12/9/14

PROMETEO ENCADENADO ESQUILO





PROMETEO ENCADENADO
ESQUILO

PERSONAJES

Fuerza y Violencia, criados de Zeus
Hefesto, dios del fuego, hijo de Zeus
Prometeo, hijo de la diosa Temis
Océano, divinidad
Io, hija de Inaco
Hermes, mensajero de los dioses
Coro de Oceánides

La escena representa una región montañosa, en los confines del mundo, cerca del mar. Llegan Fuerza y Violencia, traen prisionero a Prometeo. Les sigue Hefesto con sus herramientas de herrero. Se disponen a clavar al titán en una escarpada roca.

FUERZA. Hemos alcanzado la región extrema de la tierra, el rincón escítico, en un desierto nunca hollado. Hefesto, a ti te concierne cumplir las órdenes que te dio tu padre, en estas abruptas rocas sujetar a este malhechor con grilletes irrompi¬bles y vínculos de acero. Porque robando tu flor, el resplandor del fuego, origen de todas las artes, se la entregó a los hombres. Ha de pagar la pena a los dioses por una falta como ésta, para que aprenda a soportar la tiranía de Zeus y renunciar a sus sentimientos humanitarios.
HEFESTO. Fuerza y Violencia, para vosotros se ha cumplido ya el mandato de Zeus y nada os retiene ya. Pero yo no me atrevo a atar a un dios hermano en esta sima tormentosa. Sin em¬bargo, es incontestablemente necesario tener coraje para ello:
es cosa grave no cumplir las palabras de un padre. (A Prometeo.) De Temis, la consejera, hijo de elevados pensamientos, contra tu voluntad y la mía voy a clavarte con indisolubles lazos de bronce a esta roca inhóspita, en donde no verás ni la voz ni la figura de un mortal, sino que quemado por la res¬plandeciente llama del sol, cambiarás la flor de tu piel; con alegría para ti, la noche con su manto estrellado ocultará la luz y el sol disipará de nuevo la escarcha del alba; pero siempre te abrumará la carga del mal presente, pues todavía no ha nacido tu libertador. Esto has ganado con tus sentimientos humani¬tarios. Tú, un dios que no te acoquinas ante la cólera de los dioses, has otorgado, más allá de lo justo, unos honores a los mortales; por esto montarás en esta roca una guardia in¬grata, de pie, sin dormir ni doblar la rodilla. Lanzarás muchos' lamentos y gemidos inútiles, pues el corazón de Zeus es in-flexible. Un nuevo señor siempre es duro.
FUERzA. Vamos, ¿por qué te demoras y te apiadas en vano? ¿Por' qué no aborreces al dios más odioso de los dioses, que ha, entregado a los mortales tu privilegio?
HEFESTO. El parentesco es muy fuerte, y la amistad.
FUERZA. Lo concedo. Pero desobedecer las palabras de un padre ¿cómo es posible? ¿No temes esto más?
HEFESTO. Tú siempre eres cruel y lleno de audacia.
FUERZA. Ningún remedio proporcionará el llorar por ése; no t3 canses en un trabajo inútil.
HEFESTO. ¡Oh oficio muy odiado por mí!
FuERzA. ¿Por qué lo odias? De los males presentes, ciertamente no tiene culpa alguna tu oficio.
HEFESTO. Sin embargo, ojalá hubiera tocado a otro.
FUERZA. Todo es enojoso, salvo mandar sobre los dioses; porque nadie es libre excepto Zeus.
HEFESTO. Lo sé, y nada puedo responder a esto.
FUERZA. ¿No te apresuras, pues, en rodearle de cadenas, para que el padre no te vea remiso?
HEFESTO. Pueden verse ya en sus manos las manillas.
FUERZA. Cíñeselas a los brazos y con toda tu fuerza golpea con el martillo y clávalo en las rocas.
HEFESTO. El trabajo ya se termina y no en vano.
FUERZA. Golpea más, aprieta, nada dejes flojo; pues es capaz de encontrar alguna salida, incluso de lo impracticable.
HEFESTO. Este codo, al menos, está fijo y es difícil que le suelte.
FUERZA. Ahora clávale en medio del pecho, bien fuerte, la dura mandíbula de una cuña de acero.
HEFESTO. ¡Ay, ay, Prometeo, gimo por tus penas!
FUERZA. ¿Vacilas y lloras por los enemigos de Zeus? Vigila no sea que un día te compadezcas a ti mismo.
HEFESTO. Ves un espectáculo horrible de ver.
FUERZA. Veo que ése tiene lo que merece. Mas échale a los cos¬tados las bridas.
HEFESTO. Es mi obligación hacerlo, no me lo mandes con tanta insistencia.
FUERZA. Pues te ordenaré y además te azuzaré. Baja y sujeta só¬lidamente con anillas sus piernas.
HEFESTO. El trabajo está hecho y sin gran esfuerzo.
FUERZA. Con vigor hunde estas trabas en la carne; pues es seve¬ro el que juzgará tu obra.
HEFESTO. Tu lenguaje responde a tu figura.
FUERZA. Ablándate; pero no me reproches mi obstinación y la aspereza de mi carácter.
HEFESTO. Vámonos; tiene una red en torno a sus miembros.
FUERZA. Ahora sé, allá, insolente y despojando a los dioses de sus privilegios, dáselos a los efímeros. ¿Qué alivio son capaces los mortales de llevar a tus penas? Con falso nombre los dioses te llaman Prometeo, pues tú mismo necesitas un previsor para saber de qué manera te librarás de tal artificio.
(Hefesto con Fuerza y Violencia salen.)
PROMETEO. ¡Oh éter divino, y vientos de alas rápidas, y fuentes de los ríos, y sonrisa innumerable de las olas marinas, y Tierra madre universal, y círculo omnividente del Sol; yo os invoco: ved lo que, siendo dios, sufro de los dioses!
Mirad con qué ultrajes desgarrado he de padecer durante un tiempo infinito de años. Tal es la cadena infame que contra mí ha inventado el joven caudillo de los Felices. ¡Ay, ay! Por el sufrimiento, presente y futuro gimo, sin saber cuándo surgirá el fin de estos males.
Pero ¿qué digo? Todo lo que ha de acontecer lo sé bien de antemano y ninguna desgracia imprevista vendrá de nuevo sobre mí. Pero es preciso soportar lo más ligeramente posible la suerte decretada, sabiendo que no hay lucha contra la fuerza de la Necesidad.
Con todo, me es igual de imposible callar o no callar esta desgracia. Porque habiendo proporcionado una dádiva a los mortales estoy uncido al yugo de la necesidad, desdichado. En el tallo de una caña me llevé la caza, el manantial del fuego robado, que es para los mortales maestro de todas artes y gran recurso. De este pecado pago ahora la pena, clavado con ca¬denas bajo el éter.
¡Ah, ah! ¿Qué ruido, qué aroma invisible ha volado hasta mí? ¿Vienes de un dios, de un mortal o de un semidiós? ¿Ha lle¬gado a este peñasco, en los límites del mundo para contemplar mis penas, o qué quiere? Mirad encadenado a este dios des¬graciado Odiado de Zeus, me he enemistado con todos los dioses que frecuentan la corte de Zeus por mi gran amor hacía los hombres. ¡Ay, ay! ¿Qué movimiento de alas escucho cerca de aquí? El aire susurra con ese ligero batir de alas. Todo lo que se aproxima me produce pavor.
(Llega el coro de las Oceánides en un carro alado que se coloca sobre un roquero cercano al que está clavado Prometeo.)
CORO. Nada temas. Amiga es esta tropa que en rápida carrera de alas se ha acercado a este peñasco, consiguiendo persuadir a duras penas el corazón paterno. Veloces las brisas me trajeron.
Pues el eco de los golpes de hierro penetró hasta el fondo de mis cavernas y arrojó de mí el tímido pudor; descalza me lancé en mi carro alado.
PROMETEO. ¡Ay, ay! ¡Ay, ay! Prole de la fecunda Tetis, hijas del padre Océano, que con su curso insomne gira en torno a toda tierra, mirad, contemplad con qué cadenas clavado en la cima rocosa de este precipicio monto una guardia no envidiable.
CORO. Veo, Prometeo; y una tímida niebla llena de lágrimas a mis ojos, cuando contemplo sobre esa roca tu cuerpo que se consume en la ignominia de estos grilletes de acero. Porque nuevos pilotos gobiernan el Olimpo y Zeus, con nuevas leyes, reina arbitrariamente y aniquila ahora los colosos de antes.
PROMETEO. ¡Si al menos me hubiera precipitado bajo tierra, más allá del Hades hospitalario a los muertos, hasta el Tártaro infranqueable, echándome ferozmente en cadenas insolubles, de suerte que ni un dios ni nadie se regocijará de ello! Pero ahora juguete de los vientos, miserable, sufro para escarnio de mis enemigos.
CORO. ¿Cuál de los dioses tiene un corazón tan duro que haga burla de esto? ¿Quién no comparte tus pesares, excepto Zeus? Éste, siempre en su ira, de un alma inflexible, somete la raza celeste, y no cesará hasta que se haya saciado su corazón, o que alguien con alguna artimaña conquiste el mando tan difícil de conquistar.
PROMETEO. Ciertamente, aunque ultrajado en estos brutales grilletes de mis miembros, todavía tendrá necesidad de mí el príncipe de los Felices para enseñarle el nuevo designio que le despojará de su cetro y honores. Y no me ablandará con me¬lifluos sortilegios de la persuasión, ni nunca yo, acoquinado con sus duras amenazas, revelaré este secreto, antes de que me libre de fieras cadenas y consienta en pagar la pena de este ultraje.
CORO. Tú eres osado y en vez de ceder por estos amargos sufrimientos, hablas con demasiada libertad. Un temor penetrante altera mi corazón y me estremezco por la suerte que te espera: dónde debes abordar para contemplar el fin de estos sufri¬mientos. Pues el hijo de Crono tiene un carácter inaccesible y un corazón inflexible.
PROMETEO. Sé que es severo y que tiene en su poder la justicia; sin embargo, creo que un día será de blando corazón cuando sea sacudido de este modo. Entonces aplacando esta rígida cólera, vendrá presuroso a concertar conmigo alianza y amistad.
CORIFEO. Descríbelo todo y explícanos en qué culpa te ha sor¬prendido Zeus para ultrajarte de una manera tan infame y cruel. Infórmanos, si no te perjudica el relato.
PROMETEO. Me duele hablar de estas cosas, pero no decir nada es también un dolor; de todos modos, infortunios. Así que los dioses empezaron a enfadarse y se produjo entre ellos la dis¬cordia, unos queriendo arrojar a Crono de su trono, para que Zeus desde entonces reinara; otros por el contrario esforzán¬dose para que Zeus no mandara nunca sobre los dioses; en¬tonces yo, que quería persuadir con los mejores consejos a los titanes, hijos de la Tierra y del Cielo, no pude. Despreciando las arteras trazas creyeron, en su brutal presunción, que sin fatiga se harían los dueños por la violencia. Pero, no una sola ; vez, mi madre, Temis y Tierra, forma única bajo nombres diversos, me había profetizado cómo se cumpliría el futuro: que no por la fuerza ni por la violencia, sino con engaño de¬berían vencer a los poderosos. Mientras yo les iba explicando estas cosas con mis palabras, no se dignaron ni dirigirme la mirada. Lo mejor en aquellas circunstancias me pareció que era, haciendo caso de mi madre, ponerme al lado de Zeus que recibía de grado a un voluntario. Por mis consejos el antro negro y profundo del Tártaro oculta al antiguo Crono y a sus aliados. Tales son los beneficios que ha recibido de mí el tirano
de los dioses y que me ha pagado con esta cruel recompensa.
Sin duda es un achaque inherente a la tiranía no confiar en los amigos.
Ahora, lo que me preguntáis, por qué causa me hiere, os lo aclararé. En cuanto se sentó en el trono paterno, en seguida distribuyó entre los dioses sus privilegios, a cada uno dife-rentes, y organizó su imperio; pero no se preocupó en absoluto de los míseros mortales, sino que, aniquilando toda la raza, deseaba crear otra nueva. A este proyecto nadie se opuso sólo yo. Yo me atreví; libré a los mortales de ir, destrozados, al Hades. Por eso ahora estoy sufriendo tales sufrimientas, do¬lorosos de sufrir, lamentables de ver. Por haber tenido ante todo piedad de los mortales, no fui juzgado digno de conse¬guirla, sino que implacablemente estoy así tratado, espectáculo infamante para Zeus.
CORIFEO. De corazón de hierro y tallado de una piedra, Prometeo, es el que no se indigna contigo por tus penas. Yo, por mi parte, habría deseado no verlas, y ahora que las veo siento un dolor en el corazón.
PROMETEO. Sí, sin duda, para los amigos soy doloroso de ver.
CORIFEO. ¿Fuiste, tal vez, más lejos que esto?
PROMETEO. Sí. Hice que los mortales dejaran de pensar en la muerte antes de tiempo.
CORIFEO. ¿Qué solución hallaste a este mal?
PROMETEO. Albergué en ellos esperanzas ciegas.
CORIFEO. Gran favor otorgaste a los mortales.
PROMETEO. Además de esto, yo les regalé el fuego.
CORIFEO. ¿Y ahora los efímeros tienen el fuego resplandeciente?
PROMETEO. Por él aprenderán muchas artes.
CORIFEO. Por tales culpas Zeus te...
PROMETEO. ... me ultraja y no afloja para nada mis males.
CORIFEO. ¿No hay un término fijado a tu prueba?
PROMETEO. No, ninguno, salvo cuando le plazca a él.
CORIFEO. ¿Cuándo le placerá? ¿Hay alguna esperanza? ¿No ves que has delinquido? Pero decir que has delinquido, para mí no es ningún placer y para ti es dolor. Pero dejemos esto y busca algún medio de librarte de esta prueba.
PROMETEO. Es fácil al que tiene el pie fuera de las desgracias aconsejar y amonestar al infortunado. Pero todo esto yo lo sabía. De grado, de grado falté, no lo negaré; ayudando a los mortales yo mismo me he encontrado castigos. Con todo, no creía que con tales penas había de consumirme en unas rocas abruptas, encontrándome en una cima desierta y sin vecinos. Pero ahora, sin lamentaros por estos sufrimientos, bajando a tierra firme, escuchad mi suerte futura, para que lo sepáis todo hasta el fin. Creedme, creedme, compadeced al que ahora sufre: la aflicción vuela sin cesar, y ora se posa en uno, ora en otro.
CORIFEO. Tú urges a una tropa dispuesta a obedecerte, Prometeo. Ahora, dejando con pie ligero este raudo asiento y el éter, ruta sagrada de las aves, me acercaré a este suelo escabroso; porque deseo escuchar hasta el final tus padecimientos.
(Mientras las Oceánides descienden al suelo, aparece Océano en un carro tirado por un caballo alado.)
OCEANO. He llegado al final de un largo viaje en mi recorrido hacia ti, Prometeo, dirigiendo con mi mente, sin bridas, este ave de alas veloces. De tus desgracias, sábelo, me compadezco. El parentesco, creo, me obliga, y, aparte la sangre, no hay a quien diera parte mayor que a ti. Conocerás que digo la ver¬dad y que no se halla en mí adular en vano. Venga, pues, dime en qué he de ayudarte; porque nunca dirás que tienes un amigo más seguro que Océano.
PROMETEO. ¡Ea!, ¿qué es esto? ¿También tú vienes a ser testigo de mis males? ¿Cómo te atreviste, dejando la corriente que lleva tu nombre y las roqueras grutas naturales, llegar a la tierra madre del hierro?. ¿O has venido para contemplar mi suerte e indignarte con mis males? Mira este espectáculo: yo, el amigo de Zeus, que le ayudé a establecer su tiranía, con qué sufri¬mientos soy abatido por él.
OCÉANO. Lo veo, Prometeo, y quiero aconsejarte lo mejor, aunque eres listo. Conócete a ti mismo y adopta nuevas acti¬tudes, pues también hay un nuevo tirano entre los dioses. Pero si lanzas palabras tan duras y aceradas, quizá te oiga Zeus que está sentado mucho más alto que tú, y el enojo de estos males presentes te parezca un juego. Así, desgraciado, deja este afán y busca la liberación de estos males. Tal vez te parecerá que digo cosas viejas; sin embargo, tal es, Prometeo, el salario de una lengua demasiado altiva. Tú todavía no eres humilde ni cedes a los males, y a los presentes quieres añadir otros. Tó¬mame, pues, por maestro y no estires tu pierna contra el aguijón, viendo que ahora reina un monarca duro y sin que tenga que rendir cuentas. Ahora me marcho e intentaré, si puedo, librarte de estas penas; tú tranquilízate y no hables con demasiado insolencia. ¿O no sabes siendo en rigor tan sabio, que se castiga a una lengua disparatada?
PROMETEO. Te envidio porque te encuentras fuera de culpa aunque participaste en todo y te asociaste a mi osadía. Ahora déjalo y no te preocupes. De todos modos no le convencerás; no es fácil de convencer. Y vigila que no te perjudiques en este camino.
OCÉANO. Eres mucho mejor para inspirar prudencia al prójimo que a ti mismo; juzga por hechos, no por palabras. Pero en mi afán, no me retengas. Porque me ufano, sí, me ufano de que Zeus me concederá la gracia de librarte de estos males.
PROMETEO. Te alabo por tu solicitud y no cesaré de hacerlo; en buena voluntad nada descuidas. Pero no te esfuerces: traba¬jarás en vano, sin provecho para mí, si es que quieres hacerlo. Permanece tranquilo y mantente apartado. Porque yo, si soy desgraciado, no por esto quisiera que a los más alcanzaran las desgracias. No, en verdad, pues ya me consume la suerte de mi hermano, Atlas, que en las regiones de occidente, de pie, sostiene en sus espaldas la columna del cielo y de la tierra, peso no fácil para el brazo. También he compadecido, al verle, al hijo de la Tierra, habitante de las cuevas cilicias, gran gigante de cien cabezas, domado por la fuerza, el impetuoso Tifón. Se enfrentó a todos los dioses, silbando miedo de sus atroces fauces; de sus ojos brillaba horrible esplendor, como si fuera a aniquilar violentamente la tiranía de Zeus. Pero le alcanzó el dardo que no duerme de Zeus, cl rayo que desciende respi¬rando fuego y le derrotó de sus altivas fanfarronadas. Pues herido en el mismo corazón, quedó reducido a cenizas y su fuerza disipada por el rayo. Y ahora, cuerpo inútil y arrinco¬nado, yace cerca del estrecho marino, oprimido bajo las raíces del Etna, mientras Hefesto, instalado en las altas cimas, forja el hierro ardiente. De allí un día irrumpirán torrentes de fuego que con feroces fauces devorarán las vastas llanuras de la fe¬cunda Sicilia. Tal ira exhalará Tifón con los ardientes dardos de una insaciable tormenta de fuego, aunque carbonizado por el rayo de Zeus. Pero tú no eres inexperto y no me necesitas como guía; sálvate, como sabes. Yo apuraré este mi destino hasta que Zeus aplaque su ira.
