26/7/12

Piojos, de Damián Bojórquez, de Argentina


Piojos de Damian Bojorque: en escena el autor y Silvia Debona.

























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PIOJOS

- de Damián Bojorque-

Estrenada el 18 de Mayo del 2008 en la sala Maggi del Foro Cultural Universitario de la ciudad de Santa Fe.

Elenco:
RAÚL: Damián Bojorque.
DOCTORA: Silvia Debona.

Dirección: Rubén Von der Thusen, Cecilia Mazzeti, Norma Cabrera.

Reseña de la obra:

El grupo teatral Andamio Contiguo presenta la obra “Piojos”, de Damián Bojorque, con direccion gral de Cecilia Mazzetti y Ruben von der Thüsen. Actúan Silvia Debona y Damian Bojorke.




El Andamio sostenido
El grupo teatral santafesino Andamio Contiguo estrena este domingo un nuevo espectáculo que se integra a las artes escénicas. Presentarán "Piojos", de Damián Bojorque, "una mirada joven, íntima y personal sobre las desgracias de la última dictadura. El proceso de creación duró aproximadamente dos años y este domingo se verán los resultados en el Foro Cultural Universitario.


Andamio Contiguo estrena este domingo una nueva propuesta para las artes escénicas de la ciudad. Presentan, según sostienen, un nuevo "boomerang". "Le llamamos así a una modalidad que inauguramos hace unos años: proyectos que surgen a raíz de una propuesta hecha al grupo, no desde su interior. Las tres experiencias las motorizaron artistas jóvenes, y eso nos entusiasma mucho". Caber recordar entonces que Marisa Ramírez fue la promotora de "Julia", Mariana Mathier hizo llegar "Dos mujeres" y ahora es el turno de Damián Bojorque con "Piojos". La novedad con respecto a las ediciones anteriores es que se trata de un texto del mismo Damián, un egresado de la Escuela Provincial de Teatro. "Siempre es motivo de celebración -reflexionan- la aparición de un nuevo dramaturgo, refuerza y renueva la fuerte tradición de "textos propios' que tenemos en la región".


Damián ha tenido -continúan los integrantes de Andamio Contiguo- una "mirada joven, íntima y personal sobre las desgracias de la última dictadura. El proceso de trabajo aproximadamente dos años fue muy peculiar porque, por mil motivos distintos, los miembros de Andamio fuimos pasando por su dirección. Así que en una especie de "sedimentación artística' termina siendo una puesta escénica que tiene un poco (o mucho), de todos nosotros".


"Pero no se debe exclusivamente al proceso de trabajo, en realidad es el texto disparador de Damián el que nos da esa oportunidad, porque aunque utiliza un estilo sutil y ambiguo habla de manera explícita sobre nuestras obsesiones. Realmente funciona a la perfección la idea de "boomerang', es lo primero que nos vuelve en este caso".


Rememoran entonces que desde "Prosumo", pasando por "Domingo Furioso", "Plato Fuerte", hasta "Paul Vater", "en nuestras obras han estado siempre presentes los terribles mecanismos de control, poder social y exterminio, pero quizás por pudor o por sentirnos implicados nunca habíamos hablado de manera tan directa sobre el horror argentino. La mayoría de nosotros ronda una generación que pasó su adolescencia entre el mundial 78 y Malvinas, estamos marcados, construidos en un dolor develado prematuramente, es algo que nos acompañará siempre. Quisiéramos que las cosas hubiesen sido de otra forma, que todo fuese un muy mal sueño. "Piojos' elige hacer una metáfora con aquello que nunca debió habernos sucedido, eso que cada uno sabe y decide asumir o dejar abandonado en el olvido. Nosotros decidimos no olvidar".




Los protagonistas




Damián Bojorque y Silvia Debona

En este nuevo montaje actúan Damián Bojorque y Silvia Debona, con espacio escénico de Debona; banda sonora de Norma Cabrera; supervisión corporal, vestuario y maquillaje de Cecilia Mazzetti y operación técnica de Daniela Arnaudo, Cabrera y Rubén von der Thüsen. La puesta en escena es de Cabrera, Debona, Mazzetti y von der Thüsen, con dirección general de los dos últimos mencionados.


En definitiva, ¿qué es "Piojos"? Para sus hacedores, "la impredecible relación de dos seres que, por distintas razones y bajo distintas condiciones de poder, están obligados a comparecer el uno ante el otro en uno de los momentos más dolorosos de nuestra Historia. En una pequeña celda, él espera. Ella lo visita cada día y en un lugar de relativo privilegio, también espera. Y los anhelos de ambos coinciden en enrarecidos puntos de contacto".


El miedo, la locura, los estados alterados, el cuerpo degradado; la delgada línea entre lo que es y lo que no es, y la vida, siempre, más allá de los muros, más acá de la muerte. "Piojos", reflexionan finalmente los integrantes de este ya emblemático grupo de la escena santafesina "nos cuenta del barro de la miseria humana, del cual sólo podremos salir aferrándonos a nuestra devaluada capacidad de amar".


DAMIAN BOJORQUE


PIOJOS

I

Una pecera en el centro del encierro con un pez de color anaranjado. Atrás, casi camuflado en el fondo, Raúl; lleva puesto un chaleco de fuerzas -sin sujetar- un borceguí en el pie izquierdo y descalzo el pie derecho. Tiene la barba algo larga y desarreglada al igual que su cabello. Flaco, de aspecto demacrado. De a poco se acerca a la pecera. Una lámpara que se balancea débilmente los ilumina. En el piso y en su chaleco hay rastros de sangre.

RAÚL: ¿Por qué nadás? ¿Porque sos un pez? ¿Porque alguien lo dijo? ¿Y porque alguien lo dijo yo lo debo repetir? ¿Las cosas tienen que ser como el jefe de turno lo quiere? ¡No! Para mí, flotás. Como los pájaros. Levitás en las aguas... en las más turbias y en las más claras.
Es triste lo tuyo. Estás ahí encerrado en tu jaulita... que no es tuya, ¿verdad? Estás sólo. Vas de un lado para el otro dando vueltas y flotando intentando comprender... Yo podría darte eso que vos tanto añorás. Esa libertad que pocos conocen. Yo podría darte a luz. (Coloca la pecera en su panza y la acaricia como una madre. Canta una canción de cuna)

Ya se cayó el arbolito
donde dormía el pavo real.
Ahora duerme en el suelo.
Como cualquier animal.

¡Ey!... Una patadita muy fuerte para tu tamaño... pero yo no quiero un futbolista. Estoy en víspera de una nena hermosa, hermosa, hermosa como la madre. Que sea inteligente, honrada, discreta y que juegue a hacer de novio a las escondidas. Que nadie sepa de su amor y su romance hasta estar segura de que son el uno para el otro. Y hasta estar seguro de que algo bueno hay para nosotros.
Te ves tan linda ahí adentro. Aparentás de tres semanas. Estás ansiosa, ¿no? Pero no te pongas así, los meses pasan rápido… y además hay que hacer otros estudios para darte a luz. (Consciente de su realidad. Al pez) ¡Por supuesto que no te puedo ayudar! ¡Estoy acá encerrado! ¡¿Cuánto tiempo llevo en esta locura?! ¡¿Acaso nadie me busca?!... Parece que no le importo a nadie. Esconden la cabeza como el avestruz… ¡Cobardes! ¡Sos una mocosa mal educada! ¡¿No te enseñaron a respetar a tus mayores?!
(Mece la pecera en sus brazos) Se lo tenemos que hacer saber a Raúl. No sirve de nada seguir escondiéndote, en algún momento vas a dar el golpe. ¡No digas estupideces! ¡Jamás pensé en el aborto!... ¿Se lo tomará bien?... Se va a poner loco de contento (La débil lámpara parpadea. Raúl se inquieta. La luz se muere)

II

Silencio y oscuridad. Una puerta al fondo se abre dejando ver el retrato de Jorge Rafael Videla Presidente. Ingresa una doctora. Trae puesto un delantal; en su pie derecho un borceguí y en el izquierdo un zapato blanco. De su cuello cuelga un estetoscopio. Cierra la puerta. La luz de la lámpara comienza a parpadear... se restituye. Raúl está con el chaleco de fuerzas sujetado rascándose la cabeza contra el suelo. La pecera ha desaparecido.

