corazón que se consume en el llanto por estos dos príncipes.
Puede decirse de estos desgraciados que mucho han hecho por los ciudadanos, y que en la lucha han destrozado las filas de todos los extranjeros.
Infortunada la que los dio a luz, más que todas las mujeres que son llamadas madres. De un hijo que había tomado por esposo los concibió; y así han perecido ambos por manos fratricidas surgidas de una misma semilla.
De la misma semilla, sí, en completa ruina, a causa de una partición sin amor, en una loca disputa, que ha puesto fin a la querella.
Ha cesado el odio, y sobre el suelo ensangrentado sus vidas se mezclan. En verdad son de una misma sangre. Cruel es el ár¬bitro de su discordia, el extranjero del Ponto, el hierro afilado salido de la fragua; y cruel el malvado partidor de riquezas.
Ares, que ha hecho cierta la maldición paterna.
Ya tienen, míseros, la parte que les corresponde de los su¬ frimientos que los dioses envían. Debajo de sus cuerpos habrá una insondable riqueza de tierra.
¡Oh cuántas penas habéis hecho brotar sobre vuestra raza! Al fin las Maldiciones han lanzado el canto agudo del triunfo, después de haber emprendido la raza la huida en una total derrota. Un trofeo de Ate se ha levantado en la puerta en la que se batieron, y vencedor de ambos, descansa cl demon.
(El cortejo fúnebre se pone en marcha.)
ANTIGONA. (Dirigiéndose a Polinices.) Herido, heriste.
ISMENA. (Dirigiéndose a Eteocles.) Tú has muerto habiendo ma¬tado.
ANTIGONA. Con lanza mataste.
ISMENA. Con lanza moriste.
ANTIGONA. Desgracias causaste.
ISMENA. Desgracias sufriste.
ANTIGONA. Salid lágrimas.
ISMENA. Salid lamentos.
ANTIGONA. Yaces delante nuestro.
ISMENA. ¡Ay!
ANTIGONA. Mi alma enloquece de gemidos.
ISMENA. En un pecho gime el corazón.
ANTIGONA. ¡Oh tú, digno de todas las lágrimas!
ISMENA. ¡Y tú, también, en todo desgraciado!
ANTIGONA. Has muerto a manos de un hermano.
ISMENA. Y has matado a un hermano.
ANTIGONA. Doble es de decir.
ISMENA. Y doble de ver.
ANTIGONA. En los dolores, unos cerca de los otros.
ISMENA. Y los hermanos junto a los hermanos.
CORO. ¡Oh, Parca, funesta distribuidora de pesares! ¡Sombra augusta de Edipo! ¡Negra Erinis, cuán poderosa eres!
ANTIGONA. ¡Ay!
ISMENA. ¡Ay!
ANTIGONA. Sufrimientos lamentables de contemplar...
ISMENA. ...me mostraste al volver del destierro.
ANTIGONA. Tan pronto llegó, mató.
ISMENA. Se había salvado y expiró.
ANTIGONA. Sí, perdió la vida.
ISMENA. Y la quitó a éste.
ANTiGONA. Deplorable de decir.
ISMENA. Deplorable de ver.
ANTIGONA. Doble penar de igual nombre.
ISMENA. Doble llorar, por triple dolor.
CORIFEO. ¡Oh Parca, funesta distribuidora de pesares! ¡Sombra augusta de Edipo! ¡Negra Erinis, cuán poderosa eres!
ANTIGONA. Tú la conoces por haberla experimentado.
ISMENA. Y tú no has tardado en conocerla.
ANTIGONA. Cuando regresaste a la ciudad.
ISMENA. Y enfrentaste tu lanza a la de éste.
ANTIGONA. ¡Mísera raza!
ISMENA. ¡Afligida de miserias!
ANTIGONA. ¡Ay, pena!
ISMENA. ¡Ay, desgracias!
ANTIGONA. Para la casa y el país.
ISMENA. Y ante todo para mí.
ANTiGONA. ¡Ay, ay, soberano de lamentos y miserias!
ISMENA. ¡Ay, de todos el más digno de compasión!
ANTIGONA E ISMENA. ¡Ay, poseídos de Ate!
ANTIGONA. ¡Ay, ay! ¿En qué lugar de la tierra les daremos se¬ pultura?
ISMENA. ¡Ay! Donde sea más grande el honor.
ANTIGONA E ISMENA. ¡Ay, ay! Su desventura reposará al lado de su padre.
(El cortejo sale muy despacio de la orquesta. Llega un mensa¬jero.)
MENSAJERO. Debo pregonar las decisiones tomadas por los ma¬gistrados populares de esta ciudad cadmea. A Eteocles, que aquí veis, han acordado a causa de su amor al país, sepultarlo en amorosa fosa de tierra; pues odiando al enemigo ha prefe¬rido la muerte en su ciudad, y siendo puro y sin reproche hacia los templos de nuestros padres, ha muerto donde es hermoso morir para los jóvenes. Así se me ha ordenado hablar acerca de éste. En cuanto al otro cadáver, el de su hermano Polinices, han resuelto que sea arrojado fuera, sin sepultura, presa para los sabuesos, pues habría sido el devastador del país de los cadmeos, si un dios no hubiera obstaculizado su lanza. Incluso muerto, conservará la mancha de su falta contra los dioses ancestrales, a los que ha ofendido lanzando contra Te¬bas un ejército extranjero para tomarla. Se ha decidido, pues, que reciba su castigo siendo enterrado ignominiosamente por las aves aladas, y que nadie le acompañe para apilar su tumba, ni le honre con cantos agudos de lamentos; y que sea privado del honor del cortejo fúnebre de los suyos. Tal es lo que ha decretado el nuevo poder de los cadmeos.
ANTIGONA. Pero yo digo a los gobernantes cadmeos: si nadie quiere ayudarme a sepultar a éste, yo lo sepultaré y asumiré el peligro de enterrar a mi hermano, sin avergonzarme de ser desobediente y rebelde para con la ciudad. Es terrible la co¬mún entraña de que nacimos, hijos de una madre desgraciada y de un padre mísero. Así, alma mía, participa de manera voluntaria de los males con el que ya no tiene voluntad, siendo viva para el que está muerto con corazón fraterno. Su carne, no, los hambrientos lobos no la devorarán; que nadie lo piense. Pues un sepulcro y un enterramiento yo, aunque soy mujer, se los proporcionaré, llevándole en los pliegues de mi peplo de lino. Y yo sola lo cubriré. Que nadie piense lo con¬trario. Algún expediente eficaz ayudará a mi audacia.
MENSAJERO. Te prevengo que no hagas esta afrenta a la ciudad.
ANTIGONA. Te prevengo que no me hagas discursos inútiles.
MENSAJERO. Sin embargo, es duro un pueblo que ha escapado de un desastre.
ANTIGONA. Tan duro como quieras, pero éste no quedará sin sepultar.
MENSAJERO. ¿Al que odia la ciudad, tú le honrarás con una se¬pultura?
ANTIGONA. ¿Los dioses no le han concedido ya su parte de honor?
MENSAJERO. Sí, hasta el día en que ha arrojado el peligro a este país.
ANTIGONA. Ha sufrido males y con males ha contestado.
MENSAJERO. Pues su lucha ha sido contra todos, en vez de contra uno.
ANTIGONA. La Discordia es la diosa que tiene la última palabra. Yo le enterraré: no hables más.
MENSAJERO. Tú, obra por propia voluntad; yo te lo prohíbo.
CORIFEO. ¡Ay, ay! ¡Oh altaneras, destructoras de las familias, Erinis de la Muerte, que habéis aniquilado de raíz el linaje de Edipo! ¿Qué sufriré? ¿Qué haré? ¿Qué decidiré? ¿Cómo tendré valor para no llorarte ni acompañarte hasta la tumba?
Pero siento espanto y desisto por miedo a estos ciudadanos. Tú, al menos, tendrás muchos que por ti se afligirán; pero aquél, infortunado, se irá sin lamentos y sólo tendrá por canto fúnebre las lágrimas de una hermana. ¿Quién podría creerlo?
PRIMER SEMICORO. (Con Antígona.) Que la ciudad castigue o no castigue a los que lloran a Polinices, nosotras iremos y con Antígona le acompañaremos y enterraremos. Este duelo es común a toda la raza, y la ciudad alaba ya esto, ya aquello como justo.
SEGUNDO SEMICORO. (Con Ismena.) Y nosotras iremos con éste, como la ciudad y lo justo a la vez lo alaban, porque, después de los Felices y del poder de Zeus, éste es el que salvó la ciudad de los cadmeos para que no volcara y fuera del todo sumergi¬da por la ola de los bárbaros.

Los persas. Esquilo.




LOS PERSAS


PERSONAJES

Coro de ancianos
Acosa (madre del rey)
Mensajero
Sombra de Darío
Jerjes (rey de los persas)

La escena tiene lugar en Susa, capital de los persas, delante del palacio del Gran Rey. El coro está compuesto de ancianos conse¬jeros del monarca, llamados los Fieles.

CORIFEO. De los persas que han marchado hacia la tierra de la Hélade, estos son los llamados Fieles, guardianes de este palacio opulento y lleno de oro, que por su magnificencia el propio rey Jerjes, hijo de Darío, escogió para vigilar sobre el país.
Pero cuando pienso en el retorno del rey y del brillante ejército, harto ya de ser profeta de desgracias, se me angustia el corazón en el pecho -toda la fuerza de la estirpe asiática se ha marchado- y reclama a su joven señor, pero ni mensajero ni jinete alguno llega a la ciudad de los persas.
Dejando Susa y Ecbatana y el viejo recinto de Cisia, han marchado, unos a caballo, otros en naves, y a pie los infantes que constituyen la masa guerrera.
Así van al combate Amistres y Artafrenes, Megabates y Astaspes, capitanes de los persas, reyes vasallos del Gran Rey, celadores de un inmenso ejército, y con ellos, los temibles ar¬queros y los caballeros formidables de contemplar, terribles en el combate por la valerosa decisión de su espíritu. Y Artambaces, contento encima de su caballo, y Masistres, y el valiente Imeo, arquero victorioso, y Farandaces, y Sóstanes el con¬ductor de carros.
El ancho y fecundo Nilo ha enviado también los suyos: Susiscanes, Pegastón, nacido de Egipto, y el soberano de la sa¬grada Menfis, Arsames el Grande, y el regente de la antigua Tebas, Arimardo, y los hábiles remeros que surcan los panta¬nos, multitud difícil de contar.
A continuación viene la tropa de los lidios de vida fácil, que dominan a todos los pueblos de su continente; Metrogates, y el valiente Arcteo, reyes conductores, y Sardes, la ciudad del oro, los envían al combate en muchos carros de dos y tres lanzas dispuestos en escuadrones, formidable espectáculo terrible.
Los vecinos del sagrado Tmolo se jactan de que harán caer sobre la Hélade el yugo de la esclavitud, Mardon, Taribis, yunques de la lanza, y los lanceros misios. Babilonia, rica en oro, envía en torrente una mezclada multitud, marinos en sus naves, y soldados llenos de fe en el coraje con que tensan el arco. Detrás viene, procedente de toda Asia, la gente de espada corta, obediente a las órdenes terribles del Gran Rey.
Tal es la flor de los guerreros del país de Persia que han marchado, y por ellos toda la tierra de Asia, su nodriza, llora con ardiente nostalgia; y sus padres y esposas, contando los días, tiemblan del tiempo que se demora.
CORO. El ejército del rey, destructor de ciudades, ya, sin duda, a la ribera opuesta del continente vecino, después de haber atrave¬sado el estrecho de Hele, hija de Atamantis, en baleas atadas con cuerdas de lino, y lanzado sobre el cuello del mar el yugo de una pasarela tachonada con innumerables clavijas.
El impetuoso señor de la populosa Asia lanza contra toda la tierra un enorme rebaño de hombres por un doble camino: para los soldados de a pie y los del mar confían en sus fuertes y rudos capitanes, el hijo del linaje del oro, mortal igual a los dioses.
En sus ojos brilla la sombría mirada del dragón sanguinario; tiene mil brazos y miles de marinos, e impulsando su carro sirio conduce un Ares que triunfa con el arco contra guerreros ilustres por la lanza.
Nadie es reputado capaz de hacer frente a este inmenso to¬rrente de hombres y con poderosos diques contener el in¬vencible oleaje del mar. Irresistible es el ejército de los persas y su valiente pueblo.
Pero ¿qué mortal puede escapar al astuto engaño de un dios? ¿Quién con el ágil pie de un salto feliz sabría lanzarse por encima?
Dulce y halagador, Ate atrae al hombre hacia sus redes, y ningún mortal puede esquivarlas y huir. El destino que los dioses han asignado desde antiguo a los persas les impone la tarea de ocuparse de las guerras destruc¬toras de torres, de los tumultos, placer de los jinetes, y de las devastaciones de ciudades.
Pero ahora han aprendido en las vastas rutas del mar, grisá¬ceo por el viento impetuoso, a contemplar el sagrado recinto de las aguas, confiados en frágiles cordajes de lino y en inge¬nios para transportar a los hombres.
Por ello la angustia lacera mi corazón enlutado. «¡Oh! ¡Ah, el ejército persa!» ¿No es esta la nueva que oirá mi urbe, la gran ciudad de Susa, vacía de hombres, y la fortaleza de Cisia tornaría los ecos? «¡Oh!» ¿Es este el grito que hará resonar una muche¬dumbre femenina, mientras desgarra sus vestidos de lino?
Pues todo un pueblo de jinetes y de infantes ha dejado el país, como un enjambre de abejas, con su jefe de ejército; ha salvado el promontorio marino, uncido y común a los dos continentes.
Los tálamos, con la añoranza de los hombres, se llenan de lágrimas; todas las mujeres persas, en la ternura de su duelo, han seguido con nostalgia amorosa el belicoso y valiente es¬poso, y solas quedan en el yugo.
CORIFEO. Vamos, pues, persas, y sentados bajo este tejado anti¬guo, meditemos sabia y profundamente -la necesidad nos acosa- examinando la situación de Jerjes rey, nacido de Da¬río, raza nuestra con el nombre heredado de sus abuelos. ¿Acaso triunfa el tiro del arco? ¿O ha vencido la lanza con moharra de hierro?
Pero, mirad, he aquí la madre del rey, mi reina, luz igual a la de los ojos de los dioses; yo me arrodillo. Que todos la saluden con los homenajes debidos.
(El coro se postra y entra la Reina madre en su carro, seguida de un numeroso cortejo.)
Oh reina, soberana de las mujeres persas, de grácil talle, madre venerable de Jerjes, salve, mujer de Darío.
Compañera de lecho de un dios de los persas, habrás sido también madre de un dios, si al menos la ancestral fortuna no ha desertado de nuestro ejército.
REINA. Por esta causa he venido aquí, dejando el palacio brillante y la alcoba de Darío y mía; también a mí la inquietud desga¬rra mi corazón y a vosotros quiero decirlo, amigos. Yo misma no estoy exenta de temor, no sea que nuestra gran riqueza derribe de un puntapié, cubriendo de polvo el suelo, la feli¬cidad que Darío levantó no sin el concurso de algún dios. Así una doble e inexplicable preocupación radica en mi corazón: ni las riquezas sin hombres son honradas y apreciadas, ni para los hombres sin riquezas brilla tanta luz cuanta es su fuerza. Nuestra riqueza es irreprochable; pero el temor es por nuestros ojos. Porque el ojo de una casa creo que es la presencia del señor. Siendo esto así, sed, persas, antigua confianza mía, consejeros en lo que os diré; pues en vosotros radican todos mis prudentes consejos.
CORIFEO. Sabe bien esto, reina de este país: no tendrás necesidad de indicarme dos veces ni de palabra ni de obra en lo que sea capaz de servirte de guía. Llamas en nosotros a unos diligen¬tes consejeros.
REINA. Vivo siempre acompañada de muchos sueños nocturnos desde que mi hijo, equipando un ejército, ha partido con el deseo de devastar la tierra de Jonia; pero todavía no he vis¬to uno tan claro como el de la noche pasada. Te lo diré. Me ha parecido que se presentaban ante mis ojos dos mujeres bien vestidas, una adornada con ropas persas, otra dóricas; ambas en estatura y en belleza sin mancha superaban, con mucho, a las mujeres de ahora y eran hermanas de la misma raza; pero habitaban, una la Hélade, que la fortuna le había asignado, otra un país bárbaro. Una disputa se originó entre ellas, según me pareció ver;' mi hijo, al darse cuenta, las contenía y cal¬maba; después las unce a su carro y les coloca el yugo sobre el cuello. Entonces una se jactaba de este atavío, y ofrecía a las riendas una boca dócil; la otra, al contrario, respingaba y de repente con las manos destroza los arreos del carro, lo arrastra con violencia a pesar de las riendas, y finalmente rompe por el medio el yugo. Mi hijo cae; su padre, Darío, compadecién¬dolo, acude a su lado; pero Jerjes al verlo rasga los vestidos que le cubren. Esta es, pues, digo, la visión que he tenido esta noche. Al levantarme, baño mis manos en las corrientes puras de una fuente y cargada de ofrendas me acerco al altar para ofrecer una torta a los dioses protectores, a los que se debe este homenaje. Entonces veo un águila que huye hacia el hogar de Febo. Muda de terror, me detengo, amigos; pero pronto con¬templo un gavilán que se lanza con rápido batir de alas y con las garras despluma la cabeza del águila, la cual no hace otra cosa que acurrucarse y ofrecer su cuerpo como presa. Esto es para mí terrible de contemplar y para vosotros de escucharlo. Pues bien, lo sabéis, mi hijo, si triunfa, será un rey admirable; pero si fracasa no ha de rendir cuentas al país, y si se salva gobernará igualmente esta tierra.
CORIFEO. No deseamos, madre, ni espantarte demasiado con nuestras palabras, ni inspirarte demasiada confianza. Llégate a los dioses en súplica. Si has visto algo siniestro; pídele que aparten de ti su cumplimiento, pero que realicen todo lo bueno para ti, para tus hijos, para el país y para todos tus amigos. Después es necesario que derrames libaciones a la tierra y a los difuntos; encarecidamente suplico a tu esposo Darío, que dices haber visto esta noche, que te envíe de debajo de tierra a la luz augurios favorables para ti y para tu hijo, y que retenga marchito lo adverso en las sombras subterráneas. Esto es lo que, profeta inspirado por el corazón, te aconsejo desde lo más recóndito de mi alma. Creemos que estos pre¬sagios se realizarán del todo bien.
REINA. Reconozco tu afecto a mi hijo y a mi casa en esta inter¬pretación de mis sueños que tú has sido el primero en confir¬mar. ¡Ojalá se realicen felizmente! Todo lo que concierne a los dioses y a los amigos subterráneos, lo realizaré, según tus deseos, tan pronto como llegue a palacio. Pero hay cosas que quiero conocer, amigos: Atenas, ¿en qué lugar de la Tierra está situada?
CORIFEO. Lejos, hacia poniente, donde desaparece nuestro señor el Sol.
REINA. ¿Pero mi hijo deseaba tomar esta ciudad?
CORIFEO. Toda la Hélade entonces habría estado sometida al Rey.
REINA. ¿Así tienen un ejército tan numeroso?
CORIFEO. Sí, un ejército que ha hecho ya mucho daño a los
medos.
REINA. ¿Y qué hay además de esto? ¿Tienen riqueza suficiente en sus casas?
CORIFEO. Una fuente de plata tienen, un tesoro que guarda la tierra.
REINA. ¿El arma que los distingue es la flecha que tensa el arco?
CORIFEO. No; espadas para el cuerpo a cuerpo y escudos que llevan en el brazo.
REINA. ¿Y qué jefe acaudilla y manda el ejército?
CORIFEO. No se llaman esclavos ni vasallos de nadie.
REINA. ¿Cómo entonces podrán hacer frente al ataque de los enemigos?
CORIFEO. Bastante como para haber destruido a Darío un nu¬meroso y magnífico ejército.
REINA. Dices cosas terribles de pensar para las madres de los que han partido.
CORIFEO. Pero, según creo, pronto sabrás toda la verdad. He aquí a un hombre que viene corriendo y que parece ser un persa. Trae claramente alguna noticia, buena o mala de oír.
(Llega corriendo un mensajero.)
MENSAJERO. ¡Oh ciudades de toda la tierra de Asia, oh país pérsico y enorme puerto de riqueza, cómo, de un solo golpe, ha sido destruida una inmensa felicidad, ha desaparecido pi¬soteada la flor de los persas! ¡Ay de mí! Es una desgracia ser el primero en anunciar males. Sin embargo, es necesario que os revele todo el desastre, persas: el ejército entero de los bárba¬ros ha perecido.
CORO. Horribles, horribles desgracias, inauditas y desgarradoras. ¡Ay, ay! Llorad, persas, al oír este dolor.
MENSAJERO. Sí, todo aquello está terminado, y yo mismo contra toda esperanza veo la luz del regreso.
CORO. Demasiado longeva se nos aparece hoy la existencia a nosotros, ancianos, para oír esta calamidad inesperada.
MENSAJERO. Y en verdad, como testigo y no oyendo el relato de otros, persas, quiero contaros las desgracias que os han suce¬dido allí.
CORO. ¡Otototoi! En vano miles de dardos juntamente han pa¬sado de Asia a una tierra enemiga, al país de la Hélade.
MENSAJERO. Las riberas de Salamina y todo el lugar contiguo están llenos de cadáveres que un funesto destino ha destrozado.
CORO. ¡Otototoi! Te refieres a de los miembros muertos de seres queridos, revolcados por las olas, sin cesar zambullidos, arrastrados en sus largas capas errantes.
MENSAJERO. No era suficiente cl arco, y todo nuestro ejército sucumbió, domado por los espolones navales.
CORO. Lanza sobre nuestros desgraciados un grito malhadado, lúgubre. Los dioses todo lo han dispuesto para perdición completa de los persas. ¡Ay, ay, ejército destruido!
MENSAJERO. ¡Nombre de Salamina, el más odioso a mis oídos! ¡Ah! ¡Cómo gimo al acordarme de Atenas!
CORO. Sí, Atenas, odiosa para nuestra perdición. Tengo motivos para acordarme de ella, cuando ha hecho, en vano, de tantas persas, madres sin hijos, esposas sin maridos.
(Un silencio.)

