EN LA DIESTRA DE DIOS PADRE
Enrique Buenaventura
COLOMBIA
MOJIGANGA EN DOS ACTOS
PERSONAJES:
ABANDERADO
PERALTA
JESÚS
DIABLO
SAN PEDRO
LA MUERTE
PERALTONA
LEPROSO
TULLIDO
VIEJO LIMOSNERO
CIEGO
MARUCHENGA
MUJER DEL MÉDICO
SEPULTURERO
VIEJA BEATA
SOBRINA
MUJER DEL VIEJO RICO
MARIDO DE LA MUJER VIEJA
Y FEA
MOZA
MENDIGO 1º
MENDIGO 2°
MENDIGO 3º
MENDIGA
Una casa de campesinos. Sobre ella el cielo representado por
una gran nube con una puerta; abajo, Por
ser la primera vez a un lado, la boca del infierno.
PRÓLOGO
Entra el abanderado o payaso de las mojigangas, bailando al
son de la típica música de estas representaciones populares y planta su bandera
en el proscenio.
ABANDERADO:
Pido permiso, señores,
para aquí representar
esta vieja mojiganga
de gentes de mi lugar.
Que prosiga la comparsa
para poderles mostrar
"En la diestra de
Dios Padre"
que es mojiganga
ejemplar.
Entran los otros personajes bailando al son de una música que
ejecutan ellos mismos y se ponen en semicírculo. Cada uno, a medida que va
hablando, avanza a proscenio.
PERALTA:
Atención nobles señores
y las damas del decoro,
que esta vez voy a
contaros
un cacho que no es de
toro.
Yo me llamo (dice su nombre de actor) y en esta
mojiganga hago el papel de
Peralta.
JESÚS:
Por ser la primera vez
que yo en esta casa
canto,
gloria al Padre, gloria al
Hijo,
gloria al Espíritu Santo.
Yo me llamo (dice, su nombre de actor) y en esta
mojiganga hago el papel de
Jesús de Nazareno.
DIABLO:
Si es mentira,
pan y harina.
Si es verdad,
harina y pan...
Oídos del mundo oí
el cuento que contarán.
Yo me llamo (dice su nombre de actor) y en esta
mojiganga hago el papel del
Diablo.
SAN PEDRO:
El saber es entender
y el entender es saber,
dicen los viejos
ancianos.
Oigan bien para aprender,
para que cuando se
ofrezca
cuenten como yo conté.
Yo me llamo (dice su nombre de actor) y en esta
mojiganga hago el papel de
San Pedro.
LA MUERTE:
Todo el mundo se serena
cuando me pongo a cantar,
porque donde canto yo,
silencio... y mandar
callar.
Yo me llamo (dice su nombre de actor) y en esta mojiganga
hago el papel de
la muerte.
Los personajes que tengan máscara se la quitarán para
presentarse.
ABANDERADO. —Ya han visto
ustedes a los más principales. Súbanse Cristico y San Pedro a su pajarera del
cielo y métase al enemigo malo por los socavones y cuevas de sus dominios..
Colóquense los mendigos en los corredores y aposentos y prepárense todos pa
representar sus máscaras y personajes, que esto ya mismito se empieza.
Sale el abanderado y se da comienzo a la mojiganga.
ACTO PRIMERO
PERALTONA. —No sé pa qué
barro y limpio este asilo de apestosos. Por fuerza tiene que estar sucio. ¿Onde
se ha visto que un hombre no cuide ni esto de su casa y de su persona? E1 lava
a los llaguientos, asiste a los enfermos, entierra a los muertos, se quita el
pan de la boca y los trapitos del cuerpo pa dárselos a los pobres. ¿Pero quién
se preocupa por él, o por mí? Aquí estamos en la pura inopia y la casa rebosada
de limosneros.
LEPROSO. —Agua, una tutumadita
de agua.
PERALTONA. — ¿Agua?, que
te la "traiga el tullido y déjame tranquila que un día de éstos me va a
llevar el patas por…
LEPROSO. —Agua.
PERALTONA. —Ya voy, ya
voy, ni que estuviera cruzando el desierto... (Sale. Sigue hablando entre cajas.) ¿Qué te ganas vos, Peralta, con
trabajar como un macho si todo lo que conseguís lo botas jartando y vistiendo a
tanto perezoso y holgazán?
PERALTA. — (Entra con un costal y un azadón al hombro.)
Calle la boca, hermanita, no diga disparates.
TULLIDO.-No hemos
desayunado, don Peraltica.
LEPROSO. —Tamos con un
aguadulce que nos dieron ayer.
VIEJO LIMOSNERO. — Ta la
despensa en las puras tablas, don Peraltica.
PERALTA. —Aquí traigo los
últimos choclos del maizal. Ahorita mismo les doy un algo, con este maíz. Hemos
estao de malas con esta cosecha.
VIEJO LIMOSNERO. — Y hoy
no recogí nadita en el pueblo, ya no hay caridá. A los ricachones se les golpea
el codo y abren los dedos del pie.
LEPROSO. —Y la
Marialarga, la más rica del pueblo, dicen que mueve la cabeza pa no gastar el
abanico.
PERALTA. —Ustedes saben
que no me gustan las murmuraciones.
PERALTONA. —(Al leproso.) Toma el agua, entelerido. (A Peralta.) Y vos cásate, cásate hombre,
pa que tengas hijos a quien mantener.
PERALTA. —Yo no necesito
de mujer, ni de hijos, ni de nadie, porque tengo mi prójimo a quien servir. Mi
familia son los prójimos. (Sale con su
maíz.)
PERALTONA. — ¡Tus
prójimos! Será por tanto que te lo agradecen. ¡Será por tanto que te han dao! Ahí tas más hilachento y
más infeliz que los limosneros que socorres. Bien podías comprarte una muda o
comprármela a yo, que harto la necesitamos o tan siquiera traer comida alguna
vez pa que llenáramos, ya que pasamos tantas hambres. Pero vos no te afanás por
lo tuyo, tenés sangre de gusano.
VIEJO LIMOSNERO. — Vieja
respondona.
LEPROSO. — Vieja lambona.
TULLIDO. — Vieja
culebrona.
PERALTONA. — ¿Qué están
diciendo? A callar todos. Pa mover la lengua no están enfermos ni desmayaos.
PERALTA. — (Saliendo.) Espérense un tantico que ya
el fogoncito está ardiendo. Y vos dejá la cantaleta que se te oye hasta el solar.
JESÚS. — (Sale con San Pedro a la puerta de la nube.)
Mira, Pedro, esa que está allá abajo, en el camino real, es la casa de Peralta.
Bajemos y pongamos en práctica lo que hemos concertao. (Bajan.)
Poco a poco se ilumina toda la casa y se oye una música, un
como bambuco celestial.
PERALTONA. — ¿Qué es esto
que siento?
TULLIDO. —También yo
siento una cosa muy rara por dentro...
PERALTONA. — ¿Y este
olor, de dónde sale este olor de flores de naranjo, de albahaca y de romero de
Castilla? Parece del incencio y del sahumerio de alhucema que le echan a la
ropita de los niños.
CIEGO. — ¡Ave María
Purísima!
JESÚS Y SAN PEDRO. — (Al unísono.) Sin pecado concebida.
PERALTONA. —Peralta,
Peraltica, dos pelegrinos han llegao. (Sale.)
Peralta, vení a ver esos pelegrinos...
PERALTA. — (Saliendo.) ¿Qué pelegrinos?
PERALTONA. — ¿No sentís
nada?
PERALTA. —Hay algo
raro... No he sentido este olor ni en el monte ni en las jardineras, ni en el
Santo Templo de Dios...
PERALTONA. — ¿No serán,
Peraltica, esos pelegrinos que han llegao?
PERALTA. — ¡Los
pelegrinos! ¿Han esperao mucho sus mercedes?
SAN PEDRO. —Vamos de
viaje y no tenemos onde pasar la noche.
PERALTA. —Pues yo con
todo mi corazón les doy posada, pero lo van a pasar muy mal, porque en esta
casa no hay ni un grano de sal, ni una tabla de cacao. con qué hacerles una
comidita. Pero prosigan pa adentro, que la buena voluntad es lo que vale...
hija, date una asomadita por la despensa, desculcá por la cocina, a ver si
encentras alguito que darle a estos señores.
PERALTONA. —Al instante,
hermanito. No hay como servir al prójimo.
PERALTA. —Perdonarán sus
mercedes la incomodidá.
SAN PEDRO. —El Señor y yo
estamos acostumbraos.
PERALTA. —Si no es
indiscreción...
SAN PEDRO. —Sí es
indiscreción, Peralta.
PERALTA. — ¿Y cómo sabe
vusté que es indiscreción si yo no dije nada?
JESÚS. —Ibas a preguntar
cuál es la relación que hay entre nosotros dos. Eso lo sabrás a su tiempo.
PERALTA. —Está bien.
PERALTONA. — (Dentro.) ¡Peralta, Dios mío, Peralta!
PERALTA. — ¿Qué pasa
mujer? ¡Es más escandalosa! ¿Pero de qué se ríen sus mercedes?
SAN PEDRO. —No te
preocupes, que es una cosa acá entre nos.
PERALTONA. — (Entrando.) Peralta, hermanito, a que no
adivinas lo que he visto.
PERALTA. — ¿Qué has
visto? ¿La Patasola o el hojarasquín del monte?
PERALTONA. —Qué Patasola
ni qué ocho cuartos. He visto, con estos ojos que se ha de comer la tierra, la
despensa llena.
PERALTA. —Estás loca.
PERALTONA. — ¿Loca? Es
que no sólo vi, sino que toqué y comí. Del palo largo cuelgan los tasajos de
solomo y de falda, de tocino y de empella. (El
viejo limosnero y el ciego salen tan rápidamente como pueden.) Las
longanizas y los chorizos se gúlunguean y se enroscan que ni culebras. En la
escusa hay por docenas de quesitos y bolas de mantequilla... ¿No me crees? Yo
lo he visto y tocao y olido y saboriao...
VIEJO LIMOSNERO. — (Entrando.) Allá están las tutumadas de
cacao molido con jamaica, y las hojaIdras y las carisecas."'Los zurrones
rebosan de frijol cargamento. TULLIDO.