DOCTORA: ¿Qué hacés, Raúl?
RAÚL: (Con una mezcla de alivio y alegría) ¡Hola, seño! ¿Cómo está?
DOCTORA: Bien. ¿Vos?
RAÚL: Me pica la cabeza. ¿Me rasca un poquito?
DOCTORA: ¿Dónde te rasco?
RAÚL: Por toda la cabeza, Seño.
DOCTORA: (Suavemente determinante) ¡Doctora, Raúl! ¡Soy tu Doctora!
RAÚL: ... Por toda la cabeza. (La doctora comienza a rascar. Raúl, con satisfacción) ¡Eso! ¡Ahí! Cerca de la oreja. ¡Así! ¡Qué lindo!... ¿Por qué la visita?
DOCTORA: Rutina. Como todos los días.
RAÚL: Sí, ya sé. Cuando escucho que la jaula de al lado se cierra, al ratito la tengo acá... ¿Por qué me pica? ¿Tiene idea?
DOCTORA: Puede que tengas piojos.
RAÚL: Pero por qué me pican.
DOCTORA: Porque los piojos son algo así como los mosquitos, o las garrapatas... pican. Te chupan la sangre de a poquito y pican, pichicatean mucho, a dos veinte.
RAÚL: Adentro de este cuarto no hay mosquitos, ni garrapatas, no hay nada. Estoy bien encerrado.
DOCTORA: No, Raúl. Estás bien protegido.
RAÚL: ¿Protegidos de quiénes? (Las manos de la doctora se detienen. Breve silencio) ¿De los piojos?
DOCTORA: Sí, de los piojos.
RAÚL: Cuando yo era un niño. Tendría unos ocho años, más o menos. No me voy a olvidar nunca. En mi ciudad había algo así como los mosquitos. "Los chupa-sangre" le llamaban. Fue para la época en que se aprobaron los bancos de sangres y los de órganos. Comenzaron a desaparecer niños de la noche a la mañana. Fue muy triste. Cuando veas un falcon verde, me decía mi mamá, esos autos largos, volvé corriendo a casa porque son ellos.
DOCTORA: (Inconmovible, como escuchando una locura más) Mirá vos, qué interesante.
RAÚL: Sí. A veces encontraban algunos que otros chicos pero estaban todos chupados. Vacíos. Al menos sirvió para algo ya que la paranoia acercó más a mi mamá. A mi papá, no. No tengo claro de qué lado estaba él. Decían que a "Los chupa-sangre" les pagaban bastante bien porque era un trabajo espantoso, imagínese. A muchos les pagaban con seguridad... ¿Será por eso que nunca me pasó nada? ¿Será que papá…?
Había que tener mucho cuidado. Mamá me acompañaba a la escuela, después me iba a buscar, me llevaba a la plaza, a los cumpleaños, a todos lados. No me descuidaba. (Silencio)
Si tengo piojos es porque usted me los trajo. O alguna de sus enfermeras. Yo estoy aislado del mundo en este cuarto y no se justifica que los tenga.
DOCTORA: A veces vienen volando... como si vinieran de tierras extranjeras. No quiero decir que los piojos vuelen, pero son muy chiquititos y el viento los pudo haber traído a tu cabeza.
RAÚL: El viento es libertad y acá no hay viento.
DOCTORA: Entonces puede que te hayas contagiado de alguna de las enfermeras porque yo no tengo piojos.
RAÚL: Es una enfermedad, ¿no?
DOCTORA: Algo así... No, para nada. Es necesario... Depende... No sé. ¿De qué estás hablando?
RAÚL: Pero usted dijo que el piojo te pica. Te chupa la sangre de a poquito hasta llenarte de miedo y dejarte en la ruina.
DOCTORA: Sí, eso dije.
RAÚL: Definitivamente es una enfermedad de mierda... como la pobreza. Te Pica, te chupa, te desnutre. Es hereditaria también... pero es curable. ¡Yo vi a muchos pobres salir adelante!
Es desesperante la pobreza. Si no hay alguien que te rasque la cabeza te termina matando (La mira) Gracias, Seño. Si no fuera por usted...
DOCTORA: De nada, Raúl. Pero tu pobreza no es otra cosa que...
RAÚL: (Enojado) ¡Yo no soy pobre! ¡No soy pobre! ¡La cabeza me pica porque desde el día en que me metieron acá no sé lo que es el agua! Salvo el baldazo frió que me revive todos los días... para volver a escuchar las mismas preguntas una y otra vez.
DOCTORA: Me refería a tu piojera, Raúl.
RAÚL: (Conteniéndose) No se debe decirle a un loco que está loco.
DOCTORA- ¿Por qué no?
RAÚL: (Obvio) Por que no lo entendería.
DOCTORA- Y vos, ¿lo entenderías?
RAÚL- Por supuesto. Claro que lo entendería.
DOCTORA: (Saca una pastilla del bolsillo y una botellita de agua y se la da de tomar. Luego revisa su boca para asegurarse de que la haya tragado) Muy bien, Raúl. Ahora, un caramelo de premio. (Oscuridad)


III

Sola, la doctora, en el encierro con la pecera en las manos.

DOCTORA: Cuando se lo dije quedó así como zombi. Estaba paralizado el estúpido. La noticia fue chocar con un camión de frente, lo dejó noqueado, pero después de un rato reaccionó. Los primeros días del mes se mostró interesadísimo. Parecía llenarse con ese orgullo de futuro padre incomparable: protector, educador, baboso. Parecía un payaso como todo padre bañado en su orgullo. Él se encargó de informarles a los míos. Pensé que lo iban a matar, pero tuvo una delicadeza para decirles que iban a ser abuelos que yo ni me lo esperaba; y ellos, como flotando en el aura, listos para mal educar al nieto. La verdad que tenía cualidades que desconocía. En realidad nunca llegué a conocerlo del todo.
...Y los días fueron transcurriendo de manera maravillosa, todo encaminaba a la felicidad. Apoyaba (poniendo la pecera sobre su oído) su oído sobre mi panza para escuchar los latidos. Horas enteras se pasaba. Todos los días traía un nombre nuevo... Florencia fue el primero... Verónica... Lucrecia... Romina... Ramona...
Había comenzado a pagar la cuna, el cochecito y cuando menos lo esperábamos unas brutales luces lo encandilaron y lo atravesó un nuevo camión de frente: se quedó sin trabajo. Buscaba, pero le cerraban la puerta en la cara. Nadie quería comprometerse al recibirlo. Ni los amigos le ayudaron. Eso lo mata a cualquiera. Fueron pasando los días y ya no le interesaban mucho los latidos de la nena. Estaba muy preocupado buscando empleo. Muy preocupado al punto de cambiar su aspecto. El rostro se le fue deformando. Fue quedando flaco, barbudo, sucio. Ya no era el pececito que a mí me gustaba y entró en un pozo profundo del cual no pudo salir jamás. Todavía sigue allí con los recuerdos que lo atormentan. Es preso de su locura, de su desgracia.
Me las tuve que arreglar sola... y con la ayuda de los abuelos. (Oscuridad)

IV

La Doctora y Raúl, éste con el chaleco sujetado y masticando su caramelo. La pecera ha desaparecido.

DOCTORA: Ayer por la noche mi hija me preguntó a qué me dedicaba. (Examina a Raúl con el estetoscopio. La vista perdida en el recuerdo) Ella sabe que soy Médica-Psiquiatra.
RAÚL: Treinta y tres.
DOCTORA: Pero anoche quería saber bien qué es lo que hago. Cuando era más chica se conformaba con saber que era Médica.
RAÚL: (Algo desafiante) 30.000 ¿no?
DOCTORA: Ahora no le basta con saber que ayudo a los enfermos tratando de ponerlos en camino.
RAÚL: (Conteniendo su enojo) Seño, yo no soy un enfermo, ni soy un piojoso... Yo no tengo nada para decir. No sé qué es lo que quieren.
DOCTORA: (No lo escucha. Sonriendo) Tiene cinco años. Es divina pero preguntona. (Se sienta al lado de Raúl) Está en la edad de querer saber siempre un poco más. Eso no sirve. Es peligroso. También me preguntó por su padre. No supe qué decirle. Me agarró de sorpresa. Quedé paralizada por unos segundos. No podía mirarla a los ojos. Seguí cocinando como si no la hubiera escuchado pero te juro que esa pregunta me cocinó el alma. Nadie sabe quién es su padre, salvo los abuelos. Nunca se lo dije a nadie y no me interesa que lo sepan. ¿Porqué se lo tendría que decir a ella?
RAÚL: Tiene derecho a saberlo.
DOCTORA: Ya sé que tiene todo el derecho a saberlo... (Mirándole a los ojos) pero se merece un padre sano, cuerdo, no uno perdido en sus fantasías. ¡Para qué mostrarle la verdad! ¡¿Para desilusionarla?! ¡¿Para que sufra más de lo que sufre sin saberla?!
Prefiero que siga creyendo que su padre me abandonó, o que se perdió buscando trabajo... o que se muera con la duda. Me avergüenza la idea de contarle la verdadera historia.
RAÚL: Pero él no la abandonó. Él, todavía la está buscando y no pierde la esperanza, no piensa parar hasta encontrarla, hasta hacerla dormir en su regazo. Lo que hace es injusto, doctora. ¿No se da cuanta que está haciendo todo mal?

V

Solo, Raúl, en el espacio. Sostiene la pecera en sus manos.

