13/1/17

¿EN QUÉ PIENSAS? XAVIER VILLAURRUTIA

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¿EN QUÉ PIENSAS?
XAVIER VILLAURRUTIA
Misterio en un acto
PERSONAJES:
Carlos
Víctor
Ramón
María Luisa
Un Desconocido
Todos menores de treinta años.
En el estudio de Carlos. Un diván, un sillón, mesa y sillas. Dos o tres cuadros. La antesala, en el fondo, comunica por una puerta sin hojas. A la derecha, la pared se halla casi totalmente sustituida por una vidriera. A la izquierda, puerta que da al cuarto de Carlos.
Carlos espera; enciende un cigarrillo, hojea sin atención una revista, se asoma a la ventana; apaga el cigarrillo, toma la revista. Se oye el timbre de la puerta de entrada. Carlos pasa a la antesala con el objeto de abrir la puerta. Se oyen las voces de Carlos y Víctor.
ESCENA I
Carlos, Víctor.
LA VOZ DE CARLOS.-Ah, ¿eres tú?
LA VOZ DE VÍCTOR.-Sí, yo. ¿Te sorprende?
CARLOS.-(Entrando) Sorprenderme precisamente, no.
VÍCTOR.-(Entrando) Pero no me esperabas, ¿verdad?
CARLOS.-Claro que no.
VÍCTOR.-Naturalmente.
CARLOS.-Siéntate.
VÍCTOR.-Pero esperabas a alguien, ¿verdad?
CARLOS.-(Evasivo) Siéntate.
VÍCTOR.-¿Por qué no me respondes?
CARLOS.-(Sonriendo) ¿Por qué no te sientas?
VÍCTOR.—(Se sienta) ¿Esperabas a alguien?
CARLOS.-Esperar precisamente, no.
VÍCTOR.-(Pausa. Se levanta) Y, sin embargo, todo en ti y fuera de ti parece estar dispuesto a esperar: la bata, la revista que no has leído, a pesar de que la tomaste para distraer los minutos de espera; el cenicero que muestra los cadáveres de tres cigarrillos apagados antes de tiempo; el nudo de la corbata en su sitio; el peinado perfecto, con todos sus brillos. No puedes negar...
CARLOS.-(Se levanta. Interrumpiéndolo) Tampoco tú puedes negar.
VÍCTOR.-(Interrumpiéndolo) Yo no niego: afirmo.
CARLOS.-También yo afirmo.
VÍCTOR.-Tú niegas.
CARLOS.-Yo afirmo y tú no podrás negar que espías.
VÍCTOR.-(Descubierto, lentamente; se sienta) Yo no espío; observo, eso es todo.
CARLOS.-Vienes aquí todas o casi todas las noches, y nunca antes de hoy has hecho observaciones tan agudas y tan desinteresadas.
VÍCTOR.-No te enfades.
CARLOS.-No me enfado; observo, eso es todo. (Se sienta)
VÍCTOR.-(Jugando el todo por el todo) Pero esperas a alguien, ¿verdad?
CARLOS.--(Después de un breve silencio) Sí. (Otro silencio) Tú me espías, ¿verdad?
VÍCTOR.—(Pausa) Si. (Pausa) ¿Me has visto desde la ventana? Yo te veía recorrer de un lado a otro el estudio, accionando, hablando con alguien. Entonces no pude resistir más tiempo y me impuse la decisión de subir.
CARLOS.-Pero ¿se puede saber. por qué me espías?
VÍCTOR.-Oh, eso es más difícil.
CARLOS.--Y ¿por qué has subido?
VÍCTOR.-Oh, eso es más difícil aún.
CARLOS.-Y, no obstante, has confesado que me espías.
VÍCTOR.-Sí, he confesado.
CARLOS.-Y, además, has subido.
VÍCTOR.-Ya lo ves. (Pausa)
CARLOS. ¡A lo que hemos llegado! Tú me espías...
VÍCTOR.-(Completando la frase) Y tú me mientes.
CARLOS.-Sin embargo, yo podría decirte por qué he mentido, por quién he mentido; no directamente, sino representando por medio de una letra lo que no es posible nombrar de otro modo. En cambio, tú no podrías, ni aun así, decirme por qué razón me espías.
VÍCTOR.-Es verdad, ni aun así podría decírtelo.
CARLOS.--(Triunfante) Ya lo ves.
VÍCTOR.-(Con rabia, rápidamente) Pero en cambio puedo decirte, en cualquier momento, ahora mismo, quién es la persona cuyo nombre pretendes sustituir hipócritamente con. un signo algebraico.
CARLOS.-Tal vez.
VÍCTOR.-Seguramente.
CARLOS.-Seguramente; ya veo- que eres capaz de todo.
VÍCTOR.—(Bajando la voz) Se trata de María Luisa... ¿verdad?
CARLOS.-Eso dices.
VÍCTOR.-(Rápidamente, en voz alta) No lo niegas. No lo niegas. Luego es ella.
CARLOS.-Menos mal que te da gusto que sea ella.
VÍCTOR.--(Asombrado) ¿Que me da gusto? ¿He dicho, he hecho algo que te haga pensar que me da gusto? Por el contrario... (Se detiene arrepentido) CARLOS.-Por el contrario, te molesta, ¿no es así?
VÍCTOR.-Desde luego no me da gusto.
CARLOS.-Entonces te molesta.
VÍCTOR.-Me molesta, si quieres.
CARLOS.-No, yo no quiero. Eres tú el que gusta de atormentarse con estas cosas.
VÍCTOR.-¿La quieres todavía?
CARLOS.-Ya sabes que entre María Luisa y yo todo ha terminado.
VÍCTOR.--(Incrédulo) ¿Todo? (Carlos no contesta) Y, no obstante, ella va a venir a verte.
CARLOS.-Si.
VÍCTOR.-Y tú has dispuesto todo para esperarla como en otros tiempos.
CARLOS: Es la costumbre y sólo la costumbre. Tú sabes que yo me arranqué voluntariamente esa pasión por María Luisa. Aquello fue, como tú decías, una mutilación.
VÍCTOR.-Sólo que, por lo visto, del mismo modo que el enfermo a quien han amputado una mano, aún sientes la presencia de esa mano; te duele y quisieras consolarte, consolándola; acariciarte, acariciándola.
CARLOS: ¿Y si así fuera...?
VÍCTOR.--(Irónico) Es verdad, yo no tengo derecho a despertarte. Sería inhumano contribuir a que dejes de seguir creyendo que aún tienes la mano que ya no tienes.
CARLOS.-¡Imbécil! (Luego, afectuoso) ¡Cómo tendré que explicarte que un día me dije: "Todo esto debe acabar", y que desde ese día...!
VÍCTOR.—{Después de recorrer con la mirada el estudio) ¡Ya lo veo!
CARLOS.-¿No me crees?
VÍCTOR.-No. No te creo porque no es posible, cuando se trata de María Luisa, decir: todo se ha acabado. Si, por el contrario, cerca de ella todo parece dispuesto a nunca acabar: la mañana, la noche, la conversación, la alegría ... la duda. CARLOS.-(Soñando, involuntariamente) Es verdad, es verdad.
VÍCTOR.-¡Lo ves!
CARLOS.-(Despertando) Y, no obstante, yo me dije: "Esto debe acabarse", y se acabó.
VÍCTOR.-¿Se acabó?
CARLOS.-Se acabó, créeme. Es inútil. que espíes...Por lo menos, es inútil que me espíes.
VÍCTOR,-¿Qué quieres decir? María Luisa en persona me dijo que hoy vendría a verte.
CARLOS.-¿Y tú qué le dijiste?
VÍCTOR.-Que no viniera, porque, de lo contrario, todo acabaría entre nosotros.
CARLOS.-¿Y qué te dijo?
VÍCTOR.-Dulcemente, suavemente, me dijo que vendría a verte y que, además, no acabaríamos. Si la hubieras visto en el momento en que dijo esto, habrías comprendido que nunca, nunca acabaremos.
CARLOS.-¡Y a pesar de eso la espías!
