30/5/15

DELIRIO A DÚO Eugene IONESCO

DELIRIO A DÚO


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Eugene IONESCO




PERSONAJES

ELLA 
ÉL


EL SOLDADO, LOS VECINOS




Habitación corriente, sillas, cama, tocador, ventana en el fondo, puerta a la izquierda, puerta a la derecha, Ella está sentada frente al tocador que está cerca de la puerta, en primer término a la izquierda. Él pasea por la habitación, un poco nervioso, pero no demasiado, con las manos cruzadas a la espalda, con los ojos como papando moscas. Se oyen fuera ruidos, vociferaciones, disparos de armas de fuego. Representación sin palabras -paseo del hombre, tocado de la mujer- durante sesenta segundos. Los dos personajes están en bata, y calzan zapatillas. La bata del hombre está bastante sucia; la de la mujer manifiesta veleidades de coquetería. Él no está afeitado. No son jóvenes.



Ella: ¡La vida que me prometiste! ¡Y la que me das! Dejé a un marido por seguir a un amante. ¡El romanticismo! ¡El marido valía diez veces más, seductor! Él no me llevaba la contra estúpidamente.

Él: Yo no te llevo la contra por capricho. Cuando dices cosas que no son verdad, no puedo aceptarlas. Tengo la pasión de la verdad.
Ella: ¿De qué verdad? Puesto que te digo que no hay diferencia. Esa es la verdad: caracol, tortuga, es lo mismo.
Él: De ninguna manera. No son el mismo animal.
Ella: Tú sí que eres un animal. ¡Idiota!
Él: La idiota eres tú.
Ella: ¡Tú me insultas, imbécil, repugnante, seductor!
Él: Pero escucha. Por lo menos, escucha.
Ella: ¿Qué quieres que escuche? Después de diecisiete años que llevo escuchándote. Diecisiete años que me arrancaste a mi marido, a mi hogar.
Él: Pero eso nada tiene que ver con la cuestión.
Ella: ¿Con qué cuestión?
Él: Con la cuestión que estamos discutiendo.
Ella: ¡Se acabó! Ya no hay cuestión. El caracol y la tortuga son el mismo animal.
Él: No, no son el mismo animal.
Ella: Sí, son el mismo.
Él: Todo el mundo te dirá que no.
Ella: ¿Qué mundo? La tortuga ¿no tiene caparazón? Responde.
Él: ¿Y qué?
Ella: ¿El caracol no la tiene también?
Él: Sí. ¿Y qué?
Ella: La tortuga o el caracol, ¿no es un animal lento, baboso, de cuerpo corvo? ¿No es una especie de reptil pequeño?
Él: Sí. ¿Y qué?
Ella: Entonces, ya lo ves. Yo pruebo lo que afirmo. ¿No se dice: Lento como una tortuga, lento como un caracol? Y el caracol, es decir, la tortuga, ¿no se arrastra?
Él: No exactamente.
Ella: ¿No exactamente qué? ¿Querrás decir que el caracol no se arrastra?
Él: Sí.
Ella: Entonces, ya lo ves. Es lo mismo que la tortuga.
Él: Te digo que no.
Ella: ¡Testarudo, caracol! Explica por qué.
Él: Porque sí.
Ella: La tortuga, es decir, el caracol, se pasea con la casa a cuestas. La ha construido él mismo.
Él: La babosa tiene parentesco con el caracol. Es un caracol sin casa. Pero la tortuga nada tiene que ver con la babosa. ¡Ah! Ya estás viendo que no tienes razón.
Ella: Pero, explícame, zoólogo, explícame porque no tengo razón.
Él: Pues porque...
Ella: Dime las diferencias, si las encuentras.
Él: Porque... Las diferencias... también hay parecidos, no puedo negarlo.
Ella: Entonces ¿por qué lo niegas, a pesar de todo?
Él: Las diferencias consisten en que... En que... Es inútil puesto que no quieres admitirlas, y además yo estoy muy cansado. Ya te lo he explicado todo, no vamos a volver a empezar. Estoy harto.
Ella: No quieres explicarlo porque no tienes razón. No puedes dar razones sencillamente porque no las tienes. Si tuvieras buena fe lo confesarías. Tienes mala fe, siempre has tenido mala fe.
Él: Dices tonterías, siempre dices tonterías. Vamos a ver, la babosa forma parte... O, mejor dicho, el caracol... y en cambio, la tortuga...
Ella: ¡Ay, basta! ¡Callate! Mejor será. No puedo seguir oyéndote divagar.
Él: Yo tampoco puedo seguir oyéndote. ¡No quiero volver a oír nada! (Ruido de una fuerte explosión)
Ella: No nos entenderemos nunca.
Él: ¿Cómo nos vamos a entender? No nos entenderemos nunca. (Pausa) Vamos a ver. ¿La tortuga tiene cuernos?
Ella: No he reparado nunca.
Él: El caracol los tiene.
Ella: No siempre. Cuando los saca. La tortuga es un caracol que no saca los cuernos. ¿De qué se alimenta la tortuga? De lechuga. El caracol también. Por lo tanto, son el mismo animal. Dime lo que comes, te diré quién eres. Por otra parte, la tortuga y el caracol son comestibles.
Él: No se preparan del mismo modo.
Ella: Y además, no se comen entre ellos. Los lobos tampoco. Porque son de la misma especie. Lo cual quiere decir, a los más, que el uno es una variedad de la otra. Pero es la misma especie, la misma especie.
Él: Especie de tarugo.
Ella: ¿Qué estás diciendo?
Él: Decía que tú y yo no somos de la misma especie.
Ella: Podías haberte dado cuenta hace mucho tiempo.
Él: Me di cuenta desde el primer día. Era ya demasiado tarde. Habría debido darme cuenta antes de conocerte. La víspera. Desde el primer día comprendí que no nos íbamos a comprender nunca.
Ella: Habrías debido dejarme con mi marido, con el cariño de los míos, habrías debido decírmelo, dejarme cumplir mi deber. Un deber que era un placer de todos los instantes, de día y de noche.
Él: ¿Qué idea te dio de venirte conmigo?
Ella: Fuiste tú quien me arrastraste. ¡Seductor! ¡Hace diecisiete años! A esa edad no sabe una lo que hace. Abandoné a mis hijos. No tenía ninguno. Pero habría podido tenerlos. Todos los que hubiese querido. Habría podido tener hijos que me hubiesen rodeado, que habría podido defenderme. ¡Diecisiete años!
Él: ¡Y habrán otros diecisiete! ¡Diecisiete años más va a seguir dando vueltas la máquina!
Ella: Porque no quieres admitir las evidencias. Empezando porque la babosa de seguro tiene su casita escondida. Luego es un caracol. Por lo cual, es una tortuga.
Él: ¡Ah!, pero el caracol es molusco, un molusco gasterópodo.
Ella: El molusco eres tú. El molusco es un animal blando. Como la tortuga. Como el caracol. No hay diferencias. Si asustas al caracol, se esconde en su cáscara. Exactamente como la tortuga. Una prueba más de que son el mismo animal.
Él: Después de todo, me da lo mismo. Años enteros llevamos disputando por la tortuga y el caracol.
Ella: El caracol, es decir, la tortuga.
Él: Como se te antoje. Ya no quiero oír hablar más de ello. (Pausa) Yo también dejé a mi mujer. Claro, es verdad, que ya estaba divorciado. Se consuela uno pensando que eso le ha sucedido a muchísima gente. No se debe uno divorciar. Si no me hubiera casado, no me habría divorciado. Nunca sabe uno.
Ella: ¡Ah, sí, contigo nunca se sabe! Eres capaz de todo. No eres capaz de nada.
Él: Una vida sin porvenir no es nunca otra cosa que una vida sin porvenir. Ni siquiera eso.
Ella: Hay personas que tienen suerte. Los afortunados. Los desafortunados no la tienen.
Él: Tengo demasiado calor.
Ella: Yo tengo demasiado frio. Éstas no son horas de tener calor.
Él: ¿Ves cómo no nos entendemos? Nunca nos entendemos. Voy a abrir la ventana.
Ella: Quieres que me hiele. Me querrías matar.
Él: No quiero matarte. Quiero aire.
Ella: Decías que había que resignarse a la asfixia.
Él: ¿Cuándo he dicho yo eso? Nunca he dicho eso.
Ella: Sí, lo has dicho. El año pasado. Ya no sabes ni lo que dices. Te contradices.
Él: No me contradigo. Son las estaciones.
Ella: Cuando tienes frío, bien que me impides abrir la ventana.
Él: Eso es lo que tengo que echarte en cara; el que tengas frío cuando tengo calor, el que tengas calor cuando tengo frío. Nunca tenemos frío ni calor al mismo tiempo.
Ella: Nunca tenemos frío ni calor al mismo tiempo.
Él: No. Nunca tenemos frío ni calor al mismo tiempo.