REINA. Hace rato que no hablo, infeliz, abrumada por las des¬gracias. Este desastre es demasiado grande para poder decir, para interrogar acerca de los sufrimientos. Sin embargo, es necesario que los mortales soporten las penas que envían los dioses. Desarrolla, pues, toda la catástrofe, y soségante dinos, aunque gimas por los males, quién, de entre los jefes, no ha muerto, a quién hemos de llorar, y quién prestando servicio como cetrero ha dejado al morir su lugar vacío.
MENSAJERO. El propio Jerjes vive y ve la luz.
REINA. Tus palabras son para mi casa una gran luz, un día blanco después de la sombría noche.
MENSAJERO. Mas, Artambares, jefe de diez mil jinetes, está sien- i do golpeado a lo largo de la escarpada costa de Silenia, y Dadaces, quiliarca, bajo el golpe de una lanza, ha dado un ligero salto desde su nave. Tenagonte, el héroe bactriano de noble linaje, gira en torno a la isla de Ayax batida por las olas. Lileo, Arsames y Argestes el tercero, alrededor de la isla de las palomas cargan la dura costa con sus cabezas vencidas. Y los egipcios, vecinos de las fuentes del Nilo, Arcteo, Adenes y, en tercer lu¬gar, Farnuco, provisto de un escudo, han caído de la misma nave. Mátalo de Crisa, jefe de diez mil hombres, al morir teñía su larga y espesa barba pelirroja que cambiaba de color en un baño de púrpura. El mago Arabo y Artames bactriano, que guiaban treinta mil caballos negros, ahora están domiciliados en la áspera tierra en donde han perecido. Amistris y Amfistreo, que manejaba una pesada lanza, y el valiente Ariomardo, que ha proporcionado un duelo a Sardes, y el misio Sísames y Ta¬ribis, el almirante de cinco veces cincuenta naves, lirneo de li¬naje, varón soberbio, ahora yace muerto, infeliz, no con muy buena estrella.
Y Sienisis, el más valiente de los hombres, capitán de los cilicios, después de haber causado él solo mil bajas a los ene¬migos, ha muerto gloriosamente. Tales son los jefes que re¬cuerdo; pero siendo tantas las desgracias, sólo te he contado un pequeño número.
REINA. ¡Ay, ay! Oigo los más supremos males, vergüenza para los persas y causa de lamentos agudos. Pero vuelve atrás y dime cuál era la multitud de naves helenas para que se hayan deci¬dido a trabar combate con el ejército persa y atacar nuestra flota.
MENSAJERO. Por lo que respecta a la multitud, sabe que el bár¬baro habría vencido con sus naves; pues los helenos tenían un total de trescientos navíos y, además de estos, diez naves es¬cogidas. Jerjes, al contrario, lo sé, conducía una flota de mil naves, y las que sobresalían por su rapidez eran doscientas siete. Este es el cómputo. ¿Te parece que estábamos en infe¬rioridad en esta lucha? Sino que algún dios ha destruido a nuestro ejército, inclinando la balanza con una fortuna no equilibrada. Los dioses protegen la ciudad de la diosa Palas.
REINA. ¿Así la ciudad de Atenas está todavía intacta?
MENSAJERO. Sí, porque teniendo a sus hombres tiene un baluarte seguro.
REINA. Pero ¿cuál fue para las naves la señal del combate? Dime: ¿quién empezó al lucha, los helenos o mi hijo, envanecido por la multitud de sus naves?
MENSAJERO. El que inició, mi reina, todo este desastre fue un dios maléfico o un espíritu vengador, quién sabe de dónde salió. Un heleno del ejército ateniense vino a decir a tu hijo Jerjes que al llegar las sombras de la noche los helenos no es¬perarían más, sino que saltando sobre los bancos de sus naves, buscarían, cada uno por su parte, salvar la vida en una huida secreta. Él, tan pronto lo oyó, no comprendiendo el engaño del heleno y ni la envidia de los dioses, declara a todos los capitanes de nave esta orden: cuando el sol haya cesado de quemar la tierra con sus rayos y las tinieblas llenen el sagrado recinto del éter, colocarán el grueso de sus naves en tres líneas para guardar las salidas y los pasos resonantes, y las otras en círculo alrededor de la isla de Ayax; pues, si los helenos in¬tentan huir de un destino fatal y encuentran secretamente con sus naves una evasión, había sido decretado que todos serían decapitados. Así habló en el fervor de su corazón animoso; porque no sabía el futuro que le reservaban los dioses. Ellos mansamante y sin desorden, preparan la cena y cada marino ata el remo al escálamo dispuesto a bogar. Cuando se apagó la luz del sol y llegó la noche, todos los remeros, todos los sol¬dados de marina suben a las naves. Una flota exhorta a la otra en la larga noche; rema cada uno hacia el sitio asignado y toda la noche los jefes de las naves mantienen navegando a todo el personal naval. Y la noche transcurre sin que la flota helénica intente por ningún lado una salida secreta.
Pero cuando el día con sus blancos corceles se extiende sobre toda la Tierra, resplandeciente a los ojos, llega de parte de los helenos un sonoro clamor modulado como un himno, mientras que el eco de los peñascos isleños responde con un grito agudo. El terror se apodera de todos los bárbaros enga¬ñados en su pensamiento, pues no era para una huida que los helenos entonces cantaban un solemne peán, sino para lan¬zarse al combate con audacia valerosa; y el sonido de la trompeta enardecía a todo el ejército. Pronto, a golpes igua¬les del ruidoso remo batían las profundas aguas saladas a la voz del cómitre, y rápidamente todos aparecieron a nuestra vista. El ala derecha, bien alineada, marchaba la primera, en orden; después toda la flota avanzaba. Entonces se oyó de cerca un gran grito: «Id, hijos de los helenos, libertad a la patria, li¬bertad a los hijos, a las mujeres, a los santuarios de los dioses patrios y a las tumbas de los antepasados; la lucha ahora es en defensa de todo esto.» Por nuestra parte les responde un al¬boroto de lengua persa: no es el momento de titubeos. Al punto, nave contra nave choca con su estrave broncíneo. Un navío helénico comenzó el abordaje y destroza todo el codas¬te de una nave fenicia; después, cada uno dirige el ataque contra otro. Al principio el núcleo del ejército persa resistía, pero como la multitud de las naves estaba agrupada en un estrecho, en donde no podían prestarse ayuda, y se golpeaban unas a otras con sus espolones de bronce, rompían todo el aparejo de sus remos. Entonces las naves helénicas, sabiamente las rodean y embisten; se vuelcan las quillas de las naves, el mar ya no se ve, cubierto de despojos y de matanza de hom¬bres; las orillas y los acantilados están llenos de cadáveres y todo lo que queda de la flota bárbara huye en desbandada a fuerza de remos, mientras que los helenos, como si se tratara de atunes o de alguna redada de peces, con trozos de remos o restos del naufragio golpean, matan. Un lamento mezclado de sollozos se extiende por la llanura marítima hasta que el ojo de la sombría noche los oculta al vencedor. El total de nuestros males, ni que hablara diez días seguidos, lo podría completar; porque nunca, sábelo bien, nunca en un solo día una multitud tan numerosa de hombres ha perecido.
REINA. ¡Ay, ay! Un vasto océano de desgracias se ha precipitado sobre los persas y toda la raza bárbara.
MENSAJERO. Sabe bien que esto no es ni tan solo la mitad de los males. Una dolorosa calamidad se ha abatido sobre ellos, de forma que es dos veces más pesada que lo anterior.
REINA. ¿Y qué desgracia podría ser más cruel que ésta? Continúa, ¿cuál es este desastre que ha venido sobre el ejército inclinan¬do más abajo el platillo de nuestras desgracias?
MENSAJERO. Todos los persas que estaban en pleno vigor cor¬poral, los mejores por su espíritu, los más sobresalientes por su nobleza y los primeros en su constante fidelidad al rey, han perecido vergonzosamente de la muerte mas ignominiosa.
REINA. ¡Ay de mí, desgraciada, por este percance cruel, amigos! Pero ¿por qué clase de muerte dices que han perecido?
MENSAJERO. Hay delante de Salamina una isla estrecha, de difí¬cil anclaje para las naves, y de la cual sólo Pan, amigo de las danzas, frecuenta sus orillas marinas. Allí los envía Jerjes a fin de que, si náufragos enemigos intentaban alcanzar la isla, pudieran fácilmente matar a los soldados helenos y salvar a los suyos de los estrechos marinos. ¡Mal conocía el futuro! Porque así que un dios dio a los helenos la gloria en el combate de las naves, el mismo día, cubriendo sus cuerpos con armaduras de bronce, saltaron de las naves y rodearon toda la isla de suerte que los nuestros no sabían adónde volverse. Miles de piedras salidas de sus manos los hirieron y las flechas arrojadas por las cuerdas del arco caían sobre ellos y los mataban. Por fin, lan¬zándose de un solo impulso golpean, despedazan los cuerpos de aquellos desgraciados hasta que los exterminan a todos. Jerjes rompe en sollozos al ver aquel culmen de males; porque tenía un sitial desde donde distinguía claramente todo el ejército, un alcor elevado junto a la llanura marina; rasga sus vestidos, lanza un grito agudo y de repente, dando una orden al ejército de tierra, se precipita a una huida desordenada. Tal es, junto al primero, la desventura que has de llorar.
REINA. ¡Ah, odioso destino, cómo has engañado las esperanzas de los persas! ¡Qué amargo ha encontrado mi hijo el castigo de la ilustre Atenas! No fueron suficientes los bárbaros que antes mató Maratón; creyendo poder cobrarse el rescate, mi hijo ha traído sobre sí esta multitud de desgracias. Pero dime, las naves que han escapado a la destrucción, ¿dónde las ha dejado? ¿Sabes indicármelo con claridad?
MENSAJERO. Los capitanes de las naves que quedaban empren¬den apresuradamente, a favor del viento, una huida sin orden. El resto del ejército, en tierra de Beocia, iba diezmándose: unos, buscando las claras fuentes para apagar su sed, otros exhaustos y jadeantes. Nosotros logramos pasar a territorio focense y a tierra dórida y al golfo de Melia, en donde el Esperquio riega la llanura con sus aguas bienhechoras. De allí los campos de la tierra aquea y las ciudades de Tesalia nos reciben faltos de víveres. Después llegamos al país magnesio y a la re¬gión de los macedonios, al curso del Axios, y al cañaveral pantanoso de Bolbe y al monte Pangeo, en el país de los edonios. En esta noche un dios suscitó un invierno prematuro, e hiela toda la corriente del sagrado Estrimón. Aquel que antes no creía en los dioses ahora les dirige súplicas, adorando cielo y tierra; y cuando el ejército cesó en sus insistentes invoca¬ciones, se aventura por el helado camino del río. Sólo los que nos lanzamos antes de que se difundieran los rayos del sol, ahora estamos con vida; porque el círculo luminoso del sol encendido en rayos, penetra a través de la corriente calentán¬dola con su llama: los hombres se amontonan unos sobre otros y feliz el que pierde rápidamente el soplo de la vida. Los res¬tantes que lograron salvarse después de atravesar a duras penas y con gran fatiga Tracia, llegaron fugitivos, no muchos, a la tierra de sus lares. ¡De qué modo se va a lamentar la ciudad de los persas, deseosa de la querida juventud del país! Esta es la verdad. Y dejo, fuera del relato, muchos de los desgracias que un dios ha lanzado como un rayo sobre los persas.
(El mensajero se va.)
CORIFEO. ¡Oh divinidad dolorosa! ¡Cuán pesadamente has ho¬llado toda la raza persa!
REINA. ¡Ay de mí, desgraciada! Nuestra ejército está aniquilado. ¡Ah, diáfana visión de mis sueños nocturnos, demasiado cla¬ramente me habías mostrado estos males! ¡Y vosotros, con qué ligereza los habíais juzgado! Pero, puesto que os habéis pro¬nunciado en este sentido, quiero ante todos rogar a los dioses; luego, en la ofrenda a la tierra y a los muertos vendré a traer una torta escogida de mi casa. Sé que lo hago por hechos consumados, pero quizá el destino nos reserve algo mejor. Vosotros debéis comunicar, acerca de los acontecimientos, fieles consejos a los leales príncipes. Y si mi hijo llega aquí antes que yo, consoladlo, acompañadlo a palacio, no sea que añada a nuestras desgracias otra.
(La reina se retira de su séquito.)
CORIFEO. ¡Oh Zeus, rey! Ahora habiendo destruido el ejército de los persas altivos e innumerables, has cubierto la ciudad de Susa y Ecbatana con un duelo tenebroso.
Miles de mujeres con sus tiernas manos desgarran sus vesti¬dos y bañan sus pechos en copiosas lágrimas compartiendo nuestro sufrimiento.
Y las mujeres de los persas, lánguidamente llorosas, deseosas de ver a su recién desposado, abandonando los lechos de mullidas colchas, deleite de una delicada juventud, lloran con lamentos insaciables, mientras yo mismo invoco sinceramente el trágico destino de los que han muerto.
Corto. Y ahora toda la tierra de Asia, vacía de hombres, llora. Jer¬jes los ha conducido, ¡ay, ay!, Jerjes los ha perdido, ¡ay, ay!, Jerjes lo ha dirigido todo locamente con sus barcazas marinas. ¿Por qué Darío, señor de arqueros, fue tan inofensivo para su pueblo, jefe querido de la Súsida?
Soldados de tierra y de mar, sombríos navíos de alas rápidas los han conducido, ¡ay, ay!, los han perdido, ¡ay, ay!, los navíos del funesto abordaje y los brazos de los jonios. Apenas si el mismo monarca, según se dice, ha podido escapar por las llanuras de Tracia y los caminos siniestros.
Y los que han quedado, ¡ay!, oprimidos primeramente por un destino fatal giran alrededor de las costas Cicreas. Gime, des¬gárrate el corazón, clama hasta el cielo tus desdichas, ¡oh, oh!, tiende tu grito ruidoso, tu voz miserable.
Cruelmente vencidos por el mar, ¡ay!, son desollados por los mudos infantes de la Incorruptible, mientras que la casa llora al hombre que le han cogido y los ancianos padres, sin hijos, lamentándose de los incomprensibles sufrimientos, conocen el inmenso dolor.
y los pueblos de la tierra de Asia ya no obedecerán por largo tiempo a la ley de los persas, ya no pagarán más tributo a las imposiciones de los sátrapas, ni se prosternarán para recibir más órdenes: el poderío real ya no existe.
La lengua ya no será más amordazada; pues un pueblo logra hablar libremente cuando ha desuncido el yugo de la esclavi¬tud. Ensangrentada en su suelo, la isla de Ayax, batida por las olas, posee ahora todo lo que fue Persia.
(Llega la reina con esclavos que portan ofrendas.)
REINA. Amigos, aquel que tiene experiencia de los sufrimientos sabe que los mortales, cuando una marejada de males se ha abatido sobre ellos, acostumbran temer de todo; pero cuando el destino fluye de manera favorablemente están convencidos de que siempre soplará el misma destino de fortuna. Para mí ahora todo está lleno de terror: a mis ojos se revela el aban¬dono de los dioses, un grito resuena en mis oídos que nada tiene de saludable. ¡Tal es el estupor de males que aterroriza mi corazón! Por esto he recorrido de nuevo este camino desde el palacio, sin carrozas, sin la pompa de antes, para llevar al pa¬dre de mi hijo las libaciones propiciatorias, que amansan a los difuntos: la blanca leche gustosa de una vaca no sometida al yugo, la dorada miel destilada por la obrera de las flores, juntamente con el agua que mana de una fuente virgen, y el puro licor de una madre silvestre, esta delicia de una viña antigua. Hay también el fruto oloroso del grisáceo olivo, siempre floreciente de vida en su follaje, y guirnaldas de flores, hijas de la fértil tierra. Venid, amigos, y sobre estas libaciones a los muertos cantad himnos favorables: evocad al divino Darío, mientras yo enviaré a los dioses subterráneos estos homenajes que beberá la tierra.
CORIFEO. Oh soberana, veneración de los persas, tú envía liba¬ciones a las moradas subterráneas; nosotros con nuestros himnos pediremos que los guías de los muertos nos sean propicios bajo tierra.
Ea, pues, sagradas divinidades infernales, Tierra, Hermes y tú, rey de los muertos, envíanos del seno de la tierra a la luz, el alma de Darío; si, más que nosotros sabe un remedio a nuestros pesares, es el único mortal que puede revelarnos el fin.
(El coro evoca al muerto con gritos y gestos violentos: gime, da palmadas, se golpea el pecho.)
CORO. ¿Me oye, el bienaventurado, el rey semejante a los dioses, cuando lanzo en clara lengua bárbara estos gritos diversos, lúgubres, dolientes? Gritaré bien alto mis desgracias de total congoja. ¿Desde debajo me oye?
Oh, tú, Tierra, y vosotros, príncipes de los muertos, dejad salir de vuestras moradas este numen ilustre, el susígena dios de los persas: enviad hacia arriba aquél, semejante al cual, todavía no ha cubierto a nadie la tierra persa.
Querido es este héroe y querido tu túmulo; porque en él descansa una prenda querida. Edoneo, tú que conduces hacia la luz, deja libre al príncipe único, a Darío, ¡eh, eh!
Porque jamás perdió a sus hombres en mortíferos contra¬tiempos. Inspirado de los dioses lo llamaban los persas, ins¬pirado de los dioses era, porque dirigía bien el timón de su pueblo, ¡eh, eh!
Antiguo monarca, oh monarca, ven, ven, aparece sobre la cima de este túmulo; eleva hasta allí la azafranada sandalia de tu pie, haz brillar el botón de la tiara real; acude, padre be¬néfico, Darío. ¡Ah, ah!
Ven a oír nuevos e inauditos desgracias. Señor de mi señor, aparece. Sobre nosotros vuela una lúgubre niebla, porque toda nuestra juventud ha perecido. Acude, padre benéfico, Darío. ¡Ah, ah!
¡Ay, ay! ¡Ay, ay! ¡Oh muerte lamentada por miles de deudos! ¿Por qué mi señor, mi soberano, sobrevino tan desmedido
contratiempo, tal sufrimiento sobre sufrimiento, a toda esta tu tierra? Del todo han desaparecido las trirremes, nuestras naves que ya no son naves, que ya no son naves.
(Por encima del túmulo aparece la Sombra de Darío.)
SOMBRA DE DARIO. Oh fieles entre los fieles, compañeros de mi juventud, persas ancianos, ¿qué aflicción sufre la ciudad? Gime, se golpea el pecho y el suelo se resquebraja. Al ver a mi esposa junto a mi mausoleo, me turbo y he aceptado de todo corazón sus libaciones. Pero vosotros os lamentáis de pie cabe mi sepulcro y avivando vuestros lamentos evocadores de los muertos me llamáis lastimosamente. No es fácil de salir, máxime cuando los dioses subterráneos saben más coger que soltar. Pero yo he usado entre ellos de mi poder y aquí estoy. Apresúrate que no se me reproche por mi tardanza ¿Qué te¬rrible desgracia se ha abatido sobre los persas?
CORO. No me atrevo a mirarte, a hablarte cara a cara, por el ancestral temor que me infundías.
SOMBRA DE DARÍO. Pero, ya que he venido de debajo tierra obedeciendo a tus lamentos, renuncia a un largo discurso: exprésate brevemente y, dejando de lado el respeto que me tienes, explícamelo todo.
CORO. Temo complacerte, temo hablarte a la cara, diciéndote cosas difíciles de contar a los amigos.
SOMBRA DE DARÍO. Puesto que el viejo temor de espíritu se te opone, tú, anciana compañera de mi lecho, cesa en tus la¬mentos y gemidos y háblame claramente: humanos son los trabajos que pueden alcanzar a los mortales. Muchos males llegan del mar a los hombres, muchos de la tierra firme, si la vida prolonga su curso durante lar o tiempo.
REINA. ¡Oh tú que has superado a todos los mortales en felicidad por tu venturoso destino! Mientras has contemplado los rayos del sol, digno de envidia, has hecho pasar, como un dios, una vida dichosa a los persas. Ahora te envidio por estar muerto antes de haber visto el abismo de nuestros males. Todo, Darío, lo oirás contar en breves palabras: el poderío de los persas está, por así decir, del todo destruido.
SOMBRA DE DARIO. ¿De qué manera? ¿Se ha abatido sobre la ciudad la tormenta de una peste o una guerra civil?
REINA. En modo alguno; pero cerca de Atenas todo el ejército ha sido aniquilado.
SOMBRA DE DARIO. ¿Cuál de mis hijos ha guiado allí el ejército? Dime.
REINA. El impetuoso Jerjes, vaciando todas las llanuras del continente.
SOMBRA DE DARIO. ¿Por tierra o por mar ha intentado esta lo¬cura, desgraciado?
REINA. Por ambos caminos; había un doble frente de dos ar¬mamentos.
SOMBRA DE DARIO. ¿Y cómo ha llegado a pasar un ejército de tierra tan numeroso?
REINA. Unció con sus recursos el estrecho de Hele para tener un paso.
SOMBRA DE DARIO. ¿Y lo logró hasta cerrar el gran Bósforo? REINA. Así es; un dios sin duda se adhirió a esta idea.
SOMBRA DE DARIO. ¡Ah, un poderoso dios vino para trastornar¬ le así el juicio!
REINA. Sí, ya que se puede ver el fin desastroso que ha realizado.
SOMBRA DE DARIO. ¿Y qué les ha ocurrido para que gimáis así? REINA. La derrota del ejército naval ha perdido al de tierra. SOMBRA DE DARIO. ¿Así todo un pueblo ha sido completamente
destruido por la lanza?
REINA. Sí, toda la ciudad de Susa llora, vacía de hombres. SOMBRA DE DARIO. ¡Oh dioses, el ejército, nuestra buena de¬fensa, nuestra ayuda!
REINA. El pueblo bactriano ha sucumbido por completo y no habrá más viejos.
SOMBRA DE DARIO. ¡Oh malaventurado, qué juventud de aliados ha perdido!
REINA. Pero dicen que Jerjes, solo, abandonado, con unos pocos...
SOMBRA DE DARIO. ¿Cómo y dónde ha terminado? ¿Hay alguna salvación para él?
REINA. Ha sido afortunado de llegar al puente que unía ambas tierras.
SOMBRA DE DARIO. Y de llegar vivo a nuestro continente. ¿Es verdad esto?
REINA. Sí; el relato que prevalece al menos en este respecto es claro; no hay discordancias.
SOMBRA DE DARIO. ¡Ah! Rápida ha llegado la realización de los oráculos y sobre mi hijo ha lanzado Zeus el cumplimiento de las profecías. Yo en cierta manera me imaginaba que sólo después de mucho tiempo los dioses las llevarían a término; pero cuando uno mismo se afana en su perdición, los dioses colaboran con él. Ahora parece que se ha encontrado una fuente de males para todos los amigos, y mi hijo, sin saberlo, ha realizado todo esto en su juvenil audacia. El que concibió la esperanza de detener en su curso, con cadenas de esclavo, el sagrado Helesponto, el Bósforo, corriente de un dios; que buscaba cambiar la manera de cruzar el estrecho y poniéndo¬le grilletes forjados a martillo, abrió un inmenso camino a su inmenso ejército. Mortal, creía en su locura triunfar de todos los dioses y particularmente de Posidón. ¿Cómo en esto no hay una enfermedad del espíritu que se ha apoderado de mi hijo? Temo que mi gran trabajo de riqueza llegue a ser para los hombres el botín del primero que llegue.
REINA. Estas son las lecciones que el impetuoso Jerjes aprende en su trato con los malos. Le decían que tú adquiriste para tus hijos una gran riqueza con la lanza, mientras que él, por co¬bardía, combatía en casa, sin aumentar en nada la propiedad paterna. Oyendo mil veces los reproches de estos malvados, decidió esta expedición y este ejército contra la Hélade.
SOMBRA DE DARIO. Así son ellos los autores del desastre inmen¬so, inolvidable, tal como ningún otro ha caído jamás sobre la ciudad de Susa vaciándola, desde que el soberano Zeus ha otorgado a un solo hombre el privilegio de maridar a toda Asia nutridora de corderos, teniendo en sus manos el cetro rector. Un medo fue el primer jefe del pueblo en armas; y otro, su hijo, acabó esta empresa, porque la razón en él gobernaba su corazón. El tercero después de él, Ciro, héroe feliz, al tomar el poder estableció la paz entre los suyos; conquistó pueblo de los lidios y de los frigios, y sometió por fuerza a toda Jonia; dios no le era hostil, porque tenía sabiduría. El hijo de Ciro fue el cuarto en dirigir ejército, y el quinto, Mardis, tomó el poder, vergüenza para su patria y para el antiguo trono; pero con astucia el valiente Artafrenes lo mató en el palacio ayu¬dado de amigos que consideraban esto como una obligación. Y yo mismo, habiendo obtenido por suerte lo que quería, hice muchas expediciones con un numeroso ejército pero nunca causé un mal tan grande a mi ciudad. Pero Jerjes, mi hijo, es joven y piensa como joven y no acuerda de mis consejos. Porque, sabedlo bien, compañeros: todos nosotros, que tuvi¬mos este poder soberano, es manifiesto que no somos los au¬tores de daños tan grandes.
CORIFEO. ¿Qué, pues, rey Darío, hacia dónde diriges el fin de tus palabras? ¿Cómo, después de esto, todavía podríamos, el pueblo persa, alcanzar el mejor éxito posible?
SOMBRA DE DARIO. Si no lleváis la guerra al país de helenos, aunque el ejército medo sea más fuerte; pues la tierra misma es su aliada.
CORIFEO. ¿Qué quieres decirnos con esto? ¿De qué manera es aliada?
SOMBRA DE DARIO. Haciendo morir de hambre a los demasiado numerosos.
CORIFEO. Pero organizaremos un ejército escogido, bien equi¬pado.
SOMBRA DE DARIO. Pero ni el ejército que permanece en la Hélade logrará la salvación del retorno.
CORIFEO. ¿Cómo dices? ¿Todo el ejército de los bárbaros no ha atravesado el estrecho de Hele y dejado Europa?
SOMBRA DE DARIO. Tan sólo unos pocos entre muchos, si hemos de creer en los oráculos de los dioses, mirando lo que ha ocurrido ahora; porque es posible que unos se cumplan y otros no. Y si esto es así, Jerjes deja una multitud escogida de tropas obedeciendo a vanas esperanzas. Se detienen en los lugares donde el Asopo riega la llanura con sus aguas corrientes, querido sustento para la tierra beocia; y allí les aguarda sufrir los supremos males, en expiación de su insolencia y su orgullo impío: ellos que, llegando a tierra helénica, no sintieron ver¬güenza en profanar las estatuas de los dioses y en incendiar los templos; han desaparecido los altares y han derribado confu¬samente desde sus cimientos los monumentos funerarios de los héroes. Así, habiendo obrado mal, sufren males no me¬nores, y otros les aguardan; aún no se ha agotado la fuente de sus desgracias, sino que todavía mana abundantemente; tan grande es el borbotón de sangre vertida en el degüello que ha¬cía la lanza dórica en tierra de Platea. Montones de muertos hasta la tercera generación mostraron en silencio a los ojos de los hombres que ningún mortal ha de pensar por encima de la condición humana; porque la insolencia, al florecer, produce la espiga del error, de donde se siega una cosecha de lágrimas. Viendo estas faltas así castigadas, acordaos de Atenas y de la Hélade, y que nadie, despreciando su actual fortuna para de¬sear otra, eche a perder una gran felicidad. Zeus es el vengador de los pensamientos demasiado soberbios y exige una cuenta severa. Por ello, como a uno que carece de sabiduría, advertirle con vuestras razonables amonestaciones, a fin de que cese de ofender a los dioses con su insolente audacia. Y tú, anciana madre, querida de Jerjes, entra en palacio, saca un atuendo solemne y sal al encuentro de tu hijo; pues en el dolor de sus desgracias, sus brillantes vestidos son por completo unos ji¬rones que cuelgan alrededor de su cuerpo. Tú cálmalo con palabras bondadosas; eres la única, lo sé, cuya voz soportara. Yo vuelvo a las tinieblas subterráneas; y vosotros, ancianos, adiós; a pesar de vuestros males, dad a vuestras almas el gozo cotidiano; porque a los muertos de nada les sirve la riqueza.
(La Sombra de Darío desaparece.)
CORIFEO. ¡Qué dolor experimento cuando oigo estas desgracias innumerables que en el presente y en el futuro todavía están reservadas a los bárbaros!
REINA. ¡Oh destino, cuanto me afecta conocer de estos males! Pero sobre todo me muerde la calamidad al saber de la ver¬güenza de vestidos que ahora cubren el cuerpo de mi hijo. Voy, pues, a buscar un atavío en el palacio e intentaré encontrar a mi hijo. Porque no traicionaré en la desgracia a lo que mas quiero.
(Entra en palacio.)
CORO. ¡Oh dioses! ¡Qué grande y hermosa existencia tuvimos en el gobierno de nuestras ciudades, cuando el venerable rey, el magnánimo, el bienhechor, el invencible Darío, igual a los dioses, reinaba en este país!
Primero, mostramos al mundo ejércitos de buena fama, que atacaban las fortalezas según tácticas establecidas; y los regre¬sos de la guerra conducían unos hombres, sin fatiga ni daño, a sus felices hogares.
¡Cuantas ciudades conquistó sin atravesar el río Halís sin dejar el suelo patrio! Tal las ciudades marítimas del golfo estrímóníco, que limitan con las aldeas tracias.
Y mas allá de este lago, las que en el continente están cir¬cunvaladas de murallas, obedecían también a este príncipe; y las que se gloriaban de su situación alrededor del dilatado es¬trecho de Hele, y el repliegue profundo de la Propóntíde y las bocas del Ponto.
Y las islas bañadas por las olas que, enfrente del promonto¬rio marino, están junto a nuestra tierra, Lesbos, y Samos, plantada de olivos, Quíos, y también Paros, Naxos, Míconos y Andros, vecina pegada a Tenos.
Y mandaba asimismo las que en medio del mar están entre dos orillas, Lemnos, y el país de Ícaro, y Rodas, y Cnído, y las ciudades de Chipre: Pafos, Solí y Salamína, de la cual hoy la metrópoli es causa de nuestros lamentos.
Y en el territorio jónico, las ciudades griegas ricas y populosas conquistadas por su sabiduría, apoyado en la fuerza incansable de sus soldados y la multitud de sus aliados. Pero ahora su¬frimos este revés, querido sin duda de los dioses, y estamos domados por los terribles golpes marinos de la guerra.
(Llega Jerjes en su carro, se apea lentamente y se va acercando al coro.)
JERJES. ¡Ah desgraciado de mí! ¡Qué odiosa y tan imprevisible suerte he encontrado! ¡Con qué crueldad el destino se ha ce¬bado en la raza de los persas! ¡Qué será de mí, infeliz! Se abate la fuerza de mis miembros cuando contemplo la edad de los ciudadanos. ¡Oh Zeus! Ojalá también a mí con mis hombres muertos me hubiera sepultado el destino por la parca.
CORIFEO. ¡Otototoí! ¡Oh rey! ¡Ay por vuestro magnífico ejército, y el gran prestigio del imperio persa, y los espléndidos gue¬rreros que hoy ha segado el destino!
CORO. La tierra llora la juventud del país destrozada por Jerjes, hacínador de persas en el Hades. Pasajeros del Hades, miles de hombres, flor de este país, arqueros triunfantes, toda una densa miríada de guerreros ha perecido. ¡Ay, ay, ay, nuestra buena defensa! Y la tierra de Asia, rey de este país, terrible¬mente, terriblemente ha doblado la rodilla.
JERJES. Soy yo, ¡ay, ay!, lamentable y miserable, que he sido la ruina para mi raza y mi patria.
CORO. Para saludar tu regreso pronunciaré el grito de siniestro augurio, el lamento de infortunio del lloroso mariandino, el alarido bañado en lagrimas.
JERJES. Lanzad dolorosos, quejosos, lúgubres acentos; el destino ahora se ha vuelto contra mí.
CORO. Sí, voy a lanzar gemidos lamentables para deplorar la nueva calamidad y los dolores del desastre marítimo; lloraré por la ciudad, por la raza; haré resonar un lamento lacrimoso.
JERJES. El Ares de Jonia ha arrebatado nuestros hombres; el Ares . de Jonia, armado de naves, ha inclinado la balanza del otro lado, segando la nocturna llanura y la ribera desdichada.
CORO. ¡Oh, oh! Grita e infórmate de todo. ¿Dónde está la otra muchedumbre de los tuyos? ¿Dónde están los que combatían + a tu lado, Farandaces, Susas, Pelagon, Dótamas y Agdabatas, Psamis y Susiscanes, que dejó Ecbatana?
JERJES. Todos han perecido. Allí los dejé, precipitados de un navío tirio, en las riberas de Salamina, chocando contra una acantilada costa.
CORO. ¡Oh, oh! ¿Dónde está tu Farnuco, y el valiente Ariomardo? ¿Dónde el príncipe Senaces, el noble Lileo, Menfis, Taribis; y Masistras, y Artembares, e Histecmas?
JERJES. ¡Ay, ay de mí! Han visto la antigua, la odiosa Atenas, y todos, de un solo golpe, ¡eh, eh!, miserables, se estremecen en la arena.
CORO. ¿Y aquél que contaba tus persas de diez mil en diez mil, tu ojo siempre fiel, Alpisto, hijo de Batanoco, y los hijos de Sésamas y de Megabatas, y Parto, y el gran Oibares, los has dejado, los has dejado? ¡Oh, oh, desgraciado! Para los persas ilustres anuncias males sobre males.
JERJES. Despiertas en mí, ciertamente, el recuerdo de los valientes compañeros, con tus palabras inolvidables, crueles, más que dolorosas: mi corazón en el pecho grita, grita.
CORO. Y todavía otros echamos de menos: el capitán de diez mil mardos, Jantes, y el belicoso Ancares y Diexis y Arsaces, co¬mandantes de caballería; y Dádaces y Litimnes, y Tolmo, insaciable de batalla; me asusto, asusto de que no sigan tu tienda sobre ruedas.
JERJES. Han desaparecido los que mandaban el ejército.
CORO. Han desaparecido, ay, sin gloria.
JERJES. ¡Ié, ié! ¡lo, lo.
CORO. ¡ló, ió! Los dioses han provocado un desastre inesperado,
clarísimo, como los que ve Ate.
JERJES. Somos golpeados para siempre en nuestro destino.
CORO. Somos golpeados, está bien claro.
JERJES. Por un nuevo infortunio, por un nuevo infortunio.
CORO. Por haber encontrado, no felizmente, a los marinos de Jonia. Desgraciado en la guerra es el pueblo de los persas.
JERJES. ¿Cómo no? He sido abatido, infeliz, en mi ejército tan numeroso.
CORO. ¿Qué es lo que no ha perecido? Grande era el poder de los persas.
JERJES. ¿Ves lo que queda de mi séquito?
CORO. Lo veo, lo veo.
JERJES. ¿Y este estuche de flechas?
CORO. ¿Qué dices que has salvado?
JERJES. Este carcaj de dardos.
CORO. Poca cosa comparada con lo mucho que tenías.
JERJES. Hemos perdido los defensores.
CORO. El pueblo de Jonia no rehúye el combate.
JERJES. Demasiado belicoso. Y he contemplado una pena im¬prevista.
CORO. ¿Quieres decir la derrota de la hueste naval?
JERJES. He desgarrado mis vestidos ante este golpe fatal.
CORO. ¡Ay, ay!
JERJES. Y mucho más que ¡ay!
CORO. Sí, dobles y triples males.
JERJES. Dolor para nosotros, alegría para los enemigos.
CORO. Sí, nuestra fuerza ha sido rota.
JERJES. Estoy desprovisto de escolta.
CORO. Por la derrota naval de los nuestros.
JERJES. Llora, llora la pena, y vete hacia palacio.
CORO. ¡Ay, ay! Aflicción, aflicción.
JERJES. Responde a mis gritos con los tuyos.
CORO. Consuelo miserable de miserables a miserables.
JERJES. Gime, poniendo tu canto junto al mío. ¡Ototototoi!
CORO. ¡Otototoi! Pesada es esta desgracia y sufro también por ello.
JERJES. Golpea, golpea y laméntate para complacerme.
CORO. Estoy bañado en lágrimas y me lamento.
JERJES. Responde a mis gritos con los tuyos.
CORO. No es posible hacerlo, señor.
JERJES. Levanta la voz con lamentos. ¡Otototoi!
CORO. ¡Otototoi! Y con ellos se mezclarán golpes negros, do¬lientes.
JERJES. Golpea también tu pecho y lanza el grito misio.
CORO. ¡Aflicción, aflicción!
JERJES. Arrasa el pelo blanco de tu barba.
CORO. Con uñas de sierra, con uñas de sierra, lamentablemente.
JERJES. Lanza gritos agudos.
CORO. También lo haré.
JERJES. Desgarra con tus dedos la ropa que cubre tu pecho.
CORO. ¡Aflicción, aflicción!
JERJES. Arráncate también los cabellos y gime por el ejército.
CORO. Con uñas de sierra, con uñas de sierra, lamentablemente.
JERJES. Empapa tus ojos de lágrimas.
CORO. Estoy empapado de ellas.
JERJES. Responde a mis gritos con los tuyos.
CORO. ¡Ay, ay!
JERJES. Vete gimiendo hacia palacio.
CORO. ¡Ay, ay!
Jerjes. ¡Ay, por la ciudad!
CORO. ¡Ay, sí, sí!
JERJES. Gemid, triste cortejo.
CORO. ¡Ay, ay! ¡Tierra de Persia triste de pisar!
JERJES. ¡Ié! Los que han muerto por nuestras galeazas trirremes!
CORO. Sí, te acompañaré con mis funestos lamentos.
(El rey, acompañado del coro, entra en el palacio.)


11/9/14

La orestiada Esquilo





LA ORESTÍADA

Esquilo




AGAMENÓN

ARGUMENTO

Al partir Agamenón para Troya había prometido a Clitemnestra que le anunciaría por medio de hogueras la toma de la ciudad el mismo día que sucediese. Desde entonces Clitemnestra tenía puesto de atalaya a un siervo que debía estar en observación por si se veían las señales. El atalaya ve la hoguera, y corre a anunciarlo a su señora. La cual, con aquella nueva, viene a los ancianos que componen el coro de esta tragedia y les comunica el feliz suceso. Poco después llega Taltibio, quien refiere todo lo acaecido en la expedición. Por último, aparece Agamenón en su carro de guerra, seguido de Casandra, que viene en otro carro, con todo el botín y los despojos tomados al enemigo. El Rey se retira a su palacio acompañado de Clitemnestra, y en tanto Casandra predice los crímenes que han de ensangrentar aquella regia morada: su muerte, la de Agamenón y el parricidio de Orestes. Acometida como de furor profético, arroja sus ínfulas de sacerdotisa y corre al lugar donde sabe que va a morir. Y aquí entra la parte de la acción más digna de admirarse, y más apta para causar en los espectadores terror y compasión. Esquilo hace verdaderamente que Agamenón sea muerto en escena. La muerte de Casandra se consuma en silencio; pero después el poeta hace que aparezca a la vista el cadáver de la infortunada. Y en conclusión, presenta a Clitemnestra y a Egisto haciendo alarde de haber tomado los dos venganza en una misma y única cabeza: ella, de la muerte de Ifigenia; él, de los males que causó Atreo a su padre Tiestes.

La tragedia fue representada el año segundo de la Olimpiada ochenta, bajo el arcontado de Philocles. Obtuvo el premio Esquilo con Agamenón, Las Coéforas y Las Euménides, y con el Proteo, drama satírico. Tuvo el oficio de corega en esta representación Xonocles Aphidneo.

PERSONAJES DE LA ACCIÓN

AGAMENÓN. EGISTO.
TALTIBIO, mensajero. EL VIGÍA. CLITEMNESTRA. CASANDRA.
EL CORO DE LOS ANCIANOS.