VÍCTOR.-N. , no es a ella a quien espío, te lo juro.
CARLOS.-No necesitas jurarlo, es a mí a quien espías.
VÍCTOR.-Quería saber si la esperabas.
CARLOS.-Y cómo la esperaba.
VÍCTOR.-Eso es.
CARLOS.-Entonces, ahora que sabes que la espero y cómo la espero, te irás.
VÍCTOR.--(Inmutable) No sé.
CARLOS.-¡Cómo "no sé"!
VÍCTOR.-No sé si podré irme. No sé si tendrás el valor de obligarme a que me vaya.
CARLOS.-No seas tonto. Te he dicho que eso de María Luisa me lo arranqué para siempre.
VÍCTOR.-Pero... ¿no la sientes?, ¿no te duele?, ¿no te hormiguea?
CARLOS.-¿Qué?
VÍCTOR.--¡Esa mano!
CARLOS.-¿Qué mano?
VÍCTOR.-¡Ya lo ves! Se te olvida que ya no es tuya, que ya no la tienes. Involuntariamente crees que aún eres dueño de ella, que ella sigue formando parte de ti. Involuntariamente te has preparado para recibirla como cuando era ... (Se detiene)
CARLOS.--(Continúa) Mía.
VÍCTOR.—(Con esfuerzo) Eso es: tuya.
CARLOS.-Si te dijera que nunca tuve la sensación de que María Luisa fuera mía, ¿me creerías?
VÍCTOR.--Si lo dices para consolarme...
CARLOS.-No lo entiendes. Quiero decir que María Luisa se me escapaba siempre, insensiblemente, cuando estaba cerca de mí. Con frecuencia tenía yo la sensación de que se ausentaba en el pensamiento; yo le preguntaba: "¿En qué piensas?", y en vez de contestarme como contesta todo el mundo, con la sonrisa
de quien vuelve a la realidad: "En nada", me respondía con la misma sonrisa, volviendo de su ausencia a la misma realidad: "En-ti". ¡En ti, en ti! Pero ese ti ¿era yo? No, seguramente. Ese ti eras tú, era otro, era quién sabe quién o quién sabe qué. Y, no obstante, nada podía yo decirle, porque su respuesta era irreprochable.
VÍCTOR.-Pero ¿es posible?
CARLOS.-Si quieres convencerte, cuando esté sola, a tu lado, abstraída, pregúntale: "¿En qué piensas?"
VÍCTOR.-(Reaccionando) Nunca se lo preguntaré. Quieres atormentarme.
CARLOS: Por el contrario, pretendo tranquilizarte haciéndote saber que ella no me quiso nunca.
VÍCTOR.--Pero a mí sí me quiere.
CARLOS.--(Con el veneno más dulce) ¿Lo dices porque piensa "en ti"?
VÍCTOR.-Tienes razón: no sé cómo he podido afirmar que me quiere. Si así fuera, no vendría a verte esta noche, y, no obstante...
CARLOS: Vendrá. Pero eso no prueba que no te quiera. Bien puede venir y seguir queriéndote, si te quiere.
VÍCTOR.-Es incomprensible.
CARLOS.-Pero así es. No hay remedio.
VÍCTOR. ¿Estás seguro?
CARLOS.-Completamente seguro. (Pausa breve)
VÍCTOR.-Contigo... ¿era también así?
CARLOS.-No. Tenía otra manera de quererme; es decir, de no quererme. "Sabes -me decía-, esta noche rehusé una invitación de Antonio. Antonio es delicioso. Estoy segura de que me habría divertido mucho; pero, ya lo ves, te quiero y aquí me tienes a tu lado". Al poco rato, su imaginación viajaba, y era entonces cuando yo le preguntaba: "¿En qué piensas?", y cuando ella me respondía: "En ti".
VÍCTOR.-Pero eso es horrible.
CARLOS.-Sí, horrible, pero irreprochable. (Un silencio) Creo, sinceramente, que si yo tuviera que escoger, preferiría, al modo como me quería, el modo como dices que te quiere.
VÍCTOR.-¿Qué cosa?
CARLOS.-Al menos a ti parece decirte: "Me voy con otro; pero pierde cuidado, allá estaré pensando en nuestro amor".
VÍCTOR.-¡Si alguien me asegurase que eso es verdad, que estando aquí piensa en nuestro amor... !
CARLOS.-(De pie. Rápidamente) ¿Me dejarías solo con ella? ¿Te irías? (Víctor no contesta, Carlos se sienta; y dulcemente:) Ni yo ni nadie puede asegurártelo. Nada concreto, nada cierto sabemos de María Luisa. Cuando decimos que no piensa lo que dice...
VÍCTOR. (Interrumpiéndolo) Eso es concretamente: no piensa lo que dice.
CARLOS.-Déjame terminar. Damos a entender que en otras ocasiones María Luisa piensa...
VÍCTOR.(Interrumpiéndolo) Cuando no dice lo que piensa, por ejemplo.
CARLOS.-Pero ¿estamos seguros de que María Luisa piensa? Pensar, lo que se llama pensar, esto que hacemos ahora nosotros: dudar, afirmar, deducir, perseguir y rodear la verdad, ¿crees que ella lo hace alguna vez? (Pausa) ¿Porqué no contestas? No te atreves a decir que nunca lo hace. Pues bien, yo creo que si María Luisa pensara un minuto, un minuto solamente, se le enronquecería la voz, se le abrirían los poros, le brotaría un vello superfluo en la cara...
VÍCTOR.-Sería horrible.
CARLOS.-S!, horrible; pero no hay ningún peligro de que esto suceda.
Se oye el timbre de la puerta de entrada. De pie, Carlos y Víctor quedan suspensos. Luego, Víctor vuelve a acomodarse tranquilamente en su asiento, ante la doble sorpresa de Carlos que, nerviosamente; le dice:)
CARLOS.-Pero ¿no has oído?
VÍCTOR.-Sí, he oído.
CARLOS.-¡Y no te mueves! Supongo que querrás irte. Puedes hacerlo por aquí, (indica la puerta de la izquierda) sin que ella te vea, o bien...
VÍCTOR.-Puedes abrir la puerta. No es ella.
CARLOS. ¿No es ella? Pero si no espero a nadie más.
VÍCTOR.-Tampoco a mí me esperabas. Te digo que no es ella. Estás inquieto y tienes dos esperanzas que te impiden ver otra cosa , la esperas a ella y esperas que yo me retire. Yo sólo espero que ella no venga. Estoy celoso y los celos me dan una lucidez increíble. La llamada, que en un principio me pareció, como a ti, de María Luisa, no es, no puede ser suya. (Se oye otra vez el timbre) ¿Oíste? Es una llamada fría, indiferente.
CARLOS.-Te aseguro que es ella.
VÍCTOR.-No es ella. .. todavía. Si no abres, abriré yo mismo y te convencerás. CARLOS.-(Resignado, yendo a abrir la puerta) Está bien, iré. (Víctor queda inmóvil sin volver la cabeza. Se oye la voz de Carlos) ¡Ah! ¡Eres-tú! (Entran Carlos y Ramón)
ESCENA II
Víctor, Carlos y Ramón.
VÍCTOR.--(A Carlos) ¿Ya lo ves?
RAMÓN.-¡Qué! ¿Me esperaban? ¿Hablaban de mí?
CARLOS.-No.
VÍCTOR.-(Simultáneamente) Sí.
RAMÓN.-¿Por fin?
CARLOS.-Sí.
VÍCTOR.—(Simultáneamente) No.
RAMÓN.-Siquiera por cortesía pónganse de acuerdo. (Silencio. Se quita el abrigo y lo deja en el diván. Carlos y Víctor cambian una mirada de cómplices ante la desdicha que ahora los une) Ya veo que estorbo. No obstante...
CARLOS.-No obstante ...
RAMÓN.-Me quedaré. Pero sólo por un momento (Se sienta. Pausa breve) ¡Y pensar que estuve a punto de venir acompañado!
CARLOS.-¡Sólo eso nos faltaba!
