12/9/14

Esquilo SUPLICANTES





Esquilo

LOS SUPLICANTES


PERSONAJES
DÁNAO, padre de los Danoides
Pelasgo, rey de Argos
Mensajero de los hijos de Egipto
Coro de las hijas de Dánao


La acción se desarrolla en la playa cerca de Argos. Al fondo de la orquesta hay una loma con las estatuas de Zeus, Posidón, Herrases Y Apolo.

CORIFEO. Que Zeus, defensor de los suplicantes, quiera mirar lleno de benevolencia a nuestra gente que, en una nave, marchó de la desembocadura del Nilo de fina arena. Ha-biendo dejado la tierra de Zeus, fronteriza con Siria, andamos errantes; no que un voto de la ciudad nos haya condenado al destierro por sangre vertida, sino que, en nuestra repugnancia instintiva por el hombre, detestamos las bodas de los hijos de Egipto y su impía locura.
Dánao, nuestro padre, consejero y guía de nuestra decisión, pensando todas las jugadas, se ha decidido por la más glorio¬sa de las desgracias: huir, veloz, a través de las olas saladas y abordar a la tierra de Argos de donde ha surgido nuestra raza, que se pavonea de haber nacido de la ternera hostigada por el revoloteo del tábano, bajo los efectos del contacto y del soplo de Zeus. ¿A qué país mejor preparado que éste podríamos llegar, con estos brazos suplicantes, con estos ramos ceñidos de lana? Que esta ciudad, su tierra y sus aguas límpidas, que los dioses celestes y los pesados vengadores subterráneos que ha¬bitan las tumbas, y Zeus Salvador en tercer lugar, guardián de a los hogares de los justos, acepten como suplicantes a este gru¬po de mujeres en el espíritu reverente del país; y antes que es¬te enjambre insolente de hombres, los hijos de Egipto, pise esta tierra cenagosa, echadlos al mar con su veloz nave; y en¬tonces, en un torbellino de azotadora tempestad, en medio del trueno, del rayo y de los vientos cargados de lluvia, enfrenta¬dos con un mar salvaje, perezcan antes de apoderarse de las hijas de un tío y subir, a pesar de la ley que lo prohíbe, en tá¬lamos que los rechazan.
CORO. Y ahora llamo al protector más allá el mar, al ternero :' nacido de Zeus que, de un soplo, lo hizo nacer de la ternera, nuestra antepasada que se alimentaba de flores; con el con¬tacto que le dio su nombre puso un justo fin al tiempo reser¬vado a las Parcas, y dio a luz a Épafo.
A éste invocando hoy y recordando las desgracias que mi antigua madre padeció en estos lugares en donde pacía, en¬señaré de mis ascendientes pruebas fidedignas que, aunque inesperadas, aparecerán claras a los habitantes de este país; a la larga se reconocerá la verdad.
Y si hay cerca de aquí algún indígena que sepa interpretar el canto de las aves, al percibir mis lamentos creerá oír la voz de la esposa de Tereo, lastimosa en sus pensamientos, la voz del ruiseñor que persigue el gavilán.
Arrojada de su hogar de antaño, llora la nostalgia de sus lu¬gares acostumbrados, y compone el canto de la muerte de su hijo, cómo sucumbió bajo los golpes de su propia mano, víc¬tima de la cólera de una mala madre.
Así también yo me recreo en lamentarme a la manera jónica, desgarrando mi tierna mejilla tostada al sol del Nilo y mi co¬razón inexperto en lágrimas. Acumulo sollozos, anhelante de amigos, preguntándome si alguien se preocupa de mi destierro lejos de una tierra caliginosa.
¡Ah dioses de nuestra raza, que sabéis dónde está la justicia, escuchadnos! Si no dais pleno cumplimiento porque es contra el Destino, al menos, vosotros que detestáis prontamente la violencia, sed justos con estas bodas. Incluso para los fugitivos destrozados por una guerra es un refugio contra la desgracia el altar donde reside la majestad de los dioses.
¡Ojalá el fin fuera del todo y verdaderamente feliz! La vo¬luntad de Zeus no es fácil de cazar; pero, por todas partes resplandece, incluso en la lúgubre noche del destino, para la estirpe de los mortales.
Cae siempre segura y no de espaldas, si Zeus decide en su cólera el cumplimiento de una cosa; los caminos de su pen¬samiento se extienden confusos, sombríos, indescifrables a toda mirada.
Él precipita a los mortales de las altas torra de sus esperanzas a su perdición, pero sin armarse de violencia; todo es fácil para un dios. Su mente, desde lo alto del cielo, ejecuta todos sus designios sin moverse de su sagrado sitial.
Que gire sus ojos hacia la insolencia humana, tal como re¬toña floreciente en el tronco con obstinados pensamientos a causa de nuestras bodas, aguijoneada por un irresistible delirio, y que reconozca el engaño de Ate.
Tales son los tristes infortunios que digo en mis cantos agudos, sordos, bañados en lágrimas, ¡ié, ié! y lamentos semejantes a cantos fúnebres; viva me honro con mis gemidos.
Séme propicia, tierra montañosa de Apis. ¿Entiendes bien, oh tierra, mi acento bárbaro? Muchas veces mi mano se abate, con un desgarramiento de lino, sobre mi velo sidonio.
Hacia los dioses corren sacrificios expiatorios para obtener la salud, cuando la muerte se cierna encima. iló, ió, ió! Vientos inciertos, ¿hacia dónde nos llevará esta ola?
Séme propicia, tierra montañosa de Apis. ¿Entiendes bien, oh tierra, mi acento bárbaro? Muchas veces mi mano se aba¬te, con un desgarramiento de lino, sobre mi velo sidonio.
Cierto que el remo y la casa de madera, ceñida de cuerdas, que protege del mar, me han guiado aquí sin tempestad con ayuda de los vientos. No me quejo. Pero el Padre que todo le ve ponga, en su tiempo, término favorable a mi infortunio.
Que el gran germen de una augusta madre logre huir del lecho de los varones, ¡ay virgen indómita!
Y que la casta hija de Zeus, correspondiendo a mi petición, deje caer sobre mí de su rostro augusto una mirada salvadera. Que con todo su poder, indignada de esta persecución, libre, ella que es virgen, a otra virgen.
Que el gran germen de una augusta madre logre huir del í lecho de los varones, ¡ay virgen indómita!
De lo contrario, negra raza tostada por los rayos del sol, iremos, con nuestros ramos suplicantes, al dios subterráneo, a Zeus hospitalario de los muertos y moriremos colgadas si no s logramos alcanzar a los dioses olímpicos.
¡Ah Zeus, es a lo, ¡oh! que persigue esta escudriñadora ira de los dioses. Demasiado conozco el triunfo de una mujer sobre todo el cielo. Es terrible el viento de donde sopla la tempestad.
Y entonces Zeus recurrirá a relatos no justos, por haber despreciado al hijo de la ternera, al que él mismo en otro tiempo engendró, y ahora tiene los ojos apartados de nuestras plegarias. ¡Que desde lo alto de los cielos escuche la voz que le llama!
¡Ah Zeus, es a lo, ¡oh! que persigue esta investigadora ira de f los dioses. Demasiado conozco el triunfo de una mujer sobre todo el cielo. Es terrible el viento de donde sopla la tempestad.
(Dánao, que durante el canto del coro, ha subido a una loma, observa el horizonte. Luego desciende y se dirige a sus hijas.)
DÁNAO. Hijas, es preciso ser juiciosas. Habéis llegado aquí gra¬cias a la prudencia de este piloto, vuestro viejo progenitor, en quien confiáis. Y ahora que estamos en tierra firme os animo, con la misma solicitud, a que guardéis bien gravadas mis pa¬labras. Veo una polvareda, muda mensajera de un ejército. Los cubos de las ruedas no callan, empujados por los ejes. Con¬templo una tropa, bajo escudo y blandiendo la lanza, con caballos y carros encurvados. Quizá son jefes de esta tierra que, enterados por alguna noticia, vienen a observarnos. Pero ya sea propicio, o esté inflamado por una cólera feroz aquel que conduce el ímpetu de este escuadrón, es mejor, en todo caso, oh hijas, que os sentéis en la colina de los dioses agonales. Más fuerte que una torre es un altar, escudo indestructible. Pero apresuraos y teniendo piadosamente en vuestro brazo iz¬quierdo ramos de suplicantes adornados de blanco lino, or¬nato de Zeus venerable, responded a los extranjeros con pa-labras respetuosas, doloridas y vehementes, como conviene a recién llegados, diciéndoles claramente que vuestro destierro está limpio de sangre. Ante todo que el atrevimiento no acompañe a vuestra voz; que ninguna vanidad, en vuestras caras de frente modesta, salga de vuestra mirada tranquila. No seas precipitada en el hablar ni prolija: la gente de aquí es muy sensible. Acuérdate de ceder: eres una extranjera, una deste¬rrada en la necesidad. Un lenguaje altanero no conviene a los débiles.
CORIFEO. Padre, hablas juiciosamente a juiciosos: procuraré re¬cordar tus sabios avisos. Pero que Zeus progenitor nos mire.
DÁNAO. Sí, que nos mire con ojo clemente.
CORIFEO. Si él lo desea, todo acabará bien.
DÁNAO. Ahora no te demores, y que triunfe mi plan
CORO. Quisiera ya estar sentada cerca de ti. (Dirigiéndose a los altares.) Oh Zeus, ten compasión de nuestras desgracias, antes de que hayamos perecido.
DÁNAO. Invocad también a este hijo de Zeus.
CORIFEO. Invoco a los rayos salvadores del Sol.
DÁNAO. Y también al puro Apolo, dios desterrado del cielo.
CORIFEO. Conociendo este destino, puede compadecerse de los mortales.
DÁNAO. Sí, que nos compadezca y nos asista benévolo.
CORIFEO. ¿A qué divinidad invoco todavía?
DÁNAO. Veo aquí un tridente, atributo de un dios.
CORIFEO. Como nos ha guiado bien, que nos acoja bien en esta
tierra.
DÁNAO. Hay también este Hermes según las leyes helénicas.
CORIFEO. Que nos anuncie, pues, un feliz mensaje de libertad.
DÁNAO. Venerad el altar común de todos estos dioses; sentaos en este lugar sagrado, como una bandada de palomas que huyen de gavilanes del mismo plumaje, de enemigos de la misma sangre que quieren mandar la propia raza. ¿Cómo permane¬cería puro el pájaro que come carne de pájaro? ¿Y cómo sería puro el que quiere casarse en contra de la voluntad de la mujer y del padre de ella? No, ni en el Hades. Una vez muerto, es¬caparía a la inculpación de lujuria, si realizara tales cosas; to¬davía hay allí, según dicen, otros Zeus que, sobre todas las faltas, pronuncia entre los difuntos la suprema sentencia. Sed discretas y responded en este sentido, si queréis que triunfe vuestra causa.
(Llega el rey acompañado de una escolta armada.)
REY. ¿De dónde viene esta gente en traje no helénico, ataviada con ropas y cintas bárbaras, a la que nos dirigimos? Pues el vestido no es de Argólida ni de ningún país helénico. Mas me admira el que os hayáis atrevido, osadas, a venir a este país, sin mensaje-ros, ni patronos, ni guías. Es verdad que, según costumbre de los suplicantes, tenéis ramos puestos junto a las estatuas de los dioses agonales; sólo en esto la tierra griega concuerda con la conjetura. Y sería justo hacer muchas otras suposiciones, si tú, que estás presente, no tuvieras la palabra para explicarlo.
CORIFEO. En cuanto a nuestro adorno no es falso lo que has dicho. Pero yo, dirigiéndome a ti, ¿a quién hablo? ¿A un ciu¬dadano? ¿A un mensajero que lleva el bastón sagrado? ¿O al jefe de la ciudad?
REY. En lo que respecta a esto contéstame y habla confiada¬mente. Yo soy el hijo de Palecton, nacido de la Tierra, Pelasgo, jefe supremo de este país; y de mí, su rey, ha tomado con ra¬zón su nombre el pueblo de los pelasgos, que cultiva esta tie¬rra. Soy dueño de toda la comarca que atraviesa el puro Estrimón, al lado del sol poniente; confino con la tierra de los perrebos, y el país que está más allá del Pindo, tocando a Peonia, y las montañas de Dódona hasta donde el mar corta mi frontera. Todo lo que está dentro de estos límites lo do¬mino. Y esta llanura del país de Apis se llama así desde antiguo en memoria de un héroe sanador. Pues Apis, procedente del otro lado del golfo de Naupacto, profeta hijo de Apolo, limpia este país de monstruos homicidas, azote que la Tierra, infec¬tada por las manchas de antiguas sangres, en su ira soltó, ser¬pientes pululantes, funesta compañía. Apis, aplicando irre-prochablemente a la tierra de Argos remedios decisivos, nos liberó de estos males y en recompensa mereció el recuerdo en nuestras súplicas. Y ahora que ya tienes mis señas, declara de qué linaje te ufanas y explícate. Con todo, un largo discurso no es grato a la ciudad.
CORIFEO. Breve y clara será la contestación: nos gloriamos de ser de raza argiva y simiente de una ternera prolífica. Y toda esta verdad la confirmaré si hablo.
REY. Increíbles son a mis oídos, extranjeras, estas palabras: no sé cómo puede ser argiva vuestra raza. Os parecéis más bien a mujeres libias, pero en manera alguna a las nuestras. Todavía el Nilo podría alimentar tal planta. Y el tipo chipriota, que en los moldes femeninos acuñan los artífices masculinos, es se¬mejante al vuestro. He oído hablar también de los indios nó¬madas que cabalgan en sillas con respaldo sobre camellos a través de las regiones vecinas a Etiopía; y de las amazonas, sin maridos, que comen carne cruda. Si llevarais arcos, os habría tomado por ellas. Pero enséñame; que entienda mejor que tu estirpe y tu sangre son argivas.
CORIFEO. ¿No dicen que en otro tiempo existió en este país de Argos una guardiana del templo de Hera, lo?
REY. Sí, así es, es un rumor bien confirmado.
CORIFEO. ¿Un relato no dice también que Zeus se unió con ella,' aunque mortal?
REY. Y estos abrazos no escaparon a Hera.
CORIFEO. ¿Y cómo acabaron estas disputas reales?
REY. La diosa de Argos transformó la mujer en ternera.
CORIFEO. ¿Y Zeus no se acercó todavía a la ternera cornuda?
REY. Así dicen, bajo forma de un toro semental.
CORIFEO. ¿Qué hizo entonces la poderosa esposa de Zeus? REY. Junto a la ternera puso de guardián al que todo lo ve.
CORIFEO. ¿Qué omnividente boyero de una sola ternera quieres decir?
REY. Argos, hijo de la Tierra, que fue muerto por Hermes.
CORIFEO. ¿Qué otra cosa inventó, pues, contra la infeliz ternera?
REY. Un insecto que persigue y aguijonea los bueyes.
CORIFEO. Las gentes cercanas al Nilo lo llaman tábano.
REY. Así pues, la arroja de esta tierra en una larga carrera. Corifeo. También en esto has hablado en todo de acuerdo con¬ migo.
REY. Y por fin llegó ella a Canobo y a Menfis.
CORIFEO. Y allí Zeus la toca con la mano y hace nacer una es¬tirpe.
REY. ¿Qué becerro, hijo de Zeus, se gloria de la ternera?
CORIFEO. Épafo, cuyo nombre verídico recuerda la liberación de Io.
REY. Y de Épafo, ¿quién desciende?
CORIFEO. Libia, que recoge fruto de la parte mayor de la Tierra. REY. ¿Y qué otro vástago dices que ha nacido de ella?
CORIFEO. Belo, que tuvo dos hijos y fue padre de este mi padre. REY. Dime ahora el nombre de este hombre sabio.
CORIFEO. Dánao, y tiene un hermano, padre de cincuenta hijos.
REY. Dime también su nombre con palabras altruistas.
CORIFEO. Egipto. Y ahora que conoces mi antiguo linaje, trata como argivo al grupo que tienes delante.
REY. Parecéis, en efecto, tener parte desde antiguo en nuestra tierra. Pero ¿cómo habéis osado a dejar las mansiones paternas? ¿Qué destino ha caído sobre vosotras?
CORIFEO. Rey de los pelasgos, los males humanos son cam¬biantes: no podría ser jamás igual el ala del infortunio. Pues ¿quién habría pensado que esta huida inesperada llevaría al puerto de Argos a un pariente indígena desde antiguo, y lo conduciría espantado por el odio del tálamo nupcial?
REY. ¿Qué vienes a pedir de estos dioses agonales con estos ramos recién cortados, adornados de blanco?
CORIFEO. Que no sea esclava de la raza de Épafo.
REY. ¿A causa del odio, o hablas de algo injusto?
CORIFEO. ¿Quién apreciaría a los señores que ha de comprar?
REY. Así se aumenta para los mortales su fuerza.
CORIFEO. Y también un remedio fácil para los malaventurados.
REY. ¿Cómo puedo yo, pues, testimoniaros mi piedad?
CORIFEO. No devolviéndome a los hijos de Egipto si me recla¬man.
REY. Grave es lo que dices: es provocar una guerra.
CORIFEO. Pero la justicia es aliada de los que luchan con ella.
REY. Si desde los inicios estaba de vuestro lado.
CORIFEO. Respeta la pompa de la ciudad adornada con estas ofrendas.
REY. Me estremezco al ver estos altares sombreados por estos ramos.
CORIFEO. Terrible es también la ira de Zeus Suplicante.
CORO. Hijo de Palecton, rey de los pelasgos, óyeme con corazón benévolo. Mira a esta suplicante, una errática fugitiva, como una ternera que perseguida por el lobo trepa a las rocas es¬ carpadas, y allí, segura de defenderse, muge contando al bo¬yero sus cuitas.
REY Veo, a la sombra de ramos recién cortados, un grupo nue¬vo delante de los dioses de la ciudad. Que la causa de estos ciudadanos extranjeros no traiga ningún mal ni, de improviso, surja para la ciudad una disputa inesperada, porque Argos no la necesita.
CORO. Que Temis Suplicante, hija de Zeus, que reparte los destinos, mire este destierro para que no sea pesado. Y tú, a pesar de tu edad y sabiduría, aprende de uno más joven: res¬petando al suplicante prosperarás. Pues los dioses reciben de buen grado las ofrendas que proceden de un hombre puro.
REY Vosotras no suplicáis sentadas en mi morada. Si es la ciudad en común que está manchada, que todo el pueblo se ocupe en conseguir remedios. Yo, por mi parte, no podría hacerte pro¬mesas antes de haber comunicado estas cosas a todos los ciu¬dadanos.
CORO. Tú eres la ciudad, tú el pueblo. Soberano irresponsable, tú eres el dueño del altar, hogar del país. Los únicos sufragios son los movimientos de tu cabeza, el único cetro, el que tienes en tu mano. Tú todo lo decides, guárdate de un sacrilegio.
REY. El sacrilegio sea para mis enemigos. Pero yo no puedo ir en vuestra ayuda sin daño. Sin embargo, es desagradable des¬preciar vuestras súplicas. No sé qué conducta seguir; tengo , miedo de obrar, de no obrar y de tentar el Destino.
CORO. Dirige tu mirada hacia el que vigila desde lo alto, guar¬dián de los mortales desgraciados que, suplicando a sus prójimos, no obtienen la justicia de la ley. La cólera de Zeus Su¬plicante aguarda a los que son inconmovibles a los lamentos del que padece.
REY Si los hijos de Egipto tienen poder sobre ti, por la ley de tu ciudad, alegando que son los más próximos parientes, ¿quién querría oponerse a ellos? Es preciso defender que según las leyes de tu país no tienen ningún poder sobre ti.
CORO. Que no esté yo nunca sometida al yugo de los hombres. Bajo los astros me aplico un remedio contra unos casamientos odiosos: la huida. Toma la Justicia por aliada y juzga según el respeto debido a los dioses.
REY. No es fácil la decisión; no me escojas por juez. Antes te lo dije: sin el pueblo no obraría así por potestad que tenga. Que nunca pueda decirme el pueblo, si alguna vez ocurre algún mal: «Por honrar a unos extranjeros has perdido la ciudad.»
CORO. Consanguíneo de las dos partes, contempla este debate Zeus imparcial, él que, con razón, asigna la injusticia a los malos, la piedad a los que observan las leyes. Si todo se pesa con equidad, ¿por qué te duele hacer lo justo?
REY. Es necesario un profundo pensamiento salvador, un ojo penetrante y no turbado por el vino que descienda al abismo, como un buzo, para que el asunto no atraiga, en primer lugar, tribulaciones para la ciudad, y para uno mismo acabe feliz¬ mente. Es decir, que no se apodere de Argos una lucha de represalias, y que yo entregándoos así postradas ante los altares de los dioses, no consiga de compañero al dios de la ruina, al pesado vengador que ni en el Hades libera al difunto. ¿No te parece, pues, que es necesario un pensamiento salvador?
CORO. Piensa, pues, y sé para nosotras, como es de justicia, un patrono piadoso. No traiciones a la fugitiva que un exilio impío ha arrojado de un país lejano.
No quieras verme arrancada de este santuario consagrado atantos dioses, oh tú, dueño absoluto de este país; reconoce la insolencia de los varones y guárdate de la ira que conoces.
No consientas ver a la suplicante, a despecho de la justicia, arrastrada lejos de las imágenes de los dioses, como un caballo, por las cintas, y unas manos coger mis velos de espeso tejido.
Porque, has de saber que, obres como obres, tus hijos y tu casa deberán pagar un día a Ares la estricta justicia. Reflexió¬nalo: el poder de Zeus es el de la justicia.
REY. He reflexionado. Aquí encalla mi nave. O contra unos o contra otros es completa necesidad provocar una dura guerra, y el casco de la nave está clavado en el escollo como si lo hu¬bieran levantado con ayuda de cabrestantes navales. Sin dolor no hay desenlace posible. Saqueadas las riquezas de una casa, se pueden adquirir otras de más valor que las perdidas y volver a completar la carga por voluntad de Zeus, protector de los bienes; una lengua ha lanzado flechas inoportunas que re¬mueven dolorosamente el corazón: una palabra puede ser el bálsamo de otra. Pero para impedir que se vierta de sangre humana es necesario hacer sacrificios e inmolar muchas víc¬timas a muchos dioses, remedio contra la desgracia. O yo me equivoco mucho sobre esta disputa. Pero prefiero ser patán que profeta de desgracias. Que todo acabe bien contra mi opinión.
CORIFEO. Escucha el fin de tantas palabras suplicantes.
REY Escucho, habla; no se me escapará.
CORIFEO. Tengo lazos y cinturones para sostener mis vestidos.
REY. Sin duda son objetos apropiados a la indumentaria feme¬nina.
CORIFEO. Pues sabe que de ellos espero un hermoso recurso.
REY. Explícame qué significan estas palabras tuyas.
CORIFEO. Si no ofreces a esta gente una promesa...
REY ¿Qué vas a realizar con ayuda de los ceñidores?
CORIFEO. Adornar estas imágenes con ofrendas insólitas.
REY Estas palabras son enigmáticas; habla claramente. s
CORIFEO. Colgarnos lo más rápidamente posible de estos dioses.
REY. He oído una palabra que me flagela el corazón.
CORIFEO. Has comprendido; te he abierto los ojos.
REY Sí, por todas partes obstáculos invencibles. Una multitud de , males como un río, avanza sobre mí: me he sumergido en este mar de ruina, sin fondo, infranqueable, y en ninguna parte hay un puerto para estos males. Porque, si yo no llevo a cabo vuestra petición, no puedo alcanzar con mi arco la mancha que evocas. Y si, por otra parte, contra tus parientes, los hijos de Egipto, de pie delante de las murallas, llego a la decisión de un combate, ¿no es una pérdida cruel que unos hombres, a causa de las mujeres, ensangrenten la llanura? Sin embargo, me urge respetar la ira de Zeus Suplicante: entre los mortales,' es el temor supremo. Así pues, tú, anciano, padre de estas vírgenes, toma al instante estos ramos en tus brazos y colóca¬los sobre otros altares de nuestros dioses patrios, para que todos los ciudadanos vean esta señal de tu súplica y no pro¬fieran alguna palabra contra mí: porque el pueblo gusta de criticar a los que gobiernan. Y quizás al ver estas cosas surja la compasión: el pueblo odiará la insolencia del conjunto mas¬culino y estará mejor dispuesto para con vosotros. Porque todo el mundo se inclina benevolamente los débiles.
DÁNAO. Es para nosotros un bien muy grande haber encontrado un patrón que respeta al suplicante. Pero hazme acompañar de guardias y guías indígenas para que me ayuden a encontrar los altares colocados delante de los templos de los dioses de la ciudad y sus moradas hospitalarias, y podamos avanzar con seguridad a través de la ciudad. La naturaleza nos ha dado rasgos diferentes: el Nilo y el Inaco no alimentan razas seme¬jantes. Vigila que la osadía no provoque temor: más de uno ha muerto a un amigo por ignorancia.
REY. Id, guardianes; el extranjero tiene razón. Guiadlo a los al¬tares de la ciudad, morada de nuestros dioses. Y a los que en¬contréis, decidles, sin extenderos, que conducíis a un marino, suplicante de nuestros dioses.
(Dánao se marcha en dirección a la ciudad en compañía de unos guardias.)
CORIFEO. Has hablado a mi progenitos y puede marchar con tus instrucciones. Pero yo, ¿qué haré? ¿En dónde me ofreces una seguridad?
REY Deja aquí tus ramos, símbolo de tus penas.
CORIFEO. Los dejo confiando en tu brazo y en tus palabras.
