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24/6/08

Y dónde está tu fortuna... Simple simplón y...












  













Simple simplón y Caralimpia

Obra breve de Benjamín Gavarre.

 

Personajes:

Simple Simplón

Caralimpia

Adivino

Monstruo

 

La ambientación en un siglo XVI, en alguna de las Américas. 

Plaza central, fuente, banca, árboles.

Encuéntranse el Simple Simplón, embarazado, y Caralimpia con una red de pescar con la que atrapa a su amigo.

Caralimpia. — ¿Qué es esto Simple Simplón, qué te ha pasado?, ¿por qué vienes tan cambiado? Ayer andabas tan largo como un palo, y hoy andas como simple simplón embarazado.

Simple Simplón. — Es cierto, me he trocado, me he cambiado, antes con la panza plana, y ahora con la barriga gorda, algo me ha embarazado, de repente. Y yo ya siento los dolores y creo que he de parir.

Caralimpia. — Pero, pérate, pará, pará; no te desembaraces, no. No aquí. No es divertido, aquí no haz de parir. 

Simple Simplón. — Y cómo no he de parir, si ya siento que se me sale el Mostro.

Caralimpia. — Y por qué “Monstruo” haz de parir.

Simple Simplón. — ¿Y qué no ha de ser sino Mostro? Si yo no he de dar a luz al Niño Dios, que, si de repente me embaracé, pues ya muy luego he de parir seguro un Mostro, si por eso siento estos calabres en la panza.

Caralimpia. — Que no se te ocurra hacerlo por aquí, Simple Simplón, ni lo menciones, vete a parir lejos, donde esté oscuro, donde nadie te mire.

Simple Simplón. — Voyme a parir y luego torno. O mejor... ni voy.  Aquí vos me ayudáis.

Caralimpia. — Ni por pienso, que no he sido instruido en el arte de parir.

Simple Simplón. — Y muy amigo mío decías que sois. 

Caralimpia. — Al Infierno he de acompañarte, si es preciso hacerlo, pero de parir, nada. No me place la idea de quedar embadurnado de miasmas y cordones y menos aún si proviene de un Bobo. Y mirad, mirad, que algo se mueve dentro de tu vientre, no sea que... ¡Jesús, no vaya a ser y de repente... el niño, la niña, la creatura, el Monstruo... salga!

Simple Simplón. — Mostro ha de ser y bien seguro, como he lo dicho. Ahhhh, ahhhh, qué retortijones siento y mucho más y ni sé por adelantado por do ha de salir el producto y qué figura tenga.

Caralimpia. — Vade Retro, aléjate, que aquí no sea que suceda, idos muy lejos. Idos a un lugar oscuro, lejos de la gente, lejos de todo, donde nadie se entere. 

 

Simple Simplón se aleja mucho de Caralimpia,y trata de encontrar un lugar para “dar a luz”. 

 

Simple Simplón. — Pues yo he de alejarme, si me lo permiten los estertores. Que no, no creas que me gustaría tanto que me vean parir, ni me gustaría, ni no me gustaría. Es decir… Ya... ya me alejo, no me veáis de esa forma. Con gran dolor camino, con gran dolor voy paso a paso, así, con este desfiguro de parturiento, serán los síncopes o los latidos o los retortijones como se llaman, los que les dan a… luuuuuz. A las preñadas.  Si ahora sí las puedo comprender, que por eso gritan tanto. Ay, qué me da.  ¡Ayyy, que me da! ¡Que se me contrae el útero que no poseo!  ¡Ay, ay, ay, ay, ay! O bien se me contrae el intestino o la tripa, ¡que se me sale el producto, el niño, la nena, el monstruo, lo que fuere! Ya estoy en labor y no me puedo acercar a esos árboles, o a esa banca o a esa fuente.