—Por el amor de Dios llévenme, llévenme, quiero regalarme los ojos y el buche
con todo eso... (El viejo limosnero y el
leproso lo llevan).
LEPROSO. —Vamos, vamos,
hace mucho rato que no veo ni la sombra de un chorizo.
CIEGO-. — (Entrando.)- ¿Qué es lo que tocao? "Dios
me ampare… He tocao montones de terrosas papas, alterones de suaves tomates,
nidadas de tibios güevos y un bongo de arepas de arroz tan esponjudas y bien
asaditas que no parecen hechas por cocinera de este mundo... y se me ha
envolvido en el dedo un dulce, que es la mismita azúcar.
PERALTA. —Alabao sea
Dios. Por fin hay algo que darle a los prójimos. Servile a los señores y dale
de comer a todo el mundo. Yo voy a llenar unos canastos pa llevarle algo a los
vecinos. (Sale.)
PERALTONA. —Espérenme ahí
sus mercedes; vuelvo de prestico. (Sale.)
JESÚS. —Pone las onzas
allí, Pedro, y vámonos, que esto está saliendo a pedir de boca.
SAN PEDRO. —Y a mí la
boca se me ha hecho agua con todo eso. Qué tanto afán. Espérese que hace mucho
que no pruebo un chocolatito con bizcocho...
JESÚS. —Déjate de eso
ahora; hagamos todo como lo habíamos concertao. (Van saliendo.)
SAN PEDRO. —Tanto
concierto y venido a ver que... con lo bueno que ha de estar... espumoso...
JESÚS. —No rezongues,
Pedro, y seguime. Desde ese descansito podremos observar lo que pasa.
San Pedro sale rezongando.
VIEJO LIMOSNERO. — (Trayendo al tullido, con la ayuda del
leproso.) Aquí hay gato encerrao.
LEPROSO. — ¿Tas pensando
que con gato encerrao iba a haber tanta longaniza y tanto chorizo?
VIEJO LIMOSNERO.—¿Cómo se
iba a llenar una despensa así, mientras una ñata se persina?
TULLIDO.—Come y no te
priocupés de eso.
CIEGO.—(Entrando.) Hijuepucha que está tierno
este quesito; se deshace en la boca.
PERALTA.—(Entrando con un canasto lleno de víveres.)
¿Eh? ¿Y los pelegrinos onde es que están?
VIEJO LIMOSNERO.—Si han
ido...
LEPROSO.—Cuando nosotros
salimos ya no estaban.
TULLIDO.-—Gente bien rara
esos pelegrinos.
PERALTA.—(A la Peraltona que entra con comida.) ¿Y
los pelegrinos?
PERALTONA.—¿No están
allí? Aquí les traía un bocadito pa que fueran pasando mientras les preparaba
algo.
PERALTA.— ¡Se han ido!
¡Caramba que el pobre jiede! Qué afán tenían...
PERALTA.— Pero... esto se
les ha quedao. (Encuentra la bolsa de
monedas.)
PERALTONA.— Fíjate a ver
qué es... Si es algo de valía.
PERALTA.— ¡Dios! Son
onzas del rey... ¡Miles de onzas del rey!
PERALTONA.— ¡Se las vas a
devolver todas! ¿No las habrán dejao de intento?
LEPROSO.— ¿Onzas del rey?
VIEJO LIMOSNERO.— Son las
mesmitas onzas del rey.
TULLIDO.— ¿Onzas del rey?
¿Onzas del rey? (Corre completamente
curado.) ¡Amuestren esas onzas del rey! Pe... Peralta... qué... ¿qué es
esto? ¿Soy yo? Peralta, Peraltica... ¿soy yo? ¡Soy yo mesmo! ¡Camino ! ¡ Las
zancas me han güelto a caminar!
CIEGO.—¡ Onzas del rey,
puritas onzas del rey... y cómo brillan... !
LEPROSO.—¿Las estás
viendo brillar?
CIEGO.—Sí, las veo. ¿Las
veo? ¿Veo? ¡Sí, sí, veo... veo!
TULLIDO.—Leproso, tas
giieno y sano... Dame la mano. ¿Ves, ves? Tas güeno y sano. (Lo ha obligado a tocarse la cara.) Ya no
tenés la podriciña...
LEPROSO.—No, no la
siento; ¿y... las manos?
TULLIDO.—Mira, tan
limpias.
CIEGO.—Ansina era el
mundo, don Peralta... Quién iba a creer...
LEPROSO.—¡Un espejo,
necesito verme en un espejo! (Sale, grita
dentro.) ¡Toy güeno y sano! (Entra de
nuevo.) ¡En un tris golví a nacer! ¡Golví a nacer con esta cara nuevita! Mi
cara, mi cara, ya me había olvidado de mi cara. Tengo ojos y hasta narices y
boca como todos los cristianos... ¡Esto lo ha de ver todo el mundo! (Sale.)
CIEGO.—Y yo quiero ver a
todo el mundo.
TULLIDO.—¡ Que me vean
correr, que me vean saltar!
VIEJO LIMOSNERO.—¿Y yo,
yo tendré qué seguir con mi vejez a cuestas, pidiendo limosna? Esas onzas no
serán pa mí...
PERALTA.—¡Las onzas! Ya
mi había olvidao. Voy a alcanzarlos pa entregárselas.
PERALTONA.—¿Todas? ¿No me
dejas ni unita pa comprarme algo?
VIEJO LIMOSNERO.—¡Carajo
con el tal Peralta!
(Sale.)
PERALTA.—¡Hola, señores,
bajen que les trae cuenta!
PERALTONA.—¡Carajo con el
tal Peralta; no dejar ni un chimbo! ¡ Tanta honradez es ya vicio! (Sale.)
PERALTA.—(A Jesús y San Pedro.) Bueno, señores,
aquí está su plata. Cuenten y verán que no les falta ni un medio.
JESÚS.—Volvamos pa tu
casa, que tengo que hablarte despacio y aquí está haciendo mucha resolana.
PERALTA.—¿Y quién los
mandó a irse...?
JESÚS.—Sentáte, Peralta y
oíme...
PERALTA.—¿Por qué no se
sienta vusté primero?
JESÚS.—Sentáte, que tengo
que revelarte unas cosas importantes. Sentáte allá vos, Pedro, y déjate de ser
novelero. Préstame atención, Peralta: Nosotros no somos tales pelegrinos, no lo
creas. Este es Pedro, mi discípulo, y yo soy Jesús de Nazareno. No hemos venido
a la tierra más que a probarte, y en verdad, te digo, Peralta, que te lucistes
en la prueba. (En este momento la
Peraltona se asoma y oye.) Otro, que no fuera tan cristiano como vos, se
guarda las onzas y se había quedao muy orondo. Los dineros, Peralta, son tuyos.
Podes repartirlos a como vos te dé la gana. Y voy a darte de encima las cinco
cosas que querás pedir, conque, pedí por esa boca.
PERALTONA.—Ay, señores
míos, yo también he ayudao a la caridá, yo he sacrificao mi vida por acompañar
a Peralta en sus buenas obras. Denme algo a mí sus mercedes.
JESÚS.—Toma lo que
querás, buena mujer...
PERALTONA.—Dios se los
pague. Dios se los pague. Dios se los pague y les dé el cielo... (Saliendo.) ¡ Dios se lo pague a sus
mercedes!
PERALTA.-—Perdónela, Su
Divina Majesíá.
JESÚS.—Se lo merece la
pobre, ha sufrido mucho. Ella es distinta de vos y cada cual sufre según el
humor que tenga. Hace, Peralta, tus peticiones.
SAN PEDRO.—Fíjate bien en
lo que vas a decir, no vas a salir con una buena bobada.
PERALTA.—En eso estoy
pensando, su Mercé.
SAN PEDRO.—Es que si
pedís cosa mala, va y el Maestro te la concede, y una vez concedida, te
amolaste, porque la palabra del Maestro no puede faltar.
PERALTA.—Déjeme pensar
bien la cosa, su Mercé. Bueno, Su Divina Majestad, lo primero que le pido es
que yo gane al juego siempre que me dé la gana.
JESÚS.—Concedido.
PERALTA.—Lo segundo...
SAN PEDRO.—Fíjate que es
cosa delicada y de mucha enjundia...
PERALTA.—Cavilosiando
estoy la cosa, su Mercé. Lo segundo... es que cuando me vaya a morir me mande
la muerte por delante y no a la traición.
SAN PEDRO.—¿Y eso qué
contiene? ¿Ónde se te ocurren esas cosas?
PERALTA.—Déjeme, su
Mercé, que yo sé lo que pido.
JESÚS.—Concedido.
PERALTA.—Lo tercero...
SAN PEDRO.—Fíjate bien.
Tercero. Te quedan tres cosas, no despilfarres así la Gracia Divina.
PERALTA.—No me
interrumpa, su mercé, que se me cierra la mollera y no puedo pensar. Lo
tercero...
SAN PEDRO.—Pedir cosa de
juego y luego ese bolate con la muerte... Es que es hasta falta de respeto. ..
JESÚS.—Tate callao,
Pedro, y deja de manotiar. Él puede pedir lo que quiera.
SAN PEDRO.—También es
verdá. No sé pa qué me meto yo, pero es que no puedo soportar...
PERALTA.—Lo tercero es
que yo pueda detener al que quiera en el puesto que yo le señale y por el
tiempo que a yo me parezca.
SAN PEDRO.—¿Qué? ¿Qué es
lo que ha pedido este atembao?
JESÚS.—Tené paciencia,
hombre. Rara es tu petición, amigo Peralta, pero sea lo que vos querás.
SAN PEDRO.—¡ Virgen del
Agarradero! ¡ Pedí el cielo, hombre, pedí el cielo, no sias bestia!
JESÚS.—Concedido.
PERALTA.—Lo cuarto...
SAN PEDRO.—El cielo, te
digo, y quedas asegurao.
PERALTA.—Lo cuarto...
SAN PEDRO.—Te quedan dos:
el cielo pa vos y el cielo pa tu hermana, no sigas inventando cosas...
PERALTA.—Lo cuarto...
Pero antes, Su Divina Majestá, le quiero preguntar una cosa, y vusté me
dispense, su Divina Majestá, por si fuere mal preguntao... Pero eso sí, me ha
de dar una contesta bien clara y bien patente.
