30/11/14

María Estuardo.Friedrich Shiller

























































María Estuardo.

Friedrich  Shiller


 PERSONAJES


 ISABEL, Reina de Inglaterra.
 MARÍA ESTUARDO, Reina de Escocia, prisionera en
 Inglaterra.
 ROBERTO DUDLEY, Conde de Leicester.
 JORGE TALBOT, Conde de Shrewsbury.
 GUILLERMO CECIL, Barón de Burleigh, Tesorero
 mayor.
 EL CONDE DE KENT.
 GUILLERMO DAVISON, Secretario de Estado.
 AMIAS PAULET, caballero, encargado de la guarda de
 María.
 MORTIMER, su sobrino.
 EL CONDE DE ALBAESPINA, Embajador de
 Francia.
 EL CONDE DE BELLIEVRE, Enviado extraordinario
 de Francia.
 OKELLY, amigo de Mortimer.
 DRUGEON DRURY, segundo guardián de María.
 MELVIL, Superintendente de su casa.
 BURGOYN, su médico.
 ANA KENNEDY, su nodriza.
 MARGARITA KURL, su camarista.
 El Sheriff del Condado.
 Un Oficial de Guardias de Corps.
 Señores ingleses y franceses.
 Guardas.
 Servidores de la Reina de Inglaterra.
 Criados y criadas de la Reina de Escocia.


 ACTO PRIMERO

 Castillo de Fotheringhay. Un aposento.

 ESCENA PRIMERA

 ANA KENNEDY, nodriza de la Reina de Escocia, disputando
 vivamente con PAULET, que se dispone a abrir
 un armario. DRUGEON DRURY, segundo carcelero, con
 una palanqueta de hierro.

 ANA.- ¿Qué hacéis, señor? ¡Qué nueva insolencia...!
 ¡No toquéis a ese armario!

 PAULET.- ¿De dónde provienen esas alhajas?
 Del superior para sobornar con ellas al jardinero...
 ¡Malditas sean las astucias mujeriles! A pesar de mi
 vigilancia y de mis pesquisas eficaces, todavía obje
 tos preciosos, todavía tesoros ocultos! (Fracturando el
 armario.) ¡En donde se guardaba eso, ha de haber
 otras cosas!

 ANA.- ¡Fuera, atrevido! ¡Aquí están los secretos
 de la señora!

 PAULET.- Precisamente lo que yo busco. (Sacando
 unos papeles.)

 ANA.- Papeles sin importancia, ensayos caligráficos
 para distraerse en esta triste cárcel.

 PAULET.- En el ocio es cuando nos tienta el
 diablo.

 ANA.- Escritos en francés.

 PAULET.- Tanto peor. Es el idioma de los
 enemigos de Inglaterra.

 ANA.- Cartas en proyecto a la Reina de Inglaterra.


 PAULET.- Que yo le entregaré... ¡Hola! ¿Qué
 brilla aquí? (Abre un resorte secreto, y saca una alhaja de
 un cajón oculto) Una diadema real, de ricas piedras,
 adornada con las lises de Francia. (La entrega a su
 acompañante.) ¡Guárdala Drury! ¡Ponla con lo demás!
 (Vase Drury.)

 ANA.- ¡La injuria y la violencia es nuestro patrimonio.

 PAULET.- Cuánto posee, es un arma en sus
 manos.

 ANA.- ¡Sed señor compasivo! No os llevéis su
 última joya. La desdichada se recrea tan sólo con ese
 recuerdo de su antigua grandeza, ya que todo nos lo
 habéis arrebatado.

 PAULET.- Hállase en buenas manos. Concienzudamente
 se devolverá a su tiempo.

 ANA.- ¿Quién creerá, observando estas paredes
 desnudas, que habita aquí una Reina? ¿En dónde
 está el solio que cubre su trono? ¿Ha de hollar

 también su pie, acostumbrado a las alfombras,
 este suelo duro? Grosero estaño... que avergonzaría
 a la esposa del noble más insignificante...
 figura sólo en su mesa. PAULET.- Así trataba
 ella a su esposo Sterlyn, mientras bebía en copas del
 oro con su amante.

 ANA.- Ni aun espejo tenemos.

 PAULET.- Mientras pueda mirar su imagen vana,
 no dejará de abrigar osadas esperanzas.

 ANA.- Faltan libros, para solaz del ánimo.

 PAULET.- Se le ha dejado la Biblia para mejorar
 su corazón.

 ANA.- Hasta nos han quitado el laúd.
 PAULET.- Porque se acompañaba con él en sus
 cantos amorosos.

 ANA.- ¡Tal es la suerte reservada a la que se crió
 siempre con delicadeza, reina desde su cuna, y viviendo
 entre todo linaje de placeres, en la corte voluptuosa
 de los Médicis! Basta que se le haya
 arrebatado su poder; pero ¿privarla de sus recreos
 más humildes? En las grandes adversidades toda
 alma noble aprende a conocerse mejor; pero es
 triste sufrimiento carecer hasta de las más insignificantes
 distracciones humanas.

 PAULET.- Sólo ayudan a fomentar la vanidad,
 cuando lo conveniente es reflexionar y arrepentirse.
 Quien vive entre los deleites y los vicios, ha de expiarlos
 luego con la humillación y la miseria.

 ANA.- Si en su más tierna juventud ha sido frágil,
 ha de pedirle cuenta Dios y su conciencia. En
 Inglaterra nadie tiene derecho de juzgarla.

 PAULET.- En donde delinquió, será juzgada.

 ANA.- Lazos harto apretados la sujetan. ¡Delincuente
 ella!

 PAULET.- Sin embargo, a pesar de esos lazos
 férreos, ha sabido extender fuera su brazo, encender
 en el reino, la guerra civil, y armar contra nuestra
 Soberana, a quien Dios guarda, puñales asesinos.

Desde esta mansión, ¿no indujo al malvado Parry y
 a Babington a cometer el más infame regicidio? Estas
 rejas, ¿le impidieron seducir el noble corazón de
 Norfolk? Por ella ha caído bajo el hacha del verdugo
 la mejor cabeza de estas islas... Tan ejemplar
 castigo, ¿ha escarmentado a tantos otros insensatos
 que por ella se han precipitado a porfía en el abismo?
 Por su causa, llenan nuevas víctimas los cadalsos;
 y esto no ha de terminar hasta que ella, la más
 culpable, sea también sacrificada... ¡Maldito sea el
 día en que esta Helena arribó a las costas hospitalarias
 de Inglaterra!

 ANA.- ¿Qué Inglaterra le dispensó hospitalidad?
 ¡Desdichada! Desde el día, en que sentó su planta
 en este país, suplicante, desterrada, implorando el
 socorro de su parienta, está presa, contra el derecho
 de gentes y lo que exige la dignidad real, y obligada a
 pasar en una cárcel los años floridos de la juventud...
 Y, siendo reina, después de sufrirlo todo, las
 penas más amargas de la cárcel, igual a vulgares delincuentes,
 ha de comparecer en los estrados de un
 tribunal, y ser acusada vergonzosamente de un crimen
 capital.

 PAULET.- Como asesino llegó a este país, expulsada
 por su pueblo, privada del trono, por ha
 berlo manchado con horribles maldades. Vino, después
 de conspirar contra la dicha de Inglaterra, a
 traernos los tiempos sanguinarios de la española
 María, a hacernos católicos, a vendernos a Francia.
 ¿Por qué se ha opuesto a suscribir al tratado de
 Edimburgo, a renunciar a sus pretensiones a Inglaterra,
 y abrir con un solo rasgo de pluma las puertas
 de su prisión? Prefiere verse encarcelada, y los malos
 tratamientos, a privarse del vano brillo de su título.
 Y ¿por qué lo hace? Porque confía en las
 intrigas, en las artes perversas de las conspiraciones,
 y conquistar con ellas, desde su cárcel, toda esta Isla.

 ANA.- Os burláis, señor... A la aspereza añadís
 la más irrisoria mofa. ¿Cómo había de acariciar tales
 ilusiones, viviendo aquí encerrada, cuando ni llega
 hasta ella consuelo alguno, ni voz alguna amiga de
 su cara patria, no habiendo visto en muy largo
 tiempo otro rostro humano que el sombrío de su
 carcelero, y guardándola nuevos cerrojos, desde el
 día en que vuestro feroz pariente se ha convertido
 también para ella en nuevo carcelero?

 PAULET.- No hay reja que preserve de sus astucias.
 ¿Tengo acaso seguridad, cuando duermo, de
 que no se han de limar estos hierros, de que no se
 horaden este suelo y estas paredes, y de que no
 triunfen al cabo los traidores? ¡Cargo ominoso es el
 mío! He de precaverme contra pérfidas astucias. El
 temor me impide dormir tranquilo; y, de noche,
 como alma atormentada por el remordimiento, he
 de vagar por todas partes, para cerciorarme de la
 eficacia de los cerrojos y de la fidelidad de los centinelas,
 y, temblando, levantarme por la mañana, temiendo
 la realización de mis sospechas. Sin
 embargo, por fortuna para mí, creo que esto acabará
 pronto. Preferiría vigilar a todos los condenados
 al infierno, y no a esta Reina artificiosa.

 ANA.- ¡Hela ahí!

 PAULET- ¡El crucifijo en la mano, y el orgullo
 y la voluptuosidad en el corazón!

 

 ESCENA II

 MARÍA, con un velo, y un crucifijo en la mano, Y LOS
 MISMOS

 ANA. (Corriendo a su encuentro.)- ¡Oh Reina! Nos
 ultrajan; la crueldad y la tiranía no conocen freno, y
 a cada instante nuevos sufrimientos e injurias se
 acumulan sobre vuestra cabeza coronada.

 MARÍA.- Tranquilízate. ¿Qué ha sucedido?

 ANA.- ¡Mirad! Vuestro armario ha sido destrozado;
 vuestros papeles, vuestro único tesoro, que
 salvamos con tanto trabajo, el último resto de vuestras
 joyas nupciales de Francia, están en sus manos.
 No poseéis ya prenda alguna real. Os lo han robado
 todo.

   MARÍA.- ¡Sosiégate, Ana! Mi título de reina no
 depende de esas bagatelas. Es posible que nos traten
 con bajeza, no humillarnos. He aprendido a padecer
 mucho en Inglaterra, y ya esto no me extraña. Os
 habéis apropiado, caballero, lo que yo misma pensaba
 entregaros hoy. Entre esos papeles hay una
 carta para mi hermana la Reina de Inglaterra. Dadme
 vuestra palabra de honor de que se la daréis en
 su propia mano, y no al desleal Burleigh.

 PAULET.- Lo reflexionaré.

 MARÍA.- Pondré en vuestro conocimiento su
 contenido, caballero. Pido un gran favor en esa
 carta... tener con ella una conferencia, puesto que
 jamás la han visto mis ojos... Se me ha llevado ante
 un tribunal de hombres, que no debo calificar de
 iguales a mí, y a quienes no puedo conceder confianza.
 Isabel es de mi familia, de mi sexo y de mi
 rango... Sólo a ella, mi hermana, reina y mujer, puedo
 confiarme.

 PAULET.- Con frecuencia, señora, habéis fiado
 vuestro honor y vuestro destino de otros hombres,
 que merecían menos vuestra estimación.

 MARÍA.- Pido también otra gracia, que la humanidad
 no rehusará. Tiempo ha que, en mi prisión,
 me veo privada de los consuelos de la Iglesia y

 del benéfico influjo de los Sacramentos, y la que me
 ha arrebatado la corona y la libertad, y amenaza
 arrancarme la vida, no querrá cerrarme también las
 puertas del cielo.

 PAULET.- El capellán del castillo accederá a
 vuestros deseos...

 MARÍA. (Interrumpiéndolo con viveza.)- ¡No quiero
 a ese capellán! Pido un sacerdote de mi religión. Pido
 asimismo, un escribiente y un notario, para disponer
 mi testamento. Las penas, las miserias de esta
 cárcel socavan mi vida.. ¡Mis días están contados,
 según sospecho, y me considero como próxima a la
 muerte.

 PAULET.- ¡Hacéis bien! Son ideas muy apropiadas
 a vuestra situación..

 MARÍA.- ¿Qué sé yo si alguna mano osada no
 abreviará el efecto prolongado de mi martirio?
 Quiero extender un testamento, y disponer de lo
 mío.

 PAULET.- Libre sois de hacerlo. La Reina de
 Inglaterra no se enriquecerá con vuestros despojos.

 MARÍA.- Me han separado de mis camaristas, y
 servidores... ¿En dónde están? ¿Qué es de ellos? No
 puedo privarme de sus servicios; pero me tranquilizaré,
 si averiguo que no sufren dolores ni miseria.

 PAULET.- Se les cuida. (Hace ademán de irse)

 MARÍA.- ¿Os vais, caballero? ¿Me dejáis de
 nuevo sin aliviar mi angustiado corazón, lleno de
 temor, de los tormentos de la incertidumbre? Me
 veo, gracias a la vigilancia de vuestros espías, aislada
 en el mundo; ninguna noticia llega hasta mí, atravesando
 las paredes de mi prisión, y mi destino está
 entre las manos de mis enemigos. Un mes largo ha
 trascurrido ya en tan aflictiva situación, desde que
 los cuarenta comisarios me sorprendieron en este
 castillo, instalando en él un tribunal con una precipitación
 inexplicable, sin prepararme, sin abogado,
 contra toda justicia, obligándome a declarar con
 arreglo un interrogatorio artificioso y severo, cuando
 yo estaba confusa y admirada, y en la imposibilidad
 de reunir mis recuerdos... Como fantasmas
 entraron y desaparecieron. Desde entonces, nadie
 me habla, y procuro en vano leer en vuestras miradas
 si han triunfado mi inocencia y el celo de mis
 amigos, a los pérfidos designios de mis enemigos.
 Romped al cabo el silencio... Que yo sepa de vuestros
 labios lo que he de esperar o he de temer.

 PAULET. (Después de una pausa.)-Arreglad
 vuestras cuentas con el cielo.

 MARÍA.- Confío en su gracia, caballero... y en la
 justicia rigurosa de mis jueces en la tierra.

 PAULET.- Serán justos, no lo dudéis.

 MARÍA.- ¿Se ha fallado mi proceso?

 PAULET.- No lo sé.

 MARÍA.- ¿Me han condenado?

 PAULET.- Nada sé, señora.

 MARÍA.- La precipitación es preferida aquí.
 ¿Me sorprenderá acaso, el verdugo, como los jueces?


 PAULET.- Creedlo siempre así, y os encontrará
 mejor dispuesta que ellos.

 MARÍA.- Nada me extrañará, caballero. De todo
 es capaz cl tribunal de Westminster, dócil a las
 sugestiones, llenos de odio, de Burleigh, y al celo de
 Halton. Tampoco ignoro hasta dónde puede llegar
 la Reina de Inglaterra.

 PAULET.- Los Monarcas de Inglaterra sólo
 atienden a su conciencia y a su Parlamento. Lo que
 acuerde la justicia, lo ejecutará el poder, sin miedo
 alguno, a la faz del mundo.

  ESCENA III

 Los mismos; MORTIMER sobrino de PAULET se presenta,
 y, sin reparar en la Reina, habla con su tío.

 MORTIMER.- Os buscan, tío. (Aléjase; la Reina
 lo observa descontenta, y se vuelve hacia Paulet, que hace
 ademán de seguirlo.)

 MARÍA.- ¡Oíd, caballero, otra súplica! Si tenéis
 algo que decirme... Mucha es mi paciencia con vos,
 por respeto a vuestra edad; pero me es intolerable la
 insolencia de ese joven: libradme, pues, de su grosería.


 PAULET.- Lo que en él os repugna, lo realza a
 mis ojos. No es, de seguro, de esos débiles insensatos,
 a quienes enternecen las lágrimas falaces de las
 mujeres... Ha viajado, viene de París y Reims, y re
 gresa con su mismo corazón de rancio inglés. ¡Con
 él son vanas vuestras artes! (Vase)

 
 ESCENA IV

 MARÍA y ANA.

 ANA.- ¿Que así se atreva ese descomedido a
 hablarnos cara a cara? ¡Oh, es cosa terrible!

 MARÍA. (Absorbida en sus reflexiones)- En nuestros
 días afortunados, prestamos atento oído a los
 aduladores. Justo es que hoy, buena Ana, oigamos la
 voz austera de la verdad.

 ANA.- ¿Cómo? ¿Tan humilde, tan resignada,
 querida señora? Antes os mostrabais alegre y solías
 consolarme, y yo os reconvenía, más bien por
 vuestra frivolidad, que por vuestra tristeza.

 MARÍA.- La conozco... Es el espectro ensangrentado
 de Darnley, que se levanta colérico de la
 tumba, y que no sosegará hasta colmar la medida de
 mis desdichas.

 ANA.- ¡Qué idea!

 MARÍA.- Lo has olvidado, Ana... pero yo tengo
 buena memoria... Hoy es el día aniversario de esa
 calamidad, y por eso lo consagro al ayuno y a la penitencia.

 ANA.- Dejad en paz ese alma en pena. Lo habéis
 expiado largos años con vuestro arrepentimiento,
 con desdichas y graves dolores. La iglesia,
 que puede absolver los pecados, y el cielo, juntamente,
 os perdonaron ya.

 MARÍA.- Destilando sangre reciente, surge de
 su tumba mal resguardada esa falta, perdonada ha
 largo tiempo. Ni la campana de la misa, ni la absolución
 venerada del sacerdote pueden devolver a su
 sepulcro el espectro del esposo asesinado.

 ANA.- ¡V.M. no lo asesinó! Otros lo mataron.

 MARÍA.- Pero yo lo supe, lo consentí y lo atraje
 con halagos a las asechanzas de la muerte.

 ANA.- La juventud excusa vuestra falta; ¡vuestra
 edad era entonces tan tierna!

 MARÍA.- ¡Tan tierna!... y, sin embargo, eché ese
 peso sobre una vida que comenzaba en sus albores.

 ANA.- Injurias mortales os excitaron a cometer
 esa acción, y la insolencia de vuestro esposo, a quien
 vuestro amor arrancó de la oscuridad como por
 milagro, y lo elevasteis al trono, después de atravesar
 vuestro aposento nupcial, haciéndolo dueño de
 vuestra persona, llena de encantos, y de vuestra corona
 patrimonial. ¿Debía olvidar jamás que su destino
 brillante era la obra de vuestro generoso amor?
 Ultrajó a V.M. con sospechas ofensivas, injurió con
 su grosería vuestra ternura, y se hizo antipático a su
 esposa. Desvanecióse el hechizo que os sedujera, y
 colérica, evitasteis los abrazos de ese infame, y lo
 despreciasteis... Y él... ¿intentó siquiera recobrar
 vuestro cariño? ¿Os pidió perdón? ¿Se arrojó a
 vuestros pies prometiendo enmienda? Os desafió
 cruel... Hechura vuestra, quiso ser vuestro Rey, e hizo
 matar en vuestra presencia a vuestro favorito, el
 bello cantor Rizzo... Vengasteis con sangre otro
 crimen sangriento.

 MARÍA.- Y será vengado por una sentencia de
 muerte. Por consolarme, me condenas.

 ANA.-Cuando se cometió ese delito no erais ya
 la misma, no os pertenecíais. Una pasión loca y ciega,
 os arrastraba, encadenándoos a ese horrible seductor,
 a ese desdichado Bothwell, Este hombre
 atroz os dominaba por el terror de su imperiosa
 voluntad, y os había extraviado, inspirándoos el delirio
 por el empleo de hechizos y artes diabólicas.

 MARÍA.- Sus artes no fueron otras que su energía
 varonil y mi debilidad.

 ANA.- ¡No, os digo! Había quedado en su auxilio
 a todos los espíritus infernales enlazando en sus
 vínculos vuestra alma inocente. Vuestros oídos se
 habían cerrado a todos los avisos de la amistad;
 vuestros ojos no veían ya las manifestaciones de la
 decencia. Habíais renunciado a vuestra púdica reserva
 ante los hombres; en vuestras mejillas, en otro
 tiempo mansión de rubor y de la vergüenza, sólo
 brillaba el ardor de las pasiones. Tirasteis el velo del
 misterio; el libertinaje violento de ese hombre había
 triunfado de vuestra timidez, y con osada frente,
 ofrecíais en espectáculo vuestra propia afrenta.
 Permitíais que la espada real de Escocia fuese llevada
 por este hombre, por este asesino, acompañándole
 las maldiciones del pueblo, en triunfo delante
 de V.M., y que vuestros soldados cercasen en armas
 el Parlamento, y allí, en el templo de la justicia, y en
 virtud de una indigna farsa, obligasteis a los jueces a
 absolver al reo. Fuisteis aún más allá... Dios...

 MARÍA.- ¡Acaba, pues! Y le di mi mano ante el
 altar.

 ANA.- ¡Oh! ¡Que un silencio eterno, oculte esa
 acción! Es horrible, repugnante, propia sólo de una
 mujer perdida... Sin embargo, V.M. no lo es... Lo sé
 bien, porque os he criado desde vuestra infancia.
 Vuestro corazón es débil e inclinado al pudor... La
 ligereza es sólo vuestra falta. Lo repito; hay espíritus
 infernales, que se insinúan en los corazones confiados,
 por un momento, que mueven sus cuerdas más
 horribles, huyen después al Averno y graban su estigma
 en horrenda mancha. Desde ese hecho, que
 ha llenado de luto vuestra vida, no habéis cometido
 acto alguno censurable, y yo soy testigo de vuestra
 enmienda. ¡Animaos, pues! ¡Reconciliaos con vuestra
 conciencia! Si tenéis algunos escrúpulos, en Inglaterra
 no habéis delinquido; ni Isabel ni el
 Parlamento de Inglaterra son vuestros jueces. Estáis
 aquí bajo la opresión de la fuerza. Presentaos ante
 este tribunal incompetente con todo el valor del
 justo.

 MARÍA.- ¿Quién viene? (Mortimer se presenta en la
 puerta)

 ANA.- ¡Es el sobrino! ¡Entrad!


 ESCENA V

 Los mismos, y MORTIMER, que entra con temor.

 MORTIMER. (A la nodriza)- ¡Alejaos, y haced
 centinela en la puerta. Tengo que hablar con la Reina.


 MARIA. (Con firmeza.)- ¡Quédate, Ana!

 MORTIMER.- ¡Nada temáis, señora! ¡Conocedme
 mejor! (Dale una carta.)

 MARIA. (Que la mira, y retrocede admirada.)- ¡Ah!
 ¿Qué es esto?

 MORTIMER. (A Ana.) ¡Idos, Ana, y cuidad de
 que mi tío no nos sorprenda!

 MARÍA. (A Ana, que vacila, e interroga con sus ojos
 a la Reina) ¡Vete, Vete! Haz lo que te dicen. (Ana se
 aleja admirada.)

 
 ESCENA VI

 MORTIMER y MARÍA.

 MARÍA.- ¡De mi tío, del Cardenal de Lorena, de
 Francia! (Lee) «Fiaos de sir Mortimer, portador de
 ésta, vuestro amigo más fiel de Inglaterra.» (Mirando
 a Mortimer sorprendida.) ¿Es posible? ¿No es una ilusión
 que, me engaña? ¿Tan cerca de mí un amigo, y
 me creía abandonada de todos?... ¿Y lo sois vos,
 sobrino de mi carcelero, mi enemigo más encarnizado?

 MORTIMER. (Echándose a sus pies.)-Perdonadme,
 oh Reina, que haya tomado esta odiosa máscara;
 me ha costado terrible lucha, pero a ello debo
 también el haberme proporcionado el medio de
 acercarme a V.M., para ayudar a salvaros.


 MARÍA.- ¡Levantaos!... Me sorprendéis, caballero...
 No puedo pasar tan pronto de reina del dolor a
 la de la esperanza... Hablad... Explicadme esta dicha,
 para que yo la crea.

 MORTIMER. (Levantándose.)- El tiempo huye.
 Pronto vendrá aquí mi tío, acompañado de un
 hombre odioso. Antes que os sobrecojan con su
 horrible comisión, oíd cómo el cielo se dispone a
 libertaros.