Ella: Es porque tú no eres un hombre como los demás.
Él: ¡Que yo no soy un hombre como los demás!
Ella: No, desdichadamente, no eres un hombre como los demás.
Él: No. No soy un hombre como los demás, afortunadamente (Se oye una explosión)
Ella: ¡Desdichadamente! (Explosión)
Él: ¡Afortunadamente! (Explosión) No soy un hombre vulgar, soy un idiota. Como todos los idiotas a quienes tú has conocido. (Explosión)
Ella: ¡Vaya! Una explosión.
Él: ¡No soy un cualquiera! He estado invitado en casa de princesas que iban escotadas hasta el ombligo y para tapar el escote se ponían encima chaquetitas, sin lo cual habrían estado desnudas. Tenía ideas geniales, hubiese podido escribirlas, me lo habrían pedido. Habría sido un poeta.
Ella: Te figuras que eres más listo que los demás; yo también lo creí, un día en que estuve loca. No es verdad. Fingí creerlo. Porque me sedujiste pero no eres más que un cretino.
Él: ¡Cretina!
Ella: ¡Cretino! ¡Seductor!
Él: No me insultes. No vuelvas a llamarme seductor. ¿No te da vergüenza?
Ella: No te insulto. Te desenmascaro.
Él: Yo también te desenmascaro. Toma, te quito las pinturas. (Le da una buena bofetada)
Ella: ¡Cochino! ¡Seductor! ¡Seductor!
Él: ¡Cuidado... porque...!
Ella: ¡Don Juan! (Le da una bofetada) ¡Te está bien empleado!
Él: ¡Cállate! ¡Escucha! (Los ruidos de fuera se intensifican, las vociferaciones, los disparos que se han estado oyendo vagamente a lo lejos se han acercado, están bajo la ventana. Él que se preparaba a reaccionar violentamente ante los insultos de Ella, se detiene de pronto, y ella también)
Ella: ¿Pero qué estás haciendo? Abre esa ventana. Mira.
Él: Ahora mismo decías que no querías abrirla.
Ella: Cedo. Ya lo ves. Soy buena.
Él: Es verdad, por una vez es verdad, embustera. Además, ahora no vas a tener frío. La cosa está que arde. (Abre la ventana y mira)
Ella: ¿Qué sucede?
Él: No es gran cosa. Hay tres muertos.
Ella: ¿De cuáles?
Él: Uno de cada bando. Y un neutral. Uno que pasaba.
Ella: No te quedes en la ventana. Van a disparar contra ti.
Él: Cierro. (Cierra la ventana) Además, se alejan los rudos.
Ella: Entonces será que se han marchado.
Él: Deja que vea.
Ella: No abras. (Él abre la ventana) ¿Por qué se han marchado? Respóndeme. Pero cierra esa ventana. Tengo frío. (Él cierra la ventana) Nos vamos a asfixiar.
Él: Sin embargo, se ve que están espiando. Se ven sus cabezas, ahí en cada esquina. Todavía no podemos salir a dar un paseo. Tomaremos decisiones más adelante. Mañana.
Ella: Otra buena ocasión para no decidir nada.
Él: Así es.
Ella: Y así va a seguir, así va a seguir esto. Cuando no es la tormenta, es la huelga de los ferrocarriles, cuando no es la gripe, es la guerra. Cuando no es la  guerra de todos modos es la guerra. ¡Ay, es fácil! ¿Y qué tenemos, al cabo del tiempo? Demasiado sabemos de lo que tenemos al cabo del tiempo.
Él: ¿No acabas de peinarte y volverte a peinar? Ya estás bastante hermosa, no has de estar más hermosa de lo que eres.
Ella: Cuando estoy despeinada, no te parece bien.
Él: No es éste el momento de ser coqueta. Haces las cosas a destiempo.
Ella: Me adelanto a mi tiempo. Me embellezco para las mañanas hermosas. (Una bala procedente de la calle rompe un vidrio de la ventana)
Ella y Él: ¡Ah! ¿Has visto?
Ella: ¿No estás herido?
Él: ¿No estás herida?
Ella: Ya te dije que cerrases los postigos.
Él: Voy a dar una queja al casero. ¿Cómo puede permitir esto? ¿Dónde está nuestro casero? En la calle, de seguro, divertidísimo. ¡Ay, estas gentes!
Ella: ¡Pero cierra los postigos! (Él cierra los postigos. Apagón) ¡Pero enciende la luz! No podemos quedarnos a oscuras.
Él: Como me dijiste que cerrase los postigos. (Se dirije hacia el interruptor de la luz en la oscuridad, y tropieza contra un mueble) ¡Ay! Me hice daño.
Ella: ¡Torpe!
Él: Eso es, insúltame. ¿Dónde está ese chisme? No es fácil de conocer la casa del casero. No sabe uno nunca dónde ha hecho que pongan los interruptores. No se mueven y, sin embargo, siempre están cambiando de sitio. (Ella se levanta y a oscuras se dirige hacia el interruptor. Tropieza con Él)
Ella: ¡Ya podías tener cuidado!
Él: ¡Ya podías tener cuidado!
Ella: (logra encender). Me has hecho un chichón en la frente.
Él: Me has dado un pisotón en los pies.
Ella: ¡Lo has hecho a propósito!
Él: ¡Lo has hecho a propósito! (Van a sentarse cada uno en una silla. Pausa) Si no te hubiera visto, no nos habríamos conocido... ¿Cómo habría sido?... Acaso yo hubiera sido pintor. Tal vez otra cosa... ¿Cómo hubiera podido ser? Tal vez estaría viajando. Tal vez sería más joven.
Ella: Tal vez habrías muerto en un asilo. Puede que, a pesar de todo, nos hubiésemos encontrado otro día. Puede que “de otro modo” no exista. ¿Qué sabe uno?
Él: Quizás no me estaría preguntando si tengo razones de vivir. O tal vez hubiera tenido otras razones de no estar contento.
Ella: Habría visto crecer a mis hijos. O me habría dedicado a hacer cine. Viviría en un hermoso castillo con flores, con guirnaldas. Habría hecho... ¿qué habría hecho yo? ¿Qué sería yo?
Él: Me marcho. (Toma el sombrero, se dirige hacia la puerta. Se oye un gran ruido. Se detiene delante de la puerta) ¿Oyes?
Ella: No soy sorda. ¿Qué es?
Él: Una granada. Atacan con granadas.
Ella: Aunque estuvieras decidido, no podríamos pasar de ningún modo. Estamos entre dos fuegos. ¿Qué idea te dio de elegir esta habitación en el límite de dos barrios?
Él: Tú fuiste quien eligió esta casa.
Ella: ¡Embustero!
Él: No tienes memoria o finges no tenerla. Querías este piso por la belleza de la perspectiva. Decías que eso me haría cambiar de ideas.
Ella: ¡Cómo inventas! Nunca hemos tenido ideas.
Él: No se podía prever que... Nada dejaba prever...
Ella: Ya ves cómo lo reconoces. Tú fuiste quien eligió la casa.
Él: ¿Cómo habría podido hacerlo, si no tenía la menor idea? O lo uno o lo otro.
Ella: Elegimos porque sí. (Ruidos más fuertes, fuera. Gritos, golpazos en las escaleras.} Suben. Cierra bien la puerta.
Él: Está cerrada. Cierra mal.
Ella: Ciérrala bien de todas maneras.
Él: Están en el descansillo.
Ella: ¿En el nuestro? (Se oye llamar)
Él: Cálmate, no nos buscan a nosotros. Están llamando a la puerta de enfrente. (Escuchan. Los golpes continúan)
Ella: Se los llevan.
Él: Suben al piso de arriba.
Ella: Bajan.
Él: No, suben.
Ella: Bajan.
Él: No, suben.
Ella: Te digo que bajan.
Él: Siempre quieres tener razón. Te digo que suben.
Ella: Bajan. Ni siquiera sabes ya interpretar los ruidos. Es el miedo que tienes.
Él: Suban o bajen, casi da lo mismo. La próxima vez vendrán aquí.
Ella: Levantemos una barricada, El armario. Empuja el armario delante de la puerta. ¡Y dices que tienes ideas!
Él: No he dicho que tenía ideas. Pero, una de dos...
Ella: El armario, vamos, empuja el armario. (Toman el armario que está a la derecha y lo empujan hasta tapar la puerta que está a la izquierda) Estaremos más tranquilos. Si quiera eso.
Él: ¡Tranquilos! Si tú llamas a esto tranquilidad. Ya ni sabes lo que dices.
Ella: Seguro, porque contigo no puede decir una que está tranquila. Contigo nunca está una tranquila.
Él: ¿Qué hago yo para impedirte que estés tranquila?
Ella: Me pones nerviosa. No me pongas nerviosa. De todos modos, has de alterame los nervios.
Él: No volveré a decir nada, no volveré a hacer nada. Seguirás diciendo que te pongo nerviosa. De sobra sé lo que te anda rondando por la cabeza.
Ella: ¿Qué es lo que me anda rondando por la cabeza?
Él: Te ronda por la cabeza, lo que se te hametido en la cabeza.
Ella: Insinuaciones, alusiones pérfidas.
Él: ¿Qué tienen de pérfidas esas insinuaciones?
