24/10/14

Asamblea de mujeres Aristófanes











Asamblea de mujeres 


Aristófanes 



PERSONAJES 

PRAXÁGORA, heroína de la pieza 
MUJER A 
MUJER B 
BLÉPIRO, marido de Praxágora 
VECINO, marido de la mujer A 
CREMES 
HOMBRE A 
HOMBRE B 
MUJER HERALDO 
VIEJA 1 
VIEJA 2 
VIEJA 3 
LA JOVEN 
EL JOVEN 
SIRVIENTA 
CORO DE MUJERES 
PERSONAJES MUDOS: FLAUTISTA, SICÓN Y PARMENÓN (esclavos del 
HOMBRE A), BAILARINAS. 
PRIMERA PARTE 

(La escena representa una plaza de Atenas con dos casas: la de BLÉPIRO y la de su VECINO.) 


PRAXÁGORA. (Sale sola ante su casa, con su candil; aún es de noche. Va vestida de hombre, con bastón y sandalias laconías; bajo el brazo, lleva una barba postiza. Declama dirigiéndose al candil.) 
Ojo brillante del candil trabajado por el torno, hallazgo el más hermoso de inventores certeros, lanza la señal convenida de tu llama. Pues sólo a ti te lo explicamos: con razón, pues también cuando nos entregamos, dentro de nuestra alcoba, a los meneos de Afrodita, nos acompañas allí cerca, y a tu ojo que vigila los cuerpos nuestros que se arquean nadie lo echa de su casa. De nuestros muslos en los secretos ángulos tú solo echas tu luz mientras chamuscas el vello que florece allí; y cuando abrimos a hurtadillas las despensas llenas de grano y de licor de Baco, estás a nuestro lado: y haciendo esto con nosotras, no se lo cuentas al vecino. Por esto, vas a enterarte de nuestros planes de hoy, los que han acordado mis amigas en la fiesta de las Esciras. (Pausa.) Pero no está ninguna de las que tenían que venir. Y eso que ya está casi amaneciendo y la Asamblea va a ser ahora mismo y debemos ocupar los asientos y hacer que nuestras cosas no se nos vean al sentarnos. (Pausa.) ¿Qué habrá pasado? ¿No tienen bien cosidas las barbas que se les dijo que tuvieran? ¿O después de coger la ropa del marido les ha sido difícil salir a escondidas? Pero veo que aquí se acerca ya un candil. Emprenderé la retirada, no vaya a ser un hombre el que se acerca. 

(Entran el CORIFEO, con un primer grupo de mujeres del CORO, también con candil y ataviadas igual que PRAXÁGORA.) 

CORIFEO. Ya es hora de ir, hace un momento que el heraldo lanzó el segundo quiquiriquí. 
PRAXÁGORA. Esperándoos me he pasado sin dormir toda la noche. Venga, voy a llamar a la vecina dando a su puerta un toquecito, porque debe escaparse sin que se entere su marido. (Llama.) 
MUJER A. (La MUJER A sale de su casa.) Ya oí el golpear de tus nudillos mientras me abrochaba las sandalias, no dormía. Es que, querida, mi marido – que es de Salamina– toda la noche me ha estado dando con el remo entre las mantas, así que hace un instante que le cogí el vestido. 
PRAXÁGORA. Veo también que se acercan otras muchas mujeres, toda la flor y nata de la ciudad. (Entra la mujer B y con ella el segundo grupo del Coro.) 
MUJER B. Con qué trabajito, queridísima, me he escurrido de la cama. Toda la noche ha estado con arcadas mi marido por un atracón de boquerones que se dio ayer tarde. 
PRAXÁGORA. Sentaos, que voy a preguntaros, ahora que estamos reunidas, si habéis hecho lo que acordamos en las Esciras. (Se sientan, formando un semicírculo, enfrente de Praxágora.) 
MUJER A. Yo sí. Lo primero, tengo los sobacos más espesos que un matorral, como quedó acordado. Y luego, cada vez que mi hombre salía a la plaza, me frotaba de aceite todo el cuerpo y me bronceaba, plantada todo el día al sol. 
MUJER B. Yo también. Y lo primero que hice fue tirar la navaja por la ventana, para ponerme toda peluda y no parecerme ya nada a una mujer. 
PRAXÁGORA. ¿Y tenéis las barbas que dijimos que había que traer? 
MUJER A. Sí, por Hécate, mira qué hermosa es ésta. 
MUJER B. Pues yo tengo una mucho más hermosa que la de Epícrates. 
PRAXÁGORA. (A las demás mujeres) ¿Y qué decís vosotras? 
MUJER A. Dicen que sí con la cabeza. 
PRAXÁGORA. Lo demás, veo que lo habéis hecho. Tenéis sandalias de Laconia, bastones y vestidos de hombre, como dijimos. (Pausa.) Bueno, vamos a hacer ya lo que viene después, mientras hay todavía estrellas en el cielo. La Asamblea a la que estamos dispuestas a ir será al amanecer. 
MUJER A. Sí, por Zeus, debes coger asiento al pie de la tribuna, enfrente de los prítanis. 
MUJER B. Yo me he traído esta cosita (Muestra un cesto con lana y peine de cardar y al mismo tiempo hace un gesto obsceno con el peine) para cardar un poco mientras se llena la Asamblea. 
PRAXÁGORA. ¿Mientras se llena, desgraciada? 
MUJER B. Sí, por Ártemis. ¿Es que iba a oír peor mientras cardaba? Mis niñitos están desnudos. 
PRAXÁGORA. ¡Cardar! ¡Anda ya! ¿No te enteras de que no debes enseñar nada del cuerpo a los que asisten? Menuda gracia tendría si estuviera ya todo el mundo sentado y una, saltando entre las filas, se arremangara la falda y enseñara el chou­chou. Ahora, si nos sentamos las primeras, no notarán nada cuando nos recojamos el vestido; y con la barba que nos vamos a atar, ¿quién dejará de creernos hombres en cuanto nos vea? Por eso, ¡por el día que ahora empieza!, tengamos lo que hay que tener (Gesto varonil.), a ver si podemos apoderarnos de los asuntos públicos para hacer un bien a la ciudad. Porque lo que es ahora, no navegamos ni a vela ni a remo. 
MUJER A. ¿Y cómo va a hablar en la Asamblea un corro de marujas? 
PRAXÁGORA. ¡A las mil maravillas! Los jovencitos ésos, a los que más les dan 
(gesto obsceno), dicen que son los más sutiles para hablar: pues a nosotras, 
mira qué coincidencia, nos pasa lo mismo. 
MUJER A. No sé. Lo terrible es la falta de experiencia. 
PRAXÁGORA. Pues por eso mismo nos hemos reunido aquí primero, para 
ensayar lo que hay que decir allí. Venga, átate la barba y lo mismo las demás, 
vosotras que tenéis tanta práctica en charlar. 
MUJER B. (A la mujer A) ¿A quién de nosotras, so desgraciada, no se le da bien 
charlar? 
PRAXÁGORA. Vamos, tú, sujétate la barba y hazte hombre enseguida. (Pone la corona en el suelo.) Yo también voy a atarme la barba con vosotras, por si decido hablar. 
MUJER B. ¡Praxágora, encanto! ¡Pobre de mí! Mira qué cosa más ridícula. 
PRAXÁGORA. ¿Cómo que ridícula? 
MUJER B. Es como atarse la barba con jibias a la plancha. 
(Ensayo de Asamblea.) 
PRAXÁGORA. Purificador de la Asamblea. Hay que dar la vuelta al ruedo con el 
gato. ¡Vamos, adelante! Arífrades, deja de hablar. Pasa y siéntate. ¿Quién 
quiere tomar la palabra? 
MUJER A. Yo. (Se pone la corona.) 
PRAXÁGORA. Puedes hablar. 
MUJER A. ¿No voy a beber antes de hablar? 
PRAXÁGORA. ¡Sí, claro! ¡Beber! 
MUJER A. ¡Y para qué me he puesto la corona, desgraciada? 
PRAXÁGORA. Vete a la porra: allí nos habrías hecho lo mismo. 
MUJER A. ¿Y qué? ¿Es que no beben en la Asamblea? 
PRAXÁGORA. Otra vez con que beben. 
MUJER A. Sí, por Ártemis, y por cierto que vino sin aguar. Y sus decretos, bien 
mirado, son locuras de borrachos. Y es verdad, por Zeus, que hacen libaciones de vino: o si no, ¿a cuento de qué tantas plegarias al empezar, si no hubiera vino? Además, se insultan como borrachos y al que delira por el vino le echan fuera los arqueros de la policía. 
PRAXÁGORA. Tú vete y siéntate, no vales para nada. 
MUJER A. Por Zeus, más me valiera no tener barba, porque de tanta sed, me 
parece que voy a quedarme seca. (Vuelve a su sitio.) 
PRAXÁGORA. ¿Hay alguna otra que quiera hablar? 
MUJER B. Yo. 
PRAXÁGORA. Vamos, ponte la corona, que la cosa marcha. Ea, habla como un 
hombre, como está mandado, cargando tu figura en el bastón. 
MUJER B. (Se adelanta. Solemne.) Preferiría que algún otro de los que suelen 
dijera lo mejor para Atenas, y que yo pudiera seguir sentado en silencio. Pero no 
voy a permitir, en lo que valga mi opinión, que pongan en las tabernas toneles 
de agua. No estoy de acuerdo, por las dos diosas. 
PRAXÁGOR.A. ¿Por las dos diosas? Desgraciada, ¿dónde tienes la cabeza? 
MUJER B. ¿Qué pasa? No te he pedido de beber. 
PRAXÁGORA. Por Zeus, es que eres un hombre y has jurado por las dos 
diosas. Y eso que lo demás lo dijiste muy diestramente. 
MUJER B. Ah, por Apolo. 
PRAXÁGORA. Calla, que yo no voy a mover un pie para ir a la Asamblea si esto 
no sale calcado. (Le coge la corona.) 
MUJER B. Trae la corona, voy a hablar otra vez. (Se la da.) Creo que ahora ya 
le he cogido el tranquillo. (Al CORO.) A mí, mujeres aquí presentes... 
PRAXÁGORA. ¿Otra vez llamas mujeres a los hombres, desgraciada? 
MUJER B. Es por aquél que está allí. (Señalando a un sector del público.) Al mirar hacia allí, creí que estaba hablando ante mujeres. 
PRAXÁGORA. Vete al infierno tú también y siéntate lejos de aquí. Por vuestra culpa, me parece que soy yo la que va a hablar. (Se pone la corona.) Pido a los dioses tener éxito y conseguir lo que hemos planeado. (Se adelanta. Solemne.) Tengo tanta parte en esta tierra como vosotros, pero sufro y no puedo tolerar la situación en la que se encuentra la ciudad. Porque veo que sus políticos son siempre corruptos; y si uno por un día se hace bueno, por diez días es malo. Das el poder a otro: hace cosas todavía peores. 
MUJER A. Por Afrodita, es estupendo lo que dices. 
PRAXÁGORA. Desgraciada, ¿has jurado por Afrodita? Bonito papel habrías hecho, si hubieras dicho esto en la Asamblea. 
MUJER A. No lo habría dicho. 
PRAXÁGORA. Pues no te acostumbres a decirlo. (Vuelve a coger el hilo.) Y vosotros, oh pueblo, sois los culpables de todo lo que pasa. Porque como cobráis vuestros salarios de los fondos públicos, cada uno mira lo que ganará él, mientras que el Estado va dando tumbos. Pero si me hacéis caso, todavía os salvaréis.– Propongo que entreguéis la ciudad a las mujeres. En realidad, ya en nuestras casas las tenemos de gobernantas y tesoreras. 
MUJERA. ¡Bravo! ¡Bravo!, por Zeus ¡Bravo! 
MUJERB. Habla, habla, amigo. 
PRAXÁGORA. Que sus costumbres son mejores que las nuestras, os lo voy a enseñar. Lo primero, tiñen sus lanas en agua caliente de acuerdo con la costumbre antigua; y eso todas y no puedes encontrar que hagan innovaciones. En cambio, Atenas, si algo le sale bien, no por ello cree salvarse, si no se mete en alguna otra novelería. Sentadas hacen sus parrilladas como antes, llevan cargas en su cabeza como antes, celebran las Tesmoforias como antes, cuecen los pasteles como antes, revientan a los hombres como antes, tienen amantes en casa como antes, se sirven los mejores bocados como antes, les gusta el vino puro como antes, disfrutan cuando las joden como antes. Varones, entreguémosles la ciudad y no le demos más vueltas ni les preguntemos qué es lo que van a hacer. Simplemente, dejémoslas gobernar. Nada más que por estas razones: lo primero, que como son madres querrán salvar la vida a los soldados; y luego, ¿quién podría enviarles fruslerías más deprisa que una madre? Para procurar dinero, una mujer es lo más hábil y cuando manda, nadie es capaz de engañarla: porque están muy hechas a engañar. Lo demás me lo callo. Si me hacéis caso en esto, pasaréis vuestra vida en la mayor felicidad. 
MUJER A. ¡Muy bien, Praxágora, divina, bravo!. ¿Y cómo aprendiste esto así de 
bien, amiga mia? 
PRAXÁGORA. Cuando el destierro, viví con mi marido en la Pnix, donde la 
Asamblea. Y a fuerza de escuchar a los oradores, aprendí. 
MUJER A. Entonces, con razón eres hábil y sabia. Y desde ahora mismo te nombramos generala las mujeres, si llevas a buen fin nuestra conjura. (Pausa) Pero, dime una cosa, si el demagogo Céfalo viene aquí en mala hora y te insulta, ¿cómo vas a contestarle en la Asamblea? 
PRAXÁGORA. Diré que está loco. 
MUJER A. Eso lo saben todos. 
PRAXÁGORA. Añadiré que es un bilioso. 
MUJER A. También eso lo saben. 
PRAXÁGORA. Y que es mal alfarero para dar forma a los platos, pero hábil y 
diestro para moldear a la ciudad. 
MUJER A. ¿Y qué, si te insulta el legañoso de Neoclides? 
PRAXÁGORA. A ése yo le diría que ponga sus ojos en el culo de un perro. 
MUJER A. ¿Y qué, si te dan un meneo? 
PRAXÁGORA. Me moveré a compás, pues no soy inexperta en ninguna clase 
de meneos. 
MUJER A. Sólo falta por ver, si te echan mano los arqueros, qué vas a hacer. 
PRAXÁGORA. Me pondré en jarras de esta manera: jamás me cogerán por la 
cintura. 
MUJER A. Si te cogen en vilo, les diremos que te dejen. 
MUJER B. Todo esto lo tenemos bien pensado. Pero no hemos meditado 
todavía cómo vamos a acordarnos de que hay que levantar la mano, porque 
nuestra costumbre es la de levantar las piernas. PRAXÁGORA. Es un asunto peliagudo. Pero, de todas maneras, hay que votar remangándonos la túnica hasta el hombro.– Vamos, subíos las tuniquitas y ataos rápido las sandalias laconias, igual que veíais hacer al marido cada vez que iba a la Asamblea o salía de casa. Luego, cuando todo esto esté ya bien, 
ataos las barbas. Y en cuanto os las hayáis sujetado bien, echaos encima los vestidos de hombres que les cogísteis y después apoyaos en los bastones y marchad cantando una canción de esas de viejos, al estilo de los hombres del campo. 
MUJERA. Dices bien, nosotras nos adelantamos. Porque me parece que otras 
mujeres van a ir derechas desde el campo a la Asamblea. 
PRAXÁGORA. Venga, corred, porque es costumbre que los que no llegan con la 
aurora se vayan sin recibir ni un puto óbolo. (Desfílan.) 
CORIFEO Ya es la hora, señores; sí, señores, repito, señores, que no se os olvide, que nos pueden dar una buena tunda si van y nos pillan vestidas de hombre así, en este plan. 
CANTO DEL CORO 
Vamos pronto, 
señores, 
que sabéis lo que hace el arconte, 
que a quien no madruga, si va a la Asamblea, 
y no llega oliendo a gazpacho o a anís, 
no le dan ni un duro, así que menea 
tu culo, Esmicito, y tú, Draces, jolín. 
Que tengáis cuidado y no déis la nota, 
no vaya a notarse que es un paripé. 
Y cuando estéis dentro procurad sentaros 
todas muy juntitas, que así os irá bien. 
¿Qué digo juntitas? ¡Por Zeus, qué despiste! 
Si sois tiarrones, se nota fetén. 
Venga, vamos, 
señores, 
vega, vamos, que lleguemos antes, 
que esos sinvergüenzas de nuestras ciudad; 
que cuando antes daban un óbolo solo 
ninguno tenía prisa por llegar. 
Sin embargo ahora, que lo que se paga 
por asambleario es tres veces más, 
ya pierden el culo por llegar temprano 
y entrar el primero, y hasta hostias se dan. 
¡Parece mentira! Esto no pasaba 
cuando el que mandaba era un general; 
nadie en aquel tiempo se habría atrevido 
a ser del gobierno por sólo medrar. 
Bastará que os diga que todos venían, 
trayendo en su bolsa un poco de pan, 
y con dos cebollas pasaban el día 
votando y votando y volviendo a votar. 

Los de ahora, en cambio, no mueven un dedo 
si no se les paga antes el jornal, 
y con ademanes de peón caminero 
atrincan la pasta y luego a ladrar. 
Con este gobierno que ahora tenemos, 
con esta asamblea, que vaya qué plan, 
vamos cuesta abajo, de culo y sin frenos, 
y ya no nos luce ni pelo ni ná. 