 MARÍA.- Un milagro de su omnipotencia.

 MORTIMER.- Dadme permiso para que yo
 comience a hablaros de mí.

 MARÍA.- ¡Hablad, caballero!

 MORTIMER.- Contaba yo veinte años, señora,
 y había recibido una educación austera, y mamado
 con la leche el odio al Papa, cuando una inclinación
 irresistible me arrastró al Continente. Dejé tras de
 mí las predicaciones sombrías de los puritanos; al
 abandonar mi patria, atravesé con celeridad a Francia,
 y visité ansioso la famosa Italia.

 Era entonces la época de una gran fiesta de la
 Iglesia; los caminos, llenos por todas partes de peregrinos;
 todas las imágenes de los santos estaban coronadas
 de flores, como si la humanidad se dirigiese
 al cielo... La corriente de esta muchedumbre piadosa
 me llevó consigo a Roma...

 ¿Qué sentí yo, oh Reina, cuando mis ojos contemplaron
 las soberbias columnas y los arcos de
 triunfo, la maravillosa magnificencia del Coliseo, y
 las sublimes creaciones de arte, en un mundo de
 ideales portentos? Nunca había sentido en mí la influencia
 de las artes. La religión, que me enseñaron,
 detestaba los placeres de la imaginación y todo tipo
 simbólico, y admite solo palabras abstractas. ¿Cuál
 no fue, pues, mi conmoción, cuando entré en la
 Iglesia, y escuché música celestial, vi imágenes numerosas
 en techos y paredes, representando al Ser
 Supremo y Todopoderoso, que parecían moverse
 con deleite de todo mi ser, cuando contemplé esos
 cuadros divinos, la Salutación del Ángel, el Nacimiento
 del Señor, la Santa Madre de Dios, la Santísima
 Trinidad, la brillante Transfiguración... cuando
 vi al Papa celebrar la misa, con tanta pompa, y bendecir
 a los pueblos? ¡Oh! ¿Cómo compararles el
 resplandor del oro y de las alhajas, con que se adornan
 los reyes de la tierra? Sólo él es divino. Verdadero
 es su imperio y el cielo su palacio, porque
 cuanto allí se encuentra no pertenece a este mundo.

 MARIA.- ¡Oh! ¡Tened compasión de mí! ¡No
 más! No ofrezcáis a mis miradas ese cuadro lozano
 de la vida... soy desdichada, y estoy presa.

 MORTIMER.- ¡Yo lo estuve también, oh Reina!
 Pero mi cárcel se abrió, y mi espíritu se vio libre y se
 conoció a sí mismo, y saludó el día feliz de la vida.
 Juré odiar a la Biblia, entendida de un modo estrecho
 y sombrío, ceñir mi frente de frescas guirnaldas,
 y contento yo, asociarme a los que lo estuvieren.
 Muchos nobles escoceses y joviales franceses se
 juntaron conmigo, y me llevaron a visitar a vuestro
 noble tío, el Cardenal de Guisa. ¡Qué hombre! ¡Qué
 aplomo, qué capacidad, qué varonil grandeza la suya!...
 ¡Cómo parece nacido para dominar a los demás!
 ¡Modelo de real sacerdote, Príncipe de la
 iglesia, superior a todos!

 MARÍA.- Ya que habéis visto el rostro de este
 hombre, amado, a quien tanto estimo, que me educó
 en mi tierna juventud, habladme de él. ¿Se
 acuerda de mí? ¿La dicha lo favorece? ¿La vida le es
 grata? ¿Es todavía su grandeza una roca para la
 Iglesia?

 MORTIMER.- Su amabilidad conmigo fue tan
 grande, que se dignó explicarme misterios sublimes,
 y disipar mis dudas. Me demostró que las cavilosi-
 dades de la razón extravían siempre a la humanidad;
 que sus ojos han de ver lo que su corazón ha de
 aceptar; que una cabeza visible es un bien para la
 Iglesia; y que un espíritu de verdad ha presidido en
 las sesiones de los Santos Padres; los sueños de mi
 niñez se desvanecieron ante sus raciocinios victoriosos
 y sus exhortaciones elocuentes. Volví a ingresar,
 pues, en el seno de la Iglesia, y abjuré mis errores en
 sus manos.

 MARÍA.- ¿Sois, por tanto, una de tantos millares,
 que, en virtud del poder celestial de sus discursos,
 como los del sublime Predicador de la
 Montaña, han sido persuadidos, y agraciados con la
 salud eterna?

 MORTIMER.- Después, cuando los deberes de
 su cargo lo llamaron a Francia, me envió a Reims,
 en donde la Sociedad de Jesús, ocupada en sus actos
 piadosos, educa sacerdotes para la iglesia de Inglaterra.
 Allí encontré al noble escocés Margán, y a
 vuestro fiel Lessley, el sabio Obispo de Ross, que
 entierra de Francia, pasan los días tristes del destierro...
 Me uní íntimamente a estos eclesiásticos venerables,
 y afirmé mi fe... Un día, hallándome en el
 aposento del Obispo, llamó mi atención un retrato
 de mujer, de maravillosos y seductores encan-
 tos; hizo en mi alma poderosa impresión, y no pudiendo
 dominarla, la contemplaba extasiado. Díjome
 entonces el Obispo: «Con sobrado motivo
 contempláis conmovido esa imagen. Es la mujer
 más bella que existe, y la más desdichada, porque
 sufre por nuestra fe, y es vuestra patria el lugar de su
 martirio.»

 MARÍA.- ¡Qué lealtad! No; no lo he perdido
 todo, puesto que, en mi desventura, conservo, tan
 verdadero amigo.

 MORTIMER.- Me pintó con elocuencia irresistible
 vuestros sufrimientos, y la crueldad sanguinaria
 de vuestros enemigos. Me dijo también cuál era
 vuestra alcurnia, y que descendíais de la antigua familia
 de Tudor, y que, en su consecuencia, erais la
 Reina legítima de Inglaterra, no esa bastarda, engendrada
 en lecho adúltero, y a la que su mismo padre
 Enrique rechazó como ilegítima. No queriendo
 yo fiarme de un solo testimonio, consulté a jurisconsultos,
 estudié los libros genealógicos, y todos
 los datos que recogí confirmaron la legalidad de
 vuestros títulos. Sé también que vuestro derecho
 irrecusable a la corona de Inglaterra es vuestro mayor
 crimen, que este reino es propiedad vuestra, este
 mismo reino en donde, a pesar de vuestra inocencia,
 estáis prisionera.

 MARÍA.- ¡Oh! ¡Fatal derecho el mío! Es la única
 fuente de todas mis desventuras.

 MORTIMER.- Por este tiempo supe que habíais
 abandonado el castillo de Talbot, y os habían confiado
 a la custodia de mi tío... La mano maravillosa
 de la Providencia se mostraba para mí en este nuevo
 arreglo. La voz clara del destino era para mí, y llamaba
 mi ayuda en favor vuestro. Mis amigos fueron
 de la misma opinión, y el Cardenal me dio sus consejos,
 y me enseñó el arte difícil del disimulo. Formé
 el plan con rapidez, y regresé a mi patria, a donde
 llegué, como sabéis, hace diez días. (Se detiene.) ¡Yo
 os vi, oh Reina! A V.M. en persona, no a vuestro
 retrato... ¡Oh! ¡Qué tesoro encierra este castillo! No
 es cárcel, sino una mansión celestial, más esplendente
 que la corte de la Reina... ¡Bienaventurado
 aquel, a quien es permitido respirar el aire que os
 anima!

 Razón sobrada tiene quien os oculta aquí con
 tanto esmero. La juventud inglesa se levantaría en
 masa; ninguna espada quedaría ociosa en su vaina, y
 la revolución, con su cabeza gigantesca, asolaría esta
 isla pacífica, si sus habitantes pudieran ver a su Reina.


 MARÍA.- No erraríais, si todos los ingleses me
 mirasen con vuestros ojos.

 MORTIMER.- Sí, siendo, como yo, testigos de
 vuestros sufrimientos, de vuestra mansedumbre y de
 la noble firmeza con que sobrelleváis tratamientos
 indignos. De todas estas pruebas dolorosas, ¿no
 habéis salido cual cumple a vuestra regia estirpe? El
 horror vergonzoso de esta prisión ¿ha atenuado el
 esplendor de vuestra hermosura? Carecéis de cuanto
 hace risueña la vida, y, sin embargo, la vida y la luz
 os circundan. Jamás huellan mis plantas estos umbrales,
 que no se desgarre mi corazón con mil tormentos,
 y sin sentir encanto inexplicable al
 contemplaros... Pero la temida separación se acerca;
 cada hora, que trascurre, aumenta el peligro. No debo
 dilatarlo más, no es posible ocultaros más tiempo
 la horrorosa...

 MARÍA.- ¿Se ha pronunciado el fallo contra mí?
 Decidlo sin miedo. Puedo oírlo.

 MORTIMER.- Se ha pronunciado. Cuarenta y
 dos jueces os han declarado culpable. La Cámara de
 los Lores, la de los Comunes, la ciudad de Londres
 instan con vehemencia para que se cumpla la sen-
 tencia. Sólo la Reina se opone... por astucia, para
 que se la obligue, no por lástima ni por humanidad.

 MARÍA. (Con firmeza.)- No me sorprendéis, Sr.
 Mortimer, ni me asustáis. Hace largo tiempo que
 estoy preparada, para oírlo. Conozco quiénes son
 mis jueces, por los malos tratamientos que he sufrido,
 y me explico que no me concedan la libertad...
 Sé adónde quieren ir. Desean guardarme siempre en
 estrecha cárcel, y sepultar en las tinieblas de mi prisión
 mi venganza y mis derechos.

 MORTIMER.- ¡No, Reina!... ¡Oh, no, no! Así
 no quedan tranquilos. Los tiranos no se satisfacen
 haciendo a medias su obra. Mientras viváis, tendrá
 miedo la Reina de Inglaterra. Ninguna cárcel puede
 sepultaros con la profundidad apetecida. Sólo vuestra
 muerte asegura su trono.

 MARÍA.- Pero ¿osará a aventurarse a que caiga
 mi real cabeza bajo el hacha del verdugo?

 MORTIMER.- Lo osará. No lo dudéis.

 MARÍA.- ¿Se atreverá a revolcar en el polvo su
 propia majestad, y la de todos los reyes?

 MORTIMER.- Concierta una paz perpetua con
 Francia, y ofrece al Duque de Anjou su trono y su
 mano.

 MARÍA.- El Rey de España, ¿no tomará las armas?


 MORTIMER.- No teme al mundo entero armado,
 si está en paz con su pueblo.

 MARÍA.- ¿Querrá ofrecer este espectáculo a los
 Ingleses?

 MORTIMER.- Este país, señora, ha visto, en
 los últimos tiempos, pasar muchas reinas del trono
 al cadalso. La misma madre de Isabel sufrió este
 mal, y Catalina Howard y lady Gray eran cabezas
 coronadas.

 MARÍA. (Después de una pausa.)- ¡No, Mortimer!
 Os ciega vano temor. La inquietud de vuestro corazón
 leal os inspira ese terror infundado. No es el
 cadalso lo que me aterra. Hay otros medios, más silenciosos,
 que son eficaces para llevar la tranquilidad
 al ánimo de la Soberana de Inglaterra respecto a mis
 derechos. Antes de encontrar un verdugo para mí,
 podrá pagar un asesino... ¡He aquí lo que me hace
 temblar, caballero! Jamás acerco la copa a mis labios
 sin estremecerme de horror, pensando en que puede
 ser la prenda del afecto que me profesa mi hermana.

 MORTIMER.- No se os asesinará, ni en público,
 ni en secreto. ¡No lo temáis! Todo está ya preparado.
 Doce nobles jóvenes ingleses están de
 acuerdo conmigo; hoy han recibido la Sagrada Comunión,
 y se han obligado a sacaros de este castillo
 con la fuerza de sus brazos. El Conde de Aubespine,
 embajador de Francia, está en el secreto, y ha
 puesto a nuestra disposición sus recursos y su palacio
 en el cual nos reunimos.

 MARÍA.- Me hacéis temblar, caballero... y no de
 placer. Triste presentimiento me aflige. ¿Qué os
 proponéis? ¿Lo habéis reflexionado? ¿No os detienen
 las cabezas ensangrentadas de Babington y de
 Tichburn, expuestas para escarmiento en el puente
 de Londres? ¿No la muerte de tantos otros innumerables,
 que perecieron por motivos análogos, remachando
 más mis cadenas? Joven ciego y desdichado...
 ¡huid! ¡Huid, si es tiempo todavía... si Burleigh,
 el espía, no conoce ya vuestros planes; si no
 cuenta ya con un traidor entre vosotros! ¡Huid
 pronto de este reino! Ningún afortunado ha protegido
 nunca a María Estuardo.

 MORTIMER.- No me intimidan las cabezas ensangrentadas
 de Babington y de Tichburn, expuestas,
 para escarmiento en el puente de Londres, ni la
 muerte de tantos otros innumerables, que perecieron
 por motivos análogos; así ganaron gloria eterna,
 además de la dicha de morir por Vuestra Majestad.

 MARÍA.- ¡Y en vano! Ni la fuerza ni la astucia
 podrán salvarme. El enemigo es diligente, suyo el
 poder. No son sólo Paulet y sus satélites quienes
 guardan las puertas de mi prisión, sino toda Inglaterra.
 La voluntad de Isabel ha de abrirlas no más.

 MORTIMER.- ¡Oh! ¡No lo esperéis!

 MARÍA.- Sólo hay un hombre, que puede lograrlo.


 MORTIMER.- Decidme quién es ese hombre...

 MARÍA.- El Conde Leicester.

 MORTIMER. (Retrocediendo admirado.)- ¡Leicester!
 ¡El Conde Leicester!... ¡Vuestro perseguidor
 más encarnizado!... ¡El favorito de Isabel! De este...

 MARÍA.- Si han de salvarme, él sólo puede hacerlo...
 vedlo. Habladle con libertad, y, como prueba
 de que yo os envío, entregadle ese papel, que guarda
 mi retrato. (Saca del pecho un papel; Mortimer retrocede, y
 vacila en tomarlo.) ¡Tomadlo! Lo oculto ha largo
 tiempo en mi seno, porque la vigilancia incansable
 de vuestro tío me impedía comunicarme con él... Os
 ha inspirado mi buen ángel...

 MORTIMER.- Reina... Este enigma... explicadme...


 MARÍA.- El Conde Leicester os lo descifrará.
 Fiaos de él, y él se fiará de vos.

 MARÍA. (Entrando precipitadamente.)-Sir Paulet
 viene con los señores de la corte.

 MORTIMER.- Es lord Burleigh. ¡Animo, Reina!
 Oíd con valor lo que os digan. (Vase por una puerta
 lateral. Ana lo sigue.)

 
 ESCENA VII

 MARÍA.- Lord BURLEIGH, gran tesorero de Inglaterra,
 y el caballero PAULET.

 PAULET.- Deseabais hoy saber con certeza cuál
 era vuestra suerte. S.E., lord Burleigh os lo dirá.
 Escuchadlo con moderación.

 MARÍA.- Con la dignidad, según espero, que
 cumple a la inocencia.

 BURLEIGH.- Vengo como delegado del Tribunal.


 MARÍA.-Lord Burleigh se habrá prestado gustoso
 a servir de intérprete a un Tribunal, al cual ha infundido
 antes su espíritu.

 PAULET.- Habláis como si supierais ya su sentencia.

 MARÍA.- La conozco ya en el hecho de ser lord
 Burleigh quien la comunica... Despachad, caballero...


 BURLEIGH.- Os habéis, señora, sometido al
 tribunal de los veinticuatro.

 MARÍA.- Perdonad, milord, que, al comenzar,
 os interrumpa... ¿Decís que me he sometido a la decisión
 de los veinticuatro? Nunca me he sometido a
 ella. Nunca podía hacerlo... No era posible olvidarme
 hasta ese extremo de mi rango, de la dignidad de
 mi pueblo, y de mi hijo, y de la de todos los príncipes.
 Las leyes inglesas disponen qua ningún súbdito
 de estos reinos, siendo acusado se someta más que a
 un jurado, compuesto de sus iguales. ¿Cuál es igual
 a mí en este tribunal? Sólo los reyes lo son.

 BURLEIGH.- Habéis oído la acusación, replicado
 ante el tribunal...

 MARÍA.- Sí, me dejé engañar por la astucia de
 Halton; y sólo para defender mi honor, y, creyendo
 que triunfaría por la fuerza de las razones que me
 asisten, acordé oír la acusación, y su falta de fundamento...
 Obré así teniendo en cuenta la digna personalidad
 de los Lores, no su jurisdicción, que
 recuso.

 BURLEIGH.- Que la aceptéis o no, señora, es
 una vana fórmula, que no puede detener el curso de
 la justicia. Vivís en Inglaterra, gozáis de la protección
 y de los beneficios de sus leyes, y por tanto, os
 halláis sujeta a su imperio.

 MARÍA.- Vivo en una prisión inglesa. ¿Es esto
 habitar en Inglaterra, y disfrutar del amparo de sus
 leyes? Apenas las conozco, y jamás he consentido
 en guardarlas. Soy Reina libre de un reino extraño.

 BURLEIGH.- ¿Y pensáis que el título de rey da
 libre derecho para suscitar impune, en otro reino,
 sangrientas luchas? ¿Qué sería de la seguridad de los
 Estados, si la justa espada de Themis no pudiera llegar
 hasta la frente culpable de un regio huésped,
 como llega a la de un mendigo?

 MARÍA. Yo no pretendo sustraerme a la justicia.
 Recuso sólo mis jueces.

 BURLEIGH.- ¿Los jueces? ¿Cómo, señora?
 ¿Han salido acaso de la hez del populacho, son viles
 falsarios que venden la justicia, y la verdad, y consienten
 en servir de dóciles instrumentos de la opresión?
 ¿No son los personajes más eminentes de este
 país? ¿No tienen bastante independencia para atreverse
 a rendir homenaje a la verdad, y superiores a
 la influencia de los príncipes y a la baja corrupción?
 ¿No son los mismos, que gobiernan a un pueblo
 noble, con legalidad y libertad, y cuyos solos nombres
 bastan para acallar en seguida toda duda y toda
 sospecha? A su frente se hallan el pastor del pueblo,
 el piadoso primado de Canterbury, el sabio Talbot,
 y Howard, el gran almirante del reino. ¡Decid! ¿Qué
 más podía hacer la Reina de Inglaterra que elegir los
 más nobles de toda la Monarquía, y nombrarlos jueces
 para esta real contienda? Y aunque se suponga
 que el odio de partido influya en alguno de ellos,
 ¿será posible que cuarenta hombres escogidos, obedeciendo
 a la misma pasión, pronuncien una sentencia
 unánime?

 MARIA. (Después de una pausa.) -Oigo admirada
 la elocuencia de estos discursos, que siempre han
 sido tan funestos para mí... ¿Cómo yo, mujer ignorante,
 he de luchar con un adversario tan hábil?...
 ¡Bien! si esos lores son como los pintáis, debo callar,
 y mi causa ha de perderse sin remedio, si me
 declaran culpable. Y, sin embargo, esos personajes,
 a quienes tanto alabáis, y cuya autoridad ha de aniquilarme,
 han representado muy distintos papeles en
 su historia patria. Veo a esa elevada aristocracia inglesa,
 majestuoso Senado del reino, adular, como
 los esclavos del serrallo los caprichos del Sultán, a
 los de Enrique VIII, mi tío. Veo esta noble Cámara
 de los Lores, tan venal, como la de los Comunes,
 establecer leyes y anularlas luego, desatar y atar los
 vínculos del matrimonio al capricho del Soberano,
 desheredar hoy la hija de un Príncipe de Inglaterra,
 declararla bastarda, y coronarla al día siguiente. Veo
 que estos dignos pares, en cuatro reinados, mudan
 cuatro veces de creencias...

 BURLEIGH.-Habéis dicho que ignorabais las
 leyes inglesas, pero conocéis muy bien sus desdichas.


 MARÍA.- ¡Y esos son mis jueces!... ¡Lord gran
 Tesorero! Quiero ser justa con vos; sedlo conmigo.
 Se dice que el deseo del bien os guía en vuestras relaciones
 con el Estado y con vuestra Reina; que sois
 incorruptible, celoso, incansable... Quiero creerlo.
 No os guía vuestro interés personal, sino sólo el de
 vuestro país y de vuestra Soberana. Guardaos, pues,
 noble lord, de confundir la utilidad pública con la
 justicia. No dudo que a vuestro lado y entre mis jueces,
 se sientan hombres nobles. Pero son protestantes,
 sólo defensores de la prosperidad de
 Inglaterra, y van a fallar contra mí, Reina de Escocia,
 y papista. Ningún inglés, según un antiguo proverbio,
 puede ser justo con un escocés... Así, desde
 los tiempos más remotos, se ha dispuesto que, en
 justicia, ni el inglés ha de testificar, contra el escocés,
 ni éste contra aquel. La necesidad ha sido el fundamento
 de esta extraña ley. En las antiguas costumbres
 domina una razón profunda, y hemos de respetarla,
 milord... La naturaleza ha fijado estas dos
 naciones vehementes en esta isla, en medio de los
 mares; desigual es la parte que les ha tocado en
 suerte, y, por tanto, han de luchar entre sí. El cauce
 estrecho del Tweed separa sólo estos caracteres impetuosos
 y en sus ondas se han confundido con frecuencia
 la sangre de los combatientes. Miles de años
 hace que, con la mano en el puño de la espada, se
 observan amenazadores desde sus orillas. Ningún
 enemigo ha afligido a Inglaterra sin ser el auxiliar de
 los escoceses. Ninguna guerra civil a devastado el
 suelo de Escocia sin que Inglaterra llevase, también
 en ello la tea incendiaria. Y ese odio no se extinguirá
 hasta que un Parlamento común las una fraternalmente,
 y hasta que un solo cetro gobierne a toda la
 isla.

 BURLEIGH.- ¿Y una Estuardo ha de dar esa
 dicha al reino?

 MARÍA.- ¿Por qué he de negarlo? Al contrario,
 confieso que yo acariciaba la esperanza de juntar
 estas dos nobles naciones, libres y contentas, bajo el
 árbol de la paz. No imaginé nunca ser la víctima
 propiciatoria del odio de ambos pueblos; antes bien,
 esperaba apagar para siempre, el fuego de su rivalidad
 inveterada, y de sus antiguas contiendas; y como
 mi abuelo Richmond juntó las dos rosas
 después de guerras sangrientas, me seducía la idea
 de reunir en paz las dos coronas de Escocia y de Inglaterra.


 BURLEIGH.- Torcida, senda habíais seguido
 para llegar a ese fin, porque después de poner el reino
 en conflagración, intentabais subir al trono
 acompañada de las llamas de la guerra civil.

 MARÍA.- No era ese mi propósito... ¿Cuándo lo
 pensé así, por Dios Todopoderoso? ¿En dónde están
 las pruebas?

 BURLEIGH.- No he venido aquí para disputar.
 Este asunto no ha de resolverse por una discusión
 de palabras. Se ha declarado, por cuarenta votos
 contra dos, que habíais delinquido contra el acta del
 año anterior, y merecíais la pena señalada por la ley.
 Se decretó el año último que, si se suscitaba un tumulto
 en el reino, bajo del nombre y en provecho
 de cualquiera, que pretextase tener derecho a la corona,
 se procedería contra ella judicialmente, hasta
 condenarla a la pena de muerte... Y como se ha
 probado...

 MARÍA.- ¡Milord Burleigh! No dudo que una
 ley, hecha expresamente contra mí para perderme,
 se aplique en daño mío... ¡Desdichada la víctima,
 cuando el mismo que formó la ley pronuncia la
 sentencia! ¿Os atreveréis a sostener, milord, que ese
 acta no se aprobó sino para perderme?

 BURLEIGH.- Debía serviros de aviso, y, por
 culpa vuestra, ha sido un lazo para vuestro mal.
 Visteis el abismo, que se abría ante vuestros ojos, y
 no obstante la leal advertencia que se os hacía, os
 habéis precipitado dentro. Estabais en inteligencia
 con Babington, reo de lesa majestad, y con los asesinos,
 sus cómplices. Todo lo sabíais, y, desde
 vuestro encierro, dirigíais el plan de la conjuración.