Ella: Todas las insinuaciones son pérfidas.
Él: En primer lugar, no son insinuaciones.
Ella: Sí, son insinuaciones.
Él: No.
Ella: Sí.
Él: No.
Ella: Entonces, si no son insinuaciones ¿qué son?
Él: Para saber que son insinuaciones, hay que saber lo que son las insinuaciones. Dame la definición de insinuación; reclamo la definición de insinuación.
Ella: Ya ves cómo bajan. Se han llevado los del descansillo. Ya no gritan. ¿Qué les habrán hecho?
Él: Los han degollado, probablemente.
Ella: Qué idea tan graciosa. ¡Ay, no, no es ina idea graciosa! Pero ¿por qué los han degollado?
Él: No puedo ir a preguntárselo. No es el momento.
Ella: Puede que no los hayan degollado, después de todo; es posible que les hayan hecho otra cosa. (Clamores, ruidos fuera, las peredes vacilan)
Él: ¿Oyes?
Ella: ¿Ves?
Él: ¿Ves tú?
Ella: ¿Oyes tú?
Él: Utilizan minas subterráneas.
Ella: Nos vamos a encontrar en la cueva.
Él: O en la calle. Vas a tomar frío.
Ella: En la cueva estaríamos mejor. Podríamos instalar la calefacción.
Él: Podríamos escondernos.
Ella: No se les ocurrirá venis a buscarnos.
Él: Por qué?
Ella: Está demasiado hondo. No se figuran que gentes como nosotros o ni siquiera como nosotros vayan a pasar la existencia como animales, en los abismos.
Él: Registran por todas partes.
Ella: No tienes más que marcharte. No he de ser yo quien te impida salir. Toma el aire, aprovecha la situación para inventarte otra existencia. Anda a ver si existe otra existencia.
Él: La ocasión no es propicia. Llueve, hiela.
Ella: Decías que era yo la que tenía frío.
Él: Ahora soy yo. Tengo frío en la espalda. Tengo derecho a tener frío en la espalda.
Ella: Tú tienes todos los derecho, es evidente. Yo, no tengo ninguno. Ni siquiera el de tener calor. Ya estás viendo la vida que me ofreciste. Mira esto. Mira si es alegre con todo esto. (Indica los postigos cerrados, el armario delante de la puerta)
Él: Eso que estás diciendo es estúpido. No puedes pretender que yo soy responsable de los acontecimientos, del furor de la gente.
Ella: Te digo que habrías debido prever. En todo caso habrías debido arreglártelas para que esto no sucediese estando nosotros aquí. Eres la personificación de la mala suerte.
Él: Bueno. Entonces, voy a desaparecer. Mi sombrero. (Quiere ir a buscar su sombrero. Un proyectil atraviesa la ventana y los postigos y cae en el centro del piso. Se quedan mirando el proyectil)
Ella: ¡Ah, una caparazón de tortuga-caracol!
Él: El caracol no tiene caparazón.
Ella: ¿Qué tiene entonces?
Él: No lo sé. Una cáscara.
Ella: Da lo mismo.
Él: ¡Ay! Es una granada.
Ella: ¡Una granada! ¡Va a estallar! ¡Aplástale la mecha!
Él: Ya no tiene mecha. Lo veo, ya no estalla.
Ella: No pierdas el tiempo. Busca un refugio. (Va a esconderse en un rincón. Él se dirige hacia la granada) Te vas a matar. ¡Imprudente, imbécil!
Él: No podemos dejarla aquí, en el centro de la habitación. (Toma la granada; la tira por la ventana. Se oye afuera el ruido de una gran explosión)
Ella: Ya ves cómo estalla. Puede que dentro de casa no hubiera estallado, porque dentro de casa no hay bastante aire. Puede que hayas matado a alguien. ¡Asesino!
Él: En el punto a que han llegado, ni se darán cuenta, en el montón. En todo caso, estamos una vez más fuera de peligro... por el momento. (Gran ruido fuera)
Ella: Ahora, ya no podemos impedir las corrientes de aire.
Él: Ya lo ves, no basta con cerrar los postigos. Hay que poner un colchón. Pongamos el colchón.
Ella: Habrías debido pensarlo antes. Hasta si se te ocurre una idea, siempre te llega demasiado tarde.
Él: Más vale tarde que nunca.
Ella: Filósofo, imbécil, seductor. Date prisa, el colchón. Pero ayúdame. (Quitan el colchón de la cama y van a colocarlo tapando la ventana)
Él: Esta noche no tendremos colchón en qué acostarnos.
Ella: Culpa tuya es que no haya siquiera dos colchones en la casa. Mi marido, a quien me hiciste abandonar, tenía siempre muchos. No eran colchones lo que faltaba en esa casa.
Él: Porque era colchonero. Eran colchones ajenos. ¡Valiente gracia!
Ella: Ya ves que, en circunstancias como ésta, tenía gracia.
Él: Pero, en otras circunstancias, no la tenía. Linda debía estar vuestra casa con colchones por todos lados.
Ella: No era un colchonero vulgar. Era colchonero aficionado, hacía colchones por amor al arte. Y por amor a mi, ¿qué es lo que tú haces? ¿Qué haces por mi amor?
Él: Por amor a ti, me fastidio.
Ella: No es gran cosa.
Él: Sí.
Ella: En todo caso, no te fatiga. Perezoso. (Otra vez ruido. La puerta de la derecha se viene al suelo. Humo)
Él: Es demasiado. En cuanto se cierra una puerta siempre deba haber otra que se abra.
Ella: Vas a acabar por ponerme enferma. Ya lo estoy. Padezco del corazón.
Él: O que se caiga por su propio impulso.
Ella: Todavía vas a decir que no tienes la culpa.
Él: No soy responsable.
Ella: ¡Nunca eres responsable!
Él: Está en la lógica de los acontecimientos.
Ella: ¿En qué lógica?
Él: La lógica objetiva de los acontecimientos.
Ella: ¿Qué vamos a hacer con esa puerta? Vuelve a ponerla en su lugar.
Él: (mirando desde el quicio) En casa del vecino, no hay nadie. Se deben haber ido de vacaciones. Se han dejado en el cuarto los explosivos.
Ella: Tengo sed, tengo hambre. Anda a ver si encuentras algo.
Él: Tal vez pudiéramos salir. La puerta de los vecinos da a la calle de atrás, que está más tranquila.
Ella: No estás pensando más que en marcharte. Espera. Me pondré el sombrero. (Él sale por la derecha) ¿Pero dónde vas?
Él: (entre bastidores) No se puede salir. Naturalmente, la pared se ha hundido sobre el descansillo. Un montón de piedras. (Entra) No se puede pasar, hay que esperar a que esto se calme en nuestra calle. Quitaremos el armario y podremos pasar.
Ella: Voy a ver qué es ello. (Sale)
Él: (solo) Si me hubiese marchado antes. Hace tres años. O el año pasado o siquiera el sábado pasado. Ahora estaría lejos, con mi mujer, reconciliado. Se ha vuelto a casar. Bueno, estaría con otra. En la montaña. Estoy prisionero de un amor desdichado. Y culpable. Puede decirse que es un justo castigo.
Ella: (volviendo a entrar). ¿Qué estás rezongando solo. Agravios.
Él: Pienso en voz alta.
Ella: He encontrado salchichón en su placard. Y cerveza. El corcho ha saltado. ¿Dónde podemos instalarnos para comer?
Él: Donde tú quieras. En el suelo. La silla nos servirá de mesa.
Ella: ¡El mundo al revés! (Se acurrucan en el suelo junto a la silla. Se oye ruido fuera. Gritos. Disparos) Han subido. Esta vez, han subido.
Él: Dijiste que habían bajado.
Ella: No dije que no volverían a subir.
Él: Era de suponer.
Ella: Sea como sea. ¿Qué quieres que yo haga?
Él: Yo no te he dicho que hagas nada.
Ella: Siquiera, afortunadamente, me dejas esta posibilidad. (De un agujero que acaba de abrirse en el techo, cae una estatuilla que se rompe sobre la botella de cerveza, que se rompe también). ¡Ay, mi vestido! El mejor que tengo. El único. Un gran modisto pidió en otro tiempo mi mano.
Él: (recogiendo los restos de la estatuilla). Es una reproducción en pequeño de la Venus de Milo.
Ella: Va a haber que barrer todo esto. Limpiar mi vestido. ¿Dónde encontrar ahora un tintorero? Ahora están haciéndose la guerra. Les parece que con eso descansan (Mirando los restos de la estatuilla) No es la Venus de Milo, es la estatua de la Libertad.
Él: Ya ves que le falta un brazo.
Ella: Acaba de rompérsele al caer.
Él: Estaba roto antes.
Ella: ¿Y qué? Eso no prueba nada.
Él: Te digo que es la Venus de Milo.
Ella: No.
El: Sí. Mira bien.
Ella: Tú no ves más que Venus por todas partes. Es la estatua de la Libertad.