VÍCTOR.-(Alzando la cabeza. Interesándose. Casi al mismo tiempo) ¿Acompañado? ¿Por quién?
RAMÓN.-Por María Luisa. (Carlos hace un gesto de asombro. Víctor sonríe) Nos encontramos precisamente en la puerta de la casa. Me preguntó si venía verte y, aunque yo no lo había pensado, me pareció que, en efecto, no era una mala idea, y le dije que sí. Le pregunté si ella también venía a verte, y me dije que no, que iba de compras.
CARLOS.-¿Te dijo que no?
VÍCTOR. -¿Te dijo que iba de compras?
RAMÓN.-Me dijo ambas cosas.
CARLOS.—(A Ramón) Entonces, ¿crees que no vendrá?
VÍCTOR.-Claro que no vendrá: mientras Ramón esté aquí con nosotros, contigo, pero apenas lo vea salir. ..
RAMÓN.-¿Qué quieres decir?
CARLOS.—(A VÍCTOR) ¿Luego tú crees que, a pesar de todo, vendrá?
VÍCTOR.-(No contesta. A Ramón) ¿Te ha dicho algo más?
RAMÓN.--Me preguntó si Carlos me esperaba.
CARLOS.-¿Qué le dijiste?
RAMÓN.--La verdad: que no.
VÍCTOR.--(A Ramón) ¿Te preguntó si tu visita a Carlos sería larga?
RAMÓN.--No, eso no me lo preguntó: se lo dije yo. "Quiero que me preste algo que leer y me iré en seguida a casa. Me siento fatigado", le dije.
VÍCTOR.--(Casi para sí, otra vez. Con los codos en las piernas. Con la cabeza en las manos) ¡Es horrible!
CARLOS.-(A Víctor) Entonces, ¿crees que María Luisa no ha desistido?
VÍCTOR.-No ha desistido: vendrá.
RAMÓN.--(Que ha comprendido algo, muy poco, de lo que sucede. A Carlos) Dame, pues, un libro. Me iré. (Se levanta. Toma su sombrero y su abrigo)
CARLOS.-(Aparentando tranquilidad) ¿Qué libro quieres?
RAMÓN.-Cualquiera. Un libro cualquiera. Ya veo que lo importante es que yo me despida de ustedes y salga a la calle con un libro en la mano: el autor no importa.
CARLOS.-Como quieras. Se hará lo que gustes.
VÍCTOR.-(A Ramón) Entonces quédate.
CARLOS.-No, no se quedará. Ha Comprendido que debe irse.
RAMÓN -He comprendido que debo irme, pero me gustaría quedarme.
CARLOS.-¿Sí? Voy en busca del libro. (Sale)
ESCENA III
Víctor y Ramón.
VÍCTOR.--(Rápidamente) Si pudieras quedarte, con cualquier pretexto.
RAMÓN.-Si permanezco más tiempo en el estudio, abrirá la puerta y me echará a la calle.
VÍCTOR.-Es verdad.
RAMÓN.-Pero ¿qué sucede? Dímelo en pocas palabras.
VÍCTOR.-¿En pocas palabras? Imposible.
RAMÓN.-Se trata de María Luisa, ¿verdad?
VÍCTOR.-Si tú quisieras, al salir podrías decirle... porque ella estará en la esquina o en la tienda o en cualquiera otra parte cerca de aquí, esperando que salgas.. . podrías decirle...
RAMÓN.-¿Qué cosa?
VÍCTOR.-¿Lo harías por mí?
Sin ser visto, con un libro en la mano, aparece Carlos en el umbral de la puerta y se detiene al oírlos hablar en tono confidencial.
RAMÓN.-¿Qué debo decirle? Dilo pronto...
RAMÓN.- ( Al darse cuenta de la presencia de Carlos) Um
ESCENA IV
Víctor, Ramón y Carlos.
CARLOS.-(Desde el umbral a Ramón) No. (Arroja el libro sobre el diván. A Víctor) No se lo dirá. (A Ramón) Has dicho que te gustaría quedarte aquí y te daré gusto.
VÍCTOR.-Me parece muy bien. Nos quedaremos.
CARLOS:-Se quedarán aquí, en su casa. Soy yo quien se va a esperar, en la puerta, a María Luisa.
VÍCTOR.-¿Serás capaz?
RAMÓN.-Yo no puedo quedarme. Vine a pedirte un libro... me siento mal.
CARLOS.-En la otra pieza tendrás todos los libros que gustes. Y, en último caso, puedes pasar aquí la noche. (A Víctor) En cuanto a ti. . .
VÍCTOR.--(De pie) Saldremos juntos.
CARLOS.—Por ningún motivo. Saldré solo. Te quedas en tu casa.
VÍCTOR.-¿Debo entender que estás decidido a hacerme una mala jugada?
CARLOS.-Debes entender que, puesto que no puedo esperar a María Luisa aquí, en mi estudio, he decidido esperarla en la puerta de la casa. Así no le darán tus recados. María Luisa y yo iremos a cualquier parte, no sé...
VÍCTOR.-Eso quiere decir que me has mentido, que aún la quieres.
CARLOS.-Eso quiere decir que si me ha prometido venir es porque quiere hablar conmigo a solas.
VÍCTOR.-¿Hablarte? ¿De qué pueden ustedes hablar ahora?
CARLOS.-No lo sé. Justamente, si la espero es para saberlo.
VÍCTOR.-(Amargamente) Y no temes que María Luisa no sólo venga a hablar contigo ...
RAMÓN.-Eso no se teme. Más bien se desea.
VÍCTOR.-(A Ramón) ¡Imbécil!
CARLOS.-Si yo no bajo a esperarla, ella no subirá y nunca sabré el objeto de su visita.
VÍCTOR.-Es verdad, nunca lo sabremos.
CARLOS.-(Triunfante) Luego estás de acuerdo en que debo bajar.
VÍCTOR.-Creo que es irremediable.
CARLOS.-Entonces bajaré. (Empieza a quitarse la bata y sale por la puerta que da a su pieza)
ESCENA V
Víctor, Ramón, la voz de Carlos.
VÍCTOR.-(Rápidamente) ¿Crees que sea capaz de decirme luego la verdad?
RAMÓN.-Si la verdad es en favor suyo...
VÍCTOR.-Tienes razón, sólo así.
RAMÓN.-En su caso, ¿le dirías toda la verdad? (Víctor no responde) Vamos, dilo francamente.
VÍCTOR.-Creo que no.
RAMÓN.-Si yo pudiera hablarle. Si ella me tuviera confianza o yo se la inspirara... le preguntaría por qué viene a visitar -a Carlos. Y luego...
VÍCTOR.-Me dirías la verdad.
RAMÓN.-Naturalmente.
VÍCTOR.-Entonces ... (Se oye en este momento el timbre de la puerta de entrada. Un sonido breve, ligero, anuncia a María Luisa) Un momento... es ella.
LA VOZ DE CARLOS.-¡Qué! ¿Han llamado?
VÍCTOR.-(A Carlos, gritando) No han llamado. Es tu conciencia. (A Ramón) Recíbela tú. Háblale; pregúntale la verdad. Yo impediré que Carlos salga antes deque tú lo sepas todo. Lo convenceré.
Sale al cuarto de Carlos. Cierra la puerta. Ramón sale a abrir la puerta de entrada. Se oye la voz pura, cándida, dulce, benévola, a veces como de niña, a veces como de estatua, de María Luisa.
ESCENA VI
Ramón, María Luisa.
LA VOZ DE MARÍA LUISA.-¡Oh, usted aquí!
LA VOZ DE RAMÓN.-Pase usted, María Luisa. (Entran) ¿No esperaba encontrarme? Me disponía a salir. Ya ve usted. Aquí está el libro. Aquí mi abrigo... y mi sombrero.
MARÍA LUISA.-(Indiferente) Ya los veo. ¿Y Carlos?
RAMÓN.-Se está vistiendo.
MARÍA LUISA.-(Inocente) ¡Qué! ¿Estaba desnudo?
RAMÓN.-Sí, en el baño.
MARÍA LUISA. (Como para sí) Es curioso.
RAMÓN.-¿Qué?
MARÍA LUISA.-Nunca antes había imaginado a Carlos desnudo.
RAMÓN.-Luego... ¿también ustedes imaginan?
