Lunita
Me llamo Luna.
Me encontraron en una llanta. La llanta era mi casa, mi cama, mi refugio.
No conocí a mi padre, a mi madre la
recuerdo muy bien porque nos protegía, nos daba comidita y nos enseñaba a dar
nuestros primeros pasos.
Me acuerdo
mucho de mis hermanos. Siempre se enojaban porque yo era la mejor de todos.
Aprendí a caminar antes que nadie, a buscar insectos comestibles antes que
ninguno… y también a comerme casi todas las sobras que de vez en cuando una
señora con olor a queso le llevaba a mi mami.
Al principio vivíamos
juntos en un cuartito abandonado en un terreno feo y gris cerca de una gran
avenida. Mi mamá nos amamantaba con paciencia. Éramos tres hermanos, tres
cachorritos muy unidos, pegados nuestros cuerpos nos quedábamos dormidos bajo
el regazo de nuestra bella madre.
Ella era pequeña y fuerte. Era indomable y casi
siempre cariñosa. Nos mantenía bien alimentados y cobijados. Era tan generosa
que nos daba toda la comida que nos regalaban y nos empujaba con el hociquito
para que aprendiéramos a caminar.
*
Las semanas
pasaron y no hacíamos más que crecer y valernos por nosotros mismos.
Ya casi todos
habíamos elegido un lugar privado para nuestras urgentes necesidades. Los
habíamos marcado ferozmente como nuestro respectivo territorio. El mío estaba
en la parte más alejada, casi en el fondo del terreno baldío. Era el lugar
ideal para que una señorita como yo hiciera pipí sin que nadie me viera.
De repente, mis
dos hermanos y yo ya andábamos corriendo solos por todos lados. Mi mamá se
ponía nerviosa y nos ladraba enojadísima para que no nos alejáramos demasiado.
Yo, como siempre era la última “en llegar a casa”, recibía los mordiscos y
ladridos de mi muy enojada madre.
Con el paso de los días ya los tres hermanitos
empezábamos a crecer, mi mami hacía todo por nosotros y no nos faltaba la
comida ni el agua limpia.
Todo parecía estar muy bien, éramos muy
felices y tal vez no lo sabíamos, crecíamos tranquilos a pesar de nuestra vida
de pobres.
Un mal día, sin
embargo, llegaron unos hombres que parecían muy enojados. A mi mamá la
agarraron de mala manera por el cuello y la metieron en la parte de atrás de
una camioneta blanca. Mis hermanos y yo estábamos muy asustados. No entendíamos
nada de lo que pasaba. Tratamos de escapar, pero los hombres tenían mucha rabia
y querían llevarnos no sé a dónde.
Yo me alcancé a
meter debajo de unas piedras y ahí me quedé horas enteras. Cuando finalmente salí
de mi escondite ya no pude ver a mis hermanos, ni a mi madre. Los hombres de la
camioneta blanca se los habían llevado.
No me quise
quedar en ese sitio. No sentí que fuera seguro.
Como pude, pasé
por entre unos alambres de púas que rodeaban el terreno y fui a dar a la ruidosa
avenida que siempre me había dado tanta curiosidad.
*
Caminé muy
nerviosa por las calles ruidosas y llenas de agresivos automóviles. La gente me
miraba sorprendida de que yo estuviera tan solita y tan libre por la calle. Me
hablaban, me llamaban como si ya me conocieran de antes. Un muchacho con
zapatos de goma me hizo muchos gestos, me habló como si fuera muy tonta y acercó
sus manos con olor a cebolla cerca de mi nariz. Luego me intentó agarrar, pero
yo me eché a correr lo más rápido que pude y me metí en una jardinera, cerca de
la esquina de la gran y ruidosa avenida.
Casi en la
esquina de la jardinera, junto a un árbol grande y seco se encontraba la enorme
llanta que sería mi casa en los próximos días. Era como esos neumáticos de
camión grande, olía un poquito a viejo, y ya estaba tan desgastada que se le
habían hecho grandes agujeros en los costados y por los que se podía mirar sin
ser visto. Era el escondite ideal. Ahí dentro habríamos cabido sin problema mis
dos hermanos, yo, y seguro que también mi mami.