Él: Es la estatua de la belleza. Amo la Belleza. Habría podido ser escultor.
Ella: ¡Buena está tu belleza!
Él: Una beldad siempre es bella. Fuera de raras excepciones
Ella: La excepción soy yo. ¿Es eso lo que quieres decir?
Él: Ya no sé lo que quiero decir.
Ella: Ya lo ves, me insultas.
Él: Voy a demostrarte que...
Ella: (interrumpiéndole) No tengo gana de que me demuestres nada. Quiero estar tranquila.
Él: Tú eres la que tiene que dejarme tranquilo. Quiero estar tranquilo.
Ella: Yo también quiero estar tranquila. Pero contigo... (Otro proyectil atraviesa la pared y cae al suelo) Ya ves que contigo, no es posible.
Él: No es posible que estemos tranquilos, sí. Pero está fuera de nuestra voluntad. No es posible objetivamente.
Ella: Estoy harta de tu manía de objetividad. Más valdrá que tengas cuidado con el proyectil. Va a estallar... como el otro...
Él: No, no. Éste no es una granada. (Lo toca con el pie).
Ella: ¡Cuidado! Nos vas a matar, vas a destruir la habitación.
Él: Es un casco de obús.
Ella: Precisamente. Un obús estalla.
Él: Pero un casco de obús, es una cosa que ha estallado ya. De modo que ya no estalla.
Ella: Tartamudeas. (Nuevo proyectil que rompe el espejo del tocador). Han roto el espejo. Han roto el espejo.
Él: ¡Qué se le va a hacer!
Ella: ¿Cómo voy a arreglármelas para peinarme? Ahora vas a decir que soy demasiado coqueta.
Él: Más valdrá que te comas el salchichón (Ruido en el piso superior. Caen del cielo raso pedazos de cascote. Ella y Él se esconden debajo de la cama. Los ruidos se intensifican. Disparos de ametralladoras se mezclan con hurras. Están debajo de la cama, uno junto a otro, de frente al público)
Ella: Cuando yo era pequeña, era una niña. Los niños de mi edad también eran pequeños. Chicos pequeños, chicas pequeñas. No éramos todos de la misma estatura. Siempre hay más pequeños, más altos, niños rubios, niños morenos, niños ni rubios ni morenos. Aprendíamos a leer, a escribir, a contar. Restas, divisiones, multiplicaciones, adiciones. Porque íbamos a la escuela. Los hay que aprendían en su casa. Había un lago, no estaba muy lejos. Con peces; los peces viven en el agua. No como nosotros. Nosotros no podemos, ni cuando es uno pequeño; sin embargo, deberíamos poder. ¿Por qué no?
Él: Si yo hubiera aprendido técnica, sería técnico, fabricaría objetos. Objetos complicados. Eso simplificaría la existencia.
Ella: De noche, dormiríamos.
Él: (mientra habla, sigue cayendo cascote del techo. Por fin, la habitación se quedará sin techo. Y sin paredes. Se podrá ver, en su lugar, algo a modo de escaleras, siluetas, acaso banderas). Un arcoiris, dos arcoiris, tres arcoiris. Los contaba. Quizá más. Me preguntaba. Había que responder la pregunta. ¿En realidad, de qué pregunta se trataba? No podía saberse. Para obtener la respuesta no había más remedio que formular la pregunta... La pregunta. ¿Cómo es posible lograr la respuesta si no se formula la pregunta? Entonces, a pesar de todo, formulaba la pregunta; no sabía cuál era la pregunta, pero de todos modos, formulaba la pregunta. Es lo menos malo que podía hacer. Los que conocen la pregunta son listos... Uno se pregunta si la respuesta depende de la pregunta o si es la pregunta la que depende de la respuesta. Ésa es otra pregunta. No, es la misma. Un arcoiris, dos arcoiris, tres arcoiris, cuatro...
Ella: ¡Todo eso son trampas!
Él: (escuchando los ruidos, mirando caer el cascote y los proyectiles. Estos proyectiles deben ser cómicos o absurdos; pedazos de tazas, fragmentos de pipas, cabezas de muñecas, etc). En vez de morir solos, hay gentes que se hacen matar por los demás. No tienen paciencia. O les divierte. 
Ella: O es para demostrarse que no es verdad.
Él: O porque, tal vez, sea más fácil. Es más alegre.
Ella: Es la comunidad.
Él: Se matan unos a otros.
Ella: Se van matando por turno. Al mismo tiempo no es posible.
Él: (vuelve a tomar el hilo del recuerdo) Estaba en el quicio de una puerta. Miraba.
Ella: Había también un bosque con árboles.
Él: ¿Qué árboles?
Ella: Árboles que crecían más deprisa que nosotros. Con hojas. En el otoño, las hojas se caen. (Proyectiles que no se ven hacen grandes agujeros en la pared. Caen escombros en derredor de ellos, sobre la cama)
Él: ¡Ay!
Ella: ¿Qué te pasa? ¡No te ha tocado!
Él: A ti tampoco.
Ella: Entonces, ¿qué te ocurre?
Él: Habría podrido.
Ella: Ése eres tú. Por todo gruñes.
Él: Tú eres la que estás siempre gruñendo.
Ella: ¡Eso! Habla de los demás. Siempre tienes miedo de lo que pudiera sucederte. Eres un inquieto, por no decir un cobarde; en vez de tener un oficio, que es lo que hace vivir a un hombre. Todo el mundo necesita tener un oficio. Si hay guerra, no se lo llevan. (Gran ruido en las escaleras)
Ella: Vuelven. Esta vez subirán aquí.
Él: Ya ves que no pierdo la cabeza por nada.
Ella: Casi siempre pierdes la cabeza por nada.
Él: Esta vez no.
Ella: Porque siempre quieres tener razón. (Los proyectiles han cesado)
Él: Se han parado.
Ella: Por lo visto, es la hora del recreo. (Salen de debajo de la cama y se ponen de pie. Miran el suelo sembrado de proyectiles, los agujeros que se han ido agregando poco a poco en la pared) Tal vez podríamos salir por ahí. (Indicando uno de los agujeros de la pared) ¿A dónde da esto?
Él: Da a las escaleras.
Ella: ¿A qué escaleras?
Él: A las escaleras que dan al patio.
Ella: ¿A las escaleras que dan al patio?
Él: Da a las escaleras que dan al patio que da a la calle.
Ella: ¿Qué da a la calle?
Él: Que da a la calle en que están haciéndose la guerra.
Ella: Entonces, es un callejón sin salida.
Él: Por lo cual, más vale quedarnos aquí. No te pongas el sombrero; no vale la pena ponerte el sombrero.
Ella: Las salidas que encuentras tú son siempre males. ¿Por qué se te ocurre la idea de salir si no podemos?
Él: No se me ocurrió la idea de salir sino en el caso de que hubiese habido la posibilidad de salir.
Ella: Entonces no hay que pensar en la posibilidad de salir.
Él: Te digo que no pienso en la posibilidad de salir. Te digo que habría pensado en ella en el caso de que la posibilidad hubiera sido posible.
Ella: No necesito que me des lecciones de lógica. Tengo más lógica que tú. Lo he demostrado toda mi vida.
Él: Tienes menos.
Ella: Tengo más.
Él: Menos.
Ella: Más, mucha más.
Él: ¡Cállate!
Ella: No podrás hacerme callar.
Él: ¡Cállate! ¿Lo oyes? Escucha. (Clamores en las escaleras y en la calle)
Ella: ¿Qué están haciendo?
Él: Suben, suben, son numerosos.
Ella: Nos van a llevar presos. Nos van a matar.
Él: No hemos hecho nada.
Ella: No hemos hecho nada.
Él: Precisamente por eso.
Ella: No nos hemos mezclado en sus asuntos.
Él: Por eso. Te digo que es por eso. Precisamente.
Ella: Si nos hubiéramos mezclado, nos habrían matado lo mismo.
Él: Ya habríamos muerto.
Ella: Es un consuelo.
Él: De todos modos, hemos escapado al bombardeo. Ya no tiran bombas.
Ella: Suben.
Él: Suben.
Ella: Suben cantando. (Se ven por los agujeros de las paredes siluetas que pasan, se oyen cantar)
Él: Ya no se baten.
Ella: Cantan victoria.
Él: Han ganado.
Ella: ¿Han ganado qué?
Él: No lo sé. La batalla.
Ella: ¿Quiénes han ganado?
Él: Los que no han perdido.
Ella: ¿Y los que han perdido?
Él: No la han ganado.
Ella: ¡Qué listo eres! De eso ya tenía yo una ligera sospecha.
Él: A veces tienes lógica. No mucha, sino un poco.
Ella: ¿Y qué están haciendo los que no han ganado?
Él: Han muerto o están llorando.
Ella: Llorando ¿por qué?
Él: Porque les remuerde la conciencia. Han hecho mal. Lo reconocen.
Ella: Han hecho mal ¿en qué?
Él: En no haber ganado.
Ella: ¿Y los que han ganado?
Él: Han tenido razón.