RAÚL: Cuando me confesó que estaba embarazada debo admitir que la noticia me impactó. No estaba en mis planes una hija tan imprevista. Además éramos un pacto desconocido para el mundo. A ella le gustaba jugar a los amores a escondidas y eso en realidad nos venía de maravilla porque los dos teníamos pareja. Alianza. Ninguno estaba de acuerdo con el aborto. Se supone que todo es para bien... Nos queríamos demasiado... nos divertía la situación de escaparnos para vernos en las noches, para amarnos y cómo nos amábamos. A veces nos cruzábamos a Chile, o viajábamos de provincia en provincia, una vez a Uruguay. Una diversión peligrosa porque en cualquier momento nos podían encontrar. Yo la estaba ayudando en todo. Había comenzado a pagar la cuna y el cochecito pero al poco tiempo una luz enorme encandiló mis ojos... perdí el trabajo. Buscaba, pero me cerraban la puerta en la cara. Nadie se quería comprometer. Ni siquiera mis amigos me ayudaron. Eso lo mata a cualquiera. Sentía una presión insoportable en el alma, algo que sólo los desafortunados sienten. Ahorraba las últimas moneditas para mi nena para sus cosas y golpeaba en cada puerta con el currículum en mano pero siempre había alguien más capacitado... ¡Mentiras!… La barba me fue creciendo, me fui enflaqueciendo, me fui deformando. Me fui deprimiendo, el mal olor se me fue apoderando, pero yo no bajaba los brazos. Quería darle un futuro a mi hija... ¡¿Habrá nacido?!... corrí al hospital con todas mis fuerzas imaginando sus primeros llantos, sus ojitos cerrados, su cuerpecito de algodón, anaranjado... pero cuando llegué, los piojos me estaban esperando. Caí en un pozo profundo del cual no pude salir jamás. Todavía sigo acá. (Parpadea la lámpara y Raúl se asusta… se apaga)

VI

La pecera ha desaparecido. La Doctora masajea la espalda de Raúl... los masajes se vuelven caricias... a las caricias le suma sus besos... Raúl, contenido, sufre cada contacto... lagrimea.

RAÚL: ¡Basta, Seño!
DOCTORA: (Suavemente dominante) ¡Soy tu Doctora, Raúl! ¡Decime Doctora!... Te voy a soltar y vas a portarte bien. Vas a poner tus manos donde a mí tanto me gusta y vas a darme calor. Mucho calor. Vas a decirme lo mucho que te gusto y lo bien que lo hago. (Le desprende el chaleco)
RAÚL: (Temeroso acaricia a la Doctora... la besa... Una lágrima de sangre le brota. Lentamente lleva las manos a la garganta de la Doctora y aprieta con fuerza. La Doctora intenta defenderse) ¡Debería matarte! ¡Cerrar el puño cada vez más fuerte hasta que tus ojos salten hacia afuera! ¡Y matarte! Y volver a matarte ¡Y matarte otra vez! Pero no lo voy a hacer ¡¿Sabés por qué?! ¡Porque yo no soy asesino! ¡Por que sos la madre de mi hija! ¡Y jamás te apuñalaría por la espalda! ¡Esté del lado que esté! ¡¿Le quedó claro, Doctora?! (La Doctora asiente como puede. Raúl la suelta) Puede volver a sujetarme (La Doctora no reacciona) ¡Áteme!... ¡Áteme, le digo!
DOCTORA: (Obedece. Llorosa)... ¡¿Cuándo vas a entender que no Soy Carolina, que no soy la madre de tu hija?! ¡Que soy y seguiré siendo esto que soy hasta el día que te pudras, Raúl! Ya no tenés solución. ¡Te puedo asegurar que nunca vas a salir de acá!
RAÚL: No se debe decir a un loco que está loco.
DOCTORA: Lo tenés bien asumido, ¿no?
RAÚL: ¿Sabe lo que es usted?
DOCTORA: (Irónica) ¿Tu señorita? ¿Acaso soy Carolina?
RAÚL: (Marcándosele las venas en la frente) ¡Sos chupa-sangre! ¡Sos un piojo! ¡Un piojo que me consume! ¡Que me vuelve pobre! ¡Que nos enferma! ¡Que me trastorna y se divierte!
DOCTORA: ¿Algo más?
RAÚL: Y me mira con esos ojos llenos de sangre. De odio. Sólo por que no le doy lo que quiere. O me va a decir que esto es parte del tratamiento.
DOCTORA: No. No es parte del tratamiento. Sí, es cierto que acá enderezamos al libertinaje, pero esto es personal. Te quiero a vos... ¡loco!... ¡padre! Un padre que hasta pierde la cabeza por darle todo a su hija. Y no un padre como el que tiene, que la abandona... y me abandonó.
RAÚL: Pero si todos los días se lo repito. “ella” es nuestra hija. Los dos somos culpables de lo que está pasando.
DOCTORA: No mezcles las historias. Libertad no es tu hija.
RAÚL: ¿Se llama Libertad? (Se le humedecen los ojos) ¿Le pusiste el nombre que yo elegí? Llevame con ella, por favor. Quiero conocerla.
DOCTORA: No es tu hija, Raúl. Es la mía.
RAÚL: ¿Cuántos años cumplió?
DOCTORA: Raúl, nunca tuviste una hija. Tu (piensa)... nunca lo consiguió. Tu historia se quedó en la sala de partos, ahí se terminó todo.
RAÚL: ¡No! Ella está en la escuela aprendiendo lo que tiene que aprender: la sociedad, los valores, la historia, lo que hay que saber, lo que no hay que callar!
DOTORA: No me sirven las demagogias.
RAÚL: ¡La quiero conocer! Llevame con ella. (Se tira al suelo y muerde el borceguí de la Doctora. Balbucea que la quiere conocer, que su hija está en la escuela, que la lleve)
DOCTORA: (Tironea su pierna) ¡Soltá, Raúl!... ¡Dejame ir!... ¡Basta, Raúl! ¡Dije basta!... ¡No vas a conseguir nada! ¡Hagas lo que hagas jamás voy a caer! ¡Basta, dije! ¡Vos me obligás a esto! (Saca una pequeña picana del bolsillo y da un shock a Raúl, al mismo momento parpadea la luz. La oscuridad inunda de a poco mientras la doctora sale por la puerta)


EPÍLOGO

Ambos están sentados en el banco de alguna plaza. Raúl lleva puesto una camisa blanca, la corbata floja, un saco negro, un pantalón gris, medias negras, zapatos y una carpeta en manos. Su cabello es desprolijo al igual que su barba. La Doctora lleva puesto un vestido largo, típico de embarazadas, guillermina en los pies y tiene la pecera en su regazo. De vez en cuando uno mira al otro hasta que Raúl se anima a establecer un diálogo.

RAÚL: ¿Embarazada?
DOCTORA: De seis meses.
RAÚL: Yo también espero una nena, o sea, no yo, sino mi (piensa)... no importa.
DOCTORA: ¿Amante?
RAÚL: Fuimos amantes. Ahora nos estamos preparando para ir a vivir juntos.
DOCTORA: (Silencio) En ningún momento dije que fuera nena. ¿Cómo lo supo?
RAÚL: Porque las nenas emanan algo así como... un color anaranjado.
DOCTORA: ¿De cuantos meses está su...? No sé qué son ahora.
RAÚL: De seis, igual que usted.
DOCTORA: ¿Ya tienen todo preparado? ¿Las batitas, el ajuar...?
RAÚL: Tenemos casi todo, al menos lo principal. Ahora sólo me queda conseguir trabajo, porque hace dos meses me rajaron... por la actividad gremial.
¿Usted, a qué se dedica?
DOCTORA: Estudio medicina. El año que viene, si Dios quiere, me gradúo. Después voy a especializarme en Psiquiatría.
RAÚL: Dios me salve de eso. El último lugar en le que quisiera estar es un hospital psiquiátrico. La piojera no es para mí y menos los tormentos psicológicos.
¿Y el padre a qué se…?
DOCTORA: Prefiero no hablar del tema.
RAÚL: Perdón.
DOCTORA: Está Bien.
RAÚL: Suelo meter la pata todo el tiempo. Cualquier cosita que digo es...
DOCTORA- Está bien. No importa.
RAÚL: (Silencio) ¿Sabe? No veo la hora de tenerla en brazos, de ver sus ojitos, de sentir su cuerpecito de algodón.
DOCTORA: Yo también.
RAÚL: ¿Cómo la va a llamar?
DOCTORA: Libertad.
RAÚL: ¿Enserio? (Ella asiente) Yo también lo había pensado para la mía. Es un lindo nombre. (Silencio) ¿Para cuándo está previsto?
DOCTORA: Para Marzo. La semana del veinte.
RAÚL: Habrá que prepararse...
Bueno, están levantando la persiana. Me voy yendo. Espero que cuando llegue no la bajen. Tengo tanta mala suerte últimamente.
DOCTORA: Permítame que le arregle un poco el cabello (Acomodándole la corbata) Tendría que haber venido un poco más arreglado (Lo mira y le da un suave beso en los labios) Es para que consiga el trabajo. Dicen que los besos de embarazadas traen suerte.
RAÚL: Gracias… Quizás después nos volvamos a ver.
DOCTORA: Quizás. Dicen que el mundo es pequeño. (Raúl sale. Ella lo sigue con la mirada)

Apagón



21/7/12

YO, EL PEOR... DE LOS DRAGONES. Autor Benjamín Gavarre. México.