II 
(El Coro sale de escena. De la puerta de la casa de Praxágora sale su marido Blépiro, vestido de mujer.) 
BLÉPIRO. ¿Qué es lo que pasa? ¿Dónde se habrá metido mi mujer? Va a amanecer y no aparece por ningún sitio. Y yo llevo un buen rato en la cama con ganas de cagar tratando de encontrar las zapatillas y la ropa en la oscuridad. A tientas, no era capaz de encontrarlo y mientras tanto el Cacas seguía dando golpes a la puerta: así que he cogido el chal de mi mujer y sus zapatillas persas. Pero ¿dónde, dónde podría uno acertar a cagar a cielo abierto? ¿O de noche vale cualquier sitio? ¡Si no me va a ver nadie! Desdichado de mí, que me casé ya viejo, me lo tengo merecido! Ésa no ha salido para hacer nada bueno. Pero de todos modos, tengo que cagar. (Se pone en cuclillas) 
VECINO. (Desde la ventana de la casa de al lado.) ¿Quién es? ¿No es mi vecino Blépiro? 
BLÉPIRO. El mismo, por Zeus. 
VECINO. Dime, ¿qué es esa cosa roja que llevas? ¿No será que el marica de Cinesias se te ha ensuciado encima? 
BLÉPIRO. No, es que he salido con el vestidito de color azafrán que se pone mi mujer. 
VECINO. Y tu manto, ¿dónde está? 
BLÉPIRO. No sé decirte; aunque lo busqué, no lo encontré entre las mantas. 
VECINO. ¿Y no ordenaste a tu mujer que te dijera dónde estaba? 
BLÉPIRO. Es que no está en casa, por Zeus; se ha escapado sin que yo me diera cuenta. Temo que me haga alguna trastada. 
VECINO. Por Posidón, te ha pasado exactamente igual que a mí, mi mujer se ha marchado con el manto que yo usaba. Y para colmo, también se ha llevado las sandalias. No pude dar con ellas por ninguna parte. 
BLÉPIRO. Por Díoniso, ni yo con las mías, unas sandalias laconias; pero como tenía ganas de hacer caca he salido con sus plataformas, para no cagarme en la colcha, que estaba limpia. 
VECINO. ¿Qué habrá pasado? ¿La habrá invitado una de sus amigas? 
BLÉPIRO. Es lo que yo pienso. No es una mujer mala, por lo que yo sé. 
VECINO. Pero estás echando una cagada más larga que una soga y ya es hora de que me vaya a la Asamblea, si es que encuentro mi manto, el único que tenía (Se retira de la ventana). 
BLÉPIRO. Yo iré también, en cuanto acabe de cagar, porque ahora una pera silvestre me ha bloqueado la comida. ¿Será ese bloqueo del que Trasíbulo habló a los laconios? Por Dioniso, por lo menos se me agarra terriblemente. Pero, ¿qué hacer? Porque no es esto sólo lo que me aflije, sino pensar a dónde va a ir a parar la caca de ahora en adelante cuando coma. Ahora ése ha echado el cerrojo a la puerta, quienquiera que sea ese individuo Peralense. ¿Dónde hay un médico? ¿Dónde hay un culista docto en esa ciencia? Que llamen a Antístenes, a cualquier precio. Pues, a juzgar por sus gemidos cuando su coro no obtuvo premio, sabe lo que desea un culo con ganas de cagar. Señora Ilitía, diosa de los partos, no me dejes así, reventado y taponado, no vaya a rebosar como un pozo negro. 
CREMES. (Entra, viniendo de la Asamblea. Es de día) Tú, ¿qué estás haciendo? ¿Estás cagando? 
BLÉPIRO. ¿Yo? Ya no, por Zeus, ya me levanto. (Se levanta.) 
CREMES. ¿Y llevas el vestidito de tu mujer? 
BLÉPIRo. Es lo único que encontré en la oscuridad. Pero ¿de dónde vienes? 
CREMES. De la Asamblea. 
BLÉPIRO. ¿Pero ya ha terminado? 
CREMES. Por Zeus, ha sido al alba. Muchos no pudieron ya entrar ni cobrar. 
BLÉPIRO. ¿Te dieron los tres óbolos? 
CREMES. Ojalá. Llegué tarde, me avergüenzo de ello: no ante ningún otro, sólo ante mi bolsa de comida. 
BLÉPIRO. Pero, ¿qué es lo que tuvo la culpa? 
CREMES. La mayor turba de gente que nunca vino junta a la Asamblea. La verdad es que todos nos parecían zapateros. Era alucinante la cantidad de caras blancas que había en la Asamblea. Por ello, ni cobré yo ni otros muchos. 
BLÉPIRO. ¿Y tampoco cobraré yo, si voy ahora? 
CREMES. ¿De dónde? Ni aunque hubieras ido cuando cantó el gallo por segunda vez. 
BLÉPIRO. Desgraciado de mí. Pero ¿qué pasaba que tanto barullo de gente se reunió tan puntual? 
CREMES. Pues que los prítanis acordaron que se hablara sobre la salvación de Atenas. Antes que nadie se adelantó Neoclides el legañoso y entonces el pueblo se puso a gritarle de todo: “¿No es intolerable que se atreva a hablar, y eso siendo el asunto a tratar la salvación, uno que no ha salvado para sí mismo ni una sola pestaña. Después, el listo de Eveón se presentó desnudo o eso es lo que parecía –pero él decía que llevaba un manto– y pronunció palabras muy democráticas: “Estáis viendo que yo mismo necesito una salvación de dieciséis dracmas, pero voy a deciros, de todos modos, cómo podréis salvar a Atenas y a sus ciudadanos. Si los fabricantes dan mantos a los necesitados cuando llegue el invierno, ninguno de nosotros tendrá en adelante más bronquitis. Y aquellos que no tienen cama ni mantas, que vayan a dormir, bien bañados, a casa de los fabricantes de pellizas. Y si en invierno les cierra uno la puerta, pague tres pellizas de multa.” 
BLÉPIRO. Cosa excelente, por Dioniso; y nadie habría votado en contra si hubiera añadido que los vendedores de harina dieran cuarto y mitad a todos los menesterosos, so pena de sufrir un castigo ejemplar. 
CREMES. Bueno, después de esto un guapo joven de tez blanca, muy parecido a Nicias, se adelantó de un salto y empezó a decir que había que entregar la ciudad a las mujeres. Entonces la tropa zapateril empezó a alborotar y a gritar que tenía razón, pero los campesinos le abuchearon. 
BLÉPIRO. Por Zeus que eran sensatos. 
CREMES. Pero eran menos, y él seguía gritando, haciendo gran elogio de las 
mujeres y hablando mal de ti. 
BLÉPIRO. ¿Y qué dijo? 
CREMES. Lo primero, decía que eres un sinvergüenza. 
BLÉPIRO. ¿Y tú? 
CREMES. No preguntes aún. Y además, un ladrón. 
BLÉPIRO. ¿Yo solo? 
CREMES. Y también un soplón, por Zeus. 
BLÉPIRO. ¿Yo solo? 
CREMES. Y casi todos éstos (apuntando al público), por Zeus. 
BLÉPIRO. ¿Y quién no está de acuerdo? 
CREMES. Decía también que la mujer está llena de buen sentido, y busca 
siempre la ganancia. Y que nunca revelan los secretos de la fiesta de las 
Tesmoforias, mientras que tú y yo, cuando somos consejeros, nos vamos 
siempre de la lengua. 
BLÉPIRO. En esto, por Hermes, no mintió. 
CREMES. Decía además que se prestan unas a otras mantos, joyas de oro, 
plata, vasijas, y eso a solas, no delante de testigos, y que lo devuelven todo y no 
se lo quedan. En cambio, aseguraba que la mayoría de nosotros eso es lo que 
hacemos. 
BLÉPIRO. Y hasta delante de testigos, por Posidón. 
CREMES. Que no son soplonas, no ponen pleitos ni amenazan a la democracia. 
En otras muchas cosas alababa enormemente a las mujeres. 
BLÉPIRO. ¿Y qué se decidió? 
CREMES. Poner en sus manos la ciudad, pues se estaba de acuerdo en que era 
la única cosa que todavía no había sucedido. 
BLÉPIRO. ¿Y está aprobado? 
CREMES. Ya te lo estoy diciendo. 
BLÉPIRO. ¿Se les ha dado todo lo que antes era competencia de los 
ciudadanos? 
CREMES. Así es. 
BLÉPIRO. Entonces, ¿ya no iré al tribunal, va a ir mi mujer? 
CREMES. Ni tampoco vas a mantener a tus hijos, lo va a hacer tu mujer. 
BLÉPIRO. ¿Y no va a ser cosa mía ya quejarme del madrugón? 
CREMES. No, por Zeus, esto ya les toca a las mujeres. Tú te quedarás en casa, 
sin lamentarte, tirando pedos. 
BLÉPIRO. Pero va a ser terrible para los viejos como nosotros dos, si cogiendo 
las riendas de la ciudad nos obligan a la fuerza... 
CREMES. ¿A qué? 
BLÉPIRO. ... a joderlas. 
CREMES. ¿Y si damos gatillazo? 
BLÉPIRO. No nos darán el desayuno. 
CREMES. Pues haz un poder, por Zeus, para que desayunes y las jodas a la 
vez. 
BLÉPIRO. Lo terrible es tener que hacerlo a la fuerza. 
CREMES. Pues si es útil para la ciudad, todos deben hacerlo. Hay un dicho de 
los viejos, que todas las insensateces y locuras que votamos, todas nos salen 
bien. Ojalá ésta nos salga, Señora Palas y otros dioses.– Me voy, que lo pases 
bien. 
BLÉPIRO. Tú también, Cremes. 
(Salen. Entra el coro de mujeres disfrazadas.) 

CORIFEO Daros prisa, cojones, 
daros prisa y tener cuidado, 
no sea que nos siga algún curiosón que se haya fijado en nuestra figura y en que nuestro pecho no es uno, son dos. 
CANTO DEL CORO 
Venga, tira 
y aprieta, que sería una enorme vergüenza 
si nuestros maridos llegan a saber 
esto que hemos hecho, conque venga, tira, 
mira a todos lados, y tápate bien. 
¡Por fin, qué alegría! Ya estamos llegando 
adonde quedamos y todo empezó; 
allí es donde vive nuestra generala, 
la que urdió la trama que el pueblo aprobó. 
Aquí todas, 
deprisa, 
venid todas aquí a la sombra, 
junto a este murito, nos vayan a ver 
a la luz del día así y nos denuncien, 
que con estas barbas todo puede ser. 
Cambiaros de traje sin que nadie os vea, 
quitaos esas barbas, que ya veo venir 
a la generala de la Asamblea; 
ya todas, amigas, estamos aquí. 

III 
(Entra PRAXÁGORA con la MUJER A.) 
PRAXÁGORA. ¡Victoria, mujeres! Esos planes que tramamos nos han salido bien. Pero ahora, rápido, antes que alguien lo vea tirad los mantos de hombres, fuera de los pies las sandalias, desataos los nudos de las piernas, soltad los bastones.– (A la mujer A, para que entre en su casa) Tú, apaña lo tuyo; que yo quiero deslizarme dentro de casa antes de que me vea mi marido y dejar allí el manto suyo otra vez, en el sitio de donde lo cogí, y todo lo demás que me llevé. 
CORIFEO. Ya está en el suelo todo lo que has dicho. Es cosa tuya explicarnos ahora en qué podemos serte útiles y obedecerte disciplinadamente. Pues sé que no he tratado con ninguna mujer más astuta que tú. 
PRAXÁGORA. Esperad, que quiero que en el cargo para el que me votasteis seáis mis consejeras todas. Porque allí, en medio del barullo y los peligros, habéis sido muy machos. 
BLÉPIRO. (Saliendo de su casa.) ¿Tú, de dónde vienes, Praxágora? 
PRAXÁGORA. ¿Y a ti qué te importa? 
BLÉPIRO. ¿Que qué me importa? ¡Lo que hay que escuchar! 
PRAXÁGORA. No me dirás que vengo de casa de mi amante. 
BLÉPIRO. A lo mejor no de uno sólo. 
PRAXÁGORA. De eso se puede hacer la prueba. 
BLÉPIRO. ¿Cómo? 
PRAXÁGORA. Si huele a perfume mi cabeza. 
BLÉPIRO. ¿Qué? ¿A una mujer no se la jode aunque sea sin perfume? 
PRAXÁGORA. A mí por lo menos no, infeliz. 
BLÉPIRO. ¿Cómo es que te marchaste al amanecer llevándote mi manto? 
PRAXÁGORA. Es que una amiga me mandó llamar de noche porque estaba de 
parto. 
BLÉPIRO. ¿Y no pudiste decírmelo antes de salir? 
PRAXÁGORA. ¿Y desentenderme de la parturienta, tal y como estaba, marido 
mío? 
BLÉPIRO. No, tenías que decírmelo. Aquí hay gato encerrado. 
PRAXÁGORA. Por las dos diosas, salí tal como estaba. La que vino a buscarme 
me pidió que saliera como fuera. 
BLÉPIRO. ¿Y no podías llevarte tu manto? No, en vez de eso me dejaste en pelotas y echándome encima tu toquilla te marchaste y me abandonaste como si 
fuera un muerto en un velatorio. Sólo te faltó ponerme una corona y un vaso funerario. PRAXÁGORA. Es que hacía frío y yo soy delicada y débil. Me puse este manto 
tuyo para abrigarme. Te dejé allí acostado, calentito entre las mantas, marido mío. 
BLÉPIRO. Y mis sandalias laconias y mi bastón, ¿por qué se fueron contigo? 
PRAXÁGORA. Para que nadie me quitara el manto, me cambié de zapatos, 
imitándote y metiendo ruido al andar y golpeando las piedras con el bastón. 
BLÉPIRO. ¿Y sabes que has perdido una arroba de trigo que yo tenía que 
cobrar por asistir a la Asamblea? 
PRAXÁGORA. (Pausa. Haciéndose la sueca). Por cierto, ha tenido un niño. 
BLÉPIRO. ¿La Asamblea? 
PRAXÁGORA. No, la mujer a la que asistí. (Pausa.) ¡Ah! Pero ¿es que ha 
habido Asamblea? 
BLÉPIRO. Sí, por Zeus. ¿No te acordabas de que ayer te lo dije? 
PRAXÁGoRA. ¡Ah! Ahora recuerdo. 
BLÉPIRO. ¿Y no sabes lo que se ha acordado? 
PRAXÁGORA. ¿Yo? No, por Zeus. 
BLÉPIRO. Siéntate pues y ponte cómoda. Dicen que os han entregado la 
ciudad. 
PRAXÁGORA. ¿Para qué? ¿Para tejer? 
BLÉPIRO. No, para gobernar. 
PRAXÁGORA. ¿Sobre qué? 
BLÉPIRO. Sobre todos los asuntos de la ciudad. 
PRAXÁGORA. Por Afrodita, va a ser afortunada Atenas de ahora en adelante. 
BLÉPIRO. ¿Por qué? 
PRAXÁGORA. Por muchas razones. Los que se atreven a afrentar al estado, ya 
no podrán en adelante ni testificar ni calumniar... 
BLÉPIRO. Por los dioses, no hagas eso: no me quites mi pan. 
VECINO. (Saliendo de su casa inesperadamente. Antes, ha estado pegando la 
oreja a la ventana.) Desgraciado, deja hablar a tu mujer. 
PRAXÁGORA. ... ni rapiñar, ni envidiar a los vecinos; basta de ir desnudos, 
basta de pobres, se acabaron los insultos y las fianzas de los préstamos. 
VECINO. Grandes cosas, por Posidón, si es que no miente. 
PRAXÁGORA. (Al VECINO.) Voy a explicarlo, de forma que tú seas mi testigo y 
éste no tenga nada que replicar. (Al público) Voy a enseñaros cosas útiles, estoy segura; pero ¿deseará el público abrazar las novedades y desechar las costumbres antiguas? Ése es mi temor. 
VECINO. No tengas miedo a las revoluciones, porque en esto precisamente 
consiste nuestro régimen y en olvidar lo antiguo. 
PRAXÁGORA. Entonces, que ninguno de vosotros discuta ni interrumpa antes 
de conocer el plan y de oír mi propuesta. Todos deben tener todo en común, 
participando en todo, y vivir de lo mismo y no que uno sea rico y otro pobre y uno tenga muchas tierras y otro ni para que lo entierren, ni que uno tenga muchísimos esclavos y otro ni un sirviente. No: establezco una vida común para todos, una vida igual. 
BLÉPIRO. ¿Cómo va a ser común? 
PRAXÁGORA. Vas a ser el primero en comer mierda. 
BLÉPIRO. ¿Pero la mierda también será común? 
PRAXÁGORA. No, por Zeus, es que te ha faltado tiempo para interrumpirme. Lo 
que yo quería decir era esto: la tierra, lo primero, voy hacerla un bien común de todos y el dinero y todo lo que tiene cada uno. Y con todo esto, que será común, os mantendremos, y aplicando nuestro buen criterio lo administraremos y ahorraremos. 
BLÉPIRO. ¿Y qué hará el que no posee tierra, pero sí plata y monedas de oro, 
riqueza que no se ve? 
PRAXÁGORA. Lo entregará al fondo común. 
BLÉPIRO. Pero ¿y si no lo entrega? 
PRAXÁGORA. Cometerá perjurio. 
BLÉPIRO. ¡ Si así es como se enriqueció! 
PRAXÁGORA. Pues ese dinero de nada le valdrá. 
BLÉPIRO. ¿Por qué? 
PRAXÁGORA. Nadie hará nada por pobreza, todos tendrán de todo: panes, 
salazón de pescado, galletas, mantos, vino, coronas, garbanzos. ¿Qué provecho 
va a haber en no entregarlo? Averígualo y dímelo. 
BLÉPIRO. ¿Pero no son ahora los que tienen dinero los que más roban? 
VECINO. Eso era antes, compañero, cuando teníamos las leyes de otros 
tiempos, pero ahora que la vida va a ser común, ¿qué ventaja hay en no entregarlo? 
BLÉPIRO. Si uno ve a una muchacha y quiere jugar con ella a clavarle el 
aguijón, podrá hacerle un regalo de su propio dinero y a la vez participará del fondo común cuando se acueste con ella. 
PRAXÁGORA. ¡Pero si va a poder acostarse gratis! Hago a las mujeres comunes a todos los hombres, para que quien quiera se acueste con ellas y les haga. 
BLÉPIRO. ¿Y cómo no van a irse todos detrás de la más guapa y a tratar de beneficiársela? 
PRAXÁGORA. Las feas y las chatas se sentarán al lado de las bellas: y si uno desea a una de éstas, tendrá que cepillarse primero a la fea. 
BLÉPIRO. ¿Y a nosotros los viejos, después de tener trato con las feas, no nos flaqueará la polla antes de que lleguemos donde dices? 
PRAXÁGORA. No se pelearán, créeme; tranquilo, que no se pelearán. 
BLÉPIRO. ¿Por qué? 
PRAXÁGORA. Para acostarse contigo primero. No hay más cera que la que arde. 
BLÉPIRO. Por vuestra parte, la cosa tiene sentido, puesto que hay un proyecto de decreto para que no quede vacío el agujero de ninguna. Pero ¿qué va a pasar con los hombres? Las mujeres huirán de los feos e irán en busca de los guapos. 
PRAXÁGORA. Los menos agraciados vigilarán a los guapos cuando se marchen del banquete, acecharán sus pasos en los lugares públicos. Y no será legal si las mujeres se acuestan con los hermosos y los altos antes de que a los feos y bajos concedan sus favores. 
BLÉPIRO. ¿La nariz de Lisícrates, entonces, va a estar tan orgullosa como los hombres guapos? 
PRAXÁGORA. Sí, por Apolo. Y es un plan democrático, y menuda guasa va a haber de esos engreídos cargados de sortijas cuando uno en alpargatas diga: “Ponte a la cola y mira, que yo me voy a despachar a gusto y ya llegará tu turno.” 
BLÉPIRO. Y si vivimos de este modo, ¿cómo va a ser capaz cada cual de reconocer a sus hijos? 
PRAXÁGORA. ¿Qué falta hace? Pensarán que son padres suyos todos los viejos, si coincide la edad. 
BLÉPIRO. Entonces, por culpa de esa ignorancia, estrangularán a sus anchas a cualquier viejo, uno detrás de otro. Ahora, sabiendo y todo quién es su padre, le estrangulan. ¿Qué va a ser cuando ya no lo sepan, no van a cagarse encima? 
PRAXÁGORA. No lo permitirá nadie que esté presente. En aquel tiempo no se preocupaban nada de los padres ajenos si les pegaban, pero ahora si escuchan que están pegando a alguien, a cualquiera, por temor de que el pegado sea su padre, lucharán contra los que lo hagan. 
BLÉPIRO. No es nada torpe lo que dices. Pero la tierra, ¿quién la cultivará? 
PRAXÁGORA. Los esclavos. Tu ocupación será, cuando por la tarde la sombra del reloj de sol sea de diez pies, ir reluciente a algún banquete. 
BLÉPIRO. Y los vestidos ¿quién nos los va a proporcionar? Esto es menester 
preguntarlo. 
PRAXÁGORA. Lo primero, tendréis ésos de ahora, y luego, nosotras tejeremos. 
BLÉPIRO. Todavía una pregunta: ¿qué ocurrirá si uno pierde un pleito? ¿Cómo 
pagará? No será del dinero común, porque eso no sería justo. 
PRAXÁGORA. Para empezar, no habrá juicios. 
BLÉPIRO. (Al VECINO.) Eso va a hacerte pupa. 
VECINO. Lo mismo he pensado yo. 
PRAXÁGORA. ¿Y por qué va a haber pleitos, desgracíado? 
BLÉPIRO. Por muchas razones, por Apolo. Lo primero, por una elemental: si 
uno debe dinero y no paga. 
PRAXÁGORA. Pero de dónde va a sacar dinero el prestamista si todo es 
común? Cómo no sea robando. 
VECINO. Por Deméter, lo explicas bien. 
BLÉPIRO. Pues que me diga esto: ¿de dónde pagarán los pendencieros por sus 
broncas, cuando después de alguna juerga se envalentonen? Creo que te has 
quedado sin respuesta. 
PRAXÁGORA. Del pan que comen: cuando a uno se lo quiten no va a 
envalentonarse fácilmente, si le castigan en su estómago. 
BLÉPIRO. ¿Y no habrá ladrones? 
PRAXÁGORA. ¿Cómo van a robar si también tienen su parte? 
BLÉPIRO. ¿Ni le atracarán a uno de noche? 
VECINO. No, si duerme en su casa. 
PRAXÁGORA. Ni tampoco si lo hace fuera, como antes; todos tendrán medios 
de vida. Y si le quieren quitar el vestido, él mismo lo dará. Pues ¿para qué 
resistirse? Se va al fondo común y se coge uno mejor que el viejo. 
BLÉPIRO. Entonces, ¿tampoco van a jugar a los dados? 
PRAXÁGORA. ¿Y qué van a apostar? 
BLÉPIRO. En resumen, ¿qué clase de vida vas a implantar? 
PRAXÁGORA. Una vida comunitaria. De la ciudad voy a hacer una casa única: 
tiraré los tabiques y haré una sola habitación, para que puedan visitarse unos a 
otros. 
BLÉPIRO. Y la comida ¿dónde la servirás? 
PRAXÁGORA. Los tribunales y los pórticos los haré comedores. 
BLÉPIRO. Y la tribuna de la Asamblea, ¿qué utilidad tendrá? 
PRAXÁGORA. Pondré allí las crateras y los cántaros y los niños podrán cantar 
canciones a los valientes en la guerra, y si hay algún cobarde para que no cene de vergüenza. 
BLÉPIRO. Muy bien pensado, por Apolo. Y las urnas, ¿para qué vas a usarlas? PRAXÁGORA. Voy a ponerlas en el ágora. Citaré a todos en la estatua de Harmodio y haré un sorteo, para que, según les toque, vayan felices sabiendo en qué letra cenarán. Proclamará el heraldo que los de la beta vayan al Pórtico Real a cenar; la zeta, al Pórtico vecino, los de la kappa al Pórtico en que venden la cebada. 
BLÉPIRO. ¿A picotearla? 
PKAXÁGORA. Por Zeus, no, para cenar. 
BLÉPIRO. Y al que no le salga su letra, ¿se quedará fuera? 
PRAXÁGORA. No será así entre nosotras. Habrá abundancia para todos; 
coronados, así, borrachos, marcharán todos con su antorcha. Y en las esquinas, 
las mujeres vendrán a ellos, según pasan, y les dirán: “Vente conmigo, tengo una chica muy guapa para ti”. 
“Ven a mi casa”, dirá otra desde el piso de arriba: “la mía es la más bella, la más blanca, pero antes que con ella debes dormir conmigo». Y mientras vigilan a los guaperas y a los jovencitos, los feos dirán así: «¿A dónde? Aunque llegues el primero, no te comerás una rosca, pues se ha decretado que antes jodan con los feos y los chatos y que vosotos entre tanto os la peléis en los portales con una hoja de higuera ” Vamos, decidme, ¿os gusta esto? 
BLÉPIRO Y VECINO. Muchísimo. 
PRAXÁGORA. Bueno, ahora tengo que marcharme al ágora para recoger las cosas que vayan entregando. Y llevaré conmigo una pregonera de buena voz. No tengo más remedio que hacerlo, ya que me han elegido para tener el mando, y para organizar las comidas en común de manera que hoy mismo os deis un festín. 
BLÉPIRO. ¿Nos banquetearemos hoy ya? 
PRAXÁGORA. Así lo afirmo. Y luego, quiero dejar cesantes a las putas, a todas. 
BLÉPIRO. ¿Con qué intención? 
PRAXÁGORA. Está bien claro: (señalando al Coro.) para que disfruten éstas de la flor de los jóvenes. Y en cuanto a las esclavas, se les prohíbe que, acicalándose, roben bajo cuerda el placer de las mujeres libres. Se acostarán sólo con los esclavos, con el conejito depilado deprisa y corriendo. 
BLÉPIRO. Voy a ir contigo para que me miren y digan: «¿No os gusta el marido de la generala?» 
VECINO. Y yo también, para llevar mis cacharros al ágora, voy a coger y examinar mis bienes. 
(Salen todos en dirección al ágora, incluido el CORO.) 