 MARÍA.- ¿Cuándo ha sido esto? Que se me
 pruebe legalmente.

 BURLEIGH.- Ante el tribunal se ha probado
 así hace poco.

 MARÍA.- ¡Copias de documentos, no escritos,
 por mi mano! Que se demuestre que yo misma los
 he dictado, y que los he dictado en la misma forma
 en que se han leído.

 BURLEIGH.- Babington, antes de morir, ha
 declarado que eran los mismos que él había recibido.


 MARÍA.- Y ¿por qué no se ha careado conmigo,
 mientras vivía? ¿Por qué ese afán de matarlo,
 antes de traerlo aquí, para que lo afirmase en mi
 presencia?

 BURLEIGH.- Vuestros dos secretarios también,
 Kurl y Nau, han testificado, bajo juramento, que
 son las cartas dictadas por vos y escritas por ellos.

 MARÍA.- ¿Y se me condena por el testimonio
 de mis criados? ¿Se da fe y valor a quienes me venden,
 a mí que soy su reina, y a consecuencia de un
 acto, en que prueban su deslealtad para conmigo.

 BURLEIGH.- Vos misma, en otra ocasión, habéis
 confesado que el escocés Kurl era hombre de
 virtud y de conciencia.

 MARÍA.- Así pensaba yo... pero sólo se depura
 la virtud de una persona en la hora del peligro. La
 tortura ha logrado quizás hacerle decir y asegurar lo
 que ignoraba. Creyó salvarse con un falso testimonio,
 sin perjudicarme mucho a mí, su reina.

 BURLEIGH.- Lo ha jurado libremente.

 MARÍA.- ¡No en mi presencia!... ¿Es posible,
 caballero, que dos testigos, que viven, no se traigan
 aquí, para que declaren ante mí, que soy la acusada?
 ¿Por qué se me niega una gracia, más bien dicho, un
 derecho, que no se rehusa a un asesino? Me ha dicho
 el mismo Talbot, mi anterior carcelero, que en
 este reinado se ha promulgado una ley, por la cual
 se manda que el acusador se confronte con el reo.
 ¿Es o no cierto?... Siempre, sir Paulet, os tuve por
 hombre sincero; probadlo ahora. Decidme, en conciencia,
 si es así o no. ¿No hay tal ley en Inglaterra?

 PAULET.- Así es, señora. Esto es lo legal entre
 nosotros. Es preciso decir la verdad.

 MARÍA.- Ahora bien, milord. Cuando se me
 aplican con tanta severidad las leyes inglesas, si me
 perjudican, ¿por qué prescindir de ellas, si me favorecen?...
 ¡Responded! ¿Por qué no se ha traído a
 Babington a mi presencia, cómo ordena la ley? ¿Por
 qué no se ha hecho lo mismo con mis secretarios,
 puesto que los dos viven?

 BURLEIGH.- No os encolericéis, señora; vuestra
 complicidad con Babington consta no sólo...

 MARÍA.- Ese es el único cargo que me expone
 a sufrir el rigor de la justicia, y el único de que debo
 defenderme. No os salgáis de la cuestión, milord.
 Apuradla ahora.

 BURLEIGH.- Aparece probado que estabais de
 acuerdo con Mendoza, el embajador español.

 MARÍA. (Con viveza.)- ¡No os salgáis de la cuestión,
 milord!

 BURLEIGH.- Que proyectabais acabar con la
 religión del Estado, y excitar a todos los reyes de
 Europa a hacer la guerra a Inglaterra.

 MARÍA.- ¡Y aunque fuera así! Pero no lo he hecho...
 Suponedlo cierto, no obstante. Estoy aquí
 prisionera, con violación del derecho de gentes. No
 vine en armas a este país sino suplicante, pidiendo
 sagrada hospitalidad y confiándome en una reina,
 unida a mí por los lazos de la sangre; y contra mí se
 ha empleado la fuerza, cargándoseme de cadenas,
 en vez de darme protección... ¡Decidme! ¿Oblíganme
 deberes de conciencia a respetar este reino?
 ¿Qué vínculos me ligan a Inglaterra? Yo ejerzo sólo
 un derecho indiscutible, al esforzarme en romper
 mis esposas en oponer una a otra resistencia, en
 mover y levantar a mi favor todos los Estados de
 esta parte del orbe. Puedo emplear todos los medios
 leales y justos, usados en una noble guerra. Mi orgullo
 y mi conciencia me prohíben tan sólo el asesinato,
 y tomar parte en conspiraciones tenebrosas y
 sangrientas. El asesinato me deshonraría y mancha
 ría. Digo que me deshonraría, pero no sería bastante
 para condenarme, sometiéndome a la decisión de la
 justicia, porque, entre Inglaterra y yo, no se trata de
 una cuestión de justicia, sino de arbitrariedad.

 BURLEIGH. (Con intención.)- No apeléis al terrible
 poder de la fuerza, milady; no es favorable a los
 prisioneros.

 MARÍA.- Soy la parte más débil y ella la más
 fuerte... ¡Bien! que emplee la violencia, que me mate,
 que me sacrifique a su seguridad; pero que confiese
 antes que ha cometido un acto tiránico, no
 justo. Que no maneje la espada de la justicia para
 librarse de su odiada enemiga, ni disfrace con apariencias
 legales la fuerza bruta y la temeridad homicida.
 ¡Que no engañe al mundo con tan indigna
 farsa! Puede matarme, no juzgarme. Déjese, pues,
 de envolver el cuerpo del delito en la santa vestidura
 de la virtud, y que aparezca tal cual es. (Vase.)
 


 ESCENA VIII

 BURLEIGH, PAULET.

 BURLEIGH.- Nos desafía, y nos desafiará, sir
 Paulet hasta al subir al cadalso. Es imposible humillar
 su orgullo. ¿Le ha sorprendido la sentencia? ¿Ha
 derramado una sola lágrima? ¿Se ha demudado siquiera
 su semblante? No apela a nuestra compasión.
 Bien comprende las dudas de la Reina de Inglaterra,
 y nuestro miedo le infunde valor proporcionado.

 PAULET.- Su vana arrogancia, oh lord gran Tesorero,
 se desvanecerá pronto, desapareciendo el
 pretexto que la sostiene. Casi me atrevo a decir que
 en este proceso se han cometido algunas irregularidades.
 Se hubiera debido confrontarla con Babington
 y Tichburn, y sus dos secretarios...

 BURLEIGH. (Con prontitud.)- ¡No! ¡No, caballero
 Paulet! No es posible correr ese riesgo. Harto
 temible era su imperio en los ánimos, y el poder de
 sus lágrimas de mujer. Su secretario Kurl, en su presencia
 ¿habría de pronunciar la palabra, de que pende
 la vida de su Reina?... Se retractaría con timidez,
 y, negaría su confesión...

 PAULET.- Y así todos los enemigos de Inglaterra
 llenarán el mundo de odiosos rumores, y la verdad
 solemne del proceso se ostentará como un
 crimen osado.

 BURLEIGH.- Tal es la pena de nuestra Reina.
 ¡Ojalá que la causa de tanto mal hubiese muerto
 antes de hollar con su planta el suelo británico!

 PAULET.- A esto sólo digo: Amén.

 BURLEIGH.- ¡Que no hubiera muerto en su
 prisión, de enfermedad natural!

 PAULET.- Muchas desdichas hubiese ahorrado
 a este país.

 BURLEIGH.- Y; sin embargo, aunque hubiera
 fallecido naturalmente, por casualidad... nos hubiesen
 llamado sus asesinos.

 PAULET.- Es muy cierto. Imposible es evitar
 que los hombres piensen cuanto quieran.

 BURLEIGH.- Pero como no se podría probar,
 sería mejor el escándalo.

 PAULET.- Y ¿qué importa el escándalo? No es
 el ruido que se haga, es la justicia en que se funde.

 BURLEIGH.- Hasta la justicia misma de Dios
 no se libra de la censura. La opinión común favorece
 al desdichado, y la envidia persigue siempre al feliz
 triunfante. La espada de la ley, que enaltece al
 hombre, es aborrecible en manos de una mujer. El
 mundo duda de la justificación de una señora, si la
 víctima es otra señora. Vanamente nosotros los jueces
 hemos fallado con arreglo a nuestra conciencia.
 La Reina tiene el derecho de hacer gracia, y lo ejercerá.
 No es tolerable que aplique, todo el rigor de
 las leyes.

 PAULET.- Entonces...

 BURLEIGH. (Interrumpiéndolo con prontitud.)
 ¿Que vivirá? ¡No! ¡No vivirá! ¡De ningún modo!
 Esto, esto es precisamente lo que aflige a nuestra
 Reina... lo que impide su sueño... Leo en sus ojos la
 lucha de su alma, aunque nada digan sus labios; pero
 sus significativas y mudas miradas preguntan: ¿no
 hay ninguno de mis servidores que me libre de esa
 cruel alternativa, de entregar perpetuamente en mi
 trono, o de entregar de un modo horrible, al hacha
 del verdugo, a una Reina unida a mí por los lazos de
 la sangre?

 PAULET.- Es una necesidad, que no se puede
 alterar en lo más mínimo.

 BURLEIGH.- La Reina cree, sin embargo, lo
 contrario, si tuviera tan sólo servidores celosos.

 PAULET.- ¿Celosos?

 BURLEIGH.- Que comprendieran una orden
 tácita.

 PAULET.- ¡Una orden tácita?

 BURLEIGH.- Que cuando se les confía para su
 guarda una serpiente venenosa, no cuidasen al enemigo,
 que se les entrega como una joya sagrada y
 preciosa.

 PAULET. (Pensativo.)- Alhaja de valor es la buena
 fama, la inmaculada reputación de la Reina, que,
 en verdad, nunca se guarda lo bastante, caballero.

 BURLEIGH.- Cuando se privó de la custodia
 de la Reina a Shrewsbury, para encargarla a sir Paulet,
 se hizo con el propósito...

 PAULET.- Con el propósito, según juzgo, caballero,
 de depositar en las manos más puras el objeto
 más delicado. ¡Por, Dios Santo! No hubiera yo
 aceptado tan espinoso cargo de carcelero, si no pensara
 que sólo el hombre más honrado de Inglaterra
 podía desempeñarlo. Permitidme que me lisonjee la
 idea de que lo debo sólo a mi renombre honroso.

 BURLEIGH.- Se difunde el rumor de que se
 debilita y enferma más cada día, hasta que, al fin,
 sucumbe; así muera ella en la memoria de los hombres...
 y vuestra fama nada padece.

 PAULET.- No mi conciencia.

 BURLEIGH.- Pero ya que no pongáis vuestra
 mano en esta empresa, no os opondréis a que otra
 mano extraña...

 PAULET. (Interrumpiéndolo.)- Ningún asesino llegará
 a estos umbrales, mientras Dios proteja sus
 hogares. Su vida es sagrada para mí, tanto como la
 de la misma Reina de Inglaterra. Vosotros sois los
 jueces. ¡Fallad! Pronunciad la sentencia de muerte.
 Y cuando sea tiempo, que venga el carpintero con
 su hacha y sus sierras, y levante el cadalso... Para el
 Sheriff y para el verdugo estarán abiertas las puertas
 de mi castillo; pero ahora se halla confiada a mi
 custodia, y estad seguro de que la guardaré, y de tal
 suerte, que ni podrá ofender ni ser ofendida. (Vanse)



 ACTO II 

 El palacio de Westminster.

 ESCENA PRIMERA

 EL CONDE DE KENT Y SIR GUILLERMO
 DAVISON
 se encuentran.


 DAVISON.- ¿Sois vos, milord de Kent? ¿Ya de
 vuelta del torneo, y terminada la fiesta?
 KENT.- ¿Cómo?¿No habéis estado en ella?
 DAVISON.- Mi cargo me lo veda.
 KENT.- Habéis perdido el más bello espectáculo
 que puede inventar el buen gusto y ejecutar la
 dignidad y el noble acierto... Representábase el casto
 alcázar de la belleza, sitiada por los deseos... El lord
 Mariscal, el Juez Supremo, el Senescal y otros diez
 Caballeros de la Reina la defendían, y los caballeros
 franceses la atacaban. Primero se presentó un heraldo,
 que, por medio de un madrigal, pidió la rendición
 del castillo, replicándole desde éste el Canciller.
 Después jugó la artillería, lanzando los cañones ramilletes
 de flores, y esencias preciosas y perfumes
 desde el campamento de los sitiadores; pero en vano,
 porque los asaltos fueron rechazados, y los deseos,
 hubieron de retirarse.

 DAVISON.- De mal agüero es esto, oh Conde,
 para el buen éxito de las bodas que se proyectan en
 Francia.

 KENT.- Sí, sí; pero era una broma... Hablando
 con formalidad, creo, que la fortaleza acabará por
 rendirse.

 DAVISON.- ¿Lo creéis así? Yo siempre lo contrario.

 KENT.- Las condiciones más espinosas han sido
 ya expuestas y razonadas, aprobándolas Francia.
 Monsieur se contenta con practicar su culto en una
 capilla particular, y en público honrar y proteger la
 religión del Estado... ¡ Si hubieseis sido testigo del
 júbilo del pueblo cuando se difundió esta nueva!
 Porque toda la nación estaba asediada por el miedo
 de que muriese la Reina sin dejar posteridad, y de
 sufrir de nuevo las cadenas del Papa, si la Estuardo
 le sucediera en el trono.

 DAVISON.- Ese temor carece de fundamento...
 Cuando Isabel salga a celebrar su himeneo, María
 saldrá para ir al cadalso.

 KENT.- ¡La Reina viene!


 ESCENA II

 Los mismos; ISABEL, del brazo de LEICESTER; EL
 CONDE DE AUBESPINE, BELLIEVRE, EL
 CONDE DE SHREWSBURY, LORD
 BURLEIGH, y otros muchos señores ingleses y franceses.


 ISABEL. (A Aubespine.)- Siento, oh Conde, que
 estos nobles caballeros, por galantería, han atravesado
 el mar para venir aquí, y carezcan en Londres
 de las fiestas suntuosas de la corte de San Germán.
 No puedo yo inventarlas tan espléndidas como las
 de la Reina Madre de Francia... Un pueblo bueno y
 satisfecho, que, en cuanto me presento en público,
 acude presuroso a bendecirme alrededor de mi litera,
 es el único espectáculo, que puedo ofrecer con
 orgullo a los extranjeros. El brillo de las nobles se-
 ñoras, que se ostenta en el Jardín de la Belleza de
 Catalina, me eclipsaría a mí misma y a mi oscuro
 mérito.

 AUBESPINE.- La Corte de Westminster sólo
 muestra una señora a los extraños... pero en ella están
 reunidas todas las gracias de su sexo.

 BELLIEVRE.- La Reina, Soberana de Inglaterra,
 nos permitirá que nos despidamos de ella, y que
 llevemos a Monsieur, nuestro señor, la nueva tan
 deseada por él, que ha de colmarlo de gozo. Su extremada
 impaciencia no le ha consentido quedarse
 en París; espera en Amiens a los mensajeros de su
 dicha, y hasta Calais llegan sus correos, para que el
 sí, pronunciado por vuestros reales labios, sea
 cuanto antes escuchado con éxtasis por sus oídos.

 ISABEL.- Conde de Bellievre, no me instéis
 más. No es ahora ocasión, como ya os he dicho, de
 encender las alegres antorchas del himeneo. Un
 cielo oscuro pesa ahora, sobre este país, y más me
 conviene vestirme de negro crespón que de trajes
 nupciales, porque una desgracia deplorable amenaza
 a mi corazón y a mi casa.

 BELLIEVRE.- Hacednos sólo una promesa,
 que se cumplirá en días más venturosos.

 ISABEL.- Los Reyes son esclavos de su cargo, y
 no se atreven a obedecer sus sentimientos. Mi deseo
 era siempre morir célibe, y, fundaba en él toda mi
 gloria, y en que se leyese en mi sepulcro este epitafio:
 «Aquí yace, una Reina virgen.» Sin embargo, mis
 súbditos son de dictamen contrario, y se preocupan
 con afán del momento en que dejaré de existir... No
 hasta que este país esté ahora floreciente; he de sacrificarme
 también a su dicha futura, y he de renunciar,
 por tanto, a mi libertad virginal, a mi bien más
 caro, por complacer a mi pueblo, y darme un dueño
 contra mi voluntad. Pruébame así que sólo soy para
 él una mujer, cuando yo me proponía gobernarlo
 como un hombre y como un monarca. Sé perfectamente
 que no se sirve a Dios contrariando la naturaleza,
 y que son dignas de alabanza mis
 antecesoras por haber abierto los conventos, devolviendo
 a la realidad, para cumplir los deberes naturales,
 a millares de víctimas de una piedad mal
 entendida. Pero una Reina que no pasa su tiempo
 ociosa en inútil contemplación, que, sin quejarse, ni
 cansarse, cumple los más penosos deberes, ha de
 estar exenta de la regla general de su sexo, en cuya
 virtud la mitad del humano linaje ha de someterse a
 la otra mitad.

   AUBESPINE.- Habéis hecho brillar en el trono,
 oh Reina, todas las virtudes, y únicamente os resta
 dar a vuestro sexo, cuyo ornamento sois, eterno
 ejemplo de las que le son peculiares. Sin duda no
 hay hombre alguno, cuyos méritos sean suficientes
 para que le sacrifiquéis vuestra libertad; pero cuando
 el nacimiento, el poder supremo, la virtud heroica y
 la viril belleza pueden hacer a un hombre digno de
 tal honor, entonces...

 ISABEL.- No hay duda, Sr. Embajador, que me
 honra el casamiento con un hijo real de Francia. Sí,
 lo confieso con franqueza. Si no puedo resistir las
 instancias de mis súbditos, y he de ceder a ellas, temiendo
 que han de ser más fuertes que mi voluntad,
 no conozco ningún Príncipe en toda Europa, a
 quien sacrificaría yo más satisfecha, mi bien más
 precioso, que es mi libertad. Básteos esta confesión.

 BELLIEVRE.- Es una esperanza halagüeña; pero
 al fin sólo una esperanza, y mi señor desea algo
 más.

 ISABEL.- ¿Qué desea? (Saca una sortija de sus dedos,
 y la contempla pensativa.) ¿Ninguna ventaja ha de
 tener una Reina sobre otra mujer cualquiera? Un
 mismo signo expresa iguales deberes e igual servidumbre...
 Un anillo termina un himeneo, y anillos
 forman una cadena... Llevad este don a S.A. No es
 el eslabón de una cadena para mí; pero puede serlo
 más adelante.

 BELLIEVRE. (Que se arrodilla y recibe el anillo.)En
 su nombre, oh gran Reina, acepto yo de rodillas
 este obsequio y en señal de homenaje deposito un
 beso en la mano de mi Princesa.

 ISABEL. (Al Conde de Leicester, a quien ha mirado
 atentamente mientras antes hablaba.)-Permitid, milord.
 (Coge un cordón azul, y lo pone a Bellievre.) Imponed
 esta insignia en S. A., como yo hago con vos, al
 obligaros a los deberes de mi orden. Homni soit qui
 mal y pense! Que toda sospecha desaparezca entre
 ambas naciones, y que un vínculo de amistad estreche
 en lo futuro las dos coronas de Francia y de Inglaterra.


 AUBESPINE.- Este día, oh Reina soberana, es
 día de júbilo. ¡ Séalo para todos, y no haya desdichado
 alguno en esta isla! La bondad brilla en vuestra
 mirada. ¡Oh! ¡Que un rayo de esa luz plácida llegue
 hasta la desventurada Princesa, que pertenece por
 igual a Francia y a Inglaterra!

 ISABEL.- ¡Basta, Conde! No confundamos dos
 asuntos completamente diversos. Si Francia desea
 con sinceridad mi alianza, ha de compartir también
 mis cuidados, y no ser amiga de mis enemigos.

 AUBESPINE. - Indigna parecería Francia a los
 ojos de, V. R. M., si olvidase a la desdichada, que
 profesa su misma religión, y es viuda de su Rey...
 Antes bien, el honor y la humanidad exigen...

 ISABEL.- Ya sé cómo debo apreciar su intercesión
 en este sentido. Francia cumple un deber de
 amistad. A mí toca cumplir los míos de Reina. (Saluda
 a los señores franceses, que se retiran respetuosamente
 con los lores.)

 

 ESCENA III

 ISABEL, LEICESTER, BURLEIGH, TALBOT.
 (La Reina se sienta.)

 BURLEIGH.- Hoy, oh Reina gloriosa, realizáis
 los votos más fervientes de vuestro pueblo. Ya ahora,
 por vez primera, nos llenan de júbilo los días de
 ventura, que nos concedéis, puesto que no contemplamos
 temblando lo porvenir, antes tan oscuro.
 Sólo un temor aflige ahora a este país; sólo hay una
 víctima, cuyo sacrificio pido. Hacedle asimismo esta
 gracia, y el día de hoy fijará para siempre la felicidad
 de Inglaterra.

 ISABEL.- ¿Qué más desea mi pueblo? Hablad,
 milord.

 BURLEIGH.- ¡Pide la cabeza de Maria Estuardo!...
 Ha de morir, si queréis afianzar para vuestros
 súbditos el don precioso de la libertad y, la luz de la
 verdad, a tanta costa adquirida... Vuestra enemiga ha
 de sucumbir, si no hemos de temblar perpetuamente
 por vuestra importante vida... Sabéis que no
 todos los ingleses tienen las mismas creencias religiosas,
 y que el culto idólatra, de Roma cuenta en
 nuestro país con muchos secretos sectarios. Todos
 ellos abrigan pensamientos hostiles a vuestro trono,
 suspiran por esa Estuardo, y están de acuerdo con
 sus hermanos de Lorena, enemigos irreconciliables
 de vuestro nombre. Este partido furioso ha jurado
 haceros una guerra de exterminio, empleando las
 pérfidas armas del infierno. En Reims, en el domicilio
 del Cardenal, es en donde se forjan los rayos de
 sus iras, y en donde se enseña el regicidio... de allí se
 envían emisarios celosos y fanáticos a la isla con toda
 suerte de disfraces... de allí ha venido ay el tercer
 asesino, y ese antro vomitará perpetuamente nuevos
 y ocultos enemigos... Y en el castillo de Fotheringhay
 habita la que mueve esta guerra eterna, la qua
 abrasa este reino con la antorcha del amor, la que,
 por las esperanzas lisonjeras, que hace a la juventud,
 la arrastra a una muerte cierta... Libertarla, es el
 pretexto, y el fin, colocarla en vuestro trono. Porque
 esa familia de Lorena no reconoce vuestros derechos
 sagrados, y sois para ella una usurpadora, coronada
 por la fortuna. Ellos son los que han
 inducido a esa loca a titularse Reina de Inglaterra.
 No hay paz posible con ella y con su raza. Debéis
 dar o sufrir ese golpe; ¡ vuestra vida es su muerte, su
 muerte es vuestra vida!

 ISABEL.- Desempeñáis, milord, un triste cargo.
 Conozco la pureza de vuestro celo y la prudencia
 consumada que os inspira; pero detesto de todo corazón
 esa prudencia, que pide sangre. Meditad otro
 consejo más humano... Noble lord de Shrewsbury,
 ¿qué opináis?

 TALBOT.- Tributáis merecida alabanza al patriotismo,
 que anima al pecho fiel de Burleigh...
 Aunque mi elocuencia no sea igual a la suya, tampoco
 es menor mi celo. ¡Ojalá que viváis luengos años
 para hacer la ventura de vuestros súbditos, y perpetuarla
 en el reino! Jamás ha sido este pueblo tan
 dichoso, desde que sus reyes lo gobiernan. Pero yo
 no comprendo prosperidad a costa de su gloria, o,
 por lo menos, que se cierren para siempre los ojos
 de Talbot antes que esto suceda.

 ISABEL.- ¡Líbrenos Dios de deslustrar nuestra
 gloria!