YO, EL PEOR...
DE LO  DRAGONES


De Benjamín Gavarre



® contacto: gavarreunam@gmail.com
Yo, El Peor de los Dragones es la alegoría de una familia. Toma como pretexto a los cuentos de hadas para representar ese núcleo, pequeño universo castrante, que es el reino doméstico. Así, a pesar de que podamos reconocer a un rey, una reina, un dragón y una doncella, debemos pensar siempre, si queremos poner en escena esta obra, que los personajes se desenvuelven en una casa pequeñoburguesa pretenciosa donde los personajes realizan las labores cotidianas propias de su insufrible clase.
La escenografía o la iluminación recrearán pues, los distintos ambientes de un hogar: la sala, la cocina, el jardín, la recámara, etc. El estilo recomendado es el llamado "mal gusto" o si se quiere la palabrita: el "kitscht".
Recomiendo para el vestuario: traje de noche, escotado y con lentejuelas para la Reina; smoking para el Rey; smoking y máscara metálica para el Dragón; innumerables vestidos para la Doncella (ya se verá por qué); levita para el Paje y trajes de cocinero para el Mago y el Hada.
Para la música sugiero algún género que apoye la caricaturización de las situaciones.



*** I ***
Al comenzar la obra los reyes se encuentran en el jardín preparando una parrillada. La reina está embarazada, él toma una cuba. A pesar de la aparente armonía, y de las miradas tiernas hacia el vientre real, los reyes estallan en abierta discusión en el momento en que se detienen para sentarse en una banca.

El Rey.–
¡Será niño!
La Reina.
No podrá ser otra cosa, señor, ¡sino niña!
El Rey.
¡Niño!
La Reina.
¡Niña!
El Rey.
En alta estima, señora, a vuestros ruegos tengo; y por razones que no viene al caso discutir: un príncipe valiente será nuestro heredero.
La Reina.–
¿De razones habláis? Pero si vos sólo alcanzáis a balbucir una evidente sucesión de tonterías. Y si en asuntos de Estado decidís mejor que nadie, en asuntos de embarazo yo dispongo. Quien porte en el futuro el cetro real será la dulce princesa que tendré en algunos días. Será, no lo dudéis, una sublime soberana y nadie osará negarle o refutarle nada porque será, sin titubear, toda una dama.
El Rey.– Claro está, mi due
ña, que en este punto singular jamás conciliaremos; llamemos a la Enorme Comisión, que ellos concluyan.
La Reina.–
¿Su majestad bromea?, ¡Si la Enorme Comisión sois vos! En todo caso llamemos a las hadas, que son en todo punto intachables y digamos, desde luego, insobornables.
El Rey.– Vengan pues las hadas, también los magos; con tales fuerzas convocadas, sabremos sin lugar a dudas, por las muchas disputas que de ellos se desprendan, si príncipe o princesa debe dar a luz el vientre real.
Entran mago y hada; discuten en murmullos apenas contenidos,
mirando al Rey y a la Reina con aprensión o disgusto.
Finalmente llegan a un acuerdo y expresan su dictamen.

Mago.– Si futuro rey o príncipe conviene al reino, su majestad, la Soberana, comerá una rosa roja.
Hada.– Si conviene una princesa, probará una blanca rosa.
Mago.– Para tal procedimiento un árbitro imparcial...
La Reina.–
¡No estoy de acuerdo! ¿Cómo va a decidir alguien ajeno a nuestro imperio?
El Rey.
Es cierto. Vosotros magos, hadas... debisteis resolver la situación. Ahora se hará por elección, la mía. ¡Comed! (Le da la rosa roja).
La Reina.
¿Ah, sí? ¡Pues no! Comeré la blanca. ¡Dad acá! (Intenta quitar al mago la rosa blanca).
El Mago.
No nos habéis dejado terminar. El juez sería...
El Rey.
¡Nadie!
La Reina.
En eso estoy de acuerdo.
Mago.– Sería el Azar.
Hada.– En esto, sí, decidiría el Acaso. "Su majestad escoja"..
La Reina.– A ver...
El Rey.– Me niego a ceder a suerte alguna el claro derecho de imponer mi voluntad. Digamos: si la reina desea una virgen colosal y yo un varón discreto...
El Mago.– Al revés, su majestad.
El Rey.–
¿Cómo al revés?
El Hada.
Una discreta virgen y un varón monumental.
El Rey.
Ah, sí. Digamos, de las dos, la reina probará la rosa roja y un varón descomunal bienvenido será a éste, mi imperio.
La Reina.– Y digo en fin,
¿por qué no he de comer las dos rosas en un mismo bocado? y así cada ambición será colmada en cada caso.
El Rey.
No comprendo.
La Reina.
Vos deseáis un temerario príncipe que en el futuro ocupe el trono; y yo, una dulce niña...
El Rey.
...que en el futuro ocupe el trono real.
La Reina.
Permitidme... Yo dejaría gobernar, sin duda alguna, al primogénito.
El Rey.
Pues no me hacéis favor alguno; es la costumbre que gobierne el primo... ¿Dejaríais, de verdad, que gobernase?
La Reina.– Sí.
El Rey.–
¿Sin intromisión alguna?
La Reina.
Os lo puedo aseverar.
El Rey.
¡Sea! Comeréis de las dos rosas...
La Reina.
Las dos.
El Rey (a las Hadas y los Magos).
¿Tenéis todo dispuesto?
El mago y el Hada discuten agitados y luego dan un dictamen:
El Mago.– No aconsejamos de ningún modo que la Reina alimente, con la venia real, tan sólo el pensamiento de probar las rosas blanca y roja una tras otra y, menos aún, al mismo tiempo.
El Hada.– Desastrosa catástrofe a la reina azotaría en todo caso; en otro también al rey perjudicara, y el más terrible, el caso que ya todos tememos: a todo el reino, la desgracia afligiría.
El Rey.– Con esa circunstancia: será varón. No discutamos más el punto. Comed la rosa roja.
La Reina.– Mhh... Así lo haré, si así conviene al reino. (Come la rosa roja).
El Rey.– La solución me place y me serena. Marcho a descansar muy bien dispuesto. Generosa será con nos la Providencia, también con nuestro hijo. (Salen el Rey, las Hadas y los Magos).
La Reina.– Mas yo digo que buena idea me parece el no dejar abandonada a suerte miserable este capullo en flor que es esta rosa blanca. No temo el infortunio. Si nos trae ventura un vástago, un... varón,
¿cuánta más dicha tendremos si en doble nacimiento, príncipe y princesa comparten una misma cuna. Ven doncella; comienza en mi boca tu noble nacimiento (come la flor blanca).



*** II ***
La recámara de los reyes.
Han pasado algunas semanas. El hada entrega a la reina un
peque
ño envoltorio: un pequeño bebé dragón del que sólo vemos la cola. La reina lo amamanta dulcemente. El rey fuma y bebe.

El Rey.–
¡Un Dragón!... ¡Habrase visto! Funesta descendencia has engendrado, dulce dama.
La Reina.
Digamos que entrambos dignatarios lo forjamos; vos sois, no discutáis, su insigne padre.
El Rey.– Padre digno, mas innoble el hijo. Y no sé bien decir si un adulterio cometió la Reina, ni con quién,
¿sería tal vez con un lacayo?
La Reina.
Callad, que hablando de lacayos, y más aún de las lacayas, yo bien pudiera decir de vos un sinfín de tropelías. El hijo es vuestro. No olvidéis la noche, que hace tiempo, vos borracho y yo desnuda, vivimos, a buen paso, en pos de la lujuria.
El Rey.– No abundéis, que es vergonzoso.
La Reina.– Pues no neguéis al dragón, que es hijo vuestro.
El Rey.– No lo haré.
La Reina.– Y yo a mi vez confesaré un secreto, pues bien... probé la rosa roja.
El Rey.– Eso lo sé, lo sé, lo sé.
La Reina.– Pues he más de comentar...
El Rey.– No me digáis.
La Reina.– También probé la rosa blanca.
El Rey.–
¡Ay, bruta!
La Reina.
No insultéis mi dulce investidura.
El Rey.– Lo cierto es que un remedio habremos de poner en este empe
ño. El niño dragón, o lo que sea, crece, como un tumor maligno, día tras día.

