26/2/15

La muerte del Ñeque José Triana


La muerte del Ñeque

José Triana


Para Gwynne Edwards e Yvonne Brewster.


¡Chitón y permaneced mudos, o de lo contrario se romperá el hechizo!

W. Shakespeare, La tempestad, Acto IV.               




PERSONAJES
(por orden de aparición)
 

PEPE,    mulato.
JUAN EL COJO,   negro.
ÑICO,   blanco.
CACHITA,   negra, vieja.
BLANCA ESTELA,   pelo teñido de rubio, blanca, un poco gruesa.
PABLO,   blanco, parece un adolescente.
BERTA,   mulata, joven, hermosa.
JUVENCIO,   blanco, joven.
HILARIO GARCÍA,   mulato adelantado, 45 años.

Escenario: una escalera y cámara negra. Época: los años cincuenta. Lugar: Santiago de Cuba.
  




 Acto I

Una escalera y ventanas superiores de rejillas. Al levantarse el telón, en escena, ÑICO, PEPE y JUAN el cojo, en semicírculo, en cuclillas, jugando a los dados. Mantienen un diálogo secreto que no escucha el público.


PEPE.-   (Gritando.)  Mátalo. Mátalo. Tiene que morir...

JUAN.-    (En un susurro.)  Anoche tuve un sueño. Alguien me gritaba...  (Con voz grave y honda.)  Mátalo. Mátalo. No te demores... Llévatelo en la golilla.

PEPE.-   (Con una sonrisa sarcástica.)   ¿Tú crees en eso?

(JUAN se muestra dubitativo.)


ÑICO.-  Yo sí.  
(PEPE se ríe.)
  A veces entre sueños se anuncian...

PEPE.-   (Cortante.)  No comas catibia.

(Aparece CACHITA. Ojea a los personajes desdeñosamente y de refilón; se acerca a una tabla de planchar y sacude una sábana. Los personajes se sorprenden. Irrumpen los cantos de Orilé. Estos cantos deben conservar la violencia y el embrujo necesarios para que la escena por momentos adquiera una dimensión de extrañeza y de apoteosis. Recuérdese que según la creencia popular los cantos del Orilé espantan, eliminan los malos espíritus y son una invocación a los espíritus protectores que aconsejan remedios y fórmulas para alcanzar la perfección. En una casa cercana se celebra una sesión espiritista. Se supone que sea la casa de Violeta, un personaje que no interviene directamente en la acción de la obra.)


CACHITA.-  Todavía ahí.

PEPE.-    (Molesto.)  ¿Qué es lo suyo, vieja?

CACHITA.-  En nada bueno andan.

ÑICO.-   (A PEPE.)  A ella qué le importa.

PEPE.-   (A ÑICO.) Cada uno con su condena.

CACHITA.-   (Hablando con el público.) La sesión ya empezó. Han venido de todas partes. De Manzanillo, de Jiguaní, de Bayamo..., y de Monte Oscuro... Contimás creyentes, perfecto. Una buena limpieza se hará.  
(Gritos de alguien que se santigua: «Santísimo» y se intensifican los cantos. CACHITA se santigua.)
  Santísimo.

ÑICO.-  Tendremos cantaleta para rato.

PEPE.-  Esta noche, chévere, a ponerse las botas.

JUAN.-  Me luce que hasta la madrugada no termina.

CACHITA.-  Desde temprano Violeta estaba de lo más apurada preparando la comilona y me dijo: «Negra, dese una vueltecita por acá...»  (Otro tono.) Qué va, imposible... Pablo, el hijo de Hilario, me mandó un recado de que subiera allá arriba.

ÑICO.-  ¿Le metemos mano a esa caimana?

PEPE.-  Ajustémonos los pantalones.

JUAN.-  Calma, pueblo, calma.

ÑICO.-    (Increpándolo.)  Mi socio..., tú...

JUAN.-  Cierra el pico.

CACHITA.-  Yo no le puedo hacer un feo a Pablo. Es tan requeteservicial y tan cariñoso conmigo, y si le cuento las historias de atrás, me mira embobado. (Imitándolo.) «¿Es verdad? ¿Fue así? Yo, ni la menor idea...»  (Otro tono.) La historias de los años de la Nana, que los blancos pasan por alto, por vergüenza, o mala conciencia y bellaquería.  (Pausa breve. Otro tono.)  Habrá fiesta, y en grande, si se confirma la noticia. Su padre asciende, asciende... A mí me encantan esos bretes.  (Directamente al público.)  A lo mejor ustedes se cuelan y disfrutan un buen rato.

JUAN.-   (En un tono singular.)  A lo mejor.  (Observa la escalera y la casa.) 

ÑICO.-   (Sonriendo.)  Que Dios la oiga, vieja.  (Se arregla la gorra.) 

PEPE.-   (Sandunguero. A CACHITA.) Y la bendiga. Eh, ocambita... El barrio se alborota. Una fiesta aquí y la de allá. A lo mejor nosotros nos filtramos en la cumbancha. Sí, no es de bonche, y no lo dude tampoco. Con cuatro tragos bien sonados a volar el zepelín y clavando la leña con el sabor de un guaguancó.

CACHITA.-   (A medida que los oye se indigna.)  ¡Entrometidos!... Una fiesta a los espíritus, y esta está por ver... ¿Y eso de vieja y de ocambita? ¡Qué desacato! Con setenta años soy de ampanga y me queda bastante por delante y continuaré dando guerra.

PEPE.-   (En la pura chacota.)  Lagartona... Usted es igualita a esta casa: el día menos pensado se derrumba.

CACHITA.-   (En el tono anterior.)  Quítenselo del moropo, corazón. Se lo aseguro yo. No son los primeros que me lo dicen, el tiempo arrasa y seguimos ahí, ahí, siempre ahí, duélale a quien le duela y pésele a quien le pese. Ah, y para que se enteren: Hilario difícilmente dejará esta casa... Por nada ni por nadie... Oportunidades ha tenido... Y ya ves...

PEPE.-   (Interrumpiendo.)  A mí me han dicho que ese tipo rueda pasta en cantidad...

CACHITA.-   (En el tono anterior.)  La política, mi vida, la política.  (A alguien determinado del público.) ¿Qué te has figurado tú? Hilario..., Hilario no es ningún zanguango. Es cierto que los negocios no le han salido como él deseaba.  (Pausa. Suspira.)  ¡Es el destino!  (Pausa. Otro tono.)  Sus padres, los cuatreros de Mayarí, decían las malas lenguas, disponían de una fortuna colosal y, qué sé yo, cuanto Dios crió... Y él mismitico reconstruyo esta casita que antes era un bajareque.

JUAN.-    (Con sorna.)  Y, ¿qué más...?

ÑICO.-   (Implacable.) A Hilario lo llamaban El Mulato.

CACHITA.-   (Fingiendo.)  Ah, eso sí que no... (Con cara de asco.) La gente es tan envidiosa..., y no soporta que uno esté arriba, en la espumita.

PEPE.-   (Molesto, a ÑICO, o simulándolo.)  ¿Y qué tiene de particular? Aquí el que no tiene de Congo tiene de Carabalí.

ÑICO.-   (Hipócritamente.) Es magnífica persona.

JUAN.-  El diablo se viste de decente, ¿no?

CACHITA.-   (En tono de soliloquio.) En cuanto a mí, no tengo ninguna queja. Con sus más y sus menos, impecable.  (Complacida, sonriente.) Nadie es perfecto, técnico, y él es candela, y he visto..., ¡otomías!... Uy, se dice y se menudea y se habla hasta por los codos, pero quién dirá y cuándo la clase de hombre que es.

ÑICO.-  Mi madre afirmaba que él era abogado en un bufete público...

JUAN.-  ...Comiendo candela..., y luego en un trajín de armas, y que si por aquí y que si por allá, y en unas pandillas...

PEPE.-  ...Al morir su mujer daba grima frecuentarlo...

ÑICO.-  ...Y el padre de Juvencio lo envasó en la Policía.

CACHITA.-   (Con evidente malestar.) Hilario ha tenido que sufrir sabe Dios cuánto... Imagínese usted que a los doce tuvo un disgusto con su padre y se fue de la casa y se hizo dependiente en una tienda. Y al año siguiente, creo, murió el viejo y tuvo que encargarse de la casa y de la madre..., y su hermana en un tilín, requetemperifollada, se metió a bailarina y enseñaba los muslos al pipisigallo... Después, figúrate tú... Un hombre atosigado y con tantos compromisos que cumplir...  (Pausa larga, en sus trajines.)  Esta noche tendremos la noticia de su ascenso. Ya estoy nerviosa: ¿será?, ¿o no será?... En el minuto en que lo sepa cogeré una fuega de padre y muy señor mío.

JUAN.-  Ese tipo se las traquetea.

PEPE.-  Caballero, ¿qué les parece si hago una apuesta?

(Los tres personajes se levantan.)


JUAN.-  ¿Qué clase de apuesta?

PEPE.-  Allá va eso. Ahora comprobaremos quién es el valiente. (Se ríe.) Ahí va la bola. ¿Quién se atreve a decir lo que piensa de la mujer de Hilario?  
(A ÑICO y a JUAN les molesta la apuesta de su compañero. Él se mueve fungiendo de catcher que recibe la bola en un juego de pelota. Su voz recuerda el tono de los narradores deportivos de la época. Contempla sonriendo a los amigos.)
  Strike one. Strike two. Que no se diga. Strike three. Ponchao.  (Se incorpora. En otro tono.)  Un cachito de la verdad.  (Con un movimiento gracioso de los brazos. A JUAN.)  Sinceridad, mandinga. Es una preguntica de poco valor. ¿La lanzo otra vez?  (Silencio absoluto.)  ¿Redoblo...?  (Aparentando desaliento.) Que no se diga que no hay un hombre aquí de pelo en pecho.  
(Entre risas y gritos.)
  ¿Quién se atreve y me dice lo que piensa de la mujer de Hilario?

ÑICO.-   (Haciéndose el sueco.) ¿De su mujer?

JUAN.-   (Haciéndose el indiferente.) Bah, de su mujer...

PEPE.-   (Rectificando.)  Sí, de su mujer.

CACHITA.-   (Indignada.)  ¡Váyanse a jorobar a los quintos infiernos!

PEPE.-  Eh, eh, cálmese, doña.

CACHITA.-  Mientras yo esté aquí no permito el relajo.

PEPE.-  No se agite que eso no se cura.

CACHITA.-  ¿Cómo se atreven?

PEPE.-   (Desafiante.) Usted se calla.

CACHITA.-  Ya esto es una injuria. ¿Qué, darme órdenes? ¿A mí? Están quimbaos o fumaron mariguana. ¿Qué buscan? ¿Qué se les ha extraviado?... Esto no es La Trocha ni tampoco Troya.

PEPE.-   (En gallito de pelea.) A usted no le interesa, ni averigüe.  (A sus compañeros.) Estoy esperando que me contesten.

(CACHITA, indignada, recoge las sábanas.)


ÑICO.-  Pues, chico, ¿a qué viene tanto alarde y tanta verraquería?  (Agresivo.)  Aquí no existe el miedo. ¿Qué es el miedo?  (Comienza a gesticular, y a dibujar piruetas fingiendo que tiembla.)  Uy. Que me come el león. (Pausa. Otro tono. Fingiendo que va a correr.)  Liberales del Perico, a correr.  (De pronto se detiene.)  ¿Tú, con exactitud, quieres saber...? (Abriendo los brazos y encogiéndose de hombros.)  La mujer de Hilario es la mujer de Hilario.

(Risas de PEPE y JUAN.)
  
¡Se cae de la mata! Yo, a mí no me lo crean; pero desde fiñe, oía decir que la mujer de Hilario antes de que la metiera en el gao, tenía..., vaya, era la dueña de una casa, cerca de La Trocha..., y se embrollaban, ignoro por qué, infinidad de problemas con la policía y corría la plata a burujón puñao...  (En tono de sorna.)  Hilario, uyuyuy, Hilario... (En otro tono. Rápido.)  Por aquellos días se ñampió el padre de Juvencio, asesinado. Y, de racataplán, a Hilario lo ascendieron a Jefe. No creas, hubo sus comentarios, que la pandilla del Moro Guilarte, que si Hilario se parapetaba detrás del asunto...; bueno..., ¡ustedes me entienden!..., maniobras políticas, y el poder guarda los trapos sucios.  (Otro tono.)  De ese modo, tuvo la oportunidad de conocer a Blanca Estela... Y ella era mujer que no trataba a cualquiera por su cara linda. Hilario enseguida se fijó en ella; no le perdía pies ni pisadas; y la rondaban varios tipos influyentes olfateándola a lo perro enlebrestado y ella no se decidía por ninguno. Una noche, sin más ni más, se armó tremendo zipizape y entonces se pusieron de acuerdo y decidieron jugársela a una partida de siló. El que ganara se llevaba la perla. Hilario se quedó con ella..., y a poco la casa prendió fuego..., queriendo borrar las huellas...

CACHITA.-   (Terminando de recoger los trastos.) No aguanto más. El colmo. Me meto en mi cuarto y se acabó. ¡Aguantarles pamplinas a esas cagarrutas, ja, ja! Ay, Virgen del Cobre. La culpa, mirándolo fríamente, la tengo yo, sí, señor.  
(Risas de los tres personajes.)
  Ya no hay respeto ni consideración.  (Hace mutis.) 

ÑICO.-    (Gritando, mientras sus dos compañeros se divierten.)  Ataja. Ataja. (En otro tono.) La ocamba se fue como bola por tronera.

JUAN.-   (Divertido.) Señores, que el relajo sea con orden.

PEPE.-  Esta vieja chiflada, nagüe, bajarse con esos aspavientos.

ÑICO.-  Si es voz populis. Si la gallega Dolores y Maricusa y el negro de Sibanicú y la mujer del chino...

PEPE.-  Lo digo, sin pelos en la lengua.

ÑICO.-  A mí ella no me pone un tapón en la boca.

JUAN.-  Cálmense, por favor.

ÑICO.-    (A JUAN.) Mira, chico, que no me ande jeringando la antigualla esa, que Juvencio habló claro y nosotros no estamos pintados en la pared. Con la plata garantizada por medio...

JUAN.-   (Llamando al orden. Con violencia contenida.) Hazme el grandísimo favor. Aguántate, capitán. Si sigues por ese camino los planes se van al carajo. Una cosa es agitar a la vieja y otra desembuchar a lo manso cordero. Ella, por ignorante nos ayudará. Le sacaremos la hora que viene Hilario. No nos cuadra quedarnos montándole guardia... El que más y el que menos empezará con el sigilo, con la sospecha, que si esto, que si lo otro, y la mujer de Hilario...

(BLANCA ESTELA, en lo alto de la escalera. Se animan los cantos de la invocación a San Hilarión.)


PEPE.-   (Dando un fuerte silbido.)  ¡Hablando del rey de Roma!

JUAN.-  A esconderse, rapidito.

ÑICO.-   (Señalando debajo de la enredadera.) Aquí, papo. Desde allí nos puede chequear.

JUAN.-  No te chupes el dedo, Ñico.

(A regañadientes accede. Los tres personajes se ocultan a un lado de la escalera.)


PEPE.-  Mírenla.

BLANCA ESTELA.-  Ay, qué recondenación.  (Descendiendo la escalera.)  ¿Por qué se demorará? Le dije que viniera volando. Qué sangre de horchata. Ahorita llega el otro y me va a aguar la fiesta. Ay, qué ganas tengo de acabar con esto.  (Tropieza con un soldadito de plomo y le da una patada, yendo a parar detrás delante de la escalera. Mutis por un lateral.) ¡La bruja! ¡Bruja tendrás, Hilario!

ÑICO.-  Qué mujer, consorte.

PEPE.-  ¿No la has visto antes?

ÑICO.-  ¿Yo? Naturalmente que sí. ¿Acaso vivo en la Conchinchina?  (Resoplando hondo. Exagerando.) Qué clase de hembra.

(ÑICO mima sus movimientos y sus gestos. PEPE se desternilla de risa mientras hace gestos afirmativos con las manos.)


JUAN.-  Ahora no es ni la sombra. (Sonríe maliciosamente.) Ah, en su época de gloria... Cuando desembarcó aquí.  (En otro tono.)  Un espectáculo. Y con el cambia cambia de pelucas, la rubia, la colorada y la negra..., o la anaranjada, o la marrón. Tú nunca sabías quién era la que tenías delante. A veces, un esperpento, te lo juro, y su apodo define el percal. (Tono especial.)  Rita La Millonaria.

PEPE.-  ¿Rita?... ¿Y por qué?

JUAN.-  ¡El nombre de guerra, asere!  
(Gesto de PEPE con un ¡Ah! de sorpresa.)
  Y lo de la Millonaria por la cantidad de trapos y de plumas y de joyas y la calidad. En eso no ha variado. Genio y figura hasta la sepultura. ¡Es un fenómeno! (Divertido.)  ¡Coño, qué chismoso soy!

PEPE.-   (Divertido.) ¡Tú, el rey en la república del chisme! ¡Por el gusto, la precisión y la variedad! Contigo no hay caída...

ÑICO.-  Me hubiera gustado conocerla.  (Otro tono.)  ¿De dónde diablos habrá salido esta mujer?

JUAN.-  Por ahí corren historias... Unos dicen que es de Caracas y que vino huyendo... Otros chamullan que no, que es de más lejos, donde el diablo dio las tres voces. Fantasías..., fantasmas que uno se inventa, humo que sopla y crece... Tal vez es de Yateras.

ÑICO.-   (A JUAN.)  Óigame, con semejante mujer uno no desperdicia un segundo. Se imagina usted el trance. Ave María Purísima.  (Se rasca la cabeza. A PEPE.)  Mucha luz indirecta. Mucho perfume...  (Risita nerviosa.)  Es para derretirse. Pura almibita, batíviri.  (A JUAN, le golpea un hombro con los dedos y hace la pantomima.)  Usted, despacito, entra, se quita la camisa de hilo, de olán fino..., y ella, ahí, en la cama, ansiosa..., y uno se dispara a lo loco.

JUAN.-   (A PEPE.)  Al muchacho le ha dado fuerte.

PEPE.-   (A ÑICO.)  Déjate de comer basura.

ÑICO.-   (Exaltado. A PEPE.)  Qué cuadro, cúmbila.  (Dando saltos.)  Qué cuadro, mi tierra.

JUAN.-   (A PEPE, con voz de conspiración.) A mi entender, hemos resuelto lo principal. Ojeamos al dedillo el terreno y hemos ahorrado tiempo. ¿Qué te parece?...  
(PEPE no responde. Lo mira interesado.)
  Ahora a esperar. En el momento justo, responderemos como un solo hombre. (Señala hacia el fondo.)  Ahí lo acorralamos y le damos el golpe y se irá al otro lado sin decir ni pío. ¿De acuerdo? Cumplimos con nuestro trabajo..., ah, y si Juvencio no nos dispara una charranada..., en la mangadera y a gozar, mi hermano. ¡Cuestión de sobrevivir!

ÑICO.-   (Que permanece abstraído en BLANCA ESTELA. A PEPE.) Me la juego que ningún tipo podría confiar en esa mujer.

JUAN.-  Es igualita a Hilario. De idéntica madera.

ÑICO.-  ¿Sí? ¿Por qué?

PEPE.-  Difícil, por de contado difícil..., una anguila o un camaleón. Si dice sí, espérate a que sea lo contrario. Visto y comprobado. Ponle el cuño.

ÑICO.-  Exageras...

PEPE.-  Te ilusionas, viejo. Tantea a Juvencio sobre la encerrona que le montó Hilario a su padre. Y no es el único caso. Un ceremil. Desde siempre. Aguijonéalo y verás. Hombre, no me digas que no te has enterado. ¡Analiza, cabrón!... ¿Para que son las entendederas? ¿Por lujo, pichicorto? ¿Acaso no lo has visto día tras día? Ñinga y mierda es lo mismo. Dile que te cuente. Te llevarás una sorpresa... Y te percatarás del carapacho de estas gentes.

JUAN.-  Cuidado. La negra loca asoma. (Más bajo.)  Más tarde seguimos.

(Penetra a escena CACHITA.)


CACHITA.-  ¿Qué sigilan...?

JUAN.-  Nosotros...

CACHITA.-  ¿Nosotros, qué?  (Al público.) A mí ninguno de ellos me engaña. Y trapalerías maquinan. Y yo tengo un negro congo encima que es imposible que se equivoque...  (A los tres personajes.) Así que cojan el buen trillo... Se lo aconsejo. Es una advertencia. La negra, que ven aquí, está al cabo de la calle.  
(Los tres personajes comienzan a reírse.)
  Partida de degenerados. ¿Quieren hurgar más? Esto sí que es el acabose. Mal rayo los parta.

(Los tres personajes se alejan. Sus risas se contienen al aparecer PABLO. Es un joven de movimientos bruscos, vestido con sencillez. Su piel es bronceada. Sus facciones vigorosas. Al verlo, JUAN le hace señas a sus compañeros. CACHITA termina de recoger los enseres de planchar. Los tres personajes, mutis.)


JUAN.-   (Runruneando.) Es el hijo de Hilario.

ÑICO.-  Madre mía, tal palo tal astilla.

JUAN.-  No te confundas. Ése es el retrato de su madre, que en paz descanse.

CACHITA.-   (Refunfuñando.)   Hablaré. Hablaré con quien tenga que hablar.

PABLO.-  ¿Con quién es esa bronca, Cachita?

CACHITA.-   (De espaldas a PABLO, refunfuñando.)  Nada, hijo. Es que estoy más fastidiada. Estos ma...  (Cerciorándose de la presencia de PABLO.)  Ah, eres tú. Qué elegante. Un pimpollo.

(CACHITA se le acerca y lo besa. PABLO le devuelve el beso.)


PABLO.-  Usted me ve con ojos caritativos.

CACHITA.-  Tú te lo mereces, Pablito. (Otro tono.) Noticias fresquecitas.

PABLO.-  Cuánto me alegro.

CACHITA.-   (Confidencial.)  Berta, mi nieta, regresó de La Habana y me preguntó enseguida por ti.  
(PABLO se enseria.)
  Eso me gusta. Vamos a ver si se encarrila y no zanganea tanto. (Al verificar la fría reacción que le ha causado esta noticia a PABLO, otro tono.)  Y tu padre no ha llegado. Ojalá que salga a pedir de boca lo del ascenso. Lo contento que se pondrá. ¿Lo de la fiestecita que le preparas, es seguro? Esta noche, ¿no?

PABLO.-  Así espero. Aunque una cosa piensa el borracho y otra el bodeguero. Al salir del Instituto fui a verlo a la Jefatura General, y el ambiente realmente irrespirable. Pedían a quien fuera papeles de identificación..., detalle que en raras ocasiones ha sucedido. Yo me identifiqué y me hicieron el caso del perro. Coño, vieja, cogí un berrinche. «Oiga, yo soy Pablo, el hijo de Hilario García. Es urgente que lo vea». Me miraban, y luego entre ellos se sonreían. ¿Qué ocurre? ¿Qué?... Y no soltaban prenda. Supongo yo que descubrieron una conspiración, o los preparativos de un atentado..., o vendrá algún jefe morrocotudo..., o una inspección. ¡Quizás la ascensión de papá! O un cambio en el Ministerio. Yo no sé cómo me hicieron semejante jugarreta, porque al ver al viejo se lo contaré. ¡El diablo sabrá!... Luego en la calle todo me parecía negro.

CACHITA.-  Alborotas musarañas.

PABLO.-   (Sonriendo.) Ay, viejita, usted es una panetelita de almíbar.

CACHITA.-  ¡Zalamero!  (Otro tono. Casi cantando.)  Me figuro, me figuro, que tú me has echado bola negra...  (Otro tono.)  Tú me ocultas, y esto se pasa de castaño oscuro, sí, precioso... Hace siglos que apenas te veo. Has levantado el pie de repente, y yo rumia que te rumia... Ni a la hora del buchito del café, al mediodía... ¿Te he hecho algún desaire?