OCÉANO. ¿No sabes esto, Prometeo, que las palabras son médi¬cos de la enfermedad de la cólera?
PROMETEO. Sí, si uno ablanda el corazón en el momento preci¬so, y no reduce por la fuerza una pasión virulenta.
OCÉANO. Pero, si uno muestra solícito esfuerzo y valor para la acción, ¿qué daño ves tú que haya en ello?
PROMETEO. Trabajo inútil y simplicidad irreflexiva.
OCÉANO. Déjame que sufra esta enfermedad; pues es provechoso
parecer insensato cuando uno es cuerdo.
PROMETEO. Esta falta más bien parecerá la mía.
OCÉANO. Sin duda tus palabras me envían de nuevo a casa.
PROMETEO. Temo que tu lamento por mí te lance a una ene¬mistad.
OCÉANO. ¿Con el que acaba de sentarse en un todopoderoso asiento?
PROMETEO. Vigila que no se altere tu corazón.
OCÉANO. Tu infortunio, Prometeo, es maestro.
PROMETEO. Vete, aléjate, salva tu actual buen sentido.
OCÉANO. Cuando ya me iba, me molestaban tus palabras. Pues mi cuadrúpeda ave acaricia ya con sus alas el dilatado camino del éter y gozoso doblará la rodilla en su establo.
(Océano se marcha en su monstruo alado. Tras un silencio, las Oceánides aparecen sobre de una roca y cantan lo siguiente.)
CORO. Lloro por tu fatal destino, Prometeo; y vertiendo de mis delicados ojos una corriente de lágrimas mojo mi mejilla con húmedas fuentes. Hostilmente gobernando con leyes propias Zeus manifiesta a los dioses de antaño su lanza soberbia.
Ya todo este país ha lanzado un grito lastimero; sus pueblos lloran por la grandeza y el antiguo prestigio tuyo y de tus hermanos, y todos cuantos mortales habitan la tierra vecina de la sagrada Asia, ante el gran gemido de tus penas sufren con¬ tigo.
Y las vírgenes que habitan en la tierra cólquide, valientes luchadoras, y la turba de Escitia, que ocupa el lugar más re¬moto de la tierra alrededor del lago Meótico.
Y la flor guerrera de Arabia, los que viven una ciudadela es¬carpada cerca del Cáucaso, hostil ejército que brama en lanzas de acerada proa.
Sólo antes otro dios titán he visto sufrir, vencido en la ig¬nominia de unos lazos de acero, Atlas, que llevando siempre en la espalda, fuerza inflexible, la tierra y la bóveda celeste, gime.
La ola marina cayendo ola sobre ola brama, llora el abismo, el tenebroso Hades en las profundidades de la tierra ruge, y las fuentes de los sagrados ríos exhalan su dolor quejumbroso.
PROMETEO. (Tras de un largo silencio.) No penséis que callo por arrogancia o altanería; pero un pensamiento me devora el corazón al verme así tan vilipendiado. En verdad, a estos dioses nuevos, ¿qué otro si no yo les repartió exactamente sus privi¬legios? Pero sobre esto callo; pues sabéis lo que podría deciros. Escuchad, en cambio, los males de los hombres, cómo de ni¬ños que eran antes he hecho unos seres inteligentes, dotados
de razón. Os lo diré, no para censurar a los hombres, sino para mostraros la buena voluntad de mis dones. Al principio, mi¬raban sin ver y escuchaban sin oír, y semejantes a las formas de los sueños en su larga vida todo lo mezclaban al azar. No co¬nocían las casas de ladrillos secados al sol, ni el trabajo de la madera; soterrados vivían como ágiles hormigas en el fondo de antros sin sol. No tenían signo alguno seguro ni del invierno, ni de la floreciente primavera ni del estío fructuoso, sino que todo lo hacían sin razón, hasta que yo les enseñé los ortos y ocasos de los astros, difíciles de conocer.
Después descubrí también para ellos la ciencia del número, la más excelsa de todas, y las uniones de las letras, memoria de todo, laboriosa madre de las Musas. Y el primero até bajo el yugo a las bestias esclavizadas a las gamellas y a las albardas, a fin de que tomaran el lugar de los mortales en las fatigas mayores, y llevé bajo el carro a los caballos, dóciles a las rien¬das, orgullo del fasto opulento. Sólo yo inventé el vehículo de
los marinos, que surca el mar con sus alas de lino. Y, mísero de mí, yo que he encontrado estos artificios para los mortales, no tengo artimaña que pueda librarme de la actual desgracia.
CORIFEO. Padeces un castigo indigno; privado de razón divagas, y como un mal médico que a su vez ha enfermado, te de¬ sanimas y no puedes encontrar para ti mismo los remedios curativos.
PROMETEO. Escucha el resto y te sorprenderás más: las artes y recursos que ideé. Lo más importante: si uno caía enfermo, no había ninguna defensa, ni alimento, ni unción, ni pócima, sino que faltos de medicinas morían, hasta que les enseñé las mezclas de remedios clementes con los que ahuyentan todas las enfermedades. Clasifiqué muchos procedimientos de adi¬vinación y fui el primero en distinguir lo que de los sueños ha de suceder en la vigilia, y les di a conocer los sonidos de oscuro presagio y los encuentros del camino. Determiné exactamen¬te el vuelo de las aves rapaces, los que son naturalmente fa-vorables y los siniestros, los hábitos de cada especie, los odios y amores mutuos, sus compañías; la lisura de las entrañas y qué color necesitan para agradar a los dioses, y los matices favorables de la bilis y del lóbulo del hígado. Haciendo que¬mar los miembros cubiertos de grasa y el largo lomo, enca¬miné a los mortales a un arte difícil de entender y revelé los signos de la llama que antes eran oscuros. Tal es mi obra. Y los recursos escondidos a los hombres debajo de la tierra, bronce, hierro, plata, oro, ¿quién podría preciarse de haberlos descubierto antes que yo? Nadie, lo sé bien, a menos que quiera hablar en vano. En una palabra, sabe todo a la vez: todas las artes para los mortales proceden de Prometeo.
CORIFEO. No ayudes a los mortales más allá de lo necesario y descuides tu propia desgracia. Yo tengo buena esperanza de que un día, liberado de estas cadenas, no tendrás un poder inferior a Zeus.
PROMETEO. No tiene decretado todavía que esto se cumpla, la Moira que todo lo lleva a término; cuando estaré encorvado por mil dolores y desgracias, entonces escaparé de estas cade¬nas. El arte es con mucho más débil que la Necesidad.
CORIFEO. ¿Y quién es el timonero de la Necesidad?
PROMETEO. Las Moiras de tres formas y las memoriosas Erinis.
CORIFEO. ¿Zeus, pues, es más débil que ellas?
PROMETEO. No puede, por lo menos, escapar a su destino.
CORIFEO. ¿Y cuál es el destino de Zeus sino reinar por siempre?
PROMETEO. Sobre esto no preguntes más, no insistas.
CORIFEO. Es, sin duda, un augusto secreto lo que ocultas.
PROMETEO. Hablad de otra cosa; no es el momento de revelar este secreto, sino de esconderlo lo más posible; pues guar¬dándolo oculto, escaparé de estas cadenas humillantes y de estos sufrimientos.
CORO. Que nunca el que todo lo gobierna, que nunca Zeus coloque enfrente de mi voluntad su fuerza, que jamás me tarde en acercarme a los dioses con sagrados festines de hecatombes junto al curso inagotable del Padre Océano, ni los ofenda con mis palabras. Antes permanezca firme en mí este propósito y no se borre jamás.
Es dulce pasar una larga vida en confiadas esperanzas ali¬mentando el corazón de deleites radiosos. Pero me estremezco cuando te veo desgarrado por tantos sufrimientos. Pues sin temer a Zeus, por propio criterio honras en exceso a los mortales, Prometeo.
Vamos, amigo, dime, ¿qué favor te aporta tu favor? ¿Dónde está la defensa, la ayuda de los efímeros? ¿No has visto la im¬potencia reducida, igual al sueño, que encadena la ciega raza humana? Nunca la voluntad de los mortales conculcará el orden establecido por Zeus.
Esto he aprendido observando tu funesto destino, Prometeo. Y un canto bien diferente ha volado hacia mí, el canto de hi¬meneo que un día en torno a tu baño y a tu lecho de bodas entoné, cuando, persuadida por tus presentes, llevaste a nuestra hermana Hesíone a compartir contigo el lecho como esposa.
(Entra lo teniendo en su frente dos cuernos de vaca. Tras sus primeras palabras se siente de nuevo sacudida por el aguijón del tábano.)
IO. ¿Qué tierra es ésta? ¿Qué raza? ¿A quién diré que miro atormentada con pétrea brida? ¿Qué falta expiras tú en esta agonía? Dime a qué parte de la tierra he llegado, mísera, en mi extravío.
¡Ay, ay! ¡Ah, ah! Vuelve nuevamente a picarme, desgraciada, un tábano, fantasma de Argos, hijo de la Tierra. Apártalo, Tierra, porque tiemblo al ver al boyero de mil ojos. Camina con su pérfida mirada. Ni muerto la tierra lo oculta, sino que saliendo de las sombras a mí, infortunada, me da caza y me hace errar, afamada, por los arenales de la playa.
Detrás de mí, la sonora caña encerada deja oír la canción que duerme. ¡Ay, ay, dioses! ¿A qué lejanas tierras me llevan estas carreras errantes? ¿En qué falta, hijo de Crono, en qué falta me has sorprendido para haberme uncido en estos tormentos, ¡ay, ay!, y extenuar así a una desgraciada alocada por el temor del tábano que la persigue? Abrásame en el fuego, escóndeme bajo tierra, dame por alimento a los monstruos marinos. No re¬chaces mis ruegos, Señor. Mis carreras infinitas me han so¬bradamente ejercitado, ni puedo saber cómo escapar a los padecimientos. ¿Oyes la voz de la cornígera doncella?
PROMETEO. ¿Cómo no oír a la muchacha hostigada por el tába¬no, a la hija de Inaco, que abrasa de amor el corazón de Zeus y ahora, odiada de Hera, se ejercita por fuerza en esas infini¬tas carreras?
IO. ¿De dónde viene que has pronunciado el nombre de mi padre? Responde a la infortunada: ¿quién eres tú, miserable, que a esta desgraciada saludas en términos tan verídicos y nombraste el mal de divina procedencia que me consume al morderme con aguijones vagabundos?
Empujada con violencia por el hambriento ultraje de mis saltos, he llegado víctima del airado designio de Hera. ¿Cuál de los desgraciados sufre, ¡ay, ay!, como yo? Pero dime con claridad lo que voy a padecer. ¿Qué expediente, qué remedio hay de mi mal? Enseñamelo, si lo sabes. Habla, da a conocer esto a la pobre virgen errante.
PROMETEO. Te diré claramente todo lo que quieras saber, no entretejiendo enigmas, sino en lenguaje simple, como es jus¬to abrir la boca a amigos. Estás viendo al dador del fuego a los mortales. Prometeo.
IO. Oh tú que te mostraste tan beneficioso a la comunidad de los mortales, paciente Prometeo, ¿por qué razón sufres esto?
PROMETEO. Acabo justamente de quejarme por mis trabajos.
IO. Entonces, ¿no vas a otorgarme ese favor?
PROMETEO. Di qué pides: de mí puedes saberlo todo.
IO. Indica quién te ató en esa roca escarpada.
PROMETED. La decisión de Zeus, pero la mano de Hefesto.
IO. ¿Y de qué faltas pagas tú la pena?
PROMETED. Basta que te haya manifestado sólo esto.
IO. Muéstrame, además, el fin de mi viaje y cuál será este día para mí, la desdichada.
PROMETEO. No conocerlo es mejor para ti que conocerlo. lo. No me escondas lo que he de padecer. PROMETEO. No te rehúso ese favor.
IO. Entonces, ¿por qué tardas en proclamarlo todo?
PROMETED. No hay malquerencia, pero dudo en turbar tu alma.
IO. No te preocupes más por mí, pues me es dulce.
PROMETEO. Ya que lo deseas, debo hablar; escucha, pues.
CORIFEO. No, todavía no; dame también a mí una parte de sa¬tisfacción. Sepamos primero la enfermedad de ésta, que nos diga ella misma sus funestos infortunios. De ti aprenda des¬pués los restantes trabajos.
PROMETED. Trabajo tuyo es, lo, de complacerles con esta dádiva, máxime cuando son hermanas de tu padre; pues llorar y la¬mentar las desgracias cuando se ha de obtener una lágrima de los que escucha, merece el esfuerzo realizado.
IO. No sé cómo podría negarme a vosotras: en términos claros sabréis todo lo que pedís; sin embargo, me da vergüenza contaros cómo la tempestad suscitada por un dios y causa de mis metamorfosis se ha abatido sobre mí, mísera.
Sin cesar visiones nocturnas visitaban mi alcoba virginal y me exhortaban con dulces palabras: «Oh muy feliz muchacha, ¿por qué permanecer tan largo tiempo virgen, cuando puedes alcanzar la boda más excelsa? Porque Zeus está inflamado por ti con el dardo del deseo y anhela compartir contigo los pla¬ceres de Cipris. Tú, niña, no rechaces el lecho de Zeus; mar¬cha hacia la pradera ubérrima de Lerna, a los rediles y boyeras de tu padre, para que el ojo de Zeus cese en su deseo.» Tales eran los sueños que todas las noches me sobresaltaban, míse¬ra, hasta que osé revelar a mi padre los sueños nocturnos. Entonces a Pito y a Dodona despachó frecuentes mensajeros para saber qué debía emprender o decir que fuera agradable a los dioses. Pero ellos regresaban refiriendo unos oráculos equívocos, oscuros, difíciles de interpretar. Por último, una respuesta nítida llegó a Inaco, que claramente le recomendaba y anunciaba que me arrojara de la casa y de la patria, para errar en libertad hasta los últimos confines de la tierra, si no quería que viniera el rayo inflamado de Zeus que destruiría todo su linaje. Obediente a estos oráculos de Loxias, mi padre me desterró y cerró su casa, a pesar suyo y mío: pero el freno de Zeus le obligaba a obrar así con violencia. Al punto mi forma y mi espíritu se alteraron y cornuda, como veis, y mordida por el tábano de acerado aguijón, me precipito, de un salto be¬néfico, hacia la corriente salutífera de Cernea y a la fuente de Lerna. Un boyero, hijo de la Tierra, de intemperados humos, me seguía con sus innumerables ojos fijos en mis pasos. Un destino imprevisto le privó de repente el vivir, y yo, desgarrada por el tábano, corro de país en país bajo el látigo divino. Ya sabes lo sucedido; y si puedes decirme qué penas me faltan, dímelo; no intentes, por compasión, tranquilizarme con re¬latos falsos; pues digo que no hay enfermedad más vergonzosa que las palabras compuestas.
CORO. Deja, deja, calla. ¡Ay! Nunca, nunca pensé que unas pala¬bras tan extrañas llegaran a mis oídos, que unos sufrimientos, unas miserias, unos espantos, tan penosos de ver, tan penosos de sufrir, helaran mi alma con aguijón de doble filo. ¡Ay, destino, destino, me estremezco al contemplar la suerte de lo!
PROMETEO. Demasiado pronto gimes y llena estás de temor; aguarda hasta que sepas el resto.
CORIFEO. Habla, explícate: es dulce a los enfermos conocer exactamente de antemano el dolor que les falta.
PROMETEO. La anterior petición la lograsteis fácilmente gracias a mí; deseabais primero saber por ella misma el relato de su desgracia; ahora oír lo que queda, qué sufrimientos ha de padecer esta joven por orden de Hera. Y tú, semilla de Inaco, guarda mis palabras en tu corazón, si quieres conocer el final de tu camino.
Primero, partiendo de aquí, vuélvete hacia el sol saliente y dirígete hacia los campos sin arar. Llegarás a los escitas nómadas que habitan chozas de mimbre trenzado sobre carros de her¬mosas ruedas y que llevan colgados arcos de largo alcance. No te aproximes a ellos, sino que, poniendo el pie en los acantilados en donde resuena el mar, atraviesa el país. A mano izquierda viven los que trabajan el hierro, los cálibes: guárdate de ellos, pues son feroces, inaccesibles a los extranjeros. Llegarás al río Hibristes, de nombre verídico; no lo atravieses, no es fácil de cruzar antes que alcances el mismo Cáucaso, el más alto de los montes, donde este río impetuoso brota de sus sienes. Debes pasar por encima de sus cumbres vecinas de los astros, para tomar el ca¬mino que lleva al mediodía, en donde hallarás a la hueste de las amazonas enemigas de los hombres, que un día fundarán Temiscira en torno al Termodonte, allí donde está Salmideso, mandíbula áspera del Ponto, huésped cruel a los marinos, ma-drastra de las naves; ellas te guiarán muy gustosamente. Enton¬ces llegarás junto a las mismas puertas estrechas del lago, al ; istmo de Cimería, el cual con corazón intrépido debes dejarlo y atravesar el estrecho Meótico. Entre los mortales siempre vivirá el glorioso relato de tu paso y Bósforo recibirá de sobrenombre. Dejando el suelo de Europa, llegarás al continente asiático. ¿No os parece que el tirano de los dioses es en todo igualmente violento? Deseando, dios como es, unirse a esta mortal lanzó contra ella este destino errante. ¡Amargo pretendiente de tu boda has encontrado, doncella! Pues el relato que acabas de oír, piensa que todavía no es ni siquiera el preludio.