Agamenón

La escena en la plaza de Argos. En el fondo, el palacio de Agamenón.

EL VIGÍA

Pido a los Dioses que me libren de estas fatigas, de este velar sin fin que todo el año prolongo, como un perro, en el punto más alto del techo de los Atridas, contemplando las constelaciones de los Astros nocturnos, que traen a los vivos invierno y verano, reyes resplandecientes que en el Éter destellan, y se levantan y presentan ante mí. Y ahora espero la señal de la antorcha, el esplendor del fuego que ha de anunciar, desde Troya, la toma de la ciudad. He aquí lo que el corazón de la mujer imperiosa manda y desea. Aquí y allá, durante la noche, en mi lecho húmedo de rocío y no frecuentado por los Ensueños, la inquietud me mantiene en vela, y tiemblo por que el sueño me cierre los párpados. Alguna vez me pongo a cantar encontrando así un modo de no dormirme, y gimo por las desdichas de esta casa, tan menoscabada en su antigua prosperidad. ¡Acabe ya de llegar la venturosa liberación de mis fatigas! ¡Ojalá aparezca el fuego de la buena nueva en medio de las sombras!

¡Ah! ¡Salve, lucero nocturno, luz que traes un día feliz y fiestas a todo un pueblo, en Argos, por tal triunfo! ¡Oh, Dioses, Dioses! Voy a decírselo todo a la esposa de Agamenón, para que, alzándose pronta de su lecho, salude a esa luz con gritos de júbilo, en las moradas, ya que la ciudad de Ilión ha caído, como lo anuncia esa luminaria brillante. Yo mismo voy a conducir el coro de la alegría y proclamar la feliz fortuna de mis señores, pues tuve tan propicia suerte de verla. ¡Séame concedido que el Rey de estas moradas una, al volver, su mano a mi mano! Lo demás callaré, un gran buey pesa sobre mi lengua. Si esta casa tuviese voz, claramente hablaría. Yo hablo de buen grado con los que saben; mas no con los que nada saben.

EL CORO DE LOS ANCIANOS

Este es el año decimonono después que los poderosos enemigos de Príamo, el rey Menelao y Agamenón, eximio par de Atridas, favorecidos por Zeus con trono y cetro dobles, arrastraron lejos de esta tierra las mil naves de la flota argiva, fuerza bélica, y proyectaron desde la profundidad de sus pechos inmenso ardor guerrero, como buitres que, al echar de menos amargamente a los polluelos que asomaban sobre sus nidos, vuelan en rápidos giros y agitan las alas como remos: porque los nidos, en vano vigilados, han sido despojados de sus hijuelos. Mas algún Dios oye al cabo, bien sea Apolo, Pan o Zeus, el agudo lamentar de las aves, y manda a la tardía Erinnis en persecución de los raptores.

Así Zeus, omnipotente y fiel a las leyes de la hospitalidad, impulsa a los hijos de Atreo contra Alejandro, a causa de una mujer que muchas veces se desposó. ¡Cuántas luchas feroces, infligidas a dánaos y troyanos, cuántos miembros quebrantados de fatiga, rodillas heridas contra el suelo, lanzas rotas en la vanguardia de las batallas! Ahora lo decretado hecho está, y la fatalidad se ha cumplido: y ya ni lamentos, ni libaciones, ni gemidos de dolor han de apaciguar la cólera de los dioses, faltos de la llama de los sacrificios. Nosotros, privados de engrosar la expedición, a causa de la vejez de nuestra carne agotada, permanecemos aquí, iguales en fuerza a los niños y apoyados en nuestros báculos: que el corazón que late en el pecho de un niño es semejante al del anciano, y Ares en ellos no reside. Cuando la ancianidad extrema con su follaje se mustia, camina sobre tres pies, sin más fuerza que la infancia, como espectro errante en pleno día.

Pero, ¡oh, tú, hija de Tíndaro, Reina Clitemnestra! ¿Qué sucede? ¿Qué novedad ocurre? ¿Qué has sabido, que así mandas preparar sacrificios por todas partes? Arden todos los altares, cargados de ofrendas, los altares de todos los Dioses, de los que frecuentan la Ciudad, de los Dioses supernos y de

llama atizada con el suave alimento del óleo sagrado, y traen las santas libaciones del fondo secreto de la regia morada.

Dinos lo que puedas y lo que te sea lícito decir. Mitiga la ansiedad, consiente a la esperanza dichosa, inspirada por estos sacrificios, que disipe la tristeza que me devora el corazón.

Estrofa.

Mas yo referiré el vigor de los príncipes que se alejaron con dichosos auspicios. Me convidan los Dioses a que lo celebre cantando y para ello tengo fuerza todavía; a que ensalce lo que sucedió cuando ambos tronos de los acayos, ambos jefes de la mocedad de Hélade, por presagio irresistible marcharon contra la tierra de los troyanos, lanza en mano y prontos a la venganza. A los Reyes de las naves, dos reinas de las aves, negra una, de blanco lomo la otra, aparécense no lejos del palacio, por la parte de la mano que blande la lanza. Y estaban devorando, en las moradas resplandecientes, de los cielos, una liebre preñada y a una raza que no había podido salvarse en huida suprema. ¡Celébralo con lúgubre canto: mas todo acabe en victoria!

Antistrofa.

El sabio y prudente adivino del ejército; cuando hubo observado las aves, reconoció en ellas a los dos belicosos Atridas, jefes, príncipes, devoradores de liebres, y así les habló, interpretando el augurio: "Con el tiempo, esta hueste ha de conquistar la ciudad de Príamo, y serán devastadas violentamente las abundosas riquezas que los pueblos amontonaran en los recintos reales, con tal que la cólera divina no empañe el sólido freno forjado en este campamento para Troya. En efecto, la casa de los Atridas es odiosa a la casta Artemis, pues los alados Perros de su padre han devorado allí una liebre temblorosa, antes de que hubiese parido, y toda su cría. A Artemis le horrorizan banquetes de águilas." ¡Celébralo con lúgubre canto: mas todo acabe en victoria!

Épodo

"No lo dudéis, esta bella Diosa es benévola para con los débiles cachorrillos de los leones salvajes, como para todos los hijuelos que crían los animales de los bosques, mas quiere que los augurios de las águilas, manifiestos a la diestra mano, se cumplan también, aunque infundan temores. Por eso invoco a Peán defensor, para que Artemis no mande a la flota de los dánaos el soplo de los vientos contrarios y las tardanzas de la navegación, o incluso un sacrificio horrible, ilegítimo, sin festín, causa cierta de cóleras y rencores contra un marido. ¡Sin duda ha de quedar aquí un terrible recuerdo doméstico, lleno de perfidias y venganza por los hijos!" Así, Calcas, luego de contemplar las Aves en el comienzo de la expedición, anunció las prosperidades y las desgracias fatídicas de las casas reales. ¡Celébralo con él, en lúgubre canto; mas todo acabe en victoria!

Estrofa I.

¡Oh, Zeus! Si te agrada con este nombre ser invocado, con este nombre yo te invoco. Después de considerarlo, ninguno encuentro comparable a Zeus, si no es Zeus, para aligerar el vano peso de las inquietudes.

Antistrofa I


El primero de todos, que fue grande, y a todos dominaba con su fortaleza juvenil, su vigor y su audacia, ¿qué pudiera, decaído tanto tiempo ha? El que vino después ha sucumbido, encontrándose con un vencedor; mas quien pío celebra a Zeus victorioso, llévase de seguro la palma de la sabiduría.

Estrofa II

El que conduce a los hombres por el camino de la sabiduría y ha decretado que alcanzaran la ciencia en el dolor. El recuerdo amargo de nuestros males llueve en derredor de nuestros corazones durante el sueño, y, a nuestro pesar, la sabiduría llega. Y gracia tal nos la conceden los Demonios sentados en las alturas venerables.

Antistrofa II

Entonces, el Jefe de las naves argivas, el mayor de los Atridas, sin echar nada en cara al adivino, consintió en las calamidades posibles, en tanto que el ejército aqueo permanecía inerte, varado en la ribera frente a Calcis, en las tempestuosas corrientes de Aulide.

Estrofa III

Y los vientos contrarios que desde el Estrimón soplaban, trayendo la inacción, agotando los víveres, quebrantando de fatiga a los marinos, sin respetar las naves ni las maniobras, haciendo mayores los retrasos, consumían la flor de los Argivos. Y el adivino, a tan cruel tormenta, propuso, en nombre de Artemis, un remedio más terrible que el mal, y los Atridas, golpeando con sus cetros la tierra, no contuvieron sus lágrimas.

Antistrofa III

Entonces, el Jefe, el mayor de los Atridas, habló así: "Hay riesgo terrible sí hoy se me obedece, mas terrible es asimismo matar a esa niña, ornato de mi casa; mancillar mis manos paternas con sangre de la virgen degollada ante el altar. ¡Desgracias por una y otra parte! ¿Cómo pudiera abandonar la flota y mis aliados? Lícito es para ellos el desear que tal sacrificio, la sangre de una virgen, calme los vientos y la ira de la Diosa, pues todo sería para mejorar.

Estrofa IV

Cuando así hubo sentido sobre sí el yugo de la necesidad, mudando designio, sin compasión, furibundo, impío, resolvióse a obrar hasta el fin. Así la demencia, consejera miserable, fuente de discordia, da mayor audacia a los mortales. Atrevióse a ser el sacrificador de su hija, como primera víctima de la armada y en favor de una guerra que vengaría la afrenta de una mujer.

Antistrofa IV

Y los caudillos, ávidos de lucha, desoyeron las preces de la virgen, y sus tiernas súplicas al padre, y su juventud no los conmovió. Y el padre ordenó a los sacrificadores, después de la invocación, que tendiesen a la doncella en el ara, como a una cabra, envuelta en sus vestiduras y la cabeza colgando, y que oprimiesen su linda boca para sofocar las imprecaciones funestas contra los suyos.

Estrofa V

ojos transió de lástima a los sacrificadores, hermosa como en las pinturas, y deseosa de hablarles, tal como a menudo encantara con suaves palabras los ricos festines paternos, cuando, casta y virgen, honraba con su voz la vida tres veces dichosa de su padre querido.

Antistrofa V

Lo que luego sucedió, ni lo he visto ni lo puedo decir; mas la ciencia de Calcas no era vana y la justicia muestra el porvenir a los que sufren. ¡Regocíjese aquel que prevé sus males! Es desesperar antes de tiempo. Lo que el oráculo anuncia se cumple manifiestamente. Sea la prosperidad, tal como lo desea esta que viene, el sostén único de la tierra de Apis.

EL CORO DE LOS ANCIANOS

Heme aquí, Clitemnestra, sumiso a tu potestad. Conviene honrar a la esposa del príncipe cuando éste ha dejado el trono vacío. Bien hayas recibido nuevas felices, o, sin que te hayan llegado, dispongas estos sacrificios en la esperanza de recibirlas, con alegría te oiré, y no te haré reconvención alguna si callas.

CLITEMNESTRA

Como se ha dicho, ¡nazca la aurora feliz de la noche materna! Escucha, y una alegría tendrás mayor que tu esperanza: los argivos son dueños de la ciudad de Príamo.

EL CORO DE LOS ANCIANOS

¿Qué dices? Unas palabras has dicho, y apenas las creo. CLITEMNESTRA
Digo que Troya es de los argivos. ¿No lo dije claro? EL CORO DE LOS ANCIANOS
La alegría me colma y excita mis lágrimas. CLITEMNESTRA
Ciertamente, tus ojos revelan tu bondad. EL CORO DE LOS ANCIANOS.
Mas ¿tienes testimonio seguro de tal noticia? CLITEMNESTRA
Lo tengo, en verdad, a no ser que algún Dios me engañe. EL CORO DE LOS ANCIANOS


¿Acaso diste fácil crédito a una visión en sueños? CLITEMNESTRA
Nunca tomara por verdades las ilusiones de mi mente dormida. EL CORO DE LOS ANCIANOS
¿Qué flotante rumor no es causa de tu gozo? CLITEMNESTRA
¿Dudarás por mucho tiempo de mi prudencia, cual si fuese yo una adolescente? EL CORO DE LOS ANCIANOS
Pues ¿cuándo se ha destruido la Ciudad? CLITEMNESTRA
En la misma noche de la que ha nacido este día. EL CORO DE LOS ANCIANOS
Y ¿qué mensajero ha podido llegarse con tal rapidez? CLITEMNESTRA
Hefesto ha mandado brotar, en el monte Ida, una luz brillante. De lumbre en lumbre y por la carrera del fuego, aquí la ha enviado. El Ida está frente al Hermayo, colina de Lemnos. Desde esta isla, la gran fogata saltó al tercer lugar, al Atos, montaña de Zeus. El resplandor de la hoguera, jubilosa y rápida, se ha lanzado desde aquella cumbre sobre la espalda del mar, y como un Helios, ha derramado sus luces de oro en las cavernas del Macisto. Inmediatamente, sin dejarse vencer por el sueño, han trasmitido aquí la noticia. El fulgor, proyectándose a lo lejos hasta el Euripo, ha llevado el mensaje a los vigías del Mesapio; y éstos, a su vez, prendiendo un montón de helechos secos, han suscitado la llama y han hecho correr la noticia. Y la luz, activa y sin desfallecer, volando sobre las llanuras de Asopo, como la brillante Selene, hasta la cumbre del Citerón, ha hecho brotar en él otro fuego. Los vigías han acogido esa luz llegada de larga distancia y han encendido una pira más resplandeciente aún, cuyo esplendor, por encima de la laguna de Gorgopis, lanzándose hasta el monte Egiplaxto, ha instado a los vigías a que no descuidasen el fuego. Han desplegado con violencia un gran torbellino de llamas, que abrasa la ribera, más allá del estrecho de Sarónico, y se extiende hasta el monte de Aracneo, próximo a la ciudad. Por último, esa luz que salió del Ida ha llegado a la casa de los Atridas. Tales son las señales que había yo dispuesto para que de una a otra se transmitiese la nueva. La primera ha vencido, y la última también. Tal es la prueba cierta de lo que te he contado. Mi esposo me lo ha anunciado desde Troya.

EL CORO DE LOS ANCIANOS

¡Oh, mujer! Gracias daré a los Dioses más adelante, pues quisiera oír y admirar aún esas palabras si las repitieses, continuamente.


CLITEMNESTRA

Hoy los aqueos son los dueños de Troya. Aun me parece oír los clamores opuestos que resuenan en la Ciudad. De igual modo, cuando se vierte vinagre y aceite en un mismo vaso, la discordia se interpone entre ambos y no se pueden unir. Así, también, vencedores y vencidos lanzan los gritos discordes de sus destinos contrarios. Aquí están abrazados a los cadáveres de mandos, hermanos, allegados, y los niños sobre los de los viejos. Los que padecen servidumbre lamentan el destino de los que tan caros les eran. Los vencedores, quebrantados por la fatiga del combate nocturno, y hambrientos, buscan en confusión los manjares que la Ciudad posee. Según la suerte, cada cual entra en las moradas cautivas de los troyanos, al abrigo de lluvias y rocíos, y como el que nada tiene, se va a dormir, sin guardas, la noche entera. Si respetan a los Dioses de la Ciudad conquistada y sus templos, no serán los vencedores a su vez vencidos. No arrastre la codicia desde el primer momento al ejército a cometer acciones impías, en su deseo de botín. Pues es necesario que vuelvan a salvo a sus casas, deshaciendo el camino que peligrosamente recorrieron. Si el ejército dejase atrás Dioses ultrajados, la ruina de los vencidos fuera bastante para despertar la venganza, aun cuando no se hubiesen cometido otros crímenes. Tales son las opiniones de una mujer. ¡Todo suceda manifiestamente para bien! ¡Concedida les sea toda prosperidad!

EL CORO DE LOS ANCIANOS

Mujer, hablaste con generosidad y como lo hubiese hecho un hombre prudente. No dudo de que cuanto me anunciaste es verdad, y voy a dar gracias por ello a los Dioses, pues de grandes trabajos digna recompensa han obtenido.

¡Oh, Rey Zeus! ¡y tú, Noche cara, que tan gran gloria nos diste, que tendiste una red espesísima sobre los muros de Troya para que nadie, hombre o niño, pudiera evadirse de las amplias mallas de la servidumbre! Gracias doy a Zeus hospitalario que tal quiso y que ya de antes tendía el arco contra Alejandro, para que la flecha, lanzada antes del tiempo oportuno, no se perdiese más allá de los astros.

Estrofa I

Los heridos por la venganza de Zeus pueden relatarla, y se les permite seguirla del principio al fin. Si alguno dijere que los Dioses no se curan de los mortales que huellan el honor de las sacras leyes, no es varón piadoso. Verdad manifiesta es para los descendientes de aquellos que atizaban una guerra tanto más inicua cuanto mayores eran las riquezas que en sus casas abundaban. Para que mi vida se vea preservada de infortunio, básteme la sabiduría; pues las riquezas de nada sirven al hombre que, insolente, huella para su propia ruina el ara santa de la Justicia.

Antistrofa I

La persuasión del crimen, hija funesta de Até, le arrastra con violencia, y vano es todo remedio. La culpa no queda borrada, antes adquiere mayor brillo con horrible luz. Cual moneda alterada por el roce y el uso, el culpable se ennegrece con el juicio por el que pasa. Niño que persigue a un pájaro huido, imprime a la Ciudad imborrable delito. No hay Dios que escuche ya las súplicas, y todos hacen que desaparezca el impío autor de tales crímenes. Así Paris entró en el hogar de los Atridas y manchó, con el rapto de una mujer, la hospitalaria mesa.

Estrofa II

Esa mujer, dejando a sus conciudadanos el chocar de escudos y de lanzas y el aprestar de naves, y llevando en dote a Ilión la ruina, ha entrado rápidamente por las puertas, osando cometer un crimen increíble. Y las casas así clamaban: "¡Ay! ¡Ay de la casa y los jefes! ¡Ay del lecho, paso de sus amores!


Ved mudo, deshonrado, sin amarga queja, al esposo de faz tranquila; pero sigue más allá de los mares a la esposa que echa de menos, y parece mandar como un espectro en la casa. Odioso le es el encanto de las más bellas estatuas. Ya su belleza no existe, pues no tienen expresión ni pupilas."

Antistrofa II

Las sombras de la noche no dan sino ilusiones vanas. ¡Vana, en efecto, la visión feliz que se desvanece en alas del sueño, esquivando las manos que la persiguen!... Tales eran los dolores sentados al hogar, en la casa, y otros mayores aún. Por todas partes casas afligidas, por los que así han dejado la tierra de Hélade. Numerosos pesares han colmado nuestro corazón. ¡Cada cual sabe los que ha enviado, pero sólo vuelven a la casa urnas y cenizas, y no ya seres vivos!

Estrofa III

Ares, que trueca cadáveres por hombres y mide el peso de las lanzas en el combate, no manda desde Ilión a los parientes sino restos miserables consumidos por el fuego y urnas llenas de cenizas en vez de hombres. Lloran unos y loan a un guerrero diestro en el combate. Aquel otro ha sucumbido con honra en la pelea por una mujer que le era extraña. Así, todos, por lo bajo, murmuran inflamados, y un rencoroso dolor se alza sordamente contra los príncipes Atridas. Otros tienen sus tumbas en derredor de las murallas de Ilión, y tierra enemiga los guarda en su seno.

Antistrofa III

Horrible cosa es el rencor de los ciudadanos airados, y cara se paga la maldición pública. Inquieto me tiene alguna desgracia escondida en la sombra. Los Dioses vigilan con los ojos bien abiertos a los que cometieron asesinatos numerosos. Las negras Erinnis mudan la fortuna de un hombre injustamente venturoso; húndenle en tinieblas y él desaparece. Terribles son la loa y la envidia exageradas, que el rayo brota de los ojos de Zeus. Dicha no envidiada prefiero. ¡No sea yo destructor de ciudades, ni sometido esté al yugo de otro!

Épodo

Rápidamente la nueva se ha esparcido por toda la Ciudad, traída por el fuego. ¿Es cierta? ¿Es una mentira enviada por los Dioses? ¡Quién sabe! ¿Quién ha de ser tan niño o tan necio que encienda su espíritu en esa señal de la llama y llore después, viendo desmentida la nueva? Es propio de la mujer, antes de toda certidumbre, derramarse en acciones de gracias por un acontecimiento feliz. La mente femenina es propensa a la credulidad, mas victoria que anuncia, pronto se desvanece.

CLITEMNESTRA

En breve hemos de saber si esos mensajes de antorchas, fuegos y señales luminosas han dicho verdad, o si ese bienhadado fulgor, como el de los sueños, ha engañado a mi mente. Veo venir de la ribera un heraldo coronado de ramas de olivo. El polvo, hermano sediento del iodo, me da testimonio de ello. No ha de ser ya mudo ese mensaje, y no te lo traerán sólo fuegos alimentados con ramas de los montes y humaredas de pira. Alegría mayor han de darnos sus palabras. Maldijera yo cualquier otra noticia. Así nos las traiga tan felices como las de los fuegos que vimos.

TALTIBIO


¡Oh, tierra de la patria, tierra de Argos! ¡Después de diez años vuelvo por fin a tu seno y logro una esperanza mía, cuando tantas otras se han roto! No osaba yo, ciertamente, esperar ya, muerto en esta tierra de Argos, hallar en ella la deseada sepultura. Mas ahora, ¡salve, oh, tierra! ¡Salve, luz de Helios!
¡Zeus, rey sumo de este país! ¡Y tú, príncipe Pitio, que, volviendo contra nosotros tus flechas, no nos persigues ya con tu arco y que por largo tiempo te precipitaste ya contra nosotros, a orillas del Escamandro! Sé ahora, príncipe Apolo, salvador y protector nuestro. Invoco también a todos los Dioses que presiden los combates, a Hermes, heraldo amado, y a los heraldos venerables, y a los guerreros que nos han enviado. ¡Muéstrense benévolos al regresar del ejército que ha sobrevivido a la guerra! ¡Salve, casa real, techos queridos, templos sagrados de los Dioses, Demonios que miráis cómo Helios se levanta! Si jamás, en otro tiempo, acogisteis con ojos amigos al rey de esta tierra, recibidle igualmente ahora que vuelve pasado tanto tiempo. ¡El Rey Agamenón retorna, trayéndoos la luz a esta oscuridad de que todos participáis! Acogedle magníficamente, pues conviene así, ya que ha devastado en su venganza el suelo de Troya con la reja de Zeus. Derribados han sido los templos y las aras de los Dioses, y aniquilada toda la raza que pobló aquella tierra. Luego de imponer tal freno a Troya, ha vuelto
el Atrida, el Rey augusto, el hombre feliz. De cuantos mortales existen, ninguno más digno de honor. Ni Alejandro, ni la Ciudad su cómplice, pueden vanagloriarse de crímenes mayores que los daños sufridos. Lo que arrebató y robó por un crimen, su presa, le ha sido arrancada, y así ha derribado hasta los cimientos la casa de sus padres. Con doble pena expiaron su mala acción los priamidas.

EL CORO DE LOS ANCIANOS

¡Bien venido, oh, heraldo, enviado del ejército aqueo! TALTIBIO
Bien venido soy, y aunque ahora muriese, no detestaría por ello a los Dioses. EL CORO DE LOS ANCIANOS
¿Te apenaba, pues, la nostalgia de tu patria? TALTIBIO
Sí, tanto, que la alegría del regreso me llena los ojos de lágrimas. EL CORO DE LOS ANCIANOS
Así, pues, ¿padecías tan dulce mal? TALTIBIO
¿Qué dices? Revélame el sentido de tus palabras. EL CORO DE LOS ANCIANOS
¿Eras presa de la nostalgia de quien sentía nostalgia por ti? TALTIBIO
¿Dices que la patria y el ejército se echaban de menos el uno al otro?


EL CORO DE LOS ANCIANOS

¡Cuánto sufrí en el fondo de mi corazón entristecido! TALTIBIO
¿De dónde nació vuestra inquietud por el ejército? EL CORO DE LOS ANCIANOS
Ha mucho tiempo que el remedio de mis males es callar. TALTIBIO
Pues ¿qué teníais en ausencia de vuestros señores? EL CORO DE LOS ANCIANOS
Ahora, según dijiste, lo mejor es morir. TALTIBIO
Ciertamente, pues buen fin alcanzaron mis deseos. Lo que ocurre en un largo espacio de tiempo trae, ya bienes, ya males. ¿Quién, si no los Dioses, pueden pasar la vida sin desgracia? En efecto, si quisiera yo recordar las nuestras, los accidentes de las naves, los ocios raros y peligrosos, ¿qué día no habremos sufrido y gemido? En tierra nuevas fatigas nos asaltaron. Teníamos los lechos bajo las murallas enemigas; los rocíos de Urano y de la tierra nos empapaban, calamidad de nuestras vestiduras, y hacían que se nos erizase el cabello. ¡Y si alguien nos hablara del invierno, asesino de aves, intolerable para nosotros por la nieve Idia, o del calor, cuando el mar, al mediodía, abandonado por el viento, se dormía inmóvil en su lecho! Mas ¿para qué quejarse ya? El trabajo pasó; pasó también para los que han muerto y que ya nunca más se cuidarán de levantarse. ¿De qué sirve contar los muertos?
¿De qué les sirve contarlo a los vivos? Antes conviene regocijarse de haber escapado de tantas desdichas. Para nosotros, que estamos salvos, en el ejército aqueo, el bien prevalece y el mal no puede luchar contra él. Glorifiquémonos a la luz de Helios; ciertamente, ello es justo, después de haber sufrido tanto por tierra y por mar; "Tomada está Troya, y la flota de los argivos ha consagrado los despojos a los Dioses que se honran en Hélade, y los ha colgado en sus casas, como trofeo antiguo." Después de oír esto, alabemos a la ciudad y a los caudillos, y honremos a Zeus, que lo hizo. Todo lo sabes ya.

EL CORO DE LOS ANCIANOS

Tus palabras me han convencido, no te lo negaré. El deseo de saberlo todo siempre está despierto en los ancianos. A esta casa real y a Clitemnestra conviene, en verdad, el regocijo; mas también a mí me colma de alegría.

CLITEMNESTRA

Tiempo hace ya que dejé brillar mi alegría, desde el punto en que anoche la mensajera llama nos hubo anunciado la toma y destrucción de Troya. Entonces, me dijeron, vituperándome: "¿Piensas, por la fe de esas inflamadas antorchas, que Troya ha sido saqueada ya? ¡Dejarse transportar de alegría con tal prontitud, propio es de mujeres!" A juzgar por estas palabras, ciertamente, insensata era yo. Hice, sin


embargo, sacrificios, y por todas partes, en la ciudad, voces de júbilo, como de mujeres, elevaban acciones de gracias en los templos de los Dioses, y cantaban en el instante en que se amortigua la llama olorosa del incienso consumido. Ahora, ¿es necesario que me refieras lo demás? Por el Rey mismo he de saberlo todo. Apresurarme quiero a recibir lo mejor posible al esposo venerable que vuelve a su patria. En efecto, ¿qué día más grato para una mujer sino aquel en que, trayendo de la guerra un Dios a su marido sano y salvo, le abre las puertas? Ve a decir a mi esposo que venga presto, según el deseo de los ciudadanos, y que hallará en sus moradas a su fiel mujer tal como la dejara, perra para la casa, dulce con él, mala para con sus enemigos, semejante a sí misma en todo lo demás y sin haber violado el sello de su fe en tiempo tan largo. Ni conozco más los placeres y pláticas culpables con otro hombre que conozco el temple del bronce.

TALTIBIO

Tal loa de sí mismo, cuando está henchida de verdad, bien puede pronunciarla una mujer, con honor.

EL CORO DE LOS ANCIANOS

Así acaba de declararte todo su pensamiento, en hermosas palabras para que la conozcas. Mas, habla, heraldo; dime si vuelve Menelao con vosotros, sano y salvo de la guerra, aquel rey tan amado por los argivos.

TALTIBIO

No os daré nuevas felices, sino falsas; amigos, no gozaríais de ellas mucho tíempo. EL CORO DE LOS ANCIANOS
¡Así nos des noticias felices, pero verdaderas! Fácilmente descubriremos las falsedades. TALTIBIO
Aquel guerrero ha desaparecido del ejército aqueo; él y su nave han desaparecido. No digo mentira. EL CORO DE LOS ANCIANOS
¿Se ha separado de vosotros abiertamente al salir de Ilión, o una tempestad, sufrida por todos, le arrastró lejos de la escuadra?

TALTIBIO

Diste en el blanco, como hábil arquero. Brevemente referiste un gran desastre. EL CORO DE LOS ANCIANOS
¿Qué dicen de él los demás marinos? ¿Vive o es muerto? TALTIBIO


Nadie lo sabe, nadie puede dar noticia cierta de él, a no ser Helios, de quien procede la fuerza generatriz de la tierra.

EL CORO DE LOS ANCIANOS

Dinos cómo ha sobrevenido y cómo ha cesado esa tempestad excitada contra las naves por la cólera de los Dioses.

TALTIBIO

No conviene profanar un día feliz relatando malas nuevas; pero tal es el premio de los Dioses. Cuando un mensajero anuncia con rostro entristecido la terrible derrota de un ejército deshecho, la herida de un pueblo todo, ciudadanos innumerables arrojados de mil moradas con el doble azote blandido por Ares, con la doble lanza sangrienta, ciertamente, el que tales desgracias anuncia puede cantar el Peán de las Erinnis; pero yo que llego, alegre mensajero de victoria, a un pueblo pleno de júbilo, ¿cómo mezclaré bien y mal con el relato de esa tempestad que la ira de los Dioses ha precipitado sobre los argivos? El fuego y el mar, que antes se aborrecían, hanse conjurado, y han dado muestra de alianza en la destrucción de la infeliz armada de los argivos. La cólera del mar desencadenóse en la noche. Los vientos tracios hicieron chocar las naves, rompiéndolas; y otras, clavando furiosamente sus espolones, entre torbellinos y torrentes de lluvia, desaparecieron y perecieron, arrastradas al abismo por un terrible piloto. Al volver la brillante luz de Helios, vimos el mar Egeo todo florecido de cadáveres de los héroes aqueos, y despojos de naves. Un dios, no un hombre, rigiendo el timón, dejó salva nuestra sola nave y la arrancó del naufragio, o intercedió por nuestra salvación. La fortuna protectora vino a sentarse, propicia, en nuestro navío, que no se vio tragado por el torbellino de las olas, ni estrellado contra las rocas costeñas. Habiendo escapado por fin de la muerte en el mar, vueltos a la clara luz del día y apenas convencidos de nuestra salvación, pensábamos con pena en el reciente desastre de la escuadra, dispersa o sumergida. Y ahora, si algunos de ellos viven aún, pensarán en nosotros como en muertos. ¿Por qué no?, pues nosotros creemos que tal ha sido su destino. Mas que todo haya sido lo mejor. Entonces, ciertamente, puedes esperar que Menelao vuelva a aparecer antes que todos. Pues si algún rayo de Helios le ilumina aún, vivo y con los ojos abiertos por voluntad de Zeus, que no ha querido aniquilar a esta raza, esperanzas hay de que vuelva a su casa. Sabe que lo que oíste de mí es la verdad.