REY. Ahora pasa a la parte llana del recinto sagrado.
CORIFEO. ¿Y cómo podría defenderme la parte abierta a todos?
REY No queremos entregarte a las aves de presa.
CORIFEO. Pero ¿sí me entregas a monstruos más odiosos que crueles serpientes?
REY A palabras favorables responde con palabras confiadas.
CORIFEO. No es de extrañar que seamos pesadas a causa del te¬mor del corazón.
REY. Siempre el miedo ha sido improcedente en reyes.
CORIFEO. Tú, pues, reconforta mi corazón con palabras y obras.
REY Tu padre no te dejará sola mucho tiempo. Yo voy a reunir a la gente del país, para disponer a tu favor la comunidad, y enseñaré a tu padre lo que debe decir. Quédate, pues, aquí, y en tus oraciones pide a los dioses del país lo que deseas ob¬tener. Yo voy a ocuparme de todo esto. Que la Persuasión me acompañe y la Fortuna eficaz.
(El rey sale con su tropa.)
CORO. Rey de reyes, bienaventurado entre los bienaventurados, poder soberano entre los poderes, feliz Zeus, óyenos, aleja airado de tu raza la insolencia masculina, y en el mar purpú¬reo precipita la fatal negra nave.
Propicio a la causa de las mujeres, mira nuestro antiguo li¬naje; renueva la gozosa leyenda de nuestra abuela que fue querida. Acuérdate, tú que tocaste a lo. Nos honramos de ser linaje de Zeus y de esta tierra emigramos.
Una antigua huella me lleva a los lugares en donde mi ma¬dre, bajo la mirada del guardián, pacía las flores, en la prade¬ra nutridora de bueyes. De allí, lo, agitada por el tábano, huye aturdida a través de muchos pueblos diversos, y cruzando, por orden del destino, el estrecho encrespado, pasa los límites de los dos continentes opuestos. Se lanza a través de Asia, de un extremo a otro de Frigia, criadora de corderos, pasa la ciudad misia de Teutras y los valles de Lidia, y precipitada a través de las montañas de Cilicia y Panfilia, alcanza los ríos inagotables, el país de opulencia, la ilustre tierra de Afrodita, fértil en trigo.
Pero, acosada siempre por el dardo del boyero alado, llega al i sagrado recinto de Zeus, rico en frutos de todas clases, el prado alimentado por las nieves y asaltado por el furor de Tifón, y a las aguas intactas del Nilo, enloquecida por los ignominiosos trabajos y los dolores causados por el aguijón de Hera.
Los mortales que vivían entonces en esta región palidecieron de espanto y sus corazones palpitaron delante de un espectácu¬lo inusitado, al ver una bestia repulsiva, mezclada de ser hu¬mano, en parte ternera, en parte mujer, y quedaron atónitos ante el prodigio.
Pero entonces, ¿quién fue el que curó a la errante y miserable lo, aguijoneada por el tábano?
El que gobierna por tiempo infinito, Zeus la libró de sus males con su fuerza salutífera y su soplo divino, y ella destila el dolo¬roso pudor de las lágrimas. Pero el germen recibido de Zeus, según un relato verídico, dio a luz a un hijo irreprochable.
Un hijo feliz por mucho tiempo. De donde toda la tierra pregona. «Un hijo, fuente de vida, es en verdad linaje de Zeus.» Pues ¿quién habría hecho cesar un delirio querido por Hera? Obra es de Zeus. Y quien dice que esta raza es hija de Épafo, lo acierta.
¿A qué dios podría invocar con más razón por sus justas ac¬ciones? Él es nuestro padre, que con su propia mano nos ha plantado, soberano, antiguo en sabiduría, gran artífice de nuestra raza, remedio universal, dios de los vientos propicios, Zeus.
No sometido al dominio de nadie, dirige lo más débil sien¬do el poder más grande. Nadie tiene el trono más alto, que él adore desde abajo. Así está su obra, su palabra ordena realizar lo que en la mente su espíritu lleva. (Llega Dánao.)
DÁNAO. Tened confianza, hijas; todo va bien en la ciudad. El pueblo ha votado un decreto decisivo.
CORIFEO. ¡Salve, oh anciano que anuncias noticias tan buenas! Pero cuéntanos hacia dónde se ha confirmado la decisión, de qué manera ha prevalecido la poderosa mano del pueblo.
DÁNAO. Los argivos han votado no de una manera dudosa, sino para rejuvenecer mi viejo corazón. Porque el éter se ha eriza¬do de las manos levantadas de todo el pueblo que ha sancionado estas palabras: «Nosotros tendremos la residencia en este país, libres, sin rescate y con derecho de asilo contra todo mortal; nadie, ni habitante ni bárbaro, podrá llevársenos; y si alguien acude a la fuerza, el terrateniente que no nos ayude será privado de sus derechos de ciudadano y desterrada por sentencia del pueblo.» Tal es la resolución que les ha animado, en defensa nuestra, el rey de los pelasgos, invitando a la ciudad a no hacer crecer en el futuro la terrible ira de Zeus, y evo¬cando la doble mancha, nacional y extranjera, que aparecería contra la ciudad, monstruo indomable, alimentado de dolor. Al escuchar estas palabras, las manos del pueblo de Argos, sin esperar al mensajero, han decretado estas cosas. El pueblo pelásgico ha escuchado las razones persuasivas de una arenga, pero Zeus ha llevado a cabo la decisión.
CORIFEO. ¡Ea! Invoquemos sobre los argivos bendiciones como premio a sus beneficios. Y Zeus Hospitalario se digne dar en verdad a los honores de una boca bárbara un cumplimiento del todo irreprochable.
CORO. Ahora que los dioses, hijos de Zeus, nos escuchen mientras derramamos votos sobre esta raza. Que nunca prenda fuego a la tierra pelásgica el ardiente Ares, que detiene con sus gritos las danzas y siega los hombres en campos ajenos.
Pues han tenido piedad de nosotras, han dado un voto fa¬vorable, respetando los suplicantes de Zeus en este rebaño no envidiable. No han votado con los hombres, despreciando la causa de las mujeres; han puesto los ojos en el vengador de Zeus, vigilante, incombatible, el cual ¿qué casa tendré sobre el tejado manchándolo? Pesado se posa encima de ella.
Honran su misma sangre en estos suplicantes de Zeus santo; por ello con altares puros agradarán a los dioses.
Que a la sombra de estos ramos vuele, pues, de nuestra boca una súplica deseosa de su gloria. Que nunca la peste vacíe de hombres la ciudad, ni el bárbaro tiña de sangre de cuerpos indígenas la llanura de su tierra.
Que la flor de la juventud no sea segada, ni que el amante de Afrodita, Ares, azote de los humanos, la tronche en capullo.
Que resplandezcan llenos de ofrendas los altares cabe los cuales se reúnen los ancianos, así la ciudad prospere en el respeto a Zeus poderoso, hospitalario en grado sumo, que con ancestral ley rige el destino.
Os pedimos que nuevos nacimientos sin cesar proporcionen protectores al país, y que Artemis Hecate vigile el alumbra¬miento de las mujeres.
Que ningún azote mortífero venga sobre esta ciudad des¬trozándola, armando a Ares, enemigo de danzas y cítaras, engendrador de lágrimas, y suscite los clamores de la guerra civil.
Que el enjambre doloroso de las enfermedades se coloque lejos de la cabeza de los ciudadanos, y Apolo Liceo sea pro¬picio a todos sus niños.
Haga Zeus que la tierra tributé su fruto en abundancia de todo el año, que las ovejas que pacen sus campos sean fecun¬das, y que todo florezca bajo el favor de los dioses.
Que sobre los altares los rapsodas pongan un canto de buena suerte, y que de labios puros salga la voz amante de la cítara.
Que guarde impertérrito sus honores el Consejo soberano de la ciudad, poder previsor que atiende al bien común. Y a los bárbaros, antes de amar a Ares, premien, sin dolores, satis¬facciones reguladas por tratados. Y a los dioses protectores del país siempre den, coronados de laureles, los honores de las hecatombes ancestrales; pues el respeto a los padres es la tercera ley escrita en el libro de la Justicia, divinidad supremamente venerable.
(Dánao sube al altozano y desde allí observa el mar. Después se gira hacia sus hijas.)
DÁNAO. Alabo estas peticiones sensatas, hijas; pero vosotras no os turbéis al oír de vuestro padre una nueva inesperada. Desde esta atalaya asilo de suplicantes, diviso la nave. Es fácil de distinguir: no se me oculta ni el aparejo de las velas, ni las empavesadas, ni la proa que con sus ojos mira el camino a seguir, obediente al timón que la dirige desde la popa, dema¬siado obediente para aquellos a los que no es amiga. Es posi¬ble ver a los marinos con sus miembros negros que salen de las túnicas blancas, y son bien visibles las otras naves y toda la tropa auxiliar. La nave capitana, junto a la costa, ha amainado y rema poderosamente. Pero hay que mirar hacia el horizon¬te con calma y prudencia y no descuidar estos dioses. Yo, ha¬biendo tomado defensores y abogados, volveré. Quizá venga un mensajero o una embajada queriendo llevaros y cogeros por derecho de rescate. Pero nada de esto acontecerá; no les temáis. Sin embargo, es mejor, por si nos demoramos en el auxilio, que no olvidéis en ningún momento este asilo. ¡Áni¬mo! Con el tiempo, en el día fijado, todo mortal que desprecia a los dioses recibirá su castigo.
CORIFEO. Padre, estoy asustado; las naves ¡cuán veloces se aproximan! No hay en medio ningún plazo largo de tiempo.
CORO. Un miedo terrible se apodera de mí; ciertamente, ¿de qué me ha servido la huida por tantos caminos? Padre, estoy muerta de espanto.
DÁNAO. Puesto que el voto de los argivos es irrevocable, hija, ten confianza. Ellos combatirán por ti, lo sé bien.
CORIFEO. Es una maldición la voraz estirpe de Egipto, insaciable de combates, y hablo al que lo sabe.
CORO. Han logrado en su odio surcar el mar en naves bien en¬
sambladas de rostro sombrío, con un numeroso ejército negro.
DÁNAO. Más numerosos son los que aquí encontrarán, con brazos bien curtidos al sol del mediodía.
CORIFEO. No me dejes sola, padre, te lo pido; una mujer sola, nada es. Ares no habita en ella.
CORO. Llenos de pensamientos criminales de pérfidos designios, con impuros corazones, ellos, como cuervos, no se preocupan de los altares.
DÁNAO. Sería para nosotros muy conveniente, hija, si se hicieran odiosos de ti y de los dioses.
CORIFEO. Pero no será por temor de estos tridentes y de la ma¬jestad de los dioses que retirarán las manos de nosotras, padre.
CORO. Orgullosos sin límite, devoradores con audacia impía, perros sin vergüenza, están sordos a la voz de los dioses.
DÁNAO. Pero hay un proverbio: los lobos son más fuertes que los perros; y el fruto del papiro no gobierna a la espiga.
CORIFEO. Como tienen también instintos de fieras lujuriosas y salvajes, hay que guardarse de caer en su poder.
DÁNAO. No es tan veloz el apresto de un ejército naval ni el amarre: hay que conducir a tierra los cables salvadores e in¬cluso una vez echada el áncora los jefes de flota no se muestran confiados en seguida, máxime cuando llegan a un país sin puerto, a la hora en que el sol declina hacia la noche: la noche acostumbra ser causa de angustia para el piloto juicioso. Así, el desembarco de un ejército no podría realizarse bien, si la nave no se asegura antes con el anclaje. Pero tú piensa que por el miedo no te olvides de los dioses. Yo me apresuraré en volver habiendo conseguido ayuda. La ciudad no se lamentará del mensajero: es ya anciano, pero joven de espíritu y bien ha¬blado.
(Dánao se marcha en dirección a la ciudad)
CORO. ¡Oh, tierra montañosa, justa veneración nuestra! ¿Qué será de nosotras? ¿Adónde huiremos en este país de Apis, si es que hay en algún lugar un escondrijo sombrío? ¡Ojalá me transformara en un negro humo vecino de las negras nubes de Zeus y desapareciendo del todo, como polvo en vuelo sin alas, muriese!
Mi alma no deja de estremecerse y mi corazón, ennegrecido, palpita. Los barruntos de mi padre me han impresionado y estoy muerta de miedo. Quisiera hallar el destino en un lazo colgada, antes de que un hombre maldito tocara mi piel. ¡Que muera, mejor, con Hades por señor!
¿En qué lugar del éter podría tener un asiento, allí donde la humedad de las nubes se cambia en nieve? ¿O una roca des¬nuda, abandonada de cabras, inaccesible, solitaria, colgada en el vacío, nido de buitres, que me asegura una caída profunda, antes que sufrir, contra mi corazón, unas bodas desgarradoras?
Entonces, no lo niego, sería presa de los perros, festín de las aves del lugar. Pues morir libera de males miserables; venga el destino antes que el tálamo nupcial. ¿Qué otra senda fugitiva puedo trazar, para escapar del matrimonio?
Eleva tu voz aguda hasta el cielo invocando a los dioses y a las diosas. Pero ¿cómo se cumplirán estas súplicas? Echa sobre nosotras, padre, una mirada liberadora, combativo, mira la violencia con ojos no amigos, como es justo. Respeta a tus suplicantes, señor de la tierra, todopoderoso Zeus.
Pues la raza de Egipto, insolencia intolerable, acosándonos en carrera varonil, con clamores injuriosos, anhela coger violen¬tamente a esta fugitiva. Pero sólo tú tienes el astil de la balanza. ¿Qué pueden los mortales llevar a cabo sin ti?
(Ven a lo lejos una tropa egipcia y aumenta su desasosiego.)
¡Oh, oh, oh, ah, ah, ah! He aquí a nuestro raptor que sale de la nave, que llega a tierra. Ojalá perezcas antes, raptor.
Pronuncio un grito de angustia. Veo el preludio de los vio¬lentos trabajos que me aguardan. ¡Ah, ah! Huye hacia el re¬fugio. El terror triunfa insoportable, en tierra en mar. Señor del país, protégenos.
(Corren hacia los altares. Llega un mensajero egipcio con tropa armada.)
MENSAJERO. Rápido, rápido, hacia la galeota, con toda la cele¬ridad de vuestras piernas. Si no, si no, habrá cabellos arran¬cados, arrancados, y marcas con hierro candente, y cabezas cortadas en un sangriento degüello. Rápido, rápido, a la nave.
CORO. Ojalá en medio del curso impetuoso de la ruta marina hubieras perecido con la insolencia de tus amos y la nave de fuertes clavijas.
MENSAJERO. Sangrante te hago ir al barco si no te vas veloz de aquí. Yo te aconsejo: cede a la fuerza, renuncia a la obstina¬ción, a la ofuscación. ¡Eh, eh! Levántate del asiento y rápido ves a bordo. No respeto al que está sin ciudad.
CORO. Que nunca más vuelva a ver las que hacen crecer y fluir en los mortales la sangre que da la vida.
MENSAJERO. De allí soy yo, de noble cuna, de rancia nobleza. Pero tú irás al barco, al barco, veloz. Quieras o no quieras. Por la fuerza, por la fuerza, adelante contigo. Ahora arriba, que no sufrirás nada malo si mueres por nuestras manos.
CORO. ¡Ay, ay! ¡Ay, ay! Así perecieras violentamente en el sagra¬do recinto marino, errante, a merced de los celestes vientos, alrededor del promontorio arenoso de Sarpedón.
MENSAJERO. Grita, vocifera, calma a los dioses; tú no saltarás la borda de la nave egipcia, por más que des salida muy amar¬gamente a tus lamentos.
CORO. ¡Ay ay! Que salvajemente ladrando al país como un perro, alardeas lleno de vanagloria. Que el gran Nilo que ve tu in¬solencia aparte tu inaudita soberbia.
MENSAJERO. Te ordeno ir lo más velozmente posible hacia la galeota de buenos flancos. Que nadie se demore. El arrastra¬miento no respeta los rizos.
CORO. ¡Ay, ay!, padre, el refugio del altar es una mentira. Me arrastra al mar como una araña, paso a paso, un espectro, un espectro negro. ¡Otototoi! madre Tierra, madre Tierra, aparta el grito terrible. ¡Oh padre, hijo de la Tierra, Zeus!
MENSAJERO. No, yo no tengo miedo de los dioses de aquí, ellos no me han criado ni han alimentado mi vejez.
CORO. Hacia mí salta la serpiente bípeda. Como una víbora me amenaza. Lo que me libra de ella, ¿me librará de su mordedura?
¡Otototoi! madre Tierra, madre Tierra, aparta el grito terri¬ble. ¡Oh, padre, hijo de la Tierra, Zeus!
MENSAJERO. Si no vienes a la nave siguiendo mi mandato, el desgarramiento no compadecerá el trabajo de tu túnica.
CORO. Estamos perdidas. Señor, sufrimos tratos impíos.
MENSAJERO. Pronto veréis a muchos señores, los hijos de Egipto. Confiad, no hallaréis la anarquía.
CORO. ¡Ah, jefes, gobernantes de este país, soy sometida a la fuerza!
MENSAJERO. Parece que os habré de arrancar de aquí, arrastrar por los cabellos, ya que no escucháis con atención a mis pa¬labras.
(En el momento que los soldados se disponen a arrastrar a las suplicantes, aparece el rey del país con sus tropas.)
REY. ¡Eh! Tú, ¿qué haces? ¿Con qué osadía ultrajas esta tierra de los pelasgos? ¿O crees haber llegado a una ciudad de mujeres?
Por ser bárbaro eres demasiado osado para con los helenos.
Habiendo errado mucho nada acertaste con inteligencia.
MENSAJERO. ¿Qué falta he cometido contra la justicia?
REY En primer lugar, no sabes ser extranjero.
MENSAJERO. ¿Cómo no? ¿Encontrando lo que había perdido?
REY ¿A qué patronos del país te has dirigido?
MENSAJERO. Al más grande de los patronos, a Hermes, dios de los que buscan.
REY Dirigiéndote a los dioses no tienes ningún respeto por ellos.
MENSAJERO. Yo venero a las divinidades del Nilo. REY Y las de aquí nada son, según cuentas.
MENSAJERO. Me llevaré a estas mujeres, si alguien no me las arrebata.
REY. Llorarás, si las tocas, y no tardarás mucho tiempo.
MENSAJERO. Oigo unas palabras en nada hospitalarias.
REY No considero por huéspedes a los que despojan a los dioses.
MENSAJERO. Iré a contarlo a los hijos de Egipto.
REY. Esto no va a atemorizar mi corazón.
MENSAJERO. Pero, para saber y comunicar más claramente las cosas -pues conviene que un mensajero lo anuncie con exactitud todo-, ¿cómo me expresaré? ¿Quién diré, al llegar, que me ha quitado el grupo de primas? Estos pleitos no los juzga Ares sirviéndose de testimonios: una disputa la ha re¬suelto por un ajuste con dinero; antes hay muchas pérdidas humanas, muchas vidas segadas.
REY. ¿Por qué debo decirte cómo me llamo? Con el tiempo lo sabrás tú y tus compañeros. En cuanto a estas mujeres, con su beneplácito podrás llevártelas, si las convence una piadosa razón. Un voto unánime del pueblo argivo lo ha decidido sin apelación: nunca entregaré por la violencia a un grupo de mu¬jeres. El clavo está claramente sujeto de parte a parte, de suerte que permanecerá inquebrantable. No se trata de palabras conservadas en tablillas, ni selladas en los pliegues de un pa¬piro: oyes con claridad el lenguaje de una boca libre. Y ahora desaparece lo más rápidamente posible de mi vista.
MENSAJERO. Sabe que desde ahora provocas una guerra incierta. ¡Que sean la victoria y el poder para los varones!
REY. De hombres también encontrarás en este país y que no beben vino de cebada.
(El mensajero se retira. El rey se dirige al coro.)
Y vosotras todas, con vuestras sirvientas, tened confianza y entrad en nuestra bien cercada ciudad, protegida por el ele¬vado aparejo de sus torres. De casas hay allí muchas propiedad del pueblo -yo mismo me la he construido con mano ge¬nerosa- en donde hay estancias dispuestas para alojaros con otros muchos; pero si os place más, podéis habitar en casas para vosotras solas. Sois libres de escoger lo que os sea más ventajoso y placentero. Yo soy vuestro protector y todos los ciudadanos, cuya decisión se cumple ya. ¿Aguardas acaso pa¬trones más soberanos que éstos?
CORIFEO. Que por estos regalos seas colmado de bienes, di¬vino rey de los pelasgos. Benévolo, envíanos aquí a nuestro padre, el denodado Dánao, providente y mentor. Pues pri¬meramente que decida él en dónde debemos alojarnos y qué lugar es el más adecuado: todo el mundo está pronto a lanzar reproches a los que hablan otra lengua. Ocurra lo mejor conservando nuestra reputación y sin palabras airadas por j parte del pueblo de esta ciudad.
(El rey se marcha.) Colocaos en vuestro sitio, queridas siervas, en el mismo or¬den en que Dánao nos asignó a cada una la criada como dote.
(Llega Dánao con hombres armados.)
DÁNAO. Hijas mías, hay que ofrecer a los argivos, oraciones, sacrificios y libaciones, como a unos dioses del Olimpo, por¬que han sido salvadores sin vacilar. Así han escuchado el relato .j de los acontecimientos con el amor que se tiene por los pa¬rientes y la indignación que merecen vuestros primos. Y han asignado a mi persona esta escolta de hombres armados, para que tenga mi privilegio de honor y para que no muera de manera inesperada e imprevista por un golpe fatal de lanza y venga sobre este país un peso eterno. A cambio de tales ser¬vicios, si nuestra alma está bien gobernada, debemos honrar¬los de una manera más digna. Y ahora, junto a las numerosas . lecciones de humildad inscritas en vosotras por vuestro padre, escribiréis ésta: una compañía desconocida se prueba con el tiempo; todos, en el caso de un bárbaro, tienen una lengua pronta, y es fácil decir una palabra que puede manchar. Así os exhorto a no avergonzarme, ya que poseéis esta edad que atrae la mirada de los hombres.
El tierno fruto maduro es difícil de guardar: las bestias se afanan como los hombres, ¿cómo no?, las fieras aladas y las que pisan la tierra. Cipris proclama los cuerpos llenos de savia, invitando al amor a coger la flor de la juventud. Sobre la de¬licada belleza de las vírgenes, todo el que pasa, vencido por el deseo, lanza el dardo encantador de sus ojos. Procurad que no suframos tal destino, que hemos evitado a costa de muchos trabajos y surcando con nuestra quilla una gran extensión de mar; no consigamos una vergüenza para nosotros mismos y un placer para mis enemigos. Alojamiento lo tenemos doble: uno lo ofrece Pelasgo, otro la ciudad, para vivir sin alquiler. Todo nos lo facilitan. Guarda sólo estos consejos paternos, hon¬rando más la honestidad que la vida.
CORIFEO. Por lo demás, que nos sean propicios los dioses olím¬picos; pero en cuanto a mi belleza, confía, padre. Porque, si los dioses no han decidido nada nuevo, no me desviaré del ca¬mino que hasta ahora ha seguido mi corazón.
(Dánao se va. Sus hijas se preparan para seguirlo.)
CORO. Venid y celebremos a los dioses bienaventurados, señores de Argos, los que protegen la ciudad y los que habitan cabe las corrientes del antiguo Erásino. Responded a nuestro canto, compañeras. Reciba nuestra alabanza esta ciudad de los pelasgos, no honremos con nuestros himnos las bocas del Nilo, sino a los ríos que, a través del país, derraman, prolíficos, sus aguas tranquilas y con fértiles riegos nutren el suelo de esta tierra.
Que la casta Artemis lance sobre nuestro grupo una mirada compasiva y que Citerea no nos imponga a la fuerza unos matrimonios. Este premio sea para los que odio.
SIRVIENTAS. Nuestro canto piadoso no descuida a Cipris: pues con Hera es casi tan Poderosa como Zeus. Diosa de la astucia, es honrada por sus obras augustas. Junto a ella, asociada a su madre, están el Deseo y la encantadora Persuasión, a quien nada resiste. También Harmonía ha recibido su parte en el lote de Afrodita, y el cuchicheante juego de mores.
Para las fugitivas temo de antemano grandes tempestades, crueles dolores y guerras sangrientas. ¿Por qué han tenido ellos una travesía favorable para las rápidas persecuciones? Lo que está marcado por el destino, ocurrirá. No se puede pasar más allá de la mente de Zeus, augusta, inaccesible. Como tantas otras mujeres antes que tú, tu destino puede ser el tálamo nupcial.
CORO. Que el gran Zeus retire de mí las bodas de la estirpe de Egipto.
SIRVIENTAS. Con todo, esto sería lo más sensato.
CORO. Tú tratas de seducir lo inseducible.
SIRVIENTAS. Y tú desconoces el futuro.
CORO. ¿Por qué debo yo bucear en el pensamiento de Zeus, un abismo insondable?
SIRVIENTAS. Suplica con palabra moderada.
CORO. ¿Qué justa medida me enseñas?
SIRVIENTAS. No escudriñes con excesiva curiosidad los asuntos de los dioses.
CORO. Que el soberano Zeus me libre de un casamiento detes¬table, odioso, como liberó a lo, acabando sus sufrimientos con mano sanadora y haciéndole una saludable violencia.
Que otorgue el éxito a las mujeres: me resigno con la parte mejor del mal y con dos tercios de la suerte; y siga al proceso una sentencia justa, de acuerdo con mis súplicas, por los ca-minos de salvación que tiene la divinidad