PABLO.-  Qué ñonguita. En estos días tuve los últimos exámenes en el Instituto, con las declinaciones del latín, en las que soy nulo, un redomado idiota, rosa rosae, nulo, te lo repito, una nulidad... y papá sueña que entre en la Escuela de Derecho en el próximo curso, imagínate..., un disloque, un corre-corre... Viejita linda, no se ofenda. ¿Tendré que machacarle que la quiero...?

CACHITA.-   (En un tono frío, sutil, inquietante.) Es que Blanca Estela me dijo que fuiste a la consulta del médico o al psiquiatra... que estabas nervioso...

PABLO.-  ¿Médico? ¿Psiquiatra? ¿Nervioso?... Blanca Estela es capaz de decir la peor sonsera con tal de salir del paso.

CACHITA.-  Comprendo que no estés en tus cabales.  (Con furia interior.) Es un descaro. Una vergüenza.

PABLO.-   (Amoscado.)  No entiendo ni media palabra.

CACHITA.-  No estoy hablando en chino, Pablito.

PABLO.-   (Riéndose.) ¡Entonces es un chiste!

CACHITA.-   (Circunspecta.)  Prefiero la tranquilidad de mi conciencia, antes que el oprobio.  (En tono severo.) Anda con pies de plomo, y sondea a fondo qué te mortifica... ¡Y qué Dios me juzgue si soy malpensada!

PABLO.-  Cada vez te entiendo menos. ¿De qué se trata?

CACHITA.-   (Con sigilo, mirando a su alrededor.) De Juvencio...

PABLO.-  ¿De Juvencio?

CACHITA.-   (En tono desenfadado.) Ese tipo me da mala espina.

PABLO.-   (Simulando sinceridad.)  Juvencio, francamente, lo he visto dos o tres veces. Papá lo trajo. ¿En qué te basas?

CACHITA.-  Ay, chico, escarba...

PABLO.-   (Reprendiéndola en forma cariñosa.)  Cachita, Cachita, mi negra linda, eso no tiene ni pies ni cabeza.

CACHITA.-  Es un presentimiento, un... Ay, Dios mío, si pudiera aclararme. Una racha de aire, un vuelco aquí dentro... Además..., Pablo, es que se gasta una manera tan desfachatada de dirigirse a una... De normal, ni pizca. Te explicaré... (Pausa breve.) Es cierto que él es atento, es cierto que si se lo propone es agradable... Y no puedo con él. No soporto su carita ni sus bigoticos. Me cae igual que una patada en el estómago. Ah, y la miradita..., que se derrite como la mantequilla. Él se cree que es un personaje, el conquistador, el Jorge Negrete de la película... Y conmigo, mi cielo, ese carro se ponchó.

PABLO.-  Nada saco en limpio. Que si te gusta, que si no te gusta... Imaginaciones suyas. Juvencio es un tipo idéntico a cualquier otro. Al menos, es lo que pienso.

CACHITA.-   (Con gran convicción, tajante.) Más sabe el diablo por viejo que por diablo.

(En ese instante irrumpe BERTA. Es una joven mulata, de hermosas facciones y porte distinguido. CACHITA, al verla, sonríe. Entre ellas existe una marcada complicidad. Suenan once campanadas.)


CACHITA.-   (Exaltada.) Deja de darte cranque.  (Cantando.)  ¡A las once y media, la novela! Laralila, laralila, el amor, laralila. (Corriendo y desapareciendo en la casa.)  Los frijoles deben haberse achicharrados.

PABLO.-   (A CACHITA.) Tenemos que seguir componiendo el mundo. Recuérdalo.

(Comienza a subir las escaleras. BERTA, en medio del escenario, lo contempla extasiada.)


BERTA.-  ¿Te vas?  (Pausa.) Si lo prefieres...

PABLO.-  Tengo el cuerpo cortado y con el calor...

BERTA.-  Yo deseaba conversar contigo.

PABLO.-  Me daré una ducha y bajo.

BERTA.-  Estaré con abuela.

PABLO.-  ¿Te ofendes?

BERTA.-  Quédate. Es una lástima que te sientas mal.

PABLO.-  Un malestar...  (Sonriente, bajando la escalera.)  Ya lo rebasaré.

BERTA.-  ¿Quieres que vaya a la botica por aspirinas?

PABLO.-  ¿Por qué te preocupas?

BERTA.-  Si abuela guarda algún remedio...

PABLO.-  Vas a molestarla por gusto.  (Cerca de ella, en tono amable.)  ¿Qué tal de viaje?

BERTA.-   (Impasible.) Ahí, en la marchita.

PABLO.-  ¿Y por la capital?

BERTA.-   (Sin darle la menor relevancia al texto.) Anduve por el Palacio Presidencial, el Capitolio y el Malecón, y fui al cine y al Parque de Marianao, a los carruseles, y vi las tiendas del Encanto y Sears. Con una amiga de mamá...  (Pausa breve.) Por supuesto, no me fijé mucho.

PABLO.-   (Desconcertado, intentando avivar la conversación.) Se habrá renovado desde la primera vez que fuiste, ¿no?

BERTA.-  Bah, ¿sí?

PABLO.-  Todo cambia. En meses, en semanas, en días y en horas... Recuerdo que teniendo unos..., chiquito todavía..., a la muerte de mamá, me condujeron a una casa enorme, a un castillo, en el barrio La Vigía, en Camagüey; y yo pensaba y pensaba, y en mis pensamientos crecía, se agrandaba, se alargaba; y años después regresé a ella y, aquella casa grandiosa, comprobé lo reducida que era, lo insignificante. Todo cambia, Berta.

BERTA.-  Es probable que tengas razón. Algo similar me ocurrió esta mañana, cuando llegué a la estación de trenes. Durante el viaje no pude cerrar los ojos. El traqueteo de los vagones sobre los raíles resultaba espantoso, trac, trac, trac, y el pitido aullando a campo traviesa. La noche, plomo derretido, y la luna permanecía envuelta en nubes rojizas. Por la ventanilla la entreví y tuve miedo. Tiré las cortinas. Si continuaba mirándola, enloquecía. A mi alrededor las gentes resoplaban sus sueños intranquilos, y sus rostros parecían desencajados, de muertos que salen de sus tumbas. Pálidos, de escoria... ah, espantosos.  (Solloza.) Fue un minuto, y calculé que era la eternidad, una eternidad terrible.  (Pausa. Se recompone.)  En la estación de trenes, busqué a la abuela. No vino a buscarme. ¿Por qué?, me dije. ¿Por qué?... Raro, muy raro. Por casualidad andaba por allí un medio hermano de Violeta averiguando por un tipo que venía de Contramaestre para la sesión espiritista, y me trajo en su viejo cacharro. Al entrar aquí, me pareció distinto. Totalmente... El barrio, los vecinos. Las casas, las calles, el olor. Una luz fija amarilla lo corroía todo. Un mundo extraño, hostil.  (Pausa.)  Encontré a la abuela, arrodillada, rezando delante de la Virgen del Cobre. No sintió mis pisadas en el zaguán ni en la casa; me había olvidado. Ningún gesto hizo. Hablaba parejo a quien habla, entre los rezos, de los signos del fin de la tierra y del cielo.  (Se pone en pie y se aleja de PABLO.)  Una hecatombe se acerca, repetía. Por eso Violeta invoca a los espíritus para que nos protejan y la sombra del mal desaparezca.  (Aproximándose a un trance.)  Abuela decía que tu padre mordía los cristales y sus dientes, leznas de muerte, se quebraban unos tras otros. Que los espejos debían cubrirse de paños negros. Que el viento de la dispersión sopla fuerte, y vendrán días peores y el temible vengador. Que no nos hagamos ilusiones. Un gran desierto de huecos y sangre. Un vivo furor de llamarada que no se amortigua. No es la soledad, sino la sangre que reclama sangre..., que estamos en la mitad, y que la llave que tenemos se perderá en el sueño y sólo acariciaremos pavesa y arena sudadas. Alguien debe morir, gritaba. Alguien debe morir.

PABLO.-   (Acercándose a BERTA.)  ¿Qué te sucede? Nunca antes te portabas así.

(BERTA se desvanece, desplomándose a sus pies. PABLO la toma entre sus brazos y la levanta, con temor.)


PABLO.-  Dime, Berta. Estás sudando.  
(BERTA abre los párpados y jadea.)
  ¿Llamo a tu abuela?

BERTA.-  No, no... Es el viaje. La mala noche sin dormir.

PABLO.-  ¿Antes, tú...?

BERTA.-  No, hombre, qué va...

PABLO.-  Lo que has dicho lo considero nefasto.

BERTA.-  Ya te expliqué que me sentía extraña.

(Pausa breve. PABLO la ayuda a incorporarse.)


PABLO.-  ¿Es cierto, que tu abuela, anda con muertos...?

BERTA.-  Ah, insistes.  (Otro tono.) ¿Me quieres?

PABLO.-  No vuelvas a pensar en eso. Debo matricularme en la Universidad... Papá pretende que sea un buen abogado.

BERTA.-  Quedamos que si regresaba de La Habana, íbamos a hablar despacio..., me prometiste un anillo.

PABLO.-  Lo he decidido, Berta. Sé indulgente. Comprende. Papá me necesita.

BERTA.-   (Rápida, en tono de muchacha ingenua.) Al decirlo tú...  (Pausa breve.) ¿Existe otra?

PABLO.-   (Rápido.) ¡Cometrapo!

BERTA.-  ¿Y vas a sacrificarte? ¿Acaso tu padre se lo merece?

PABLO.-  ¿Por quién mejor que por él?

(BLANCA ESTELA reaparece. Su rostro expresa una maligna satisfacción.)


BLANCA ESTELA.-  Descubro que tratas bastante mal a Berta. No se lo merece. ¡Qué muchacho!  
(BERTA, aturdida, balbucea, mueve las manos, se altera.)
  En realidad, ignoro de qué hablan... Aunque me lo sospecho.  
(PABLO mira a BLANCA ESTELA con odio.)
  ¿De dónde sacas esa cara?  
(BERTA muestra deseos de salir corriendo.)
  Yo, a tu edad, Berta, decidí tirarlo todo por la ventana...  (Suspira.)  Ay los años a una la deterioran...

BERTA.-  A mi madre le sucede lo mismito allá en La Habana...

BLANCA ESTELA.-  Es una desgracia.

BERTA.-  Con su permiso, señora. Hasta otro momento, Pablo.  (Hace mutis.) 
PABLO.-   (Violento.)  ¿Por qué te metes? ¿En qué te atañe?

BLANCA ESTELA.-   (Violenta.) ¡Hago lo que me da la gana! ¿Quién eres tú para detenerme? ¿Desde cuándo acá, tú...?  (Desafiante.)  ¡Recoge velas! ¡No te lo permito! ¡Escúchalo y métetelo en el cocorioco! ¿Entendido?  (Pausa.)  ¡Atrevido!

PABLO.-   (Burlón y zafio.) ¡Ay, que me come el coco!

BLANCA ESTELA.-   (Otro tono.)  ¡Nada es eterno y si buscas guerra, guerra tendrás! No creas que voy a aguantar tus groserías... ¿De qué te quejas? ¿Vas a impedirme que hable? ¡Ni a tu padre se lo tolero! Entre tú y tu padre, estoy entre la espada y pared. ¡Harta! ¡Hasta el último pelo! Encerrada, embarretinada, acosada.  (Pausa. Se apoya en el inicio de la escalera, jadeante.)  Te llamó a las once de la mañana. Que pases por su oficina, dijo.

(PABLO hace mutis.)
  
Pablo, atiende, Pablo...  (Respira con alivio.)  ¡Gracias San Antonio, gracias!  (Se acomoda en un escalón de la escalera y ríe escandalosamente.)  Ay, Virgen mía, mía, mía, absoluta...  (Besa una medallita que lleva en el cuello y, a carcajadas, golpea con pies y manos los escalones.)  ¡Al fin, al fin pude deshacerme de él!...  (Pausa.)  Pero, ¿cómo pude enredarme en esto? ¡Maldita historia! ¡Acabar! ¡Acabar! ¿Y será esa la solución? ¿Y luego, luego no será el mismo perro con diferente collar? (Pausa. Fatigada, lentamente sube las escaleras.) 

(Se intensifican los cantos del Orilé. BLANCA ESTELA queda inmóvil. Los cantos se entremezclan al toque del bongó, las maracas y las claves. JUVENCIO avanza al centro del escenario en primer plano.)


JUVENCIO.-  ¡A ése lo mato yo!

BLANCA ESTELA.-  ¡Vaya farolería...!

JUVENCIO.-  ¿Qué mosca te ha picao?

BLANCA ESTELA.-  Tú, a lo tuyo, idéntico a todos los hombres, mientras yo vivo quebrantada de sobresaltos, suspendida en un hilo.

JUVENCIO.-  Un drama fenomenal, muñeca. ¡Quién te crea se gana la rifa del premio gordo!

BLANCA ESTELA.-  Odio esta vida que me ha tocado vivir...

JUVENCIO.-  Cálmate. Del refunfuño vienen las arrugas.

BLANCA ESTELA.-   (Rápida.)  Se ve que te da lo mismo chicha que limoná. Tu indiferencia, carijo...

JUVENCIO.-   (Riéndose.)  Un viento clama de puerta en puerta, mascarita.  (Otro tono.)  Eliminarlo, hay que eliminarlo.  (Mirándola sensual de arriba a abajo.) Tú calzas la horma perfecta.

BLANCA ESTELA.-  ¡Cuentos y más cuentos!... Meses y meses que circulas en esa espiral.  (Imitándolo.)  ¡A ese lo mato yo!  (Otro tono.)  ¡Déjate de payasadas! Te falta lo que se necesita.

JUVENCIO.-  ¡Qué fácil, eh, muñeca! ¡Hazlo tú! ¡Fuiste tú quien me empujó a ese carro! ¡Fuiste tú quien me lo puso en la mano!... ¡Tú sabías!

BLANCA ESTELA.-  ¡Sabía y tenía que saber!

JUVENCIO.-  Tú sabías que más tarde o más temprano yo vendría. Tú sabías que yo no podía olvidar. Tú sabías que yo sabía lo que se ha querido olvidar...  (Pausa larga. Otro tono.) Por las noches, por rachas, en la cama, estoy metido en un hueco y me falla la respiración. Me levanto, abro la ventana, y miro hacia arriba, hacia la planicie cuajada de punticos brillantes y digo: oh, cielo protector, ensimismado en tu mudez, ayúdame, tengo que matarlo, y me sacude un escalofrío, tengo que matarlo, y veo multitud de antorchas y cadáveres dispersos en la ciudad. Vienen al asalto los muertos del tiempo en que se creía que no existía la historia y cada hombre trazaba una línea de fuego a su alrededor, pensando en la impunidad, en que su palabra y sus actos eran ley. La noche es una enorme hoguera con sangre y gritos. ¿Estoy soñando?... Recapacito. No, no estoy soñando. Y mi padre que sale de esa batahola de lamentos y de fantasmas, un fantasma con una cruz de ceniza en la frente, diciéndome: Recuerda, hijo. Y veo y oigo lo que has visto, oído y conoces. Las discusiones a punta de pistola. Las conspiraciones, uno contra otro, como si no hubiera una jerarquía. Un combate a muerte. La pandilla de Guilarte el Moro controlando este barrio y el de allá, hasta tener a la población aterrorizada en un puño. Hilario, detrás sonriente, sereno. El asesinato del Dr. Pérez Consuegra, saliendo de cuartel Moncada. El juez Cerviño, acribillado a balazos en la carretera de Boniato. Un estudiante apuñaleado y colgado a la entrada de San Vicente. Diez muertos no identificados en la Socapa. Se revela una conspiración de estudiantes en una casa de la calle Padre Pico y los integrantes fueron conducidos al vivac y luego los hallaron violados y muertos en el Castillo del Morro. Larga lista de hombres y nombres, de amigos, de vecinos. Y mi padre desesperado, tratando de solucionar o de establecer una lógica en la situación. Hilario, no es así. Hilario, esto es un ultraje. Pero Hilario anhela el poder. Es amigo de un Senador, que a su vez maneja sus contactos con el Presidente. Crea falsos conspiradores, falsos enemigos, falsos testigos. En una palabra, aterroriza.  (Pausa breve.) Los recuerdos me asaltan, van y vienen y se esfuman, y yo no quiero que esfumen, Blanca Estela. Debo sobrepasar estas tribulaciones y no puedo. Es una costra, un furor. Y hay dos sombras debajo de la ceiba. Uno es mi padre y el otro es Hilario. Ráfagas de neblina me ciegan, soy muy pequeño, y apenas comprendo, sin embargo oigo, y las palabras de Hilario se clavan en mi memoria: «Eres flojo, Manolo. Al que conspire, le arrancas el pescuezo; dos y dos son cuatro, socio. Aquí el orden, a fuerza de cojones. Invéntate múltiples caretas. Que nadie desenmascare quién se oculta en ti. Que no se mueva ni chiste un gallo».

BLANCA ESTELA.-  Mil veces se lo he oído decir.

JUVENCIO.-  Mi padre era un obstáculo y de antemano había calculado que contra esa fuerza incontrolable era demasiado batallar..., y una mañana lo encontraron en una cuneta con la boca llena de hormigas.

BLANCA ESTELA.-  Decídete.

JUVENCIO.-  Plata, plata.

BLANCA ESTELA.-  ¿Cuánto?

JUVENCIO.-  Plata en mano.

(BLANCA ESTELA saca un rollo de dinero del seno y se lo entrega a JUVENCIO.)


BLANCA ESTELA.-  No podemos perder un segundo.

(JUVENCIO se guarda el dinero y la abraza en lo alto de la escalera. Claroscuro con matices amarillos y azulados. Los tres personajes [JUAN, PEPE y ÑICO] penetran y ocupan el primer plano. Golpe del taco a la bola y el choque de una bola contra otra. Los tres personajes se desplazan por el escenario, creando una mesa de billar, jugando.)


JUAN.-  Blanca Estela... Qué barbaridad, compadre.

PEPE.-  Qué compadre ni comadre. Dale a la bola y olvida el tango.

(Se siente el golpe de la bola.)


JUAN.-  Y la ciudad está que arde. Un asalto a mano armada en el Tencen. Un desconocido mató al Dr. Menéndez. Cinco sacos de mariguana en un almacén de la calle Enramada.

ÑICO.-  Bola sucia.

JUAN.-  Se destapó en los muelles un cargamento de armas.

ÑICO.-  Bola mala.

PEPE.-   (Ríe.) Veremos ahora cómo se las arregla Hilario al pedirle un balance...

ÑICO.-  Bola blanca...

JUAN.-  Es probable que nosotros nos adelantemos.

PEPE.-  Si Juvencio aclara el negocio...

JUAN.-  Con la pasta contante y sonante, uno menos soplando.

(La escena siguiente da la sensación de que los tres personajes observan un acto sexual.)


BLANCA ESTELA.-   (Aferrándose a sus hombros.)  Haré tus deseos, mi dueño. Ya sé que a ti los escrúpulos... Igual que yo..., y yo también me vengaré.

ÑICO.-  Mira. Esa bolita. Redondita. La que me recetó el médico. Déjamela, no me la toques. Apártate. No me quites la inspiración. Ésta, al directo.

(BLANCA ESTELA y JUVENCIO se besan.)


PEPE.-  En el centro, en el centro. Pongan un cervecita.

JUAN.-  Vigilemos. Hilario segurito llega dentro de un momento.

PEPE.-   (En un grito.)  ¡Mátalo!

(BLANCA ESTELA y JUVENCIO quedan en lo oscuro mientras hacen mutis.)


BLANCA ESTELA.-  Júramelo.

JUVENCIO.-  ¿Que te lo jure?

PEPE.-  Por aquí.

ÑICO.-  Suave.

PEPE.-  Por acá.

ÑICO.-  Suave.

PEPE.-  Afinca, duro.

JUAN.-  No lo pienses.

PEPE.-  En el centro, en el centro.

JUAN.-  Un golpecito.

PEPE.-  Métela.

ÑICO.-  Suave.

PEPE.-  Rápido.

JUAN.-   (En un grito.) Carambola.

PEPE.-  Eres un paquete, mi cobio.

BLANCA ESTELA.-   (Gritando fuera del escenario.) Al fin podré respirar en paz.

(Telón rápido.)



Acto II

La decoración del acto primero. Al abrirse el telón, se advierten los cantos del Orilé y más cerca las noticias del radio. Entran a escena CACHITA y BERTA. Las dos portan pencas (abanicos) caseras.


CACHITA.-  Lo que yo quería. Ahí está.

BERTA.-   (Casi cantando.) ¿Qué cosa, abuela?

CACHITA.-   (Burlona, imitando a su nieta.) ¿Qué cosa, abuela?  (Dramatizando.)  ¡Ay, Virgen de la Ascensión, que niña más sanaca! A mí no se parece, ni a su madre.  
(Se abanica fuertemente. Pausa. BERTA muestra un aire melancólico, triste. Tono suave al público.)
  Ay, hija, la vida a una siempre le ofrece una oportunidad.

BERTA.-   (Abanicándose, tono anterior.)  No la capto.

CACHITA.-  Entenderme, tú. Mema, sin remedio.

BERTA.-  Estoy más hastiada. Me trata lo mismo que a una imbécil.

CACHITA.-  Razones tengo.

BERTA.-  ¡Ay, abuela, tú!

CACHITA.-  Ponte, bobita, ponte con ñoñerías. Ponte con arrumacos. Hazte la atarantada. Ay Dios mío, qué lucha, qué lucha.

BERTA.-  Abuela, usted se encalaberna.

CACHITA.-   (Violenta, abanicándose.)  Berta, búscame que me encuentras. Los límites son los límites. Me da una roña, que el salpullido me ataca. (La contempla con rabia. Pausa.)  Quién me iba a decir a mí, que tú serías capaz de ser tan aguantona.  
(Gesto de BERTA.)
  Déjame tranquila. Apártate de mi vista. Bórrate del mapa. Evapórate.  
(BERTA intenta un gesto, una palabra conciliatoria.)
  No me vengas con el cantico de «abuela, abuela», y las lagrimitas de cocodrilo.  (Pausa.)  ¿Tú no ves, alma de Dios, que aquí ha pasado un vendaval?  
(BERTA con gesto afirmativo.)
  Pues, entonces...

BERTA.-  ¿Lo de Juvencio y Blanca Estela?

CACHITA.-   (Molesta.) Sí, Berta, sí. (Al público.) Necesita mentar el santo.

BERTA.-  Usted se lo chismorreó a la gallega Asunción y ella se encargó de pregonarlo casa por casa, y la negrita de la esquina, La Fueguito, zancajeando se fue al Parque Martí y con el rebumbio de registros y detenciones que pululan, imagínese, abuela, es probable que la agarren presa, y ella tan campante, soplando, soplando...

CACHITA.-  Que se propague, que se propague. Pintiparado a mis deseos, requetestupendo. Que la gente tenga una prueba. Deja que llegue Pablo. Lo estoy esperando como ají guaguao.

BERTA.-  No me explico cómo puede alegrarse.

CACHITA.-  ¡Qué mentecata! Así que Pablo se da el lujo de despreciarte y tú lo dispensas.

BERTA.-  Abuela, cuando usted coge la pituita, peor que una chinche... Pui, pui, pui...  (Otro no.) Él no tiene la culpa.

CACHITA.-   (Gritando.) ¡Berta! ¡Malvada! No..., es el colmo. ¿Así que te atreves a echármelo en cara y lo justificas? ¡Malagradecida!

BERTA.-  Es un muchacho, abuela. Yo lo hubiera deseado distinto... Ay, tengo un barullo por dentro. ¡Qué voy a decir, abuela!... A ciencia cierta él aspira.

CACHITA.-  Aspira, ¿no? Aspira. Ya veremos qué pinta con sus aspiraciones.

BERTA.-  Las conveniencias. Después de todo, yo qué puedo ofrecerle. En lugar de darle, le quito.  
(Grito de CACHITA.)
  Competir, abuela.

CACHITA.-  Vaina. Vaina. ¡Qué tú lo digas! Qué atrocidad. Así que las aspiraciones. Así que las conveniencias.  (Imitándola.)  El pobre Pablo, el pobrecito Pablito, ñañañá, ñañañá.  (Otro tono.)  Mientras yo viva, no lo perdonaré. ¡Entiéndelo! No se lo perdonaré. Mala entraña. Maldita casta. Ojalá que se mueran todos.  (Hace mutis, gritando, llamando a los santos.) 