EL CORO DE LOS ANCIANOS

Estrofa I

¿Quién con tanta verdad le ha llamado así, sino alguien invisible y que, previendo el destino, mueve nuestra lengua hasta en las cosas fortuitas? ¿Quién ha llamado a esa Helena, la esposa causa de la guerra y a quien se busca con la lanza? Perdición de navíos, guerreros y ciudades, ha huido en el soplo del gran Céfiro, lejos y de las muelles y ricas colgaduras de la cámara nupcial; e innumerables guerreros, portando escudos, como cazadores sobre su pista, han perseguido la nave, que se iba borrando ante sus ojos hasta las sombreadas riberas del Simois, en donde habían de lanzarse a empeñar sangriento combate.

Antistrofa I

Dolorosa ha sido para Ilión unión tal. La venganza se ha cumplido, infligiéndose a los culpables el castigo de la mesa hospitalaria mancillada y de Zeus hospitalario ultrajado, y castigándose a los priamidas por haber cantado el himno himeneo para honrar a los recientes esposos. En verdad, la


antigua ciudad de Príamo ha cantado después un himno más doloroso, gimiendo por Paris, el esposo funesto, porque, desde entonces, ha gemido sin cesar a causa de la miserable muerte de sus ciudadanos.

Estrofa II

Cierto hombre ha criado un león funesto, que arrancó del pecho amado. En los primeros tiempos de su vida es manso, cariñoso para con los niños y grato a los ancianos. Tiénenle en brazos a menudo, como a recién nacido, juega con la mano que le acaricia y hace halagos, famélico.

Antistrofa II

Más adelante, crecido, manifiesta el natural de su raza. En pago del alimento que se le da, proporciónase una comida no dispuesta, devorando corderos. Toda la casa está manchada de sangre. El dolor de los siervos es impotente contra tan terrible y mortífero azote. Es un sacrificador de Até el que ha sido criado en la casa, por acuerdo celeste.

Estrofa III

Tal ha llegado a Ilión Helena, tranquila como el mar en calma, ornato de la riqueza, encanto de la mirada, flor del deseo perturbador de corazones. Mas cambió, llevando a cabo las nupcias fatales, huésped terrible y funesto enviado a los priamidas por Zeus hospitalario, Erinnis execrable para las esposas.

Antistrofa III

Adagio antiguo es, mucho tiempo ha conocido entre los hombres, que la perfecta felicidad no muere estéril, y que irreparable miseria nace de dichosa fortuna. Yo tengo esta idea muy diversa: que una acción impía engendra toda una generación semejante, al paso que la justicia no engendra en las casas sino una raza tan hermosa como ella misma.

Estrofa IV

Ciertamente, tarde o temprano, una iniquidad antigua engendra, llegado el momento, una iniquidad nueva entre los hombres perversos: horror a la luz; espíritu de iniquidad, invencible, indomable; impiedad; audacia; negras discordias en las casas; raza en todo semejante a sus progenitores.

Antistrofa IV

La Justicia brilla en el ahumado hogar y glorifica una vida honrada. Desvía los ojos del oro y de las riquezas que manchan las manos, y busca una santa habitación. Desprecia el poder tildado de infamia, y lo guía todo a fin merecido.

EL CORO DE LOS ANCIANOS

¡Ya estás aquí, Rey, destructor de Troya, hijo de Atreo! ¿Cómo llamarte? ¿Cómo venerarte, ni demasiado, ni con defecto, en la justa medida? Muchos hombres hay que no gustan sino de apariencias y desdeñan la justicia. Todos están dispuestos a llorar con los desgraciados, pero el dolor no muerde el corazón. Con los dichosos todos se regocijan, poniendo rostro semejante al suyo, y condenándose a reír. Mas al que conoce bien a los hombres, los ojos no le engañan, y no se deja halagar por falsa benevolencia y por las lágrimas de una amistad fingida. Yo, no he de ocultártelo, cuando arrastrabas al


ejército por causa de Helena, insensato te creí, porque pensé que era imprudente conducir, a pesar suyo, a los hombres a la muerte. Ahora, victoriosos, piensan en sus males allá en el fondo de su corazón y con alegría sincera. Más tarde sabrás quién ha obrado bien o mal entre los ciudadanos que están en la Ciudad.

AGAMENÓN

Justo es, ante todo, saludar a Argos y a los Dioses de la patria, que, dándome ayuda, han favorecido mi retorno y la justa venganza que he tomado de la ciudad de Príamo. Los Dioses no han discutido la causa. Todos, unánimes, han decretado, echando sus votos en la urna sangrienta, la ruina de Ilión y la matanza de sus guerreros. En la otra urna quedó la esperanza, sin que nadie pusiera en ella mano. Ahora, por el humo se reconoce la ciudad destruída. Las tempestades de la ruina truenan victoriosas en ella y la movible ceniza exhala allí los vahos de una antigua riqueza. Por eso hay que elevar a los Dioses acciones de gracias. Hemos tendido redes inevitables, y por una mujer, el monstruo argivo, hijo del caballo, ha destruido la ciudad. Todo un pueblo, portando escudos, se ha precipitado de un salto al caer de las Pléyades. El famélico león ha traspuesto las murallas y ha bebido hasta saciarse la sangre real. Ante todo, debía yo hablar así de los Dioses, pero recuerdo tus palabras y digo como tú: A pocos hombres ha sido dado no envidiar a un amigo feliz. Un veneno invade el corazón del envidioso. Doblegado por su sufrimiento, gime al agobio de sus propios males, cuando ve la dicha ajena. Digo esto, sabiéndolo, porque he conocido bien el espejismo de la amistad, sombra de una sombra, en todos los que parecían ser mis amigos. Ulises no más, que no se había dado al mar con gusto, una vez atado al yugo conmigo, ha sido para mí sólido compañero. De él lo digo, esté vivo o muerto. De lo demás, de cuanto concierne a la Ciudad y a los Dioses, deliberaremos juntos en el ágora. Haremos que lo bueno siga como hasta ahora y persista; mas si algo necesita remedio, trataremos de curar los males con sabiduría, cortando y quemando. Ahora, entrándome en mi casa, junto a mi hogar, levantaré las manos hacia los Dioses que me han traído de tan lejos de ella. La victoria que siempre me asistió, a mi lado esté en este día.

CLITEMNESTRA

Ciudadanos, ancianos argivos que aquí estáis, no me avergüenzo ya de revelar ante vosotros mi amor a mi marido. La vergüenza se disipa con el tiempo en el corazón de los hombres. No repetiré lo que otros han sentido, contando mi vida infeliz durante los largos años que él pasara en Ilión. Lo primero es desdicha grande para una mujer, estar sola en la casa, lejos de su marido. Oye innumerables rumores nefastos que le traen una noticia siniestra, y después de ésta, otra aún peor. Si el Rey hubiese sido herido tantas veces como la fama traía a esta mansión, más traspasado estuviera que una red. Si hubiese muerto tantas veces como el rumor lo ha esparcido, pudiera, nuevo Gerión de triple cuerpo, vanagloriarse de haber revestido tres túnicas en la tierra, pues nada diré de la que se lleva bajo tierra, y dentro de cada una hubiese muerto una vez. A menudo han roto con violencia los lazos con que me oprimía el cuello, a causa de tan siniestras voces. Por eso tampoco está aquí, como convendría, Orestes, tu hijo, prenda de mi fe y de la tuya. Mas no te asombres. Lo educa un huésped benévolo, Estrofio el Forense, que me predijo dos riesgos futuros, el que tú corrías ante Ilión y la anarquía del pueblo que turbaba el senado público y lo pisoteaba, tanto más cuanto más bajo hubiese caído, como es natural en los hombres. Tal es la razón sincera de lo que yo hice. En cuanto a mí, secas están las henchidas fuentes de mis lágrimas, y ni una gota queda ya por tantas noches de insomnio que mis ojos sufrieron, mientras te lloraba esperando las señales de las hogueras que nunca aparecían. Me desvelaba el ligero murmullo de los mosquitos aleteando y veía mayores males caer sobre ti de los que soñaba dormida. Mas después de sufrir por tantas fatigas, puedo decir, alborozada en el corazón: ¡He aquí el hombre, el perro del establo, el cable salvador de la nave, la sólida columna de la elevada mansión, que es como el unigénito para el padre, semejante a la tierra que, contra toda esperanza, surge ante los marinos en brillante luz, pasada la tormenta, como el surtir de un manantial para el viajero sediento. Dulce es para mí que te


hayas librado de todos los peligros. Ciertamente, eres digno de que así te salude sin reserva, ya que tantos males he padecido. Ahora, cabeza amada, desciende del carro, mas no pongas en el suelo, ¡oh, Rey!, el pie que derribara a Ilión. Esclavos, ¿por qué tardáis? ¿No os ordené que cubrieseis su camino con alfombras? ¡Pronto! Cúbrasele de púrpura el camino, mientras se dirige a la casa que no esperó ver más, para que se le conduzca con honor, puesto que así conviene. En cuanto a lo demás, con ayuda de los Dioses cumpliré lo que el destino quiere, sin debilitar mi vigilancia.

AGAMENÓN

Guardadora de mis moradas, hija de Leda, hablaste a medida de mi ausencia, largamente; mas, para que con justicia sea loado, es fuerza que otros me rindan tal honor. No me trates, empero, blandamente, a modo de mujer, o como a rey bárbaro. Nadie se prosterne ante mí lanzando altos clamores, ni se despierten envidias tendiendo alfombras a mi paso. No es lícito honrar así más que a los Dioses. No sin temor, yo que soy sólo un hombre, sabría, andar sobre púrpura. Quiero que me honren como a hombre, no como a Dios. El clamor público crecerá sin que necesite de alfombras ni púrpura. La sabiduría es el don más preciado de los Dioses. Sólo puede llamarse feliz al que ha acabado sus días en la prosperidad. Buena esperanza tuviera yo si mi dichosa fortuna presente se me concediera en todo.

CLITEMNESTRA

No te niegues a mi deseo. AGAMENÓN
Sabe que mi mente no ha de cambiar. CLITEMNESTRA
¿Has prometido a los Dioses, por temor, hablar así? AGAMENÓN
Si los demás ignoran, yo sé por qué lo hago. CLITEMNESTRA
¿Qué crees tú que hubiese hecho Príamo vencedor? AGAMENÓN
Creo que hubiese caminado sobre púrpura. CLITEMNESTRA
Mas no temas el vituperio de los hombres. AGAMENÓN
La voz del pueblo es, en verdad, omnipotente.


CLITEMNESTRA

No es envidiable el que no es envidiado. AGAMENÓN
Conviene que la mujer no sea tenaz. CLITEMNESTRA
Honra para el vencedor es ser vencido. AGAMENÓN
Así, pues, ¿tanto estimas tal victoria? CLITEMNESTRA
¡Convengo en ello! Cédeme de buen grado victoria tal. AGAMENÓN
En tal caso, si es tu gusto, desátenseme pronto estas sandalias, esclavas hechas al pie, para que ningún Dios me mire caminar sobre esa púrpura de lejos con ojos de envidia. Harto me avergonzaría, en verdad, de mancillar, hollándolos, esas riquezas y tejidos que tanto costaron. Mas basta ya. Recibe con benevolencia a esta extranjera en las moradas. Un Dios mira favorable desde lo alto a quien manda con dulzura, pues nadie se somete de grado al yugo de la servidumbre. Esta que me ha seguido es flor escogida entre riquezas innumerables, don del ejército. Y puesto que cambié de propósito, y para complacerte en ello, entro en la casa hollando púrpura.

CLITEMNESTRA

Tenemos el mar, que nadie puede agotar, que cría abundante la púrpura, tan preciosa como la plata, riquísimo tinte de las vestiduras. Gracias a los Dioses, ¡oh, Rey!, nuestra casa encierra hartas riquezas de este género y no conoce la indigencia, ¡Cuántos tejidos hubiese yo dedicado a que tus pies los hollaran, de haber querido los oráculos que así comprase la vuelta de tu alma! Mientras la raíz está salva, el follaje lanza su sombra sobre esta mansión, defendiéndola contra el can Sirio. Tu retorno al hogar doméstico es como calor de estío en mitad del invierno. Cuando Zeus hace hervir el vino en el racimo verde, fresca brisa penetra en la casa si el jefe está de vuelta. ¡Zeus! ¡Zeus, tú, que todo lo cumples, recibe mis votos y recuerda lo que te queda por cumplir!

EL CORO DE LOS ANCIANOS

Estrofa I

¿Por qué el presagio vuela constante en torno de mi corazón como un presentimiento? ¿Por qué resuena la adivinación no invocada, cuya voz no recibe precio? ¿Por qué, rechazándolo como a sueño oscuro, la cierta confianza no puede asentarse en mi mente? Lejos está ya el tiempo en que las naves permanecían amarradas por los cables a esta orilla, de donde zarparon con rumbo a Ilión.


Antistrofa I

¡Veo su retomo, con mis ojos; testigo de él soy, no tengo esperanza ni confianza y mi espíritu canta, mas no con la lira, el lamento de Erinnis! No engaña el corazón agitado por el presentimiento de la expiación cierta. ¡A los Dioses pido que desmientan una parte de mis terrores y no se cumpla!

Estrofa II

La más firme naturaleza acaba en dolores inevitables, pues la enfermedad vive junto a ella y una misma pared tan sólo las separa. El destino del hombre, en recto correr, choca siempre con un escollo oculto; pero si la prudencia manda que se eche al mar algo del rico cargamento, no perece toda una casa agobiada por las desdichas, y no se sumerge la nave. Ciertamente, la abundancia que Zeus envía, las cosechas que anualmente brotan de los surcos, curan el hambre pública.

Antistrofa II

Pero ¿qué encantamiento llamará otra vez a la sangre vertida en la tierra, a la sangre negra de un hombre degollado? ¿No fulminó Zeus tiempo atrás al Sapientísimo que intentara sacar a los muertos del Hades? Si la Moira divina no me prohibiese decir más, mi corazón, adelantándose a mi lengua, todo lo hubiese revelado. Mas estremécese en la sombra, impaciente de cólera, y sin que espere, lleno de inquietudes, hablar nunca a tiempo.

CLITEMNESTRA

¡Entra tú también, Casandra! Ya que Zeus, benévolo, quiere que en esta morada participes de los quehaceres comunes, con siervos numerosos, ante el altar doméstico, baja del carro y renuncia al orgullo. Dicen que el hijo de Alcmena también fue vendido y obligado a soportar el yugo. Cuando la necesidad reduce a esto la fortuna, gran ventura es el dar en manos de señores de antiguo opulentos. Los que sin haberlo esperado acaban de lograr rica cosecha, duros son en todo y sin equidad para con sus siervos. A nuestro lado, cuanto necesites has de tener.

EL CORO DE LOS ANCIANOS (a Casandra)

Claro te habló. Si presa te hallaras en las redes fatales, obedecieras de fijo. Obedece, pues. ¿No quieres?

CLITEMNESTRA

A menos que, semejante a la golondrina, sea su lenguaje desconocido y bárbaro, mis palabras entrarán en su mente y sabré persuadirla.

EL CORO DE LOS ANCIANOS

Accede en ello. Te aconseja lo mejor en el estado presente. Obedece. No te quedes sentada en tu carro.

CLITEMNESTRA

Me falta valor para esperarla ante las puertas; las ovejas que han de ser degolladas y quemadas alíneanse ante el hogar, en medio de la casa, pues tenemos un júbilo que ya nunca jamás esperábamos.


Tú, si quieres hacer lo que dije, no tardes; mas si no entendiste mis palabras, contéstame por señas, como los bárbaros.

EL CORO DE LOS ANCIANOS

Ciertamente, la extranjera necesita intérprete. Tiene aspecto de animal feroz recién cogido. CLITEMNESTRA
Así es, loca está, y obedece a insensato espíritu esta mujer, que, abandonando su ciudad, ayer tomada, como esclava viene aquí. No se hará al freno sin mancharlo antes de sangrienta espuma. Mas no quiero pasar por la afrenta de seguir hablándole.

EL CORO DE LOS ANCIANOS

A mí la piedad me domina, y no me irrito. Anda, ¡oh, infeliz! deja ese carro, cede a la necesidad, haz el aprendizaje de la esclavitud.

CASANDRA

Estrofa I

¡Oh, Dioses, Dioses! ¡oh, tierra! ¡oh, Apolo! ¡oh, Apolo! EL CORO DE LOS ANCIANOS
¿Por qué clamas a Loxias? No es dios a quien se invoque con lamentos. CASANDRA
Antistrofa I

¡Oh, Dioses, Dioses! ¡oh, tierra! ¡oh, Apolo! ¡oh, Apolo! EL CORO DE LOS ANCIANOS
Otra vez invoca con gritos desesperados al dios que no escucha lamentaciones. CASANDRA
Estrofa II

¡Apolo! ¡Apolo! ¡Tú que me arrebatas! ¡Verdadero Apolo para mí! ¡De nuevo me perdiste! EL CORO DE LOS ANCIANOS
Parece predecir sus propias desgracias. El espíritu de los Dioses aún mora en ella, por más que sea esclava.

CASANDRA

Antisfrofa II

¡Apolo! ¡Apolo! ¡Tú que me arrebatas! ¡Verdadero Apolo para mí! ¿Adónde me condujiste? ¿A qué morada?

EL CORO DE LOS ANCIANOS

A la morada de los Atridas. Si no lo sabes, te lo digo, y así es la verdad. CASANDRA
Estrofa III

¡Hogar detestado por los Dioses! ¡Cómplice de innumerables asesinatos y suplicios de horca!
¡Degollación de un marido! ¡Suelo que la sangre humedece!

EL CORO DE LOS ANCIANOS

Sagaz parece la extranjera, como perro de caza. Husmea los crímenes que ha de descubrir. CASANDRA
Antistrofa III

En verdad, creo a estos testigos, a estos niños que lloran, degollados, a estas carnes que, asadas, come un padre.

EL CORO DE LOS ANCIANOS

Ya conocíamos, en efecto, que eras adivina; mas ninguna necesidad de adivinos tenemos. CASANDRA
Estrofa IV

¡Ay! ¡Dioses! ¿Qué se trama? ¿Qué grande y nueva desgracia meditan en estas mansiones, horrible para seres allegados, y sin remedio? ¡Harto lejos está el socorro!

EL CORO DE LOS ANCIANOS

Esto no lo entiendo. Las demás profecías bien las conozco; en toda la ciudad se repiten. CASANDRA
Antistrofa IV

¡Ah! ¡Miserable! ¿Lo harás? ¡Vas a lavar en el baño al que compartió tu lecho! ¿Cómo diré lo demás? Pronto ha de ocurrir. Alarga ella el brazo y de la mano se apodera.

EL CORO DE LOS ANCIANOS


No he entendido aún. Otros tantos enigmas se presentan en oscuros oráculos. No sé qué pensar. CASANDRA
Estrofa V

¡Ay! ¡ay! ¡Dioses, Dioses! ¿Qué es eso? ¿será alguna red del Hades? ¡Es el velo que envuelve a los esposos, el instrumento del crimen! ¡Erinnis insaciables de esta raza, gritad lúgubremente por este horrible asesinato!

EL CORO DE LOS ANCIANOS

¿A qué Erinnis mandas lanzar gritos sobre esta mansión? No me hacen gracia tus palabras. La sangre, de color de púrpura, se me vuelve al corazón. Es como si me hubiesen clavado una lanza; como la sombra sobre los rayos de una vida expirante. En verdad, rápida es Até.

CASANDRA

Antistrofa V

¡Ay! ¡Ay! ¡Vedlo, vedlo! ¡Alejad al toro de la vaca! ¡Le hiere, enredándose en un velo las negras astas! Cae él en el agua del baño, os lo digo, en el baño de la astucia y el crimen.

EL CORO DE LOS ANCIANOS

Me lisonjeo de ser hábil intérprete de oráculos, mas pienso que éste oculta alguna desdicha. ¿Qué prosperidades predijeron jamás los oráculos a los hombres? La ciencia antigua de los Adivinos no anuncia más que males y no ofrece sino terror.

CASANDRA

Estrofa VI

¡Ay! ¡Ay! ¡Desgraciada! ¡Oh, lamentables miserias mías! Lloro y gimo también, en efecto, por mi propia calamidad. ¿Por qué me condujiste aquí, desgraciada de mí, si no es para que muriese contigo?
¿Por qué?

EL CORO DE LOS ANCIANOS

¿Así estás poseída por el furor del soplo divino, que por ti misma te lamentas en gritos discordantes? Así el pardo ruiseñor, insaciable de gemidos, ¡ay!, y pasándose la vida entre penas con el corazón desgarrado, va gimiendo: ¡Itis! ¡Itis!

CASANDRA

Antistrofa VI

¡Oh, Dioses, Dioses! ¡El destino del ruiseñor sonoro! Los dioses le dieron cuerpo alado y dulce vida sin dolor; pero a mí lo que me está reservado es verme desgarrada por la espada de dos filos.


EL CORO DE LOS ANCIANOS

¿De dónde te vienen esa angustia vana y profética que te invade, esos gritos terribles y funestos, esos cantos agudos? ¿Por qué frecuentas los oscuros caminos de la cólera adivinatriz?

CASANDRA

Estrofa VII

¡Oh, nupcias de Paris, funestas a los suyos! ¡Oh, Escamandro, río de la patria! En aquel tiempo, junto a tus aguas, ¡infeliz!, mi juventud medró. ¡Ahora, a las riberas del Cocito y del Río doloroso iré presto a vaticinar!

EL CORO DE LOS ANCIANOS

Muy claras son las palabras que me dijiste; un niño las entendiera. Hasta lo profundo me desgarra el corazón mordedura sangrienta, cuando te oigo gemir y lamentarte por tu infeliz destino.

CASANDRA

Antistrofa VII

¡Oh, trabajos! ¡Trabajos de una Ciudad para siempre derribada! ¡Sagradas fiestas de mi padre al pie de las torres! ¡Inmolación de bueyes innúmeros en nuestras dehesas! ¡Nada pudo salvar a la Ciudad de su ruina presente, y yo, ardiendo toda en el soplo divino, pronto reposaré sobre la tierra!

EL CORO DE LOS ANCIANOS

Esas palabras no desmienten las que antes dijiste; mas ¿qué Demonio fatal se agita en ti, constriñéndote a cantar el dolor, el luto y la muerte? No sé lo que va a pasar.

CASANDRA

¡El oráculo no ha de seguir ya mirando a través de unos velos, como doncella desposada, mas he aquí que va a brillar y resplandecer a la salida de Helios! ¡Resoplando y rugiendo como la mar erizada, desdicha más terrible que esa va a espumar a la luz! Y no seguiré hablando con enigmas. Y sed vosotros testigos de que mi carrera sigue sin torcerse, al olfato, la pista de las desgracias que se cumplieron aquí tiempo atrás. ¡No abandona estas moradas el Coro discorde y espantoso de oir! ¡Para excitar su rabia ha bebido sangre humana, sin dejar esta mansión, el rebaño de las Erinnis que nadie puede ahuyentar! Siempre sentadas en estas mansiones, cantan el crimen, el primero de todos. Luego maldicen al que violó el lecho del hermano. Ahora, ¿he errado el blanco o lo acerté como diestro arquero? ¿Soy adivinadora falsa de las que charlan llamando a las puertas? Sé testigo. Declara y jura que los crímenes antiguos de estas moradas los conozco bien.

EL CORO DE LOS ANCIANOS

¿Para qué jurar y declarar? ¿Ha de salvarnos eso? Ciertamente, me admira que, educada más allá del mar, en ciudad extranjera, puedas hablar como si siempre hubieras estado aquí.

CASANDRA


EL CORO DE LOS ANCIANOS

¿No estaba enamorado el Dios? CASANDRA
En otro tiempo, el pudor me hubiera impedido confesarlo. EL CORO DE LOS ANCIANOS
Claro es: el que posee un poder abusa de él. CASANDRA
Fue luchador valiente, pues su corazón estaba henchido de amor hacia mí. EL CORO DE LOS ANCIANOS
¿Le concediste que a ti se uniese, como lo hacen los que se aman? CASANDRA
Tal prometí, pero engañé a Loxias. EL CORO DE LOS ANCIANOS
¿Estabas ya dotada del arte de adivinar? CASANDRA
Ya profetizaba todas sus desdichas a nuestros conciudadanos. EL CORO DE LOS ANCIANOS
Pero ¿la ira de Loxias te perdonó? CASANDRA
Nadie me cree ya desde que así mintiera. EL CORO DE LOS ANCIANOS
Pero nos pareces adivinadora verídica. CASANDRA
¡Ay! ¡Ay de mí! ¡Oh, desgracia! ¡Otra vez el trabajo profético me hincha el pecho, anuncio del canto terrible! ¿Veis aquellos niños sentados en las moradas, como apariciones de ensueños? Son niños


degollados por sus padres. ¡Aparécense, sosteniendo en las manos abiertas su carne devorada, sus intestinos, sus entrañas, miserable alimento de que participó un padre! Por eso os digo que un león cobarde medita, lanzándose al lecho del esposo, la venganza de tal crimen. ¡Mal haya el que ha vuelto, mi amo, ya que he de sufrir yugo de servidumbre! ¡El jefe de las naves, el destructor de Ilión, no sabe lo que hay debajo de la faz sonriente y de las palabras sin número de la odiosa Perra, y qué horroroso destino le previene, como fatalidad emboscada! ¡Tal medita la hembra matadora del macho! ¿Qué nombre dar a ese animal monstruoso? ¡Serpiente de dos cabezas, Escila habitadora de rocas y perdición de marinos, proveedora del Hades, que espira sobre los suyos las maldiciones implacables! ¡Qué grito ha lanzado, la muy audaz, como grito de victoria en combate, como si se regocijara de la vuelta del marido! Ahora, si no te persuadí, ¿y cómo has de persuadirte?; lo que ha de ser, será. Tú serás, sin duda, testigo de ello, y podrás decir, lleno de compasión, que no fui más que un profeta exacto.

EL CORO DE LOS ANCIANOS

He reconocido, horrorizándome, la comida de Tiestes, que devoró la carne de sus hijos, y me sobrecoge el terror al oír cosas tan verdaderas y no inventadas; mas por las que primero dijiste, me desvío del recto camino.

CASANDRA

Te lo digo, has de ver el asesinato de Agamenón. EL CORO DE LOS ANCIANOS
¡Oh, desdichada! Constriñe a tu boca para que hable mejor. CASANDRA
No hay remedio alguno a lo que dije. EL CORO DE LOS ANCIANOS
No, ciertamente, si ello ha de ser; ¡mas que no sea! CASANDRA
¡Suplicas tú! ¡Y ellos ni piensan sino en degollar! EL CORO DE LOS ANCIANOS
¿Qué hombre habría de cometer tal crimen? CASANDRA
No has entendido mis oráculos. EL CORO DE LOS ANCIANOS
En verdad, no comprendo el lazo que se prepara.


Pues harto conozco la lengua de los helenos. EL CORO DE LOS ANCIANOS
Los Oráculos de Pito la saben también; empero no es fácil entenderlos. CASANDRA
¡Dioses! ¡qué ardor se precipita dentro de mí! ¡Ay! ¡ay de mí! ¡Apolo Licio! ¡Ay! ¡acúdeme, acúdeme! ¡La leona de dos pies que durmió con el lobo, en ausencia del noble león, me ha de degollar a mí, desdichada! Preparando su crimen, se vanagloria, dándome la mitad de su cólera, de afilar la espada contra el marido y querer su muerte, porque me trajo aquí. Pero, ¿para qué conservar estas vanidades, el cetro y las vendas fatídicas en derredor de mi cabeza? En verdad las he de romper antes de mi última hora. ¡Ea, mis pies os huellan! Pronto os seguiré. Llevad a algún otro vuestros funestos dones.
¡Despójeme el mismo Apolo de la veste fatídica! ¡Oh, Apolo, ya me viste, con estos adornos, hecha irrisión de mis amigos, que, sin causa, ciertamente, mis enemigos eran! ¡Me llamaron vagabunda, mendiga, a mí, miserable y hambrienta! Y ahora, el Profeta que me hizo profetisa me arrastró a este fin lamentable. ¡En vez del altar paterno, un tajo de cocina me espera, y allí me degollarán, caliente aún! Mas no moriré sin venganza de los Dioses. Otro vendrá, que tome en sus manos nuestra venganza y sacrifique a la madre, en expiación de la muerte del padre. Desterrado está y vagabundo lejos de esta tierra, pero ha de volver para agregar el crimen último a todos los de su estirpe. Los dioses han hecho juramento solemne de que le traerían al caer su padre que yace degollado. Mas ¿para qué cernir de tal suerte ante estas moradas, yo que vi a Ilión sufrir su destino, y que los Dioses reservaban éste a los
vencedores de mi ciudad? Iré, sufriré también mi destino. He aquí la puerta del Hades. ¡Mátenme de un solo golpe! ¡Corra mi sangre toda, y sin convulsión, cierre yo tranquilamente mis ojos!

EL CORO DE LOS ANCIANOS

¡Oh, desdichadísima! ¡Oh, mujer que tanto sabes, cuanto hablaste! Mas, si sabes también tu propio destino, ¿por qué, como buey consagrado a los Dioses, corres tan audazmente al ara?

CASANDRA

No puedo huir. ¡Oh, extranjeros, el tiempo me apremia! EL CORO DE LOS ANCIANOS
Morir lo más tarde posible es ser más fuerte que el tiempo. CASANDRA
He aquí mi día. Nada ganara con huir. EL CORO DE LOS ANCIANOS
Eres desgraciada por exceso de ánimo. Considéralo. CASANDRA


Morir como valientes es grande honor para los mortales. EL CORO DE LOS ANCIANOS
Entre los que son felices nadie lo cree así. CASANDRA
¡Ay de mí, oh, padre! ¡Tú y tus nobles hijos! EL CORO DE LOS ANCIANOS
¿Qué es eso? ¿Qué terror te hace retroceder? CASANDRA
¡Ay! ¡Ay de mí!

EL CORO DE LOS ANCIANOS

¿Por qué, ¡ay!? ¿por qué gritar, ¡ay de mí!? ¿Es un terror nuevo? CASANDRA
¡Estas moradas huelen a exterminio y a sangre vertida! EL CORO DE LOS ANCIANOS
¿Cómo no tuvieran ese olor, si se ofrecen sacrificios en el hogar? CASANDRA
¡No, es el vapor que sube de la tumba! EL CORO DE LOS ANCIANOS Ciertamente, no es perfume sirio. CASANDRA
¡Ea! Llegaré a las moradas, para seguir gimiendo en ellas por mi destino y por el de Agamenón. Harto viví. Salve, ¡oh, extranjero! No me espanta, como a pájaro, la liga armada. Sed testigos de ello, puesto que voy a morir. Una mujer también morirá para vengarme a mí, mujer; un hombre será degollado para vengar a un hombre, casado en hora funesta. ¡Extranjera, no he hallado más que una hospitalidad: la muerte!

EL CORO DE LOS ANCIANOS

¡Oh, desgraciada! ¡Qué lástima me inspira tu fatal destino!