LOS SIETE CONTRA TEBAS Esquilo




LOS SIETE CONTRA TEBAS
Esquilo


PERSONAJES

Eteocles
Un mensajero explorador
Coro de doncellas te¬banas
Antígona
Ismena
Un heraldo




La acción se desarrolla en Tebas. La escena representa la acrópolis de Tebas, con altares y estatuas de dioses. Llega Eteocles con un grupo de gente armada.


ETEOCLES. Pueblo de Cadmo, el vigía del bien público en la proa de la ciudad dirigiendo el timón sin dejar cerrar sus ojos por el sueño, ha de decir lo que exige el momento. Pues si alcanza¬mos éxito, el mérito es de los dioses; pero si, por el connrario, lo que ojalá no ocurra, sucede una desgracia, sólo el nombre de Eteocles correrá por la ciudad cantado por los ciudadanos con himnos increpantes y con lamentos, de los cuales Zeus Preservador sea un nombre veraz para esna ciudad de los cadmeos. Ahora vosotros, el que todavía no alcanza el pleno vigor de la juventud y aquel que ya ha salido de ella por la edad, acrecentando grandemente el empuje del cuerpo y poniendo cada uno la solicinud que conviene, debéis ayudar a la ciudad y a los altares de los dioses de esta tierra para que sus honores nunca sean borrados, y a los hijos y a la Tierra madre, amadísima nodriza; pues ésta en vuestra infancia, cuando os arrastrabais por su suelo bondadoso, acepnando, como hos-pedera, noda la faniga de vuestra niñez, os crió para que fuerais ciudadanos portadores de escudos, fieles en la presente nece¬sidad. Y ahora, hasta este día, el dios inclina favorable la ba¬lanza; pues en todo este tiempo en que estamos sitiados, la guerra, gracias a los dioses, se desarrolla casi siempre bien. Mas ahora, según dice el adivino, pastor de aves, que en sus oídos y en su mente, sin ayuda del fuego, maneja los pájaros pro¬féticos con un arte que no miente, éste, señor de tales augu¬rios, dice que el ataque mayor de los aqueos se decide en un consejo nocturno y va a lanzarse sobre la ciudad. Ea, pues, marchad todos a las almenas y a las puertas de las torres, lan¬zaos con todas vuestras armas, llenad los parapetos, colocaos en las terrazas de las torres, en las salidas de las puertas, resistid confiadamente y no temáis demasiado la turba de los asal¬tantes; la divinidad lo acabará todo bien. He enviado vigías y exploradores del ejército, los cuales confío que no harán el camino inútilmenne. Una vez los habré oído, no hay miedo de que sea cogido con engaño.
(Llega un mensajero.)
MENSAJERO. Eteocles, nobilísimo señor de los cadmeos, vengo del ejército trayendo de allí noticias ciertas; yo mismo soy testigo de los hechos. Siete guerreros, impetuosos capitanes, degollando un toro en un escudo negro, y mojando sus manos en la sangre del toro, por Ares, Enio y Terror juraron o destruir y saquear por la violencia esta ciudad de los cadmeos o, mu¬riendo, empapar esta tierra con su sangre. Después colgaron con sus manos en el carro de Adrasto recuerdos suyos para sus padres en las casas, derramando lágrimas; pero ninguna queja había en sus labios, pues su corazón de hierro, inflamado de valennía, respiraba coraje, como leones con ojos llenos de Ares. Y la prueba de esto no se retarda por negligencia: los dejé echando suertes a qué puerta cada uno de ellos, según obtu¬viera en el sorteo, conduciría sus tropas. Ante esto, coloca como jefes rápidamente a los mejores guerreros escogidos de la ciudad, en las salidas de las puertas; pues cerca ya el ejército argivo, con toda su armadura, avanza, levanta polvo y una espuma blanca mancha la llanura con la baba que sale de los pulmones de los caballos. Tú, como diestro piloto, defiende la ciudad antes de que se desaten las ráfagas de Ares, pues ya grita la ola terrestre del ejército. Aprovecha para ello la circunstan¬cia, lo más pronto posible; yo, en adelante, tendré mis ojos fiel vigía de día, y sabiendo con un relato exacto lo que sucede fuera de las murallas, serás sin daño.
(Se marcha el mensajero.)
ETEOCLES. Oh Zeus, y Tierra, y dioses protectores de la ciudad, y Maldición, Erinis poderosa de un padre; a esta ciudad, al menos, os ruego, no arranquéis de cuajo, enteramente des¬truida, presa del enemigo a ella que vierte el habla de Grecia, ni a los hogares de sus mansiones. No doméis jamás con los yugos de la esclavitud una tierra libre y una ciudad de Cadmo. Sed nuestra fuerza: creo decir cosas de interés común; pues una ciudad próspera, honra a sus diosas.
(Sale Eteocles y llega el coro de mujeres tebanas que evolucionan en la orquesta.)
CORO. Clamo temibles, grandes males: el ejército avanza. De¬jando el campamento fluyen numerosos destacamentos de caballería. El polvo que veo subir al éter me lo confirma, mudo, claro, verídico mensajero. Se ha apoderado de los llanos de mi tierra un ruido de armas, que se acerca, vuela, ruge, como invencible torrente que golpea la montaña. ¡Ay, ay, dioses y diosas! ¡Alejad el mal que nos acomete!
Un griterío por encima de las murallas. El ejército de blancos escudos, dispuesto ya, se lanza rápido contra la ciudad. ¿Quién nos salvará, cuál de los dioses o diosas nos defenderá? ¿Me arrojaré cabe las estatuas de los dioses? ¡Ay, felices, bien firmes en vuestros santuarios! Es el momento de abrazarse a las es¬tatuas. ¿Por qué nos demoramos gimientes?
¿Oís o no oís estrépito de escudos? ¿Cuándo, si no ahora, presentaremos súplicas de peplos y coronas?
Veo ese estrépito: no es el choque de una sola lanza. ¿Qué vas a hacer? ,Traicionarás, Ares, antiguo dios indígena, tu tierra? r ¡Demon de áureo casco, mira, mira la ciudad que un día te fue tan querida!
Dioses defensores del país, venid todos. Contemplad esta tropa de vírgenes suplicantes que teme la esclavitud. Alrededor de la ciudad una ola de soldados de ondeante penacho muge, empujada por los soplos de Ares. Pero tú, ¡oh Zeus, Zeus!, padre que todo lo cumples, aleja para siempre de enemigos la presa. Pues los argivos están cercando la ciudad de Cadmo, me invade el temor de sus armas de guerra. Entre las quijadas de caballos los frenos proclaman ya matanza. Siete distinguidos capitanes del ejército, blandiendo lanzas impetuosas, avanzan hacia las siete puertas, escogidas a suerte.
¡Oh tú, hija de Zeus, fuerza que ama las batallas, sé nuestra salvadora, Palas! ¡Y tú, jinete soberano, que gobiernas el ponto con tu ingenio, arpón de peces, Posidón, líbranos de estos temores! ¡Y tú, Ares, oh, oh, guarda una ciudad que lleva el nombre de Cadmo, cuídala manifiestamente! Y Cipris, madre antigua de nuestra raza, protégenos, pues hemos nacido de tu sangre, y a ti nos acercamos invocándole con súplicas que imploran tu divinidad. Y tú, príncipe matador de lobos, sé un lobo para la hueste enemiga, vengando mis Sollozos. Y tú, virgen nacida de Leto, prepara bien el arco. ¡Ah, ah! Oigo es¬truendo de carros en torno a Tebas. ¡Oh, Hera, Señora! Los cubos de las ruedas rechinaron bajo el peso de los ejes. ¡Oh Artemis querida! Sacudido por las lanzas, el éter se enfurece. ¿Qué va a sufrir nuestra ciudad? ¿Qué será de ella? ¿Adónde la llevará finalmente la divinidad?
¡Ah, ah! De lejos alcanza nuestras almenas una lluvia de pie¬dras. ¡Oh querido Apolo! ¡Hay en las puertas un ruido de es¬cudos broncíneos! Escúchanos, hija de Zeus, que en la batalla decides el sagrado fin de la guerra. Y tú, reina feliz, Onca, de¬lante de nuestras murallas salva la ciudad de siete puertas.
¡Oh dioses todopoderosos, dioses y diosas, consumados guardianes de las torres de esta tierra, no entreguéis nuestra ciudad, oprimida por las lanzas, a un ejército que habla otra lengua! Escuchad, escuchad justamente, los ruegos de estas vírgenes que alzan hacia vosotros sus manos. ¡Oh divinidades queridas, que protegéis, salvadores, la ciudad! Mostrad que amáis la ciudad. Pensad en las ofrendas de un pueblo, y pen¬sando en ello, defendedlo. Guardad el recuerdo de las sagradas fiestas de la ciudad, generosas en sacrificios.
(Llega Eteocles indignado por los lamentos de las mujeres.)
ETEOCLES. A vosotros pregunto, insoportables criaturas: ¿es esto lo mejor, salvación para la ciudad y confianza para este ejército encerrado en sus torres, caer sobre las imágenes de los dioses tebanos, gritar, chillar cosas odiosas a los sabios? Ni en la desgracia ni en la agradable prosperidad tenga yo que vivir con la gente mujeril. Pues si triunfa es de una audacia intratable, y si se atemoriza, todavía es un mal peor para la casa y la ciudad. Así ahora, con estas huidas desordenadas por las calles, habéis extendido vociferando la cobardía exánime. Y acrecentáis con mucho la suerte de los de fuera, mientras que desde dentro nos destruimos a nosotros mismos. Tales cosas encuentra uno conviviendo con mujeres. Pero si alguien no obedece sus ór¬denes, hombre, mujer o el que sea, se decidirá contra él una sentencia de muerte, y no podrá escapar al destino de morir lapidado por el pueblo. Al hombre incumbe, no a la mujer, resolver los asuntos de fuera. Quédate en casa y no hagas daño. ¿Me oíste o no me oíste? ¿O hablo a una sorda?
CORO. ¡Oh querido hijo de Edipo! Tuve miedo al oír el estrépi¬to, el estrépito retumbante de los carros y el chillido de los cubos que hacen girar las ruedas, y los gobernalles insomnes en la boca de los caballos, frenos surgidos de la llama.
ETEOCLES. ¿Qué, pues? ¿Acaso el marinero, huyendo de la popa a la proa, encuentra la maniobra de la salvación, cuando la nave forcejea ante el asalto de la ola marina?
CORO. Yo he venido corriendo a las antiguas estatuas de los dioses, confiando en ellos, cuando el fragor de un funesto alud se ha precipitado contra nuestras puertas, entonces me levanté de miedo para suplicar a los Bienaventurados, que extendieran su protección sobre la ciudad.
ETEOCLES. Rogad que las torres nos protejan de la lanza enemi¬ga. ¿Estas cosas no proceden también de los dioses? Sin em¬bargo, se dice que los dioses de la ciudad tomada, la abandonan.
CORO. Que jamás, mientras yo viva, la abandone esta congre¬gación de dioses, ni vea las calles de esta ciudad invadidas y a la tropa que prende fuego destructor.
ETEOCLES. Mira que invocando a los dioses no resuelvas con daño; pues la obediencia es madre del triunfo salvador, mujer. Así se dice.
CORO. Sí, pero el poder de los dioses es más grande aún. Muchas veces, en medio de males, levanta al impotente de su cruel destino, cuando nubarrones se ciernen sobre sus ojos.
ETEOCLES. Es cosa de hombres ofrecer a los dioses sacrificios y consultas cuando van a hacer frente a los enemigos; lo tuyo es callar y permanecer en casa.
CORO. Gracias a los dioses vivimos una ciudad libre, y nuestras torres nos defienden de una turba enemiga. ¿Qué resenti¬miento divino puede odiar mis cantos?
ETEOCLES. No me sabe mal que honres al linaje de los dioses. Pero para que no vuelvas a los ciudadanos cobardes, tranqui¬lízane y no ne nurbes en exceso.
CORO. Al oír poco ha un confuso estruendo con alarmante temor he llegado a esna ciudadela, asiento augusno.
ETEOCLES. Ahora, si os llegan nuevas de fallecidos o de heridos, no las recibáis con lamentos. Pues Ares se alimenta de esto: de sangre de hombres.
CORIFEO. Escucho el relinchar de los caballos.
ETEOCLES. Si lo escuchas, no lo escuches demasiado con claridad.
CORIFEO. La ciudad se lamenta del fondo de su suelo, pues es¬ tamos cercados.
ETEOCLES. Sobre estas cosas es suficiente que yo decida.
CORIFEO. Tengo miedo; aumenta el golpeteo en las puertas.
ETEOCLES. ¡Silencio! ¿No dirás nada de esto en la ciudad?
CORIFEO. ¡Oh pléyade de dioses! ¡No abandonéis las torres!
ETEOCLES. ¡Maldición! ¿No soportarás esto en silencio? CORIFEO. Dioses ciudadanos, que no me caiga en suerte la es¬ clavitud.
ETEOCLES. ¡Tú sí que me esclavizas a mí y a toda la ciudad!
CORIFEO. ¡Oh Zeus todopoderoso, vuelve tu dardo contra los enemigos!
ETEOCLES. ¡Oh Zeus, qué linaje nos has regalado con las mujeres!
CORIFEO. Miserable, como los hombres, cuando su ciudad es tomada.
ETEOCLES. ¿Hablas todavía de desgracias, tocando las estatuas de los dioses?
CORIFEO. Sí, pues a causa del desaliento el terror me arrebata la lengua.
ETEOCLES. Si me concedieras, te lo ruego, un pequeño favor...
CORIFEO. Puedes decirlo cuanto antes y pronto lo sabré.
ETEOCLES. Calla, desgraciada, no atemorices a los muertos.
CORIFEO. Ya callo: con los otros sufriré la muerte decretada.
ETEOCLES. Te acepto esta palabra en vez de aquéllas. Y además: deja estas estatuas, y pide a los dioses lo más adecuado: que sean nuestros aliados. Ahora atiende mis plegarias y luego tú, a modo de peán, lanza el grito sagrado, grito ritual de los he¬lenos al ofrecer un sacrificio, confianza para los nuestros y terroro para los enemigos. Yo, a los dioses protectores del país, a los del campo y a los guardianes de nuestras plazas, y a las fuentes de Dirce y al agua del Ismene, hago voto, de que, si todo sale bien y la ciudad se salva, los ciudadanos ensangren¬ tarán con ovejas y toros las aras de los dioses, en sacrificio de victoria, y yo con los trofeos de los enemigos, conquistados con la lanza, coronaré las sagradas moradas de los templos. Estas son las súplicas que has de hacer a los dioses, sin com¬placerte con los lamentos y en estas exclamaciones tan inúti¬les como salvajes; pues con ello no podrás escapar más a tu destino. Yo iré a colocar en las siete salidas de nuestra muralla a seis guerreros, conmigo como séptimo, remeros poderosos contra el enemigo, antes de que lleguen veloces mensajeros y rumores precipitados, y arda todo por causa de la necesidad.
(Eteocles entra de nuevo en palacio.)
CORO. Lo quiero, pero por pavor no duerme mi corazón, y, veci¬nas de mi pecho, las angustias inflaman mi temor ante esta tropa que rodea las murallas, como a la vista de serpientes de mortal connubio una paloma temblorosa teme por el nido de sus pequeños. Unos en masa compacta avanzan hacia nues¬tras torres -¿qué será de mí?-, otros sobre los ciudadanos cercados lanzan agudas piedras. Por todos los medios, dioses hijos de Zeus, salvad al pueblo nacido de Cadmo.
¿Qué tierra mejor que ésta vais a tomar a cambio, si aban¬donáis a los enemigos esta tierra de hondas glebas y el agua de Dirce, la más nutricia de cuantas bebidas hace brotar Posidón que ciñe la tierra y las hijas de Tetis? De esta forma, oh dioses defensores de esta ciudad, a los de fuera de las murallas en¬viadles la cobardía, perdición de los hombres, el extravío, que arroja las armas, conceded por el contrario, la gloria a estos ciudadanos, y salvadores de Tebas permaneced en vuestros hermosos santuarios por el agudo gemido de nuestros ruegos.
Sería desgraciado precipitar así al Hades una ciudad tan antigua, presa servil de la lanza, reducida a frágiles escombros, vergonzosamente destruida por los aqueos según designios divinos; y que sus mujeres privadas de protectores -¡ay, jó¬venes y viejas-, fuesen llevadas como yeguas, por sus cabe¬lleras, mientras sus vestidos se desgarran. Grita la ciudad va¬ciándose, y va a la perdición un botín de profundas voces. Veo venir con temor un pesada carga.
Sería deplorable, antes del rito, hayan de tomar el odioso camino de unas casas que recogen frutos todavía verdes. ¿Qué diré más? Porque los muertos, lo proclamo, tienen un destino mejor que éstas. Muchas, cuando una ciudad es conquistada, son sus desgracias. Uno se lleva a otro, le mata; otros incen¬dian la ciudad y toda ella se mancha de humo. Enloquecido sopla encima, el destructor del pueblo, el que atropella toda pureza, Ares.
Un ronco estrépito cunde por la ciudad, mientras alrededor se extiende una red de torres. El guerrero cae bajo la lanza del guerrero. Vagidos ensangrentados, infantiles, resuenan encima de los pechos nutricios. En todas partes el robo, unido a las persecuciones; el saqueador se encuentra con otro saqueador, y el que está todavía sin botín llama a otro, queriendo tener un cómplice; nadie codicia ni menos ni igual. La razón puede conjeturar lo que vendrá después de esto.
