7/5/15

LILLIAN HELLMAN LAS INOCENTES

LILLIAN HELLMAN
LAS INOCENTES


ACTO PRIMERO

El acto pasa en una vieja granja transformada en pensionado de señoritas, a unos kilómetros del pueblo. América del Norte.

La habitación es modesta y confortable y sirve a la vez de clase y de living-room. A la derecha, una chimenea. A la izquierda una gran ventana sobre el jardín. Al foro una gran puerta de cara al público y otra un poco más pequeña, a la derecha. Sobre la pared a la izquierda, biblioteca y cuadernos. Una mesa. De­lante y detrás de esta, sillas. A la derecha, un canapé. Sillas, alguna mesita. En el centro, un sillón. Una tarde del mes de abril. Sol, mucho sol.

ESCENA I
(Al levantarse el telón, la señora Mortar está sentada en una butaca, la ca­beza inclinada y los ojos cerrados. Es una mujer de unos 40 años... largos. Muy peripuesta y arreglada. Sus cabellos están harto teñidos. La ropa no es lo sen­cilla que debiera ser en una escuela. Seis señoritas de catorce a diez y seis años cosen, zurcen, sin darle gran importancia a lo que hacen. Charlan, murmuran. Una muchacha, Evelyna Mum se dedica a cortar los cabellos a Rosalía con las tijeras de costura. Rosalía está inquieta por el resultado del corte de pelo. En cambio, Evelyna se divierte bastante. Peggy está sentada sobre el brazo del canapé en segundo plano, lee en voz alta y se aburre con solemnidad; lee maquinalmente)

PEGGY.— (Lee). "Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo.

(Lois deja el trabajo y toma un libro de latín sobre el que estaba sentada)

PEGGY.— ...de odio, de esperanzas, de recelo.

(Evelyna da un tirón en los cabellos de Rosalía. Esta ahoga un grito. Peggy levanta los ojos).

PEGGY.— Del monte en la ladera por mi mano plantado tengo un huerto.

(La señora Mortar abre los ojos y de­muestra su estupefacción ante el es­pectáculo que dan Evelyna y Rosalía, las demás alumnos intentan advertir a Evelyna, Peggy levanta la voz).

PEGGY.— Que con la primavera, de bella flor cubierto.
MORTAR.—Evelyna. ¿Qué haces?
EVELYNA.— (Estúpidamente). Nada, no hago nada, señora.
LUCY.— Nada, no hace nada, señora...
MORTAR.— ¿Cómo no haces nada? Primero estás estropeando tus tijeras (Evelyna mira  sus tijeras) y además estás dejando hecha un mamarracho a Rosalía.
PEGGY.— (Leyendo con voz muy alta). Ya muestra en esperanza el fruto inciertooo...
MORTAR.— ¡Oh! Mal, muy mal... ¡Basta! Yo podría perdonar cierta ne­gligencia en la costura si estuviera justificada por la atención a las palabras del inmortal poeta, pero esta indiferencia... (Suspira). ¡En fin! Evelyna, tome us­ted de nuevo su labor. Vamos, Peggy continúe usted: Y muestra su esperanza el fruto incierto.
MARY.— ¡Señora  Mortar!
MORTAR.— ¿Qué?
MARY.— Que no puedo terminar mi labor... Me sale atravesada... Mis tijeras no cortan recto...
LUCY.— Claro, como que son las de hacerse la manicura...
MARY.— Cállate, chismosa.
LUCY.— Señora, me ha llamado chismosa...
MORTAR.— ¡Silencio! Interrumpir a Fray Luis de León...
MARY.— ¿A quién?
LUCY.— ¿A quién será?
MORTAR.— A Fray Luis de León.
MARY.— Pero, ¿por dónde ha entrado Fray Luis?
MORTAR.— Fray Luis de León es el poeta de quien está leyendo versos Peggy, pero, ¿en qué piensan ustedes cuando se les habla?... Helena, ayuda a tu compañera, por favor.
LUCY.— De manera que Fray Luis de León es un cura...
MARY.— Sí, y un poeta...
LUCY.— Bueno, que no me entere, ¿es cura o poeta?
MARY.— ¿Las dos cosas?
MORTAR.— ¡Siii!
MARY.— ¡Qué barbaridad! ¡Qué manera de trabajar!
HELENA.— (Que ha tomado por su cuenta la labor de Mary) Señora yo no se arreglar la labor de Mary. Vea. (Muestra la labor. Está sucia, arrugada y mal cosida).
MORTAR.— (Indiferente). ¡ Bah! Pues hay que aprovecharla para algo, hijita... Haz un pañuelo o lo que te parezca. Hay que tener iniciativas. Una mujer debe aprender a aprovecharlo todo. Esta es una máxima que deberían te­ner todas presente.
MARY.— Mi madre siempre ha dicho eso...
MORTAR.— (A Peggy) Continúa.
PEGGY.— "Y como codiciosa
  Por ver y acrecentar su hermosura"
LOIS.— (Sentada sobre el canapé repite monótonamente durante la réplica precedente). Ferebamus, ferebatis, fere... fere...
CATALINA.— (A un lado y con el libro abierto) ¡Ferebant!
LOIS.— Ferebamus, ferebatis, ferebant!
MORTAR.— ¿Pero qué ruido es eso? (Cesa el diálogo de Lois y Catalina).
PEGGY.— (Leyendo) Desde la cumbre airosa una fontana pura
hasta llegar corriendo se apresura.
MORTAR.— (Con tristeza) Peggy, por Dios, no se puede usted imaginar que es usted el personaje que crea los versos?. ¿Penetrar en su sentimiento? ¿No puede usted leer con sensibilidad, con esa sensibilidad que exalta? (Soñadora). ¿Como me ha dicho a menudo el gran Irving es la sensibilidad lo que hace el artista. ¿Usted no siente esto?
PEGGY.— (Totalmente ausente de la pregunta) Sí, sí, claro, señora...
LOIS.— Ferebamus, ferebatis, fere... fere... fere...
CATALINA.— ¡Ferebant! ¡Oh! ¡Cuidado que tienes la cabeza dura!
MARY.— ¿Dura? Durísima querrás decir...
LUCY.— Es que el latín es una estupidez... ¿Para que nos sirve el latín? .  
MORTAR.— ¡Silencio! ¿Es que no vamos a entendernos? (Silencio breve) siga...  Ya le indicaré la emoción de la pieza...
ROSALÍA.— Señora...
LUCY.— No, ya se lo preguntaré yo...
MARY.— No, no, yo...
LUCY.— Yo, yo, que soy la que lo ha pensado...
MORTAR.— Vamos,   ¿qué  ocurre?
ROSALÍA.— Señora, le queríamos preguntar si ha hecho películas.
MORTAR.— No... Y he tenido bastantes ocasiones, pero el cine es un arte sin profundidad... Todo es fachada... No hay... No hay... cuarta dimensión. Pero en el teatro, ¡ah, el teatro! ¡Y la poesía! ¡Ah, la poesía! Vamos, Peggy, no quiere usted probar de colocarse en cuerpo y alma en la situación del perso­naje... Vamos haga como yo... (Las discípulos clavan en el aire algunos sus­piros de infinito aburrimiento y la miran como quienes están cansadas de la mis­ma representación. La señora Mortar se levanta y muy "Teatro Académico" re­pite el texto): Y luego, sosegada
el paso entre los árboles torciendo,
el suelo de pasada
de verduras vistiendo
y con diversas flores va esparciendo".
LOIS.— (Canturreando). Utor, fruor, fungor, potior y vescor toman el da­tivo ...
CATALINA.—Toman el hablativo...
LOIS.—¡Oh!  Utor,  frup,  fung...
MORTAR.— (Ofendidísima). ¿Tiene usted algo que comunicarnos, señori­ta Lois?
LOIS.— (Confundida) ¡Oh, perdón! Pero es que esta tarde pasamos cla­se de latín...
MORTAR.— Y estudia usted en la clase de coser y dicción lo que debe­ría saber desde ayer.
CATALINA.— (A media voz). Tiene la cabeza tan dura que necesita más de un día para aprenderse una lección.
MORTAR.— ¡Silencio! Estoy dispuesta a no tolerar más interrupciones.
CATALINA.— ¡Pero si ya hemos terminado nuestra labor!
LOIS.— (Con admiración) ¡Ah, claro, usted debe saber tanto latín!
LUCY.— Por lo menos un día el jardinero dijo: "Uy, la señora Mortar sa­be hasta latín".
MORTAR.— Vamos, basta. (Pausa). Si tenéis que continuar el repaso de vuestra lección idos a la ventana y no nos privéis de que saboreemos a nuestro gusto el arte del inmortal Fray Luis de León...

ESCENA II
Los mismos y María

(Catalina y Lois van a la ventana en donde continúan el repaso. Se les ve gesticular y murmurar en su lección de latín).

MORTAR.— Peggy, sigamos...
PEGGY.— "Vivir quiero conmigo
gozar quiero del bien que debe al cielo,
a solas, sin testigos.

(En este momento se entreabre la puerta del foro. Entra María Tilford que quisiera pasar desapercibida. Lleva disimuladamente un ramo de flores pasadas. Es una muchachita de quince o diez y seis años. No es bonita. Tampoco es fea. Pero sus ojos y la expresión de su rostro llaman poderosamente la atención).

MORTAR.— (Recogiendo el verso de Peggy)
"Libre de amor, de celo,
de bella  flor  cubierto"...
PEGGY.— (Muy contenta). Señora, señora, se ha saltado usted un párrafo.
MORTAR.— (Ofendida). Jamás me he comido un verso, niña. (María cie­rra la puerta).
PEGGY.— Pues esta vez se lo ha comido. (Se acerca a la señora Mortar con el libro en la mano). Vea, señora...
HELENA.— (A María en voz baja). ¡Ay, María!
MARÍA.— ¡Calla!
MORTAR.— (Al volver la cabeza para no leer el libro que le muestra Peggy descubre a María que de puntillas se dirige hacia la chimenea). ¡María! (María se detiene). ¡María!
MARÍA.—Señora.
MORTAR.— ¿Ahora llega usted? Si la clase de costura y dicción no le in­teresa por lo menos debería recordar que me debe algunas consideraciones... Las consideraciones son la educación y la educación lo es todo. (Dirigiéndose a las demás) Tengan presente esta máxima excelente, señoritas...
ROSALÍA.— Perdón,  señora,  ¿es que la puedo copiar en mi carnet?
MORTAR.— Desde luego, mi hijita... Todas deberían copiarla.
MARY.— Yo lo hice la  semana pasada...
LUCY.— Yo también la copié la semana pasada, señora...
MARY.— Pero yo hice mejor letra que tú...
MORTAR.— ¡Basta! (A María) Vamos, María, espero sus explicaciones. ¿De dónde vienes usted?
MARÍA.— Es cierto que me he retrasado un poco.
MORTAR.— Usted llama retrasarse un poco a llegar cuando la clase se termina. ¡Qué valor! ¿De dónde viene usted?
MARÍA.— No lo he hecho exprofeso, señora... Me he retrasado porque rae entretuve buscando flores para usted... He creído que las flores le agrada­rían y nunca creí retrasarme tanto...
MORTAR.—  (Encantada). Pobrecita...  ¡Ah! ¡Ah!
MARÍA.— Usted nos ha dicho hace unos días que le gustaban tanto que he querido ir a buscarle este ramillete...
LUCY.— ¡Qué desvergüenza!
MARY.— ¿Te das cuenta?
MORTAR.— Ah...  Ya...  Claro que es una iniciativa delicada, María. A pesar de los muchos ramos de flores que he recibido a lo largo de mi carrera artística, siempre es agradable recibir unas flores más... Te las agradezco, niña, pero hay que pensar en los  estudios... Hay tiempo para todo... También esta una máxima que hay que tener presente...      Si hay alguien que  la  quiera copiar...
CATALINA.— Lo hicimos  el mes pasado...
MARY.  — No: yo no la conocía...
LUCY.— La copiamos el día que estuviste enferma...
MORTAR.  — María, vaya a buscar un jarro de agua...
MARÍA.— (Con una graciosa sonrisa.) Voy, señora. (Se vuelve de espalda, saca la lengua a Helena y dice.) ¿Ves? (Y sale por la derecha).

ESCENA III
Los mismos menos María

PEGGY.— "Los  árboles  menea
con un manso ruido
que del oro y del cetro pone olvido".
MORTAR.— Puede guardar el libro, Peggy. Sus padres pueden estar tran­quilos: no la verán más sentirse atraída por las luces de las candilejas.
PEGGY.—Yo no quiero ser actriz...
LUCY.— Yo sí, yo quiero hacer papeles de mujer fatal...
MARY.— Yo de mecanógrafa que come chicles y se casa con un millonario...
PEGGY.— Yo no quiero ser actriz. Yo quiero ser la esposa del guardián de un faro...
MORTAR.— Y como deberá estar en vela toda la noche, espero que no le va usted a leer a Fray Luis de León para evitar que se duerma. (Las discípulos sonríen. Rosalía es la única que se ríe a carcajadas pero Peggy lanza una mirada dura y Rosalía corta la risa. La señora Mortar se recuesta en su  butaca).
EVELYNA.— Yo quiero cantar con una orquesta de jazz...
HELENA.— A mí me gustaría ser la esposa del Presidente de los Estados Unidos siempre que el Presidente de los Estados Unidos fuese más joven.
CATALINA.— Hasta cuándo, eh Catalina, abusarás de nuestra paciencia? (A Lois.) Ahora procura traducirme esto y de no tardar mucho... (Lois y Ca­talina hablan en voz baja. Mary y Lucy parece que se pegan.)
PEGGY.— Callad... No hagáis ruido que parece que se duerme y así aca­llaremos la hora de la clase más pronto...
MARY.— Es que ésta ha dicho que soy una cuentera...
LUCY.— Y tú has dicho que tengo los ojos pintañosos...
MORTAR.—        "Cuándo te he dado ocasión
para que desta  manera
aflijas  mi  corazón?
Cuál es la causa, en rigor,
deste fuego, deste ardor
que en mí  por  instantes  crece?

ESCENA IV
Los mismos y Karen

(Entra Karen Whight. Karen tiene 18 años. Y es encantadora. Sonríe a las alumnos y se dirige a la mesa. Desde que Karen entra, la actitud de las dis­cípulos cambia. Se nota que la quieren y la respetan. Karen mira un poco molesta a la señora Mortar, a quien ha oído recitar los versos)

LOIS.  — (Ingenua). Quousque tándem abutere...
KAREN.— (Automáticamente). Abutere... (Se sienta en una mesa). Ro­salía... ¿qué ha hecho de sus cabellos?
ROSALÍA.— Me los han cortado, señorita.
KAREN.— Ya lo veo...   ¿Es...  una nueva moda?
EVELYNA.— (Esforzándose para no reírse.) No creía que iba a dejarla así, señorita. Me he fiado de la fotografía de una revista y quise copiar el pei­nado pero no me ha salido... Rosalía tiene un pelo tan duro...
ROSALÍA.— (Desconsolada). ¿Qué haré señorita? Ahora me sobran de aquí  y me faltan por acá...
KAREN.— En fin, no se atormente, Rosalía. Luego vendrá usted a mi cuar­to y veremos de arreglar eso.
MORTAR.— Y de ahora en adelante no habrá más clase de peluquería ¿verdad?
KAREN.— ¡Ah! ¿Helena, ha encontrado usted un brazalete? (Rosalía al oír esta pregunta que no va dirigida, precisamente, a ella, se agita nerviosa).
HELENA.— No, señorita. Y eso que la he buscado por todas partes.
KAREN.— Busque usted todavía más... En algún rincón de su pieza debe de estar...

ESCENA V
Los mismos y María

(María entra por donde ha salido con el ramo de flores y al ver a Karen se asusta).

KAREN.—  Buenas  tardes,  María
MARÍA.— Buenas tardes, señorita. (Deposita el jarro sobre la mesilla y mira de reojo a Karen.)
MORTAR.— (Para iniciar un diálogo). Peggy nos ha leído los versos de Fray de León... (Peggy clava un gran suspiro.)
KAREN.— (Sonriente) ¡Jesús, qué suspiro! Vamos, Peggy no te gusta lo que dice Fray Luis de León?
MORTAR.— No es eso... Yo creo que aún no ha descubierto el senti­miento del personaje... pero...
KAREN.— A mi edad me sucedía lo mismo... y aún ahora... (María se dirige hacia una silla.) ¿En dónde ha cogido esas flores, María? (María se de­tiene un segundo y luego va a sentarse)
MORTAR.—  Me  las  ha traído.  (Precipitadamente).   Ello  ha  retrasado un poco la hora de entrar en  clase, pero  María me había  oído  decir que me gustaban tanto las flores que ha ido a buscarlas para mí... (Suspirando). Las pri­meras flores que los campos dan en esta primavera...
KAREN.— Ya;  sin  embargo,  no  parecen  que  estén  recién  arrancadas de su tallo, ¿verdad, María?
MARÍA.— Yo  no  sé,  señorita.
KAREN.— ¿De dónde las trae usted?
MARÍA.— (De pie). De... cerca del campo de maíz.
KAREN.— No merecía la pena ir tan lejos. Está misma mañana había un ramillete igual en el cubo de la basura. (Las discípulas se miran entre sí y dominan la risa que les nace a flor de labios).
MORTAR.— (Tras un instante de estupefacción y avergonzada). ¡Oh! ¡Esto es increíble! ¡Qué horror! (A María). Y ¿por eso ha llegado tarde a la clase? Y ¿ayer, a la hora del desayuno y la última semana... (A Karen). Yo no quería comunicar a la dirección estas infracciones, pero... (Suena una campana).
KAREN.— (Precipitadamente  y  para  cortar  la  conversación). La campa­na... Vamos,   señoritas, pueden salir... (Todas van a salir) Un momento, María... Usted, no...

ESCENA VI
Karen, María y la señora Mortar

(María espera con la espalda vuelta al público. Karen pone un poco de orden en la habitación mientras habla).