BERTA.-   (Detrás de ella.)   Abuela, abuela... (Mutis.) 

(Los cantos del Orilé se intensifican, acompañado por los cantos de los grillos invisibles y por el vuelo de algún cocuyo extraviado. Penetra a escena PEPE, fisgonea la escena y va y se recuesta al pasamanos de la escalera abanicándose con un sombrero de yarey. ÑICO se repantinga al final de la escalera, silba una canción. Ambos muestran impaciencia. ÑICO recoge un soldadito de plomo, lo examina, juega con él y lo guarda en un bolsillo del pantalón.)


JUAN.-   (Bailando, sofocado, cantando.)  La noche es pólvora encendida, papo.

ÑICO.-   (A PEPE.)  Mira la hora en que se aparece éste.

PEPE.-    (A ÑICO.) Confiemos en que trae el paquete.

JUAN.-  Caballeros, había que jamarse aquello.

PEPE.-  Cuenta, negro, cuenta.

ÑICO.-   (Frotándose las manos.)  Arriba, sin desperdicio.

(JUAN no responde y los mira asombrado.)


PEPE.-   (A JUAN.)  ¿Y qué...?
ÑICO.-  Escupe, negro, escupe.

JUAN.-  Que no, jiniguano, que me coso la lengua.

ÑICO.-  ¡Qué fulastre eres!

PEPE.-    (A JUAN.)  ¿Te amenazaron?  (A ÑICO.)   Esto se cuenta y no se cree.

ÑICO.-  Que tú nos compongas este numerito, Juan..., increíble, coño, increíble. ¿Que Hilario, o Juvencio, o el diablo...?

(ÑICO le enseña a PEPE una botella de ron «Palmita». JUAN se queda instantáneamente deslumbrado. PEPE toma la botella y se la enseña a JUAN. En la escena se crea un instante mágico. JUAN rechaza la botella. PEPE la destapa y bebe un trago. Cierra la botella y se la lanza a ÑICO, que la atrapa y lo imita. Gritos de CACHITA, mezclados a la voz del noticiero radial, fuera del escenario.)


PEPE.-   (Mirando a JUAN con desprecio.)  Por mí que se pudra.  (A ÑICO.) Este es el último trabajo en que me meto.

ÑICO.-  Uno arriesga el pellejo y luego este tipo, en la primera oportunidad, empieza a volverse misterioso. Mi lema se confirma: creer, ay Santo Tomás, ni en la madre de los tomates.

PEPE.-   (A JUAN.) Parece mentira que tú, sabiendo que somos legales...

ÑICO.-   (A PEPE.) ¡Déjalo! ¡Se hace de rogar! Si lo digo: hay que ser malo, mulato. El malo se abre camino y triunfa.  (Señalando hacia el público.)  Fíjate en Hilario.

PEPE.-   (Echándole el brazo por los hombros de JUAN -que permanece imperturbable-, tratando de conquistarlo.)  Anda, negrito lindo, esa onda no te cuadricula.  
(JUAN no reacciona. En otro tono.)
  Cabilla, la vida es corta y yo resuelvo.

JUAN.-   (Molesto. Apartándose de PEPE.)  Eh, tú... Qué sigilo es el tuyo. Vete a freír tusa. Conmigo ese guasabeo no camina.

(Risotada de PEPE, cayendo al suelo.)


ÑICO.-   (A PEPE, molesto.)  No le ruegues más.  (Intenta mutis.) 

PEPE.-   (A ÑICO.) ¿A dónde vas?

ÑICO.-  A cualquier lado.  (Señalando a JUAN.) Este negro se ha puesto cerrero. Conmigo que no cuente. No le des más coba. (Traza unas líneas en el suelo y comienza a jugar el juego infantil llamado «Arroz con pollo» o «La peregrina».)  

PEPE.-   (Mirando a JUAN con desprecio.)  Tendrá que arreglárselas solo.  (A ÑICO.)  Así es, mi tierra.

JUAN.-   (Dándose categoría.) El caso es que...  
(ÑICO y PEPE continúan jugando sin prestarle atención.)
  Ejem..., las cosas son como son y virarlas al revés casi una utopía...  (Mira a ÑICO y a PEPE. Con sonrisa indefinible.)  Yo lo aclaré al principio: contención, sociales. Nada de arrebatarse y a su tiempo se llega.  (Otro tono.) Y ya que estaba embarcado...


PEPE.-  ¡Qué negro más descarado!

ÑICO.-   (Con cautela, ojeando a su alrededor.)  Subuso.

JUAN.-  Ninguno quiso ir a la Estación de Policía. Era necesario. Era de apuro. Estábamos cansados de aguardar. Hilario no se manifestaba y tenía que concretar a qué hora... Y Menda tuvo que ir. Y Menda fue. Se dio una paseadita y ni por asomo un rastro de su cuñao Chicho Domínguez, el Sargento de Carpeta que le chapurrea de cuanta tropelía existe..., y se disparó para la piquera de la Catedral y allí lo encontró en el barcito de enfrente y se enteró de...,  (Ríe. Cantando.)  «mejor que me calle, que no diga nada...»

PEPE.-  ¿Oíste...?

ÑICO.-  ¡Que desembuche!

JUAN.-   (Pavoneándose.) El ascenso, lo mismito que el globo de Matías, se evaporó, porque el negocio se complica. Después de una decena de añitos, lo dicen, a mí no me lo crean, de sembrar el terror a diestra y siniestra, pillaron al Moro Guilarte, con una curda sangandonga, en una covacha, a las afueras de Holguín. Una tipa del vecindario lo chivateó. Que si la mujer reclamaba daños y vejaciones, y que le violó a su hijita de trece no cumplidos, que la amarraba a una silla y la torturaba y le ponía tizones en los pies... Bestialidades, hombre, que mi lengua se avergüenza... Un desalmado, qué gandinga. El tipo se enmarañaba no sólo por la zona de Palma Soriano y de Bayamo, si no por aquí, en un sin fin de desafueros, sobornos, atracos, robos y chantajes a comerciantes, asesinatos a mano armada..., y a resulta ser que el Moro era compinche del Viejo Hilario, y entre ellos había mucha tela que cortar y grandes cuentas que saldar..., el Viejo Hilario anunció que él sólo aceptaba que se lo trajeran vivo y mandó a llamar a los periodistas, calculando que al tener frente a frente al Moro Guilarte, éste se iba a achicar, y él mataba dos pájaros de un solo tiro, se condenaba al Moro y él lograba el ascenso... Hilario pensó en su amigo el alcalde, en su amigo el representante, en su amigo el senador, en su amigo el Presidente de la Audiencia, y en su amigo de uña y carne, el Presidente. Un engranaje facilito asegún su magín. Pero él desconocía que su vida pendía de un hilito. (Otro tono.) Apareció el Moro Guilarte y, delante de todos en la Estación, empezó a soltar culebras por la boca. Lo que durante años Hilario embarajó, saltó a los ojos y oídos de los presentes. Que si la muerte de Pérez Consuegra, y la del Juez Cerviño, lo de los estudiantes en la calle Padre Pico, y los de la Socapa, los de San Vicente..., y el incendio de los muelles y los seguros que cobraba, el mundo colorao...

ÑICO.-  Tremenda pelotera.

PEPE.-   (A ÑICO.) No lo pasmes, viejo.

JUAN.-    (Dueño de la situación.) Y sobre todo la muerte del Capitán Manolo Estrada, el padre de Juvencio...

PEPE.-  Se armó la gorda.

JUAN.-  Confesó... Su parte y la del susodicho. Con pelos y señales. La manera en que se planeó, la manera en que se creó la emboscada, y cómo explicaron a la prensa que..., unos maleantes, que hicieron el simulacro de que cacheaban entre la gente más pobre, entre los desheredados de casas de latón y guano y, más allá, en los basureros, y afuera, en pleno campo... ¿No me lo creen? Las actas y los periódicos y la radio lo ratifican...; y del modo que él, el Moro, se guardaba las espaldas y le dieron de recompensa un viaje a Colombia. Y, la materia gris, Hilario, ascendía. ¡Buen trabajo!... Clarito, clarito y sin pestañar, lo cercaba y atortojaba, ahí, el Moro, cargado de arañazos, sin camisa, plantao, en medio del salón... Dicen, yo no lo vi. Un toro viejo, un caballo o un gallo de pelea. De los templaos. De los duros, puro jiquí. Y uno que lo vio por el pasillo a través de las rejillas y de los desensambles de la ventana dijo que era una sombra que ocupaba todo el espacio de la Estación, y los policías estaban pasmados. Como si estuvieran encerrados en el cuarto del miedo.

PEPE.-   (Interrumpiendo.) Recuerdo que cuando yo era un bejigo veía a los negros de Trocha que hacían fiesta de tambor, y yo no me podía escapar de casa, prohibido a los mulatos mezclarse, y eran los santos repicando en la noche cerrada, repica, santo, repica, y mi madre, muerta de miedo, rezaba, rezaba, y yo bailaba, y bailaba, tam tam tam, y luego ella, fuera de sí, se meneaba, tam tam tam, y bailaba ella también, y llamábamos a las palabras extrañas que no podíamos decir, e invocábamos a los dioses, sin saberlo, tam tam tam, y uno surgía, uno, vestido de rojo, el rojo y el negro levitando, y yo me apendejaba, en el cuarto entre sombras...

JUAN.-  ¡Santísimo!

ÑICO.-  ¡Aché pa'ti, mulato!

PEPE.-   (Entre sueños.) El diablo.

ÑICO.-   (Sorprendido.) ¿El diablo?

JUAN.-  ¿Quién es el diablo? ¿Hilario o el otro?

PEPE.-  Los dos.  (Pausa con risotadas.) 

JUAN.-  Y volviendo al tema... Los dos hombres cara a cara semejaban de piedra. En la sala cundía el silencio. Ni una mosca se oía, compadre. Nadie se movía, paralizados. El Moro Guilarte dio un paso hacia adelante, y mirándolo fijamente le advirtió: «¿Qué más quieres, Hilario García?» A Hilario se le contrajo la mandíbula, o los reunidos discurrieron que era inevitable que sucediera. ¿Odio? ¿Desprecio? ¿Indiferencia?... Un encuentro de titanes. O del hombre y su sombra. ¿Quién era el hombre? ¿Quién, la sombra? Ambas se confundían. «¿Continúo sacando los trapos sucios, colega?», alertó al Moro. «¿Quién me pagaba a mí y a mi gente?... ¿Y los atentados? ¿De dónde venían las armas?... ¡Júzgame! ¡Que ya saltarás como perico desplumado? ¡Tú y muchos embuchaos y tapiñaos!».

ÑICO.-  ¿Y la reacción de Hilario?

PEPE.-  Sí, la reacción... Podía defenderse... Era lo oportuno.  (Pausa.) 

JUAN.-  Los mortales a ratos prefieren la mudez. Es un signo raro, y en materia, significa a la larga y a la corta su mortaja.  (Pausa.)  Se llevaron al Moro al vivac esposado entre la turba que chiflaba y lo vituperaba. Y..., entonces, es natural, se formó un jelengue infernal. Todos se le tiraron encima a Hilario. Le cantaron las cuarenta. Que si la desmoralización imperante, que si la vigilancia, que si las pandillas, que si los ladrones, que si la zona de tolerancia, que si el contrabando, que si el juego, que si las drogas...

ÑICO.-   (Interrumpiendo.) Se la han clavado en el carcañal.

PEPE.-   (Rápido.)  El que hace la paga.

ÑICO.-   (Rápido.)  Eso no falla.

PEPE.-   (Rápido.) Bastante hemos aguantado.

JUAN.-  Al grano, monina, ¡lo liquidamos!

PEPE.-  Razones abundan.

ÑICO.-  Y con la paga de Juvencio, la conciencia tranquila.

(Los tres personajes hacen mutis. Cantos del Orilé intensos. Entra PABLO. Vuelve la vista hacia atrás a los tres personajes. Se detiene en el centro del escenario. Preocupado. Va hacia el fondo lateral. Golpea suavemente la puerta de la casa de CACHITA, luego más fuerte y la llama. Silencio. Repite la llamada violentamente. Abandona su propósito. Sube las escaleras, a mitad del trayecto desciende, echa un vistazo a su alrededor y se va por el otro lateral. Sale BERTA. CACHITA la llama. BERTA regresa al interior. PABLO regresa a la escena, se arrellana en el quicio de la escalera y se recuesta al pasamanos fatigado y queda adormilado. Pausa. Penetra CACHITA, detrás BERTA. CACHITA finge que no ha visto a PABLO y BERTA no cesa de observarlo, a pesar de las acusaciones de su abuela. Las dos se han endomingado.)


CACHITA.-  Arréglame las mangas. Vamos, niña. Los pliegues de la falda. De atrás, Berta. No estoy ciega. Tú lo has palpado, la plebe es la plebe. Enseguida se sueltan de la lengua, que si Cachita no se arregla, o descuida el vestido de repiqueteo gordo, que si no se peina, que si las uñas, que si los callos, que si el hígado, que si el páncreas, que si el reuma y la artritis, que si el mal humor... Cierra los broches, muchacha. Al bagazo, poco caso. Recuerda. Métetelo en la coronilla. ¡Pazjuata!  (Otro tono.) Las uvas están verdes, y los mamoncillos y los mangos, ángel mío. La historia de la zorra la aprenderás, si no es por la buenas, a sangre y fuego... Berta, te recalco que me revises el túnico. Berta. Calienta, monga. Berta...

BERTA.-  Abuela, qué pejiguera...

CACHITA.-  Por tu bien, mi hija...

BERTA.-  Pero usted no cesaba de recomendarme, que haz esto, que actúa de este modo, que sigue en tu propósito, que una mujer cuando se empecina, que los negros, que los mulatos, que si el adelantar la raza, que mascual, que... Un rollo. Y yo a todas estas, confundida, con tanta jerigonza y tanto dale que no te doy, «mírate con ese palmito, un regalo de Dios que no se desperdicia, mírate en el espejo y que tu madre se aguante, y tú resuelve, que éste es pescado en mano, que es tu oportunidad, que tu lugar, aquí, y no allá...  
(CACHITA hace gesto violento.)
  Es la verdad, abuela.

CACHITA.-   (En un murmullo, violenta.) ¡Roñosa, malagradecida!... Me dan deseos de arrancarte los moños.  (Otro tono.) Una cosa era antes y otra después. (Imitando la voz ronca de PABLO.)  Todo cambia.

BERTA.-  ¡Sí, abuela, sí! ¡Ay, que recondenación!

CACHITA.-  Sí, la que lo digo soy yo... ¡Qué recondenación!... ¿Terminaste?... ¡Ahora, para casa de Violeta! ¿Y la sombrilla?... Ah, Virgen de las Angustias, para qué la sombrilla, a estas horas. Estoy tan apapuchada que me pregunto dónde tengo la cabeza... Ven, corre.

(PABLO se despierta y cree que sueña.)


BERTA.-   (En tono casi de súplica.)  Pablo...

CACHITA.-   (En un grito desesperado sin mirar hacia atrás, cojeando.) Berta.

PABLO.-   (A BERTA.) Pero, ¿ustedes aquí?... Estuve tocando, un minuto, no más, en la puerta y llamando a Cachita, y nadie respondió y deduje que habían salido. Fui a la casa de Violeta y era tanto el gentío que regresé y supuse que estaban en el cine, porque descubrí que echan una película de Pedro Infante y la abuela se arrebata por él... En realidad, deseaba refrescarme, alternar el ambiente. Dar un paseo en el Oldsmobile. Irnos a cualquier sitio. Pensé que sería bueno coger carretera hasta la playa, o al Morro, a contemplar la noche y la caída de las estrellas, es un espectáculo digno de verse, no sé, oír el ruido del mar, compartir juntos..., ustedes en definitiva hacen que me olvide de los salpafueras, de las perrerías, que si yo digo, que si tú dices, y de los errores que sin pretenderlo se van acumulando y son a veces montañas, ¡uf!, intransitables... ¡Y fácilmente uno se vuelve tarumba!..., y al mediodía la vi tan excitada, que pensé..., a lo mejor se despeja...

BERTA.-   (A PABLO.)  ¿Tú crees? ¿Es en serio?

CACHITA.-   (Teatral, fingiendo su ceguera y que no puede caminar.)  Ay, Pablito, tú, ahí. Pobrecito. Mi querubín adorado, mi corderito perdido. Estaríamos hacia el fondo, por el patio o el trapatio. Estoy hecha una calamidad, apenas oigo, medio cegata y con unos dolores de reuma de la cintura hacia abajo que no me sostengo en los pies... Una calamidad, una soberana calamidad.  (Otro tono. Ladina.)  Y tú, ¿en el duro?

PABLO.-   (Rápido.) Jodido. Ah, excúseme, vieja. En lugar de arreglarse la situación...

CACHITA.-  Sí, ya sé. Se empeora.

PABLO.-  Sospecho que será por corto plazo. Existe una gran confusión, creo yo. En la Estación de Policía el entrisale y la algarabía dominaban. Atraparon a un tipo que perseguían desde hacía meses. Un pandillero, Cachita. Allá por Holguín, cerca de Bayamo. Esta madrugada. Me contó el chofer de papá... Lo trajeron en una avioneta especial y lo metieron en el vivac... Un facineroso. Una ralea humana, de esas que ponen en peligro de vida de todos los ciudadanos. Y papá insiste en que se haga justicia.

CACHITA.-  ¿Justicia? ¿Tu padre?

BERTA.-  Abuela, ¿vamos o no vamos? Violeta nos espera.

PABLO.-  Si quieren, yo las acompaño. La fiesta se quedó en el pico del aura con el embrollo de la Poli.

CACHITA.-   (A BERTA.)  Que Violeta espere. (A PABLO.) Y tu fiesta, ¡adiós, Lola!... Y no es necesario que nos acompañes. No hagas ese esfuerzo, Pablito.

BERTA.-  Abuela, que nos retrasamos.

CACHITA.-  ¿Y ese apurillo, chiquilla?

BERTA.-  Le recuerdo que Violeta cerrará la sesión a las doce.

CACHITA.-   (Violenta.)  ¿No me ves que estoy hablando con Pablo? ¡Insoportable! ¡Qué desgracia me ha caído a mí, San Lázaro!

BERTA.-   (Con sorna.)  Usted es tan puntual.

CACHITA.-  La puntualidad será en su momento.

BERTA.-  ¡Qué quisquilla, allá usted! (Se dirige a la escalera y apoya un pie en el primer escalón.) 

CACHITA.-   (A PABLO.) ¿Así que tu padre reclama justicia? Vaya novedad...

PABLO.-  Cuando a él se le mete entre ceja y ceja una idea no da su brazo a torcer.

CACHITA.-   (Fingiendo que se interesa.)  ¡Anja!... ¿Y qué más...?  
(PABLO se sorprende de su soterrada violencia. Otro tono.)
  Inocente serafín caído del cielo, ¿oíste la radio?  
(PABLO no le da crédito a las palabras de CACHITA, a su tono, a su mímica.)
  Así que tú ignoras de la misa la media... Sería formidable que lo hicieras. Recibirás un buen batacazo en la mollera, y dejarás las ñoñerías, y esa comedura de gofio y esas maromas gratuitas de ustedes los blancos. De primera y pata verás la realidad. Asunto de tomo y lomo a tu edad...

PABLO.-  Pero, ¿por qué ese tono? ¿Por qué...? No la comprendo.

CACHITA.-  Tendrás que comprender, Pablito. Quieras o no.

PABLO.-  Yo a usted, que sepa, no le he dicho ni hecho algo de que tenga que avergonzarme o sentirme culpable. A usted la considero una de las personas más cercanas... Digo. Eso pienso.

CACHITA.-  Valiente descarao.

PABLO.-  Berta, ¿te he faltado el respeto?

BERTA.-   (Huyendo de su mirada.)  ¿A mí? ¿Tú a mí? ¡Oh, no!... (Otro tono.)  Ay no me mires así.  (Otro tono.)  Ella, que se agita el santo día en un perpetuo reperpero. ¡Estoy tan aburrida!  (Otro tono.)  Es ella, ella, la que te ha montado ese zarambeque.

CACHITA.-   (Golpeándose el pecho.)  Sí, soy yo, soy yo, soy yo. Nadie más que yo, que lo digo, y lo repito y lo seguiré repitiendo. Estoy cansada de tanta hipocresía, de tanto lamer el culo a una gente que no se merecen que yo, Concepción Gonzaga y Sandoval, viuda del Teniente de Tropa de Estevanez, Don Arturo Menéndez y Urquiza, en la guerra del 12, la de los negros, de la que ninguno habla, tenga la consideración de mirarles la cara. Soy negra y a mucha honra. Negra, pobre y honrada. ¿No te gusta? Te aguantas... Hoy lo he decidido. Pues si nadie se atreve a decirte la verdad...

PABLO.-  ¿Cuál, qué, por qué motivo?

BERTA.-  ¡A ella le encanta! ¡Si no vomita, revienta!

PABLO.-  Puedo llevarla a donde quiera y conversamos.

CACHITA.-  ¿Llevarme, a dónde?... ¿Qué, sordo el nene?  (Otro tono.) No, Pablo, no... No me lleves a ningún lado. Con mis pies me valgo y me sobra. (Otro tono.)  Escucha la radio. Ponte al corriente. Anda..., ¿o el miedo...? ¡El miedo!  (Otro tono.)  Ya las cosas por su libre curso están a punto de llegar a su nivel. Todo se ha invertido. Sí, una voltereta. Por una varita mágica..., ¡pum! Delante de ti cae la cortina de humo en que tu padre te ha envuelto. Ya no podrás rodar ese carrito descapotable, por el que las blanquitas pierden el tino..., ¡vitrina, pura vitrina!..., ni tendrás esa escolta de amigos y de policías, milientos esclavos..., que te hacen sentir que eres mejor que los demás, a la humanidad de rodillas, que si te empeñas en ir de vacaciones a Varadero o Miami, en una avioneta que papá dispone, en un abrir y cerrar los ojos, en el paraíso... ¡El niño de papá, el consentido!... El niño que sufre, el que repitió dos veces el quinto año del Bachillerato porque los profes se oponen a los manejos de papá..., y tuvo que ir a un psiquiatra..., igualito que su madrastra que sale de uno para entrar en otro... ¡Si yo, o mi hija, o mi nieta lo hiciéramos, dirían que éramos putas!... ¡A ella, no! ¡A ella, un psiquiatra!... ¡Claro, cuestión de pellejo!...
PABLO.-   (Violento.) Esto se pasa de la raya.

CACHITA.-   (Zafia.) ¿Qué? ¿Vas a matarme?... (Riéndose.)  ¡Idéntico a su padre! ¡Idéntico!  (Otro tono.)  ¡Atrévete!

PABLO.-  ¡No le permitiré que...!

CACHITA.-  ¡Ni yo tampoco!... ¡Desvergonzado! ¡Miserable!... Vegetas en una cárcel de oro y esa cárcel se pudre, Pablo. ¡Y haré lo indecible con tal de que no nos ensucies! ¡Con esa cara de yo no fui! Quien no te conozca que te compre. Tú sabías qué querías..., (Señalando a BERTA.)  que esta indefensa paloma cayera en tus garras. Loco por meterle el diente. ¡Abusador!... Pero aquí estoy yo, un muro, impidiendo que te sobrepases, que te aproveches... ¡Infame! ¡Malvado!..., y tu madrastra y tu padre..., que no puedo más... ¡Ayyyy!... ¿Por qué habré nacido en esta tierra?

BERTA.-  ¡Abuela, aguántese!

CACHITA.-   (En el paroxismo.)  ¡Déjenme! ¡Que me voy a volver loca! Berta, aprisa. A casa de Violeta. Me precisa un buen despojo. ¡Violeta, ayúdame! ¡Que los malos espíritus se aparten! ¡Misericordia! ¡Paz y buena voluntad! (A PABLO, furiosa.) Todo lo que manosea tu padre..., sal y agua. Tu padre trae la desgracia. Tu padre es la salación. Tu padre es un asesino y se destarrará.