Frutos de todas clases esparcidos por el suelo causan dolor y el ojo de las despenseras se llena de amargura. Abundantes dones de la tierra en confusa mezcla son arrastrados por to¬rrentes inútiles. Jóvenes cautivas, inexpertas en el sufrimiento, se lamentan al pensar en un lecho prisionero de un hombre afortunado, de un enemigo poderoso, y no les queda otra es-peranza que este final nocturno, afrenta acumulada a unos dolores lamentabilísimos.
(Llega el mensajero. Eteocles sale del palacio.)
CORIFEO. El espía del ejército, según creo, nos trae, amigas, al¬guna nueva noticia, moviendo con diligencia los cubos de los pies que le conducen. También está aquí el propio monarca, hijo de Edipo, que viene justo a punto para conocer el relato del mensajero. La prisa no deja mover comedidamente sus pies.
MENSAJERO. Puedo decir, sabiendo bien las cosas de los enemi¬gos, qué suerte ha obtenido cada uno en la asignación de las puertas. Tideo brama ya junto a la puerta de Preto, pero el adivino no le deja atravesar la corriente del Ismeno, pues las víctimas no son favorables. Pero Tideo, enloquecido y ansio¬so de batalla, grita, como serpiente que silba al sol del me¬diodía, y lastima al sabio adivino, hijo de Ecleo, con el insul¬to de halagar cobardemente al destino y la batalla. Y mientras lanza estos gritos, agita tres penachos umbrosos, cabellera del casco, y debajo del escudo las campanillas de bronce hacen resonar el pavor. Y en el mismo escudo lleva un emblema arrogante: un cielo cincelado resplandeciente de estrellas, y en medio se destaca una luna llena brillante, reina de los astros, ojo de la noche. En la locura que le infunde este arrogante arnés, vocifera por las márgenes del Ismeno, mientras aguarda ansioso la llamada de la trompeta. ¿Quién pondrá frente a éste? ¿Quién, cuando caigan los cerrojos, será capaz de de¬fender la puerta de Preto?
ETEOCLES. No hay adorno de guerrero que me atemorice y los emblemas no causan heridas: penachos y campanillas no muerden sin la lanza. Y esa noche sobre el escudo que des¬cribes, fulgurante de estrellas celestes, quizá para alguien re¬sultará profética esta locura. Pues si la noche cae sobre sus ojos moribundos, este emblema arrogante tendrá para el que lo lleva una significación exacta y justa:, él contra sí mismo habrá profetizado esta insolencia. Yo pondré enfrente de Tideo, como defensor de esa puerta, el prudente hijo de Astaco, de noble raza, que venera el trono del Honor y odia las palabras altisonantes. Opuesto a las acciones vergonzosas, no quiere ser cobarde. Él procede como descendiente de los hombres sem¬brados que Ares respetó; es un auténtico hijo de nuestra tierra, Melanipo. La batalla lo decide Ares con sus dados; pero es en verdad la Justicia cosanguínea quien le envía para que aleje de su madre nutricia la lanza enemiga.
CORO. Que los dioses concedan la victoria a nuestro campeón, pues justamente se lanza a luchar por la ciudad. Pero tiemblo de ver las muertes sangrientas de aquellos que caerán en de¬fensa de los suyos.
MENSAJERO. A éste los dioses le concedan la buena estrella que deseas. A Capaneo le ha tocado en suerte la puerta Electra: otro gigante mayor que el antes citado, un fanfarrón que no piensa como hombre, y profiere contra las torres amenazas terribles que ojalá el destino no cumpla. Quiéranlo o no los dioses dice que destruirá la ciudad y ni que descargara la cólera de Zeus sobre la tierra podría pararle. Los relámpagos y las descargas del rayo los comparó a los calores del mediodía. Por emblema tiene un hombre desnudo, que lleva fuego, y en sus manos, como armas, arde una antorcha, y proclama en letras de oro: «Incendiaré la ciudad». Contra este guerrero envía..., pero ¿quién le hará frente? ¿Quién resistirá sin temor a ese hombre arrogante?
ETEOCLES. Esta ganancia engendra otra ganancia. La lengua es un acusador verídico contra los hombres llenos de vana so¬berbia. Capaneo amenaza, dispuesto a obrar; despreciando a los dioses, ejercitando su boca con necia alegría, envía, simple mortal, al cielo resonante, tempestuosas palabras contra Zeus. Estoy convencido de que con justicia llegará sobre él el rayo que lleva el fuego, que no se parece en nada a los calores del sol del mediodía. Un varón contra él, a pesar de su insolente lenguaje, ha sido designado, el valeroso Polifontes, voluntad ardiente, baluarte de garantía por la benevolencia de Artemis Protectora y de otros dioses. Dime otro guerrero designado por la suerte para otra puerta.
CORO. Muera el hombre que profiere contra la ciudad tan grandes amenazas; que el dardo del rayo le detenga antes de que traspase en mi morada y con su lanza soberbia me arras¬tre fuera de las alcobas virginales.
MENSAJERO. Te voy a contar ahora, el que ha designado después contra nuestras puertas. Es Eteoclo, el tercer guerrero, para quien una tercera suerte saltó del casco de bello bronce vol¬cado: llevar su tropa a la puerta Neísta. Y hace girar en re¬dondo a sus yeguas que relinchan en sus frontales deseos de haber caído ya sobre la puerta; las muserolas silban un bárbaro sonido, llenas de resuello de los orgullosos ollares. Su escudo lleva un un emblema de no modesta condición: hoplita sube por una escalera apoyada a una torre enemiga que quiere de¬rribar. También él grita, en una inscripción, que ni Ares podría arrojarle de los baluartes. Contra ese hombre envía al que sea capaz de alejar de esta ciudad el yugo de la esclavitud.
ETEOCLES. Enviaría ahora a éste, pero con fortuna ha sido ya enviado uno que tiene en sus manos la arrogancia, Megareo, semilla de Creonte, del linaje de los guerreros sembrados, que no retrocederá de las puertas espantado del ruido de los locos relinchos de caballos, sino que o muriendo pagará la crianza a esta tierra o apoderándose de los dos guerreros y de la fortaleza del escudo, adornará con estos despojos la casa paterna. Pasa a los alardes de otro y no me seas parco de palabras.
CORO. Solicito a los dioses el triunfo para esta parte -¡oh cam¬peón de mi casa!- y para los otros la derrota. Y así, como con mente alocada profieren contra la ciudad fanfarronadas, del mismo modo Zeus Vengador lance sobre ellos una mirada enfurecida.
MENSAJERO. Otro, el cuarto, que ocupa la puerta contigua de Atenea Onca, se acerca gritando: es la figura y la gran talla de Hipomedonte. Al verle blandir una era inmensa -digo el disco de su escudo-, me estremecí, no puedo expresarme de otro modo. El autor que cinceló esa divisa en su escudo no era un artista vulgar: Tifón, que lanza de su boca inflamada una negra humareda, voluble hermana del fuego, y serpientes en¬lazadas sujetan el reborde extremo del escudo de vientre cón¬cavo. Él mismo ha lanzado un alarido, y lleno de Ares delira por el combate como una bacante y sus ojos infunden miedo. Hay que guardarse bien del empuje de un tal guerrero: pues el terror ya proclama su arrogancia ante la puerta.
ETEOCLES. Primero Palas Onca, que habita cerca de la ciudad, vecina de esta puerta, odiando la insolencia de este hombre, lo apartará de la nidada como a serpiente horrible. Luego Hiperbio, ilustre hijo de Enope, es el varón escogido contra aquél, deseoso de interrogar al destino en el lance de la nece¬sidad. Es irreprochable en su porte, en su ánimo y en el arreo de las armas. Hermes con razón los juntó: un enemigo se enfrentará con otro enemigo y dioses enemigos chocarán en sus escudos. Pues uno tiene a Tifón que exhala fuego, mientras que para Hiperbio está de pie en su escudo Zeus padre, lla¬meando en sus manos el rayo; y nadie todavía ha visto a Zeus vencido. Tal está ahora distribuida la amistad de los dioses. Nosotros estamos del lado de los vencedores, ellos de los de¬rrotados, si es verdad que Zeus en la batalla es más fuerte que Tifón. Es natural que a los dos contrincantes les suceda lo mismo, y que Hiperbio, de acuerdo con su emblema, en¬cuentre un salvador en el Zeus de su escudo.
CORO. Estoy convencida de que el que lleva sobre su escudo el cuerpo del demon sepultado bajo tierra, odioso enemigo de Zeus, imagen tan aborrecida de los hombres como de los dioses inmortales, caerá de cabeza ante las puertas.
MENSAJERO. Así ocurra. Ahora voy a referirme al quinto, apos¬tado en la quinta puerta, la de Bóreas, junto a la tumba de Anfión, hijo de Zeus. Jura por la lanza que empuña, y que en su presunción venera más que a un dios y por encima de sus ojos, destruir la ciudad de los cadmeos a despecho de Zeus. Así vocifera este retoño de madre montañesa, hermosa proa, hombre infante: el bozo acaba de extenderse por sus mejillas y tupida barba brota en su adolescencia. Pero su ánimo es cruel, en nada acorde con un nombre de virgen, y avanza con ojo feroz, Partenopeo arcadio. Tal guerrero es un meteco, y quie¬re pagar a Argos su espléndida crianza; pues parece haber ve¬nido no para traficar con la batalla, sino para hacer honor al trayecto de un largo camino. Con todo, no sin jactancia se presenta ante nuestras puertas, pues en el escudo de bronce trabajado, baluarte circular de su cuerpo, agita la afrenta de Tebas, una esfinge carnicera fijada con clavos, brillante figura repujada y que en sus garras lleva un cadmeo, para que sean lanzados contra este hombre muchísimos dardos.
ETEOCLES. ¡Ojalá alcancen de los dioses lo que piensan con sus impías jactancias: así perecerán del todo y miserablemente! También hay para este arcadio del que hablas, un hombre sin jactancia, pero cuyo brazo sabe actuar: Actor, hermano del antes citado. El cual no permitirá que una lengua sin obras fluyendo dentro de las puertas haga crecer desgracias ni que se abra paso a través de las murallas un hombre que lleva la ima¬gen de una odiosísima fiera sobre su enemigo escudo. Su re¬proche alcanzará al que lo lleva, cuando se encontrará con un esposo martilleo al pie de la ciudad. Si los dioses lo quieren, mis palabras serán verdaderas.
CORO. Tus palabras me llegan al fondo del pecho, los bucles de mis cabellos se levantan erizados, al oír la insolencia de estos arrogantes impíos. ¡Ojalá los diosos los aniquilen en mi tierra!
MENSAJERO. Voy a decir el sexto, el varón más sabio y, más va¬liente en el combate, el poderoso adivino Anflarao. Colocado delante de la puerta Homoloide, llena de improperios al fuerte Tideo: «Homicida, perturbador de la ciudad, el maestro ma¬yor de los infortunios para Argos, mensajero de Erinis, mi¬nistro de Muerte, consejero de estas desgracias para Adrasto.» Después, dirigiendo la mirada hacia tu hermano, el fuerte Polinices, elevando los ojos, y al fin partiendo el nombre en dos, le llama y salen estas palabras de su boca: «¡Ciertamente, tal hazaña es agradable a los dioses y bella de escuchar y de decir a los descendientes: destruir la ciudad de los padres y los dioses de la raza, lanzando contra ellos un ejército extranjero! ¿Con qué derecho vas a restañar la fuente materna? La tierra patria conquistada por tu afán con la lanza, ¿cómo será tu aliada? Yo, por mi parte, fertilizaré este suelo, adivino sepul¬tado bajo tierra enemiga. Luchemos: no es deshonroso el destino que espero.» Así habló el adivino, mientras llevaba gravemente su escudo de macizo bronce. Pero no hay emble¬ma en su escudo: pues no quiere parecer el mejor sino serio, cosechando surco profundo en su ánimo, del cual brotan nobles designios. Contra éste te aconsejo que envíes sabios y valientes adversarios. Temible es el que honra a los dioses.
ETEOCLES. ¡Ah, funesto presagio que asoció un hombre justo a los impíos! En toda empresa no hay nada peor que una mala compañía: el fruto no es bueno para cosecharse. Si un hombre piadoso se embarca con marineros ardientes para el crimen, perece con la raza de hombres odiosa a los dioses; o si un justo se une con ciudadanos inhospitalarios que no se acuerdan de los dioses, cae justamente en la misma red y sucumbe a golpes del látigo común del dios. Así ese adivino, digo el hijo de Ecico, prudente, justo, valiente, piadoso, gran profeta, mez¬clado contra su voluntad, a impíos de boca temeraria, com¬prometidos en una expedición de difícil regreso, será, si Zeus quiere, arrastrado en la misma red. Creo que ni siquiera ata¬cará nuestras puertas, no porque carezca de valor ni por co¬bardía de ánimo, sino que sabe cómo ha de morir en la bata¬lla, si los oráculos de Loxias han de llevar su fruto: acostumbra callar o decir lo que conviene. Con todo, contra él colocare¬mos a otro guerrero, el fuerte Lástenes, guardián de puerta que odia al extranjero; anciano por su mente, tiene, en cambio, un cuerpo joven, ojo rápido y mano presta para alcanzar con la lanza un flanco no protegido junto al escudo. Pero para los mortales el vencer es un don divino.
CORO. Escuchad, dioses, estas justas súplicas, llevarlas a cum¬plimiento para que se salve la ciudad; girad los males de la guerra sobre nuestros invasores y que Zeus con su rayo los alcance y mate fuera de las murallas.
MENSAJERO. Voy a hablarte del séptimo que viene contra la séptima puerta, de tu propio hermano, y de las desdichas que impreca y pide para la ciudad. Quiere, después de escalar las torres, de ser proclamado rey del país y de haber prorrumpido con un canto de conquista, encontrarse contigo y habiéndose dado muerte morir cerca de ti, si deja vivo al que ha agravia¬do con la expulsión, castigarle de la misma manera con el des¬tierro. Estas cosas pide el fuerte Polinices, y llama a los dioses gentilicios de la tierra paterna para que vigilen por el total cumplimiento de sus súplicas. Lleva un escudo redondo, re¬cién forjado, sobre el cual figura un doble emblema: un hombre cincelado en oro, vistoso por sus armas, al que con¬duce una mujer, guía de mente sensata. Pretende ser justicia, según dicen las letras: «Restituiré este hombre a la patria y volverá a tener su ciudad y la mansión de sus padres». Tales son los emblemas de aquellos: nunca podrás reprocharme por mis relatos. Mas tú sólo decide cómo se ha de pilotar esta cuidad.
(Sale el mensajero.)
ETEOCLES. ¡Oh enloquecido por la divinidad, gran aborreci¬miento de los dioses, linaje de Edipo, el mío digno de toda lágrima! ¡Ay de mí! Ahora se cumplen las maldiciones de un padre. Pero no es bueno llorar ni quejarse, no sea que se en¬gendre un lamento más agobiante. Para ese hombre tan bien nombrado, digo, Polinices, pronto sabremos en dónde ter¬minará su emblema: si le devolverán a su patria unas letras de oro cinceladas que fluyen en su escudo con descarrío de la mente. Si la virgen, hija de Zeus, Justicia, estuviera presente en sus acciones y sus pensamientos, quizá esto podría realizarse; pero nunca ni el día que huyó de las tinieblas maternas ni en su crianza, ni al entrar en la adolescencia, ni cuando la barba le esperaba en su mentón, justicia le ha dicho una palabra y le creyó digno de ella; ni creo que ahora, cuando maltrata su tie¬rra patria se ponga a su lado, o sería entonces con razón de r nombre falso, esa justicia aliada a un hombre que a todo se atreve en su ánimo. Con esta confianza yo mismo iré a su encuentro. ¿Qué otro podría actuar con más derecho? Príncipe contra príncipe, hermano contra hermano, enemigo contra enemigo, yo le haré frente. Trae cuanto antes las grebas, pro¬tección de la lanza y de las piedras.
CORO. ¡Oh el más querido de los hombres, hijo de Edipo, no seas semejante en cólera al que habla tan horribles palabras! Bastante es que los cadmeos lleguen a las manos con los argivos: pues existe purificación para esta sangre. Pero la muerte mutua de dos hermanos es una mancha que no envejece.
ETEOCLES. Si uno ha de sufrir un mal, que sea sin deshonra; pues es el único provecho entre los muertos; pero los males con deshonra no podrás celebrarlos.
CORO. ¿Qué deseas, hijo? No te arrastre la ceguera llena de cólera al que habla tan horribles palabras! Bastante es que los cadmeos lleguen a las manos con los argivos: pues existe purifi¬cación para esta sangre. Pero la muerte mutua de dos herma¬nos es una mancha que no envejece.
ETEOCLES. Ya que un dios precipita los acontecimientos, que vaya viento en popa hacia la ola del Cocoto, su lote, todo el linaje de Layo, odioso a Febo.