Me dieron ganas
de llorar al acordarme de ellos, pero rápido me las aguanté, porque tenía otras
preocupaciones que resolver en vez de ponerme triste. Tenía hambre, sed y frío. Estaba cansada y tenía mucho sueño, pero me
quedaba con los ojos muy abiertos, muy alerta por si las cosas se ponían peor.
*
Desde los
agujeros de mi llanta yo espiaba a todos los que caminaban por la calle. Los podía ver, los podía oír, pero sobre todo
los podía oler con mi enorme narizota.
Parecían tener
prisa. Algunos olían como a menta y hacían ruido como de tic, tac, tac, tac. Otros
olían a mantequilla y hacían sonidos como de flip, flop,flip, flop. Había unos que hacían tiki tiki y olían a
perfumito de limones y naranjas. Los que más nerviosa me ponían eran unos que
olían a puro sudor agrio y corrían muy rápido como si alguien los persiguiera.
La mayoría de esos
caminantes me daban miedo. Los había elegantes, tristes, preocupados o de muy
mal humor. Yo los vigilaba, me daba cuenta de si tenían buenas o malas
intenciones. Desde entonces supe distinguir entre quienes eran humanos
confiables, y quienes definitivamente eran malvados y estaban dispuestos a todo
con tal de agarrarme y encerrarme. Vivía con miedo, me la pasaba siempre
despierta, alerta, no me podía dar el lujo de estar desprevenida en un mundo
cruel y lleno de peligros.
Y
desafortunadamente no estaba equivocada, porque un mal día por la mañana, de
repente, una brillante pelota de plástico se metió justo en el medio del jardín
donde estaba mi llanta y, poco después, dos niños saltaron al interior de mi
pequeño jardín y, al agarrar su pelota, me descubrieron a pesar de que yo me
esforzaba en hacerme chiquitita e invisible dentro de mi escondite.
*
Por un tiempo,
mi sed, mi hambre y mi miedo tuvieron solución. Les caí bien a los dos niños porque
me llevaron a una casa enorme y vieja. Me dieron agua y leche y galletas y
jamón y sopa de lata. Me llevaron a la parte de arriba de la casa y me metieron
a un cuarto sucio, lleno de cosas viejas. Me encerraron en una gran jaula de plástico
que tenía una puerta con rejitas de metal y una manija arriba. Era como una
gran maleta y dentro había cobijas viejas que olían a orines de gato.
A pesar de
haberme hecho prisionera, los niños eran muy cariñosos conmigo cuando me
sacaban de mi encierro. Me agarraban con
demasiada confianza y no dejaban de acariciarme y hablarme quedito, muy quedito.
Me miraban fijo a los ojos y me sonreían como si estuvieran enamorados. Yo los
trataba de morder, pero ellos seguían siendo cariñosos y me cantaban, me
abrazaban, me sonreían, me daban de besos y no me dejaban en paz. Cuando lo
decidían, abrían la puerta de mi jaula y me sacaban para darme de comer. Me
daban queso, tortillas, huevito, frijoles, avena… Me daban tanta comida que yo
pensaba que me querían engordar para después comerme.
Pasaban la
mayor parte del tiempo en la parte de abajo de la casa donde no se estaban
nunca quietos, hablaban a gritos y jugaban con su pelota o a perseguirse, o a saltar
encima de las camas y los sillones. Cuando venían a verme, me volvían a tratar
de cargar y besar y acariciar. Me seguían hablando con sus vocecitas agudas, me
hablaban quedito y llamaban con muchos nombres. Me decían Muñeca, Laika, Lala, Candy,
Frufrú. No me gustaban sus nombres y no me gustaba que todo el tiempo esos dos
niños gorditos trataran de agarrarme y cargarme y sobarme. Me daba mucho miedo que
me fueran a comer, y me dio mucho más miedo cuando llegó una señora muy alta y
muy gritona que empezó a regañar a los niños. La señora gruñona “no daba
crédito a la conducta imperdonable de sus hijos”. Dijo muchas cosas terribles y
en muy poco tiempo: “Había perdido totalmente la confianza en ellos”, “la
habían engañado sin ningún pudor”, “recibirían sin duda un castigo ejemplar”, “su
padre se iba a enterar”, “eran unos irresponsables porque expusieron a todos en
esa casa a enfermedades terribles, a plagas nauseabundas, a piojos, pulgas,
sarna, y en fin a un cúmulo de calamidades y suciedades” … y muchas más palabras que ahora no recuerdo
pero que seguro terminaban en ades.