IO. ¡Ay, ay de mí! ¡Ah, ah!
PROMETEO. De nuevo gritas y suspiras; ¿qué harás, pues, cuando sepas los sufrimientos que te restan?
CORIFEO. ¿Tienes todavía otros sufrimientos para decirle? PROMETEO. Sí, un mar tempestuoso de fatal calamidad.
IO. ¿Qué gano, entonces, con vivir? ¿Por qué no al instante me arrojo de esta roca escarpada, para que, aplastándome en el suelo, me libere de todos estos males? Mejor es morir de una vez que sufrir miserablemente todos los días.
PROMETEO. Difícilmente, entonces, podrías soportar mis prue¬bas. Yo no tengo destinado morir, pues la muerte sería una liberación de mis dolores. Pero ahora no hay término fijado a mis trabajos, hasta que Zeus caiga de su trono.
IO. ¿Es posible que un día caiga Zeus de su poder?
PROMETEO. Tú te alegrarías, creo, de ver este suceso.
IO. ¿Y cómo no, si es por Zeus que sufro tan desgraciadamente?
PROMETEO. Que esto será así, puedes estar segura.
IO. ¿Quién lo despojará de su cetro tiránico?
PROMETEO. Él mismo y sus insensatos planes. lo. ¿De qué manera? Dímelo, si no hay daño en ello.
PROMETEO. Contraerá una boda de la que un día se arrepentirá.
IO. ¿Con una diosa o con una mortal? Dímelo, si se puede.
PROMETEO. ¿Por qué con quién? No está permitido decirlo.
IO. ¿Acaso será derribado de su trono por su esposa?
PROMETEO. Ella tendrá un hijo más fuerte que su padre.
IO. ¿Y no tiene ningún medio de apartar este infortunio?
PROMETEO. No ciertamente, salvo yo desatado de estas cadenas.
IO. ¿Y quién te desatará sin el permiso de Zeus?
PROMETEO. Debe ser uno de tus descendientes.
IO. ¿Cómo dijiste? ¿Un hijo mío te librará de estos males?
PROMETEO. Sí, el tercer linaje después de diez generaciones más.
IO. No es fácil de comprender esta profecía.
PROMETEO. Tampoco busques conocer a fondo tus padecimien¬tos.
IO. No me ofrezcas un bien para después quitármelo.
PROMETEO. De dos presentes, te concederé uno.
IO. ¿Cuáles? Muéstramelos y dame a elegir.
PROMETEO. Te lo concedo, elige: o te diré claramente tus males o el que me liberará.
CORIFEO. De estas dádivas concede una a ésta y otra a mí, y no desprecies mis palabras. A ella cuenta lo que le falta por correr y a mí tu libertador. Pues esto es lo que deseo.
PROMETEO. Puesto que éste es vuestro deseo, no me negaré a narrar todo cuanto deseáis. A ti, primero, lo, revelaré tu agi¬tada carrera; grábala en las fieles tablillas de tu memoria.
Cuando hayas atravesado la corriente, frontera de los dos con¬tinentes, sigue adelante hacia los encendidos levantes pisados por el sol, cruzando el mugiente mar, hasta que alcances la llanura gorgónea de Cístenes, donde viven las Fórcides, tres viejas doncellas de figura de cisne, que tienen un ojo común, un solo diente, y a las que nunca mira el sol con sus rayos ni la nocturna luna. Cerca de ellas se hallan tres hermanas aladas con cabellera de serpientes, las Gorgonas, aborrecidas de los hombres, a las que ningún mortal puede ver sin expirar. Tal es la advertencia que te hago. Pero escucha otro peligroso es¬pectáculo: guárdate de los perros mudos de Zeus, de dientes afilados, los grifos y del ejército Arimaspo, gente de un solo ojo, montada a caballo, que vive junto a las aguas del aurífe¬ro río Plutón: tú no te acerques a ellos. Entonces llegarás a una tierra lejana, un pueblo de tez oscura, establecido junto a las fuentes del sol, donde está el río Etíope. Baja por las riberas de éste hasta que llegues a la catarata, en donde de los montes Biblinos Nilo vierte sus aguas augustas y saludables. Éste te conducirá hasta el país triangular nilótico, donde el destino os reserva, lo, a ti y a tus hijos, fundar una gran colonia. Sí algo de esto es confuso y difícil de comprender, pregunta de nuevo y entérate con precisión. Dispongo de más tiempo del que quiero.
CORIFEO. Si tienes algo nuevo u olvidado que contar de su fati¬gosa carrera, dilo; pero si lo has dicho todo, concédenos ahora el favor que pedimos. Lo recuerdas, sin duda.
PROMETEO. Ésta ha oído enteramente el final de su viaje. Pero, porque sepa que no vanamente me escucha, le diré qué tra¬bajos bajos ha sufrido antes de venir aquí, dándole con ello la prueba de mi relato. Con todo omitiré la mayor parte de las fatigas e iré al término mismo de tus viajes.
En cuanto llegaste a las llanuras de los morosos y al escar¬pado dorso de Dodona, donde está el profético asiento de Zeus Tesproto con el prodigio increíble de las encinas que hablan, las cuales te saludaron claramente y sin enigmas como la que había de ser la ilustre esposa de Zeus -¿te halaga algo de esto?-, te lanzaste, punzada por tábano, por el camino de la costa hasta el gran golfo de Real, de donde la tormenta vuelve a traer aquí tus cursos errantes. Pero con el tiempo este golfo marino, sábelo bien, será llamado Jonio, recuerdo para todos los mortales de tu paso. Ésta es la prueba de que mi mente ve más de lo que es manifiesto.
Lo demás os lo relataré a la vez a vosotras y a ésta, volviendo sobre la huella de mi anterior relato. Hay una ciudad, Cánobo, en el extremo del país, junto a la misma boca y alfaque del Nilo; allí Zeus, imponiéndote su mano serena, al simple contacto, te vuelve el juicio; y darás a luz un hijo, cuyo nombre recordará que hizo nacer Zeus, el negro Épafo, que recogerá el fruto de todo el país que riega el Nilo de ancha corriente. La quinta generación después de él, formada por cincuenta doncellas, volverá de nuevo a Argos no de buen grado, huyendo de unas bodas consanguíneas con sus primos; éstos, en el frenesí de su deseo, halcones que van a la caza de palomas, vendrán también dando caza a unas bodas prohibi¬das. Mas un dios les negará lo que desean, y el país pelasgo los recibirá, vencidos por los golpes de un Ares femenino con una audacia que vela en la noche; pues cada esposa quitará la vida a su esposo tiñendo en el degüello una espada de doble filo. ¡Tal venga Cipris a mis enemigos! A una sola de las muchachas el encanto del amor no le deja dar muerte al compañero de lecho, sino que será ablandada en su resolución; de dos cosas preferirá una, ser llamada cobarde antes que asesina. Y ésta, en Argos; dará a luz a un real linaje. Sería necesario un largo discurso para exponerlo claramente; sabed, al menos, que de esta siembra nacerá el hombre valiente, famoso por su arco, que me librará de estos tormentos. Tal es el oráculo que me contó mi madre, la titánide Temis, de antiguo nacida. Mas, cómo y de qué manera, se necesita mucho tiempo para de¬cirlo, y tú no ganarías nada con saberlo.
IO. ¡Ah, ah! Una convulsión, un delirio que turba mi mente, vuelven a abrasarme; el dardo sin forjar del tábano me hiere; mi corazón horrorizado palpita en mi pecho; mis ojos giran en sus órbitas. Arrastrada fuera del camino por un viento furioso de locura no gobierno mi lengua, y confusos pensamientos chocan al azar contra las olas de odiosa Ate.
(Io sale apresuradamente.)
CORO. Sabio, sí, sabio era el primero que concibió en su espíri¬tu y formuló con la lengua que casarse según su rango es con mucho lo mejor, y cuando se es artesano no ambicionar unas bodas con gente enervada por las riquezas o envanecida por el linaje.
¡Ojalá que nunca, nunca, oh Moiras inmortales, me veáis aproximarme como esposa al lecho de Zeus, ni conseguir por marido a alguien de los dioses! Pues me estremezco al ver la doncella lo, hostil al varón, consumirse, gracias a Hera, en la fatigosa carrera de sufrimientos.
A mí, una boda con un igual, no me asusta. Lo que temo es que el amor de dioses poderosos me mire con su ojo inevita¬ble. Pues es una guerra contra la cual no es posible la guerra, sin más esperanza que la desesperanza, y no sé qué sería de mí. Porque no veo cómo podría escapar a la voluntad de Zeus.
PROMETEO. En verdad, todavía Zeus, por altivo que sea de corazón, será humilde, según la boda que se dispone a con¬traer, que lo arrojará aniquilado de su tiranía y de su trono. Entonces se cumplirá del todo la maldición de su padre Crono, que pronunció al caer de su antiguo trono. De estos trabajos, ningún dios, salvo yo, podría mostrarle claramente la solución. Yo lo sé y de qué forma. Después de esto, que esté sentado, animoso y confiado en los ruidos con que llena los aires, blandiendo en sus manos un dardo flamígero. Nada de esto le bastará para no caer ignominiosamente con una caída intolerable: tal es el adversario que se está preparando contra sí mismo, prodigio invencible, que encontrará una llama más poderosa que el rayo y un ruido más ensordecedor que el trueno; y dispersará el azote marino que sacude la tierra, el tridente, lanza de Posidón. Cuando choque con este mal, aprenderá qué diferencia hay entre mandar y ser esclavo.
CORIFEO. Tú rechazas, según tus deseos, a Zeus.
PROMETEO. Digo lo que se cumplirá y además lo que deseo.
CORIFEO. ¿Hay que esperar a que alguien mande sobre Zeus?
PROMETEO. Y tendrá que soportar fatigas más pesadas que las mías.
CORIFEO. ¿Cómo no tienes miedo de lanzar palabras como éstas?
PROMETEO. ¿Y qué puede temer aquel que está decretado que no muera?
CORIFEO. Puede enviarte una prueba más dolorosa que ésta.
PROMETEO. Que lo haga: todo lo espero.
CORIFEO. Sabios son los que se inclinan ante Adrastea.
PROMETEO. Adora, implora, adula al poderoso del momento; a mí me importa Zeus menos que nada. Que haga, que mande como quiera durante este corto período; pues no reinará mucho tiempo sobre los dioses.
Pero veo a ese correo de Zeus, al servidor del nuevo tirano; se¬guramente viene a comunicar algo nuevo.
(Llega Hermes conduciendo por sus sandalias aladas.)
HERMES. A ti, el diestro, sumamente mordaz, que ofendiste a los dioses, pasando a los efímeros sus privilegios, ladrón del fue¬go, a ti te lo digo: el padre te manda decir qué bodas son ésas de que tanto alardeas por las cuales él caerá de su trono. Y esta vez explícate sin enigmas y cada cosa por separado. No me obligues, Prometeo, a un doble viaje, porque ya ves que Zeus no se ablanda con tus procedimientos.
PROMETEO. He aquí un discurso solemne y lleno de arrogancia, como de un criado de los dioses. Sois jóvenes y ejercéis un poder joven, y creéis que habitáis una fortaleza inaccesible a los dolores. Pero ¿no he visto ya a dos soberanos caídos de estas alturas? Y al tercero, al que ahora señorea, lo veré con más ignominia y rapidez. ¿Acaso te parezco tener miedo y agaza¬parme delante de los dioses jóvenes? Mucho, más bien todo, me falta para ello. Y tú regresa de nuevo por el camino que seguiste, pues no sabrás nada de lo que intentas averiguar de mí.
HERMES. Sin embargo, con estas arrogancias de antaño has ve¬nido a anclar en estos males.
PROMETEO. No cambiaría, sábelo bien, mi desgracia por tu ser¬vil condición. Es mejor, creo, estar esclavizado a esta roca que ser el fiel mensajero del padre Zeus. Es así que a los ultrajes hay que corresponder con ultrajes.
HERMES. Pareces envanecerse de tu actual situación.
PROMETEO. ¿Yo envanecerme? Así viera yo envanecidos a mis enemigos. Y a ti te cuento entre ellos.
HERMES. ¿También a mí me acusas, de tus desgracias? PROMETEO. En una palabra, odio a todos los dioses que ha¬
biendo recibido beneficios de mí me tratan inicuamente.
HERMES. Comprendo que deliras de una gran enfermedad ma¬ligna.
PROMETEO. Estoy enfermizo si enfermedad es odiar a los ene¬migos.
HERMES. Serías insoportable si estuvieras bien.
PROMETEO. ¡Ay de mí!
HERMES. Zeus no conoce esta palabra.
PROMETEO. El tiempo, al envejecer, todo lo enseña.
HERMES. Tú, sin embargo, todavía no sabes ser sensato.
PROMETEO. Ciertamente, no habría hablado a un criado como tú.
HERMES. Parece que no quieres decir nada de lo que desea el padre.
PROMETEO. Estando en deuda con él, debería devolverle el favor.
HERMES. Te burlas de mí como si fuera un niño.
PROMETEO. ¿No eres un niño y algo más simple todavía, si es¬peras saber alguna noticia de mí? No hay ultraje ni artificio con cuales me impele Zeus a declarar esto antes de que desate estas cadenas infamantes. Según ello, que lance la llama de¬voradora, que con la nieve de blanca ala y con truenos subte¬rráneos confunda y agite todo el universo; nada de ello me doblegará hasta revelarle por quién ha de caer de su tiranía.
HERMES. Mira si esta actitud te resulta útil.
PROMETEO. Hace tiempo que todo está visto y decidido.
HERMES. Decídete, insensato, decídete a razonar bien ante estos sufrimientos.
PROMETEO. En vano me importunas, como si exhortaras a una ola. No imagines que un día, asustado por el decreto de Zeus, llegue a ser de alma mujeril y suplique al gran odiado, levan¬tando hacia él mis palmas a guisa de mujer, para que me libere de estas trabas.
HERMES. Me parece que, si hablo, voy a hablar mucho y en vano, pues en nada te conmueves ni ablandas con ruegos; sino que mordiendo el bocado como un potro recién domado, te re¬belas y luchas contra las riendas. Sin embargo, tu violencia se funda en un débil razonamiento: pues la obstinación, para el que razona mal, nada puede por sí misma. Considera, si no te convencen mis palabras, qué tempestad, qué triple ola de desgracias te caerá inexorablemente encima. Primero, ese es¬carpado pico, con el trueno y la llama del relámpago, el padre lo hará pedazos y esconderá tu cuerpo que quedará aprisio¬nado en los brazos encorvados de la piedra. Cuando haya transcurrido una larga duración de tiempo, regresará nueva¬mente a la luz; pero entonces el perro alado de Zeus, el águi¬la sangrienta, desgarrará vorazmente un gran jirón de tu cuerpo, un comensal que, sin ser invitado, vendrá todo el día a regalarse con el negro manjar de tu hígado. No esperes un término de este suplicio hasta que aparezca un dios dispuesto a sucederte en los trabajos y se ofrezca a descender al tenebroso Hades y a las oscuras profundidades del Tártaro. Ante esto, t reflexiona; pues no se trata de una jactancia fingida, sino de una palabra muy bien pronunciada. Porque la boca de Zeus no sabe mentir, sino que cumple todo lo que dice. Tú mira bien y medita y no creas jamás que la insolencia sea mejor que el prudente consejo.
CORIFEO. Para nosotras, Hermes no parece hablar desatinada¬mente: porque te invita a dejar la arrogancia y a buscar la sabia discreción. Escucha: para un sabio es vergonzoso persistir en el error.
PROMETEO. Conocía yo el mensaje que ése ha vociferado; pero que un enemigo sea maltratado por enemigos, no es deshon¬roso. Así pues, que lance contra mí el rizo de fuego de doble filo, que el éter sea agitado por el trueno y la furia de vientos salvajes; que su soplo sacuda la tierra y la arranque de sus fundamentos con sus raíces; que la ola del mar con áspero bramido confunda las rutas de los astros celestes; que precipite mi cuerpo al negro Tártaro en los implacables torbellinos de la Necesidad. Sin embargo, él nunca me hará morir.
HERMES. Tales son los pensamientos y las palabras que es posible oír de seres sin juicio. ¿Qué falta a su suplicio para ser un de¬lirio? ¿Se relaja en sus furores? Pero en todo caso, vosotras que compartís sus sufrimientos, retiraos aceleradamente estos lu¬gares, no sea que el mugido implacable del trueno aturda vuestros sentidos.
CORIFEO. Háblame de otras maneras y exhórtame en términos que me convenzan, pues de ninguna manera se puede tolerar la palabra que acabas de soltar. ¿Cómo puedes obligarme a practicar villanías? Con éste quiero sufrir lo que sea preciso, pues he aprendido a odiar a los traidores, y no hay peste que aborrezca más que ésta.
HERMES. Bien, pues, no olvidéis lo que ahora os prevengo, y cuando seáis botín de la calamidad no reprochéis a la fortuna y nunca digáis que Zeus os lanzó a un padecimiento impre¬visible, sino, en verdad, vosotras a vosotras mismas. Porque sabiéndolo y sin sorpresas ni engaño os encontraréis por vuestra locura prendidas en la red inextricable de Ate.
(Hermes se retira. El huracán empieza a desencadenarse y la tierra a temblar.)
PROMETEO. Ahora no se trata ya de palabras sino de hechos: la tierra tiembla, al tiempo que en sus zigzagueantes profundi¬dades muge el eco del trueno; relámpagos fulguran encendi¬dos; torbellinos agitan tolvaneras; soplos de todos los vientos saltan unos contra otros, anunciando una lucha de hostil aliento; se mezclan confundidos el cielo con el mar. Tal es el ímpetu de Zeus que, intentando asustarme, avanza claramente contra mí. ¡Oh majestad de mi madre, oh Éter que haces girar la luz común a todos! ¡Ya veis de qué manera tan injusta!
(Las rocas, con Prometeo y las Océanides, se sumergen estrepi¬tosamente entre rayos y truenos.)