 TALBOT.- Entonces es preciso inquirir otro
 medio para salvar el reino... porque el suplicio de
 es injusto. No podéis pronunciar
 una sentencia, no siendo ella vuestro súbdito.

 ISABEL.- Así, mi Consejo de Estado y mi Parlamento
 están equivocados, y también todos los tribunales
 ingleses, puesto que todos ellos, unánimes,
 me atribuyen ese derecho.

 TALBOT.- La unanimidad de votos no es la
 prueba de la justicia, ni Inglaterra es el mundo, ni
 vuestro Parlamento la humanidad entera. La Inglaterra
 de hoy no es la de ayer, ni la de mañana... De
 la misma manera que la pasión muda, así suben o
 bajan las olas instables del juicio. No digáis que debéis
 obedecer a la necesidad y a las instancias de
 vuestro pueblo. En cuanto lo ensayéis en cualquiera
 ocasión, os convenceréis de que vuestra voluntad es
 libre. ¡Intentadlo! Declarad que tenéis horror a la
 sangre, que queréis salvar la vida de vuestra hermana;
 indignaos formalmente contra quienes os han
 aconsejado lo contrario, y en el instante desaparecerá
 esa necesidad, y la justicia se trocará en el acto en
 injusticia.. Vuestra Majestad ha de juzgar sólo a V.
 M. No es posible que os apoyéis en caña tan frágil.
 Seguid tan sólo las inspiraciones de vuestra natural
 bondad. Dios no ha hecho cruel el corazón de la
 mujer, sensible de suyo,... y los fundadores de este
 reino, al permitir que las riendas del gobierno pudieran
 confiarse a una mujer, demostraron que el
 rigor en este país no debe ser la virtud de sus soberanos.
 ISABEL.- El Conde de Shrewsbury es ardiente
 defensor de mi enemiga y de la de mi reino. Prefiero
 los consejeros adictos a mis intereses.

 TALBOT.- Ningún defensor se le concede;
 nadie osa hablar en su favor, y afrontar vuestra
 cólera... Permitid, pues, a un anciano, ya al borde
 del sepulcro, que no se deje arrastrar por ninguna
 esperanza mundana, y defender a una mujer
 abandonada. No se diga que, en vuestro Consejo de
 Estado sólo se ha oído la voz de la pasión y del
 interés personal, y que sólo la de la caridad ha
 estado muda. Todo se ha conjurado contra ella.
 Nunca habéis visto su rostro, y nada habla en
 vuestro corazón contra esa extranjera... Nada digo
 de sus faltas. Cuéntase que ha hecho asesinar a su
 esposo, y en verdad que se ha desposado con su
 asesino. Es un gran crimen... Pero esto ocurrió en
 una época triste y calamitosa, en medio de las
 inquietudes de una guerra civil, cuando ella, débil, se
 veía rodeada de vasallos exigentes, y se arrojó en los
 brazos del más fuerte. ¿Quién puede averiguar
 cuáles fueron los artificior de él para triunfar? La
 mujer es un ser flaco.

 ISABEL.- La mujer no es un ser débil. Las hay
 fuertes en ese sexo... No consiento, que, en mi presencia,
 se hable de la debilidad de las mujeres.

 TALBOT.- La desdicha ha sido para V.M. una
 escuela severa. La vida no se presentó en un principio
 a V.M. bajo su aspecto más lisonjero; veíais un
 trono a lo lejos, y a vuestros pies un sepulcro. En
 Woodstock, en la oscuridad de una prisión, fue en
 donde Dios, elemento protector de este país, os
 educó en la desgracia, para el cumplimiento de
 vuestros deberes. Allí no os buscaba ningún adulador.
 Temprano aprendisteis, lejos de los vanos ruidos
 del mundo, a recoger vuestro espíritu, a
 reflexionar, a apreciar los bienes verdaderos de la
 existencia... Dios no se cuida de salvar a esa infortunada.
 Llevada a Francia desde niña, Vivió en una
 corte frívola, y entregada a frívolos placeres. Allí, en
 la embriaguez continua de sus fiestas, jamás oyó la
 voz severa de la verdad. Deslumbróla el esplendor
 del vicio, y fue arrastrada por el torrente del desorden.
 Tocóle en suerte el vano don de la belleza,
 eclipsando con ella a todas las demás mujeres, y superándolas
 en hermosura como en nacimiento...

 ISABEL.- ¡Reflexionad en lo que decís, milord
 Shrewsbury! Recordad que celebramos un consejo
 importante. Extraordinarios han de ser los encantos
 que inflaman de tal modo a un anciano. ¡Lord Leicester!
 ¿Sólo voz calláis? ¿Lo que a él hace hablar,
 os enmudece?

 LEICESTER.- La sorpresa me obliga a enmudecer,
 oh Reina, cuando llegan a mis oídos los terrores
 que tales cuentos excitan en la credulidad del
 populacho de las calles de Londres, y que llegan
 hasta el centro tranquilo de vuestro Consejo, y
 preocupan seriamente a hombres graves. Me admira,
 yo lo confieso, que esta Reina de Escocia, sin
 reino, incapaz de conservar su insignificante trono,
 juguete de sus vasallos, y expulsada por ellos, os llene
 de horror desde su prisión... ¡Por Dios Todopoderoso!
 ¿Cuál es el motivo? ¿Acaso sus pretendidos
 títulos a la corona de Inglaterra? ¿Que los Guisas se
 oponen a reconoceros? ¿Esta oposición de los Guisas
 puede debilitar el derecho, que os da vuestro nacimiento
 y que ha sancionado el país. ¿No ha sido
 excluida tácitamente por la última voluntad de Enrique?
 Inglaterra, tan feliz con la nueva religión, ¿se
 echará en los brazos de una papista? ¿Os abandonará,
 siendo su Reina adorada, por correr hacia la homicida
 de Darnley? ¿Qué se proponen esos
 hombres inquietos, que os atormentan en vida con
 la palabra de heredera, y, que no pueden casaros
 con la prontitud deseada, para salvar del peligro a la
 Iglesia y al Estado? ¿No estáis aún en la fuerza de la
 juventud, mientras que ella se aproxima más a la
 tumba cada día? ¡Por el cielo! Espero que, durante
 muchos años, os pasearéis por su sepulcro, sin precipitaros
 en él, obligada por la necesidad...

 BURLEIGH.- Lord Leicester no ha opinado
 siempre así...

 LEICESTER.- Es verdad; yo he votado su
 muerte en el Tribunal... En el Consejo de Estado,
 mi lenguaje es diverso. Aquí no se trata de lo justo,
 sino de lo útil. ¿Es ahora ocasión de temer esos peligros,
 cuando la Francia, su único apoyo, la abandona?
 Cuando vais a dar vuestra mano al hijo de su
 Rey y hacerlo feliz, y cuando la esperanza de vuestra
 sucesión regocija de tal modo a este país, ¿a qué
 matarla así? Ya está muerta; el menosprecio es la
 verdadera muerte. Guardaos de que la compasión la
 resucite. Mi opinión es, por tanto, que se deje en
 toda su fuerza la sentencia, que la condena a ser decapitada,
 y que viva... pero que viva bajo el hacha
 del verdugo, sufriendo aquel suplicio en cuanto un
 solo brazo se arme en su favor.

 ISABEL. (Levantándose.)- He oído, oh milores,
 vuestros pareceres, y os doy gracias por vuestro celo.
 Con ayuda de Dios, que ilustra a los Reyes, examinaré
 las razones en que se apoyan, y elegiré lo
 mejor.

 
 ESCENA IV

 Los mismos, y PAULET y MORTIMER.

 ISABEL.- He aquí a Amias Paulet. Sir Paulet, ¿a
 qué vienes?

 PAULET.- Mi sobrino, oh Reina gloriosa, regresa
 de sus largos viajes, se pone a vuestros pies, y os
 ofrece el homenaje de sus votos juveniles. Recibidlo
 con bondad, y que lo ilumine el sol de vuestra gracia.


 MORTIMER. (Hincando una rodilla.)-¡Viva mi
 Reina luengos años, y sean la dicha y la gloria la aureola
 de su frente!

 ISABEL.- ¡Levantaos! Sed el bienvenido a Inglaterra,
 caballero. Habéis hecho largo viaje, visitado
 a Francia y Roma, y os habéis detenido en Reims.
 Decidme, ¿qué traman nuestros enemigos?

 MORTIMER.- ¡Que Dios los confunda, y vuelva
 contra sus pechos los dardos que lanzan contra
 mi Reina!

 ISABEL.- ¿Habéis visto a Morgan, y al intrigante
 Obispo de Ross?

 MORTIMER.- He conocido a todos los escoceses
 desterrados, que en Reims urden planes contra
 esta isla. Me he insinuado en su confianza, con el
 propósito de descubrir sus proyectos.

 PAULET.- Cartas misteriosas cifradas se le han
 dado para la Reina de Escocia, que leal nos entrega.

 ISABEL.- ¿Sabéis cuáles son sus últimos proyectos?


 MORTIMER.- Como un rayo ha sido para ellos
 que Francia os abandone, y que concluya firme
 alianza con Inglaterra. Ahora vuelven sus ojos a España.


 ISABEL.- Así me lo ha escrito Walsingham.

 MORTIMER.- En el momento de dejar yo a
 Reims, llegó allí una bula de Sixto V, lanzada contra

 V.M. desde el Vaticano, que traerá a esta isla el primer
 buque que venga.
 LEICESTER.- Inglaterra no teme tales armas.

 BURLEIGH.- Serán temibles en manos de un
 fanático.

 ISABEL. (Mirando a Mortimer con intención.)- Os
 culpan de haber frecuentado las escuelas de Reims,
 y haber abjurado vuestras creencias.

 MORTIMER.- ¡Lo he fingido así, no lo niego!
 ¡Tan grande era mi deseo de servir a V.M.!

 ISABEL. (A Paulet.)- ¿Qué papel es ese?

 PAULET.- Es un escrito que os dirige la Reina
 de Escocia.

 BURLEIGH. (Intentando apoderarse de él con precipitación.)
 Dadme esa carta.

 PAULET. (Entregándola a la Reina.)-¡Perdonad,
 lord gran Tesorero! Me encargó que la entregase en
 la propia mano de la Reina. Siempre me dice que yo
 soy su enemigo, y lo soy sólo del vicio. Cuanto esté
 conforme con mi deber, lo hago por ella con la
 mejor voluntad del mundo. (La Reina ha tomado la
 carta; y mientras la lee, Leicester y Mortimer hablan en secreto
 algunas palabras.)

 BURLEIGH. (A Paulet.)- ¿Qué dirá esa carta?
 Vanas quejas, con las cuales se intenta conmover el
 compasivo corazón de la Reina.

 PAULET.- No me ha dicho lo que contiene. Pida
 una audiencia a la Reina.

 TALBOT.- ¿Por qué no? No es injusto lo que
 pretende.

 ISABEL.- La gracia de ver a la Reina no la merece
 de modo alguno, cuando ha excitado a otros a
 asesinarla, y está sedienta de su sangre. Quien quiera
 parecer leal a su soberana, no puede darle ese consejo
 falso y traidor.

 TALBOT.- Si la Reina acuerda complacerla, ¿os
 opondréis a ese movimiento caritativo de su clemencia,
 dejando libre curso al rigor de la ley?

 ISABEL.- Andad, milores. Nos encontraremos
 el medio de unir convenientemente las inspiraciones
 de la gracia con las exigencias de la necesidad. Ahora,
 retiraos. (Vanse los lores: llama a Mortimer al llegar a
 la puerta.) ¡Sir Mortimer! una palabra.

 

 ESCENA V

 ISABEL Y MORTIMER.

 ISABEL. (Después de fijar en él algún tiempo su mirada
 penetrante.)- Habéis demostrado valor singular, y
 un gran dominio de vos mismo, siendo tan joven.
 Quien con tanta anticipación ha sabido practicar tan
 bien el arte del disimulo, adelantándose a vuestra
 edad, merece que se abrevien también sus pruebas...
 El destino os ofrece una carrera brillante; os lo profetizo,
 y está en mi mano, por dicha vuestra, realizarla.


 MORTIMER.- Lo que puedo y lo que soy, Reina
 gloriosa, está a vuestro servicio.

 ISABEL.- Habéis aprendido a conocer a los
 enemigos de Inglaterra. Su odio, contra mí es im-
 placable, e incesante su inventiva en fraguar planes
 sangrientos. Hasta hoy, a la verdad, me ha protegido
 el Todopoderoso; pero mi corona vacilará en mi
 cabeza, mientras viva la que sirve de pretexto a su
 celo fanático, y dé aliento a sus esperanzas.

 MORTIMER.- Dejará de vivir en cuanto V.M.
 lo ordene.

 ISABEL.- ¡Ay de mí, caballero! Imaginaba haber
 llegado al término, y me encuentro ahora al
 principio de mi carrera. Yo quería dejar obrar las
 leyes, y conservar mis manos puras de sangre. La
 sentencia se ha pronunciado. ¿Qué gano yo? ¡Hay
 que cumplirla, Mortimer! Yo debo decretar su ejecución.
 Su odiosidad ha de recaer sobre mí. Debo,
 aprobarla, y no me es dable salvar las apariencias.
 ¡Esto es lo peor!

 MORTIMER.- ¿Qué importa a V.M. la desnuda
 apariencia en una causa justa?

 ISABEL.- No conocéis el mundo, caballero. Se
 juzga de lo real por lo aparente, y nadie se cuida de
 lo primero. A ninguno convenzo de mis derechos.
 De aquí mi afán de que la participación, que yo tenga
 en su muerte, se quede siempre en una eterna
 duda. En hechos de aspecto doble, la oscuridad es
 la única salvación; confesar, lo peor, y en no cediendo
 en nada, nada se pierde.

 MORTIMER. (Con intención.)- Lo mejor sería,
 pues...

 ISABEL. (Con viveza.)- Sin duda sería lo mejor...
 Mi ángel de la guarda habla en vuestros labios. Proseguid,
 pues acabadlo, apreciable caballero. Sois
 formal, llegáis hasta la razón principal en los negocios,
 y sois muy distinto de vuestro tío...

 MORTIMER. (Sorprendido.)- ¿Ha revelado V.M.
 su deseo al caballero...?

 ISABEL.- Me arrepiento de haberlo hecho.

 MORTIMER.- Disculpad a ese anciano. Los
 años le han infundido escrúpulos. Esos golpes atrevidos
 exigen la osadía de la juventud.

 ISABEL. (Con viveza.)- ¿Puedo yo contar con...?

 MORTIMER.- Servirá mi mano a V.M., que
 cuidará como pueda de su fama...

 ISABEL.- Sí, caballero; cuando me despertéis
 una mañana con la nueva de que «María Estuardo,
 la encarnizada enemiga de V.M. ha muerto aquella
 noche...»

 MORTIMER.- ¡Contad conmigo!

 ISABEL.- ¿Cuándo podré dormir en paz?

 MORTIMER.- En el mes próximo cesarán
 vuestros temores.

 ISABEL.- ¡Adiós, señor Mortimer! No os cuidéis
 de que mi gratitud, para manifestarse, se envuelva
 en las tinieblas de la noche... El misterio es la
 deidad de los dichosos... Los lazos más estrechos
 son los tiernos que el secreto aprieta. (Vase.)

 ESCENA VI

 MORTIMER, solo.

 MORTIMER.- ¡Vete, Reina hipócrita y falsa!
 Como tú engañas al mundo, así yo a ti. Es bueno, es
 hasta justo venderte. ¿Tengo yo trazas de asesino?
 ¿Has leído acaso en mi frente la desvergonzada
 propensión al crimen? Te fías de mi brazo y guardas
 el tuyo. Ofrece a los demás la piadosa y falsa apariencia
 de la clemencia. Mientras que tú cuentas con
 mi ayuda para asesinarla, ganaremos tiempo para
 librarla. Quieres ascenderme... con intención me
 muestras a lo lejos una rica recompensa... y aunque
 fueses tú misma y tus favores de mujer ese premio,
 ¿quién eres tú, desventurada hasta el extremo, y qué
 puedes tú dar? No me seduce la ambición de una
 vana gloria. Sólo al lado de ella ofrece encantos la
 vida... ¡A su derredor, formando alegre coro, vuelan
 las gracias divinas, y la felicidad que da la juventud!
 La dicha del cielo reside en su seno y tú no puedes
 conceder sino placeres helados. La gala más preciada
 de la existencia, la de los corazones, que, seductores
 y seducidos, se abandonan unos a otros en
 olvido tierno, la verdadera diadema de la mujer,
 nunca la poseíste, porque tu amor no ha hecho bienaventurado
 a ningún hombre. He de aguardar a ese
 lord para entregarle una carta. ¡Odiosa comisión!
 No siento en mí cualidad alguna para cortesano. Yo
 mismo puedo salvarla, yo solo; que el peligro, la gloria
 y el premio sean para mí solo. (Al salir se encuentra
 a Paulet.)



 ESCENA VII

 MORTIMER Y PAULET.

 PAULET.- ¿Qué te decía la Reina?

 MORTIMER.- ¡Nada, señor...! Nada... importante.


 PAULET. (Mirándolo severo.)- ¡Oye, Mortimer! La
 tierra, que huellas es resbaladiza y engañosa. Atrae el
 favor de los Reyes, y la juventud es ambiciosa...
 ¡Que no te extravíe!

 MORTIMER.- ¿No habéis sido vos mismo
 quien me ha llamado la corte?

 PAULET.- Quisiera no haberlo hecho. Nuestra
 familia no ha ganado sus honores en la corte. ¡Firme,
 pues, sobrino mío! No compres demasiado caro.
 No desoigas la voz de la conciencia.

 MORTIMER.- ¿Qué pensáis? ¿Qué os inquieta?

 PAULET.- Por estimadas que sean las grandezas
 que la Reina te prometa... no te fíes de sus palabras
 lisonjeras. Cuando la hayas obedecido renegará
 de ti; querrá mantener su nombre inmaculado, y
 vengará el crimen que ella misma te ha ordenado.

 MORTIMER.- ¿El crimen decís?

 PAULET.- ¡Lejos de mí oí disimulo! Sé lo que
 te ha indicado la Reina. Espera que tu juventud
 ambiciosa será más complaciente que mi ancianidad
 inflexible. ¿Se lo has prometido? ¿Has tú...?

 MORTIMER.- ¡Tío!

 PAULET.- Si lo has hecho, te maldigo y reniego
 de ti...

 LEICESTER. (Que sobreviene.)-Permitidme, respetable
 señor, que hable una palabra con vuestro
 sobrino. La Reina siente en su favor grande inclinación,
 y desea que se le deje, sin condiciones, la custodia
 de María Estuardo... Fíase de su honradez...

 PAULET.- ¿Que se fía?... ¡Bien!

 LEICESTER.- ¿Qué decís, caballero?

 PAULET.- Que la Reina se fía de él, y que yo,
 milord, me fío de mí, y veo bien con mis ojos
 abiertos. (Vase.)

 
 ESCENA VIII

 LEICESTER Y MORTIMER.

 LEICESTER. (Admirado.)- ¿Qué piensa ese caballero?


 MORTIMER.- No lo sé... La confianza inesperada
 que la Reina me dispensa...

 LEICESTER. (Mirándolo con intención.)- ¿Merecéis,
 caballero, que se tenga confianza en vos?

 MORTIMER. (Lo mismo.)- Eso mismo os digo,
 milord Leicester.

 LEICESTER.- ¿Tenéis algo secreto que decirme?


 MORTIMER.- Probadme antes que puedo hacerlo.


 LEICESTER.- ¿Quién me garantizará en cuanto
 a vos...? Que no os ofendan mis sospechas. Noto
 que en esta corte os mostráis bajo doble aspecto...
 Uno es necesariamente falso; pero ¿cuál es el verdadero?


 MORTIMER.- Así me aparecéis a mí, Conde de
 Leicester.

 LEICESTER.- ¿Quién es el primero que ha de
 mostrar confianza en el otro?

 MORTIMER.- El que arriesgue menos.

 LEICESTER.- Entonces sois vos.

 MORTIMER.- ¡Vos! Vuestro testimonio, el de
 un lord poderoso e influyente, puede perderme, y el
 mío sería impotente contra vuestro favor y vuestro
 rango.

 LEICESTER.- ¡oS equivocáis, señor! En otra
 cualquiera cosa soy yo aquí influyente; sólo en ésta,
 tierna por su índole, que he de confiar a vuestra
 buena fe, soy en la corte el de menos valer, y puede
 perderme el testimonio más despreciable.

 MORTIMER.- Ya que el todopoderoso lord
 Leicester se rebaja ante mí hasta hacerme tal confesión,
 yo debo elevarme tanto más, y darle un ejemplo
 de magnanimidad.

 LEICESTER.- Dadme una prueba de confianza,
 y os seguiré en ese Camino.

 MORTIMER. (Dándole la carta.)- Viene de la
 Reina de Escocia.

 LEICESTER. (Asustado, se apodera de ella precipitadamente)
 Hablad en voz baja, caballero... ¿qué veo?
 ¡Ah! ¡Es su retrato! (Lo besa, y la contempla extasiado.)

 MORTIMER. (Que lo ha observado atentamente.)-
 Milord, ahora me fío de vos.

 LEICESTER.- (Después de leer rápidamente la carta.)-
 Sir Mortimer, ¿sabéis lo que dice la carta?

 MORTIMER.- Nada sé.

 LEICESTER.- ¿Cómo? Sin duda os ha confiado...


 MORTIMER.- Nada me ha confiado. Díjome
 que vos me descifraríais este enigma. Porque lo es
 para mí que el Conde de Leicester, favorito de Isabel,
 enemigo declarado de María, y uno de sus jueces,
 haya de ser el hombre que la salve en su
 desdicha... Y, sin embargo, ha de ser así, porque
 vuestros ojos dicen claramente cuáles son vuestros
 sentimientos respecto de ella.

 LEICESTER.- Decidme vos antes cómo se explica
 que mostréis tanto interés por su suerte, y que
 hayáis obtenido, su confianza.

 MORTIMER.- Milord, puedo explicároslo en
 pocas palabras. He abjurado en Roma mi religión, y
 estoy de acuerdo con los Guisas. Una carta del Arzobispo
 de Reims me ha acreditado cerca de la Reina
 de Escocia.

 LEICESTER.- Sé que habéis variado de religión,
 y tal es la circunstancia que os ha granjeado mi
 afecto. Dadme la mano, y perdonad mis sospechas.
 Toda mi reserva es poca, porque Walsingham y
 Burleigh me odian, y sé además que me acechan para
 tenderme lazos. Podríais ser hechura e instrumento
 suyo para atraerme a sus redes...

 MORTIMER.- ¿Cómo un señor tan poderoso
 ha de dar pasos tan pequeños en esta corte? Os tengo
 lástima, Conde.

 LEICESTER.- Gozoso me abandono, pues, en
 brazos de mi amigo fiel, en los cuales me veo libre
 de una larga tiranía que me atormenta. Os admiráis,
 caballero, de que al corazón haya cambiado tan
 pronto respecto a María. A la verdad, no la odié
 nunca... Las circunstancias de la época me han
 hecho su adversario. Muchos años hace, como
 sabéis que me estaba prometida, antes que diera su
 mano a Darnley, cuando la rodeaba todavía el
 esplendor de su grandeza. Yo rechacé entonces con
 frialdad este honor; y ahora que está prisionera, y a
 las puertas de la muerte, quisiera poseerla con
 peligro de mi vida.

 MORTIMER.-Esto se llama obrar magnánimamente.


 LEICESTER.- Las cosas han mudado mucho
 desde entonces, caballero. Mi ambición me hacía
 insensible a la juventud y a la belleza. Mi matrimonio
 con María me parecía harto insignificante, y me
 lisonjeaba alcanzar la mano de la Reina de Inglaterra.


 MORTIMER.- Sábese que os prefería a todos
 los demás hombres...