CORO. Un deseo cruel, roedor en exceso, te impulsa a cumplir una matanza de fruto amargo de una sangre no lícita.
ETEOCLES. Es que la odiosa, la negra maldición de un padre, se asienta en mis ojos secos, sin lágrimas, y me dice: «Mejor morir antes que más tarde.»
CORO. Pero tú no te dejes llevar. No te llamarán cobarde si mi¬ras por tu vida. La Erinis de negra égida, ¿no saldrá de es¬ta mansión, cuando los dioses acepten una ofrenda de tus manos?
ETEOCLES. Pero los dioses ya no me protegen, sólo les place la ofrenda de mi muerte. ¿Por qué, pues, halagar todavía un destino tan funesto?
CORO. Ahora, al menos, cuando está junto a ti. Porque el demon, con el tiempo, por un cambio de designio, puede mudar y venir con un soplo más clemente. Pero ahora todavía hierve.
ETEOCLES. Lo han hecho hervir las maldiciones de Edipo. De¬masiado verídicas eran las visiones de sueños fantasmales que repartían la herencia paterna.
CORIFEO. Escucha a las mujeres, por doloroso que te resulte.
ETEOCLES. Podrías decirme algo que sea posible; pero no ha de ser largo.
CORIFEO. No cojas el camino de la séptima puerta.
ETEOCLES. Estoy afilado y no me embotarás con tu palabra.
CORIFEO. Pero la victoria, incluso sin gloria, los dioses la honran.
ETEOCLES. A un soldado no debe gustar esta palabra.
CORIFEO. Pero ¿quieres segar la sangre de tu propio hermano?
ETEOCLES. Tú no podrás sustraerte a los males cuando los dioses los envían.
(Sale Eteocles.)
CORO. Tengo miedo de que la aniquiladora de estirpes, la divi¬nidad tan diferente de las otras divinidades, la infalible pro¬fetisa de desgracias, la Erinis invocada por un padre, dé cumplimiento a las irritadas imprecaciones de Edipo en el ex¬travío de su mente, esta discordia, funesta a sus hijos, la em¬puja.
Un extranjero reparte las suertes: un cálibo emigrado de Escitia, amargo distribuidor de patrimonios, el hierro de co¬razón cruel, echando suertes, ha decidido que ocupen tanta tierra cuanta poseen los muertos, sin parte en las vastas lla¬nuras.
Cuando mueran asesinados, destrozados por sí mismos, y el poder de la tierra haya bebido la cuajada negra sangre de ese crimen, ¿quién podría ofrecer purificaciones, quién los lavará? ¡Oh nuevos dolores de la casa mezclados con antiguas Des¬gracias!
Hablo de la falta antigua, pronto castigada -pero que per¬manece hasta esta tercera generación- cuando Layo, rebelde a Apolo, que por tres veces en su oráculo profético, ombligo del mundo, le había declarado que muriera sin hijos si quería salvar a Tebas.
Pero él, vencido por un dulce extravío, engendró su propia muerte, el parricida Edipo, quien sembrando el sagrado campo de su madre, donde se había criado, se atrevió a plan¬tar una raíz sangrienta: un delirio juntó a los esposos insen¬satos.
Como un mar de males lanza sus olas contra nosotros, si una cae, levanta otra de triple garra, que brama en torno a la popa de la ciudad. En medio se extiende la defensa de un escaso espesor de muralla, y temo que con los reyes sucumba nuestra ciudad.
Porque se cumplen los dolorosos desenlaces de antiguas imprecaciones. La perdición no alcanza a los pobres; pero la prosperidad en exceso, acumulada por hombres afanosos, obliga a arrojar carga de lo alto de la popa.
¿A quién admiraron tanto los dioses, los ciudadanos de Tebas y los hombres todos que alimenta la tierra, como honraron a Edipo cuando quitó de este país al monstruo ladrón de hombres?
Pero después que el mísero conoció su desgraciada boda, atormentado por el dolor, en el delirio de su corazón, realizó un doble mal: con mano parricida se privó de sus ojos más queridos que sus hijos; y contra sus propios hijos, indignado por el mezquino sustento, lanzó, ¡ay, ay!, maldiciones de amarga lengua, y que un día empujando el hierro se partirían la hacienda. Y ahora temo que las cumpla la Erinis de pies rápidos.
(Llega un mensajero.)
MENSAJERO. Tened confianza, hijas criadas por vuestras madres. La ciudad ha escapado del yugo de la esclavitud; han caído al suelo las baladronadas de aquellos hombres arrogantes, y la ciudad en la calma y en los numerosos embates de las olas, no ha hecho agua. Sus murallas la protegen y cubrimos las puertas con campeones capaces de defenderlas en combate singular. La mayor parte de las cosas van bien en las seis puertas; pero en la séptima, el augusto señor del siete, el soberano Apolo, la eligió para sí, cumpliendo sobre la raza de Edipo los antiguos extravíos de Layo.
CORIFEO. Pero ¿qué suceso nuevo todavía le ha ocurrido a la ciudad?
MENSAJERO. La ciudad se ha salvado, pero los reyes de una mis¬ma siembra...
CORIFEO. ¿Quiénes? ¿Qué dices? Enloquezco por miedo a tu palabra.
MENSAJERO. Cálmate ahora, escucha: los hijos de Edipo...
CORIFEO. ¡Ay desgraciada de mí! Soy adivina de estos males.
MENSAJERO. Sin duda alguna, ambos caídos en el polvo...
CORIFEO. ¿Yacen allí? Por cruel que sea, dímelo.
MENSAJERO. Han muerto los varones, derribados por sus propias manos.
CORIFEO. Así se quitaron la vida con fraternas manos.
MENSAJERO. La tierra ha bebido su sangre en la mutua matanza.
CORIFEO. Así el demon les dio a ambos igual destino: la ciudad ha vencido, pero sus príncipes, sus dos caudillos, se han re¬partido todo su patrimonio con el hierro escita forjado a martillo. Poseerán la tierra que reciban por tumba, arrastrados por las imprecaciones malhadadas de un padre.
(El mensajero sale.)
CORO. ¡Oh gran Zeus y dioses protectores de la ciudad que os habéis dignado salvar las murallas de Cadmo! ¿Me alegro y lanzo el grito de, júbilo en honor del Salvador que ha conservado la ciudad? ¿O lloro a sus capitanes deplorables y desgraciados, privados de hijos, que justificando con razón su nombre «de muchas querellas», perecieron con propósito impío?
¡Qué negra y fatal maldición de la raza de Edipo! Un frío cruel me atenaza el corazón. Entono, cual bacante, para mi tumba una canción, al oír que cuerpos ensangrentados han miserablemente perecido. Es de mal agüero este acorde de la lanza.
Se realizó sin titubeo la maldición salida de la boca paterna: las resoluciones indóciles de Layo han continuado hasta el fin. Una angustia rodea la ciudad: los oráculos no se embotan. ¡Ay, desgraciados príncipes! Habéis conseguido una obra in¬creíble. Han llegado penas aflictivas y no de palabra.
(Se va aproximando el cortejo fúnebre con los cuerpos de Eteocles y Polinices. Sus hermanas Antígona e Ismena asisten también a la ceremonia.)
Es evidente por sí mismo, a la vista está el relato del mensa¬jero: doble angustia, doble el dolor de estas muertes mutuas, doble lote de sufrimientos consumados. ¿Qué decir? ¿Qué otra cosa que dolores sobre dolores se asientan en esta casa? Arriba, amigas, con el viento de los lamentos, acompañad, golpeando con las manos la cabeza, el ritmo de los remos que siempre a través del Aqueronte hacen cruzar la barca peregrina de negras velas hasta la orilla no pisada por Apolo, privada de sol, hacia la tierra sombría, que a todos acoge.
Pero, aquí estén para un deber amargo, Antígona e Ismena, para el lamento por sus dos hermanas. No hay duda, creo, que de sus bellos pechos, de pliegues profundos, lanzarán un dig¬no dolor. Es justo que, antes que otra voz, nosotras hagamos resonar el lúgubre himno de Erinis, y luego cantemos el odioso peán de Hades.
¡Ay, las más infortunadas de cuantas mujeres ciñen sus ves¬tidos con un cinturón! Lloro, suspiro y no disimulo los gritos agudos que como es justo salen de mi corazón!
(El coro se divide en dos semicoros que se contestan.)
¡Oh, oh, insensatos, incrédulos a vuestras amigas, insaciables de males, que habéis tomado, míseros, la casa paterna por la fuerza!
Míseros, sí, pues encontraron una miserable muerte con afrenta de su casa.
¡Oh, oh, habéis hollado los muros de vuestra casa y, después de haber visto una amarga realeza, estáis ahora reconciliados con el hierro!
Así la augusta Erinis ha cumplido muy verídicamente la maldición del padre Edipo.
Heridos en el siniestro lado, sí, heridos en los costados na¬cidos de unas mismas entrañas, golpe por golpe dentro de su corazón. ¡Ay, ay, infortunados! ¡Ay, ay, maldiciones que han causado mutuas muertes!
Han atravesado con sus golpes de lado a lado la casa y sus cuerpos con increíble ira, y por el hado de discordia nacido de la imprecación paterna.
Recorre la ciudad un gemido, gimen las murallas, gime el suelo que ama a los varones. Para los venideros quedan estos bienes, por los cuales vino, para los malhadados, la querella y su fatal desenlace.
Se repartieron, insaciables, el patrimonio, y recibieron igual parte. Pero el mediador no está sin reproche para los amigos: Ares no es condescediente.
Heridos por el hierro, así ambos yacen, heridos por el hierro les espera -quizá alguien diga: ¿qué?- su parte en la tumba paterna.
El lamento de su casa les acompaña, resonante, laceran¬te, que gime y llora por sí mismo, desolado, no amigo de la dicha, que vierte lágrimas Sin cesar de un corazón que se consume en el llanto por estos dos príncipes.
Puede decirse de estos desgraciados que mucho han hecho por los ciudadanos, y que en la lucha han destrozado las filas de todos los extranjeros.
Infortunada la que los dio a luz, más que todas las mujeres que son llamadas madres. De un hijo que había tomado por esposo los concibió; y así han perecido ambos por manos fratricidas surgidas de una misma semilla.
De la misma semilla, sí, en completa ruina, a causa de una partición sin amor, en una loca disputa, que ha puesto fin a la querella.
Ha cesado el odio, y sobre el suelo ensangrentado sus vidas se mezclan. En verdad son de una misma sangre. Cruel es el ár¬bitro de su discordia, el extranjero del Ponto, el hierro afilado salido de la fragua; y cruel el malvado partidor de riquezas.
Ares, que ha hecho cierta la maldición paterna.
Ya tienen, míseros, la parte que les corresponde de los su¬ frimientos que los dioses envían. Debajo de sus cuerpos habrá una insondable riqueza de tierra.
¡Oh cuántas penas habéis hecho brotar sobre vuestra raza! Al fin las Maldiciones han lanzado el canto agudo del triunfo, después de haber emprendido la raza la huida en una total derrota. Un trofeo de Ate se ha levantado en la puerta en la que se batieron, y vencedor de ambos, descansa cl demon.
(El cortejo fúnebre se pone en marcha.)
ANTIGONA. (Dirigiéndose a Polinices.) Herido, heriste.
ISMENA. (Dirigiéndose a Eteocles.) Tú has muerto habiendo ma¬tado.
ANTIGONA. Con lanza mataste.
ISMENA. Con lanza moriste.
ANTIGONA. Desgracias causaste.
ISMENA. Desgracias sufriste.
ANTIGONA. Salid lágrimas.
ISMENA. Salid lamentos.
ANTIGONA. Yaces delante nuestro.
ISMENA. ¡Ay!
ANTIGONA. Mi alma enloquece de gemidos.
ISMENA. En un pecho gime el corazón.
ANTIGONA. ¡Oh tú, digno de todas las lágrimas!
ISMENA. ¡Y tú, también, en todo desgraciado!
ANTIGONA. Has muerto a manos de un hermano.
ISMENA. Y has matado a un hermano.
ANTIGONA. Doble es de decir.
ISMENA. Y doble de ver.
ANTIGONA. En los dolores, unos cerca de los otros.
ISMENA. Y los hermanos junto a los hermanos.
CORO. ¡Oh, Parca, funesta distribuidora de pesares! ¡Sombra augusta de Edipo! ¡Negra Erinis, cuán poderosa eres!
ANTIGONA. ¡Ay!
ISMENA. ¡Ay!
ANTIGONA. Sufrimientos lamentables de contemplar...
ISMENA. ...me mostraste al volver del destierro.
ANTIGONA. Tan pronto llegó, mató.
ISMENA. Se había salvado y expiró.
ANTIGONA. Sí, perdió la vida.
ISMENA. Y la quitó a éste.
ANTiGONA. Deplorable de decir.
ISMENA. Deplorable de ver.
ANTIGONA. Doble penar de igual nombre.
ISMENA. Doble llorar, por triple dolor.
CORIFEO. ¡Oh Parca, funesta distribuidora de pesares! ¡Sombra augusta de Edipo! ¡Negra Erinis, cuán poderosa eres!
ANTIGONA. Tú la conoces por haberla experimentado.
ISMENA. Y tú no has tardado en conocerla.
ANTIGONA. Cuando regresaste a la ciudad.
ISMENA. Y enfrentaste tu lanza a la de éste.
ANTIGONA. ¡Mísera raza!
ISMENA. ¡Afligida de miserias!
ANTIGONA. ¡Ay, pena!
ISMENA. ¡Ay, desgracias!
ANTIGONA. Para la casa y el país.
ISMENA. Y ante todo para mí.
ANTiGONA. ¡Ay, ay, soberano de lamentos y miserias!
ISMENA. ¡Ay, de todos el más digno de compasión!
ANTIGONA E ISMENA. ¡Ay, poseídos de Ate!
ANTIGONA. ¡Ay, ay! ¿En qué lugar de la tierra les daremos se¬ pultura?
ISMENA. ¡Ay! Donde sea más grande el honor.
ANTIGONA E ISMENA. ¡Ay, ay! Su desventura reposará al lado de su padre.
(El cortejo sale muy despacio de la orquesta. Llega un mensa¬jero.)
MENSAJERO. Debo pregonar las decisiones tomadas por los ma¬gistrados populares de esta ciudad cadmea. A Eteocles, que aquí veis, han acordado a causa de su amor al país, sepultarlo en amorosa fosa de tierra; pues odiando al enemigo ha prefe¬rido la muerte en su ciudad, y siendo puro y sin reproche hacia los templos de nuestros padres, ha muerto donde es hermoso morir para los jóvenes. Así se me ha ordenado hablar acerca de éste. En cuanto al otro cadáver, el de su hermano Polinices, han resuelto que sea arrojado fuera, sin sepultura, presa para los sabuesos, pues habría sido el devastador del país de los cadmeos, si un dios no hubiera obstaculizado su lanza. Incluso muerto, conservará la mancha de su falta contra los dioses ancestrales, a los que ha ofendido lanzando contra Te¬bas un ejército extranjero para tomarla. Se ha decidido, pues, que reciba su castigo siendo enterrado ignominiosamente por las aves aladas, y que nadie le acompañe para apilar su tumba, ni le honre con cantos agudos de lamentos; y que sea privado del honor del cortejo fúnebre de los suyos. Tal es lo que ha decretado el nuevo poder de los cadmeos.
ANTIGONA. Pero yo digo a los gobernantes cadmeos: si nadie quiere ayudarme a sepultar a éste, yo lo sepultaré y asumiré el peligro de enterrar a mi hermano, sin avergonzarme de ser desobediente y rebelde para con la ciudad. Es terrible la co¬mún entraña de que nacimos, hijos de una madre desgraciada y de un padre mísero. Así, alma mía, participa de manera voluntaria de los males con el que ya no tiene voluntad, siendo viva para el que está muerto con corazón fraterno. Su carne, no, los hambrientos lobos no la devorarán; que nadie lo piense. Pues un sepulcro y un enterramiento yo, aunque soy mujer, se los proporcionaré, llevándole en los pliegues de mi peplo de lino. Y yo sola lo cubriré. Que nadie piense lo con¬trario. Algún expediente eficaz ayudará a mi audacia.
MENSAJERO. Te prevengo que no hagas esta afrenta a la ciudad.
ANTIGONA. Te prevengo que no me hagas discursos inútiles.
MENSAJERO. Sin embargo, es duro un pueblo que ha escapado de un desastre.
ANTIGONA. Tan duro como quieras, pero éste no quedará sin sepultar.
MENSAJERO. ¿Al que odia la ciudad, tú le honrarás con una se¬pultura?
ANTIGONA. ¿Los dioses no le han concedido ya su parte de honor?
MENSAJERO. Sí, hasta el día en que ha arrojado el peligro a este país.
ANTIGONA. Ha sufrido males y con males ha contestado.
MENSAJERO. Pues su lucha ha sido contra todos, en vez de contra uno.
ANTIGONA. La Discordia es la diosa que tiene la última palabra. Yo le enterraré: no hables más.
MENSAJERO. Tú, obra por propia voluntad; yo te lo prohíbo.
CORIFEO. ¡Ay, ay! ¡Oh altaneras, destructoras de las familias, Erinis de la Muerte, que habéis aniquilado de raíz el linaje de Edipo! ¿Qué sufriré? ¿Qué haré? ¿Qué decidiré? ¿Cómo tendré valor para no llorarte ni acompañarte hasta la tumba?
Pero siento espanto y desisto por miedo a estos ciudadanos. Tú, al menos, tendrás muchos que por ti se afligirán; pero aquél, infortunado, se irá sin lamentos y sólo tendrá por canto fúnebre las lágrimas de una hermana. ¿Quién podría creerlo?
PRIMER SEMICORO. (Con Antígona.) Que la ciudad castigue o no castigue a los que lloran a Polinices, nosotras iremos y con Antígona le acompañaremos y enterraremos. Este duelo es común a toda la raza, y la ciudad alaba ya esto, ya aquello como justo.
SEGUNDO SEMICORO. (Con Ismena.) Y nosotras iremos con éste, como la ciudad y lo justo a la vez lo alaban, porque, después de los Felices y del poder de Zeus, éste es el que salvó la ciudad de los cadmeos para que no volcara y fuera del todo sumergi¬da por la ola de los bárbaros.