INTERLUDIO CORAL (no conservado) 

SEGUNDA PARTE 

(Las dos casas de la escena han cambiado de propietario. De una de ellas sale el HOMBRE A, mientras dos esclavos sacan los objetos que va nombrando él cada vez y los ponen en la calle.) 

IV 
HOMBRE A. Ven tú, cedazo bonito, primorosamente a la calle, la primera de mis cosas, para que hagas de canéforo, molido como estás de tanto volcar mis sacos de harina.– ¿Dónde está la que lleva tu taburete? Sal tú, marmita, toda negra, por Zeus, ¡ni que hubieras cocido el tinte con que Lisícrates se tiñe el pelo!.– Tú, doncella de alcoba, ponte a su lado.– Y tú, moza del cántaro, ponlo ahí.– Sal también tú, tañedora de cítara, que tantas veces me has despertado para ir a la Asamblea en plena noche con tu canto mañanero.– Que se adelante ahora el que trae el gran cofre; tráeme los panales, pon cerca los ramos y saca los dos trípodes y el lecito. Los pucheros y los trastos, dejadlos. 
(Los esclavos han ido sacando: un cedazo, una marmita, un frasco de perfumes, un cántaro, una muela de molino, un cofre, unos panales, ramos, dos tripodes y un lecito. Los colocan en fila, representando a personas y objetos de la procesión de las Panateneas.) 
HOMBRE B. (Entrando, sin apercibirse de la procesión de cachivaches.) ¿Que yo vaya a entregar lo mío? Sería un desgraciado, un hombre sin seso. No, por Posidón, jamás, voy antes a poner a prueba todo esto y a examinarlo. No voy a tirar tan tontamente mi sudor y mi ahorro por mucho que se diga, antes de averiguar en qué consiste todo esto.– (AL HOMBRE A.) Tú, ¿qué significan esos cacharritos? ¿Los has sacado fuera porque te mudas o es que los vas a dar en prenda? 
HOMBRE A. De ninguna manera. 
HOMBRE B. ¿Y por qué están así en fila? ¿O es una procesión que hacéis en honor del heraldo Hierón, para que los subaste? 
HOMBRE A. No, por Zeus, es que quiero entregarlos a la ciudad en el ágora según las leyes que han sido aprobadas. 
HOMBRE B. ¿Vas a entregarlos? 
HOMBRE A. Desde luego. 
HOMBRE B. Eres un infeliz, por Zeus Salvador. 
HOMBRE A. ¿Cómo? 
HOMBRE B. ¡Cómo te lo digo!. 
HOMBRE A. ¿Pues qué? ¿No debo obedecer a las leyes? 
HOMBRE B. ¿A cuáles, desgraciado? 
HOMBRE A. A las decretadas. 
HoMBRE. ¿A las decretadas? ¡Serás tonto!. 
HOMBRE A. ¿Tonto? 
HOMBRE B. ¿Cómo no? El más imbécil de todos. 
HOMBRE A. ¿Porque hago lo que está ordenado? 
HOMBRE B. ¿Y el hombre cuerdo debe hacer lo que está ordenado? 
HOMBRE A. Antes que nada. 
HOMBRE B. Eso serán los estúpidos. 
HOMBRE A. ¿Y tú no piensas entregar nada? 
HOMBRE B. Me guardaré mucho antes de ver qué es lo que quiere el pueblo. 
HOMBRE A. ¿No ves que están dispuestos a entregar sus cosas? 
HOMBRE B. Cuando lo vea lo creeré. 
HOMBRE A. Por lo menos, es lo que van diciendo por la calle. 
HOMBRE B. ¡Sí, si lo dirán! 
HOMBRE A. Y aseguran que las cogerán y las llevarán. 
HOMBRE B. ¡Sí, si lo asegurarán!. 
HOMBRE A. Desconfiando, vas a estropearlo todo. 
HOMBRE B. ¡Sí, si desconfiarán! 
HOMBRE A. Que Zeus te haga pedazos. 
HOMBRE B. ¡Sí, si te harán pedazos!.– ¿Te crees que cualquiera que tenga 
juicio va a llevar sus cosas? No es costumbre tradicional nuestra: nosotros sólo 
debemos recibir, por Zeus. Lo mismo hacen los dioses, lo conocerás por las manos de las estatuas: cuando hacemos oraciones para que nos den sus bienes, allí se quedan extendiendo su mano con la palma hacia arriba, no con aire de dar, sino para recibir. 
HOMBRE A. Diantre de hombre, déjame hacer algo útil. Estas cosas hay que 
atarlas. ¿Dónde tengo una cuerda? 
HOMBRE B. ¿De verdad vas a llevarlas? 
HOMBRE A. Sí, por Zeus, ya estoy atando estos dos trípodes. 
HOMBRE B. ¡Qué estupidez! No esperar ni siquiera a ver qué hacen los otros y, 
entonces ya... 
HOMBRE A. ¿Entonces qué? 
HOMBRE B. Esperar más, y luego entretenerse todavía. 
HOMBRE A. ¿Para qué? 
HOMBRE B. Si hay un terremoto o un fuego de mal presagio o si se cruza una 
comadreja, entonces dejarán de llevar las cosas, estúpido. 
HOMBRE A. Sería divertido si no queda sitio donde colocar todas estas cosas. 
HOMBRE B. ¿Que no queda sitio? No te preocupes, podrás depositarlas, 
aunque llegues pasado mañana. 
HOMBRE A. ¿Cómo? 
HOMBRE B. Yo sé muy bien que éstos votan muy deprisa, pero luego se echan 
para atrás. 
HOMBRE A. Las llevarán, amigo mío. 
HOMBRE B. ¿Y si no las transportan, qué? 
HOMBRE A. Descuida, las transportarán. 
HOMBRE B. ¿Y si algunos lo impiden, que? 
HOMBRE A. Lucharemos con ellos. 
HOMBRE B. ¿Y si son más fuertes, qué? 
HOMBRE A. Lo dejaré todo y me iré. 
HOMBRE B. ¿Y si las venden, qué? 
HOMBRE A. Ojalá revientes. 
HOMBRE B. ¿Y si reviento, qué? 
HOMBRE A. Harás muy bien. 
HOMBRE B. ¿Y tú sigues empeñado en llevarlas? 
HOMBRE A. Desde luego. Veo que mis vecinos las llevan. 
HOMBRE B. Seguro que el estreñido de Antístenes va a llevarlas. Es mucho 
más probable que con tal de no hacerlo cague... durante más de treinta días. 
HOMBRE A. Vete al infierno. 
HOMBRE B. ¿Y Calímaco el poeta va a llevarles alguna cosa? 
HOMBRE A. Más que el rico Calias. 
HOMBRE B. Ese hombre va a perder toda su hacienda. 
HOMBRE A. Dices algo terrible. 
HOMBRE B. ¿Por qué algo terrible? No te das cuenta de que constantemente se 
votan decretos como ése. ¿No te acuerdas de aquello que se acordó sobre la 
sal? 
HOMBRE A. Claro que sí. 
HOMBRE B. ¿Y no te acuerdas cuando votamos aquellas monedas de cobre? 
HOMBRE A. Fue desgraciada aquella acuñación. Vendí uvas y me marché con 
la boca llena de cobre y entonces fui al ágora a por harina de cebada. Y cuando 
acababa de poner debajo el saco gritó el heraldo: «No aceptéis en adelante 
monedas de cobre: sólo valen las de plata.» (Pausa.) .– Pero no es lo mismo, 
amigo. En aquel tiempo mandábamos nosotros, y ahora mandan las mujeres. 
HOMBRE B. Voy a tener cuidado con ellas, por Posidón, no se me meen 
encima. 
HOMBRE A. No entiendo las tonterías que dices. (A un siervo.) Mozo, trae la 
pértiga. 
MUJER HERALDO. (Llegando.) Oh ciudadanos todos, (pues éste es el nuevo estado de cosas), corred, venid junto a la generala para que seáis sorteados y la fortuna os indique a cada uno dónde cenar. Porque las mesas ya están llenas de toda clase de delicias; y los lechos, junto a ellas, están llenos de pieles de cabra y de alfombras. Están mezclando el vino y las perfumistas están allí de pie, todas en fila. Fríen el pescado, ensartan las liebres en brochetas, cuecen pasteles, trenzan coronas, tuestan aperitivos, las más jóvenes cuecen pucheros de puré. Y entre ellas Esmeo, con su vestido de jinete, va limpiando las escudillas de las mujeres (Gesto obsceno.). Gerón avanza con su manto de lana fina y sus zapatos elegantes, riendo a carcajadas con otro jovencito (Gesto de afeminamiento.); tiradas lejos, yacen en el suelo las alpargatas y la zamarra. Id pues, que el que reparte el pan está allí ya en pie: ea, abrid las mandíbulas (Sale). 
HOMBRE B. Bueno, allá voy. ¿Por qué quedarme aquí, si esa es la decisión de la ciudad? 
HOMBRE A. ¿Y a dónde vas a ir si no has entregado tus bienes? 
HOMBRE B. A la cena. 
HOMBRE A. Ni lo sueñes: si a las mujeres les queda un poco de sentido común, antes debes hacer la entrega. 
HOMBRE B. Ya la haré. 
HOMBRE A. ¿Cuándo? 
HOMBRE B. Por mí no habrá problema, tío. 
HOMBRE A. ¿Cómo es eso? 
HOMBRE B. Ya verás que otros la hacen después de mí. 
HOMBRE A. ¿Y vas a cenar, a pesar de todo? 
HOMBRE B. (Con ironía.) ¡Qué remedio! Los hombres de bien deben ayudar a la ciudad en lo que puedan. 
HOMBRE A. ¿Y si no te dejan? 
HOMBRE B. Entraré al asalto agachando la cabeza. 
HOMBRE A. ¿Y si te azotan, qué? 
HOMBRE B. Las citaré a juicio. 
HOMBRE A. ¿Y si se burlan, qué? 
HOMBRE B. Puesto ante la puerta... 
HOMBRE A. ¿Qué vas a hacer? Dímelo. 
HOMBRE B. Les quitaré la comida mientras la llevan dentro. 
HOMBRE A. Ve, si quieres, pero detrás de mí. Vosotros, Sicón y Parmenón, transportad mis cosas. (Los esclavos las ponen en la pértiga.) 
HOMBRE B. Vamos, que te echo una mano. 
HOMBRE A. De ninguna manera. A ver si delante de la generala, cuando yo deje mis cosas en el suelo, las reclamas como tuyas. (Sale.) 
HOMBRE B. Por Zeus, tengo que inventar alguna cosa para seguir siendo dueño de lo mío y tener en común con éstos una parte de lo que se cuece. Mi idea es la mejor: debo ir con ellos a cenar y no perder ni un minuto. 

INTERLUDIO CORAL (no conservado) 


(La escena con dos casas representa un lugar distinto. La VIEJA A está en la calle, delante de su casa, donde se esconden la VIEJA B y la VIEJA C. Por la ventana de la otra casa se asomará la JOVEN.) 

VIEJA A. (Junto a la ventana de la primera casa.) ¿Por qué no han llegado ya los hombres? Ya tenían que haber venido.– Aquí estoy embadurnada de blanco, con mi camisa de azafrán, ociosa, canturreando una cancioncilla, jugueteando para pillar a alguno que pase por aquí. Musas, acudid a mi boca con alguna coplilla verde. 
LA JOVEN. (En la ventana de la segunda casa.) Me has cogido la delantera, escoria. Creías que yo no estaba y que ibas a vendimiar mi viña abandonada y a atrapar a alguno cantando. Pero si lo haces, yo cantaré también. Aunque fastidie al público, puede ser agradable y divertido. 
VIEJA A. (Enseñando el dedo corazón.) ¡Móntate aquí! Y tú, flautista, amorcito mío, coge la flauta y acompaña mi canción como tú sabes hacerlo. 
Si uno quiere algo bueno, 
duerma conmigo. 
Que una joven no tiene 
maduro el higo. 
Yo le haré que disfrute 
como ninguna, 
que en amores no tengo 
rival alguna. 
LA JOVEN. 
No hables mal de mí, vieja, 
que tú no vales 
lo que mis tiernas peras 
y mi muslamen. 
Porque así repintada 
de blanco fuerte 
va a venir a buscarte 
sólo la Muerte. 
VIEJA A. 
Ojalá que no folles 
nunca en tu cama; 
Pierdas el agujero 
mas no las ganas. 
Que cuando quieras besos 
y estés caliente 
sólo encuentres a mano 
una serpiente. 
LA JOVEN 
Me he quedado aquí sola, 
no está mi madre, 
y ya siento las carnes 
que se me abren. 
Mas sin mi amigo 
tengo ya unos picores 
que no te digo. 
A Empalmágoras llama, 
como tú sueles, 
por favor, mi nodriza 
que me consuele. 
VIEJA A. 
Por tu canto sospecho 
que estás cachonda, 
esperando a algún novio 
de tranca horonda. 
Pero te advierto: 
antes tendrá tu novio 
que arar mi huerto. 

Así que canta todo lo que quieras y asómate como una comadreja, porque nadie va a entrar en tu casa antes que en la mía. 

LA JOVEN. Para enterrarme no, por cierto.– No lo esperabas, ¿eh, escoria? 
VIEJA A. ¡Bah! ¿Qué cosa nueva podría decirle nadie a una vieja? Mi vejez no va a darte disgusto alguno. Además ¿por qué hablas conmigo? 
LA JOVEN. ¿Y tú por qué te asomas? 
VIEJA A. ¿Yo? Le canto a mi amigo Epígenes. 
LA JOVEN., ¿Tienes algún amigo, aparte de Viejales? 
VIEJA A. El te lo dirá, va a venir enseguida.– Mira, aquí está ya. 
LA JOVEN. No viene precisamente por tí, peste. 
VIEJA A. ¡Por Zeus que sí! 
LA JOVEN. Vieja tísica, él te lo demostrará enseguida. Yo me voy. 
VIEJA A. Y yo también, ‘pa’ chula tú chula yo. 