Caralimpia. — Apurad. Idos atrás de esa fuentecilla, atrás, vade retro, allá podéis tener a tu hijo, hija, monstruo, lo que sea. Detrás de la fuente y así, una vez parido el nene, podréis lavaros vos y lo que surja.  Simple Simplón se coloca detrás de la fuente, que casi lo cubre por completo. 

Simple Simplón. — Ya llego, ya me acerco a la fuentecilla, ya casi estoy pariendo, y casi en medio de la plaza me tocaba, y estoy aquí detrás de esta pequeña barrera, que no me cubre del todo. Y que ya va saliendo el Mostro, que va naciendo, que sale y está muy grande, que parece que está más grande que yo. Y sí, ya se va, mirad cómo se escapa, ni dar las gracias supo, ni se presentó siquiera el desgraciado. Pero no importa, ya me ha dejado todo flaco otra vez, pese a tal, que yo ya no aguantaba. Si era como haber comido yo toda una vaca. Y si no se me salía pues no sé cómo yo iba a poder dormir, pues ya ni de lado me acomodaba.

Caralimpia. — Mucho habláis, pero será mejor que aprovechéis el agua de esa fuente para lavaros, no sea que haya mucho miasma del Monstruo, que seguro al haber parido habrás dejado todo chorreado y apestar vas a.

Simple Simplón. — Sabed que no ha habido líquido alguno, ni secreción, miasma, ni tal. El Mostro ha salido como si no tuviera paciencia de quedarse conmigo, ha salido de una sola vez y no he tenido de limpiar nada, ni necesito lavarme... ni nada.

Caralimpia. — No quiero conocer tales detalles.

Simple Simplón. — Ya limpio y desahogado, contigo quiero platicar del parto.

Caralimpia. — Pues si estás limpio y no has de apestar aquí conmigo puedes llegar, mas de detalles del parto no dirás nada.

Simple Simplón. — Yo estaba encinta, y el Monstruo se salió, de salva sea la parta... parte.

Caralimpia. —Nada, nada he de saber. Nada, ni de dónde salió, ni como... ni nada.

Simple Simplón. — Nada diré, nada.  

 

Llega el Monstruo y se coloca al lado de su padre Simple simplón.

Caralimpia. — Pero mira que aquí do llega tu hijo “el Mostro”, que lo has parido muy grande, miradle. O bien ha crecido ya mucho porque tiene más altura que tú mismo, que te lleva media vara de estatura y por encima de tu cabeza se alza, parece que necesita comida o no sé muy bien con qué intenciones parece que te abraza.

Simple Simplón. — Si en verdad que ya siento que lo quiero. Serán los aires de familia. En verdad que parece quedarse a mi lado muy meloso, yo no sé si quiere agua o bien que lo tenga yo como a mi lado como si necesita afecto, o bien quiere leche, pero esa no he de tenerla que yo sepa, pues que lo he parido sin que me haya crecido nada, pues qué será su necesitas como dicen los filósofos, pues sigue aquí y no se mueve el Mostro, y yo no sé si voy a buscar un poco de alimento, ¿tal vez si le doy algún cangrejo?

Caralimpia. — Y sí tiene frío, mirad, se trata de acurrucar en tus hombros o bien tal vez quiera regresar a tu barriga porque con su cabeza de ave te quiere abrir un agujero y más si lo que se le empieza a ver en la cara, ¿no es un pico? 

Simple Simplón. — Sí es pico, como de pato, y ya veis que me está pegando en la panza, no sé, tal vez busque que lo vuelva a recibir, pero es el caso que no cabe ya, pues ha crecido, ya tendría que ponerle nombre, pues eso de llamarle mostro no es correcto. 

 

El monstruo se queda como congelado, pero reaccionará como se indique en las escenas siguientes, siempre de manera cómica.

 

Caralimpia. — Mirad, parece que calmado se ha, ya creo que podéis pensar en no seguir pariendo monstruos, pues como que lo he visto crecer unos centímetros de más. Y ahora un poco más, ¡mirad!