Quiero seguir hablando de mi destino y lamentarme de él. ¡Llamo y suplico a Helios, a quien miro por última vez! ¡Paguen mis asesinos a mis vengadores la sangre de la cautiva fácilmente degollada!
¡Oh, cosas humanas! Si prosperan, una sombra las aniquila, y en la adversidad, una esponja empapada en agua borra su huella! Y por esto gimo, más que por todo lo otro.

EL CORO DE LOS ANCIANOS

No hay quien se sacie de ventura entre los mortales, y nadie nos echa de las mansiones ya señaladas con el dedo por sus riquezas, diciendo: ¡No entrarás! Los Dioses felices concedieron a éste que tomase la ciudad de Príamo, y vuelve a su casa, honrado por los Dioses. Mas si ahora tiene que expiar las discordias y asesinatos de los que mataron antes que él, si ha de morir por otras muertes, ¿qué mortal, al saberlo, pudiera loarse de haber nacido para un destino feliz?

AGAMENÓN

¡Socorredme! ¡Herido estoy con mortal herida en mitad del corazón! PRIMER SEMICORO
¡Silencio! ¿Quién gritó, herido de golpe mortal? AGAMENÓN
¡Otra vez! ¡Herido estoy de nueva herida! SEGUNDO SEMICORO
¡Es grito del Rey! Parece que un crimen se ha cometido. Deliberemos acerca de lo que haremos. PRIMER SEMICORO
Por mi parte, os diré mi pensamiento: llamemos a los ciudadanos, para que, acudiendo a la casa, traigan socorro.

SEGUNDO SEMICORO

Me parece que valiera más que nos lanzásemos a la casa y castigásemos el crimen espada en mano. PRIMER SEMICORO
Consiento en ello. Hay que obrar sin tardanza. SEGUNDO SEMICORO
Hay que ir a ver. En efecto, así comienzan los que aspiran a la tiranía. PRIMER SEMICORO


SEGUNDO SEMICORO

No sé qué aconsejaros: Pienso, no obstante, que vale más el consejo que la acción. PRIMER SEMICORO
Yo lo pienso también, que no tengo poder para lograr con palabras que los muertos se alcen en pie. SEGUNDO SEMICORO
Mas ¿hemos de sacrificar toda la vida a los violadores de esta casa, y han de ser amos nuestros? PRIMER SEMICORO
No es soportable. Más vale morir. La muerte vale más que la sumisión a la tiranía. SEGUNDO SEMICORO
Mas ¿qué prueba tenemos, a no ser ese grito lanzado, para afirmar que el Rey ha sido muerto? PRIMER SEMICORO
No hay que afirmar sino con toda certidumbre. Lejos está la certidumbre de la conjetura. SEGUNDO SEMICORO
Tal pienso yo. Hay que esperar a que sepamos con certeza lo que fue del Atrida. CLITEMNESTRA
No me avergozaré al desmentir ahora las numerosas palabras que antes dije, por conveniencia del momento. ¿De qué modo ha de prepararse la pérdida del que se odia fingiéndole amor, para envolverle en una red de la que no pueda desprenderse? En verdad, tiempo hace ya que pienso dar este combate. Aunque tarde, al fin, llegó. Heme aquí en pie; le herí; está hecho. No he obrado antes de que le fuese imposible defenderse contra la muerte y esquivarla. Le envolví enteramente en una red sin escape, de coger pescado, en velo riquísimo, pero mortal. ¡Por dos veces le he herido, y ha gritado por dos veces, y las fuerzas se le han quebrantado, y, caído ya, le he herido con un tercer golpe, y el Hades, guardador de muertos, se ha regocijado! Así es cómo, al caer, ha entregado el alma. Jadeante, me ha regado con el surtidor de su herida, negro y sangriento rocío, no menos dulce para mí que lluvia de Zeus para las mieses cuando la espiga rompe su envoltura. He aquí los hechos. Ancianos argivos que aquí estáis. Regocijaos, si os place. Yo de ello me alabo. Si conveniente fuera verter libaciones por un muerto, ciertamente, pudiera hacerse en buena ley por éste. Había colmado la crátera de esta mansión de crímenes execrables, y de ella ha bebido a su regreso.

EL CORO DE LOS ANCIANOS

Admiración causa la insolencia de tu lengua. ¡Te vanaglorias de hablar así de tu marido!


CLITEMNESTRA

Me tienes por mujer irresoluta, y yo os digo, con inquebrantable corazón, para que lo sepáis: que me loéis o me vituperéis, poco importa. Este es Agamenón, mi marido. Muerto está, y es mi mano la que justamente le hirió. Es obra buena. Dicho está.

EL CORO DE LOS ANCIANOS

Estrofa I

¡Oh, mujer! ¿qué fruta maldita de la tierra comiste? ¿Qué veneno salido del mar bebiste para concitar de tal suerte sobre ti, con tan horrendo crimen, las execraciones del pueblo? Has herido, has degollado. ¡Horrible a los ciudadanos, serás arrojada de aquí!

CLITEMNESTRA

Deseas ahora que se me arroje de la Ciudad, desterrada, cargada del odio de los ciudadanos y de las execraciones del pueblo, y nada echas en cara a este hombre, que ha sacrificado a su hija, sin cuidarse más de ella que de una oveja de las que abundan en los pastizales, ¡de ella, de la carísima criatura que traje al mundo, y para aplacar los vientos tracios! ¿No era él quien merecía ser arrojado de aquí, en expiación de tanta impiedad? Mas, sabedor de lo que hice, juez inexorable te me muestras. En verdad te digo que puedes amenazar, pronta estoy. El que logre la victoria, mandará. Si un Dios ha resuelto tu derrota, por lo menos habrás aprendido prudencia.

EL CORO DE LOS ANCIANOS

Antistrofa I

¡Hablas llena de temeridad y de orgullo, y tu mente furiosa está ebria de sangre del crimen! Esa mancha de sangre que hay en tu rostro está sin venganza; has de expiar, abandonada de los tuyos, muerte con muerte.

CLITEMNESTRA

Atiende este juramento sagrado: Por la justa venganza de mi hija, por Até, por Erinnis, a quien he ofrecido la sangre de este hombre, no temo entrar nunca en la morada del terror, mientras Egisto, que me tiene amor, encienda el fuego de mi hogar, como ya antes de hoy lo ha hecho. Él es el amplio broquel que protege mi audacia. ¡Ved, yacente, al que me ultrajaba, delicia de las Criseidas que vivieron delante de Ilión! Y ved a la Cautiva, fatídica adivinadora, que compartía su lecho, y vino con él en las naves. No han sido injustamente heridos, y él, ya sabes cómo. Ella, como el cisne, ha cantado su canto de muerte. ¡Yace también la muy amada! ¡Y ello aumenta los placeres de mi lecho!

EL CORO DE LOS ANCIANOS

Estrofa II

¡Ay! ¡Denos pronto el destino, sin excesivos dolores, sin que languidezcamos en un lecho, sueño eterno y sin fin, ya que muerto está el que nos protegía y amaba, el que, luego de haber sufrido tanto por una mujer, ha venido a perder la vida por el crimen de una mujer!


Estrofa III

¡Ay! ¡Insensata Helena! ¡Tú sola cuán innumerables almas perdiste frente a Troya! ¡Y he aquí que también habías señalado con imborrable mancha de sangre la vida gloriosa del que acaba de morir! Desde entonces, Eris, encerrada en las mansiones ha meditado la muerte del hombre.

CLITEMNESTRA

No invoquéis a la Moira de la muerte al lamentaros de lo que hice; no os enojéis contra Helena porque ha destruido a los guerreros. No ha perdido ella sola tantas almas de dánaos, ni ha sido la sola causa de insufribles padecimientos.

EL CORO DE LOS ANCIANOS

Antistrofa II

¡Oh, Demonio, que has morado en esta mansión y en ambos Tantálides, tú dotaste a las mujeres de su audacia salvaje y me desgarras el corazón! ¡Y hela en pie, sobre el cadáver, como cuervo fúnebre, entonando su canto de triunfo!

CLITEMNESTRA

Antistrofa III

Sin duda hablas con más verdad al acusar al Demonio tres veces terrible de esta raza. Él es, en efecto, quien excita esta sed de sangre en nuestras entrañas. ¡Antes de que la primera llaga se haya cerrado, nueva sangre brota!

EL CORO DE LOS ANCIANOS

Estrofa IV

Bien te apresuras a recordar al Demonio furibundo de estas moradas. ¡Ay! ¡Ay de mí! ¡Males terribles y lamentable fortuna! ¡Oh, Dioses! ¡Ay! Es Zeus quien todo lo quiso y llevó a cabo. Nada pasa entre los hombres sin Zeus. Nada nos envía que no venga de los Dioses. ¡Ay! ¡Ay de mí! ¡Oh, Rey, oh, Rey! ¿Cómo he de llorarte? ¿Cómo he de decirte lo mucho que te amaba? Yaces en esa tela de araña, después de haber dado el alma en impío asesinato! ¡Desgracia sobre mí! ¡He aquí que estás tendido en ese lecho de esclavo por un crimen lleno de astucia, herido por el hacha de dos filos!

CLITEMNESTRA

Estrofa V

Dices que es mío ese crimen, mas no dices que soy mujer de Agamenón. ¿Quién ha tomado mi forma? El antiguo e inexorable vengador de Atreo y de su horrible comida. Él es quien ha vengado en este hombre a los niños degollados.

EL CORO DE LOS ANCIANOS

Antistrofa IV


¿Quién dará testimonio de que estás inocente de tal crimen? ¿Cómo? ¿Cómo? ¡Venga a su vez el vengador oculto del padre! El negro Ares se encarniza en verter la sangre de vuestra familia: mas, venga de donde viniere, no hará más que añadir sangre a la sangre de los niños devorados. ¡Ay! ¡Ay de mí!
¡Oh, Rey, oh, Rey! ¿cómo he de llorarte? ¿cómo he de decirte cuánto te amaba? ¡Yaces en esa tela de araña, después de haber dado el alma en impío asesinato! ¡Desgracia sobre mí! ¡He aquí que reposas en ese lecho de esclavo por un crimen lleno de astucia, herido por el hacha de dos filos!

CLITEMNESTRA

Antistrofa V

No pienso que haya recibido muerte indigna de él. ¿No ha traído, y abiertamente, la desesperación a estas moradas? Odiosamente ha sacrificado a la hija que de él tuve, a Ifigenia, la tan llorada. En verdad, ha muerto justamente. ¡No se queje en el Hades! Ha tenido la muerte sangrienta que solía dar.

EL CORO DE LOS ANCIANOS

Estrofa VI

Vacilo, no sé qué pensar. ¿Qué haré, en mi angustia, ante la caída de esta casa? Tiemblo al estrépito del torrente de sangre que se traga esta mansión, que ya no es lluvia. ¡Después de cada crimen, la Moira aguza otro crimen para su expiación!

PRIMER SEMICORO

Antistrofa VI

¡Oh, tierra, tierra! ¿Por qué no me acogiste antes de que viera a éste tendido en el fondo del baño de plata? ¿Quién le dará sepultura? ¿Quién le llorará? ¿Te atreverás a hacerlo, tú, que has degollado a tu marido? ¿Te atreverás a llorarle? ¿Te atreverás a rendir, a pesar suyo, tales honras a su alma, después de tan enorme crimen?

SEGUNDO SEMICORO

¿Quién cantará las alabanzas fúnebres de este hombre divino? ¿Quién verterá por él lágrimas sinceras?

CLITEMNESTRA

Estrofa VII

No conviene que te tomes tal cuidado. Ha caído, muerto está por mí. Le daré sepultura, sin que los suyos le lloren. Pero Ifigenia, su hija, con un tierno beso, saldrá, como conviene, a recibir a su padre, a orillas del rápido Río de los dolores, y le estrechará en sus brazos.

EL CORO DE LOS ANCIANOS

Antistrofa VII


¡Ultraje por ultraje! ¿Cómo salir de tal cadena de crímenes? El que mata, expía, y sangre paga sangre. Mientras Zeus permanezca en la duración, el que haya cometido un crimen lo expiará. Esto es así para siempre. ¿Quién puede echar de su mansión a una raza legítima? Inseparable es de ella, y a ella está indisolublemente adherida.

CLITEMNESTRA

En verdad, así es. Ciertamente, juro al Demonio de los Plisténides que soportaré tal destino, por pesado que sea. ¡Salga, pues, de aquí tal Demonio, y váyase a llevar el espanto a otras razas con mutuas degollaciones! ¡Me basta la mínima parte de nuestras riquezas, con tal que desvíe de nuestras moradas el furor de los mutuos degüellos!

EGISTO

¡Oh, alegre luz de este día de la venganza! ¡Ya puedo decir que hay Dioses vengadores que desde lo alto miran las miserias de los hombres! Veo a este hombre tendido muerto, con la vestidura de las Erinnis, y ello me es grato, porque expió los furores de su padre. Atreo, rey de esta tierra, padre de este hombre, ha disputado el poder a Tiestes, para nombrarle claramente, a mi padre, que era su propio hermano, y le ha echado de las moradas paternas. El desdichado Tiestes, luego de estar seguro de su vida, volvió como suplicante a este hogar, en el que, muerto, no debía manchar con su sangre el suelo de la patria. ¡Y el padre de este hombre, el impío Atreo, ocultando el odio bajo la amistad, y preparando manjares como para día de fiesta, le dio a comer la carne de sus hijos! Sentado en lo más alto, Atreo, gozoso, cortaba y repartía los dedos de los pies y las manos. Y he aquí que Tiestes, tomando aquellos pedazos, comió comida fatal, como ves, a la raza de Atreo. Pero habiendo advertido el crimen abominable, lanzó un gemido y cayó, vomitando el asesinato. Y llamó a la inexorable execración sobre los Pelópidas, derribando la mesa y consagrando a la muerte, con su maldición, a toda la raza de los Plisténides, y por eso puedes ver asesinado a este hombre, y yo fui quien le mató justamente. Era yo tercer hijo de mi padre desdichado, y me echaron con él, pequeñito, en mis pañales. Me hice hombre, y la Justicia me ha traído: y le he armado trampas a éste, y aunque ausente, todo lo he llevado a término.
¡La muerte misma sería hermosa después que le he visto cogido en la red de la Justicia!

EL CORO DE LOS ANCIANOS

Egisto, no respeto la insolencia en el crimen. ¡Dices que mataste a ese hombre, y que, tú solo, meditaste tan lamentable asesinato! Afirmo que tu cabeza no esquivará el juicio. Sábelo, te condenará el pueblo a ser lapidado.

EGISTO

¿Hablas así, tú que estás sentado junto al último remo, cuando mandan otros y rigen la barra de la nave? Pronto sabrás lo que hay que saber, aunque seas viejo y cosa difícil aprender a tu edad. Pero cadenas y angustias del hambre son igualmente para la vejez buenos maestros y médicos excelentes.
¿Ves ahora? ¿Abres los ojos? No te revuelvas contra el aguijón, no sea que te haga gemir.

EL CORO DE LOS ANCIANOS

¡Ah, mujerzuela! ¿así te estabas tú quieta en casa esperando la vuelta de nuestros guerreros, y en tanto manchabas el lecho de ese caudillo valeroso, y al tiempo te apercibías a darle muerte?

EGISTO


¡Ciertamente, palabras son esas que deplorarás! En todo diferente del de Orfeo es tu lenguaje. Él, en efecto, atraíalo todo con el encanto que fluía de su voz, y tú todo lo rechazas con tus insensatos aullidos. Más tratable serás cuando el yugo te oprima.

EL CORO DE LOS ANCIANOS

¿Cómo has de ser señor de los argivos, tú, que después de meditar el asesinato de ese hombre, no has osado matarle con tu propia mano?

EGISTO

Porque claro está que a la mujer tocaba engañarle con astucias. Yo, enemigo suyo desde tiempo ha, era sospechoso. Ahora, con ayuda de sus riquezas, intentaré mandar a los argivos. El que no obedeciere, domado ha de ser rudamente como potro furioso y rebelde al freno. El hambre unida a las tinieblas horribles pronto le verá apaciguado.

EL CORO DE LOS ANCIANOS

¿Por qué, en tu cobarde corazón, no mataste solo a ese hombre? Su mujer, mancilla de esta tierra y de nuestros Dioses, es quien le ha matado. ¿No ve Orestes la luz en alguna parte, y, por mudable fortuna, no ha de volver a su patria para castigaros a entrambos?

EGISTO

Pues obras y hablas así, presto verás... EL CORO DE LOS ANCIANOS
....................................................

EGISTO

¡Ea, a mí, mis compañeros queridos! Se acerca el combate. EL CORO DE LOS ANCIANOS
¡Ea, empuñe cada cual el acero desenvainado, y en guardia! EGISTO
¡He aquí mi espada desnuda! Tampoco huiré yo de la muerte. EL CORO DE LOS ANCIANOS
¿Dices que aceptas la muerte? ¡Hagamos entonces juez a la fortuna! CLITEMNESTRA
¡Oh, tú, el más querido de los hombres; no causemos nuevas desgracias! Harto abundante ha sido esta cosecha lamentable. Basta de muertes, no nos bañemos más en sangre. Id, ancianos, buscad refugio


en vuestras moradas, no seáis heridos. Hemos hecho lo que había que hacer, por la fuerza de las cosas. Si ha de expiarse nuestra acción, basta con que suframos nosotros la cólera terrible de los Dioses. Tal es el pensamiento de una mujer, si os dignáis escucharla.

EGISTO

¡Así, pues, desatarán con su lengua insensata, e invocarán contra mí la cólera de los Demonios, y sin prudencia alguna, desafiarán a su señor!

EL CORO DE LOS ANCIANOS

Adular a un malvado no sería propio de argivos. EGISTO
Pues algún día he de castigarte. EL CORO DE LOS ANCIANOS
¡No, si un Dios insta a Orestes a que vuelva! EGISTO
Sé que los desterrados se nutren de esperanzas

EL CORO DE LOS ANCIANOS

¡Engorda tú! Viola la justicia, ya que puedes. EGISTO
Considera que serás castigado por tal insolencia. EL CORO DE LOS ANCIANOS
¡Vanagloriate, como el gallo junto a la gallina! CLITEMNESTRA
Déjalos que ladren en vano. Tú y yo mandaremos en estas moradas, y lo pondremos todo en orden.

FIN DE «AGAMENÓN»


LAS COÉFORAS



ARGUMENTO





Cumpliendo las órdenes del Oráculo, vuelve Orestes a su patria, acompañado del fiel Pílades, y llega al lugar donde se alza el túmulo de Agamenón al tiempo que a él se encaminan las esclavas de Clitemnestra, portadoras de las libaciones que la reina ofrece a los manes de su esposo para conjurar los peligros con que en sueños se ha visto amenazada. Se había unido a ellas Electra, a quien luego con vanas señales se da a conocer Orestes. Satisfácese de todo cuanto ocurre, y ya advertido, dirígese a palacio fingiéndose viajero focense, que al pasar por Daulia recibió encargo de comunicar a los deudos del príncipe la nueva de su muerte. Cuando lo oye, Egisto sale regocijado a certificarse de la verdad e, incontinenti, es muerto. Acude a sus ayes Clitemnestra, y también pierde la vida a manos de su hijo, sin que le valgan las razones con que intenta defenderse. Pero cometido el horrendo parricidio, las Furias se apoderan de Orestes, el cual huye a Delfos, siempre perseguido por las tenaces vengadoras.

La escena es en Argos. Componen el coro las doncellas que llevan las libaciones al túmulo de
Agamenón.




PERSONAJES DE LA ACCIÓN

ORESTES. ELECTRA. CLITEMNESTRA. EGISTO. PILADES.
LA NODRIZA GILISA. EL PORTERO.
CORO DE LAS COÉFORAS.

La escena representa la plaza de Argos. Al fondo el palacio de los Atridas. A un lado se ve el túmulo de Agamenón.


Las Coéforas

ORESTES

Hermes, que habitas bajo la tierra, que poder tal recibiste de tu padre, sé mi salvador, ayúdame, ¡te lo suplico! Por fin vuelvo a mi patria tras largo destierro, y hablo a mi padre en el túmulo que cubre su tumba, para que me oiga y me conceda lo que pido. De Inaco, el que me crió, es ofrenda esta trenza de cabello, y dolorosa ofrenda este otro rizo.

¿Qué miro? ¿Qué cortejo de mujeres vestidas de negro es aquél? ¿Qué ha pasado? ¿Qué calamidad nueva ha caído sobre esta casa? ¿Vienen a traer a mi padre las libaciones que aplacan a los muertos? Eso es, y no otra cosa. Paréceme ver, en efecto, a Electra, mi hermana, que se adelanta con gran luto.
¡Oh, Zeus, concédeme vengar el asesinato de mi padre! ¡Acúdeme, seme propicio!... Pílades, apartémonos a un lado para que sepa yo de cierto cuál es la súplica de estas mujeres.

EL CORO DE LAS COÉFORAS

Estrofa I

De palacio me envían a traer estas libaciones, hiriéndome crudamente con mis propias manos. Ensangrentado tengo el rostro por desgarraduras recientes que con las uñas me hice. Mi alimento es gemir siempre y en los arrebatos de mis dolores hago jirones mis vestiduras, el negro peplo que cubre el pecho de las afligidas por destino malo.

Antistrofa I

He aquí que el terror, que eriza los cabellos y se revela en los sueños, insuflando en el sueño la cólera bruscamente durante la noche, terrible, ha suscitado gritos en el fondo de las moradas, que penetraron hasta la estancia de las mujeres. Los intérpretes de Ensueños, poniendo por fiadores a los dioses han dicho que los que habitan bajo la tierra están indignados y encendidos en furor contra los asesinos.

Estrofa II

¡Oh, tierra, tierra! Aquella mujer impía me ha enviado, para desviar con una expiación vana la desdicha; mas temo hablar. ¿Acaso puede rescatarse la sangre vertida? ¡Oh, lamentable hogar! ¡Oh, hundimiento de estas moradas! ¡No más luz! ¡Las tinieblas, odiosas a los mortales, han envuelto esta casa al morir sus amos!

Antistrofa II

Aquella veneración augusta, en otro tiempo invencible, omnipotente, inquebrantable, que entraba por los oídos y por la mente, no existe ahora. ¡Hoy todos tiemblan! La felicidad es diosa entre mortales, y más que diosa; pero la justicia rápida hiere a los unos en pleno día, o más tarde, les llega a los otros en el umbral de las tinieblas. Otros, en fin, son sepultados en sempiterna noche.

Épodo

Cuando la tierra nutricia ha bebido la sangre, no puede ya borrarse la mancha vengadora. El remordimiento terrible roe al culpable. Una vez violada la virginidad, no tiene remedio. Los ríos


juntarían sus aguas y no habían de lavar la mano mancillada por el asesinato. A mí, los Dioses me han obligado a vivir en ciudad donde no nací; me han echado en servidumbre, lejos de los techos paternos. Sean los que por violencia han venido a ser dueños de mi vida, justos o injustos, según les conviniere. Yo tengo que reprimir la indignación amarga de mi corazón. He aquí que, en mi dolor oculto, baño mis vestiduras de lágrimas por el triste destino de mis señores.

ELECTRA

¡Mujeres esclavas, fieles siervas de esta casa! Ya que me acompañáis en esta súplica, dadme consejo. Al verter en esta tumba las libaciones funerarias, ¿qué palabras he de pronunciar? ¿Cómo he de rogar a mi padre? ¿He de decir que me llego al esposo amado de parte de la esposa querida, de mi madre? Nunca me atreveré a ello, y no sé qué decir al verter esta libación en la tumba de mi padre. ¿Le diré que debe volver bien por mal, como es uso entre los hombres que ofrecen dones a los que a ellos se los hacen? ¿O muda y sin honor alguno, ya que degollado fue mi padre, he de retirarme, luego de haber vertido las libaciones como en expiación de un crimen, y lanzado el vaso detrás de mí, apartando de él los ojos? Aconsejadme, ¡oh, amigas!, porque todas tenemos un mismo odio en estas moradas. Nada ocultéis, por temor, en lo profundo de vuestro pecho, porque lo que ha resuelto el destino ha de suceder, tanto para el hombre libre como para el esclavo, pues no hay mortal que se libre de su destino. Habla, pues, si algo mejor tienes que aconsejarme.

EL CORO DE LAS COÉFORAS

Respetuosa del túmulo de tu padre, como de un altar, te diré mi pensamiento, ya que lo mandas. ELECTRA
Habla, pues, si respetas la tumba de mi padre. EL CORO DE LAS COÉFORAS
Al verter libaciones, di plegarias por los que se le mostraron benévolos. ELECTRA
¿A qué amigos nombraré?

EL CORO DE LAS COÉFORAS

A ti misma, en primer lugar, y a todo el que odie a Egisto. ELECTRA
¿He de hacer, pues, votos por mí y por ti? EL CORO DE LAS COÉFORAS
Bien has dicho, ciertamente, y bien me entendiste. ELECTRA


¿Y qué nombre añadiré a los nuestros? EL CORO DE LAS COÉFORAS Piensa en Orestes, que está ausente. ELECTRA
Justo y sabio consejo me das.

EL CORO DE LAS COÉFORAS

Piensa ahora en los culpables, en la degollación de tu padre. ELECTRA
¿Qué he de decir? No sé. Enséñamelo. EL CORO DE LAS COÉFORAS
Desea que llegue hasta ellos un Dios o un hombre. ELECTRA
¿Hablas de un juez o de un vengador? EL CORO DE LAS COÉFORAS
Desea claramente que haya de ser alguien que a su vez los degüelle. ELECTRA
¿Puedo justamente dirigir tal plegaria a los Dioses? EL CORO DE LAS COÉFORAS
¿Cómo no ha de permitirse volver al enemigo mal por mal? ELECTRA
¡Grande mensajero de los Dioses superiores e inferiores, óyeme, Hermes subterráneo! ¡Hazme saber que los Demonios han oído mis preces, los que velan por las moradas paternas, y que también la tierra me ha oído, la que todo lo engendra y cría, la que todo después lo recoge! Y yo, al verter estas libaciones expiadoras a los muertos, digo, invocando a mi padre: ¡Ten compasión de mí y de mi Orestes querido, y haz que se nos devuelva el hogar nuestro! Porque ahora vagamos, vendidos por nuestra madre, desde que puso a otro hombre en tu lugar, a Egisto, que tuvo parte en tu degollación. Yo soy sierva, y Orestes privado de tu hacienda, está desterrado, mientras que, en su insolencia, gozan ellos impunes del fruto de tus trabajos. Suplícote para que Orestes dichosamente vuelva. ¡Y tú, padre, concédeme lo que te pido! Dame que valga mucho más que mi madre y obre mejor. He aquí nuestros votos. ¡A nuestros enemigos deseo que tu vengador se presente! Muertos sean a su vez tus asesinos,


como es justo. Uno a mis preces estas imprecaciones funestas que contra ellos grito. ¡Desde lo profundo del Hades, envíanos toda prosperidad, con ayuda de los Dioses, de la tierra, de la justicia victoriosa! Después de estos votos vierto estas libaciones. ¡Vosotras, lanzad lamentaciones y cantad el Peán fúnebre!

EL CORO DE LAS COÉFERAS

Prorrumpid en sollozos por el amo, digno de vuestros lamentos, en tanto que se derraman las libaciones en honor del que defiende al bueno contra el malo y aparta de nosotros la odiosa mancha.
¡Escucha, escucha, oh venerable, oh, rey, escucha mis preces en las tinieblas donde tu alma yace! ¡Ay!
¡ay de mí! ¡oh, Dioses! ¿Qué héroe, diestro en el uso de la lanza, rescatará tu vivienda? ¿Un escita, un Ares, que con las manos tienda en el combate el arco curvo, o echando la cabeza, coja por el puño, blandiéndola, la espada?

ELECTRA

Ya posee mi padre esas libaciones que el suelo ha absorbido. Mas escuchadme atentas ahora. EL CORO DE LAS COÉFORAS
Habla. Mi corazón se estremece, temeroso. ELECTRA
Veo ahí una trenza de cabellos cortada sobre esa tumba. EL CORO DE LAS COÉFORAS
¿Es de un hombre o de una doncella de amplio cinturón? ELECTRA
Fácil es adivinarlo.

EL CORO DE LAS COÉFORAS

¿Cómo he de saberlo por ti, siendo de más edad? ELECTRA
Nadie sino yo hubiera cortado esta trenza. EL CORO DE LAS COÉFORAS
Aquellos a quienes convendría contarse los cabellos en señal de luto, son, en efecto, enemigos. ELECTRA
Esta trenza, sin embargo, es parecidísima...


¿A los cabellos de quién? Quiero saberlo. ELECTRA
Es parecida a mis propios cabellos. EL CORO DE LAS COÉFORAS
¿Será ofrenda secreta de Orestes? ELECTRA
¡Ciertamente, estos cabellos en todo son semejantes a los de Orestes! EL CORO DE LAS COÉFORAS
¿Cómo hubiera osado llegar hasta aquí? ELECTRA
Ha enviado esta trenza, tras cortarla en honor de su padre. EL CORO DE LAS COÉFORAS
Lo que me dices no me causa menor llanto, si nunca ha de poner los pies en este suelo. ELECTRA
¡A mí también me invade el pecho una gran turbación, y siento el embate de un mar de amargura, que es como una flecha disparada! ¡Inagotables y abrasadoras lágrimas fluyen de mis ojos como un torrente cuando miro esta trenza! No puedo creer que pertenezca a algún otro ciudadano. Ciertamente, no la ha cortado de su cabeza la matadora, mi madre, aunque tal nombre no merezca, por su odio impío contra sus hijos. Mas ¿cómo podría saber si este ornato viene en verdad de Orestes, el más amado de los hombres para mí? ¡Ay, no lo sé y me dejo llevar por la esperanza de que estos cabellos tengan voz favorable, como de mensajero! No me agitarían pensamientos discordes; sabría con certeza de quién es esta trenza, y la rechazaría si ha sido cortada de cabeza enemiga; si, al contrario, procede de mi hermano, la consagraría, en nuestro dolor común, a la tumba paterna, como ornamento y honor. ¡Mas invoquemos a los Dioses que todo lo saben, mientras las olas nos sacuden como a marinos: y, si hemos de ser salvos, brote de tan flaco germen un árbol de profunda raíz! He aquí otro indicio; huellas semejantes a las de mis pies. Dobles son estas señales, suyas y de un compañero. Talones y dedos tienen la medida exacta de los míos. ¡Qué desfallecimiento! ¡qué turbación siente mi alma!