Esquilo SUPLICANTES





Esquilo

LOS SUPLICANTES


PERSONAJES
DÁNAO, padre de los Danoides
Pelasgo, rey de Argos
Mensajero de los hijos de Egipto
Coro de las hijas de Dánao


La acción se desarrolla en la playa cerca de Argos. Al fondo de la orquesta hay una loma con las estatuas de Zeus, Posidón, Herrases Y Apolo.

CORIFEO. Que Zeus, defensor de los suplicantes, quiera mirar lleno de benevolencia a nuestra gente que, en una nave, marchó de la desembocadura del Nilo de fina arena. Ha-biendo dejado la tierra de Zeus, fronteriza con Siria, andamos errantes; no que un voto de la ciudad nos haya condenado al destierro por sangre vertida, sino que, en nuestra repugnancia instintiva por el hombre, detestamos las bodas de los hijos de Egipto y su impía locura.
Dánao, nuestro padre, consejero y guía de nuestra decisión, pensando todas las jugadas, se ha decidido por la más glorio¬sa de las desgracias: huir, veloz, a través de las olas saladas y abordar a la tierra de Argos de donde ha surgido nuestra raza, que se pavonea de haber nacido de la ternera hostigada por el revoloteo del tábano, bajo los efectos del contacto y del soplo de Zeus. ¿A qué país mejor preparado que éste podríamos llegar, con estos brazos suplicantes, con estos ramos ceñidos de lana? Que esta ciudad, su tierra y sus aguas límpidas, que los dioses celestes y los pesados vengadores subterráneos que ha¬bitan las tumbas, y Zeus Salvador en tercer lugar, guardián de a los hogares de los justos, acepten como suplicantes a este gru¬po de mujeres en el espíritu reverente del país; y antes que es¬te enjambre insolente de hombres, los hijos de Egipto, pise esta tierra cenagosa, echadlos al mar con su veloz nave; y en¬tonces, en un torbellino de azotadora tempestad, en medio del trueno, del rayo y de los vientos cargados de lluvia, enfrenta¬dos con un mar salvaje, perezcan antes de apoderarse de las hijas de un tío y subir, a pesar de la ley que lo prohíbe, en tá¬lamos que los rechazan.
CORO. Y ahora llamo al protector más allá el mar, al ternero :' nacido de Zeus que, de un soplo, lo hizo nacer de la ternera, nuestra antepasada que se alimentaba de flores; con el con¬tacto que le dio su nombre puso un justo fin al tiempo reser¬vado a las Parcas, y dio a luz a Épafo.
A éste invocando hoy y recordando las desgracias que mi antigua madre padeció en estos lugares en donde pacía, en¬señaré de mis ascendientes pruebas fidedignas que, aunque inesperadas, aparecerán claras a los habitantes de este país; a la larga se reconocerá la verdad.
Y si hay cerca de aquí algún indígena que sepa interpretar el canto de las aves, al percibir mis lamentos creerá oír la voz de la esposa de Tereo, lastimosa en sus pensamientos, la voz del ruiseñor que persigue el gavilán.
Arrojada de su hogar de antaño, llora la nostalgia de sus lu¬gares acostumbrados, y compone el canto de la muerte de su hijo, cómo sucumbió bajo los golpes de su propia mano, víc¬tima de la cólera de una mala madre.
Así también yo me recreo en lamentarme a la manera jónica, desgarrando mi tierna mejilla tostada al sol del Nilo y mi co¬razón inexperto en lágrimas. Acumulo sollozos, anhelante de amigos, preguntándome si alguien se preocupa de mi destierro lejos de una tierra caliginosa.
¡Ah dioses de nuestra raza, que sabéis dónde está la justicia, escuchadnos! Si no dais pleno cumplimiento porque es contra el Destino, al menos, vosotros que detestáis prontamente la violencia, sed justos con estas bodas. Incluso para los fugitivos destrozados por una guerra es un refugio contra la desgracia el altar donde reside la majestad de los dioses.
¡Ojalá el fin fuera del todo y verdaderamente feliz! La vo¬luntad de Zeus no es fácil de cazar; pero, por todas partes resplandece, incluso en la lúgubre noche del destino, para la estirpe de los mortales.
Cae siempre segura y no de espaldas, si Zeus decide en su cólera el cumplimiento de una cosa; los caminos de su pen¬samiento se extienden confusos, sombríos, indescifrables a toda mirada.
Él precipita a los mortales de las altas torra de sus esperanzas a su perdición, pero sin armarse de violencia; todo es fácil para un dios. Su mente, desde lo alto del cielo, ejecuta todos sus designios sin moverse de su sagrado sitial.
Que gire sus ojos hacia la insolencia humana, tal como re¬toña floreciente en el tronco con obstinados pensamientos a causa de nuestras bodas, aguijoneada por un irresistible delirio, y que reconozca el engaño de Ate.
Tales son los tristes infortunios que digo en mis cantos agudos, sordos, bañados en lágrimas, ¡ié, ié! y lamentos semejantes a cantos fúnebres; viva me honro con mis gemidos.
Séme propicia, tierra montañosa de Apis. ¿Entiendes bien, oh tierra, mi acento bárbaro? Muchas veces mi mano se abate, con un desgarramiento de lino, sobre mi velo sidonio.
Hacia los dioses corren sacrificios expiatorios para obtener la salud, cuando la muerte se cierna encima. iló, ió, ió! Vientos inciertos, ¿hacia dónde nos llevará esta ola?
Séme propicia, tierra montañosa de Apis. ¿Entiendes bien, oh tierra, mi acento bárbaro? Muchas veces mi mano se aba¬te, con un desgarramiento de lino, sobre mi velo sidonio.
Cierto que el remo y la casa de madera, ceñida de cuerdas, que protege del mar, me han guiado aquí sin tempestad con ayuda de los vientos. No me quejo. Pero el Padre que todo le ve ponga, en su tiempo, término favorable a mi infortunio.
Que el gran germen de una augusta madre logre huir del lecho de los varones, ¡ay virgen indómita!
Y que la casta hija de Zeus, correspondiendo a mi petición, deje caer sobre mí de su rostro augusto una mirada salvadera. Que con todo su poder, indignada de esta persecución, libre, ella que es virgen, a otra virgen.
Que el gran germen de una augusta madre logre huir del í lecho de los varones, ¡ay virgen indómita!
De lo contrario, negra raza tostada por los rayos del sol, iremos, con nuestros ramos suplicantes, al dios subterráneo, a Zeus hospitalario de los muertos y moriremos colgadas si no s logramos alcanzar a los dioses olímpicos.
¡Ah Zeus, es a lo, ¡oh! que persigue esta escudriñadora ira de los dioses. Demasiado conozco el triunfo de una mujer sobre todo el cielo. Es terrible el viento de donde sopla la tempestad.
Y entonces Zeus recurrirá a relatos no justos, por haber despreciado al hijo de la ternera, al que él mismo en otro tiempo engendró, y ahora tiene los ojos apartados de nuestras plegarias. ¡Que desde lo alto de los cielos escuche la voz que le llama!
¡Ah Zeus, es a lo, ¡oh! que persigue esta investigadora ira de f los dioses. Demasiado conozco el triunfo de una mujer sobre todo el cielo. Es terrible el viento de donde sopla la tempestad.
(Dánao, que durante el canto del coro, ha subido a una loma, observa el horizonte. Luego desciende y se dirige a sus hijas.)
DÁNAO. Hijas, es preciso ser juiciosas. Habéis llegado aquí gra¬cias a la prudencia de este piloto, vuestro viejo progenitor, en quien confiáis. Y ahora que estamos en tierra firme os animo, con la misma solicitud, a que guardéis bien gravadas mis pa¬labras. Veo una polvareda, muda mensajera de un ejército. Los cubos de las ruedas no callan, empujados por los ejes. Con¬templo una tropa, bajo escudo y blandiendo la lanza, con caballos y carros encurvados. Quizá son jefes de esta tierra que, enterados por alguna noticia, vienen a observarnos. Pero ya sea propicio, o esté inflamado por una cólera feroz aquel que conduce el ímpetu de este escuadrón, es mejor, en todo caso, oh hijas, que os sentéis en la colina de los dioses agonales. Más fuerte que una torre es un altar, escudo indestructible. Pero apresuraos y teniendo piadosamente en vuestro brazo iz¬quierdo ramos de suplicantes adornados de blanco lino, or¬nato de Zeus venerable, responded a los extranjeros con pa-labras respetuosas, doloridas y vehementes, como conviene a recién llegados, diciéndoles claramente que vuestro destierro está limpio de sangre. Ante todo que el atrevimiento no acompañe a vuestra voz; que ninguna vanidad, en vuestras caras de frente modesta, salga de vuestra mirada tranquila. No seas precipitada en el hablar ni prolija: la gente de aquí es muy sensible. Acuérdate de ceder: eres una extranjera, una deste¬rrada en la necesidad. Un lenguaje altanero no conviene a los débiles.
CORIFEO. Padre, hablas juiciosamente a juiciosos: procuraré re¬cordar tus sabios avisos. Pero que Zeus progenitor nos mire.
DÁNAO. Sí, que nos mire con ojo clemente.
CORIFEO. Si él lo desea, todo acabará bien.
DÁNAO. Ahora no te demores, y que triunfe mi plan
CORO. Quisiera ya estar sentada cerca de ti. (Dirigiéndose a los altares.) Oh Zeus, ten compasión de nuestras desgracias, antes de que hayamos perecido.
DÁNAO. Invocad también a este hijo de Zeus.
CORIFEO. Invoco a los rayos salvadores del Sol.
DÁNAO. Y también al puro Apolo, dios desterrado del cielo.
CORIFEO. Conociendo este destino, puede compadecerse de los mortales.
DÁNAO. Sí, que nos compadezca y nos asista benévolo.
CORIFEO. ¿A qué divinidad invoco todavía?
DÁNAO. Veo aquí un tridente, atributo de un dios.
CORIFEO. Como nos ha guiado bien, que nos acoja bien en esta
tierra.
DÁNAO. Hay también este Hermes según las leyes helénicas.
CORIFEO. Que nos anuncie, pues, un feliz mensaje de libertad.
DÁNAO. Venerad el altar común de todos estos dioses; sentaos en este lugar sagrado, como una bandada de palomas que huyen de gavilanes del mismo plumaje, de enemigos de la misma sangre que quieren mandar la propia raza. ¿Cómo permane¬cería puro el pájaro que come carne de pájaro? ¿Y cómo sería puro el que quiere casarse en contra de la voluntad de la mujer y del padre de ella? No, ni en el Hades. Una vez muerto, es¬caparía a la inculpación de lujuria, si realizara tales cosas; to¬davía hay allí, según dicen, otros Zeus que, sobre todas las faltas, pronuncia entre los difuntos la suprema sentencia. Sed discretas y responded en este sentido, si queréis que triunfe vuestra causa.
(Llega el rey acompañado de una escolta armada.)
REY. ¿De dónde viene esta gente en traje no helénico, ataviada con ropas y cintas bárbaras, a la que nos dirigimos? Pues el vestido no es de Argólida ni de ningún país helénico. Mas me admira el que os hayáis atrevido, osadas, a venir a este país, sin mensaje-ros, ni patronos, ni guías. Es verdad que, según costumbre de los suplicantes, tenéis ramos puestos junto a las estatuas de los dioses agonales; sólo en esto la tierra griega concuerda con la conjetura. Y sería justo hacer muchas otras suposiciones, si tú, que estás presente, no tuvieras la palabra para explicarlo.
CORIFEO. En cuanto a nuestro adorno no es falso lo que has dicho. Pero yo, dirigiéndome a ti, ¿a quién hablo? ¿A un ciu¬dadano? ¿A un mensajero que lleva el bastón sagrado? ¿O al jefe de la ciudad?
REY. En lo que respecta a esto contéstame y habla confiada¬mente. Yo soy el hijo de Palecton, nacido de la Tierra, Pelasgo, jefe supremo de este país; y de mí, su rey, ha tomado con ra¬zón su nombre el pueblo de los pelasgos, que cultiva esta tie¬rra. Soy dueño de toda la comarca que atraviesa el puro Estrimón, al lado del sol poniente; confino con la tierra de los perrebos, y el país que está más allá del Pindo, tocando a Peonia, y las montañas de Dódona hasta donde el mar corta mi frontera. Todo lo que está dentro de estos límites lo do¬mino. Y esta llanura del país de Apis se llama así desde antiguo en memoria de un héroe sanador. Pues Apis, procedente del otro lado del golfo de Naupacto, profeta hijo de Apolo, limpia este país de monstruos homicidas, azote que la Tierra, infec¬tada por las manchas de antiguas sangres, en su ira soltó, ser¬pientes pululantes, funesta compañía. Apis, aplicando irre-prochablemente a la tierra de Argos remedios decisivos, nos liberó de estos males y en recompensa mereció el recuerdo en nuestras súplicas. Y ahora que ya tienes mis señas, declara de qué linaje te ufanas y explícate. Con todo, un largo discurso no es grato a la ciudad.
CORIFEO. Breve y clara será la contestación: nos gloriamos de ser de raza argiva y simiente de una ternera prolífica. Y toda esta verdad la confirmaré si hablo.
REY. Increíbles son a mis oídos, extranjeras, estas palabras: no sé cómo puede ser argiva vuestra raza. Os parecéis más bien a mujeres libias, pero en manera alguna a las nuestras. Todavía el Nilo podría alimentar tal planta. Y el tipo chipriota, que en los moldes femeninos acuñan los artífices masculinos, es se¬mejante al vuestro. He oído hablar también de los indios nó¬madas que cabalgan en sillas con respaldo sobre camellos a través de las regiones vecinas a Etiopía; y de las amazonas, sin maridos, que comen carne cruda. Si llevarais arcos, os habría tomado por ellas. Pero enséñame; que entienda mejor que tu estirpe y tu sangre son argivas.
CORIFEO. ¿No dicen que en otro tiempo existió en este país de Argos una guardiana del templo de Hera, lo?
REY. Sí, así es, es un rumor bien confirmado.
CORIFEO. ¿Un relato no dice también que Zeus se unió con ella,' aunque mortal?
REY. Y estos abrazos no escaparon a Hera.
CORIFEO. ¿Y cómo acabaron estas disputas reales?
REY. La diosa de Argos transformó la mujer en ternera.
CORIFEO. ¿Y Zeus no se acercó todavía a la ternera cornuda?
REY. Así dicen, bajo forma de un toro semental.
CORIFEO. ¿Qué hizo entonces la poderosa esposa de Zeus? REY. Junto a la ternera puso de guardián al que todo lo ve.
CORIFEO. ¿Qué omnividente boyero de una sola ternera quieres decir?
REY. Argos, hijo de la Tierra, que fue muerto por Hermes.
CORIFEO. ¿Qué otra cosa inventó, pues, contra la infeliz ternera?
REY. Un insecto que persigue y aguijonea los bueyes.
CORIFEO. Las gentes cercanas al Nilo lo llaman tábano.
REY. Así pues, la arroja de esta tierra en una larga carrera. Corifeo. También en esto has hablado en todo de acuerdo con¬ migo.
REY. Y por fin llegó ella a Canobo y a Menfis.
CORIFEO. Y allí Zeus la toca con la mano y hace nacer una es¬tirpe.
REY. ¿Qué becerro, hijo de Zeus, se gloria de la ternera?
CORIFEO. Épafo, cuyo nombre verídico recuerda la liberación de Io.
REY. Y de Épafo, ¿quién desciende?
CORIFEO. Libia, que recoge fruto de la parte mayor de la Tierra. REY. ¿Y qué otro vástago dices que ha nacido de ella?
CORIFEO. Belo, que tuvo dos hijos y fue padre de este mi padre. REY. Dime ahora el nombre de este hombre sabio.
CORIFEO. Dánao, y tiene un hermano, padre de cincuenta hijos.
REY. Dime también su nombre con palabras altruistas.
CORIFEO. Egipto. Y ahora que conoces mi antiguo linaje, trata como argivo al grupo que tienes delante.
REY. Parecéis, en efecto, tener parte desde antiguo en nuestra tierra. Pero ¿cómo habéis osado a dejar las mansiones paternas? ¿Qué destino ha caído sobre vosotras?
CORIFEO. Rey de los pelasgos, los males humanos son cam¬biantes: no podría ser jamás igual el ala del infortunio. Pues ¿quién habría pensado que esta huida inesperada llevaría al puerto de Argos a un pariente indígena desde antiguo, y lo conduciría espantado por el odio del tálamo nupcial?
REY. ¿Qué vienes a pedir de estos dioses agonales con estos ramos recién cortados, adornados de blanco?
CORIFEO. Que no sea esclava de la raza de Épafo.
REY. ¿A causa del odio, o hablas de algo injusto?
CORIFEO. ¿Quién apreciaría a los señores que ha de comprar?
REY. Así se aumenta para los mortales su fuerza.
CORIFEO. Y también un remedio fácil para los malaventurados.
REY. ¿Cómo puedo yo, pues, testimoniaros mi piedad?
CORIFEO. No devolviéndome a los hijos de Egipto si me recla¬man.
REY. Grave es lo que dices: es provocar una guerra.
CORIFEO. Pero la justicia es aliada de los que luchan con ella.
REY. Si desde los inicios estaba de vuestro lado.
CORIFEO. Respeta la pompa de la ciudad adornada con estas ofrendas.
REY. Me estremezco al ver estos altares sombreados por estos ramos.
CORIFEO. Terrible es también la ira de Zeus Suplicante.
CORO. Hijo de Palecton, rey de los pelasgos, óyeme con corazón benévolo. Mira a esta suplicante, una errática fugitiva, como una ternera que perseguida por el lobo trepa a las rocas es¬ carpadas, y allí, segura de defenderse, muge contando al bo¬yero sus cuitas.
REY Veo, a la sombra de ramos recién cortados, un grupo nue¬vo delante de los dioses de la ciudad. Que la causa de estos ciudadanos extranjeros no traiga ningún mal ni, de improviso, surja para la ciudad una disputa inesperada, porque Argos no la necesita.
CORO. Que Temis Suplicante, hija de Zeus, que reparte los destinos, mire este destierro para que no sea pesado. Y tú, a pesar de tu edad y sabiduría, aprende de uno más joven: res¬petando al suplicante prosperarás. Pues los dioses reciben de buen grado las ofrendas que proceden de un hombre puro.
REY Vosotras no suplicáis sentadas en mi morada. Si es la ciudad en común que está manchada, que todo el pueblo se ocupe en conseguir remedios. Yo, por mi parte, no podría hacerte pro¬mesas antes de haber comunicado estas cosas a todos los ciu¬dadanos.
CORO. Tú eres la ciudad, tú el pueblo. Soberano irresponsable, tú eres el dueño del altar, hogar del país. Los únicos sufragios son los movimientos de tu cabeza, el único cetro, el que tienes en tu mano. Tú todo lo decides, guárdate de un sacrilegio.
REY. El sacrilegio sea para mis enemigos. Pero yo no puedo ir en vuestra ayuda sin daño. Sin embargo, es desagradable des¬preciar vuestras súplicas. No sé qué conducta seguir; tengo , miedo de obrar, de no obrar y de tentar el Destino.
CORO. Dirige tu mirada hacia el que vigila desde lo alto, guar¬dián de los mortales desgraciados que, suplicando a sus prójimos, no obtienen la justicia de la ley. La cólera de Zeus Su¬plicante aguarda a los que son inconmovibles a los lamentos del que padece.
REY Si los hijos de Egipto tienen poder sobre ti, por la ley de tu ciudad, alegando que son los más próximos parientes, ¿quién querría oponerse a ellos? Es preciso defender que según las leyes de tu país no tienen ningún poder sobre ti.
CORO. Que no esté yo nunca sometida al yugo de los hombres. Bajo los astros me aplico un remedio contra unos casamientos odiosos: la huida. Toma la Justicia por aliada y juzga según el respeto debido a los dioses.
REY. No es fácil la decisión; no me escojas por juez. Antes te lo dije: sin el pueblo no obraría así por potestad que tenga. Que nunca pueda decirme el pueblo, si alguna vez ocurre algún mal: «Por honrar a unos extranjeros has perdido la ciudad.»
CORO. Consanguíneo de las dos partes, contempla este debate Zeus imparcial, él que, con razón, asigna la injusticia a los malos, la piedad a los que observan las leyes. Si todo se pesa con equidad, ¿por qué te duele hacer lo justo?
REY. Es necesario un profundo pensamiento salvador, un ojo penetrante y no turbado por el vino que descienda al abismo, como un buzo, para que el asunto no atraiga, en primer lugar, tribulaciones para la ciudad, y para uno mismo acabe feliz¬ mente. Es decir, que no se apodere de Argos una lucha de represalias, y que yo entregándoos así postradas ante los altares de los dioses, no consiga de compañero al dios de la ruina, al pesado vengador que ni en el Hades libera al difunto. ¿No te parece, pues, que es necesario un pensamiento salvador?
CORO. Piensa, pues, y sé para nosotras, como es de justicia, un patrono piadoso. No traiciones a la fugitiva que un exilio impío ha arrojado de un país lejano.
No quieras verme arrancada de este santuario consagrado atantos dioses, oh tú, dueño absoluto de este país; reconoce la insolencia de los varones y guárdate de la ira que conoces.
No consientas ver a la suplicante, a despecho de la justicia, arrastrada lejos de las imágenes de los dioses, como un caballo, por las cintas, y unas manos coger mis velos de espeso tejido.
Porque, has de saber que, obres como obres, tus hijos y tu casa deberán pagar un día a Ares la estricta justicia. Reflexió¬nalo: el poder de Zeus es el de la justicia.
REY. He reflexionado. Aquí encalla mi nave. O contra unos o contra otros es completa necesidad provocar una dura guerra, y el casco de la nave está clavado en el escollo como si lo hu¬bieran levantado con ayuda de cabrestantes navales. Sin dolor no hay desenlace posible. Saqueadas las riquezas de una casa, se pueden adquirir otras de más valor que las perdidas y volver a completar la carga por voluntad de Zeus, protector de los bienes; una lengua ha lanzado flechas inoportunas que re¬mueven dolorosamente el corazón: una palabra puede ser el bálsamo de otra. Pero para impedir que se vierta de sangre humana es necesario hacer sacrificios e inmolar muchas víc¬timas a muchos dioses, remedio contra la desgracia. O yo me equivoco mucho sobre esta disputa. Pero prefiero ser patán que profeta de desgracias. Que todo acabe bien contra mi opinión.
CORIFEO. Escucha el fin de tantas palabras suplicantes.
REY Escucho, habla; no se me escapará.
CORIFEO. Tengo lazos y cinturones para sostener mis vestidos.
REY. Sin duda son objetos apropiados a la indumentaria feme¬nina.
CORIFEO. Pues sabe que de ellos espero un hermoso recurso.
REY. Explícame qué significan estas palabras tuyas.
CORIFEO. Si no ofreces a esta gente una promesa...
REY ¿Qué vas a realizar con ayuda de los ceñidores?
CORIFEO. Adornar estas imágenes con ofrendas insólitas.
REY Estas palabras son enigmáticas; habla claramente. s
CORIFEO. Colgarnos lo más rápidamente posible de estos dioses.
REY. He oído una palabra que me flagela el corazón.
CORIFEO. Has comprendido; te he abierto los ojos.
REY Sí, por todas partes obstáculos invencibles. Una multitud de , males como un río, avanza sobre mí: me he sumergido en este mar de ruina, sin fondo, infranqueable, y en ninguna parte hay un puerto para estos males. Porque, si yo no llevo a cabo vuestra petición, no puedo alcanzar con mi arco la mancha que evocas. Y si, por otra parte, contra tus parientes, los hijos de Egipto, de pie delante de las murallas, llego a la decisión de un combate, ¿no es una pérdida cruel que unos hombres, a causa de las mujeres, ensangrenten la llanura? Sin embargo, me urge respetar la ira de Zeus Suplicante: entre los mortales,' es el temor supremo. Así pues, tú, anciano, padre de estas vírgenes, toma al instante estos ramos en tus brazos y colóca¬los sobre otros altares de nuestros dioses patrios, para que todos los ciudadanos vean esta señal de tu súplica y no pro¬fieran alguna palabra contra mí: porque el pueblo gusta de criticar a los que gobiernan. Y quizás al ver estas cosas surja la compasión: el pueblo odiará la insolencia del conjunto mas¬culino y estará mejor dispuesto para con vosotros. Porque todo el mundo se inclina benevolamente los débiles.
DÁNAO. Es para nosotros un bien muy grande haber encontrado un patrón que respeta al suplicante. Pero hazme acompañar de guardias y guías indígenas para que me ayuden a encontrar los altares colocados delante de los templos de los dioses de la ciudad y sus moradas hospitalarias, y podamos avanzar con seguridad a través de la ciudad. La naturaleza nos ha dado rasgos diferentes: el Nilo y el Inaco no alimentan razas seme¬jantes. Vigila que la osadía no provoque temor: más de uno ha muerto a un amigo por ignorancia.
REY. Id, guardianes; el extranjero tiene razón. Guiadlo a los al¬tares de la ciudad, morada de nuestros dioses. Y a los que en¬contréis, decidles, sin extenderos, que conducíis a un marino, suplicante de nuestros dioses.
(Dánao se marcha en dirección a la ciudad en compañía de unos guardias.)
CORIFEO. Has hablado a mi progenitos y puede marchar con tus instrucciones. Pero yo, ¿qué haré? ¿En dónde me ofreces una seguridad?
REY Deja aquí tus ramos, símbolo de tus penas.
CORIFEO. Los dejo confiando en tu brazo y en tus palabras.