Simple Simplón. — No concuerdo… que sigue estando ya tan alto como había llegado, pero se ha colocado muy derecho, se pone como si lo estuvieran ya pintando, o como si fuera a ser motivo de homenaje, muy derecho y muy tieso. Mirad, mirad, la cara de orgullo, de saber que soy su padre. Eso ha de ser porque ya como que empieza a mover sus brazos, podéis verle.

Caralimpia. — No sé si sus brazos pero sí sus alas, creo que has parido un monstruo con pico de pato y alas de ganso aunque las piernas son como de lagarto, o bien de algo escamoso... y sí, corresponde a la cola de lagarto que parece que la tenía escondida, pero mirad cómo ya la podemos ver, si la mueve y mucho... y da gusto saber que no está siempre lista como para darnos coletazos.

Simple Simplón. — Y es que muy orgulloso, como te digo, está mi hijo, que ha sacado la cola de su escondite para que la veamos y se nota en la sonrisa que no me equivoco. 

Caralimpia. — Notáis tú una sonrisa, pero yo no puedo sino observar una cara con pico de pato y esos ojos como perturbados.

Simple Simplón. — Sí, la sonrisa se le nota en los ojos, por su mirada llena de alegría y orgullo, y son tres los que puedo distinguir, son tres sus pechos, no creeréis que es una mujer o bien no puede saberse todavía el sexo.

Caralimpia. — En efecto, sí, es necesario esperar para confirmar, si le siguen saliendo pechos o bien si se le ensancha la cadera o le sigue creciendo el cuello, si me lo estoy imaginando, o bien su pescuezo de caballo ha vuelto a crecer… Es preciso pensar cómo llamarlo, no se diga nada ahora, pero tal vez será necesario que unos adivinos lo interroguen o bien nos digan una explicación de por qué lo has parido. Pero ved, mirad quien por acaso se asoma, si es el mismísimo Adivino Mayor. Podremos preguntarle.

 

Llega el Adivino.

 

Simple Simplón. — Bien me parece. Oiga, amigo Adivino, decidnos cuál es la causa del Mostro.

Adivino. — ¿A mí me habláis, Bobo?

Simple Simplón. — Y quién ha de ser el bobo. A quién, si no, le hablo. Para ser adivino, andáis muy fuera de este mundo.

Adivino. — Pues preocupado estoy pues he recibido alarmantes noticias de los Hados.

Simple Simplón. — Cómo así.

Adivino. — Ha de llevarnos la Trampa.

Simple Simplón. — ¡No! ¡La trampa no! Tengo muchas cosas por las que vivir y no he comido todavía.

Adivino. — Y qué es del engendro, espero y esté domesticado.

Simple Simplón. — No ha dado motivos de osadía y es muy propio. Se queda de pie, orgulloso, y tiene felicidad por ser yo su padre.

Adivino. — ¿Su padre, decís? En efecto, encuentro el lejano parecido. Sin embargo detrás del orgullo de estar junto al que lo ha engendrado, percibo un brillo de sus perturbados ojos desde que he llegado.

Simple Simplón. — ¿Verdad que somos igualitos? Sus ojos brillan de felicidad y ríe al igual que yo cuando me acuerdo de una buena historia.

Adivino. — Y decidme… ¿Cuántos años tiene? Ya sabe hablar, ¿estudia? ¿A qué escuela va?

Simple Simplón. — Ehh, pues usted me dirá, si es adivino. 

Caralimpia. — Puedo comentarle, maese Adivino, si no es molestia, yo que lo conozco desde el día de su nacimiento y lo he visto crecer, puedo decir que su desarrollo será poco menos que prodigioso.

Simple Simplón. — No será tanto, yo espero que por lo pronto empiece a hablar. Ya mañana le buscaremos una buena escuela, no sea como yo simple simplón. Estoy con la inquietud si sus palabras primeras serán padre mío, ¿o mami? 

 

El adivino en trance.