En resumen: les pidió que se deshicieran inmediatamente de
mí. “Yo no era más que un montón de suciedad y responsabilidades, nadie se iba
a ocupar de mí cuando dejara de ser la novedad, cuando los niños irresponsables
se fueran a la escuela y le dejaran todo el trabajo y los problemas” a la
señora gritona que amenazaba con ponerme de patitas en la calle.
*
Los niños
gorditos me llevaron a un parque gigantesco que está en medio de las grandes
avenidas de la ciudad. Me pusieron en la jaula que olía a orines de gato, pero afortunadamente
le quitaron la puerta y además me dejaron una bolsa grande llena de croquetas y
agua. Lloraban mucho, me dijeron: “Cuídate por favor”. Estaban muy tristes,
pero se fueron.
*
Me metí en mi jaula,
y desde los primeros segundos supe que algo no estaba bien. Me sentí observada,
pero no había más que árboles, tierra mojada y más tierra mojada. Era un lugar casi
escondido en medio del parque. Me sentí otra
vez observada y no me equivocaba: un enorme gato peludo y gris se me quedó
viendo como si me fuera a comer. Le gruñí con todas mis fuerzas. Pensaba, ilusa
de mí, que se iba a echar a correr ante mi poderoso ataque, pero no logré
asustarlo. Se acercó a mi casa y siguió observándome cada vez con mayor
insistencia. Estaba segura de que el malvado gato se quería quedar con mi jaula,
o se quería comer mis croquetas.
Me puse muy
nerviosa, temblaba de miedo pero también de rabia de que me quisiera quitar mis
escasas posesiones.
De no sé dónde
saqué mucha fuerza y me le abalancé y le di de patadas y mordidas. Desde el fondo de mi cuerpecito le ladré como
nunca antes había ladrado, con un sonido vigoroso, el más potente de la tierra
y sus confines. Eso pensé entonces.
El gato malvado
también me atacaba, me mordía y me arañaba. La pelea fue intensa, pero duró
mucho menos de lo que después estuve reviviendo en mi cabecita. Lo cierto es
que yo gané. Me pude defender y defender mi casa.
Del gato
malvado nunca supe nada. Lo último que recuerdo es que se echó a correr, saltó
a un árbol y desapareció. No lo volví a ver nunca más.
*
Pasaron muchos días.
Las croquetas se habían terminado ya hace tiempo. Tenía hambre y frío. No tenía
sed porque era tiempo de lluvias y podía tomar el agua que se quedaba atrapada
en los charquitos. El hambre nunca se me quitaba, pero al menos podía comerme
uno o dos gusanos que se quedaban en la tierra cuando llovía muy fuerte.
Mi jaula seguía
siendo mi escondite. Los niños gorditos escogieron un buen lugar porque nadie
pasaba por ahí. Yo creo que la tierra mojada espantaba a todo el mundo. Las
personas pasaban lejos, por donde no había lodo, por donde estaba todo seco.
Iban solas o acompañadas de perritos como yo. Los llevaban agarrados del cuello
con cadenas o correas de las que no se podían escapar. Algunos de esos perritos
notaban mi presencia porque se ponían a ladrar. Sus humanos los regañaban. Yo
esperaba que alguno de ellos se soltara de sus cadenas y me viniera a ver. Eso
nunca sucedió.
*
Las noches para
mí sí que eran difíciles, porque siempre estaba muerta de miedo. Me mantenía despierta
el mayor tiempo posible, pero al final me vencía el sueño. A veces fingía estar
despierta, me sorprendía de lo bien que podía disimular el estar alerta. Era yo
la gran simuladora, era una gran actriz, era una temible loba. Lo cierto es que
estaba profundamente dormida, sentada y con los ojos abiertos, como una pequeña
estatua, para que todos pensaran que estaba lista para defenderme.