*** III ***
En la sala.
Han pasado veinte d
ías. El Dragón ya es un príncipe,
amenazante y rebelde veintea
ñero
(si hay dinero, puede entrar en moto).
El Paje limpia los cubiertos de la casa mientras recibe
órdenes.

El Pr
íncipe Dragón. Y hay más, Paje: si no hacéis lo que he dispuesto, mataré a mi padre, azotaré con mil latigazos a mi madre, y haré de la desgracia de este reino leyenda y ejemplo inolvidables.
El Paje.– Pero, se
ñor, mi príncipe dragón, no hay doncella en este lar, ni en sitio aun lejano, que a dormir con vos acepte, sois ¡tan feo!
El Pr
íncipe Dragón. ¡Necio!, Sé que lo soy y aun con eso os digo: quiero una doncella, y no cualquiera. Venga a mí la virgen más pura y delicada de este reino, o de cualquier lejano, o inaccesible, territorio.
El Paje.– Si insistís convocaré a concurso; con la venia, desde luego, del se
ñor Rey, mi soberano.

Llega el Rey.

El Rey.– Heme aquí,
¿quién requiere de mi sano juicio? ¿Acaso este muchacho singular? Felicidades hijo, hace veinte días que naciste y parece que veinte años han pasado desde la ocasión gozosa de tu nacimiento.
El Pr
íncipe Dragón.– Es cierto que cumplí los veinte, oh padre fariseo; mi tiempo es tan distinto del que vos perdéis, tan insensato. No seré más paciente con vos que con el criado: traedme una doncella que quiero desposarla. Si no lo hacéis... destrozaré vuestro castillo, y a ti te mataré sin compasión y con tormentos varios.
El Rey.–
¿Que quieres desposarte?, noticias das que llenan mi alma de júbilo diverso. ¿Has elegido ya a la novia afortunada?
El Paje.
Tiene que ser, señor monarca, la virgen más pura y delicada que viva cerca o lejos de este reino.
El Príncipe Dragón.– Traédmela vos, que en vuestro juicio, enfermo o sano, yo confío. Si no me satisface la elección os aseguro que dejaré sin ojos y sin brazos vuestro cuerpo.
El Rey.– No hay más que hablar, mi dulce príncipe; mandaré traer la más hermosa, la más virginal de las doncellas.

*** IV ***
En la cocina: Los reyes decoran un pastel para festejar el aniversario de su hijo. El rey pone betún y la reina, cerezas. En algún momento la reina se fastidia de no poder hacer su labor con fluidez y enfrenta a su marido.

La Reina.–
¡Semejante atrocidad habrase visto! ¡Tan malvado, tan vil es vuestro hijo que ha truncado la vida de moza tan fresca, tan radiante! ¿Cómo ha podido ser el sino con nosotros tan funesto, que tengamos que vivir bajo el terror de quien debiera enaltecer nuestro linaje?
El Rey.– No habléis vos de atrocidades, que al haber seguido la senda del capricho, habéis roto la armonía que tanto tiempo concedió la Providencia.
La Reina.– No comprendo:
¿nombráis capricho a mis buenas intenciones?
El Rey.– Sí.
La Reina.– Pero, bien mío... Si pensáis un poco... Si hubiera yo dado la vida a un príncipe, a un varón convencional y no a... un dragón, hubiérase marchado ya a la guerra; si una grácil doncella hubiera dado a luz, se hubiera desposado un día sin remedio, alejándose del reino.
El Rey.– Vos no decíais lo mismo hace unos días; queríais que una virgen gobernara este castillo,
¿y qué lograsteis? La unión de dos opuestos es este dragón hermafrodita. No es hombre no es mujer: es una ruina.
La Reina.– Es hombre, sin duda; ha devorado, sin más, a una doncella.
El Rey.–
¿La devoró?
La Reina.
Ay sí, ¿vos no sabíais?
El Rey.
¡Oh atrocidad! Y es culpa vuestra. Al comeros vos esas dos rosas tan sólo conseguisteis convocar un monstruo de maldad. Con mala entraña, os quisisteis quedar con el pastel, también con el dinero.
La Reina.
¿De qué dinero habláis?
El Rey.
Dejemos este asunto por la paz, que el príncipe se acerca.

La pareja finge armon
ía.
El pr
íncipe llega y los separa. Tratará
de besar a la reina o de tocarle el trasero. Alejará al padre.

El Príncipe Dragón.– Que viva el rey, que viva también mi madre bondadosa.
La Reina.– Oh, mi tierno príncipe; ciertamente no ha mejorado el color de vuestra tez con vuestras bodas.
El Príncipe Dragón.– No, madre; ni mejoría tendrá si no se cumplen mis próximos deseos como un vuelo.
El Rey.–
¿Más antojos tenéis, hijo devoto? No ha sido suficiente contento la noche que pasasteis con aquella desdichada campesina?
El Pr
íncipe Dragón.– ¿Tal era? Ahora comprendo su sabor, pues disfruté por un segundo la limpia y calurosa paz de la campiña.
La Reina.
Retoño mío, no seáis desvergonzado.
El Pr
íncipe Dragón. Soy lo que quiero ser, señora madre; soy de carne y sangre, soy dragón, y mi faz no ha de cambiar ni con veinte o más doncellas que a mi boca lleguen.
La Reina.– Ay, hijo.
El Rey.–
¡Sois... un aborto, un engendro, un bárbaro!
El Pr
íncipe Dragón. No me dais nuevas noticias, padre; yo a vos en cambio os he insinuado ya un encargo.
El Rey.– Pues yo no entiendo de alusiones, hijo. Manifestad vuestra encomienda claramente.
El Príncipe Dragón.– Yo exijo, nada más, otra doncella.
El Rey.– Tendréis lo que deseáis si prometéis que con ella sí os desposaréis y desde luego que no la engulliréis.
El Príncipe Dragón.– No prometo, sino advierto, dulce padre; si no la tengo en mi cama por la noche... os arrancaré la cabeza, os cortaré las piernas y luego incendiaré el castillo. A vos, madre, os deberé quitar los ojos y daros, desde luego, mil azotes.
El Rey.– Se hará como queréis.
El Príncipe Dragón.– Sois tan gentil, oh padre. Madre...
La Madre.– Que la providencia os acompa
ñe.
El Pr
íncipe Dragón. Así lo hará, pues soy sin duda alguna para ustedes, al menos mientras viva, la Providencia misma.


*** V ***
En la sala.
El Paje y la Reina en "labor de tejido".

El Paje.–
¡Y han sido ya más de cuarenta! Ellas aceptaban al principio bien dispuestas, claro; un príncipe no es cosa que se suela despreciar... Pero cuando la indiscreción de varios dio a conocer los... descalabros, pues nada, que las damas ya por temor, ya por agudo pánico, se han negado rotundamente a, digamos, "dormir" con el dragón.
La Reina.– El Príncipe.
El Paje.– El Príncipe, sí; pero al saber que su excelencia, vuestro hijo, es más dragón que príncipe, ninguna ha querido soltar prenda; por más que he ofrecido, que digo mil maravedíes, no, ni doblones, ni piezas de oro han aceptado.
La Reina.– Pues alguna deberá sacrificarse por el bien del Reino; y más, que el príncipe, su Alteza, ha amenazado con desollar vivo a su padre y obligarme luego a mí, oh infortunada, a portar la prenda real, como si fuera la piel de un animal, un zorro, cabritilla, vos sabéis...
¡Oh cielos!, ¡un abrigo con la piel de mi marido!, ¡habrase visto!
El Paje.
No olvidéis que como siempre, terminando con vosotros, seguiría con el castillo, y con nosotros, los muy simples mortales.
La Reina.– Eso, digamos, también sería una pena. Por eso os pido yo que prisa deis a vuestra empresa, y consigáis, con eficacia...
El Paje.–
¡Un capullo, una dama, una doncella!, ¿dónde habrá? Oh, aquí llega el Rey...