 

Caralimpia. — Pero mirad, parece que hemos en algo ofendido al Adivino, que no nos ve ni nos habla y solo entorna los ojos y parece que va a convulsionar.

Simple Simplón. — Señor Adivino, señor… Escuche, ponga atención, atienda.

Caralimpia. — En trance ha pasado a estar.

Simple Simplón. — En trance será. 

Adivino. — ¡Ahhhh!   Esto es lo que vendrá. Esto es lo que habrá de acontecer. ¡ayjaaaa! ¡Yaja! 

Simple Simplón. — No sé si está feliz o contento. 

Caralimpia. — Decís lo mesmo, Bobo. No está feliz, está en las manos de la Pitia… De la pitonisa, de la gran adivina… Ya nos va a decir nuestra fortuna. 

Simple Simplón. — Y sabremos si hoy hemos de comer.  

Adivino. — Esto es lo que manifiéstase en el firmamento.  Las Moiras, las tres con su hilo, su globo y sus tijeras nos han de decir la verdad. 

Simple Simplón. — No me hablen de moras, me hacen que la panza duela.  No quiero saber más. 

Caralimpia. — Moiras, Bobo, son la encarnación del destino. Mejor te callas. 

Adivino. — Esto es lo que habrá que venir: “Cuando el Engendro hable... todo será destruido por la gran Plaga! 

Caralimpia. — Diantres. 

Simple Simplón. — Y en un santiamén nos ha de llevar la Trampa… 

Adivino. — “Cuando el Engendro se manifieste... el Mundo todo será destruido por una gran... una gran... llamarada.” 

Caralimpia. — Diantres, primero una plaga y luego una gran llamarada. 

Simple Simplón. — Es decir que no podremos salir a la calle.

Caralimpia. — De eso se trata.  

Simple Simplón. — Para decirnos que no salgamos a la calle.

Caralimpia. — Pues eso queda implícito. 

Simple Simplón. — ¿Cómo decís? 

Caralimpia. — Que eso está por demás.  

Simple Simplón. — No me digáis. 

Caralimpia. — Pues es así. 

Simple Simplón. — Me preocupa que mi hijo tenga que crecer con estas amenazas de fuego y el hambruna. 

Caralimpia. — Nadie mencionó el hambruna. 

Simple Simplón. — Pues el hambruna ha de haber, pues si dice peste, pues no podremos salir a hacer las compras y... ¿con qué habremos de preparar el desayuno? 

Caralimpia. — Eso mismo me preguntaba yo. Pero mirad, el adivino parece que regresa a la normalidad. 

Adivino. — Vaya, vaya, parece que me he perdido, distanciado, ¿y hablé de más? 

Simple Simplón. — Y más que los borrachos. 

Adivino. — Y qué he mencionado si podéis decirme. 

Simple Simplón. — Ah, pues habéis mencionado que tal vez las naciones encontrarán la paz y no habrá ya más problemas entre los gobernantes. 

Adivino. — ¿Eso he dicho? 

Caralimpia. — Pues, sí, en verdad que Usted, maese el Adivino no ha mencionado ni desgracias ni nada parecido.  

Adivino. — No comprendo. Yo tenía noticias funestas. 

Simple Simplón. — Pues no, ya ve que solo hay noticias alegres y no hay nada que nos provoque espanto, ni fuego, ni trampas, ni el hambruna. 

Caralimpia. — Ya ve que hay quienes se dedican a infundir el miedo. 

Simple Simplón. — No hay ningún engendro que pueda hacernos daño. 

Caralimpia. — Nada que cause estragos en la población. 

Simple Simplón. — Ni mucho menos mi hijo que ya se nota que es buena persona. 

Adivino. — ¿Buena persona? Estaréis de broma, si no veis que sus alas y el cuello de caballo y el pico de pato no son sino evidencia de malos augurios. 