SAN PEDRO.—¡ Loco de
amarrar! Va a salir con un disparate gordo!... ¡ Padre mío, ilumínalo!
PERALTA.—Yo quería saber
si el Patas es el que manda en el alma de los condenados, go es vusté, go es el
Padre Eterno.
JESÚS.—Yo, y mi Padre, y
el Espíritu Santo, juntos y por separao, mandamos en todas partes, pero al
diablo le hemos largao el mando del infierno, él es el amo de sus condenaos y
manda en sus almas, como mandas vos en esas zonas que te he dao.
PERALTA.—Pues bueno, su
Divina Majestá, si ansina es, voy a hacerle el cuarto pido...
SAN PEDRO.—Permítame su
Divina Majestá que me retire y me vaya. Yo no aguanto más las bobadas de éste.
JESÚS.—Sentáte, Pedro.
PERALTA.—Yo quiero que su
Divina Majestá me conceda la gracia de que el Patas no me haga trampa en el
juego.
JESÚS.—Concedido.
PERALTA.—Y
ultimadamente...
SAN PEDRO.—¡Que se
pierda! ¡Que se vaya al diablo, a mí qué me importa!
PERALTA.—Y
ultimadamente...
SAN PEDRO.—Y
ultimadamente te condenas.
PERALTA.—Pido que su
Divina Majestá me dé la virtú de achiquitarme a como a yo me dé la gana, hasta
volverme tan chirringo como una hormiga.
JESÚS.—(Riendo a más no poder.) Hombre, Peralta,
otro como vos no nace y si nace no se cría. Todos me piden grandor, y vos, con
ser un recorte de hombre, me pedís pequeñez. Pues, bueno.
SAN PEDRO.—¿Pero no ve
que este hombre está loco?
PERALTA.—Pues no me
arrepiento de lo pedido. Lo dicho, dicho.
SAN PEDRO.—¡Animal! ¡Lo
que es al cielo no entras!
JESÚS.—Concedido.
Van saliendo.
SAN PEDRO.—A mí no me
güelva a convidar a estas vagabunderías...
JESÚS.—Él sabrá lo que ha
pedido, que no tiene pelo de tonto y se las sabe todas.
SAN PEDRO.—Puede que se
pase de vivaracho y le salga el tiro por la culata... (Sigue rezongando mientras suben al cielo.)
PERALTA.—¡Cómo será la
angurria que se le va a abrir a tanto logrero y a todos esos tahúres del pueblo
cuando vean esta montonera de onzas! Ahí va llegar todo el ladronicio y todos
los perdidos. Pero eso sí, no les voy a dejar ni un chimbo. Ahí van a ver cómo
se cumple lo que pedí: Que yo gane al juego siempre que me dé la gana... Horita
verán quién es Peralta. (Sale.)
PERALTONA.—(Muy engalanada y empingorotada.)
¡Maruchenga! ¡Maruchenga!
MARUCHENGA.—(Llena de cajas y de cachivaches.) Ya
voy, señorita. Es que no veo por onde camino.
PERALTONA.—Ahora me vas a
decir que sos miope. Ya no se encuentran buenas servicialas en este pueblo.
Aay, ay, qué jedentina; trae los frascos de perjume pa rociar puaquí que está
jediendo. (Maruchenga pone las cajas en
el suelo.) ¿Pero animala, cómo pones todo en el suelo? ¡Un suelo infestao
de cuanto llaguiento y leproso hay! Y aquí no vuelven a entrar esos
pordioseros. A ver, pásame el pañolón de tripula. ¿Qué tal éste pa ir a visitar
a la reina? A ver, componéme el esponje atrás, que se me ha torcido.
¡Maruchenga!
MARUCHENGA.—¡ Señorita!
PERALTONA.—El esponje,
víbora, enderézame el esponje. (Con el
espejo.) ¿No estoy más muchachita y más preciosa? Hasta novio puede que
levante. Sácame la sombrilla, que voy a
ensayar mi nuevo caminao. Sácame la crisneja...
Ya no se puede poner uno nada. Mañana me estarán imitando este follao todas
estas ñapangas asomadas.
TULLIDO.—(Entrando.) Señorita Peraltona... ¿Qué ha
pasao, señorita?
PERALTONA.—¿Cómo se te
hace? Y ahora no me voy a rozar sino con señoras de media y zapato. Y vustedes
no se güelvan a aposentar aquí. Que Peralta haga su caridá onde pueda...
TULLIDO.—¿Y vusté no sabe
por ondi anda?
PERALTONA.— ¿ Quién?
TULLIDO.—Don Peraltica.
PERALTONA.—Yo que voy a
saber ondi anda, con lo ídiático que es.
TULLIDO.—Pues está en el
pueblo. Ha puesto monte en el garito.
PERALTONA.—¿Con que se
está jugando las onzas? Lo van a pelar.
TULLIDO.—¿A pelar?, les
está dando capote a todos. No les está dejando ni un chimbo partido por la
mita. Y eso que han llegao allí les jugadores más fregaos, los caimanes más
terribles y los más caudillazos. Le hacen trampa, le cambian la baraja, la
señalan con l'uña, le cambian de juego. Ora juegan dao, ora monte-dao, bis-bis,
cachimona, ruleta, a ver si con el cambio de juego lo tumban, pero nada. Se cae
a raticos pa seguir r más violento.
PERALTONA.—Y seguro que
no se ha comprao ni una muda.
TULLIDO.—Nada. Allí sigue
con su misma ruanita pastusa, con sus mismos calzones fundillirrotos.
¡Igualito...!
CIEGO.—(Entrando.) ¡Lo que he visto! ¡Lo que he
visto...! y lo que veo...
PERALTONA.—¿Te has
dedicado a ver, no? ¿Qué fue lo que viste?
CIEGO.—Pues a Peralta
pelando a todos los caimanes y tahúres. Y ellos echando pestes y reniegos. Pero
mano que echan, mano que pierden...
PERALTONA.—Eso ya lo
sabemos. Pero yo de nada me suplo...
CIEGO.—Y eso no es
nada... El que echa los ases y el recadero del rey que arrima. Que el rey lo
mandaba llamar.
PERALTONA.—Ahí me la
tiene. ¡Por agalludo!
CIEGO.—Espérese,
señorita, y verá. ¡ Vamos pa onde el rey!, dijo Peralta, sin darle susto ni
vaguido, sino con su sangre de gusano, serenito, serenito.
PERALTONA.—Semejante
atembao.
CIEGO.—Yo me hice el
ciego y me jui detrás. Qué ji estononón había en el palacio.
PERALTONA.--Y él llegó
con su ruana y su... ¡ Ese hombre no tiene cura!
CIEGO.—Ahí fue entrando
bien tranquilazo. Yo me asomo por una ventana y cuando veo...
PERALTONA.—Deja las
musarañas y relata parejo.
CIEGO.—Cuando veo que lo
invitaban a la mesa del rey.
PERALTONA.—¡A la mesa del
rey!
CIEGO.—Y lo sentaron
entre el rey y la reina.
PERALTONA.—¡ Entre el rey
y la reina!
CIEGO.—El rey y la reina
taban tomando chocolate con bizcochuelos y quesito fresco y su sacarrial
majestá le dio de beber en su propia copa de oro.
PERALTONA.—¡Qué me decís!
CIEGO.—Y le echaron un
brinde con unas palabras tan bonitas que aquello parecía lo mismo que si juera
con el Obispo Gómez Plata.
PERALTONA.—¡Maruchenga!
MARUCHENGA.—¡Señorita!
PERALTONA.—Camina, vamos
al palacio del rey. ¿Si el langaruto de mi hermano, con la pata al suelo y
ruana bebió en la copa del rey, onde voy a beber yo? El mismo rey se volverá
vino y me lo beberé de un sorbo. (Sale,
grita afuera.) ¡Maruchenga!
MARUCHENGA—Ahí, voy,
señorita. (Sale.)
TULLIDO.—A ésta la
trastornaron las onzas del rey.
CIEGO.—Caramba, nunca
pensé abrir los ojos pa ver tanta cosa. ¿Sabes lo que dicen en el pueblo? Que
Peralta está apañiagua con el diablo.
TULLIDO.—¿Y nosotros, nos
haberemos curao por obra del diablo?
CIEGO.—Tamos curaos, eso
es lo importante. Pero las onzas... a mí se me pone que esas onzas...
TULLIDO.—¿Serán también
onzas del diablo?
CIEGO.—¿Y qué? Son onzas,
vengan de donde vengan, y yo las que mi ha dao las voy amontonando a ver si
salgo de la pobrecía... Pero a mí se me pone que toda esa caridá...
TULLIDO.—Figúrate,
ganarle a semejantes tahúres. No les dejaba un desquite..
CIEGO.—Pa mí que es
ayudao.
TULLIDO.—Me dijeron que
ofende a Dios en secreto con pecaos muy horribles.
¿Sabes lo que me dijo una
viuda medio brujona ella? Que ha volao con él por los tejaos.
CIEGO.—¿La Camila?
TULLIDO.—La mesma.
CIEGO.—Ésa ha volao con
muchos, compadre. Tiene la escoba gastada de tanto vuelo.
PERALTA.—(Entrando.) ¿Qué tal, hombres, cómo se
sienten?
TULLIDO.—Don Peraltica,
vusté puaquí...
CIEGO.—Tábamos
diciendo...
PERALTA.—(Dándoles onzas.) Tomen, vayan a comprar
mudas y denle a los prójimos...
TULLIDO.—Bendito sea, don
Peraltica, bendito sea...
CIEGO.—Vusté es un santo,
don Peraltica.
TULLIDO.—Dios se lo pague
y le dé el cielo.
PERALTA.—Déjense de
boberías y vayan a repartirles a la gente.
CIEGO.—Sí, sí, a toda la
gente, don Peraltica...
TULLIDO.—Dios se lo
pague... Dios le dé el cielo. (Salen.)
PERALTA.—(Haciendo montones de monedas.) Esto es
pa comprar un caserón y acomodar a todos los que han venido de lejos a buscar
su limosna. Caramba que hay necesitaos en el mundo. Hasta de Jamaica y de
Jerusalén han venido. Esto es pa los plañidores bullosos y avistrajos raros...