Entra el Rey y se sienta. Luego habla mientras ve, lujurioso,
revistas pornogr
áficas. La Reina intentará quitárselas.
El Rey.
Yo conozco una muchacha, paje; digamos no muy bien, la he visto... Una pastora es... muy bella; sí,... bellísima. Quizá si yo mismo la buscara y aquí al castillo la trajera...
La Reina.–
¿Una pastora? ¿Vos mismo? ¿Bellísima? No me parece, el negocio, buena idea.
El Rey.
Tal vez será lo justo, reina; el paje ha demostrado ineptitud y displicencia en este encargo de encontrar mancebas.
El Paje.– Pues ya que vos, así parece, experto sois tanto en doncellas como, supongo, experto también en damas oto
ñales, por cierto encontraréis la discretísima mozuela que al dragón desatinado regocije, evitando de este modo vuestra muerte y, desde luego, que la reina tenga que portar la prenda más lujosa, vuestra piel.
El Rey.– Bueno será, entonces, que inicie ya mismo, luego, presto, tan osada diligencia...
La Reina.– No estoy de acuerdo. En todo caso si os place, yo misma estoy resuelta a acompa
ñaros. Serán necesarios un séquito de quince damas, quince caballeros... un carruaje, veintiocho caballos. Habrá que llevar algo de comer. También será forzoso llevar algunas provisiones, por ejemplo...
El Rey.– Nada. Saldré ahora mismo y este paje, con todo lo que vale, será mi compa
ñía. Vámonos, paje.
La Reina.
Venid acá, intento de aprendiz de gobernante. Si os atrevéis a cruzar las puertas del castillo sin mi consentimiento y compañía, soy capaz de... Rey, señor amado... Venid acá... No intentéis ni por sueño acercaros con malas intenciones a doncella alguna. ¡Esperadme! ¡Rey!... ¡Bastardo!

*** VI ***
En alguna calle de la ciudad. El Rey y el Paje azotan a un
pordiosero.

El Rey.
Entonces... ¿cuánto vais a pedir por vuestra hija?
El Pastor.
Vos sois el Rey; vos me podéis obligar a daros mi vida si es preciso.
El Paje.
Eso es cierto, Majestad. ¿Por qué no lo atormentáis y así seguro nos dirá dónde la oculta.
El Pastor.
Ya os he dicho que yo no la escondí. Ella se habrá metido abajo de la tierra, se habrá desfigurado la cara con vitriolo para no ser reconocida, se habrá fugado a otras lejanas latitudes, se habrá vuelto loca, ramera, pagana, perdida, hetaira, suripanta, meretriz... ¡Ay, hija!
El Paje.
A éste no hay más que darle latigazos; a vuestra futura nuera está injuriando.
El Rey.
Dale con ganas.
El Paje.
Arrodillaos, bastardo.
El Pastor.
¡Ayy!
El Rey.
¡Confesad!, ¿do se halla la muchacha?
El Pastor.
¡Su reino no es ya de este mundo!
El Rey.–
¿Qué quieres decir?... ¿Acaso...? ¿Ha muerto la infeliz?
El Paje.
No veis que está mintiendo, majestad. Os quiere hacer caer en un engaño, un cuento.
El Rey.
En ese caso... ¡dale más fuerte!
El Pastor.
¡Ayyy! (Se desmaya).



Entra la "Doncella", es una mujer de más treinta que viste
con harapos.

La Doncella.– Ya basta, padre mío. No sacrifiquéis vuestro cuerpo avejentado más por mí. No valgo así la pena. Se
ñor Rey, su Majestad, decidle, que pare, a vuestro criado.
El Rey.
Criado, para.
El Paje.– Se
ñor, soy paje real de vuestro reino, insigne paje, primer ministro, casi... No permitáis que una pastora vil me llame criado.
El Rey.
Esa pastora será mi nuera como tu mismo has mentado ya hace rato. Querida próxima pariente... Sabéis a qué he venido; ahorremos palabras, seguidme, que habréis de conocer muy pronto a vuestro ínclito consorte.
La Doncella.– Yo misma he de acudir y por mi propio paso; tan sólo permitid que de mi padre resta
ñe las heridas que vos mismo causasteis.
El Rey.
Eso me parece un signo de nobleza; ¿será esta chica digna de mi real confianza?
El Paje.
¿No veis que es una aldeana?
La Doncella.
Mirad, mirad a mi padre desmayado; solo, postrado en el suelo se ha quedado.
El Rey.
Bueno hija, debéis recordar que tenéis con nos una cita ineludible; si no acudís faltaréis a los principales códigos de urbanidad... ¿Y qué va a pensar la gente de vos, que soy una bellaca miserable como dijo el paje, indigna de cualquier respeto, indigna de ser la futura esposa del príncipe dragón... del príncipe heredero a todo... de aquel que?...
La Doncella.– No faltaré, rey soberano; os lo juro por lo más preciado de vuestra descendencia, vuestros futuros nietos que yo, os juro, prometo tener con vuestro hijo...
El Paje.– Pero...
El Rey.– Claro, hija... Mis nietos... Entonces hemos quedado en un acuerdo. Yo os espero en el castillo; atended ahora a vuestro padre.
La Doncella.– Así lo haré (vanse Rey y Paje).
Padre... Padre... Despierta, padre. Papá... Ya es tiempo de que despertéis, el Rey se fue. Oh padre mío,
¿por qué tenéis ese color tan azulado? ¿Por qué no respiráis? Acaso... ¡Oh! ¡Ha muerto el desgraciado!

*** VII ***
La "Doncella" vaga por las calles de la ciudad. Se encontrar
á
con una "Vieja Psicoanalista", disfrazada de pordiosera.

La Doncella.–
¡Ay de mí! Mi padre, muerto a latigazos. Mi destino en manos de un príncipe perverso que me despojará de vida, sueños... de mi virginidad inmaculada, tan ardorosamente guardada aun hasta agora. ¿Qué debo hacer, yo, huérfana tan desvalida, tan requerida del afecto más pequeño?
Vieja.
No sufras, pequeña; que yo he de socorrerte.
La Doncella.
¿Vos? ¿Y por qué habría de ayudarme una anciana miserable? No me inspiráis, os digo, la mínima confianza.
Vieja.
Sí, pequeña, te lo aseguro, he trabajado en diversos negocios y afamados.
La Doncella.– Mencionad alguno.
Vieja.– No es cosa mía el divulgar tales enredos; secretos son de gente como tú, que motivada por problemas sin fin, sin aparente arreglo, han llegado hasta a mí en busca de serenidad a su conciencia y digamos, sobre todo, a su inconsciencia.
La Doncella.– Habláis de vero en términos profundos,
¿acaso sois astróloga?
Vieja.
No soy; mas conozco los caminos que han de transitar aquellos cuya condición se encuentra entorpecida por oscura sombra.
La Doncella.– Oh...
Vieja.– Tales seres se encuentran sometidos a una suerte de encantamiento o maleficio que los hace perjudicar a los demás, con gran dolor, puedes creer, para ellos mismos.
La Doncella.–
¿Un Maleficio? ¿Esa es la causa de mi enorme sufrimiento? ¡Ay cielos! Pero... que yo sepa no he hecho agravio a persona, animal o cosa alguna., al menos no tengo, no, no tengo yo esa idea.
Vieja.
No hablaba de ti, sino del Príncipe Dragón, que está bajo la influencia maligna de un hechizo. El seguirá atormentando a todos los hijos de este reino mientras no llegue una alma pura y sin dobleces como la que tú posees.
La Doncella.– Curiosa ayuda me otorgáis, vieja se
ñora. Mi vida entera se encuentra amenazada por esa bestia pavorosa y aún así queréis ayudar al criminal y no a la víctima.
Vieja.– Dalo por cierto; tú sólo serás el instrumento que acabe con su pena, romperéis el hechizo en que se encuentra. Al mismo tiempo que lo salvarás del maleficio, hallarás la dicha que otorga la piedad... Y sobre todo: tu vida estará fuera de todo peligro.
La Doncella.– Ah, vamos...
¿Y qué debo hacer? ¿Darle veneno, estrangularlo, partirlo en mil pedazos?...
Vieja.
Uno de los mejores métodos es descuartizarlo, ciertamente, pero te juzgas capaz?
La Doncella.
No exactamente.
Vieja.– Pues será preferible elegir artes sutiles, seductoras. Deberás fingir amor apasionado por el Príncipe, para desnudarlo lentamente de cada una de sus nueve pieles.
Doncella.–
¿Qué?
Vieja.
Escucha y no me interrumpas. Para tu noche de bodas te pondrás diez, diez vestidos de tela majestuosa, uno encima de otro. Cuando el dragón intente desvestirte, deberás responder que tú misma lo harás, pero que a su vez él deberá quitarse una de las prendas que lo cubren. Esto lo llevarás a cabo hasta que te hayas quitado nueve vestidos, momento en el dragón no tendrá nada más de que despojarse y tú todavía estarás cubierta.
Doncella.– Es decir qué el estará desnudo y yo... !Oh virgen inmaculada!
Vieja.– Cállate y atiende...Cuando el dragón esté desnudo se encontrará totalmente a tu merced. Ahora, si de verdad deseas acabar con la maldición que pesa sobre él, deberás realizar otras haza
ñas... ¿Estás dispuesta?
Doncella.
Sí.
Vieja.
Pues entonces escucha con atención.