Los persas. Esquilo.




LOS PERSAS


PERSONAJES

Coro de ancianos
Acosa (madre del rey)
Mensajero
Sombra de Darío
Jerjes (rey de los persas)

La escena tiene lugar en Susa, capital de los persas, delante del palacio del Gran Rey. El coro está compuesto de ancianos conse¬jeros del monarca, llamados los Fieles.

CORIFEO. De los persas que han marchado hacia la tierra de la Hélade, estos son los llamados Fieles, guardianes de este palacio opulento y lleno de oro, que por su magnificencia el propio rey Jerjes, hijo de Darío, escogió para vigilar sobre el país.
Pero cuando pienso en el retorno del rey y del brillante ejército, harto ya de ser profeta de desgracias, se me angustia el corazón en el pecho -toda la fuerza de la estirpe asiática se ha marchado- y reclama a su joven señor, pero ni mensajero ni jinete alguno llega a la ciudad de los persas.
Dejando Susa y Ecbatana y el viejo recinto de Cisia, han marchado, unos a caballo, otros en naves, y a pie los infantes que constituyen la masa guerrera.
Así van al combate Amistres y Artafrenes, Megabates y Astaspes, capitanes de los persas, reyes vasallos del Gran Rey, celadores de un inmenso ejército, y con ellos, los temibles ar¬queros y los caballeros formidables de contemplar, terribles en el combate por la valerosa decisión de su espíritu. Y Artambaces, contento encima de su caballo, y Masistres, y el valiente Imeo, arquero victorioso, y Farandaces, y Sóstanes el con¬ductor de carros.
El ancho y fecundo Nilo ha enviado también los suyos: Susiscanes, Pegastón, nacido de Egipto, y el soberano de la sa¬grada Menfis, Arsames el Grande, y el regente de la antigua Tebas, Arimardo, y los hábiles remeros que surcan los panta¬nos, multitud difícil de contar.
A continuación viene la tropa de los lidios de vida fácil, que dominan a todos los pueblos de su continente; Metrogates, y el valiente Arcteo, reyes conductores, y Sardes, la ciudad del oro, los envían al combate en muchos carros de dos y tres lanzas dispuestos en escuadrones, formidable espectáculo terrible.
Los vecinos del sagrado Tmolo se jactan de que harán caer sobre la Hélade el yugo de la esclavitud, Mardon, Taribis, yunques de la lanza, y los lanceros misios. Babilonia, rica en oro, envía en torrente una mezclada multitud, marinos en sus naves, y soldados llenos de fe en el coraje con que tensan el arco. Detrás viene, procedente de toda Asia, la gente de espada corta, obediente a las órdenes terribles del Gran Rey.
Tal es la flor de los guerreros del país de Persia que han marchado, y por ellos toda la tierra de Asia, su nodriza, llora con ardiente nostalgia; y sus padres y esposas, contando los días, tiemblan del tiempo que se demora.
CORO. El ejército del rey, destructor de ciudades, ya, sin duda, a la ribera opuesta del continente vecino, después de haber atrave¬sado el estrecho de Hele, hija de Atamantis, en baleas atadas con cuerdas de lino, y lanzado sobre el cuello del mar el yugo de una pasarela tachonada con innumerables clavijas.
El impetuoso señor de la populosa Asia lanza contra toda la tierra un enorme rebaño de hombres por un doble camino: para los soldados de a pie y los del mar confían en sus fuertes y rudos capitanes, el hijo del linaje del oro, mortal igual a los dioses.
En sus ojos brilla la sombría mirada del dragón sanguinario; tiene mil brazos y miles de marinos, e impulsando su carro sirio conduce un Ares que triunfa con el arco contra guerreros ilustres por la lanza.
Nadie es reputado capaz de hacer frente a este inmenso to¬rrente de hombres y con poderosos diques contener el in¬vencible oleaje del mar. Irresistible es el ejército de los persas y su valiente pueblo.
Pero ¿qué mortal puede escapar al astuto engaño de un dios? ¿Quién con el ágil pie de un salto feliz sabría lanzarse por encima?
Dulce y halagador, Ate atrae al hombre hacia sus redes, y ningún mortal puede esquivarlas y huir. El destino que los dioses han asignado desde antiguo a los persas les impone la tarea de ocuparse de las guerras destruc¬toras de torres, de los tumultos, placer de los jinetes, y de las devastaciones de ciudades.
Pero ahora han aprendido en las vastas rutas del mar, grisá¬ceo por el viento impetuoso, a contemplar el sagrado recinto de las aguas, confiados en frágiles cordajes de lino y en inge¬nios para transportar a los hombres.
Por ello la angustia lacera mi corazón enlutado. «¡Oh! ¡Ah, el ejército persa!» ¿No es esta la nueva que oirá mi urbe, la gran ciudad de Susa, vacía de hombres, y la fortaleza de Cisia tornaría los ecos? «¡Oh!» ¿Es este el grito que hará resonar una muche¬dumbre femenina, mientras desgarra sus vestidos de lino?
Pues todo un pueblo de jinetes y de infantes ha dejado el país, como un enjambre de abejas, con su jefe de ejército; ha salvado el promontorio marino, uncido y común a los dos continentes.
Los tálamos, con la añoranza de los hombres, se llenan de lágrimas; todas las mujeres persas, en la ternura de su duelo, han seguido con nostalgia amorosa el belicoso y valiente es¬poso, y solas quedan en el yugo.
CORIFEO. Vamos, pues, persas, y sentados bajo este tejado anti¬guo, meditemos sabia y profundamente -la necesidad nos acosa- examinando la situación de Jerjes rey, nacido de Da¬río, raza nuestra con el nombre heredado de sus abuelos. ¿Acaso triunfa el tiro del arco? ¿O ha vencido la lanza con moharra de hierro?
Pero, mirad, he aquí la madre del rey, mi reina, luz igual a la de los ojos de los dioses; yo me arrodillo. Que todos la saluden con los homenajes debidos.
(El coro se postra y entra la Reina madre en su carro, seguida de un numeroso cortejo.)
Oh reina, soberana de las mujeres persas, de grácil talle, madre venerable de Jerjes, salve, mujer de Darío.
Compañera de lecho de un dios de los persas, habrás sido también madre de un dios, si al menos la ancestral fortuna no ha desertado de nuestro ejército.
REINA. Por esta causa he venido aquí, dejando el palacio brillante y la alcoba de Darío y mía; también a mí la inquietud desga¬rra mi corazón y a vosotros quiero decirlo, amigos. Yo misma no estoy exenta de temor, no sea que nuestra gran riqueza derribe de un puntapié, cubriendo de polvo el suelo, la feli¬cidad que Darío levantó no sin el concurso de algún dios. Así una doble e inexplicable preocupación radica en mi corazón: ni las riquezas sin hombres son honradas y apreciadas, ni para los hombres sin riquezas brilla tanta luz cuanta es su fuerza. Nuestra riqueza es irreprochable; pero el temor es por nuestros ojos. Porque el ojo de una casa creo que es la presencia del señor. Siendo esto así, sed, persas, antigua confianza mía, consejeros en lo que os diré; pues en vosotros radican todos mis prudentes consejos.
CORIFEO. Sabe bien esto, reina de este país: no tendrás necesidad de indicarme dos veces ni de palabra ni de obra en lo que sea capaz de servirte de guía. Llamas en nosotros a unos diligen¬tes consejeros.
REINA. Vivo siempre acompañada de muchos sueños nocturnos desde que mi hijo, equipando un ejército, ha partido con el deseo de devastar la tierra de Jonia; pero todavía no he vis¬to uno tan claro como el de la noche pasada. Te lo diré. Me ha parecido que se presentaban ante mis ojos dos mujeres bien vestidas, una adornada con ropas persas, otra dóricas; ambas en estatura y en belleza sin mancha superaban, con mucho, a las mujeres de ahora y eran hermanas de la misma raza; pero habitaban, una la Hélade, que la fortuna le había asignado, otra un país bárbaro. Una disputa se originó entre ellas, según me pareció ver;' mi hijo, al darse cuenta, las contenía y cal¬maba; después las unce a su carro y les coloca el yugo sobre el cuello. Entonces una se jactaba de este atavío, y ofrecía a las riendas una boca dócil; la otra, al contrario, respingaba y de repente con las manos destroza los arreos del carro, lo arrastra con violencia a pesar de las riendas, y finalmente rompe por el medio el yugo. Mi hijo cae; su padre, Darío, compadecién¬dolo, acude a su lado; pero Jerjes al verlo rasga los vestidos que le cubren. Esta es, pues, digo, la visión que he tenido esta noche. Al levantarme, baño mis manos en las corrientes puras de una fuente y cargada de ofrendas me acerco al altar para ofrecer una torta a los dioses protectores, a los que se debe este homenaje. Entonces veo un águila que huye hacia el hogar de Febo. Muda de terror, me detengo, amigos; pero pronto con¬templo un gavilán que se lanza con rápido batir de alas y con las garras despluma la cabeza del águila, la cual no hace otra cosa que acurrucarse y ofrecer su cuerpo como presa. Esto es para mí terrible de contemplar y para vosotros de escucharlo. Pues bien, lo sabéis, mi hijo, si triunfa, será un rey admirable; pero si fracasa no ha de rendir cuentas al país, y si se salva gobernará igualmente esta tierra.
CORIFEO. No deseamos, madre, ni espantarte demasiado con nuestras palabras, ni inspirarte demasiada confianza. Llégate a los dioses en súplica. Si has visto algo siniestro; pídele que aparten de ti su cumplimiento, pero que realicen todo lo bueno para ti, para tus hijos, para el país y para todos tus amigos. Después es necesario que derrames libaciones a la tierra y a los difuntos; encarecidamente suplico a tu esposo Darío, que dices haber visto esta noche, que te envíe de debajo de tierra a la luz augurios favorables para ti y para tu hijo, y que retenga marchito lo adverso en las sombras subterráneas. Esto es lo que, profeta inspirado por el corazón, te aconsejo desde lo más recóndito de mi alma. Creemos que estos pre¬sagios se realizarán del todo bien.
REINA. Reconozco tu afecto a mi hijo y a mi casa en esta inter¬pretación de mis sueños que tú has sido el primero en confir¬mar. ¡Ojalá se realicen felizmente! Todo lo que concierne a los dioses y a los amigos subterráneos, lo realizaré, según tus deseos, tan pronto como llegue a palacio. Pero hay cosas que quiero conocer, amigos: Atenas, ¿en qué lugar de la Tierra está situada?
CORIFEO. Lejos, hacia poniente, donde desaparece nuestro señor el Sol.
REINA. ¿Pero mi hijo deseaba tomar esta ciudad?
CORIFEO. Toda la Hélade entonces habría estado sometida al Rey.
REINA. ¿Así tienen un ejército tan numeroso?
CORIFEO. Sí, un ejército que ha hecho ya mucho daño a los
medos.
REINA. ¿Y qué hay además de esto? ¿Tienen riqueza suficiente en sus casas?
CORIFEO. Una fuente de plata tienen, un tesoro que guarda la tierra.
REINA. ¿El arma que los distingue es la flecha que tensa el arco?
CORIFEO. No; espadas para el cuerpo a cuerpo y escudos que llevan en el brazo.
REINA. ¿Y qué jefe acaudilla y manda el ejército?
CORIFEO. No se llaman esclavos ni vasallos de nadie.
REINA. ¿Cómo entonces podrán hacer frente al ataque de los enemigos?
CORIFEO. Bastante como para haber destruido a Darío un nu¬meroso y magnífico ejército.
REINA. Dices cosas terribles de pensar para las madres de los que han partido.
CORIFEO. Pero, según creo, pronto sabrás toda la verdad. He aquí a un hombre que viene corriendo y que parece ser un persa. Trae claramente alguna noticia, buena o mala de oír.
(Llega corriendo un mensajero.)
MENSAJERO. ¡Oh ciudades de toda la tierra de Asia, oh país pérsico y enorme puerto de riqueza, cómo, de un solo golpe, ha sido destruida una inmensa felicidad, ha desaparecido pi¬soteada la flor de los persas! ¡Ay de mí! Es una desgracia ser el primero en anunciar males. Sin embargo, es necesario que os revele todo el desastre, persas: el ejército entero de los bárba¬ros ha perecido.
CORO. Horribles, horribles desgracias, inauditas y desgarradoras. ¡Ay, ay! Llorad, persas, al oír este dolor.
MENSAJERO. Sí, todo aquello está terminado, y yo mismo contra toda esperanza veo la luz del regreso.
CORO. Demasiado longeva se nos aparece hoy la existencia a nosotros, ancianos, para oír esta calamidad inesperada.
MENSAJERO. Y en verdad, como testigo y no oyendo el relato de otros, persas, quiero contaros las desgracias que os han suce¬dido allí.
CORO. ¡Otototoi! En vano miles de dardos juntamente han pa¬sado de Asia a una tierra enemiga, al país de la Hélade.
MENSAJERO. Las riberas de Salamina y todo el lugar contiguo están llenos de cadáveres que un funesto destino ha destrozado.
CORO. ¡Otototoi! Te refieres a de los miembros muertos de seres queridos, revolcados por las olas, sin cesar zambullidos, arrastrados en sus largas capas errantes.
MENSAJERO. No era suficiente cl arco, y todo nuestro ejército sucumbió, domado por los espolones navales.
CORO. Lanza sobre nuestros desgraciados un grito malhadado, lúgubre. Los dioses todo lo han dispuesto para perdición completa de los persas. ¡Ay, ay, ejército destruido!
MENSAJERO. ¡Nombre de Salamina, el más odioso a mis oídos! ¡Ah! ¡Cómo gimo al acordarme de Atenas!
CORO. Sí, Atenas, odiosa para nuestra perdición. Tengo motivos para acordarme de ella, cuando ha hecho, en vano, de tantas persas, madres sin hijos, esposas sin maridos.
(Un silencio.)