(Se meten dentro ambas.) 
EL JOVEN. (Llegando.) 
En tu cama quedarme sin resuello 
ojalá yo pudiera, joven bella, 
y pasar junto a ti toda la noche 
sin tener que tirarme para ello 
a una chata, una vieja o una camella; 
que además de algo indigno 
es un derroche. 
VIEJA A. (Asoma de nuevo.) 
Pues tendrás que tirarte, me barrunto, 
a toda aquella que te lo demande 
porque tal es la ley y eso es lo justo. 
Y si estás maquinando algún asunto 
con la joven de enfrente, ten presente 
que antes a viejas hay que darles gusto. 
(Se retira dentro.) 
EL JOVEN. Ojalá, oh dioses, coja sola a la joven que estoy buscando, bebido y 
salido desde hace rato. 
LA JOVEN. (Se asoma.) He engañado a la maldita vieja: se ha ido, pensando 
que iba a quedarme dentro. Pero aquí está el joven del que hablábamos. 
Acércate, amor mío, estoy aquí 
sé tu mi amante, amor, en esta noche. 
Terrible amor me agita y me recorre, 
herida estoy de amor, mi amor, por ti. 
No me atormentes, Eros, yo te imploro, 
no me desgarres más el tierno pecho; 
haz que venga este joven a mi lecho, 
que por él desespero, tiemblo y lloro. 
EL JOVEN. 
Acércate, mi amor, sin disimulo 
corriendo baja y ábreme enseguida 
y abrázame, que en pago a tu acogida 
voy a luchar a golpes con tu culo. 
Pero, ¿por qué, oh Cipris, me enloqueces? 
No me atormentes, Eros, te suplico, 
que más vale tener callado el pico 
que espantarla con términos soeces. 
Mejor será un requiebro moderado, 
romántico, meloso, compungido... 
Probemos otra vez: mi amor, te pido 
que me abras y me acojas a tu lado; 
capullito cubierto de rocío, 
mi abeja de la Musa, mi retoño 
de Afrodita, entrégame tu co... 
¡Ábreme ya y abrázame, amor mío! 
(Llama a la puerta de LA JOVEN.) 
VIEJA A. (Abre su puerta y se dirije al JOVEN.) Tú, ¿Me estás llamando? ¿Me 
buscas a mí? 
EL JOVEN. ¿Qué dices? 
VIEJA A. Has golpeado mi puerta. 
EL JOVEN. Antes morir. 
VIEJA A. Entonces, ¿por qué has venido con una antorcha? 
EL JOVEN. Estoy buscando a Paco. 
VIEJA A. ¿Qué Paco? 
EL JOVEN. A Paco Jones, no a Paco Jertes, como quizá tú esperas. 
VIEJA A. Pues sí que voy a cogerte, por Afrodita, quieras o no quieras. (Le 
abraza. EL JOVEN se separa.) 
EL JOVEN. Hemos dado carpetazo a los expedientes de más de sesenta años, los hemos archivado para más adelante. Ahora tenemos entre manos los de menos de veinte años. 
VIEJA A. Eso era con el régimen anterior, bomboncito. Ahora tienen que 
meternos (Gesto obsceno) a nosotras las primeras. 
EL JOVEN. No entiendo lo que dices: tengo que aporrear la otra puerta. 
VIEJA A. Primero tienes que aporrear la mía (Gesto obsceno). 
EL JOVEN. No es un estropajo lo que ahora estoy buscando. 
VIEJA A. Sé que me amas, pero te has quedado cortado al encontrarme en la 
puerta. Ven, acerca tu boca. 
EL JOVEN. Amiguita, me da miedo tu amante. 
VIEJA A. ¿Cuál? 
EL JOVEN. El mejor de los pintores. 
VIEJA A. ¿Quién es ése? 
EL JOVEN. El que pinta los vasos funerarios para los muertos. Entra dentro, no 
te vea en la puerta. 
VIEJA A. Ya sé, ya sé lo que quieres. 
EL JOVEN. También yo, por Zeus. 
VIEJA A. Afrodita, Afrodita, lo que se da no se quita. (Le agarra.) 
EL JOVEN. Estás chocheando, abuelita. 
VIEJA A. Déjate de tonterías y vente a la cama. (Tira de él.) 
EL JOVEN. ¿Por qué compramos ganchos para sacar el cubo del pozo cuando 
podríamos usar a esta viejecita? 
VIEJA A. No te burles de mí, desgraciado, ven conmigo. 
EL JOVEN. No tengo obligación si no has pagado a la ciudad el impuesto 
correspondiente. 
VIEJA A. Por Afrodita, sí que tienes obligación, porque me gusta acostarme con 
los de tu edad. 
EL JOVEN. Y a mí con las de tu edad me da asco: te vas a quedar con las 
ganas. 
VIEJA A. (Enseñando un rollo de papiro.) Pues, por Zeus, esto te va a obligar. 
EL JOVEN. ¿Qué es eso? 
VIEJA A. Un decreto que te obliga a venir conmigo. 
EL JOVEN. A ver, léemelo. 
VIEJA A. Agárrate. (Leyendo.) “Han decretado las mujeres que si un joven 
desea a una joven, que no se la pase por la piedra antes de haberse cepillado a la vieja. Y si se niega, las mujeres viejas tendrán vía libre para llevárselo a rastras cogiéndolo del rabo” 
EL JOVEN. ¡Ay de mí! Hoy me cortan las dos orejas y el rabo. 
VIEJA A. Las leyes están para cumplirlas. 
EL JOVEN. ¿Y si paga una fianza un vecino mío o un compadre? 
VIEJA A. No hay fianza que valga viniendo de un varón. 
EL JOVEN. ¿No puedo hacerte un pagaré? 
VIEJA A. No, hay que cumplir en el acto. 
EL JOVEN. Alegaré que soy objetor. 
VIEJA A. Te voy a poner firme. 
EL JOVEN. Entonces, ¿qué hay que hacer? 
VIEJA A. Venir conmigo. 
EL JOVEN. ¿A la fuerza? 
VIEJA A. A la fuerza te llevo. 
EL JOVEN. Pues vete poniendo la mortaja. 
VIEJA A. Seguro que me comprarás también una corona. 
EL JOVEN. Sí, por Zeus, una corona de muerto. Pues creo que te vas a quedar 
en el sitio. 
(La VIEJA se lo lleva dentro. Sale LA JOVEN.) 
LA JOVEN. ¿A dónde te lo llevas a rastras? 
VIEJA A. Éste se viene a mi casa. 
LA JOVEN. No estás bien de la cabeza. No tiene edad para acostarse contigo, 
es tan jovencito. Podrías ser su madre. Si implantáis esa ley, vais a llenar de 
Edipos la tierra entera. 
VIEJA A. So guarra, la envidia te corroe. Pero mi venganza será terrible (Entra en casa.) 
EL JOVEN. Por Zeus Salvador, qué gran favor me has hecho, bomboncito, librándome de la vieja. A cambio, te voy a hacerte otro favor grande y gordísimo. 
(Gesto obsceno. Hace ademán de irse con ella.) 
VIEJA B. (Entrando.) Tú, ¿a dónde la arrastras? Estás violando la ley: está escrito que tiene que acostarse primero conmigo? EL JOVEN. ¡Pobre de mí! ¿De dónde ha salido este fiambre? Esta peste es peor 
todavía que la otra. 
VIEJA B. Ven aquí. 
EL JOVEN. (A LA JOVEN.) No dejes que me arrastre, te lo suplico. 
VIEJA B. No soy yo quien te arrastra, es la ley. 
EL JOVEN. La ley no, es una bruja purulenta y chupasangre. 
VIEJA A. Ven de una vez, monada, no charles tanto. 
EL JOVEN. Bueno, déjame ir a mi casa a ver si me repongo, que se me ha 
descompuesto el cuerpo. Si no, me lo voy a hacer encima. 
VIEJA B. Descuida: que dentro te vas cagar. 
EL JOVEN. Temo que más de lo que quiero. (Lo arrastra. Aparece la VIEJA C.) 
VIEJA C. Eh tú, ¿a dónde te crees que vas con ésta? 
EL JOVEN. No voy, me arrastran. Pero, seas quien seas, que los dioses te bendigan por no permitir que me hagan papilla. (Se fija mejor). Heracles, Panes, Coribantes, Dioscuros, es una peste todavía peor que la otra. ¿Qué es esto, por favor? ¿Una mona ‘con la cara repeyá’ o una vieja resucitada de los muertos? 
VIEJA C. No te burles, ven aquí. 
VIEJA B. No, aquí. 
VIEJA C. (Le agarra.) No voy a soltarte. 
VIEJA B. (Le agarra.) Ni yo tampoco. 
EL JOVEN. Vais a partirme en dos, malditas. 
VIEJA B. Debes venir conmigo, de acuerdo con la ley. 
VIEJA C. No si viene otra vieja mas fea todavía. 
EL JOVEN. ¿Y si perezco miserablemente por culpa de las dos, decid, cómo voy 
a llegar a aquel monumento? 
VIEJA C. Eso es asunto tuyo. Pero esto, has de cumplirlo. 
EL JOVEN ¿Y a cuál he de tirarme primero para quedar libre? 
VIEJA C. ¿No lo sabes? Vas a venir aquí. 
EL JOVEN. Entonces, que me suelte esa otra. 
VIEJA B. No, ven aquí conmigo. 
EL JOVEN. Si me suelta ésa. 
VIEJA C. Yo no te suelto, por Zeus. 
VIEJA B. Ni yo tampoco. 
EL JOVEN. Pero, ¿cómo voy a ser capaz de ventilarme a las dos? 
VIEJA C. Lo harás en cuanto comas un puchero de cebollas. (Tira más fuerte.) 
EL JOVEN. Ay, pobre de mí, ya casi me ha arrastrado hasta la puerta. 
VIEJA B. Pues no vas a adelantar nada: yo entraré contigo. 
EL JOVEN. No, por los dioses. Mejor es ser acometido por una desgracia que por dos. 
VIEJA C. Por Hécuba, si quieres, como si no quieres. 
EL JOVEN. (Declamando.) ¡Ay mísero de mí, ay infelice!, si a una mujer podrida he de joder todo el santo día y luego, cuando me libre de ella, a una sujeta que tiene una boca como un pozo sin fondo. ¿Seré desgraciado? En verdad soy varón infortunado y desdichado, por Zeus Salvador, si he de nadar con semejantes bichos. Sin embargo, si mientras navego hacia este puerto me hundo con estas putas, enterradme en bocana y a ésta (señala a la VIEJA C), embadurnándola aún viva de pez, echando plomo derretido a sus dos pies en torno a los tobillos, ponedla encima de la tumba, a manera de vaso funerario–. (La VIEJA C le hace entrar dentro, pese a los esfuerzos de la otra.) 

INTERLUDIO CORAL (no conservado) 

VI 
SIRVIENTA. (Llega de fuera. Declamando ante el CORO.) Oh pueblo dichoso, tierra feliz, y mi señora más dichosa que nadie y vosotras, las que estáis junto a las puertas, y los vecinos y todos los del barrio y yo también, la seirvienta, con la cabeza perfumada con perfumes excelentes, por Zeus. Pero a estos perfumes les dan cien vueltas las anforitas de vino de Tasos: porque quedan mucho tiempo en la cabeza, pero los otros perfumes pronto se pasan y se disipan. Aquéllos son mucho mejores, muchísimo, por las díosas. Mezcla vino puro: te dará alegría la noche entera si eliges el de mejor aroma.­Pero mujeres, decidime dónde está el amo, el marido de mi ama. 
CORIFEO. Si te quedas aquí, me parece que vas a encontrarlo. (Sale BLÉPIRO con corona y antorcha.) 
SIRVIENTA. Mira, ya va a la cena. Amo, hombre feliz, tres veces venturoso... 
BLÉPIRO. ¿Yo? 
SIRVIENTA. Tú, sí, por Zeus, más que nadie. Pues ¿quién podría ser más feliz que tú, el único de los treinta mil ciudadanos que no ha cenado todavía? 
CORIFEO. Está claro que se trata de un hombre afortunado. 
SIRVIENTA. ¿A dónde vas? 
BLÉPIRO. Voy a la cena. 
SIRVIENTA. Por Afrodita, eres el último de todos. Sin embargo, el ama me encargó que te cogiera y te llevara allí con estas jovencitas. (Señala al CORO.) Queda aún vino de Quíos y otras muchas exquisiteces. Conque no os retraséis, y los espectadores que sean amigos nuestros y los jueces del concurso, si no están mirando para otra lado, que vengan también con nosotros. Les daremos de todo. 
BLÉPIRO. ¿Por qué no se lo dices a todos sin saltarte a ninguno? ¿Por qué no invitas rumbosamente a viejos, jóvenes y niños? Ya está preparada la cena para todos (Guiño al público) ... en vuestra casa. Yo salgo ya para la cena: llevo a punto mi antorcha. 
SIRVIENTA. No te entretengas tanto tanto y llévate a éstas? Mientras vas bajando a la ciudad, yo, como aperitivo, cantaré una canción. 
CORIFEO (Al público.) Un pequeño consejo deseo dar a los jueces: a los sabios, que recuerden las cosas sabias que he dicho y me voten, y a los que se ríen a gusto, que por la risa me voten. Y que no me perjudique el sorteo de las comedias, en el que yo salí en primer lugar. Debéis recordar todo esto y ser imparciales y juzgar las comedias con justicia y no os portéis como querindongas que sólo se acuerdan del último. 
SIRVIENTA. ¡Hala!, amigas queridas, si vamos a poner en obra nuestro asunto, es hora de salir pitando a la cena. Venga, bailad, tú mueve también los pies. 
BLÉPIRO. Ya lo hago. 
SIRVIENTA. 
Porque habrá enseguida muy rico pescado, 
rodajas cocidas de raya y cazón, 
torcaces, palomas, mirlos, palominos, 
alondras, pichones y un galo capón, 
alitas de pollo cocidas en vino 
con queso rallado y de postre un melón. 
Conque date prisa, vete a por un plato, 
no sea que hoy cenes tan solo puré. 
Y el público atento que salte y que baile, que aplauda si quiere y que cene también. 
CORO. (Danzando.) Porque ya nos vamos, porque esto se acaba, porque ahora ya toca gritar evoé. ¡Evoé, evoé, evoé, evoé, evoé! 



23/10/14

La señorita Julia. August Strindberg.






















La señorita Julia

August Strindberg


Una amplia cocina con techo de vigas decoradas y las paredes laterales ocultas entre telas. La pared del fondo avanza, sesgada, hacia el centro de la escena. A la izquierda, también, dos alacenas adornadas con papel de cocina, y en ellas, baterías de estaño, hierro y cobre. A la derecha, primer término, se ve parte de una gran puerta vidriera, en arco, por donde se divisa una fuente, con surtidor y un amorcillo, entre el ramaje de saúcos en flor y algunos chopos. Puertas a derecha e izquierda. Por la izquierda se distingue la esquina de un fogón de ladrillos con parte de la campana. A la derecha, una mesa de madera blanca para el servicio y algunas sillas. Sobre la mesa, una gran jarra japonesa, con ramos de saúco. También el fogón está adornado con ramas de abedul. En el suelo, esparcidas, ramas de enebro. Un cajón grande para el hielo. Un lavabo. Un fregadero. Sobre la puerta, un grande y antiguo reloj de péndulo. Una bocina de comunicación interior. Cristina, a la izquierda del hogar, remueve una tartera puesta al fuego. Lleva vestido claro y delantal de cocina. Por la puerta de cristales entra Juan, de librea. Trae en la mano unas botas de montar, con espuelas, y las deja en el suelo, bien a la vista del público.