MARÍA LUISA.-¡Qué se imagina usted! (Como para sí) Pero a Carlos... Es curioso: no puedo imaginarlo sin cuello siquiera. Cierro los ojos y lo veo con la corbata siempre en su sitio, con el pañuelo en el suyo; irreprochable.
Ramón se ha compuesto impensadamente la corbata, el pañuelo. Se sientan.
RAMÓN.-Y a Víctor, ¿cómo lo imagina usted?
MARÍA LUISA.-No sé... en traje de sport... en traje de baño.
RAMÓN. (Sin malicia) ¿En traje de baño?
MARÍA LUISA.-(Representándoselo) Sí, en traje de baño.
RAMÓN.-Y... ¿a mí?
MARÍA LUISA.-(Sin enojo) Qué tonto es usted. A usted no lo imagino de modo alguno. Usted...
RAMÓN.-Yo. . .
MARÍA LUISA.-No existe.
RAMÓN.-¿Que yo no existo?
MARÍA LUISA.-Al menos para mí. (Pausa breve) Usted no me ha amado nunca, usted no me ama, luego...
RAMÓN.-No existo.
MARÍA LUISA.-Eso es.
RAMÓN.-Es verdad que no la he amado nunca, que no la amo, pero...
MARÍA LUISA. ¿Qué?
RAMÓN.-He amado a otras mujeres... a otra mujer.
MARÍA LUISA,-¿Es posible? (Transición) ¡Qué tonta soy! Usted ha amado a otra mujer, luego...
RAMÓN.-Existo.
MARÍA LUISA.-Tal vez. Pero. ¿dice usted que ya no la ama?
RAMÓN.-Pero la amé.
MARÍA LUISA.-Oh, entonces quién sabe si la ama usted aún.
RAMÓN.-No sé, tal vez; la verdad; no comprendo...
MARÍA LUISA.-¡No comprender! Yo, por ejemplo, no tengo por qué amar a Carlos, puesto que ya no me ama, y, no obstante, no comprendo por qué, para qué estoy aquí, en su estudio.
RAMÓN.-Entonces, ¿usted ama a Carlos?
MARÍA LUISA.-Si es que lo amo, no comprendo por qué lo amo.
RAMÓN.-Pero... ¿a Víctor?
MARÍA LUISA.-(Con cansancio) Es fácil saber por qué lo amo; me cela, me sigue, me obedece, me acaricia...
RAMÓN.-La cansa, ¿no es verdad?
MARÍA LUISA.-No, no es verdad. Es decir: me cansa; pero sobre todo, me ama.
RAMÓN.-En cuanto a Carlos ...
MARÍA LUISA.-Me evita, me olvida; le soy indiferente ...
RAMÓN.-Y no obstante, usted lo ama.
MARÍA LUISA.-No lo sé. He venido a saberlo, quizás. Eso es: he venido a saberlo. Pero ya ve usted, Carlos no está aquí. Carlos no quiere verme.
RAMÓN.-Sí está. Sí quiere verla.
MARÍA LUISA.-Pero está desnudo; es decir, invisible para mí. Si entrara en este momento, tendría yo que cerrar los ojos.
RAMÓN.-Y no obstante, hace un momento, con los ojos cerrados, lo imaginó usted, a pesar suyo, desnudo.
MARÍA LUISA.-(Cerrando los ojos, estremeciéndose) Sí, desnudo, delgado, ¡horrible!
RAMÓN.-Tal vez se equivoque su imaginación.
MARÍA LUISA.-Imposible. Nuestra imaginación no se equivoca. Usted, por ejemplo, desnudo...
RAMÓN.--(Temeroso) No, por Dios. No lo diga usted.
MARÍA LUISA.-(Con su voz más cándida) ¿Tiene usted algún defecto físico? Pero no se preocupe. Usted... usted no existe. Me olvidaba de que usted no existe. (Pausa)
RAMÓN.-Y... ¿es muy difícil existir para usted? (María Luisa no contesta. Se ha quedado pensando en otra cosa) ¿Por qué no me responde? ... ¿En qué piensa?
MARÍA LUISA.-(Despertando) En ti. (Se asombra de su frase) ¡Oh! ¿Qué he dicho?
RAMÓN.-(Tímidamente) Ha dicho que pensaba en mí.
MARÍA LUISA.-No, no es posible. Cuando usted me preguntó: "¿En qué piensa?", yo le respondí: "En nada". En nada; ¿en qué otra cosa podía pensar? RAMÓN.-....Tal vez.
MARÍA LUISA.-¿Lo duda usted?
RAMÓN.-(Dudando más que antes) No, no lo dudo.
MARÍA LUISA.-¿Verdad que he dicho que no pensaba "en nada"?
RAMÓN.-Es verdad.
MARÍA LUISA.-Qué bueno es usted.
RAMÓN.-(Asustado de su frase) No quise decir eso.
MARÍA LUISA.-No quiso decirlo, pero es verdad. (Pausa. Ramón se ha quedado pensativo) ¿En qué piensa?
RAMÓN.-(Despertando) En nada.
MARÍA LUISA.-Dígalo usted. Téngame confianza. (Se acerca a Ramón)
RAMÓN.-No digo más que la verdad.
MARÍA LUISA.-Entonces diga: "pensaba en mí"
RAMÓN.-" Pensaba en mí".
MARÍA LUISA.-No en usted: "en mí".
RAMÓN.-Eso es: "pensaba en usted".
MARÍA LUISA.--"En ti".
RAMÓN.-"En ti".
MARÍA LUISA.-Ya lo ve usted. Sin darse cuenta, sin saberlo, pensaba usted "en mí".
RAMÓN. (Arrobado) Es verdad,. sin darme cuenta.
MARÍA LUISA.-Y además, sin pensarlo, me ha hablado de tú.
RAMÓN.-Sí, de tú. (Luego, despertando) Dispénseme, María Luisa.
MARÍA LUISA.-No has cometido falta. Ya ves, también yo, sin pensarlo, te hablo de tú.
RAMÓN.-(Como un eco) De tú.
MARÍA LUISA.-Hablémonos, desde ahora, de tú. De todos modos, algún día, o quién sabe, mañana...
RAMÓN.-Algún día, o mañana...
MARÍA LUISA.-Me amarás.
RAMÓN.-Sí ... te amaré. (Despertando) Pero ¿y Carlos?
MARÍA LUISA.-Carlos me amó.
RAMÓN. ¿Y Víctor?
MARÍA LUISA.-Víctor me ama. Pero tú me amarás No ahora, no; algún día.
RAMÓN.-(Arrobado) Sí, algún día... mañana tal vez.
MARÍA LUISA.-(Como un eco) Tal vez.
RAMÓN.-Pero si Carlos te amó y Víctor te ama...
MARÍA LUISA.-(Continuando la frase) Tú me amarás.
RAMÓN.--Pero tú ¿a quién amas?
MARÍA LUISA.-Yo amo, simplemente. Amo a quien me ama.
RAMÓN.-¿Pero no crees que es preciso optar, escoger? ¡Porque los tres a un tiempo...!
MARÍA LUISA.--A un tiempo, no; en el tiempo.
RAMÓN.-¿Cómo?
MARÍA LUISA.-En el pasado, en el presente, en el mañana.
RAMÓN.--(Arrobado) No sé...
MARÍA LUISA.-Necesitaría morir para no amar a Carlos que me amó, a Víctor que me ama... (Ramón se encoge, baja la cabeza) a ti, que me amarás.
RAMÓN.-(Tímidamente) Entonces, cuando yo te ame, así, como ahora Víctor, en presente, ¿amarás también a otro, al que te amará?
MARÍA LUISA.-Sí. Tal vez. ¿Por qué no?
RAMÓN.--Pero eso será horrible.
MARÍA LUISA.-{Acercándosele. Poniendo su mano en el hombro de Ramón) No pienses, no sufras. No olvides que aún no me amas.
RAMÓN.-(Recobrando el valor) Es verdad. Ahora es Víctor el que debe sufrir porque tú me amas ya. Porque tú me amas, ¿no es cierto? (Se toman las manos)
MARÍA LUISA.-Sí, te amo porque me amarás.
RAMÓN --Porque te amaré.
Durante la última frase del diálogo, Víctor y Carlos, en trate de calle, han entrado sin ser vistos. Carlos se adelanta hacia María Luisa y Ramón. Víctor avergonzado, disminuido, se oculta a medias.
ESCENA VII
Ramón, María Luisa, Carlos y Víctor.
CARLOS.-(Con su voz más firme) ¡María Luisa!
MARÍA LUISA.--(Sin inmutarse) Ah, eres tú, Carlos.¿Por qué has tardado tanto? (Al ver a Víctor) ¿Tú aquí, Víctor? ¿Por qué te ocultas?... (Pausa breve) ¡No me dicen nada!
CARLOS.--(Fríamente) Nada.
VÍCTOR.-(Colérico y vencido) No hace falta decir nada.