*** VIII ***
D
ías después, en algún lugar de la casa, antes de que inicie "la boda".

El Paje.– Y hay más su se
ñoría... La muy doncella mandó pedir para esta noche ciertas prendas, que a decir verdad parecen cosas de una misa horrenda. Ha mandado pedir diez, ¡diez vestidos!, hechos con la tela más pura, la más blanca. Además... ramas de encino, ¿o avellano? ...mojadas en lejía.
El Rey.
¿Lejía?
El Paje.
Jabón, su majestad, una herejía.. Eso sin hablar de varios litros de leche hirviente y endulzada que no acierto a distinguir para qué sirva, si no es para beber... Con todo eso, yo bien pudiera pensar que es una bruja y que algún daño terrible, se atreva, infligir, a vuestro hijo.
El Rey.
No puedo creer tales historias... En todo caso recordad que el pavoroso engendro, mi hijo, no ha tenido muy buen comportamiento que digamos. Y ella es tan bella, tan lozana.
El Paje.– Yo no diría tanto. Y digo más, que es una criada.
El Rey.– Pues yo diré sucintamente que os calléis y muy presto os larguéis por los palomos que la ceremonia va a empezar.
El Paje.– Presto voy, su majestad.
El Rey.– Y decidle a la reina que se apure.
El Paje.– Sí.

*** IX ***

En la "iglesia", que es en realidad la capilla de la casa
("todo queda en familia"), los reyes aguardan a los novios y al oficiante, el Paje, que estará evidentemente disfrazado de cardenal apostólico).

La Reina.– Oh, majestad,
¡las bodas me emocionan tanto! ¡Cuántos recuerdos despiertan en mí tales sucesos! Alguna vez vos mismo, algo más joven, y yo, un poco más hermosa, vivimos estos momentos de celebración, de gozo, que sin duda nuestro hijo y su futura esposa sabrán reconocer como es preciso.
El Rey.– Pero se
ñora, si no supiéramos que tales nupcias serán seguidas del duelo por la novia, muerta, desaparecida en el estómago feroz de nuestro hijo la noche misma en que gozar debieran de sus nuevos lazos; si por lo menos la muchacha se convirtiera en la futura reina, madre dichosa de nuestros nietos anhelados... pues yo me encontraría muy dispuesto a gozar de estos eventos...
La Reina.– Ah, claro, es una pena. Pero mirad... Aquí se acercan los palomos...
¡Que toquen los músicos una marcha singular!... (Se escucha una Marcha Fúnebre) ¡Bravo!, ¡vivan los novios! ¡Viva nuestro reino!
El Paje
Sacerdote. Estamos aquí reunidos ante los máximos dignatarios de este imperio, así como ante testigos sin mácula, todos ellos capaces de reconocer el noble matrimonio de vosotros hijos: Una adorable doncella y un... príncipe dragón, su alteza, cuyos méritos no me atrevería a pormenorizar, pues son tantos y variados que... Desde los comienzos de la Historia hemos sabido apreciar...
El Príncipe Dragón.– Sí, sí... menos palabras, paje–párroco.
¿Qué sigue? Un beso, ¿no es así? Vamos doncella, recibe de mi amor mis dulces besos.

El pr
íncipe persigue a la doncella,
con obvia intenci
ón sexual.

La Doncella.–
¡No! Por cierto, prefiero bailar con vos alguna pieza.

M
úsica. Mientras Rey, Reina y Paje bailan una curiosa
coreograf
ía, muy simple; el Príncipe Dragón realiza una
obscena, casi pornogr
áfica rutina, frente a la doncella.

El Rey.
Pero mirad, el baile ha terminado, demos nuestros buenos deseos a los novios.
La Reina.– Oh hijos, qué baile tan... original el vuestro.
¿Por qué no hacemos un brindis por vuestra felicidad y luego nos deleitan con otra muestra de vuestra danza singular?
El Príncipe Dragón.–
¡Nada!
El Rey y el Paje.
¡Eso es, un brindis!
El Pr
íncipe Dragón. ¡Dije que Nada!
La Doncella.
Pero, alteza mía... No os gustaría celebrar, con vuestros padres, nuestro encuentro feliz y seguramente venturoso.

El Pr
íncipe, rabioso, gruñe amenazante.
Todos caminan tratando de encontrar un lugar seguro.
Finalmente, la "bestia", toma del cabello a su "nueva esposa"
y le dice:

El Pr
íncipe Dragón. ¡No veis que no soporto estos ambientes! Tonta mujer, ¿no comprendéis que lo que quiero es marcharme, sin más, a nuestra alcoba?
La Doncella.–
¡Sois tan romántico!
El Pr
íncipe Dragón. Callad y seguidme en un instante. Si no venís como una exhalación a mi aposento, arrastraré vuestro cuerpo hasta la torre, ahí os arrancaré el cabello, os quemaré los ojos y luego devoraré tus entrañas lentamente; arrojaré finalmente el tronco sangrante, lastimoso, al foso del castillo, para alimento, sí, de mis hermanos más queridos, los reptiles. (Sale el Príncipe Dragón)
La Doncella.
Señores, compermiso, ha sido un gran placer.
El Rey.– Adiós muchacha.
La Reina.– Hasta luego.
El Paje.– Adiós.

















































*** IX ***
En la "recámara" del joven.
El dragón entra cargando a la doncella. No sabe dónde "colocarla" y la deja un instante en el suelo, luego va por un "lecho". Lo coloca en el suelo y se acuesta invitando, lascivo, a la doncella.

La Doncella.– Dulce se
ñor, ya que mi fin cercano está... Lo sé pues no estoy ajena a vuestras artes mortales amorosas, permitidme, os ruego, este deseo...
El Príncipe Dragón.– Ninguna petición será escuchada. Tiéndete en el lecho que a acabar contigo, y con tus vanos intentos de impedirlo, voy dispuesto.
La Doncella.– Lo haré sin duda, os lo prometo; pero... Singular deleite causaría, en mí, que dejaras de lado vuestra ropa, y luego yo, también despojaré de mi cuerpo este vestido que me estorba.
El Príncipe Dragón.– Pareciera que dispuesta estáis a disfrutar de esta aventura que, al menos para vos, será la última. Me despojaré de mi ropa, que es envoltura singular como sabéis. (Se quita el saco.)
La Doncella.– Ahora quitaré yo mi camisa. Así, desnuda, veréis que soy la amante fiel que siempre habíais deseado. (Se quita el primer vestido)
El Príncipe Dragón.– Mas no veo, ni asomándome a ese cuerpo voluptuoso, vestigios de piel o de sudor alguno,
¿acaso estáis hecha de tela? ¿acaso vuestra dulce piel es de algodón, doncella mía?

La Doncella.
No más que vos, alteza mía, estáis cubierto de membranas raras. ¿Qué es esta dura piel si no?, ¿qué puede haber debajo?
El Pr
íncipe Dragón (Se quita los zapatos). Descubriréis que esta piel encierra más sensualidad de la que hubierais podido imaginaros. Pero, ¿qué pasa?, debéis a vuestra vez quitaros esa prenda, ese impuro vestido que cubre vuestro cuerpo, ¿qué esperáis?
La Doncella (Segundo vestido).
Ya está. Y seguimos tal como antes, pues no sabría decir si lo que veo es la envoltura de un pez, o de un lagarto, o una serpiente... No mostráis sino algo parecido al escamoso pellejo de un dragón, en fin.
El Príncipe Dragón.–
¡Pues qué esperabais! Por mi parte yo no alcanzo a distinguir mas que un tejido que me enreda, y que me quiere hacer caer. Confesad, ¡qué sortilegio tramas!
La Doncella.
¡Oh seductor misterio!, ¡oh lamentable hechizo!
El Pr
íncipe Dragón. ¿Vos misma habláis de encantamientos, bruja? Terminaré contigo y tus malignas artes! ¡Venid a mí, que he de tragarte!
La Doncella.
Acabad conmigo amado mío, que luchar no quiero con vos, que sois sin duda mi destino, mi amor, mi Dios en suma.
El Príncipe Dragón.–
¿Es cierto cuanto escucho? ¿No teméis, de mí, la muerte más atroz?
La Doncella.
No, porque en verdad os amo.
El Pr
íncipe Dragón. Nunca esperé palabras tales; no sé qué debo hacer, el único apetito que concibo es devorarle todo el cuerpo; no quiero esta confusión que a mis entrañas viene.
La Doncella.
Acabad conmigo, lo deseo, pero antes debéis gozar del cuerpo que te espera; yo a mí vez quiero sentir, es una súplica, tu cuerpo desnudo en viva piel sobre mi carne fresca.
El Príncipe Dragón.– Muy bien, doncella; mas deberéis quitaros ahora vos primero ese vestido.
La Doncella.– Así lo haré. (Se quita el tercer vestido.)
El Príncipe Dragón.– Y yo a mí vez... (Se quita la camisa.) Mas no veo aún la piel desnuda.
La Doncella.– Hagamos otro intento. (Cuarta vestido.)
El Príncipe Dragón.– De acuerdo estoy y ansioso. (se quita unos tirantes)
La Doncella.– Parece que es preciso quitar de cada lado alguna prenda más. (Quinto vestido.)
El Príncipe Dragón.– Sí. (Se quita los pantalones.)
La Doncella.– Alguna otra, es necesario. (Sexto vestido.)
El Príncipe Dragón.– Sí. (Se quita un calcetín). Alcanzo a distinguir una pasión que nunca concebí por gente alguna; quitaos ya todas las prendas que os faltan, pues súbita emoción me invade el ser, y no sabría continuar con este asunto, sin lanzarme sobre vos y someteros al abrazo más intenso que pudo sospecharse jamás sobre este mundo.
La Doncella.– Calma, mi se
ñor, y quitaos esa piel bestial que os falta, yo quitaré a mí vez ésta que agobia, que entorpece. (Séptimo vestido.)
El Príncipe Dragón.– Hecho está. (Se quita el mo
ño.)
La Doncella.
No es suficiente, mas parece que con una... (Octavo vestido.) ...todo comenzará para el amor, el nuestro, como jamás imaginasteis.
El Príncipe Dragón.– Con ésta... (Se quita el segundo calcetín.) ya son ocho las pieles que cubrían mi cuerpo de dragón, no creo que falte alguna.
La Doncella.– Yo veo que sí, también a mí me sobra esta novena, la arrojaré, mas pediré que vos lancéis primero.
El Príncipe Dragón.– No aceptaré si no lo hacemos a la vez.
La Doncella.– Muy bien, hagámoslo los dos al mismo tiempo.