JUAN. También esta noche parece que la señorita Julia está medio loca, ¡Loca de atar!
CRISTINA. ¿Qué? ¿Ya estás ahí?
JUAN. Sí, vuelvo ahora de la estación, de acompañar al señor conde. Al pasar entré en la barraca del baile y allí me encontré a la señorita Julia bailando con el guarda. En cuanto me vio, vino derecha a mí y me invitó a un vals de los que bailan los señores. Bailó de un modo, que no he visto cosa igual. Cuando te digo que está loca...
CRISTINA. Sí... Está violenta desde lo que le sucedió con su prometido.
JUAN. Es posible. De todos modos, era un buen muchacho. ¿Tú sabes cómo ocurrió la cosa? Yo presencié la escena a escondidas.
CRISTINA. ¿Cómo? ¿Que tú los viste?...
JUAN. Sí. Verás: estaban una noche en el patio de las caballerizas, y la señorita le «amaestraba», según decía. ¿Sabes cómo? Pues haciéndole saltar sobre la fusta, como a un perro, a la voz de «¡hop, hop!». Por dos veces saltó sobre ella y recibió otros tantos latigazos: pero, a la tercera, le arrancó la fusta de la mano, la hizo mil pedazos y se marchó.
CRISTINA. ¡Qué me cuentas! Pero ¿pasó así?
JUAN. Como te lo digo. ¿No tienes algo bueno de comer, Cristina?
CRISTINA. (Saca la tartera del fuego y le sirve en un plato a Juan).
Aquí tienes. Un trozo de riñón del asado de ternera.
JUAN. (Olfateando el guiso). Está muy bien. Es una verdadera delicia. (Tocando el plato). Pero has debido calentarme el plato.
CRISTINA. Cuando te pones tonto, eres más exigente que el señor conde. (Le da un cariñoso tirón del pelo).
JUAN. (Con brusquedad). ¡Ay! No me tires de esa manera. . . Ya sabes que soy muy delicado.
CRISTINA. ¡Qué atrocidad! Si era un cariñito... (Juan sigue comiendo; Cristina saca una botella de cerveza del cajón del hielo).
JUAN. ¿Cerveza en la noche de San Juan? Muchas gracias... Tengo algo mejor. (Abre el cajón de la mesa, saca una botella de vino tinto, con etiqueta amarilla). Etiqueta amarilla. ¿Ves? Trae un vaso. Mejor una copa; para beber un vino como éste, una copa.
CRISTINA. (Se dirige otra vez al fogón y coloca en él una cacerola pequeña). ¡Dios asista a la que haya de ser tu mujer! ¡Valiente bribón!
JUAN. Bueno, no presumas... Ya te darías por contenta con un muchacho tan fino como yo... No creo que te perjudique la suposición de que haya algo entre nosotros... (Paladeando el vino). Muy bien... Muy bien... Le falta un poquitín de punto... (Calentando la copa entre las manos). Este lo compramos en Dijón: cuatro francos el litro, sin casco, más el impuesto. ¿Qué haces ahora? ¡Vaya un olor!...
CRISTINA. Una porquería del demonio que la señorita Julia ha dispuesto para dársela a «Diana».
JUAN. Deberías usar otros términos... ¿Por qué has de estar en una noche de fiesta guisoteando para los animales? ¿Es que está enferma la perra?
CRISTINA. Sí... Se escapó con el perro de presa. Aquí mismo hicieron juntos sabe Dios qué diabluras, y la señorita no está por ésas...
JUAN. Ya, ya... Para algunas cosas, la señorita es demasiado orgullosa; para otras, demasiado condescendiente. Ni más ni menos que la condesa, que en paz descanse, que se hallaba a gusto en la cocina y en las caballerizas, pero no quería salir nunca con un caballo solo. Nos dejaba llevar los puños sucios, pero, en cambio, nos exigía la corona del conde en todos los botones. La señorita no se cuida mucho de su persona; podría decirse que no es distinguida: hace poco, cuando bailaba en el barracón, levantó al guarda, que estaba sentado junto a Ana, y ella misma le invitó a bailar. Ya ves: nosotros mismos no deberíamos hacer esto... Pero es lo que sucede: si los amos se vuelven ordinarios, nosotros ¿qué hemos de hacer? Ahora que, como mujer, es estupenda. ¡Qué hombros, que pecho y... lo demás!
CRISTINA. ¿Eh?... Es que también hay mucho retoque... Bien sé yo lo que decía Clara cuando la ayudaba a vestirse...
JUAN. Clara. ¡Puf! Sois unas envidiosas... Yo he salido con ella; la he visto montar a caballo... Y además, ¡cómo baila!
CRISTINA. Oye, Juan. Bailarás conmigo, ¿verdad?, cuando termine aquí.
JUAN. Desde luego.
CRISTINA. ¿Me lo prometes?
JUAN. ¿Prometer? Te lo he dicho, y lo hago. Ahora, gracias por el refrigerio; estaba muy bueno. (Tapa la botella).
JULIA. (En la puerta de cristales, dirigiéndose a los de fuera). Voy enseguida. Vosotros, seguid... (Juan oculta la botella en el cajón de la mesa y se levanta respetuoso. Julia se dirige al fogón y pregunta a Cristina): ¿Está ya? (Cristina le indica con un gesto que Juan está presente).
JUAN. (Con cierta gentileza). ¿Las señoras tendrán sus secretos?...
JULIA. (Dándole con el pañuelo en la cara). ¿Es muy curioso el señorito?
JUAN. ¡Cómo huele a violetas!
JULIA. (Coqueta). ¡Descarado! ¿Es que también entiende usted de perfumes? Porque bailar, sí sabe. Váyase, y cuidadito con escuchar...
JUAN. (Con cierta firmeza, aunque correcto). ¿Se trata quizás de algún filtro mágico que las señoras preparan en la noche de San Juan? ¿Algo con que poder leer en las estrellas propicias del nombre de nuestra prometida?
JULIA. (Con dureza). Pues para llegar a leerlo ya puede usted tener buenos ojos. (A Cristina). Viértelo en una botella y tapónalo fuertemente. (A Juan). Véngase usted ahora a bailar esta «escocesa» conmigo. (Deja caer el pañuelo sobre la mesa).
JUAN. (Titubeando). Me desagrada ser descortés, pero este baile ya se lo había prometido a Cristina.
JULIA. Ya bailará usted otro. (Va hacia Cristina). De verdad, de verdad, Cristina: ¿no quieres prestarme a Juan?
CRISTINA. Eso no depende de mí. Ya que la señorita es tan amable, él no puede negarse. Ve, desde luego, ve y agradece el honor que la señorita te dispensa.
JUAN. Yo no quisiera que la señorita Julia lo pudiese tomar a mal; pero, si he de ser franco, no considero prudente que la señorita elija dos veces a un mismo servidor como pareja de baile, especialmente entre estas gentes tan dadas a hacer suposiciones.
JULIA. (Indignada). ¿Qué quiere decir eso? ¿De qué suposiciones se trata?... ¿Qué insinuación es ésa?
JUAN. (Evasivo). Si la señorita Julia no quiere entenderme, hablaré con más claridad. Estas gentes, no ven con buenos ojos que la señorita dé preferencias a uno de sus servidores, habiendo tantos que desearían el mismo honor.
JULIA. ¡Preferencias! Pero ¿qué se imagina usted? ¡Me asombro! Yo, la señora de la casa, honro la fiesta campestre con mi presencia, y al decidirme a bailar, lo hago con un criado de confianza, que sepa comportarse y no me ponga en evidencia.
JUAN. Lo que la señorita disponga; estoy a sus órdenes.
JULIA. (Condescendiente). ¡No hable de órdenes ahora! Esta noche somos alegres compañeros en una fiesta popular en la que no hay categorías. Eso es: déme usted el brazo. No te inquietes, Cristina, que no te robaré tu tesoro.
(Juan le da el brazo y salen. Cristina, queda sola. En la lejanía se oye una «escocesa» ejecutada por una orquesta de violines. Cristina tararea al compás de la música mientras recoge el servicio usado por Juan; lava el plato, lo seca y lo coloca en la alacena. Luego se quita el delantal, saca un espejo del cajón de la mesa, enciende una vela, calienta en la llama una horquilla, con la que se riza el flequillo. Luego se acerca a la puerta de cristales y mira hacia afuera; vuelve a la mesa, ve el pañuelo olvidado por Julia, lo huele, y después, abstraída, lo va extendiendo entre las manos y lo dobla en cuatro dobleces).1
JUAN. (Entrando). ¡Decididamente está loca! ¡Bailar de esa manera! La gente desde las puertas se burlaba de ella. ¿Qué dices de esto, Cristina?
CRISTINA. Es que le ocurren cosas que la hacen aparecer como una extravagante. Bueno: ¿vienes para bailar conmigo?
JUAN. ¿No estás incomodada por haberte dejado antes?
CRISTINA. No, ya lo sabes. Yo sé estar en mi puesto.
1 N. del A.—Esta escena muda ha de representarse como si la actriz estuviese realmente sola; no se ha de apresurar como temiendo la impaciencia de los espectadores. Se volverá de espaldas al público cuando sea preciso, y no mirará a las plateas.
JUAN. (Rodeándole el talle con el brazo). Eres una muchacha formal y llegarás a ser una excelente ama de casa.
JULIA. (Entra con rapidez; desagradablemente sorprendida, dice con violencia): ¡Vaya un caballero que deja a su pareja plantada!
JUAN. Al revés, señorita Julia; me he apresurado a venir en busca de la abandonada.
JULIA. (Cambiando de tono). ¿Sabe usted que baila mejor que ninguno? ¿Por qué lleva la librea en una noche como ésta? Quítesela enseguida.
JUAN. Entonces le ruego a la señorita que se retire unos instantes, porque es aquí donde tengo mi traje negro. (Se dirige hacia la izquierda).
JULIA. ¿Se preocupa por mí? ¡Por cambiarse de chaqueta!... Váyase, entonces, a su cuarto y vuelva enseguida. O quédese; yo me pondré de espaldas.
JUAN. Con su permiso, señorita Julia. (Va hacia la izquierda y se le distingue a medias un brazo mientras está cambiando de ropa).
JULIA. Oye, Cristina: ¿es que Juan es tu amor, para que tengas tanta confianza con él?
CRISTINA. (Cara al fogón). ¿Amor? Así será, si le parece. Nosotros lo llamamos así.
JULIA. ¿Llamar?...
CRISTINA. También tuvo la señorita Julia un amor y...
JULIA. Es cierto: ya estábamos prometidos.
CRISTINA. Y no pasó de ahí. (Se sienta y va adornándose poco a poco; entra Juan con traje y sombrero negros).
JULIA. «Tres gentil, monsieur Jean! ¡Tres gentil!».
JUAN. «Voulez­vous plaisanter, madame la comtesse!».
JULIA. «Et vous voulez parler français!» ¿Dónde lo aprendió usted?
JUAN. En Suiza, cuando fui camarero de uno de los mejores hoteles
de Lucerna.
JULIA. ¡Pero es que lleva usted el traje con la misma soltura que un caballero! ¡Magnífico! (Se sienta sobre la mesa).
JUAN. La señorita me adula.
JULIA. (Ofendida). ¿Adular, yo? Y... ¿a usted?
JUAN. Mi natural modestia me impide creer que la señorita pueda tener frases de sincera consideración hacia un hombre como yo; por eso me he permitido creer que exageraba o que adulaba... como suele decirse.
JULIA. ¿Dónde aprendió usted a expresarse de esa manera? Debe usted haber ido mucho al teatro.
JUAN. Así es: he frecuentado lugares distinguidos.
JULIA. Pero ¿nació usted en estas tierras?
JUAN. Mi padre era arrendatario del procurador del Rey en este mismo distrito. Conocí a la señorita siendo muy niña, aunque la señorita no se fijara entonces en mí.
JULIA. ¿De veras?
JUAN. Sobre todo, recuerdo que una vez... Sí; pero no debo hablar de esto ahora...
JULIA. ¡Hable, hable! ¿Por qué no? Para complacerme. . .
JUAN. No; ahora, precisamente ahora, es imposible. Otra vez, ¿quién
sabe?...
JULIA. Decir otra vez es como decir nunca... ¿Tan peligroso es ahora?
JUAN. Peligroso, no; pero mejor será dejarlo. ¡Fíjese usted en ésa!...
(Señala a Cristina, que se ha dormido).
JULIA. Será una buena ama de casa; a lo mejor, ronca también.
JUAN. Roncar, no; pero habla dormida.
JULIA. ¿Cómo lo sabe usted?
JUAN. Porque la he oído. (Pausa, durante la cual ambos se miran fijamente).
JULIA. ¿Por qué no se sienta?
JUAN. No puedo permitírmelo en presencia de la señorita.
JULIA. ¿Y si se lo mando?
JUAN. Entonces obedeceré.
JULIA. ¡Siéntese! Pero, aguarde: ¿puede usted darme algo de beber?
JUAN. No sé lo que habrá aquí en el cajón: probablemente, cerveza y
nada más.
JULIA. No es para despreciarla. Por mi parte, tengo gustos tan
sencillos, que la prefiero al vino.
JUAN. (Saca una botella del cajón del hielo y la descorcha. Trae un vaso y un plato). ¿Puedo servirla?
JULIA. Gracias. Y usted ¿no bebe?
JUAN. Realmente no soy muy aficionado a la cerveza; pero si la
señorita me lo manda...
JULIA. ¡Mandarle!... Creo únicamente que como un galante caballero
debe acompañar a su dama.
JUAN. Es muy justo. (Descorcha otra botella, se sirve y bebe).
JULIA. Brinde usted ahora a mi salud. (Juan titubea).
JUAN. (Declamatorio, arrodillándose). ¡A la salud de mi dama!
JULIA. Muy bien; ahora me besa usted un zapato, y así resulta
perfecto. (Juan vacila unos instantes; pero después aferra
atrevidamente el pie y lo besa). Muy bien: ha debido usted dedicarse
al teatro.
JUAN. (Levantándose). No podemos seguir así, señorita Julia. Podría entrar alguien y vernos.
JULIA. ¿Y qué?
JUAN. Que la gente tendría motivos para hablar. Si la señorita supiera lo sueltas que han estado las lenguas hace poco. . .
JULIA. ¿Qué decían? Dígamelo. Siéntese antes.
JUAN. (Sentándose). No quisiera ofenderla, pero hacían uso de ciertas expresiones... Vamos, como si tratasen de dar a entender... que... Ya lo entiende la señorita. La señorita no es una niña, y si la ven beber con un hombre ­aunque éste sea su criado­, especialmente de noche... Entonces...
JULIA. Entonces ¿qué? Sin contar con que no estamos solos. También está aquí Cristina.
JUAN. Sí, pero dormida.
JULIA. ¡Pues la despertaré! (Se levanta). ¡Cristina! ¿Duermes?
CRISTINA. (Entre sueños), ¡Va, va, va...!
JULIA. ¡Cristina, qué modo de dormir!
CRISTINA. (Balbuceando dormida). Las botas del señor conde ya están lustradas... Preparar el café enseguida, enseguida. ¡Oh!... ¡Oh!... ¡Puf... Puf!...
JULIA. (Dándole un tirón de la nariz). ¿Quieres despertar de una vez?
JUAN. (Con severidad). No perturbe usted su sueño, señorita.
JULIA. (Molesta). ¿Cómo?
JUAN. Quien ha estado todo un día junto al fogón debe hallarse cansado cuando llega la noche. Hay que respetar ese sueño.
JULIA. (Cambiando de tono). Eso está muy bien dicho, y le honra a usted. (Alargándole la mano). Ahora vamos juntos para que me recoja usted unas cuantas ramas de saúco. (En este instante se despierta Cristina, y adormilada, se dirige hacia la izquierda para acostarse).
JUAN. ¿Que salga con la señorita?...
JULIA. Sí, conmigo.
JUAN. Eso no está bien, no está bien bajo ningún concepto.
JULIA. (Riéndose). ¡No me explico lo que quiere usted darme a entender! ¿Es posible que se haga usted ilusiones?
JUAN. Yo, no; pero no hay que olvidar a la gente.
JULIA. ¿Por qué? ¿Van a creer que me he enamorado de mi criado?
JUAN. Yo no soy un hombre presumido, señorita; pero como se han visto casos semejantes, para las gentes no hay nada sagrado...
JULIA. Parece usted un aristócrata.
JUAN. Y lo soy.
JULIA. Pues yo desciendo...
JUAN. Fíjese en mi consejo, señorita: no descienda. Nadie creerá que ha descendido voluntariamente, sino que ha caído.
JULIA. Es que yo tengo mucha mejor opinión de la gente. Venga usted, y verá; ¡venga, venga! (Provocativa).
JUAN. ¡Qué extraña es usted!
JULIA. Es posible; pero también usted lo es. Todo es extraño en general. La vida, los hombres; todo es igual a un bloque de hielo, arrastrado de un lado a otro sobre la superficie del agua, hasta que se hunde, se hunde... Tengo un sueño que se me repite con frecuencia y en el cual se me ocurre pensar ahora. Me veo sentada sobre una columna altísima, sin medios para poder bajar; me da vértigo el mirar hacia abajo, pero he de mirar, y me falta valor para tirarme; ya no me puedo sostener, y anhelo caer, pero no caigo; y no tengo sosiego, no tengo alegría hasta hallarme abajo, hasta verme, en el suelo. Mas, cuando llego al suelo, deseo descender más, hundirme bajo la tierra. ¿Ha experimentado usted alguna vez algo semejante?
JUAN. No, señorita, no. Yo suelo soñar que estoy tendido bajo un árbol recio y frondoso en lo más intrincado de la selva. Deseo subir, subir a las últimas ramas para poder admirar el claro paisaje a mi alrededor, donde el sol brilla, y robar en lo alto el nido de los pájaros de huevos de oro. Y trepo, trepo; pero el tronco es tan grueso y tan escurridizo y está tan lejos la primera rama... Pero estoy cierto de que si llegase a asirme de esa primera rama, podría llegar a lo alto como si subiese por una escalera. No la he alcanzado aún, pero la alcanzaré, aunque sea sólo en sueños.
JULIA. ¡Y yo me estoy aquí (riéndose) hablando de sueños con usted! ¡Vámonos ya! Sólo hasta el Parque. (Dándole el brazo, se dirigen hacia la puerta).
JUAN. Hoy deberíamos dormir sobre las hierbas nuevas de la noche de San Juan: entonces se realizarían todos nuestros sueños. (Al salir se detienen de pronto: Juan se lleva la mano a un ojo).
JULIA. Déjeme ver lo que le ha entrado en el ojo.
JUAN. ¡Oh, nada! Una motita; esto pasa enseguida.
JULIA. Le he rozado con la manga de mi vestido... Siéntese y le ayudaré. (Le coge de un brazo y le obliga a sentarse sobre la mesa; luego le sujeta la cabeza por la nuca y trata de limpiarle el ojo con la punta de un pañuelo). Estése usted quieto. Tranquilícese, hombre; no se mueva usted. (Dándole un palmetazo en la mano). ¿Así me obedece usted?... Parece como si este hombretón tan recio y tan alto estuviese temblando... (Se ríe y le palpa los brazos). ¡Con estos brazos!
JUAN. (Amonestándola) ¡Señorita Julia!
JULIA. ¡Qué... «monsieur Jean»!
JUAN. «Attention! Je ne suis qu’un homme!».
JULIA. ¿Quiere usted estarse quieto? ¡Vaya! ¡Ya lo tenemos aquí! Béseme usted la mano en señal de agradecimiento.
JUAN. (Levantándose). Óigame usted, señorita, Cristina se ha ido ya a dormir. ¿Quiere usted oírme?
JULIA. Antes béseme usted la mano.
JUAN. Pero óigame.
JULIA. La mano antes...
JUAN. Perfectamente; pero usted cargará con toda la responsabilidad.
JULIA. (Riéndose). ¿De qué?
JUAN. ¿De qué...? ¿Tan niña es aún la señorita a los veinticinco años?
¿Ignora que es peligroso jugar con fuego?
JULIA: Para mí, no: estoy asegurada.
JUAN. (Atrevido). No lo está usted; y aunque lo estuviese, tiene usted
que pensar en que hay materia inflamable a su alrededor.
JULIA. ¿Será usted esa materia?
JUAN. Sí, sí, señorita, sí; no por lo que soy, sino únicamente por ser joven...
JULIA. ...de buena presencia... ¡Qué increíble vanidad! ¡Un Don Juan tal vez! ¡O un casto José! ¡En realidad, creo que es usted un casto José! (Se sonríe).
JUAN. ¿Lo cree usted así?
JULIA. Casi lo temo. (Juan se dirige resueltamente a ella e intenta sujetarla para darle un beso. Ella le da un manotazo). ¡Largo de aquí!
JUAN. ¿Es en broma o en serio?
JULIA. En serio.
JUAN. Entonces, antes era en serio también. Usted juega en serio demasiado, y eso es peligroso. Sin embargo, ahora estoy cansado del juego y le suplico que me perdone si vuelvo a mis ocupaciones. (Va a coger las botas). El señor conde ha de tener las botas lustradas a primera hora, y ya hace tiempo que dio la media noche.
JULIA. Deje usted esas botas.
JUAN. No; ésta es mi obligación, y he de cumplirla. No he pretendido ser su compañero de juegos, ni deseo serlo, porque me considero muy superior a semejante papel.
JULIA. ¡Es usted un soberbio!
JUAN. En algunos casos sí, y en otros... no.
JULIA. ¿Ha amado usted alguna vez?
JUAN. Nosotros no empleamos esa frase, pero he querido a varias muchachas; y en cierta ocasión enfermé por una que no llegué a conseguir: enfermo, como los príncipes de «Las mil y una noches», que por exceso de amor no pueden comer ni beber... (Vuelve a dejar las botas donde estaban).
JULIA. ¿Y quién era ella? (Juan no contesta). ¿Quién era?
JUAN. No me puede usted obligar a decirlo.
JULIA. ¿Y si se lo ruego como a un amigo, como a un igual? (Suavemente). ¿Quién era?
JUAN. Usted.
JULIA. (Sentándose). ¡Vaya una salida ridícula!
JUAN. Sí; si realmente quiere usted saberlo, es ridículo. ¿Ve usted? Esta es la historia que antes no quise referirle; pero ahora sí. ¿Sabe usted, señorita, cómo se ve el mundo desde abajo? No, eso no lo sabe. A los gavilanes y a los halcones no se les divisa el lomo, porque están en lo alto. Crecía yo en mi casa de campesinos con siete hermanas y... un cerdo fuera, en los prados llanos y verdes, donde no se alzaba ni un árbol. Pero desde mi ventana distinguía la tapia del parque del señor conde, con sus frondas de manzanos en flor. Aquel era el jardín del Paraíso y dentro estaban los ángeles con sus espadas flamígeras custodiándolo. A pesar de todo, otros muchachos y yo llegamos a dar con el camino del árbol de la vida... ¿Me desprecia usted ahora?
JULIA. ¡Oh... robar manzanas! Eso lo hacen todos los chiquillos.
JUAN. Eso dice usted ahora, pero en el fondo me desprecia ¡Tanto es así!... Una vez vine al jardín con mi madre para limpiar de hierbajos el sembrado de cebollas. Junto a la tapia del huerto había un pabellón turco a la sombra de los jazmineros, cubierto por madreselvas. Yo no podía imaginar para qué servía aquello; pero en mi vida había visto un edificio tan maravilloso. Con frecuencia entraba y salía gente de él, hasta que una vez vi la puerta abierta: me escurrí y dentro contemplé las paredes cubiertas por retratos de reyes y emperadores; la ventana tenía rojos cortinajes con franjas de seda. Ahora ya se da usted cuenta de si entiendo algo... (Coge una ramita de saúco y, sin soltarla, se la da a oler a la señorita). Yo no había estado nunca en el palacio, no había visto nada más que la iglesia; pero aquello era mucho más suntuoso; y adonde fuesen mis pensamientos, siempre volvían a fijarse aquí. Poco a poco fue creciendo en mí el deseo de conocer toda esta riqueza; me introduje al fin y admiré; a poco llegó alguien. El edificio no tenía más que una salida, pero yo encontré otra: no tenía dónde escoger. (Julia, que había cogido la ramita de saúco, la deja caer sobre la mesa). Salté, pues, la ventana, escalé una cerca, atravesé a la carrera las parvas, llegué a la terraza de las rosas; allí distinguí un vestidito claro, unas medias blancas: era usted. Me oculté bajo un montón de hierbajos. ¿Puede usted imaginarlo? Bajo unos cardos que me pinchaban y entre hediondos terrones de tierra húmeda. La contemplaba a usted paseándose entre las rosas, y pensaba: «Si es cierto que un asesino puede llegar al cielo y vivir junto a los ángeles, tan extraño resulta que un hijo de campesinos pueda llegar en esta tierra de Dios, a un parque como éste y jugar con la hija de un conde. . .»
JULIA. (Elegíaca). ¿Cree usted que todos los niños pobres hubieran tenido en el mismo caso la misma idea?
JUAN. (Dudando en principio; después, con resolución). ¿Todos los niños pobres?... Sí; naturalmente. Es seguro.
JULIA. ¡Debe ser una desdicha inmensa ser pobre!
JUAN. (Con profundo dolor, marcadamente exagerado). ¡Ay, señorita Julia! ¡Ay!... Un perro puede dormir en el sofá de los amos; un caballo recibir en su hocico la caricia de una mano de señora; pero un muchacho... (Cambia de tono). Sí, sí; a muchos les basta con seguir viviendo; pero con frecuencia hasta eso mismo es un problema. Entretanto, ¿sabe usted lo que hice? Salté, vestido como estaba, al arroyo del molino; de allí me sacaron para apalearme. Al domingo siguiente, cuando mi padre y toda la familia fueron a visitar a la abuela, me las arreglé de manera que me dejaron en casa. Entonces me lavé con jabón y agua caliente, me puse mi mejor traje y me fui a la iglesia para poder verla a usted. La vi y volví a casa con la decisión de matarme; pero quería morir gratamente, bien, sin dolor. Recordé que era peligroso dormirse bajo un árbol de saúco; nosotros teníamos uno en plena floración; le arranqué todas las flores de que se hallaba cubierto y me acosté con ellas en el cajón de la avena. ¿No se ha fijado usted en lo suave que resulta la avena? Tan dulce al tacto como la piel humana. Cerré la tapa, me amodorré, dormí profundamente, despertándome al fin realmente enfermo, muy enfermo...: pero no me morí, como puede verse. En realidad, no sé lo que yo anhelaba. No había medio, no había posibilidad de intentar conquistarla: usted fue una prueba de la desesperación que es para mí el origen del medio en que he nacido.
JULIA. ¿Sabe usted que refiere las cosas con mucha gracia? ¿Fue usted a la escuela?
JUAN. Poco; pero he leído muchas novelas y fui con frecuencia al teatro. Sin contar con que he tenido constantes ocasiones de oír hablar a gentes distinguidas, y de ellas he aprendido.
JULIA. ¿Escucha usted lo que nosotros decimos?
JUAN. Naturalmente. He oído muchísimas cosas sentado en el pescante o remando en la lancha. Una vez oí a la señorita hablar con una amiga...
JULIA. ¿Y eso? ¿Qué oyó? ¿Qué oyó usted?
JUAN. No es cosa para decirla así como así; pero estaba realmente admirado y no acababa de explicarme dónde habría usted podido aprender todas aquellas palabras... ¡Tal vez no haya en realidad tanta diferencia como se cree entre hombres y hombres!
JULIA. ¿No le da vergüenza? Nosotras no vivimos como viven las mujeres de la clase de ustedes cuando tenemos un prometido.
JUAN. (Mirándola fijamente). ¿Está usted segura? No es cosa de que la señorita se muestre tan inocente ante mí.
JULIA. Era un canalla y le había entregado mi corazón.
JUAN. Eso es lo que dicen siempre las muchachas... después.
JULIA. ¿Siempre?
JUAN. Creo que siempre, porque esa expresión la he oído muchas veces en casos semejantes.
JULIA. ¿Qué casos?
JUAN. En los casos de que antes hablábamos. La última vez...
JULIA. Basta. Ya no quiero oír nada más.
JUAN. Tampoco ella lo quería. ¡Es extraño! Perfectamente. Entonces le