Ella: ¿Y si ni unos ni otros han ganado ni han perdido?
Él: Es la paz blanca.
Ella: Y entonces ¿qué sucede?
Él: Es el claroscuro. Todos están rojos de ira.
Ella: En todo caso, ya no hay peligro. Por el momento.
ÉL: Ya no tendrás miedo.
Ella: Tú eres el que ya no tendrás miedo. Estabas temblando.
Él: No tanto como tú.
Ella: He tenido menos miedo que tú. (El colchón se desprende. Por la ventana se ven banderas. Iluminaciones. Petardos). ¡Bueno, bueno, bueno! ¿Y esto qué es? ¿Volvemos a empezar? Precisamente cuando se ha caído el colchón. Escondámonos debajo de la cama.
Él: No, mujer. Es la fiesta, es la ceremonia de la victoria. Desfilan por las calles. Sin duda les complace desfilar. Nunca se sabe.
Ella: ¿No iran a arrastrarnos en su desfile? ¡A ver si nos dejan tranquilos! Ni cuando es la paz dejan a la gente tranquila.
Él: De todos modos, así estamos más tranquilos. Estamos mejor. A pesar de todo.
Ella: No estamos bien. Estamos mal.
Él: Estar mal es mejor que estar peor.
Ella: (con desprecio.} Filosofía. Filosofía. No te curarás nunca de ella. Las experiencias de la vida no te sirven de nada. Te hacen filósofo. Decías que querías salir. Sal si quieres.
Él: No en cualquier situación. Si salgo, me molestarán, más vale esperar a que se vayan a su casa, prefiero aburrirme en la mía. Si tú quieres salir, no te lo impido.
Ella: Bien veo lo que quieres.
Él: ¿Qué es lo que quiero?
Ella: Quieres echarme a la calle.
Él: Tú eres la que quiere echarme a mí a la calle.
Ella: (mirando los destrozos y las peredes agujereadas). Ya me has puesto en ella. Ya estamos en la calle.
Él: En ella estamos, pero no estamos en ella por el momento.
Ella: Están alegres, comen, beben, dan vueltas, son terribles, pueden hacer Dios sabe qué, pueden arrojarse sobre quien les parezca, sobre una pobre mujer. Si una se lo figura, a pesar de todo, con cualquiera, prefiero a un idiota. Siquiera un idiota no tiene proyectos.
Él: Me lo echas en cara.
Ella: Sigo echándotelo.
Él: ¿Qué estarán preparando por añadidura? Se han callado. Esto no puede durar mucho. Los conozco muy bien, los conozco; mientras tienen algo en la cabeza, es espantoso, pero cuando no tienen nada, se ponen a buscar, se ponen a buscar. Pueden encontrar sabe Dios qué; invenciones, puede uno temerlo todo. Al menos, cuando se baten, si al principio no saben por qué, se acaban por encontrar razones. No van más allá de sus razones, es decir, sí, a pesar de todo, pero ello se canaliza en un sentido. Cuando se acaba, tienen que volver a empezar. ¿Qué harían, si no? ¿Qué se les va a ocurrir?
Ella: Encuentra tú por ellos. No puedes. No quieres exprimirte los sesos, no te interesa. ¿Por qué no te interesa? Dales razones puesto que dices que las andan buscando.
Él: No. No hay razones para nada.
Ella: Lo cual no impide a la gente agitarse; no sirven para otra cosa.
Él: Ya oyes que no cantan. ¿Qué estarán preparando?
Ella: ¿A nosotros qué puede importarnos? A parte del peligro, es verdad. Puesto que dices que no puede importarnos nada, puedes vivir en el interior, tu vida está aquí. (Le muestra la casa.} Si quisieras, pero no eres capaz de hacer nada. Te falta imaginación. Mi marido era un genio Tuve la mala idea de tomar un amante, peor para mí.
Él: Por lo menos, nos dejan en paz.
Ella: Es justo, Ha estallado la paz; han declarado la paz. ¿Qué va a ser de nosotros? ¿Qué va a ser de nosotros? (Rumores ligeros en la calle)
Él: Antes era mejor. Tenía uno tiempo.
Ella: ¿Antes de qué?
Él: Antes de que empezara. Antes de que no empiece...
Ella: ¿Antes de que quién empiece qué?
Él: Antes de que haya nada, antes de que pase algo.
Ella: ¿Cómo vamos a arreglarnos para reparar la casa?
Él: Estoy preguntándomelo.
Ella: T ú eres quien se las tiene que arreglar.
Él: No puede uno encontrar un solo artesano, están todos celebrando la fiesta. Se divierten, andan todos por ahí. Hace un momento, estaban todos inmovilizados por la guerra, ahora están inmovilizados por la paz. Da lo mismo. Nunca están a mano.
Ella: Es porque están siempre por todas partes. (Cesa el ruido progresivamente).
Él: No es fácil estar en ninguna parte.
Ella: Se calma. Ya lo oyes, se calma. (Cesa el ruido por completo).
Él: Los acontecimientos van de prisa cuando ya no los hay.
Ella: Se han calmado por completo.
Él: Es verdad. Seguramente, van a volver a empezar, seguramente.
Ella: Nunca se estarán como es debido. ¿De qué sirve eso?
Él: Les sirve para pasar la vida.
Ella: También la pasamos nosotros.
Él: Ellos ma pasan menos aburridos. Creo, más bien, que se aburren de otro modo. Hay muchas maneras de aburrirse.
Ella: Tú nunca estás contento con la tuya. Siempre envidias a los demás. Sea como sea, tenemos que arreglar esta casa. No podemos quedarnos así. Bien que te gustaría que estuviese aquí mi marido el colchonero. (Aparece la cabeza del Soldado por uno de los agujeros de la pared).
Soldado: ¿Está ahí Juanita?
Él: ¿Qué Juanita?
Ella: Aqui no hay Juanita. No hay Juanita ninguna. (Aparecen dos Vecinos por la puerta de la derecha que se cayó)
Vecino: Acabamos de llegar. ¡Qué sorpresa! ¿Han estado ustedes aquí todo el tiempo?
Vecina: ¡Qué interesante ha debido ser!
Vecino: Estábamos de vacaciones, no hemos sabido nada, pero nos hemos divertido mucho en otra parte.
Vecina: No somos difíciles. Nos divertimos en todas partes mientras haya conflictos.
Ella: Arreglen ustedes su puerta.
Él: (al Soldado). Aquí no hay ninguna Juanita, no, no hay Juanita ninguna.
Soldado: ¿Dónde se habrá metido? Tenía que esperarme.
Él: Eso no es cuenta mía. Ocúpese de lo que le importa.
Soldado: Me preocupa.
Ella: (a Él) Hay que reparar los destrozos. Échame una mano. Ya saldrás después.
Él: Tú saldrás después.
Ella y Él: (a un tiempo) Saldremos después.
Ella: (a Él) Vuelve a poner el colchón en la ventana. Sujétalo bien.
Él: ¿Pare qué? Ya no hay peligro.
Ella: Hay corrientes de aire. Hay gripe, hay los microbios y además, ¡hay que prever!
Soldado: ¿No saben quién podrá haberla visto? (Ella pone la cama tapando el agujero por el cual se veía al Soldado, después cierran la puerta en la cara a los Vecinos. Se oye arriba el ruido de una sierra)
Ella: Oyes, ves, vuelve a empezar. Te había dicho que volvería a empezar. Me llevaste la contra. Y tengo razón.
Él: Tienes razón.
Ella: ¿Quieres decir que no me llevas la contra? ¡La prueba!
Él: No vuelve a empezar. (Se ven descender lentamente del techo cuerpos sin cabeza que cuelgan, cabezas de muñeca sin cuerpo).
Ella: ¿Qué es esto? (Huye porque uno de los pies de los cuerpos que bajan le toca la cabeza) ¡Ay! (Se acerca a tocar una de las cabezas, mira las otras) ¡Son lindas muñecas! ¿Dime qué es esto? ¡Habla! Tú que eres tan charlatán, estás mudo. ¿Qué es?
Él: No eres ciega. Cuerpos sin cabeza y cabezas sin cuerpo.
Ella: Ciega estaba cuando te vi. No te había mirado. Quisiera estarlo cuando te veo.
Él: Yo también quisiera estar ciego cuando te veo.
Ella: Entonces, si no eres ciego ni completamente idiota, explicame... ¡Ay! Bajan como estalactitas ¿Por qué? Ya lo ves, sigue el conflicto.
Él: No. Hacen justicia en plena serenidad. Arriba, han instaurado la guillotina. Ya ves que es la paz.
Ella: ¿Qué vamos a hacer? ¡En que lío me has metido!
Él: ¡A paseo con todo! ...Más vale esconderse.
Ella: Échame una mano. ¡Perezoso! ¡Seductor! (Sujetan el colchón a la ventana, obstruyen las puertas, mientras siguen viéndose las siluetas y oyéndose las charrangas entre los muros ruinosos en derredor de la habitación)
Él: ¡Tortuga!
Ella: ¡Caracol! (Se dan bofetadas y sin transición vuelven al trabajo).