(Hace mutis rápido, detrás BERTA.)


PABLO.-    (Con odio.)  ¡Negra de mierda!

(CACHITA, de pronto, irrumpe en el escenario con BERTA a rastras.)


CACHITA.-   (Violenta, a PABLO, señalándolo.)  ¡Eso! ¡Negra de mierda!

(Mutis rápido de las dos.)


(En ese instante surge BLANCA ESTELA en lo alto de la escalera. Más atractiva que nunca, diferente a su primera aparición. A lo lejos se perciben los cantos del Orilé.)


BLANCA ESTELA.-  ¿A qué viene esa gritería?

PABLO.-  ¡Esa vieja!

BLANCA ESTELA.-    (Amonestándolo, suave.) Te lo hemos advertido infinidad de veces. No le des confiancita. Al fin y al cabo disgustos traerá. Si le das una mano, te cogen el brazo, y se creen que tienen a Dios cogido por las barbas. A las gentes cada una en su categoría. ¡Te mezclas, hijo! Es inconcebible que a tu edad... Cuando tu padre lo sepa pondrá el grito en el cielo. ¡Y con razón!  (Otro tono.) Mucho tacto, Pablo. «Buenos días, Cachita. Una tarde espléndida. Ha enfriado. Qué calor. Parece que va a llover». Lo imprescindible. Ella es capaz de las peores barbaridades, y con su idea fija..., su nieta... Se ve a la legua y se huele... ¡Dios me libre de reprocharte! Sólo, te sugiero.

PABLO.-  Me dan ganas de largarme, de que no me vean más el pelo. Constantemente me equivoco. Constantemente meto la pata.

BLANCA ESTELA.-  No lo tomes a lo trágico. La comida se enfrió. Me pasé la prima noche aguardándote, y como imaginé que tu padre y la fiesta no pegaban con cola, me metí en la cama y me quedé embelesada. (Pausa.)  Era y no era un sueño. Las imágenes corrían presurosas, entrecortadas, a hachazos. Tu padre venía de un viaje, largo, muy largo. De conquistar un país, y no recuerdo su nombre. Exhibía el torso desnudo cubierto de cicatrices espantosas, y yo las sobajeaba y me ardían los dedos. «Hilario, de dónde vienes». Y él no me respondía. Como ausente. Creo que traía la cara vendada y las vendas húmedas de sangre. «¿Estás ciego?», y oía un ruido de mástiles y velas que se desploman y alguien gritaba «Agamenón, Agamenón», y se expandían gigantescas fogatas, y un revoltijo..., de gentes que rodeaban la casa y entraban con vasos enormes de cristales transparentes, y regaban arena, y andábamos en el desierto y soplaba un viento de tormenta, y llegaba un tipo enmascarado con una cruz en la frente, y tres tipos, y yo gritaba, «Hilario, Hilario, ten cuidado...» ¡Es terrible!... Al despertarme, sudaba a mares, sobresaltada...

PABLO.-   (Cansado se acuclilla en un escalón.)  ¡Tú y tus sueños, Blanca Estela!  (Pausa.)  

BLANCA ESTELA.-   (Tono normal.) ¿Lo viste?

(Gesto negativo de PABLO.)
  
¡Lo que nos espera! Por la radio dicen atrocidades, que si patatín, que si patatán...

(Gesto de PABLO.)
  
¡Es insoportable esta existencia! ¡Desearía que deje ese cargo, e irnos a las santas quimbambas! A descansar, a respirar tranquilos. (Pausa.)  A ratos me devano los sesos, de dónde saca tanta energía... Se vive en una vorágine, en una agonía, y todo el mundo con los ojos encima.  (Pausa. Otro tono.) Yo lo llamé por teléfono y sonaba ocupado. Él se ha encasquillado en esa historia del Moro Guilarte y yo calculo que es un error..., pero, hijo, el hombre se aferra y Dios dispone.

PABLO.-  A pesar de que aseguré en la Estación que me quería ver, que me diste el recado, que era urgente, aquello lucía tan enyerbado que era como pedir la luna. Ya nos contará esta noche.

BLANCA ESTELA.-   (Irritada.)  ¡Se lo dije! ¡No te metas en las patas de los caballos! ¡Tú, tranquilo!... ¡Y él dale que dale con el barrenillo y yo de calcomanía en la pared!

PABLO.-   (Fatigado.)  ¿Qué se puede hacer?  (Pausa.) ¡Nadie escarmienta con cabeza ajena!  (Pausa.) 

BLANCA ESTELA.-   (Persuasiva.)  Perdóname, por lo de esta tarde, Pablito.  
(PABLO se encoje de hombros.)
  Quizás no he conseguido ser por supuesto una madre para ti. Quizás tú me guardes rencor... Me lo merezco. No me lamento. He obrado mal. He sido injusta. Te he hecho mucho daño, ¿de veras?

PABLO.-  Eso importa poco ahora.

BLANCA ESTELA.-  ¿Qué importa entonces según tú?

PABLO.-  Ver cómo el viejo rebasa este berenjenal.

BLANCA ESTELA.-   (Abanicándose.) ¡Ah, el destino, el destino!  
(Pausa larga. PABLO sube las escaleras.)
  Juvencio estuvo esta tarde aquí. Vino con un lío inverosímil... Yo ni una pizca le creí. (Pausa larga.)  ¿Tú entiendes por qué Hilario lo trajo aquí?

PABLO.-   (Subiendo las escaleras. En el tono de BLANCA ESTELA.)  ¡Ah, el destino, el destino!  (Mutis, mientras silba una canción de la época.) 

(BLANCA ESTELA ve que PABLO hace mutis, da unos pasos hacia el lugar que se supone que sea la casa de Violeta. Se adentra en lo oscuro. Regresa a escena y se precipita hacia las escaleras. La escena se oscurece sutilmente.)


BLANCA ESTELA.-  ¡Uf, que horror! ¡Una boca de lobo!

(Aparecen los tres personajes: JUAN, PEPE y ÑICO, jugando a la viola. Cambios de claroscuro en el escenario.)


JUAN.-   (Jalado.) Noche, sombras malditas, encrucijadas, caracoles maltrechos, olor de campánulas muertas y mariposas aleteando en la humedad, cocuyos de fuego que anuncian la muerte... Noche de cuchillos atravesados. Borbotea la sangre y es un charco. Oh, noche, plenitud de los güiros... y de los cantos. Orilé, que Orilé... Y detrás viene un gruñido..., y el aire sopla, resopla, aúlla, au au au... (Ríe.) Son los espíritus..., una conjura, au au au...

ÑICO.-   (Agresivo.) ¡Cállate!

PEPE.-   (Riéndose y jugando.)  El hombre se inspira.

ÑICO.-   (A JUAN, que emite sonidos ininteligibles.)  ¡Oye, oye! ¡Cálmate, tolete!... ¿Juvencio perdió la chaveta? La juma que lleva es de campeonato. Zigzagueando va..., jo, jo...

JUAN.-   (Entre hipos.)  No te preocupes por Juvencio, que él no es ningún zonzo. Toma, rectifica la plata.

ÑICO.-  Entremos en calor.

JUAN.-  Dame un trago.

PEPE.-  Así me gustan los negocios.

ÑICO.-   (A JUAN.) Sujétate, que te descachimbas.

JUAN.-    (A ÑICO.) Ahí, con ñapa y todo.

ÑICO.-   (Se ríe.)  No te fermentes, asere. Qué temple el de Juvencio. Me agarró aparte y me soltó... (Imitando a JUVENCIO.)  Dile a Blanca Estela que si te he visto no me acuerdo.  (Largas carcajadas.) ¡Se la puso en China! ¡Es un calco de Fantomas, y lo demás paparruchada!  (Gritando.) ¡Llévatelo viento de agua!

JUAN.-   (Apenas se mantiene en pie.) Déjense de alborotar, que hay que trabajar fino... Juvencio dice que a las doce, de once y media a doce, es la hora perfecta. Levantemos el campamento y al acecho. Puros gatos.

ÑICO.-   (A PEPE, refiriéndose a JUAN.)  Está en su punto. Agua para chocolate. Pues, sí, cúmbila...  (Enseriándose, contando el dinero.)  Este paquete no lo salta un chivo. Si algo falla...

PEPE.-   (Teatralizando.)  Silencio. Siuuuuu...

ÑICO.-   (A PEPE.) Ah, con la música a otra parte.  (Cuenta el dinero. Hiperbolizando su avaricia.)  Son nuevecitos. Acabados de salir de la imprenta. El premio gordo.

JUAN.-  ¡Que degenerado es el Hilario! Ay, Hilario García, tus horas están contadas. Siempre apretujando, humillando a los muertos de hambre... Na más pasó por la casa de Violeta y la sesión espiritista terminó lo mismo que la fiesta del Guatao. «¡Inadmisible a estas horas! ¿Pidieron licencia?»  
(Risa nerviosa de ÑICO y PEPE.)
  ¿De qué se ríen? Ninguna gracia le veo.  (Otro tono.)  Nadie lo salvará.

PEPE.-  Que se encomiende a los santos.

JUAN.-  Ése no respeta ni a los vivos ni a los muertos.

PEPE.-  Con mano dura...

ÑICO.-  Sin pensarlo mucho.

PEPE.-  ¡Alto ahí, muchachos! Ahí viene.

JUAN.-  Que no nos vea.

PEPE.-  Un paso atrás.

ÑICO.-  Rápido.

(Los tres personajes hacen pantomimas y muecas exageradas en tono de burla, enlazados, dibujando un solo cuerpo de múltiples manos, brazos y cabezas, semejante a una hidra infernal.)


JUAN.-  Ñeque.


PEPE.-  Ñeque.

ÑICO.-  Ñeque.


LOS TRES.-  Ñeque.

(Cae el telón.)






Acto III

La decoración del acto primero. Penetra a escena HILARIO GARCÍA, El Mulato. Es un hombre aparentemente joven aunque un tanto marchito. De gestos desafiantes, autoritarios. Intermitentes cantos lejanos de grillos y algunos cocuyos.

HILARIO.-   (Gritando.)  No hay nadie en esta casa.

(En lo alto de la escalera, BLANCA ESTELA. Viste un hermoso traje de noche rojo que contrasta con la blancura de su piel. Sensualidad y violencia. Él la observa fascinado.)


BLANCA ESTELA.-   (Con humor o sarcasmo indefinible.) ¿Ése es el saludo cuando llegas? (Imitándolo, mientras desciende la escalera.)  No hay nadie en esta casa.  (Otro tono.) Debías mostrarte más variado de entrada..., más, ¿cómo diré?..., como en una opereta de Gonzalo Roig o Lecuona. (Otro tono.)  Lo sucedido supongo que espantoso. Te lo advertí, ¿recuerdas? No te empeñes en el asunto del Moro Guilarte, te dije.  
(Se acerca y lo besa en la mejilla como parte de una aburrida ceremonia. Una vez que ella lo ha besado, él la agarra fuertemente por los brazos, la atrae contra su cuerpo y le estampa un beso. Otro tono.)
  Bruto. La pintura de labios. Por favor, suéltame.  
(Él obedece. Le enseña las marcas en los brazos)
  ¡Convéncete! ¡Es horrible! Tendré que ponerme crema, porque estos moretones perduran..., y me duelen un montón... ¡A tu edad, coño! ¡Qué bárbaro! Y luego le dicen a una que la delicadeza con los años se adquiere...  (Otro tono, acariciándose los brazos.)  ¿Cómo te fue?

(HILARIO la observa, agacha la cabeza y se reclina sobre el pasamanos de la escalera.)


HILARIO.-   (Lento, reflexionando, más o menos avergonzado.) Ni preguntes...  (Pausa breve.) Ahí. Tirando.

BLANCA ESTELA.-   (Sarcástica.)  ¡La gran noticia!

HILARIO.-   (Saca una pitillera del bolsillo del pantalón, la abre, toma un cigarrillo, guarda la pitillera, saca una fosforera del bolsillo de la chaqueta del uniforme y enciende el cigarrillo. Larga bocanada.) Para serte sincero, todavía no comprendo qué es lo que ha ocurrido.

BLANCA ESTELA.-   (Tono anterior.) Eres increíble.

HILARIO.-  ¡Me duele, coño!... ¡Cerciórate!... ¡Tenso, tenso!..., es una jorobeta todo el cuerpo, como si hubiera recibido una violenta pateadura. Los músculos de la espalda, el cuello..., mira, las manos me tiemblan, y en la cintura, por los riñones..., y las piernas, los muslos, mira, de piedra, y los pies un desastre.

BLANCA ESTELA.-   (Dándole un pequeño masaje en el cuello.) Nunca me haces caso.

HILARIO.-   (Suspirando.) En fin, tomémoslo como se debe, a un gustazo un trancazo. O el amorfo sentimiento de acabar.  (Pausa breve.) Yo no iba a permitir que el Moro Guilarte siguiera haciendo de las suyas.

BLANCA ESTELA.-  Perdóname, Hilario. No quiero ser mala, pero debo recordarte que el Moro Guilarte es quien es porque tú se lo permitiste. Tú lo ayudaste. Tú sacaste las castañas del fuego, no una vez, sino una infinidad. Tú sabías qué clase de hombre era. Un asesino. Un matarife de la peor ralea. Y lo consentiste.

HILARIO.-   (Interrumpiéndola. Con un temor que no se manifiesta totalmente.)  ¿Está Pablo ahí?

BLANCA ESTELA.-  Duerme. Se quedó dormido mientras comía, lo tuve que acompañar a su cuarto. Aún así me recomendó que cuando llegaras lo despertara.

HILARIO.-   (Ocultando sus sentimientos, brusco.)  Déjalo que duerma. Es mejor que no sepa. Beto, el chofer, me garantizó que andaba con el rabo entre las piernas, asustado, tratando de escabullirse, de entrometerse, averiguando como el zuzún pintado, queriendo estar al tanto de qué era, de por qué el revuelo. Le he prohibido que vaya a la Estación, y no escarmienta. Allí mariposea y estorba. Que se aplique a los libros...

BLANCA ESTELA.-   (Interrumpiendo.) Fui yo la que le propuse que fuera a verte. Desde temprano era un moscón dándome vueltas y vueltas. «¿Qué le sucede a papá?» Yo intenté explicarle por arribita. No podía, rodeada por Agustina y la muchacha que limpia. Extrañaba que tú no lo esperaras para desayunar juntos. Que si el ascenso de papá, que se debe celebrar, que invitaré a los amigos más íntimos, que si no es hoy será mañana, o mejor el domingo, ¿que tú crees, Blanca Estela?, que se lo había dicho a Cachita, que un compromiso, y yo ni esta boca es mía. Salió para el Instituto a una prueba o a buscar un cuaderno. Regresó y continuaba con la misma matraquilla. Para que me dejara tranquila le aseguré que lo llamaste y salió como una exhalación. (Otro tono.)  Exclúyelo, y será peor...

HILARIO.-   (Cortante, molesto.)  Te repito que lo dejes dormir. No lo apabulles. Ahorrémosle ese mal trago. Ya tendrá tiempo para enfrentarse a la vida. (Pausa.)  Es el vivo retrato de su madre. La pobre. Antes de morir no hacía más que atosigarme: «¿A quién se parece mi hijo?». «A ti, mujer». Sólo tenía unos días y gritaba hasta esmorecerse. Recuerdo que la casa quedó sola y me sentía en ascuas... Con tal de desahogar, corría al timbiriche de Pancho, que por aquel entonces era minúsculo, pregúntale a él..., él conoce del pe al pa esa historia, y bebía y me cuestionaba: «¿Qué haré con mi hijo?», y yo, y yo...

BLANCA ESTELA.-  Por favor, no sigas.

HILARIO.-   (Con una sonrisa enigmática.)  Da pena recordar a los muertos, y ellos, los muertos acompañan...

BLANCA ESTELA.-   (Interrumpiendo.) ¡Ay, qué tétrico! Los muertos, en su sitio.  (Otro tono, próxima al énfasis.)  Es mejor que lo sepa ahora. No es un niño. Es un hombre hecho y derecho. Lo proteges de tal modo que lo matas..., o lo convertirás en un inútil.

HILARIO.-   (Violento.) Basta.

BLANCA ESTELA.-  Algún día...

HILARIO.-   (Rápido.)  Que me recrimine cuando quiera. (Otro tono.)  Prefiero hablar contigo a solas.

BLANCA ESTELA.-   (Rápida.)  ¡No cambias!... Luego, después, más tarde, mañana, en la próxima semana, cuando ya a ti no te concierne.  (Otro tono.)  Este atasco, en caliente. Si lo dejas en el aire se vuelve materia inflamable.

HILARIO.-   (Rápido.)  ¡No me inquiquines, coño!

BLANCA ESTELA.-   (Rápida.) Palabra santa.  (Pausa larga.) 

HILARIO.-   (Se sienta en un escalera, y se hace casi un ovillo, con los codos apoyados en las rodillas y el rostro entre las manos. Suave, en un murmullo.) Uno no sabe, Blanca Estela.
BLANCA ESTELA.-   (Violenta, feroz.)  No sabes... ¡Sí sabes, carajo! Tú, mejor que nadie, te filtras entre los hilos que se mueven. Tú, mejor que nadie, detentas los datos, los detalles mínimos..., las argucias, los cabos sueltos, los enmarañados vericuetos..., y es más, lo que cavilan los de más arriba, los intocables. Te leí la cartilla, y sabías que era un juego peligroso, que estaba en juego tu pellejo, que podías en un tris saltar. Y cuál fue tu respuesta, una carcajada, y el escupitajo de «bruja». ¿Dices que no sabes? ¿A quién engañas, a mí, o a ti mismo?

HILARIO.-   (Desesperado.)  Te juro que no sé...

BLANCA ESTELA.-   (Dura.) Ah, pobre infeliz descuarejingado por el destino. Bendito condenado, no sabes... ¡Pues yo sé! Ellos, la camarilla que gobierna, te toleraba. Tú les eras necesario. Gente, como tú, son pocas. Agradables, simpáticas, que pueden llevar una conversación, y que poseen un arsenal de trucos y pillerías. Aceptaban tus bromas, tus chistes..., y que les hagas llevadera esa existencia en la que se vacila entre el aburrimiento y la ferocidad, en la que las cosas están disponibles, es decir, al alcance de la mano, y a la vez son intocables por peligrosas. ¡Sí, Hilario, sí! ¡Compréndeme! Lo juzgarás estúpido, pero es así.

(HILARIO la contempla fascinado.)
  
No hay peor aburrimiento que el saber que no se tiene que hacer ningún esfuerzo por conseguir algo y, por otra parte, a ese aburrimiento lo acosan tentáculos de ferocidad, ¿me sigues?, es un argumento banal, de todos los días, tú quieres más y más, nada te satisface, entras en una nube de fantasmas dorados, e ignoras cómo disfrutar esos fantasmas que por dorados te fascinan, y en esa lucha, entre uno y otro, vas inclinándote hacia una zona en la que tocas el vacío..., y nos invade un frenesí, me gustan los cubiertos de plata, ah, qué tontería, será bonito mirarlos, sí, ¿por qué no?, mirarlos a distancia, y los miras, y te adelantas un poco, y tu mano avanza, tiemblas, rechazas esa idea, y la mano avanza e impasible los palpas, y al palparlos, dudas, y ya quieres poseerlos... y el poseerlo requiere un cómplice..., ¿no? Alguien que esté ahí, que comparta hasta un límite. Yo tengo derecho a tal tarantín, y tú a otro, que no es como el mío, sino inferior..., pero tú puedes llegar en cualquier lance a poseerla, pues una vez que yo la tengo me canso, se me hace tan difícil explicarte, yo me aburro y deseo un punto más distante, y tú me tiendes la mano, y tu mano sobre mi mano van hacia el punto de mira, y yo lo alcanzo, y tú sabes, tú has comprobado cuál es ese deseo..., y tú te confundes y juzgas que tenías el mismo deseo y que eres igual, que no hay diferencia, y te equivocas, existe siempre una diferencia...  (Pausa breve.) Ellos, obligados a carabina contigo, tú eras el señalado, la pobreza y las ambiciones se embarullan, tú te manejabas en el aire, con las conexiones en esa zona que ellos menosprecian e ignoran, una serie de imprevistos lanzan el anzuelo, el padre de Juvencio te tendió la mano, eran socios, compartían ilusiones, compañeros de infancia, la misma escuela, las mismas novias, lo vivido por cada muchacho, y a pesar de ello desconociéndose mutuamente, y un buen día, el amigo se convirtió en enemigo, él era un tipo al que tú aspirabas sobrepasar, tu imagen superpuesta, él era y no era, y tú detrás acechabas la oportunidad, tú le debías favores, él te los debía también, ¿cómo equiparar esa sombra que se transforma en pesadilla?, ¿cómo?..., tú, a ratos entre la tiniebla de las elucubraciones, combatías esa idea..., pero estamos educados para la traición. ¡Sí, para la traición!... Un sueño, una ambición rompe los diques y vuela el peso de los años de amistad, y sobre todo el miedo a perder el poder, el pequeño y triste poder de sobrevivir y de imponerte... Y tú te reservabas los contactos adecuados..., y el Moro Guilarte servía... Pasada esta experiencia, el poder sabía y tú, maniatado, cargabas doble deuda, con el poder y con el Moro Guilarte, y ése, querido, ha sido, y quizás será, un eterno dolor..., inexcusable. Porque atrabancado y emponzoñado cubría un papelito, y tú contabas con el hipotético ascendiente que ejercías sobre él, convencido actuabas, y estabas sobre aviso de que iba a estropearse, de que dicho ascendiente no abrigaba toda las necesidades, las tuyas y las de él..., que tu superioridad se basaba en una especie de envite en el que predominaban ciertas ideas fugaces de admiración a tu vigor corporal, y que al traste se iría si tú no compensabas la condición permanente del hombre, su sordidez..., ¡le ofrecías el pescado en un gancho y a cuenta gotas..., y fatalmente...!

HILARIO.-  Palabras, palabras. A palabras necias...

BLANCA ESTELA.-  Como quieras. ¡Pero no digas que no sabes!... Tú te creíste el juego del poder, esa es la verdad, no lo niegues..., uno se apenumbra, pierde el norte, camina sobre una alfombra que no guarda las trazas de alfombra, más bien, una tembladera o un pedregal, y tú no lo percibes, tú poco a poco omites el sentido del peligro... Sí, Hilario. Ofúscate, recházame. Pronto te darás de narices con la realidad. Negar que el agua es agua, hazlo. Eso no impedirá que el agua sea agua. (Con una sonrisa sarcástica.)  ¿De acuerdo? (Otro tono.)  Y en el juego del poder, unos pocos lo usufructúan y el resto lo sueña; y aún los que lo usufructúan, en definitiva, acarician una fantasmagoría, porque todo se disloca en un instante, porque se vuelve el fragmento de una alfombra o de una lámpara de cristales relucientes, pedazos, ruinas, ecos..., tal vez un simulacro..., o un puñado de escarcha que al apretarla se desvanece entre tus dedos.

HILARIO.-   (Condescendiente.) Ay, mujer, tus historias. Tú imita, imita, a ese tipejo que de leer novelas de locos terminó loco.

(Le acaricia el rostro con ternura, la atrae y la besa. Ella lo rechaza.)


BLANCA ESTELA.-  ¡Búrlate!... Estoy convencida de que tengo razón.

HILARIO.-   (Se pone en pie y se quita el cinto con el revólver y la cartuchera.) No discuto tus razones..., atiborradas de sinrazones.  (Otro tono.)  Me molesta el peso, día y noche.  (Se arquea.)  Uy, que alivio.

BLANCA ESTELA.-  ¡Sí, trátame de loca! ¡Ese es el pago de mi marido!... ¡Oh, mundo, mundo, para qué me detengo a decirle si debía callarme!

HILARIO.-  ¡Te oigo, te estoy oyendo!

BLANCA ESTELA.-  ¡Ay no jeringues, viejo! El horno está repleto de siquitraques.

HILARIO.-   (Se acomoda a su lado y extiende su brazo sobre los hombros de ella.)  Chica, tu sentido del humor se agría a una velocidad...

BLANCA ESTELA.-  ¡Quítame el brazo de encima!