MARÍA LUISA.-(Serena, plácida) Yo les diré una cosa. (A Ramón) Si tú me lo permites. (A Víctor y Carlos) Me siento dichosa. Ramón ...
VÍCTOR. (Rápidamente) Ya lo sabemos.
MARÍA LUISA.-No sabes nada, Víctor. Nunca sabes nada; dudas, imaginas, investigas, pero nunca sabes la verdad.
CARLOS.-Has dicho que te sientes dichosa.
MARÍA LUISA.-Porque Ramón...
CARLOS.-Te quiere.
MARÍA LUISA.-No, no me quiere. (A Ramón) ¿Verdad que no me quieres?
RAMÓN.(En el colmo del amor) No, no te quiero.
MARÍA LUISA.-¿Ya lo oyen? No me quiere; me querrá.
VÍCTOR.-Pero eso no es posible, María Luisa.
MARÍA LUISA.- Sí es posible. Tú bien sabes que es posible. Cuando Carlos me amaba, como tú ahora, no sabías que ya me amabas, pero yo te amaba desde entonces, porque sabía que un día me amarías.
CARLOS.-(Colérico) Y ahora le ha tocado a Ramón su turno.
MARIA LUISA.-No me entiendes. No quieren entenderme. No es su turno, no. No es que uno esté detrás o después del otro en mi amor. Según eso, tú no existirías ya para mí, puesto que ya no me amas. No obstante, yo te amo, no porque hayas dejado de amarme, sino porque un día me amaste.
VÍCTOR.-Está bien, ¿pero a mí?
MARÍA LUISA.-A ti te amo, eso es todo.
VÍCTOR.-Luego Ramón sale sobrando.
MARÍA LUISA.-(Sin oírlo) Pero Ramón, que no me ama todavía, me amará, estoy segura, y sólo por el hecho de saberlo, ya lo amo.
CARLOS.-(Despechado) No cabe duda; eres precavida. Si uno te deja de amar...
MARÍA LUISA.-No me entiendes aún. ¿Qué quiere decir que me dejen de amar cuando yo sigo amando?
VÍCTOR.-¿Quieres decir que nos amas a los tres a un tiempo?
MARÍA LUISA.-No como tú lo entiendes. A un tiempo, no; en el tiempo.
VÍCTOR.-Pero si Carlos ya está en el pasado.
MARÍA LUISA.-Es verdad. Y tú en el presente y Ramón en el futuro. Pero ¿qué son, en este caso, pasado, presente y porvenir, sino palabras? Si yo no he muerto, el pasado está como el presente, y del mismo modo que el futuro, en mí, dentro de mí, en mis recuerdos, en mi satisfacción, en mis deseos, que no pueden morir mientras yo tenga vida. (Pausa breve) ¿Verdad que ahora me comprenden?
CARLOS:-(Como a pesar suyo) Sí, te comprendo. (Toma asiento)
VÍCTOR.-¡Tal vez! (Toma asiento)
RAMÓN.-No; no te comprendo; pero no importa: un día comprenderé. (Toma asiento)
MARÍA LUISA.-Todos han comprendido. Tú, Carlos, que ya no me amas, confiesas. Tú, Víctor, que me amas, dudas todavía. Y Ramón, que aún no me ama, espera que un día comprenderá. (Se oye el timbre de la puerta. Con excepción de María Luisa, los demás parecen no haber oído) Han llamado. (A Carlos) ¿Esperas a alguien?
CARLOS.-A nadie. ¡Es extraño!.
Sale a abrir. Se oye casi en seguida la voz del desconocido.
ESCENA VIII
María Luisa, Ramón, Víctor, Carlos y el Señor Desconocido.
LA VOZ DEL DESCONOCIDO. ¿La señorita? ¿Tiene usted la bondad de avisar a !a señorita?... A la señorita que entró hace un rato.
MARÍA LUISA.-(De pie, dándose súbitamente cuenta de su olvido) ¡Es verdad! ¡Lo había olvidado!
LA VOZ DE CARLOS.-Pase, pase usted.
Entra con Carlos un señor joven, increíblemente aliñado, increíblemente tímido y, en consecuencia, increíblemente ridículo. Lleva en la mano tres paquetes grandes.
CARLOS.—(A María Luisa) El señor pregunta por ti.
MARÍA LUISA. (Al desconocido) ¡Perdóneme, perdóneme! ¡En qué estaba pensando!
EL DESCONOCIDO.-Yo hubiera querido... esperar más tiempo. Pero temía... temía que usted... que usted...
MARÍA LUISA.-Lo hubiera olvidado. Así fue. Dispénseme. (Se apresura a recoger los paquetes, que Carlos, Víctor y Ramón le quitan a su vez y que ya no abandonarán) No volverá a suceder. Y muchas gracias. Pero debe estar rendido. Tome asiento, acérquese usted.
EL DESCONOCIDO.-(Azorado, cohibido, nerviosísimo) No, muchas gracias. Debo irme. A sus órdenes, señorita. (A todos) Buenas noches.
Sale aturdido.
ESCENA IX
María Luisa, Ramón, Víctor y Carlos.
MARÍA LUISA.-(Respirando plenamente) Lo había olvidado, ¡pobrecillo! (Pausa)
CARLOS.--(Tomando asiento) ¿Quién es?
MARÍA LUISA.-No sé quién es.
VÍCTOR.--(Tomando asiento) Pero ¿no sabes quién es? RAMÓN.(Tomando asiento) No sabe quién es.
MARÍA LUISA. (En el centro del grupo) Lo encontré al salir de la tienda. Se me acercó, y con toda la timidez del mundo me rogó que le permitiera llevar los paquetes. Me miraba de un modo tan sumiso, que me pareció cruel no concederle lo que pedía. Eché a andar y, naturalmente, me siguió, sin hacer ruido, sin atreverse a hablar. Entré en esta casa, y debo de haber subido muy de prisa, o a él se le cayó un paquete, no sé; el caso es que, al entrar aquí, lo olvidé por completo... (Pausa) Pero ¿por qué callan? ¿Hay algo de malo en todo esto?
CARLOS.-Nada, yo creo que nada. (Pausa breve)
VÍCTOR.-Es posible que nada. (Pausa breve)
RAMÓN.--(Temeroso, haciendo un gran esfuerzo, se atreve) Pero ¿no pensó usted, María Luisa, al verlo tan dócil, tan inofensivo, que bien podía ser el hombre destinado a quererla?
MARÍA LUISA.-No, no lo pensé entonces; o si lo pensé, no lo recuerdo; o, más bien, oculté mi pensamiento en seguida.
RAMÓN--(Con tristeza) ¡Lo ve usted!
MARÍA LUISA.-Pero en caso de que así hubiera sido, ¿no ha visto usted que él no supo esperar?
RAMÓN.-(Con alegría, satisfecho) Es verdad. No supo esperar.
Pausa. Una misteriosa luz cenital invade el estudio. Todos permanecen inmóviles, abstraídos. Ellos, con un paquete cada uno, en la mano. Ella, sonriente, dichosa, ausente. De pronto, Víctor se le queda mirando y le pregunta con firmeza:
VÍCTOR.-María Luisa, ¿en qué piensas? Todos esperan, anhelantes, la respuesta.
MARÍA LUISA.-(Despertando, en voz baja, casi imperceptible) En nada.
VÍCTOR.-¿En nada? No es posible. (Baja la cabeza)
CARLOS.-No es posible. (Baja la cabeza)
RAMÓN.-No, no. (Baja la cabeza)
MARÍA LUISA.-(Sin salir del centro del grupo, acaricia los cabellos de cada uno) Aquí,.a tu lado, Víctor; al lado de Carlos; junto a ti, Ramón, me siento dichosa; ¿quieren saber en qué pienso? (Todos la miran ansiosos, esperanzados) En nada. Soy feliz. No pienso en nada.
Bajan todos la cabeza, acarician involuntariamente el paquete. María Luisa sonríe feliz, como una diosa feliz, mientras cae el