ORESTES

Pide a los Dioses que tan felizmente acojan tus demás votos como éstos. ELECTRA


Pues ¿qué he obtenido de la voluntad de los Dioses? ORESTES
Viendo estás a los que tanto tiempo ansiaste. ELECTRA
Pues ¿sabes tú quién es el mortal que deseo? ORESTES
Sé que esperas a Orestes con ardor. ELECTRA
¿Y en qué se han cumplido mis anhelos? ORESTES
Orestes soy: no busques amigo mejor. ELECTRA
¡Oh, extranjero! ¿es que quieres tenderme un lazo? ORESTES
Contra mí mismo en tal caso lo tendería. ELECTRA
Quieres, tal vez, burlarte de mis penas. ORESTES
De las mías burlárame entonces. ELECTRA
¡Así, pues, eres Orestes! ¡Con Orestes estoy hablando! ORESTES
A él mismo le ves; mas te cuesta trabajo reconocerme. Y sin embargo, cuando viste, depuesta en esta tumba, la trenza de cabellos de tu hermano, tan semejantes a los tuyos, cuando mediste las huellas de tus pasos con las mías, el gozo te arrebató y a mí mismo me creías ver. Trae esa trenza al lugar de donde la corté; mira esta tela que tejieron tus manos, y las figuras de animales que en ella tejió tu lanzadera. Alégrate, sin ceder a los transportes del júbilo; ya sé que nuestros allegados son nuestros enemigos crueles.


ELECTRA

¡Oh cuidado, el más querido de las moradas de tu padre! ¡Llorada esperanza de un germen salvador! Tu esfuerzo te devolverá la casa paterna. ¡Oh, dulce a mis ojos, tú, que tienes cuatro partes de mi corazón! Porque padre te he de llamar, y tuyo es el amor que a mi madre tenía, ya justamente odiosa para mí, y a mi hermana, cruelmente sacrificada. Hermano fiel serás para mí, tú que vienes, solo, en mi auxilio. ¡Con nosotros estén la fuerza y la justicia, y Zeus, el mayor de todos los Dioses!

ORESTES

¡Zeus! ¡Zeus! Contempla esto. Mira la raza del águila, privada del padre y ahogada en los lazos de la víbora horrible. Roe el hambre a los huerfanillos que no pueden cazar como el padre, ni abastar a las necesidades del nido. Míranos, a Electra y a mí, hijos sin padre, y echados los dos de la casa. Si abandonaras a los hijos del que tan ricos sacrificios te ofreciera, ¿qué manos semejantes te rindieran en lo sucesivo los sacros honores? Una vez extinta la raza del águila, ¿por quién enviarías a los mortales tus augurios verídicos? Si todo el árbol real se abrasa hasta las raíces, no se podrá adornar con ramas tu altar en los días de los sacrificios. ¡Acúdenos! Levanta de su caída a esta casa que, en verdad, parece ya derrumbada para siempre.

EL CORO DE LAS COÉFORAS

¡Oh, hijos! ¡oh, salvadores del hogar paterno, callad! ¡Oh, hijos, que nadie os oiga y vaya, hablando sin reservas, a denunciarlo todo ante los que mandan! ¡Quieran los Dioses que un día los vea muertos, a través del humo oloroso de la pira!

ORESTES

No; ciertamente, el todopoderoso oráculo de Loxias no me hará traición, él que me ha mandado afrontar este riesgo, incitándome a ello en voz alta, y amenazándome, hasta helar mi corazón ardiente, con terribles desdichas, si no vengaba la muerte de mi padre en sus asesinos, matándolos como mataron, y los castigaba por haberme arrebatado mis bienes. Dijo que entonces sufriría y me agobiarían males horribles. Anunció que a los mortales les abrumarían cuantas calamidades hay que pagar a las Erinnis irritadas, y que, por mi parte, me vería presa del mal que roería mis carnes, devoraría con sus dientes feroces mi naturaleza primera, me volvería decrépito y me blanquearía el cabello. Y profetizaba otros asaltos de las Erinnis, por la sangre de mi padre, y que él flecharía su mirar flamígero desde el fondo de las tinieblas; porque el dardo sombrío que lanzan los muertos, cuando los padres han sido presa del crimen, y la rabia, y los terrores nocturnos, agitan, turban y arrojan al miserable de la ciudad con látigo de hierro. No le es lícito al hombre mancillado participar de la crátera y de las libaciones vertidas. Rechazado se ve de los altares por la oculta ira de su padre; nadie le acoge; todos le desprecian, y muere, mucho después, sin amigos y consumido por un destino lamentable y horrendo. Ciertamente, hay que dar fe a tales oráculos. Aun sin creer en ellos, cumpliera yo mi propósito. Razones innumerables me impulsan: el mandato de un Dios, la profunda pena de mi padre y, por encima de todo, mi propia indigencia. No he de soportar, en fin, que los más ilustres ciudadanos que valerosamente derribaron a Troya estén sometidos a dos mujeres, pues Egisto tiene alma de mujer. Si nada ocurre, pronto ha de saberse, y con claridad.

EL CORO DE LAS COÉFORAS

¡Oh, grandes Moiras! ¡Cúmplase todo, con ayuda de Zeus, según la justicia! ¡Castigue a la lengua enemiga una lengua enemiga! Reclame la justicia en alta voz lo que se le debe! ¡Golpe mortal por golpe mortal! ¡Sufra las consecuencias del crimen el que lo cometiera! Tal es la máxima antigua.


Estrofa I

¡Oh, Padre, que has sufrido males terribles! ¿qué he de decirte y qué he de hacer, para que brille la luz en las tinieblas y llegue desde aquí, bajo tierra, a tu fúnebre lecho? Saludos y lágrimas son los únicos honores tributados a los Atridas, a los antiguos señores de estas moradas.

EL CORO DE LAS COÉFORAS

Estrofa II

Hijo, la mandíbula voraz del fuego no destruye el espíritu del que murió, y su cólera estalla después de la vida. Gime el muerto, y se reconoce al asesino. El justo duelo de los antepasados, de los padres, impulsa por doquiera a los hijos a la venganza.

ELECTRA

Antistrofa I

¡Oye también ¡oh, Padre! mis lamentos amargos! Te llora el fúnebre gemir de tus dos hijos. Míralos sobre tu tumba, suplicantes y desterrados ambos. No más gozo sin dolor para ellos. No hay remedio a su miseria.

EL CORO DE LAS COÉFORAS

De tales lamentos puede un Dios, si le place, suscitar clamores de júbilo. En vez de fúnebres cantos, el himno de victoria puede traer de nuevo a las moradas reales al amigo que viene a reunirse con nosotros.

ELECTRA

Estrofa III

¡Pluguiera a los Dioses que en Ilión, ¡oh, Padre!, hubieses caído al bote de lanza de algún Licio!
¡Gloria hubieras dejado a tu casa y legado a tus hijos una vida digna de loor, y tú tendrías un alto sepulcro, honor de tu raza, en el continente, al otro lado de los mares!

EL CORO DE LAS COÉFORAS

Antistrofa II

Caro a tus amigos muertos gloriosamente contigo, ilustre bajo tierra, rey venerable, fueras ministro de los grandes tiranos subterráneos: porque rey eras mientras vivías entre los que mandan a los hombres con ayuda del cetro, y es ése don del destino.

ELECTRA

Antistrofa III


Mas, ¡oh, Padre!, no fuiste muerto al pie de las murallas de Troya, entre tantos otros domados por la lanza, y no debías tener sepultura a orillas del Escamandro. ¡Porque no murieron antes los que mataron, para que él hubiese llegado a saber, lejos, su muerte, exento de desgracia!

EL CORO DE LAS COÉFORAS

Lo que deseas en tu dolor, ¡oh, hija!, es algo de más precio que el oro, mayor que la felicidad de los Hiperbóreos. Mas he aquí que el doble látigo silba horriblemente. Bajo tierra están nuestros protectores, y las manos de nuestros amos no están limpias de tan odiosos crímenes. No tienen los hijos más que una empresa grande por acabar.

ELECTRA

Estrofa IV

Tus palabras han penetrado en mi oído como una flecha. ¡Zeus, Zeus! Bruscamente envías del
Hades la tardía venganza que sigue al crimen de los perversos y que a los mismos allegados hiere.

EL CORO DE LAS COÉFORAS

Estrofa V

¡Quieran los Dioses que yo lance pronto el aullido lúgubre por el hombre degollado y la mujer muerta! ¿Para qué ocultar lo que respira en mi corazón? Mi cólera profunda y mi odio reconcentrado se ostentan en mi faz.

ORESTES

Antistrofa IV

¡Ay! ¡Ay! ¿Cuándo ha de bajar la mano Zeus omnipotente para herir ambas cabezas? ¡Reconozca esta tierra tu poder! Justicia pido contra la iniquidad. ¡Oídme, Dioses subterráneos!

EL CORO DE LAS COÉFORAS

Es ley que la sangre vertida en asesinato clame por otra sangre. ¡Erinnis lanza gritos de muerte! Da muerte al que ha dado la muerte.

ELECTRA

Estrofa VI

¿Dónde están, dónde están las Potencias que mandan a los muertos? ¡Ved, oh Execraciones omnipotentes de los muertos degollados! ¡Ved los tristes despojos de los Atridas, arrojados de su casa!
¿De qué lado volverse, ¡oh, Zeus!?

EL CORO DE LAS COÉFORAS

Antistrofa V


Todo mi corazón está quebrantado por tales lamentos. Apenas me queda esperanza, y mi alma se ensombrece al oír palabras tales. Mas de nuevo se disipa mi dolor al ver tu esfuerzo, y todo en lo porvenir me parece hermoso.

ORESTES

Antistrofa VI

¿Qué más diremos? ¿Es necesario recordar los males con que nos abrumara nuestra madre? Odios hay que se aplacan, mas no éstos. Implacable como lobo hambriento es mi cólera contra mi madre.

ELECTRA

Estrofa VII

Como Ares ha herido, o como mujer Cisia, ávida siempre de combates. ¡Se ha podido ver a su mano descargar por todas partes múltiples golpes, de cerca y de lejos, y redoblarlos! Cada golpe repercute miserablemente en mi cabeza. ¡Oh, Dioses! ¡Oh, madre funesta, impía! ¡Osaste sepultar a tu esposo como a un enemigo, sin llorarle, sin luto y sin muchedumbre de ciudadanos!

ORESTES

Estrofa VIII

Has dicho toda la infamia del crimen. ¡Desgraciado de mí! Que por mis manos y con ayuda de los
Dioses ha de expiar la vergonzosa muerte de mi padre. ¡Mátela yo y muérame luego!

ELECTRA

Antistrofa VII

Para que lo sepas, le ha despedazado; y después de tratarle así, le ha sepultado, para llenar de dolor insufrible tu vida. Ya sabes cuál ha sido el lamentable fin de tu padre.

ORESTES

¡Me has revelado el destino de mi padre! ELECTRA
Antistrofa VIII

Y a mí me tenían alejada, en desprecio y abyección, me echaban de casa como a perro vil, más amiga de lágrimas que de risas, y sin más júbilo que el de ocultar mi duelo y mis quejas. Retenga tu mente lo que acabas de oír, y entre por los oídos hasta el sosegado lugar de las ideas. Ya que así obraron, que tu cólera te diga lo que todavía está por hacer. Para acabarlo todo, es necesario un rencor invencible.

ORESTES


Estrofa IX

¡Te invoco, ¡oh, Padre! ¡Ayuda a tus hijos! ELECTRA
¡Y yo, con lágrimas mías, te invoco! EL CORO DE LAS COÉFORAS
¡Y toda nuestra muchedumbre también te clama! ¡Escúchanos! ¡Vuelve a la luz, danos ayuda contra nuestros enemigos!

ORESTES

Antistrofa IX

¡Luche Ares con Ares, venganza contra Venganza! ELECTRA
¡Oh, Dioses, dad la victoria a lo que es justo! EL CORO DE LAS COÉFORAS
Sobrecogido estoy de terror al oír tales imprecaciones. Lo que es fatal, resuelto está desde hace tiempo. ¡Todo acaezca según sus votos!

Estrofa X

¡Oh, miserias de esta raza! ¡Oh, herida sangrienta de Até! ¡Oh, duelos terribles y lamentables! ¡Oh, dolores sin término!

Antistrofa X

¡Oh, males incurables de este hogar, no causados por otros, sino por los que en él habitan y prolongan por sí la discordia sangrienta! Es el himno de las Diosas subterráneas. ¡Oh, Dioses felices del Hades, oíd las preces de estos hijos y concededles ser vencedores!

ORESTES

¡Oh, Padre, a ti que no has muerto como rey, te suplico! Dame que llegue a mandar en tu casa. ELECTRA
Y yo, Padre, te suplico que me salves de la terrible muerte que ha de tener Egisto. ORESTES


Así, los hombres te podrán ofrecer las refacciones fúnebres acostumbradas: si no, entre los convidados, te quedarás, menospreciado y vil, en las llamas de las piras que abonan la tierra.

ELECTRA

Y yo, de las moradas paternas, te traeré, en libaciones nupciales, todas mis riquezas; y honraré lo primero su tumba.

ORESTES

¡Oh, tierra, devuélveme a mi padre, para que presencie la lucha! ELECTRA
¡Oh, Perséfone, danos valor invencible! ORESTES
¡Acuérdate, Padre, del baño en que te degollaron! ELECTRA
¡Acuérdate de la red en que te mataron! ORESTES
¡Padre, no te oprimieron cadenas de bronce! ELECTRA
¡Sino, vergonzosamente, un velo traidor! ORESTES
¿No te irritan semejantes baldones, ¡oh Padre!? ELECTRA
¿No alzarás la carísima frente? ORESTES
¡Manda a la Justicia, para que luche por los tuyos, o devuélveme los golpes que recibiste, si, después de vencido, quieres ser vencedor a tu vez!

ELECTRA

Oye mis últimas preces, ¡oh, Padre!, y mira a tus hijos tiernos al lado de tu sepultura. ¡Apiádate de tu hija y del varón de tu raza! No dejes que se extinga la posteridad de los Pelópidas. Así no desaparecerás, aunque hayas muerto, pues los hijos salvan el renombre de los muertos, como los


corchos mantienen a flote las mallas de la red. ¡Escúchame! Por causa tuya corren estas lágrimas, y a ti mismo te salvarás si acoges mis preces.

EL CORO DE LAS COÉFORAS

No hay que imprecar tan prolongadas lamentaciones en honor de esta sepultura y de este no llorado destino. ¡Tú harás lo que falta! ¡Ya que estás resuelto a obrar, tienta al Demonio de la fortuna!

ORESTES

Así se hará, mas no está fuera de lugar que investiguemos por qué causa envió ella estas libaciones y por qué quiso reparar con tardíos honores el crimen irreparable. Miserable don es este para un muerto insensible. No puedo darme cuenta de lo que significan estos presentes, tan por bajo del crimen. Dar cuanto se tiene por la sangre vertida de un solo hombre es trabajo inútil. Tal es mi pensamiento. Pero si lo sabes, dime lo que anhelo saber.

EL CORO DE LAS COÉFORAS

Hijo, lo sé, porque allí estaba yo. La impía mujer ha enviado estas libaciones agitada por el terror de los sueños de la noche.

ORESTES

¿Conoces ese sueño? ¿Puedes referírmelo con claridad? EL CORO DE LAS COÉFORAS
Le pareció, a lo que dijo, que concebía un dragón. ORESTES
¿Cómo acababa su relato?

EL CORO DE LAS COÉFORAS

Acostado estaba el dragón entre pañales, como un niño. ORESTES
¿Y de qué se nutría el monstruo recién nacido? EL CORO DE LAS COÉFORAS
En sueños, ella le daba el seno. ORESTES
¿Y cómo el horrible monstruo no hirió aquel seno? EL CORO DE LAS COÉFORAS


La sangre sorbió, mezclada con la leche. ORESTES
No es vano tal sueño; su marido se lo envió. EL CORO DE LAS COÉFORAS
Ha comenzado a gritar, aterrorizada por el sueño. Las antorchas, extintas durante la noche, se han vuelto a encender y han corrido en muchedumbre por las moradas a la voz de la Reina. Y ella ha enviado en seguida estas libaciones fúnebres, con la esperanza de que lleven remedio seguro a su mal.

ORESTES

¡Suplico a esta tierra y al túmulo de mi padre, para que tal sueño se cumpla por mí! Tal como lo interpreto, casa con la verdad. En efecto, la sierpe ha salido del mismo vientre que yo, y envuelta ha sido en los mismos pañales. Ha sorbido los senos que me han criado, y ha mezclado la sangre con su leche; y en su terror, mi madre ha gemido por tan terrible mal. Así como ha amamantado a un monstruo inmundo, así ha de morir por la violencia. Yo soy quien ha de matarla, vuelto dragón, como el sueño lo revela. Te hago juez de la interpretación del prodigio.

EL CORO DE LAS COÉFORAS

¡Así sea! Mas di a tus amigos si otros han de ayudarte en la acción o si han de permanecer inertes. ORESTES
Sencilla es mi respuesta. Quiero que Electra retorne a la casa, y le ruego que oculte mis propósitos. Con astucia mataron al hombre venerable; con astucia morirán también y serán cogidos en el mismo lazo, como lo predijo el Rey Apolo Loxias, adivino infalible. Yo, como extranjero, con carga de equipajes distintos, llegaré a las puertas del patio interior, como huésped y compañero de guerra, con Pílades solamente. Ambos hablaremos lengua parnesida con acento focio. Ciertamente, ningún guarda de las puertas nos recibirá benévolo, porque toda la mansión perturbada está por la cólera de los Dioses. Pero allí seguiremos, para que algún transeúnte diga, al vernos ante la casa: "¿Por qué echar del umbral a un suplicante? Si está Egisto, ¿no ha llegado a saberlo?" Mas si, pasado el umbral de las puertas interiores, hallo a Egisto sentado en el trono de mi padre, o si, para hablarme, se me acerca y me mira, tenedlo por cierto, antes de que haya dicho: "Extranjero, ¿de dónde eres?", le mato repentinamente, traspasándolo con el acero. La Erinnis del asesinato, ahíta ya de sangre, la beberá por tercera vez. Ahora, tú, Electra, mira bien lo que ocurre en la casa, para que todo ayude a nuestro propósito. Vosotros, contened la lengua; callaos o hablad cuando sea necesario. En cuanto a lo demás, suplico a Loxias que me sea propicio, ya que me ha impuesto tal lucha por la espada.

EL CORO DE LAS COÉFORAS

Estrofa I

Cría la tierra innúmeros terrores y grandes daños; los abismos del mar abundan en monstruos terribles al hombre; fuegos llameantes caen de las altas nubes, y podemos recordar cuanto vuela y se arrastra, así como el furor que brota de la tempestad.


Antistrofa I

Mas ¿quién dirá la ciega audacia del hombre y la mujer, lo que osan tentar, y los amores sin freno que acarrean inevitable ruina a los mortales? Cuando se adueña del corazón de la mujer, ese amor que no es amor, doma a los hombres como a los fieros animales.

Estrofa II

Acuérdese, el que no olvida, en su espíritu ligero, de cómo la miserable Testiades, funesta a su hijo, concibió el propósito de encender la brasa que había de durar tanto como su hijo, desde que, traído al mundo por su madre, lanzó el primer vagido, hasta su día funesto.

Antistrofa II

Acuérdese también de la cruel y abominable Escila, que por unos enemigos, perdió al hombre que debía serle caro. Seducida por los brazaletes de oro cretenses, don de Minos, cortó de la cabeza de Niso, aprovechándose de su sueño, el cabello inmortal, aquella perra, y Hermes se apoderó de ella.

Estrofa III

Recordando tan lamentables aventuras, ¿no he de hacer memoria de las bodas detestables, funestas a estas moradas, y los lazos pérfidos de la mujer, urdidos contra el hombre belicoso, admirado por su valor de los propios enemigos. Despreciables son el hogar sin fuego y el vergonzoso imperio de una mujer.

Antistrofa III

De tan terribles crímenes, el crimen lemnio es el más famoso. Lo es, ciertamente, por abominación.
¿Quién pudiera comparar nada a los asesinatos lemnios? Toda una raza ha perecido, detestada por los Dioses y execrada por los hombres. Nadie puede honrar lo que los Dioses detestan. ¿Cuál de estos crímenes he rememorado sin razón?

Estrofa IV

La espada aguda que la Justicia hunde en el pecho, hiere terriblemente. Prohibido está hollar el camino por el que nos alejamos, contra toda ley, de la honra debida a Zeus.

Antistrofa IV

Mas la vara de la Justicia está siempre derecha, y Esa, forjadora de espadas, aguza el hierro. Erinnis, la de profundos pensamientos, vuelve al hijo a las moradas para que lave la mancha de los antiguos crímenes.

ORESTES

¡Esclavo, esclavo, oye los golpes conque llamo a la puerta! Una vez más: ¡esclavo, esclavo! ¿hay alguien aquí? Por tercera vez llamo para que me respondan, si es verdad que Egisto es hospitalario.

EL PORTERO


Di a los señores de estas moradas que vengo a traerles una nueva. Apresúrate. Mira que avanza el carro sombrío de la Noche. Tiempo es de que los viajeros echen anclas en una morada que los libere de las fatigas del camino. Que alguien venga, el ama de la casa misma, o el amo, como es más conveniente. Ni aun entonces hiciera el respeto oscuras mis palabras. El hombre habla con franqueza mayor al hombre y le declara todo su pensamiento.

CLITEMNESTRA

Extranjeros, hablad: ¿qué queréis? De todo hay en estas moradas: baños calientes que dan descanso a las fatigas, lecho, y rostros benévolos. Si más grave cuita traéis, al amo incumbe, y he de decírselo.

ORESTES

Extranjero soy, de Daulis, entre los focenses. Iba cargado con mi equipaje, camino de Argos, donde acabo de poner los pies, cuando un hombre desconocido para mí y que no me conocía se ha cruzado conmigo y me ha enseñado el camino. Era Estrofio el focense. Hablando supe su nombre, y me dijo: "Extranjero, ya que los negocios te llevan a Argos, acuérdate de anunciar a los padres de Orestes que ha muerto. No lo olvides. Tráeme sus órdenes, ya quieran sus cenizas, ya que se le dé sepultura en la tierra cuyo huésped fue. Ahora, en efecto, las cenizas del muchacho, convenientemente llorado, están guardadas en urna de bronce". Lo que oí te he dicho. No sé si hablo con aquellos a quien concierne, con sus padres; mas conviene que el padre lo sepa.

ELECTRA

¡Infeliz de mí! Tal desgracia corona nuestra ruina. ¡Oh, Execración invencible de estas moradas, cuántas cosas viste que se creyeron protegidas, y que, de lejos, heriste con tus dardos! ¡Y a mí, desdichadísima, me privas de los que me amaban! ¡Ahora, Orestes, que se había guardado de poner los pies en este lodazal funesto, que era la única esperanza de salvación y alegría para estas moradas, Orestes me deja en la desesperación!

ORESTES

Yo hubiera querido traer a huéspedes felices abundanctes buenas nuevas en pago de la hospitalidad y la benévola acogida. ¿Qué mejor que ser grato a los huéspedes? Mas he pensado, en mi mente, que no estuviera bien dejar de anunciaros cosa de tal interés, puesto que lo prometí y me hospedáis.

CLITEMNESTRA

Sin embargo, no serás menos bien recibido ni menos tratado como amigo en esta morada. Otro hubiera venido como tú a traer esa noticia. Mas tiempo es de que nuestros huéspedes descansen, después de haber caminado todo un día y hecho largo camino. Llevad a éste a la estancia de los hombres, reservada a los huéspedes en esta casa, y luego os cuidaréis de su compañero. Ofrézcaseles cuanto la casa encierra. Haced lo que mando. Yo voy a que todo lo sepa el que aquí manda, y como no carecemos de amigos, con ellos meditaremos acerca de lo que pasa.

EL CORO DE LAS COÉFORAS


¡Ea!, siervas de esta morada, ¿cuándo haremos súplicas, en alta voz y ardientemente, por la salvación de Orestes? ¡Oh, tierra venerable, y tú, sacro túmulo de la sepultura que cubres el cuerpo real del jefe de tantas naves, concédenos ahora lo que te pedimos, ayúdanos! Ha llegado el tiempo de tender el lazo astuto. Precede Hermes subterráneo a éstos, en su oscuro camino, en el combate que sostendrá la espada.

EL PORTERO

Ese extranjero parece tramar alguna desgracia. Veo a la nodriza de Orestes bañada en lloro. ¿Por qué, Gilisa, dejas la casa? Siervo es el pesar que te acompaña sin que le pagues.

LA NODRIZA GILISA

La Reina quiere que Egisto hable con los extranjeros lo antes posible, para que sepa de cierto por sí mismo la nueva que acaba de llegar. Ante los siervos ha ocultado el gozo de su alma bajo una faz entristecida, a causa del mensaje feliz de los extranjeros; pero el destino de esta casa se ha tornado misérrimo por la cierta noticia que nuestros huéspedes han traído. El corazón de Egisto se llenará de gozo cuando lo sepa. ¡Oh, infeliz! ¡Cómo me han desgarrado el corazón en el pecho las desventuras que han caído en otro tiempo sobre el hogar de Atreo, mas nunca fue tan grande el dolor como hoy! En cuanto pude, soporté con paciencia los demás dolores; ¡pero mi Orestes querido, zozobra de mi alma, al que crié, recibiéndole de su madre, que con gritos agudos hacía que por la noche me levantara, y por quien tantas fatigas y trabajos inútiles pasé! Hay que adivinar al que no tiene mayor juicio que una bestezuela. ¿Cómo pudiera ser de otro modo? Un niño en pañales no habla, ya le apuren el hambre, o la sed, o la orina, que el vientre de un niño nada espera. Yo lo preveía, y a menudo, lo confieso, me engañé. Luego, lavar los pañales del niño, que también la nodriza ha de ser lavandera. Ese doble deber contraje desde el día en que Orestes me fue dado a criar por su padre. ¡Y ahora, infeliz, me dicen que ha muerto! Mas voy a buscar al hombre que es desventura de esta casa. ¡Sin duda la nueva le causará regocijo!

EL CORO DE LAS COÉFORAS

¿De qué modo le manda llamar Clitemnestra? LA NODRIZA GILISA
¿Cómo? Repite tus palabras, para que las entienda mejor. EL CORO DE LAS COÉFORAS
¿Ha de venir él solo o con sus guardias? LA NODRIZA GILISA
Le dice que venga con sus guardias armados. EL CORO DE LAS COÉFORAS
Guárdate de hablar así al amo que odias, pero dile que venga él solo. Y, para que sin temor te escuche, háblale en tono de jubilo, que le dé prisa. Todo un acontecimiento oculto depende de tu mandado.


¿Te regocijan acaso las noticias que llevo? EL CORO DE LAS COÉFORAS
Zeus puede mudar el mal en bien. LA NODRIZA GILISA
¿Cómo, si muerto está Orestes, la ésperanza de esta casa? EL CORO DE LAS COÉFORAS
¡Todavía no! Y hasta un mal adivino lo adivinara. LA NODRIZA GILISA
¿Qué dices? ¿Sabes lo contrario de lo que anunciaran los extranjeros? EL CORO DE LAS COÉFORAS
Ve a llevar tu mensaje y haz lo qué se te mandó. Deja a los Dioses el cuidado de realizar sus designios.

LA NODRIZA GILISA

Iré y te obedeceré. ¡Que todo sea para bien, por gracia de los Dioses! EL CORO DE LAS COÉFORAS
Estrofa I

¡Ahora, Zeus, padre de los Dioses Olímpicos, concede a mis oraciones que vea a los hijos realizar dichosamente sus justos propósitos! Palabras equitativas pronuncio, ¡oh, Zeus! ¡Ay! ¡Ay! ¡Vela por él!

Estrofa II

En vez de los enemigos que aquí están, tráele de nuevo a su casa, ¡oh, Zeus! que, una vez crecido, te devolverá duplicado o triplicado lo que por él hicieres. Sabe que el niño huérfano de un hombre amado por ti se ve unido al carro de las desgracias. ¡Modera su carrera, y véale este suelo avanzar con paso seguro hasta estar a salvo!

Estrofa III

¡Y vosotros los que protegéis las riquezas de antiguo juntas en estas moradas, oídnos, Dioses benévolos! Lavad con nueva expiación la sangre de los asesinatos antiguos; ¡mas que un crimen pasado no traiga en adelante otro crimen a esta casa!

Antistrofa I


¡Pero éste será justo! ¡Oh, tú, que habitas la gran Caverna, haz que la morada del mozo le sea felizmente devuelta, y levanta de sus ojos el velo sombrío que los cubre, para que vea libre y claramente!

Antistrofa II

¡Séale muy propicio el hijo de Maya, y préstale ayuda en su empresa equitativa, que puede secundarle, si quiere! Mas tus palabras oscuras están a veces envueltas en niebla nocturna, y durante el día no aparecen más claras

Estrofa IV

Y, entonces, las riquezas reconquistadas de estas moradas te serán ofrecidas, y cantaremos en honor de la Ciudad un canto tumultuoso de mujeres. ¡Que todo acabe bien! En cuanto a mí, mi alegría, mi alegría toda, estriba en que la desgracia se aleje de los que amo.

Antistrofa III

Pero tú, llénate de firmeza cuando llegue el momento de la acción, y para vengar a tu padre, cuando ella te grite: "¡Hijo mío!", contesta con el nombre paterno y haz lo que te cumple hacer.

Antistrofa IV

Ten el ánimo de Perseo en el pecho y ofrece a tus amigos que están bajo tierra y a los que viven el sacrificio de tu alegría. ¡Lleva en el corazón a la sangrienta Até, y mata al que cometiera el crimen!

EGISTO

Heme aquí, no porque me hayan llamado, sino presuroso de responder al mensaje. Sé que unos extranjeros han traído la triste nueva de la muerte de Orestes. Nueva y grande perturbación ha de ser para esta morada, llena aún del espanto que acarreó el crimen último que la dejara ulcerada y sangrando.
¿Cómo sabré de cierto si ello es verdad, o si hay sólo vanos rumores de mujeres sobrecogidas de terror, como los rumores que vuelan por el aire y se extinguen? ¿Qué sabes tú de esto que me puedas explicar?

EL CORO DE LAS COÉFORAS

Hemos oído hablar de ello, mas pregunta a los extranjeros, entra en la casa. Para estar cierto de algo, debe interrogar uno mismo.

EGISTO

Ciertamente, quiero ver e interrogar por mí mismo al mensajero. Quiero saber si ha visto a Orestes muerto, o si no ha traído más que un vano rumor. No engañará a mi perspicacia.

EL CORO DE LAS COÉFORAS

¡Zeus, Zeus! ¿Por dónde empezaré mis súplicas y mis preces? ¿Cómo diré los anhelos benévolos que formo? ¡En efecto, he aquí el momento de las espadas, sangrientas matadoras de hombres! O la raza entera de Agamenón perece, o torna Orestes, encendiendo el fuego y la llama para reconquistar la


libertad, así como el poderío sobre sus conciudadanos, a poseer las grandes riquezas de su padre. En lucha tal, solo contra dos, Orestes divino va a combatir. ¡Victorioso sea!

EGISTO

¡Ay! ¡ay de mí, Dioses!

EL CORO DE LAS COÉFORAS

¡Bien! ¡Bien! ¡Adelante!... ¿Cómo va ello? ¿Cómo ha ocurrido tal acción en la casa? Si se cumplió, retirémonos y aparezcamos inocentes. Ciertamente, la lucha ha terminado.