HILARIO.-   (Ponderando su ternura.)  ¿Por qué, pichoncita mía? ¿Por qué tan bravita? Muñeca, no seas mala.

BLANCA ESTELA.-  ¡Déjame! ¡Me molesta!... Uno habla contigo y se termina casi o en la mayoría de las ocasiones en una trifulca. Echas todo a relajo. ¡No te soporto!

HILARIO.-  Decías..., que...

BLANCA ESTELA.-  ¡Imposible! He perdido el hilo.

HILARIO.-   (Observándola.)  ¡Te enfurruñas! ¡Anormal, completamente anormal!...

BLANCA ESTELA.-   (Próxima a las lágrimas.)  ¡Si tú te dieras cuenta que todo lo hago por ti!

HILARIO.-  Ven, acércate... Decías, que el poder, era muy bonito, de veras, muy bonito..., que el poder era escarcha entre los dedos..., o algo parecido.  (Otro tono.)  Te quiero, Blanca Estela. Tú eres mi cómplice..., más allá de mi sombra, más allá de mi muerte. La única persona con quien me siento libre.

BLANCA ESTELA.-   (Con desdén.)  Pues no lo parece. Qué romántico.

HILARIO.-   (Cerca de ella, musitando las palabras, temeroso casi de decirlas.)  ¡Te lo juro!... Sí, la urna donde he encerrado mi corazón, la urna donde tengo que vivir o renunciar a la vida. Tú, solo tú, Blanca Estela. Estoy a tu albedrío. Hasta en las bajezas, te he mendigado.  (Otro tono.)  ¡Ojalá no te hubiera conocido! (Otro tono.)  Por las noches al sentirte a mi lado entre las sábanas pienso que el universo entero me acompaña y se apodera de mí una felicidad tal que me digo: «¿Por cuánto será?».

BLANCA ESTELA.-  ¡No me toques, chico! Tus manos húmedas...

HILARIO.-   (En un arranque irracional.)  Pero, ¿qué te pasa, chica? (De un salto se pone en pie. El cinto y la cartuchera con el revólver ruedan al suelo.) 

BLANCA ESTELA.-   (Suave, dulce.)  ¿Qué?... ¿Ya saltó el tipo Importante?... Para mis adentros me runruneaba: ¿durará este plácido instante?...

(HILARIO ignora que responder. Rápida. Enérgica.)
  
¿Y esa cara...?  (Imita su voz y reproduce el texto como aprendido.)  Sé lo que me traigo entre manos. Al diablo. Yo soy un tipo importante. Yo soy un tipo importante: que reconozcan mis méritos. Que se pongan de rodillas cuando pase Hilario García. Yo estuve en el madrugón. ¿No se acuerdan ya? Yo estuve en el tiroteo de la calle San Jerónimo. El hermano del presidente es amigo mío. Casi un hermano, nos criamos juntos. Yo perseguiré a los cuatreros hasta el final. Necesito un chofer y un Cadillac en la puerta para mi mujer. Y una casa de apartamentos para cuando sea viejo vivir de rentas. Necesito un palacete con muchos jardines y piscina y criados en Vista Alegre. General, sí. ¿Qué dice? Diga. Exacto. Su palabra es una orden...

HILARIO.-  ¡Magnífico! ¡Espléndido!

BLANCA ESTELA.-  ¿Te molesta?

HILARIO.-   (Rápido.) No, no. Considero divertidísimo que te hayas aprendido la lección. ¿Además por qué sentirse agredido si todo lo expuesto corresponde a la realidad...? Ni una tilde falta. (Otro tono.)  No, Blanca Estela. Reconozco tus cualidades y calidades histriónicas. Los de una actriz americana bragueteada. Eres mi memoria viviente. Un libro abierto. La pura evidencia. Los hechos bullen todavía en la conciencia o inconciencia de la gente. (Toma el revólver que se ha caído y lo acaricia.)  Sería injusto y poco delicado de mi parte. O una negligencia. Lo único que advierto es que has olvidado, o te trafucas..., no fue el Moro Guilarte quien llevó la empresa de la muerte del padre de Juvencio, de mi amigo de infancia, de mi amigo del alma, Manolo Estrada... ¡Fui yo, mi tierna Blanca Estela! ¡Fui yo!... ¡Equivócate conmigo y perderás!... Un hábil ejercicio.

(BLANCA ESTELA sigue su narración francamente embrujada.)
  
Paso a paso fui yo quien elaboré el golpe. Sabía las horas de entrada y de salida. Sabía que visitaba a una mujer religiosamente... De sus propios labios obtuve la confidencia. Al chofer y a sus dos guardaespaldas los avisaron de la operación. Recuerdo que era una madrugada, de lluvia y neblina. Llegamos un cuarto de hora antes. El reloj de la iglesia sonaba y yo oía un canto y gritos, un ruido o el picoteo de un aurero. Por el fuero interno, temblaba. Sin embargo, ni mi respiración ni mis gestos delataban mis enrevesados sentimientos. Cuestión de firmeza, y que él cayera en la trampa. Una fría e implacable jugada. Con los servicios del Moro yo mismo lo ejecuté. Aún veo su cuerpo bajo los estertores de la muerte. Bocarriba, a lo largo de la cuneta. Un hombre, un hombre genuino. Un hombre noble y desinteresado, que no entendía la política, que obstaculizaba mi ambición y la de los otros... Sí, Blanca Estela. Estaba allí y no lo creía. En una fracción de segundos, el planeta entero giraba ante mí. Saturno, Marte, sombras interminables. Darle crédito a mis actos, inadmisible. Se agitaba, una masa ya dolorosa de sangre y pólvora. Con los ojos abiertos, balbuceando... (Apunta el revólver hacia el público.)  ¡Pobre hombre!... No quise que continuara en ese género de sufrimiento o de baldío estupor que precede a la muerte..., y también un placer, ajeno al placer, una euforia que se elide y no es la euforia, en mí, en mí, abriéndose y ocultándose, y confundiéndose con mi sudor..., y el convencimiento de lo inevitable. Di dos pasos, me agaché a su lado, él me miró, y muy tierno le aseguré: «Buen viaje, Manolo. Allá arreglaremos cuentas». Y él cerró los ojos, creo, y respiró hondo..., y yo...  (Al terminar el parlamente en un ligero movimiento hacia ella.) Sí, querida mía, guiado por el espanto, extendí la mano con el dedo en el gatillo..., pum, pum, pum...
BLANCA ESTELA.-   (Desesperada.) ¡Mátame, mátame!...

HILARIO.-   (Con largas carcajadas.)  ¡Te asustaste! ¡El miedo!...

BLANCA ESTELA.-  ¡Ni de broma!

HILARIO.-   (Manipula el revólver, riéndose, próximo ella.) Mira. Es fácil...

BLANCA ESTELA.-  Detesto semejantes beroqueos... ¡Apártate!

HILARIO.-   (Apartándose.) Yo, también. Infame oficio...  (Abandona el revólver.)  Pero ya que he recorrido la encrucijada de la sinceridad, iré más lejos, y debo recordarte una de las razones por la que traje a Juvencio a esta casa. (Pausa breve, intentando reconstruir el pasado y encontrar la palabra justa.)  Lo vi nacer. A los seis o siete meses jugaba con él en su corralito, lo consolaba de sus perretas..., se dormía en mis brazos con el biberón mientras conversaba con su padre y su madre languidecía en una postración reumática. Después de la muerte de su padre, iba a verlo, no podía abandonarlo. Ningún sentimiento de culpabilidad..., y sí una esperanza que concilia. Una fuerza, una necesidad, que se concretiza en una mirada. A veces..., es ridículo, en mis pensamientos lo veía crecer y le asigné un destino. ¡Cómo si uno pudiera hacerlo, cómo si tuviera la capacidad de lo invisible!  (Ríe, en su risa se adivina un dolor.) Él era el vengador. El vengador, Blanca Estela. Hará lo que yo hice con su padre. Agazapado en la sombra, impecable y vicioso, indolente, ejecutará el acto que me devolverá el reposo, no de la muerte de su padre, sino de una existencia que se me escapa, tironeada por lo incomprensible y que ya no me satisface. Y arrasará la casa o la hipotecará o la venderá al mejor postor. Así lo veo, y así será...

BLANCA ESTELA.-   (Sollozando.)  ¡Un monstruo! ¡Un monstruo!

HILARIO.-   (Con una sonrisa amarga.)  ¡Ahora lo compruebas! ¡Un poco tarde!

BLANCA ESTELA.-   (Entre sollozos.) ¿Qué he sido yo..., Santa Marta, durante todos estos años? ¡Maldito! ¡Nunca te lo perdonaré!

(Lo golpea y comienza a quitarle los galones, HILARIO se defiende de su agresión.)
  
¡Fusiles, metralletas, revólveres! Toda la vida incrustada en este laberinto de uniformes, armas de fuego o cuchillos ardiendo, y de caretas  (En un estado de embotamiento o súbita locura.) , malgastada, aherrojada, quién elimina a quién, no te soporto, no te aguanto más, quiero ser libre y vivir tranquila, ajena al chantaje, vivir de manera distinta, sí, Hilario, te lo suplico, basta, basta, oh, Virgen mía, la aplastada, la humillada, la perdida, me cogiste la baja, rodeada de escupitajos, la muerte al doblar la esquina, mañana, tarde y noche, con esta zozobra, a quién van a matar, cuándo, a qué hora, en qué sitio, olor de pólvora asediando, o dominando las cuatro paredes de tu casa, en la calle, en las plazas, en los campos saqueados bajo el sol, o las planicies mojadas por la luna... Estoy harta, agobiada, de que nos gobierne el crimen... ¿Hasta cuándo, Señor?

HILARIO.-   (Burlón.) Vamos, nena..., ¿crees que los que vienen detrás no serán peores?...  (La mira con odio. Otro tono.) No me hagas perder los estribos.

(Ella se repone.)
  
Bien que te gustaba que te hiciera cuentos. Encantada, en las nubes te sentía. «Cuéntame, pipo, cuéntame» y me dabas por la vena del gusto. Inventaba horas y horas y tú aplaudías. «Otro, otro». Igualita a mi hijo. Me seguías hasta en las comas...

(BLANCA ESTELA lo mira despreciativa y sonríe, se cruza de brazos y se enseria.)
  
Era un diversión..., y yo me pensaba delante de miles y miles de individuos, en una plaza, aplaudiendo a coro, «otro, otro», y volvía al cuento anterior, al de la semana pasada o trasantepasada, sabiendo que lo habías olvidado y que con algunas variantes parecía nuevo. Y sacaba, no sé cómo, cuentos al por mayor. Los catastróficos, los adorabas. Estamos en el fin del mundo, en la hora cero. El apocalipsis se acerca. Los días están contados. Un rabo de nube negra azota esta casa. Pintaba los heraldos de la miseria, y tus ojos brillaban. O los esperanzadores. El paraíso se acerca. Vendrá el reino de la abundancia.  (Otro tono.) Niégalo, cabrona.

BLANCA ESTELA.-   (Con desenfado.)  Ay, chico, y a qué mujer no le gusta. ¡Dime!... A la más cujeada le encanta que le hablen fino..., y cuando entrabas con tu uniforme, en aquella casa de Trocha, se armaba una tremolina, y la gritería, llegó, vino, de requetechupete, carne fresca, si muero en la carretera que no me pongan flores... Sí, hablando en claro, la trafagina de aquellas mujeres era mucho, y yo orgullosísima, figúrate, tremendo ejemplar para mí sola, y el uniforme te lucía precioso, y tus manos sobre la cartuchera en la cintura, Dios mío..., y me decía: ¡Éste es el hombre! ¡Qué caballo! ¡Qué machazo!... (Otro tono.)  Gastarme con gente de a tres por quilo, nananina. Yo tiraba por lo alto. Los que me rodeaban, los marchantes fijos, unos viejazos, y con una mentalidad que odiaba, en el desparpajo y la truculencia, y tú, un bombón, rumiaba yo, y me hacías tilín  (Se pone la mano en el corazón.) , me arrebatabas, y corría, si te oía, si te veía...

HILARIO.-  Un banquete, chiquita.

BLANCA ESTELA.-  ¡Alabancioso! ¡Engreído!

HILARIO.-  ¡Tenía de qué!

BLANCA ESTELA.-  ¡Lo tuyo no tiene precio! ¡Quien te oiga supondrá que me has dado la mejor de las vidas! ¡Degenerado!

HILARIO.-  Hice lo que nadie hizo.

BLANCA ESTELA.-  ¡Y tengo que agradecértelo! ¡Y vivir la eternidad pendiente de tu sacrificio! ¿Por qué te sacrificaste? ¿Un sacrificio? Si valía tan poco, ¿por qué me sacaste de allí? No fui yo a buscarte... ¡Vaya, pasarme eso por la cabeza!

(Los tres personajes del CORO fuera del escenario susurran en tono grotesco: Ñeque, Ñeque, Ñeque. El cri-cric de los grillos, el vuelo de algunos cocuyos.)


HILARIO.-  ¿Escuchas?

BLANCA ESTELA.-  ¡Simplezas!

HILARIO.-   (Poseído.) Pasos..., voces, roces, ecos.  (Pausa.) Antes de llegar aquí, entré en la casa de Violeta, aquello ardía en una fiesta de locos, y las velas chisporroteaban y yo me reía y gritaba: «Se acabaron los santos, los muertos y los espíritus», y la gente me miraba espantada y la sesión espiritista se terminó, por arte de magia, en un decir Jesús.  (Se quita la chaqueta y la arroja al suelo.) Reía, y no podía contenerme, jo, jo, jo, y conjeturaba que alguien me sacudía entre rugidos, una bestia, y me desguabinaba, bajo un oscuro poder, un fluido, Blanca Estela. El espacio se dilataba en una esfera gigantesca, y trazaban líneas de ceniza y degollaban a un gallo viejo, y sentía que me impulsaba y me retorcía, aplácame, Dios o Diablo, aullaba, y me deslizaba por un laberinto desposeído de paredes, y veía clarito, clarito, tres sombras, avanzando, avanzando, y el tumulto se adensaba en una batahola de gritos y carcajadas..., y me taladran aquellas carcajadas. Las llevo incrustadas aquí, aquí, por todo el cuerpo.  (Con la simplicidad del que se reconoce.) Marcas de fuego, marcas sulfurosas. Y las tres sombras avanzan, avanzan...

BLANCA ESTELA.-   (Con desprecio.) A la verdad, viejito..., ¡ya estás viendo visiones!

HILARIO.-   (Cogiéndola por un brazo y zarandeándola.) Atiende a lo que te voy a decir, soy un hombre que se ha roto el cuero muy duro, que siempre ha tenido que echar para alante y que no ha recapacitado mucho.

BLANCA ESTELA.-   (Violenta.)  ¿Y a qué viene esa descarga? ¡Si no te conviene, borrón y cuenta nueva!... No creas que te cogeré miedo. Me importa tres pitos.  (Otro tono. Fría, casi demoníaca.)  Sé por dónde vienes. Tú, ocultarme... ¡Qué poco me conoces! ¡Sí, querido, has perdido la apuesta! ¡Bola negra!... Gracias, Dios mío, gracias, ángeles todopoderosos. Ya no tendré que aguantar a esa pila de rufianes que venían a encañarse como puercos todos los fines de semanas o una semana completa, en la casa de la playa, en la Socapa, trayendo a esas mujerzuelas de medio pelo, rinquincallas, pelandrujas, y tenerlas que oír, con sus disparates, con sus mediocridades, «Qué piensas, me asienta mejor el tinte de rubio que el rojo mandarina», «¿Y este vestidito de muselina que me compré en El Encanto?», «Ya le dije a Fulanito que me operaría las tetas en Nueva York, dicen que hay un cirujano extra», «Perensejo toma ostras a tutiplén, creyendo que el pito se le va a parar, qué iluso, esa piltrafa no la levanta ni Sansón Melena», «A mí me saca de quicio que me soben la crica», «Esas arrugas, Blanca Estela, cómo camuflajearlas», «A mí el que me trae en un disparadero es el dependiente de la esquina, Paco Trabuco», «Ay, niña, ése es un..., se pasa todo el tiempo detrás del mostrador haciéndose la paja y le gusta que le den por el culo», «No me digas, pues, hija, yo le vi el aparato y me resultaba impresionante y apetecible», «A mí me encanta la morronga de mi marido, pero me despepito por el intercambio», «Tú sabes la bola que se corre, que el hijo del Presidente, sí, chucuchuco, chucucuco, amor, me lo informaron fuentes acreditadas», «La mujer del alcalde se hizo un aborto en casa de la bruja», «La secretaria del Senador la llaman la mamadora incandescente», «¡Qué horror, que espanto!», «Yo no digo nada, Rita, perdón, digo, Blanca Estela». (Pausa. Otro tono.)  Lindo ambiente, Hilario. ¡Y a ti te encantaba! Sí, que corra el Johnny Walker y el champagne y los pitos de mariguana y... la coca, naturalmente, bien suministrada. ¡La gran orgía! ¡La bella vida!

(HILARIO da zancadas por el escenario, enloquecido.)
  
¡Total cómo podía quejarme si estaba acostumbrada! ¡Ese es el razonamiento de todos! ¡Esa era la lógica! ¡Y yo, la puta de La Trocha debía aguantarme, aguanta, aguantona, y sonreír, y ver cómo languidecían las horas entre ese jolgorio de hombres y mujeres encueros, correteando de cuatro en cuarto, y los numeritos que inventaban entre la sala y la cocina!...  (Pausa.) Blanca Estela, mira, el último reloj de Suiza, fantástico, eh, me lo regaló Arturito, ¿Arturito, quién?, el hijo del representante, ahhh.

(HILARIO se escabulle detrás, en la parte hueca, de la escalera; ruidos de cristales rotos.)
  
Hoy seré yo el cocinero, Agustina tomó su día de descanso, decías y cogías el delantal delante de los invitados. La salsa verde francesa es inimitable. Los cangrejos se cocinan a fuego lento y con una pizquita de ají de Chayenne. Es impresionante la cantidad de minucias que uno debe tomar antes de comenzar a cocinar la langosta. Y empezaba el pasepase de cachadas, y los mojitos... ¡Y aquel fandango de hipocresías! Blanca Estela, ocúpate de las señoras.

(HILARIO lanza al escenario dos o tres soldaditos de plomo.)
  
¡Sí, yo, la mula de carga! ¡Pablito, no! ¡A Pablito se le enviaba a La Habana, a Camagüey a la casa de sus tías, a Miami, a Nueva York! ¡Pablito debía preservarse de este infierno! Y yo salía del visiteo exhausta, asqueada, muerta. ¡Tu casa por la mía! ¿Cuál es peor, chico?...  (Sollozando.)  ¡Yo, la alcahueta! ¡Yo, la celestina! ¡Yo, el pendón desorejado! ¡Yo, la perra! ¡Era yo la que debía endilgarme ese muerto!  (Pausa breve.)  El poder descansa en eso. Vale poco o nada que el gobierno de la ciudad marche. Al pueblo migajas. Que se sacrifique.

(Pausa breve. HILARIO sale de su escondite con una colección de soldaditos de plomo en el regazo y que deja caer en forma de lluvia en el primer plano del escenario.)


HILARIO.-   (Idéntico a un niño.)  Blanca Estela, escúchame. Blanca Estela.

BLANCA ESTELA.-   (Seca, atroz.)  Déjame.

HILARIO.-   (Sentado, en primer plano, rodeado de los soldaditos de plomo.) Eres mi mujer.

BLANCA ESTELA.-   (Violenta.) ¿Tú..., qué? No te acerques. No me toques... ¿Por qué tengo que estar condenada a una vida que no me pertenece?

(HILARIO ordena los soldaditos de plomo.)
  
Quiero volver a ser aquella mujer que conociste. Odio a esta que se arrastra y se esconde y se somete... Acosada por voces y recuerdos que no puedo explicar.  (En un grito.) Ay...  (Pausa. Otro tono.)  Te juro que me encerraré en esta casa para siempre, que jamás veré la luz del sol, que seré para ti una muerta vestida de negro.

HILARIO.-   (Semejante a un niño.) No seas guanaja... Te quiero, Blanca Estela. Es como si todo, la vida, mi vida, nuestra vida... Quizás tú no lo sepas... Quizás sea inútil... Sin embargo, te necesito...  (Pausa breve.) Dime, anda.

BLANCA ESTELA.-   (Enigmática.) El miedo.

HILARIO.-   (En una lejanía imprevista.)  ¿El miedo?

BLANCA ESTELA.-   (Tono anterior.)  Sí, el miedo.

HILARIO.-  Comprendo. Tuve miedo, ya no.

BLANCA ESTELA.-  Miedo..., de qué hago, de qué hice, de qué haré.

HILARIO.-   (Sopla a un soldadito pretendidamente sucio.)  Mientes, Blanca Estela.

BLANCA ESTELA.-  Y el miedo en mí, aplastándome.

HILARIO.-   (En su juego, con los soldaditos de plomo.)  Qué calamidad, hombre.

BLANCA ESTELA.-   (En un rapto de furor.) Me das lástima.

HILARIO.-   (Perdido en su infancia, jugando con los soldaditos de plomo.) Blanca Estela, la encerrona de Manolo Estrada no fue Troya, ni La Trocha es Troya, ni yo soy Agamenón.  (Otro tono. Ríe curiosamente en su juego.) Tal vez allá en La Maya, en la época de mis padres, los cuatreros de Mayarí, los cuatreros García, los llamaban por lo bajo por miedo, mudaremos las cercas esta noche..., tal vez allá, contra los negros, existió Troya.  (Otro tono.) Yo soñaba ser el rey coronado y tú, la reina de las tinieblas. (Jugando, abstraído.)  Destruir, destruir... Es la única realidad..., y no me demanden por qué.  (A los soldaditos.) A ver, díganme, búsquenme una razón. La necesito. Es necesario que aparezca, que sea tan real, que yo pueda convencerme, y que ilumine al cielo, a la tierra, a las aguas, al aire... (Ríe.)  Sólo el terror..., para estas pobres bestias acobardadas por el miedo.  (Pausa. Otro tono.)  ¿Me quieres? Tiene que ser. Te lo he dado todo.

BLANCA ESTELA.-   (Con desprecio y odio.) Verraco de mierda, ¿qué perseguías?

HILARIO.-   (De un salto se precipita sobre ella.) Plata, vieja, plata. No morirme de hambre. Vivir bien. ¿De qué te quejas? ¿Te parece poco?

BLANCA ESTELA.-   (Riéndose y forcejeando con él.)  ¡Qué espantajo, Dios mío!  (Otro tono.)  ¡Suéltame! ¡Te digo que me sueltes!

HILARIO.-  ¡Te mataré antes que dejarte! Siento que tu cuerpo es mío.

BLANCA ESTELA.-   (Forcejeando.) Estás loco. Me haces daño.  (BLANCA ESTELA logra zafarse de HILARIO.) 

HILARIO.-  Loco, sí... (Da un traspiés y choca con el inicio de la escalera.) 

(Las campanadas de la iglesia entonan sus doce dindón dindón lúgubres. BLANCA sube algunos escalones. Revuelo de cocuyos y el cántico de los grillos.)


BLANCA ESTELA.-  Conmigo no podrás.

HILARIO.-    (En el suelo.)  Hija de la grandísima...  
(BLANCA ESTELA lo contempla con una sonrisa enigmática.)
  Lo sé todo.

BLANCA ESTELA.-   (Desciende. Se acerca y le besa la frente, le acaricia el rostro, sollozando.)  Ah, mi niño, mi niño.  (Pausa. Feroz.) ¡Que se cumpla el destino!

HILARIO.-  ¡Sí, que se cumpla!... Ahora me tiras en cara... Ahora te unirás al coro de los que gritan, que soy esto, que soy de más acá, que soy de acullá. Ahora pondrás a los muertos delante para que me juzguen... Ahora defenderás a los otros... Antes, ¿por qué no lo hiciste? Aceptaste, ¿verdad?  (Se incorpora. Intenta agarrarla, no puede.)  Ah, carajo, te escapas... Maldita.

(BLANCA ESTELA desaparece dando un portazo en lo alto. A través de los visillos de la ventana se distingue una sombra.)
  