*
El hambre me
hizo alejarme de mi zona de seguridad. Caminé lo más rápido que pude a donde
estaban dos botes enormes de basura al que llegaban muchos gatos y algunos
pájaros. Los dos botes estaban muy llenos y rebosaban de latas y vasos y restos
de comida. Yo, como era pequeñita, por más que diera de saltos no podía
alcanzar ni una cáscara de plátano. A veces alguien con mala puntería arrojaba
cerca de los botes una manzana mordida o hasta un hotdog sin terminar. Una vez
corrí con suerte porque un niño arrojó su almuerzo y yo me pude comer un
huevito duro, una manzana y un sándwich completito de jamón.
Los transeúntes
del parque siguieron arrojando mucha comida a los botes de basura. Algunas
veces lograba comerme todo un cono de helado de vainilla y hasta una rebanada
de pizza, si bien me iba.
Desafortunadamente
mi buena suerte no duró mucho tiempo porque un mal día llegó un perro grande y
peleonero que habría de arruinarme la vida y hasta una parte de mi oreja. Me
gruñó cuando yo estaba saboreando un hueso de chuleta, me lo intentó quitar mirándome
con sus amenazantes ojos de diablo, me gruñó como si me fuera a devorar con
todo y mi hueso y, finalmente, al ver que lo ignoraba, me empezó a hablar, para
mi sorpresa, de una forma calmada y hasta elegante. Me invitó a alejarme de sus
botes de basura, porque eran sus botes, aunque él no había estado
presente en los últimos días, porque había regresado después de haber estado
ocupado en toda clase de aventuras. Cambiando otra vez, de repente, de actitud,
se puso grosero y otra vez violento. Me dijo a gritos que me largara y que ni
se me ocurriera llegar otra vez por ahí.
Muy mal, todo después
de esos momentos me salió muy mal. Le empecé a gruñir al perro grande, lo
enfrenté dispuesta a darle su merecido según yo, pero él ya no me gruñó, ni me ladró
ni me miró feo, simplemente se lanzó sobre mí, de una manera atroz, y me
arrancó un pedazo de mi pobre oreja. Luego,
me persiguió por todos lados como si me fuera a acabar de devorar y yo, muerta
de pánico, me salí de los límites del parque, crucé la calle sin fijarme y fue
entonces cuando me atropellaron y me dejaron chueca.
*
Nunca vi venir
el automóvil. Al parecer el conductor trató de esquivarme porque todavía estoy
viva y puedo contar todo esto. El hombre que me atropelló se sintió muy
culpable porque pagó todos los gastos del veterinario. Me inyectaron cosas
horribles que me hicieron ahora sí dormir por días y días enteros, tal vez
semanas. Y no solo dormía sino que entre alucinaciones sin fin veía a perros y lobos
que intentaban matarme, caminantes con manos llenas de cadenas, gatos
espeluznantes, y más y más terribles y perturbadores demonios. Según supe
después cuando recobré la razón, me bañaron, secaron, desparasitaron, y por
supuesto me dieron de comer comida muy sana y a veces rica y a veces muy seca y
desabrida. Me enderezaron, dejé de estar chueca, o de caminar de lado, me arreglaron
dos costillas rotas, me cosieron mi orejita mordida, y me operaron para que no
pudiera tener perritos. Según supe también era yo de raza indefinida y tenía siete
meses y me iban a poner en adopción. Eso si alguien se interesaba por mí y me
sacaba del refugio de perros donde más adelante fui a parar.
*
En el refugio
me dieron un baño “de bienvenida”. Fue espantoso. El agua estaba fría y el que
me bañó se encargaría de hacerme, en los próximos días, la vida desdichada.
Este don Pedro, así se llamaba, era un hombrecito muy desagradable. Estaba
flaco y encorvado y tenía la manía de decir palabrotas cuando estaba solo con
nosotros, los refugiados. A don Pedro no le importaba si yo daba de alaridos,
al contrario, me daba de manazos y me decía que era una perra malcriada,
pulgosa y fea. Me gritaba horrible y me insultaba sin que yo pudiera hacer nada
para defenderme, sin que yo pudiera desmentir sus palabras llenas de odio, sin
que le pudiera demostrar que yo había sido bañada y desparasitada, y que además
era muy bella y simpática porque ya me lo habían dicho muchas personas. Como me siguió dando de manazos mejor me quedé
calladita y esperé a que terminara su trabajo. Ya todo estuvo mejor cuando me
fui a acostar a un patio donde el sol se encargaría de acabar de secarme.