KAREN.— María, he creído y sigo creyendo que todas las alumnas viven felices aquí y que sienten afecto tanto por la señorita Marta como por mí misma. Vamos, que están encantadas de hallarse en la escuela... ¿Cree usted que puedo seguir manteniendo, la misma opinión?
MARÍA.— Perdón, señorita, me he olvidado el libro de latín en mi cuarto...
KAREN.— Espere. Yo creía que todas las alumnas vivían felices hasta su llegada a la escuela hace un año... Me doy cuenta ahora de que usted no se ha­lla bien entre nosotras, sé que no es usted muy feliz y quisiera saber por qué... (Karen mira fijamente a María y espera una contestación. En vista del silencio, mueve la cabeza y añade): ¿Por qué, por ejemplo, se cree usted en la nece­sidad de mentirnos siempre?
MARÍA.— (Sin levantar los ojos). Yo no miento. He ido a buscar esas flores. Y no me di cuenta que el tiempo pasaba... Por eso, me he retrasado.
KAREN.— (Impaciente). No, María, no. Esta ridícula historia de las flores no me interesa. Yo sé que usted las ha tomado del tacho de la basura. Lo que yo quisiera saber es porqué se cree usted obligada a mentirnos a cada instante"...
MARÍA.— (Comienza a lloriquear). Pero si las he ido a buscar cerca del campo del maíz...  Usted no quiere creerme nunca. Usted cree todo cuanto dicen las demás y nunca me cree a mí. Siempre ocurre lo mismo. Siempre contradice cuanto digo y siempre encuentra  mal  cuanto  hago...
KAREN.— Usted sabe perfectamente que lo que acaba de afirmar no es verdad. (Se acerca a María, le pasa el brazo y espera que se tranquilice.) Vamos, María... mírame... (Le toma la barbilla y le levanta la cabeza). Vamos a intentar comprendernos. (Con gentileza) Si por ejemplo tienes muchos deseos de salir a dar un paseo, o de no dar una clase, o de ir sola al pueblo, ven a hablar conmigo y creo que nos pondremos de acuerdo... Yo no te digo que te dejaré hacer siempre cuanto se te antoje, pero yo, comentado el mundo, también he sentido esas necesidades espirituales. Ensayaré de ponerme en tu lugar... Pero mintiendo constantemente imposibilitas todas las soluciones.
MARÍA.— (Manteniendo la mirada). ¡He tomado las flores cerca del cam­po de maíz!
KAREN.— (Mira a María, suspira, va hasta la mesa y hace un silencio). ¡Muy bien! Puesto que no hay manera de entendernos, será usted castigada. Durante quince días no tendrá usted hora de recreo, ni clase de equitación, ni ten­is. No saldrá,  usted  de la  escuela  por  ningún  motivo. ¿Entendido?
MARÍA.—  (Prudentemente). ¿Ni  el  sábado?
KAREN.— ¿Por qué el sábado?
MARÍA.  — Usted me dijo que podría ir a ver las regatas.
KAREN.— Lo siento mucho, pero ni el sábado.
MARÍA.— Bueno,  pues  se  lo  diré a mi  abuela.  Y  le  diré  que aquí todo el mundo me trata mal y que se me castiga sin motivo alguno... Y le  diré... Y le diré...
MORTAR.— ¡Ah,  qué par de bofetadas tiene!
KAREN.— (Sin hacer caso de lo que dice la señora Mortar). Suba a su ha­bitación, María.
MARÍA.— ¡Ay,  no  me  encuentro  bien!
KAREN.— (Enérgica). ¡Suba inmediatamente a su habitación!
MARÍA.— ¡Ay, sufro...! ¡Siento aquí un dolor...!  Lo  he tenido toda la tarde. Me duele aquí. (Pone las manos sobre la región cardíaca). Me duele mucho, mucho,  muchísimo...
KAREN.— Pida usted a la señorita Marta que le dé un poco de bicarbonato disuelto en un poco de agua caliente.
MARÍA.— ¡Ay, me duele, me duele mucho! Jamás había sentido esto...
KAREN.— No creo que sea muy grave.
MARÍA.— Es mi corazón... Parece como si se detuviera, como si estallara. ¡Ay, no puedo respirar! (Respira profundamente y se deja caer en el suelo, bas­tante mal).
MORTAR.— ¡Ay,  Dios  mío!
KAREN.— (Suspira, se levanta y se arrodilla junto a María). Señora Mortar, hágame el favor de decirle a la señorita Marta que telefonee enseguida a José y que venga a ayudarme.
MORTAR.— (Sale como en un "gran" mutis.) ¡Marta! ¡Marta! ¡Marta! (Karen abre la puerta de la derecha y vuelve hacia donde está María. Vuelve tam­bién la señora Mortar). ¡Oh, Dios mío!
KAREN.— Ayúdeme...
MORTAR.— Es que... ¿Sospecha usted... que...?
KAREN.— No sé. (Salen llevándose a María).
MORTAR.— El corazón de los niños es una cosa muy grave... También es una sentencia que debería tenerse presente...

ESCENA  VII
Marta, luego Karen

(La escena permanece vacía. Un momento después entra Marta Dobie. Tiene la misma edad que Karen. Encantadora y un poco más viva y nerviosa que su compañera. Se acerca al teléfono y llama).

MARTA.—¡Aló! Aquí la señorita Dobie... Desearía hablar con el doc­tor Carvin. (Pausa). ¡Ah! ¿Hace mucho? Muy bien, gracias...
KAREN.— (Entra por la derecha). ¿Has telefoneado a José?
MARTA.— Sí... Pero .¿qué ha pasado?  María estaba bien.
KAREN.— Y sigue estándolo, probablemente. Pero le he dicho que no asistirá a las regatas y entonces ha empezado a encontrarse mal.
MARTA.— ¿Y dónde está?
KAREN.— Por allí, con tu tía...
MARTA.— ¿Tú no  crees  que  sea grave?
KAREN.— No, no lo puedo creer. Esta niña es un enigma. Su última men­tira para excusar la ausencia de la clase ha sido ofrecer a tu tía el ramillete que esta mañana tiramos a la basura.
MARTA.— ¿De veras?
KAREN.— Luego me ha amenazado con ir a contarle a su abuela que aquí la maltratamos. (Mientras dice esto coge las flores y las echa al centro de los papeles.)
MARTA.— ¡Bah! La señora Tilford nos conoce suficientemente para no hacerle caso... Y además conoce también a su nieta.
KAREN.— Ya,  pero  de  todas maneras...
MARTA.— ¿Qué?
KAREN.— Hay que hablar con su abuela. (Sonriente.) ¿Quieres encargarte tú? (Marta hace signos negativos con la cabeza). Yo te confieso que no podría hacerlo. Ha sido siempre tan buena con nosotras que me dolería darle un dis­gusto. Además, créeme, no serviría para nada. La señora Tilford no ve más que por los ojos de su nieta y eso María lo sabe demasiado bien y por eso lo explota.
MARTA.— ¿Y si le dijéramos a José que hablara con la pequeña? Acaso le escucharía. . .
KAREN.— Pero eso significaría reconocer que tú y yo carecemos de auto­ridad sobre ella...
MARTA.— Pero si es verdad... haríamos bien en reconocerlo inmediata­mente. Lo hemos probado todo. Nos preocupa mucho más María, ella sola, que todas las alumnas reunidas y nunca sabemos exactamente que es lo que piensa...
KAREN.— Es una  extraña criatura...
MARTA.— Es lo menos que puede decirse de ella.
KAREN.— (Sonriente). Es curioso... Hablamos de María corno si se tra­tase de una persona mayor...
MARTA.— No te rías... No es una cosa divertida. En María hay algo in­quietante... Me di cuenta desde el día que ingresó en el colegio. Lo perturba todo y es un mal ejemplo para las demás y yo no sé porqué pero tengo el pre­sentimiento de que hay en ella algo de... de anormal.
KAREN.— Acaso... (Pausa). Hablemos de esto con José en cuanto llegue... (Pausa.   Cambia  de  tono.  Sonriente.) ¿Y  si  habláramos de  la  octava plaga de Egipto?
MARTA.— ¿De mi tía, la actriz? ¿Qué locura nueva ha hecho?
KAREN.— ¡Oh, nada grave! Ayer, por la noche, durante la cena contó a las niñas la historia de su equipaje perdido en la montaña después de la famosa re­presentación en la que   interpretó el papel de Rosalinda durante un huracán. Hoy en la cocina repetía los consejos artísticos que le diera sir Henry Irving.
MARTA.—Afortunadamente   no   les   ha   representado   la   escena   de   Hedda Gabbler, de pie sobre una silla... Sir Henry que se la hizo aprender de memo­ria le dijo que esa era la demostración completa del arte escénico...
KAREN.—Ya, ya... tu infancia a su lado habrá sido poco divertida.
MARTA.— (Amargada) Puedes decirlo... El horror que siento ahora, por todo eso...
KAREN.— Escucha, Marta, yo no quisiera molestarte pero creo un deber decirte que su puesto no está aquí...
MARTA.— (Pensativa.) Me doy cuenta lo mismo que tú...
KAREN.— Entre las  dos podemos pagarle el viaje...
MARTA.— (Se acerca a Karen, afectuosamente). Karen, perdónala... Has tenido mucha paciencia... Demasiada. Hoy mismo le hablaré, pero  será necesario darle un plazo de una o dos  semanas para que se vaya... ¿Entendido?
KAREN.— Como quieras. (Mira el reloj). Has hablado con José mismo...
MARTA.— No, no... Con un compañero suyo. José estaba en camino... Como siempre estaba ya en camino de esta casa...
KAREN.— (Sonríe). Es natural... Al fin y al cabo voy a casarme con él, bien lo sabes.
MARTA.— Hacía tiempo que no habíamos hablado  de ello...
KAREN.— (Contenta). José y yo le hemos hablado ya...
MARTA.— Entonces, ¿es cosa decidida...?
KAREN.— Claro, Marta, completamente decidida.
MARTA.— ¿Y... os vais a casar pronto?
KAREN.— Acaso dentro de tres meses... La escuela estará completamente en marcha y como ya habremos pagado todas nuestras deudas.
MARTA.— (Nerviosa.) Entonces ya no pasaremos este año las vacaciones juntas.
KAREN.— ¿Por qué no? Iremos los tres.
MARTA.— Ya no es lo mismo.  Yo habla pensado ya en irnos a un pueblito junto al mar, las dos solas, como cuando éramos estudiantes.
KAREN.— Bien, ¿y qué? Ahora, iremos los tres. Y también nos divertiremos.
MARTA.— (Tras una pausa.) ¿Porqué no me has dicho antes tus propósitos?
KAREN.— Pero, Marta, por Dios, si lo hemos dicho y redicho infinidad de veces...
MARTA.— Ya, ya... Pero ahora hablas de tu casamiento como de una cosa muy próxima.
KAREN.— Porque se acerca. Quiero a José desde hace mucho tiempo. (Marta mira fijamente por la ventana. Karen corrige los cuadernos de las alumnas). ¡Caramba! Magnífico día para la escuela. Por último. Rosalía ha escrito ortografía sin h.
MARTA.— (Triste, sin moverse.) Ahora ya...  un día u otro me dejarás...
KAREN.— No, Marta, no... Ya te lo he dicho muchas veces. ¿Por qué me dices eso? Mi matrimonio no ha de cambiar nada nuestra vida de siempre.
MARTA.— Entonces... es inevitable.
KAREN.— Marta, por Dios, no te preocupes. José no me ha pedido ni siquiera me ha insinuado que abandone la escuela.
MARTA.— (Levantándose). ¡No te comprendo! Hemos pasado tantas angustias para llegar a levantar todo esto! ¡Cuántas penas y cuantas privaciones para lograr una escuela nuestra! Cuando pienso que desde hace muchos años no he tenido un abrigo de invierno nuevo... Y cuando hemos llegado a vivir tranquilas, estás dispuesta a enviarlo todo a paseo...
KAREN.— Esta discusión es francamente ridícula, Marta. No has escuchado una palabra de cuanto te he dicho. En primer lugar no me caso mañana y aun cuando así fuera, tampoco ello me privará de continuar trabajando contigo. Realmente estás atando molinos de viento.
MARTA.— Me será muy duro continuar sola en esta obra...
KAREN.— Pero en fin, ¿no querrás que renuncie a mi matrimonio?
MARTA.— No, no; no es esto... Ahora que...

ESCENA VIII
Las mismas y José Carvin, doctor.

(Se abre la puerta. Entra el doctor Carvin. Es un hombre joven y simpá­tico. Viste modestamente).

GARVÍN.— Buenas tardes... Hola... ¿Cómo vamos?
MARTA.— Buenos  días, José.
KAREN.— Buenos días... Hemos intentado telefonearte pero ha sido inútil... tu primita...
CARVIN.— ¡Bah!  ¿Qué ha pasado?
KAREN.— Hoy ha inventado una nueva historieta... Dice que le duele el corazón. Ven a verla... (Sale por la izquierda).
CARVIN.— Ya...   María  siempre tiene que  estar  en primer plano.
MARTA.— (Con un poco de impaciencia.) Vaya, vaya a ver qué es lo que tiene...
CARVIN.— (Mirándola y como sorprendido del tono agrio de Marta). Ya voy, ya voy... (Sale con el maletín que lleva, por la derecha. Marta se sien­ta ante la mesa y un instante después entra la señora Mortar).

ESCENA  IX
Mortar,  Marta, poco después Peggy y Evelyna

MORTAR.— ¡Oh! El doctor me ha rogado que me retirase de la habita­ción (Marta no hace ningún caso a lo que dice su tía). Parece que no quería que estuviese presente durante la consulta. (Pausa). ¿Me escuchas?
MARTA.— Sí... ¿Y qué?
MORTAR.— ¿Cómo, y qué? Pero ¡se me ha hecho una ofensa!
MARTA.— ¿Tanto te interesa mirar al doctor mientras ausculta a un un enfermo...?
MORTAR.— Pero, no es natural, que estuviese junto a la niña? ¿No era ne­cesario que una persona como yo estuviera presente?... (Pausa). Bueno. Si esto no te indigna...
MARTA.— Pero ¿por qué hablas tanto? ¿Por qué iba a ser necesario que te quedaras ahí?
MORTAR.— Está dentro de la tradición que una persona de cierta edad esté presente en toda consulta...
MARTA.— Puedes decírselo a José y acaso te contrate para tenerte en su clínica.
MORTAR.— Las bromas están desplazadas. Cuando Delia Lampert tuvo su famoso ataque cardíaco en Búfalo, suerte tuvo de que yo estuviera ahí. Los Estados Unidos pudieron perder a una de sus grandes artistas. ¡Y la salvé yo! (Dominada por los recuerdos) ¡Delia querida! Fuimos juntas a Inglaterra. En Londres se casó con Robert Laffone. Me acuerdo de su boda. ¡Qué gran fiesta! Yo llevaba un traje azul pálido con volantes... ¡Bah! Eso ya pertenece, al pasado... Siete meses después Roberto abandonaba a Delia y se fugaba con Eva Noun que interpretaba "El Hijo Pródigo" en Birmingham. ¡Ah, los hom­bres! ¡Pobre Delia! ¡Cuánto dolor! (Furiosa). ¡Cuando pienso en esta ofensa!
MARTA.— Consuélate. Si has visto un ataque cardíaco ya sabes cómo son...
MORTAR.— ¡Y claro! A ti te es completamente igual que tu tía se vea constantemente ofendida!
MARTA.— ¡Tía!
MORTAR.— Sí, sí, ofendida, humillada. Karen me trata mal constante­mente. Y lo grave no es eso; lo grave es que tú lo sabes y callas...
MARTA.— Lo que yo sé es todo lo contrario; o sea, que ella es de una excesiva corrección contigo; y es más, que ha batido por ti el record de la paciencia.
MORTAR.— ¿Paciencia conmigo? ¡Oh! ¡Oh! Yo que he sufrido tanto, yo que he trabajado como un galeote por esta escuela...
MARTA.— Tía, no repitas mucho eso porque acabarás por estar persuadida de que es verdad.
MORTAR.— Yo sé lo que digo. Yo quisiera saber en dónde hubierais encon­trado alguien que tuviera mi reputación para dar lecciones de declamación, a estas niñas que me adoran. ¡Paciencia conmigo! ¡Ah! ¡Oh! Yo prodigo mis servicios en esta escuela. Yo regalo mi trabajo...
MARTA.— Yo  creía que  te  pagábamos...
MORTAR.— ¿Pagarme? ¡Puah! En otros tiempos cobraba el doble por una sola representación.
MARTA.— (Se levanta). ¡La edad de oro! O de extravagancia. (Se dirige a su tía). ¿Verdad que tú no eres muy feliz acá?
MORTAR.— Debo  conformarme...   Soy la pariente pobre...
MARTA.— (Irritada, pero conteniéndose). Tú no sientes afecto por nada, ni por la escuela, ni por la casa, ni...
MORTAR.— ¡Oh! Esto te lo dije desde el primer día. No debíais haber comprado esta casa para enterrarnos en ella... Y añadí que un día u otro os arrepentiríais de ello...
MARTA.— Pues nos encontramos muy bien. (Pausa). Escucha, tía... Casi siempre hablas de Londres y casi siempre repites que te gustaría volver...
MORTAR.— (Suspira). Hace veinte años que lo digo y ya me doy cuenta de que no volveré a ver el Támesis...
MARTA.— Pues, no... Puedes ir a verlo cuando quieras. Tenemos bas­tante dinero para pagarte el viaje y hacerte feliz. De manera que escoge el barco que gustes y yo me ocuparé del pasaje. (Marta ha hablado rápidamente con el deseo de acabar de una ves). ¿Entendido? (Silencio de la tía Mortar). Volverás a ver tus viejos amigos y si eres razonable te arreglaré una pensión para que vivas tranquilamente en Londres y nosotras aquí. (Marta arregla papeles y libros).
MORTAR.— (Lentamente). Vaya, vaya, vaya, vaya... ¿Entonces quieres que me vaya?
MARTA.— ¡Oh! Desde que te conozco que no te oigo más que repetir tu deseo de regresar a Inglaterra...
MORTAR.— ¿Quieres  librarte  de  mi presencia?
MARTA.— ¡Eso mismo! Tú lo has dicho. No queremos que estés presente cuando descubramos un tesoro escondido...
MORTAR.— ¿Me echas de tu casa? ¡A mi edad! ¿Es eso el ser buena y agradecida?
MARTA.— ¡Ah! ¡Señor, señor, pero es que no hay medio humano de en­tenderse contigo! Te vas donde tenías tantos deseos de ir y las cosas irán aquí mucho mejor cuando estemos solas. Esta solución nos conviene a todos. Tú te quejas de la escuela, de la clase, de Karen y ahora que logras lo que has deseado tanto sigues quejándote...
MORTAR.— (Con dignidad). Te estimaré que no levantes la voz.
MARTA.— Agradéceme que no haga algo peor. (Tras un silencio).
MORTAR— Me niego en absoluto a ser enviada como una encomienda a 5.000 kilómetros de distancia. Yo no iré a Inglaterra... por ahora. Volveré tal teatro, eso sí... Hoy mismo escribiré a mi empresario y en cuanto me proponga algo que me convenga...
MARTA.— Escucha, tía... la verdad es que quisiera verte fuera de aquí lo mas pronto posible. No podemos vivir por más tiempo las tres juntas... Que la falta sea de una o de otra esto no cambia la solución...
MORTAR.— (Con la cabeza erguida). ¡Ah! ¿Tú quieres que me vaya esta noche ?
MARTA.— Vamos tía, que no estás sobre un escenario... Te vas en cuanto encuentres un lugar que te apetezca... Mañana mismo depositaré en la banca una cantidad a tu nombre.
MORTAR.— ¿Y crees tú que voy a aceptar tu dinero? Antes fregaría los suelos...
MARTA.— ¡Oh,  la!  Supongo  que  de hoy a mañana  cambiarás  de idea...
MORTAR.— (Insinuante.) Hace tiempo que debería haber comprendido... que cuando cierta persona entra en esta casa es preferible no verte...
MARTA.— ¿Qué  quieres  decir?
MORTAR.— Yo me entiendo... Eso quiere decir que ya que no puedes con los penas, descargas sobre mí tu mal humor.
MARTA.— ¡Oh, por favor, no te pongas más nerviosa! Estoy fatigada. He trabajado desde las seis de la mañana...
MORTAR.— (Con cierto tonillo.) Cada vez que llega las cosas se ponen mal.
MARTA.— Pero ¿qué quieres decir?
MORTAR.— No creas que soy tonta, hijita... Tengo mi experiencia del mundo.
MARTA.— Mira, tía, la cantidad de ideas incoherentes, frases sin sentido y medias palabras que pronuncias al día podrían hacer la preocupación de un psicólogo, durante varios años...
MORTAR.— Yo sé lo que sé... Cada vez que José Carvin entra en esta casa, te pones furiosa. Se diría que no puedes sufrir verlos juntos. ¡Sólo Dios sabe lo que harás en cuanto se casen! ¡Tienes celos de él!
MARTA.— (Como vencida, con la vos cambiada.) Siento mucho afecto por José y tú lo sabes bastante bien.
MORTAR.— Sí, pero aun tienes más por ella y esto también lo sé yo. Y esto, francamente, no es natural. Es anormal. En fin, es contra natura. Perfec­tamente... De pequeña ya eras así. En cuanto tenías una amiga, si ella que­ría a otra persona te ponías furiosa. ¿Quieres que te dé un consejo? Acepta un novio, cásate... A tu edad, ya es hora...
MARTA.— (Ofendida). ¡Basta! ¡Vete, vete ya de una vez! Cuanto más .pronto lo hagas mejor será para todos. Estoy harta de tus vulgaridades. Y no las puedo soportar más... ¡Vete! (En este instante se siente ruido en la puerta del centro. Marta se detiene, corre a la puerta y la abre rápidamente. Se descubre a Evelyna y Peggy que recogen sus libros. Marta permanece inmóvil un segundo, mientras las niñas la miran. Sufre. Quisiera decir algo, pero calla. Vuelve su rostro al público. Está decaída). ¡Entren! ¿Qué hacíais detrás de la puerta?
EVELYNA.— Subíamos a la habitación, señorita...
PEGGY.— (Casi al mismo tiempo). Habíamos bajado para preguntar cómo estaba María... (Pausa).
MARTA.— ¿Y ustedes  escuchaban?
PEGGY.— No queríamos hacerlo pero las voces han llegado a nosotras...
MORTAR.— Las señoritas bien educadas no escuchan jamás detrás de las puertas... Es una máxima que deberían tener.
MARTA.— (A las niñas). Suban a sus habitaciones. Luego hablaremos de todo esto... (Cierra la puerta despacio cuando ellas han salido.)
MORTAR.— ¿Es que por casualidad no piensas castigarlas? (Marta calla. La señora Mortar muy irónica). ¡Nuevos y admirables métodos de educación!
MARTA— (Pensativa). Tu presencia aquí entre las niñas no puede conti­nuar por más tiempo.
MORTAR.— Es decir que...
MARTA.— ...que me molestan que puedan oír tus despropósitos.
MORTAR.— Ya; ahora voy a tener yo la culpa de todo... Es eso lo que yo decía antes... Desde que él entra a esta casa yo tengo la culpa de todo... ¡Bien está! ¡Paciencia! (Entra Carvin por donde salió. La señora Mortar se va altanera y sarcástica). ¡Adiós, doctor! (Sale majestuosa y teatral).