suplico que me permita retirarme a descansar.
JULIA. (Con aspereza). ¡Acostarse la noche de San Juan!
JUAN. Claro. No me divierte bailar ahí fuera con esa gentuza.
JULIA. Coja usted la llave del embarcadero y vámonos a pasear en
lancha por el lago; deseo ver amanecer.
JUAN. ¿Cree usted que eso es razonable?
JULIA. ¡Parece que teme usted por su reputación!
JUAN. ¡Es posible! No me agradaría hacer el ridículo; ni quisiera
tampoco que me despidieran de mala manera, sin darme certificados.
También me creo obligado con Cristina.
JULIA. Vamos, ya apareció Cristina otra vez.
JUAN. Sí, pero especialmente por usted. Siga mi consejo: suba usted a su cuarto y acuéstese.
JULIA. ¿Soy yo quien debe obedecerle?
JUAN. Por esta vez, sí y para su bien. ¡Se lo ruego! Es ya muy tarde: el sueño emborracha también y calienta la cabeza. Váyase usted a descansar. Además, que, si no veo mal, por allí viene gente en mi busca. Si nos encuentran aquí a estas horas, está usted perdida. (A lo lejos se percibe el canto de un coro que va acercándose poco a poco).
JULIA. Conozco y quiero a mis gentes, tanto como ellos me quieren a
mí. Deje usted que vengan y verá.
JUAN. No, señorita Julia, no; la gente no la quiere. Comen su pan,
pero a sus espaldas la escarnecen. Créame. Oiga, oiga usted lo que
cantan... Aunque, no; mejor es que no lo oiga.
JULIA. (Prestando atención). ¿Qué cantan?
JUAN. Unas bromas refiriéndose a usted y a mí.
JULIA. ¡Qué asco! ¡Puaf! ¡Cuánta maldad encierran!
JUAN. La canalla es siempre falsa. Y en la lucha con ella no hay más
remedio que huir.
JULIA. ¿Huir?... ¿Dónde?... Fuera... Ya no podemos salir. Tampoco entrar en el cuarto de Cristina. JUAN. Pues en el mío, entonces. La necesidad hace ley. De mí puede
usted fiarse, porque soy su más leal y respetuoso amigo... JULIA. Imposible. ¿Y si se les ocurriera ir a buscarle allí? JUAN. Cierro la puerta con cerrojo, y si tratan de echarla abajo,
disparo. Venga usted. (Suplicante). ¡Venga usted!
JULIA. (Con intención). Pero me promete...
JUAN. ¡Lo juro! (Julia sale aprisa y él la sigue excitadísimo).