¿Es esto un circo romano? ¿Dónde, los jueces? (Riéndose. Señala al público.)  ¿Esos? ¿Vas a echarme a las fieras?  (Al público.)  Y esto..., esto..., ¿qué es?  (Pausa. Mira a los lados, luego al público. Ríe.)  Estoy solo. (Da varios pasos. Pausa. En un grito.)  Pablo, Cachita, Berta, Juvencio. Me sentaré a esperar a la muerte.

(Se dibujan en la oscuridad los tres personajes del coro, por diferentes lugares.)
  
Váyanse. La muerte es un instante y es mejor estar solo.

(Los personajes se evaporan. Pausa.)
  
Mi alma es una olla de grillos, una pirámide de papeles estrujados.  (Pausa.) Ah, el olor de las gardenias y de los jazmines.  (Respira hondo.) Uno se fortifica. La noche de tan azul te convierte en azul y las estrellas bajan a la palma de tu mano. Es hermoso. Mi madre me cantaba en broma:
Angarina se murió
en un cuarto muy oscuro
y de velas le pusieron
cuatro plátanos maduros.

   (Con recogimiento.) Y ya no tendré derecho a los santos óleos de la abuela: «Que el Señor perdone vuestros pecados cometidos por la mano, que el Señor perdone vuestros pecados..., que el Señor perdone...»  (Se encoge de hombros. Pausa larga. En un grito.)  Blanca Estela, ¿dónde tengo mi casa? ¿Dónde estoy?

(Los tres personajes, JUAN, PEPE y ÑICO gritan fuera del escenario.)


JUAN.-  ¿Dónde estás, Hilario García?

PEPE.-  Coge tú por allí.

ÑICO.-  Agárralo.

(JUAN, PEPE y ÑICO aparecen por diferentes lugares del escenario y se apoderan rápidamente de HILARIO. Luego lo rodean. HILARIO batalla por salir del círculo. Los tres personajes lo arrastran hasta la escalera y allí lo matan.)


JUAN.-  En nombre de los muertos.

ÑICO.-  No lo sueltes.  (Otro tono.) ¿Y si después vienen a juzgarnos?

PEPE.-  ¡Que nos quiten lo bailao!  (Otro tono.)  Aquí mismo.

ÑICO.-  Dale duro.

JUAN.-  Mátalo.

PEPE.-  Mátalo.

JUAN.-  Llévatelo en la golilla.

PEPE.-  Tiene que morir.

(Un quejido y luego un grito.)


HILARIO.-  Ritaaa.

(Pausa. Toque de unas claves, luego las maracas y el bongó en un ritmo violento. Los tres personajes se dirigen hacia el público avanzando hacia el primer plano, sonrientes.)

JUAN
 (Cantando.) 
Yo no sé, lo que pasó.
Yo no sé, yo no fui.

PEPE
 (Cantando.)  
Yo no sé lo que pasó.
Yo no fui, yo no sé.

ÑICO
 (Cantando.) 
Yo no sé lo que pasó.
Yo no sé, yo no fui.

CORO

(Los tres personajes cantan y se mueven. Música de guaguancó.)

Yo no sé lo que pasó.
Yo no sé, yo no fui.
Yo no tengo la culpita.
Yo no sé, yo no fui.
Yo no fui, yo no sé.
Yo no sé lo que pasó.
Yo no sé, yo no fui.
Yo no fui, yo no sé.
Y ella se quedó sola
porque el pájaro voló.


(Se repite en forma de malicioso estribillo.)



TELÓN


José Triana. El Parque de la Fraternidad.


El Parque de la Fraternidad
José Triana


A Virgilio Piñera, mi afecto


Y llegará el tiempo, quien viva lo verá, en que para caminar se necesitarán los pies.

William Shakespeare               




PERSONAJES
 

EL VIEJO.
LA NEGRA.
EL MUCHACHO.

Lugar: La rotonda del Parque de la Fraternidad. Época: Hace algunos años.
  




El escenario representa una sección del Parque de la Fraternidad, específicamente, la rotonda, y está dividido en tres planos. El primer plano o parte anterior del escenario se supone que sea considerado un lugar de tránsito común. El tercer plano o parte posterior del escenario se halla integrado por un alto enrejado y el árbol simbólico. Entre el primer plano y el tercer plano se encuentra el plano segundo o parte intermedia formado por varios escalones que confluyen en una espaciosa plataforma. Sentada, en un magnífico trono de cachivaches y de cajones, delante del enrejado, se halla la NEGRA, que debe caracterizarse como el personaje popular de la Marquesa. Lo mismo acontece con el VIEJO, arrodillado en la parte intermedia -acomodando papeles, deterioradas carátulas enormes de libracos desencuadernados, trapos y desordenándolos de inmediato- que, de algunas manera, recuerda al Caballero de París.
No creo necesario acentuar el parecido a los modelos vivos.
La NEGRA viste un traje arbitrario, floreado, que cubre con un gran manto blanco. Mantiene un paraguas abierto, guareciéndose de una lluvia imaginaria. El VIEJO viste un traje negro con una capa escocesa, deshilachada y sucia. Posee barba larga y cabellos desgreñados, encanecidos. Junto a él gruesos volúmenes de carátulas carcomidas. A sus pies, un bastón.


Al comenzar la acción, se oye la voz de un borracho que grita: «¡Viva Cuba Libre, compadre!». Luz nocturna. El árbol simbólico se dibuja en la penumbra. Música de guitarras, maracas y claves. Alguien canta muy desafinado: «Aunque tú me has dejado en el abandono...» El VIEJO se mantiene cabizbajo, acaricia un pequeño libro, aunque dormita. Irrumpen voces de vendedores de tamales, café y maní. La música y los cantos se alejan. La NEGRA termina de comer un pedazo de pan. Entra un muchacho de aspecto vulgar; viste harapos sucios; trae una varilla que mueve impetuosamente alrededor suyo. El MUCHACHO mira a los dos personajes, se sonríe y le hace una reverencia. El VIEJO y la NEGRA no se dan por aludidos. Pausa. El MUCHACHO, un tanto defraudado, se sienta en uno de los escalones. La NEGRA registra en las jabas, hablando sola; saca cartuchos y periódicos doblados que irá cortando simétricamente y agrupando en diferentes niveles delante de ella. El MUCHACHO se vuelve hacia la NEGRA le chifla, y le pregunta por señas, algo así como: «Otra vez por aquí.» La NEGRA permanece absorta en su labor. El MUCHACHO se levanta, bosteza ruidosamente y estira brazos y piernas; regresa después a su sitio, batiendo unas cartas del Tarot.
A medida que transcurre la obra, NEGRA, a intervalos regulares, detiene su quehacer, se despoja, y en variados tonos dice frases en lengua lucumí, da extraños resoplidos y grita «¡Santísimo!».
El MUCHACHO silba, se contonea con las cartas de la baraja por el escenario y de un modo inesperado golpea suavemente con la varilla en los zapatos o botas del VIEJO.

MUCHACHO.-   (Agresivo y simpático.)  ¡Oiga, chévere, me puede hacer un favor!  (El VIEJO se reanima, indiferente ordena sus trastos.)  ¡Mal rayo me parta! ¡Qué día!  (Da unos pasos, recoge colillas de cigarros, se sienta. Pausa. Zalamero al VIEJO.)  ¿Hace fresquito, verdad?  (El VIEJO no contesta.)  Así me gusta la noche. Un aire por aquí. Un aire por allá.  (Silba.)  Cuando viene el calor uno no sabe donde meterse.  (Pausa. Juega con la varilla.)  Se entripa, se vuelve mantequilla. A mi madre le gustaba que llegara el invierno.  (Pausa larga.)  Y se fue, como quien dice, para el otro lado en abril. No tuvo suerte la vieja.  (Pausa. De repente se pone en pie, se palpa los bolsillos de su camisa y pantalón.)  ¿Tiene, por ahí, un medio o unos quilos prietos que me preste? Hoy no le he echado nada caliente a la barriga.  (Pausa. La NEGRA sonríe.)  ¡Y me entra una debilidad!  (Se sienta.)  He dado más vueltas que un trompo. Bien repetí a mi abuelo mientras jugaba al dominó con mi tío y Chucho Carvajal! Nadie se ocupa de nadie.  (Pausa. Casi agresivo.)  Eh, tú, viejo, te estoy hablando, y no soy un cero a la izquierda..., ¿qué te pasa? Que no se diga, mi hermano... Usted por experiencia sabe. La calle, de bicoca, ni por asomo.  (Rumiando su desazón, golpea con la varilla el borde de un escalón. El uso de la varilla crea siempre una tensión, la posibilidad de agresión.)  Juntando lo que se dice y se calla, llego a la conclusión que nadie dice lo que cree, de verdad, verdad. Imposible entender a la humanidad. Por mucho que me empeñe..., por mucho..., por mucho que piense y repiense... ¡Qué calamidad la mía! ¡Le zumba el mango! Que si hago esto por aquí, enseguida me juzgan, mal, mal, por allá, y lo de más acá, peor..., y en mi jamaqueo, recibo sin cesar una lluvia d descargas.  (Se acuesta en el suelo. Suspira. Se incorpora a medias. El VIEJO se levanta y de espaldas al MUCHACHO, improvisa unos movimientos extraños, desarticulados.)  Hermosa noche.  (Hablando con otra persona inexistente.)  ¿Ha mirado usted para arriba?... Con esa luna redonda como un plato.  (Se acuesta otra vez.)  Siendo yo un revijío me pasaba, ratos y ratos, mira que te mira, y contaba una infinidad de puntitos azules.  (Al VIEJO, burlón, insidioso, gesticulando y cambiando la voz.)  Eh, viejito, abuelito, ¿se te olvidó el guano que te pedí prestado?...  (Pausa. Cambia el tono de voz.)  Sí, ya sé, esta noche, mañana, algún día.  (La NEGRA se ríe, peinándose y observándolos fascinada.)  Oye..., óyelas... Gori, gori, gori, me gritan las tripas y no puedo descabezar un sueñito. Gori, gori, gori.  (Se levanta, con precaución mira hacia todos los lados y con la varilla y cierta malvada satisfacción le toca, sin golpearlo, en el hombro.)  ¿Te peinas o te haces papelillos?
VIEJO.-   (Asustado, rechazándolo.)  Apártese, déjeme... No acostumbro hablar con desconocidos.  (Tose, repite sus ejercicios.)  Demande audiencia y si estoy de buenas se la daré...
MUCHACHO.-  Le estoy pidiendo un favor...
VIEJO.-  ¡Favor, favor, favor!... ¿Está sordo? Me atosiga, váyase.  (Camina un trecho con dificultad y enseguida regresa a su sitio.)  El cuadrado de la circunferencia..., prepara la posibilidad de los siete círculos.  (Se sienta y manipula los pesados libracos.)  Detesto que me mire, tiene serpientes rojas en la frente... ¡Apártese!
MUCHACHO.-  ¿Qué dice, qué inventa?
VIEJO.-    (Tosiendo.)  Le suplico. Espante la mula. ¿No ha oído todavía? Usted desequilibra el orden divino. Usted, como los escarabajos...
MUCHACHO.-    (Para sí.)  ¡Qué cosa más rara! ¿Qué yo...?
VIEJO.-   (Constata en un libraco.)  El demonio ignora la creación de la luz. Exacto.  (Mira a la NEGRA con intención. Abandona el libro y toma otro.)  Más claro ni el agua. Mi percepción de las cosas no falla.
MUCHACHO.-    (Burlón y perplejo.)  Juraría que reza.
VIEJO.-  ¡Sió, hereje!
MUCHACHO.-   (Chacoteándose.)  Como guste su Excelencia. El abuelito se indigna, el abuelito degenerado, el abuelito...
VIEJO.-   (Enérgico.)  Le hablo claro. Hasta mañana. Adiós.  (Se abstrae.) 
MUCHACHO.-   (Indignado.)  ¿Qué se habrá figurado este sarnoso? ¡Déjate de paquetes, mi socio! Aquí todos somos iguales y esos aires no te sientan.  (Pausa. Relajeándolo, expresando varios matices en una caricatura de la vejez, sin ocultar su violencia.)  Cállese. Me atosiga. Espante la mula. Adiós.  (En otro tono. Hablando con un personaje invisible.)  En mi pueblo había un hombre como éste y la pasó como en un clavo ardiendo…, ¡De sobra lo sé! Imagínese que yo..., campeando bajito, qué le digo..., yo..., yo lo encontré en cueros y amaneció con la boca llena de hormigas y las putas del ballú de Lola bailaban a to meter una rumba, alrededor de él. Que se murió cachimba, que se murió...  (Pausa. Respondiendo al personaje invisible. El VIEJO, atemorizado, mueve otra vez sus tarecos.)  Sí, es natural. Como te dije. Eso me pasa por mi flojera, por acercarme a la tralla... Recuerda lo que te pasó los otros días..., por un pelo durmiendo a la sombra. ¡No! Eso no va a repetirse. Lo prometo. Una cosa es con flauta y otra con violín.  (Pausa. Se sienta. Discutiendo con otro personaje imaginario.)  ¡Te lo mereces, maricón! (Saca una armónica, la limpia. Da un acorde. A la NEGRA.)  ¿Quiere oír un poquito?  (Pausa. Otro acorde.)  ¿Sí o no?
VIEJO.-  Sí.
MUCHACHO.-  Me alegro.  (Improvisa una melodía en la armónica, imitando el acento de un malevo.)  Le tocaré un tango, la tristeza del arrabal y la melancolía que se desprende del bandoneón por una calleja...
VIEJO.-    (Al compás de la melodía mueve los brazos, imitando a un director de orquesta.)  Hace ratón y queso..., en un circo..., coño, qué tiempos aquellos..., andaba yo de ringo rango...  (Carraspea. Ensayando su voz de barítono y bajo.)  De buenas a primeras me sale un jipío de marca mayor..., yo... En el principio..., con las banderolas y las cornetas y los tambores sonando a todo meter, en medio de la pista y el circo resplandecía de una luz muy especial, y luego, averigüe por qué, me sonaban un pomo de palmacristi en la madrugada en el vivac..., por tránsfuga, decían, puah.  (Perdido el encadenamiento lógico de su discurso.)  ¿Por dónde iba yo...? En el principio... ¿Por qué insisto en el principio?... Usted me arma un barullo, solo de verlo.  (Pausa.)  Equilicuá. En el principio...
MUCHACHO.-    (Se detiene.)  En el principio, ¿qué?
VIEJO.-  ¡Sigue con tu musiquita! ¡Interrumpes y es una lástima!...  (Retoma la melodía el MUCHACHO.)  Yo iba en una piragua, remando...  (En seco.)  Lo ignoro.
MUCHACHO.-   ¿Ignora, qué? Déjese de ese estira y encoge de que si esto, de que si lo otro..., al grano, ocambo, al grano...  (Sigue improvisando con la armónica un son, baila.)  Le estoy creando un ambiente de película...
VIEJO.-    (Tararea e inmediatamente casi cantando.)  En el cuadrado de la circunferencia, en el principio del principio, se prepara la posibilidad de los siete círculos...
MUCHACHO.-  ¿Otra vez? ¿Qué es eso?
VIEJO.-    (De mal genio.)  ¡Jodido! Nunca pregunte. En busca de un espejismo se revela la fuerza...
MUCHACHO.-  Me gustaría saber, qué caramba.
VIEJO.-    (Casi cantando.)  ¡Son cosas mías! El cuento del cuento del cuento, del cuento que es un cuento y se transforma en un episodio de Tamakún y recomienza el cuento de los Tres Villalobos, de Los ángeles de la calle y Por la ciudad rueda un grito...
MUCHACHO.-  Pero se puede saber algo, al menos creo yo... Caminando por el buen trillo, decía mi abuelo que en paz descanse...  (Gesto de desagrado del VIEJO) , y nunca supe por qué lo decía...  (Enérgico y aparentemente sincero.)  Cuénteme. Uno aprende y no se dispersa.  (El VIEJO lo mira como en una nube sin responder.)  Oiga, yo me he pasado el santo día en un corre corre de padre y señor mío, de aquí al Vedado, del Vedado a Luyanó, de Luyanó a Marianao, de Marianao a la Quinta de los Monos, de la Quinta de los Monos a aquí y vuelta a empezar, dándole a la suela de los zapatos..., que...  (Le muestra la suela de los zapatos.) , contemple este espectáculo digno del Circo Pubillones..., la tengo llena de furos..., que ya no es suela de zapatos..., y sin embargo evite saber lo que me espera...
VIEJO.-    (Sin oírlo.)  Es terrible saber, terrible.  (Otro tono.)  Abate al corazón y se ahoga de agobio. ¡Se lo digo yo!  (Exaltado, en un trance.)  Miles de espíritus..., y un reguero de pólvora... Olvida. Olvida.  (Mira a la NEGRA.)  El demonio ignora la creación de la luz, lo ventea el libro.
MUCHACHO.-    (Sin oírlo.)  Le aseguro, por mi madre santísima..., y tenga la completa seguridad que no me interesa trajinar a nadie..., ¡y buena gente en cantidad!... Me viene a la mente, no sé por qué..., clarísimo..., que una vez le levanté la mano a la vieja, y ella me dijo «Muchacho, qué haces... ¡A tu madre! ¡Desastrado! El cielo te juzgará e irás a las llamas del infierno de sopetón, granuja. Desaparece de mi vista.», y yo la miré como se ven las musarañas..., y empecé a gatear... «Mamacita, mamacita linda», y salí echando el quilo y llorando..., como estando en una película..., de mentiritas lloraba... «Mamacita, no, mamacita...»
VIEJO.-    (Todavía abstraído.)  Un imperativo.
MUCHACHO.-    (En un rapto de sinceridad y sollozando.)  Señor, señor, dígame, ¿por qué, por qué soy tan bruto, por qué..., a mi edad, ya no soy un niño, y me parece que lo sigo siendo, y por más que me endurezca, un punto existe, y trato de vencerlo, y en ese dale que no te doy..., por qué aquello que toco lo destruyo la mayoría de las veces sin quererlo..., por qué cada vez que me propongo hacer una cosa me sale por la culata, y siempre, siempre me equivoco..., por qué quiero que lo imposible sea posible?
VIEJO.-    (Mirándolo extrañado, con aprehensión.)  Infinidad de cositas que hay que tenerlas bien claras. Por ejemplo, es probable que se precipite, que se..., que se agazape sin ninguna necesidad, creando un espacio de desconfianza...
MUCHACHO.-   (Mirándolo extrañado, del mismo modo.)  ¿Desconfianza? No lo entiendo.
VIEJO.-  Yo, tampoco. Mas la desconfianza me luce evidente.

(Pausa. Se oyen voces, y alguna guitarra.)

MUCHACHO.-    (Consigo mismo.)  A veces yo me digo, ¿por qué eres tan come bolas?
VIEJO.-    (Solo, para sí.)  Desde que el mundo es mundo, tú, yo, el otro, y el de más allá, decimos, hasta hoy..., y nunca más..., y nunca más lo diré, y hablando y hablando se encuentra el hilo..., sobre todo cuando la luna cae en medio del parque el mundo se ilumina, se transforma, se expanden leves alas en la noche leve.
MUCHACHO.-    (Apretándose la cabeza, sacudiéndola.)  ¿Qué me ocurre?... ¿Voy a perder la chola?... Algo nos está pasando... ¿Se ha dado cuenta usted?... Porque yo por pillar al vuelo eso que usted dice le daría la ropa que llevo puesta... Sí, señor... Andaría como Dios me trajo al mundo...
VIEJO.-  Sin..., sin la menor importancia.
MUCHACHO.-  Le juro, señor, que verraco no soy, aunque lo parezca. El hambre y la necesidad son hermanas gemelas, señor, créame. O tal vez, no, no. O tal vez, sí. Pronto se me entrecruzan los cables. ¿Somos o no somos? ¿Estamos o no estamos?  (Ríe.)  El globo terrestre al garete... ¡Explíqueme, usted!
VIEJO.-  Me dispersa, me anubla.
MUCHACHO.-  Haga un esfuerzo.  (Por momentos habla con personajes invisibles; sin proponérselo crea una tensión, un patetismo inesperado.)  La otra noche me encontré, con quién, con quién... con un tipo, como mi tío Ruperto o como mi abuelo. Hacía un calor del carajo y yo me contentaba en el forrajeo y en un disparadero, cavila que te cavila, en mi mahomía, cómo podré resolver, cómo, porque durante una semana comer, lo que llamamos en mi pueblo comer, nananina... Con una mano alante y otra detrás, ¡auténtico, cúmbila!, y con el cuchillo entre los dientes. A lo bestia. ¡Entiende!  (Duda el modo de plantear este asunto y se lanza enseguida enfocándolo por alusión.)  Estaba limpiecito y perfumado, buscando carne fresca. Y sin ningún rodeo le espeté con cierta amabilidad, con cierto recochineo: Yo le ayudaré. No se preocupe. Cuando se le antoje, estoy a su servicio. Si me propone que me ponga en cuatro, allá va eso.  (Se quita la camisa y queda en camiseta. Pavoneándose.)  Me da igual, pues con este continente más de uno..., ha tratado de...  (Pausa Sonriente.)  Y volviendo a mi tema..., así que de saltimbanqui experto, el gallo, sin ninguna delicadeza, me soltó un escupitajo, un maldito escupitajo. «La mierda no se revuelve con el diamante, muñeco.» Me dijo, sí, me dijo, y lo cacheé de arriba abajo, lo agarré y lo zarandeé por el cuello, y le espeté: «¿Quién es la plasta, tú o yo? ¡Escupe! ¡Desembucha, maricón!» Y lo tiré por el suelo y él me dio un codazo en el vientre y me apretó lo huevos..., y yo le gritaba... «Hijo de puta, me cago en tu madre!»  (El MUCHACHO representa en vivo la escena que la NEGRA se precipita sobre ellos.)  «Dime la miseria que eres. Di que en tu vida resingá no has tenido el coraje de enfrentarte de veras a un timbalú.»  (Enciende con dificultad una colilla.)  Cogí un sube que empecé a endilgarle unos batacazos... «Dí, cojones, dí, si eres macho.» Y venga uno y otro y otro y no quería, se lo prometo, no quería denigrarlo ni abollarlo ni descuarejingarlo, pero una fuerza que no tengo me empujaba, sangre, olía sangre, mátalo, y con esta varilla tinta en sangre...,  (Lanza la varilla por el suelo y la colilla.)  iba a romperle la crisma.  (Sollozando.)  Yo no quería..., y en un callejón, mátalo, sin piedad, qué es esto, mamacita..., mamacita.

(La NEGRA se acerca con cuidado, vence su reserva y lo abraza, finalmente acunándolo, cantando una canción de cuna. El VIEJO se aparta, recoge su capa que ha rodado por el suelo como un manchón de sangre.)

VIEJO.-  ¡Que me da un terepe, carijo!

(Pausa. El MUCHACHO sale de su crisis, y rechaza el abrazo de la NEGRA que queda atónita.)

MUCHACHO.-    (Abrupto. A la NEGRA.)  ¡Eh! ¡Suélteme! ¡Déjese de confiancitas! ¡No me toque! ¡Cómo se atreve! ¡Candela de basurero!...  (Recapacitando.)  Dispense, señora. No quiero ofenderla.  (Se arrodilla agarrándola por las manos.)  Mamacita.  (La NEGRA, con un empujón, lo aparta.)  ¡Tú te lo pierdes, mamalona!  (En pie. Contempla al VIEJO.)  ¿Y tú...? ¡Miserable vejancón!... ¡Que te da un terepe, ja, ja! Nervioso yo, positivo..., me iría a la Cochinchina y daría tres veces la vuelta al planeta! ¡Jodido yo, jodidísimo! ¡Sin remedio!...  (Pausa, se arrodilla junto a la NEGRA, aferrándose a ella.)  Acosado de cosas que se me embarullan y que no acabo de explicarme, que... ¿Por qué? ¿Por qué ese odio, clavado ahí, arañándome? ¿Por qué?  (Lo observa de refilón, tanteando su reacción.)  ¡Odio, sí!... ¡Usted lo sabe! ¡El mundo está hecho de odio!  (Dando grandes voces.)  ¡Auxilio, auxilio, deténganme! ¡Odio! ¡Odio! ¡La puta de su madre, odio!