*
Ahí estaba yo,
después de mi primer baño. Estaba temblando de frío a pesar del sol. De nada
servía que me tratara de quitar el agua sacudiéndome enérgicamente.
Ahí estaba yo,
tiritando y tratando de secarme con mi lengua y fue entonces que llegó Max, un
perro vigoroso y de orejas puntiagudas que trataba inútilmente de jugar
conmigo. Se acercaba y me ladraba y luego se ponía a correr como loco, y
regresaba como para invitarme a que lo persiguiera o algo así. Me empujaba con
su cabeza y me hizo caminar unos pasos. Me sentí mejor. Mi nuevo y muy peludo amigo
no dejaba de animarme. Caminé un poco más rápido y ya después sin darme cuenta
empecé a correr tratando de perseguir al entusiasta que ladró todavía más
fuerte cuando se escuchó a lo lejos un sonido agudo y fuerte. El sonido se hizo
cada vez más intenso. Apareció don Pedro en el patio tocando un silbato,
seguido de toda la manada. Todos los perros del refugio estaban listos a que
don Pedro les aventara unos puños de croquetas que cayeron por todos lados. Los
perritos y perritas comieron como si nunca lo hubieran hecho. Hubo peleas,
golpes, insultos. Yo me acerqué a una croqueta que cayó cerca de mí, pero un perro
calvo y desagradable me mostró una hilera de dientes. Yo, muy amigable, le
sonreí y me fui lejos de ahí.
Ese día no
comí. Bebí mucha agua eso sí. La podíamos tomar cuando quisiéramos de un bebedero
del que salía todo el tiempo. Nadie se ocupaba de molestarte si tomabas lo
suficiente o te morías de sed.
Unos días
después de llegar al refugio, don Pedro nos dejó a todos en el patio y ahí pude
hacer grandes amigos y algunos enemigos. Era como una fiesta perruna. Todos nos
olfateábamos y nos presentábamos casi sin parar, como si no hubiera otra cosa
en la vida que ir con un amigo perruno y más adelante ir con otro. Nos
perseguíamos y a veces nos mordíamos el trasero, nos olíamos, nos enojábamos y
luego nos ladrábamos intensamente.
Un perro largo
y oscuro como una salchicha hecha perro se adueñó de una pelota pequeña con la
que jugábamos varios. El perro salchicha era muy egoísta y se la quería quedar
para él solito. Max, al que no le gustaban las injusticias, lo acorraló en una
esquina del patio y le gruñó tan fiero que el salchichón soltó la pelota y de
inmediato fue a para al hocico de un perro con cola larga, luego a un perrito gordito
y jovencito, y luego, pues me tocó a mí. Yo me eché a correr con la pelota,
pero me las tuve que ver otra vez con el perro calvo y malencarado que me
volvió a enseñar su temible hilera de dientes. No se la entregué, la solté para
que alguien más la agarrara, y fue mi amigo Max quien de inmediato la tomó
entre sus poderosas mandíbulas y la empezó a morder tan fuerte que la acabó
haciendo pedacitos. El perro calvo y dientudo se quedó muy enojado, se había
declarado nuestra enemistad de manera oficial. Me miró como si se me fuera a
echar encima, caminó lentamente hacia mí, pero luego cuando estaba a punto de abalanzarse,
el perrito con cuerpo de salchicha se le puso enfrente. Le mordió el cuello,
luego lo volteó patas arriba, lo montó como si fuera un caballito y no un
perrito, y lo mantuvo así, agarrado con sus pequeñas patas para dominarlo, para
que ya no estuviera gruñéndole a todo el mundo. El perrito calvo se
tranquilizó, ya no estuvo tan agresivo ni conmigo ni con nadie más. El
salchichón también se puso de buenas, debo decir que me empezó hasta a caer
mejor de lo que hubiera imaginado. Debo decir también que el perrito calvo y
con dientes afilados era en realidad una perrita. Hicimos las paces oliendo
nuestros respectivos traseros. Luego nos olimos los hocicos y así, de manera
sencilla nos despedimos y nos fuimos cada una por nuestro respectivo lado.