REINA. Hace rato que no hablo, infeliz, abrumada por las des¬gracias. Este desastre es demasiado grande para poder decir, para interrogar acerca de los sufrimientos. Sin embargo, es necesario que los mortales soporten las penas que envían los dioses. Desarrolla, pues, toda la catástrofe, y soségante dinos, aunque gimas por los males, quién, de entre los jefes, no ha muerto, a quién hemos de llorar, y quién prestando servicio como cetrero ha dejado al morir su lugar vacío.
MENSAJERO. El propio Jerjes vive y ve la luz.
REINA. Tus palabras son para mi casa una gran luz, un día blanco después de la sombría noche.
MENSAJERO. Mas, Artambares, jefe de diez mil jinetes, está sien- i do golpeado a lo largo de la escarpada costa de Silenia, y Dadaces, quiliarca, bajo el golpe de una lanza, ha dado un ligero salto desde su nave. Tenagonte, el héroe bactriano de noble linaje, gira en torno a la isla de Ayax batida por las olas. Lileo, Arsames y Argestes el tercero, alrededor de la isla de las palomas cargan la dura costa con sus cabezas vencidas. Y los egipcios, vecinos de las fuentes del Nilo, Arcteo, Adenes y, en tercer lu¬gar, Farnuco, provisto de un escudo, han caído de la misma nave. Mátalo de Crisa, jefe de diez mil hombres, al morir teñía su larga y espesa barba pelirroja que cambiaba de color en un baño de púrpura. El mago Arabo y Artames bactriano, que guiaban treinta mil caballos negros, ahora están domiciliados en la áspera tierra en donde han perecido. Amistris y Amfistreo, que manejaba una pesada lanza, y el valiente Ariomardo, que ha proporcionado un duelo a Sardes, y el misio Sísames y Ta¬ribis, el almirante de cinco veces cincuenta naves, lirneo de li¬naje, varón soberbio, ahora yace muerto, infeliz, no con muy buena estrella.
Y Sienisis, el más valiente de los hombres, capitán de los cilicios, después de haber causado él solo mil bajas a los ene¬migos, ha muerto gloriosamente. Tales son los jefes que re¬cuerdo; pero siendo tantas las desgracias, sólo te he contado un pequeño número.
REINA. ¡Ay, ay! Oigo los más supremos males, vergüenza para los persas y causa de lamentos agudos. Pero vuelve atrás y dime cuál era la multitud de naves helenas para que se hayan deci¬dido a trabar combate con el ejército persa y atacar nuestra flota.
MENSAJERO. Por lo que respecta a la multitud, sabe que el bár¬baro habría vencido con sus naves; pues los helenos tenían un total de trescientos navíos y, además de estos, diez naves es¬cogidas. Jerjes, al contrario, lo sé, conducía una flota de mil naves, y las que sobresalían por su rapidez eran doscientas siete. Este es el cómputo. ¿Te parece que estábamos en infe¬rioridad en esta lucha? Sino que algún dios ha destruido a nuestro ejército, inclinando la balanza con una fortuna no equilibrada. Los dioses protegen la ciudad de la diosa Palas.
REINA. ¿Así la ciudad de Atenas está todavía intacta?
MENSAJERO. Sí, porque teniendo a sus hombres tiene un baluarte seguro.
REINA. Pero ¿cuál fue para las naves la señal del combate? Dime: ¿quién empezó al lucha, los helenos o mi hijo, envanecido por la multitud de sus naves?
MENSAJERO. El que inició, mi reina, todo este desastre fue un dios maléfico o un espíritu vengador, quién sabe de dónde salió. Un heleno del ejército ateniense vino a decir a tu hijo Jerjes que al llegar las sombras de la noche los helenos no es¬perarían más, sino que saltando sobre los bancos de sus naves, buscarían, cada uno por su parte, salvar la vida en una huida secreta. Él, tan pronto lo oyó, no comprendiendo el engaño del heleno y ni la envidia de los dioses, declara a todos los capitanes de nave esta orden: cuando el sol haya cesado de quemar la tierra con sus rayos y las tinieblas llenen el sagrado recinto del éter, colocarán el grueso de sus naves en tres líneas para guardar las salidas y los pasos resonantes, y las otras en círculo alrededor de la isla de Ayax; pues, si los helenos in¬tentan huir de un destino fatal y encuentran secretamente con sus naves una evasión, había sido decretado que todos serían decapitados. Así habló en el fervor de su corazón animoso; porque no sabía el futuro que le reservaban los dioses. Ellos mansamante y sin desorden, preparan la cena y cada marino ata el remo al escálamo dispuesto a bogar. Cuando se apagó la luz del sol y llegó la noche, todos los remeros, todos los sol¬dados de marina suben a las naves. Una flota exhorta a la otra en la larga noche; rema cada uno hacia el sitio asignado y toda la noche los jefes de las naves mantienen navegando a todo el personal naval. Y la noche transcurre sin que la flota helénica intente por ningún lado una salida secreta.
Pero cuando el día con sus blancos corceles se extiende sobre toda la Tierra, resplandeciente a los ojos, llega de parte de los helenos un sonoro clamor modulado como un himno, mientras que el eco de los peñascos isleños responde con un grito agudo. El terror se apodera de todos los bárbaros enga¬ñados en su pensamiento, pues no era para una huida que los helenos entonces cantaban un solemne peán, sino para lan¬zarse al combate con audacia valerosa; y el sonido de la trompeta enardecía a todo el ejército. Pronto, a golpes igua¬les del ruidoso remo batían las profundas aguas saladas a la voz del cómitre, y rápidamente todos aparecieron a nuestra vista. El ala derecha, bien alineada, marchaba la primera, en orden; después toda la flota avanzaba. Entonces se oyó de cerca un gran grito: «Id, hijos de los helenos, libertad a la patria, li¬bertad a los hijos, a las mujeres, a los santuarios de los dioses patrios y a las tumbas de los antepasados; la lucha ahora es en defensa de todo esto.» Por nuestra parte les responde un al¬boroto de lengua persa: no es el momento de titubeos. Al punto, nave contra nave choca con su estrave broncíneo. Un navío helénico comenzó el abordaje y destroza todo el codas¬te de una nave fenicia; después, cada uno dirige el ataque contra otro. Al principio el núcleo del ejército persa resistía, pero como la multitud de las naves estaba agrupada en un estrecho, en donde no podían prestarse ayuda, y se golpeaban unas a otras con sus espolones de bronce, rompían todo el aparejo de sus remos. Entonces las naves helénicas, sabiamente las rodean y embisten; se vuelcan las quillas de las naves, el mar ya no se ve, cubierto de despojos y de matanza de hom¬bres; las orillas y los acantilados están llenos de cadáveres y todo lo que queda de la flota bárbara huye en desbandada a fuerza de remos, mientras que los helenos, como si se tratara de atunes o de alguna redada de peces, con trozos de remos o restos del naufragio golpean, matan. Un lamento mezclado de sollozos se extiende por la llanura marítima hasta que el ojo de la sombría noche los oculta al vencedor. El total de nuestros males, ni que hablara diez días seguidos, lo podría completar; porque nunca, sábelo bien, nunca en un solo día una multitud tan numerosa de hombres ha perecido.
REINA. ¡Ay, ay! Un vasto océano de desgracias se ha precipitado sobre los persas y toda la raza bárbara.
MENSAJERO. Sabe bien que esto no es ni tan solo la mitad de los males. Una dolorosa calamidad se ha abatido sobre ellos, de forma que es dos veces más pesada que lo anterior.
REINA. ¿Y qué desgracia podría ser más cruel que ésta? Continúa, ¿cuál es este desastre que ha venido sobre el ejército inclinan¬do más abajo el platillo de nuestras desgracias?
MENSAJERO. Todos los persas que estaban en pleno vigor cor¬poral, los mejores por su espíritu, los más sobresalientes por su nobleza y los primeros en su constante fidelidad al rey, han perecido vergonzosamente de la muerte mas ignominiosa.
REINA. ¡Ay de mí, desgraciada, por este percance cruel, amigos! Pero ¿por qué clase de muerte dices que han perecido?
MENSAJERO. Hay delante de Salamina una isla estrecha, de difí¬cil anclaje para las naves, y de la cual sólo Pan, amigo de las danzas, frecuenta sus orillas marinas. Allí los envía Jerjes a fin de que, si náufragos enemigos intentaban alcanzar la isla, pudieran fácilmente matar a los soldados helenos y salvar a los suyos de los estrechos marinos. ¡Mal conocía el futuro! Porque así que un dios dio a los helenos la gloria en el combate de las naves, el mismo día, cubriendo sus cuerpos con armaduras de bronce, saltaron de las naves y rodearon toda la isla de suerte que los nuestros no sabían adónde volverse. Miles de piedras salidas de sus manos los hirieron y las flechas arrojadas por las cuerdas del arco caían sobre ellos y los mataban. Por fin, lan¬zándose de un solo impulso golpean, despedazan los cuerpos de aquellos desgraciados hasta que los exterminan a todos. Jerjes rompe en sollozos al ver aquel culmen de males; porque tenía un sitial desde donde distinguía claramente todo el ejército, un alcor elevado junto a la llanura marina; rasga sus vestidos, lanza un grito agudo y de repente, dando una orden al ejército de tierra, se precipita a una huida desordenada. Tal es, junto al primero, la desventura que has de llorar.
REINA. ¡Ah, odioso destino, cómo has engañado las esperanzas de los persas! ¡Qué amargo ha encontrado mi hijo el castigo de la ilustre Atenas! No fueron suficientes los bárbaros que antes mató Maratón; creyendo poder cobrarse el rescate, mi hijo ha traído sobre sí esta multitud de desgracias. Pero dime, las naves que han escapado a la destrucción, ¿dónde las ha dejado? ¿Sabes indicármelo con claridad?
MENSAJERO. Los capitanes de las naves que quedaban empren¬den apresuradamente, a favor del viento, una huida sin orden. El resto del ejército, en tierra de Beocia, iba diezmándose: unos, buscando las claras fuentes para apagar su sed, otros exhaustos y jadeantes. Nosotros logramos pasar a territorio focense y a tierra dórida y al golfo de Melia, en donde el Esperquio riega la llanura con sus aguas bienhechoras. De allí los campos de la tierra aquea y las ciudades de Tesalia nos reciben faltos de víveres. Después llegamos al país magnesio y a la re¬gión de los macedonios, al curso del Axios, y al cañaveral pantanoso de Bolbe y al monte Pangeo, en el país de los edonios. En esta noche un dios suscitó un invierno prematuro, e hiela toda la corriente del sagrado Estrimón. Aquel que antes no creía en los dioses ahora les dirige súplicas, adorando cielo y tierra; y cuando el ejército cesó en sus insistentes invoca¬ciones, se aventura por el helado camino del río. Sólo los que nos lanzamos antes de que se difundieran los rayos del sol, ahora estamos con vida; porque el círculo luminoso del sol encendido en rayos, penetra a través de la corriente calentán¬dola con su llama: los hombres se amontonan unos sobre otros y feliz el que pierde rápidamente el soplo de la vida. Los res¬tantes que lograron salvarse después de atravesar a duras penas y con gran fatiga Tracia, llegaron fugitivos, no muchos, a la tierra de sus lares. ¡De qué modo se va a lamentar la ciudad de los persas, deseosa de la querida juventud del país! Esta es la verdad. Y dejo, fuera del relato, muchos de los desgracias que un dios ha lanzado como un rayo sobre los persas.
(El mensajero se va.)
CORIFEO. ¡Oh divinidad dolorosa! ¡Cuán pesadamente has ho¬llado toda la raza persa!
REINA. ¡Ay de mí, desgraciada! Nuestra ejército está aniquilado. ¡Ah, diáfana visión de mis sueños nocturnos, demasiado cla¬ramente me habías mostrado estos males! ¡Y vosotros, con qué ligereza los habíais juzgado! Pero, puesto que os habéis pro¬nunciado en este sentido, quiero ante todos rogar a los dioses; luego, en la ofrenda a la tierra y a los muertos vendré a traer una torta escogida de mi casa. Sé que lo hago por hechos consumados, pero quizá el destino nos reserve algo mejor. Vosotros debéis comunicar, acerca de los acontecimientos, fieles consejos a los leales príncipes. Y si mi hijo llega aquí antes que yo, consoladlo, acompañadlo a palacio, no sea que añada a nuestras desgracias otra.
(La reina se retira de su séquito.)
CORIFEO. ¡Oh Zeus, rey! Ahora habiendo destruido el ejército de los persas altivos e innumerables, has cubierto la ciudad de Susa y Ecbatana con un duelo tenebroso.
Miles de mujeres con sus tiernas manos desgarran sus vesti¬dos y bañan sus pechos en copiosas lágrimas compartiendo nuestro sufrimiento.
Y las mujeres de los persas, lánguidamente llorosas, deseosas de ver a su recién desposado, abandonando los lechos de mullidas colchas, deleite de una delicada juventud, lloran con lamentos insaciables, mientras yo mismo invoco sinceramente el trágico destino de los que han muerto.
Corto. Y ahora toda la tierra de Asia, vacía de hombres, llora. Jer¬jes los ha conducido, ¡ay, ay!, Jerjes los ha perdido, ¡ay, ay!, Jerjes lo ha dirigido todo locamente con sus barcazas marinas. ¿Por qué Darío, señor de arqueros, fue tan inofensivo para su pueblo, jefe querido de la Súsida?
Soldados de tierra y de mar, sombríos navíos de alas rápidas los han conducido, ¡ay, ay!, los han perdido, ¡ay, ay!, los navíos del funesto abordaje y los brazos de los jonios. Apenas si el mismo monarca, según se dice, ha podido escapar por las llanuras de Tracia y los caminos siniestros.
Y los que han quedado, ¡ay!, oprimidos primeramente por un destino fatal giran alrededor de las costas Cicreas. Gime, des¬gárrate el corazón, clama hasta el cielo tus desdichas, ¡oh, oh!, tiende tu grito ruidoso, tu voz miserable.
Cruelmente vencidos por el mar, ¡ay!, son desollados por los mudos infantes de la Incorruptible, mientras que la casa llora al hombre que le han cogido y los ancianos padres, sin hijos, lamentándose de los incomprensibles sufrimientos, conocen el inmenso dolor.
y los pueblos de la tierra de Asia ya no obedecerán por largo tiempo a la ley de los persas, ya no pagarán más tributo a las imposiciones de los sátrapas, ni se prosternarán para recibir más órdenes: el poderío real ya no existe.
La lengua ya no será más amordazada; pues un pueblo logra hablar libremente cuando ha desuncido el yugo de la esclavi¬tud. Ensangrentada en su suelo, la isla de Ayax, batida por las olas, posee ahora todo lo que fue Persia.
(Llega la reina con esclavos que portan ofrendas.)
REINA. Amigos, aquel que tiene experiencia de los sufrimientos sabe que los mortales, cuando una marejada de males se ha abatido sobre ellos, acostumbran temer de todo; pero cuando el destino fluye de manera favorablemente están convencidos de que siempre soplará el misma destino de fortuna. Para mí ahora todo está lleno de terror: a mis ojos se revela el aban¬dono de los dioses, un grito resuena en mis oídos que nada tiene de saludable. ¡Tal es el estupor de males que aterroriza mi corazón! Por esto he recorrido de nuevo este camino desde el palacio, sin carrozas, sin la pompa de antes, para llevar al pa¬dre de mi hijo las libaciones propiciatorias, que amansan a los difuntos: la blanca leche gustosa de una vaca no sometida al yugo, la dorada miel destilada por la obrera de las flores, juntamente con el agua que mana de una fuente virgen, y el puro licor de una madre silvestre, esta delicia de una viña antigua. Hay también el fruto oloroso del grisáceo olivo, siempre floreciente de vida en su follaje, y guirnaldas de flores, hijas de la fértil tierra. Venid, amigos, y sobre estas libaciones a los muertos cantad himnos favorables: evocad al divino Darío, mientras yo enviaré a los dioses subterráneos estos homenajes que beberá la tierra.
CORIFEO. Oh soberana, veneración de los persas, tú envía liba¬ciones a las moradas subterráneas; nosotros con nuestros himnos pediremos que los guías de los muertos nos sean propicios bajo tierra.
Ea, pues, sagradas divinidades infernales, Tierra, Hermes y tú, rey de los muertos, envíanos del seno de la tierra a la luz, el alma de Darío; si, más que nosotros sabe un remedio a nuestros pesares, es el único mortal que puede revelarnos el fin.
(El coro evoca al muerto con gritos y gestos violentos: gime, da palmadas, se golpea el pecho.)
CORO. ¿Me oye, el bienaventurado, el rey semejante a los dioses, cuando lanzo en clara lengua bárbara estos gritos diversos, lúgubres, dolientes? Gritaré bien alto mis desgracias de total congoja. ¿Desde debajo me oye?
Oh, tú, Tierra, y vosotros, príncipes de los muertos, dejad salir de vuestras moradas este numen ilustre, el susígena dios de los persas: enviad hacia arriba aquél, semejante al cual, todavía no ha cubierto a nadie la tierra persa.
Querido es este héroe y querido tu túmulo; porque en él descansa una prenda querida. Edoneo, tú que conduces hacia la luz, deja libre al príncipe único, a Darío, ¡eh, eh!
Porque jamás perdió a sus hombres en mortíferos contra¬tiempos. Inspirado de los dioses lo llamaban los persas, ins¬pirado de los dioses era, porque dirigía bien el timón de su pueblo, ¡eh, eh!
Antiguo monarca, oh monarca, ven, ven, aparece sobre la cima de este túmulo; eleva hasta allí la azafranada sandalia de tu pie, haz brillar el botón de la tiara real; acude, padre be¬néfico, Darío. ¡Ah, ah!
Ven a oír nuevos e inauditos desgracias. Señor de mi señor, aparece. Sobre nosotros vuela una lúgubre niebla, porque toda nuestra juventud ha perecido. Acude, padre benéfico, Darío. ¡Ah, ah!
¡Ay, ay! ¡Ay, ay! ¡Oh muerte lamentada por miles de deudos! ¿Por qué mi señor, mi soberano, sobrevino tan desmedido
contratiempo, tal sufrimiento sobre sufrimiento, a toda esta tu tierra? Del todo han desaparecido las trirremes, nuestras naves que ya no son naves, que ya no son naves.