REY. Ahora pasa a la parte llana del recinto sagrado.
CORIFEO. ¿Y cómo podría defenderme la parte abierta a todos?
REY No queremos entregarte a las aves de presa.
CORIFEO. Pero ¿sí me entregas a monstruos más odiosos que crueles serpientes?
REY A palabras favorables responde con palabras confiadas.
CORIFEO. No es de extrañar que seamos pesadas a causa del te¬mor del corazón.
REY. Siempre el miedo ha sido improcedente en reyes.
CORIFEO. Tú, pues, reconforta mi corazón con palabras y obras.
REY Tu padre no te dejará sola mucho tiempo. Yo voy a reunir a la gente del país, para disponer a tu favor la comunidad, y enseñaré a tu padre lo que debe decir. Quédate, pues, aquí, y en tus oraciones pide a los dioses del país lo que deseas ob¬tener. Yo voy a ocuparme de todo esto. Que la Persuasión me acompañe y la Fortuna eficaz.
(El rey sale con su tropa.)
CORO. Rey de reyes, bienaventurado entre los bienaventurados, poder soberano entre los poderes, feliz Zeus, óyenos, aleja airado de tu raza la insolencia masculina, y en el mar purpú¬reo precipita la fatal negra nave.
Propicio a la causa de las mujeres, mira nuestro antiguo li¬naje; renueva la gozosa leyenda de nuestra abuela que fue querida. Acuérdate, tú que tocaste a lo. Nos honramos de ser linaje de Zeus y de esta tierra emigramos.
Una antigua huella me lleva a los lugares en donde mi ma¬dre, bajo la mirada del guardián, pacía las flores, en la prade¬ra nutridora de bueyes. De allí, lo, agitada por el tábano, huye aturdida a través de muchos pueblos diversos, y cruzando, por orden del destino, el estrecho encrespado, pasa los límites de los dos continentes opuestos. Se lanza a través de Asia, de un extremo a otro de Frigia, criadora de corderos, pasa la ciudad misia de Teutras y los valles de Lidia, y precipitada a través de las montañas de Cilicia y Panfilia, alcanza los ríos inagotables, el país de opulencia, la ilustre tierra de Afrodita, fértil en trigo.
Pero, acosada siempre por el dardo del boyero alado, llega al i sagrado recinto de Zeus, rico en frutos de todas clases, el prado alimentado por las nieves y asaltado por el furor de Tifón, y a las aguas intactas del Nilo, enloquecida por los ignominiosos trabajos y los dolores causados por el aguijón de Hera.
Los mortales que vivían entonces en esta región palidecieron de espanto y sus corazones palpitaron delante de un espectácu¬lo inusitado, al ver una bestia repulsiva, mezclada de ser hu¬mano, en parte ternera, en parte mujer, y quedaron atónitos ante el prodigio.
Pero entonces, ¿quién fue el que curó a la errante y miserable lo, aguijoneada por el tábano?
El que gobierna por tiempo infinito, Zeus la libró de sus males con su fuerza salutífera y su soplo divino, y ella destila el dolo¬roso pudor de las lágrimas. Pero el germen recibido de Zeus, según un relato verídico, dio a luz a un hijo irreprochable.
Un hijo feliz por mucho tiempo. De donde toda la tierra pregona. «Un hijo, fuente de vida, es en verdad linaje de Zeus.» Pues ¿quién habría hecho cesar un delirio querido por Hera? Obra es de Zeus. Y quien dice que esta raza es hija de Épafo, lo acierta.
¿A qué dios podría invocar con más razón por sus justas ac¬ciones? Él es nuestro padre, que con su propia mano nos ha plantado, soberano, antiguo en sabiduría, gran artífice de nuestra raza, remedio universal, dios de los vientos propicios, Zeus.
No sometido al dominio de nadie, dirige lo más débil sien¬do el poder más grande. Nadie tiene el trono más alto, que él adore desde abajo. Así está su obra, su palabra ordena realizar lo que en la mente su espíritu lleva. (Llega Dánao.)
DÁNAO. Tened confianza, hijas; todo va bien en la ciudad. El pueblo ha votado un decreto decisivo.
CORIFEO. ¡Salve, oh anciano que anuncias noticias tan buenas! Pero cuéntanos hacia dónde se ha confirmado la decisión, de qué manera ha prevalecido la poderosa mano del pueblo.
DÁNAO. Los argivos han votado no de una manera dudosa, sino para rejuvenecer mi viejo corazón. Porque el éter se ha eriza¬do de las manos levantadas de todo el pueblo que ha sancionado estas palabras: «Nosotros tendremos la residencia en este país, libres, sin rescate y con derecho de asilo contra todo mortal; nadie, ni habitante ni bárbaro, podrá llevársenos; y si alguien acude a la fuerza, el terrateniente que no nos ayude será privado de sus derechos de ciudadano y desterrada por sentencia del pueblo.» Tal es la resolución que les ha animado, en defensa nuestra, el rey de los pelasgos, invitando a la ciudad a no hacer crecer en el futuro la terrible ira de Zeus, y evo¬cando la doble mancha, nacional y extranjera, que aparecería contra la ciudad, monstruo indomable, alimentado de dolor. Al escuchar estas palabras, las manos del pueblo de Argos, sin esperar al mensajero, han decretado estas cosas. El pueblo pelásgico ha escuchado las razones persuasivas de una arenga, pero Zeus ha llevado a cabo la decisión.
CORIFEO. ¡Ea! Invoquemos sobre los argivos bendiciones como premio a sus beneficios. Y Zeus Hospitalario se digne dar en verdad a los honores de una boca bárbara un cumplimiento del todo irreprochable.
CORO. Ahora que los dioses, hijos de Zeus, nos escuchen mientras derramamos votos sobre esta raza. Que nunca prenda fuego a la tierra pelásgica el ardiente Ares, que detiene con sus gritos las danzas y siega los hombres en campos ajenos.
Pues han tenido piedad de nosotras, han dado un voto fa¬vorable, respetando los suplicantes de Zeus en este rebaño no envidiable. No han votado con los hombres, despreciando la causa de las mujeres; han puesto los ojos en el vengador de Zeus, vigilante, incombatible, el cual ¿qué casa tendré sobre el tejado manchándolo? Pesado se posa encima de ella.
Honran su misma sangre en estos suplicantes de Zeus santo; por ello con altares puros agradarán a los dioses.
Que a la sombra de estos ramos vuele, pues, de nuestra boca una súplica deseosa de su gloria. Que nunca la peste vacíe de hombres la ciudad, ni el bárbaro tiña de sangre de cuerpos indígenas la llanura de su tierra.
Que la flor de la juventud no sea segada, ni que el amante de Afrodita, Ares, azote de los humanos, la tronche en capullo.
Que resplandezcan llenos de ofrendas los altares cabe los cuales se reúnen los ancianos, así la ciudad prospere en el respeto a Zeus poderoso, hospitalario en grado sumo, que con ancestral ley rige el destino.
Os pedimos que nuevos nacimientos sin cesar proporcionen protectores al país, y que Artemis Hecate vigile el alumbra¬miento de las mujeres.
Que ningún azote mortífero venga sobre esta ciudad des¬trozándola, armando a Ares, enemigo de danzas y cítaras, engendrador de lágrimas, y suscite los clamores de la guerra civil.
Que el enjambre doloroso de las enfermedades se coloque lejos de la cabeza de los ciudadanos, y Apolo Liceo sea pro¬picio a todos sus niños.
Haga Zeus que la tierra tributé su fruto en abundancia de todo el año, que las ovejas que pacen sus campos sean fecun¬das, y que todo florezca bajo el favor de los dioses.
Que sobre los altares los rapsodas pongan un canto de buena suerte, y que de labios puros salga la voz amante de la cítara.
Que guarde impertérrito sus honores el Consejo soberano de la ciudad, poder previsor que atiende al bien común. Y a los bárbaros, antes de amar a Ares, premien, sin dolores, satis¬facciones reguladas por tratados. Y a los dioses protectores del país siempre den, coronados de laureles, los honores de las hecatombes ancestrales; pues el respeto a los padres es la tercera ley escrita en el libro de la Justicia, divinidad supremamente venerable.
(Dánao sube al altozano y desde allí observa el mar. Después se gira hacia sus hijas.)
DÁNAO. Alabo estas peticiones sensatas, hijas; pero vosotras no os turbéis al oír de vuestro padre una nueva inesperada. Desde esta atalaya asilo de suplicantes, diviso la nave. Es fácil de distinguir: no se me oculta ni el aparejo de las velas, ni las empavesadas, ni la proa que con sus ojos mira el camino a seguir, obediente al timón que la dirige desde la popa, dema¬siado obediente para aquellos a los que no es amiga. Es posi¬ble ver a los marinos con sus miembros negros que salen de las túnicas blancas, y son bien visibles las otras naves y toda la tropa auxiliar. La nave capitana, junto a la costa, ha amainado y rema poderosamente. Pero hay que mirar hacia el horizon¬te con calma y prudencia y no descuidar estos dioses. Yo, ha¬biendo tomado defensores y abogados, volveré. Quizá venga un mensajero o una embajada queriendo llevaros y cogeros por derecho de rescate. Pero nada de esto acontecerá; no les temáis. Sin embargo, es mejor, por si nos demoramos en el auxilio, que no olvidéis en ningún momento este asilo. ¡Áni¬mo! Con el tiempo, en el día fijado, todo mortal que desprecia a los dioses recibirá su castigo.
CORIFEO. Padre, estoy asustado; las naves ¡cuán veloces se aproximan! No hay en medio ningún plazo largo de tiempo.
CORO. Un miedo terrible se apodera de mí; ciertamente, ¿de qué me ha servido la huida por tantos caminos? Padre, estoy muerta de espanto.
DÁNAO. Puesto que el voto de los argivos es irrevocable, hija, ten confianza. Ellos combatirán por ti, lo sé bien.
CORIFEO. Es una maldición la voraz estirpe de Egipto, insaciable de combates, y hablo al que lo sabe.
CORO. Han logrado en su odio surcar el mar en naves bien en¬
sambladas de rostro sombrío, con un numeroso ejército negro.
DÁNAO. Más numerosos son los que aquí encontrarán, con brazos bien curtidos al sol del mediodía.
CORIFEO. No me dejes sola, padre, te lo pido; una mujer sola, nada es. Ares no habita en ella.
CORO. Llenos de pensamientos criminales de pérfidos designios, con impuros corazones, ellos, como cuervos, no se preocupan de los altares.
DÁNAO. Sería para nosotros muy conveniente, hija, si se hicieran odiosos de ti y de los dioses.
CORIFEO. Pero no será por temor de estos tridentes y de la ma¬jestad de los dioses que retirarán las manos de nosotras, padre.
CORO. Orgullosos sin límite, devoradores con audacia impía, perros sin vergüenza, están sordos a la voz de los dioses.
DÁNAO. Pero hay un proverbio: los lobos son más fuertes que los perros; y el fruto del papiro no gobierna a la espiga.
CORIFEO. Como tienen también instintos de fieras lujuriosas y salvajes, hay que guardarse de caer en su poder.
DÁNAO. No es tan veloz el apresto de un ejército naval ni el amarre: hay que conducir a tierra los cables salvadores e in¬cluso una vez echada el áncora los jefes de flota no se muestran confiados en seguida, máxime cuando llegan a un país sin puerto, a la hora en que el sol declina hacia la noche: la noche acostumbra ser causa de angustia para el piloto juicioso. Así, el desembarco de un ejército no podría realizarse bien, si la nave no se asegura antes con el anclaje. Pero tú piensa que por el miedo no te olvides de los dioses. Yo me apresuraré en volver habiendo conseguido ayuda. La ciudad no se lamentará del mensajero: es ya anciano, pero joven de espíritu y bien ha¬blado.
(Dánao se marcha en dirección a la ciudad)
CORO. ¡Oh, tierra montañosa, justa veneración nuestra! ¿Qué será de nosotras? ¿Adónde huiremos en este país de Apis, si es que hay en algún lugar un escondrijo sombrío? ¡Ojalá me transformara en un negro humo vecino de las negras nubes de Zeus y desapareciendo del todo, como polvo en vuelo sin alas, muriese!
Mi alma no deja de estremecerse y mi corazón, ennegrecido, palpita. Los barruntos de mi padre me han impresionado y estoy muerta de miedo. Quisiera hallar el destino en un lazo colgada, antes de que un hombre maldito tocara mi piel. ¡Que muera, mejor, con Hades por señor!
¿En qué lugar del éter podría tener un asiento, allí donde la humedad de las nubes se cambia en nieve? ¿O una roca des¬nuda, abandonada de cabras, inaccesible, solitaria, colgada en el vacío, nido de buitres, que me asegura una caída profunda, antes que sufrir, contra mi corazón, unas bodas desgarradoras?
Entonces, no lo niego, sería presa de los perros, festín de las aves del lugar. Pues morir libera de males miserables; venga el destino antes que el tálamo nupcial. ¿Qué otra senda fugitiva puedo trazar, para escapar del matrimonio?
Eleva tu voz aguda hasta el cielo invocando a los dioses y a las diosas. Pero ¿cómo se cumplirán estas súplicas? Echa sobre nosotras, padre, una mirada liberadora, combativo, mira la violencia con ojos no amigos, como es justo. Respeta a tus suplicantes, señor de la tierra, todopoderoso Zeus.
Pues la raza de Egipto, insolencia intolerable, acosándonos en carrera varonil, con clamores injuriosos, anhela coger violen¬tamente a esta fugitiva. Pero sólo tú tienes el astil de la balanza. ¿Qué pueden los mortales llevar a cabo sin ti?
(Ven a lo lejos una tropa egipcia y aumenta su desasosiego.)
¡Oh, oh, oh, ah, ah, ah! He aquí a nuestro raptor que sale de la nave, que llega a tierra. Ojalá perezcas antes, raptor.
Pronuncio un grito de angustia. Veo el preludio de los vio¬lentos trabajos que me aguardan. ¡Ah, ah! Huye hacia el re¬fugio. El terror triunfa insoportable, en tierra en mar. Señor del país, protégenos.
(Corren hacia los altares. Llega un mensajero egipcio con tropa armada.)
MENSAJERO. Rápido, rápido, hacia la galeota, con toda la cele¬ridad de vuestras piernas. Si no, si no, habrá cabellos arran¬cados, arrancados, y marcas con hierro candente, y cabezas cortadas en un sangriento degüello. Rápido, rápido, a la nave.
CORO. Ojalá en medio del curso impetuoso de la ruta marina hubieras perecido con la insolencia de tus amos y la nave de fuertes clavijas.
MENSAJERO. Sangrante te hago ir al barco si no te vas veloz de aquí. Yo te aconsejo: cede a la fuerza, renuncia a la obstina¬ción, a la ofuscación. ¡Eh, eh! Levántate del asiento y rápido ves a bordo. No respeto al que está sin ciudad.
CORO. Que nunca más vuelva a ver las que hacen crecer y fluir en los mortales la sangre que da la vida.
MENSAJERO. De allí soy yo, de noble cuna, de rancia nobleza. Pero tú irás al barco, al barco, veloz. Quieras o no quieras. Por la fuerza, por la fuerza, adelante contigo. Ahora arriba, que no sufrirás nada malo si mueres por nuestras manos.
CORO. ¡Ay, ay! ¡Ay, ay! Así perecieras violentamente en el sagra¬do recinto marino, errante, a merced de los celestes vientos, alrededor del promontorio arenoso de Sarpedón.
MENSAJERO. Grita, vocifera, calma a los dioses; tú no saltarás la borda de la nave egipcia, por más que des salida muy amar¬gamente a tus lamentos.
CORO. ¡Ay ay! Que salvajemente ladrando al país como un perro, alardeas lleno de vanagloria. Que el gran Nilo que ve tu in¬solencia aparte tu inaudita soberbia.
MENSAJERO. Te ordeno ir lo más velozmente posible hacia la galeota de buenos flancos. Que nadie se demore. El arrastra¬miento no respeta los rizos.
CORO. ¡Ay, ay!, padre, el refugio del altar es una mentira. Me arrastra al mar como una araña, paso a paso, un espectro, un espectro negro. ¡Otototoi! madre Tierra, madre Tierra, aparta el grito terrible. ¡Oh padre, hijo de la Tierra, Zeus!
MENSAJERO. No, yo no tengo miedo de los dioses de aquí, ellos no me han criado ni han alimentado mi vejez.
CORO. Hacia mí salta la serpiente bípeda. Como una víbora me amenaza. Lo que me libra de ella, ¿me librará de su mordedura?
¡Otototoi! madre Tierra, madre Tierra, aparta el grito terri¬ble. ¡Oh, padre, hijo de la Tierra, Zeus!
MENSAJERO. Si no vienes a la nave siguiendo mi mandato, el desgarramiento no compadecerá el trabajo de tu túnica.
CORO. Estamos perdidas. Señor, sufrimos tratos impíos.
MENSAJERO. Pronto veréis a muchos señores, los hijos de Egipto. Confiad, no hallaréis la anarquía.
CORO. ¡Ah, jefes, gobernantes de este país, soy sometida a la fuerza!
MENSAJERO. Parece que os habré de arrancar de aquí, arrastrar por los cabellos, ya que no escucháis con atención a mis pa¬labras.
(En el momento que los soldados se disponen a arrastrar a las suplicantes, aparece el rey del país con sus tropas.)
REY. ¡Eh! Tú, ¿qué haces? ¿Con qué osadía ultrajas esta tierra de los pelasgos? ¿O crees haber llegado a una ciudad de mujeres?
Por ser bárbaro eres demasiado osado para con los helenos.
Habiendo errado mucho nada acertaste con inteligencia.
MENSAJERO. ¿Qué falta he cometido contra la justicia?
REY En primer lugar, no sabes ser extranjero.
MENSAJERO. ¿Cómo no? ¿Encontrando lo que había perdido?
REY ¿A qué patronos del país te has dirigido?
MENSAJERO. Al más grande de los patronos, a Hermes, dios de los que buscan.
REY Dirigiéndote a los dioses no tienes ningún respeto por ellos.
MENSAJERO. Yo venero a las divinidades del Nilo. REY Y las de aquí nada son, según cuentas.
MENSAJERO. Me llevaré a estas mujeres, si alguien no me las arrebata.
REY. Llorarás, si las tocas, y no tardarás mucho tiempo.
MENSAJERO. Oigo unas palabras en nada hospitalarias.
REY No considero por huéspedes a los que despojan a los dioses.
MENSAJERO. Iré a contarlo a los hijos de Egipto.
REY. Esto no va a atemorizar mi corazón.
MENSAJERO. Pero, para saber y comunicar más claramente las cosas -pues conviene que un mensajero lo anuncie con exactitud todo-, ¿cómo me expresaré? ¿Quién diré, al llegar, que me ha quitado el grupo de primas? Estos pleitos no los juzga Ares sirviéndose de testimonios: una disputa la ha re¬suelto por un ajuste con dinero; antes hay muchas pérdidas humanas, muchas vidas segadas.
REY. ¿Por qué debo decirte cómo me llamo? Con el tiempo lo sabrás tú y tus compañeros. En cuanto a estas mujeres, con su beneplácito podrás llevártelas, si las convence una piadosa razón. Un voto unánime del pueblo argivo lo ha decidido sin apelación: nunca entregaré por la violencia a un grupo de mu¬jeres. El clavo está claramente sujeto de parte a parte, de suerte que permanecerá inquebrantable. No se trata de palabras conservadas en tablillas, ni selladas en los pliegues de un pa¬piro: oyes con claridad el lenguaje de una boca libre. Y ahora desaparece lo más rápidamente posible de mi vista.
MENSAJERO. Sabe que desde ahora provocas una guerra incierta. ¡Que sean la victoria y el poder para los varones!
REY. De hombres también encontrarás en este país y que no beben vino de cebada.
(El mensajero se retira. El rey se dirige al coro.)
Y vosotras todas, con vuestras sirvientas, tened confianza y entrad en nuestra bien cercada ciudad, protegida por el ele¬vado aparejo de sus torres. De casas hay allí muchas propiedad del pueblo -yo mismo me la he construido con mano ge¬nerosa- en donde hay estancias dispuestas para alojaros con otros muchos; pero si os place más, podéis habitar en casas para vosotras solas. Sois libres de escoger lo que os sea más ventajoso y placentero. Yo soy vuestro protector y todos los ciudadanos, cuya decisión se cumple ya. ¿Aguardas acaso pa¬trones más soberanos que éstos?
CORIFEO. Que por estos regalos seas colmado de bienes, di¬vino rey de los pelasgos. Benévolo, envíanos aquí a nuestro padre, el denodado Dánao, providente y mentor. Pues pri¬meramente que decida él en dónde debemos alojarnos y qué lugar es el más adecuado: todo el mundo está pronto a lanzar reproches a los que hablan otra lengua. Ocurra lo mejor conservando nuestra reputación y sin palabras airadas por j parte del pueblo de esta ciudad.
(El rey se marcha.) Colocaos en vuestro sitio, queridas siervas, en el mismo or¬den en que Dánao nos asignó a cada una la criada como dote.
(Llega Dánao con hombres armados.)
DÁNAO. Hijas mías, hay que ofrecer a los argivos, oraciones, sacrificios y libaciones, como a unos dioses del Olimpo, por¬que han sido salvadores sin vacilar. Así han escuchado el relato .j de los acontecimientos con el amor que se tiene por los pa¬rientes y la indignación que merecen vuestros primos. Y han asignado a mi persona esta escolta de hombres armados, para que tenga mi privilegio de honor y para que no muera de manera inesperada e imprevista por un golpe fatal de lanza y venga sobre este país un peso eterno. A cambio de tales ser¬vicios, si nuestra alma está bien gobernada, debemos honrar¬los de una manera más digna. Y ahora, junto a las numerosas . lecciones de humildad inscritas en vosotras por vuestro padre, escribiréis ésta: una compañía desconocida se prueba con el tiempo; todos, en el caso de un bárbaro, tienen una lengua pronta, y es fácil decir una palabra que puede manchar. Así os exhorto a no avergonzarme, ya que poseéis esta edad que atrae la mirada de los hombres.
El tierno fruto maduro es difícil de guardar: las bestias se afanan como los hombres, ¿cómo no?, las fieras aladas y las que pisan la tierra. Cipris proclama los cuerpos llenos de savia, invitando al amor a coger la flor de la juventud. Sobre la de¬licada belleza de las vírgenes, todo el que pasa, vencido por el deseo, lanza el dardo encantador de sus ojos. Procurad que no suframos tal destino, que hemos evitado a costa de muchos trabajos y surcando con nuestra quilla una gran extensión de mar; no consigamos una vergüenza para nosotros mismos y un placer para mis enemigos. Alojamiento lo tenemos doble: uno lo ofrece Pelasgo, otro la ciudad, para vivir sin alquiler. Todo nos lo facilitan. Guarda sólo estos consejos paternos, hon¬rando más la honestidad que la vida.
CORIFEO. Por lo demás, que nos sean propicios los dioses olím¬picos; pero en cuanto a mi belleza, confía, padre. Porque, si los dioses no han decidido nada nuevo, no me desviaré del ca¬mino que hasta ahora ha seguido mi corazón.
(Dánao se va. Sus hijas se preparan para seguirlo.)
CORO. Venid y celebremos a los dioses bienaventurados, señores de Argos, los que protegen la ciudad y los que habitan cabe las corrientes del antiguo Erásino. Responded a nuestro canto, compañeras. Reciba nuestra alabanza esta ciudad de los pelasgos, no honremos con nuestros himnos las bocas del Nilo, sino a los ríos que, a través del país, derraman, prolíficos, sus aguas tranquilas y con fértiles riegos nutren el suelo de esta tierra.
Que la casta Artemis lance sobre nuestro grupo una mirada compasiva y que Citerea no nos imponga a la fuerza unos matrimonios. Este premio sea para los que odio.
SIRVIENTAS. Nuestro canto piadoso no descuida a Cipris: pues con Hera es casi tan Poderosa como Zeus. Diosa de la astucia, es honrada por sus obras augustas. Junto a ella, asociada a su madre, están el Deseo y la encantadora Persuasión, a quien nada resiste. También Harmonía ha recibido su parte en el lote de Afrodita, y el cuchicheante juego de mores.
Para las fugitivas temo de antemano grandes tempestades, crueles dolores y guerras sangrientas. ¿Por qué han tenido ellos una travesía favorable para las rápidas persecuciones? Lo que está marcado por el destino, ocurrirá. No se puede pasar más allá de la mente de Zeus, augusta, inaccesible. Como tantas otras mujeres antes que tú, tu destino puede ser el tálamo nupcial.
CORO. Que el gran Zeus retire de mí las bodas de la estirpe de Egipto.
SIRVIENTAS. Con todo, esto sería lo más sensato.
CORO. Tú tratas de seducir lo inseducible.
SIRVIENTAS. Y tú desconoces el futuro.
CORO. ¿Por qué debo yo bucear en el pensamiento de Zeus, un abismo insondable?
SIRVIENTAS. Suplica con palabra moderada.
CORO. ¿Qué justa medida me enseñas?
SIRVIENTAS. No escudriñes con excesiva curiosidad los asuntos de los dioses.
CORO. Que el soberano Zeus me libre de un casamiento detes¬table, odioso, como liberó a lo, acabando sus sufrimientos con mano sanadora y haciéndole una saludable violencia.
Que otorgue el éxito a las mujeres: me resigno con la parte mejor del mal y con dos tercios de la suerte; y siga al proceso una sentencia justa, de acuerdo con mis súplicas, por los ca-minos de salvación que tiene la divinidad