ESCENA X
Carvin, Marta y luego Karen

CARVIN.— ¿Qué le ocurre a la duquesa?
MARTA.— Nada. Sale por el foro al final de la escena... ¿Qué tiene María?
CARVIN.— Goza de un perfecto estado de salud.
MARTA.— (Suspira). Eso creí yo.
CARVIN.— A los  seis años yo me habría sabido desmayarme mejor.
MARTA.— ¿Nada, en el corazón?
CARVIN.— Nada,  hija,  nada...   Una  fantasía  más  de esa criatura.
MARTA.— ¡Es absurdo! María podía suponer que llamaríamos a un doc­tor... Acaso es más tonta de lo que creemos. (Pausa.) Oiga usted, José, ¿en mi familia no ha habido nunca idiotas, degenerados?
CARVIN.— Pregunta usted unas cosas, Marta, que uno no sabe cómo con­testarlas... Ya, ya... se refiere usted a las leyes de herencia... María perte­nece a otra rama. No tiene usted más que conocer a tía Amelia para compren­derlo todo: vieja familia puritana; no se han casado nunca más que entre fa­milias de Boston; aún cree que el honor es el honor y que hay que cenar, sin retraso alguno, a las seis y media de la tarde. Pertenecemos a una antigua familia y estamos orgullosos...
MARTA.— Seriamente,  José, ¿no tiene usted idea de lo que puede tener María? Quiero decir ¿ha sido siempre así?
CARVIN.— Sí...   Siempre...   Hay  que  tener  presente  que  tía  Amelia  la ha mimado  siempre...
MARTA.— Ya no sabemos qué hacer con ella... Es un caso, verdaderamente...
GARVÍN.— ¿Es que no estarán tomando ustedes demasiado en serio a mi primita ?
MARTA.— (Tras una pausa.) Puede ser. Cuando se está siempre entre ni­ños se acaba por darse cuenta de lo que es serio y de lo que no lo es... De todas maneras hay que hablarle a la tía Tilford.
CARVIN.— ¿Supongo que no ha pensado en mí para esa comisión?
MARTA.—Hace un momento hablábamos Karen y yo...
CARVIN.—Mi querida Marta: escúcheme usted bien. Yo me caso con Karen pero María no figura para nada en el contrato matrimonial. (Marta se vuelve un poco. Carvin la agarra por los hombros y le hace dar media vuelta para mirarse cara a cara. Su expresión es serena y grave.) Vamos a olvidar por un instante el caso de María y hablemos de un pequeño problema que hemos resolver usted y yo, Marta... Cada vez que se trata de nuestra boda —de la de Karen y yo, claro— usted (Marta vuelve la cabeza.) ¿Ve usted? (Pausa.) Yo la quiero fraternalmente, Marta... Yo he creído que usted siempre había visto en mí a un hermano también... ¿Entonces que hay de particular en que .yo me case con Karen? Yo sé lo mucho que ustedes se quieren y puedo asegurarle que nuestra boda no ha de cambiar en nada el régimen de esta casa.
MARTA.— (Librándose.) Yo quisiera... (Esconde su  cara  entre  las manos y va a sentarse junto a la ventana. Carvin la contempla en silencio. Cuando ella quita sus manos del rostro  las ofrece a Carvin diciéndole.) Perdóneme usted, José, soy una estúpida...   Nos ha costado tanto levantar esta escuela que tengo miedo de perderla... Tengo miedo, soy celosa...  Tengo nervios...
CARVIN.— Marta... No hay que hablar más. Todo seguirá igual. (Entra Karen, los encuentra así.)
MARTA.— Tu novio es un buen  chico, Karen.
KAREN.— No lo he dudado nunca. El querubín se está vistiendo...
MARTA.— La influencia del querubín se deja sentir incluso cuando está desmayada.  He  sorprendido a sus amigas escuchando detrás de la puerta mientras mi tía y yo discutíamos agriamente.
KAREN.— ¿Evelyna y Peggy? (Suena una campana.)
MARTA.— Sí. Es la hora de mi clase. Voy a enviártelos. Tú les hablas. (Sale.)
KAREN.— Bien. ¡María!

ESCENA XII
Carvin, María, Karen. Luego Evelyna y Peggy.

(María abre la puerta de  la derecha, entra terminándose de abrochar el botón del cuello.)

CARVIN.— (A  María.) ¿Cómo  va  tu  importante   salud?
MARÍA.— Me  encuentro mal.
CARVIN.— (Riendo. A Karen.) Señora, la ciencia ha fracasado. Ensaye usted el curanderismo...
MARÍA.— Sufro... No  puedo   respirar.
KAREN.— Siéntate.
MARÍA.— Quiero ver a mi abuela, quiero...

(Evelyna y Peggy entran tímidamente en escena)

KAREN.— Entren, hijitas, entren. Tengo que hablar con  ustedes...
PEGGY.— Le pido perdón, señorita... No pensábamos... Crea usted que lo sentimos mucho.
KAREN.—Yo también lo siento, Peggy... Ni Evelyna, ni usted hubieran hecho eso en otras circunstancias. Es preciso separarlas.
EVELYNA.— ¡Oh, señorita!  Hace cerca  de un  año que estamos juntas las tres.
KAREN.— No hay que discutir más. María se instalará con Rosalía.
MARÍA.— Rosalía me detesta.
KAREN.— Lo que ha dicho usted es estúpido, Rosalía no ha detestado nunca a nadie.
MARÍA.— (Lloriqueando.) Y todo esto porque he tenido un ataque. Si hu­biera sido otra, la hubieran acostado y la cuidarían. Siempre se me ataca, se me posterga... Soy yo la perseguida, soy yo la maltratada... Es verdad, pri­mo José. Siempre me atacan. (María llora.  El doctor la acuesta en el sofá y dice.)
CARVIN.— Por hoy, primita, puedes terminar la comedia... Quédate ahí hasta que se te pase la rabieta. (Recoge el maletín.) Ahora es preciso que me vaya... Llorar no es malo... Desahoga. La próxima vez que se desmaye dé­jenla en el suelo hasta que se canse de restregarse... (Pasa cerca de María, le da un golpecito cariñoso en la cabeza. María salta, furiosa.)
KAREN.— Espera, José. Te acompaño hasta el coche. (A la niña.) Suban a hacer el traslado de sus cosas y díganle a Lois que se prepare para lo mismo... (Sale con Carvin por el centro.)


ESCENA  XIII
María, Evelyna y Peggy.

(En cuanto la puerta se ha cerrado,  María levanta  la  cabeza,  salta,  agarro un almohadón y lo tira sobre la puerta.)

EVELYNA.— Cuidado... Pueden  oírte.
MARÍA.— Me da lo mismo. (La un puntapié a la mesa.) ¡Que oiga esto! (Cae un bibelot de sobre la mesa, que se rompe en el suelo. Evelyna y Peggy se asustan. El aire desafiador pasa unos instantes por el rostro de María.)
EVELYNA.— (Asustada.) ¿Qué vas a hacer ahora?
PEGGY.— (Se agacha a recoger los trozos.) ¿No has terminado aun? Era un regalo del doctor Carvin a la señorita Karen.
MARÍA.— Bueno, ¿y qué? La señorita no ha de saber nunca que hemos sido nosotras las que lo rompimos.
PEGGY.— ¿Cómo  nosotras? Nosotras no hemos sido: has sido tú sola...
MARÍA.— ¿Y qué ibais a hacer si decía que habíais sido vosotras? (Evely­na y Peggy protestan. María ríe.) No tengáis miedo Ya encontraré alguna ex­cusa. Eso lo ha podido hacer... el viento.
EVELYNA.— Ya;  ¿y van a creerlo?
MARÍA.— No os preocupéis... Me saldré de ésta como de las demás...
EVELYNA.— ¿Es que te has encontrado mal de verdad, antes?
MARÍA.— ¿No me he desmayado? Pues, ¡entonces!
PEGGY.— ¡Qué suerte! ¡Si yo pudiera desmayarme como tú, alguna vez que otra!
MARÍA.— Para lo que iba a servirte a ti... (Da un puntapié a una silla.)
EVELYNA.— Escucha; ¿qué te ha dicho la señorita Karen cuando hemos salido?
MARÍA.— Me ha dicho que me prohibirá ir a las regatas.
EVELYNA.— ¡Qué lástima!
PEGGY.— ¡Bah, no te importe! Cuando volvamos te lo contaremos, te traeremos el programa, las banderitas y todas las cosas...
MARÍA.— (Empujándolas.) ¡Ah, pero, ¿os creéis que si no voy yo iréis vos­otras? ¡Inocentes! ¡O vamos todas o no va ninguna! Pero ¡bah! ya encontraré la manera de ir... ¿Y qué es lo que habéis hecho vosotras?
PEGGY.— La verdad, una cosa que no deberíamos haber hecho. Bajamos de nuestra habitación para saber qué es lo que te había ocurrido pero las puertas estaban cerradas y oímos a la señorita Marta disputarse con la señora Mortar. Y de pronto, la señorita Marta ha abierto la puerta y nos ha sorprendido.
MARÍA.— ¿Y estoy segura que habéis llorado y habéis pedido perdón, ¿no?
EVELYNA.— Claro... lamentamos haber escuchado...
MARÍA.— Os pasáis la vida lamentándoos de cuanto hacéis. ¿Y qué de­cían?
PEGGY.— ¿Quiénes?
MARÍA.— ¡Marta y su tía, idiota!
PEGGY.— Pues..., discutían...
EVELYNA.— ¿Discutían? Disputaban, querrás decir.
MARÍA.— ¿Sobre qué?
EVELYNA.— A propósito del viaje de la señora Mortar a Inglaterra, y...
PEGGY.— Mal hemos hecho al escuchar, pero creo que hacemos peor al repetirlo...
MARÍA.— ¿Ah, tú crees? Pues bien, intenta callarte lo que has oído y vas a ver qué es lo que haré contigo. (Peggy suspira.)
EVELYNA.— La señora Mortar estaba furiosa, aseguraba que querían li­brarse de ella... Y entonces se han puesto a hablar de tu primo, el doctor Carvin...
MARÍA.— ¿Y qué han dicho de ese tonto presumido?..
PEGGY.— Luego hablaremos. Vamos a cambiarnos de habitación...
MARÍA.— (Feroz.) ¡Calla! Habla, Evelyna.
EVELYNA.— Han dicho que se va a casar con la señorita Karen.
MARÍA.— ¡Oh! Eso lo sabe todo el mundo...
PEGGY.— Sí, pero lo que no sabe todo el mundo es que la señorita Marta no quiere que se casen... ¿ Eh ? ¿Sabías tú esto?

(La puerta se abre y Rosalía entra.)

ROSALÍA.— María, yo tengo una clase dentro de un instante y si debes llevarte tus cosas...
MARTA.— ¡Cierra esa puerta, imbécil! (Rosalía cierra la puerta y se queda junto a ella.) ¿Qué quieres?
ROSALÍA.— Ya te lo he dicho. No es que me guste estar contigo pero, en fin, si debemos vivir en la misma celda, creo que será mejor que lleves ahora tu equipaje... La señorita Karen pasará revista dentro de un instante...
MARÍA.— ¿Y qué?
ROSALÍA.— ¡Ah! Yo lo digo por ti... (Va a salir.)
PEGGY.— (Nerviosa.) Vamos, vamos...
MARÍA.— ¡De ninguna manera! Rosalía se encargará de trasladaros la ropa.
ROSALÍA.— ¿Yo? ¡Vamos!
PEGGY.— ¡No,   no!... Ya  los llevaremos nosotras. Vamos, Evelyna.
MARÍA.— Ah, ¿pero os creéis que voy a quedarme sin saberlo todo? ¡No! Siéntate aquí y tú, Rosalía, sube y trasládame las ropas y los libros, y cuidado, eh? Y si te preguntan por nosotras, ¡no nos has visto!
ROSALÍA.— Pero, ¿es que me has tomado por tu doncella?
MARTA.— (En gran señora.)  Rosalía, apresúrate a arreglar mis cosas...
ROSALÍA.— ¿Estás loca?
MARTA.— ¿Me has oído? Y la próxima vez que iremos al pueblo (muy dul­ce) te dejaré llevar mi cadena de oro y mi medallón... ¿Esto te hará muy feliz, verdad Rosalía?
ROSALÍA.— (Se retira, se asusta, no sabe dónde poner las manos.) No sé qué es lo que quieres decir...
MARÍA.— No quiero decir nada de particular. Vamos, de prisa... y la próxima vez (insinuante) recuérdame que te preste la cadena de oro y mi me­dallón...
ROSALÍA.— (La mira fijamente un instante.) Por esta vez, pase. Voy a hacer lo que me pides porque quiero hacerlo, pero no te imagines que me some­terás siempre a tus caprichos.
MARÍA.— (Muy insinuante.) Ves, hijita, ves... (Abre la puerta y cuando sale Rosalía grita): Y que todo esté muy bien doblado, Rosalía. ¡Ah, y procura no arrugarme los trajes!... (Cierra la puerta y ríe.)
EVELYNA.— ¡Oh! ¡No sé cómo te las arreglas para que Rosalía te obedezca!...
MARTA.— Es  un  pequeño  secreto que  tenemos. Ahora,  acaba  de contar...
PEGGY.— Pues la señora Mortar ha dicho que la señorita Marta estaba celosa de tu primo y de Karen: y que ya era así cuando era pequeña: y que ya era hora de que tuviere novio, porque no era natural que no quisiera que na­die quisiera a la señorita Karen y que eso era contra natura... ¡Oh! ¡Qué furiosa se ha puesto la señorita Marta al oír esto!
EVELYNA.— Y no hay más... Porque en ese momento a Peggy le ha caído el libro...
MARTA.— (A si misma). ¿Qué habrá querido decir con eso de que Marta estaba celosa?
PEGGY.— ¿Qué quiere  decir "contra natura"?
EVELYNA.— (Superior). Contra, es lo contrario... contrario a la Na­turaleza...
PEGGY.— (Levantándose bruscamente). ¡Ay, Dios mío! Rosalía, Rosalía ¡Que  encontrará   el   ejemplar  de   Casanova!   Y   si   lo   encuentra  va  a  contarlo a todo el mundo...
MARÍA.— Está tranquila.   No dirá una palabra a nadie...
EVELYNA.— ¿Y quién va a guardar el libro ahora que no estaremos en el mismo dormitorio?
MARÍA.— Lo puedes guardar tú... ¡Hay un capítulo!...
EVELYNA.— ¿No te olvidarás  de dármelo!
PEGGY.— De todas maneras, no hay derecho que nos obliguen a cambiar de dormitorio. .. Ahora voy a tener que dormir con Helena que ronca por las noches... Es Lois la que me lo ha contado...
MARÍA.— Es una infamia lo que nos hacen. Lo que ella quiere es privar­me de que me divierta. Me detesta...
PEGGY.— Te equivocas, María. La señorita Karen te trata igual que a las demás... Acaso mejor, te lo aseguro.
MARÍA.— Eso es, defiéndela... Ponte de su parte.
PEGGY.— Yo no me pongo de su parte.
EVELYNA.— Lo mejor que podemos hacer  es irnos...
MARÍA.— Yo,  no...
PEGGY.— Rosalía se cuida de todo...
EVELYNA.— ¿Y qué vamos a decir por lo del jarrón?...
MARÍA.— Tanto me importa de Rosalía como del jarrón... Yo ya no es­taré aquí...
EVELYNA.— ¿Que no estarás aquí?
PEGGY.— (A  la vez). ¿Qué quieres  decir?
MARÍA.— (Maquinalmente). Me voy a casa...
PEGGY.— ¡María!...
EVELYNA.— ¡Tú no puedes hacer eso!
MARÍA.— ¿No? Pues lo vas a ver... (Dando vueltas). Yo no me quedo aquí ni un minuto más. Me voy a casa y le diré a la abuela que no quiero volver... (Sonriente). Y le diré que soy muy desgraciada. (A las demás). Las dos profeso­ras tienen un miedo horrible a mi abuela... porque fue mi abuela quien las ayu­dó cuando montaron esta escuela... Y cuando mi abuela les dice algo, yo os aseguro que la escuchan con las orejas así... Sería demasiado cómodo que me trataran como lo hacen y que yo me callase. ¡La pagarán bien!
PEGGY.— (Estupefacta). Pero ¿no te vas a ir así?
MARÍA.— ¿Por qué no?
EVELYNA.— ¿Pero qué vas a decirle a tu abuela?
MARÍA.— Todavía no lo sé... Y es mejor que no lo sepa. Las cosas me salen mejor cuando no las pienso...
PEGGY.— Verás  como  tu  abuela  te  obligará  a volver.
MARÍA.— Ya veremos. Mi abuela me quiere mucho porque mi padre era su hijo preferido. Y se como he de conquistarla...
PEGGY.— Yo creo que no deberías marcharte. Te puede acarrear algún disgusto.
EVELYNA.— ¿Y qué diremos por el jarrón?.
MARÍA.— Decís que lo he roto yo. Me es igual. Ahora es necesario que me ayudaréis las dos. Las profesoras no se darán cuenta de que me he marchado hasta la hora de cenar, si decís a Rosalía que tenga la puerta cerrada. Iré a cam­po traviesa hasta la granja French y allí tomaré el autobús hasta Homestead.
EVELYNA.— Pero, ¿cómo llegarás hasta el tranvía?
MARÍA.— En un taxi, estúpida.
PEGGY.— ¿Y cómo saldrás de aquí?
MARÍA.— No es muy difícil. Saldré por la puerta. ¿Tú no sabes donde está la puerta de calle? ¿No? Pues saldré por la puerta.
EVELYNA.— Yo no  tendría nunca tanta frescura.
MARÍA.— No me extraña. Tú te lo dejarías hacer todo pero yo, no. ¿Quién tiene dinero?
EVELYNA.—Yo no tengo un centavo.
MARÍA.— Necesito un dólar para el taxi y diez centavos para el autobús...
EVELYNA.— ¿Y dónde lo encontrarás?
PEGGY.— ¿Ves? ¿Por qué no esperas al Lunes que te darán el dinero de la semana? Entonces te podrás ir donde quieras. Y acaso de aquí a entonces...
MARÍA.— Yo me  voy ahora mismo.
EVELYNA.— Pero no puedes ir a pie hasta el pueblo.
MARÍA.— (A Peggy). Pero tú, Peggy, tú tienes dinero. Tu tienes dos dólares.
PEGGY.— Yo... pero...
MARÍA.— Ve a buscarlos...
PEGGY.— No,  no... Yo  no  iré...
EVELYNA.— Tú no puedes exigirme dinero, María...
MARÍA.— (Intratable). Ve a buscar esos dos dólares.
PEGGY.— No, no... Yo no iré... Mamá no me da mucho dinero. Ni la mitad de lo que vosotros recibís. Me he privado de muchas cosas para ahorrar esos dos dólares. La última vez ya te presté un dinero que no me has devuelto.
EVELYNA.— ¡Déjala! Peggy, la pobre no sueña más que en comprarse una bicicleta.
PEGGY.— Hace tanto tiempo que me privo de todo... No voy al cine, no compro bombones, no tengo nada de lo que vosotras tenéis siempre.
MARÍA.— (Amenazadora)  Sube y baja ese dinero.
PEGGY.— (Atemorizada.) Yo no quiero, yo no quiero, yo no quiero... (Ma­ría se lanza sobre ella, la agarra por el brazo izquierdo, se lo tuerce y la empuja hacia atrás brutal y hábilmente. Peggy ahoga un grito. Evelyna intenta socorrer a Peggy. Sin dejar a Peggy, María da una bofetada a Evelyna. Esta se pone a llorar).
MARÍA.— (A Peggy). Cuando tengas bastante ya lo dirás...
PEGGY.— (Con una voz media ahogada). ¡Basta! ¡Basta! ¡Ya voy! (María satisfecha, sonríe, consiente de un movimiento de cabeza mientras cae el

TELÓN

ACTO SEGUNDO

CUADRO I

El salón de la señora Tilford. Es un salón convencional. El mobiliario es viejo, pero de excelente calidad. En el centro grande puerta sobre el vestíbulo. A la derecha una ventana. En el primer plano, a la izquierda puerta que se abre hacia el público.