TELÓN

9/1/17

Como las estrellas y todas las cosas Sergio Magaña

Como las estrellas y todas las cosas
Sergio Magaña

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PERSONAJES:
RAÚL, joven de voz sonora y viva. Paralítico desde hace tres meses.
MIGUEL, su amigo, más joven. Manso, voz cariñosa y suave.

ÉPOCA: Actual
ESTACIÓN: Invierno.

HORA: 6 1/2 de la tarde.

ESCENARIO: Sencillamente debe aparecer el interior de un cuarto de habitación, decorado con muy buen gusto: un lecho, sobre el que Raúl se halla recostado; una mesita de noche a la derecha. Hay una silla también junto a la cama y en ella está sentado Miguel. La escena en primer término se desarrolla a oscuras, y en silencio se escucha la respiración agitada de Raúl.
RAÚL.-No, no. No enciendas la luz, ahora no.
Raúl realiza en la penumbra extraños movimientos. En realidad cuanto hace es aplicarse una inyección. Su brazo en la oscuridad se mira casi luminoso, blanco y largo. Se incorpora con lento esfuerzo.
RAÚL.-Y esto es tan fácil ... fácil... (Deja en la mesa la jeringuilla. Su voz se reanima. Se escucha más serena, poco a poco optimista). Tan fácil... tan fácil que va pasando, algo que pasa... pasa como... como si de pronto uno estuviera limpio... de adentro y de afuera, y sin frío, bañado de sol, corriendo sobre un campo verde y grande... ¡Qué belleza! (Pausa transitiva). Pues si no se ve nada, oye, hace media hora todavía entraba el sol y pegaba en la colcha ésta.
MIGUEL.-Son tardes de invierno.
RAÚL.-Y qué feas, claro, ahora enciende la luz...¡Eso!
Miguel queda laxo en su silla, después de encender la luz, con las piernas extendidas, abiertas, las manos en el regazo -la izquierda enguantada-y todo su cuerpo abandonado sobre el asiento. El vaho luminoso de la pequeña veladora baña su cara, la cual mantiene de ex profeso inclinada, como evitando mirar el rostro del otro, perdido ahora en la contra luz. Miguel experimenta imprecisas turbaciones y silba quedamente un tema de Pedro y el Lobo. Se interrumpe.
MIGUEL.-Ayer alcancé los mil doscientos metros, veinte vueltas a la alberca. (Vuelve a silbar).
RAÚL.-(Sonriendo con la voz) Ah, Miguel, no creíste lo que te dije, ¿verdad?
MIGUEL.-¿El qué?
RAÚL.-Lo que acabo de decirte, hace poco, con respecto a esto y a esto.
Señala la jeringuilla sobre la mesa y luego su propio corazón. Miguel intenta un movimiento investigatorio que es interrumpido con un ademán de brazo de Raúl, su voz es viva, pero no demasiado alarmante.
RAÚL.-No toques nada. Acabo de suicidarme y es morfina, ¿no lo dije? 
MIGUEL.-¡Oh!
RAÚL.-¿Oh? Claro que ¡Oh! Para mis condiciones, conste, morfina es un nombre terrible. La vigilancia médica autoriza unas gotas en la hipodérmica para atenuar el dolor. ¡Puf, una purruchita! Cinco centímetros lo aplacan indefinidamente. Yo he agotado el frasco, hace un momento, y tenía siete. La cosa es tan fácil, tan breve. Dentro de seis minutos empezaré a dormir, y después, bueno, creo que uno no despierta. Ejecutaré antes un temblorín o, no sé, puede que me quede nomás quieto. Luego amigo, acabo de suicidarme. (Su tono es jovial/ Eso es lo que desde hace media hora estoy tratando de decirte. Ah, no me mires así. ¿En cuánto tiempo das veinte vueltas a la alberca, dice
MIGUEL.-Per ... o.
RAÚL.-Veinte minutos, seguro, yo siempre hice diez y ocho. Terminaba jadeante y antes de salir, sumergía mi cabeza dentro para peinarme los cabellos con el agua. Sentí el agua siempre fresca. Su frescura me anegaba los párpados, los labios, la risa. Parece que me oigo todavía, riendo, perlada la cara con las gotas de agua, brillando contra el sol. Las mujeres me hacían señas. ¡Ah, qué belleza! Mientras mis piernas ágiles corrían desnudas. Perseguí siempre a mis amigas.
MIGUEL.-(Sin suspicacia, candorosamente) A las mías también.
RAÚL.-¡Qué gentil! Si tú no tienes ninguna, oh, Miguel, no sé cómo hemos podido ser amigos tú y yo.
MIGUEL.-(Inclinando la cara/ Yo sí lo sé.
RAÚL.-(Riendo con la voz) Perdóname. Soy tajante. Contigo. Ahora... Ahora no sé. Ahora lo soy con todo el mundo porque todo el mundo ha venido a verme. Ah, es una injusticia. Debió haberse quedado paralítico algún otro, no yo, que no puedo soportarlo.
MIGUEL.-(Reflexivo) Yo por ejemplo.
RAÚL.-Pues tú quizás podrías, yo no, para mí es casi una pena. ¡Oh, dioses! Apolo con piernas de Vulcano, suite para ballet y de la caída del Olimpo dos piernas inmóviles para siempre: míralas. ¿Crees que muero ahora por la morfina? Hace tres meses que he muerto. Tú no comprendes, desde luego, nunca pudiste hacerlo. Te has limitado a admirarme y a envidiarme.
MIGUEL.-(Convencido y manso) Es cierto.
RAÚL.-Pero no me hagas caso, no me hagas. A ver, tú eres como un niño, a veces... irritante y otras lleno de gracia y de prejuicios.
MIGUEL.-Isabel dice que...
RAÚL.-No metas a Isabel. Yo no la puedo discutir contigo, es evidente. ¿No es hasta un poco raro que a ella le guste tu compañía?
MIGUEL.-(Intenta una reacción rebelde, perro se reprime) Quizá es un poco raro.
RAÚL.-Con su pelo radiante y su porte de Electra. ¡Sí es una griega clásica, Miguel! Bueno ella y yo conocemos tus miedos.
MIGUEL.-(Sin ironía) Tú, ¿nunca has sentido miedo?
RAÚL.-Ahora mismo quieres huir de aquí para no verme morir, lo sé. Temes que, te miras ya espantado rodeado de gente que te pregunta. Pero ahí saldrás tú del paso con esa mentalidad tuya tan, ¿cómo dijéramos? tan especial. (Pausa conciliatoria) Además y a pesar, te quiero, eres mi amigo: eso tampoco puede discutirse. Ni tú ni yo tenemos la culpa de que tú seas como eres. Ahora sabe, que lo en mí envidiaste no fueron mis gestos ni mis desplantes sino mi amor frenético hacia todo cuanto significa la vida. En las tertulias, en la calle, con mis piernas inquietas y el pecho tumultuoso, de pie ante el sol, los brazos en el cielo y en mi cara la brisa de todos los océanos ¡Qué belleza, qué belleza!
MIGUEL.-Yo también amo la vida, el sol.
RAÚL—¡Con los primeros síntomas del desfallecimiento. (Pausado) Absurdo. Siempre estás triste, metido en ti mismo. (Mueve su brazo derecho y lo apoya en la mesa).
MIGUEL.-Tal vez, aunque yo creía.
RAÚL.-(Cada vez más agotado) En seres como tú, el amor a la vida se limita a un sentido. Aman la vida, pero no como yo. Qué va a ser, Miguel. El polen va en el viento con canciones... Algo viene rodando... No sabría decirte si es la vida que pasa... o soy yo quien se va... La vida es como un sueño grande, infinito, que ahora... me pesa en los ojos.
Miguel sabe que Raúl ha entrado en la región del sueño misterioso, por eso mismo permanece quieto, hablando impersonalmente con voz suave, tranquila. Su cara está inclinada y sus palabras van adquiriendo una extraña luminosidad, como si un aroma de trigo y de tierra saturara el ambiente y fuera matizando sus palabras.
MIGUEL.-Me gusta nadar, Raúl, abrir los brazos adentro del agua. Isabel dice...
RAÚL.-(Entre neblinas). No la nombres. Ella tiene manos cálidas, pero no me va a llorar... Estará sólo con los brazos llenos de flores... en un domingo, bajo el cielo claro...
MIGUEL.-Ella dice que mi torso es ahora un buen torso. Me gusta ir con ella, caminar, pasear.
RAÚL.-Caminar... ella también en el sueño es algo que pasa, y... se acerca ...o se va...
MIGUEL.-A veces nos sentamos en los prados, los dos solos, los prados son verdes y miramos el cielo, mucho rato así, hasta que aparecen las estrellas.
Raúl en sueño agónico. Su mano, que descansa en la mesa, inicia un crispamiento.
RAÚL.-Se va.... Miguel (
Su llamado es insuficiente. Miguel contempla un instante aquella mano palpitante.
MIGUEL.-Las estrellas viajan, dice Isabel, pasan porque no pueden detenerse. Pero su luz no se interrumpe nunca, por eso viene el sol.
RAÚL.-(Su brazo resbala de la mesa y cae inerte) ¡Miguel!...
MIGUEL.-Y ella y yo caminamos en la arena del prado, cerca del estanque, (Calla y mina el brazo inanimado y colgante) hasta que ella dice: Si tú te desnudas me baño contigo. Yo entonces siento ahí uno de esos miedos que tú dices que tengo... Raúl... y entonces dejamos que el agua fresca nos bañe los pies mientras miramos nuestras piernas hundidas, blancas, adentro. Hasta que ella dice: parece que están quebradas. Y yo le digo: Sí, parece. Y arriba de nosotros se contempla el sol... Raúl... como un huevo de oro, mientras ella dice: No se detendrá, es como las estrellas y todas las cosas, es algo que pasa, pero su luz permanece arriba de nosotros, y abajo del agua. Y todos nos reíamos. (Alguien a lo lejos silba el tema de Pedro y el Lobo) Tú no lo crees, Raúl, pero ayer, Isabel y yo alcanzamos los mil doscientos en el tanque. Ella no lo hace bien, pero dijo: Ahora Miguel tiene un hermoso torso. (Pausa) Por eso se rieron. (Llama quedamente) ¡Raúl! (Se levanta lentamente, contempla al otro con una gran admiración) ¡Raúl! (Toma en sus manos el cobertor para taparle la cara, pero se arrepiente y mete el brazo inerte de Raúl dentro del lecho y lo arropa. Su contemplación sobre el cuerpo de su amigo es cariñosamente extática) ¡Qué belleza! (Pausa. De nuevo, alguien que pasa afuera, silba el tema de Pedro y el Lobo). ¡Qué belleza!