(Por encima del túmulo aparece la Sombra de Darío.)
SOMBRA DE DARIO. Oh fieles entre los fieles, compañeros de mi juventud, persas ancianos, ¿qué aflicción sufre la ciudad? Gime, se golpea el pecho y el suelo se resquebraja. Al ver a mi esposa junto a mi mausoleo, me turbo y he aceptado de todo corazón sus libaciones. Pero vosotros os lamentáis de pie cabe mi sepulcro y avivando vuestros lamentos evocadores de los muertos me llamáis lastimosamente. No es fácil de salir, máxime cuando los dioses subterráneos saben más coger que soltar. Pero yo he usado entre ellos de mi poder y aquí estoy. Apresúrate que no se me reproche por mi tardanza ¿Qué te¬rrible desgracia se ha abatido sobre los persas?
CORO. No me atrevo a mirarte, a hablarte cara a cara, por el ancestral temor que me infundías.
SOMBRA DE DARÍO. Pero, ya que he venido de debajo tierra obedeciendo a tus lamentos, renuncia a un largo discurso: exprésate brevemente y, dejando de lado el respeto que me tienes, explícamelo todo.
CORO. Temo complacerte, temo hablarte a la cara, diciéndote cosas difíciles de contar a los amigos.
SOMBRA DE DARÍO. Puesto que el viejo temor de espíritu se te opone, tú, anciana compañera de mi lecho, cesa en tus la¬mentos y gemidos y háblame claramente: humanos son los trabajos que pueden alcanzar a los mortales. Muchos males llegan del mar a los hombres, muchos de la tierra firme, si la vida prolonga su curso durante lar o tiempo.
REINA. ¡Oh tú que has superado a todos los mortales en felicidad por tu venturoso destino! Mientras has contemplado los rayos del sol, digno de envidia, has hecho pasar, como un dios, una vida dichosa a los persas. Ahora te envidio por estar muerto antes de haber visto el abismo de nuestros males. Todo, Darío, lo oirás contar en breves palabras: el poderío de los persas está, por así decir, del todo destruido.
SOMBRA DE DARIO. ¿De qué manera? ¿Se ha abatido sobre la ciudad la tormenta de una peste o una guerra civil?
REINA. En modo alguno; pero cerca de Atenas todo el ejército ha sido aniquilado.
SOMBRA DE DARIO. ¿Cuál de mis hijos ha guiado allí el ejército? Dime.
REINA. El impetuoso Jerjes, vaciando todas las llanuras del continente.
SOMBRA DE DARIO. ¿Por tierra o por mar ha intentado esta lo¬cura, desgraciado?
REINA. Por ambos caminos; había un doble frente de dos ar¬mamentos.
SOMBRA DE DARIO. ¿Y cómo ha llegado a pasar un ejército de tierra tan numeroso?
REINA. Unció con sus recursos el estrecho de Hele para tener un paso.
SOMBRA DE DARIO. ¿Y lo logró hasta cerrar el gran Bósforo? REINA. Así es; un dios sin duda se adhirió a esta idea.
SOMBRA DE DARIO. ¡Ah, un poderoso dios vino para trastornar¬ le así el juicio!
REINA. Sí, ya que se puede ver el fin desastroso que ha realizado.
SOMBRA DE DARIO. ¿Y qué les ha ocurrido para que gimáis así? REINA. La derrota del ejército naval ha perdido al de tierra. SOMBRA DE DARIO. ¿Así todo un pueblo ha sido completamente
destruido por la lanza?
REINA. Sí, toda la ciudad de Susa llora, vacía de hombres. SOMBRA DE DARIO. ¡Oh dioses, el ejército, nuestra buena de¬fensa, nuestra ayuda!
REINA. El pueblo bactriano ha sucumbido por completo y no habrá más viejos.
SOMBRA DE DARIO. ¡Oh malaventurado, qué juventud de aliados ha perdido!
REINA. Pero dicen que Jerjes, solo, abandonado, con unos pocos...
SOMBRA DE DARIO. ¿Cómo y dónde ha terminado? ¿Hay alguna salvación para él?
REINA. Ha sido afortunado de llegar al puente que unía ambas tierras.
SOMBRA DE DARIO. Y de llegar vivo a nuestro continente. ¿Es verdad esto?
REINA. Sí; el relato que prevalece al menos en este respecto es claro; no hay discordancias.
SOMBRA DE DARIO. ¡Ah! Rápida ha llegado la realización de los oráculos y sobre mi hijo ha lanzado Zeus el cumplimiento de las profecías. Yo en cierta manera me imaginaba que sólo después de mucho tiempo los dioses las llevarían a término; pero cuando uno mismo se afana en su perdición, los dioses colaboran con él. Ahora parece que se ha encontrado una fuente de males para todos los amigos, y mi hijo, sin saberlo, ha realizado todo esto en su juvenil audacia. El que concibió la esperanza de detener en su curso, con cadenas de esclavo, el sagrado Helesponto, el Bósforo, corriente de un dios; que buscaba cambiar la manera de cruzar el estrecho y poniéndo¬le grilletes forjados a martillo, abrió un inmenso camino a su inmenso ejército. Mortal, creía en su locura triunfar de todos los dioses y particularmente de Posidón. ¿Cómo en esto no hay una enfermedad del espíritu que se ha apoderado de mi hijo? Temo que mi gran trabajo de riqueza llegue a ser para los hombres el botín del primero que llegue.
REINA. Estas son las lecciones que el impetuoso Jerjes aprende en su trato con los malos. Le decían que tú adquiriste para tus hijos una gran riqueza con la lanza, mientras que él, por co¬bardía, combatía en casa, sin aumentar en nada la propiedad paterna. Oyendo mil veces los reproches de estos malvados, decidió esta expedición y este ejército contra la Hélade.
SOMBRA DE DARIO. Así son ellos los autores del desastre inmen¬so, inolvidable, tal como ningún otro ha caído jamás sobre la ciudad de Susa vaciándola, desde que el soberano Zeus ha otorgado a un solo hombre el privilegio de maridar a toda Asia nutridora de corderos, teniendo en sus manos el cetro rector. Un medo fue el primer jefe del pueblo en armas; y otro, su hijo, acabó esta empresa, porque la razón en él gobernaba su corazón. El tercero después de él, Ciro, héroe feliz, al tomar el poder estableció la paz entre los suyos; conquistó pueblo de los lidios y de los frigios, y sometió por fuerza a toda Jonia; dios no le era hostil, porque tenía sabiduría. El hijo de Ciro fue el cuarto en dirigir ejército, y el quinto, Mardis, tomó el poder, vergüenza para su patria y para el antiguo trono; pero con astucia el valiente Artafrenes lo mató en el palacio ayu¬dado de amigos que consideraban esto como una obligación. Y yo mismo, habiendo obtenido por suerte lo que quería, hice muchas expediciones con un numeroso ejército pero nunca causé un mal tan grande a mi ciudad. Pero Jerjes, mi hijo, es joven y piensa como joven y no acuerda de mis consejos. Porque, sabedlo bien, compañeros: todos nosotros, que tuvi¬mos este poder soberano, es manifiesto que no somos los au¬tores de daños tan grandes.
CORIFEO. ¿Qué, pues, rey Darío, hacia dónde diriges el fin de tus palabras? ¿Cómo, después de esto, todavía podríamos, el pueblo persa, alcanzar el mejor éxito posible?
SOMBRA DE DARIO. Si no lleváis la guerra al país de helenos, aunque el ejército medo sea más fuerte; pues la tierra misma es su aliada.
CORIFEO. ¿Qué quieres decirnos con esto? ¿De qué manera es aliada?
SOMBRA DE DARIO. Haciendo morir de hambre a los demasiado numerosos.
CORIFEO. Pero organizaremos un ejército escogido, bien equi¬pado.
SOMBRA DE DARIO. Pero ni el ejército que permanece en la Hélade logrará la salvación del retorno.
CORIFEO. ¿Cómo dices? ¿Todo el ejército de los bárbaros no ha atravesado el estrecho de Hele y dejado Europa?
SOMBRA DE DARIO. Tan sólo unos pocos entre muchos, si hemos de creer en los oráculos de los dioses, mirando lo que ha ocurrido ahora; porque es posible que unos se cumplan y otros no. Y si esto es así, Jerjes deja una multitud escogida de tropas obedeciendo a vanas esperanzas. Se detienen en los lugares donde el Asopo riega la llanura con sus aguas corrientes, querido sustento para la tierra beocia; y allí les aguarda sufrir los supremos males, en expiación de su insolencia y su orgullo impío: ellos que, llegando a tierra helénica, no sintieron ver¬güenza en profanar las estatuas de los dioses y en incendiar los templos; han desaparecido los altares y han derribado confu¬samente desde sus cimientos los monumentos funerarios de los héroes. Así, habiendo obrado mal, sufren males no me¬nores, y otros les aguardan; aún no se ha agotado la fuente de sus desgracias, sino que todavía mana abundantemente; tan grande es el borbotón de sangre vertida en el degüello que ha¬cía la lanza dórica en tierra de Platea. Montones de muertos hasta la tercera generación mostraron en silencio a los ojos de los hombres que ningún mortal ha de pensar por encima de la condición humana; porque la insolencia, al florecer, produce la espiga del error, de donde se siega una cosecha de lágrimas. Viendo estas faltas así castigadas, acordaos de Atenas y de la Hélade, y que nadie, despreciando su actual fortuna para de¬sear otra, eche a perder una gran felicidad. Zeus es el vengador de los pensamientos demasiado soberbios y exige una cuenta severa. Por ello, como a uno que carece de sabiduría, advertirle con vuestras razonables amonestaciones, a fin de que cese de ofender a los dioses con su insolente audacia. Y tú, anciana madre, querida de Jerjes, entra en palacio, saca un atuendo solemne y sal al encuentro de tu hijo; pues en el dolor de sus desgracias, sus brillantes vestidos son por completo unos ji¬rones que cuelgan alrededor de su cuerpo. Tú cálmalo con palabras bondadosas; eres la única, lo sé, cuya voz soportara. Yo vuelvo a las tinieblas subterráneas; y vosotros, ancianos, adiós; a pesar de vuestros males, dad a vuestras almas el gozo cotidiano; porque a los muertos de nada les sirve la riqueza.
(La Sombra de Darío desaparece.)
CORIFEO. ¡Qué dolor experimento cuando oigo estas desgracias innumerables que en el presente y en el futuro todavía están reservadas a los bárbaros!
REINA. ¡Oh destino, cuanto me afecta conocer de estos males! Pero sobre todo me muerde la calamidad al saber de la ver¬güenza de vestidos que ahora cubren el cuerpo de mi hijo. Voy, pues, a buscar un atavío en el palacio e intentaré encontrar a mi hijo. Porque no traicionaré en la desgracia a lo que mas quiero.
(Entra en palacio.)
CORO. ¡Oh dioses! ¡Qué grande y hermosa existencia tuvimos en el gobierno de nuestras ciudades, cuando el venerable rey, el magnánimo, el bienhechor, el invencible Darío, igual a los dioses, reinaba en este país!
Primero, mostramos al mundo ejércitos de buena fama, que atacaban las fortalezas según tácticas establecidas; y los regre¬sos de la guerra conducían unos hombres, sin fatiga ni daño, a sus felices hogares.
¡Cuantas ciudades conquistó sin atravesar el río Halís sin dejar el suelo patrio! Tal las ciudades marítimas del golfo estrímóníco, que limitan con las aldeas tracias.
Y mas allá de este lago, las que en el continente están cir¬cunvaladas de murallas, obedecían también a este príncipe; y las que se gloriaban de su situación alrededor del dilatado es¬trecho de Hele, y el repliegue profundo de la Propóntíde y las bocas del Ponto.
Y las islas bañadas por las olas que, enfrente del promonto¬rio marino, están junto a nuestra tierra, Lesbos, y Samos, plantada de olivos, Quíos, y también Paros, Naxos, Míconos y Andros, vecina pegada a Tenos.
Y mandaba asimismo las que en medio del mar están entre dos orillas, Lemnos, y el país de Ícaro, y Rodas, y Cnído, y las ciudades de Chipre: Pafos, Solí y Salamína, de la cual hoy la metrópoli es causa de nuestros lamentos.
Y en el territorio jónico, las ciudades griegas ricas y populosas conquistadas por su sabiduría, apoyado en la fuerza incansable de sus soldados y la multitud de sus aliados. Pero ahora su¬frimos este revés, querido sin duda de los dioses, y estamos domados por los terribles golpes marinos de la guerra.
(Llega Jerjes en su carro, se apea lentamente y se va acercando al coro.)
JERJES. ¡Ah desgraciado de mí! ¡Qué odiosa y tan imprevisible suerte he encontrado! ¡Con qué crueldad el destino se ha ce¬bado en la raza de los persas! ¡Qué será de mí, infeliz! Se abate la fuerza de mis miembros cuando contemplo la edad de los ciudadanos. ¡Oh Zeus! Ojalá también a mí con mis hombres muertos me hubiera sepultado el destino por la parca.
CORIFEO. ¡Otototoí! ¡Oh rey! ¡Ay por vuestro magnífico ejército, y el gran prestigio del imperio persa, y los espléndidos gue¬rreros que hoy ha segado el destino!
CORO. La tierra llora la juventud del país destrozada por Jerjes, hacínador de persas en el Hades. Pasajeros del Hades, miles de hombres, flor de este país, arqueros triunfantes, toda una densa miríada de guerreros ha perecido. ¡Ay, ay, ay, nuestra buena defensa! Y la tierra de Asia, rey de este país, terrible¬mente, terriblemente ha doblado la rodilla.
JERJES. Soy yo, ¡ay, ay!, lamentable y miserable, que he sido la ruina para mi raza y mi patria.
CORO. Para saludar tu regreso pronunciaré el grito de siniestro augurio, el lamento de infortunio del lloroso mariandino, el alarido bañado en lagrimas.
JERJES. Lanzad dolorosos, quejosos, lúgubres acentos; el destino ahora se ha vuelto contra mí.
CORO. Sí, voy a lanzar gemidos lamentables para deplorar la nueva calamidad y los dolores del desastre marítimo; lloraré por la ciudad, por la raza; haré resonar un lamento lacrimoso.
JERJES. El Ares de Jonia ha arrebatado nuestros hombres; el Ares . de Jonia, armado de naves, ha inclinado la balanza del otro lado, segando la nocturna llanura y la ribera desdichada.
CORO. ¡Oh, oh! Grita e infórmate de todo. ¿Dónde está la otra muchedumbre de los tuyos? ¿Dónde están los que combatían + a tu lado, Farandaces, Susas, Pelagon, Dótamas y Agdabatas, Psamis y Susiscanes, que dejó Ecbatana?
JERJES. Todos han perecido. Allí los dejé, precipitados de un navío tirio, en las riberas de Salamina, chocando contra una acantilada costa.
CORO. ¡Oh, oh! ¿Dónde está tu Farnuco, y el valiente Ariomardo? ¿Dónde el príncipe Senaces, el noble Lileo, Menfis, Taribis; y Masistras, y Artembares, e Histecmas?
JERJES. ¡Ay, ay de mí! Han visto la antigua, la odiosa Atenas, y todos, de un solo golpe, ¡eh, eh!, miserables, se estremecen en la arena.
CORO. ¿Y aquél que contaba tus persas de diez mil en diez mil, tu ojo siempre fiel, Alpisto, hijo de Batanoco, y los hijos de Sésamas y de Megabatas, y Parto, y el gran Oibares, los has dejado, los has dejado? ¡Oh, oh, desgraciado! Para los persas ilustres anuncias males sobre males.
JERJES. Despiertas en mí, ciertamente, el recuerdo de los valientes compañeros, con tus palabras inolvidables, crueles, más que dolorosas: mi corazón en el pecho grita, grita.
CORO. Y todavía otros echamos de menos: el capitán de diez mil mardos, Jantes, y el belicoso Ancares y Diexis y Arsaces, co¬mandantes de caballería; y Dádaces y Litimnes, y Tolmo, insaciable de batalla; me asusto, asusto de que no sigan tu tienda sobre ruedas.
JERJES. Han desaparecido los que mandaban el ejército.
CORO. Han desaparecido, ay, sin gloria.
JERJES. ¡Ié, ié! ¡lo, lo.
CORO. ¡ló, ió! Los dioses han provocado un desastre inesperado,
clarísimo, como los que ve Ate.
JERJES. Somos golpeados para siempre en nuestro destino.
CORO. Somos golpeados, está bien claro.
JERJES. Por un nuevo infortunio, por un nuevo infortunio.
CORO. Por haber encontrado, no felizmente, a los marinos de Jonia. Desgraciado en la guerra es el pueblo de los persas.
JERJES. ¿Cómo no? He sido abatido, infeliz, en mi ejército tan numeroso.
CORO. ¿Qué es lo que no ha perecido? Grande era el poder de los persas.
JERJES. ¿Ves lo que queda de mi séquito?
CORO. Lo veo, lo veo.
JERJES. ¿Y este estuche de flechas?
CORO. ¿Qué dices que has salvado?
JERJES. Este carcaj de dardos.
CORO. Poca cosa comparada con lo mucho que tenías.
JERJES. Hemos perdido los defensores.
CORO. El pueblo de Jonia no rehúye el combate.
JERJES. Demasiado belicoso. Y he contemplado una pena im¬prevista.
CORO. ¿Quieres decir la derrota de la hueste naval?
JERJES. He desgarrado mis vestidos ante este golpe fatal.
CORO. ¡Ay, ay!
JERJES. Y mucho más que ¡ay!
CORO. Sí, dobles y triples males.
JERJES. Dolor para nosotros, alegría para los enemigos.
CORO. Sí, nuestra fuerza ha sido rota.
JERJES. Estoy desprovisto de escolta.
CORO. Por la derrota naval de los nuestros.
JERJES. Llora, llora la pena, y vete hacia palacio.
CORO. ¡Ay, ay! Aflicción, aflicción.
JERJES. Responde a mis gritos con los tuyos.
CORO. Consuelo miserable de miserables a miserables.
JERJES. Gime, poniendo tu canto junto al mío. ¡Ototototoi!
CORO. ¡Otototoi! Pesada es esta desgracia y sufro también por ello.
JERJES. Golpea, golpea y laméntate para complacerme.
CORO. Estoy bañado en lágrimas y me lamento.
JERJES. Responde a mis gritos con los tuyos.
CORO. No es posible hacerlo, señor.
JERJES. Levanta la voz con lamentos. ¡Otototoi!
CORO. ¡Otototoi! Y con ellos se mezclarán golpes negros, do¬lientes.
JERJES. Golpea también tu pecho y lanza el grito misio.
CORO. ¡Aflicción, aflicción!
JERJES. Arrasa el pelo blanco de tu barba.
CORO. Con uñas de sierra, con uñas de sierra, lamentablemente.
JERJES. Lanza gritos agudos.
CORO. También lo haré.
JERJES. Desgarra con tus dedos la ropa que cubre tu pecho.
CORO. ¡Aflicción, aflicción!
JERJES. Arráncate también los cabellos y gime por el ejército.
CORO. Con uñas de sierra, con uñas de sierra, lamentablemente.
JERJES. Empapa tus ojos de lágrimas.
CORO. Estoy empapado de ellas.
JERJES. Responde a mis gritos con los tuyos.
CORO. ¡Ay, ay!
JERJES. Vete gimiendo hacia palacio.
CORO. ¡Ay, ay!
Jerjes. ¡Ay, por la ciudad!
CORO. ¡Ay, sí, sí!
JERJES. Gemid, triste cortejo.
CORO. ¡Ay, ay! ¡Tierra de Persia triste de pisar!
JERJES. ¡Ié! Los que han muerto por nuestras galeazas trirremes!
CORO. Sí, te acompañaré con mis funestos lamentos.
(El rey, acompañado del coro, entra en el palacio.)