 LEICESTER.- Así parecía, Mortimer... y ahora,
 después de diez años de hacerle la corte sin descanso,
 y de vencerme con gran repugnancia... ¡Oh, caballero!
 Mi corazón, se desgarra, y es preciso que
 sacuda tan penoso disgusto... Me creen feliz... ¡ Si se
 supiese cuán pesadas son las cadenas que me envidian...!
 Después de haber sacrificado diez años largos
 y amargos a los ídolos de su vanidad; después
 de haber sufrido, como un esclavo, sus inconstantes
 caprichos de sultana; después de ser el juguete de
 sus extravagancias infinitas y pequeñas, ya acariciándome
 su ternura, ya rechazándome su orgullo y
 su castidad fingida, atormentándome por igual con
 sus favores y con su rigidez, guardándome, como a
 un cautivo, los ojos de Argos de sus celos, interrogado
 por mis acciones como un niño e injuriado
 como un lacayo... ¡Oh! Las palabras no bastan para
 expresar estos tormentos infernales.

 MORTIMER.- Os compadezco, Conde.

 LEICESTER.- Y al llegar al término de la jornada,
 se me escapa el premio merecido, porque sobreviene
 otro, que me roba el fruto de mi constante
 trabajo. Un esposo joven y poderoso me hace perder
 los derechos, a tanta costa adquiridos. Véome
 obligado a descender del teatro, en donde representé
 por tanto tiempo el primer papel. El advenedizo
 amenaza arrebatarme, no sólo su mano, sino
 también su favor. Es ella mujer, y una mujer amable.


 MORTIMER.- Es hija de Catalina, y ha aprendido
 en buena escuela el arte de la lisonja.

 LEICESTER.- Se han desvanecido, pues, todas
 mis esperanzas... En este naufragio de mi dicha busco
 una tabla para salvarme... y mis ojos se vuelven
 hacia mis proyectos primitivos más seductores. La
 imagen de María, en todo el brillo de sus encantos,
 se me presentó de nuevo, y su juventud y su hermo-
 sura recuperaron todos sus derechos, entusiasmándome,
 no infundiéndome fría ambición y haciéndome
 sentir el valor de la joya que había perdido. La
 contemplo sumida en los profundos abismos de la
 desdicha, y sólo por mi culpa. Esto me ha hecho
 concebir la esperanza de salvarla y de poseerla. Logré
 descubrirle, por mediación de una mano fiel, el
 cambio sufrido en mis sentimientos, y esta carta que
 me traéis me dice que me perdona, y que será mía, si
 la salvo.

 MORTIMER.- Pero nada habéis hecho por libertarla.
 Habéis consentido que sea condenada, y
 habéis votado su muerte. Sólo un milagro... la luz de
 la verdad ha debido iluminarme a mí, el sobrino de
 su carcelero, para que el cielo le deparase, en Roma
 y en el Vaticano, un salvador inesperado, porque de
 otra manera no hubiera encontrado medio de comunicarse
 con vos.

 LEICESTER.- ¡Ah, Sr. Mortimer! ¡Bastantes
 han sido mis tormentos! Hacia ese tiempo fue trasladada
 del castillo de Talbot al de Fotheringhay, y
 confiada a la severa vigilancia de vuestro tío. Sin posibilidad
 de llegar hasta ella, me vi obligado ante el
 mundo a perseguirla; pero no creáis que yo la hubiese
 dejado llegar afligida hasta el suplicio. No; espe-
 raba y espero aún impedir este extremo, hasta que
 encuentre un medio de librarla.

 MORTIMER.- Existe ya ese medio... Vuestra
 noble confianza, Leicester, merece que yo corresponda
 a ella. Me propongo salvarla; con este objeto
 estoy aquí; los preparativos están ya hechos, y vuestra
 poderosa ayuda nos asegura un feliz éxito.

 LEICESTER.- ¿Qué decís? Me asustáis. ¿Cómo?
 Queréis...

 MORTIMER.-Abrir a la fuerza las puertas de
 su prisión. Tengo cómplices, y todo está pronto.

 LEICESTER.- ¿Tenéis cómplices y confidentes?
 ¡Ay de mí! ¿A qué planes temerarios me arrastráis?
 ¿Y saben ellos también mi secreto?

 MORTIMER.- Nada temáis. Se trazó el proyecto
 sin vuestra asistencia, y se ejecutará lo mismo,
 por si no quisiera ella deberos su libertad.

 LEICESTER.- ¿Podéis, pues, asegurarme que
 mi nombre no se ha pronunciado en vuestra conjuración?


 MORTIMER.- Estad tranquilo. ¿Cómo? ¿Tanto,
 oh Conde os asusta una nueva que os favorece?
 Queréis librar a María y poseerla, y de repente,
 cuando menos lo esperabais, caen como llovidos del
 cielo los medios más eficaces de lograrlo... ¿y mostráis
 más temor que alegría?

 LEICESTER.- Pero no empleando la violencia.
 La empresa es harto arriesgada.

 MORTIMER.- La dilación lo es también.

 LEICESTER.- Os afirmo, caballero, que no se
 debe tentar ese camino.

 MORTIMER. (Con amargura.)-¡No! ¡no por
 vos, que deseáis poseerla! Nosotros sólo nos proponemos
 salvarla, y no somos tan escrupulosos...

 LEICESTER.- Os precipitáis demasiado, oh joven,
 en tan espinosa y temeraria senda.

 MORTIMER.- Vos sois harto prudente en este
 negocio de honra.

 LEICESTER.- Yo veo las redes que por todas
 partes nos rodean.

 MORTIMER.- Tengo valor para romperlas todas.


 LEICESTER.- ¡Locura, insensatez es ese valor!

 MORTIMER.- No es valor tanta cordura.

 LEICESTER.- ¿Deseáis morir como Babington?


 MORTIMER.- No queréis imitar la grandeza de
 alma de Norfolk.

 LEICESTER.- Norfolk no llevó a María, como
 esposa, a su hogar.

 MORTIMER.- Probó que era digna de llevarla.

 LEICESTER.- Por perdernos nosotros no la
 salvaremos.

 MORTIMER.- Ni tampoco guardándonos del
 peligro.

 LEICESTER.- Ni reflexionáis ni escucháis; la
 ciega impetuosidad acabará con todo, por bien pensado
 que estuviera.

 MORTIMER.- ¿Habéis sido vos, acaso, el que
 ha puesto este asunto en buen camino?... ¿Cómo? Si
 yo fuera bastante criminal para asesinarla, como la
 Reina me lo ha ordenado, como ahora mismo espera
 que yo he de obedecerla... ¿qué habéis hecho para
 proteger su vida?

 LEICESTER. (Admirado.)- ¿Os dio la Reina tan
 sangrienta comisión?

 MORTIMER.- Se equivocó conmigo, como
 María con vos.

 LEICESTER.- ¿Y lo habéis prometido? ¿Habéis...


 MORTIMER.- Para que no pagara otras manos
 con el mismo fin, ofrecí yo las mías.

 LEICESTER.- Hicisteis bien. Esto nos da tiempo.
 Ella espera vuestro punible servicio, su sentencia
 de muerte no se ejecuta, y ganamos mucho.

 MORTIMER. (Impaciente.)-¡No! ¡perdemos la
 ocasión favorable!

 LEICESTER.- Ya que cuenta con vos, pondrá
 mayor empeño en aparecer clemente ante los ojos
 del mundo. Quizás logre yo de ella, con maña, que
 vea a su rival, y que este paso la contenga. Burleigh
 tiene razón. La sentencia no se cumplirá, si ella la
 ve... Sí; lo intentaré, y haré todo lo posible...

 MORTIMER.- ¿Y qué conseguiréis con eso? Si
 Isabel comprende que se ha engañado respecto a
 mí, si María continúa viviendo, ¿no vuelve a estar
 todo como antes? Nunca se verá libre. Lo menos
 que le puede suceder, es que sea condenada a prisión
 perpetua. Si al fin habrá que apelar a una resolución
 osada, ¿por qué no comenzar por ella? El
 poder está en vuestras manos; podéis reunir un ejército
 sólo con armar a la nobleza de vuestros numerosos
 castillos. María tiene muchos partidarios
 secretos. Las casas ilustres de los Howard y de los
 Percy, aunque hayan sucumbido sus cabezas, cuentan
 aún con numerosos héroes, y aguardan que un
 lord poderoso les dé el ejemplo. ¡Dejemos ya el di-
 simulo! ¡Obremos abiertamente! ¡Defended, como
 caballero, a vuestra amada, y pelead noblemente por
 ella! Sois cuando queréis árbitro de la Reina de Inglaterra.
 Atraedla a vuestros dominios, a donde os
 ha seguido con frecuencia. Allí mostraos hombre.
 Hablad como soberano. Guardadla hasta que dé la
 libertad a María.

 LEICESTER.- Me sorprendo y me asusto,... ¿a
 dónde os lleva el delirio? ¿Conocéis cuál es la tierra
 que holláis? ¿Sabéis lo que pasa en la corte? ¿con
 qué lazos estrechos el mando de esta mujer ha encadenado
 los ánimos? Buscad en vano el ardor heroico,
 que antes bullía en este país... Todo se halla
 sometido a ella, y sin vida los arranques generosos.
 Seguid bajo mi dirección. No seáis temerario... Alguien
 viene. ¡ Idos!

 MORTIMER.- María espera. ¿Vuelvo a llevarla
 vanos consuelos?

 LEICESTER.- Llevadle el juramento de mi
 eterno amor.

 MORTIMER.- ¡Llevadlo vos mismo! Ofrecí ser
 instrumento de su salvación, no su mensajero amoroso.
 (Vase.)


 ESCENA IX

 ISABEL Y LEICESTER.

 ISABEL.- ¿Quién estaba en vuestra compañía?
 Oía hablar

 LEICESTER. (Que se vuelve rápidamente algo turbado
 al oír a la Reina.)- Era sir Mortimer.

 ISABEL.- ¿Qué tenéis, milord? ¡Tan confuso!

 LEICESTER. (Reponiéndose)- Al veros... Jamás
 me habéis parecido tan seductora. Vuestra belleza
 me deslumbra.¡Ay de mí!

 ISABEL.- ¿Porqué suspiráis?

 LEICESTER.- ¿No tengo razón para suspirar?
 Cuando contemplo vuestros encantos, se renueva
 en mí el dolor inexplicable de la pérdida que me
 amenaza.

 ISABEL.-¿Qué perdéis?

 LEICESTER.- Vuestro corazón, a vos, tan digna
 de ser amada. Pronto seréis feliz en brazos de un
 joven y enamorado esposo, y poseerá exclusivamente
 vuestro cariño. Es de sangre real; yo no. Sin
 embargo, desafío al mundo entero que haya otro
 hombre, en toda la redondez de la tierra, que os
 adore más que yo. El Duque de Anjou no os ha
 visto jamás; ama sólo vuestra gloria y vuestro renombre;
 yo amo a vos sola. Aunque fueseis la más
 pobre pastora, y yo el príncipe más poderoso del
 orbe, descendería gustoso, desde mi altura, para deponer
 una diadema a vuestros pies.

 ISABEL.- ¡Compadecedme, Dudley, no reconvenidme!...
 ¡No me atrevo a consultar mis, deseos!
 ¡Ay de mí! Otra fuera su elección. ¡Cuánto envidio
 yo a otras mujeres, que pueden realzar a quienes
 aman! No soy tan afortunada, que me sea lícito colocar
 una corona en las sienes del hombre, que prefiero
 a todos... A ha sido sólo dado
 entregar su mano con arreglo a su inclinación; ha
 hecho cuanto ha querido, ha apurado la copa, llena
 de todos los placeres.

 LEICESTER.- Y ahora la más amarga del dolor.

 ISABEL.- Se ha cuidado poco de la opinión
 pública. Ligera era la vida para ella, sin sufrir nunca
 el yugo, a que yo me sometí. Yo hubiera podido
 también consagrarme a gozar de la vida, a disfrutar
 de alegrías mundanas; pero he preferido cumplir los
 severos deberes de Reina. Sin embargo, ella se ha
 granjeado la simpatía de todos los hombres, porque
 se propuso sólo ser mujer, y jóvenes y ancianos la
 aman. ¡Tan ávidos son todos de goces! Corren tras
 el placer frívolo, tras la alegría vulgar, y, no estiman
 lo que más debieran respetar. ¿No se ha rejuvenecido
 eso mismo Talbot al hablar de sus encantos?

 LEICESTER.- ¡Perdonadlo! Fue un tiempo su
 guardián, y con sus artificios astutos, lo sedujo.

 ISABEL.- ¿Pero tan grande es su belleza? Tantas
 veces he oído ponderar sus encantos, que quisiera
 saber a qué atenerme. Los cuadros mienten, los
 retratos engañan, y sólo me fiaría de mis propios
 ojos. ¿Por qué me miráis de un modo tan extraño?

 LEICESTER.- Porque en mi imaginación os
 comparo con María. Quisiera tener la dicha, no lo
 oculto, si esto pudiera hacerse en secreto, de veros
 con María. Entonces, por vez primera, gozaríais
 plenamente de vuestro triunfo. Me recrearía su humillación,
 cuando, con sus mismos ojos... porque la
 envidia los tiene perspicaces... se convenciera de cuán
 superior sois a ella por la nobleza de vuestros
 rasgos, y cuán inferior ella a vos en todas las demás
 prendas.

 ISABEL.- Ella es más joven.

 LEICESTER.- ¿Más joven? No lo parece. ¡Acaso
 sus sufrimientos!... Ha podido envejecer también
 prematuramente.. Y lo que haría más amarga su pena,
 sería el veros ya desposada. No le sonríen las es
 peranzas más dulces de la tierra, y, al contrario, la
 felicidad viene a vuestro encuentro. ¿Y cuando sepa
 que estáis prometida al hijo del Rey de Francia, en la
 cual tanto confió siempre, enorgulleciéndose con su
 alianza, y aun contando ahora con su ayuda?

 ISABEL. (Oponiéndose débilmente.)- Me atormentan
 para que la vea.

 LEICESTER. (Con animación.)- Ella os lo pide
 como una gracia; concedédselo como un castigo.
 Menos la afligirá verse llevada al cadalso, que eclipsada
 por vuestros encantos. Así le dais el golpe
 mortal, que ella os preparaba... Al contemplar vuestra
 belleza, protegida por el honor, realzada por la
 gloria, y por la fama de una virtud sin mancha, a la
 cual desdeñó frívolamente, aun más preclara con el
 brillo de una corona, y ahora próxima al himeneo...
 sonará para ella su última hora. Sí... cuando os miro
 en este momento... comprendo que nunca, como en
 la ocasión presente, contáis con más motivos para
 obtener el triunfo de la belleza... Me habéis deslumbrado
 al entrar aquí, como si fuerais una aparición
 sobrenatural... ¿Cómo? Si ahora, si ahora mismo,
 como estáis, os presentaseis a ella... jamás encontraréis
 instante más propicio...

 ISABEL.- ¡Ahora... no... no... ahora no, Leicester...
 ¡No!... Hay que reflexionarlo bien antes... con
 Burleigh.

 LEICESTER. (Interrumpiéndola vivamente.)
 -¿Burleigh? Sólo piensa en el bien del Estado. Pero
 vuestro sexo tiene también sus derechos, que son de
 vuestra competencia exclusiva, y nada tienen que
 ver con el gobierno. Hasta la misma política ¿no
 exige que os conciliéis el favor público con un acto
 de generosidad? Después podréis deshaceros de esa
 odiosa enemiga de cualquier modo.

 ISABEL.- No me conviene visitarla en la humillación
 y la miseria, estando unida a mí por los lazos
 de la sangre. Dícese que nada regio la rodea, y, presenciarlo
 yo, es exponerme a una reconvención.

 LEICESTER.-No es necesario que os acerquéis
 a su prisión. Escuchad mi consejo. La casualidad
 nos sirve a maravilla. Hoy se celebra una gran cacería,
 con cuyo pretexto llegaréis a Fotheringhay. María
 Estuardo puede encontrarse en el parque, en
 donde penetráis como al azar. Que nada de esto parezca
 preparado de antemano, y si no os agrada, no
 le habláis...

 ISABEL.- Si cometo una locura, vuestra es, no
 mía, Leicester. No quiero hoy oponerme a ninguno
 de vuestros deseos, porque, entre todos mis súbditos,
 habéis sido hoy el más atormentado por mí.
 (Mirándolo tiernamente.) ¡Aunque sea un capricho
 vuestro! Así pruebo mi bondad, aprobando libremente
 en apariencia, lo que en realidad no apruebo.

 (Leicester se arroja a sus pies, y cae el telón.)

 


 ACTO III 

 La escena representa un parque, con árboles en primer término,
 y detrás lejana perspectiva.

 ESCENA PRIMERA

 MARÍA se presenta entre los árboles, andando a paso rápido
 ANA KENNEDY la sigue lentamente.

 ANA.- Corréis, o más bien voláis, y no os puedo
 seguir. ¡Esperad!

 MARÍA.- Déjame disfrutar de mi nueva libertad;
 déjame volverme niña, y, sélo tú también, y, sobre el
 verde tapiz del prado, probar mis pasos ligeros, como
 si tuviese alas. ¿He abandonado al fin mi oscura
 prisión? ¿No me guarda ya esa lúgubre tumba? Deja
 que respire, en mi sed ardiente de libertad, con todo
 mi pecho, el aire libre, el aire del cielo.

 ANA.- ¡Oh, mi querida señora! Vuestra cárcel se
 ha ensanchado sólo algún tanto; y si no veis las murallas
 que nos encierran, consiste en que el follaje de
 los árboles las ocultan.

 MARÍA.- ¡Gracias, gracias sean dadas a estos
 verdes y buenos árboles, que me ocultan los muros
 de mi prisión! Quiero creer que soy libre y feliz;
 ¿para qué, pues, arrancarme de mis alucinaciones?
 ¿No me rodea la inmensa bóveda del cielo? Mis
 ojos, sin estorbos, recorren horizontes sin fin. Allí,
 en donde se alzan esas montañas sombrías y nebulosas,
 comienzan las fronteras de mi reino, y estas
 nubes, que corren hacia el Mediodía, buscan el lejano
 mar de Francia. Nubes rápidas, bajeles aéreos,
 ¡ quién viajara con vosotras, y en vosotras navegase!
 ¡Saludad en mi nombre cariñosamente al país, en
 donde se deslizó mi juventud! Soy prisionera, sujeta
 por cadenas, y no tengo otros mensajeros, ¡ ay de
 mí!, Libre es en los aires vuestra carrera; no estáis
 sometidas a la Reina de Inglaterra.

 ANA.- ¡Ah, querida señora! ¡Estáis fuera de vos!
 Esa libertad, tan ansiada, os hace delirar.


 MARÍA.- Un pescador maneja allí su barca. Su
 miserable lancha pudiera salvarme, y llevarme con
 prontitud a una ciudad amiga. Con trabajo facilita el
 sustento a su famélico dueño. Yo lo abrumaría con
 tesoros, jamás habría empleado tan bien el día; encontraría
 la fortuna en sus redes, si me llevase en su
 barquichuela salvadora.

 ANA.- ¡Vanos deseos! ¿No veis que espían
 nuestros pasos desde lejos? Órdenes terribles y
 crueles alejan de nuestro camino a toda criatura
 compasiva.

 MARÍA.- ¡No, buena Ana! Créeme: algo significa
 que se hayan abierto las puertas de mi cárcel.
 Este favor ligero del azar me anuncia otros más
 graves. No me equivoco. Es a la mano bienhechora
 del amor a quien lo debo. Veo en esto la poderosa
 influencia de lord Leicester. Poco a poco se ensancharán
 los límites de mi prisión. Pasaré de lo menos
 a lo más, hasta que al fin contemple yo el rostro de
 quien ha de quitarme para siempre mis cadenas.

 ANA.- ¡Ah! No puedo entender esta contradicción.
 Ayer se os anunciaba la muerte, y hoy se os da
 de repente este consuelo. También, según he oído
 decir, se sueltan las esposas a quienes espera la libertad
 eterna.


 MARÍA.- ¿Oyes el sonido de la trompa de caza?
 ¿Lo oyes resonar con vigor en campos y montes?
 ¡Ay de mí! ¡Que no montara yo un ardiente corcel,
 y me agregara a los cazadores! ¿Todavía más? Esos
 sonidos familiares me traen a la memoria tristes recuerdos.
 Llegaban con frecuencia a mis oídos, y me
 colmaban de alegría, en los matorrales de las altas
 montañas, y en medio del tumulto de la fiesta.



 ESCENA II

 Los mismos, y PAULET.

 PAULET.- ¡Vamos! ¿Hice al cabo bien, milady?
 ¿Merezco alguna vez vuestra gratitud?

 MARÍA.- ¿Cómo, caballero? ¿Os debo este favor?
 ¿Sois vos?

 PAULET.- ¿Por qué no he de ser yo? Estuve en
 la corte, entregué vuestro escrito...

 MARÍA.- ¿Lo presentasteis? ¿Es cierto que lo
 habéis hecho? Y esta libertad de que gozo, es efecto
 de mi carta...

 PAULET. (Con intención.)-Y no el único. Os espera
 otro mayor.

 MARÍA.- ¿Mayor, caballero? ¿A qué aludís?

 PAULET.- ¿Oís, no obstante, las trompas...?  

 MARÍA. (Retrocediendo inquieta.)- ¡Me asustáis!

 PAULET.- La Reina caza cerca de aquí.

 MARÍA.- ¿Cómo?

 PAULET.- La veréis dentro de poco.

 ANA. (Corriendo en auxilio de María, que vacila y
 parece pronta a desmayarse.)- ¿Qué tenéis, señora querida?
 ¡Palidecéis!

 PAULET.-¿Tengo razón, o no? ¿No lo deseabais?
 Lo habéis logrado antes de lo que pensabais.
 Ya que otras veces teníais tan suelta la lengua, preparad
 vuestras palabras, porque es ocasión de hablar.


 MARÍA.- ¡Oh! ¿Por qué no me lo avisaron?
 ¡Ahora no me siento dispuesta a esa entrevista; ahora
 no! Lo que solicité suplicante como el favor más
 señalado, paréceme temeroso y horrible... Ven, Ana,
 llévame a la casa para reanimarme y tranquilizarme.

 PAULET.- ¡Quedaos aquí! Es menester que la
 esperéis. Mucho, mucho os angustia comparecer
 ante vuestro juez.

 ESCENA III

 Los mismos y el CONDE DE SHREWSBURY.

 MARÍA.- ¡No es por eso, Dios mío! He variado
 de opinión... ¡Ay de mí, noble Shrewsbury! Algún
 ángel del cielo os trae ahora aquí... ¡No puedo verla!
 ¡Guardadme, de su odiosa presencia!

 SHREWSBURY.- ¡Cobrad ánimo, Reina! Apelad
 a toda vuestra energía. He aquí el momento decisivo.


 MARÍA.- He esperado largo tiempo... años enteros
 me he preparado; me lo he dicho todo, lo he
 grabado en mi memoria para persuadirla y conmoverla.
 Todo se ha desvanecido de improviso; todo
 lo he olvidado, y nada resta en mí en este instante
 más que el vivo recuerdo de mis dolores. Con odio
 implacable se revuelve contra ella mi corazón; mis
 buenos pensamientos huyen en tropel, y los espíritus
 infernales con su sombrío aspecto me cercan
 por todas partes, sacudiendo sus cabezas de serpientes.

 SHREWSBURY.- Reprimid vuestra ira impetuosa;
 dulcificad la amargura de vuestro corazón.
 Nada provechoso puede resultar del choque de un
 odio contra otro. Por grande que sea la repugnancia
 que experimentéis en vuestro interior acomodaos a
 las circunstancias. Ella es la poderosa... ¡Humillaos!

 MARÍA.- ¿Ante ella? ¡ Imposible!

 SHREWSBURY.- Hacedlo, sin embargo. Habladle
 con respeto, con resignación. Invocad su
 magnanimidad, no la desafiéis; nada digáis de vuestros
 derechos, porque la coyuntura no es propicia.

 MARÍA.- ¡Ay de mí! ¡He pretendido mi ruina, y
 mi mayor anhelo se ha trocado en maldición! ¡Nunca,
 nunca debiéramos vernos! Nada, nada grato será
 su fruto. Más fácil fuera que el fuego y el agua se
 juntaran en amoroso lazo; más que el cordero acariciara
 al tigre... Harto se me ha ofendido... ella me ha
 hecho penar demasiado... Imposible es nuestra reconciliación.