Que aprovechen las onzas del Señor y la plata de los tahúres... (Se oye un silbido de viento y una música
destemplada.) Uyyyyy... Qué frío... (Aparece
la muerte.)
MUERTE.—Vengo por vos.
PERALTA.—¿Por mí? Y no
hay otros pu allí...
MUERTE.—Es tu turno y
agradece que te aviso, pensando que sos hombre güeno y caritativo.
PERALTA.—Hombre, se ti
agradece, pero haceme el favor completo y dame un plácito pa confesarme y hacer
el testamento. Mira toda la plata que tengo; hay que dejarla bien repartida.
MUERTE.—Con tal que no te
demores mucho, porque ando de afán.
PERALTA.—Date por ai una
güeltecita, mientras yo me arreglo; luego, si te parece, entretenéis allá
-afuera viendo el pueblo que tiene una bonita divisa. Mira, allá afuerita hay
un aguacatillo bien alto. Trépate a él pa que divises a tu gusto. Salí
puallí... Eso, trépate bien... horquetiate en esa rama que yo no me demoro...
así... así así me gusta... ¡Date descanso viejita! Allí vas a estar hasta que a
yo me dé la gana, que ni Cristo, con toda su pionada, te baja de esa horqueta!
Y así sí ha cumplido lo que pedí. Que la muerte me llegue por delante y que yo
pueda detener al que quiera en el puesto que yo le señale y por el tiempo que a
yo me parezca… Y adelante con la caridá. (Sale.)
Fiesta de la muerte. Los lisiados, paralíticos y enfermos
entran con una muerte
enorme, tocando en tarros y cachivaches. Viene también el
Viejo Limosnero y
una mujer disfrazada de muerte. Viene el Leproso convertido
en culebrero y
algunos "dotores".
DOCTOR 1º.—Hemos vencido
a la muerte. Con pociones y purgantes y lavativas la hemos desterrao.
DOCTOR 2°.—Quedan las
enfermedades, pero las iremos espantando poco a poco.
LEPROSO.—¿Ven esta cara?
Ta limpia como la de un recién nacido, ¿y quién me la limpió? ¡Mi propia
ciencia! Aquí, aquí están las unturas. Las raíces del borrachero disolvidas en
manteca, una hoja de malva seca y un
pedazo de avispero...
VIEJO LIMOSNERO.—Una
limosnita por amor de Dios.
MUJER.—Prepárate que te
voy a dar el zarpazo.
VIEJO LIMOSNERO.—Preparao
ando su mercé...
MUJER.—¡Ahí va!
El Viejo Limosnero y la Mujer bailan una danza de la muerte.
LEPROSO:
La ponzoña de alacrán
y un lagartijo mediano,
el tuétano de un marrano
en siendo medio alazán...
Pantomima de médicos y enfermos burlándose de la muerte.
PERALTONA.—¡ Maruchenga!
¡ Maruchenga!
MARUCHENGA.—(Dentro.) Ya voy, señorita.
PERALTONA.—Traéme el otro
abanico, que éste está deshilachao. Traéme los oíros botines, que estoy que no
puedo de las zancas.
MARUCHENGA.—Es que vusté
ya no para en casa, señorita.
PERALTONA.—Las
obligaciones que tengo no me dejan. Que a la casa del obispo, que a la casa del
rey, que al club de los gamonales, que al casorio de fulanita... ¡Qué
sofoquina! Y tiene que andar una tiesa adentro de estos follaos y crinolinas,
ni más ni menos que santo en procesión... inclinación pa allá, inclinación pa
acá y un tiquismiquis con el gamonal de aquí y un minimisquí con el"
caudillazo de allá, porque todo son palabrejas raras y "misses" y
"musiús" y agua de rosas y pachulíes y rosicleres. Ahora estoy
invitada al baile de las Mogollones, pero allí sí voy con gusto, porque esas
son encopetadas de verdá! ¡Apura, tréme el abanico y los botines! (Sale Maruchenga.)
VIEJO LIMOSNERO.—(Entrando.) Ave María Purísima.
PERALTONA.—Sin pecado
concebida.
VIEJO LIMOSNERO.—Siempre
tan compuesta y tan buena moza y cada día pa atrás, pa atrás, hasta que vuelva
a los quince...
PERALTONA.—Empalagoso que
sos... ¿Qué murmuraciones traes?
VIEJO LIMOSNERO.—He oído
unas cosas contra su hermano...
PERALTONA.—Así es como le
agradecen su caridá. ¡Cría cuervos y te sacarán los ojos!
VIEJO LIMOSNERO.—Al
principio mucha fiesta y mucho jolgorio con que no había muerte... Los dotores
echando bomballa con sus jórmulas pero agora toti el mundo pide su poquito e
muerte.
PERALTONA.—Por eso es que
no quiero dares ni tomares con la humanidá. Me paseo y me venteo y me divierto
y que se arreglen como puedan. Nada se paga tan caro en este mundo en que
vivimos como ser bueno. Ahí verás al pobre Peralta. Hasta que no le machaquen
el corazón contra las piedras no van a quedar contentos. (Entra Maruchenga con el abanico y los botines.)
MARUCHENGA.—Están casi
todos con el tacón quebrao...
PERALTONA.—Y cómo queras
que estén, si yo jamás me había puesto semejante martirio. Lo que inventa la
gente...
VIEJO LIMOSNERO.—¿Y si
viene toda esa montonera de gente a reclamar la muerte, vusté la entrega?
PERALTONA.—Ni me nombres
eso... ¿Yo qué me voy a meter con esa güesamenta? ¡Santo Dios!
MARUCHENGA.—¿Vusté no la
ha visto a la pobrecita cómo está allá, moniada en esa horqueta?
PERALTONA.—Paso pu allí
con los ojos cerraos y echándome bendiciones. ¡San Emigdio!
MARUCHENGA.—Los güesos
los tiene ya mogosos y verdes con los soles que ha padecido...
PERALTONA.—¡Jesús Credo!
MARUCHENGA.—El telerañero
se le enreda por todas partes. Ta llena de hojas y de porquerías de animal y
con un avispero que li han hecho en la cuenca del lado zurdo, ha quedao tuerta.
Todos dicen que don Peralta ha de ser brujo y ayudao pa mantenerla allí.
PERALTONA.—¡Ave María
Purísima! Maruchenga, cerra la boca.
MUJER DEL MÉDICO.—(Entrando.) Peralta, Peralta... Buen día
le dé Dios, señorita Peraltona. ¿No puede darme razón del demontres de'su
hermano?
PERALTONA.—¿Ésa es manera
de preguntar? Modérese y diga lo que le pasa.
MUJER DEL MÉDICO.—¿Pes
qué me va a pasar? Soy la esposa del dotor Pantaleón. La legítima y la legal,
que las otras dos son arrimadas y arrejuntadas, y como vulgarmente se dice,
meras concubinas. Dende hace tiempo las enfermedades están dale que dale y n o
se muere un solo cristiano. Mi marido ha echao mucha bomballa al principio con
¡o que sabe... Pero a mí me fue colando la malicia que eso no pendía de los
dotores. ¡Si yo los conozco! ¡ Yo he visto la gente que mandan a la sepoltura
Mire, señorita, todo el mundo dice que su hermano escondió la muerte. Yo no le
pido que la largue del todo, pero sí que le deje dar sus güeltecitas por ahí de
vez en cuando, porque ya a mi marido nadie lo llama, ya se le murió el caballo
y se le mogosiaron los fierros de hacer operaciones. (Entran la Vieja Beata y el Sepulturero.)
PERALTONA.—Mucho lo
siento, mi señora, pero yo no tengo vela en ese entierro.
SEPULTURERO.—¿En cuál
entierro?
PERALTONA.—Quiero decir
que no me meto en eso.
SEPULTERERO—Ay, me dio un
alegrón, señorita... Yo creí que don Peraltica se había acordado de mí y le
había dao permiso a la muerte pa que pelara a alguno... Su mercé me haberá
visto en el cementerio, señorita. ¡Quién si no yo mismo enterré a su madre,
ánima bendita, y al finao de Peral ton, su padre, y a toda su parentela que
Dios tenga gozando en la gloria!
VIEJA BEATA.—Ave María
Purísima.
PERALTONA.—Sin pecado
concebida, niña Eduviges.
VIEJA BEATA.—Vengo
gañendo de subir esa cuesta y con el corazón en la boca.
PERALTONA.—¡ Maruchenga!
MARUCHENGA.—(Entre cajas.) ¡Señorita!
PERALTONA.—Prepara masato
con hojas de naranjo agrio pa la concurrencia.
MARUCHENGA.—Sí, señorita.
VIEJA BEATA.—Pues vengo
mandada por el cura, porque Su Reverencia y el Sacristán están pasando hambre a
lo perro.
PERALTONA.-—¿El cura
pasando hambre? No me venga con ésas, niña Eduviges.
VIEJA BEATA.—Como lo oye,
señorita. Ni un entierrito, ni un mero responso, ni una misa pa las ánimas, ni
un solo requiencantin pace en todo este tiempo. ¡San Emigdio! Ellos creen que
es cosa del enemigo malo.
SEPULTURERO.—Y qué diré
yo que no he güelido la abierta de una sepultura, que ni tengo ánimo pa limpiar
el camposanto y eso está todo enmalezao, con los lagartos calentándose al sol
bien campantes sobre las lápidas.
SOBRINA.—(Entra seguida de la mujer del viejo rico.)
¿Qué es esto, señorita Peralíona? Muy engalanada y de mucho tacón, caminando
sobre las esperanzas y los corazones de la pobre gente.
PERALTONA.—¿Qué te has
tragao vos, mocosa, pa hablarme así?
SOBRINA.—Hace un año que
mi tío Román tiene un achaque de rimatiz y nosotros rece y rece pa que se muera
y él allí bien orondo y los caudales pudriéndose en el arca. Y como es usurero;
ahora se ha llenado más con las onzas de Peralta.
PERALTONA.—Eso no es cuenta
mía.
SOBRINA.—Mi madre le
manda un recao, que le empreste la muerte manque no sea más que en un
brinquito...
MUJER DEL VIEJO RICO.—Y
yo le venía a decir lo mesmo, que mi marido está con un mal de orina y toda la
noche es un solo acueducto. La plata la hicimos juntos y él se la está dando
toda al marido de esta señora, que lo único que hace es instalarle unos cañutos
de carrizo pal desagüe.