ESCENA I
Ágata y María

(Al levantarse el telón, la escena, vacía. Suena el timbre. Ágata, cruza y va a abrir. Es vieja y está al servicio de la familia desde hace muchos años. Tiene un rostro arrugadito, la voz gruñona y la convencional libertad de lenguaje de los viejos criados devotos).

ÁGATA.— (Dentro). ¡Ah, eres tú?... ¿Cómo es eso? ¿Qué has hecho? ¡Va­mos, entra! ¿Te han dado un día de vacaciones? ¿O has pensado que comerías mejor aquí? Podrías decir buenos días... (María entra, quita su abrigo, su som­brero y lo tira sobre una silla).
MARÍA.— Buenos días, Ágata. No me das tiempo ni para hablar. ¿Dónde está la abuelita?
ÁGATA.— ¿Por qué no estás en el colegio? ¿De dónde vienes? ¡Qué ca­ra traes! ¡Y qué traje!
MARÍA.— Sí, me he ensuciado un poco al atravesar el bosque...
ÁGATA.— ¡Y con el abrigo nuevo! ¿No te podrías haber puesto el viejo?
MARÍA.— ¡Oh, que pesada te pones! ¿Dónde está la abuelita?
ÁGATA.— Está en su cuarto vistiéndose para la cena...
MARÍA.— ¿Hay gente a cenar?
ÁGATA.— Por lo menos la abuela río contaba contigo.
MARÍA.— Y claro, si ella no sabía nada.
ÁGATA.— Entonces  ¿por qué has venido?
MARÍA.— Déjame  en paz... Estoy enferma.
ÁGATA.— ¿Enferma? Cuando sé está enferma no se corre por los bosques.
MARÍA.— Ya te he dicho que me dejes en paz.
ÁGATA.— (Mirándola por encima de las gafas). Yo te veo bastante su­cia y con muy buena cara.
MARÍA.— (Lloriqueando). Y decir que ni en mi casa puedo estar tranquila.
ÁGATA.— ¡Oh!, conmigo no te valen tus rarezas, ¿sabes? Tu puedes en­gañar a todo el mundo menos a mí, ¿eh? Me apuesto cualquier cosa a que has hecho alguna nueva tontería. (Fijándose en el rostro desconfiado de María) Está bien, quédate aquí. Voy a avisar a tu abuelita. Y ya que te encuentras tan mal es de suponer que no cenarás y que te habremos de dar una buena ra­ción de aceite de ricino... (Sale).

ESCENA II
María, sola. Luego la señora Tilford y Ágata.

MARÍA.— (Hace una mueca hacia la puerta donde ha salido Ágata). ¡Vieja bruja! (En cuanto ha salido Ágata, María deja de lamentarse. Mira a su alre­dedor algo inquieta, luego se pone ante un espejo y simula algunas expresiones: el sufrimiento, el agotamiento, etc.)
ÁGATA.— (A la señora Tilford, dentro). ¡Cuando haya pescado una buena pulmonía estará contenta la señora! (La señora Tilford, entra en escena, segui­da de Ágata. Es una persona austera, de una rigidez muy puritana. Pasa los 60 años. Rasgos firmes, pero agradables).
Sra. TILFORD.— ¿Qué pasa, María? ¿Por qué no estás en la escuela? (Ma­ría se precipita sobre su abuela, la cabeza entre la ropa. La señora Tilford la de­ja llorar un instante, acariciándole la cabeza, luego se sienta y atrae hacia ella a María). Vamos, vamos, no te pongas así... Cálmate y dime que te ha pasado...
MARÍA.— (Poco a poco, con cierto hipo, acariciando la mano de la seño­ra Tilford y queriendo conquistar a la abuela). Estoy muy contenta de verte abuelita... La semana última no viniste a verme...
Sra.  TILFORD.— No  pude  hijita.   Pensaba  hacerlo  mañana...
MARÍA.— Se me ha hecho tan largo el tiempo. (Levantando la cabeza y sonriendo). Te echaba tanto de menos.
Sra. TILFORD.— ¿Es eso todo? Mejor... Ágata me ha asustado diciéndome que estabas enferma...
ÁGATA.— ¿Yo? Yo he dicho que le hacía falta una buena dosis de aceite de ricino... Hoy es miércoles, y sabe que hay crema de chocolate y por eso ha venido.
Sra. TILFORD.— El aburrimiento nos llega a todos un día u otro... Pe­ro ¿cómo has venido? ¿Ha sido la señorita Karen quien te ha traído?
MARÍA.— No... yo... verás... Una señora me ha hecho montar en un automóvil, pero yo ya había hecho casi todo el camino a pie... (Mira tímidamen­te a su abuela).
ÁGATA.— ¡A campo traviesa y con un traje nuevo!...
Sra. TILFORD.— ¿Cómo? ¡María!. ¿Es verdad no? ¿Te has ido de la es­cuela sin permiso?
MARÍA.— (Inquieta). Me he escapado, abuelita...
Sra. TILFORD.— Pues has hecho muy mal... Las profesoras van a estar inquietas!... Ágata telefonee a la señorita Wright que María está aquí y que antes de cenar volverá a la escuela...
MARÍA.— (Precipitándose a los pies de la señora Tilford, cuando Ágata se dirige al teléfono). No abuelita, no... Espera ¡ no! ¡Por favor! ¡Por piedad! ¡Guárdame contigo!
Sra. TILFORD.— ¡Pero estás loca! Tu no puedes abandonar la escuela cuan­do te son tan necesarios los estudios.
MARÍA.— ¡Oh, abuelita, por favor! Si tú supieras como van a castigar­me ... ¡pero terrible!
Sra. TILFORD.— No, por Dios, no...  Te portas como una niña...
MARÍA.— (Como si tuviera un ataque de nervios, en cuanto ve que Ágata agarra el teléfono). ¡Abuelita! ¡Por piedad! ¡Yo no quiero volver a la escue­la! ¡No, no, nunca más! ¡Las profesoras me asesinarían! ¡Abuelita! ¡Me ma­tarían! (La señora Tilford y Ágata permanecen asustadas y sorprendidas un mo­mento. María, la cabeza sobre las rodillas de la abuela, llora e hipa).
Sra. TILFORD.— (Hace un signo a Ágata para que salga de la pieza). Deje el teléfono, Ágata. Más tarde telefonearemos.
ÁGATA.— ¡Oh! Si va usted a dejarse llevar por... (La señora Tilford hace el gesto de nuevo y Ágata sale digna y ofendida).

ESCENA III
La señora Tilford y María

Sra. TILFORD.— Basta, María, parece que has llorado bastante...
MARÍA.— Si. aquí, contigo se está bien, abuelita, muy bien.
Sra. TILFORD.— Me agrada que te guste  la casa, pero, no obstante, a tu edad.  (Rápida). Pero, ¿qué es lo que te ha podido hacer decir una cosa seme­jante? "Me asesinarían"... A propósito de las señoritas Karen y Marta Bien sabes tú, que no te han de hacer el menor daño...
MARÍA.— ¡Oh! ¡Sí, sí!... ellas... Yo... (Pausa en busca de la frase tea­tral más convenientes). ¡Hoy me he desmayado!
Sra. TILFORD.— (Alarmada). ¡Desmayado!
MARÍA.— Sí, me he desmayado... Mi corazón... Me ha dolido mucho. No era culpa mía si me dolía el corazón... Entonces, cuando me he desvanecido en plena clase, han llamado al primo José que ha dicho que yo no tenía nada. Ha dicho que acaso había comido demasiado rápidamente a la hora de almorzar y con este motivo la señorita Karen me ha retado.
Sra. TILFORD.— Si tu primo José ha dicho que no era grave, no hay poi­qué atormentarse.
MARÍA.— Pero, te aseguro abuelita que me dolía el corazón.
Sra. TILFORD.— ¿Y ahora?
MARÍA.— Parece que se pasa pero me siento débil y la señorita Karen me da tanto miedo... Ha sido muy mala conmigo como si yo tuviera la culpa.
Sra. TILFORD.— ¿La señorita Karen te da miedo? ¡Vamos! No pretende­rás hacerme creer tontería semejante... Es posible que te haya dolido el cora­zón pero si tu primo José ha dicho que no era grave, es que nada tenías. No está bien simular enfermedades cuando se está bien de salud.
MARÍA.— Yo no he fingido nada, te lo aseguro, pero es que las profesoras en todo hallan motivo para castigarme.
Sra. TILFORD.— (Dulcemente). No hay que fabricarse esas ideas, hijita... si no, cuando seas mayor, serás muy desgraciada. Por esta vez te perdono, aun cuando debiera castigarte. (Se levanta). Vamos, sube a tu cuarto, cámbiate de ropa y John te conducirá de nuevo a la escuela después de la cena.
MARÍA.— (Satisfecha). ¿Ceno aquí?
Sra. TILFORD.— Sí.
MARÍA.— Si tú quisieras podría quedarme hasta el lunes. El sábado es tu cumpleaños y como habría de dejar la escuela ese día...
Sra. TILFORD.— No, María, no... Debes volver a la escuela esta mis­ma noche.
MARÍA.— Pero...
Sra. TILFORD.— ¡Basta! (Se sienta en la butaca, a la derecha. María duda, se dirige lentamente hacia la puerta de la izquierda, se detiene en medio de la escena y se vuelve hacia su abuela).
MARÍA.— (Dulcemente). Abuelita,  ¿tú me quieres  de verdad?
Sra.  TILFORD.— ¡Locuela!
MARÍA.— ¿Como cuánto me quieres?...
Sra. TILFORD.— Así,  así,  así...
MARÍA.— (Precipitándose en sus brasas). Te acuerdas de lo que me decías, cuando yo era muy niña, muy niña, muy niña, al acostarme...
Sra. TILFORD.— (Teniendo a María entre sus brazos). ¡Y sigues siendo muy niña, muy niña, muy niña!...
MARÍA.— Me aburro tanto lejos de ti, abuelita...
Sra. TILFORD.— Y yo también, mi hijita, pero has de estudiar.
MARÍA.— Pero podría quedarme hasta acabar el trimestre y en el próximo otoño, te lo prometo, estudiaría el doble.
Sra. TILFORD.— Ya, ya... Bien sabes conquistarme, pero no has de con­seguir tus propósitos... Es necesario que esta misma noche vuelvas a la escue­la... (Golpea cariñosamente a María). ¡Y no se hable más de ello! (Hace le­vantar a María y se levanta ella)
MARÍA.— (La espalda vuelta; lentamente). ¿Tú quieres que vuelva a la escuela?
Sra. TILFORD.— Sin duda alguna.
MARÍA.— (Con voz sorda). Entonces, tú no me quieres y poco te importa lo que de mí hagan...
Sra. TILFORD.— ¡María!
MARÍA.— (Levantando la voz). ¡No, no me quieres! ¡No! ¡No! ¡Porque te da igual mi vida! ¡No! ¡No me quieres!
Sra. TILFORD.— ¡Lo que no me da igual es oír lo que estás diciendo en estos instantes! (El tono hace retroceder o María que falsamente suspira exclama).
MARÍA.— Yo te pido perdón, abuelita... No te quería ofender... (Pone los brazos alrededor del cuello de la abuela). ¿Me perdonas?
Sra. TILFORD.— ¿Por qué has  dicho  eso?
MARÍA.— (Bajo). Tengo miedo abuelita, mucho miedo... Yo no sé qué es lo que van a hacer conmigo.
Sra. TILFORD.— Pero, en fin ¿qué es lo que puedes temer? Te castigarán por haberte ido... No hay más. Bien merece algún castigo tu acción...
MARÍA.— Pero, si no es por esto solo por lo que me castigarán. Ellas me castigan por todo, por cualquier cosa como si tuvieran algo contra mí. Las dos señoritas me dan miedo... abuelita.
Sra. TILFORD.— Es ridículo. Pero, ¿qué te han podido hacer para darte miedo?
MARÍA.—Muchas cosas... siempre. Verás, hoy, esta misma tarde, la se­ñorita Karen me ha dicho que no podría asistir a las regatas del sábado y... (Dándose cuenta de la insuficiencia de esta contestación, María se interrumpe y finalmente balbucea) Ha sido con motivo, con motivo de lo que ha ocurrido hoy...
Sra. TILFORD.— Entonces ¿no me has dicho todo?.. Has simulado un desvanecimiento y has huido... y ¿ hay algo más ?
MARÍA.— Pero, abuelita, me he desmayado de verdad... No lo he fingido... Eso lo han inventado ellas por maldad... y lo otro no he sido yo...
Sra. TILFORD.— ¿Qué es lo otro?
MARÍA.— ¡No puedo decírtelo!
Sra. TILFORD.— ¿Por  qué  no?
MARÍA.— Porque vas a ponerte todavía más  en contra mía.
Sra. TILFORD.— (Molesta). Está bien. Vamos, a prisa, levántese, vaya a cambiarse de ropa y prepárese para comer.
MARÍA.— Ha sido con motivo de una conversación que la señorita Marta y la señora Mortar sostenían... Decían cosas horribles... Evelyna y Peggy, han escuchado tras la puerta y la señorita Marta las ha sorprendido y me han hecho cambiar de habitación...
Sra TILFORD.— ¿Pero qué tenía ese que ver contigo? No comprendo una palabra...
MARÍA.— Nos han hecho cambiar diciendo que no debíamos estar más tiem­po juntas. Estaban disgustadas y me lo hicieron pagar a mí... Y después, ¿sa­bes? Te tienen mucho miedo...
Sra. TILFORD.— Para tu edad tienes demasiada imaginación... ¿Por qué voy a darles miedo? ¿Tan mala soy?
MARÍA.— Tienen   miedo   de   que   te   enteres...
Sra. TILFORD.— ¿Me entere de qué?
MARÍA.— De  cosas...
Sra. TILFORD.— Bien, bien, basta... No hables más. Supongo que a me­dida que crezcas hablarás con mayor sentido...
MARÍA.— (Dirigiéndose a la puerta). Bien, bien, si no quieres saber... Hay cosas que ellas no quieren que se sepan; y que tienen miedo de que yo te las cuente... Ellas, tienen sus secretos...
Sra. TILFORD.— Todo el mundo tiene sus secretos...
MARÍA.— (Volviendo hada la mitad de la escena). Pero los suyos son muy divertidos... Evelyna y Peggy han oído decir a la señora Mortar que la seño­rita Marta, tiene celos porque la señorita Karen iba a casarse con mi primo José...
Sra. TILFORD.— No debes hablar así, María...
MARÍA.— Es lo que decía la señora Mortar, abuelita. Y también decía que era contra natura que una señorita tuviera sentimientos semejantes.
Sra. TILFORD.— ¿Cómo?
MARÍA.— Yo no hago otra cosa que repetirte lo que la señora Mortar decía... Y añadía la señora Mortar que Marta había sido siempre así, incluso cuando era pequeña y que era contra natura...
Sra. TILFORD.— No me gusta que emplees esa frase, María.
MARÍA.— (Dándose cuenta que ha empezado a interesar a su abuela, con­tinúa). Pero es la señora Mortar la que la empleaba, abuelita... Y entonces se han indignado y han expulsado de la escuela a la señora Mortar...
Sra. TILFORD.— Seguramente nada tenía que ver una cosa con la otra.
MARÍA.— (Afirmativa). Estoy segura que si, abuelita, porque todas las veces que el primo José va a la escuela, la señorita Marta se vuelve mala y hoy he oído que le decía no sé qué y que no tenía celos, sino que era una es­túpida...
Sra. TILFORD.— Empleas frases de muy mal gusto... (Está de pie, casi de espaldas al público).
MARÍA.— Y una vez, la señorita Marta estuvo en la habitación de la señorita Karen, se puso a llorar y la señorita Karen intentando consolarla dijo que todo se arreglaría y que acaso no se casaría tan pronto...
Sra. TILFORD.— (Se vuelve hacia María). ¿Y cómo sabes tú todo esto?
MARÍA.— Era natural que lo oyéramos porque la habitación es contigua a la nuestra y la señorita Marta hablaba muy fuerte...
Sra. TILFORD.— ¿Qué habitación?
MARÍA.— La de la señorita Karen. Y después ¿sabes? La señorita Marta va todas las noches al cuarto de la señorita Karen y permanece allí buen rato... Yo creo que es por esto por lo que quieren deshacerse de nosotras... de mí, porque nos enteramos de cuanto ocurre... Es, por eso, por lo que nos han cam­biado de habitación y por lo que ellas me castigan siempre...
Sra. TILFORD.— Por escuchar detrás de las puertas... (Ha dicho esto automáticamente, queriendo esconder a su nieta el valor de lo que acaba de es­cuchar). Y bien, basta... Se terminaron las murmuraciones... Sube a tu ha­bitación, cámbiate de ropa y vamos a cenar...
MARÍA.— (Dulcemente). Y aún he oído otras cosas...
Sra. TILFORD.— (Ausente). ¿Qué dices?
MARÍA.— He oído otras cosas, muchas otras cosas, abuela.
Sra. TILFORD.— (Mirándola). ¿Qué cosas?
MARÍA.— ¡Cosas!
Sra. TILFORD.— (Angustiada, cambia de sitio y se sienta cerca de la mesa, en el centro). María, no me atormentes más. Si tienes algo más que decirme habla de una vez...
MARÍA.— ¡Es que no puedo decírtelo en voz alta!
Sra. TILFORD.—No  sé porqué.  Habla,  dime toda  la verdad...
MARÍA.— Hay muchas cosas que no comprendo. Sólo sé que son horribles. Algunas veces las profesoras se pelean y luego hacen las paces. La señorita Marta llora y la señorita Karen monta en cólera... y luego... Tenemos miedo de al­gunos ruidos misteriosos.
Sra. TILFORD.— ¿Ruidos?  María ¿qué  novela  policíaca estás contando?
MARÍA.— Y  hemos  visto  unas  cosas  más  curiosas. (Dándose cuenta de  la irritación de su abuela). Te las diré al oído....
Sra. TILFORD.— ¿Por qué al oído?
MARÍA.—Mirándote no sabría decirlas... (Se cuelga sobre su abuela. De momento duda, luego habla lentamente y poco a poco, se enardece y habla muy de frisa. Su abuela la detiene en la mitad).
Sra. TILFORD.— (Temblando.) ¿Te das cuenta de lo que dices? (Sin con­testar, María continúa hablando. Tras un instante la abuela la coge por los hom­bros y la obliga a mirarla fijamente). ¿María es que todo cuanto me dices es verdad?
MARÍA.— ¡Te lo juro! ¡Te lo juro! (Pausa. La abuela se pone en pie. Permanece inmóvil un momento, luego se vuelve hacia María que sin darle tiempo a hablar continúa). Puedes preguntárselo a Evelyna y Peggy y verás... (Mien­tras María habla, la abuela se acerca a la  ventana, la espalda vuelta a Ma­ría, firme, inmóvil, conmovida). Ellas lo saben también. Y acaso no sean las dos únicas pero es que todas tenemos miedo  de  comunicárnoslo.  Y una noche he­mos querido ir a ver pero hemos tenido miedo y nos hemos acostado muy pronto para no oír... ¡Abuelita! ¡Abuelita!   ¡Por  favor... no me envíes más a esa casa horrible!
Sra. TILFORD.— (Distraída mientras se vuelve). ¿Qué?
MARÍA.— No me envíes a esa casa horrible. No podría soportarlo...
Sra. TILFORD.— Calla... (Pausa). No, hija, no. No volverás más.
MARÍA.— (Sorprendida). ¿De veras? (Encantada). Eres la más buena y la más cariñosa de las abue­las... ¿No estás enojada?
Sra. TILFORD.— No... Ahora sube y prepárate para la cena. (María la besa y sale corriendo hacia la izquierda. La abuela la sigue con la mirada, luego atraviesa la pieza hasta la chimenea. Se nota que realiza un aran esfuerzo para mantener una cólera aparente. Se dirige al teléfono, señala un número). ¿La señorita Wright, por favor...? (Espera, cuelga el auricular y señala otro número). Quisiera hablar con el doctor Car­vin... Soy la señora Tilford... (Permanece inmóvil, espera. Cuando habla su voz se emociona.) Ah, ¿eres tú, José?.. ¿Puedes venir en seguida?.. No, no... estoy muy bien... Pero es muy importante... sí. Mucho... Es necesario que hable contigo en seguida... ¿No puedes venir antes? No, no se trata del des­mayo de María... cuando menos, directamente... Bien... Pues ven en cuanto puedas. (Cuelga el receptor y permanece quieta, sin saber qué hacer. Después tras respirar fuertemente, señala otro número). Con la señora Murn, por favor. ¡Ah! Soy la señora Tilford, Myriam. Si, Amelia Tilford... Tengo algo muy importante que decirle, algo abominable e indigno... Algo a propósito de la es­cuela, de Evelyna, y de María...