Simple Simplón. — Es un ser extraordinario, es muy cariñoso, y además está muy orgulloso de su papi. Mirad, mirad como es mimoso, es tierno y cariñoso, y parece que le gusta darme picotazos en la barriga. 

Adivino. — Eso veo, eso veo. Tal vez es un ser bondadoso y estoy exagerando. ¿No será este un engendro del mal, verdad? 

Simple Simplón. — Yo así lo creo. 

Adivino. — ¿Cómo? 

Simple Simplón. —  Qué usted es tan buen adivino como yo soy un pescador de peces grandes. Id con ventura y aún más con buenaventura. 

Adivino. — Eso bien me parece. Bien me parece, os felicito entonces por el nacimiento de vuestro hijo y os doy mis parabienes. Caballeros, me despido. 

Simple Simplón. — Mis respetos, Caballero. 

Caralimpia. — Hasta la vista, maese adivino. Id en buenhora.  

El monstruo se descongela y se relaciona con Simple Simplón y Caralimpia. 

El Monstruo. — Oye papá, tengo sed, no habría manera de que me pudieran dar tú y mi papi un poco de agua, estoy deshidratado. 

Caralimpia. — Se tenía que decir y se dijo. 

Simple Simplón. — ¡Yo y tu papi? Y con eso quién decidme paso a ser yo. 

El Monstruo. — ¿Mi papi? 

Simple Simplón. — Creo que las cosas, confunde, todavía, mi hijo.  O nos llamó papi a los dos. Me acompañáis a por agua, porque tiene sed como dijo. 

Caralimpia. — Qué más he de hacer sino acompañaros. 

Simple Simplón. — Eso es de agradecer y muchas otras cosas.

Caralimpia. — Habrá que buscarle un nombre. 

Simple Simplón. — Estoy de acuerdo. Hemos de buscarle un nombre. 

Caralimpia. — Sí, por Ventura. 

Simple Simplón. — Ya veis hijo mío, ya tenéis nombre, te llamarás Porventura. 

El Monstruo. — Qué bien, no me gusta, pero qué le voy a hacer,  pero sí me habéis escuchado de que sediento estoy. Rápidito, papás. 

Caralimpia. — Ya vamos, vamos por algo de beber. 

Simple Simplón. — Por vida mía, estas generaciones, estas generaciones. 

El Monstruo. — Gracias, papi y también gracias, papi. 

Caralimpia. — Los dos somos tus papis. 

El Monstruo. — Eso es bueno saberlo, eso es bueno saberlo. Gracias. Muchas gracias.  

FIN 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 




Personajes:

 

Yacub, el Magrebí: musulmán maduro

 

Hombre barbado

 

Nacif: anciano protector.

 

Samira: vieja guardiana.

 

Ladrones enviados por Alá

 

Capitán de los serenos

 

Juez de Isfahán, Persia

 

Hombre alto y fuerte, fieras, guardias...

 

 

 

Escena I

 

 

Estamos en el Cairo antiguo, legendario. Es el atardecer. A lo lejos se oyen las voces que invitan a la oración en las mezquitas. Después, algunos aires de música árabe. Vemos un descuidado jardín al que domina una gran higuera. El jardín es parte de una vieja construcción de estilo musulmán. Se distinguen unas columnas en forma de herradura coronadas por una cúpula característica de la arquitectura del Islam. Entra Yacub, el Magrebí. Es un hombre en plena madurez vestido con una modesta túnica (llamada chilaba entre los árabes) y un gran pañuelo (o hatta) sujeto a la cabeza por una cinta. Llega encorvado por el peso de un saco que contiene ropa vieja. Deposita el saco en el suelo y recuesta su cabeza en él. Se queda profundamente dormido bajo la higuera. Dos viejos, un hombre y una mujer vestidos también a la usanza islámica, han estado observando todo el tiempo a Yacub, el Magrebí. Casi integrados a la escenografía, Nacif y Samira se descubren sorpresivamente al público.