EL PORTERO

¡Infeliz de mí! ¡Infeliz de mí! ¡El amo ha muerto! ¡Tres veces infeliz de mí! ¡Egisto ha muerto!
¡Abrid, abrid pronto las puertas de la Cámara de la Reina, quitad los cerrojos de la estancia de las mujeres! Necesitamos un hombre vigoroso, no ya para que venga en ayuda de un muerto—¿para qué?—¡Desgracia! ¡desgracia! Grito a sordos y hablo a dormidos. ¿Dónde está Clitemnestra? ¿qué hace? Pienso que ella ha de caer también, junto a Egisto, herida por la venganza.

CLITEMNESTRA

¿Qué ocurre? ¿Por qué das tales gritos en la casa? EL PORTERO
Digo que los muertos matan a los vivos. CLITEMNESTRA
¡Desgraciada de mí! Comprendo el enigma. Pereceremos por el engaño, como por el engaño dimos muerte. ¡Tráiganme pronto una hacha exterminadora de hombres, de dos filos! Sepamos si hemos de vencer o ser vencidos. A tal límite hemos llegado.

ORESTES

¡También te busco a ti! Pagado está el otro. CLITEMNESTRA
¡Infeliz de mí! ¡Muerto estás, Egisto muy amado! ORESTES
¿A tal hombre amas? Con él dormirás, en el mismo túmulo, sin hacerle traición, aunque esté muerto.

CLITEMNESTRA


¡Detén la mano, hijo mío! ¡Respeta el seno en que tantas veces dormiste y cuya leche nutricia sorbieron tus labios!

ORESTES

¡Pílades! ¿Qué he de hacer? Temo matar a mi madre. PÍLADES
¿Y qué harás de los oráculos de Loxias, pronunciados en Pito, y de tus promesas sagradas? Más vale tener por enemigos a los hombres todos antes que a los Dioses.

ORESTES

La fuerza está de parte de tus palabras, y bueno es tu consejo... ¡Tú, sígueme! Quiero matarte junto a aquel hombre. En vida, por ti prevaleció contra mi padre; muerta, ve a dormir con el hombre a quien amas, cuando odiabas al que debiste amar.

CLITEMNESTRA

¡Te crié, y ahora quisiera envejecer! ORESTES
¡Así, pues, tú, exterminadora de mi padre, habías de vivir conmigo! CLITEMNESTRA
La Moira, hijo, es la única culpable. ORESTES
La Moira es también la que va a degollarte. CLITEMNESTRA
¿No temes las maldiciones de la madre que te concibió, hijo mío? ORESTES
¡Me concebiste, y me arrojaste a la miseria! CLITEMNESTRA
¿Te arrojé al enviarte a la hospitalidad de una morada? ORESTES
¡Vendido fui por dos veces, yo, hijo de padre noble!


CLITEMNESTRA

¿Y dónde está el precio que recibí? ORESTES
Vergüenza me daría nombrártelo. CLITEMNESTRA
No te avergüences; mas di también las culpas de tu padre. ORESTES
No acuses al que penaba lejos, mientras tú permanecías sentada en la casa. CLITEMNESTRA
¡Infelicidad grande es para una mujer estar lejos del marido, hijo mío! ORESTES
El trabajo del marido alimenta a la mujer sentada en la casa. CLITEMNESTRA
Así, pues, hijo mío, ¿te place matar a tu madre? ORESTES
¡No soy yo quien te mata, eres tú misma! CLITEMNESTRA
¡Mira! Teme a las iras furiosas de una madre. ORESTES
¿Y cómo evitaré la de un padre, si no le vengo? CLITEMNESTRA
Así, pues, viva, ¿me lamento en vano al borde de la tumba? ORESTES
El asesinato de mi padre te impuso este destino. CLITEMNESTRA


¡Infeliz de mí! Concebí y crié esta sierpe. ¡Verdad decía el sueño que me dio espanto! ORESTES
Muerte diste al padre, y el hijo te la dará. EL CORO DE LAS COÉFORAS
Lloremos aún este doble asesinato. Orestes, que tanto sufriera, acaba de poner colmo a tantos crímenes. Empero, demos gracias con nuestras preces porque no se haya extinguido el ojo de estas moradas.

Estrofa I

¡La Justicia, después de largo tiempo, ha vuelto por los Priamidas, el castigo vengador ha llegado! El doble León, el doble Ares, ha venido también a la mansión de Agamenón. Plenamente ha satisfecho su venganza el Desterrado, movido por los oráculos pitios. Ha sido felizmente vencedor, por mandato de los Dioses; las desdichas de esta casa real han dado fin; dueño es de sus bienes, y ambos culpables han sufrido su triste destino.

Antistrofa I

El castigo por el engaño ha venido detrás del crimen llevado a fin por el engaño. La verdadera hija de Zeus ha guiado la mano de Orestes. Llámanla Justicia los hombres, y tal es su nombre verdadero. Espira contra nuestros enemigos su cólera terrible, y ella es quien anunciara a Loxias el Parnasio que mora en una gran caverna en lo profundo de la tierra.

Estrofa II

Al cabo llegó, después de largo tiempo, para empujar a su perdición a la pérfida mujer. Que a una ley está sometido el poder de los Dioses: no pueden dar ayuda a la iniquidad. Hay que reverenciar el poder uranio. ¡He aquí que nos ha sido dado volver a ver la luz!

Antistrofa II

Libre estoy del freno pesado que oprimía a esta casa. ¡Levantaos, moradas! Harto tiempo permanecisteis yacentes junto al suelo. El tiempo, que todo lo cambia, pronto renovará vuestros umbrales, cuando las purificaciones hayan lavado todas las manchas del hogar. Gozarán entonces de dichosa fortuna los habitantes de estas moradas, que han visto y oído tantas cosas luctuosas. ¡He aquí que nos ha sido dado volver a ver la luz!

ORESTES

¡Contemplad a los dos tiranos de esta tierra, asesinos de mi padre, devastadores de esta casa! Eran, no ha mucho, venerables, y se sentaban en trono real. Y ahora aún se aman, como puede juzgarse por lo que padecieron, y su recíproca fe sigue siendo la misma. ¡Juraron dar muerte a mi padre infeliz y perecer juntos, y piadosamente han cumplido su juramento! Ved asimismo, los que no desconocéis este crimen, ved el instrumento del asesinato, lazo y red en que fueron aprisionados los pies y las manos de mi padre infeliz. Extended este velo, y en pie, alrededor de él, ved la red que prende a los hombres.
¡Véala el Padre, no el mío, sino el que todo lo ve, Helios! Vea las acciones impías de mi madre, y si me


acusan, séame testigo de que legítimamente cometí este asesinato. No hablaré de la de Egisto, pues no recibió, como la ley ordena, sino el castigo del adúltero. Mas la que meditara aquel atentado odioso contra el hombre cuyos hijos llevara en su seno, pero tan dulce entonces y ahora funesto, ¿qué te parece? Era una murena o víbora que emponzoñó cuanto tocaba, aun sin mordedura; tal era de procaz y malvado su instinto. Y a esto, ¿qué nombre le daré? ¿Red de apresar fieros animales, o velo del baño de un muerto? Cualquier nombre será verdadero, llámelo red o velo para trabar los pies. El hombre que se pone a acechar viajeros y vive de lo que roba, sirviérase con gusto de él. Con ayuda de este instrumento de engaño, cometería, innumerables asesinatos y meditaría otros tantos en su mente.

EL CORO DE LAS COÉFORAS

¡Ay! ¡Ay! ¡Crímenes lamentables!... ¡Tú, muerta fuiste de horrenda muerte! ¡Ay! ¡Ay! Pero el sufrimiento florece en el que sobrevive.

ORESTES

¿Lo hizo ella o no lo hizo? Este velo que ensangrentara la espada de Egisto me da seguro testimonio. Las manchas de sangre han resistido al tiempo, y alteran aún los colores variados de este velo. Al verle, me aplaudo y lloro, a la vez, por mí mismo, y tomo por testigo a este tejido que perdiera a mi padre. Lloro el asesinato y la venganza, y a mi raza entera, y gimo por esta desdichada victoria que habrá de expiarse.

EL CORO DE LAS COÉFORAS

Nadie entre los hombres pasa días tranquilos durante todo el tiempo de su vida. ¡Cada cual sufre a su vez, ya el uno, ya el otro!

ORESTES

Sea como quiera, yo sé cómo ha de acabar esto. ¡Como caballos sin freno, arrebatados fuera de la carrera, así mis sentidos turbados me dominan y arrastran, y mi corazón está a punto de aullar de terror y la rabia se precipita en él! Mientras soy aún dueño de mí, grito a mis amigos que maté con justicia a mi madre, porque estuvo manchada por el asesinato de mi padre y los Dioses la aborrecían. ¡El que tal valor me ha dado es Loxias, el Adivino pitio! Él es quien por sus oráculos me reveló que si cometía este asesinato no se me tendría por culpable. De haberle desobedecido, no diré el castigo que se me prometió; ¡nadie pudiera imaginar cuán horrible fuera! Y ahora, ¡ved!, con esta rama envuelta en lana, iré al santuario de Loxias, al ombligo terrestre, en que arde la llama sagrada que dicen eterna, para expiar allí la sangre vertida de mi madre. Loxias no me ha permitido que buscase otro hogar hospitalario. Cuando haya venido el tiempo, conjuro a todos los argivos para atestiguar por mí de los terribles desastres que pesaran sobre los míos. Yo, arrojado de esta tierra y vagabundo vivo o muerto, dejaré memoria de esta triste hazaña.

EL CORO DE LAS COÉFORAS

Ya que obraste en justicia, no te dejes cerrar la boca por los gritos funestos de la fama, ¡y no hables en contra tuya después de haber libertado a toda la raza argiva y cortado bravamente las cabezas de esas dos serpientes!

ORESTES


¡Ah! ¡Ah! Mujeres esclavas, ¿las veis, semejantes a Gorgonas, con vestiduras negras y cabellos entretejidos de serpientes innumerables? ¡No seguiré más aquí!

EL CORO DE LAS COÉFORAS

¿Qué imágenes te espantan de tal suerte, ¡oh, hijo carísimo de tu padre!? No te espantes, triunfa animosamente de tu terror.

ORESTES

Los espectros terribles que me miran no son sombras vanas. ¡Son las Perras furiosas de mi madre! EL CORO DE LAS COÉFORAS
Tienes aún su sangre tibia en tus manos. Eso es lo que te turba la mente. ORESTES
¡Rey Apolo! ¡Su número aumenta! ¡Sangre espantosa les mana de los ojos! EL CORO DE LAS COÉFORAS
Purifícate en la morada. Si te prosternas ante Loxias, libre te verás de tus males. ORESTES
¡No las veis, pero yo si las veo! ¡Me arrojan! No puedo seguir más aquí. EL CORO DE LAS COÉFORAS
¡Pues sé dichoso! ¡Que el Dios eche sobre ti mirada amiga y de infortunio te preserve! Por tres veces la tempestad se ha precipitado contra estas moradas reales, excitada por hombres de la misma raza. Primeramente, unos niños degollados, lamentables dolores de Tiestes; luego vino el asesinato del varón real, y el jefe guerrero de los aqueos fue degollado en un baño. Y ahora, en esta tercera vez, ¿nos ha llegado nuestra salvación o nuestra ruina? ¿Cuándo se dormirá por fin la violencia de Até?








FIN DE "LAS COÉFORAS"


LAS EUMÉNIDES



ARGUMENTO

Perseguido por las Erinnis llega Orestes a Delfos, desde donde, por consejo de Apolo, se encamina a Atenas y se acoge al templo de Atena. Favorécele la diosa; vence en juicio, y regresa a la ciudad de Argos, ya libre del todo. Las Erinnis se ablandan; vuélvense propicias y reciben el nombre de Euménides.




PERSONAJES DE LA ACCIÓN

ATENA. APOLO.
LA PITONISA. ORESTES.
EL ESPECTRO DE CLITEMNESTRA. EL CORO DE LAS EUMENIDES.
La escena es en Delfos y Atenas. Exterior del templo de Delfos.


Las Euménides

LA PITONISA

Vayan mis primeras preces, antes que a los demás Dioses, a Gea, la Adivinadora primera, y después a Temis, que recibió de su madre don profético, según se refiere. La tercera que moró en este santuario, por voluntad de Temis y propia inclinación, fue otra Titánide, hija de Gea, Febe. Recibiólo de ésta Febo al nacer, y llamósele así del nombre de Febe. Abandonado que hubo las lagunas y rocas Delias, llegó hasta las riberas de Palas, frecuentadas por los marinos, y llegó a este país del Parneso. Movidos a grande veneración, acompañáronle los hijos de Hefesto, abriéndole camino y allanando la salvaje comarca. Luego que llegó aquí, el pueblo entero y Delfos, que en esta tierra reinaba, recibiéronle con grandes honores. Dióle Zeus el arte divino y le colocó el cuarto en el Trono profético. Intérprete es Loxias de su padre Zeus. Ante todo, invoco a estos Dioses. También a Palas, que ante las puertas está, invocan mis oraciones. Y saludo a las Ninfas, en la roca Coricia, hueca, frecuentada por las aves y visitada por los Dioses. Bromio habita este lugar, y no le olvido, en el cual, entregando a Pantes a la horda de las Bacantes, le dejó matar como a una liebre. Y también invoco a las fuentes del Plisto, y el poderío de Poseidón, y al máximo y altísimo Zeus, y me siento a profetizar en el Trono fatídico. ¡Ahora, concedan los Dioses a mis preces más de lo que nunca me han concedido! Si hay helenos aquí, adelántense, cómo es uso, en el orden señalado por la suerte, pues no pronostico sino de acuerdo con la voluntad de los Dioses.

¡Horrendas son de decir y de ver las cosas que acaban de arrojarme de la casa de Loxias! ¡Fáltanme las fuerzas; ni andar puedo ni tenerme en pie! Sin piernas, sobre las manos me arrastro. Nada es ya una vieja aterrorizada, menos que un niño... Entro en el santuario ornado de coronas, veo a un hombre sacrílego sentado en el ombligo del mundo, a un suplicante, con las manos manchadas de sangre, con una espada desenvainada y un ramo de olivo de las montañas envuelto en tiras de lana blanca. Todo claramente me lo explico. Ante ese hombre duerme un espantoso cortejo de mujeres sentadas en tronos. No diré que son mujeres, sino, más bien, Gorgonas. Ni siquiera con las Gorgonas he de compararlas. Una vez las he visto, pintadas, arrebatar la comida de Fineo. Pero estas mujeres no tienen alas, son negras y horribles. Roncan con resoplido feroz, y sus ojos vierten lágrimas horribles y sus vestiduras son tales que nadie llevara otras semejantes ante las efigies de los Dioses o bajo el techo de los hombres. ¡Nunca vi raza semejante! Jamás tierra alguna pudo vanagloriarse de criar hijos tales, sin merecer lamentables calamidades. Mas el señor de este santuario, Loxias omnipotente, es el que ha de inquietarse por lo que va a pasar. Es adivino médico, intérprete de agüeros y purificador de moradas ajenas.

APOLO

No, no te traicionaré. Velaré siempre por ti a tu lado, o de lejos haré frente a tus enemigos. Ves ahora a las Furibundas presas del sueño. ¡Domadas por el sueño están las viejas y abominables doncellas, las antiguas vírgenes que no querría ni un Dios, ni un hombre, ni un bruto! Sólo para el mal nacieron. Pueblan las malas tinieblas y el Tártaro subterráneo, y son horror de los hombres y de los Dioses Olímpicos. Mas huye sin tardanza y no pierdas animal que van a perseguirte por todo el amplio continente, por dondequiera que te llevaren tus vagabundas correrías, al otro lado del mar y de las Islas. No perezcas a tantas pruebas. Llega a la ciudad de Palas y abrázate a la imagen antigua de la Diosa. Allí encontraremos jueces a quienes persuadirán nuestras palabras y te verás libre de tus miserias; porque yo soy quien te persuadí de matar a tu madre.

ORESTES


Rey Apolo, bien sabes tú ser justo. En verdad, tú lo sabes; no te olvides, pues, de tu suplicante. Baste tu poder para salvarme.

APOLO

Acuérdate y no dejes que los temores dominen tu corazón. Y tú, hermano, de la misma sangre nacido, Hermes, vela por él. Sé digno de tu nombre, sé su conductor y protege a mi suplicante. Zeus mismo respeta el sagrado derecho que las leyes asignan a los suplicantes.

EL ESPECTRO DE CLITEMNESTRA (a las Erinnias que duermen).

¿Dormís? ¡Ea! ¿Para qué dormir? Olvidada por vosotros, sola entre todos los muertos, yo, que maté, voy errante por entre las sombras, detestada y cubierta de oprobio. Os lo digo, atormentada estoy por mi crimen, y yo, que tantos males espantosos he padecido por parte de los que me eran muy caros, no tengo Dios que se irrite y me defienda, aunque manos impías y parricidas me hayan degollado. ¡Mira estas llagas, míralas en espíritu! El espíritu, cuando dormimos, tiene ojos penetrantes. A la luz del día, menos visibles aparecen las cosas a los hombres. Pero vosotras os habéis saciado con las ofrendas de numerosos sacrificios; bebisteis las libaciones sin vino, de miel y de agua, y comisteis las refacciones sagradas dispuestas de noche, a la lumbre del hogar, en la hora que con ninguno de los demás Dioses compartís. ¡Y todo eso, viéndoos estoy hollarlo! Y él se escapa, huyendo como cervatillo, y mofándose de vosotras, ha saltado sin dificultad afuera de la red. Oid lo que os dice mi alma. ¡Despertad, Diosas subterráneas! ¡Soy yo, es el espectro de Clitemnestra quien os llama!

(El coro de las Euménides ronca.)

¡Roncáis, y el hombre se escapa y huye lejos! ¡Sólo a mí no me escuchan los Dioses a quien suplico!

(El coro de las Euménides ronca.)

Harto dormís, y ninguna compasión tenéis de mis males. ¡Orestes, el asesino de su madre, ha escapado!

CORO DE LAS EUMÉNIDES

¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!

EL ESPECTRO DE CLITEMNESTRA

¿Gritas? ¿Duermes? ¿Por qué no te levantas sin tardar? ¿No es hacer sufrir tu destino? CORO DE LAS EUMÉNIDES
¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!

EL ESPECTRO DE CLITEMNESTRA

¡El sueño y la fatiga domaron el furor de estas horribles bestias! CORO DE LAS EUMÉNIDES


¡Oh! ¡Oh! ¡Allí! ¡allí! ¡Atájale! ¡Atájale! ¡Cuidado! EL ESPECTRO DE CLITEMNESTRA
Persigues en sueños al bruto, y aúllas como perro que aun se cree en la pista. ¿Para qué? ¡Álzate!
¡No te dome la fatiga; mira el mal que ha causado tu sueño! ¡Que os llenen de dolor mis justas reconvenciones, pues la reconvención es aguijón para el discreto! ¡Espirad sobre él vuestro hálito sangriento, consumidle en el soplo inflamado de vuestras entrañas! ¡Corred! ¡Agotadle, sin cejar en la persecución!

CORO DE LAS EUMÉNIDES

¡Despierta, despierta a ésta!—¡Despiértate!—¿Duermes?—¡En pie!—Despertémonos, y sacudido el sueño, vamos si hemos de acabar esto.

Estrofa I

¡Ay! ¡Ay! ¡Oh Dioses! ¡He aquí una desgracia grande, amigas! Ciertamente, muchos hemos trabajado en vano. ¡Ay, gran desdicha es ésta, desdicha insoportable! ¡La caza escapó de la red!
¡Dominadas por el sueño, perdimos nuestra presa!

Antistrofa I

¡Ay, hijo de Zeus, tú eres el ladrón! Dios mozo, has ultrajado a las Diosas ancianas al proteger a tu suplicante, al hombre funesto para quien le concibiera. ¡Tú, que eres Dios, nos arrancas al que mató a su madre! ¿Quién podrá tenerlo por justo?

Estrofa II

En sueños, he oído una reconvención. Háseme hincado por el costado, en el corazón, en el hígado! Siento el golpe del flagelador, del terrible verdugo. ¡Hondísima abominación!

Antistrofa II

¡Así usan los Dioses más jóvenes que nosotras del poder sumo, y obran contra justicia en socorro de ese cuajarón de sangre que chorrea de la cabeza a los pies! ¡Consiéntese que el ombligo de la tierra cobije a ese impío manchado de sangre por espantoso asesinato!

Estrofa III

¡Adivino! ¡tú has mancillado tu propio santuario con la presencia de tal suplicante a quien tú mismo excitaste y llamaste, protegiendo así a los hombres contra la ley de los Dioses y ultrajando a las Moiras antiguas!

Antistrofa III

¡Me ha ultrajado el Dios, pero no ha de salvar a ese hombre, aun cuando se hundiese en la tierra, y nada le libraría! ¡Aun allí, ese suplicante manchado por el crimen hallaría otro vengador que cayese sobre su cabeza!


APOLO

¡Fuera de aquí! ¡lo mando! ¡Salid pronto de este templo! ¡Desapareced del Santuario fatídico, no sea que os envíe la sierpe de alas de plata que brota del arco de oro! ¡Entonces, de dolor, echaríais la negra espuma que de los hombres sacásteis, vomitaríais los cuajarones de sangre que lamísteis en los degüellos! ¡No os conviene acercaros a esta mansión, sino que habéis de ir adonde se cortan cabezas, se sacan ojos, adonde hay torturas, suplicios, adonde se siegan los órganos de la generación, adonde gimen los lapidados y los empalados! ¡Esos gritos oís como si fuesen cantos de júbilo, y de ellos hacéis vuestras delicias, ¡oh, Diosas, de quienes los Dioses tienen horror! Allí será bien recibida vuestra horrible faz. El antro del león sediento de sangre debéis habitar, pero no mancillar el Santuario de los oráculos. ¡Id a vagar sin pastor por vuestros prados, que ningún Dios se cuida de tal rebaño!

CORO DE LAS EUMÉNIDES

¡Rey Apolo, escúchame tú también! ¡No sólo eres cómplice de los crímenes que se han cometido, sino que tú solo lo hiciste todo y eres el mayor culpable!

APOLO

¡Cómo! Declara todo tu pensamiento. CORO DE LAS EUMÉNIDES
¡Mandaste a tu huésped, por la voz de tu oráculo, que matara a su madre! APOLO
Decidí que vengara a su padre. ¿Por qué no? CORO DE LAS EUMÉNIDES
Y que le defenderías, luego de vertida la sangre. APOLO
Y quise que, como suplicante, se refugiara en este templo. CORO DELAS EUMÉNIDES
¡Y nos ultrajas, porque hasta aquí le perseguimos! APOLO
No os cumple acercaros a esta morada. CORO DE LAS EUMÉNIDES
Oficio nuestro es. APOLO


CORO DE LAS EUMÉNIDES

Echamos de casa a los que dan muerte a su madre. APOLO
¡Cómo! ¿Al que dio muerte a una mujer que degolló a su marido? CORO DE LAS EUMÉNIDES
La sangre que en sus manos ella vertió no era de su propia raza. APOLO
¡Así es, menosprecias y reduces a nada las promesas de los esposos, consagradas por Hera nupcial y por Zeus! Así se ve Cipris, que da a los hombres sus goces más elevados, despojada de honores. El lecho que comparten marido y mujer, amparado por la Justicia, más sagrado es que un juramento. Si te muestras clemente cuando los esposos se degüellan entre sí, si ninguna expiación les pides ni los miras con cólera, digo que sin derecho persigues a Orestes. ¡Llena estás, en efecto, de clemencia para el primer crimen; y para éste, encendida te veo de cólera! Mas la divina Palas ha de juzgar de una y otra causa.

CORO DE LAS EUMÉNIDES

¡Nunca soltaré a ese hombre! APOLO
Pues persíguele y acrecienta sus fatigas. CORO DE LAS EUMÉNIDES
No ofendas más con tus palabras los honores que se me deben. APOLO
No los deseara yo, si tú me los ofrecieses. CORO DE LAS EUMÉNIDES
Ciertamente, mayores son los tuyos y puedes sentarte junto al trono de Zeus. Yo —pues la sangre derramada de una madre pide venganza—perseguiré a ese hombre como lo haría una cazadora.

APOLO

Y yo defenderé y protegeré a mi suplicante, que fuera terrible para mí, entre los hombres y los dioses, la cólera del suplicante a quien hubiese voluntariamente entregado.


II

Exterior del templo de Atena Polías en la Aerópolis de Atenas. ORESTES
Reina Atena, me llego a ti, enviado por Loxias. Recibe benévola a un desdichado ya sin mancha, que expió su crimen, ha entrado luego en numerosas moradas y se ha purificado en otros templos. He cruzado tierras y mares, obediente a las órdenes que Loxias me dio por su oráculo, y vengo a tu morada y tu imagen, ¡oh Diosa! y en ella permaneceré, esperando a tu juicio.

CORO DE LAS EUMÉNIDES

¡Bien! ¡He aquí una huella manifiesta del hombre! ¡Sigue la ruta de este guía mudo! Como perro en la pista del cervatillo herido, siguiendo vamos a éste por las gotas de su sangre. ¡Cuánta fatiga a causa de este hombre! Tengo el pecho jadeante. En efecto, he pasado por todos los lugares de la tierra, sin alas he volado sobre el mar, persiguiéndole no menos rápida que su nave. Y ahora, ahí está, acurrucado en algún rincón. ¡El vaho de la sangre humana me sonríe!... ¡Veamos! ¡sigamos viendo! ¡Miremos por doquiera, no sea que logre fugarse, impune, el asesino de su madre!... Nuevamente halló refugio; con sus brazos rodea la imagen de la Diosa ambrosíaca, pidiendo que se le juzgue por su crimen... Mas no ha de ser. ¡Oh, Dioses! la sangre de una madre, luego de vertida, es indeleble. Corre y el suelo la absorbe. Tienes que expiar tu crimen; he de beber en tu cuerpo vivo el rojo y horrible licor; y después de haberte agotado, te arrastraré bajo tierra, para que recibas castigo por el asesinato de tu madre. Y entonces verás a los que han ofendido a los hombres, o a los Dioses, o a su huésped, o despreciado a sus padres queridos, padecer cada cual justo castigo. Porque Hades es el sumo juez de los mortales, y de todo se acuerda, y todo bajo la tierra le ve.

ORESTES

Ciertamente, mis males me han enseñado y sé de purificaciones numerosas y cuándo se ha de hablar y cuándo se ha de callar. Un sabio maestro me ha enseñado lo que aquí he de decir. La sangre se ha adormecido, borrándose de mi mano, y la mancha del asesinato de mi madre ha desaparecido. Reciente estaba aún, cuando en el altar del divino Febo fue quitada por las purificaciones luego de degollados los puercos expiatorios. Largo fuera de contar si hablase de todos los hombres a quienes me he acercado después sin que mi presencia les acarreara mal alguno. Todo lo destruye, al envejecer, el tiempo. Y ahora, con boca pura suplico a Atena, reina de este suelo, para que me dé ayuda. De tal suerte, sin combate, me tendrá, como a la tierra y población de los argivos, por fiel y devoto. Ya en los países libios, a orillas del Tritón su río natal, visible o invisible, preste ayuda a los que ama; ya en las llanuras de Flegra pase revista a su ejército, como jefe valeroso, ¡lléguese aquí! que un Dios oye a lo lejos; ¡y libérteme de mis males!

CORO DE LAS EUMÉNIDES

Ni Apolo ni el poder de Atena te han de proteger. ¡Fuerza es que perezcas ignominiosamente, rechazado por todos, sin conocer ya la alegría de la mente, sin sangre ya, como vana sombra, pasto de los Demonios, sin poder contestar ni hablar, cebado para consagrarte a mí! No serás degollado en el altar. Oye este himno que te encadena: "¡Ea! ¡Cantemos en coro! Plácenos aullar el canto espantoso y decir los destinos que nuestro cortejo dispensa a los hombres. Mas de ser dispensadoras justas nos loamos. ¡Sobre el que eleva manos puras nunca se precipita nuestra cólera, y ha de pasar una vida sana y salva; mas aquel que hizo el mal, como este hombre, y esconde manos ensangrentadas, nos ve


aparecer, incorruptibles testigos de los muertos, con fuerza y poder, y le hacemos pagar cara la sangre derramada!"

Estrofa I

¡Oh, madre! ¡oh, Noche, madre mía, que me engendraste para castigo de los que ya no ven y de los que ven todavía, óyeme! El hijo de Latona me priva de mis honores arrancándome la presa, este hombre que debe expiar el asesinato de su madre. ¡Dedícase a él este canto, locura, delirio, perturbador de la mente, himno de las Erinnis que encadena el alma, himno sin lira, espanto de los mortales!

Antistrofa I

La Moira omnipotente me ha dado el destino inmutable de perseguir a cuantos hombres cometen crímenes, hasta que la tierra los cubra. Ni aun muerto, se ha de ver libre todavía ninguno. ¡Dedícase a él este canto, locura, delirio perturbador de la mente, himno de las Erinnis que encadena el alma, himno sin lira, espanto de los mortales!

Estrofa II

Cuando nacimos, este destino se nos impuso: no tocar a los Inmortales, no sentarse ninguna de nosotras a sus festines, y nunca llevar vestiduras blancas. Mas la desolación de las moradas nos pertenece, cuando un Ares doméstico hiere a un allegado. Nos precipitamos sobre él, por vigoroso que sea, y le aniquilamos desde el punto en que derramara sangre.

Antistrofa II

Me apresuro, y evito a quienquiera que sea tal cuidado, y mis imprecaciones permiten descanso a los Dioses. ¡No vuelvan ellos sobre mis juicios! Zeus, en efecto, rechaza lejos de sí una horda aborrecida y manchada de sangre. Yo salto violentamente y persigo con inevitable venganza a los que, huyendo lejos, laceran sus pies y sienten flaquear sus piernas.

Estrofa III

La gloria de los hombres, magníficamente alzada hasta el Urano, da en tierra manchada, a la vista de nuestras negras vestiduras y hollada por nuestro pisoteo furioso.

Antistrofa III

Y cuando cae, aquel que hiero, en su demencia, lo ignora. Envuélvele su crimen en tinieblas tales, que todos gimen al ver aquella nube sombría extenderse sobre su morada.

Estrofa IV

Así es. Omnipotentes e inevitables, piadosamente nos acordamos de todos los crímenes; implacables para los mortales, frecuentamos parajes hoscos y selváticos, alejados de los Dioses, no iluminados por la luz de Helios, inaccesibles a los vivos como a los muertos.

Antistrofa IV


Así, pues, ¿qué mortal no respeta y teme el poder que me dieron las Moiras y la voluntad de los Dioses? Honores antiguos poseo, y nadie me desdeñó jamás, aunque more yo bajo la tierra, en las tinieblas sin sol.

ATENA

De lejos he oído el clamar de una voz en las orillas del Escamandro, mientras me asentaba en aquella tierra, magnífica parte de los despojos conquistados que para siempre me consagrarán jefes y príncipes aqueos, don sin igual hecho a los hijos de Teseo. De allí he venido, en carrera infatigable, hinchando el centro de la Egida e irresistiblemente conducida en mi carro. He aquí en esta tierra una muchedumbre que desconozco. No me espanta, pero mis ojos se sorprenden. ¿Quiénes sois? A todos os lo pregunto, al extranjero sentado a los pies de mi imagen y a vosotras a quienes nunca vieron los Dioses entre las diosas ni figura humana tenéis. Mas ofender a otro sin razón no es justo ni equitativo.