MUJER DEL MÉDICO.—Calle
la boca, vecina, que es el único cliente que nos queda y eso porque es de
enferrnedá húmeda.
MUJER DEL VIEJO
RICO.—Pues lo que es yo tengo ganas de agarrar esa muerte
y sacarla de onde esté
que de no me quedo viuda cuando ya no haiga ni un céntimo en la faldriguera.
MARIDO DE LA MUJER VIEJA
Y FEA.—(Entrando con la Moza.) Yo
necesito to esa
muerte porque mi mujer,
que era vieja cuando nos casamos, ahora está chocha y apergaminada. Todo lo que
pido es que descanse ella y descanse yo.
MOZA.—(Que viene con él.) Y nosotros queremos
casarnos como Dios manda y no seguir por ahí medio arrejuntaos sin sacramento,
expuesto uno a los cuchillos de las malas lenguas.
PERALTONA.—Pero tu mujer,
vieja y fea, tenía sus ríales cuando te casaste con ella.
MARIDO DE LA MUJER VIEJA
y FEA.—Cierto es, pero ya pagué mi deuda. Treinta años aguantándole remoras y
chocheces y untándole manteca de cacao en las coyunturas.
PERALTONA.—Pues yo nada
les puedo resolver, esas son cosas del atembao de mi hermano. Yo me voy agora
onde las Mogollones y vustedes verán lo que hacen. (Va saliendo.)
MARUCHENGA.—Y yo también,
que yo no me aguanto este tole tole. (Sale.)
MUJER DEL MÉDICO.—Bien
emperifollada y bien respondona. Todo con la plata
de los pobres. (Sale.)
MARIDO DE LA MUJER VIEJA
Y FEA.—¿Y cuál ha sido el beneficio de la tal plata?, al bolsillo de los
usureros fue a parar y a las arcas de los tahúres. (Sale.)
SEPULTURERO.—Y agora hay
más ricos que antes y más pobres y todo sigue lo
mismo. Sólo que no hay
muertos y eso sí es una calamidá. (Sale.)
SOBRINA.-—Una calamidá
que ya no se aguanta. (Sale.)
VIEJA BEATA.—Yo no quiero
hablar, pero para mí que ese Peralta va pa masón
y excomulgao que se las
pela. (Sale.)
VIEJO LIMOSNERO.—(Hace montones de monedas.) Un montoncito
pa préstamos al veinte por ciento y otro pa jugar en el garito y en la gallera.
Ochenta le presté al caratejo... Ciento cincuenta que me debe el mocho... ¡Y
allí te estás, pelona, que naides te baja de ese palo! ¡Cien años voy a vivir
amontonando mis monedas!
TELÓN
ACTO SEGUNDO
DIABLO.—(Saliendo del infierno a los trompicones.)
¡Que de cuentas estás haciendo, so condenao!
VIEJO LIMOSNERO.—¡Santo
Dios Bendito! ¡El enemigo malo! (Sale
corriendo y deja las monedas.)
DIABLO.—¡Las mentadas
onzas del rey!... ¡Cuánto problema ha armao el culichupao este!
PERALTA.—(Entrando.) Buenas, su mercé... ¿Vusté
púa' aquí?
DIABLO.—No ti hagas el
desentendido.
PERALTA.—¿Y estas onzas?
DIABLO.—Pues son de las
que vos has repartido pa hacer alboroto.
PERALTA.—Pa hacer caridá,
su mercé... ¿Pero qué le ha traído a vusté pu estos andurriales?
DIABLO.—Bien que lo
sabes.
PERALTA.—¿Yo?
DIABLO.—Decíme, ¿dónde
tenes la muerte?
PERALTA.—Ahí la tengo, en
un aguacatillo del solar. ¿Pa qué la quiere su mercé?
DIABLO.—Pero no ves que
me tenés a mí y a los mayordomos y a toda la pionada del infierno con los
brazos cruzaos? Al camino del cielo mandé un atisba el otro día pa que vigilara
por esos laos a ver si todas las almas se estaban salvando... ¡Qué salvación ni
qué demontres, le dijo San Pedro; esto se está acabando! Eché a averiguar y
descubrí que eras vos el de todo eso...
PERALTA.—Mire, su mercé,
yo no puedo soltar a la muerte, porque al primero que agarra es a mí. Pero
hagamos una cosa. Se la juego contra cualquier alma de la gente de su mercé.
DIABLO.—¿Que vos queras
jugar conmigo? ¿Y quién crees que sos vos pa atreverte a tanto?
PERALTA.—Pes nada, su
mercé...
DIABLO.—¿Vos no sabes que
dende que yo soy diablo naides mi ha ganao al juego?
PERALTA.—Así será, pero
yo soy muy vicioso. Me gusta jugar manque lleve las de perder.
DIABLO.—¡Pago! Pero con
una condición. Además de la muerte, te jugás tu almita.
PERALTA.—¡Pago! (Juegan.) Cuarenta, as y tres, no la
perderás por mal que la jugues.
DIABLO.—¿Qué? Bueno, no
te entusiasmes que te estoy dando ventajita, no más... (Juegan.) Hum... Ahora si es más distinto...
PERALTA.—Ta bien, ahí
voy... ¡Siete de triunfos!, cambio, agarro el as.
DIABLO.—Vos sos culebra
echada, ¿go qué demonios?
PERALTA.—Tanté culebra,
su mercé... lo que me nos. Sigamos pa que se desquite.
DlABLO.—A ver, amostrá.
PERALTA.—Aguántese un
tantico…
DIABLO.— ¡Amostrá, te
digo, solapao!
PERALTA.—Pacencia, su
mercé.
DIABLO.—¡Qué pacencia ni
qué diablos! ¡Amostrá, que ya no aguanto!
PERALTA.—Tute de reyes.
DIABLO.—¡ Pero por qué no
puedo hacerte trampa, maldita sea, por qué! ¡No
te rías, culichupao!
PERALTA.—Si no me estoy
riendo, su mercé.
DIABLO.—A mí no me fregás
vos. ¡Doblo!
PERALTA.—Doblemos, pero
pinte algo bueno.
DIABLO.—¡El todo por el
todo! Te juego, de una vez por todas, una cochada de almas completa, contra la
muerte... y contra la tuya.
PERALTA.—¿Y cuánto es una
cochada?
DIABLO.—Una calderada.
Más o menos unos treinta y tres mil millones de almas.
PERALTA.—Pues ahí va, (Juegan).
DIABLO.— ¡Tomá!
PERALTA.—Triunfos,
cambio.
DIABLO.—(Ruge.) ¡Ni una trampita! No me cuaja ni
una.
PERALTA.—Por una vez
tendrá que jugar limpio su mercé.
DIABLO.—Vos tenes algún
poder malino...
PERALTA.—Cuarenta, as y
tres, otra vez; por mal que la jugues no la perderás...
DIABLO.—¡Ganaste!
PERALTA.—Así parece, su
mercé.
DIABLO.—Y vos te quedas
con la muerte y con mis almas...
PERALTA.—En juego limpio
haberá sido...
DIABLO.—Vos ganarme a mí,
al mejor jugador de tute que hay en el mundo.
¿Qué poderes tenes, vos,
so marrullero?
PERALTA.—Yo nada, su
mercé...
DIABLO.—¡ Has arruínao el
infierno!
PERALTA.—Vusté que es
vicioso, su mercé... Pero si quiere le doy un desquite...
DIABLO.—¡No! ¡No juego
más! Se acabó el carbón. (Saliendo.)
¡Vos me las pagas! Agora tenes ayudas y poderes, pero vos te desembrujas y
cuando te desembrujes ya veremos, solapao. (Sale
por su infierno.)
PERALTA.—Ya si ha
cumplido: "Que el Patas no mi haga trampa en el juego..." Tengo la
muerte y treinta y tres mil millones de almas. ¡Hijue y el escandalito"
que se jormará ahora en "el infierno con el Patas llorando a moco tendido
y el mayordomo y la pionada soltando almas a lo perro!
Jesús y San Pedro salen a la puerta de la nube.
JESÚS.—Tiene que ser que
él la tiene; no hay otra causa. Bajá, pues, y trata a ese hombre con mucha
mañita, pa ver si nos presta la muerte, porque de no, nos embromamos.
SAN PEDRO.—Ta bien... Yo
le dije a vusté que ese hombre estaba loco...
JESÚS.—Bajá, Pedro, y
hacéme caso; trátalo con mañita.
SAN PEDRO.—Asina haré,
pero si pendiera de mí...
PERALTA.—(Con sus monedas.) Y yo no me toca jugar
sino repartir... Tengo que hacer la caricia con los ojos cerraos.
SAN PEDRO.—Peralta.
PERALTA.—Qué milagro de
verlo, su mercé.
SAN PEDRO.—Qué milagros
ni milagros. Decíme una cosa, Peralta: ¿por qué sos así?
PERALTA.—¿Qué pasa?
SAN PEDRO.—¿Qué pasa?
¿Vos te crees que a nos otros nos engañas?
PERALTA.—Yo no he pensao
en eso…
SAN PEDRO.—¿Qué has hecho
con la muerte?
PERALTA.—El Señor me dio
permiso pa dejar una cosa onde yo quisiera por el tiempo que a yo me diera la
gana.
SAN PEDRO.—¿Pa eso
hiciste esas peticiones tan estrambóticas? Tus intenciones tenías de armarnos
semejante trimolina.
PERALTA.—¿Trimolina, su
mercé?
SAN PEDRO.—¿No te das
cuenta que por allá no llega un alma y el cielo está parao? Yo me fui onde el
Maestro y le dije: Maestro, aquí tiene su destino de portero, busque a quién
dárselo, que yo no soy hombre pa estarme por ahí sentao sin hacer nada.
Entonces el Maestro me mandó onde vos, pa que nos largues la muerte. Fíjate
bien que vengo mandao.
PERALTONA.—(Entrando.) Maruchenga.
MARUCHENGA.—(Tras ella, cargada como siempre.) Ya
voy, señorita.
PERALTONA.—¡Ay, si aquí
está el pelegrino de las onzas! ¡Maruchenga!
MARUCHENGA.—Señorita...
PERALTONA.—Lleva eso pa
allá dentro y prepárale su chocolatico... pero corre.