(Varias parejas con trajes de fiesta y flores en los sombreros entran
por la puerta de cristales guiadas por uno de ellos que toca el violín y los dirige. En la mesa del centro van colocando un tonelito de cerveza y un barrilito de aguardiente cubiertos con ramas verdes. Sacan de las alacenas varios vasos y beben. Después forman un corro y bailan cantando la canción de antes. Al fin, sin separarse ni dejar de cantar, salen por la puerta de cristales en la misma forma que entraron. Julia entra sola por la izquierda; al ver el desorden en que se halla la habitación cruza las manos asombrada; luego saca la polvera y se pasa la borla por la cara).
JUAN. (Acercándose desde la izquierda a la condesa Julia, le dice con exaltación): ¿Ve usted? ¿Lo ha oído por sí misma? ¿Cree usted posible seguir aquí?
JULIA. No lo volveré a hacer, no... Pero ¿qué puede intentarse?
JUAN. Pues huir, viajar, salir de aquí.
JULIA. ¿Viajar? Muy bien; pero ¿dónde?
JUAN. A Suiza, a los lagos de Italia. ¿No ha estado usted nunca por allí?
JULIA. No. Es muy bello todo eso, ¿verdad?
JUAN. Un verano constante: naranjas, laureles... ¡Ah!...
JULIA. Y una vez allí, ¿qué podríamos hacer?
JUAN. Instalaremos un hotel de primer orden, con huéspedes de primer orden también.
JULIA. (Asombrada). ¿Un hotel?
JUAN. Eso es vivir, créame. Constantemente caras nuevas, idiomas distintos; ni un instante para poder soñar; no hay que buscar ocupaciones, pues el trabajo se presenta por sí solo. Día y noche suena la campana, silban los trenes, van y vienen los coches de la estación, y entretanto, caen las monedas de oro en la caja. Sí. ¡Eso es vivir!
JULIA. Sí; eso es vivir... Pero ¿y yo?. . .
JUAN. ¡La dueña del establecimiento, la honra de la razón social! Con sus maneras y su aspecto, el éxito es seguro. ¡Enorme! Sentada en su despacho como una reina, pone en movimiento a sus esclavos con la sola presión de un timbre. Los huéspedes desfilan ante su trono y van depositando humildemente sus tesoros en la caja. No puede usted imaginar cómo tiemblan las gentes al presentarles la cuenta. Yo me ocuparé de que sean bien amargas, y usted, en endulzarlas con su más graciosa sonrisa. ¡Oh! Vámonos, vámonos pronto de aquí. (Saca del bolsillo una Guía). Enseguida, en el primer tren. A las seis y media, en Malno, mañana en Hamburgo a las ocho y cuarenta; Francfort; Basilea; un día; y con el ferrocarril de San Gottardo, en Como; total: un viaje de tres días, de tres días solamente.
JULIA. Todo eso es muy bello. Pero, Juan, debes infundirme valor. Di que me quieres. Abrázame.
JUAN. (Vacilando). Bien quisiera; pero ya no me atrevo. Aquí, no; en esta casa, no. La quiero, no puede dudar de que la quiero. ¿Podría usted dudarlo?
JULIA. (Muy femenina). ¿Usted?... De tú. Entre nosotros ya no existen barreras. De tú.
JUAN. (Angustiado). No puedo, no. Las barreras existen mientras nos hallemos en esta casa, en este ambiente. Aquí está el pasado, aquí está el señor conde. Jamás me he visto ante un hombre que me inspire mayor respeto. Con sólo ver sus guantes sobre una silla, me achico; si oigo el timbre de arriba, salto como un caballo espantadizo. Me basta estar viendo ahí sus botas, rígidas y severas, para sentir escalofríos por la espalda. (Aparta con el pie las botas). No hay medio de librarnos de los prejuicios y supersticiones que nos han imbuido desde la infancia. Vámonos a otro país, a una república, y podrá prosternarse ante la librea de mi portero —prosternarse, sí—, pero no yo. No he nacido yo para estar prosternado, porque en mí hay madera, hay carácter; y ahora que ya he logrado asirme de la primera rama, ya me verá usted subir, subir. Hoy día aún soy un criado; el año que viene seré colono; dentro de diez años, propietario. Luego, en Rumelia, me haré condecorar y podré —fíjese en que digo podré— acabar mis días siendo conde.
JULIA. Bien, bien.
JUAN. En Rumelia puede adquirirse un título de conde, y usted será condesa. ¡Mi condesa!
JULIA. (Que ha ido pasando por las distintas sensaciones, desde una conformidad optimista hasta el asombro y la indignación). ¡Pero qué es para mí todo eso, que voluntariamente arrojo ahora por la ventana! (Cambiando de tono, con una última esperanza). Dime que me quieres... Sin tu cariño, ¿qué soy yo?
JUAN. Se lo diré mil veces; pero después; aquí, no. Y no nos pongamos sensibles si no queremos perderlo todo. Debemos tomar las cosas con calma, como gentes prudentes. (Coge un cigarro, lo
despunta y lo enciende). Siéntese aquí; yo me sentaré a su lado, y
charlaremos lo que convenga, como si nada hubiese ocurrido.
JULIA. ¡Pero por Dios! ¿Es que carece usted de sensibilidad?
JUAN. ¿Yo? No hay hombre más sentimental; pero sé dominarme.
JULIA. Hace poco me besaba el zapato. ¿Y ahora?...
JUAN. (Con dureza). Antes, sí; pero ahora tenemos que pensar en
otras cosas.
JULIA. ¡No me hable con dureza!
JUAN. Con dureza, no; pero sí con prudencia. Hemos cometido una
verdadera locura; no hagamos otras. El señor conde puede volver
dentro de unos instantes, y hemos de resolver nuestro porvenir antes
de su vuelta. ¿Qué piensa usted de mis proyectos? ¿Le convienen?
JULIA. Los creo aceptables. Pero dígame usted: para llevar a cabo esa
empresa será preciso disponer de algún capital. ¿Lo tiene usted?
JUAN. (Fumando). ¿Yo? Claro; yo poseo práctica, experiencia del
negocio, conocimiento de idiomas... Este es un capital que algo vale.
JULIA. Sí, pero con él no podemos comprar ni los billetes para el tren.
JUAN. Eso es cierto también. Pero justamente por eso busco un
capitalista que aporte fondos.
JULIA. ¿Y dónde va usted a encontrarle con tal prisa?
JUAN. Pues lo encontrará usted si se convierte en mi asociada.
JULIA. Eso es imposible, porque yo nada poseo. (Pausa).
JUAN. Entonces todo se viene abajo.
JULIA. ¿Qué?
JUAN. Nos quedamos como estábamos.
JULIA. ¿Pero imagina usted que voy a vivir en esta casa como amante suya? ¿Que voy a consentir que me señalen las gentes con el dedo? ¿Cree usted que tendré el valor de mirar a la cara a mi padre? No, no; lléveme usted de aquí: lejos de la deshonra y de la vergüenza. ¡Qué hice, Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío! (Llora).
JUAN. ¡Uy! ¡Uy! Ahora sí que empezamos. ¿Que qué ha hecho? Lo mismo que hicieron otras mil antes que usted.
JULIA. (Levantando la voz, dominada ya por los nervios). ¡Y ahora va usted a despreciarme!... ¡Me caigo, me desplomo!
JUAN. Caiga usted hacia mi lado, que más adelante la levantaré.
JULIA. ¿Qué fuerza prodigiosa me atrae hacia usted? ¿La que empuja al débil hacia el fuerte, al caído hacia el que sube? ¿Era amor? ¿Amor esto? ¿Usted sabe lo que es amor?
JUAN. ¿Yo? Creo que sí. ¿Cree usted que no lo he experimentado antes?
JULIA. ¿Qué idiomas habla? ¿Qué ideas se le ocurren?
JUAN. Los que aprendí y así son. No se ponga nerviosa. ¡No se haga la madamita! Nos hemos repartido una sopa que debemos comerla juntos. Mira, mira, muchacha: ven; voy a darte un vasito de un vino especial. (Abre el cajón de la mesa, saca la botella de vino y llena dos vasos de los ya usados que hay sobre la mesa).
JULIA. ¿Qué vino es ése?
JUAN. El de la cueva.
JULIA. ¡El borgoña de mi padre!
JUAN. ¿Y es demasiado bueno para el yerno?
JULIA. Yo bebo cerveza.
JUAN. Eso demuestra que tiene usted peor gusto que yo.
JULIA. ¡Ladrón!
JUAN. ¿Va usted a delatarme?
JULIA. ¡Dios mío! ¡La cómplice de un ladronzuelo! ¿Es que me he
embriagado esta noche y he procedido entre sueños? ¡La noche de
San Juan! ¡El festival de inocentes alegrías!
JUAN. ¿Inocentes? ¡Ejem!
JULIA. (Andando de un lado para otro). ¿Habrá en la tierra un ser tan
desdichado como yo?
JUAN. ¿Por qué ha de serlo? ¡Tras semejante conquista! Recuerde usted a Cristina... ¿Cree usted que ella no tiene también sensibilidad?
JULIA. Lo creía antes, pero ahora no. No; el criado es un criado, y
nada más.
JUAN. ¡Y la mujerzuela es una mujerzuela, y nada más!
JULIA. (Cayendo de rodillas con las manos juntas). ¡Dios del Cielo,
toma esta vida miserable! ¡Sácame del fango en que me ahogo!
¡Sálvame! ¡Sálvame!
JUAN. No puedo negar que me da usted lástima. Entonces, cuando yacía en el campo de las cebollas, viéndola a usted en el jardín de las rosas —ahora se lo puedo decir—, tuve las mismas ideas puercas de todos los muchachos...
JULIA. Sin embargo, trató usted de morir por mí.
JUAN. ¿En el cajón de la avena? ¡Palabrería!
JULIA. ¿Fue un embuste entonces?
JUAN. (Empieza a adormilarse). Aproximadamente. Leí una historia
una vez en un folletín: se trataba de un chico de un fumista que se metió en un cajón de flores de saúco porque le habían condenado a pasar un tanto mensual a una mujer.
JULIA. ¡Ah! ¿Así es usted?
JUAN. ¿Iba a inventar otra cosa? A las mujeres se las alcanza
adulándolas.
JULIA. ¡Sinvergüenza!
JUAN. ¡Perdón!
JULIA. ¡Iba a ser yo la primera rama!
JUAN. ¡La rama estaba podrida!
JULIA. ¡Iba a ser yo la «honra del Hotel»!...
JUAN. ...Y el Hotel, yo.
JULIA. Sentándome en su despacho, embaucando a sus parroquianos, falsificando las cuentas...
JUAN. No, no; de eso me hubiera encargado yo.
JULIA. ¡Que un alma humana encierre tal suciedad!
JUAN. ¡Lávese bien!
JULIA. ¡Lacayo! ¡Criado! ¡Levántate, que te estoy hablando!
JUAN. ¡Contén la lengua, mujerzuela de lacayo, o sal de aquí! ¿Pretenderás reprocharme que sea grosero? Ninguna mujer de mi clase se hubiese comportado nunca como tú esta noche. ¿Crees que una muchacha de costumbres sencillas busca, provoca a un hombre como lo has hecho tú? ¿Viste nunca a una muchacha de servir ofrecerse de esa manera?
JULIA. (Consternada). Perfectamente; pégame, pisotéame. ¡No merezco otra cosa! Soy una miserable, pero ayúdame... ¡Ayúdame si aún hay posibilidad de ayudarme!
JUAN. (Con mayor suavidad). No pretendo renunciar a lo que me corresponde por el hecho de haberla seducido. ¿Cree usted que una persona de mi condición se hubiese atrevido nunca a levantar los ojos hasta usted, si usted misma no la hubiese alentado? Todavía me parece imposible y no salgo de mi azoramiento...
JULIA. ¡Es usted un orgulloso!
JUAN. ¿Por qué no había de serlo? Aunque reconozca que la victoria fue harto fácil para poder alabarme de ella.
JULIA. Diga usted lo que quiera, pégueme: es usted el más fuerte.
JUAN. (Levantándose). No, no; usted es quien ha de perdonar las palabras que he pronunciado. Yo no acostumbro a pegar a un ser indefenso, y menos si es una mujer. No negaré que, en parte, me satisface el haber podido comprobar que no era más que oropel todo aquello que nos deslumbraba a los que lo mirábamos desde abajo; que el lomo del gerifalte es tan gris como su pechuga; que en la delicada mejilla había una ligera capa de polvos; que las uñas cuidadas pueden tener los bordes negros; que el pañuelo estaba sucio, aunque perfumado. Pero, a la vez, me duele el comprobar que aquello que contemplaba ni era tan serio ni estaba tan alto; me entristece verla tan degradada, más degradada aún que su propia cocinera; me apena ver las flores de otoño derribadas por la lluvia y convertidas en basura.
JULIA. Habla usted como si ya estuviese a mayor altura que yo...
JUAN. Y lo estoy realmente. Fíjese usted: yo podría hacerla a usted condesa, y usted no puede hacerme conde a mí.
JULIA. Pero yo desciendo de un conde, cosa que nunca le ocurrirá a usted.
JUAN. Es cierto; pero, en cambio, yo podría dar vida a muchos condesitos si...
JULIA. Sin contar con que usted es un ladrón y yo no lo soy.
JUAN. No es lo peor eso de ser ladrón; existen aún cosas mucho peores. Hemos de tener en cuenta que, si yo presto mis servicios en una casa, debo portarme como si fuera un miembro de la familia, como un hijo, por ejemplo, de los señores; y no se considera como hurto el hecho de que un chiquillo coja un racimo de grosellas de un árbol bien lleno. (Nuevamente va encendiéndose en su pasión). ¡Señorita Julia! Usted es una mujer magnífica, demasiado distinguida para un hombre como yo. Fue usted la presa de un borracho, y ahora intenta ocultar su falta haciéndose la ilusión de quererme. No lo haga usted. Es muy posible que la haya seducido únicamente mi aspecto, en cuyo caso su amor no es mejor que el mío. Jamás podré avenirme a ser para usted un animal solamente, y ya no puedo reconquistar su cariño.
JULIA. ¿Tan seguro está usted?
JUAN. ¿Es que podría ocurrir? Sin duda, podría quererla, sí: es usted hermosa, distinguida (Se le acerca y le coge una mano), culta, apasionada si se lo propone; y si ha despertado el deseo en un hombre, es posible que ya no pueda extinguirlo. (Abrazándola). Es usted como un vino generoso con droga, y un beso suyo... (Intenta llevársela hacia la izquierda, pero ella se aparta resueltamente).
JULIA. ¡Déjame! Así no va a conquistarme.
JUAN. ¿Pues cómo entonces? ¿No la conquistaré con caricias, con tiernas palabras, con proyectos para el porvenir, salvación de toda vergüenza? ¿Pues cómo entonces?
JULIA. ¿Cómo? ¿Cómo? No sé. De ninguna manera. Le aborrezco como a las víboras, pero comprendo que no puedo vivir sin usted.
JUAX. Huyamos juntos.
JULIA. (Observando, preocupada, su traje). ¿Huir? Bueno; nos marcharemos... Pero ¡estoy tan cansada! Déme un vaso de vino. (Juan se lo sirve. Julia, mirando al reloj). Pero antes tenemos que hablar; hay tiempo todavía. (Vacía el vaso y se lo alarga para que vuelva a llenárselo).
JUAN. No beba; va usted a embriagarse.
JULIA. ¿Qué importa?
JUAN. ¿Que qué importa? Es muy vulgar el emborracharse. Bueno, ¿y qué es lo que iba usted a decirme?
JULIA. Nos fugaremos, pero antes debemos hablar. Es decir, que hablaré yo, porque, hasta ahora, usted se lo ha dicho todo. Usted me ha referido su vida; ahora voy yo a contarle la mía. Así nos conoceremos mejor antes de emprender juntos el viaje.
JUAN. Perdone usted un momento: piénselo bien antes de confiarme sus secretos, no vaya usted luego a arrepentirse.
JULIA. ¿No es usted amigo mío?
JUAN. Sí, a veces. Pero no se confíe.
JULIA. Lo dice usted por decir, sin contar con que mis secretos son harto conocidos. Mi madre no procedía de familia ilustre: su origen era, por el contrario, muy humilde. Fue educada en las ideas de su tiempo sobre igualdad y emancipación de la mujer y sentía una verdadera repugnancia hacia el matrimonio. Cuando mi padre se enamoró de ella le manifestó que nunca sería su esposa, aunque luego cambió de parecer y consintió en ello. Yo nací contra el deseo de mi madre, por lo que luego he podido entender. Decidieron educarme como a un muchacho medio salvaje, y por ello hube de instruirme en todo aquello que se suele enseñar a los jóvenes, para que más adelante pudiera demostrar que la mujer posee iguales cualidades e igual resistencia que el hombre. Podía vestirme como un muchacho, ocuparme de los caballos, pero me impedían, en cambio, penetrar en la granja. Tenía que lavar y aparejar los caballos, tomar parte en las cacerías...; tenía también que adiestrarme en las faenas del campo. Al distribuir los trabajos, había costumbre de asignar a los hombres los quehaceres de las mujeres, y a las mujeres las ocupaciones de los hombres. Resultado de todo esto fue que el patrimonio comenzó a resentirse y que la vecindad de las fincas cercanas se reía de nosotros. Al fin mi padre debió despertar de su letargo y rebelarse ante aquel estado de cosas, porque todo se trastocó según su deseo. Enfermó mi madre, y aún ignoro cuál fue su enfermedad; pero tenía frecuentes calambres, se ocultaba en la granja y pasaba las noches a la intemperie. Entonces fue cuando sobrevino el terrible incendio del que usted habrá oído hablar. La casa, la granja, los establos ardieron por completo, y en circunstancias que hicieron suponer intencionado el incendio, pues ocurrió el hecho al día siguiente de vencer el trimestre del seguro, y la prima que mi padre envió a su tiempo quedóse retrasada por negligencia del consignatario. (Vuelve a llenar el vaso y bebe).
JUAN. No beba usted más.
JULIA. ¡Qué importa! Nos quedamos sin techo donde guarecernos, viéndonos obligados a dormir por las noches en un coche. Mi padre no sabía dónde encontrar dinero con que reedificar la casa. Entonces mi madre le aconsejó que se dirigiera a un individuo que tenía una fábrica de ladrillos en estos alrededores, y a quien ella conocía desde la niñez, para que le hiciese un préstamo. Papá obtuvo el préstamo solicitado, pero, con gran asombro suyo, sin obligación de reembolsar ni el más pequeño interés. De esta manera volvió a reedificarse toda la posesión. (Vuelve a beber). ¿Sabe usted quién había producido el incendio?
JUAN. Su señora madre.
JULIA. ¿Sabe usted quién era el fabricante de ladrillos?
JUAN. El amante de su madre.
JULIA. ¿Sabe usted a quién pertenecía el dinero?
JUAN. Aguarde usted: no, eso no lo sé.
JULIA. A mi madre.
JUAN. Y al conde, por lo tanto, si no poseían separación de bienes.
JULIA. No lo poseían; pero mi madre tenía su pequeño capital que no quería que mi padre lo administrase, y por ello lo había depositado en manos de su amigo.
JUAN. Que se lo apropió.
JULIA. Justamente. Se lo retuvo. Todo esto llegó a oídos de mi padre, que no podía procesar, ni pagar al amante de su mujer, ni demostrar tampoco que aquel dinero pertenecía a su esposa. Esta fue la venganza de mi madre por haber tomado él la dirección de la casa. Entonces pensó mi padre en suicidarse. Corrió la voz de que lo había intentado sin conseguirlo. Siguió viviendo, y mi madre tuvo que expiar sus malas acciones. Aquella fue para mí una época cruel; ya se lo puede usted imaginar. Simpatizaba con mi padre, pero tomaba la defensa de mi madre, aun desconociendo la verdadera situación. De ella aprendí a odiar y a desconfiar de los hombres, porque ella los odiaba, como supe después, y le juré que no llegaría nunca a ser la esclava de ninguno de ellos.
JUAN. Después de todo eso se puso usted en relaciones con el gobernador.
JULIA. Justamente por eso: quería esclavizarlo.
JUAN. Y él no lo consintió...
JULIA. Lo consentía, pero no lo logré, porque antes me cansé de él.
JUAN. Yo les vi a ustedes en las caballerizas.
JULIA. ¿Qué vio usted?
JUAN. Cuando él rompió el noviazgo.
JULIA. Eso no es cierto. Yo fui quien rompió el compromiso. ¿Es que el sinvergüenza ha dicho que fue él?
JUAN. No, no era un sinvergüenza. ¿Realmente aborrece usted tanto a los hombres, señorita?
JULIA. En general, sí. Pero a veces hay momentos de flaqueza, de sensibilidad... ¡Oh! ¡Puaf!...
JUAN. Entonces, ¿también me aborrece a mí?
JULIA. Enormemente. Podría mandarle matar como a un animal cualquiera.
JUAN. Al malhechor se le condena a trabajos forzados y al animal se le mata.
JULIA. Es muy justo.
JUAN. Pero ahora no hay aquí animal alguno, ni siquiera un acusador. ¿Qué debemos hacer entonces?
JULIA. Viajar.
JUAN. ¿Para atormentarnos mutuamente hasta la muerte?
JULIA. No; para gozar dos, tres años, o lo que se pueda, y morirse después.
JUAN. ¿Morir? ¡Vaya una estupidez! Yo prefiero instalar un Hotel.
JULIA. (Como hablando consigo misma). En el lago de Como, donde el sol brilla eternamente, donde verdea el laurel y los naranjos florecen por Navidad...
JUAN. El lago de Como es un hoyo para la lluvia, y no he visto allí más naranjas que las que venden en las fruterías; pero es un paraje encantador para la explotación de forasteros, pues existen muchos hotelitos que se alquilan a las parejas de enamorados. Esta es una industria muy ventajosa. ¿Sabe usted por qué? Pues porque firman un contrato por medio año y se marchan a las tres semanas.
JULIA. (Con ingenuidad). ¿A las tres semanas? ¿Por qué?
JUAN. Porque han reñido, claro está. Pero el alquiler está pagado de todas maneras, y el inmueble se vuelve a alquilar, y así sucesivamente una y otra vez: porque el amor subsiste hasta la eternidad, aunque no dure tanto.
JULIA. ¿No quisiera morir conmigo?
JUAN. De ningún modo: primero, porque aún me agrada la vida, y luego, porque considero el suicidio como un delito en contra de la Naturaleza.
JULIA. ¿Cree usted en Dios?
JUAN. Claro está, y voy a la iglesia todos los domingos. Y ahora, con entera franqueza, me encuentro cansado y me voy a acostar.
JULIA. ¿Y cree usted que yo voy a dejar las cosas así? ¿Sabe usted lo que debe un hombre a la mujer a quien ha deshonrado?
JUAN. (Saca una moneda de plata y la arroja sobre la mesa). Haga usted el favor, porque yo no quiero deber nada a nadie.
JULIA. (Sin demostrar que ha advertido la injuria). ¿Sabe usted lo que la ley prescribe?
JUAN. Demasiado. La ley no impone sanción alguna a la mujer que seduce a un hombre.
JULIA. (Como antes). ¿Encuentra usted otra salida en lugar de viajar o unirnos para volver a separarnos?
JUAN. ¿Y si yo me negase a esa «mesalliance»?
JULIA. «¿Mesalliance?».
JUAN. Sí, por mi parte. Yo cuento con antepasados más nobles que los suyos, ya que no figura entre ellos ningún incendiario.
JULIA. Y ¿cómo lo sabe usted?
JUAN. En todo caso, no puede usted probar lo contrario, porque nosotros no disponemos de otro árbol genealógico que el que figura en poder de la policía. De un árbol de usted he leído datos en un libro que hay sobre la mesa del salón. ¿Sabe usted quién fue el fundador de su casa? Un molinero, con cuya mujer pasó una noche el rey durante la guerra danesa. Le repito que no poseo antepasados semejantes. No tengo antepasados...; pero yo mismo puedo llegar a ser el fundador de un linaje.
JULIA. Todo esto por haber abierto mi corazón a un ser indigno, por haberle sacrificado el honor de mi familia.
JUAN. La vergüenza de su familia es lo que quiere usted decir. Ya se lo decía yo a usted; no se puede beber, porque después se charla, y no se debe charlar...
JULIA. ¡Ay, cómo me arrepiento! ¡Cómo me arrepiento! Si, por lo menos, usted me quisiese. . .
JUAN. Por última vez: ¿qué es lo que usted desea? ¿He de llorar, he de saltar por encima del látigo, he de besarla, he de distraerla durante tres semanas en el lago de Como? ¿Y después? ¿Qué debo hacer? ¿Qué es lo que usted desea? Ya empieza esto a resultar algo pesado. Consecuencias de querer intervenir en los asuntos de las mujeres. Señorita Julia, bien veo que es usted desgraciada, que sufre, pero no puedo entenderla. Entre nosotros no existen esos detalles; no nos odiamos. Tomamos el amor como un juego, cuando nuestro trabajo nos lo consiente, pues no disponemos para ello más que de algunas horas del día y de la noche. Lo estoy viendo: usted está enferma, realmente enferma.
JULIA. Debería usted ser bueno para mí, y habla, en cambio, como un hombre cualquiera. ¡Ayúdeme, ayúdeme usted! Indíqueme qué debo hacer, qué camino he de seguir.
JUAN. Pero si ni yo mismo lo sé.
JULIA. He fantaseado mucho; me volví loca; pero ¿es que realmente no hay salvación alguna?
JUAN. Quédese usted aquí, con calma y serenidad: nadie sabe nada.
JULIA. Imposible. Lo sabe la gente, lo sabe Cristina.
JUAN. No lo saben, no. No creerían nunca nada semejante.
JULIA. (Evasiva). Pero podría volver a ocurrir. . .
JUAN. Es cierto.
JULIA. ¿Y las consecuencias?
JUAN. (Aterrado). ¡Las consecuencias! ¿Dónde tenía yo la cabeza para no pensar en ellas? Sí, sí; entonces no hay más que un medio de salvación: marcharse de aquí cuanto antes. Yo no la acompaño, porque entonces todo se perdería. Usted viajará sola. Lejos, a cualquier sitio.
JULIA. ¿Sola? ¿Dónde? Imposible: no puedo.