(La NEGRA logra escaparse, se escurre gateando hasta su trono imaginario, se santigua luego. Las maracas se dejan oír a intervalos y una flauta china.)

VIEJO.-  ¿Odio?... Demasiado fácil albergar el odio, amigo. Mientras vivimos, ésta es mi teoría, mejor el amor que uno necesita aprender a conocerlo...
MUCHACHO.-  ¡No lo entiendo!
VIEJO.-  ¡Pruebe!
MUCHACHO.-  Ayúdeme.
VIEJO.-  Pide demasiado.
MUCHACHO.-  ¡Usted le gana al pipisigallo! Me acepta y luego me tira como un hollejo. El tiburón de la trova, el benedictino que trae las muletas del diablo y las esconde...  (Gritando.)  ¡Fuego, fuego, fuego!
VIEJO.-    (Dramático, pasando por alto las palabras del MUCHACHO.)  Pensándolo en su justa medida es muy triste esta historia. Cuando usted la pinta, es a navajazo, a tiro limpio en las calles.  (Se incorpora.)  ¡Pum, pum, pum!..., y el reguero de sangre... ¡O tal vez, no!  (Vuelve a sentarse.)  Hombres incapaces, hombres que no miran más allá de sus narices, revolviendo la miseria...
MUCHACHO.-    (Sentándose muy próximo á él.)  Yo intento aclararme y la mollera no da para más. Ésa es la dificultad que tengo.
VIEJO.-    (Confidencial, agradable.)  Eso me pasa a mí también. Uno mira hacia atrás y sólo ve eso. Cuanti más que se repite. ¡Una salación amigo! En mi pellejo, en tu pellejo. Esta historia, nuestra historia.
MUCHACHO.-    (Confidencia, agradable.)  A ver si nos entendemos, ¿de qué habla?
VIEJO.-  Le estoy hablando de mi vida.
MUCHACHO.-  Pues no lo parece.
VIEJO.-    (Totalmente transformado. Alegre, vivaz.)  Verá y me dirá que sí. Hubo una vez..., hace un tongón de años, allá por el tiempo de la Chelito y su pulguita, y el tiempo empezaba a ser tiempo.  (Con dificultad se pone en pie, da unos pasos, imita a un prestidigitador.)  Una carpa del circo. Yo también estuve en las bambalinas, amigo mío. El acabóse. Reflectores, señores. El gran espectáculo nocturno se prepara ante ustedes.

(Se acerca a una mesa de tablas baratas y cartones donde se encuentran varios instrumentos. Toca con una cuchara las botellas, improvisando, luego al jarro, a las botellas con el jarro, al jarro con un sartén y con unos cencerros, armando una cacofonía no exenta de gracia. Repiquetean tambores.)
  
Destoletados, destoletando, astrólogos, matarifes, vende patrias, filisteos, asesinos, los chulos de la garitas revueltos con las beneméritas procreadoras..., hay que tener gandinga, señoras y señores, música, señores, serpentinas, fuegos de artificios, el gran espectáculo nocturno comienza..., y todo se repite...

(El VIEJO, exhausto, se desploma.)

MUCHACHO.-  Siga, me gusta... ¿Sabe una cosa? Mi abuelo hablaba igualito. Cuando lo conocí..., enseguida me dije, que coincidencia..., y mi padre, que tenía un humor de perros, y mi madre, que en paz descanse, me contaban.  (Se le acerca, con intención.)  ¿Me podrá ayudar con algo? Las tripas me están cantando... Óigalas, es un concierto. Gori, gori, gori...  (Pausa. El VIEJO no responde. La NEGRA se persigna. Sincero.)  Quizás, después, lo que usted me ha contado, pueda regarlo por todo el mundo. Seré su sargento político, su secretario, su hombre de confianza, su guarda espaldas...
VIEJO.-  No necesito tanto, amigo. Me duelen los huesos.
MUCHACHO.-  Trataré, se lo aseguro.
VIEJO.-  Machaca, machaca... Con buenas intenciones se construyó el infierno. Usted, por su lado, yo por el mío. No nos confundamos. Téngalo presente. Ni con Dios ni con el diablo...
MUCHACHO.-  Y yo, de mentecato, proponiéndole de corazón...
VIEJO.-    (Evasivo.)  Atrapé un resfriado. La luna. Perra degenerada.  (Para sí.)  Tendré que denunciarla por chivata.  (En un exabrupto.)  Y usted me perturba, y llamaré ahora mismo a la policía. ¡Qué jodienda! ¡Éste es peor que una plaga de piojos...!
MUCHACHO.-  ¡Ah, Dios mío, Dios mío..., y usted sin darse cuenta me trae recuerdos, montones... Un pueblo y la ventolera agitando el polvo en una gigantesca plazoleta. El parque, no como éste, más bonito entodavía..., bonito a morirse, con farolas, y en la glorieta tocando canciones..., y las calles que se iluminan, y la vega del río en puro monte..., y a escondidas me bañaba..., y mamá peleaba, «no vayas, te vas a ahogar, mi nene.», y en andas, corría en bicicleta...  (Pausa larga. Se pasea por el escenario, buscando un apoyo. Más tarde se sienta.)  Yo no soy de aquí. Es la primera vez que vengo. Caí, por desgracia. Por mi vieja lo juro que una Estación de Policía...  (Simulando inocencia.) , le roncan el tubo ir de cabeza detrás de las rejas, sin comerlo mi beberlo, acosado por un viejo y la poli y los baños de manguera con agua fría y los chillidos de los presos en la madrugada...
VIEJO.-  Yo, sé, yo, yo sé... Una vez...
MUCHACHO.-    (Interrumpiéndolo.)  Oiga, con la debilidad que me mata y un resistero del diablo, en descampado, por esta zona, sin ninguna sombrita..., y en eso vino un mulato, un testaferro, un maleante, y sin venir a cuento me propuso que le vendiera un reloj enchapado..., de pulsera... Lo afirmo como que existe el cielo.  (En un rápido movimiento forma una cruz con los dedos y la besa.)  Así fue, compadre.  (Moviendo la cabeza, queda como en el vacío. La NEGRA da un grito casi imperceptible. Mecánico.)  Y apareció el viejito..., yo apenas me acuerdo..., quizás he perdido las huellas...

( Se oyen tambores lejanos y maracas.)

VIEJO.-   (Indiferente hace unos signos extraños con las manos, evocando el ritual de una liturgia antigua. Se para en seco. Recriminándolo.)  Recójase al buen vivir.  (De inmediato cambia de tono.)  A mí sin comerlo ni beberlo a cajas destempladas me metieron de cabeza en el vivac..., me acusaron de que yo me encueraba y bañaba en la Fuente de La India y me pajeaba ante el gentío, aquí mismito, y yo, ni de mentiritas, como que estoy vivito y coleando..., nunca, nunca..., y otra vez me cogieron meando, por allá por el bidé de Paulina, y aseguraban que yo le enseñaba mis partes a las muchachitas, dando jamón..., lo juro, ¡jamás!... y en aquel antro de la Estación dormí una buena semanita..., y no sé cómo me sacaron del apuro...  (Sonríe como si hubiera cometido una infracción.)  Usted y yo la hemos pasado negras.

(La música se acerca y se aleja. La NEGRA se incorpora y se sacude la falda, iniciando un atisbo de danza.)

MUCHACHO.-     (Para sí.)  Desconfianza, sí, desconfianza...,  (Lo mira fijamente.)  Qué pinta este tipo.  (Señala a la NEGRA y sonríe embaucador.)  ¿La conoce?
VIEJO.-    (Con desprecio, evidenciando una ambigüedad, a quién se refiere, al MUCHACHO a la NEGRA.)  Inmundo diablejo.
MUCHACHO.-  Los otros días se portó conmigo de chupa y déjame el cabo. ¡La pobre!... La gente se burla de ella y hasta le han encasquetado un apodo.  (Se vuelve para mirar a la NEGRA y se extasía.)  Fea, fea, fea, tan fea que llega al tope de fea, la muy condenada.  (La NEGRA se sienta.)  Mírela, mírela. Luce una reina. Mírela. O una Virgen.  (Pausa.)  Yo, qué caray, le agradezco el pedazo de pan con timba que me regaló..., y ahorita, usted vio, me abrazaba como a un fiñe.  (Desconociendo qué es lo que plantea.)  En este país..., amigo mío, en este país, a cualquiera se le ponen los pelos de punta... Mire en firme y verá..., ni de broma juegue..., caballero...
VIEJO.-    (Cortante.)  Desde el principio.  (Otro tono.)  No te fíes de ella.
MUCHACHO.-    (Molesto.)  ¿Qué, me intenta controlar? ¡Manda pinga!  (A la NEGRA.)  El pan con timba de anteayer, una delicia. ¿Tienes otro?  (Carcajeándose.)  Estoy en la fuácata.  (La NEGRA no se mueve.) 
VIEJO.-  Hazme caso.
MUCHACHO.-  Y bien, ¿por qué? Si nada malo ha hecho. Al contrario, churriburri.  (En otro tono.)  ¿Sabe que me trae en jaque? ¿Quién es usted? ¿Pretende, qué?... Ya me tiene hasta la coronilla con tanto sigilo...

(Vuelan algunas en rachas de hojas y pétalos.)

VIEJO.-  Escúchame.
MUCHACHO.-  ¿Dónde vive?
VIEJO.-  ¿Qué se trae entre manos?
MUCHACHO.-  ¡Vomita!
VIEJO.-  ¿Amenazas conmigo?
MUCHACHO.-  Vete a freír tusas.
VIEJO.-    (Se ríe, escandalizando, gritando y luego susurrando.)  ¡Se acabó lo que se daba!  (Imitando la voz del lobo.)  Es un misterio.
MUCHACHO.-    (Imitándolo.)  ¡Caperucita Roja y Aladino y la lámpara maravillosa!
VIEJO.-    (Burlón.)  En cualquier sitio. En todas partes.
MUCHACHO.-    (Jugando al ingenuo.)  ¿Sin techo fijo?
VIEJO.-   ¿Para qué?
MUCHACHO.-    (En su juego.)  Me toma el pelo de lo lindo. Yo creía que abusaba de su generosidad y veo...
VIEJO.-  La verdad. Nunca necesito nada.
MUCHACHO.-    (Rotundo.)  Ah, sí..., usted vive del aire.
VIEJO.-    (Retomando el librote.)  Créeme. Con esto me basta.
MUCHACHO.-  ¡Vengan las mentiritas criollas! Usted piensa que soy tan estúpido como para tragarme semejante filfa.  (En tono divertido.)  ¡Vive del aire! ¡Con eso le basta! ¡Ja, ja, ja! Bonita chinchorrería. No tengo nada. No quiero nada. No busco nada. Nada de nada, la mayúscula nada. ¡En la inopia!... Usted, como mi tío Ruperto, pregona que el hombre es un asco, y si podía romperme el culo, me lo rompía, que encaprichado estaba. ¡Quien te crea...! ¡Bambollero! A mí que estoy en el erizo me lleva a paso de conga. Porque a mí, mi hermano se me forma un hueco en la barriga... Y esto resolverlo, difícil..., aunque me atuse, y ponga carita de yo no fui, señora, señorita, caballero, por favor una pesetita, que mi abuelita se muere tísica en el hospital... la gente de reojo me espanta tremendo sal pa fuera, anda, bribón, arrégleselas como pueda, búscate un trabajo, con ese cuerpazo mendigando, no le da vergüenza..., y yo, en la prángana, zapateando calles, parques y plazoletas me reconcomo los hígados, con el deseo de gritar y mandar a la gente a la porra..., destruir, salir corriendo...  (Agitado.)  Paso por una vidriera y veo una panetela borracha y al doblar una esquina en pantalla completa exhiben el anuncio de un plato de frijoles negros..., y la boca se me hace agua..., aguanta que te aguanta, como un mulo de carga, jadeando, con la lengua afuera...
VIEJO.-  ¿Intenta qué, responsabilizarme?... ¿En ese desatino, qué parte me toca...? ¿Acaso por los pellejos que me bambolean, por la gardenia en el ojal o por la neblina que barre la ciudad?  (Retándolo.)  ¿Quiere matarme? ¡Hágalo! Ningún miedo le tengo.  (Mimando.)  Con un cuchillo o una soga, ¡crac!, y del otro lado. Morir no me importa, mejor que vivir en la miseria. Muriendo, se elimina la penuria..., y uno entra a paso seguro a desvanecerse en polvo.  (Con una sonrisa plácida, y amable.)  ¡Insúlteme! ¡Ya tendrá que arrepentirse!
MUCHACHO.-  Vaya, su Excelencia.  (En otro tono.)  Asimismo decía mi madre.
VIEJO.-    (Salta, circula igual que un enajenado.)  ¡No! ¡No me compare! Usted no es el único en este planeta que merezca una atención especial. Hay los de arriba y los de abajo..., y nosotros...  (Ríe estruendosamente, pateando, golpeándose los muslos.)  Uf, qué barbaridad. De abajo y de arriba, y nosotros, dónde estamos, dónde, abajo o más abajo..., discutiendo por qué en el vacío...  (A la NEGRA.)  Eh, tú, ¿de acuerdo está en que debe creerme?  (La NEGRA se acicala, se pinta los labios.)  Ésa la goza en grande.  (Al MUCHACHO)  Fíjese en ese fenómeno.

(El MUCHACHO mira a la NEGRA, sin verla. Permanece sumergido en alguna evocación. Sonríe mecánicamente.)
  
 (Con sorna.)  Cuquita, vieja puta, te vas a dar una vueltecita. Por el momento, por el momento el negocio rinde una mirringa. Antes, cuando las vacas gordas, nadabas en oro. ¡En tus buenos tiempos!  (La NEGRA, quizás con disimulo, le echa un vistazo.)  Y, a veces..., invariablemente, me azota una visión...  (Al MUCHACHO que escasamente le atiende.)  ¡Te lo había dicho! ¡La conozco! ¡Un pimpollo! ¡Con aire de chirusa, pero simpática! Aretes, pulseras, oro, mucho oro. Con sus faldones amarillos y azules, mejor guarabeados..., y las blusas desgolletadas, alborotaba el barrio de La Habana Vieja y en Puentes Grandes armaba un titingó, y ni se fijaba en mí. Yo llevaba un violín a cuestas, recorrí a los pueblos, los pueblos más olvidados, y la gente se estropeaba el galillo «Eh, Jiniguano, Príncipe de Versailles, tócame Papaíto Compay Gallo», y yo tocaba y entonces se desternillaban de risa y yo les veía los dientes podridos y lloraba y lloraba tanto que se ponían muy serios y venía una mujer gorda oliendo a cebolla y se arrodillaba delante de mi y chillaba: «Es un ángel, es el hijo de la Virgen». Llegaba de pronto un escuadrón pacapún, pacapún pacapún, de la tropa pretoriana y se creaba un barullo de polvo y lamentaciones, y me trepaban a un trípode y me llevaban en andas por la Calzada de Luyanó «Viva Tito Andrónico», y mi hermano que tenía malas pulgas conspiraba y me arrastró de allí, secreteando a quien quisiera oírlo que yo era un traidor, un voluntario de la guerra de los negros en la zona de Santiago, y me arrebató el violín, lo pateó y desguabinó contra las piedras... Y quedé ánima en pena, sin mi violín... Solo... Y el carnicero me tiró las piltrafas del perro... Y mi primo Juvencio, la cara llena de verrugas y el pelo de rojo azafrán...  (Susurrante, aproximándose al MUCHACHO.)  No te fíes de ella. Una pécora. Una puerca. Ella, ella. El demonio de que habla el libro. Me perseguía y yo le huía como a la peste.  (La NEGRA gesticula su desprecio, escupe y sigue acicalándose.)  Mi primo Juvencio que la conoció en Batabanó me dijo que le dijeron, a mí no me lo creas, que era verídico que vino de Haití a los diez años, atada con grilletes, entre una tonga de delincuentes, y la metieron en una tronera a cal y canto, y mira lo astuta que es que luego se fue con un chino...
MUCHACHO.-    (Sin creerle apenas.)  ¡Qué historia!
VIEJO.-  ...¡que siempre se anudaba la corbata!
MUCHACHO.-    (Abstraído.)  ¿Sabe usted..., mi madre..., ay, mi madre..., sabe? La quise matar, casi sin pensarlo, sí, porque ella me dijo que papá alzó la pata de casa y que el causante era menda..., y andaba yo martillando en el patio una lata y de pronto, ¡zaz!..., no, no, imposible que me detenga en esa idea, y me machaqué un dedo.  (Pausa. Otro tono.)  Resulta bastante raro. De vez en vez siento que me desvanezco, que me evaporo, que soy alguien que no conozco, que probablemente sea mi enemigo.  (Sonriente.)  ¿A que no lo adivina? No me diga que sí, porque lo degüello.  (Pausa.)  La recuerdo. Un día más que otro. Muy linda. Por las mañanas se levantaba a la salida del sol. La veo todavía.  (Acorde de la armónica.)  Parecía, cómo diría... Compararla, a nadie.  (Acorde de la armónica.)  Murió, ya se lo dije. Mierda, repito lo mismo. Sin embargo de santa no tenía un pelo, porque me metió de a timbales en la estación de policía al descubrir que yo guardaba una ñinguita de hierba debajo de la colchoneta.  (Pausa.)  Jamás volveré al pueblo. Hubo cosas difíciles. Un incendio y asesinaron a un viejo.  (Acorde de armónica.)  Demasiado feotas.  (Lo observa extraviado en su confesión, lo agarra por los hombros.)  En el velorio..., quise que la anegaran de flores, muchas, muchas flores, de lilas, de geranios, de girasoles, y empecé a vociferar...
VIEJO.-  ¡Suélteme! ¡Que me acogota!
MUCHACHO.-  ¡Perdón, perdón! En un tris me falló el chucho,...  (Lo suelta, se precipita hacia el proscenio.)  Entonces un borrico entró en el cuarto donde la tendieron, se me acercó y me sopló bajitico que no, que no podía ser, y yo dije que sí, y a eso intervino mi tío y le cuchicheó que me dejara, que no sabía lo que estaba diciendo y que yo no pintaba ni resolvía, y me disparó un gaznatón, y en aquel minuto, compadre, me subió un eructo de fuego, lo sujeté por el gaznate y si me dejan, me lo como vivo.  (Pausa.)  Peor fue después, al declararse el fuego en la funeraria...  (Pausa larga.)  Feotas, en confianza le repito, feotas.  (Desconcertado, se sienta en escalón.)  ¿A dónde me meto esta noche? ¿Dónde? ¿A quién le rapiño la jama, a quién?... ¡Las veo de todos los colores, coño!

(El VIEJO vuelve a su posición inicial. Hojea el libraco carcomido. El MUCHACHO, repentinamente, observa el sitio, como si no lo conociera. Coge la varilla, da vueltas en torno al VIEJO. Éste no se mueve, expectante. La NEGRA termina de pintarse, se endereza, compone su vestido y su manto, y se sienta. Cabecea o lo parece. El MUCHACHO regresa al punto inicial. (Escena muda.) El VIEJO saca unas gafas antiguas, se las pone. Las gafas ruedan por el suelo. El MUCHACHO se precipita y las recoge, entregándoselas. El VIEJO se lo agradece. Repite la operación de ponérselas. Enseguida hojea el libro y pronuncia palabras ininteligibles. Se levanta, se mueve alrededor de un círculo imaginario. Se sienta, frustrado. El MUCHACHO se burla en un tono juguetón, más bien, amable.)
  
Muchacho. ¿Habla conmigo?  (Se acerca y acuclilla.)  ¿Puedo?
VIEJO.-  Concentración, concentración...
MUCHACHO.-  Creí que me llamaba.
VIEJO.-  Medito.
MUCHACHO.-  ¿Quiere que le confiese una cosa?
VIEJO.-    (Cantando.)  Al ánimo, al ánimo, la fuente se rompió.  (Pausa. En un tono suave y cruel.)  Váyase, mi hijito, de una vez y por todas.  (Sigue cantando.)  Que sí, que no, que se asoma el gallo quiquiriquí, dale al ánimo, al ánimo, la fuente se rompió y yo diré que sí, y tú dirás que no...
MUCHACHO.-  (Abordándolo de una manera totalmente imprevista.) Yo..., yo..., entrometerme le aseguro que contaría hasta diez.  (Sonríe como un niño.)  Como usted afirma..., en el principio. Una magnífica teoría.  (Pausa breve, observándose distraídamente las uñas.)  Pasarme por un angelito sería el colmo... Soy un guacarnaco, de la cabeza a la punta de los pies, pero la necesidad me sobrepasa, usted comprende...  (Otro tono.)  Si le place..., me gustaría que me enseñara... Escúcheme. Confiar puede. A pie juntillas. Hago lo que quiera y resuélvame.  (Casi cuchicheando.)  A nadie le diré ni ji. Estamos hablando entre hombres. Por la vieja, le juro. Por los santos que cubren los cielos y los espantos.  (Las lágrimas resbalan por sus mejillas.)  La necesidad obliga, monina.
VIEJO.-  Mis años, jovencito. No vas a entender.
MUCHACHO.-  Haga la prueba.
VIEJO.-  Cuando llegue la ocasión.
MUCHACHO.-  Le prometo que no soy tan bruto como la gente se figura. Además como seres humanos, en un punto, bueno, hablando correctamente, sin ninguna faramalla ni tampoco orgullo...
VIEJO.-  En todo caso, cálmese... ¿Has visto como las farolas parpadean?... Es como si anunciaran que llegará pronto el otoño y se cubrirán de hojas y de pétalos los espacios.
MUCHACHO.-    (Sin oírlo. Otra vez confidencial.)  Hará cuestión de dos días, estuve con un mago del circo Pubillones y aprendí ciertos...  (No pronuncia la palabra, juega al inocente.) , ciertos..., trucos, boberas, y me regalaron la armónica y unas cartas que afirman que dan la buena suerte. A mí no me crea, pues de cierto modo, me las regalaron y a caballo regalado no se le ven las mataduras  (Ríe.) 
VIEJO.-  ¡Complicado el nene! Además esta gentecita engaña, engaña, engaña...
MUCHACHO.-    (Imitando el tono del VIEJO.)  Vive, vive, vive.

(En un acto de seducción el MUCHACHO saca el paquete de cartas de la baraja, las mueve, las organiza a su modo, y le demuestra su pericia, sus mañas, escondiendo una y luego mostrándola. Estas acciones deben poseer un encanto particular, mágico.)

MUCHACHO.-  Cerciórese. Ninguna trampa. Fácil y difícil, a la vez ¡Fantástico! ¡Me encanta! ¡Posiblemente la vida sea un juego, maestro! ¡Un crucigrama, una adivinanza!
VIEJO.-  ¿Lo afirmaría?
MUCHACHO.-    (Sincero y agresivo.)  Muéstreme entonces, señor Nostradamus.  (Pausa. Teatral y burlón, mientras mueve a veces las cartas.)  Soy igualito que un pitirre. O una cotorrita del Pinar.  (Saltando acuclillado por el escenario.)  Cuá, cuá, cuá. O un chimpancé. Levito, circunvuelo y voy cayendo, cayendo en el vacío como maná en el patio. Aguántame que me desboco. Mamacita, mamacita linda.  (Emite ruidos. Sofocado, se para en seco delante del VIEJO.)  Dígame, como usted sabe tanto.  (Burlón, con gestos afectados.)  Que así relajeaban en mi pueblo al cronista social afirmando que era una enciclopedia viviente.
VIEJO.-  ¡No le veo la gracia!
MUCHACHO.-    (Rápido.)  ¡Ni yo tampoco! Suelte prenda.
VIEJO.-  ¡Ni pensarlo!
MUCHACHO.-  ¡Al pan, pan!
VIEJO.-  Medito en los siete círculos que conforman los siete laberintos que conducen hacia un puente que no vemos. Los siete círculos son siete puertas proyectadas en el farallón de la costumbre..., y a veces me acontece que me duermo despierto y no tengo idea, recorriendo vidas anteriores que jamás he conocido..., superponiéndose una detrás de la otra..., aquí, entre dos espejos, delante de la llama de una vela...
MUCHACHO.-    (Reprimiendo la risa.)  ¿En los siete círculos? ¿Y dónde están? ¿En la estratosfera?
VIEJO.-    (Secreteando con aspaviento.)  En lo infinito.