TELÓN


26/5/15

Auto-da-fe Tennessee Williams




Auto-da-fe

Tennessee Williams

PERSONAJES:
MME. DUVENET
ELOI1, su hijo

Escena
La terraza de delante de una vieja casita de madera en el Vieux Carré de Nueva Orleans. Hay palmeras o plátanos, uno a cada lado de los es­calones de la terraza, macetas de geranios y de otras flores de colores vivos a lo largo de la ba­laustrada, que es baja. El conjunto da una impre­sión de siniestra antigüedad; incluso las flores sugieren la riqueza de la decadencia. No lejos de allí, en Bourbon Street, la abigarrada procesión de bares y cabarets lanza a los aires los sones, amortiguados por la distancia, de los tocadiscos y, de cuando en cuando, algunas carcajadas. MADAME DUVENET, una frágil mujer de sesenta y sie­te años, está sentada meciéndose en la terraza, iluminada por el débil y triste resplandor de una puesta de sol de agosto. ELOI, su hijo, sale de la casa. Es un hombre frágil, de cerca de cuaren­ta años, de tipo flaco y ascético, con ojos oscuros y febriles.

Ambos, madres e hijo, son fanáticos, y en su modo de hablar hay un matiz de magia poética o religiosa.

MME. DUVENET: ¿Por qué le hablaste en un tono tan desagradable a la señorita Bordelon?
ELOI (Apoyándose contra la columna): Me saca de quicio.
MME. DUVENET: Todos los huéspedes que tenemos te son antipáticos.
ELOI: No es de fiar. Creo que entra en mi habi­tación.
MME. DUVENET: ¿Qué te hace pensar eso? 
ELOI: Tengo pruebas de ello.
MME. DUVENET: Pues puedo asegurarte que no en­tra en tu cuarto.
ELOI: Alguien entra en mi habitación y anda en mis cosas.
MME. DUVENET: Nadie toca jamás nada en tu ha­bitación.
ELOI: Mi cuarto es mío. No quiero que entre en él nadie.
MME. DUVENET: Sabes muy bien que yo tengo que entrar para limpiarlo.
ELOI: No quiero que lo limpies.
MME. DUVENET: ¿Quieres que esté sucio?
ELOI: Lo que quiero es que no entres, ni a lim­piarlo ni a nada.
MME. DUVENET: ¿Cómo ibas a poder vivir en una habitación que no se limpiase nunca?
ELOI: La limpiaré yo mismo cuando sea nece­sario.
MME. DUVENET: Cualquiera diría que escondes algo. 
ELOI: ¿Qué voy a esconder?
MME. DUVENET: No puedo imaginármelo. Por eso resulta tan extraño que te opongas tan firme-mente a que entre en tu habitación tu propia madre.
ELOI: Todo el mundo necesita un poco de intimi­dad, madre.
MME. DUVENET (Muy digna): Tu intimidad, Eloi, se considerará sagrada.
ELOI: Hum.
MME. DUVENET: Dejaré que se acumule la basura. 
ELOI (Vivamente): ¿Qué entiendes por «basura»? 
MME. DUVENET (Con tristeza): El polvo y el desorden en que prefieres vivir antes que dejar que tu madre entre en tu cuarto para limpiarlo.
ELOI: Tu escoba y su recogedor no servirían de gran cosa. En este barrio hasta el aire es impuro.
MME. DUVENET: No es tan puro como podría ser. A mí me gustan las cortinas limpias, las ropas blancas, me gusta tener todas las cosas de la casa inmaculadas, impecables.
ELOI: Entonces, ¿por qué no nos mudamos a la parte nueva de la ciudad, donde todo es más limpio?
MME. DUVENET: En esta manzana la propiedad ha perdido todo valor. No podemos vender nues­tra casa por lo que nos costaría pintar las paredes.
ELOI: No te comprendo, madre. Siempre estás con el estribillo de la pureza, la manía de la pure­za, y, sin embargo, no te importa vivir en medio de la corrupción.
MME. DUVENET: Yo no tengo ninguna manía. Vivo aquí porque no tengo otro remedio. Y en cuanto a la corrupción, jamás he permitido que me tocase.
ELOI: Pues te toca, te toca. No podemos evitar respirarla. Se nos mete en la nariz e incluso penetra en la sangre.
MME. DUVENET: Creo que eres tú el único que tie­ne manías aquí. No hablas nunca tranquilamente. Siempre te sales por la tangente y elevas la voz y nos excitas a todos sin motivo ninguno.
ELOI: He pasado ya por casi todo lo que puedo soportar, madre.
MME. DUVENET: Bueno, y ¿qué quieres hacer?
ELOI: Marcharme de aquí, mudarme. Este asma mía, en una atmósfera limpia, en la parte alta de la ciudad, donde el aire es más puro, estoy seguro de que no la padecería tan a menudo.
MME. DUVENET: Lo dejo enteramente en tus manos. Si puedes encontrar a alguien que haga una oferta aceptable, estoy dispuesta a mudarme.
ELOI: No tienes ni fuerza para mudarte ni volun­tad para romper con las cosas a que estás acostumbrada. No sabes hasta qué punto estamos afectados ya.
MME. DUVENET: ¿Por qué, Eloi?
ELOI: ¡Por esta vieja y fétida ciénaga en la que vivimos, el Vieux Carré! ¡Aquí brotan todas las especies de degeneración imaginables, no a cier­ta distancia, sino delante de nuestros ojos!
MME. DUVENET: Creo que estás exagerando un poco.
ELOI: Lees los periódicos, oyes hablar a la gente, pasas delante de las ventanas abiertas. ¡No puedes ignorar por completo lo que ocurre! Anoche mutilaron horriblemente a una mujer. Un hombre rompió una botella y le restregó por la cara el extremo roto.
MME. DUVENET: Esas cosas les pasan por llevar una vida disoluta.
ELOI: Noche tras noche hay crímenes en los par­ques.
MME. DUVENET: Todos los parques no están en este barrio.
ELOI: Todos los parques no están en este barrio, pero la decadencia sí. ¡Esa es la lesión princi­pal, el foco de infección, el chancro! En medicina se dice que se propaga por metástasis. Penetra por los capilares y pasa a los princi­pales vasos sanguíneos. ¡De allí se extiende por todos los tejidos que los rodean! ¡Al final no queda nada más que podredumbre!
MME. DUVENET: Eloi, no es necesario hablar en tér­minos tan violentos.
ELOI: Me irrita profundamente.
MME. DUVENET: Debes evitar dar la impresión de ser un exaltado.
ELOI: ¿Tú no tomas posición contra ello?
MME. DUVENET: Sabes bien cuál es mi posición. 
ELOI: Yo sé lo que debe hacerse.
MME. DUVENET: Debe haber leyes encaminadas a hacer reformas.
ELOI: No sólo reformas, sino medidas verdaderamente drásticas.
MME. DUVENET: Yo también soy partidaria de eso, pero dentro de los límites razonables.
ELOI: Razonables, razonables. No puedes ser razo­nable, madre, y extirpar el mal. Es preciso arra­sar la ciudad.
MME. DUVENET: ¿Quieres decir derribar esta parte vieja?
ELOI: ¡Condenarla y demolerla!
MME. DUVENET: Eso no es una posición razonable. 
ELOI: Esa es la posición que yo tomo.
MME. DUVENET: Entonces me temo que no eres una persona razonable.
ELOI: Tengo buenos precedentes.
MME. DUVENET: ¿Qué quieres decir?
ELOI: ¡En las Escrituras hay casos de ciudades destruidas por la justicia del fuego cuando se convirtieron en nidos de inmundicia!
MME. DUVENET: Eloi, Eloi.
ELOI: ¡Condénala, digo, y purifícala por el fuego! 
MME. DUVENET: Tienes una respiración fatigosa. ¡Eso es lo que te provoca el asma, la sobre-excitación, no sólo el respirar aire viciado!
ELOI (Tras una pausa durante la cual se ha quedado pensativo): Tengo una respiración fa­tigosa.
MME. DUVENET: Siéntate y trata de serenarte. 
ELOI: No puedo serenarme.
MME. DUVENET: Deberlas ir a tomar una tableta de amytal.
ELOI: No quiero acostumbrarme a tomar medica­mentos y no poder pasar sin ellos. No estoy muy bien. Nunca me siento bien.
MME. DUVENET: Nunca te cuidas como es debido. 
ELOI: Apenas si recuerdo la época en que me sen­tía realmente bien.
MME. DUVENET: Nunca has sido todo lo fuerte que yo hubiera querido que fueses.
ELOI: Parece como si tuviese fatiga crónica.
MME. DUVENET: Los Duvenet siempre han padeci­do, sobre todo, de los nervios.
ELOI: ¡Oye! ¡Yo tuve una sinusitis! ¿A eso lo llamas nervios?
MME. DUVENET: No, pero...
ELOI: ¡Óyeme! Este asma, este sofoco, este ahogo que siento, ¿a esto lo llamas nervios?
MME. DUVENET: Nunca he estado de acuerdo con el doctor sobre ese padecimiento.
ELOI: ¡Odias a todos los médicos, te enfurece la cuestión!
MME. DUVENET: Yo pienso que toda curación co­mienza con la fe en el espíritu.
ELOI: ¡No puedo seguir así, sin dormir!
MME. DUVENET: Yo creo que lo que te produce in­somnio es comer por la noche.
ELOI: Me calma el estómago.
MME. DUVENET: Algo líquido también te lo calmaría.
ELOI: Los líquidos no me satisfacen.
MME. DUVENET: Pues entonces algo digestivo. Quizá una papilla caliente, con cacao o foscao.
ELOI: ¡Una especie de barro que da náuseas sólo de mirarlo!
MME. DUVENET: Observo que por la noche te destapas.
ELOI: No puedo soportar la colcha en verano. 
MME. DUVENET: Por la noche tienes que cubrir el cuerpo con algo.
ELOI: ¡Oh, Señor, Señor!
MME. DUVENET: ¡Tu cuerpo transpira, y si no te tapas te enfrías!
ELOI: Estás obsesionada con los enfriamientos. 
MME. DUVENET: Únicamente porque tú eres exageradamente propenso a coger resfriados.
ELOI (Con singular intensidad): ¡No se trata de un resfriado! ¡Es una sinusitis!
MME. DUVENET: ¡La sinusitis y todas las afecciones catarrales tienen las mismas causas que los res­friados!
ELOI: Todas las mañanas, a las diez, con la precisión del reloj, empieza a dolerme la cabeza, y no cesa el dolor hasta bien entrada la tarde.
MME. DUVENET: Muchas veces la congestión nasal es la causa del dolor de cabeza.
ELOI: ¡La congestión nasal no tiene nada que ver con este dolor!
MME. DUVENET: ¿Cómo lo sabes?
ELOI: ¡Porque no es en ese sitio!
MME. DUVENET: ¿Dónde es, entonces?
ELOI: Es aquí, en la base del cráneo. Y se extien­de por aquí.
MME. DUVENET: ¿Por dónde?
ELOI: ¡Por aquí!
MME. DUVENET (Tocándole la frente): ¡Oh, ahí! 
ELOI: No, no, ¿estás ciega? ¡He dicho aquí! 
MME. DUVENET: ¡Oh, aquí!
ELOI: ¡Sí! ¡Aquí!
MME. DUVENET: Bueno, pues puede ser vista can­sada.