TELÓN

SEGUNDO CUADRO
La misma decoración. Unas horas más tarde.

ESCENA I
María. Ágata, luego, entre cajas. Rosalía

(Al levantarse el telón. María está tendida en el suelo, jugando con un perrito. Ágata aparece llevando entre manos colchas y almohadas. Cuando está en la puerta lanza una mirada a María).

ÁGATA.— Y procura que no ensucie mi acolchado. Tú le prestarás tu pijama azul. No creo que tarde en llegar...
MARÍA.— ¿Quién?
ÁGATA.— ¿Quién? ¿Es que cuando te hablan no escuchas? Rosalía Wells duerme aquí esta noche.
MARÍA.— ¿Rosalía  duerme  aquí?
ÁGATA.— Te lo he dicho dos veces.
MARÍA.— ¿Por  qué  duerme  aquí?
ÁGATA.— Yo qué sé... Tu abuela ha telefoneado a la señora Wells, a Nueva York — más de tres dólares inútiles cuando hay familias enteras que mueren de hambre — y la señora Wells ha pedido a tu abuela que Rosalía duer­ma aquí...
MARÍA.— Y ¿por qué en lugar  de  Rosalía no ha de venir Evelyna Murn.
ÁGATA.— ¿Y quién más todavía? Vamos a invitar a todo el pueblo para que te divierta.
MARÍA.— De todas maneras yo no quiero que Rosalía se ponga mi pijama nuevo.
ÁGATA.— Yo quiero esto, yo quiero lo otro. (Sale cuando suena el timbre de la puerta). Por una vez harás lo que te manden. (Dentro). Pasa Rosalía, pasa... ¿Has cenado ya, hija?
ROSALÍA.— Sí,  señora...
ÁGATA.— (Dentro). ¿Dame tu abriguito? ¿Te has bañado?
ROSALÍA.— Sí, señora, gracias... Me he bañado esta mañana...
ÁGATA.— Bueno, no te hará ningún daño tomar otro baño antes de acos­tarte... (Sube la escalera, mientras Rosalía entra tímidamente, María recostada en el suelo está resguardada por la butaca).

ESCENA II
María, Rosalía,  luego  la señora Tilford

MARÍA.— (Suavemente). ¡Uh! ¡Uh! (Rosalía se sobresalta). ¡Ufa! (Ro­salía asustada mira a todas partes y se dirige hacia la puerta. María se pone en pie). ¡Estúpida!
ROSALÍA.— ¡Estúpida  tú!
MARÍA.— ¡Hola, Rosalía! ¡Cálmate!  ¡No tengas  miedo!
ROSALÍA.— (Ofendida). ¡Tonta! (María ríe. Rosalía se acerca y mira el puzzle). Pero ¿qué ha pasado en la escuela?
MARÍA.— ¿Cómo  qué  ha  pasado?
ROSALÍA.— ¿No vas a hacerme creer que puedes entrar y salir de la es­cuela cuando quieres...?
MARÍA.— Puede ser que desde hoy sea así... (Ella se vuelve de espaldas con voluptuosidad). Y puede ser también que no vuelva a la escuela...
ROSALÍA.— Y yo, ¿sabes si volveré? Yo no tengo ganas de quedarme en casa.
MARÍA.— ¿Qué me das si te lo digo?
ROSALÍA.— Nada; ya se lo preguntaré a mamá.
MARÍA.— Bueno, no me des nada; si me cuentas algo de alguna chica de la escuela, te lo diré...
ROSALÍA.— Espera. (Reflexiona). Lois Fischer ha dicho a Helena que tú eres una embustera...
MARÍA.— Eso ya lo sabía; no cuenta.
ROSALÍA.— Sí.
MARÍA.— No.
ROSALÍA.— (Riendo). Tú dices eso porque no sabes nada.
MARÍA.— Yo sé lo que sé. (Pausa breve) Incluso que mi abuela ha tele­foneado a tu madre a Nueva York para que te venga a buscar en seguida y mientras tanto vivirás aquí. Yo hubiera preferido que fuese Evelyna.
ROSALÍA.— Pero ¿qué ha pasado? Peggy, Helena y Evelyna han salido también de la escuela esta tarde. ¿ Es que alguna tiene la escarlatina ?
MARÍA.  — No.
ROSALÍA.— ¿Tú sabes lo que pasa? ¿Cómo te la has arreglado para sa­berlo? (Silencio). Tú te das siempre importancia de saberlo todo y ahora no sabes nada. (Se aparta, contenta de lo que ha dicho). Y después de todo, estoy contenta de no saber nada. Primero es una falta de educación, ser curiosa y después no quiero estar metida en tus combinaciones...
MARÍA.— ¿Y si yo te dijera que va he dicho que tú estás metida...?
ROSALÍA.— ¿Metida en qué?
MARÍA.— En mis líos. (Pausa. Rosalía comienza a tener miedo). ¿Y si yo te dijera que ya he dicho que has sido tú quien me lo ha contado todo...?
ROSALÍA.— ¿Cómo? Pero, María, tú no puedes hacer eso... Yo no te he dicho nada... (María ríe). ¿Tú has dicho eso a tu abuela?
MARÍA.— Puede ser...
ROSALÍA.— ¿Tú has hecho eso?
MARÍA.— Puede ser...
ROSALÍA.— (Sofocada). Pues bien, yo hablaré con tu abuela inmediata­mente y le diré que no es verdad, nada de cuanto le has dicho. Tu quieres com­prometerme, pero no estoy dispuesta... (Se dirige a la puerta).
MARÍA.— Espera un momento y voy contigo.
ROSALÍA.— (Se detiene). ¿Para qué?
MARÍA.— (Tranquila). Para hablar del brazalete de  Helena Burton...
ROSALÍA.— (Asustada, se sienta) ¿Y qué hay de ese brazalete?
MARÍA.— Hay... ¡que lo robaste!...
ROSALÍA.— No es verdad.
MARÍA.— Sí, es verdad, que tú lo robaste.
ROSALÍA.— (Llorando.) Es una mentira más, que has inventado. No ha­ces otra cosa que esto.
MARÍA.— Si crees que voy a dejarme tratar de embustera, Rosalía, te equi­vocas. Tu quieres que vayamos hasta el fin. Pues bien ¡iremos! Yo también iré a buscar a la abuelita; y luego haremos venir a la policía y te llevarán a la cár­cel y te quedarás allí para siempre; y cuando seas vieja, muy vieja, que ya no sirvas para nada y estés medio ciega te echarán a la calle con un cartel en la es­palda que dirá: "He sido una ladrona" y tus padres habrán muerto de vergüen­za, hará mucho tiempo y no podrán ir a ninguna parte y te verás en la necesi­dad de pedir limosna...
ROSALÍA.— (Llorando). Yo no he robado nada... Me lo puse para ir al cine y ponerlo en su sitio al volver a la escuela. Yo no quería quedármelo...
MARÍA.— Nadie te creerá y menos que nadie la policía. Tú no eres más que una ladrona. Eso es lo que eres. (Rosalía llora más fuerte). ¡Y calla! No hagas tanto ruido...
ROSALÍA.— ¿Tú no dirás nada? Dime que no dirás nada...
MARÍA.— ¿Es que miento?
ROSALÍA.— (Tras una pausa y con una pobre voz). No.
MARÍA.— Entonces di:  "Te pido perdón de rodillas"
ROSALÍA.— Te pido perdón de rodillas... (Se levanta y se dirige a la bu­taca).
MARÍA.— (Inmóvil). Espera un poco. Antes di: "A partir de hoy, yo Rosalía Wells, soy la esclava de María Tilford y juro hacer y decir todo lo que me ordenará. Hago el juramento formal por mi honor de caballero"
ROSALÍA.— Yo no quiero; yo no quiero hacer un juramento como ese... (María se dirige hada la puerta) ¡María, espera!
MARÍA.— ¿Juras?
ROSALÍA.— (Lloriqueando). ¿Pero entonces podrás ordenarme lo que se te antoje?
MARÍA.— Y deberás obedecer. Apura, juras o si no...
ROSALÍA.— (Vencida). A partir de hoy. yo, Rosalía Wells, soy la esclava de María Tilford y juro hacer cuanto me ordene. Lo juro...
MARÍA.—  ...solemnemente por mi honor  de  caballero.
ROSALÍA.— ...solemnemente por mi honor de caballero. (Se rehace y se levanta en cuanto entra la señora Tilford).
MARÍA.— No te olvides de lo que has jurado.
Sra. TILFORD.— Buenas noches,  Rosalía...
ROSALÍA.— Buenas  noches,  señora...
MARÍA.— Has visto, abuelita, como está engordando Rosalía?...
Sra. TILFORD.— (Distraída). Le está muy bien... (Llaman). Debe ser José. Recoged vuestros juguetes. María acompaña a Rosalía a la biblioteca. Encima de la mesa hay leche y  frutas. Cenáis y os acostáis... Y  apagad  la  luz  antes de las once. (Besa a las dos niñas. Rosalía se dispone a salir por la izq., mira a Ma­ría, duda y se detiene).
MARÍA.— Pasa, Rosalía. (Espera a que Rosalía atraviese la puerta). Abue­lita...
Sra. TILFORD.— ¿Qué?
MARÍA.— Abuelita, el primo José te dirá que yo debo volver a la escuela; te dirá que yo no estaba verdaderamente... (Entra el doctor Carvin y María sale huyendo por la puerta).

ESCENA III
Señora Tilford y Carvin

CARVIN.—Buenas noches, tía... (Mira sorprendido a María cuando huye). ¿Cómo, María aquí?
Sra. TILFORD.— Buenas noches, José...
CARVIN.— ¿Cómo  vamos,  tía?..  ¿Siguen  los  dolores  de  cabeza?
Sra.  TILFORD.— No... ¿Y tú como estás José?
CARVIN.— Magníficamente, soy el peor de mis clientes.
Sra. TILFORD.— Hacia muchos días que no te había visto. Hasta Ágata se lamenta de que no vengas a cenar los domingos.
CARVIN.— En estos últimos tiempos he tenido muchos trabajo.
Sra. TILFORD.— Y el hospital ¿cómo va?
CARVIN.— Mal. Todo sigue igual. No hay dinero, la instalación es mala; el laboratorio, ridículo y todos se lamentan de todo y de todos. Pero, supongo tía que no me has hecho venir para hablarme del hospital... me pareces que tie­nes que decirme algo más importante ¿verdad?
Sra. TILFORD.— En efecto, José, tengo algo importante que decirte.
CARVIN.— Pues, dilo...
Sra. TILFORD.— Es que...  no es tan fácil...
CARVIN.— ¿No es fácil? ¿A mí? (Pausa). Si es algo de María no te preocupes, tía. Apuesto cualquier cosa que se ha escapado de la escuela para contarte su desmayo... ¡Bah! No era más que pura comedia, tía. Mimasteis demasiado a  esa niña.
Sra. TILFORD.— Estoy al corriente del desmayo y no es eso lo que me in­quieta.
CARVIN.— (Gentilmente). ¿Tienes alguna preocupación?
Sra. TILFORD.— Sí; una preocupación muy grave y que nos afecta a todos...
CARVIN.— ¿A todos? ¿A mí? No te entiendo...
Sra. TILFORD.— ¿Hace tiempo que no has visto a la señorita Karen?
CARVIN.— Esta tarde estuve con ella.
Sra. TILFORD.— ¿Antes o después de las siete de la tarde?
CARVIN.— Antes. ¿Ha ocurrido algo después?
Sra. TILFORD.— (Pausa.) José, tu noviazgo está muy adelantado y creo que os vais a casar pronto ¿no?
CARVIN.— ¡Exacto! Puedes ir preparando el regalo de bodas y hasta si quieres nos casaremos aquí mismo.
Sra. TILFORD.— Entonces, Karen se ha decidido así, bruscamente...
CARVIN.— ¿Cómo bruscamente? No, no... la escuela marcha mejor y con motivo del viaje de la señora Mortar.
Sra. TILFORD.— Ah, sí... Algo me han dicho del despido de la señora Mortar...
CARVIN.— ¿Despido? Puede ser, en efecto...   Pero, en fin me parece que una bonita cantidad para el viaje y la promesa que le será pasada una pensión decente es un despido bastante agradable...
Sra. TILFORD.— (Lentamente). Y, ¿no encuentras raro que tanto tu novia como su amiga sientan esa imperiosa necesidad de librarse de la presencia de esa mujer un poco loca,  desde luego,  pero inofensiva?
CARVIN.— No te entiendo tía, pero no me parece raro... La señora Mortar está loca, en efecto, pero no es tan inofensiva como parece... Es una espe­cie de bicho que se mete en todas partes y que está llena de vanidad. Si me has hecho venir para organizar una Sociedad Protectora de la señora Mortar, pier­des inútilmente el tiempo. (Se levanta). Y no obstante, tía, algo importante de­bes decirme, ¿no? Vamos, la verdad ¿por qué me has llamado?
Sra. T1LFORD.— José... es imposible que te cases con Karen.
CARVIN.— ¿Imposible? Me pareces tía que exageras. ¿Y por qué es im­posible?
Sra. TILFORD— Porque he sabido algo horrible de su vida... (Suena insis­tentemente el timbre de la puerta).
CARVIN.— Tía, no  estoy dispuesto  a tolerarte lenguaje  semejante...
Sra. TILFORD.— Desgraciadamente tengo muy buenas razones para em­plearlo. (Se calla al oír el timbre insistente y dice). Pero, ¿quién llama de es­ta manera?
KAREN.— (Dentro). Ágata, la señora Tilford está ahí?
ÁGATA.— Sí,  señorita Karen, pase usted.
Sra. TILFORD.— No; le prohíbo la entrada en mi casa.
CARVIN.— ¿Qué dices?
Sra. TILFORD.— Que le prohíbo la entrada en mi casa.
CARVIN.— Entonces tampoco debo permanecer yo ni un minuto más. (Va para salir cuando tropieza con Karen y Marta, que entran a un tiempo y muy ner­viosamente)