TELÓN LENTO.

Cuatro Diálogos de animales, de Sergio Magaña Los fabulosos


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Cuatro  Diálogos de animales

de  Sergio Magaña

Los fabulosos

(El Unicornio solicita ayuda de la Quimera para encontrar la raíz de la Mandrágora.)
UNICORNIO: ¡Eh, tú, detente, y ayúdame a manejar un poco el azadón!
QUIMERA: ¿Es a mí a quien te diriges?
UNICORNIO: Precisamente es a ti, y si me ayudas a manejar el azadón, es posible que participes de los beneficios del encuentro.
QUIMERA: Pero, ¿y cómo? ¿Te diriges a mí? ¿No sabes acaso que yo no existo? ¿Me has visto alguna vez?
UNICORNIO: Eso no tiene importancia. Contesta sólo si puedes ayudarme o no. Ya me miras cansado y con mi hermoso cuerno lleno de barro, aun astillado; daño que me ha venido al pretender usarlo para remover la tierra de este campo.
QUIMERA: Te ayudaré, con un suspiro, porque debes saber que yo no existo. ¡Soy una Quimera! Animal fabuloso no clasificado en ninguna Zoología.
UNICORNIO ¿Y qué quieres? ¿Que me asombre? Yo soy Unicornio y tampoco me han registrado jamás, ni nadie me ha visto como no sean los ignorantes hombres de la edad media.
QUIMERA: Entonces tú, igual que yo, no existes... y si no existes es un absurdo que me estés hablando y solicitando ayuda. No veo por qué, un ente inexistente deba distraerme y aún exigirme le ayude a cavar. ¡Sin duda me pedirá después una sonrisa!
UNICORNIO: ¿Una sonrisa tuya, Quimera? Ni aún a riesgo de perder mi cuerno la solicitaré. Cuando sonríes echas llamaradas por tu cabeza de león y tu barriga de cabra se arruga mientras tu cola de dragón se yergue. ¿Vas a llorar?
QUIMERA. No me toques... eres un ser sin entrañas. Acabas de describirme sin ninguna cortesía y de tan horrible manera que nadie querría invitarme ni siquiera un trago.
UNICORNIO: ¿Acaso eres borracha?
QUIMERA: Imagínate, he contraído el vicio de la bebida, empujada tal vez por mi soledad, sin tener nunca a un Quimero o cosa parecida. Cuando era joven soñaba con él y solía peinarme en el espejo de los lagos. Dame un tabaco.
UNICORNIO: ¡Ajá! ¿También fumas?
QUIMERA. Claro, por culpa también de mi soledad.
UNICORNIO: Pues aquí no hay tabaco. Y además con el fuego de tus fauces podrías provocar un incendio.
QUIMERA: ¡Oh, no! ¡Es fuego fatuo! En fin…por ser tan agradable tu manera de ser, te ayudaré si puedo.
UNICORNIO: Puedes. Usa tus garras para cavar el terreno.
QUIMERA: ¿Mis garras? ¿No las ves? ¡Son de terciopelo!
UNICORNIO: Luego es cierto. Pobrecilla. Entonces lárgate de aquí si de nada me sirves.
QUIMERA: Por eso te digo que no existo. Aunque si tuvieras un trago...
UNICORNIO: Déjame en paz. Estoy escarbando con la intención de hallar la raíz de la Mandrágora. Dicen que en cuanto la coma existiré realmente y gozaré de los privilegios de la tierra.
QUIMERA: Siendo así no me voy. Déjame esperar tus resultados y si me lo permites, de la raíz tomaré también un pedacito. ¡Quiero vivir y existir! Estoy cansada de charlar con puros animales fabulosos. La Hidra de Lerna me tiene harta, el León de Nemea me cansa. La Salamandra es una histérica, el Basilisco no hace más que llorar y la Hidra Verde es un miserable gusano terrestre cuyo hermoso nombre, correspondiente a tan mísero ser, nos ha puesto a todos en ridículo.
UNICORNIO: Siéntate pues, y no eches fuego, no sea que me asuste mientras escarbo.
Los moluscos
(Una madreperla, Malagrina, encuentra inmóvil al pulpo Octopus, que ha sido víctima de la habilidad de un cangrejo.)
MALAGRINA: ¡Buen viaje, Octopus Vulgaris!
OCTOPUS: ¡Detente, hermana madreperla! Y mírame aquí, reducido a la vergüenza de oírte decir "Buen viaje", a ti y a otros animales del mar, sin poder yo moverme ni decir lo mismo; así que es una frase odiosa para mis oídos.
MALAGRINA: Verdaderamente, Octopus, me parece insólito el espectáculo de un pulpo enorme, ágil y voraz como tú, hundido en la arena y sin mover nada más que los ojos, y aún éstos llenos de lágrimas.
OCTOPUS: A tal condición, oh Malagrina, me han reducido mis aficiones al Arte. Si tú quisieras ayudarme a salir de mi postura acercándote a mí, y manipulando donde yo te diga, sería siempre tu amigo y defensor.
MALAGRINA: Lo haría, Octopus, mas nadie como yo conoce los peligros de la piedad en el fondo de los mares, de suerte que no me pidas ayuda de ninguna clase. Si en algo puede consolarte el que yo escuche tus ridículos lamentos, habla ya, mientras yo contemplo mi perla en esta concha vacía, espejo pulido admirablemente por las aguas.
OCTOPUS: Tu vanidad es larga; pero mi historia es corta, escucha: Navegaba hace poco por este hermosísimo paraje, henchido de luz, enamorado de las irisaciones de los peces y jugueteando inocentemente con muchos y pequeños cangrejos...
MALAGRINA: ¿Inocentemente, Octopus?
OCTOPUS: ¡ Inocentemente, Malagrina! Cuando de pronto todos ellos en coro me pidieron que danzara, y echando mano de dorados caracolillos y soplando en sus orificios, lograron estremecer las aguas con una música encantadora. Yo mismo me sentí transfigurado y, poniéndome de pie y apoyando graciosamente la punta de mis tentáculos sobre la arena, me lancé a girar al compás vertiginoso de la melodía; al grado de sembrar la envidia entre varios delfines y medusas que también me contemplaban. Entonces uno de los cangrejos, sin duda espantado de mi casual proximidad, me enchufó el caracolillo en la abertura de mi sifón. Ahora bien, tú sabes que nosotros, los cefalópodos, nos movemos por retropropulsión y que expelemos el aire necesario por esta abertura de nuestra bolsa, cercana a nuestra cabeza -¿y cómo voy a moverme nunca más si tengo ahí el caracolillo incrustado?. Líbrame de él, Malagrina, y prometo organizarte una costosísima fiesta donde tu perla sea proclamada la más hermosa. MALAGRINA: Y mi carne la más apetitosa... ¿Eso pretendes? Pues me retiro, Octopus, he terminado de mirarme al espejo.
OCTOPUS: ¿Así que te vas sin quitarme el caracolillo? ¡Ya te arrepentirás, ingrata, cuando sepas que he sido presa de los tiburones!
Los Crustaceos
(Un gracioso camarón llamado Leander Squila, libra al pulpo Octopus de un grave mal. En reciprocidad, Octopus lo devora a él y a su prole.)