 SHREWSBURY.- ¡Vedla tan sólo! Testigo fui
 de la emoción, que experimentó al leer vuestra carta,
 y sus ojos se inundaron de lágrimas. No, no es insensible;
 confiad más en ella... He aquí el motivo de
 haberme adelantado, para que os reanimaseis, y
 anunciaros su llegada.

 MARÍA. (Estrechando su mano.)-¡Ah, Shrewsbury!
 Siempre fuisteis mi amigo... ¡Ojalá que permaneciera
 bajo vuestra guarda paternal! ¡Me han
 maltratado, Shrewsbury!

 SHREWSBURY.- ¡Olvidadlo todo! Ocupaos
 únicamente en recibirla con amabilidad.

 MARÍA.- ¿Está también con ella Burleigh, mi
 mal ángel?

 SHREWSBURY.- Nadie le acompaña más que
 el Conde de Leicester.

 MARÍA.- ¿Lord Leicester?

 SHREWSBURY.- Nada temáis de su parte. No
 desea vuestra ruina... Obra suya es que la Reina haya
 accedido a veros.

 MARÍA.- ¡Ay de mí! Bien lo sabía.

 SHREWSBURY.- ¿Que decís?

 PAULET.- ¡La Reina viene! (Todos se apartan; sólo
 se queda María, apoyada en Ana.)

 ESCENA IV

 Los mismos; ISABEL, el CONDE DE LEICESTER
 y séquito.

 ISABEL. (A Leicester.)- ¿Cómo se llama este lugar?


 LEICESTER.- El castillo de Fotheringhay.

 ISABEL. (A Shrewsbury.)-Despedid para Londres
 a nuestros monteros. El pueblo me agobia y
 me molesta en las calles, y buscamos descanso en
 este tranquilo parque. (Talbot hace alejarse al séquito.
 Ella mira fijamente a María, mientras prosigue hablando
 con Leicester.) Mis buenos súbditos me aman demasiado.
 Con harto exceso, como idólatras, me muestran
 su contento, aunque así se adore a Dios, no a
 los mortales.

 MARIA. (Que, medio desmayada, mientras tanto, en
 los brazos de Ana, se repone, encontrándose sus ojos con la
 mirada fija de Isabel. Tiembla entonces, y oculta de nuevo su
 rostro en el seno de su nodriza.)- ¡Oh, Dios! Sus facciones
 revelan qué no tiene sentimientos.

 ISABEL.- ¿Quién es esa señora? (Silencio general.)

 LEICESTER.- Estáis, oh Reina, en Fotheringhay.


 ISABEL. (Como atónita, mirando severamente a Leicester.)
 ¿Quién ha hecho esto, lord Leicester?

 LEICESTER.- Ya está hecho, Reina... y que el
 cielo ahora, que ha guiado aquí vuestros pasos, conceda
 el triunfo a la magnanimidad y a la compasión.

 SHREWSBURY.- ¡Que se apiade vuestro corazón,
 noble señora! Dignaos mirar con dulzura a la
 desdichada, que así se desmaya a vuestro aspecto.
 (María recobra sus fuerzas e intente aproximarse a Isabel;
 pero se detiene silenciosa y temblando a la mitad del camino;
 todos sus ademanes indican la más violenta agitación.)

 ISABEL.- ¿Es posible, milores? ¿Quién me dijo,
 pues, que su humildad era tan grande? Encuentro
 una mujer llena de orgullo, no aleccionada por la
 desgracia.

 MARÍA.- ¡ Sea, pues; sufriré también este dolor!
 ¡Adiós por tanto, dignidad impotente de un alma
 noble! ¡Quiero olvidar quién soy y lo que he padecido;
 quiero prosternarme ante la misma a quien debo
 mi oprobio. (Vuélvese hacia la Reina.) El cielo, hermana,
 se ha decidido en vuestro favor. La victoria
 ornó vuestra cabeza afortunada con la corona de la
 victoria, y yo adoro al Dios que os ha ensalzado.
 ¡Pero sed ahora generosa, hermana mía! ¡No me
 dejéis sumida en la vergüenza! ¡Tendedme vuestra
 real mano para arrancarme de este abismo!

 ISABEL. (Retrocediendo.)- Os encontráis en donde
 debéis, lady María. Llena de gratitud estoy para
 con Dios, que no ha consentido que yo me halle a
 vuestros pies, como lo estáis a los míos.

 MARÍA. (Con creciente pasión.)-Reflexionad en la
 instabilidad de las cosas humanas, y en que hay deidades
 vengadoras del orgullo. Honradlas, temedlas,
 porque con su horrible poder me han traído a
 vuestros pies... honraos vos misma en mí, ante estos
 testigos extraños; no profanéis, no insultéis la sangre
 de los Tudor, que corre en mis venas, como en
 las vuestras... ¡Oh, Dios del ciclo! No te muestres
 áspero e inaccesible, como los escollos que el náufrago
 se esfuerza en alcanzar vanamente. ¡Mi vida,
 mi destino, todo depende de mis palabras y del poder
 de mis lágrimas! Abrid mi corazón para que
 conmueva el suyo. Si me miráis glacialmente, mi pecho
 se oprime temeroso, se seca el torrente de mis
 ojos, y un frío terror encadena mis frases suplicantes
 en lo íntimo de mi ser.

 ISABEL. (Con indiferencia y severidad.)- ¿Qué tenéis
 que decirme, lady Estuardo? Habéis querido
 hablarme. Prescindo, de ser Reina, profundamente
 ofendida, por cumplir los piadosos deberes de la
 hermana, y os favorezco permitiendo que disfrutéis
 de mi presencia. Sigo los impulsos de mi bondad,
 exponiéndome a una justa crítica al rebajarme tanto...
 porque os consta que habéis intentado asesinarme.


 MARÍA.- ¿Cómo empezaré, para que sean discretas
 mis palabras, y os conmuevan y no os ofendan?
 ¡Oh Dios! infunde elocuencia en mis palabras,
 y aparta de ellas el aguijón que pudiera herir. No
 puedo defenderme sin acusaros gravemente, y no lo
 quiero... Me habéis tratado como no era justo, porque
 soy Reina como vos, y me habéis retenido prisionera.
 Vine a buscaros suplicante; y violando en
 mí los santos deberes de la hospitalidad y el sagrado
 derecho de las gentes, me encerrasteis entre las paredes
 de un calabozo. Arrebatáronme cruelmente
 mis amigos y servidores; tratóseme mezquinamente,
 y se me sometió a un tribunal injusto. Pero no hablemos
 más de esto. Que los horrores, sufridos por
 mí, queden envueltos en eterno olvido... ¡Mirad! Lo
 califico de fatalidad, y no os atribuyo culpa, como
 yo tampoco la tengo. Del Averno surgió un espíritu
 maligno, para encender el odio en nuestro corazones,
 separándonos ya en nuestra tierna juventud,
 y creció con nosotros, y hombres perversos atizaron
 esa llama funesta, e insensatos fanáticos armaron de
 espada y puñal manos no llamadas a empuñarlos...
 Tal es la suerte fatal de los reyes; sus discordias llenan
 el mundo de rencores, y toda desunión desencadena
 las furias del infierno... Ahora no se
 interpone nadie entre nosotros. (Acércase a ella confiada,
 y le habla con acento cariñoso.) Estamos ambas
 frente a frente. ¡Decid cuanto os agrade, oh hermana
 mía! Acusadme, y yo os daré satisfacción cumplida.
 ¡Ah! ¿Por qué no me disteis audiencia,
 cuando con tanto empeño os la pedía? No hubiésemos
 ido tan lejos, y ahora no celebraríamos esta
 triste entrevista, en lugar tan siniestro.

 ISABEL.- Mi buena estrella me ha preservado
 hasta ahora de calentar una víbora en mi seno... No
 acusad al destino, sino a vuestro corazón perverso, y
 a la ambición insaciable de vuestra casa. Ningún
 disturbio había ocurrido entre nosotras, y ya vuestro
 tío, ese sacerdote tan orgulloso como dominante,
 que pone su osada mano en todas las coronas, os
 inspiró sentimientos hostiles hacia mí, os persuadió
 que tomaseis mis armas, que os apropiaseis mi título
 de Reina, y luchaseis conmigo a vida o muerte... ¿A
 quién no ha excitado contra mí? La lengua de los
 sacerdotes, la espada de los pueblos, las armas temibles
 del fanatismo religioso. Aquí mismo, en mi pacífico
 reino, fomentó en daño mío, el fuego de la
 sedición... Pero Dios me protege, y ese sacerdote
 arrogante no ha obtenido el triunfo; amenazaban a
 mi cabeza, y la vuestra es la que cae.

 MARÍA.- ¡Yo estoy en manos de Dios! No abusaréis
 sanguinariamente de vuestro poder...

 ISABEL.- ¿Quién ha de impedirlo? Vuestro tío
 ha dado el ejemplo a todos los reyes de la tierra, de
 cómo se hace la paz con los enemigos. ¡ Sírvame de
 lección la Saint Barthelemy! ¿Qué me importan los
 vínculos de la sangre, ni el derecho de gentes? La
 Iglesia rompe todos los lazos del deber, santifica el
 perjurio y el regicidio, y yo hago tan sólo lo que
 vuestros sacerdotes enseñan. Decidme, ¿qué garantía
 me daríais en favor vuestro, si yo rompiera generosamente
 vuestras cadenas? ¿Con qué cerradura
 guardaría, yo vuestra fidelidad, que no pudiera
 abrirla la llave de San Pedro? Sólo la fuerza es la seguridad,
 y no hay alianza posible con la raza de las
 víboras.

 MARÍA.- ¡Oh! ¡Triste y de mal agüero es vuestra
 sospecha! Siempre me habéis mirado como a
 enemiga y extranjera. Si me hubieseis declarado heredera
 vuestra, como, me corresponde de derecho,
 la gratitud y el afecto os hubiesen dado en mí una
 fiel amiga y hermana.

 ISABEL.- Vuestra amistad, lady Estuardo, está
 fuera de este reino; vuestra familia es el papado, y
 vuestro hermano, el fraile... ¡Declararos mi heredera!
 ¡Lazo engañoso! Para que, en vida mía, sedujerais
 a mis súbditos, como otra pérfida Armida, y
 atrajerais a vuestras redes con astucia amorosa a los
 mancebos nobles de mi reino, para que todos se
 volviesen hacia el nuevo astro, mientras yo...

 MARÍA.- ¡Reinad en paz! Yo renuncio a toda
 pretensión a vuestra corona... ¡Ay de mí! Paralizados
 están los vuelos de mi alma, y ya nada grande
 me lisonjea... Habéis logrado vuestro objeto, y yo
 soy sólo la sombra de María. En el largo desmayo
 de la cárcel se ha desvanecido mi noble orgullo...
 Me habéis reducido al último extremo, me habéis
 destruido en la flor de mi edad... ¡Acabad al fin,
 hermana! Decid, al cabo, cuál ha sido el propósito
 de vuestra venida, porque yo no puedo creer que lo
 hayáis hecho tan sólo para burlaros cruelmente de
 vuestra víctima. ¡Decidlo, pues! Decidme: «¡ Sois libre,
 María! He ejercido hasta ahora un poder; sabed
 hasta dónde llega mi generosidad!» Decidlo y de
 buen grado consideraré mi vida y mi libertad como
 un presente recibido de vuestra mano... una palabra
 sola, y lo pasado se borra. Yo la espero. ¡Oh! ¡Que
 no la aguarde largo tiempo! ¡Ay de vos si no la pronunciáis,
 porque si ahora, oh hermana, no os separáis
 de mí como una divinidad gloriosa y benéfica...!
 ¡Ni por toda esta rica región, ni por todos los países
 que abraza el vasto mar, quisiera yo, presentarme a
 vuestra vista como os presentáis a la mía.

 ISABEL.- ¿Conque al fin os confesáis vencida?
 ¿Es efecto de vuestras tramas? ¿No hay ya en campaña
 asesino alguno? ¿No hay ya ningún aventurero,
 que ose arriesgar a favor vuestro alguna triste
 hazaña de caballería?... ¡ Sí; ya se acabó, lady María!
 ¡Ya no seduciréis a nadie! Otros cuidados preocupan
 al mundo. A nadie agrada ya ser vuestro...
 cuarto marido, porque dais la muerte a vuestros
 amantes, como a vuestros esposos.

 MARÍA. (Indignada.)- ¡Hermana, hermana! ¡Dios
 mío, Dios mío! ¡Dame sólo moderación!

 ISABEL. (Después de mirarla largo rato con orgulloso
 desprecio.)- ¿Esos, oh lord Leicester, son los encantos,
 que ningún hombre puede contemplar impunemente,
 superiores a los de todas las demás
 mujeres? ¡Parece imposible! A poca costa ha adquirido
 esa fama, porque sólo cuesta, para ser una beldad
 para todos, el pertenecer también a todos.

 MARÍA.- ¡Esto es demasiado!

 ISABEL. (Sonriendo burlescamente.)-Mostradnos
 ahora vuestro rostro verdadero, porque hasta ahora
 sólo hemos visto una máscara!

 MARÍA. (Colérica, pero con noble dignidad.)- He
 cometido mis faltas, humanas y propias de la edad
 juvenil. El poder me sedujo, pero nada he ocultado
 bajo el velo del misterio, ni avergonzándome de
 manchar la grandeza soberana con falsos oropeles.
 El mundo conoce mis actos más vituperables, y
 puedo afirmar que soy mejor de lo que predica la
 fama. ¡Ay de vos el día en que se levante el manto
 de falso honor que vuestro disimulo arroja sobre el
 desenfrenado ardor de vuestros placeres prohibidos!
 No habéis heredado la honestidad de vuestra ma-
 dre, porque harto sabemos cuáles son las virtudes
 que llevaron al cadalso, a Ana Bolena.

 SHREWSBURY. (Interponiéndose entre ambas Reinas.)-
 ¿A tal extremo habíamos de llegar, Dios del
 cielo? ¿Es eso moderación, es eso docilidad, lady
 María?

 MARÍA.- ¿Moderación? He sufrido cuanto puede
 sufrir un ser humano. ¡Adiós, pues, resignación
 de cordero! ¡Refúgiate en otro mundo, dolorosa paciencia!
 ¡Rompe al fin las ataduras, sal de tu caverna,
 cólera largo tiempo reprimida! ¡Y tú, que al irritado
 basilisco dotaste de mirada mortal, pon en mi lengua
 el dardo emponzoñado!

 SHREWSBURY.- ¡Oh! ¡Está fuera de sí! ¡perdonad
 a esa insensata, perdonad su ira extremada!
 (Isabel, muda de rabia, mira a María con ojos inflamados.)

 LEICESTER. (Muy inquieto, esforzándose en llevar
 de allí a Isabel.)- ¡No escuchéis a esa furiosa! ¡Huyamos,
 huyamos de este lugar infausto!

 MARÍA.- El trono de Inglaterra se ve manchado
 por una bastarda, y engañado el noble pueblo británico
 por una astuta hipócrita... Si rigiera la justicia,
 yaceríais ante mí en el polvo, porque yo sola soy
 vuestra Reina. (Isabel se va a paso rápido, y los lores la
 siguen en tropel.)

 
 ESCENA V

 MARÍA Y ANA.

 ANA.- ¡Oh! ¿Qué habéis hecho? ¡Vase colérica!
 ¡Todo se acabó! ¡ Se desvaneció la última esperanza!

 MARIA. (Fuera de sí)- ¿Que se va colérica ¡Lleva
 la muerte en el corazón! (Abrazando a Ana.) ¡Oh,
 Ana, cuán grande es mi contento! ¡Al cabo, al cabo,
 tras años enteros de humillación, de dolores, llegó al
 fin el momento de la venganza, el momento del
 triunfo! El peso de una montaña no oprime ya mi
 alma. He hundido el puñal en el pecho de mi enemiga.


 ANA.-¡Desventurada! El delirio os arrastra.
 Habéis ofendido a una mujer implacable. Ella dis-
 pone del rayo, es Reina y la habéis insultado ante su
 amante.

 MARÍA.- La he escarnecido en presencia de
 Leicester. Él lo ha visto, ha asistido a mi triunfo;
 cuando la precipité desde su altura, estaba él allí, y
 su proximidad aumentaba mi energía.

 

 ESCENA VI

 Los mismos y MORTIMER.

 ANA.- ¡Oh, señor! ¡Qué resultado...

 MORTIMER.- ¡Todo lo he oído! (Hace señal a
 Ana de que se ponga de centinela y se acerca más. Toda su
 traza indica una pasión violenta e invencible.) ¡Habéis
 vencido! La habéis sumido en el polvo. ¡Erais la
 Reina, y ella la culpable! Vuestro valor me ha entusiasmado,
 y os adoro como a una deidad grande y
 gloriosa, puesto que tal sois para mí en este instante.

 MARIA.- ¿Hablasteis con Leicester y le entregasteis
 mi carta y mi retrato?... ¡Responded, caballero!


 MORTIMER. (Devorándola con los ojos.)- ¡Qué esplendor
 os prestaba vuestra cólera, tan regia como
 noble! ¡Cuánto aumentaba vuestros encantos! ¡ Sois
 la mujer más bella del mundo entero!

 MARÍA.- ¡Ruégoos, caballero, que satisfagáis mi
 impaciencia! ¿Qué replicó milord? ¡Oh! decid, ¿qué
 puedo yo esperar?

 MORTIMER.- ¿Quién? ¿Él? ¡Un cobarde, un
 miserable! ¡Nada esperéis de él!; despreciadlo, olvidadlo!

 MARÍA.- ¿Qué os dijo?

 MORTIMER.- ¿Salvaros él y poseeros? ¿Él a
 vos? ¿Osarlo tan sólo? ¿Osarlo él? ¡Tendría que
 combatir conmigo a muerte!

 MARÍA.- ¿No le habéis entregado mi carta?...
 ¿Oh! entonces todo terminó.

 MORTIMER.- Ese cobarde ama la vida. Quien
 quiera salvaros y llamaros suya, ha de abrazarse a la
 muerte con valor.

 MARÍA.- ¿Nada quiere hacer por mí?

 MORTIMER.- No hablemos más de él. ¿Qué
 puede hacer, y para qué lo necesitamos? ¡Yo me
 propongo libertaros, yo solo!

 MARIA.- ¡Ay de mí! ¿Qué podéis hacer?

 MORTIMER.- No os engañéis, como si vuestra
 situación actual fuese la misma que ayer. Atendiendo
 a la manera con que se separó la Reina de vos y
 terminó vuestra entrevista, todo se ha perdido, toda
 esperanza de clemencia acabó ya. Ahora es menester
 obrar; la audacia ha de decidir; hay que jugar el
 todo por el todo, y habéis de ser libre, antes de aparecer
 el día de mañana.

 MARÍA.- ¿Qué decís? ¿Esta noche? ¿Es esto
 posible!

 MORTIMER.- Oíd lo que he resuelto. He reunido
 a mis compañeros en una capilla secreta. Un
 sacerdote nos ha confesado, y nos ha absuelto de
 todos los pecados cometidos, y de los que podamos
 cometer. Hemos recibido los últimos sacramentos, y
 estamos preparados para el viaje final.

 MARÍA.- ¡Oh! ¡Qué horribles preparativos!

 MORTIMER.- Esta misma noche asaltamos el
 castillo. Las llaves están en mi poder. Matamos los
 centinelas, os arrancamos a la fuerza de vuestra prisión,
 y todos han de morir a nuestras manos, para
 que no quede nadie que pueda revelar el rapto.

 MARÍA.- ¿Y Drury y Paulet, mis carceleros?
 Ellos verterían más bien la última gota de su sangre...

 MORTIMER.- Caerán los primeros, heridos por
 mi puñal.

 MARÍA.- ¡Cómo! ¡Vuestro tío, vuestro segundo
 padre?...

 MORTIMER.- ¡Morirá a mis manos! Yo le mataré.


 MARÍA.- ¡ Sangriento crimen!

 MORTIMER.- ¡Me han absuelto de todos ellos!
 Me atrevo a cometer las mayores extremidades, y
 quiero hacerlo.

 MARÍA.- ¡Eso es horrible, es horrible!

 MORTIMER.- ¡Y asesinaré a la Reina, porque
 lo he jurado sobre la hostia consagrada!

 MARÍA.- ¡No, Mortimer! Antes que se derrame
 tanta sangre por mi causa...

 MORTIMER.- ¿Qué significa para mí la vida de
 todos los hombres, comparada con vos y con mi
 amor? Rómpanse los lazos que sujetan al orbe, y
 que un nuevo diluvio ahogue a cuanto respira...
 ¡Nada respeto ya! ¡Que llegue el fin del mundo antes
 que yo renuncie a vos!

 MARÍA. (Retrocediendo.)-¡Dios mío! ¡Qué lenguaje,
 Señor!... ¡ qué miradas!... ¡me asustan, me espantan!


 MORTIMER. (Con ojos extraviados, y expresando
 un secreto delirio.)- La vida es un segundo de tiempo, y
 la muerte otro. ¡Que me lleven arrastrando a
 Tyburn! ¡ que arranquen uno a uno mis miembros
 con tenazas ardiendo... (Acercándose a ella de repente
 con los brazos abiertos.) con tal que yo te abrace, oh tú,
 amada por mí entrañablemente!...

 MARÍA. (Retrocediendo.)- ¡Atrás, insensato!

 MORTIMER.- Ese pecho, esos labios que respiran
 amor...

 MARÍA.- ¡Por Dios, caballero! ¡Dejadme entrar!

 MORTIMER.- Delira sin duda quien no retiene
 la dicha en un abrazo infinito, cuando Dios la pone
 a su alcance. Quiero salvaros, aunque me cueste diez
 vidas, y te salvaré, porque quiero, tan cierto como
 Dios existe, y lo juro, juro que quiero poseerte!

 MARÍA.- ¡Oh! ¡Ningún Dios, ningún ángel me
 protegerá. ¡Horrible destino el mío! Me llevas iracundo
 de un terror a otro. ¿He nacido tan sólo para
 excitar el delirio? El odio y el amor ¿se han de conjurar
 para espantarme?

 MORTIMER.- Sí; yo te amo con tanto ardor
 como ellos te odian. Quieren decapitarte, cortar con
 el hacha del verdugo ese cuello de blancura deslumbradora.
 Consagra, pues, al Dios, que alegra la vida,
 lo que ha de sacrificarse al odio sanguinario. Con
 estos encantos, que ya no son tuyos, bendice a tu
 dichoso amante. ¡Que los bellos rizos y el sedoso
 cabello, porción ya del sombrío poder de la muerte,
 sirvan para encadenar perpetuamente a tu esclavo!

 MARÍA.- ¡Oh! ¡Qué palabras me veo obligada a
 oír! Mi desdicha, mis sufrimientos, ya que no mi
 dignidad de Reina, debieran infundiros respeto.

 MORTIMER.- La corona ha caído ya de tu cabeza,
 y nada te resta de tu majestad terrestre. Pero
 prueba a mandar; da tus órdenes, y verás si se presenta
 un salvador, un amigo. Sólo te queda tu rostro
 encantador y el poder divino de tu incomparable
 belleza, que me hace tentarlo y aventurarlo todo, y
 hasta someterme al hacha del verdugo.

 MARÍA.- ¡Oh! ¿Quién me librará de su furor?

 MORTIMER.- Un servicio peligroso exige proporcionada
 recompensa. ¿Por qué vierte el valiente
 su sangre? La vida es el bien supremo, e insensato el
 que la prodiga vanamente. ¡Quiero antes descansar
 en tu ardoroso seno! (La estrecha con fuerza contra su
 pecho.)

 MARÍA.- ¡Oh! ¿Es menester que yo pida auxilio
 contra el hombre que ha de ser mi libertador?...

 MORTIMER.- ¡No eres insensible! El mundo
 no acusa tu frialdad, y la ferviente súplica del amor
 puede conmoverte. Tú hiciste feliz al cantor Rizio, y
 Bothwell supo seducirte.