ESCENA IV
Los mismos y Karen y Marta

KAREN.— (Al ver a José). ¡José! ¿Qué haces aquí? ¿Se trata de una broma?
MARTA.— (Violentamente a la señora Tilford). Hemos venido para saber exactamente que es lo que pasa.
GARVÍN.— (A Karen). Pero ¿qué ocurre?
KAREN.— Está usted loca, señora. Pero ¿por qué nos ha hecho usted eso?
CARVIN.— Pero ¿de  qué habláis? ¿Que quieres  decir?
Sra. TILFORD.— Pueden y deben ustedes retirarse. Aquí no tienen ustedes nada que hacer.
CARVIN.— Pero, señor, ¿de qué se trata?.
KAREN.— He intentado telefonearte... ¿No te han dicho nada?
CARVIN.— Nadie me ha dicho nada... No escucho más que palabras in­coherentes. ¿Pero, qué pasa? (Se sobresalta, intenta romper a hablar y hace sig­nos de que no puede). Marta, hable usted, ¿qué hay?
MARTA.— Todos  se han vuelto locos.  No  sabemos  nada.
CARVIN.— Pero ¿qué ha ocurrido?
KAREN.— No sabemos nada. Nadie ha querido decirnos la verdad, nadie ha querido darnos una explicación...
MARTA.— Yo le explicaré. En el preciso momento en que íbamos a sen­tarnos a la mesa para cenar, a la siete de esta tarde ha llegado el chófer de la señora Murn a decirnos que Evelyna debía regresar inmediatamente a su casa. A las siete y media ha llegado la señora Burton y nos ha dicho que se llevaba enseguida a su hija Helena y que era necesario que le hicieran todo el equipaje; que esperaría en la puerta con su hija pues no quería entrar de ninguna manera en una casa semejante. Cinco minutos más tarde era el mayordomo de la seño­ra Wells la que llegaba en busca de Rosalía.
CARVIN.— ¿Y  el  motivo?
MARTA.— Nadie nos lo ha dicho. Parecía cosa de locos. Entraban, salían, se empujaban... Metían rápidamente a los niños en los autos y huían.
KAREN.— (Más tranquila, toma de la mano a Carvin y dice). Escucha, la señora Rogers nos lo ha dicho. Una cosa innoble... Parece que la señora Til­ford nos ha levantado una calumnia infame... que Marta y yo somos... (Su voz se ahoga. Carvin atraviesa la escena y por último, interpela a su tía).
CARVIN.— Tú  has  dicho  eso.
Sra. TILFORD.— Sí.
CARVIN.— ¿Estás loca?
Sra. TILFORD.— Bien sabes que no.
CARVIN.—Entonces por qué lo has dicho.
Sra. TILFORD.— Porque es verdad.
KAREN.— ¿Cómo? Pero, ¿puede usted creer semejante vileza?...
MARTA.— (Fuera de sí). Loca, miserable...
KAREN.— ¿Pero se da usted cuenta de lo qué dice?
Sra. TILFORD.— Me doy perfecta cuenta.
MARTA.— Usted no se da cuenta de nada. Usted no sabe lo que dice... Usted está loca...
Sra. TILFORD.— Por eso pienso también que ustedes no debían haber en­trado jamás en esta casa. (Tranquila, mirando a Marta). Yo no insulto jamás a nadie y no voy a permitir que se me insulte. Acabemos. No voy a discutir con ustedes...
KAREN.— ¿Pero qué es lo que dice esta mujer, José? ¿Qué tiene contra nosotras?
MARTA.— (Dulcemente, hallándose a sí misma). Es una pesadilla; una ver­dadera pesadilla. (Se remueve ligeramente). ¡Es horrible! Y estamos aquí con e! aire de aceptar mansamente este crimen social que contra nosotras se comete... Pero ¿cree usted que vamos a permitir que se nos injurie así como así. sin de­fendernos; cree usted que dejaremos que sus injurias nos cubran de vergüenza?
Sra. TILFORD.— Esta discusión es inútil tanto para ustedes, como para mí, como para todos...
MARTA.— (Despreciándola). ¿Para todos? No... ¡Oídla!... Se cree que juega con muñecas de barracón que no se defienden de las piedras que les tiran. Pues bien; se equivoca usted! ¿No comprende usted que somos seres vivos? ¿Que tenemos sangre en las venas para defendernos? Es nuestra vida, nuestro honor, nuestro pan, lo que defendemos. No es una cosa baladí. ¿Es usted capaz de comprenderlo?
Sra. TILFORD.— (Por primera ves irritada). Soy capaz de comprender es­to y otras muchas cosas, señorita. Son ustedes las que no han sabido compren­der nuestra bondad al confiarles a nuestras hijas... Y por eso he intervenido. (Mas pausada). Yo sé que lo que he hecho es grave para ustedes; pero también el mal ejemplo de ustedes era grave para los demás.
CARVIN.— Me cuesta creer lo que dices...
Sra. TILFORD.— Yo he querido evitar esta entrevista porque no ha de dar ningún resultado... Pero, en fin. si han venido ustedes para cerciorarse de quien era la persona que les había denunciado ya están ustedes enteradas. Deje­mos las cosas aquí. Están ustedes en mi casa contra mi voluntad. Salgan inmedia­tamente. Lamento José que hayas de sufrir esta afrenta.
CARVIN.— Poco  me  importan  sus  lamentaciones...
Sra. TILFORD.— Está bien.  De todas maneras ya sé que nada puedo hacer y que nada quiero hacer...
CARVIN.— Bastante ha hecho usted señora...
Sra. TILFORD.— He actuado de acuerdo con mi conciencia. Lo que ellas sean no le afecta más que a ellas. Pero la cosa es grave si los niños pueden su­frir las consecuencias.
KAREN.— ¡Pero no es verdad! No hay una palabra verdadera en todo es­to... Usted no quiere comprender.
Sra. TILFORD.— No he de reclamar ninguna sanción contra ustedes pero tampoco hay razón para buscar querella... Este escándalo son ustedes las que lo han provocado. Salgan. Yo no quiero comprender nada, en efecto... Salgan.
MARTA.— (Lentamente). Ya...  Así, simplemente, sin defendernos...
Sra. TILFORD.— No creo que sea lo mejor que puedan hacer.
MARTA.— Algún medio ha de haber para que usted pague el daño que nos ha hecho; y ese medio lo hemos de conseguir.
Sra. TILFORD.— No me parece lo más prudente para ustedes.
KAREN.— Ni para usted... Por eso, tiene usted miedo...
Sra. TILFORD.— ¿Miedo yo? Yo no lo tengo, señorita...
CARVIN.— Tienes más de setenta años y ya no sabes lo que dices...
Sra. TILFORD.— No es verdad, y no me ofenden tus palabras...
KAREN.— (Acercándose.) Es usted quien ha creado el escándalo. (La se­ñora Tilford vuelve el rostro.) ¿Entiende usted? siento náuseas... Todo esto no es más que una vil calumnia. No hay una sola palabra de verdad en todo ello y no obstante tenemos que defendernos. ¿Y contra qué? Contra una calumnia abominable.
Sra. TILFORD.— Lo siento pero no puedo creerlo...
CARVIN.— (Apasionado). Pero tú puedes creer esto:  las dos han trabajado durante ocho años, ahorrando moneda tras  moneda  para poder comprar aquella granja y fundar una escuela. Ellas se han privado de todo lo que no suelen pri­varse las jóvenes de su edad. Tú no sabes los sacrificios que se han impuesto pa­ra lograrlo. La escuela era su dignidad social; el pan cotidiano y el trabajo ho­nesto. ¿ Sabes lo que es trabajar todos los días, sin cesar, para lograr lo que uno se ha propuesto ?... Ellas dos lo saben bien. Y cuando lo han obtenido, vas tú y de un soplo destruyes de una vez, un pasado, un presente y un porvenir. Pero, por Dios, ¿por qué has hecho eso?
Sra.  TILFORD.— ¡Que le vamos a hacer!   ¡Mi conciencia!.
CARVIN.— ¡Bonita cosa, tu conciencia!...
Sra. TILFORD.— ¡Oh! Te comprendo, José, y te perdono.
CARVIN.— Tú  no comprendes nada...
Sra. TILFORD.— Te he querido como a uno de mis hijos, yo, en este caso hu­biera sido inflexible con ellos, como lo soy contigo.
MARTA.— (Con voz sorda). Pero, ¿qué es lo que podemos hacer? Debe ha­ber algo que la hiera... Alguna cosa que le haga sentir nuestra verdad... Vea, se­ñora, dice usted que no quiere saber nada de este escándalo... Pues bien, en él estará usted metida. En mayor o menor escala... ¿Usted mantiene cuanto ha dicho y está usted dispuesta a repetirlo ante testigos?
Sra.  TILFORD— Y,  claro.
MARTA.— Muy bien. Pero no crea usted que ya a poderlo repetir en voz baja. Es usted quien ha inventado la mentira infamante; nosotros le obligaremos a que lo repita muy alto ante el mundo... La llevaremos a los tribunales para que pruebe su injuria.
Sra. TILFORD.— Es una  resolución bastante peligrosa...
KAREN.— Sí, para usted.
Sra. TILFORD.— No. Para ustedes. Es por ustedes por quien siento miedo. Ustedes han tenido el descaro de negar aquí y van ustedes a atreverse a negar en público? Se equivocan ustedes. Es una anciana la que se lo dice... Soy vieja y he visto a mucha gente actuar por orgullo y el orgullo las ha perdido...
MARTA.— ¡Ah, ya! ¿Y cree usted que su edad va a preservarla de nues­tros ataques?
Sra. TILFORD.— No es eso lo que quiero decir y ustedes lo saben.
CARVIN.— (Que estaba absorto, junto a la ventana, dice rápido). Pero; es imposible! (Mira a su tía. Pausa. No puede creer que lo que acaba de pensar pue­da ser verdad). Un chisme de la niña no puede haberte sido suficiente para...
MARTA.— (Sorprendida). Ah, sí... Eso ha sido.
KAREN.— ¿Quién? ¿María? Vamos, vamos...   Pero si es una niña...
MARTA.— No, Karen, no... No es una niña...
KAREN.— Puede ser... Esa pequeña nos ha odiado siempre. Nunca lo he­mos comprendido, nunca hemos podido saber por qué...
MARTA.— No tenía razón alguna. María odia a todo el mundo.
KAREN.— Su nieta, señora, es una niña rara, su maldad es incomprensible... Nos ha dado miedo siempre...
Sra. TILFORD.— Ya esperaba yo que ustedes dijeran todo eso.
KAREN.— Yo no digo más que la verdad... Hacía tiempo que debíamos habérselo dicho. (Pausa, suspira). Pero, ¿qué pasa?
MARTA.— ¿Dónde está María? Que venga. Tenemos el derecho de oiría...
Sra. TILFORD.—No permitiré que las vea a ustedes.
CARVIN.— ¿Dónde está?
Sra. TILFORD.— No  insistas, José...
CARVIN.— Me  encargo yo de hablarla...
Sra. TILFORD.— (Subrayando sus palabras). No toleraré que se le haga re­petir ciertos horrores... (A Marta y Karen) Dicen ustedes que no es verdad. Aca­so están ustedes en su derecho pero yo sé que es verdad lo que he afirmado. No he querido más que una cosa: alejar a los niños de un peligro. Esto lo he lo­grado. Ahora creo que han permanecido en mi casa demasiado tiempo. ¡Salgan! (Karen se levanta. Ella y Marta van a salir).
CARVIN.— ¡Esperad! (A la señora Tilford). ¡Cuando un acusado no tie­ne más un medio de probar su inocencia, negárselo es cometer una mala acción.
Sra. TILFORD.— Jamás la he cometido.
GARVÍN.— Entonces ¿dónde está María? (Al cabo de un momento la seño­ra Tilford hace un gesto con la cabeza para indicar la izquierda. Carvin se dirige a la puerta, la abre y grita). ¡María! ¡María, ven! (María aparece. Permane­ce dudosa en el dintel. Está nerviosa e impresionada).

ESCENA V
Los mismos y María

Sra. TILFORD.— (Dulcemente). Siéntate, hijita y no temas nada
MARTA.— Y que diga la verdad...
CARVIN.— (Con mucha naturalidad). Escucha. (Le mira y le coge una ma­no entre las suyas). A todos nos ha llegado un día la necesidad de mentir. Al­guna vez no hay más remedio que hacerlo. Yo mismo he mentido en varias oca­siones porque no he podido negarme, pero ni yo, ni nadie que sea bueno de cora­zón puede sostener una mentira cuando se ofrece la ocasión de decir la verdad y reparar el daño que se haya hecho con la mentira. Es una suerte tener ocasión de ratificar y hacer un bien... Te digo todo esto porque te voy a hacer una pregunta... Antes de contestarla, piensa, medita lo que .vas a contestar. Si has mentido por necesidad, si te has equivocado en tus juicios por informaciones erróneas, si has dicho una cosa por otra sin darte cuenta del perjuicio que po­días causar, dilo sin vacilar. No te castigará nadie. No temas nada. ¿Comprendes?
MARÍA.— (Tímidamente). Sí.
CARVIN.— (Muy firme). Muy bien. Escúchame. ¿Has dicho la verdad a la abuelita esta tarde, la verdad de cuanto sucede en la escuela?...
MARÍA.— (Sin vacilar). Sí. (Karen suspira y Marta con los puños cerrados elevados al cielo vuelve la espalda a María. Carvin mira sonriente a María).
CARVIN.— Bien está, María... Has perdido la oportunidad que se presen­taba para hacer un bien. (Se levanta y coloca en su sitio la silla que había ocu­pado). Ahora intentaremos esclarecer esta fantasía.
Sra. TILFORD.— ¿No es  suficiente la contestación categórica de la niña?
CARVIN.— No, tía, no... Apenas hemos iniciado esta cuestión. Es usted quien ha comenzado y soy yo quien ha de ir hasta el fin. Todavía te voy a pre­guntar más cosas, María.
MARÍA.— Bueno...
MARTA.— ¡Cuánta hipocresía, Señor! (La señora Tilford pretende levan­tarse. Carvin le hace signo de que se siente).
Carvin— ¿Por qué no quieres a las señoritas Karen y Marta?
MARÍA.— Yo si las quiero... Son ellas las que no me quieren; las que no me han querido nunca...
CARVIN.— ¿Qué sabes tú?
MARÍA.— Yo sí que lo sé. Siempre encuentran mal lo que hago. Siempre soy yo la que paga los platos rotos de las demás. Se me castiga por todo.
CARVIN.— ¿Y cómo explicas  esto?
MARÍA.— Porque... Porque... ellas... porque... ellas... (Mira a su abue­la) ¡Abuelita!
CARVIN.— ¡Quieta! Luego pasaremos a la sección de sentimientos. ¿Por qué te han castigado hoy?
MARÍA.— Porque Peggy y Evelyna escuchaban tras de una puerta lo que ellas decían y me han castigado a mí....
KAREN.— (Indignada). ¡No es verdad!
CARVIN.— ¡Calla! ¿Y qué decían?...
MARÍA.— La señora Mortar decía que la señorita Marta tiene unos senti­mientos raros. Y añadía que era por la señorita Karen y además que eran unos sentimientos contra natura... Es por eso por lo que se nos ha castigado, na­da más que por eso.
KAREN.— No es verdad; no han sido castigadas por eso...
MARTA.— Mi tía es idiota y diría cualquier estupidez por espíritu vengativo y por excitarme.
MARÍA.— Y después ha dicho también que cada vez que tu ibas a la es­cuela, la señorita Marta se ponía furiosa y no quería que te casaras con la se­ñorita Karen...
MARTA.— En efecto, lo ha dicho--. Y la niña ha tomado en serio rabietas de vieja que cuando no pueden hacer otra cosa se dedica a decir palabras des­agradables. (De pronto se dirige a María y la contempla con una mezcla de des­precio y curiosidad). Y ¿cómo sabe usted cosas semejantes a su edad?
CARVIN.— (A María.) ¿Y qué quería decir la señora Mortar? ¿Tú lo sabes?
Sra. TILFORD.— ¡Basta. José!
MARÍA.— Yo no sé, pero nos parecía cómico... Ella decía cosas como esta y todas las alumnas hablaban cuando la señorita Marta iba a la habitación de la señorita Karen, por la noche.
KAREN.— Ya; y también algunas noches salimos al cine; o leímos hasta muy tarde; o discutíamos cuando todas descansaban, los planes de la escuela... ¡Horrendos crímenes, señora Tilford!
MARÍA.— No podíamos dormir porque oíamos... y teníamos miedo porque...
MARTA.— ¡Calla! ¡Calla!
KAREN.— (Violenta). No, que no se calle...  ¿Y que oían ustedes.? Hable.
MARÍA.— Abuelita, yo...
Sra. TILFORD.— (Dolorosamente a Carvin). Pero, ¿vas a intentar que lo diga todo?
CARVIN.— (Sin contestar a su tía). Sigue, María. ¿Qué oías, que es lo que te daba miedo?
MARÍA.— (Débilmente). No sé...
CARVIN.— No lo sabe...
MARÍA.— (Vivamente). Pero he visto cosas... Una noche, yo creí que había alguien enfermo: o algo parecido y he mirado por el ojo de la cerradura y ellas se besaban y se decían cosas y yo he tenido miedo.
MARTA.— (Con el gesto desmayado). Esta niña está loca, señora...
KAREN.— Pregúntale como podía vernos.
CARVIN.— Como podías ver a la señorita Karen y a la señorita Marta...
MARÍA.— Yo... yo...
Sra. TILFORD.— Dile lo que me has dicho al oído...
MARÍA.— Era una noche, me he agachado para ver por el ojo de la ce­rradura.
KAREN.— Mi  puerta no tiene cerradura...
Sra. TILFORD.— ¿Cómo?
KAREN.— Que mi  puerta no tiene  cerradura.
MARÍA.— (Rectificando velozmente.) No era en su habitación abuela; era en otra... Me parece que fue en la de la señorita Marta. Yo las he visto por el ojo de la cerradura en la habitación de la señorita Marta...
MARTA.— Yo duermo en la misma habitación que mi tía, en el piso supe­rior; al extremo de la casa. Nada ni nadie puede oírnos... (A Carvin.) Dígale a mi tía que venga a comprobarlo.
Sra. TILFORD.— (Con la voz temblorosa.) ¿Qué significa esto, María? ¿Por qué me has dicho que habías visto por el ojo de la cerradura? ¿Cómo podías oír desde tu habitación lo que ocurría en la habitación de la señorita Marta?
MARÍA.— (Llora.) Todo el mundo grita en contra mía. Yo no sé lo que me digo porque todas tratáis de que me equivoque... Yo lo he visto, yo lo he visto... (La señora Tilford coge a María por sus brazos y la levanta.)
Sra. TILFORD.— Pero ¿qué es lo que has visto, María? ¿Y dónde lo has visto? Quiero que me digas la verdad, ahora mismo... sea lo que sea. (Duramen­te.) No llores más. (María con la cabeza baja no cesa de llorar.) Te exijo que digas la verdad.
MARÍA.— Está bien  abuelita...
Sra. TILFORD.— ¡Habla!
MARÍA.— (Tras una pausa, la voz sorda pero firme.) Es Rosalía quien las vio. Yo he dicho que fui yo para no denunciar a Rosalía.
CARVIN.— (Fatigado.) Aún no hemos terminado...
MARÍA.— Fue Rosalía, abuelita. Ella nos lo contó todo y nos dijo además que había leído algo semejante en un libro que tenía escondido...
CARVIN.— Ya, ya, ya... Embustes y más embustes. Vámonos... Adiós, tía... Y otra vez...
MARÍA.— (Con la energía de la desesperación.) Pregúntaselo a Rosalía y ella os dirá lo mismo que os he dicho. Hablábamos de eso todo el tiempo. Es la verdad. Yo os juro que es la verdad, Rosalía nos dijo que lo pudo ver por la puerta entreabierta... Yo he intentado salvar a Rosalía y todo el mundo quiere perderme... (Se deja caer en una silla y llora.)
Sra. TILFORD.— (A Carvin.) Un momento... (Va a la puerta de la biblio­teca y la abre.)  ¡Rosalía!
CARVIN.— Esta vez te has equivocado... Y has hecho demasiado daño para que te pueda ser perdonado
Sra. TILFORD.— (Pasa la mano por su cara y mientras espera a Rosalía, ex­clama.) Es posible que tengas razón... No sé nada... Puede que lo haya merecido.

ESCENA VI
Los mismos y Rosalía.

Rosalía aparece en la puerta. Muy intimidada, saluda a cada uno en particular. La señora Tilford, la coge dulcemente de la mano y la conduce al centro.

Sra. TILFORD.— (Con voz convulsa.) Lamento mucho no dejarte ir a dor­mir todavía, Rosalía. Supongo que estarás fatigada... (Pausa.) Rosalía: Ma­ría dice que entre las alumnas hablabais de no sé qué cosas que ocurrían, entre las señoritas Karen y Marta... ¿Es verdad?
ROSALÍA.— No sé qué... es lo que quiere usted decir...
Sra. TILFORD.— Que las alumnas  decían ciertas  cosas...
ROSALÍA.— (Abriendo mucho los ojos; asustada.) ¿Qué cosas? Yo no he oído nunca nada...
KAREN.— (Dulcemente.) No tengas miedo, Rosalía. (Se acerca a ésta.)
Sra.  TILFORD.— ¿De qué hablabais, Rosalía?
ROSALÍA.— (Sin comprender, a Karen) No sé qué es lo que quie­re decir, señorita Karen...
KAREN.— (Dominándose.) Rosalía, María ha dicho a su abuelita que en la escuela había cosas que os intrigaban y que repetíais ciertas historias que no com­prendíais muy bien.
ROSALÍA.— (Sincera y molesta.) Yo no estoy muy fuerte en Historia y es cierto que alguna vez, Helena me ha ayudado en la lección...
KAREN.— No, no es esto, lo que María quería decir. Ella asegura que una vez tú has visto por una puerta entreabierta que la señorita Marta y yo... (No pudiendo más.) nos besábamos como no se besan las mujeres...
ROSALÍA.— (Indignada.) ¡Oh, señorita Karen! No es verdad, no es verdad, no es verdad. Yo no he dicho nunca esto...
Sra. TILFORD.— (La coge por los hombros y la mira con el máximo de ten­sión.) ¿Es verdad esto, hija mía?
ROSALÍA.— Yo no he visto nunca nada. María siempre está inventando cosas sobre mí y sobre todo el mundo. (Llora nerviosamente.) Yo no he dicho nunca cosas semejantes...
MARÍA.— (Mirándola fijamente.) Sí,  Rosalía, sí, tú lo has dicho.
ROSALÍA.— ¿Yo?
MARTA.— (Con fría voz.) Me acuerdo muy bien del día que lo dijiste. Fue la tarde que el brazalete de Helena Burton fue...
ROSALÍA.— (Como hipnotizada.) No es verdad... Tú querías que yo...
MARÍA.— La tarde que el brazalete de Helena Burton fue robado...
ROSALÍA.— (Balbuceando.) No es verdad, no es verdad, no es verdad.
MARÍA.— (Firme, la cabeza erguida, la voz rotunda.) Está bien... Abuelita, es necesario que te diga algo grave...
ROSALÍA.— (Fuera de sí, con voz estridente.) Sí, sí... Es ver­dad... Yo lo dije... María tiene razón... Yo lo dije, yo lo dije, yo lo dije... (Se deja caer en un sillón entre las convulsiones de un ataque; todos socorren a Rosalía, mientras María atraviesa voluptuosamente el salón y se sienta en una silla con las piernas abiertas y sonríe.)

TELÓN

ACTO  TERCERO

La misma decoración del primer acto. Pero la habitación está cambiada. No es­tá sucia, pero sí descuidada. Algunos periódicos abandonados sobre los muebles. Una taza de café vacía sobre la mesa. Las ventanas cerradas. Día triste. Noviembre.

ESCENA I
Marta y Karen

(Al levantarse el telón, Karen está sentada en el sofá, a la izquierda.   Marta ten­dida en el canapé.   La mirada vaga puesta en los almohadones.   No empiezan el diálogo hasta pocos segundos después de levantar el telón.)