ELOI: ¿Cuando acabo de cambiar los cristales de las gafas?
MME. DUVENET: Siempre lees con mala luz.
ELOI: Pareces estar convencida de que me hago daño a mí mismo.
MME. DUVENET: Sí que te lo haces.
ELOI: ¡Tú qué sabes! (Enigmático.) Hay miles de cosas que tú no sabes, madre.
MME. DUVENET: Nunca he pretendido ni deseado saber mucho. (Caen en un silencio y MME. DUVENET se mece lentamente. Ha oscurecido casi del todo. Se oye un tocadiscos lejano que toca The New San Antonio Rose. Por fin habla ella, en un tono tranquilo, litúrgico.) Hay tres normas sencillas que yo deseo que observes. ¡Pri­mera, que lleves camisetas siempre que el tiem­po esté inseguro! ¡Segunda, que no duermas destapado, que no apartes la colcha por la no-che! ¡Tercera, que mastiques la comida, que no la engullas! ¡Come como una persona y no como un perro! ¡Además de esas tres sencillí­simas reglas de higiene común, lo único que necesitas es tener fe en la curación espiritual! (ELOI la mira un momento abrumado por la desesperación. Después da un gemido y se le­vanta del escalón.) ¿Por qué esa mirada y ese gemido?
ELOI (Con intensidad): ¡Tú... no... sabes! 
MME. DUVENET: ¿Qué es lo que no sé?
ELOI: ¡Tu mundo es tan simple! ¡Vives en el limbo!
MME. DUVENET: ¿Ah, sí?
ELOI: ¡Sí., madre, sí! ¡Soy para ti un extraño, una persona desconocida! ¡Vivo en una casa en la que nadie me conoce!
MME. DUVENET: ¡Me cansas, Eloi, cuando te pones tan excitado!
ELOI: No te enteras de nada. ¡Te sientas a me­certe en la terraza y hablas de cortinas blancas bien limpias! ¡Mientras yo me abraso, me consumo, y nadie toca el timbre, nadie da la señal de alarma!
MME. DUVENET: ¿De qué estás hablando?
ELOI: ¡Carga intolerable! ¡La conciencia de todos los hombres enlodados!
MME. DUVENET: No te entiendo.
ELOI: ¡Más claro no puedo hablar!
MME. DUVENET: ¡Ve a confesarte!
ELOI: ¡El cura es un tullido con faldas!
MME. DUVENET: ¿Cómo puedes decir semejante cosa?
ELOI: ¡Porque le he visto las faldas y las mule­tas, y he oído su murmullo sin sentido a través de la madera!
MME. DUVENET: ¡No hables así en mi presencia! 
ELOI: ¡Es una magia gastada, ya no quema! 
MME. DUVENET: ¿Que ya no quema? e .Y por qué había de quemar?
ELOI: ¡Porque hay que quemar!
MME. DUVENET: ¿Para qué?
ELOI (Apoyándose en la columna): ¡Para que arda todo, por Dios, por la purificación! ¡Oh, Dios, Dios! ¡No puedo entrar en la casa ni puedo estar aquí fuera! ¡Ni siquiera puedo respirar bien, no sé qué va a ser de mí!
MME. DUVENET: Vas a provocarte un ataque. ¡Sién­tate! Ahora dime con calma y tranquilidad qué es lo que te pasa. ¿Qué es lo que te ronda en la cabeza desde hace diez días?
ELOI: ¿Cómo sabes que me preocupa algo?
MME. DUVENET: Estás preocupado por algo desde el martes de la semana pasada.
ELOI: Sí, es verdad. Estoy preocupado. No creí que te hubieses dado cuenta...
MME. DUVENET: ¿Qué sucedió en Correos? 
ELOI: ¿Cómo sabes que fue allí?
MME. DUVENET: Porque no hay nada en casa que pueda explicar tu estado.
ELOI (Inclinándose hacia atrás, agotado): No. 
MME. DUVENET: Entonces, evidentemente era algo de la oficina.
ELOI: Sí....
MME. DUVENET: ¿Qué fue, Eloi? (En el otro extre­mo de la calle un vendedor de tamales pregona su mercancía con una voz sonora y obsesionante: « ¡Calentitos, que queman. Calentitos. Calientes! » Marcha en sentido contrario y la voz se pierde.) ¿Qué fue, Eloi?
ELOI: Una carta.
MME. DUVENET: ¿Recibiste una carta de alguien? ¿Y eso te trastornó?
ELOI: No recibí ninguna carta.
MME. DUVENET: Entonces, ¿por qué dices «una carta»?
ELOI: Una carta llegó a mis manos por casualidad, madre.
MME. DUVENET: ¿Cuando estabas clasificando el correo?
ELOI: ¡Sí!
MME. DUVENET: ¿Y qué había en esa carta que te agobia de ese modo?
ELOI: La carta había sido echada sin cerrar y cayó una cosa.
MME. DUVENET: ¿Cayó una cosa del sobre abierto? 
ELOI: ¡Sí!
MME. DUVENET: ¿Qué fue lo que cayó?
ELOI: Una fotografía.
MME. DUVENET: ¿Una qué?
ELOI: ¡Una fotografía!
MME. DUVENET: ¿Qué clase de fotografía? (ELOI no contesta. A lo lejos, el tocadiscos empieza a tocar otra vez la misma melodía con su absurda alegría.) Eloi, ¿qué clase de fotografía cayó del sobre?
ELOI (Lenta y tristemente): La señorita Bordelon está en el vestíbulo escuchando todo lo que estoy diciendo.
MME. DUVENET (Volviéndose vivamente): ¡No está en el vestíbulo!
ELOI: ¡Tiene la oreja pegada a la puerta!
MME. DUVENET: Está en su dormitorio leyendo. 
ELOI: ¿Leyendo qué?
MME. DUVENET: ¿Cómo voy a saber lo que está leyendo? ¿Qué importa lo que esté leyendo?
ELOI: Lleva un diario de todo lo que se dice en la casa. ¡La veo tomar notas taquigráficas en la mesa!
MME. DUVENET: Pero, bueno, ¿para qué iba a tomar en taquigrafía nuestra conversación?
ELOI: ¿No has oído hablar de personas que contratan investigadores?
MME. DUVENET: ¡Eloi, dices unas cosas tan ho­rribles!
ELOI (Calmado): Es posible que me equivoque. Es posible que me equivoque.
MME. DUVENET: ¡Eloi, claro que te equivocas! Va­mos, sigue contándome lo que empezaste a de­cir de la fotografía.
ELOI: Se cayó del sobre una fotografía obscena. 
MME. DUVENET: ¿Una qué?
ELOI: Una fotografía indecente.
MME. DUVENET: ¿De quién?
ELOI: De dos figuras desnudas.
MME. DUVENET: ¡Oh...! ¿Eso era todo?
ELOI: Tú no has visto la fotografía.
MME. DUVENET: ¿Tan terrible era?
ELOI: ¡Rebasa toda descripción!
MME. DUVENET: ¿Tan terrible como todo eso?
ELOI: No. Peor. ¡Yo sentí como si algo explotase, me estallase en las manos y un ácido me escal­dase la cara!
MME. DUVENET: ¿Quién te envió esa horrible fotografía, Eloi?
ELOI: No era para mí.
MME. DUVENET: ¿A quién iba dirigida?
ELOI: ¡A uno de esos... ricos... anticuarios de... la calle...
MME. DUVENET: ¿Y quién era el remitente? 
ELOI: Un estudiante universitario.
MME. DUVENET: ¿No se puede denunciar al remi­tente?
ELOI: Ya lo creo. Y le pueden condenar a años de cárcel.
MME. DUVENET: No veo razón alguna para apiadar-se en un caso semejante.
ELOI: Ni yo tampoco.
MME. DUVENET: Entonces, ¿qué hiciste?
ELOI: Todavía no he hecho nada.
MME. DUVENET: ¡Eloi! ¿No has informado de ello a las autoridades?
ELOI: Todavía no lo he comunicado a las auto­ridades.
MME. DUVENET: ¡No se me ocurre ningún motivo de vacilación!
ELOI: No podía actuar sin hacer alguna averi­guación.
MME. DUVENET: Averiguación, ¿de qué?
ELOI: De todas las circunstancias que rodeaban el asunto.
MME. DUVENET: ¡La única circunstancia que hay que tener en cuenta es que una persona utiliza el correo para esos fines!
ELOI: ¡La edad del remitente se ha de tener en cuenta!
MME. DUVENET: ¿Era joven el remitente?
ELOI: Sólo tiene diecinueve años.
MME. DUVENET: ¿Y viven sus padres?
ELOI: Ambos viven y en la ciudad. El remitente es hijo único.
MME. DUVENET: ¿Cómo conoces todos esos datos del remitente?
ELOI: Porque he realizado una investigación pri­vada.
MME. DUVENET: Y ¿cómo te las arreglaste?
ELOI: Telefoneé al remitente, fui a su residencia. Hablamos en privado y lo discutimos todo. El creyó que yo había ido allí por dinero. Que tra­taba de retener la carta para hacerle chantaje.
MME. DUVENET: Verdaderamente espantoso.
ELOI: Naturalmente, hube de explicarle que yo era un empleado del Estado que tenía ciertas obligaciones para con su empleador, y que real-mente era un exceso de deferencia por mi par-te incluso el demorar la adopción de las medi­das que debían adoptarse.
MME. DUVENET: De las medidas que han de adop­tarse.
ELOI: Y entonces el remitente empezó a ponerse grosero. Insolente. ¡No puedo repetir las acusaciones, las perversas sugerencias! Salí corriendo de aquella habitación. Me dejé allí el sombrero. ¡Ni siquiera pude volver a recogerlo! 
MME. DUVENET: Eloi, Eloi. ¡Oh, querido Eloi! ¿Cuándo fue eso, la entrevista con el remitente? 
ELOI: La entrevista fue el viernes.
MME. DUVENET: Hace tres días. ¿Y todavía no has hecho nada?
ELOI: Por más que pensaba en ello no podía de­cidirme a hacer nada.
MME. DUVENET: Ya es demasiado tarde.
ELOI: ¿Por qué dices que es demasiado tarde? 
MME. DUVENET: Has retenido la carta demasiado tiempo para poder hacer nada.
ELOI: Oh, no, te aseguro que no. Ya no estoy pa­ralizado.
MME. DUVENET: Pero si informas ahora sobre la carta te preguntarán que por qué no lo has hecho antes.
ELOI: Puedo explicar por qué no lo he hecho. 
MME. DUVENET: No, no, es mucho mejor no hacer nada ya.
ELOI: Tengo que hacer algo.
MME. DUVENET: Lo mejor es que destruyas la carta. 
ELOI: ¿Y que el delito quede impune?
MME. DUVENET: ¡Qué otra cosa puedes hacer des­pués de haber vacilado tanto!
ELOI: ¡Tiene que haber un castigo!
MME. DUVENET: ¿Dónde está la carta?
ELOI: La tengo aquí en el bolsillo.
MME. DUVENET: ¿Llevas eso contigo?
ELOI: En el bolsillo interior.
MME. DUVENET: ¡Oh, Eloi, qué necio, qué insensa­to eres! ¡Suponte que sucede algo y te encuen­tran una cosa así mientras estás inconsciente y no puedes explicar por qué la llevas contigo!
ELOI: ¡Baja la voz! ¡Esa mujer está escuchán­donos!
MME. DUVENET: ¿La señorita Bordelon? ¡No! 
ELOI: Te digo que sí. Le pagan para que nos espíe. ¡Pega el oído a la pared cuando hablo en sueños!
MME. DUVENET: Eloi, Eloi.
ELOI: ¡La han contratado para espiar, fisgar y husmear en la casa!
MME. DUVENET: ¿A quiénes te refieres?
ELOI: ¡Al estudiante, al anticuario!
MME. DUVENET: Hablas con tal vehemencia que me asustas. ¡Eloi, tienes que destruir esa carta in­mediatamente!
ELOI: ¿Destruirla?
MME. DUVENET: ¡Sí!
ELOI: ¿Cómo?
MME. DUVENET: ¡Quémala!