 MARÍA. - ¡Temerario!

 MORTIMER.- ¡ Sólo era tu tirano! Temblabas
 ante él cuando le amabas; pero si sólo el miedo
 puede conquistarlo, ¡por el Dios del cielo!...

 MARÍA.- ¡Dejadme! ¿Estáis loco?
 MORTIMER.- ¡También temblarás ante mí!
 ANA. (Entrando precipitadamente.)- ¡Alguien viene!

 ¡Que llegan! Gentes armadas llenan todo el jardín.
 MORTIMER. (Reponiéndose, y empuñando su espada.)
 – Yo os defenderé.

 MARÍA.- ¡Oh Ana! ¡ líbrame de sus manos! ¿En
 dónde encontraré yo, ¡ ay de mí, desventurada! un
 lugar de refugio? ¿Qué santo invocaré? Aquí la violencia,
 allí la muerte. (Huye hacia la casa, seguida de
 Ana.)

 ESCENA VII

 MORTIMER; PAULET y DRURY, que entran precipitadamente,
 fuera de sí. Su séquito acude también a la escena


 PAULET.- ¡Cerrad las puertas! ¡Levantad los

 puentes!
 MORTIMER.- Tío, ¿qué hay?
 PAULET.- ¿En dónde está la asesina? ¡Abajo

 con ella, al calabozo más oscuro!
 MORTIMER.- Pero ¿qué hay? ¿qué sucede?
 PAULET.- ¡La Reina! ¡Malditas manos! ¡Osadía

 diabólica!
 MORTIMER.- ¡La Reina! ¿Qué Reina?
 PAULET.- ¡La de Inglaterra! ¡La han asesinado

 en las calles de Londres. (Entra corriendo en la casa.)

 


 ESCENA VIII

 MORTIMER, y poco después OKELLY.

 MORTIMER.- ¿He perdido acaso el juicio?
 Ahora mismo, ¿no acaba de pasar alguno, exclamando:
 «Han asesinado a la Reina?» No, no; estoy
 soñando. Mi fiebre me ofrece a los sentidos, como
 verdaderas y reales, las imágenes sombrías que ocupan
 mi mente. ¿Quién viene? Es Okelly. Tan asustado...

 OKELLY. (Entrando precipitadamente.)-¡Huid,
 Mortimer! ¡Huid! ¡Todo se ha perdido!

 MORTIMER.- ¿Qué se ha perdido?

 OKELLY.- ¡No preguntéis más! Pensad sólo en
 huir pronto.  

 MORTIMER.- ¿Qué hay, pues?

 OKELLY.- ¡ Salvaje, el insensato, dio el golpe!

 MORTIMER.- ¿Es cierto?

 OKELLY.- ¡Verdad, verdad! ¡Oh! ¡Salvaos!

 MORTIMER.- ¡Ha muerto, y María subirá al
 trono de Inglaterra!

 OKELLY.- ¡Asesinada! ¿Quién lo ha dicho?

 MORTIMER.- Vos mismo.

 OKELLY.- ¡Vive! Vos y yo estamos consagra
 dos a la muerte.
 MORTIMER.- ¿Vive?
 OKELLY.- Se erró el golpe; lo recibió su man
 to, y Shrewsbury desarmó al asesino.

 MORTIMER.- ¿Vive?

 OKELLY.- Vive para perdernos a todos. ¡Ve
 nid, porque están ya cercando el parque!

 MORTIMER. - ¿Quién ejecutó esa acción insensata?

 OKELLY.- El barnabita de Tolón, a quien visteis
 sentado pensativo, cuando el fraile pronunció el
 anatema lanzado contra la Reina por el Papa. Quiso
 emplear el medio más eficaz y breve para libertar
 con un golpe atrevido a la Iglesia de Dios, y ganar la
 corona del martirio. Sólo al confesor confió su se-
 creto, y lo puso en práctica en el camino de Londres.


 MORTIMER. (Después de largo silencio.)-¡ Destino
 cruel y furioso te persigue, oh desdichada! Ahora...
 sí; ahora has de morir, porque tu ángel de la
 guarda prepara ya tu ruina.

 OKELLY.- Decid, ¿a dónde huís? Yo corro a
 ocultarme en los bosques del Norte.

 MORTIMER.- ¡Huid, pues, y que Dios os guíe!
 Yo me quedo. Intentaré todavía salvarla; y si no lo
 logro, moriré sobre su féretro. (Vanse en distintas direcciones.)


 ACTO IV 

 Una antesala

 EL CONDE D’AUBESPINE, KENT y
 LEICESTER.


 AUBESPINE.- ¿Cómo está S.M.? Todavía, mi-
 lores, me encuentro embargado por el horror.
 ¿Cómo ha sucedido esto? ¿Cómo, en medio del
 pueblo, más fiel...?

 LEICESTER.- El asesino no es inglés. Es un

 francés, un súbdito de vuestro Monarca.
 AUBESPINE.- ¡ Sin duda un insensato!
 KENT.- ¡Un Papista, Conde d’Aubespine!


 ESCENA II

 Los mismos y BURLEIGH, en conversación con
 DAVISON

 BURLEIGH.- Que se extienda al instante la orden
 de ejecución, y que se le ponga el sello. Cuando
 se haga, se llevará a la firma de la Reina. ¡Andad!
 No hay tiempo que perder.

 DAVISON.- Se hará. (Vase.)

 AUBESPINE. (Saliendo al encuentro de Burleigh.)-
 Milord, mi leal corazón comparte la justa alegría de
 esta isla. ¡Loado sea Dios, que ha apartado el puñal
 asesino de la cabeza de S.M.!

 BURLEIGH.- Alabado sea, por haber confundido
 la maldad de nuestros enemigos.

 AUBESPINE.- Castigue Dios al autor de tan
 criminal atentado.

 BURLEIGH- Al autor, y a su indigno instigador.


 AUBESPINE. (A Kent.)- ¿Agrada a V.E., lord
 mariscal, acompañarme a ver a S.M., para deponer
 humildemente a sus pies el testimonio de felicitación
 de mi señor y Rey?

 BURLEIGH- No os empeñéis, Conde
 d’Aubespine...

 AUBESPINE. (Con oficiosidad.)- Sé lord Burleigh,
 cuál es mi deber.

 BURLEIGH.- Vuestro deber es abandonar esta
 isla cuanto antes.

 AUBESPINE. (Retrocediendo admirado.)- ¿Cómo?
 ¿Qué decía?

 BURLEIGH.- Vuestra misión sagrada os protege
 hoy; mañana no.

 AUBESPINE.- ¿Y cuál es mi delito?

 BURLEIGH.- Si lo declaro, no puede perdonarse.


 AUBESPINE- Espero, milord, que el derecho
 de gentes...

 BURLEIGH.- Ampara... no la alta traición.

 LEICESTER Y KENT.- ¡Ah! ¿Qué es esto?

   AUBESPINE.- Milord, pensad que...

 BURLEIGH.- Un pasaporte, escrito por vuestra
 mano, se ha encontrado en el bolsillo del criminal.

 KENT.- ¿Es posible?

 AUBESPINE.- Firmo muchos pasaportes, pero
 no puedo leer en el corazón del hombre,

 BURLEIGH.- El asesino confesó en vuestra casa.


 AUBESPINE.- Mi casa está abierta...

 BURLEIGH.- Para todos los enemigos de Inglaterra.


 AUBESPINE.- ¡Pido que se haga una información!


 BURLEIGH.- ¡Temedlo!

 AUBESPINE.- En mí es ultrajado mi Soberano,
 y romperá la alianza celebrada.

 BURLEIGH.- La Reina la ha roto ya, e Inglaterra
 no se unirá con Francia. Milord Kent, os encargáis
 de custodiar al Conde hasta la mar. El pueblo,
 en rebelión, ha asaltado su domicilio, en donde se
 encontró un arsenal completo de armas; amenaza
 hacerlo pedazos si se presenta. Ocultadlo, pues,
 hasta que se calme su ira. Respondéis de su vida.

 AUBESPINE.- Me voy, y abandono este país
 en donde se escarnece el derecho de gentes, y se
 burlan de los tratados... mi Rey tomará sangrienta
 venganza...

 BURLEIGH.- ¡Que venga a buscarla! (Vanse
 Kent y Aubespine.)
 


 ESCENA III

 LEICESTER Y BURLEIGH.

 LEICESTER.- Así desatáis otra vez los lazos,
 que anudasteis con tanto empeño por vuestra voluntad
 exclusiva. Poco, milord, os agradecerá Inglaterra
 el trabajo inútil que empleasteis.

 BURLEIGH.- Mi objeto era loable. Dios ha
 dispuesto otra cosa. Dichoso aquel que no ha cometido
 yerro más grave.

 LEICESTER.- Se conoce el aire misterioso de
 Cecil, cuando persigue un crimen contra el Estado...
 Ahora,, milord, es el momento propicio para vos.
 Se ha cometido un crimen monstruoso y el velo del
 secreto envuelve todavía a sus autores. Se iniciará un
 proceso para averiguarlo. Se examinarán palabras y
 gestos, y hasta los pensamientos se pasarán por la
 justicia. Sois en tales casos el hombre importante, el
 atlas del Estado, y toda Inglaterra descansa en
 vuestros hombros.

 BURLEIGH.- Conozco, milord, que sois mi
 maestro. La victoria lograda por vuestra elocuencia
 es superior a todas las mías.

 LEICESTER.- ¿Qué queréis decir?

 BURLEIGH.- ¿No habéis sido, pues, quién
 ignorándolo yo, os habéis dado traza de atraer a la
 Reina a Fotheringhay?

 LEICESTER.- ¿Ignorándolo vos? ¿Cuándo os
 he ocultado nada por miedo?

 BURLEIGH.- ¿No habéis llevado a la Reina a
 Fotheringhay? Pero no. Vos no la llevasteis... Fue la
 Reina tan complaciente que os llevó.

 LEICESTER.- ¿Qué os proponéis al decir eso,
 milord?

 BURLEIGH.- ¡Brillante papel habéis hecho representar
 a la Reina! ¡Glorioso triunfo te habéis
 preparado! ¡Y por fiarse de vos!... ¡Bondadosa Princesa!
 ¡Cuán descaradamente se han mofado de ti!
 ¡Cómo te han sacrificado sin misericordia!... ¿Es
 esta la magnanimidad y la dulzura, que invocasteis
 de repente en el Consejo? ¡He aquí por qué la Es-
 tuardo era una enemiga tan débil y despreciable, que
 no merecía la pena de mancharse con su sangre!
 ¡Plan hábil! ¡Donosa traza.! ¡Lástima sólo que tan
 afilada punta se embotase!

 LEICESTER.- ¡Necio! ¡ Seguidme inmediatamente!
 Me daréis satisfacción de vuestras palabras
 ante el trono de la Reina.

 BURLEIGH.- Allí me encontraréis... y cuidad,
 milord, que no os falte allí vuestra elocuencia. (Va-
 se.)

 ESCENA IV

 LEICESTER solo, y luego MORTIMER.

 LEICESTER.- Me han conocido; adivinaron
 Mis propósitos... ¿Cómo ese desdichado ha seguido
 mis pasos? ¡Ay de mí, si tiene algunas pruebas! Si
 llega a saber la Reina que María y yo nos entendemos...
 ¡Dios mío! ¡Cuán culpable no he de parecer-
 le! ¡Cuán falaz, cuán solapado no se juzgará mi
 consejo de llevarla a Fotheringhay! ¡Creerá que me
 he burlado horriblemente de ella, y que le he hecho
 traición por su odiada enemiga! ¡Oh!, ¡Nunca, nunca
 lo perdonará! ¡Todo le parecerá premeditado,
 hasta el amargo giro de esta entrevista, y el triunfo, y
 la risa burlona de su rival! ¡ Sí; hasta la mano misma
 del asesino, sangrienta y terrible, que un destino
 inesperado y cruel ha mezclado en todo esto, se estimará
 como obra mía! No veo medio alguno de
 salvación. ¡Ah! ¿Quién viene?

 MORTIMER. (Que llega muy conmovido, y mira
 asustado alrededor.)-¡Conde Leicester! ¿Sois vos?
 ¿Estamos sin testigos?

 LEICESTER.- ¡Fuera de aquí, desventurado!
 ¿Qué buscáis?

 MORTIMER.- Siguen nuestro rastro y el vuestro
 también. ¡Vivid alerta!

 LEICESTER.- ¡Fuera, fuera!

 MORTIMER.- Se sabe que en la casa del Conde
 d’Aubespine se ha celebrado un conciliábulo...

 LEICESTER.- ¿Y qué me importa?

 MORTIMER.- Y han preso al asesino...

 LEICESTER.- Es cuenta vuestra. ¡Qué temeridad!
 ¿Por qué razón habéis de mezclarme en vuestros
 crímenes sangrientos? Defended vosotros solos
 vuestras acciones censurables.

 MORTIMER.- Pero escuchadme siquiera.

 LEICESTER. (Con profunda ira.)- ¡ Idos al infierno!
 ¿Por qué habéis de seguir todos mis pasos como
 un espíritu infernal? ¡Lejos de aquí! Yo no os
 conozco, ni tengo que ver nada con asesinos.

 MORTIMER.- No queréis escucharme. Vengo a
 advertiros que también os han descubierto.

 LEICESTER.- ¡Ah!

 MORTIMER.- El Gran Tesorero estuvo en
 Fotheringhay sin perder un instante, después de ese
 suceso malhadado; registraron escrupulosamente la
 habitación de la Reina, y, encontraron en ella...

 LEICESTER.- ¿Cómo?

 MORTIMER.- El principio de una carta, dirigida
 a vos.

 LEICESTER.- ¡Desventurada!

 MORTIMER.- En la cual os exhorta a que
 cumpláis vuestra palabra; os promete de nuevo su
 mano; os recuerda el envío de su retrato...

 LEICESTER.- ¡Muerte y condenación!

 MORTIMER.- Lord Burleigh la tiene en su poder.


 LEICESTER.- ¡ Soy hombre perdido! (Paséase
 precipitadamente, lleno de angustia, mientras le habla Mortimer.)


 MORTIMER.- ¡Aprovechad la ocasión! ¡Prevenidla!
 ¡Salvaos y jurad que no sois culpable, inventad
 excusas, ahuyentad la más deplorable desgracia!
 Nada puedo hacer yo. Mis compañeros se han dispersado,
 y nuestra conjuración se ha disuelto. Yo
 me dirijo apresuradamente a Escocia para reunir allí
 nuevos amigos. Os toca ahora ensayar lo que puede
 vuestra influencia y vuestra osadía.

 LEICESTER. (Que se detiene como si le ocurriera una
 idea repentina.)-¡Así lo haré! (Vase hacia la puerta, la
 abre y grita.) ¡Hola, guardias! (Al oficial, que entra con
 hombres, armados.) ¡Prended a este enemigo del Estado,
 y custodiadlo bien! ¡ Sé ha descubierto la conspiración
 más infame! ¡Yo mismo voy a anunciarlo a la
 Reina! (Vase.)

 MORTIMER. (Que se queda al pronto, estupefacto,
 reanimándose después, y mirando a Leicester con el mayor
 desprecio) ¡Ah infame!... ¡Y, sin embargo, lo merezco!
 ¿Quién me obligó a fiarme de un miserable? Huéllame
 ahora, porque mi ruina es su puente de salvación...
 ¡ Sálvate, pues! ¡Mis labios no te descubrirán,
 porque no quiero arrastrarte en mi caída. Ni para
 morir necesito tu ayuda. La vida es el único bien del
 malvado. (Al oficial de guardia, que se acerca para prenderlo.)
 ¡Qué te propones, vil esclavo, vendido a la
 tiranía? ¡Me burlo de ti, y soy libre! (Sacando un puñal.)

 EL OFICIAL.- Está armado... ¡quitadle su puñal!
 (Lo rodean, y él se defiende.)


 MORTIMER.- ¡Y libre en mi último instante,
 abriré mi corazón y daré suelta a mi lengua! ¡Muerte
 y maldición sobre vosotros, traidores a vuestro Dios
 y a vuestra verdadera Reina! Desleales os separáis de
 la María de la tierra y de la del cielo, y os vendéis a
 una Reina bastarda...

 EL OFICIAL.- ¿Oís sus blasfemias? ¡Ea! ¡Prendedlo
 ya!

 MORTIMER.-¡Oh amada mía! No he podido
 librarte pero te probaré mi valor varonil. ¡Divina
 María, ruega por mí, y llámame a tu lado en el cielo!
 (Se hiere con su puñal y cae en los brazos de los guardias.)
 


 ESCENA V

 Aposento de la Reina.

 ISABEL, con una carta en la mano, y BURLEIGH.

 ISABEL.- ¡Llevarme allí! ¡Burlarse así de mí!
 ¡Proporcionar a mi costa ese triunfo a mi rival! ¡Oh!
 ¡ Jamás, oh Burleigh, se ha engañado tan infamemente
 a mujer alguna!

 BURLEIGH.- Aun no he llegado a comprender
 cómo lo ha conseguido, qué artificios, qué poder
 mágico ha empleado para sorprender tan completamente
 la discreción de mi Reina.

 ISABEL.- ¡Oh! ¡Yo muero de vergüenza!
 ¡Cuánta mofa habrá hecho de mi debilidad! ¡Creí
 humillarla, y fui yo misma el blanco de su escarnio!

 BURLEIGH.- Ahora estimaréis el valor de mis
 consejos.

 ISABEL.- ¡Oh! Cruel ha sido mi castigo por no
 haberlos seguido. Y ¿por qué no darle crédito?
 ¿Cómo ver en tan tiernos juramentos de amor un
 lazo pérfido? ¿De quién fiarme, si él me vende?
 ¡Cuando yo lo he elevado sobre todos los grandes,
 el preferido por mí, y permitiéndole que en mi corte
 fuera el primero, casi un rey!

 BURLEIGH.- ¡Y, al mismo tiempo, os hacía
 traición por esa falsa Reina de Escocia!

 ISABEL.- ¡Oh! ¡Me lo pagará con su sangre!...
 Decidme, ¿la sentencia se ha extendido ya?

 BURLEIGH.- Está preparada como ordenasteis.


 ISABEL.- ¡Ha de morir! ¡Él la verá sucumbir, y
 la seguirá después! Lo he arrancado de mi corazón.
 Desvaneciese mi amor, y queda sólo la venganza.
 ¡Que desde su altura sea más profunda y vergonzosa
 su caída! ¡Que sea el símbolo de mi rigor, como
 lo ha sido de mi debilidad! ¡Que lo lleven a la Torre;
 elegiré los pares que han de juzgarlo! ¡Que se le
 apliquen las leyes más severas!

 BURLEIGH.- Se dará traza de veros y justificarse.  


 ISABEL.- ¿Cómo se ha de justificar? ¿No lo
 condena esta carta? ¡Oh! Su delito es tan claro como
 la luz.

 BURLEIGH.- Pero sois buena y compasiva. Su
 aspecto, el influjo de su presencia...

 ISABEL.- No quiero verlo. No; ¡nunca más!
 ¿Habéis dado la orden de que se vuelva si viene?

 BURLEIGH.- Así se ha ordenado.

 UN PAJE. (Que entra.)- ¡Milord Leicester!

 ISABEL.- ¡ Indigno! No quiero verlo. Decidle
 que no quiero verlo.

 EL PAJE.- No me atrevo a decírselo, y además
 no me creería.

 ISABEL.- ¿A tal punto le he engrandecido, que
 mi mismo servidor lo teme más que a mí?

 BURLEIGH. (Al Paje.)- La Reina prohíbe que la
 vea. (El Paje se va vacilando.)

 ISABEL. (Después de un momento de silencio.)- Pero
 si fuese eso posible... Si pudiera justificarse... Decidme,
 ¿no podría ser todo ello un lazo, tendido por
 María, para separarme de mi más fiel servidor? ¡Oh!
 Ella es una redomada maestra en intrigas. ¿Si habrá
 escrito sólo la carta para infundir en mi corazón
 ponzoñosa sospecha, y, porque lo aborrece, precipitarlo
 en la desdicha...?

 BURLEIGH.- Pero reflexionad, señora...

 
 ESCENA VI

 Los mismos, y LEICESTER

 LEICESTER. (Que abre con ímpetu la puerta, y entra
 con imperio.)- Quiero yo saber quién es el desvergonzado
 que me cierra el aposento de mi Reina.

 ISABEL.- ¡Hola! ¡Atrevido!

 LEICESTER.- ¡Rechazarme a mí! Si está visible
 para un Burleigh, también lo está para mí.

 BURLEIGH.- Sois bien osado para entrar aquí
 sin permiso.

 LEICESTER.- Y vos muy temerario, milord,
 para hablar ahora aquí. ¡El permiso! ¡No faltaba
 más! Nadie hay en esta corte con facultades bastantes
 para conceder o negar la entrada a lord Leicester.
 (Acercándose humildemente a Isabel.) Que oiga yo
 de los mismos labios de mi Reina...

 ISABEL. (Sin mirarlo.)- ¡Retiraos de mi vista, miserable!


 LEICESTER.- Al oír estas palabras ásperas, no
 las atribuyo a mi bondadosa Isabel, sino al lord mi
 enemigo... Yo apelo de ellas a mi Isabel... ya que lo
 escucháis, igualadme a él.

 ISABEL.- ¡Hablad, infame! ¡Agravad vuestro
 delito! ¡Negadlo!

 LEICESTER.- Que se vaya primero este importuno...
 Alejaos, milord... Para lo que he de hablar
 a la Reina, no necesito testigos. ¡Andad!

 ISABEL. (A Burleigh.)-¡Quedaos! ¡Yo lo mando!


 LEICESTER.- ¿Qué necesidad hay de un tercero
 en discordia entre vos y yo? Me dirijo a mi adorada
 Reina... Ejerzo los derechos que me
 corresponden... ¡Y son derechos sagrados! E insisto
 en ellos, para que milord se vaya.

 ISABEL.- ¡Os conviene, a fe mía, usar ese lenguaje
 orgulloso!

 LEICESTER.- Sí, por Dios, porque soy el
 hombre afortunado a quien habéis concedido el privilegio
 insigne de vuestro favor, distinción que me
 enaltece sobre él y sobre todos. Vuestro corazón me
 ha dado ese alto rango, y lo que el amor me ha
 prestado, sabré ¡por el cielo! conservarlo a costa de
 mi vida... Bástanme sólo algunos instantes para que
 me entendáis.

 ISABEL.- Esperáis en vano engañarme con
 vuestras palabras astutas.

 LEICESTER.- Os engañaría quizás ese retórico;
 pero yo hablaré a vuestro corazón, y cuanto me
 aventuré a hacer, confiado en vuestro favor, es solo
 suficiente para justificarme... El tribunal único, que
 ha de juzgarme, es vuestra inclinación.

 ISABEL.- ¡Desvergonzado! Justamente eso es
 lo que os condena primero... ¡Mostradle la carta,
 milord!

 BURLEIGH.- ¡Hela aquí!

 LEICESTER. (Que la lee sin inmutarse.)- Es de
 puño y letra de la Estuardo.

 ISABEL.- ¡Leedla y llenaos de confusión!

 LEICESTER. (Tranquilo, después de leerla.)- Las
 apariencias me condenan; pero ¿puedo acaso confiar
 en que no se me juzgue por ellas?

 ISABEL.- ¿Podéis negar que habéis tenido relaciones
 secretas con la Estuardo, que habéis recibido
 su retrato, y que le habéis dado esperanzas de libertarla?


 LEICESTER.- Me sería fácil, si me creyera culpable,
 rechazar el testimonio de mi enemiga. Pero
 mi conciencia no me acusa, y confieso que ha escrito
 la verdad.

 ISABEL.- ¿Y entonces, desdichado...?

 BURLEIGH.- ¡Él mismo se condena!

 ISABEL.- ¡Lejos de mí! ¡A la Torre... traidor!

 LEICESTER.- No lo soy. He faltado, ocultándoos
 esto, pero mi propósito, era loable, puesto que
 sólo tendía a averiguar cuáles eran las intenciones de
 vuestra enemiga; y a perderla de este modo.