MARUCHENGA.—Ya voy.
PERALTONA.—¡Ay, qué
serviciales estas de agora! Pues ya ve vusté cómo han rendido las onzas.
SAN PEDRO.—Sí, ya veo.
PERALTONA.—Caridá por
todas partes. Ya no sabemos qué hacer con tanta caridá... perdóneme su mercé
que me voy a mudar estas tiesuras y crinolinas, porque vengo muy sofocada. (Con un dengue.) Con vuestra licencia...
(Sale.)
SAN PEDRO.—Bueno, ¿qué
estaba diciendo?
PERALTA.—Que el Maestro
lo había mandao...
SAN PEDRO.—Fíjate, pues,
que es orden del Señor.
PERALTA.—Está bien, se la
largo con mucho gusto, con la condición de que a yo no me haga nada.
SAN PEDRO.—Concedido,
como dice el Maestro.
PERALTA.—Aguárdame aquí,
que ya se la traigo.
SAN PEDRO.—Es bien sobao
el Peraltica; poquito que he tenido que contenerme pa no amasijarlo.
MARUCHENGA.—Aquí tiene,
señor pelegrino, y perdone lo mal servido. Siéntese y coma, que ya sale la
señorita.
PERALTONA.—(Dentro.) ¡Maruchenga!
MARUCHENGA.—Ya voy,
señorita. (A San Pedro.) Está que es
un solo melindre. PERALTONA.—¡Maruchenga!
MARUCHENGA.—(Saliendo.) Ya voy, señorita...
SAN PEDRO.—Hum... esto es
comida. Ya estaba aburrido de tragar gloria.
PERALTA.—(Con la muerte.) Mírela su mercé cómo
está. Toda baldada, tullida y desmayadita... No puede dar paso…
SAN PEDRO.—¡Llévate eso
de aquí ligero. ¿No ves que estoy comiendo?
PERALTA.—En un santiamén
la limpio y la arreglo, su mercé... y perdone. (Sale.)
SAN PEDRO.—Ya me dañó
éste el chocolate y me regolvió todo el estómago...
Habráse visto;. traer esa
güesamenta cuando uno está comiendo... (Música
de
la Muerte.) ¡Uyyyyyyy, qué frío!
MUERTE.—¡Ayyyyy, ayyyy! (Grita con brutal alegría, salta, corretea y
sale disparada.)
PERALTA.—¡ Hijuepucha que
estaba hambrienta con el ayuno! Apenitas la limpié, cogió fuerzas y amoló la
desjarretadera en la piedra del patio.
SAN PEDRO.—¿No ves? Ahora
yo me tengo que subir a los trompicones porque va a comenzar a despacharme
gente pa esa portería... ¡Con vos no se puede!
PERALTA.—Y hay más
tuavía, su mercé..
SAN PEDRO.—¿Qué hay?
PERALTA.—No hace mucho,
le gané al diablo una traquilada de almas, jugando al tute.
SAN PEDRO.—¿Una
traquilada?
PERALTA.—Sí, su mercé,
una cochada, unos treinta y tres mil millones de...
SAN PEDRO.—¿Qué estás
diciendo? ¿Y onde están?
PERALTA.—¿Qué sé yo?
SAN PEDRO.—¡Maestro
Divino! ¡Dame paciencia! ¿Cuántas dijiste?
PERALTA.—Treinta y tres
mil millones.
SAN PEDRO.—Treinta y
tres... ¡ Santo Dios!
PERALTA.—Vea a ver cómo
acomoda esa gentecita…
SAN PEDRO.—¡Gentecita!
¡Señor, este hombre es loco de remate!
PERALTA.—Las gané en
juego limpio con el Patas y a mí ni el cielo me viene a meter macho rucio.
SAN PEDRO.—¡Macho rucio!
Animal... ¡Yo se lo dije al Maestro! ¡Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal!
(Sale por su nube.)
MARUCHENGA.—(Dentro.) ¡Ay, mi señora! ¡Ay, mi
señorita Peraltona! (Entra.) Don
Peraltica: mi señora Peraltona está muerta... ¡ Tiesita y fría como un pajarito
muerto! ¡Ay, qué desgracia!
PERALTA.—Se vengó la
condenada. Requiencantin pace.
MARUCHENGA.—Amén.
Salen. Entra un cortejo fúnebre.
VIEJA
BEATA.—Requiencantin pace.
TODOS.—Amén.
VIEJA BEATA.—
Dios te salve, ánimas
fieles
que hacia el pulgatorio
vais
y grandes penas pasáis.
Vos juiste lo que yo soy,
yo he de ser lo que vos
sos.
Rogad a mi Dios por mí,
que yo rogaré por vos.
TODOS.—Amén.
MARUCHENGA.—Deténganse un
tantico y arrímesen aquí a rezarle a mi
señorita Peraltona.
MUJER DEL MÉDICO.—Pero si
todo esto ha sido invención del tal Peralta.
MARUCHENGA.—Así será, mi
señora, pero ella nada tiene que ver.
VIEJA BEATA.—(Entrando en la casa con el cortejo.)
Requiencantin pace.
TODOS.— Amén.
VIEJA BEATA.—
Ánimas del pulgatorio
que agora penando estáis,
rogad a Dios por losotras
dende el lugar onde
estáis,
que losotras rogaremos
pa que de penas salgáis.
MUJER DEL MÉDICO.—Hasta
última hora estuvo en pie, luchando contra las enfermedades.
SOBRINA.—Pero las
enfermedades se requintaron. ..
MUJER DEL MÉDICO.—Que las
virgüelas castellanas onde Julano, que el sarampión onde Zotano, que la
tosferina y la culebrilla onde Mengano. El dolor de costao, el tabardillo...
¡Ánimas benditas!
VIEJA BEATA.—Animas
benditas, rogad por nosotros.
TODOS.—Amén.
MUJER DEL MÉDICO.—Sin.
que le llegara novedá ninguna ahí me la tiene, caído de bruces entre sus
enfermos... Él que era tan caritativo... ¡ Ánimas benditas!
VIEJA BEATA.—Animas
benditas, rogad por nosotros.
TODOS.—Amén.
MUJER DEL MÉDICO.—Taría
de Dios...
MOZA.—Taría del diablo.
Así cayó mi viejo. Un güinchazo de la muerte y al hoyo derechito. Todo esto es
cosa de embrujaos y ese Peralta es brujo adotorao...
VIEJA BEATA.—¡Ave María
Purísima! ¡Animas del Pulgatorio! Déjese de eso, niña...
En el nombre de Dios
Padre
y en el nombre de Dios
Hijo
y en el de San Marcial,
que ni por fuera ni por
dentro
me puedan hacer el mal.
Amén.
TODOS.—Amén.
SOBRINA.—Que mi tío Román
se muriera ta bien. Era su hora y era la de nosotros heredar. Pero que mi mamá
y mis tíos y toda mi parentela se fueran detrás d'él... Es una injusticia.
MOZA.—Todito lo ha
trastornao el tal Peralta en este mundo. La vida con sus onzas y la muerte con
su invención.
VIEJA BEATA.—Sigamos
nuestro camino, que la tendedera de muerto no tiene término. No si alcanzan ni
a enterrar los pobrecitos y a muchos los dejan puai... medio tapaos con tierra.
MUJER DEL MÉDICO.—Y su
mercé de plácemes, niña Eduviges. Un responso pa allá, un Pater Noster pa acá y
un Inducas Intentacione pal otro lao.
VIEJA BEATA.—(Sin oírla, inicia la retirada.)
Ánimas del Pulgatorio
que agora mismo viajáis
por esos aires arriba,
no os olvidéis, si
llegáis,
de rogar por los que
abajo
en este mundo dejáis…
TODOS.—Amén...
Salen.
JESÚS.—(En la puerta de la nube.) Barajo que sos
porfiao, Pedro. Bajá y habla con él.
SAN PEDRO.—Yo se lo dije,
Maestro, que estaba loco.
JESÚS.—Deja la sofoquina
y la manotiadera y bajá a hablar con él.
SAN PEDRO.—Yo con ese
demonio de hombre no quiero tener cuentas. Yo, Maestro, le sirvo de portero
todo el tiempo que quiera. Vusté sabe lo que he luchao en esa portería
últimamente.
JESÚS.—Jamás tuve queja
de vos, Pedro... Ahora bajá a hablar con él, como te estoy diciendo....
SAN PEDRO.—Ta bien, pero
no respondo. Solamente le digo eso. Si le quiebro una llave en la cabeza, no
respondo.
JESÚS.—No seas alborotero
y malos genios. Él no tiene la culpa. Al fin y al cabo ha sido un instrumento.
SAN PEDRO.—Valiente
estrumento se jue a buscar su Divina Majestá. ¿No le dio vusté las
oportunidades?
JESÚS.—A todos los
hombres se las damos.
SAN PEDRO.—Sí, pero a él
le dio unas más güenas y más provechosas y velay las peticiones que hizo.
JESÚS.—Anda, Pedro, y revestite
de Santa Paciencia.
SAN PEDRO.—¡Santa
Paciencia! Semejante... solapao... Quién lo ve tan pánfilo y tan mansito... El
que no lo conozca que lo compre... ¡Peralta! ¡So infeliz!
MARUCHENGA.—¡ Ay! Jesús,
María y José; ¡ qué es lo que viene agora!
SAN PEDRO.—¡So vagabundo!
¡So condenao! ¿Onde está ese Peralta?
MARUCHENGA.—En un
santiamén se lo llamo, señor pelegrino... y le traigo su chocolatico... (Sale.)
SAN PEDRO.—Darle
explicaciones a ese calzonsingente... ¡A dónde hemos llegao!
PERALTA.—A su mandar,
señor, aquí me tiene.
SAN PEDRO.—Pues el
Maestro me ha mandao... Pero aquí entre nos, si de mí pendiera...
PERALTA.—Déjese de
nojarse así, que ya no está en edá pa eso.
SAN PEDRO.—¡Explicaciones
a vos! Pero el Señor quiere que todo sea claro y yo lo tengo que aclarar.
PERALTA.—¿Y qué es lo que
no está claro, su mercé?
SAN PEDRO.—Bien que lo
sabes.
PERALTA.—Yo no sé nada.