LEANDER: Inclina la cabeza, pulpo, o no podré extraerte ese tapón que obstruye tu sifón. Así se explica tu inmovilidad, tapada como tienes la abertura por donde recibes y expulsas el aire necesario para tu locomoción. ¿Todos los pulpos caminan como tú?
OCTOPUS: Habla menos, camarón Leander, y acaba de sacarme ese estorbo de mi tubo. Hazlo con el mayor cuidado, no sea que quieras cobrarte en mi cuerpo el despecho de tus desilusiones marinas.
LEANDER: Por fin lo he sacado y estoy viendo un simple caracolillo. ¿Cómo pudo haberse metido en la entrada de tu sifón?
OCTOPUS: No lo creas tan hábil. Me lo incrustó ahí Gelassimo Tangeri, un cangrejo a quien puedes ir previniendo de mi venganza.
LEANDER: Debo decirte, Octopus, que Malagrina, esa orgullosa madreperla, diciéndose tu amiga, estuvo hace poco pregonando tu voraz intención de comerte la prole de Gelássimo, y de que éste no sólo te burló, sino que con un caracol. manejando su desarrollada pinza izquierda, te dejó inmóvil taponándote.
OCTOPUS: ¿Eso dice?
LEANDER: También se ufana de haberte negado su ayuda y de abandonarte a los tiburones, no obstante tus afeminadas súplicas.
OCTOPUS: Pues ya estoy curado. ¡Mira cómo me levanto, camino, giro y ondulo libre de todo dolor! En cuanto a esos despectivos juicios no los creo por ningún motivo y comienzo a pensar, camarón Leander, que tú los has inventado para encender mi cólera en contra de la bella amiga, incapaz de tales expresiones.
LEANDER: ¡Suélteme, Octopus! No está bien que, tras de mostrarme contigo tan amablemente, extrayendo ese caracol de tu sistema y abandonando las redecillas de mis huevos a la ferocidad de mis enemigos, me tildes ahora de mentiroso y calumniador.
OCTOPUS: No me interesan tus huevecillos. Seguramente los habrás escondido muy bien. ¿Dónde están?
LEANDER: Están abajo de aquella esponja, próxima a la cresta de corales; pero tú comprendes, cualquier merodeador puede dar con su escondite y devorarlos.
OCTOPUS: Llévame junto a ellos para que sobre ellos hagas el juramento de si es verdad o no, cuanto me dices de la conducta de Malagrina.
LEANDER: Hemos llegado. He aquí mis crías y sobre ellas te repito que es tan cierta la conducta de tu amiga, como es cierto que nada tienes que hurgar abajo de la esponja.
OCTOPUS: Eso crees, camarón Leander. Yo te castigaré por trastornar mi ánimo de pulpo con esas fábulas acerca de Malagrina.
LEANDER: ¡Oh, hijos míos, estamos perdidos! Ya se me desgarran los ojos al ver cómo Octopus los devora. ¡Quisiera morir!
OCTOPUS: A eso voy; conque serénate para poder tragarte sin esfuerzo.
LEANDER: No tomes tan al pie de la letra mis expresiones. En realidad quiero vivir aunque hayas devorado a mis hijos.
OCTOPUS: ¡Ah, padre desnaturalizado! Sólo por eso vas a morir.
LEANDER: ¡Ay de mí, oh ingratitud de los seres!
OCTOPUS: Calla, Leander y ven a reunirte con tus huevecillos. ¡Glub, glub!
Los anfibios
(Por su sabiduría, la Salamandra se gana una cena.)
AJOLOTE: Díme lo que haces, Salamandra.
SALAMANDRA: Vivir. ¿Te parece poco, amigo mío horrendo?
AJOLOTE: Tienes razón; sobre todo en estos lugares donde la gente es supersticiosa en grado extremo. A mí me persiguen las brujas para realizar hechizos repugnantes, sin otro resultado que mi muerte. Y a ti, Salamandra, te aplastan con el pie por miedo a tu mordedura, sin embargo inofensiva.
SALAMANDRA: Eso se llama hablar con la verdad. Tipos hay que me arrojan al fuego en la creencia que saldré ilesa. Así han muerto mi padre, mi tía y siete sobrinos indefensos. Y si fuéramos animales comestibles, excuso decirlo ya habría perecido nuestra especie.
AJOLOTE: No creas. Las ranas lo son y aún subsisten. En cuanto los hombres nos declaran alimento, hasta hacen criaderos. Cerca de aquí existe uno, especialmente dispuesto para obtener en poco tiempo grandes cantidades de ranas, inocentes ellas de su próximo tránsito a los intestinos del hombre.
SALAMANDRA: Bueno, yo odio las ranas. Quisiera vivir en la América del Sur; allí sí que no hay ranas.
AJOLOTE: ¿No?
SALAMANDRA: Hay sapos; pero ranas verdaderas, no.
AJOLOTE: ¿Y cómo es que cantan las ranas?
SALAMANDRA: Para cantar, la rana expulsa violentamente el aire de sus pulmones, haciendo vibrar dos fuertes bandas elásticas o cuerdas vocales -en la faringe-, y sirviéndole de cajas resonantes dos bolsas membranosas que posee a los lados de la boca y que salen al exterior enormemente distendidas.
AJOLOTE: ¡Oh, cuán culta eres, Salamandra! Me agradaría aceptases una invitación a comer en mi casa; donde mis hijos ganarían mucho oyéndote hablar.
SALAMANDRA: Nada me gustaría tanto, aunque soy un poco voraz.
AJOLOTE: No te preocupes. Tengo ochenta insectos en conserva, catorce babosas y nueve lombrices, y…
SALAMANDRA: ¡Vamos al punto! Mi desayuno consistió en una mosca; así te puedes figurar mi apetito. En cuanto a las ranas, te diré que quién canta es sólo el macho, la señora tiene por exclusiva misión la de poner huevos, por eso es tan bruta. En cuanto a la crianza de los hijos, las ranas, según su género, usan de los métodos más extravagantes. Las ranas marsupiales, por ejemplo, tienen en la espalda una amplia bolsa, más bien un bolsillo con la abertura hacia atrás y, cuando ponen, el macho va recogiendo los huevos y metiéndolos allí; de manera que la madre los conserva guardados hasta que salen crías, que nacen, por cierto, en un avanzado estado de desarrollo: con sus cuatro patitas y sus branquias. En Argentina, el sapito vaquero, guarda los huevos en la boca, imagínate, en una bolsa especial y un buen día, pasado el tiempo, abre la boca y empieza a vomitar a su familia.
AJOLOTE: ¡Mira, ahí va un sapo!
SALAMANDRA: Es un enano. En América del Sur hay unos sapos así de grandes, horribles. ¿Y sabías que las ranas no tienen lengua? Por eso cantan. Hay una sola especie venenosa, la tintorera, que segrega un líquido...
AJOLOTE: Hemos llegado. ¿Que tienes... por qué lloras?
SALAMANDRA: Porque otra vez me quedaré sin comer, a pesar de mi sabiduría.
AJOLOTE: No digas eso. Yo te he invitado.
SALAMANDRA: ¿Y voy a entrar al agua para ahogarme? Cierto que pertenezco a los anfibios y me gusta la humedad; pero no al grado de poder respirar dentro del agua. Tal es mi desgracia, amigo mío horrendo.
AJOLOTE: No te preocupes. Espera y me verás traer cuanto prometí, pues yo gozo la doble ventaja de poder vivir en la tierra y en el agua.

TELON