 

 

Nacif.— ¿Te das cuenta? Nunca vi a Yacub tan cansado; en un instante se quedó dormido.

 

Samira.— Pobre. Trabajó todo el día en el mercado, pero le fue mal. Nadie quiere compra su ropa vieja. Yacub, el Magrebí es un buen hombre. Tiene una casa, pero tendrá que alimentarse con los frutos de su higuera.

 

Nacif.— Yo conocí a su padre. Él también era un buen hombre. Le dejó toda su fortuna a Yacub. Y ya ves lo que hizo el hijo. Fue generoso con todos y se quedó sin nada.

 

Samira.— Tendrá que empezar de nuevo.

 

Nacif.— ¿Pero qué es eso? Observa. Es el mensajero.

 

Los dos viejos se acercan a la higuera. El jardín se enciende con una intensa luz ámbar, y, más tarde, después de una bocanada de humo, parece surgir de la tierra un hombre barbado vestido de blanco. Yacub, el Magrebí, al verlo, se postra en el suelo como los musulmanes, tratándolo como a un Dios.

 

 

Hombre barbado.— Levántate Yacub, el Magrebí. ( Yacub levanta la cara, pero sigue en cuclillas. El hombre barbado saca de su boca una moneda de oro y se la muestra al asombrado Yacub). Debes saber que tu fortuna está en la lejana Persia, en la ciudad de Isfahán.

 

 

Los dos viejos se voltean a ver con complicidad.

 

Oscuro

 

 

Escena II

 

La escenografía representa un desierto. Algunas dunas de arena. A lo lejos puede observarse a un grupo de camellos. Vemos entrar a un esforzado y vigoroso Yacub, el Magrebí cargando apenas un unas provisiones y un recipiente de agua. Yacub hace un alto en el camino, toma un poco de agua y emprende de nuevo la marcha hasta salir del escenario. Entran a escena los viejos Nacif y Samira. Ambos están a punto del desmayo. Se detienen a tomar agua.

 

 

Samira.— (Agotada) Yacub, el Magrebí, nos ha dejado atrás de nuevo. Ya hemos cruzado el Mar Rojo, hemos caminado por el desierto del Sinaí, hemos estado cerca de Jerusalén y Damasco. Dejamos atrás la gran Bagdad y todavía faltan muchas horas para llegar a la muy remota ciudad de Isfahán.

 

Nacif.— Y no hemos visto más que desiertos y más desiertos.

 

Samira.— No te quejes, el viaje ha valido la pena.

 

Nacif.— Eso es lo que tú dices. (Se escucha un rugido de león) ¿Qué? De nuevo las fieras persiguen a Yacub. (Se escucha ésta vez el sonido de un mandril furioso. Vemos, detrás de una pantalla de tela, a Yacub quien lucha con una figura que recuerda a la de un mandril. Al final de la pelea, vemos cómo levanta un cuchillo y da fin a la bestia).

 

Samira.— Yacub ha podido vencer a las fieras. Ha podido vencer el hambre y la sed. Pero, ¿podrá vencer a los hombres?

 

 

Detrás de la pantalla donde Yacub venció al mandril, sale, caminando hacia atrás, un hombre alto y fuerte. Se defiende de Yacub, quien lo amenaza y lo hace retroceder con lo que parece ser un arma, pero en realidad es una rama envuelta en un pañuelo. Se entabla una lucha en la que nadie ataca. Sólo vemos los desplazamientos en que se miden fuerzas. Finalmente, Yacub, el Magrebí da un rápido paso hacia delante y somete al hombre fuerte con un simple pero eficaz movimiento.

 

 

Yacub.— Si yo fuera tan violento como tú, acabaría contigo, pero por Alá que es poderoso, misericordioso y no duerme, puedes irte.

 

 

El hombre alto y fuerte sale huyendo. Yacub continúa su marcha.

 

 

Nacif.— Yacub pudo vencer a un hombre, al menos.

 

Samira.— Es tiempo de continuar el viaje.