SAN PEDRO.—Vé, no me
hagas perder la poca paciencia que me queda. Vos le ganaste al enemigo malo
esos treinta y tres mil millones de almas...
PERALTA.—En juego
limpio...
SAN PEDRO.—Cállate.
PERALTA.—Ta bien.
SAN PEDRO.—Vos no tenes
alcances pa saber en qué enredo di alta teología nos metiste...
MARUCHENGA.—Aquí está su
chocolatico con queso, como se lo hacía preparar la señorita; ánima bendita...
¡Ay, tan buena que era manque tuviera su geniecito!...
PERALTA.—Ta bien; éntrate
pa allá, que estamos hablando.
MARUCHENGA.—¡Ay! Cómo me
hace de falta con sus dengues y sus melindres... (Sale.)
SAN PEDRO.—Ella pagó por
tus invenciones. Allá llegó al cielo y tuve que dejarla entrar. Vos sabes lo
escandalosa que era... (Corre.) Esto
está güeno... Es lo único que me aplaca... Pero decíme: ¿vos no te has dao
cuenta del mal que has hecho?
PERALTA.—Yo repartí las
onzas que me dio el Señor.
SAN PEDRO.—¿Y quién se
aprovechó? ¿Hum? ¿No ves la batahola que has armao?
PERALTA.—Tu mano
izquierda no debe saber lo que da la derecha, dice la Sagrada Escritura.
SAN PEDRO.—¡Hasta
Escritura sabes ya! (Limpia la taza.)
Perdona, pero está muy güeno y yo nunca dejo política.
PERALTA.—¿Y qué hubo del
enredo de la tología?
SAN PEDRO.—Teología,
aprende a hablar. Ha sido uno de los mayores enredos que se nos han presentao
allá arriba. Yo de eso, pa decir verdá, no entiendo ni papa. Eso pa mí es pura
música celestial. Pero pa que sepas, que hubo que llamar a Santo Tomás de
Aquino pa que lo resolviera, porque el Maestro dijo que los condenaos,
condenaos se tenían que quedar pa toda la eternidá.
PERALTA.—¿Y cómo lo
resolvieron?
SAN PEDRO.—Y te burlas encima,
¿so pergüétano?
PERALTA.—¿Yo acaso me
estoy burlando?
SAN PEDRO.—No me toriés,
no me toriés, que me paro de aquí y te amasijo.
PERALTA.—Estese ahí
tranquilo su mercé, que se le indigesta el chocolate, y cuente qué pasó.
SAN PEDRO.—Esas almas,
sacadas del infierno, ¿ónde iban a ir?
PERALTA.—Al cielo.
SAN PEDRO.—¿Pero no estás
viendo que eran al más de condenaos? Santo Tomás echó a cavilosíar y cavilosió
y cavilosió como diez minutos celestiales, que son como un año de los de
ustedes, y después pidió junta con el Maestro y con Santa Teresa de Jesús... y
eso fue lo que más embelecó a las santas, que aunque sea el cielo, son mujeres
... Empezó a oírse una bullita y unos mormullos y se fueron amontonando en la
plaza...
PERALTA.—¿Y di ahí?
SAN PEDRO.—Espérate, no
acoses. Santa Teresa se sentó en un pupitre y empezó a echar pluma. Santo Tomás
iba relatando y ella iba jalando pluma. Y esa sí es escribana. Aí se le vio
todo lo vaquiana que es en cosas de escribanía...
PERALTA.—¿Pero qué
escribía?
SAN PEDRO.—¡ No me
interrumpas! Acomodada en su tabrete iba escribiendo, escribiendo sobre el
atril; y a conforme escribía iba colgando por detrás de los tramotiles esos un
papelón muy tieso, ya escrito, que se iba enrollando, enrollando...
PERALTA.—Y yo estoy
esperando, esperando...
SAN PEDRO.—Ojalá no
tengas que esperar por toda la eternidá, donde sabemos, so marrullero...
PERALTA.—Ta bien; siga su
cuento.
SAN PEDRO.— Al rato, como
cinco minutos celestiales, echó una plumada muy larga, y le hizo señas al
Maestro de que ya había acabao.
PERALTA.— ¿Y qué?
SAN PEDRO.— Tené
paciencia, que es mucha la que hemos tenido con vos. El Maestro mandó a echar
bando y principiaron a redoblar todos los tambores del cielo y a desgajarse a
los trompicones toda la gente de su puesto, pa oír lo que nunca habían oído,
pues pa que sepas que ni San Joaquín, el agüelito del Maestro, había oído nunca
leyendas de gaceta en la plaza de la corte celestial.
PERALTA.—Y al fin qué.
Diga, por amor de Dios, en qué paró todo, su mercé.
SAN PEDRO.—¿Pues en qué
había de parar? Ultimadamente el documento quería decir que era muy cierto que
vos le habías ganao al enemigo malo esa traquilada de almas con mucha legalidá
y en juego muy limpio y muy decente.
PERALTA.—Me gusta que
reconozcan...
SAN PEDRO.—¡Ay! Pero
hubieras visto a la santica leyendo eso: "Nos, Tomás de Aquino y Teresa de
Jesús, mayores de edad y del vecindario del cielo, por mandato de Nuestro Señor
hemos venido a resolver un punto muy trabajoso..."
PERALTA.—Estábamos en que
yo le había ganao al enemigo malo...
SAN PEDRO.—Pero hubieras
oído la vocecita con que lo leía. Era como cuando los mozos montañeros agarran
a tocar el capador, como cuando en las faldas echan a gotiar los resumideros en
los charquitos insolvaos...
PERALTA.—Ta bien; si no
quiere, no diga nada.
SAN PEDRO.—No te
insolentes; aunque ganaras con legalidá, esas almas no pueden entrar al cielo
ni de chiripa.
PERALTA.—¿Y por qué?
SAN PEDRO.—Porque vos,
por más avispao que siás, no podes hacer contradecir al Señor.
PERALTA.—No es eso,
pero...
SAN PEDRO.—Esos condenaos
se quedarán dando güeltas.
PERALTA.—¿Güeltas a onde?
SAN PEDRO.—¡No grites!
PERALTA.—Yo estoy
reclamando...
SAN PEDRO,—Ve, te parto
la cabeza... (Cae rendido por el
esfuerzo.) ¡Ay, ay! ¿No ves que yo sufro del corazón y la subidera y la
bajadera me ha puesto pior? .
PERALTA.—¿Y quién lo
manda a enjurecerse?
SAN PEDRO.—Señor, dame
paciencia. Traéme un jarro di agua.
PERALTA.—Aquí está.
SAN PEDRO.—Al fin y al
fallo esos condenados no vuelven a las penas de las llamas, sino a otro
infierno de nuevo uso, que vale lo mismo que el de candela.
PERALTA.—Eso es más
distinto. ¿Y cómo es ese infierno, su mercé?
SAN PEDRO.—Pues es una
indormia muy particular. Échame otro mate di agua. Dizque es de esta moda: que
mi Dios echa al mundo treinta y tres mil millones de cuerpos y que a esos
cuerpos les meten adentro las almas que vos sacaste de los profundos infiernos,
y que esas almas, aunque los taitas de los cuerpos crean que son pal cielo, ya
están condenadas desde en vida, y por eso no les alcanza el santo bautismo.
Cuando se mueren los cuerpos, vuelven las almas a otros y después a otros y
sigue la misma fiesta hasta el día del juicio, di ahi pendelante las ponen a
voltiar en redondo del infierno per sécula seculorum, amén... A ver, echa más
agua, que estoy muerto.
PERALTA.—De modo que
dende en vida ya son gente del Patas.
SAN PEDRO.—Sí, y el
infierno en que se queman es la envidia.
PERALTA.—Pues me parece
muy bien y muy verdá y muy güeña la inguandia que inventaron.
SAN PEDRO.—Echa más agua
que me dejaste seco.
PERALTA.—Si quiere, le
hago preparar otro chocolatico...
SAN PEDRO.—No. Lo que vos
no sabes es que a tu hermana la dejé entrar al cielo de contrabando pa eso, pa
que mi haga chocolate, porque eso de comer gloria no es pa un viejo como yo...
¡Maruchenga!
MARUCHENGA.—Señor.
SAN PEDRO.—Traéme un máiz
que me encargó la Peraltona pa las arepas.
MARUCHENGA.—Sí señor.
SAN PEDRO.—Y vos, Peralta,
no me hiciste caso y se ti han evaporao las peticiones. ¿Cuántas te quedan
después de tanta batahola?
PERALTA.—Una, su mercé.
SAN PEDRO.—La de volverte
chirringo...
PERALTA.—Esa mesma, su
mercé.
SAN PEDRO.—¿Quién te
entiende a vos, Peralta?
PERALTA.—Ni mero yo me
entiendo, su mercé.
MARUCHENGA.—Aquí está su
máiz, señor... Pero ¿cómo es eso de que la señorita Peraltona?...
SAN PEDRO.—Que te
explique Peralta. Yo me voy subiendo, que va siendo hora de merendar.
MARUCHENGA.—Don Peraltica,
todo esto es tan misterioso... ¿onde vamos a ir a parar?
PERALTA.—¿Y qué sé yo,
Maruchenga? (Sale.)
MENDIGO 1°—(Entrando con el Mendigo 2 ) ¿Y no sabe
su mercé a qué hora viene don Peraltica?
MARUCHENGA.—Estará al
llegar, que anda que parece un duende, de aquí pa acá, en una y otra casa,
amortajando los difuntos, consolando y socorriendo a los vivos...
MENDIGO 2º—Aplacando el
avispero que alborotó.
MARUCHENGA.—Vos calla la
boca, malagradecido.
MENDIGO 1º—Ha podido
repartir las onzas sin tanto bolate.
MARUCHENGA.—¿Qué saben
vustedes? ¡Son cosas de Dios!
MENDIGO 2º—Cosa de Dios
que la muerte esté colgada de una horqueta y
que la descuelguen...
MENDIGO 1º—Y que en un
tris acabe con los cristianos.
MENDIGO 2º—¿Dejando ese
reguero de muertos, como gusanos de cosecha, que ni toda la gallinazada del
mundo alcanzaba a comérselos?
MARUCHENGA.—Los que más
ha favorecido son los que más murmuran.
MENDIGO 1º—A mí no es
mucho lo que me ha favorecido...