Pasaron muchas
horas y parecía que a don Pedro se le había olvidado regresarnos a nuestras
jaulas. Nos habíamos cansado de tanto jugar, nos habían dado a todos ganas de
dormir o, si no, de lamernos nuestras respectivas patas o de tratar de acabar
con las insoportables moscas y mosquitos que siempre llegaban a molestar cuando
estábamos a punto de dormir.
Parecía
increíble, pero los veinticinco perritos habíamos logrado quedarnos en
silencio. Don Pedro no se apareció y la
verdad es que nadie lo echó de menos. Pasamos la noche fuera de nuestras
jaulas, algunos seguían jugando, otros francamente ya no hicieron otra cosa que
acostarse patas arriba y escoger el mejor lugar para estar a gusto. El silencio
se hizo presente en ese patio donde los perritos se quedaron muy dormidos.
*
Llegó la mañana,
pero no fue la luz del sol la que nos despertó, sino el agudo silbato de un
irreconocible y encantador Don Pedro, muy peinadito, bañadito y con su ropa limpia.
Dudamos de que fuera
el mismo don Pedro porque se puso a limpiar el patio sin decir palabrotas, nos
llamó a todos por nuestro nombre y no regañó a nadie por hacerse popó y pipí donde
no debíamos.
Nadie podía
creerlo, era un nuevo don Pedro que trabajaba con gusto, usaba la manguera para
limpiar el patio y no para bañarnos sin piedad. Nos hablaba bonito y no nos
trataba de pegar con la escoba.
De todas
maneras no logró que alguno de nosotros se le acercara, o lo mirara de manera
diferente. Él se había ganado a pulso nuestra desconfianza y por eso nos
manteníamos atentos, a la expectativa, por si se trataba de una trampa, siempre
de lejitos.
Para nuestra
sorpresa, el nuevo don Pedro parecía estar dispuesto a ser cariñoso con nosotros.
Nos sonreía y hasta nos cantaba con una voz que trataba de ser agradable, pero
que francamente se parecía más a un berrido que a una voz humana.
Acomodó en una
hilera unos platos de metal que yo nunca había visto, nos sirvió nuestras
croquetas en cada uno de ellos y estuvo muy al pendiente de que nadie se
quedara sin comer.
Pues ese era el
nuevo don Pedro. Nos dejó quedarnos todo el tiempo en el patio y siguió
limpiando, y tratándonos bien. Nos gustaba la nueva modalidad, pero, la verdad,
sospechábamos que algo estaba pasando. Max y yo nos miramos con mucha
complicidad. El salchichón, que se había declarado líder de la manada, iba de
un lado a otro, y nos ladraba, como si tratara de advertirnos de algún peligro.
Después de
haber dejado limpiecito el patio, Don Pedro nos dejó mudos y medio aterrados
porque empezó a cepillarnos y acariciarnos. Empezó con Max, supongo que por su
largo y abundante pelaje. Todos nos acercábamos a tan extraña escena y nos
expresábamos de las más diversas formas, con aullidos, gemidos o francos
ladridos. Ninguno quería ser el siguiente en las manos de nuestro siniestro
cuidador. Estábamos acostumbrados a que nos bañara a manguerazos y la idea de
que nos peinara nos parecía de lo más increíble.
Sonó la campana
que anunciaba visitas. Tal vez alguno de nosotros iba a pasar a mejor vida,
quiero decir, que iba a ser adoptado por una familia feliz y generosa. Eso
pensé al menos yo, pero estaba totalmente equivocada.
Al patio del
refugio llegó radiante una muchacha que olía a jabón y lechuga fresca. Tenía
unos zapatos blancos con suela de goma y hablaba muy amablemente y con mucha
seguridad. “Señorita Mía”, la llamó así el tal don Pedro. “Usted podrá
comprobar que lo que le han dicho de mí es mentira. Todos los muchachos han
recibido el mejor trato, los he cuidado a todos con cariño y esmero por igual y
le aseguro que no tiene nada de qué preocuparse”.