MARTA.— (Friolenta.) ¿Hace frío aquí?
KAREN.—Sí.
MARTA.— ¿Qué hora será?
KAREN.— No lo sé... ¿Y qué nos importa?  (Silencio. Suena el timbre del teléfono. No le dan la menor importancia. En vista de que persiste el timbre, Karen se levanta y descuelga el auricular, luego se dirige a la ventana.) Llueve...
MARTA.— (Tras una pausa.)  ¿Tienes hambre?
KAREN.— No. ¿Y tú?... (Se dirige a la mesa, enciende la luz y se sienta.)
MARTA.— Yo tampoco. Ya ni me acuerdo de comer. ¿Te acuerdas de nues­tro apetito en el colegio?
KAREN.— Sí... ¡Qué lejos está eso! (Pausa.) ¡Un siglo!
MARTA.— Bueno. Puede que volvamos a tener apetito dentro de un si­glo... Es un sistema de hacer economías...
KAREN.— Hoy tarda más de lo habitual José... ¿Qué hora será?
MARTA.— Desde hace ocho días nos pasamos el tiempo preguntándonos qué hora es. Es como si no supiéramos que no hay horas para nosotras... ¡Que todo el tiempo nos sobra!
KAREN.— Hace una eternidad que no hemos salido de casa. ¿Qué haremos el día que nos decidamos a salir a la calle?
MARTA.— ¡Quién sabe!
KAREN.— (Con  media voz.) ¡Es horrible!
MARTA.— ¡Oh, no se hable más de ello! (Pausa.) ¿Qué vamos a cenar?
KAREN.— Lo que quieras.
MARTA.— Te parece bien un plato de papas rellenas como a ti te gusta­ban...
KAREN.— (Vagamente.) Hoy hace ocho días. .. Hasta el último momento me resistí a creer...
MARTA.— Y yo...
KAREN.— Hoy creo demasiado...
MARTA.— Hoy y siempre...
KAREN.— (Levantándose bruscamente.) ¿Salgamos?
MARTA.— ¿Para ir dónde?
KAREN.— A pasear.
MARTA.— ¿Pasear, dónde?
KAREN.— Donde sea. ¿No quieres? No vamos a encontrar a nadie... Y si vemos a alguien ¿qué nos puede importar?
MARTA.— (Tras una pausa.) Bueno, iremos al parque...
KAREN.— (Triste.) ¿Al parque? No... Habrá niños... (En pie. Se miran.) ¡Quedémonos! Es mejor. (Marta vuelve al canapé y se tiende.) Saldremos ma­ñana.
MARTA.— ¡Bah! Ni tu misma lo crees...
KAREN.— José insiste todos los días en que salgamos. Ayer me dijo que. todos los que no creen aún que es verdad esa abominable historia, acabarán por dudar de nosotras, al ver que nos escondemos.
MARTA.— Pero ¿queda gente que no crea la calumnia?
KAREN.— José dice que deberíamos ir al pueblo, acudir a las tiendas y hacer como si...
MARTA.— ¿A las tiendas? ¡Bonita idea! Apenas hay tres tiendas en todo el pueblo y en cuanto entráramos en cualquiera se nos miraría como bichos raros... No debe de estar al corriente de la indigna campaña que nos ha hecho el Club Femenino de Lancet.
KAREN.— No le digas nada...
MARTA.— Está tranquila... (Sienten pasos en el vestíbulo). Aquí está...

ESCENA II

Las mismas y el chico del almacén

(El tendero, aparece llevando una caja. Entra en la sala y permanece en la puerta mirándolas sonriente y estúpidamente. Tiene la mirada socarrona y es­túpida de los que creen saber cosas malsanas).

EL CHICO.— (Cínico). He llamado a la puerta de la cocina y nadie me ha contestado...
MARTA.— Repite usted eso todos los días. Está bien. Deje todo eso por ahí... (Deja  el paquete sobre la mesa y se acerca lentamente a Karen  para examinarla).
KAREN.— (Incapaz de sostener la mirada del chico). Y váyase...
EL CHICHO.— Está todo lo que han pedido. (Paso lento se dirige a Marta y hace lo mismo).
MARTA.— (Bruscamente.) ¿Y qué más? ¿Es que va usted a quedarse aquí mucho rato?
EL CHICO.— (Se dirige lentamente a la puerta.) Parece que se ha detenido un coche ante la puerta. (Como no le hacen caso, abre la puerta, las vuelve a mirar, por última vez y luego familiarmente les dice): Adiós, hasta mañana... (Sale silbando).

ESCENA  III
Marta y Karen

MARTA.— (Amarga). ¿Sigues teniendo ganas de ir al pueblo?
KAREN.— No sé... No sé nada... (Pausa) ¡Oh, Marta, Marta!
MARTA.— (Dulcemente). ¿Qué?
KAREN.— ¿Qué va a ser de nosotras? Todo está tan frío; todo parece muerto a nuestro alrededor. Incluso por la noche, cuando se lucha para librarse de las garras de la pesadilla, se despierta y se halla en el mundo real: la cama, la habitación. Pero, aquí, una pesadilla sigue a otra. No hay mundo real. No hay más que pesadillas. ¿ Qué es lo que nos ha ocurrido? ¿Qué hicimos de malo para que nos ocurriera tocio esto? ¿Y qué esperamos ahora?
MARTA.— Esperamos.
KAREN.— ¿Pero qué es lo que esperamos?
MARTA.— No sé...
KAREN.— Hay que salir de aquí. Yo no .puedo más.
MARTA.— Pero tú vas a casarte, pronto, y todo se arreglará para ti...
KAREN.— (Vagamente). Sí.
MARTA.— (Sorprendida del tono de Karen). ¿Qué te pasa, Karen?
KAREN.— Nada...
MARTA.— Supongo que no ha habido nada entre los dos... Eso no debe­ría ocurrir nunca...
KAREN.— (Sin convicción). No, no... (Sienten pasos en el vestíbulo. Su rostro se ilumina). Ahora sí que es él.

ESCENA  IV
Los mismos y la señora Mortar. Poco después el doctor Carvin.

MORTAR.— (Con una pequeña maleta en la mano. Permanece en el dintel, primero un poco violenta y luego deliberadamente dice): Soy yo, buenos días...
MARTA.— (A Karen). ¿La duquesa? ¡Admirable!
MORTAR.— Buenos días, Marta... (Karen ilumina la lámpara).
MARTA.— (Muy jovial). Pasa, pasa... Estamos encantadas de volverte a ver. ¿No está muy fatigada del viaje? ¿No te hace falta nada?
MORTAR.— (Sorprendida). ¡Estoy encantada de regresar a mi casa! (Mira alrededor suyo). Y feliz de volver a estar entre estas paredes queridas... Y qué, por aquí, ¿marcha todo bien...?
MARTA.— Maravillosamente bien. La salud espléndida Llegas justo para tomar el té...
MORTAR.— Encantada. Alguna cosa tomaré si no os molesta mucho...
MARTA.— ¡De ninguna manera! ¿Quiere sándwiches? ¿Tortas? ¿Un poco de cake?
MORTAR.— (Intrigada). Pero, Marta...
MARTA.— (Ya en otro tono). ¿De dónde diablos vienes?
MORTAR.— ¡Oh, un poco de todas partes! ¡He hecho un viaje interesan­tísimo...!
MARTA.— ¿Por qué no  has contestado a nuestros telegramas?
MORTAR.— Y el teatro ha cambiado mucho... Un cambio radical... No se tiene la menor idea...
MARTA.— (Glacial). ¿Por qué no has contestado a nuestros telegramas?
MORTAR.— (Dulce reproche.) ¡Oh, Marta, sigues con tu mal carácter de siempre!
MARTA.— No te ocupes de mi carácter y contesta.
MORTAR.— (Agitada.) He viajado tanto... Apenas dos días seguidos en el mismo sitio... Aquí, en confianza, entre nosotras, creo que la evolución del teatro, es mucho más profunda de lo que la gente imagina... Por ejemplo en el Lyceum, de Rochester han puesto lavabos en los cuartos de los artistas...
MARTA.— No me importan  tus  lavabos. ¿Dónde estabas?
MORTAR.— Un  poco  en todas  partes,  ya  te  lo he dicho...
KAREN.— ¡Bah! Y qué importa todo esto ahora...
MORTAR.— Karen tiene razón, ¿ves? El pasado, es pasado. Como os de­cía, hay algo... ¿cómo explicarme?... algo de decadente en el teatro y es por eso...
MARTA.— (A Karen). ¡Oh, es formidable! (A la señora Mortar). ¿Porqué te has negado a ser testigo en el proceso?
MORTAR.— ¿Cómo? Pero yo no me he negado en nada. No es así cómo hay que presentar las cosas. Yo estaba actuando y tenia un contrato... Bien lo sabes. En fin, no se hable más de cosas desagradables. Voy a subir para arreglar el equipaje. Ha quedado un baúl en la estación pero lo iremos a buscar mañana.
KAREN.— (Sonriente). Aquí ha habido ciertos cambios.
MARTA.— Ya, pero ella cree volver a encontrar su butacón al lado del fuego e instalarse aquí como antes. (A la señora Mortar). Escucha: Karen Wright y Marta Dobie presentaron una querella por difamación contra la se­ñora Tilford que las acusó, fundando en unas palabras de su nieta, de haber cometido como dijo el juez "actos cuyo carácter inmoral perjudicaba las buenas costumbres" (La señora Mortar se lleva las manos al cielo). ¿No te gusta? Pues bien una buena parte de los argumentos del adversario se basaban en palabras que una tal señora Mortar, actriz en los lavabos de Rochester, había dicho a su sobrina Marta. Y la defensa sacó la mayor parte de sus argumentos contra nosotras del hecho que la señora Mortar se negara a comparecer para explicar sus palabras... Pero como la señora Mortar se negó a comparecer porque tenía otras preocupaciones en el teatro, perdimos el proceso, como habrás sabido por los periódicos...
MORTAR.— (Digna). No ha sido así como entendí el caso, Marta. Me pa­reció que era mejor no mezclarme en un proceso escandaloso. Nada bueno iba a sacar con ello. .. Pero como tú explicas la cosa es distinto. Ahora comprendo tu punto de vista... Créeme que lamento no haber venido a declarar. Y puesto que estoy de vuelta, podéis contar conmigo para todo. Estoy dispuesta a no abandonaros nunca más. ¡Pobres hijas mías! ¡Lo que habréis padecido! Pero, ahora, parece que hay médicos tanto para la moral como para lo físico. Repito que no os abandonaré nunca más.
MARTA.— Hay un tren a las ocho, vete en él...
MORTAR.— ¡Marta!
MARTA.— Aquí no tienes nada que hacer...
MORTAR.— ¿Cómo?  ¿Tratas así a tu tía?
MARTA.— Sí, a mi tía que odio, que he odiado  siempre...
MORTAR.— Dios te castigará.
MARTA.— Ya lo ha hecho...
MORTAR.— (Digna). Cuando quieras pedirme perdón, estaré en mi alcoba... (Al salir tropieza con José). ¡Oh, perdón!
CARVIN.— Pero ¿cómo? ¿Ha llegado ya? Un poco tarde...
MORTAR.— ¿Usted? ¿Aquí? Me alegro mucho de su lealtad. Otros no hubieran vuelto más por esta casa temiendo las consecuencias del proceso escandaloso... Pensarían que...
MARTA.— ¡Sal de aquí!
KAREN.— (Abre la puerta). Cuando sea la hora del tren la llamaremos. (Sale la señora Mortar).

ESCENA V
Todos menos la señora Mortar

CARVIN.— Que me cuelguen si comprendo para que ha venido...
KAREN.— Sólo Dios lo sabe....
MARTA.— Y yo también: está sin un centavo.
CARVIN.— (A Marta). ¿Supongo que no vais a permitir que viva con vosotras? Le daremos dinero para que se vaya y nos deje en paz. (Se acerca a Karen). ¿Habéis salido?
KAREN.— Habíamos pensado salir a dar un paseo pero hemos preferido quedarnos.
CARVIN.— Vaya... (Karen va para darle un beso y el doctor Garvín, per­ceptiblemente retrocede).
KAREN.—¿Por qué has hecho esto?
CARVIN.— ¿Qué?
KAREN.— Este movimiento de retroceso...
CARVIN.— ¿Yo? ¡Oh, Karen! (La besa). Si permaneciéramos aquí más tiempo nos volveríamos todos locos. ¡En fin! Tengo una gran noticia para ti: he vendido mi clientela a Foster...
KAREN.— ¿Cómo?
CARVIN.—Que he vendido  mi  clientela, que la próxima  semana nos casamos y que nos marchamos de aquí los tres.
KAREN.— No, no... Esto no es posible. Yo no quiero que lo abandones todo por mí... Y el hospital...
CARVIN.— Todo está resuelto. Nos vamos a Viena lo más pronto posible. Fischer me ha escrito diciéndome que puedo ocupar mi antiguo puesto cuan­do quiera. Fischer no puede pagarme mucho pero sí lo suficiente para que podamos salir de aquí, los tres.
MARTA.— Yo no puedo marchar con ustedes, José.
CARVIN.— Vamos, vamos... No diga usted tonterías, Marta nos marcha­mos los tres juntos y los tres juntos fuera de aquí encontraremos la gloria de otros tiempos...
KAREN.— Tú no tienes deseo alguno de volver a Viena.
CARVIN.— Es cierto.
KAREN.— ¿Entonces por qué?
CARVIN.— Verás. En efecto, yo preferiría quedarme aquí. Y tu también, cla­ro. Y lo mismo Marta. Pero esto es absolutamente imposible. ¿Entonces? Como Viena nos ofrece nuestro pan de cada día y un poco de cerveza, no tenemos el derecho de dudar. Por lo tanto, te estimaré que no me hagas más objeciones, ¿ de acuerdo ?
KAREN.— ¡De acuerdo! (Mirándole).
MARTA.— Ustedes pueden hacer lo que les parezca. Pero le aseguro José que yo no me marcho. Es mejor para todos que yo me quede aquí.
CARVIN.— Pero, no ahora. Ahora, usted viene con nosotros. Más tarde puede volver si le place, pero ahora, no. ¿De acuerdo?
MARTA.— (Sonriente, casi feliz). De acuerdo.
CARVIN.— Perfecto. Pasaremos la luna de miel en Ischl. Tomaremos café vienés y  comeremos unos dulces maravillosos, como no se encuentran en nin­guna otra parte del mundo...
MARTA.— (Recogiendo el paquete que ha dejado el dependiente). Un dulce grande así relleno de uvas secas... ¡Ah, que delicia tener deseos de comer al­go!... (Sale).

ESCENA VI
Carvin y Karen

CARVIN.— (Hace sentar a Karen en el sofá frente a la mesa y la abraza. Esforzándose un poco para ser optimista). Llegaré con mi mujer, con mi mujer. La presentaré a todo el mundo, al doctor Eupelhardt,  al enfermero mayor, a la viejecita  de  la pastelería y a  Fischer. (Ríe). ¡Oh, Karen! (Se levanta. Breve pausa). Tienes necesidad de ropa para el viaje,  ¿no?
KAREN.— (Ausente). ¡Oh!
CARVIN.—De  todas maneras  tendrás necesidad  de  unas  cuantas cosas de lana...  Ahora allí hace frío; más frío del que supones. No te olvides pues de llevarte algunos trajes.
KAREN.—Tu vida ha sido deshecha y yo tengo la culpa...
CARVIN.— (Como si no la hubiera oído). Y los deportes de invierno... Allí son magníficos... Pasaremos un mes entre la nieve...
KAREN.— Han sido ellos, ellos los que lo han hecho. Ellas han roto nues­tro porvenir; ellos nos lo han quitado todo, todo lo que podíamos esperar, to­do lo que queríamos ser.
CARVIN.— (Firme). Basta, Karen, basta. No hay que pensar más que en el presente... Es una ocasión magnífica, que no hay que desaprovechar. A ol­vidar el pasado. Lo que hayáis hecho, hecho está y no hay más que hablar. (Ella tiene un movimiento de retroceso y le mira).
KAREN.— ¿Lo que yo he hecho?
CARVIN.— Bueno, lo que os han hecho,  si  prefieres.
KAREN.— Pero yo no prefiero nada, José... ¿Qué quieres decir? (Silencio) ¿Qué quieres decir con esta frase "lo que hayáis hecho, hecho está"?
CARVIN.— ¡Nada! ¡Nada! (Piensa. Más tranquilo). Karen: es mucha la gente que ha sufrido rudos golpes en la vida. En nuestro caso podríamos pasar el resto de nuestra vida no pensando más que en lo que nos ha sucedido; o no vivir más que de nuestro pasado y llegar a complacernos tanto en nuestro mal hasta el punto de no querer olvidarnos de él. Por mi parte estoy dispuesto a no acordarme más del pasado y decidido a que tú lo olvides también...
KAREN.— Tienes razón, perdóname... (Pausa. Karen va hacia él). José... Es que podemos tener un hijo en seguida.
CARVIN.— (Vagamente). ¡Naturalmente! Aunque no seamos muy ricos al principio...
KAREN.— Antes eras tú quien quería ser padre en seguida... siempre lo dijiste. Ahora parece que tengas razones...
CARVIN.—Pero, por Dios, Karen, esto no puede dudarse. Siempre hallas segundas intenciones en cuanto hago o digo. No hablamos como las gentes sensatas... Vámonos cuanto antes de este ambiente...
KAREN.— ¿Es que las palabras pueden tener otro sentido? ¿Crees que po­demos huir de este círculo? Las palabras más simples: mujer, niño, amor, justi­cia siempre serán peligrosas para nosotros. (Amargamente). Somos enfermos. Eso es lo que somos y la enfermedad nos ha atacado demasiado para que podamos curarnos.
CARVIN.— Sí, mujer, sí. Ha terminado la era negra. La felicidad vuelve a sonreímos. No tenemos otra cosa que hacer vivir y amarnos...
KAREN.— Es  imposible.
CARVIN.— ¿Pero qué es imposible?
KAREN.— Que nosotros dos...
CARVIN.— ¡Calla! ¡No digas esto!
KAREN.— Y no obstante es verdad... (Rápida). José, es necesario que me digas todo el fondo de tu pensamiento.
CARVIN.— No te comprendo.
KAREN.— (Muy cerca de él). Bien lo sabes: Hace mucho tiempo que los dos hemos comprendido. Me di cuenta el día que perdimos el proceso. No te quité los ojos de encima durante toda la audiencia... En tu rostro estaba refle­jada la tristeza... la tristeza de tener vergüenza. Confiésalo... Y ahora dime de que sientes vergüenza...
CARVIN.— ¿Yo? De nada, Karen...
KAREN.— No tienes derecho a esconderme el fondo de tu pensamiento... Es demasiado grave este momento para que cubras la verdad con una galantería.
CARVIN.— Pues bien, Karen... (Pausa). Pero ¿después no se hable más de ello, eh? (Pausa. Duda). Dime simplemente que nunca, que nunca...
KAREN.— (Con una honda emoción). ¡Nunca, José, te lo juro! (Silencio). ¿Entonces tú también has creído? (Atrae la cabeza de José sobre su hombro). No importa, querido... Has hechos bien en preguntar... Lo prefiero...
CARVIN.— Perdóname, Karen, perdóname... Yo no quería...
KAREN.— Ya sé... ya sé... Tú querías esperar a que todo estuviera ter­minado. En el fondo tú no hubieras deseado nunca plantear la cuestión. Pero tú no estabas muy seguro. (Muy sincera). Tú siempre has sido muy bueno para mi José. Muy bueno y muy leal. Eres un caballero. (Teniendo las lágrimas, le da unos golpecitos cariñosos y se aleja). Ahora, José tengo muchas que decirte pe­ro todas ellas son un poco complicadas.
CARVIN.— No, Karen, no...  No discutamos más. Hay que olvidar y actuar.
KAREN.— (Con  alegría). ¿Actuar?
CARVIN.— Sí, Karen, sí, actuar.
KAREN.— (Grito de alegría). Entonces ¿me crees?
CARVIN.— Naturalmente,  Karen, me ha bastado  oírte.
KAREN.— (Inmediatamente dominada de nuevo, por el desfallecimiento). No, no, no, no... Es demasiado hermoso. (Pausa). La duda subsiste. Yo no sa­bría nunca si tú me has creído o no. Tú mismo no sabrías contestarte esto. No podríamos vivir así. Pero ¿no te das cuenta de lo que nos ocurriría? Estaría­mos rodeados de la duda siempre, siempre... Viviría con la inquietud de que no me habías creído y acabaría por odiarte. (Se da cuenta de un leve gesto de Carvin). Sí, sí... acabaría por odiarte por pensamientos que acaso no te pasarían por la mente pero que yo creería que sí... y acabaría .también por darme asco a mí misma... (Jóse intenta hablar). Y tú José también sabes esto, también lo has comprendido antes que y...
CARVIN.— (Débilmente). Jamás he tenido esos pensamientos y no los ten­go ahora.
KAREN.— (Sonriente). Dices esto porque eres bueno para mí. Intentas per­suadirte de que todo pueda arreglarse, pero no se arreglará nunca, nunca. No puedo explicarlo pero lo siento... Veamos. Yo estoy aquí, en pie; yo no he cam­biado (Le tiende las manos). Mis manos son las mismas; mi rostro el mismo y hasta mi ropa. Yo soy como todo el mundo. Puedo vivir como todo el mundo. Yo puedo tener un esposo, un hijo, (Con emoción), un hijo. Puedo ir al merca­do, al cine y me dirigirán la palabra... (Dándose cuenta de que Garvín dibuja en su rostro un gesto de sufrimiento). ¡Perdón! Yo no debería hablar así por­que todo esto no puede ser verdad...
CARVIN.— Podría serio,  si quisiéramos Karen...
KAREN.— No. Esto es lo que hubiera podido ser antes si hubiéramos que­rido; pero es lo que no podemos lograr ahora. Te devuelvo tu palabra, José...
CARVIN.— (Con autoridad.) No me digas eso, Karen Pero no importa el pasado y el presente. No podemos separarnos. Y no te dejaré.
KAREN.— Sí, José, sí. Vete, ahora;  de prisa. Mas tarde será peor.
CARVIN.— Esto es una locura. Tú y yo nos queremos. (La voz alterada). No sé que daría por no haber planteado esta cuestión.
KAREN.— Un día u otro nos la habríamos planteado. Mejor que haya sido ahora. Tú eres un hombre generoso. Estoy convencida de que no conoceré otro hombre mejor que tú. Y sé que has hecho por mí más que... Pero... No, no... Nada de lo que habíamos pensado es posible...
CARVIN.— Todo es posible. Tú dices que yo te he ayudado. Ayúdame a tu vez para que sea lo bastante fuerte y lo bastante decidido para... (Va a Karen con los brazos abiertos). ¡Karen!
KAREN.— (Retirándose). No José, no. (Carvin permanece quieto). ¿Tú quie­res hacer algo por mí?
CARVIN.— Lo que tú quieras.
KAREN.— ¿Quieres marcharte uno o dos días, lejos de mí y reflexionar so­bre cuanto te he dicho? ¿Quieres? Y entonces decide... No me digas nada aho­ra... Calla... y vete enseguida. (Se miran. Karen espera acaso un movimiento, un estallido pasional en él. Confía acaso que un sí en ella le privará de irse. Ka­ren le mira intensamente; él vuelve los ojos y después lentamente, con senti­miento, se va).