LOS SIETE CONTRA TEBAS Esquilo




LOS SIETE CONTRA TEBAS
Esquilo


PERSONAJES

Eteocles
Un mensajero explorador
Coro de doncellas te¬banas
Antígona
Ismena
Un heraldo




La acción se desarrolla en Tebas. La escena representa la acrópolis de Tebas, con altares y estatuas de dioses. Llega Eteocles con un grupo de gente armada.


ETEOCLES. Pueblo de Cadmo, el vigía del bien público en la proa de la ciudad dirigiendo el timón sin dejar cerrar sus ojos por el sueño, ha de decir lo que exige el momento. Pues si alcanza¬mos éxito, el mérito es de los dioses; pero si, por el connrario, lo que ojalá no ocurra, sucede una desgracia, sólo el nombre de Eteocles correrá por la ciudad cantado por los ciudadanos con himnos increpantes y con lamentos, de los cuales Zeus Preservador sea un nombre veraz para esna ciudad de los cadmeos. Ahora vosotros, el que todavía no alcanza el pleno vigor de la juventud y aquel que ya ha salido de ella por la edad, acrecentando grandemente el empuje del cuerpo y poniendo cada uno la solicinud que conviene, debéis ayudar a la ciudad y a los altares de los dioses de esta tierra para que sus honores nunca sean borrados, y a los hijos y a la Tierra madre, amadísima nodriza; pues ésta en vuestra infancia, cuando os arrastrabais por su suelo bondadoso, acepnando, como hos-pedera, noda la faniga de vuestra niñez, os crió para que fuerais ciudadanos portadores de escudos, fieles en la presente nece¬sidad. Y ahora, hasta este día, el dios inclina favorable la ba¬lanza; pues en todo este tiempo en que estamos sitiados, la guerra, gracias a los dioses, se desarrolla casi siempre bien. Mas ahora, según dice el adivino, pastor de aves, que en sus oídos y en su mente, sin ayuda del fuego, maneja los pájaros pro¬féticos con un arte que no miente, éste, señor de tales augu¬rios, dice que el ataque mayor de los aqueos se decide en un consejo nocturno y va a lanzarse sobre la ciudad. Ea, pues, marchad todos a las almenas y a las puertas de las torres, lan¬zaos con todas vuestras armas, llenad los parapetos, colocaos en las terrazas de las torres, en las salidas de las puertas, resistid confiadamente y no temáis demasiado la turba de los asal¬tantes; la divinidad lo acabará todo bien. He enviado vigías y exploradores del ejército, los cuales confío que no harán el camino inútilmenne. Una vez los habré oído, no hay miedo de que sea cogido con engaño.
(Llega un mensajero.)
MENSAJERO. Eteocles, nobilísimo señor de los cadmeos, vengo del ejército trayendo de allí noticias ciertas; yo mismo soy testigo de los hechos. Siete guerreros, impetuosos capitanes, degollando un toro en un escudo negro, y mojando sus manos en la sangre del toro, por Ares, Enio y Terror juraron o destruir y saquear por la violencia esta ciudad de los cadmeos o, mu¬riendo, empapar esta tierra con su sangre. Después colgaron con sus manos en el carro de Adrasto recuerdos suyos para sus padres en las casas, derramando lágrimas; pero ninguna queja había en sus labios, pues su corazón de hierro, inflamado de valennía, respiraba coraje, como leones con ojos llenos de Ares. Y la prueba de esto no se retarda por negligencia: los dejé echando suertes a qué puerta cada uno de ellos, según obtu¬viera en el sorteo, conduciría sus tropas. Ante esto, coloca como jefes rápidamente a los mejores guerreros escogidos de la ciudad, en las salidas de las puertas; pues cerca ya el ejército argivo, con toda su armadura, avanza, levanta polvo y una espuma blanca mancha la llanura con la baba que sale de los pulmones de los caballos. Tú, como diestro piloto, defiende la ciudad antes de que se desaten las ráfagas de Ares, pues ya grita la ola terrestre del ejército. Aprovecha para ello la circunstan¬cia, lo más pronto posible; yo, en adelante, tendré mis ojos fiel vigía de día, y sabiendo con un relato exacto lo que sucede fuera de las murallas, serás sin daño.
(Se marcha el mensajero.)
ETEOCLES. Oh Zeus, y Tierra, y dioses protectores de la ciudad, y Maldición, Erinis poderosa de un padre; a esta ciudad, al menos, os ruego, no arranquéis de cuajo, enteramente des¬truida, presa del enemigo a ella que vierte el habla de Grecia, ni a los hogares de sus mansiones. No doméis jamás con los yugos de la esclavitud una tierra libre y una ciudad de Cadmo. Sed nuestra fuerza: creo decir cosas de interés común; pues una ciudad próspera, honra a sus diosas.
(Sale Eteocles y llega el coro de mujeres tebanas que evolucionan en la orquesta.)
CORO. Clamo temibles, grandes males: el ejército avanza. De¬jando el campamento fluyen numerosos destacamentos de caballería. El polvo que veo subir al éter me lo confirma, mudo, claro, verídico mensajero. Se ha apoderado de los llanos de mi tierra un ruido de armas, que se acerca, vuela, ruge, como invencible torrente que golpea la montaña. ¡Ay, ay, dioses y diosas! ¡Alejad el mal que nos acomete!
Un griterío por encima de las murallas. El ejército de blancos escudos, dispuesto ya, se lanza rápido contra la ciudad. ¿Quién nos salvará, cuál de los dioses o diosas nos defenderá? ¿Me arrojaré cabe las estatuas de los dioses? ¡Ay, felices, bien firmes en vuestros santuarios! Es el momento de abrazarse a las es¬tatuas. ¿Por qué nos demoramos gimientes?
¿Oís o no oís estrépito de escudos? ¿Cuándo, si no ahora, presentaremos súplicas de peplos y coronas?
Veo ese estrépito: no es el choque de una sola lanza. ¿Qué vas a hacer? ,Traicionarás, Ares, antiguo dios indígena, tu tierra? r ¡Demon de áureo casco, mira, mira la ciudad que un día te fue tan querida!
Dioses defensores del país, venid todos. Contemplad esta tropa de vírgenes suplicantes que teme la esclavitud. Alrededor de la ciudad una ola de soldados de ondeante penacho muge, empujada por los soplos de Ares. Pero tú, ¡oh Zeus, Zeus!, padre que todo lo cumples, aleja para siempre de enemigos la presa. Pues los argivos están cercando la ciudad de Cadmo, me invade el temor de sus armas de guerra. Entre las quijadas de caballos los frenos proclaman ya matanza. Siete distinguidos capitanes del ejército, blandiendo lanzas impetuosas, avanzan hacia las siete puertas, escogidas a suerte.
¡Oh tú, hija de Zeus, fuerza que ama las batallas, sé nuestra salvadora, Palas! ¡Y tú, jinete soberano, que gobiernas el ponto con tu ingenio, arpón de peces, Posidón, líbranos de estos temores! ¡Y tú, Ares, oh, oh, guarda una ciudad que lleva el nombre de Cadmo, cuídala manifiestamente! Y Cipris, madre antigua de nuestra raza, protégenos, pues hemos nacido de tu sangre, y a ti nos acercamos invocándole con súplicas que imploran tu divinidad. Y tú, príncipe matador de lobos, sé un lobo para la hueste enemiga, vengando mis Sollozos. Y tú, virgen nacida de Leto, prepara bien el arco. ¡Ah, ah! Oigo es¬truendo de carros en torno a Tebas. ¡Oh, Hera, Señora! Los cubos de las ruedas rechinaron bajo el peso de los ejes. ¡Oh Artemis querida! Sacudido por las lanzas, el éter se enfurece. ¿Qué va a sufrir nuestra ciudad? ¿Qué será de ella? ¿Adónde la llevará finalmente la divinidad?
¡Ah, ah! De lejos alcanza nuestras almenas una lluvia de pie¬dras. ¡Oh querido Apolo! ¡Hay en las puertas un ruido de es¬cudos broncíneos! Escúchanos, hija de Zeus, que en la batalla decides el sagrado fin de la guerra. Y tú, reina feliz, Onca, de¬lante de nuestras murallas salva la ciudad de siete puertas.
¡Oh dioses todopoderosos, dioses y diosas, consumados guardianes de las torres de esta tierra, no entreguéis nuestra ciudad, oprimida por las lanzas, a un ejército que habla otra lengua! Escuchad, escuchad justamente, los ruegos de estas vírgenes que alzan hacia vosotros sus manos. ¡Oh divinidades queridas, que protegéis, salvadores, la ciudad! Mostrad que amáis la ciudad. Pensad en las ofrendas de un pueblo, y pen¬sando en ello, defendedlo. Guardad el recuerdo de las sagradas fiestas de la ciudad, generosas en sacrificios.
(Llega Eteocles indignado por los lamentos de las mujeres.)
ETEOCLES. A vosotros pregunto, insoportables criaturas: ¿es esto lo mejor, salvación para la ciudad y confianza para este ejército encerrado en sus torres, caer sobre las imágenes de los dioses tebanos, gritar, chillar cosas odiosas a los sabios? Ni en la desgracia ni en la agradable prosperidad tenga yo que vivir con la gente mujeril. Pues si triunfa es de una audacia intratable, y si se atemoriza, todavía es un mal peor para la casa y la ciudad. Así ahora, con estas huidas desordenadas por las calles, habéis extendido vociferando la cobardía exánime. Y acrecentáis con mucho la suerte de los de fuera, mientras que desde dentro nos destruimos a nosotros mismos. Tales cosas encuentra uno conviviendo con mujeres. Pero si alguien no obedece sus ór¬denes, hombre, mujer o el que sea, se decidirá contra él una sentencia de muerte, y no podrá escapar al destino de morir lapidado por el pueblo. Al hombre incumbe, no a la mujer, resolver los asuntos de fuera. Quédate en casa y no hagas daño. ¿Me oíste o no me oíste? ¿O hablo a una sorda?
CORO. ¡Oh querido hijo de Edipo! Tuve miedo al oír el estrépi¬to, el estrépito retumbante de los carros y el chillido de los cubos que hacen girar las ruedas, y los gobernalles insomnes en la boca de los caballos, frenos surgidos de la llama.
ETEOCLES. ¿Qué, pues? ¿Acaso el marinero, huyendo de la popa a la proa, encuentra la maniobra de la salvación, cuando la nave forcejea ante el asalto de la ola marina?
CORO. Yo he venido corriendo a las antiguas estatuas de los dioses, confiando en ellos, cuando el fragor de un funesto alud se ha precipitado contra nuestras puertas, entonces me levanté de miedo para suplicar a los Bienaventurados, que extendieran su protección sobre la ciudad.
ETEOCLES. Rogad que las torres nos protejan de la lanza enemi¬ga. ¿Estas cosas no proceden también de los dioses? Sin em¬bargo, se dice que los dioses de la ciudad tomada, la abandonan.
CORO. Que jamás, mientras yo viva, la abandone esta congre¬gación de dioses, ni vea las calles de esta ciudad invadidas y a la tropa que prende fuego destructor.
ETEOCLES. Mira que invocando a los dioses no resuelvas con daño; pues la obediencia es madre del triunfo salvador, mujer. Así se dice.
CORO. Sí, pero el poder de los dioses es más grande aún. Muchas veces, en medio de males, levanta al impotente de su cruel destino, cuando nubarrones se ciernen sobre sus ojos.
ETEOCLES. Es cosa de hombres ofrecer a los dioses sacrificios y consultas cuando van a hacer frente a los enemigos; lo tuyo es callar y permanecer en casa.
CORO. Gracias a los dioses vivimos una ciudad libre, y nuestras torres nos defienden de una turba enemiga. ¿Qué resenti¬miento divino puede odiar mis cantos?
ETEOCLES. No me sabe mal que honres al linaje de los dioses. Pero para que no vuelvas a los ciudadanos cobardes, tranqui¬lízane y no ne nurbes en exceso.
CORO. Al oír poco ha un confuso estruendo con alarmante temor he llegado a esna ciudadela, asiento augusno.
ETEOCLES. Ahora, si os llegan nuevas de fallecidos o de heridos, no las recibáis con lamentos. Pues Ares se alimenta de esto: de sangre de hombres.
CORIFEO. Escucho el relinchar de los caballos.
ETEOCLES. Si lo escuchas, no lo escuches demasiado con claridad.
CORIFEO. La ciudad se lamenta del fondo de su suelo, pues es¬ tamos cercados.
ETEOCLES. Sobre estas cosas es suficiente que yo decida.
CORIFEO. Tengo miedo; aumenta el golpeteo en las puertas.
ETEOCLES. ¡Silencio! ¿No dirás nada de esto en la ciudad?
CORIFEO. ¡Oh pléyade de dioses! ¡No abandonéis las torres!
ETEOCLES. ¡Maldición! ¿No soportarás esto en silencio? CORIFEO. Dioses ciudadanos, que no me caiga en suerte la es¬ clavitud.
ETEOCLES. ¡Tú sí que me esclavizas a mí y a toda la ciudad!
CORIFEO. ¡Oh Zeus todopoderoso, vuelve tu dardo contra los enemigos!
ETEOCLES. ¡Oh Zeus, qué linaje nos has regalado con las mujeres!
CORIFEO. Miserable, como los hombres, cuando su ciudad es tomada.
ETEOCLES. ¿Hablas todavía de desgracias, tocando las estatuas de los dioses?
CORIFEO. Sí, pues a causa del desaliento el terror me arrebata la lengua.
ETEOCLES. Si me concedieras, te lo ruego, un pequeño favor...
CORIFEO. Puedes decirlo cuanto antes y pronto lo sabré.
ETEOCLES. Calla, desgraciada, no atemorices a los muertos.
CORIFEO. Ya callo: con los otros sufriré la muerte decretada.
ETEOCLES. Te acepto esta palabra en vez de aquéllas. Y además: deja estas estatuas, y pide a los dioses lo más adecuado: que sean nuestros aliados. Ahora atiende mis plegarias y luego tú, a modo de peán, lanza el grito sagrado, grito ritual de los he¬lenos al ofrecer un sacrificio, confianza para los nuestros y terroro para los enemigos. Yo, a los dioses protectores del país, a los del campo y a los guardianes de nuestras plazas, y a las fuentes de Dirce y al agua del Ismene, hago voto, de que, si todo sale bien y la ciudad se salva, los ciudadanos ensangren¬ tarán con ovejas y toros las aras de los dioses, en sacrificio de victoria, y yo con los trofeos de los enemigos, conquistados con la lanza, coronaré las sagradas moradas de los templos. Estas son las súplicas que has de hacer a los dioses, sin com¬placerte con los lamentos y en estas exclamaciones tan inúti¬les como salvajes; pues con ello no podrás escapar más a tu destino. Yo iré a colocar en las siete salidas de nuestra muralla a seis guerreros, conmigo como séptimo, remeros poderosos contra el enemigo, antes de que lleguen veloces mensajeros y rumores precipitados, y arda todo por causa de la necesidad.
(Eteocles entra de nuevo en palacio.)
CORO. Lo quiero, pero por pavor no duerme mi corazón, y, veci¬nas de mi pecho, las angustias inflaman mi temor ante esta tropa que rodea las murallas, como a la vista de serpientes de mortal connubio una paloma temblorosa teme por el nido de sus pequeños. Unos en masa compacta avanzan hacia nues¬tras torres -¿qué será de mí?-, otros sobre los ciudadanos cercados lanzan agudas piedras. Por todos los medios, dioses hijos de Zeus, salvad al pueblo nacido de Cadmo.
¿Qué tierra mejor que ésta vais a tomar a cambio, si aban¬donáis a los enemigos esta tierra de hondas glebas y el agua de Dirce, la más nutricia de cuantas bebidas hace brotar Posidón que ciñe la tierra y las hijas de Tetis? De esta forma, oh dioses defensores de esta ciudad, a los de fuera de las murallas en¬viadles la cobardía, perdición de los hombres, el extravío, que arroja las armas, conceded por el contrario, la gloria a estos ciudadanos, y salvadores de Tebas permaneced en vuestros hermosos santuarios por el agudo gemido de nuestros ruegos.
Sería desgraciado precipitar así al Hades una ciudad tan antigua, presa servil de la lanza, reducida a frágiles escombros, vergonzosamente destruida por los aqueos según designios divinos; y que sus mujeres privadas de protectores -¡ay, jó¬venes y viejas-, fuesen llevadas como yeguas, por sus cabe¬lleras, mientras sus vestidos se desgarran. Grita la ciudad va¬ciándose, y va a la perdición un botín de profundas voces. Veo venir con temor un pesada carga.
Sería deplorable, antes del rito, hayan de tomar el odioso camino de unas casas que recogen frutos todavía verdes. ¿Qué diré más? Porque los muertos, lo proclamo, tienen un destino mejor que éstas. Muchas, cuando una ciudad es conquistada, son sus desgracias. Uno se lleva a otro, le mata; otros incen¬dian la ciudad y toda ella se mancha de humo. Enloquecido sopla encima, el destructor del pueblo, el que atropella toda pureza, Ares.
Un ronco estrépito cunde por la ciudad, mientras alrededor se extiende una red de torres. El guerrero cae bajo la lanza del guerrero. Vagidos ensangrentados, infantiles, resuenan encima de los pechos nutricios. En todas partes el robo, unido a las persecuciones; el saqueador se encuentra con otro saqueador, y el que está todavía sin botín llama a otro, queriendo tener un cómplice; nadie codicia ni menos ni igual. La razón puede conjeturar lo que vendrá después de esto.