(ELOI se levanta, inquieto. Por tercera vez el le­jano tocadiscos empieza a hacer sonar The New San Antonio Rose, con su ritmo de polka y sus gritos de frenético alborozo)

ELOI (Débilmente): ¡Sí., sí..., quemarla!
MME. DUVENET: ¡Quémala ahora mismo!
ELOI: La quemaré dentro de la casa.
MME. DUVENET: No, quémala aquí mismo, delante de mí.
ELOI: Tú no puedes verla.
MME. DUVENET: ¡Dios mío, Dios mío, me sacaría los ojos antes de mirar esa fotografía!
ELOI (Con voz ronca): Creo que es mejor en la cocina o en el sótano.
MME. DUVENET: ¡No, no, Eloi, quémala aquí! ¡En la terraza!
ELOI: Puede verme alguien.
MME. DUVENET: ¿Y qué?
ELOI: Podría pensar quien me viera que es algo mío.
MME. DUVENET: ¡Eloi, Eloi, sácala y quémala! ¿Me oyes? ¡Quémala ahora! ¡En este mismo instante!
ELOI: Vuélvete de espaldas. La sacaré del bolsillo. 
MME. DUVENET (Volviéndose): ¿Tienes cerillas, Eloi?
ELOI (Tristemente): Sí, tengo cerillas, madre.
MME. DUVENET: Muy bien. Quema la carta y esa terrible fotografía. (ELOI saca torpemente unos papeles de su bolsillo interior. Le tiembla tanto la mano que la fotografía se le escapa y cae en los escalones de la terraza. ELOI gime al aga­charse lentamente para recogerla.) ¡Eloi! ¿Qué pasa?
ELOI: Se me... cayó la fotografía.
MME. DUVENET: ¡Cógela y préndele fuego inmedia­tamente!
ELOI: Sí...

(Enciende una cerilla. Su rostro está lívido a la luz de la llama y al mirar la hoja de papel los ojos parecen salírsele de las órbitas. Respira anhelosamente. Acerca la llama al papel, manteniéndolos a una pulgada de distancia, pero parece incapaz de juntarlos. De repente da un grito ahogado y deja caer la cerilla)

MME. DUVENET (Volviéndose): ¡Eloi, te has quemado los dedos!
ELOI: ¡Sí!
MME. DUVENET: Oh, vamos a la cocina y déjame ponerte un poco de bicarbonato. (ELOI se vuel­ve y entra rápidamente en la casa. Ella le si­gue.) ¡Ve en seguida a la cocina! ¡Les pondre­mos bicarbonato! (Ella va a coger el picaporte para abrir la puerta. ELOI echa el pestillo. MADAME DUVENET empuja la puerta y la encuentra cerrada con pestillo.) ¡Eloi! (El la mira a tra­vés de la tela metálica de la puerta. En la voz de ella hay una nota de terror.) ¡Eloi! ¡Has atrancado la puerta! ¿En qué estás pensando, Eloi? (ELOI da la vuelta lentamente y desapare­ce de la vista del espectador.) ¡Eloi, Eloi! ¡Vuelve aquí y abre esta puerta! (En el inte­rior de la casa se cierra de golpe una puerta y se oye la voz sorprendida y airada de la seño­rita Bordelon, MME. DUVENET grita ahora frené­ticamente.) ¡Eloi, Eloi! ¿Por qué has cerrado la puerta dejándome fuera? ¿Qué estás hacien­do ahí? ¡Abre la puerta, por favor! (Dentro se eleva violentamente la voz de ELOI. La mujer que está dentro grita, asustada. Se oye un ruido metálico como si se arrojase un objeto de estaño contra una pared. La mujer chilla; des­pués hay una explosión apagada. MME. DUVENET araña y golpea la puerta de tela metálica.) ¡Eloi, Eloi! ¡Oh, respóndeme, Eloi! (De repen­te brota una viva llamarada en el interior de la casa. La luz flamea a través de la puerta y se vierte sobre la figura crispada de la anciana, que parece una bruja. Esta da un alarido de terror y se vuelve, aturdida. Con movimientos y gestos rígidos y grotescos, baja tambaleándo­se los escalones de la terraza y empieza a gri­tar con voz ronca y desesperada.) ¡Fuego! ¡Fuego! ¡La casa está ardiendo, está ardiendo, está ardiendo la casa!

TELÓN