ESCENA VII
Karen y luego Marta

KAREN.— (Un momento después de la salida). No volverá más... (Perma­nece quieta hasta la entrada de Marta).
MARTA.— Me encuentro mejor de espíritu, en cuanto hago algo. Hay que pensar en dar de cenar a la duquesa. ¿Dónde está José? (Silencio). Te pregunto donde está José.
KAREN.— Se ha ido...
MARTA.— ¿Alguna consulta? Pero volverá antes de la hora de cenar.
KAREN.— No.
MARTA.— (Mirándola con intención.) Bien, le guardaremos su parte. (Si­lencio). Karen ¿qué pasa?
KAREN.— (Apenas sin voz). Que ya no volverá...
MARTA.— (Hablando lentamente). ¿Quieres decir que no volverá esta noche?
KAREN.— No; que no volverá nunca más...
MARTA.— (Yendo hacia Karen). Pero, ¿qué ha pasado? (Silencio. Karen mueve la cabeza). ¿Qué ha pasado?
KAREN.— Nada; que ha dudado de nuestra inocencia.
MARTA.— ¿Cómo, él? ¿Estás segura?
KAREN.— (Doliente). Segura.
MARTA.— (Automáticamente). No te creo. José no ha hecho jamás la me­nor alusión... Ni durante el proceso. (La coge por los hombros y le dice). ¿Pero no le has dicho? Habla... ¿No le has dicho que no era verdad?
KAREN.— Sí...
MARTA.— ¿Y él no te ha creído?
KAREN.— Creo que sí...
MARTA.— Entonces  ¿qué ha hecho?
KAREN.— Lo que debía.
MARTA.— Pero es estúpido, es absurdo... José volverá y haréis las paces. (Dándose cuenta de la inutilidad de lo que dice). Dios mío. Y yo que deseaba tanto ese matrimonio por ti...
KAREN.— ¡Oh, por  favor... calla...
MARTA.— Pero ¿qué es lo que nos ocurre a todos? ¿Qué hay en el fondo de todo esto?
KAREN.— (Se dirige al canapé, se tiende con la cabeza entre los almohado­nes). No sé nada. Quisiera tener sueño. Quisiera dormir.
MARTA.— (Convencida). Hay que ir en busca de José. Es fuerte de espíritu, comprenderá y podréis rehacer la vida.
KAREN.— (Irritada). ¡Calla, cállate! (Se levanta). Hagamos el equipaje y vámonos. Mañana por la mañana tomaremos el primer tren...
MARTA.— ¿Para ir dónde?
KAREN.— No sé... A cualquier parte... No importa...
MARTA.— ¿Sin dinero, sin una situación?...
KAREN.— En una gran ciudad, podremos encontrar una escuela...
MARTA.— ¿En una gran ciudad, una escuela? Tú sueñas...
KAREN.— Entonces  en un pueblecito.
MARTA.— Menos aún.
KAREN.— (Con una pobre voz de sueño). ¿Dónde ir?  ¿A ninguna parte?
MARTA.— A ninguna parte. Estamos señaladas y espiadas por el mundo. Nos tendremos que quedar aquí hasta saber porqué se nos ha hecho tanto daño... Te parece extraño, ¿verdad? ¿Irreal? Pues así es... Y de vez en cuando nos pellizcaremos para saber si es cierto que vivimos.
KAREN.— (Temblorosa, se arrodilla ante la chimenea). Pero ¿de qué crimen se nos acusa? Hay otras, verdaderamente culpables, y que, a pesar de ello, no están rechazadas por el mundo...
MARTA.— ¡Ah, sí! Pero nosotras no somos como ellas... Nosotras no es­tamos enamoradas la una de otra... (Se detiene bruscamente, se acerca al cana­pé, mientras Karen atiza el fuego). Yo no te amo. Hemos vivido siempre juntas, íntimamente, muy cerca la una de la otra pero yo no te quiero más que como amiga; como millares de mujeres quieren a otras...
KAREN.— (Escuchando sin darse cuenta). ¡Qué agradable es estar junto al fuego!..
MARTA.— (Se acerca y se arrodilla sobre el canapé). ¿Por qué nos han de ofender por eso? No hacemos daño alguno a nadie... Es perfectamente na­tural que...
KAREN.— (Un poco distraída). ¿Por qué me dices todo esto?
MARTA.— Porque te quiero...
KAREN.— (Vagamente). Ya sé que me quieres...
MARTA.— Sí; pero te quiero de otra manera... ¿Cómo diría yo? Puede ser que como... (Siempre arrodillada en el canapé, se acerca más a su amiga y dice). ¡Karen!
KAREN.— (Se levanta bruscamente) ¿Qué?
MARTA.— Que  te  quiero  como  ellos  decían  que  te  quería.
KAREN.— ¡Estás loca...!
MARTA.— Sí; desde siempre; desde mi más pequeña infancia... Pero no me había dado cuenta de ello hasta ahora, hasta que los demás me han puesto ante el espejo de la realidad...
KAREN.— (Cubriéndose los oídos) ¡No quiero escucharte!
MARTA.— Sí, sí, debes saberlo... Yo no puedo por más tiempo guardar este secreto que me ahoga... Es necesario que te diga cuan culpable soy...
KAREN.— (Cortando) ¡Tú no eres culpable de nada...!
MARTA.— Muchas veces me lo he dicho desde que era niña. He hecho todo lo posible para convencerme de que no era verdad. Me he hablado, he rogado... Nada ha podido tranquilizarme... No puedo más. No puedo más... ¿Cómo ha nacido en mí esto? ¿Por qué? No lo se... Pero te he querido... La idea de tu boda me indignaba... Estaba celosa; unos celos nacidos por un sentimiento que no me atrevía a confesarte y que sentía desde que nos conocíamos...
KAREN.— Mientes. Te engañas a ti misma, jamás hemos pensado así la una de la otra...
MARTA.— (Amargada). Tú no; ya lo sé... Pero ¿yo? Yo no había sentido eso jamás por nadie. Yo no había querido nunca a ningún hombre, sin darme cuenta claro...
KAREN.— (Compasiva). Estás enferma, Marta.
MARTA.— (Hablándose a sí misma). ¡Ver claro por el embuste de una niña! Lo he destruido todo; tú vida y la mía, sin darme cuenta de ello... (Sonríe. Le da la mano a Karen). Y ya no puedo vivir más tiempo a tu lado...
KAREN.— (La voz temblando). Tienes fiebre. Marta. Nada de cuanto di­ces es verdad... Mañana lo habrás olvidado todo...
MARTA.— (Ausente). ¿Mañana? ¡Qué palabra más rara! Para vivir, Karen, nos sería necesario inventar un lenguaje nuevo, como hacen los niños... Un lenguaje en donde la palabra mañana fuese imposible de decir...
KAREN.— (Llorando). Vete a descansar, Marta... Luego estarás más tran­quila. (Marta recorre la habitación con los ojos lentamente. Se dirige a la puerta de la derecha; la abre, permanece un momento mirando a Karen y luego sale. Antes de cerrar la puerta dice):
MARTA.— Sí, yo creo que me encontraré mejor, mucho mejor... después...

ESCENA VIII
Karen sola; luego la señora Mortar

(Al salir Marta. Karen se ha quedado sentada sin hacer un movimiento. La casa está llena de silencio. Unos momentos después suena una detonación. No se oye muy fuerte. Karen inmóvil todavía algunos segundos. Luego se levanta de un salto y se dirige a la puerta derecha abriéndola bruscamente.  Al mismo tiempo se oyen pasos en la escalera).

MORTAR.— (Dentro). ¿Quién ha disparado? ¿Has oído? ¡Karen! ¡Marta! ¿Dónde estáis? (Entra en el centro de la escena, exclama, muy agitada): ¿Quién ha disparado? (Se detiene al apercibir a Karen que entra por donde ha salido con el gesto impresionante). Pero ¿qué ha pasado? (Karen mueve las manos y el rostro, incapaz de decir una palabra, para señora Mortar y se dirige a la ventana. La señora Mortar la mira, se precipita a la puerta de la derecha. Sola, Karen se deja caer en el sofá. La señora Mortar entra llorando. Pausa). ¿Qué vamos a hacer? (Silencio). ¿Qué vamos a hacer?
KAREN.—  (Con voz blanca). Nada.
MORTAR.— Hay que avisar a un médico inmediatamente. (Va al teléfono y nerviosamente intenta señalar un número).
KAREN.— (Sin volverse). Ya es demasiado tarde...
MORTAR.— Pero hay que hacer algo... Es horrible... ¡La pobre Marta! ¿Qué podríamos hacer? (Cuelga el teléfono, se sienta en una silla y llora). ¿Cree usted que está...
KAREN.— Sí
MORTAR.— Marta, mi pobre Marta... No es posible... Pero ¿cómo ha podido...? (Levanta los ojos y dice en voz alta) ¡Karen! ¡Karen! ¡Tengo miedo!
KAREN.— No grite tanto...
MORTAR.— No puedo... Es más fuerte que yo... (Poco a poco el llanto disminuye. La señora Mortar queda en el sofá y de pronto dice tímidamente) Pero de todas maneras hay que llamar a alguien.
KAREN.— Luego;   más  tarde.
MORTAR.— No tenía que haber hecho esto. No... Y claro, todo esto se debe a ese maldito proceso...
KAREN.— No es por eso por lo que Marta se ha suicidado.
MORTAR.— (Más curiosa que interesada). ¿Entonces,  ¿por qué?
KAREN.— ¿Qué puede importarle a usted...?
MORTAR.— (En tono de reproche). Usted no tiene sentimientos...
KAREN.— ¿Y qué importa si los tengo o  no?
MORTAR.— ¿Qué será de mí? ¡Ya no me queda nadie en el mundo! A pe­sar de lo que decía Marta no me hubiera dejado morir de hambre nunca. Estoy segura de ello...
KAREN.— Ya nos ocuparemos de usted...
MORTAR.— (Después de un corto silencio). Tengo miedo, Karen... Esta habitación, aquí al lado... Tengo frío... (Tiembla).
KAREN.— No tenga miedo...
MORTAR.— Usted es joven...
KAREN.— He dejado de serlo... (Llaman. La señora Mortar se sobresalta. Karen no se mueve. Vuelven a llamar).
MORTAR.— (Curiosa). ¿Quién será? (Llaman de nuevo). ¿Hay que ir? (Se levanta. Karen atea los hombros). Será mejor abrir... (Sale al vestíbulo. Vuelve seguida de Ágata). Es una mujer que quiere verla a usted. (Karen la ve). Pero ahora no puede ser, acabamos de tener una desgracia y...

ESCENA IX
Karen, Señora Mortar y Ágata

ÁGATA.— Señorita Karen tengo que hablar con usted... Perdóneme... He­mos estado llamando toda la mañana al teléfono pero nadie nos ha contestado... Le pido a usted por Dios que reciba usted a 1a señora Tilford.
KAREN.— ¿A quién?
MORTAR.—Esta mujer no puede entrar aquí.  Ella es la causa...
ÁGATA.— La señora quiere hablar con usted. Hace una hora que está ahí fuera en el auto... Esperando que saliera usted. Ha querido hablar con el doctor Carvin, pero éste le ha dicho que nunca volverá a cruzar su palabra con ella... Si la viera usted la recibiría... Si no la recibe será su muerte...
KAREN.— ¿Su muerte? ¿Dónde  está?
ÁGATA.— Ahí fuera, en su auto...
KAREN.— Que pase...
ÁGATA.— ¡Oh, gracias, gracias! (Sale precipitadamente).
MORTAR.— ¿Usted va a dejar entrar en esta casa a esa... vieja hallándose ahí el cadáver de Marta... Pero ¿no tiene usted corazón? Yo no puedo tolerarlo con mi presencia. Prefiero irme... Esa mujer... (Sale).

ESCENA X
Karen, la señora Tilford y María

(Un segundo después aparece la señora Tilford, que lleva a María de la mano. Se nota enferma. Al atravesar el dintel da un empujón a María y ésta corriendo va a ponerse de rodillas con la cabeza doblegada casi sobre el suelo).

Sra. TILFORD.— ¡Pasa! ¡Y pide perdón!
KAREN.— ¿Para qué ha venido usted...?
Sra. TILFORD.— Porque  sé que no es verdad...
KAREN.—¿Qué?
Sra. TILFORD.— Sé que no es verdad, Karen, mi acusación.
KAREN.— ¡Ah!, ¿ahora sabe usted que no es verdad? ¿Y qué ganamos con eso? Es demasiado tarde.   Si es esto solo  lo que tiene que decirme puede usted retirarse...
Sra. TILFORD.— ¡Por piedad! El martes último, la señora Wells encontró un brazalete en la alcoba de Rosalía. Estaba escondido allí desde hacía muchos meses. Y supimos que Rosalía lo había tomado de otra discípula y que María... (María se vuelve nerviosamente) que María que lo sabía se aprovechaba de este secreto para obligar a Rosalía a hacer y decir lo que se le antojaba. Es por esto que Rosalía confesó que usted y Marta... Yo... he interrogado a María que ha acabado de confesar... ¡Mala! ¡Mala! ¡Más que mala! (Karen ríe nerviosamente). Por favor, Karen, se lo suplico. He hablado con el juez. Se encarga de todas las formalidades. Habrá una rectificación pública y toda clase de satisfacciones. Yo pagaré íntegramente, todos los daños y perjuicios ocasionados y todo cuando me permita que le ofrezca. Soy yo la culpable y por eso quiero hacer todo lo necesario para que no tengan ustedes que temer al porvenir...
KAREN.— ¡Temer el porvenir! ¡Qué sarcasmo! Es demasiado tarde. Marta acaba de suicidarse. (La señora Tilford se emociona y María levanta la cabeza y muestra su espanto verdadero, mira a Karen y a su abuelita pero al darse cuenta de que ésta parece desvanecerse vuelve a hundir la cabeza entre las manos). Le ahoga a usted la calumnia y quisiera usted librarse de ella... Ha cometido usted un crimen y quisiera repararlo con dinero ¡con dinero! para poder dormir tranquila... ¿Quiere usted ser justa, verdad? ¡Con dinero! Todo lo arregla el dinero. ¿Y cuenta usted conmigo para ello? Se ha equivocado usted de puerta! Quiere usted volver a tener la conciencia tranquila... Aún me acuerdo de aquel día famoso en que nos habló de su conciencia y nos dijo que haría lo que debía hacer. Esto que hace usted, ahora también es porque debe hacerlo. (Amargamente). Satisfacciones públicas y dinero y ya podría usted dormir tranquila... Esto la haría vivir en paz... Durante los diez o quince años que le quedan de vida... Pero para mí es toda una vida la que me queda; una vida de tortura y dolor... (Señala la puerta de Marta) Y para ella es toda una eternidad... (Pau­sa). Porque Marta se ha suicidado.
Sra. TILFORD.— (Llorando pero haciendo un gesto para dominarse). No he venido a buscar mi tranquilidad. Ante Dios lo juro. Eso ya sé que no que no volveré a encontrarla... No se trata de mí... Se trata de usted y de... (Va a decir Marta pero rectifica) de usted... que es lo que me importa...
KAREN.— Yo no debo importar a nadie...
Sra. TILFORD.— Karen, permítame usted que la ayude...
KAREN. — ¡Ayudarme!
Sra.  TILFORD.— Acepte usted cuanto  le ofrezco. Se  lo ruego. Esto no me dará la paz de mi alma... Estos diez o quince años de que habla usted — no quiera Dios que sean más — he de vivir lo más alejada de las gentes...
KAREN.— (Casi con pena). Dura será la vida para usted.
Sra. TILFORD.— Sí... Porque no puedo separarse de esa... de esa... (No se atreve a citarla). Si ha de continuar haciendo daño me lo hará a mí
KAREN.— Ya, ya... Para mí se ha terminado todo. Para usted sigue. María nos ha hecho daño a todos, pero a usted más que a nadie...
Sra. TILFORD.— Perdón, perdón...  Hay que vivir, usted y José...
KAREN.— Ha terminado todo entre nosotros.
Sra. TILFORD.— ¿También soy yo la responsable?...
KAREN.— He acabado por creer que nadie es responsable de nada...
Sra. TILFORD.— Pero es preciso que sepa... y que vuelva.
KAREN.— (Con una pobre sonrisa). Lo que está hecho, hecho está...
Sra. TILFORD.— Acaso más tarde...
KAREN.— ¡Quién sabe!
Sra. TILFORD.— (Tras una pausa en la que las dos quedan silenciosas). De­be usted abandonar esta casa... Usted no puede permanecer aquí... con...
KAREN.— Después del entierro me iré.
Sra. TILFORD.— Va usted a permitirme que la ayude...
KAREN.— (Vencida). ¡Si usted quiere!
Sra. TILFORD.— ¡Gracias, Karen, gracias! Me permite que vaya a dar un beso a la pobre Marta! (Al oír este nombre María y Karen se estremecen).
KAREN.— Sí... Yo la acompañaré... (Salen. María, poco a poco, alza la cabeza y al verse sola, se levanta pasmadamente y de puntillas, se acerca a la pa­red del fondo y apoyándose en ella, de cara al público, va acercándose hasta la puerta y de puntillas también, mira lo que ocurre. Ningún gesto de verdadero dolor se nota en su rostro y cuando oye un ligero ruido corre a ponerse de la misma manera que estaba y en el mismo sitio y, llora con la congoja habitual en los niños que lloran para que se les oiga).
Sra. TILFORD.— ¡Horrible! ¡Horrible! ¡Adiós Karen!... Hasta pronto.
KAREN.— (Sale, sin voluntad y va a sentarse al sillón de detrás de la mesa apoyando la cabeza en las manos). ¡Adiós, señora!
Sra. TILFORD.— Pasa, María... (María se apresura a levantarse y como temiendo algo se acerca a su abuela y le da la mano). ¿Me escribirá usted al­gún día ?...
KAREN.— ¡Si tengo algo que decirle!
Sra. TILFORD.— Gracias. Adiós, Karen... y perdón, perdón... ¡Hasta pronto!...
KAREN.— Adiós, señora.
MARÍA.— (Antes de salir, como si no hubiera pasado nada). Usted lo pase bien, señorita Karen.


TELÓN