Frutos de todas clases esparcidos por el suelo causan dolor y el ojo de las despenseras se llena de amargura. Abundantes dones de la tierra en confusa mezcla son arrastrados por to¬rrentes inútiles. Jóvenes cautivas, inexpertas en el sufrimiento, se lamentan al pensar en un lecho prisionero de un hombre afortunado, de un enemigo poderoso, y no les queda otra es-peranza que este final nocturno, afrenta acumulada a unos dolores lamentabilísimos.
(Llega el mensajero. Eteocles sale del palacio.)
CORIFEO. El espía del ejército, según creo, nos trae, amigas, al¬guna nueva noticia, moviendo con diligencia los cubos de los pies que le conducen. También está aquí el propio monarca, hijo de Edipo, que viene justo a punto para conocer el relato del mensajero. La prisa no deja mover comedidamente sus pies.
MENSAJERO. Puedo decir, sabiendo bien las cosas de los enemi¬gos, qué suerte ha obtenido cada uno en la asignación de las puertas. Tideo brama ya junto a la puerta de Preto, pero el adivino no le deja atravesar la corriente del Ismeno, pues las víctimas no son favorables. Pero Tideo, enloquecido y ansio¬so de batalla, grita, como serpiente que silba al sol del me¬diodía, y lastima al sabio adivino, hijo de Ecleo, con el insul¬to de halagar cobardemente al destino y la batalla. Y mientras lanza estos gritos, agita tres penachos umbrosos, cabellera del casco, y debajo del escudo las campanillas de bronce hacen resonar el pavor. Y en el mismo escudo lleva un emblema arrogante: un cielo cincelado resplandeciente de estrellas, y en medio se destaca una luna llena brillante, reina de los astros, ojo de la noche. En la locura que le infunde este arrogante arnés, vocifera por las márgenes del Ismeno, mientras aguarda ansioso la llamada de la trompeta. ¿Quién pondrá frente a éste? ¿Quién, cuando caigan los cerrojos, será capaz de de¬fender la puerta de Preto?
ETEOCLES. No hay adorno de guerrero que me atemorice y los emblemas no causan heridas: penachos y campanillas no muerden sin la lanza. Y esa noche sobre el escudo que des¬cribes, fulgurante de estrellas celestes, quizá para alguien re¬sultará profética esta locura. Pues si la noche cae sobre sus ojos moribundos, este emblema arrogante tendrá para el que lo lleva una significación exacta y justa:, él contra sí mismo habrá profetizado esta insolencia. Yo pondré enfrente de Tideo, como defensor de esa puerta, el prudente hijo de Astaco, de noble raza, que venera el trono del Honor y odia las palabras altisonantes. Opuesto a las acciones vergonzosas, no quiere ser cobarde. Él procede como descendiente de los hombres sem¬brados que Ares respetó; es un auténtico hijo de nuestra tierra, Melanipo. La batalla lo decide Ares con sus dados; pero es en verdad la Justicia cosanguínea quien le envía para que aleje de su madre nutricia la lanza enemiga.
CORO. Que los dioses concedan la victoria a nuestro campeón, pues justamente se lanza a luchar por la ciudad. Pero tiemblo de ver las muertes sangrientas de aquellos que caerán en de¬fensa de los suyos.
MENSAJERO. A éste los dioses le concedan la buena estrella que deseas. A Capaneo le ha tocado en suerte la puerta Electra: otro gigante mayor que el antes citado, un fanfarrón que no piensa como hombre, y profiere contra las torres amenazas terribles que ojalá el destino no cumpla. Quiéranlo o no los dioses dice que destruirá la ciudad y ni que descargara la cólera de Zeus sobre la tierra podría pararle. Los relámpagos y las descargas del rayo los comparó a los calores del mediodía. Por emblema tiene un hombre desnudo, que lleva fuego, y en sus manos, como armas, arde una antorcha, y proclama en letras de oro: «Incendiaré la ciudad». Contra este guerrero envía..., pero ¿quién le hará frente? ¿Quién resistirá sin temor a ese hombre arrogante?
ETEOCLES. Esta ganancia engendra otra ganancia. La lengua es un acusador verídico contra los hombres llenos de vana so¬berbia. Capaneo amenaza, dispuesto a obrar; despreciando a los dioses, ejercitando su boca con necia alegría, envía, simple mortal, al cielo resonante, tempestuosas palabras contra Zeus. Estoy convencido de que con justicia llegará sobre él el rayo que lleva el fuego, que no se parece en nada a los calores del sol del mediodía. Un varón contra él, a pesar de su insolente lenguaje, ha sido designado, el valeroso Polifontes, voluntad ardiente, baluarte de garantía por la benevolencia de Artemis Protectora y de otros dioses. Dime otro guerrero designado por la suerte para otra puerta.
CORO. Muera el hombre que profiere contra la ciudad tan grandes amenazas; que el dardo del rayo le detenga antes de que traspase en mi morada y con su lanza soberbia me arras¬tre fuera de las alcobas virginales.
MENSAJERO. Te voy a contar ahora, el que ha designado después contra nuestras puertas. Es Eteoclo, el tercer guerrero, para quien una tercera suerte saltó del casco de bello bronce vol¬cado: llevar su tropa a la puerta Neísta. Y hace girar en re¬dondo a sus yeguas que relinchan en sus frontales deseos de haber caído ya sobre la puerta; las muserolas silban un bárbaro sonido, llenas de resuello de los orgullosos ollares. Su escudo lleva un un emblema de no modesta condición: hoplita sube por una escalera apoyada a una torre enemiga que quiere de¬rribar. También él grita, en una inscripción, que ni Ares podría arrojarle de los baluartes. Contra ese hombre envía al que sea capaz de alejar de esta ciudad el yugo de la esclavitud.
ETEOCLES. Enviaría ahora a éste, pero con fortuna ha sido ya enviado uno que tiene en sus manos la arrogancia, Megareo, semilla de Creonte, del linaje de los guerreros sembrados, que no retrocederá de las puertas espantado del ruido de los locos relinchos de caballos, sino que o muriendo pagará la crianza a esta tierra o apoderándose de los dos guerreros y de la fortaleza del escudo, adornará con estos despojos la casa paterna. Pasa a los alardes de otro y no me seas parco de palabras.
CORO. Solicito a los dioses el triunfo para esta parte -¡oh cam¬peón de mi casa!- y para los otros la derrota. Y así, como con mente alocada profieren contra la ciudad fanfarronadas, del mismo modo Zeus Vengador lance sobre ellos una mirada enfurecida.
MENSAJERO. Otro, el cuarto, que ocupa la puerta contigua de Atenea Onca, se acerca gritando: es la figura y la gran talla de Hipomedonte. Al verle blandir una era inmensa -digo el disco de su escudo-, me estremecí, no puedo expresarme de otro modo. El autor que cinceló esa divisa en su escudo no era un artista vulgar: Tifón, que lanza de su boca inflamada una negra humareda, voluble hermana del fuego, y serpientes en¬lazadas sujetan el reborde extremo del escudo de vientre cón¬cavo. Él mismo ha lanzado un alarido, y lleno de Ares delira por el combate como una bacante y sus ojos infunden miedo. Hay que guardarse bien del empuje de un tal guerrero: pues el terror ya proclama su arrogancia ante la puerta.
ETEOCLES. Primero Palas Onca, que habita cerca de la ciudad, vecina de esta puerta, odiando la insolencia de este hombre, lo apartará de la nidada como a serpiente horrible. Luego Hiperbio, ilustre hijo de Enope, es el varón escogido contra aquél, deseoso de interrogar al destino en el lance de la nece¬sidad. Es irreprochable en su porte, en su ánimo y en el arreo de las armas. Hermes con razón los juntó: un enemigo se enfrentará con otro enemigo y dioses enemigos chocarán en sus escudos. Pues uno tiene a Tifón que exhala fuego, mientras que para Hiperbio está de pie en su escudo Zeus padre, lla¬meando en sus manos el rayo; y nadie todavía ha visto a Zeus vencido. Tal está ahora distribuida la amistad de los dioses. Nosotros estamos del lado de los vencedores, ellos de los de¬rrotados, si es verdad que Zeus en la batalla es más fuerte que Tifón. Es natural que a los dos contrincantes les suceda lo mismo, y que Hiperbio, de acuerdo con su emblema, en¬cuentre un salvador en el Zeus de su escudo.
CORO. Estoy convencida de que el que lleva sobre su escudo el cuerpo del demon sepultado bajo tierra, odioso enemigo de Zeus, imagen tan aborrecida de los hombres como de los dioses inmortales, caerá de cabeza ante las puertas.
MENSAJERO. Así ocurra. Ahora voy a referirme al quinto, apos¬tado en la quinta puerta, la de Bóreas, junto a la tumba de Anfión, hijo de Zeus. Jura por la lanza que empuña, y que en su presunción venera más que a un dios y por encima de sus ojos, destruir la ciudad de los cadmeos a despecho de Zeus. Así vocifera este retoño de madre montañesa, hermosa proa, hombre infante: el bozo acaba de extenderse por sus mejillas y tupida barba brota en su adolescencia. Pero su ánimo es cruel, en nada acorde con un nombre de virgen, y avanza con ojo feroz, Partenopeo arcadio. Tal guerrero es un meteco, y quie¬re pagar a Argos su espléndida crianza; pues parece haber ve¬nido no para traficar con la batalla, sino para hacer honor al trayecto de un largo camino. Con todo, no sin jactancia se presenta ante nuestras puertas, pues en el escudo de bronce trabajado, baluarte circular de su cuerpo, agita la afrenta de Tebas, una esfinge carnicera fijada con clavos, brillante figura repujada y que en sus garras lleva un cadmeo, para que sean lanzados contra este hombre muchísimos dardos.
ETEOCLES. ¡Ojalá alcancen de los dioses lo que piensan con sus impías jactancias: así perecerán del todo y miserablemente! También hay para este arcadio del que hablas, un hombre sin jactancia, pero cuyo brazo sabe actuar: Actor, hermano del antes citado. El cual no permitirá que una lengua sin obras fluyendo dentro de las puertas haga crecer desgracias ni que se abra paso a través de las murallas un hombre que lleva la ima¬gen de una odiosísima fiera sobre su enemigo escudo. Su re¬proche alcanzará al que lo lleva, cuando se encontrará con un esposo martilleo al pie de la ciudad. Si los dioses lo quieren, mis palabras serán verdaderas.
CORO. Tus palabras me llegan al fondo del pecho, los bucles de mis cabellos se levantan erizados, al oír la insolencia de estos arrogantes impíos. ¡Ojalá los diosos los aniquilen en mi tierra!
MENSAJERO. Voy a decir el sexto, el varón más sabio y, más va¬liente en el combate, el poderoso adivino Anflarao. Colocado delante de la puerta Homoloide, llena de improperios al fuerte Tideo: «Homicida, perturbador de la ciudad, el maestro ma¬yor de los infortunios para Argos, mensajero de Erinis, mi¬nistro de Muerte, consejero de estas desgracias para Adrasto.» Después, dirigiendo la mirada hacia tu hermano, el fuerte Polinices, elevando los ojos, y al fin partiendo el nombre en dos, le llama y salen estas palabras de su boca: «¡Ciertamente, tal hazaña es agradable a los dioses y bella de escuchar y de decir a los descendientes: destruir la ciudad de los padres y los dioses de la raza, lanzando contra ellos un ejército extranjero! ¿Con qué derecho vas a restañar la fuente materna? La tierra patria conquistada por tu afán con la lanza, ¿cómo será tu aliada? Yo, por mi parte, fertilizaré este suelo, adivino sepul¬tado bajo tierra enemiga. Luchemos: no es deshonroso el destino que espero.» Así habló el adivino, mientras llevaba gravemente su escudo de macizo bronce. Pero no hay emble¬ma en su escudo: pues no quiere parecer el mejor sino serio, cosechando surco profundo en su ánimo, del cual brotan nobles designios. Contra éste te aconsejo que envíes sabios y valientes adversarios. Temible es el que honra a los dioses.
ETEOCLES. ¡Ah, funesto presagio que asoció un hombre justo a los impíos! En toda empresa no hay nada peor que una mala compañía: el fruto no es bueno para cosecharse. Si un hombre piadoso se embarca con marineros ardientes para el crimen, perece con la raza de hombres odiosa a los dioses; o si un justo se une con ciudadanos inhospitalarios que no se acuerdan de los dioses, cae justamente en la misma red y sucumbe a golpes del látigo común del dios. Así ese adivino, digo el hijo de Ecico, prudente, justo, valiente, piadoso, gran profeta, mez¬clado contra su voluntad, a impíos de boca temeraria, com¬prometidos en una expedición de difícil regreso, será, si Zeus quiere, arrastrado en la misma red. Creo que ni siquiera ata¬cará nuestras puertas, no porque carezca de valor ni por co¬bardía de ánimo, sino que sabe cómo ha de morir en la bata¬lla, si los oráculos de Loxias han de llevar su fruto: acostumbra callar o decir lo que conviene. Con todo, contra él colocare¬mos a otro guerrero, el fuerte Lástenes, guardián de puerta que odia al extranjero; anciano por su mente, tiene, en cambio, un cuerpo joven, ojo rápido y mano presta para alcanzar con la lanza un flanco no protegido junto al escudo. Pero para los mortales el vencer es un don divino.
CORO. Escuchad, dioses, estas justas súplicas, llevarlas a cum¬plimiento para que se salve la ciudad; girad los males de la guerra sobre nuestros invasores y que Zeus con su rayo los alcance y mate fuera de las murallas.
MENSAJERO. Voy a hablarte del séptimo que viene contra la séptima puerta, de tu propio hermano, y de las desdichas que impreca y pide para la ciudad. Quiere, después de escalar las torres, de ser proclamado rey del país y de haber prorrumpido con un canto de conquista, encontrarse contigo y habiéndose dado muerte morir cerca de ti, si deja vivo al que ha agravia¬do con la expulsión, castigarle de la misma manera con el des¬tierro. Estas cosas pide el fuerte Polinices, y llama a los dioses gentilicios de la tierra paterna para que vigilen por el total cumplimiento de sus súplicas. Lleva un escudo redondo, re¬cién forjado, sobre el cual figura un doble emblema: un hombre cincelado en oro, vistoso por sus armas, al que con¬duce una mujer, guía de mente sensata. Pretende ser justicia, según dicen las letras: «Restituiré este hombre a la patria y volverá a tener su ciudad y la mansión de sus padres». Tales son los emblemas de aquellos: nunca podrás reprocharme por mis relatos. Mas tú sólo decide cómo se ha de pilotar esta cuidad.
(Sale el mensajero.)
ETEOCLES. ¡Oh enloquecido por la divinidad, gran aborreci¬miento de los dioses, linaje de Edipo, el mío digno de toda lágrima! ¡Ay de mí! Ahora se cumplen las maldiciones de un padre. Pero no es bueno llorar ni quejarse, no sea que se en¬gendre un lamento más agobiante. Para ese hombre tan bien nombrado, digo, Polinices, pronto sabremos en dónde ter¬minará su emblema: si le devolverán a su patria unas letras de oro cinceladas que fluyen en su escudo con descarrío de la mente. Si la virgen, hija de Zeus, Justicia, estuviera presente en sus acciones y sus pensamientos, quizá esto podría realizarse; pero nunca ni el día que huyó de las tinieblas maternas ni en su crianza, ni al entrar en la adolescencia, ni cuando la barba le esperaba en su mentón, justicia le ha dicho una palabra y le creyó digno de ella; ni creo que ahora, cuando maltrata su tie¬rra patria se ponga a su lado, o sería entonces con razón de r nombre falso, esa justicia aliada a un hombre que a todo se atreve en su ánimo. Con esta confianza yo mismo iré a su encuentro. ¿Qué otro podría actuar con más derecho? Príncipe contra príncipe, hermano contra hermano, enemigo contra enemigo, yo le haré frente. Trae cuanto antes las grebas, pro¬tección de la lanza y de las piedras.
CORO. ¡Oh el más querido de los hombres, hijo de Edipo, no seas semejante en cólera al que habla tan horribles palabras! Bastante es que los cadmeos lleguen a las manos con los argivos: pues existe purificación para esta sangre. Pero la muerte mutua de dos hermanos es una mancha que no envejece.
ETEOCLES. Si uno ha de sufrir un mal, que sea sin deshonra; pues es el único provecho entre los muertos; pero los males con deshonra no podrás celebrarlos.
CORO. ¿Qué deseas, hijo? No te arrastre la ceguera llena de cólera al que habla tan horribles palabras! Bastante es que los cadmeos lleguen a las manos con los argivos: pues existe purifi¬cación para esta sangre. Pero la muerte mutua de dos herma¬nos es una mancha que no envejece.
ETEOCLES. Ya que un dios precipita los acontecimientos, que vaya viento en popa hacia la ola del Cocoto, su lote, todo el linaje de Layo, odioso a Febo.