 

 

Oscuro.

 

 

Escena IV

 

Es de noche.

 

Vemos una representación en miniatura de la gran mezquita de Isfahán. Junto a ésta, Yacub, El Magrebí está dormido a los pies de los dos viejos Nacif y Samira, quienes lo cuidan en silencio. En otro lado del escenario vemos la representación de una casa de estilo árabe, también en miniatura. Un grupo de cinco ladrones “sale” detrás de la imagen de la mezquita y se dirige, muy lentamente, como si fuera un cuerpo compacto, a la casa cercana. Nacif y Samira, siempre tranquilos, ven pasar a los ladrones.

 

 

Nacif.— Mira, mujer...Ese grupo de ladrones lo ha mandado Alá.

 

Samira.— ¿Eso crees tú?... pero si tienen malas intenciones. Van resueltos a robar la casa de al lado. Y las personas que viven en esa casa ahora mismo están durmiendo, al igual que nuestro muy cansado Yacub, el Magrebí.

 

Nacif.— Pronto despertarán.

 

 

El grupo de ladrones se separa y se “mete”, “por detrás”, a la casa de al lado. Se oyen durante, varios segundos, gritos de socorro. Los ladrones, asustados, corren en todas direcciones. Aun así, las llamadas de auxilio de los habitantes de la casa de al lado vuelven. Nacif y Samira observan y callan. Un grupo de guardias, comandados por un capitán, entra buscando a los responsables del alboroto. Revisan la casa y luego, van hacia la mezquita. Detienen a Yacub el Magrebí.

 

 

Capitán.— Hey, tú, levántate. Estás en grandes problemas.

 

Yacub.— ¿Estoy en Isfahán, en Persia?

 

Capitán.— Así es, intruso. Has venido a perturbar la paz de este lugar.

 

Yacub.— Y yo pensaba que había venido a recuperar mi fortuna.

 

Capitán.— (Ordena a sus guardias) Llévenlo ante el juez. Él le mandará dar mil azotes.

 

 

 

Escena V

 

Cárcel. Yacub está recostado en el suelo. Dos hombres lo sujetan de los pies y otro del cuello. Un verdugo, de pie frente a él, lo intimida con un látigo. Los dos viejos observan la escena, impasibles. Llega el Juez y los guardianes se alejan. Yacub saluda con respeto al Juez.

 

 

Juez.— ¿Quién eres y cuál es tu patria?

 

Yacub.— Soy de la famosa ciudad de El Cairo y mi nombre es Yacub, el Magrebí.

 

Juez.— ¿Qué te trajo a Persia?

 

Yacub.— Un hombre me ordenó en un sueño que viniera a Isfahán, porque aquí estaría mi fortuna. Y veo que la fortuna que me prometió ha de ser esta cárcel.

 

Juez.— (Se echa a reír) Hombre desatinado. Tres veces he soñado con una casa en la ciudad de El Cairo, en cuyo fondo hay un jardín y en el jardín un reloj de sol y después del reloj de sol una higuera, y bajo la higuera un tesoro. No he dado el menor crédito a esa mentira. Tú, sin embargo has errado de ciudad en ciudad, bajo la sola fe de un sueño. Que no vuelva a verte en Isfahán. (Le entrega una pequeña bolsa de fieltro) Toma estas monedas y vete.

 

 

Yacub toma las monedas. Lentamente, todos salen no sin antes dejar el escenario completamente vacío. Entra Yacub y se coloca en el centro del escenario. Más tarde entran los dos viejos, con una pala que dejan en el suelo. Yacub la toma, sale del escenario para más tarde regresar con un cofre.

 

Yacub.— (Feliz) Estaba tal y como había sido previsto en el sueño del juez: Debajo de la higuera. Mi fortuna siempre estuvo aquí... en mi casa.

 

 

Abre la tapa del cofre y sonríe mientras ve su contenido. Lentamente se va haciendo el oscuro final.