MENDIGO 2º—Ni a mí.
MARUCHENGA.—Vustedes no
son más que pedigüeños y plañideras bullosos. Si pendiera de mí, los zumbaba de
aquí con esta escoba.
MENDIGO 1º—¿Sabe quiénes
han aprovechao? Los que con esa mortecina heredaron tanto del caudal, que no
saben onde ponerlo.
MENDIGO 2º—Y que ahora se
la pasan en fiestas y bebetas y corrompiciñas.
MENDIGO 1º—¿Vusté cree
que el mundo se puede cambiar y mejorar con unas onzas?
MENDIGO 2º—¿Y con
milagros y hechizos y brujerías?
MARUCHENGA.—Yo nada sé;
que se haga lo que Dios quiera.
MENDIGO 3º—(Entrando.) ¡Ave María Purísima!
MARUCHENGA.—Sin pecado
concebida.
MENDIGO 3º—Vustedes me
ven cómo vengo... Pes asina me dejaron en el camino rial, casi en cueros, pa
robarme todito lo que me había dao Peraltica.
MENDIGO 1º—Con el
ladrocinio que si ha desatao...
MENDIGO 2º—Todito ta
corruto y dañao agora.
MENDIGO 3º—Y ahí vienen más.
Son nubes y nubes de pedigüeños, dañinos y tragones como langosta.
MENDIGA.—(Entrando.) ¡Alabado sea el Señor!
MARUCHENGA.—Sea bendito y
alabado.
MENDIGA.—¿No está pu aquí
don Peraltica?
MARUCHENGA.—Ta en su
caridá y en sus güenas obras.
MENDIGA.—Pues que las
güelva a hacer conmigo, porque la plata que él mi había dao se me evaporó como
por encanto. Le di las onzas a un señorón joráneo de muy güeña cara. El izque
me las degolvía dobladas al cabo di un mes. Pasó el mes y toparías. Pasó otro
mes y tuve que golver a la limoniadera.
VIEJO LIMOSNERO.—(Entrando.) ¡ Santo Dios! ¡ Qué
escarramán tan horrible!
MARUCHENGA.— ¿Qué ha
pasao?
VIEJO LIMOSNERO.— Qué
calamidá tan calamitosa.
MARUCHENGA.— Habla.
MENDIGO 1º— Ése sí qui ha
provechao. Pa él han sido las onzas.
MENDIGO 2º— Con la
usurería y con l'uña se está enriqueciendo.
MENDIGO 1º— Amontonando
plata y plata bajo las mechas... Ahí ende lo ven todo mechoso...
VIEJO LIMOSNERO.—¿Y
vustedes no han aprovechao? Yo sé los negocitos qui han hecho y no si hable de aprovechamiento,
porque será nombrar la soga en casa de toítos los ahorcaos...
MARUCHENGA.—No les hagas
caso y contá.
VIEJO LIMOSNERO.—Pes el
Peralta, cuando enterró los dijuntos se echó pal pueblo y encontró esa
fiestanganada de los que si han enriquecido con la muerte y echó pal garito y
lo encontró colmaíto, colmaíto...
MENDIGO 2°.—A él que no
le gusta la jugarreta.
MENDIGO 1º.—Con las
trampas que sabe...
MENDIGO 3º—Le dieron en la
mera pepa del gusto...
MENDIGA.—Dejen contar,
bullosos.
VIEJO LIMOSNERO.—Y se
pega al tute y va pelando caimanes y va amontonando onzas.
MENDIGA.—Dios lo bendiga;
tan caritativo.
MENDIGO 1º—Ya no sabe
onde meterlas.
MENDIGO 2º—¡Y güelva a
rodar la mesma roleta!
VIEJO LIMOSNERO.—Y se
prende el avispero... Hubo cuchillo, hubo barbera y él
serenito:
"¡Triunfos!" "Cuarenta, as y tres."
MARUCHENGA.—¿Y di ahí?
VIEJO LIMOSNERO.—En eso
llega mensaje del rey. Que vaya a casa del rey. Que su sacarrial majestá lo
está esperando. ¡ Y sale esa montonera de gente detrás, gritando como
condenaos! ¡Que tiene poderes ! ¡ Que lo chamusquen por hereje! ¡ Que usa daos
cargaos!
MARUCHENGA.—¿Y qué pasó?
VIEJO LIMOSNERO.—Llegan
allá y el rey ta sentao en un trimotil bien alto y a un
lao la reina y detrás un
poco de gente muy blanca y de agarre que parecían jefes o mandones. A un lao
unas señoras muy bonitas y muy ricas, que parecían principesas. Ahí se para un
señor de negro él y con un bonete y dice: Peralta, el rey va a sentenciar. Y el
rey si acomodó la corona y con un vozanchón por allá muy atronador grita:
Peralta, nos tuviste muy asustaos. Por un tiempo creímos que el reino se
trastornaba y vos juiste la causa de esa batahola. Y ahí le pasaron un papelote
enrollao pa que leyera: "Todos sabemos que el mundo no puede cambiar y que
asina como está hecho se debe dejar, porque asina es como los otros, los reyes,
lo podemos gobernar." Hijueldiablo, la acusadera que llovió ahí sobre
Peralta. Todito el mundo dijo su pite contra él y el rey lo condenó al
destierro con sus bártulos y corotos.
MARUCHENGA.—Malagradecidos
que son. Con tanto que los ha javorecido a todos.
MENDIGO 1º—Y pa onde lo
destierren se van las onzas.
MENDIGO 2º—Lo debían
encerrar pu ahí a producir, moneda.
MENDIGO 3º—Pes antes de
que lo echen di aquí lo he de ver pa que me remedie.
MENDIGA.—Jesús; qué
gobierno atolondrao el que tenemos. Su sacarrial majestá no sabe de la misa la
media.
VIEJO LIMOSNERO.—Aquí
llega... (Entra Peralta.) Miren cómo
viene amilanao y cariacontecido... ¡Una caridá, don Peraltica!
MENDIGO 1º—No se olvide
de sus pobres, don Peralta.
MENDIGO 2º—Dios se lo
pague y le dé el cielo.
MENDIGO 3º—Mire cómo me
dejó el latrocinio, casi en cueros, don Peralta... Dios se lo pague.
MENDIGA.—Aquí me ti ene
otra vez en la inopia, don Peralta. Socórrame por Dios. Dios se lo pague...
MARUCHENGA.—Ni haberá
merendao. Espéreme, que ahí le traigo su maíz
sancochao. (Música de la muerte. Entra ésta dando
saltos.)
MUERTE.—Hum... Parece que
están escarmentaos... ¿Por qué si agallinan? ¿Tuavía no si han acostumbrao a
mí? ¿Cuáles son los que esta vez se van conmigo? Yo no los quiero tristes sino
bien contentos y enfiestaos... Ahí he traído los espectros di unos músicos pa
dale una serenatica a mi amigo Peralta... ¡Hola, los músicos! Son unos artistas
consumaos, pero se murieron di hambre y no tienen juerzas pa tocar... ¡Toquen!
¡Toquen, tuntunientos! Pero qué alicaídos y amustiaos que están todos ... Ahí
va una coplíta...
El pan de la venganza
se come frío;
esta tarde me toca
comerme el mío...
¿Y ahora el señor Peralta
se diñará partir conmigo?
PERALTA.—Sí, señora, con
mucho gusto, que harto he vivido y disfrutao.
MUERTE.—Y hartas
fechorías has hecho, condenao.
PERALTA,—Que me juzguen
como quieran. Yo quise hacer el bien. ¿Qué culpa tengo si ha salido el mal?
Pero atiéndanme una razón. Mando que mi mortaja sea de limosna y que me hagan
un bolsico en el sudario y precisadamente me metan en él la baraja y los datos.
Mando que me entierren sin ataúl, en la propia puerta del cementerio onde todos
me pisen harto. A todos los pongo por testigos pa que se cumpla mi última
volunta, y agora sí podemos partir, mi señora.
MARUCHENGA.—¡Ay, que se
lo lleva la muerte!
MENDIGA.—Se nos va
Peraltica ¿y quién nos favorece agora?
VIEJO
LIMOSNERO.—Requiencantin pace.
TODOS.—Amén.
MENDIGA.—Descansen en paz
con la santa compaña de cabecera...
TODOS.—Descansa en paz.
MENDIGA.—Con el ángel San
Miguel y su espada justiciera..
TODOS.—Descansa en paz.
MENDIGA.—Con la llave que
todo lo abre y la mano que todo lo cierra…
TODOS.—Descansa en paz...
(Salen.)
EPILOGO
ABANDERADO.—(Entrando.) Y Peralta se coló al cielo.
El Padre Eterno lo llamó a su nube y le dijo de esta moda: Peralta, escoge el
puesto que queras. Ninguno lo ha ganao tan alto como vos, porque vos sos la
humildá, porque vos sos la caridá. No te humilles más, que ya estás ensalzao. Y
como Peralta no había usao la virtud de achiquitarse que el Maestro le
concedió, la usó y se jue achiquitando, achiquitando hasta convertir en un
Peraltica de tres pulgadas... ¡ Y quién lo va a creer! Con una agilidad de
bienaventurado se brincó al mundo que tiene el Padre Eterno en su diestra, se
acomodó bien y se abrazó a la cruz. Y allí está, allí, en la diestra de Dios
Padre, y allí estará por toda la eternidá.
Entran todos los personajes, como al principio.
JESÚS:
Y así termina esta
historia
como había de terminar,
con Peraltica en la
gloria.
SAN PEDRO:
Y una lección ejemplar,
pa que quede en la
memoria
del que la quiso
escuchar.
EL DIABLO:
Si es mentira,
pan y harina;
si es verdá,
harina y pan;
y los defectos qui
hubiere
les rogamos perdonar.
LA MUERTE:
Así nuestra mojiganga
ha llegado a su final;
que la entierren en un
hoyo
y requiencantin paz.
ABANDERADO :
Permiso pido señores
pa podernos retirar,
que los cómicos andamos
de un lugar a otro lugar.
En nombre de mis amigos
doy los agradecimientos
por los finos
cumplimientos
que nos hicieron aquí.
Queden con Dios las
señoras,
y los señores también,
que mucho los
recordaremos
por siempre jamás, amén.
TELÓN