CORO. Un deseo cruel, roedor en exceso, te impulsa a cumplir una matanza de fruto amargo de una sangre no lícita.
ETEOCLES. Es que la odiosa, la negra maldición de un padre, se asienta en mis ojos secos, sin lágrimas, y me dice: «Mejor morir antes que más tarde.»
CORO. Pero tú no te dejes llevar. No te llamarán cobarde si mi¬ras por tu vida. La Erinis de negra égida, ¿no saldrá de es¬ta mansión, cuando los dioses acepten una ofrenda de tus manos?
ETEOCLES. Pero los dioses ya no me protegen, sólo les place la ofrenda de mi muerte. ¿Por qué, pues, halagar todavía un destino tan funesto?
CORO. Ahora, al menos, cuando está junto a ti. Porque el demon, con el tiempo, por un cambio de designio, puede mudar y venir con un soplo más clemente. Pero ahora todavía hierve.
ETEOCLES. Lo han hecho hervir las maldiciones de Edipo. De¬masiado verídicas eran las visiones de sueños fantasmales que repartían la herencia paterna.
CORIFEO. Escucha a las mujeres, por doloroso que te resulte.
ETEOCLES. Podrías decirme algo que sea posible; pero no ha de ser largo.
CORIFEO. No cojas el camino de la séptima puerta.
ETEOCLES. Estoy afilado y no me embotarás con tu palabra.
CORIFEO. Pero la victoria, incluso sin gloria, los dioses la honran.
ETEOCLES. A un soldado no debe gustar esta palabra.
CORIFEO. Pero ¿quieres segar la sangre de tu propio hermano?
ETEOCLES. Tú no podrás sustraerte a los males cuando los dioses los envían.
(Sale Eteocles.)
CORO. Tengo miedo de que la aniquiladora de estirpes, la divi¬nidad tan diferente de las otras divinidades, la infalible pro¬fetisa de desgracias, la Erinis invocada por un padre, dé cumplimiento a las irritadas imprecaciones de Edipo en el ex¬travío de su mente, esta discordia, funesta a sus hijos, la em¬puja.
Un extranjero reparte las suertes: un cálibo emigrado de Escitia, amargo distribuidor de patrimonios, el hierro de co¬razón cruel, echando suertes, ha decidido que ocupen tanta tierra cuanta poseen los muertos, sin parte en las vastas lla¬nuras.
Cuando mueran asesinados, destrozados por sí mismos, y el poder de la tierra haya bebido la cuajada negra sangre de ese crimen, ¿quién podría ofrecer purificaciones, quién los lavará? ¡Oh nuevos dolores de la casa mezclados con antiguas Des¬gracias!
Hablo de la falta antigua, pronto castigada -pero que per¬manece hasta esta tercera generación- cuando Layo, rebelde a Apolo, que por tres veces en su oráculo profético, ombligo del mundo, le había declarado que muriera sin hijos si quería salvar a Tebas.
Pero él, vencido por un dulce extravío, engendró su propia muerte, el parricida Edipo, quien sembrando el sagrado campo de su madre, donde se había criado, se atrevió a plan¬tar una raíz sangrienta: un delirio juntó a los esposos insen¬satos.
Como un mar de males lanza sus olas contra nosotros, si una cae, levanta otra de triple garra, que brama en torno a la popa de la ciudad. En medio se extiende la defensa de un escaso espesor de muralla, y temo que con los reyes sucumba nuestra ciudad.
Porque se cumplen los dolorosos desenlaces de antiguas imprecaciones. La perdición no alcanza a los pobres; pero la prosperidad en exceso, acumulada por hombres afanosos, obliga a arrojar carga de lo alto de la popa.
¿A quién admiraron tanto los dioses, los ciudadanos de Tebas y los hombres todos que alimenta la tierra, como honraron a Edipo cuando quitó de este país al monstruo ladrón de hombres?
Pero después que el mísero conoció su desgraciada boda, atormentado por el dolor, en el delirio de su corazón, realizó un doble mal: con mano parricida se privó de sus ojos más queridos que sus hijos; y contra sus propios hijos, indignado por el mezquino sustento, lanzó, ¡ay, ay!, maldiciones de amarga lengua, y que un día empujando el hierro se partirían la hacienda. Y ahora temo que las cumpla la Erinis de pies rápidos.
(Llega un mensajero.)
MENSAJERO. Tened confianza, hijas criadas por vuestras madres. La ciudad ha escapado del yugo de la esclavitud; han caído al suelo las baladronadas de aquellos hombres arrogantes, y la ciudad en la calma y en los numerosos embates de las olas, no ha hecho agua. Sus murallas la protegen y cubrimos las puertas con campeones capaces de defenderlas en combate singular. La mayor parte de las cosas van bien en las seis puertas; pero en la séptima, el augusto señor del siete, el soberano Apolo, la eligió para sí, cumpliendo sobre la raza de Edipo los antiguos extravíos de Layo.
CORIFEO. Pero ¿qué suceso nuevo todavía le ha ocurrido a la ciudad?
MENSAJERO. La ciudad se ha salvado, pero los reyes de una mis¬ma siembra...
CORIFEO. ¿Quiénes? ¿Qué dices? Enloquezco por miedo a tu palabra.
MENSAJERO. Cálmate ahora, escucha: los hijos de Edipo...
CORIFEO. ¡Ay desgraciada de mí! Soy adivina de estos males.
MENSAJERO. Sin duda alguna, ambos caídos en el polvo...
CORIFEO. ¿Yacen allí? Por cruel que sea, dímelo.
MENSAJERO. Han muerto los varones, derribados por sus propias manos.
CORIFEO. Así se quitaron la vida con fraternas manos.
MENSAJERO. La tierra ha bebido su sangre en la mutua matanza.
CORIFEO. Así el demon les dio a ambos igual destino: la ciudad ha vencido, pero sus príncipes, sus dos caudillos, se han re¬partido todo su patrimonio con el hierro escita forjado a martillo. Poseerán la tierra que reciban por tumba, arrastrados por las imprecaciones malhadadas de un padre.
(El mensajero sale.)
CORO. ¡Oh gran Zeus y dioses protectores de la ciudad que os habéis dignado salvar las murallas de Cadmo! ¿Me alegro y lanzo el grito de, júbilo en honor del Salvador que ha conservado la ciudad? ¿O lloro a sus capitanes deplorables y desgraciados, privados de hijos, que justificando con razón su nombre «de muchas querellas», perecieron con propósito impío?
¡Qué negra y fatal maldición de la raza de Edipo! Un frío cruel me atenaza el corazón. Entono, cual bacante, para mi tumba una canción, al oír que cuerpos ensangrentados han miserablemente perecido. Es de mal agüero este acorde de la lanza.
Se realizó sin titubeo la maldición salida de la boca paterna: las resoluciones indóciles de Layo han continuado hasta el fin. Una angustia rodea la ciudad: los oráculos no se embotan. ¡Ay, desgraciados príncipes! Habéis conseguido una obra in¬creíble. Han llegado penas aflictivas y no de palabra.
(Se va aproximando el cortejo fúnebre con los cuerpos de Eteocles y Polinices. Sus hermanas Antígona e Ismena asisten también a la ceremonia.)
Es evidente por sí mismo, a la vista está el relato del mensa¬jero: doble angustia, doble el dolor de estas muertes mutuas, doble lote de sufrimientos consumados. ¿Qué decir? ¿Qué otra cosa que dolores sobre dolores se asientan en esta casa? Arriba, amigas, con el viento de los lamentos, acompañad, golpeando con las manos la cabeza, el ritmo de los remos que siempre a través del Aqueronte hacen cruzar la barca peregrina de negras velas hasta la orilla no pisada por Apolo, privada de sol, hacia la tierra sombría, que a todos acoge.
Pero, aquí estén para un deber amargo, Antígona e Ismena, para el lamento por sus dos hermanas. No hay duda, creo, que de sus bellos pechos, de pliegues profundos, lanzarán un dig¬no dolor. Es justo que, antes que otra voz, nosotras hagamos resonar el lúgubre himno de Erinis, y luego cantemos el odioso peán de Hades.
¡Ay, las más infortunadas de cuantas mujeres ciñen sus ves¬tidos con un cinturón! Lloro, suspiro y no disimulo los gritos agudos que como es justo salen de mi corazón!
(El coro se divide en dos semicoros que se contestan.)
¡Oh, oh, insensatos, incrédulos a vuestras amigas, insaciables de males, que habéis tomado, míseros, la casa paterna por la fuerza!
Míseros, sí, pues encontraron una miserable muerte con afrenta de su casa.
¡Oh, oh, habéis hollado los muros de vuestra casa y, después de haber visto una amarga realeza, estáis ahora reconciliados con el hierro!
Así la augusta Erinis ha cumplido muy verídicamente la maldición del padre Edipo.
Heridos en el siniestro lado, sí, heridos en los costados na¬cidos de unas mismas entrañas, golpe por golpe dentro de su corazón. ¡Ay, ay, infortunados! ¡Ay, ay, maldiciones que han causado mutuas muertes!
Han atravesado con sus golpes de lado a lado la casa y sus cuerpos con increíble ira, y por el hado de discordia nacido de la imprecación paterna.
Recorre la ciudad un gemido, gimen las murallas, gime el suelo que ama a los varones. Para los venideros quedan estos bienes, por los cuales vino, para los malhadados, la querella y su fatal desenlace.
Se repartieron, insaciables, el patrimonio, y recibieron igual parte. Pero el mediador no está sin reproche para los amigos: Ares no es condescediente.
Heridos por el hierro, así ambos yacen, heridos por el hierro les espera -quizá alguien diga: ¿qué?- su parte en la tumba paterna.
El lamento de su casa les acompaña, resonante, laceran¬te, que gime y llora por sí mismo, desolado, no amigo de la dicha, que vierte lágrimas Sin cesar de un corazón que se consume en el llanto por estos dos príncipes.
Puede decirse de estos desgraciados que mucho han hecho por los ciudadanos, y que en la lucha han destrozado las filas de todos los extranjeros.
Infortunada la que los dio a luz, más que todas las mujeres que son llamadas madres. De un hijo que había tomado por esposo los concibió; y así han perecido ambos por manos fratricidas surgidas de una misma semilla.
De la misma semilla, sí, en completa ruina, a causa de una partición sin amor, en una loca disputa, que ha puesto fin a la querella.
Ha cesado el odio, y sobre el suelo ensangrentado sus vidas se mezclan. En verdad son de una misma sangre. Cruel es el ár¬bitro de su discordia, el extranjero del Ponto, el hierro afilado salido de la fragua; y cruel el malvado partidor de riquezas.
Ares, que ha hecho cierta la maldición paterna.
Ya tienen, míseros, la parte que les corresponde de los su¬ frimientos que los dioses envían. Debajo de sus cuerpos habrá una insondable riqueza de tierra.
¡Oh cuántas penas habéis hecho brotar sobre vuestra raza! Al fin las Maldiciones han lanzado el canto agudo del triunfo, después de haber emprendido la raza la huida en una total derrota. Un trofeo de Ate se ha levantado en la puerta en la que se batieron, y vencedor de ambos, descansa cl demon.
(El cortejo fúnebre se pone en marcha.)
ANTIGONA. (Dirigiéndose a Polinices.) Herido, heriste.
ISMENA. (Dirigiéndose a Eteocles.) Tú has muerto habiendo ma¬tado.
ANTIGONA. Con lanza mataste.
ISMENA. Con lanza moriste.
ANTIGONA. Desgracias causaste.
ISMENA. Desgracias sufriste.
ANTIGONA. Salid lágrimas.
ISMENA. Salid lamentos.
ANTIGONA. Yaces delante nuestro.
ISMENA. ¡Ay!
ANTIGONA. Mi alma enloquece de gemidos.
ISMENA. En un pecho gime el corazón.
ANTIGONA. ¡Oh tú, digno de todas las lágrimas!
ISMENA. ¡Y tú, también, en todo desgraciado!
ANTIGONA. Has muerto a manos de un hermano.
ISMENA. Y has matado a un hermano.
ANTIGONA. Doble es de decir.
ISMENA. Y doble de ver.
ANTIGONA. En los dolores, unos cerca de los otros.
ISMENA. Y los hermanos junto a los hermanos.
CORO. ¡Oh, Parca, funesta distribuidora de pesares! ¡Sombra augusta de Edipo! ¡Negra Erinis, cuán poderosa eres!
ANTIGONA. ¡Ay!
ISMENA. ¡Ay!
ANTIGONA. Sufrimientos lamentables de contemplar...
ISMENA. ...me mostraste al volver del destierro.
ANTIGONA. Tan pronto llegó, mató.
ISMENA. Se había salvado y expiró.
ANTIGONA. Sí, perdió la vida.
ISMENA. Y la quitó a éste.
ANTiGONA. Deplorable de decir.
ISMENA. Deplorable de ver.
ANTIGONA. Doble penar de igual nombre.
ISMENA. Doble llorar, por triple dolor.
CORIFEO. ¡Oh Parca, funesta distribuidora de pesares! ¡Sombra augusta de Edipo! ¡Negra Erinis, cuán poderosa eres!
ANTIGONA. Tú la conoces por haberla experimentado.
ISMENA. Y tú no has tardado en conocerla.
ANTIGONA. Cuando regresaste a la ciudad.
ISMENA. Y enfrentaste tu lanza a la de éste.
ANTIGONA. ¡Mísera raza!
ISMENA. ¡Afligida de miserias!
ANTIGONA. ¡Ay, pena!
ISMENA. ¡Ay, desgracias!
ANTIGONA. Para la casa y el país.
ISMENA. Y ante todo para mí.
ANTiGONA. ¡Ay, ay, soberano de lamentos y miserias!
ISMENA. ¡Ay, de todos el más digno de compasión!
ANTIGONA E ISMENA. ¡Ay, poseídos de Ate!
ANTIGONA. ¡Ay, ay! ¿En qué lugar de la tierra les daremos se¬ pultura?
ISMENA. ¡Ay! Donde sea más grande el honor.
ANTIGONA E ISMENA. ¡Ay, ay! Su desventura reposará al lado de su padre.
(El cortejo sale muy despacio de la orquesta. Llega un mensa¬jero.)
MENSAJERO. Debo pregonar las decisiones tomadas por los ma¬gistrados populares de esta ciudad cadmea. A Eteocles, que aquí veis, han acordado a causa de su amor al país, sepultarlo en amorosa fosa de tierra; pues odiando al enemigo ha prefe¬rido la muerte en su ciudad, y siendo puro y sin reproche hacia los templos de nuestros padres, ha muerto donde es hermoso morir para los jóvenes. Así se me ha ordenado hablar acerca de éste. En cuanto al otro cadáver, el de su hermano Polinices, han resuelto que sea arrojado fuera, sin sepultura, presa para los sabuesos, pues habría sido el devastador del país de los cadmeos, si un dios no hubiera obstaculizado su lanza. Incluso muerto, conservará la mancha de su falta contra los dioses ancestrales, a los que ha ofendido lanzando contra Te¬bas un ejército extranjero para tomarla. Se ha decidido, pues, que reciba su castigo siendo enterrado ignominiosamente por las aves aladas, y que nadie le acompañe para apilar su tumba, ni le honre con cantos agudos de lamentos; y que sea privado del honor del cortejo fúnebre de los suyos. Tal es lo que ha decretado el nuevo poder de los cadmeos.
ANTIGONA. Pero yo digo a los gobernantes cadmeos: si nadie quiere ayudarme a sepultar a éste, yo lo sepultaré y asumiré el peligro de enterrar a mi hermano, sin avergonzarme de ser desobediente y rebelde para con la ciudad. Es terrible la co¬mún entraña de que nacimos, hijos de una madre desgraciada y de un padre mísero. Así, alma mía, participa de manera voluntaria de los males con el que ya no tiene voluntad, siendo viva para el que está muerto con corazón fraterno. Su carne, no, los hambrientos lobos no la devorarán; que nadie lo piense. Pues un sepulcro y un enterramiento yo, aunque soy mujer, se los proporcionaré, llevándole en los pliegues de mi peplo de lino. Y yo sola lo cubriré. Que nadie piense lo con¬trario. Algún expediente eficaz ayudará a mi audacia.
MENSAJERO. Te prevengo que no hagas esta afrenta a la ciudad.
ANTIGONA. Te prevengo que no me hagas discursos inútiles.
MENSAJERO. Sin embargo, es duro un pueblo que ha escapado de un desastre.
ANTIGONA. Tan duro como quieras, pero éste no quedará sin sepultar.
MENSAJERO. ¿Al que odia la ciudad, tú le honrarás con una se¬pultura?
ANTIGONA. ¿Los dioses no le han concedido ya su parte de honor?
MENSAJERO. Sí, hasta el día en que ha arrojado el peligro a este país.
ANTIGONA. Ha sufrido males y con males ha contestado.
MENSAJERO. Pues su lucha ha sido contra todos, en vez de contra uno.
ANTIGONA. La Discordia es la diosa que tiene la última palabra. Yo le enterraré: no hables más.
MENSAJERO. Tú, obra por propia voluntad; yo te lo prohíbo.
CORIFEO. ¡Ay, ay! ¡Oh altaneras, destructoras de las familias, Erinis de la Muerte, que habéis aniquilado de raíz el linaje de Edipo! ¿Qué sufriré? ¿Qué haré? ¿Qué decidiré? ¿Cómo tendré valor para no llorarte ni acompañarte hasta la tumba?
Pero siento espanto y desisto por miedo a estos ciudadanos. Tú, al menos, tendrás muchos que por ti se afligirán; pero aquél, infortunado, se irá sin lamentos y sólo tendrá por canto fúnebre las lágrimas de una hermana. ¿Quién podría creerlo?
PRIMER SEMICORO. (Con Antígona.) Que la ciudad castigue o no castigue a los que lloran a Polinices, nosotras iremos y con Antígona le acompañaremos y enterraremos. Este duelo es común a toda la raza, y la ciudad alaba ya esto, ya aquello como justo.
SEGUNDO SEMICORO. (Con Ismena.) Y nosotras iremos con éste, como la ciudad y lo justo a la vez lo alaban, porque, después de los Felices y del poder de Zeus, éste es el que salvó la ciudad de los cadmeos para que no volcara y fuera del todo sumergi¬da por la ola de los bárbaros.