CORO DE LAS EUMÉNIDES

Todo lo sabrás en pocas palabras, hija de Zeus. Somos las hijas de la negra Noche. En nuestras moradas bajo la tierra llámannos Imprecaciones.

ATENA

Conozco vuestra raza y vuestro nombre. CORO DE LAS EUMÉNIDES
Vas a saber cuáles son mis honores. ATENA
Lo sabré cuando me lo hayas dicho claramente. CORO DE LAS EUMÉNIDES
De todas las moradas arrojamos a los asesinos. ATENA
¿Y dónde cesa la huida del asesino? CORO DE LAS EUMÉNIDES
En un lugar donde toda alegría perece. ATENA
¿Y eso es lo que a éste infliges? CORO DE LAS EUMÉNIDES
Ciertamente, que se atrevió a matar a su madre.


ATENA

¿No le ha constreñido la violencia de alguna otra necesidad? CORO DE LAS EUMÉNIDES
¿Qué violencia puede constreñir a matar a una madre? ATENA
Dos sois aquí; uno solo ha hablado. CORO DE LAS EUMÉNIDES
No acepta él juramento ni quiere prestarlo. ATENA
Prefieres la Justicia que habla a la que obra. CORO DE LAS EUMÉNIDES
¿Cómo? Decláramelo, que sabiduría no te falta. ATENA
Niego que un juramento baste para dar el triunfo a una causa injusta. CORO DE LAS EUMÉNIDES
Pues examina mi causa y pronuncia justa sentencia. ATENA
Así ¿me entregáis el juicio de la causa? CORO DE LAS EUMÉNIDES
¿Por qué no? Digna te proclamamos de tal honor. ATENA
Para tu defensa, extranjero, ¿qué tienes que alegar? Dime, ante todo, tu patria, tu raza y los acaecimientos de tu vida; luego rechazarás la acusación, si, empero; abrazaste la imagen de mi altar confiado en la justicia de tu causa, suplicante piadoso, como lo fuera Ixión. Contesta a todo, a fin de que pueda yo juzgar claramente.

ORESTES


Reina Atena, disiparé ante todo la extrema preocupación que revelan tus últimas palabras. No soy suplicante que nada expió, y mis manos no profanaron tu imagen. Buena prueba te daré de ello. Es ley que todo hombre manchado por un crimen permanezca mudo mientras no le haya purificado la sangre de un animal joven. De tal suerte, mucho tiempo ha que me purifiqué en otros lugares con sangre de víctimas y aguas lustrales. No debes, así, pues, tener tal temor. En cuanto a mi raza, pronto sabrás cuál es. Argivo soy, y harto conoces a mi padre, Agamenón, jefe de la flota de los hombres aqueos, por quien has derribado a Troya, la ciudad de Ilión. Vuelto a su casa, muerto fue, no con gloria, porque mi madre, tendiéndole lazos, le dio muerte después de haberlo envuelto en una red. En un baño le mató, y así lo ha confesado. Yo, dejando el destierro en que por mucho tiempo viví, maté a la que me concibió, no lo niego, castigando así el asesinato de mi padre carísimo. Pero Loxias comparte conmigo el crimen, pues me anunció que los males me abrumarían si no vengaba en los culpables la muerte de mi padre. Si bien o mal obré, juzga tú mi causa. En todo me someteré a lo que acuerdes.

ATENA

Harto grande es la causa para que la pueda juzgar hombre ninguno. Yo misma no puedo resolver en un asesinato producido por la violencia de la cólera: sobre todo, porque cometido el crimen, no has venido como suplicante a mi morada hasta estar purificado de toda mancha. Puesto que así expiaste el asesinato, he de recibirte en la ciudad. Empero no es fácil desechar la demanda de éstas. Si en esta causa se les arrebatase la victoria, derramarían al marcharse todo el veneno de su corazón en esta tierra, y el contagio había de ser incurable y eterno. No puedo sin iniquidad rechazar ni detener a ambas partes. Por último, ya que aquí ha venido esta causa, nombraré jueces ligados por juramento que juzguen en todos los tiempos que han de venir. En cuanto a vosotras, disponed testigos, pruebas e indicios que puedan venir en ayuda de vuestra causa. Luego de haber elegido a los mejores de entre los de mi Ciudad, volveré con ellos, para que decidan equitativamente acerca de esto, guardando así fidelidad a su juramento.

CORO DE LAS EUMÉNIDES

Estrofa I

Ved aquí ahora cómo se echa abajo la antigua Justicia con leyes nuevas, si la causa de este asesino de su madre saliere victoriosa. Todos los hombres se complacerán en semejante crimen, para obrar con manos impunes. ¡Calamidades innumerables en verdad han de amargar de hoy más a los padres por parte de sus hijos!

Antistrofa I

No habrá ya, en efecto, ojos flechados contra los hombres, ni cólera que persiga sus crímenes. Todo lo dejaré hacer. Todos sabrán, al gemir por los males que sus allegados les hagan padecer, que ya no hay descanso, ni remedio a tales miserias, ni refugio contra ellas, ni aun consuelos ilusorios.

Estrofa II

Nadie lance ya, cuando le agobie la desdicha, este grito: "¡Oh, Justicia! ¡oh, trono de las Erinnis!"
¡Pronto un padre o una madre, presa de reciente calamidad, gemirá con lamentos cuando se haya derrumbado la morada de la Justicia.

Antistrofa II


Seres existen a quienes el terror debe hostigar inexorablemente, como vigilante del espíritu. Saludable es que la angustia enseñe cautela. Porque ¿quién, ciudad u hombre, si no tiene una luz viva en el corazón, honrará de aquí en adelante a la Justicia?

Estrofa III

No anheléis vida sin freno ni opresión. Entre una y otra han puesto los Dioses a la fuerza, ni más acá ni más allá. Con verdad lo digo: es la insolencia hija de la impiedad; mas de la sabiduría nace la felicidad, querida de todos y por todos amada.

Antistrofa III

Te recomiendo por encima de todo que honres el ara de la Justicia. No la derribes con el pie, deseoso de lucro. No se hace esperar el castigo, y siempre está en razón con el crimen. Respete cada cual a sus padres y dé acogida benévola a los huéspedes que se lleguen a su morada.

Estrofa IV

El que es justo sin verse constreñido a ello no ha de ser desdichado y no perecerá nunca en calamidades; mas el impío contumaz que todo lo confunde contra la Justicia, yo sé que ha de verse constreñido por la violencia cuando llegue la hora y que la tormenta le romperá las antenas, desgarrando sus velas.

Antistrofa IV

En medio del torbellino inevitable, invocará a los Dioses y no le oirán. Ríense los demonios del hombre orgulloso cuando le ven envuelto en inextricable ruina, sin que pueda nunca sobreponerse a su desgracia. Su prosperidad primera se ha roto por fin contra el escollo de la Justicia; ¡perece sin lágrimas y olvidado!

ATENA

¡Ea, heraldo, contén a la muchedumbre! Henchida por un soplo viril, hinque la trompeta tirrena en los oídos un clamor sonoro y hable al pueblo. Callen todos, puesto que se ha reunido el Senado. Estos han de aplicar en adelante mis leyes en toda la Ciudad, y van a juzgar equitativamente esta causa.

CORO DE LAS EUMÉNIDES

¡Rey Apolo, manda en lo que es tuyo! ¿Estas cosas en qué te interesan? ¿Esto qué te importa? Dímelo.

APOLO

Vengo a dar testimonio. Suplicante mío es este hombre, en mi mansión se sentó, y yo le purifiqué de este crimen; mas yo también tengo que ver en ello, puesto que le excité a matar a su madre. Da comienzo, tú, Atena, a la causa y abre la contienda.

ATENA


A vosotras os cumple hablar primero. Doy comienzo a la causa. El acusador ha de comenzar y exponer el asunto.

CORO DE LAS EUMÉNIDES

Muchas somos, en verdad, pero hablaremos brevemente. Respóndenos tú, palabra por palabra. Dinos, ante todo: ¿has dado muerte a tu madre?

ORESTES

La maté, no lo niego.

CORO DE LAS EUMÉNIDES

En esta lucha, mírate ya caído una vez por cada tres. ORESTES
Antes de haberme derribado alardeas. CORO DE LAS EUMÉNIDES
Sigue contestando. ¿Cómo la mataste? ORESTES
Contesto: con mi mano le hundí esta espada en la garganta. CORO DE LAS EUMÉNIDES
¿Quién te impulsó y aconsejó? ORESTES
Los oráculos de este Dios. Él aquí lo atestigua. CORO DE LAS EUMÉNIDES
¿El Adivino te impulsó a matar a tu madre? ORESTES
Hasta aquí no me arrepiento de ello. CORO DE LAS EUMÉNIDES
Cuando se te condene de otro modo hablarás. ORESTES


Tengo mis esperanzas. Mi padre me ayudará desde el fondo de la tumba. CORO DE LAS EUMÉNIDES
¡En muertos fías, tú que mataste a tu madre! ORESTES
Manchada estaba por dos crímenes. CORO DE LAS EUMÉNIDES
¿Cómo? Díselo a tus jueces. ORESTES
Dio muerte a su marido y dio muerte a mi padre. CORO DE LAS EUMÉNIDES
Vives, y ella, muriendo, expió su crimen. ORESTES
Pero ¿cuando vivía la perseguisteis? CORO DE LAS EUMÉNIDES
No era de la sangre del hombre que mató. ORESTES
¿Y yo era de la sangre de mi madre? CORO DE LAS EUMÉNIDES
¡Cómo! ¿No te llevó bajo su cinto, matador de tu madre? ¿Renegarás de la sangre carísima de tu madre?

ORESTES

¡Sé testigo, Apolo! ¿No la maté legítimamente? Porque no niego que la maté. ¿Piensas que su sangre fue legítimamente derramada? Habla, para que se lo diga a éstos.

APOLO

¡He de hablaros, Jueces venerables instituidos por Atena! Soy el Adivino, y no he de engañar. Nunca en mi trono fatídico dije de hombre, de mujer o de ciudad nada que Zeus, padre de los Olímpicos, no me haya mandado decir. Acordaos de tener mis palabras en lo que valen y de obedecer a la voluntad de mi padre. No hay juramento que sea superior a Zeus.


CORO DE LAS EUMÉNIDES

¿Zeus, por lo que dices, te había dictado el oráculo con el que mandaste a Orestes que vengase la muerte de su padre, sin respeto a su madre?

APOLO

No da lo mismo ver a una mujer degollar a un valiente honrado con el cetro, don de Zeus, y a quien no han traspasado las flechas lanzadas desde lejos, como las de las Amazonas. ¡Escúchame, Palas! Escuchadme también vosotros, que venís a juzgar en esta causa. ¡Al volver de la guerra, de donde traía numerosos despojos, ella le recibió con palabras lisonjeras, y en el momento en que, habiéndose lavado, iba a salir del baño, le envolvió en amplio velo y le hirió, teniéndole inextricablemente impedido! Tal ha sido la suerte fatal de aquel hombre venerabilísimo, del Jefe de las naves. Digo que tal ha sido, para que la mente de los que juzgan en esta causa sienta la mordedura.

CORO DE LAS EUMÉNIDES

A Zeus, según tus palabras, más le irrita el asesinato de un padre que el de una madre. Pero él mismo cargó de cadenas a su anciano padre Cronos. ¿Por qué no añadiste esto a lo que has dicho? Vosotros, ya le oísteis; por testigos os tomo.

APOLO

¡Oh, alimañas, las más abominables de todas, aborrecidas por los Dioses! Pueden romperse cadenas; remedio hay para ello y medios innumerables para libertarse de ellas; pero cuando el polvo ha absorbido la sangre de un hombre muerto, ya no puede volverse a levantar. No ha enseñado mi padre encantamientos que lo consigan, él, que, por encima y por debajo de la tierra, manda y lo pone todo en movimiento, y cuyas fuerzas son siempre iguales.

CORO DE LAS EUMÉNIDES

Pero ¿cómo has de defender la inocencia de este hombre? ¡Mira! Después de haber vertido la sangre de su madre, su sangre propia, ¿podrá vivir en Argos en la casa de su padre? ¿En qué altares públicos sacrificará? ¿Qué fratria le dará lugar en sus libaciones?

APOLO

Esto diré, mira si hablo bien. No es la madre quien engendra al que se llama hijo suyo; no es ella sino la nodriza del germen reciente. El que obra es el que engendra. Recibe la madre el germen, y lo conserva, si place a los Dioses. He aquí la prueba de mis palabras: puede haber padre sin madre. La hija de Zeus Olímpico me sirve aquí de testimonio. No se ha nutrido en las tinieblas de la matriz, porque Diosa ninguna hubiera podido producir tal hija... Yo, Palas, entre otras cosas, engrandeceré tu ciudad y tu pueblo. He enviado a tu morada este suplicante, para que en todo tiempo esté consagrado a ti.
¡Acéptale por aliado, ¡oh, Diosa! a él y a sus descendientes, y guárdente éstos, eterna fe!

ATENA

A vosotros os cumple ahora dictar sentencia con justo sufragio, que harto dijo él. CORO DE LAS EUMÉNIDES


ATENEA

¿Qué haré para que nada me echéis en cara? CORO DE LAS EUMÉNIDES
¡Todo lo oísteis, extranjeros! Respetad lo que jurasteis y pronunciaos. ATENA
Oíd aún la ley que fundo, pueblo del Ática, vosotros que sois los primeros jueces de la sangre vertida. Este tribunal, de aquí en adelante y por siempre, ha de juzgar al pueblo egeo. En esta colina de Ares, las Amazonas plantaron tiempo atrás sus tiendas, cuando, irritadas contra Teseo, sitiaron la Ciudad recién fundada y opusieron torres a sus altas torres. Hicieron aquí sacrificios a Ares, de donde viene este nombre de Areópago, la roca, la colina de Ares. Aquí, pues, respeto y temor han de estar siempre presentes, de día y de noche, a todos los ciudadanos, mientras ellos mismos se guarden de instituir nuevas leyes. Si mancháis una agua límpida con corrientes de lodo, ¿cómo podréis beberla? Quisiera persuadir a los ciudadanos encargados de velar por la República para que eviten anarquía y tiranía, mas no renuncien a toda represión. ¿Qué hombre seguirá siendo justo, si a nada teme? Respetad, pues, la majestad de este tribunal, muralla libertadora de esta región y de esta Ciudad, y tal que no lo tiene nadie entre los hombres, ni los escitas, ni los de la tierra de Pélope. Instituyo este tribunal incorruptible, venerable y severo, guardián vigilante de esta tierra, aun durante el sueño de todos y se lo digo a los ciudadanos para que así sea desde este punto en lo porvenir. Ahora levantaos, y fieles a vuestro juramento, pronunciad la sentencia. He dicho.

CORO DE LAS EUMÉNIDES

¡Os aconsejo que no ultrajéis a nuestra compañía, terrible para esta tierra! APOLO
¡Y yo os mando que respetéis mis oráculos, que son los de Zeus, y que no los hagáis impotentes! CORO DE LAS EUMÉNIDES
Te inquietas por una causa sangrienta que no te concierne. No has de dar más oráculos verídicos si insistes.

APOLO

¿Le faltó también a mi padre cautela cuando Ixión fue a suplicarle, después de haber cometido el primer crimen?

CORO DE LAS EUMÉNIDES

Puedes hablar; mas yo, si no se me hace justicia, he de ser terrible para esta tierra. APOLO

Despreciada eres entre los Dioses nuevos y los antiguos. Triunfaré. CORO DE LAS EUMÉNIDES
Así lo hiciste en las moradas de Feres. Persuadiste a las Moiras para que hiciesen inmortales a los hombres.

APOLO

¿No es justo socorrer al que nos honra, y sobre todo cuando nos pide ayuda? CORO DE LAS EUMÉNIDES
¡Has ofendido a los Demonios antiguos, y con el vino has engañado a las Diosas viejas! APOLO
Pronto estarás vencida y no vomitarás ya contra tus enemigos veneno inofensivo. CORO DE LAS EUMÉNIDES
¡Joven Dios, ultrajas a las Diosas viejas! Mas espero al fin, sin que sepa aún si he de irritarme o no contra esta Ciudad.

ATENA

Yo debo pronunciarme en último término. Daré mi sufragio a Orestes. No tengo madre que me haya concebido. En todo y dondequiera favorezco totalmente al varón, mas no hasta las nupcias. Ciertamente, por el padre estoy. Así, poco me importa la mujer que mató a su marido, jefe de la casa. Vencedor es Orestes, aun cuando los sufragios sean iguales por ambas partes. Así, pues, vosotros, los que tal oficio tenéis, sacad presto los guijarros de las urnas.

ORESTES

¡Oh, Febo Apolo! ¿Cómo se juzgará esta causa? CORO DE LAS EUMÉNIDES
¡Oh, Noche negra, madre mía! ¿ves esto? ORESTES
¡Ahora, la cuerda me acabará, o he de ver de nuevo la luz! CORO DE LAS EUMÉNIDES
Envilecidas quedaremos o hemos de conservar nuestros honores. APOLO


¡Contad bien los guijarros, extranjeros! Respetad la justicia y no os engañéis. Si un solo voto se olvida, gran desdicha será. ¡Un sufragio solo puede levantar una casa!

ATENA

Absuelto queda este hombre de la acusación de asesinato; los sufragios están en igual número por ambas partes.

ORESTES

¡Oh, Palas, has salvado mi casa, me has devuelto a la tierra patria, de donde estuve desterrado! Todos los helenos dirán: Este hombre argivo restaurado se ve por fin en los bienes paternos, por merced de Palas y Loxias, y asimismo de aquel que todo lo cumple y me ha salvado, movido a compasión por el destino fatal de mi padre, cuando ha visto a estas vengadoras de mi madre. Por lo que a mi concierne, al volverme a mi casa me ligo a esta tierra y al pueblo tuyo con un juramento: jamás, en el correr de los tiempos, ningún rey de Argos ha de entrar lanza en mano en el suelo ático. Ciertamente, yo mismo, encerrado entonces en la tumba, heriré con castigo inevitable a los que violasen el juramento que hago. Triste y desgraciado, les tomaré el camino y haré que se arrepientan de su acción. Pero si los argivos guardan la fe que juro a la ciudad de Palas, si luchan siempre con ella, siempre he de serles benévolo.
¡Salve, oh tú, Palas! ¡Y tú, pueblo de la ciudad! ¡Que siempre deshagáis inevitablemente a vuestros enemigos! ¡Que siempre vuestras armas se salven y por siempre sean victoriosas!

CORO DE LAS EUMÉNIDES

¡Ah, Dioses nuevos, habéis hollado las Leyes antiguas y me habéis arrancado de las manos a ese hombre! Y yo, cubierta de oprobio, menospreciada, miserable, encendida en cólera, ¡oh, dolor! voy a derramar gota a gota en el suelo el veneno de mi corazón, terrible para esta tierra. ¡Ni hojas, ni fecundidad! ¡Oh Justicia, pon, al precipitarte sobre esta tierra, en todas partes, la mancha del mal! ¿He de gemir? ¿qué será de mí? ¿qué haré? ¡Padezco dolores que han de ser funestos para los atenienses! Las desgraciadas hijas de la Noche están gravemente ofendidas; ¡gimen por la vergüenza que las cubre!

ATENA

Oídme, no gimáis tan profundamente. No estáis vencidas. Juzgada fue la causa por sufragios iguales y sin ofensa para vosotras; pero manifiestos han sido los testimonios de la voluntad de Zeus. Él mismo ha dictado este oráculo: que Orestes, por haber cometido el crimen, no debía sufrir castigo. No enviéis, así, pues, a esta tierra vuestra terrible cólera; no os irritéis, ni la condenéis a esterilidad, vertiendo en ella gota a gota la baba de los Demonios, roedora implacable de simientes. Yo, por mi parte, os hago la sagrada promesa de que hallaréis aquí moradas, templos y altares ornados con ofrendas espléndidas, y de que habéis de ser grandemente honradas por los atenienses.

CORO DE LAS EUMÉNIDES

¡Ah, Dioses nuevos, habéis hollado las Leyes antiguas y me habéis arrancado de las manos a ese hombre! Y yo, cubierta de oprobio, menospreciada, miserable, encendida en cólera, ¡oh, dolor! voy a derramar gota a gota en el suelo el veneno de mi corazón, terrible para esta tierra. ¡Ni hojas, ni fecundidad! ¡Oh Justicia, pon, al precipitarte sobre esta tierra en todas partes, la mancha del mal! ¿He de gemir? ¿qué será de mí? ¿qué haré? ¡Padezco dolores que han de ser funestos para los atenienses! Las desgraciadas Hijas de la Noche están gravemente ofendidas; lloran por la vergüenza que las oprime!

ATENA

No se os despoja de vuestros honores, y no volveréis. Diosas irritadas, en lo amargo de vuestra cólera, estéril la tierra a los hombres. ¿No estoy yo segura de Zeus? Mas ¿para qué necesito palabras? Yo sola entre los Dioses conozco las llaves de las moradas en que el rayo se encierra. Empero, de nada me sirve el rayo. Me has de obedecer, sin lanzar a la tierra las maldiciones funestas que acarrean la destrucción de todo. Calma la violenta cólera de las negras oleadas de tu corazón, y vivirás conmigo, y piadosamente te honrarán como a mí. Las ricas primicias de este país te serán ofrecidas, en los sacrificios, por concepciones y nupcias, y, en adelante, habrás de agradecerme mis palabras.

CORO DE LAS EUMÉNIDES

¡Pasar yo por eso! ¡Yo, la antigua Sabiduría, vivir menospreciada en la tierra! ¡Oh, vergüenza!
¡Cólera y violencia respiro! ¡Ay! ¡Oh, Dioses! ¡Oh, tierra! ¡Oh, dolor! qué angustia me invade el pecho!
¡Oye mi cólera, Noche, madre mía! ¡Los engaños de los dioses me han quitado mis honores antiguos, reduciéndome a la nada!

ATENA

Te perdono tu cólera, pues más años tienes que yo y mayor sabiduría posees, pero también Zeus me ha dado alguna inteligencia. A otra tierra no vayáis, que echaríais ésta de menos. Os lo predigo. El correr de los tiempos traerá honores cada vez más altos a los habitantes de mi ciudad, y tú tendrás gloriosa morada en el recinto de Erecteo, y serás aquí, en los días consagrados, venerada de hombres y mujeres, más de lo que en otra parte pudieras serlo. No derrames, pues, en mi mansión el veneno roedor de tus entrañas, funesta en las concepciones, y encendida en rabia que el vino no excitó. No inspires discordia a los habitantes de mi ciudad, y no sean como gallos que entre sí se destrozan. No emprendan sino guerras extranjeras y no muy lejanas, por las que se despierta el grande amor de la gloria, que las peleas de aves domésticas me dan horror. Te conviene aceptar lo que te ofrezco, para que, siendo benévola, te veas colmada de bienes y honores y poseas tu parte de esta tierra amadísima de los Dioses.

CORO DE LAS EUMÉNIDES

¡Pasar yo por eso! ¡Yo, la antigua Sabiduría, vivir menospreciada, en la tierra! ¡Oh, vergüenza!
¡Cólera y violencia respiro! ¡Ay! ¡Oh, Dioses! ¡Oh, tierra! ¡Oh, dolor! ¡Qué angustia me invade el pecho! ¡Oye mi cólera, Noche, madre mía! ¡Los engaños de los Dioses me han quitado mis honores antiguos, reduciéndome a la nada!

ATENA

No me cansaré de aconsejarte lo que sea mejor, para que nunca digas que tú, antigua Diosa, fuiste despojada de tus honores y vergonzosamente arrojada de esta tierra por una Diosa más joven que tú y por el pueblo que mora en esta ciudad. Si la persuasión sagrada es venerable para ti, si la suavidad de mis palabras te aquieta, en este lugar has de quedarte; mas si no quieres permanecer aquí, no has de lanzar tu furor injusto contra esta Ciudad y no has de causar la ruina del pueblo, porque se te permite morar en esta tierra feliz y gozar en todo tiempo de honores legítimos.

CORO DE LAS EUMÉNIDES

Reina Atena, ¿qué casa he de ocupar?


ATENA

Una morada al abrigo de todo agravio. Pero acepta. CORO DE LAS EUMÉNIDES
Acepto ¿Y cuáles serán mis honores? ATENA
Sin ti, no habrá casa que tenga dichosa fortuna. CORO DE LAS EUMÉNIDES
¿Y lograrás tú que tal poder me sea dado? ATENA
Ciertamente, haré que prospere quien te honre. CORO DE LAS EUMÉNIDES
¿Y tal promesa siempre ha de verse cumplida? ATENA
Podía no haber prometido lo que no hubiera de cumplir. CORO DE LAS EUMÉNIDES
Sosegada estoy; rechazo mi cólera. ATENA
Por ello, en esta tierra, no tendrás sino amigos. CORO DE LAS EUMÉNIDES
¿Qué me mandas impetrar para esta tierra? ATENA
¡Todo lo que es consecuencia de una victoria sin mancilla, cuanto producen la tierra y las olas del mar, cuanto viene del Urano, cuanto traen los soplos de los vientos! ¡Auméntense aquí los frutos de la tierra y los rebaños al calor propicio de Helios! Sean por siempre felices y prósperos los ciudadanos y sana y salva la niñez! Aniquila más inexorablemente aún a los impíos. Como pastor de plantas, amo a la raza de los hombres justos. Tales han de ser tus preocupaciones. Yo, en lo que toca a la gloria de los combates guerreros, haré a esta Ciudad ilustre entre los mortales.

CORO DE LAS EUMÉNIDES


Estrofa I

Habitar quiero con Palas y no desdeñaré esta Ciudad, asilo de Dioses, honrada por Zeus omnipotente y por Ares, muralla de Demonios, que protege las aras de los helenos. Deséole, con predicciones benévolas, frutos abundantes, útiles para la vida, que en la tierra germinan a la luz brillante de Helios.

ATENA

Con gozo lo hago por los atenienses. He retenido en esta Ciudad a grandes e implacables Dioses. Se les ha concedido, en efecto, que dispongan cuanto concierne a los hombres. Nada sabe de los males que asuelan la vida, aquel contra quien nunca se irritaron aún. Los crímenes de los antepasados se lo entregan. La destrucción silenciosa le aniquila, pese a sus gritos.

CORO DE LAS EUMÉNIDES

Antistrofa I

¡No marchite un hálito funesto los árboles! Tal es mi deseo. ¡No sequen los ardores de Helios el germen de las plantas, y no hagan abortar los retoños! ¡Apártese la esterilidad malvada! ¡Paran las siempre fecundas ovejas, preñadas con doble cría, en el tiempo marcado! ¡Honre el pueblo rico de los bienes abundantes de la tierra los presentes de los Dioses!

ATENA

¿Oís, guardadores de la Ciudad, esos felices anhelos? Poderosísima en efecto es la venerable Erinnis, cerca de los Inmortales y de los Dioses subterráneos. Manifiestamente y con sumo poder ordenan el destino de los hombres. Conceden a los unos cantos de alegría y a los otros les imponen una existencia entristecida por el llanto.

CORO DE LAS EUMÉNIDES

Estrofa II

Rechazo la mala fortuna que hiere a los hombres antes de tiempo. Conceded a las vírgenes amadas el esposo que desean, ¡oh Diosas! hermanas de las Moiras, las que tenéis tal poder, justos Demonios que frecuentáis cada mansión, en todo tiempo presentes, y que, por equidad vuestra, sois en todas partes los Dioses más honrados.

ATENA

Me regocija el oir vuestros anhelos benévolos por la tierra que amo. Loores a la Persuasión de suave mirar que dirigió mi lengua y mis palabras mientras ellas se negabanduramente a escuchar. Zeus, que preside el ágora, ha prevalecido, y nuestra causa, la causa de los justos, quedó victoriosa.

CORO DE LAS EUMÉNIDES

Antistrofa II


¡Jamás se estremezca en la Ciudad la discordia, insaciable de males! Tal es mi deseo. ¡Jamás absorba el polvo la sangre negra de los ciudadanos! ¡Jamas aquí vengue el crimen al crimen! No tengan los ciudadanos más que una misma voluntad, un mismo amor y un odio mismo. Tal es el remedio de todos los males entre los hombres.

ATENA

¿Luego hallaste el camino de las palabras benévolas? Preveo que los habitantes de mi Ciudad han de hallar gran ayuda en estos Espectros terribles. ¡Amad siempre a estas Diosas que se os muestran benévolas, ofrecedles grandes honores, y esta tierra y Ciudad han de ser por siempre ilustres, pues la equidad las asiste.

CORO DE LAS EUMÉNIDES

Estrofa III

¡Salve! ¡sed dichosos y ricos! ¡Salve, pueblo ateniense, sentado junto a las aras de Zeus, amigos de la Virgen que os ama, y llenos siempre de sabiduría! Los que moran bajo las alas de Palas respetados son por su padre.

ATENA

También yo os saludo. Abriré el camino para mostraros vuestras moradas. Id, a la luz sagrada de las antorchas de los que os acompañan, a través de los sacrificios ofrecidos; penetrad en la tierra, para contener a la desgracia lejos de este suelo y enviar a la Ciudad la prosperidad y la victoria. Los que moráis en esta Ciudad, hijos de Cranao, acompañadlas, y acuérdense siempre de su benevolencia los ciudadanos.

CORO DE LAS EUMÉNIDES

Antistrofa III

¡Salve, salve! ¡Otra vez os saludo a cuantos aquí estáis. ¡Demonios y mortales, habitadores de la
Ciudad de Palas! Respetad mi hogar y nunca tendréis que acusar a los azares de la vida.

ATENA

Alégranme vuestras palabras y vuestras oraciones, y he de enviar el resplandor de las antorchas llameantes a las mansiones subterráneas, con los guardianes de mi santuario, según el rito. ¡Lléguese aquí la flor de toda la tierra de Teseo, el brillante cortejo de doncellas y las mujeres y las madres ancianas! ¡Revestíos con trajes purpúreos para honrar a estas Diosas, y preceda la claridad de las antorchas para que esta muchedumbre divina, benévola siempre a esta tierra, la haga ilustre por siempre jamás para que los suyos prosperen!

EL CORTEJO

¡Entrad en vuestra morada, grandes y venerables Hijas de la Noche, Diosas estériles, entre un respetuoso cortejo!... ¡Invoquémoslas a todas!... ¡En los retiros subterráneos seréis colmadas de honores y sacrificios!... ¡Invoquémoslas a todas!... ¡Propicias y benévolas a esta tierra, venid, ¡oh, Venerables!
¡Iluminadas por las antorchas flameantes! ¡Ahora, cantemos en marcha!... Libaciones y antorchas


brillantes han de abundar en vuestras moradas. Zeus que todo lo ve y las Moiras han de mostrarse siempre propicias al pueblo de Palas. ¡Ahora, cantemos!

FIN