“Sí, sí… eso es
lo que usted dice, pero yo tengo otros datos.” Eso contestó la Señorita Mía,
que no miraba con buenos ojos al cabizbajo y culpable hombrecito. “Bueno, pero
la razón de mi visita responde también a otros asuntos”. Y el otro asunto, yo
no podía creerlo, era nada menos que yo misma. Preguntó por mí. Preguntó por “la
nueva perrita”. Le preocupaba yo mucho porque hacía muy poquito tiempo me habían
atropellado y alguien había denunciado mal trato y falta de atención no solo
conmigo sino con todos los perritos del refugio.
Don Pedro no
sabía cómo era posible que alguien pudiera hablar mal de su trabajo, si él daba
la vida entera para poder cuidar y atender amorosamente a los veinticinco perros
y…
…Y después de
decir toda clase de mentiras se quedó callado al ver a la muy seria señorita
Mía. Ella, le explicó que sus acciones podían hacerlo perder su trabajo. Le
hizo saber que estaba al tanto de cómo se comportaba y que si no cambiaba su
manera de encargarse del refugio tenía que atenerse a las consecuencias.
Mientras ellos
hablaban, mi amigo Max y yo platicábamos de toda clase de vecinos chismosos que
nunca faltaban, gente que se asomaba por las ventanas y que hablaba por
teléfono, sacaba fotos, grababa… Max me hablaba de cámaras ocultas y de cosas
extraordinarias que harían poner a don Pedro en su lugar.
En los días
siguientes don Pedro regresó a ser el tipo malhumorado de siempre, pero con la
novedad de que ahora sí tenía que hacer las cosas bien. La razón del cambio y
la muy buena noticia fue que la señorita Mía llegaría al refugio, pero no solo
un ratito de visita, sino al menos dos o tres días de la semana para cuidarnos
bien.
A mí, que la
vida no me había tratado muy bien que digamos, me fue muy bien con Mía. Yo para
ese entonces todavía no tenía nombre, aunque ya me habían llamado de muchas
maneras. Mía, pues, me puso el nombre de “Lunita”. Me llamó así porque yo tenía
dos bellos lunares en la pancita y un hermoso lunar negro debajo de mi perruno
hocico.
Pues Lunita me
quedé. Estaba muy contenta y pensé en vivir todo el tiempo en el refugio con mi
querida y adorada Mía, pero ella nos explicaba que no podía adoptarnos ella
misma. Nos hablaba horas enteras para decirnos que su misión con el refugio era
buscarnos casa y unos buenos humanos y una vida y un futuro donde fuéramos
felices. No podía encargarse de cada uno de nosotros, aunque quisiera. Eso nos
decía siempre, y lo cierto es que cada día llegaban más amiguitos sin dueño
como yo, y cada vez había menos personas que desearan adoptarnos. No a mí al
menos.
Los visitantes tenían
“un día y una hora específica” para venir a vernos. Eso le explicaba Mía a don
Pedro quien hacía cara de que entendía y nos dejaría a todos limpios y peinados
y todo el refugio estaría listo y arreglado.
Los domingos
por la mañana, los posibles nuevos papás pasaban por nuestras jaulas con
sonrisas un poquito falsas. Querían un perro esterilizado, desparasitado, no
muy encimoso, no muy sociable, no muy grande, no muy chico, sin pelo, totalmente
mudo, que no se hiciera pipí donde no debía, no destruyera las cosas, no necesitara
de mucha atención y si fuera posible que nunca tuvieran que sacarlo a la calle.
Mía era muy amable
a pesar de tantas exigencias y les explicaba que “todos los perros podían
recibir una buena educación”, “de la vista nacía el amor", “no hay perro
feo”, “todos son hermosos si se les logra querer como únicos” … y si alguno de
nosotros les gustaba pues podrían hacer la prueba de tenernos por al menos una
semana y así sabrían si podían lograr una buena adopción o si no.
Los visitantes levantaban
las cejas. Se quedaban unos segundos callados y revisaban a los candidatos con
cierto malestar y yo diría hasta con disgusto.
Mía les hablaba
de cómo todos estábamos esterilizados, vacunados, desparasitados y muchas
palabras que terminaban en ado. Les explicaba que no éramos juguetes de
peluche, ni regalos de navidad, ni tampoco un hijo sustituto. Eso sí, éramos
una responsabilidad para toda la vida y por eso los nuevos adoptantes tenían
que firmar unos papeles de compromiso donde aceptaban ser monitoreados durante
un largo tiempo.