JUAN. Debe usted hacerlo, y antes que vuelva el señor conde. Quédese, y ya sabe lo que sucederá. Cuando se ha cometido la primera falta, hay que escapar, porque el mal está apenas iniciado. Más adelante nos hacemos más desenvueltos, más confiados, y al fin nos descubrimos. Viaje, pues. Luego escriba usted al señor conde confesándoselo todo, mas sin nombrarme a mí; jamás podrán sospechar que soy yo el culpable. Creo que tampoco se preocupará por saberlo.
JULIA. Yo iré a viajar si usted me acompaña.
JUAN. Divaga usted, señorita. ¿Es que puede usted fugarse con su criado? A los tres días la noticia aparecería en todos los periódicos, y el señor conde no podría sobrevivir a tal afrenta.
JULIA. No puedo irme; no debo quedarme. ¡Ayúdeme usted! ¡Estoy tan cansada, tan terriblemente cansada! Indíqueme lo que debo hacer, infúndame algo de vida, porque yo no puedo ya pensar ni decidir.
JUAN. ¿Se convence de que es usted una mísera criatura? ¿Por qué se enorgullece y se envanece como si fuese la reina del Universo? Bueno; pues entonces mandaré yo: váyase a cambiar de ropa, provéase de dinero para el viaje y después vuelva aquí.
JULIA. (Con voz suave). Venga usted conmigo...
JUAN. ¿A su cuarto? Ahora vuelve a disparatar. (Dudando unos instantes). No; váyase, váyase usted enseguida. (Cogiéndola de una mano, la empuja fuera de la puerta de cristales).
JULIA. (Mientras se va). Háblame con ternura, Juan.
JUAN. Una orden siempre resulta desagradable. Usted, por sí misma, puede ahora comprobarlo.
(Salen los dos. Juan vuelve a poco, suspira como si se quitase un peso de encima, se sienta a la derecha, junto a la mesa, saca un librillo de notas y va cotejándolas a media voz. Escena muda. Cristina entra por la derecha, vestida para ir a la iglesia: trae en la mano una pechera blanca y un pañuelo de cuello, blanco también).
CRISTINA. ¡Dios mío, qué desorden! ¿Qué ha ocurrido aquí?
JUAN. La señorita Julia llamó aquí a los colonos. ¿Tanto has dormido que no te has enterado de nada?
CRISTINA. He dormido lo mismo que un topo.
JUAN. ¿Ya estás vestida para ir a la iglesia?
CRISTINA. Sí; me has prometido acompañarme hoy a comulgar.
JUAN. Es cierto. ¿Me has traído mi ropa también? Muy bien; ven aquí.
(Se sienta a la derecha. Cristina le va dando la pechera, el pañuelo y le ayuda a ponérselos. Pausa. Juan habla como adormilado). ¿Qué Evangelio nos toca hoy?
CRISTINA. Creo que trata de la degollación de San Juan Bautista.
JUAN. ¡Ah! Pues será larguísimo. ¡Uy! ¡Que me arañas! Tengo tanto sueño...
CRISTINA. ¿Que has hecho esta noche? Estás verdoso.
JUAN. He estado aquí charlando con la señorita.
CRISTINA. ¡Caramba! ¡Es que para nada tiene en cuenta las conveniencias! (Pausa).
JUAN. ¿Cómo resulta tan extraño todo cuando se recuerda después?
CRISTINA. ¿Qué es tan extraño en ella?
JUAN. Todo. (Pausa).
CRISTINA. (Se fija en los vasos medio vacíos que hay sobre la mesa).
¿Es que habéis bebido juntos?
JUAN. Sí.
CRISTINA. ¡Uy!... ¡Mírame bien a los ojos!
JUAN. Sí.
CRISTINA. ¿Es posible? ¿Es posible?
JUAN. (Tras unos instantes de reflexión). Sí, lo es. ¡Puf! Nunca, nunca lo hubiese creído. ¿No tienes celos de ella?
CRISTINA. No, de ella no puedo tenerlos. Si hubiese sido Clara o Sofía, desde luego. ¡Pobre muchacha! ¿Sabes lo que te digo? Que no quiero seguir en una casa en donde los señores no inspiran el menor respeto.
JUAN. ¿Y por qué deberíamos respetarlos?
CRISTINA. ¿Y me lo preguntas tú, que eres tan listo? ¿Es que vas a servir a señores que se conducen en esa forma? Yo creo que nos deshonraríamos.
JUAN. Sin embargo, es un gran consuelo el pensar que ellos no son mejores que nosotros.
CRISTINA. No estoy conforme; porque si ellos no son mejores, ya no hay objeto de imitarlos ni emulación alguna. Recuerda al conde; recuerda cuántas fatigas, cuántas contrariedades tuvo en su vida. No; decididamente, no quiero seguir en esta casa. Y, además, ¡con un hombre como tú! ¡Si hubiera sido con el gobernador: un caballero de calidad...!
JUAN. ¿Y eso a qué viene?
CRISTINA. Sí, sí, convéncete, Juan. Tú eres un buen muchacho, pero siempre hay diferencia entre gente y gente... Yo no puedo olvidarlo. La señorita, que era tan orgullosa, tan intransigente con los hombres... ¿Quién iba a imaginar que se entregase así, sin más ni más, a un hombre? ¡Y a qué hombre! Ella que quería mandar matar a la pobre Diana porque corría tras el perro de presa... ¡Fíjate! ¡Quién iba a pensar! No; yo aquí no me quedo; el 24 de octubre me largo.
JUAN. ¿Y luego?
CRISTINA. Ya hablaremos de eso después; pero, entretanto, bueno sería que te fueses ocupando de buscar otra casa para cuando nos casemos.
JUAN. ¿Y dónde voy a encontrarla? Una casa como ésta no la conseguiré si estoy casado.
CRISTINA. Eso, desde luego. Pero puedes buscar una colocación de portero o de camarero en algún hotel. El sueldo es módico, pero seguro, sin contar con que si entre los clientes hay señoras y niños...
JUAN. (Con una mueca). ¡Muy bonito! Pero imaginarás que no voy a sacrificarme por las señoras y los niños... He de confesarte que tengo aspiraciones bastante más altas.
CRISTINA. Ya, ya. Tus aspiraciones... No olvides que tienes obligaciones también. Ahora debes pensar en éstas.
JUAN. No me exaltes hablándome de obligaciones. Demasiado sé yo lo que he de hacer. (Prestando atención). Aún tenemos tiempo para pensarlo. Ahora vete a terminar de arreglarte; luego iremos a misa.
CRISTINA. ¿Quién paseará tanto por aquí arriba? (Señalando el techo).
JUAN. Será Clara.
CRISTINA. (Al marcharse). El conde no puede haber vuelto sin que le hayamos oído.
JUAN. (Inquieto). ¿El conde? No, no creo: ya hubiese llamado.
CRISTINA. ¡Bien sabe Dios que no hubiese imaginado nunca cosa semejante! (Sale por la derecha. El sol ha ido elevándose e ilumina poco a poco los árboles del parque; los rayos van ampliándose hasta dar en las baldosas. Juan va hacia la puerta de cristales y hace una seña).
JULIA. (Entra vestida de viaje, con una jaulita cubierta por una toalla, que deja sobre una silla). Ya estoy dispuesta.
JUAN. ¡Chist!... Cristina está levantada.
JULIA. (Excitadísima durante toda la escena). ¿Sospecha algo?
JUAN. Nada sabe. Pero ¡Dios mío! ¡Qué cara tiene usted!
JULIA. ¿Cómo? ¿Qué cara?
JUAN. Está más blanca que el papel y... discúlpeme, pero tiene toda la cara manchada.
JULIA. Déme usted agua. Así. (Va hacia el lavabo y se lava la cara y las manos). Déme usted una toalla. ¡Ah! ¿Ya ha salido el sol?
JUAN. Y el duendecillo encantado vigila su fuga.
JULIA. Sí, esta noche ha procedido como un verdadero duende en acción... Óyeme, Juan. Ven conmigo: ahora tengo medios.
JUAN. (Dudando). ¿Suficientes?
JULIA. Bastantes por lo pronto. Ven conmigo, porque hoy no puedo viajar sola. Fíjate: es el día de San Juan; en un tren asfixiante, apretujada entre una masa de gente, que me mirarán con unos ojos así de grandes; tener que aguardar en las estaciones, cuando yo quisiera volar. No, no; no puedo, no puedo. Y después se me irán presentando las sensaciones de la infancia: el día de San Juan, con la iglesia adornada de ramajes: ramas de abedul y saúco. La cena con la mesa suntuosamente puesta: parientes, amigos; el café en el parque: danzas, músicas, flores y juegos. ¡Ah, fugarse! ¡Fugarse! ¡Huir! Pero en el furgón de equipajes nos persiguen los recuerdos, los afectos, los remordimientos...
JUAN. La acompañaré. Pero aligeremos, antes de que sea demasiado tarde. Así, ahora mismo.
JULIA. Vamos, pues. (Coge la jaula).
JUAN. Pero sin equipajes; si no, estamos perdidos.
JULIA. No, nada; únicamente lo que podemos llevar a mano, en el coche.
JUAN. (Cogiendo el sombrero). ¿Qué lleva usted ahí? ¿Qué es eso?
JULIA. Mi verderón. No quiero abandonarlo.
JUAN. ¿Cómo es posible? ¿Vamos a llevar la jaula también? ¿Está usted loca? ¡Deje ahí ese pájaro!
JULIA. Lo único que me llevaba de casa, ¡el único ser que me quiere desde que Diana me fue infiel! ¡No seas exigente! Deja que me lo lleve.
JUAN. No, no. Déjelo usted ahí; y no hable tan alto, que Cristina puede oírnos.
JULIA. Pues no, no quiero abandonarlo en manos extrañas. Mejor es que lo mates.
JUAN. Dámelo ya; le retorceré el cuello.
JULIA. Bueno, pero no le hagas daño. No puedo, no.
JUAN. Venga aquí, que yo sí puedo.
JULIA. (Saca el pajarito de la jaula y lo besa). Es mi chiquitín. ¿Vas a morir a manos de tu propia amita?
JUAN. Vamos; haga el favor de no hacer escenas. ¿Es que vale su vida, su felicidad, este pájaro? Venga enseguida. (Se lo arranca de la mano, lo lleva al tajo de la carne y coge un cuchillo. Julia se vuelve de espaldas). Si hubiese usted aprendido a matar pollos en lugar de disparar al blanco con la pistola (Corta el cuello al pájaro), unas gotitas de sangre no le harían desmayarse.
JULIA. (Exaltada). ¡Mátame a mí! ¡Mátame, si puedes matar a un animalito inocente sin que te tiemble la mano! ¡Ah! Te odio y me repugnas. ¡Hay sangre entre nosotros! ¡Maldita la hora en que te vi! ¡Maldita la hora en que he nacido!
JUAN. ¿De qué sirven ahora sus maldiciones? Vamos.
JULIA. (Aproximándose al tajo como a su pesar). No, aún no quiero irme; no puedo, debo ver... ¡Calla, calla! Por ahí pasa un coche. (Presta oídos, con los ojos fijos en el tajo y en el cuchillo). ¿Crees que no puedo ver sangre? ¿Crees que soy tan débil? ¡Ay! ¡Así pudiera ver tu sangre y tus sesos sobre el tajo! ¡Así pudiera ver a toda tu casta nadando en un lago como ése! Creo que podría beber en tu cráneo, pisotear tus despojos y comerme tu corazón. ¿Crees que soy débil, crees que te quiero, crees que deseo llevar tu mala casta bajo mi corazón nutriéndola con mi sangre, crees que daré a luz un hijo tuyo y que podré llevar tu apellido? ¡Dímelo! ¿Cómo te llamas? Jamás oí tu apellido: no debes tenerlo. Yo quería convertirme en la «señora mayordomo» o en «madama fregona»... Perro que llevas soldado mi collar, siervo que llevas mi blasón en los botones, ¡iba yo a rivalizar con mi cocinera, a compartirte con mi fregaplatos! ¡Me creías cobarde, creías que iba a fugarme! No, no; me quedo, y que luego estalle la tormenta. Vuelve mi padre a casa, halla forzado el bargueño, substraído todo el dinero... Tira de la campanilla para llamar a los criados, avisa al juez, y luego... yo se lo cuento todo. ¡Todo! ¡Es bonito eso de buscar un final emocionante; si así se pudiese acabar! Luego le da una apoplejía y se muere... Y toda esta historia llega a su fin y sobreviene la paz y el silencio. ¡El silencio eterno! Después el blasón se derrumba sobre el féretro, la estirpe se acaba y el hijo del siervo crece en un orfanato, conquista sus laureles en un albañal y termina sus días en presidio... (Entra Cristina por la izquierda, con el libro de himnos en la mano. Julia corre hacia ella y se echa en sus brazos como buscando protección). ¡Ayúdame, Cristina! ¡Líbrame de este hombre!
CRISTINA. (Impasible y fría). ¡Qué locuras son ésas en un día de fiesta! (Se fija en el tajo). ¿Qué porquería ha puesto usted ahí? ¿Qué significa esto? ¿Por qué grita y por qué alborota usted?
JULIA. Cristina, tú eres mujer y amiga mía: ¡guárdate de ese bribón!
JUAN. (Algo evasivo y confuso). Si las señoras tienen que hablar, aprovecharé la ocasión para ir a afeitarme. (Desaparece por la derecha).
JULIA. Escúchame. Tú me entenderás, Cristina.
CRISTINA. No, no; yo no entiendo nada de todos estos subterfugios. ¿Qué hace usted vestida de viaje y él con el sombrero puesto? ¿Qué quieren ustedes? ¿Qué?
JULIA. Óyeme, Cristina, óyeme, Te lo contaré todo.
CRISTINA. No quiero saber nada.
JULIA. Debes oírme.
CRISTINA. ¿El qué? ¿Sus tonterías con Juan? Ya lo ve usted: no me preocupa lo más mínimo, porque no quiero complicar las cosas. Pero si usted intenta animarle para que se fugue, entonces sabré cortarles el camino.
JULIA. (Nerviosísima). Trata de tranquilizarte, Cristina, y óyeme. Yo no puedo quedarme aquí, ni Juan tampoco; tenemos que marcharnos.
CRISTINA. ¡Ejem! ¡Ejem!...
JULIA. (Con una idea repentina). Mira: ahora se me ocurre una cosa. ¿Si nos marchásemos los tres al extranjero, a Suiza, por ejemplo, e instalásemos allí un hotel? Yo tengo dinero. (Se lo enseña). ¿Ves? Juan y yo nos ocuparemos de todo, y tú tomarás la dirección de la cocina. ¿No está bien? Di que sí y vente con nosotros; así todo se arregla. Vamos, dime que sí. (La abraza dándole afectuosas palmaditas en la espalda).
CRISTINA. (Fría y pensativa). ¡Ejem! ¡Ejem!...
JULIA. (Rápidamente). Tú nunca has viajado; debes moverte y conocer mundo. No imaginas lo divertido que resulta viajar en ferrocarril; continuamente gentes nuevas, países nuevos. Llegaremos a Hamburgo, y, de paso, visitaremos el parque zoológico. ¿Qué te parece? Luego iremos al teatro de la Ópera, y cuando lleguemos a Mónaco, veremos los cuadros de Rubens y los de Rafael; dos grandes pintores, ¿sabes? Tú has oído ya hablar de Mónaco, en donde reinaba el rey Ludovico —el rey loco—; y después visitaremos sus palacios; tiene palacios iguales que en los cuentos de hadas. Desde allí no nos queda mucho camino para llegar a Suiza por los Alpes. Imagina: los Alpes cubiertos de nieve en el corazón del verano, en donde crecen naranjos y laureles que están verdes durante todo el año.
(Aparece Juan por la derecha afilando la navaja en una correa que sujeta con los dientes y con la mano izquierda; presta atención a las palabras de Julia, y de cuando en cuando asiente con un movimiento de cabeza).
JULIA. (Cada vez más nerviosa y hablando con mayor rapidez).
Montaremos un hotel, ya verás: yo me sentaré ante la caja, mientras Juan recibe a los huéspedes, sale a la calle, escribe cartas, se afana... ¡Eso será vivir, créeme! Silbará el tren, llegarán los coches de la estación, llenando de ruidos la casa, el restaurante. Yo extenderé las cuentas, tratando de que sean subiditas, subiditas. ¡No puedes imaginar el terror que a los viajeros les produce el tener que abonar las cuentas! Y tú, tú serás la señora de la cocina, el ama. Naturalmente, no tendrás que permanecer junto al fogón, podrás estar bien vestida, elegante, para que las gentes te vean. Con tu figura —y esto no es adularte—, podrás pescar un buen partido cualquier día: un inglés rico, ¿entiendes? ¡Es tan fácil atrapar a la gente! (Comienza a hablar desilusionada de sus propias palabras, fatigada, con mayor lentitud). Y después nos haremos ricos y construiremos una villa en el lago de Como. Claro que allí llueve también alguna vez, pero (Con mayor desaliento y lentitud) el sol brillará, aunque tristemente. Y además, que también podremos volver a casa. (Pausa). Aquí mismo... o a otro sitio...
CRISTINA. Óigame usted, señorita: ¿es que usted misma cree todo eso que dice?
JULIA. (Aniquilada). ¿Que si creo...?
CRISTINA. Sí.
JULIA. (Fatigada). No sé; ya no creo en nada. (Dejándose caer sobre una silla, con la cabeza abatida entre los brazos, que apoya en la mesa). ¡En nada! En nada absolutamente.
CRISTINA. (Volviéndose hacia Juan). De modo que pensabas largarte, ¿eh?
JUAN. (Azorado, dejando la navaja sobre la mesa). ¿Largarme? Eso es mucho decir. ¿Has oído el proyecto expuesto por la señorita? Pues aunque la señorita esté fatigada por la mala noche, el proyecto no es una fantasía, es fácil y puede llevarse a efecto.
CRISTINA. Oye: ¿es tuya la idea de que yo siga siendo la cocinera de ésta?
JUAN. (Con severidad). Haz el favor de emplear palabras más prudentes cuando hables de tu señora. ¿Entiendes?
CRISTINA. ¿De mi señora?
JUAN. Sí.
CRISTINA. ¡Vamos, vamos! ¡Era esto lo que me quedaba por oír!
JUAN. Mejor será que además oigas esto también: puede serte útil y hacerte charlar algo menos. La señorita Julia sigue siendo tu señora, y, por la misma razón, si la despreciaras ahora, tendrías que despreciarte a ti misma.
CRISTINA. Yo siempre he sabido estimarme en mucho.
JUAN. ¿Tanto como para despreciar a los demás?
CRISTINA. Jamás me he rebajado de mi condición. Ven a decirme si alguna vez la cocinera del conde ha tenido que ver con el boyero o con el porquero... Ven a decírmelo, ¡anda!
JUAN. Es cierto; tú no has tenido nunca nada que ver más que con un muchacho decente: esa fue tu suerte.
CRISTINA. Sí, sí; tan decente, que roba la avena al conde para después venderla por su cuenta.
JUAN. ¡Y aún te atreves a hablar! ¿Tú, a quien el tendero paga un sobreprecio en todos los gastos y a quien el pollero corrompe con sus donativos?
CRISTINA. ¿Cómo?
JUAN. ¡Y no estimas ya a tus señores! ¡Tú!
CRISTINA. ¡Ven ahora a la iglesia! Después de lo que ha sucedido, un buen sermón puede convenirte.
JUAN. No, hoy no voy a la iglesia: puedes ir sola y confesar todos tus pecados.
CRISTINA. Claro que lo haré, y me pienso volver a casa con el perdón de los tuyos también. El Salvador ha perecido y ha muerto en la Cruz por nuestros pecados. Si nos presentamos a Él con fe y con el corazón contrito, tomará para Sí todas nuestras culpas.
JULIA. ¿Sinceramente lo crees así, Cristina?
CRISTINA. Ésta es mi fe, tan cierta como que ahora estoy viva; ésta es la fe de mi infancia, en la que luego he perseverado siempre, señorita Julia. Y allí donde los pecados se desbordan, allí desciende la Gracia.
JULIA. ¡Ay! ¡Si yo tuviese tu fe!... Si pudiera...
CRISTINA. ¿Ve usted? Eso es algo que, aunque se quiera, no puede darse.
JULIA. ¿Y quién la consigue entonces?
CRISTINA. Ese es el gran secreto del don de la Gracia, señorita. Dios no se fija en la calidad de las personas, pero los primeros serán los últimos.
JULIA. Entonces Dios establece una distinción en las personas de esos últimos...
CRISTINA. (Prosigue en el mismo tono doctrinal). Y más fácil será que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico consiga entrar en el cielo. Así es, señorita Julia. Ahora me voy sola, y al pasar ordenaré al mozo de cuadra que no dé salida a ningún caballo hasta que vuelva el señor conde, en el caso de que alguien quisiera marcharse... Adiós.
(Altiva y fría sale por la puerta de cristales).
JUAN. ¡Vaya un jaleo del diablo! ¡Y todo por culpa de un verderón!
JULIA. (Con languidez). Deje usted ya al verderón y dígame si hay
solución para todo esto.
JUAN. (Tras un instante de reflexión). No.
JULIA. ¿Qué haría usted en mi lugar?
JUAN. ¿En su lugar? Aguarde: ¿en qué lugar? ¿En el de aristócrata, en
el de mujer, en el de seducida? No sé. (Con una rápida mirada a la
mesa). Sí, ya lo sé.
JULIA. (Suavemente se apodera de la navaja y hace un movimiento).
¿Así...?
JUAN. Claro. Pero yo no lo haría, entiéndame: ésa es la diferencia entre usted y yo.
JULIA. ¿Porque usted es hombre y yo soy mujer? ¿Qué diferencia es
ésa?
JUAN. La misma que hay entre hombre y mujer.
JULIA. (Con la navaja en la mano). Quisiera, y no puedo... Tampoco
pudo mi padre cuando debió hacerlo.
JUAN. No, él no debió hacerlo. Tenía antes que vengarse.
JULIA. Y ahora mi madre se venga, a su vez, por mediación mía.
JUAN. ¿Usted no ha querido a su padre, señorita Julia?
JULIA. Le quiero muchísimo; pero le he odiado también. He debido
hacerlo sin darme cuenta de ello. Él me arrastró a despreciar a mi sexo y a no ser hembra ni varón. ¿Quién es el verdadero culpable de lo ocurrido? ¿Mi padre? ¿Mi madre? ¿Yo misma? ¿Yo...? ¡Yo no tengo un yo! No tengo una idea que no me la sugiriese mi padre; no tengo un afecto que no me lo inspirase mi madre, y el último —¡el de que todos los hombres se parecen!— lo adquirí de mi prometido, por lo cual le considero un infame. ¿Cómo, pues, he de tener una responsabilidad fundada? ¿He de cargar las culpas sobre Jesucristo, como dice Cristina? No; soy demasiado altiva, harto cultivada, gracias a los preceptos de mi padre; y eso de que un rico no pueda entrar en el cielo es un embuste; o, en todo caso, Cristina, que tiene dinero en la caja de ahorros, tampoco debería entrar. ¿Quién es el responsable de las faltas? ¡Qué nos importa el saberlo a nosotros! Yo soy quien ha de sufrir la culpa y sus consecuencias.
JUAN. Sí, pero... (En este instante se oyen dos campanillazos enérgicos y seguros. Julia se estremece. Juan va a la izquierda, y, atolondrado, se cambia de chaqueta precipitadamente). ¡El conde está en casa! Imagine usted, si Cristina...
JULIA. ¿Habrá ya visto el bargueño?
JUAN. (Va hacia la bocina, llama y escucha). Es Juan, señor conde, (Escucha). Sí, señor conde, (Escucha). Enseguida, señor. (Vuelve a escuchar). Muy bien, señor conde. (Escucha). Dentro de media hora.
JULIA. (Con ansiedad). ¿Qué decía? ¡Dios mío! ¿Qué decía?
JUAN. Ha pedido las botas y el café para dentro de media hora.
JULIA. Dentro de media hora, pues..., ¡Ay, qué cansada estoy! Ya nada puedo: soy incapaz de arrepentirme, de huir, de quedarme; ¡y no puedo vivir, ni morir! Ayúdeme usted; mándeme y obedeceré como un perro. ¡Hágame usted el último favor: salve usted mi nombre, salve usted mi honor! Usted sabe muy bien lo que yo debo hacer y no quiero. Quiéralo usted: ordénemelo, para terminar de una vez.
JUAN. Es que ahora tampoco puedo yo; no acierto a explicarme. Es como si esta librea tuviese la virtud de impedirme mandar lo más mínimo. Y ahora, desde que el señor conde me ha hablado, menos... Es el lacayo que llevo en mí: creo que si apareciese el señor conde y me ordenase cortarme el cuello, lo haría sin vacilar.
JULIA. Mándeme, pues, como si usted fuese él y yo fuese usted. Hace poco podía usted fingir el ponerse de hinojos ante mí; entonces se creía usted un caballero. ¿No recuerda usted haber visto en el teatro a los hipnotizadores? (Juan hace un gesto afirmativo). El hipnotizador ordena al médium: «Coge la escoba»; y él la coge. Luego le dice: «Barre», y barre.
JUAN. El otro, entonces, debería ya estar dormido.
JULIA. (Exaltándose). Y yo duermo ya. El espacio aparece ante mis ojos como un denso humo, y usted adquiere el aspecto de una estufa de hierro semejante a un hombre vestido de negro con sombrero de copa. Sus ojos brillan como las brasas, cuando el fuego se extingue y su rostro es como una gran mancha de ceniza. (El sol ha ido avanzando sobre el piso y cubre a Juan). ¡Es tan hermoso y tan confortable! (Con las manos expuestas al sol, se las restriega como si se las calentase al fuego). ¡Y además, tan claro y con tal quietud!
JUAN. (Coge la navaja y se la entrega). Esta es la escoba. Sube al granero, en donde hay claridad, en donde hay luz, y... (Le murmura algunas palabras al oído).
JULIA. (Como despertando). Gracias, gracias. Ahora voy en busca del silencio. Pero dígame antes que también los primeros podrán participar de la Gracia. Dígamelo, aunque no lo crea.
JUAN. ¿Los primeros? No, eso no puedo decirlo. Pero oiga usted, señorita Julia: usted ya no pertenece a los primeros, porque se halla más bajo que los últimos.
JULIA. Es cierto. Estoy más bajo que los últimos de los últimos: ¡la última! ¡Ay! Pero ahora no puedo moverme. Vuélvame a ordenar que vaya.
JUAN. Es que ahora tampoco puedo yo.
JULIA. ¡Y los primeros serán los últimos!...
JUAN. No piense usted en ello: no piense usted. Llega a quitarme fuerzas a mí mismo y me hace cobarde. ¡Qué!... Creo que se ha movido la campanilla... No. Habría que meter un papel arrollado en la bocina. ¡Que le atormente a uno hasta este punto el temor de un campanillazo!... Es que ahora no se trata ya de una campanilla; tras ella hay una figura; una mano que la pone en movimiento y algo más que imprime el movimiento a esa mano. ¡Tápese usted los oídos! Entonces su sonido resulta aún más aterrador. Sigue sonando hasta que se le da una respuesta, y entonces ya será demasiado tarde... Después llegará el juez, y luego... (Se estremece y se levanta). ¡Es horrible! Pero no existe otra salida... ¡Vaya usted!
JULIA. (Se dirige con paso resuelto hacia la puerta de cristales y desaparece por ella).

FIN