La Doncella se quita la camisa número nueve y todavía
conserva la décima, el Dragón parece que va a quitarse los
calzones, cuando quita, en un gesto orgásmico,
su "última piel", la máscara.

El Príncipe Dragón.– Doncella, qué habéis hecho.
La Doncella.– Esta es vuestra noche de bodas conmigo, recibidla.

La Doncella va por un atado
de ramas secas y comienza a golpear,
sin piedad, al Dragón.

El Príncipe dragón.– He de matarte. No diré más.
La Doncella.– No podéis hacer más da
ño. Con estas ramas de encino hago olvidar cada uno de vuestros crímenes. Destruyo un falso ser. Acabo con tu maldición.

La Doncella pega sin piedad al cuerpo del Dragón
hasta que ambos quedan exhaustos.

La Doncella.– Venid acá... necesitáis un ba
ño; sumergíos dulcemente en esta tina que por agua tiene un mar de leche hirviente; os dormiréis después conmigo en un abrazo, ¿os place?
El Pr
íncipe Dragón.– El baño es tan ardiente como el fuego y sin embargo me conforta, me sumerge en mí mismo y no sabría decir ya nada más con un sentido; quiero dormir profundamente.
La Doncella.
Son esos deseos que hago míos y serán cumplidos en este mismo instante. Venid a descansar marido. En este lecho despertaremos mañana en una nueva historia, seremos los futuros Rey y Reina, gobernaremos en este imperio cuando los viejos reyes falten; ya lo verás. Ahora, mi príncipe dragón, podéis dormir.


*** X ***
A la ma
ñana siguiente; en el jardín...

El Rey.– Y...
¿habrásela comido?
El Paje.
Sin duda.
La Reina.
Pobre muchacha, tan grácil, tan esbelta... Es una lástima que haya muerto, la pobre, de ese modo.
El Rey.
Lo cierto es que el príncipe, el dragón, no ha salido todavía de su habitación, ¿qué habrá pasado?
La Doncella.
Señores, parientes míos tan dilectos, heme aquí. Yo sé que gusto os causará saber que mi vida no ha expirado, y que el dragón...
La Reina.
Es una arpía, lo dicho: ¡lo ha matado!
El Rey.
¿Es eso cierto, pequeña, lo habéis asesinado?
El Paje.
Eso está claro, mirad: en su sonrisa satisfecha muestra la falta, el crimen, el delito, la infracción, la fechoría.
El Pr
íncipe. Yo no diría tanto.
Todos.
Oh... (El "príncipe" llega convertido en un absoluto imbécil: viste, habla y camina como un "Forrest Gump". Por otra parte, no tiene un pelo de tonto.)
La Reina.–
¿Y quién es este hermoso joven que se atreve a irrumpir la paz de este castillo?
El Pr
íncipe. Madre, ¿no reconocéis a vuestro hijo?...
La Reina.
Es cierto, el alma me lo dice, me grita. Venid acá oh sangre mía, dad un abrazo a vuestra madre que os adora.
El Rey.–
¿Ese es el príncipe?
El Paje.
Sin duda, majestad; eso es tan evidente como que vos sois el Rey y yo, pues yo soy un paje miserable.
El Príncipe.– Padre, y vos, no abrazáis a vuestro hijo.
El Rey.– No sé... Si vuestra madre os reconoce... Pues con eso a mí me basta...
El Príncipe.– Pero, majestad, oh padre mío...
La Reina.–
¡Marido!
El Rey.
¡Ven a mis brazos, muchacho!
El Pr
íncipe. ¡Padre!
La Reina.– Bueno, pues ahora que el asunto, por fortuna, se ha resuelto, no os queda más que abandonar este lugar que sin dudarlo fue eventual, fue pasajero.
El Rey.–
¿A quién le habláis así?
El Pr
íncipe. ¿A mí?
El Paje.
¿A mí?
La Doncella.
No, a mí... que por lo visto no tengo mucho que hacer en este sitio, adiós, me marcho.
El Príncipe.– Pero prenda mía, que decís, venid acá. Madre, tened cuidado con lo que decís.
El Rey.– Oh, sí.
El Paje.– Su majestad, debería tener cuidado.
La Reina.– Habría que meditar sin duda en el enlace que tuvisteis con esta linda muchacha, bondadosa sí, pero yo, como podréis imaginar, deseo para vos una princesa.
El Paje.– Claro, una real dama de corte muy lejana.
El Rey.– Querida, callada quedarías mejor.
El Paje.– Sí.
El Rey.– Y vos también, paje.
El Príncipe.– Madre, padre... Mal parece que escucharon mis oídos alguno que otro desatino seguramente nacido de mi imaginación y fantasía. Vos, esposa mía, no escuchaste oposición alguna, de nadie,
¿no es así?
La Doncella.
Oh, no, mi dueño y mi señor.
La Reina.
Pues yo digo que...
El Pr
íncipe. Padre mío, desde luego vendrán los tiempos en que vos, lo que sabéis, me lo enseñéis como es debido.
El Rey.
Será un placer, oh príncipe.
El Pr
íncipe. Madre mía, vuestra experiencia y artes son fuente inagotable que, sin duda, y con vuestro seguro beneplácito, sabréis transmitir a la princesa.
La Reina.–
¿Yo?
La Doncella.
¿A mí?
El Paje.
A cuál princesa.
El Pr
íncipe. ¿Madre, verdad que estáis de acuerdo?
La Reina.
Oh... sí... sabré muy sabiamente conducirla con sabiduría, con fuerza y generosidad, ¿verdad, oh hija mía?
La Doncella.
Oh, claro, madre.
El Rey.
Pues no se diga más, hemos de celebrar como es preciso estos sucesos, vayamos todos juntos al salón principal de este castillo.
El Paje.– Se
ñor, debo decir que ha tiempo que sucio y olvidado está ese sitio.
El Pr
íncipe. No hay de qué preocuparse, Paje.
El Rey.
No, vos limpiaréis muy bien si eso es preciso.
El Paje.
Algún malestar siento en el vientre y no sería prudente en esta parte decir abiertamente lo que opino.
El Príncipe.– Vamos, padre querido.
El Rey.– Vamos, vayamos todos juntos.

Salen Rey, Príncipe y Paje.

La Reina.– Antes que entremos, hija mía, y ya que sabiamente hemos logrado establecer lazos dichosos. Ahora, como signo de amistad, os mostraré mis más íntimos, magníficos, tesoros.
La Doncella.– Oh, gracias, madre.
La Reina.–
¡Mis rosales!
La Doncella.
Son tan... ¡hermosos!
La Reina.
Y hay algo más, como veréis, si hacéis conciencia: dos tipos de rosa son las que cultivo: blanca y roja; dos colores. Son manjar de dioses, así, sin cocinar, tiernas y frescas.
La Doncella.–
¿De verdad?
La Reina.
El mejor sabor nace al probar la unión de ambas delicias en un solo bocado.
La Doncella.
Oh, nunca lo hubiera imaginado.
La Reina.– Tomad, y vayamos con mi gran marido el Rey, también con vuestro príncipe.
La Doncella.– Notarán que hemos tardado...
La Reina.– Comedlas, si queréis, muy lentamente; más tarde, si gustáis, regresaremos por más a este jardín, y a vuestros antojos daremos, si es preciso, pronto fin.
La Doncella.– Vayamos.
La Reina.– Sí.

FIN.

Ciudad de México marzo 1993 *