Un día una pareja
interrumpió a Mía y con una franca actitud de sentirse la gran cosa le preguntó
sobre si todos los perros que tenían en ese refugio eran tan…
Y no
continuaron… después del tan. Mía los enfrentó: Tan qué… Y cuando ellos
dijeron, tan corrientitos, estamos buscando un perro que sea de raza, no
perros tan… Y me señalaron a mí. Me dijeron “tan como ese, el de la oreja
fruncida” y me quedé petrificada y confundida porque además de señalarme me
trataron como si fuera un perrito macho.
Mía, siempre
amable, les contó mi historia, de cómo me habían atropellado y luego curado y
de cómo había respondido bien al tratamiento y…
No la dejaron
terminar. Los solicitantes preguntaron si tenía a un perro como Max, un perro
blanco y con cara de lobo, pero que fuera cachorrito o cuando mucho de un año,
pero no de tres como mi amigo. O si tuvieran algún ejemplar de pastor belga o
alemán o inglés o…
Mía perdió la
paciencia. Les hizo una rápida invitación a que se fueran del lugar y les pidió
que no volvieran a solicitar perros en adopción, ni ahí ni en ningún otro
refugio. Les dijo muchas cosas. Les acabó diciendo que había gente que no
estaba capacitada para tener un perro, ni para cuidarlo y mucho menos para
quererlo. Seguro si ellos seguían con la necedad de tener un perrito lo iban a
acabar dejando en la calle. Mejor que ni se volvieran a acercar a ningún
refugio porque lo habrían de lamentar. Los dos visitantes, una pareja de
jóvenes muy arreglados, se le quedaron viendo con terror y luego mejor se
fueron.
Mía siguió
hablando en voz alta, se me quedaba viendo especialmente a mí, porque yo era la
que más insultos había recibido. Dijo que si los muy desorientados visitantes
de verdad querían adoptar un perro que mejor se compraran uno de peluche y aun
así lo acabarían dejando arrumbado en un sótano. Estaba muy enojada. Me habló muy bonito. Elogió mis ojitos de
caramelo que la miraban amorosamente, me dijo que tenía cejitas negras como de
escultura egipcia, y me hizo sentir mejor cuando me dijo que ya estaba más
crecidita y muy bella y muy… Se quedó callada de repente y me siguió
acariciando en silencio y con los ojos llenos de lágrimas.
*
Pasaron los
días, los meses, y luego un año entero. Muchos de mis amigos y conocidos ya se
habían ido. Max estuvo a punto de irse en una ocasión, pero lo regresaron “porque
se había comido un sillón”. Yo tampoco tenía mucha suerte. Me promocionaron en no
sé qué redes de las que Max sabía absolutamente todo. Mía me sacaba muchas
fotos, me ponía muy guapa, eso decía ella, me colocaba un moño rosa en la
cabeza, hacía que me sentara muy quietecita y me decía que estaba preciosa y
que seguro alguien ahora sí me iba a adoptar. Me sonreía con supuesta alegría,
pero yo me daba cuenta de que otros amiguitos perros sí lograban encontrar
nuevos padres, pero yo no.
*
Han pasado ya
tres años. Mi amigo Max y yo estamos felizmente echados panza arriba en
nuestras respectivas camitas. Nuestra nueva casa es grande y la ilumina siempre
el sol. Tenemos dos patios grandes y una azotea a la que podemos ir cuando
queramos. Nuestra casa es la casa de Mía. Ella nos llegó a querer tanto que
decidió quedarse con nosotros, “no solo porque nadie tuvo el gusto de querer
adoptarnos” sino “porque nos daba por estar siempre pegados, como si fuéramos
hermanos a pesar de ser tan diferentes”. Max y yo la pasamos muy bien,
caminamos en la calle los dos junto a Mía. Ella, de vez en vez, nos lleva a
pasear a un hermoso y muy cuidado parque, nos libera de las correas en un
espacio especialmente dedicado a los perros y nos vigila todo el tiempo que
pasamos saltando, jugando y conociendo a nuevos amigos perros y corriendo
velozmente para atrapar una pelota roja, una pelota que por cierto siempre
acaba entre los afilados dientes de mi muy buen amigo Max.
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