( Un sutil cernido de hojas y pétalos.)

MUCHACHO.-    (Tono anterior.)  Hubiera jurado que por viejo guardaría mejor la forma.  (Al VIEJO.)  ¡Así que en el infinito!  (Mirándolo fijamente.)  ¡El infinito!... Larga tarea me pones.
VIEJO.-  Más allá, más acá... Estoy convencido que lo que le digo usted no lo entiende. Como la gente nunca entiende al otro y siempre piensa mal.
MUCHACHO.-    (Divertido, sin prestarle atención. Juega con las barajas.)  Ayer, no..., mentira: las otras noches..., mentira; un año a lo sumo..., quizás; por un tin me equivoco... ¡Yo vi un mapa, y en el mapa me encontré a un viejo tacaño que podía ser mi abuelo, jajaja...! ¡Más mezquino, coño, que una mazorca agusanada! ¡Un viejo con barba parecido a Mandinga! Una mezcla de oros, copas, espadas y bastos, rey de copas y rey de oros, sota, caballos. Mire, usted, todo se derrumba...
VIEJO.-    (Intrigado, con una vaga solemnidad.)  Repítame eso.
MUCHACHO.-  ¿Qué cosa?
VIEJO.-  Yo vi un mapa.  (Se transforma y se mueve imitando a un danzarín hindú.)  Yo vi un mapa..., yo vi un mapa...
MUCHACHO.-    (Mecánico, con fastidio.)  Yo vi un mapa.  (El VIEJO lo anima por señas a que continúe el parlamento. Él reacciona y plantea lo que le urge. Acaricia una bola de cristal imaginaria.)  Y en el fondo, en el fondo del fondo, resplandecía un plato de quimbombó, un bistec empanizado, unos platanitos maduros fritos, dos o tres tostones y una champola de guanábana...
VIEJO.-    (Indignado.)  ¿Y tú qué quieres que yo haga? Brujerías, patrañas, inutilidades.
MUCHACHO.-  ¿Cómo?
VIEJO.-  La experiencia habla.
MUCHACHO.-  ¡La experiencia! ¡Probable!... De muchachón, en la escuela, o antes, quizás, la maestra explicaba que el cuerpo determina, que uno jamás podría separarse de él, que cuerpo sano, mente sana, decían los antiguos..., que era sagrado, lo único sagrado que existe entre el cielo y la tierra, y mi padre me obligaba a que hiciera ejercicios, el cuerpo, el cuerpo, gritaba, y me puso a cargar piedras..., entre un elemento de siete suelas que yo me aterraba...
VIEJO.-    (Apenas sin oírlo.)  ¡El cuerpo, dices! ¡El cuerpo!
MUCHACHO.-    (Burlón.)  Dígame, señor, desentráñeme el misterio. Qué timbeque, papacito lindo, chinito de Cantón.
VIEJO.-    (Haciendo círculos en el aire con los dedos.)  Ahí reside la sabiduría. La eminente, la gran sabiduría..., por ejemplo, pienso que no lo conozco y siempre ha estado conmigo...
MUCHACHO.-  ¿En el cuerpo? ¿En el mapa? ¿En el mapa del cuerpo?
VIEJO.-  En los siete círculos.

(Un vendedor de tamales pregona a lo lejos. Rasgueos de guitarra.)

MUCHACHO.-    (Vulgar, feroz, gesticulando, agarrándose el sexo.)  ¡En este trozo de yuca, surrupio!  (Pausa. Se sienta desalentado. Cambia el tono, mostrando su doblez, señalando los libros.)  ¿Por qué no lee ahora un pedacito y después me ayuda con algo..., con cualquier perendengue?
VIEJO.-   (Evasivo. En el papel del anciano impotente.)  Con dificultad percibo, hijito. Se me emborronan las letras; puntitos, rayas, curvas, oblongas, circunferencias, rayas y rayas y rayas, usted no puede imaginar las mil y quinientas que paso.  (Otro tono.)  Y ahora usted me zarandea, me busca las cosquillas, y yo aterrizo despatarrado, y usted tan campante, jodiendo, agitándome, y yo qué debo hacer..., sí, sí, usted, mi sombra, mi dios, oculto en las tinieblas, azota que azota...  (Derrotado.)  Mis investigaciones se han ido al agua. Meses atrás me asaltaba la idea de ofrecer una conferencia sobre la estabilidad de la contradicción, y míreme usted, baldado, inútil, faltándome las fuerzas, sin defensa alguna. Una conferencia que haría sensación, estoy convencido... Una conferencia que me propusieron en el Salón de los Espejos, y yo de berraco, con mis humos de gran señor, de recatado y de puro, me tiraron a mondongo...
MUCHACHO.-    (Persuasivo.)  Vamos, hombre, tranquilo, tranquilo.  (Toma al VIEJO por un brazo.)  Venga, despacito. Conmigo no hay problema. Un hombre a todo. Yo le ayudo. En mi pueblo me llamaban el quimbao, y me reía, el quimbao, el quimbao... Usted me comprende perfectamente. Usted es un tipo inteligente. Diría una lumbrera. Un habitante de la luna, el poseedor de la buenaventura, el único...
VIEJO.-    (Zafándose.)  Que no, digo que no.
MUCHACHO.-    (En su chacota interior.)  ¿Se ofende? Ay, no creí que fuera tan delicado.
VIEJO.-  ¡Bazofia! ¡Váyase al cipote!
MUCHACHO.-  Su Excelencia es intocable.
VIEJO.-  A mi nadie me sopetea.
MUCHACHO.-    (Con el interés de robarle.)  Debajo de aquel farol.  (Lo arrastra a empellones.) 
VIEJO.-    (Rotundo, resistiéndose.)  ¡No, no, no! ¡Basta!
MUCHACHO.-  ¡Harás lo que yo quiera!
VIEJO.-  ¡Que no!  (Corre hasta su sitio y se sienta, sofocado, tantea una penca de cartón. Abanicándose.)  ¡La última palabra dije!
MUCHACHO.-    (Cae de rodillas. Trata de besarle las manos. Suplicante.)  No sea malito. Le prometo. Usted se parece a mi abuelo... ¡Traído de la mano de Dios!
VIEJO.-  Está bien, no exagere halándome la leva.  (Aclarándose la voz se toma su tiempo. Leyendo.)  En el principio era el principio y el principio como principio, que fue el principio... Mares irascibles, montañas en erupción, aires de azufre y la inmensidad dominada por el fuego...  (Deja la lectura, de pie con bastón en mano.)  Cercando la contradicción de la contradicción en una esfera donde se pierde el monte de las siete lunas, una caravana asoma su naricita y sus lápices de colores, y el embrujo se estratifica buscando el significado y el significante...  (Toma aliento apoyado en su bastón.)  Iba desmandado el gigante de las tres cabezotas por el barrio de Colón y se internaba por San Nicolás, corre que corre, ningún paradero, plaza abajo, plaza arriba, en nombre del Padre, del Hijo y del espíritu Santo, corre que corre, por los desiertos y las lagunas, y entre moñingos de perros, yo resucito en el cuerpo del Conde de San Germain...  (Baila.)  Abre camino, no te detengas, palabras, pedruscos, centellas, empellones, culi, culi, culi cagado, me voy al escusado.

(El VIEJO desaparece detrás del enrejado.)

MUCHACHO.-    (Violento.)  Si supiera lo gordo que me cae y el esfuerzo que hago con estas bainás.  (Pausa.)  Mi padre, por las noches, cuando estaba de vena, me leía libracos que no entendía. O entendía a medias. Puede que sea verdad o que en este momento cachicambié lo sucedido; que me invente recuerdos de libros leídos por otro. Es como una palabra que decía mi primo y me salta a menudo en la punta de la lengua y no comprendo, y olvido...

(Aparece el VIEJO al nivel de la baranda de hierro como un personaje del cine mudo, tratando de fisgonear a su alrededor. Despacio se contonea y llega a su sitio, haciendo reverencias y gestos inusuales desprovistos de lógica, del modo que se actúa en un circo o en una comedia de bulevar. El MUCHACHO continúa en su soliloquio. Se oye en la lejanía el son Échale salsita interpretado por el Septeto Nacional de Ignacio Piñeiro.)
   
(A otro personaje imaginario.)
  
En mi pueblo había un cafre... Bah, ya se lo dije.  (Al VIEJO.)  ¿De regreso, mi amigo?... Siéntese, acomódese.  (El VIEJO duda.)  ¿A que no sabe cómo es mi pueblo? Un pueblo triste hasta más no poder donde espejea una laguna azul.  (Se extasía, la contempla.)  Más que azul..., se traga a los fiñes que caen en ella...  (Pausa. En otro tono.)  Allí somos gente importante y barín... Mucho pupú, casa con tres pisos. Mi tío Ruperto, de quien hablaba, se las traquetea. Altote, barrigón, grandes bigotes y un burujón de socios, y uno en particular, Chucho Carvajal que manichea en el Central y el batey. Fíjese usted cómo se arma el rebumbio que mi tío, siendo guarda espalda del Capitán de la Poli, allá en mi barrio, se fue al Central y afilando las garras de águila en los asuntos de dinero..., en el regateo la gente faroleaba que sí, que no, que al terminar la zafra... Me contaron, yo no lo vi, que se llevó en la golilla a más de siete, entre ellos a un negro..., y a más, acabó con la quinta y con los mangos, porque él no tiene miedo ni a Sansón Melena... ¡Ladrones, ladrones! ¡Una pandilla de ladrones!  (El VIEJO bosteza groseramente.)  Desde entonces le llaman el Alcalde, y ahí fue que encandilado por la historia se manifestó el Chucho Carvajal y se lo llevó a parte, diciéndole «Tú eres el hombre que necesito». Y andan a partir un piñón y se van de parranda que dura una semana, y mi tío saca un billetaje que no lo salta un chivo, y las mujeres se despatillan..., qué clase de hembras..., y el barrio entero en la efervescencia y el julepe, muerto de envidia..., todos, toditos, incluyendo a Panchito, el dueño del billar...  (Emite un silbido.)  Oiga, acompáñeme, compadre..., lo bueno que sería ahora meterle el diente a tremendo fricasé de pollo con pimientos morrones, su cervecita, y para terminar, unos casquitos de guayaba o de naranja bañados en almíbar con un quesito crema..., o qué caray, un pedazo de rompequijá que venden en la esquina. A falta de pan, casabe.  (Pausa.)  Para serle sincero a mi me gusta la vida suave. Lo mismito que a mi tío que se pasaba el santo día aconsejándome «Dobla el lomo», y que yo sepa él nunca lo dobló. Él a la bartola y que el mulo trabaje. No, viejo, no; de eso nada.  (El VIEJO pretende interrumpirle, no obstante el MUCHACHO sigue en su monólogo.)  Hablan hasta por los codos. Hablan, hablan..., y al fin y al cabo...  (Encogiéndose de hombros.)  ¡Cuentos de caminos!... O la sin hueso se despliega a millón, cepillando a media humanidad. A mi gustaba oírlo, se lo confieso. Luego me sentía mal. Por eso el día que murió mamá me anduve un tantico alterado por casa de Lola donde pululaban mujeres y me invitaron y me escurrí en una cama que se zarandeaba sola, riquirac, riquirac, y fue entonces que se declaró el incendio en la funeraria, «¿Qué fue?», gritaba, y me achujaron los perros «fue él, él fue»... Aciscado, con los chamas de enfrente de casa, con el hijo de Paco, el panadero, y con Lalo y con Yeyo..., a campo traviesa, por nuestra cuenta, a lo jíbaro, empezamos a tirar piedras en el río y a cazar pichones que se nos quedaban muertos al empuñarlos. Sin más, espanté la mula..., y nadie, nadie sabrá nunca, qué fue, cómo, quién, cuándo y por qué, se lo juro que nadie..., encaramado en los trenes de caña, en los camiones de carga de caballos o bueyes, en las carretas desperdigadas como fantasmas, me llegué, como quien logra su destino, a la capital, y aquí, vea usted, arrégleselas como pueda..., en el ballú de Carmela la Millonaria, en la casa de Pedro el Maricón... Porque uno es así..., barín.  (Pausa. Se cerciora de que el VIEJO dormita.)  Eh, usted... Mesié, mesié... No volveré a cortarle la inspiración... Despierte, hombre... La luna nos cae encima y baila entre nosotros un danzón... ¡Qué cosa!
VIEJO.-    (Totalmente atontado. Todavía dormitando.)  En el principio.
MUCHACHO.-  Mire la luna.
VIEJO.-  Se me nublan los ojos.
MUCHACHO.-  Límpiese los espejuelos.
VIEJO.-  Carijo, tienes razón.  (Se limpia las gafas con la camisa, mientras los libracos se desparraman a su alrededor.)  Es una historia que todos sabemos, que todos más o menos hemos sufrido.
MUCHACHO.-    (Teatralizando.)  Vaya. Tiene punta la cosa.
VIEJO.-  Como lo oye.
MUCHACHO.-  Para mí, primera noticia.
VIEJO.-  Porque la ocultan.
MUCHACHO.-  Debe ser aburrida.
VIEJO.-  Qué va, no lo crea.
MUCHACHO.-  En mi tierra jamás..., que yo sepa.
VIEJO.-  Pues su abuelo lo supo. Es un poco la historia que relata de su tío Ruperto. O la suya, la del incendio de la funeraria y la del crimen en la placita de Albear... «¡Mátalo, mátalo, sin piedad!», usted lo dijo, y trató de abacorarme..., por un tilín pierdo el resuello... «suéltame», y dijo que a su madre, me dijo que su padre, que el tío y el primo, el mundo colorao, Dios me libre y Dios me ayude, por mas que sea en los quintos infiernos, «auxilio, por San Bernardo y los ángeles caídos», que los astros se dislocan y rodarán más allá del globo terrestre, y tú y yo seremos pastos de los buitres..., «misericordia, piedad», en el desespero...
MUCHACHO.-    (Sobrecogido.)  Así puede ser.  (Pausa. Otro tono.)  Mi abuelo era como usted. ¡A los treinta, uno se las sabe todas!...  (Tono simpático.) , y mi abuelo y usted tienen la misma facha...
VIEJO.-    (Fingiendo.)  ¡Alabador!
MUCHACHO.-  ¡No lo cree!  (Mirándolo fijamente, de perfil, de frente.)  Sí, el doble, tal vez...  (De golpe.)  Su nariz. Me luce que..., idéntica, nada más de verla.
VIEJO.-    (Rápido, para desestabilizarlo. Suave.)  Quizás tenía algún detalle diferente. Alguna marca, algún rasguño, una verruguita, aquí, o allá..., quizás tú tienes razón cuando hablas del cuerpo, hay algo extraño y sagrado. Nadie es igual. ¡Se lo aseguro! Ni los gemelos. Aparentemente parece que no. Pero, sí. La naturaleza en eso es muy sabia. Otorga a cada uno una ración de algo imprevisto y único... ¡Se ríe!...  (Cambio total de tono.)  ¡Bribón!  (Toma la varilla del suelo y la blande a su alrededor.)  De a porque sí quiere meterme en su berenjenal. ¡Lo vi desde que llegó!  
(La NEGRA se agita y saca objetos inusitados de las jabas y cartuchos, como por ejemplo, unos soldaditos de plomo o madera, una lámpara portátil, un martillo, etc., corriendo de un lado para otro y gritando palabras enloquecidas.)

¡No tengo ni en qué caerme muerto! ¡Por experiencia, sé...!  (Se apuña el pecho.)  ¡Éste es el viejo de las barbas como Satanás! ¡No es ella!  (Risotadas.)  ¡Soy yo! Las cartas de la baraja lo dijeron, la reina y el rey... ¿A qué has venido, a qué?... ¿A asestarme la puñalada trapera?... ¿Por qué? ¡Piensa que fácilmente me meterá en un bolsillo y podrá aprovecharse a sus anchas!... ¿De qué?  (Golpea con la varilla a derecha y a izquierda.)  La historia de la mamá y del papá, del abuelito que se parece a mí...  (A carcajadas.) , del tío y del primo y de Chucho Carvajal... ¡Apártese!

(Lanza la varilla al suelo. Pausa. El MUCHACHO lo contempla sorprendido, fascinado, atontado. El VIEJO se recompone y se sienta, adquiriendo una falsa solemnidad. La NEGRA, al fondo, se arrodilla de espaldas al público y da golpes en el piso, chilla, vocifera, se contorsiona, de súbito se endereza. Siempre de espaldas al público.)

VIEJO.-  ¿Empezamos?
MUCHACHO.-  Estoy a su disposición.
VIEJO.-    (Ordenando los libracos, recita.)  En el séptimo día vino el séptimo arcángel... ¿Hubo alguna vez un arcángel?  (Pausa.)  ¿Podríamos dejarlo para otro momento, no le tienta...?
MUCHACHO.-  Un pedazo de pan...
VIEJO.-    (Sin oírlo, revisando los tarecos.)  ¡Me equivoqué! Debí comenzar por otro párrafo, antes del séptimo día..., cuando uno entra en éxtasis...
MUCHACHO.-    (Interrumpiéndolo. Inconsciente impulsado por las palabras.)  Mucha razón tiene, capitán. A veces uno confía y pierde el norte, como yo, aquí, ahora, viendo cachos que se encogen o se alargan, voy por una calle, la calle del Ángel, y no es la calle del Ángel sino la del Espíritu Santo, y me digo, «si recuerdo perfectamente el buen camino», y es incierto, las casas se achican a ras de tierra, los edificios se balancean, se desploma un timbiriche, más adelante la calle se tuerce, va hacia la derecha, buscando su equilibrio, gira, se contrae, aprieta a tal punto que me siento preso, reculo unos metros hacia la izquierda, y temblequean estas paredes donde me apoyo, en un lindero me muevo apenas, porque si doy un paso me desconchinflaría, sí, señor, entonces detengo la respiración, quisiera levitar, perderme, todo conspira, conspira contra mi, hablan hasta por los codos, riegan la porquería de los latones de basura, comienzan a ladrar unos perros, no, son mis propias voces, «corre, corre», «el incendiario, el asesino de su madre», «corre, corre, que el mundo es muy pequeño», me quedo fijo, segundos después me digo «aplácate, no jeringues», y una mano me toca el muslo, la mano, la mano, sacando fuerzas la obligo, la aparto, y la calle se cuartea, de arriba hacia abajo, y de abajo hacia arriba, y estoy ante el espejo, me cuelo en él, la calle crece, se desvía, hacia el norte, hacia el sur, hacia el este, hacia el oeste, corro por un tablero de ajedrez, porque la calle es eso, un ojo mostrándome las cartas de la baraja, mi madre lloriquea, y dónde me encuentro...
VIEJO.-    (En un susurro, en un éxtasis místico.)  Comprendo.  (Hojea uno de los libracos y lee.)  El alma sana del hombre y el alma purificada de los ángeles se encuentran en una diagonal que coincide con el espectro solar, en una intersección, usted camina de espaldas por eso le ocurre...,  (Se persigna, espantado. , que yo puedo ser un asesino y usted la víctima...
MUCHACHO.-  Ayúdeme.
VIEJO.-  Las líneas astrales son confusas.
MUCHACHO.-    (Indignado.)  ¿Las oye? ¿Las está oyendo? Tengo las tripas pegadas.
VIEJO.-    (Sin oírlo.)  Conspiran las estrellas.
MUCHACHO.-  ¡Al carajo las estrellas!
VIEJO.-  En el séptimo círculo habitaban los ángeles destructores, y la tierra se abrió en tres pedazos...

(Se advierte música de flautas y de guitarras turcas.)

MUCHACHO.-  ¡Usted, increíble!... ¡Haciendo oídos sordos! ¡Basta, cojones!...  (Se echa a llorar.)  ¡Basta!  (Pausa.)  Toda mi vida elucubrando, calculando, rumiando y precipitándome en dar el golpe, en dar el golpe..., a toda costa... Mañana, tarde y noche...  (El MUCHACHO se abalanza sobre el VIEJO y lo derriba. El VIEJO se debate sofocado, sacando fuerzas, en un alarde de virilidad, transformándose la refriega en una danza violenta.) 
VIEJO.-    (Gritando.)  ¡Policía, justicia!... ¡Me desquijaras, cabrón!  (Forcejea con el MUCHACHO unos instantes encima de él.)  Misericordia, que me mata.  (El MUCHACHO lo golpea. El VIEJO se defiende y fácilmente se recompone.)  ¡Hijo de la gran puta!
MUCHACHO.-   ¡Tres quilos, le he dicho que tres quilos!  (Furioso, sollozando.)  No se hagas el come gofio... ¡Usted, usted...!  (Tirado en el suelo, despatarrado.) 
VIEJO.-  ¡Apacíguate, hijito! ¡Siéntate a mi lado!  (El MUCHACHO duda.)  ¡Acompáñame! ¡Verás que todo puede arreglarse!... ¡Y si no se arregla, al menos, ven!  (El MUCHACHO de mala gana obedece.)  ¡En el fondo de ti tú lo sabes!...

(La NEGRA se incorpora, va hacia el fondo y, con un gajo de albahaca, exorciza el escenario, pronunciando voces incomprensibles. Terminado el exorcismo, mira a su alrededor y recoge con parsimonia los objetos que había dispersado.)

VIEJO.-    (Al MUCHACHO.)  ¡Toca, toca tu armónica!...  (Pausa.)  Tócala!... Que se enciendan los ojos de los grillos, déjalos que penetren con sus gritos circulares..., que se esparza en torno nuestro el filtro de sus ensueños.  (Dormitando.)  ..., y creo que el amor...

(El MUCHACHO lo observa. La luna cae en el centro de la escena.)

MUCHACHO.-    (Preguntándose como si hablara con otro.)  ¿Usted cree...?  (Al VIEJO.)  ¿Usted cree...?  (En puntillas se acerca pretendiendo registrarlo. El VIEJO, con los ojos cerrados, le da un manotazo.) 
VIEJO.-  ¡Ajila!  (No se mueve.) 

(El MUCHACHO agita la varilla, amenazador. El VIEJO se pone en pie y le clava los ojos retador. El MUCHACHO inicia el mutis, por un lateral repitiendo el estribillo «Usted cree que...», entre risotadas y obscenidades. La NEGRA se levanta y se precipita hacia un lateral y acto seguido va al otro. El VIEJO se recuesta a lo largo del enrejado. La voz de un borracho canta: «Aunque tú me has dejado en el abandono...». Música de guitarras, maracas y claves.)

NEGRA.    (Gritando.)  ¡Llévatelo, viento de agua!  (Regresa, recoge sus trastos, abre la sombrilla y se dirige al público.)  ¿Quieren que te diga una cosa? La verdad, la purísima verdad. Yo creo. Sí, mi tierra, ¿qué voy hacer? Aquí lo que no hay es que morirse. Si no, polvo y ceniza. Y, quién me cuenta entonces el cuento que nunca se acaba, lo que dijeron en la esquina, en la casa de Chencha, y lo que dijo Cusita que no debió decir, que ella es candela y yo estoy en la prángana. Sí, mi cielo, sí. Ah, y lo que dejaron de decir... Porque Beba tiene un banco en el parquecito de Albear y yo le dije: «Mi hijita, me estás haciendo la competencia». Y yo la dejo y vengo para acá y no busco ningún tirijala... Hay que ir tirando, mi socio..., tirando hasta ver.  (Llamando a un espectador.)  Nene, ¿cuándo me das una pesetica?  (Abre una cartera.)  Hoy apenas me alcanza para una frita, y yo que soy la dueña de todos los bancos. No importa.  (Saca de una jaba un pan con dulce de guayaba y le da una mordida.)  La vida, mi hermano. La vida.  (Avanza hacia el primer plano, arrastrando el paraguas abierto.)  Yo, a pesar de todo, creo.  (Firme.)  Creo. Oye, viejo, aguanta. ¿Por dónde pasa la sesenta y seis?

(La luna ocupa lenta y totalmente el escenario.)




APAGÓN