 ISABEL.- ¡Triste derrota!

 BURLEIGH.- ¡Cómo, milord! ¿Creéis...

 LEICESTER.- Mi juego ha sido, arriesgado,
 constándome que solo el Conde de Leicester podría
 acometerlo en esta corte. Todo el mundo sabe que
 odio a la Estuardo. El rango que tengo, la confianza
 que la Reina me dispensa, han de desvanecer cualquiera
 duda sobre la rectitud de mi conducta. Bien
 podía el hombre distinguido entre todos por vuestro
 favor, distinguirse también por su osadía, y cumplir
 su deber.

 BURLEIGH.- Pero ¿a qué callar, si vuestro designio
 era bueno?

 LEICESTER.- Tenéis por costumbre, oh mi-
 lord, hablar antes de obrar, y sois la campana que
 anuncia nuestras propias acciones. Tal es vuestro
 hábito. El mío, al contrarío, es obrar primero y hablar
 después.

 BURLEIGH.- Y habláis ahora, porque la necesidad
 os obliga.

 LEICESTER. (Mirándolo con desprecio y orgullo, de
 pies a cabeza.) -Y os alabáis de haber llevado a término
 una empresa maravillosa, de haber salvado a
 vuestra Reina, de haber desenmascarado la traición...
 Creéis saberlo todo, que nada escapa a vuestra
 vista perspicaz... ¡pobre fanfarrón! A pesar de
 vuestra vigilancia, hoy mismo estaría libre María
 Estuardo, si yo no lo impidiera.

 BURLEIGH.- ¿Hubieseis acaso...?

 LEICESTER.- ¡Yo, milord! La Reina se había
 fiado de Mortimer; le reveló su secreto, y tan lejos
 fue, que le confió una sangrienta comisión contra
 María, por haberla rechazado su tío con horror...
 Decid ¿no es verdad? (La Reina y Burleigh se miran
 asombrados)

 BURLEIGH.- Y ¿cómo llegasteis a saber...

 LEICESTER.- Pero ¿no es así? Ahora bien,
 milord: ¿en dónde estaban vuestros ojos de Argos,
 cuando no veíais, que ese Mortimer os engañaba?
 ¿que era un papista fanático, instrumento de los
 Guisas, criatura de María Estuardo, entusiasta, osado
 y valiente, que había venido para libertarla, asesinar
 a la Reina...?

 ISABEL. (Con la mayor sorpresa.)-¿Ese
 Mortimer?...

 LEICESTER.- Era el intermediario entre María
 y yo, y lo conocí con este motivo, Hoy debía salir
 ella de su prisión a viva fuerza; según me ha dicho él
 mismo. Hice que lo prendieran, y desesperado, al
 considerar que encallaba en su empresa y que sería
 descubierto, se suicidó.

 ISABEL.- ¡Oh! Me han engañado de un modo
 inaudito... Ese Mortimer...

 BURLEIGH.- Y eso ¿ha sucedido ahora? ¿poco
 después de separarnos?

 LEICESTER.- Mucho he lamentado, por lo que
 me interesa, que haya muerto así. Su testimonio, en
 vida me exculparía por completo, y me libraría de
 toda sospecha. Por esta razón quería ponerlo en
 manos de la justicia. Un proceso, muy severo en sus
 trámites, hubiese demostrado mi inocencia ante todo
 el mundo.

 BURLEIGH.- ¿Decís que se suicidó? ¿Se mató
 con sus propias armas, o lo matasteis vos?

 LEICESTER. -¡ Indigna sospecha! Que lo pregunten
 a los guardias, a quienes lo entregué. (Va a la
 puerta, y llama, y entra el Oficial.) Contad a S.M. lo que
 ha pasado con Mortimer.

 EL OFICIAL.- Yo estaba de guardia en la antesala,
 cuando milord abrió las puertas de repente, y
 me mandó prender a un caballero, por delito de alta
 traición. Vímoslo después enfurecerse, sacar un puñal,
 y maldiciendo a la Reina horriblemente, y sin
 que pudiéramos evitarlo, atravesarse el pecho, y caer
 en tierra muerto...

 LEICESTER.- ¡Está bien! Podéis retiraros, caballero.
 Es lo que deseaba saber la Reina. (Vase el
 Oficial.)

 ISABEL.- ¡Oh! ¡qué horroroso abismo!

 LEICESTER.- ¿Quién ha sido, pues, vuestro
 salvador? ¿Milord, Burleigh? ¿Conocía siquiera el
 peligro que os amenazaba? ¿Lo ha apartado de
 vuestra cabeza?... ¡Vuestro fiel Leicester ha sido
 vuestro ángel de la guarda!

 BURLEIGH.- Conde: ese Mortimer ha muerto
 muy oportunamente para vos.

 ISABEL.- No sé qué decir. Os creo, y no os
 creo. Os considero como culpable y como inocente.
 ¡Oh mujer odiosa que me traes tantos sinsabores!

 LEICESTER.- ¡Es preciso que muera! Ahora
 pido yo mismo su muerte. Os aconsejé que suspendieseis
 la ejecución de la sentencia, hasta que se levantase
 en su ayuda un nuevo defensor. Ya llegó el
 momento... e insisto en que su suplicio se ejecute
 sin tardanza.

 BURLEIGH.- ¿Y vos lo aconsejáis? ¿Vos?

 LEICESTER.- Por mucho que me repugne
 apelar a esos extremos, entiendo y juzgo que el bien
 de la Reina exige ese sacrificio cruento. Propongo,
 por tanto, que la orden para la ejecución se expida
 inmediatamente.

 BURLEIGH. (A la Reina.)- Ya que milord se
 expresa tan leal y formalmente, opino que él se encargue
 del cumplimiento de la sentencia.

 LEICESTER.- ¿Yo?

 BURLEIGH.- ¡Vos! No hay mejor medio de disipar
 las sospechas, que pesan sobre vuestra conducta,
 que vos mismo decapitéis a la que se os acusa
 de amar.

 ISABEL. (Mirando fijamente a Leicester)- El consejo
 de milord me agrada. ¡Que sea así, y no hablemos
 más

 LEICESTER.- La alteza de mi rango debiera
 eximirme de tan triste comisión... a todas luces más
 a propósito para un Burleigh que para mí. El que
 tan cerca se halla de la Reina, nunca debiera ser causante
 de desdichas. Sin embargo, para probar mi
 celo y contentar a mi Soberana, renuncio a las prerrogativas
 que corresponden a mi posición, y acepto
 ese odioso encargo.

 ISABEL.- Lord Burleigh lo desempeñará también
 con vos. (A Burleigh.) Cuidad de que la orden se
 cumpla inmediatamente. (Vase Burleigh; óyese fuera
 tumulto)

 

 ESCENA VII

 Los mismos, y el CONDE DE KENT

 ISABEL.- ¿Qué sucede, milord de Kent? ¿Qué
 sedición estalla en la ciudad?... ¿Qué es?

 KENT.- Es el pueblo, oh Reina, qué rodea al
 palacio. Pide a voces veros.

 ISABEL.- Y ¿qué desea mi pueblo?

 Kent.- Ha circulado en Londres el rumor horrible
 de que vuestra vida está en peligro, y que os
 amenazan asesinos, enviados por el Papa; que los
 católicos se han conjurado para sacar por fuerza a la
 Estuardo de la cárcel, y, proclamarla reina. El populacho
 lo cree, y está furioso. Sólo la decapitación
 de la Estuardo, que ha de ejecutarse hoy, podrá
 calmarlo.

 ISABEL.- ¿Qué decís? ¿Intentarán obligarme a
 ello?

 KENT.- Están resueltos a no retirarse hasta que
 hayáis firmado la sentencia.

 
 ESCENA VIII

 Los mismos, y BURLEIGH y DAVISON, con un escrito.


 ISABEL.- ¿Qué traéis, Davison?

 DAVISON. (Acercándose con gravedad.)- Habéis
 ordenado, oh Reina...

 ISABEL.- ¿Qué es esto? (Al tomar el escrito, tiembla
 y retrocede.) ¡oh, Dios mío!

 BURLEIGH.- Obedeced a la voz del pueblo,
 que es la voz de Dios.

 ISABEL. (Vacilante, y en lucha consigo misma.)¡
 Oh, lores míos! ¿Quién será capaz de decirme, si la
 voz, que oigo, es la de todo mi pueblo, la voz del
 mundo? ¡Ah! ¡Cuánto temo, si obedezco a la voz de
 la muchedumbre, oír otra voz más espantosa, muy
 diversa... sí; que los mismos que ahora me obligan a
 la fuerza a ejecutar una acción, sean, después de
 consumada, los más severos en censurarla!

 
 ESCENA IX

 Los mismos, y el CONDE DE SHREWSBURY.

 SHREWSBURY. (Que se presenta muy agitado.)¡
 Intentad precipitaros, oh Reina! ¡Resistid, resistid
 con firmeza! (Al ver a Davison con el escrito.) ¿Pero se
 ha hecho ya? ¿Es cierto? Observo un malhadado
 papel en esas manos. No conviene presentarlo ahora
 a la vista de nuestra Soberana.

 ISABEL.- ¡Me hacen violencia, oh noble
 Shrewsbury

 SHREWSBURY.- ¿Cómo ha de ser eso posible?
 Sois nuestra Reina, y esta es ocasión de demostrar
 vuestro poder. Imponed silencio a esas voces bárbaras,
 que osan forzar vuestra regia voluntad, y sobreponerse
 a vuestro juicio. El miedo, la ciega
 insensatez mueven al pueblo, y Vuestra Majestad
 misma esta fuera de sí, vivamente irritada, porque
 sois mortal al cabo, y no podéis juzgar ahora con libertad.


 BURLEIGH.- La sentencia se ha pronunciado
 largo tiempo hace. No se trata ya de decretar ninguna
 sentencia, sino de ejecutarla.

 KENT. (Que se ha alejado al entrar Shrewsbury, y
 que vuelve.)- El motín crece, y no se podrá contener.

 ISABEL. (A Shrewsbury.)-¿Veis cómo me obligan?


 SHREWSBURY.- Sólo pido un plazo. Esa plumada
 decide de vuestra paz y de vuestra vida. Después
 de reflexionarlo tantos años, ¿ha de arrastraros
 un momento de ceguedad? ¡ Sólo un corto plazo!
 Reanimaos, y aguardad otra hora más tranquila.

 BURLEIGH. (Conmovido.)-Esperad, dilatadlo,
 diferidlo, hasta que arda todo el reino, basta que
 vuestra enemiga prospere y realice su proyectado
 asesinato. Por tres veces os ha salvado la mano del
 Altísimo. Hoy mismo ha estado cerca de vos; pero
 esperar otro milagro más, es tentar al Hacedor.

 SHREWSBURY.- El Dios, que os ha salvado
 cuatro veces maravillosamente, el que hoy infundió
 vigor bastante en el brazo de un débil anciano para
 vencer a un furioso... ¡merece confianza! No quiero
 invocar en voz alta los fueros de la justicia, porque
 no es ésta la ocasión, y las circunstancias extraordinarias,
 que os rodean, no os permiten escucharla.
 Pero oíd sólo esto. Tembláis ahora ante esa María
 con vida. No hay que temerla viva. La temible será
 la muerta, la decapitada. Se alzará de su sepulcro,
 nueva Diosa de la discordia, y como espíritu de
 venganza recorrerá vuestros dominios, y apartará de
 su Reina el corazón del pueblo. El inglés odia ahora
 a esa mujer, a quien teme, y la vengará cuando ya no
 exista. No será ya para él la enemiga de su religión,
 sino sólo la hija de sus soberanos, la víctima del
 odio y de los celos, y entonces la llorará, en vez de
 condenarla. Pronto observaréis el cambio. Recorred
 a Londres, después que se ejecute ese sangriento suplicio;
 mostraos al pueblo, que antes se deshacía en
 vítores al veros, y contemplaréis otra Inglaterra, otro
 pueblo distinto, que no os mirará ya rodeada de esa
 suprema justicia que gana todos los corazones. El
 miedo, el horrible compañero de la tiranía, os precederá,
 y dejará desiertas las calles. Habréis llegado a
 lo último, al extremo más inaudito. ¿Qué cabeza se
 creerá segura, si cae esa sagrada?


 ISABEL.- ¡Ay de mí, Shrewsbury! Hoy me habéis
 salvado la vida, librándome del puñal del asesino...
 ¿Por qué lo hicisteis? Así habría terminado mi
 carrera; y no culpable, y al abrigo de toda duda, descansaría
 tranquila en mi tumba. ¡Harta estoy ya, en
 verdad, de la vida y del reino! Si una de las dos Reinas
 ha de perecer, para que la otra exista... y confieso
 que no es posible otra cosa... ¿por qué no he de
 ser yo la que ceda el puesto? Mi pueblo puede elegir,
 porque yo le devuelvo sus poderes. Dios es testigo
 de que no he vivido para mí, sino sólo para hacer la
 dicha de mis súbditos. Si aguarda días más felices de
 esa seductora Estuardo, de esa Reina joven, bajo
 contenta del trono, y regreso a mi antiguo retiro de
 Woodstock, en donde pasé mi juventud sin pretensiones,
 y en donde, lejos del bullicio de las grandezas
 mundales, encontraba en mí misma cuanto
 deseaba... No sirvo para Reina. El Monarca ha de
 tener un corazón duro, y el mío no lo es. Largo
 tiempo he gobernado esta Isla con fortuna, porque
 sólo dispensaba el bien. Por primera vez he de
 cumplir un deber rigoroso y conozco mi impotencia...


 BURLEIGH.- Cuando yo, ¡por vida de Dios!
 me veo obligado a oír de los labios de mi Reina palabras
tan impropias de su supremo rango, haría
 traición a mi conciencia, y también a mi patria, si
 callara... Decís que amáis a vuestro pueblo más que
 a vos misma. ¡Probadlo, pues! No busquéis vuestra
 tranquilidad personal, abandonando el reino a terribles
 borrascas... ¡Pensad en la Iglesia! ¿Volverán
 con esa Estuardo las añejas supersticiones? ¿Reinarán
 de nuevo los frailes, y vendrá el legado de Roma
 para cerrar nuestros templos y destronar nuestros
 Reyes?... Os hago responsable de la paz de todos
 vuestros súbditos... Según sea vuestra conducta, se
 salvarán o se perderán. No es ésta ocasión de hacer
 alarde de compasión mujeril, porque el bienestar de
 vuestro pueblo es vuestro más sagrado deber. Si
 Shrewsbury os ha librado de la muerte, yo quiero
 libertar a Inglaterra... ¡Esto vale más!

 ISABEL.- Dejadme entregada a mí misma. Los
 hombres no aconsejan ni consuelan en estos momentos
 críticos. Los someto al Juez Supremo. Haré
 lo que me inspire. ¡Alejaos, milores! (A Davison.)
 Vos, caballero, quedas a mi alcance. (Vanse los lores:
 solo Shrewsbury permanece algunos instantes ante la Reina,
 mirándola con intención, y después se retira lentamente, presa
 del más acerbo dolor.)  


 ESCENA X

 ISABEL, sola.

 ISABEL.- ¡Oh esclavitud popular! ¡Vergonzosa
 servidumbre!... ¡Cuán harta estoy de adular a ese
 ídolo, que desprecio en mi interior! ¿Cuándo me veré
 libre en este trono? He de respetar la opinión,
 conquistar las alabanzas de la multitud, y ser justa
 con ese populacho, a quien sólo agradan los juglares.
 ¡Oh! No es Rey el que ha de complacer a todos.
 Sólo lo es quien no necesita que los hombres
 aprueben su conducta.¿Por qué he practicado la
 justicia, y odiado la arbitrariedad, durante mi vida?
 ¿Por qué me he atado las manos, para cometer esta
 mi primera e inevitable violencia? El ejemplo que di
 me condena. Si yo fuera tiránica, como la española
 María, mi antecesora en el solio, podría ahora sin
 censuras derramar sangre de reyes. Pero ¿he sido
 justa por mi propia y libre elección? La todopoderosa
 necesidad, que obliga también a la voluntad de
 los Soberanos, me ha impuesto esa virtud.

 Cercada de enemigos, sólo el favor popular me
 ha sostenido sobre el trono disputado. Todas las
 potencias del continente se esforzaban en derribarme.
 El Papa, irreconciliable, me excomulga; Francia,
 fingiendo amor fraternal, me hace traición; y España
 prepara contra mí guerra abierta marítima, de rabia
 y de exterminio. Así yo, débil mujer, lucho
 contra el mundo. Eminentes virtudes han de suplir
 mi falta de derechos, y borrar la mancha de mi nacimiento,
 anatematizado por mí mismo padre. Pero
 todo en vano... El odio de mis adversarios lo descubre,
 y frente a mí se presenta siempre ese espectro
 de la Estuardo, sin Cesar amenazándome. ¡No! Ese
 temor ha de cesar al fin. Su cabeza ha de caer. Quiero
 vivir en paz... Ella es el tormento de mi vida; un
 espíritu vengador, suscitado contra mí por el destino.
 En donde espero una alegría, en donde fundo
 una esperanza, encuentro a mi paso esa serpiente
 del infierno. Róbame mi amante, me arrebata mi
 prometido. es el nombre de todas
 las desdichas que me rodean. En cuanto sea borrada
 del catálogo de los vivos, seré libre, como el aire en
 las alturas. (Cállase un momento.) ¡Con qué sarcasmo
 me miró de soslayo, como si su mirada hubiera de
 aniquilarme como el rayo! ¡ Imbécil! ¡Yo empleo
 mejores armas porque su herida es mortal, y dejarás
 de existir! (Acercándose a la mesa con rapidez, y cogiendo
 una pluma.) ¿Soy Una bastarda para ti?... ¡Desventurada!
 Lo soy sólo. mientras vivas y respires. Las dudas
 sobre la legitimidad de mi nacimiento
 desaparecerán en cuanto tú desaparezcas. Cuando el
 inglés no pueda hacer otra elección, habré, nacido
 en tálamo legítimo. (Firma de una plumada repentina y
 segura; deja caer la pluma, y retrocede horrorizada. Después
 de una breve pausa, llama.)


 ESCENA XI

 ISABEL y DAVISON.

 ISABEL.- ¿En dónde están los otros lores?

 DAVISON.- Han ido a aplacar al pueblo sublevado.
 El tumulto cesó en el instante en que se presentó
 el Conde de Shrewsbury. «¡Ese es! ¡Ese es!»
 clamaron cien voces, «el que salvó a la Reina, el
 hombre más respetable de Inglaterra.» Entonces
 habló el noble Talbot, y reconvino al pueblo con
 dulzura, por su conducta violenta, expresándose con
 tal energía, que todos se calmaron y dejaron tranquilos
 la plaza.

 ISABEL.- ¡ Inconstante muchedumbre, que se
 trueca como el viento! ¡Ay de aquel que se apoye en
 esa caña!... ¡Está bien, Davison! ¡Podéis retiraros!

 (Al volverse aquel hacia la puerta.) Y este papel... tomadlo...
 en vuestras manos lo pongo.

 DAVISON. (Mirando el papel, y estremeciéndose.)¡
 Oh Reina! ¡Vuestro nombre! ¿Lo habéis resuelto?

 ISABEL.- Debía firmar, y he firmado. Una hoja
 de papel, sin embargo, nada decide, y un nombre no
 mata.

 DAVISON.- Vuestro nombre, oh Reina, al pie
 de este escrito, lo decide todo; mata, es un rayo del
 cielo, de alas rápidas... Este papel ordena a los comisarios
 y al sherif, que se encaminen inmediatamente
 a Fotheringhay a buscar a la Reina de
 Escocia, para anunciarle la muerte, y que mañana, al
 rayar el día, la decapiten. No se fija plazo alguno, y
 sólo vivirá mientras no salga esta orden de mis manos.


 ISABEL.- ¡ Sí, caballero! Dios confía a vuestras
 débiles manos un asunto grave e importante. ¡Rogadle
 que os ilumine con su sabiduría! Me voy, y os
 abandono a vuestro deber. (Hace ademán de irse.)

 DAVISON. (Deteniéndola.)-¡No, Reina mía! No
 me dejéis hasta no declararme vuestra voluntad.
 ¿De qué sabiduría necesito, si cumplo vuestra orden
 a la letra?... ¿Ponéis este papel en mis manos, para
 que yo ejecute con rapidez lo que ordena?


 ISABEL.- Obraréis según os dicte vuestra prudencia.


 DAVISON. (Interrumpiéndola con prontitud, y asustado.)-¡
 No según mi prudencia! Líbreme de ello
 Dios. Toda mi prudencia es obedecer. Vuestro servidor
 nada tiene que decidir aquí. El error más insignificante
 causaría en esto un regicidio, una
 desdicha, tan grande como irreparable. Permitidme
 que, en este gravísimo asunto, sea yo tan sólo ciego
 instrumento de vuestra voluntad. Explicadme con
 claridad vuestro propósito. ¿Qué se ha de hacer con
 esta orden sanguinaria?

 ISABEL.- Su nombre lo dice.

 DAVISON.- ¿Ha de cumplirse, pues, al punto?

 ISABEL. (Vacilando.)- No digo eso, y tiemblo
 sólo en pensarlo.

 DAVISON.- ¿Queréis, por tanto, que la guarde
 algún tiempo?

 ISABEL. (Con viveza.)- A vuestro riesgo. ¡ Sois
 responsable de las consecuencias!

 DAVISON.- ¿Yo? ¡ Santo Dios!... Decid, Reina,
 ¿qué deseáis?

 ISABEL. (Impaciente.)-Deseo no pensar más en
 este mal. hadado asunto, y tranquilizarme de una
 vez, y para siempre.


 DAVISON.- Sólo os costará pronunciar una
 palabra. ¡Oh! Hablad; decid lo que se ha de hacer
 con esta orden!

 ISABEL.- ¡Ya lo he dicho! No me atormentéis
 más.

 DAVISON.- ¿Que lo habéis dicho? A mí nada
 me habéis dicho... ¡Oh! ¡Ruego a mi Soberana que
 lo recuerde bien!

 ISABEL. (Dando con el pie en el suelo.)-¡Esto es
 insufrible!

 DAVISON.- Tened compasión de mí. Desempeño
 este cargo hace pocos meses. No conozco el
 lenguaje de la corte y de los Reyes... Mi educación
 ha sido muy sencilla. ¡Tened, pues, paciencia con
 vuestro criado! No seáis avara de órdenes, que han
 de instruirme y poner en claro mi obligación. (Acércase
 con ademán suplicante, y ella le vuelve las espaldas; Davison
 se queda como desesperado, y después habla con
 energía.) ¡Tomad de nuevo este papel! ¡Tomadlo! Pa-
 réceme que tengo un hierro ardiendo en las manos.
 No me elijáis para serviros en asunto tan horrible.

 ISABEL.- ¡Cumplid vuestro deber! (Vase.)

 
 ESCENA XII

 DAVISON, y después BURLEIGH

 DAVISON.- ¡ Se va! Déjame indeciso, desesperado,
 con esta orden atroz... ¿Qué hago? ¿La guardo?
 ¿La entrego? (A Burleigh, que entra.) ¡Oh, bien,
 bien! ¡A tiempo llegáis, mi lord! Sois quien me ha
 dado este cargo. ¡Eximidme de él! Lo acepté sin
 comprender su alcance: Dejadme volver a la oscuridad
 en que me hallasteis, porque no es este mi
 puesto...

 BURLEIGH.- ¿Qué tenéis, señor? ¡Reponeos!
 ¿En dónde está la sentencia? La Reina os mandó
 llamar.

 DAVISON.- Me ha dejado en la mayor cólera.
 ¡Oh! ¡Aconsejadme! ¡Ayudadme! ¡Sacadme de esta
 duda, de esta infernal angustia! Aquí está la sentencia...
 está firmada.

 BURLEIGH. (Con viveza.) - ¿Lo está? ¡Oh!
 ¡Dádmela, dádmela!

 DAVISON.- No me atrevo.

 BURLEIGH.- ¿Cómo?

 DAVISON.- No me ha dicho con claridad su
 deseo.

 BURLEIGH- ¿No con claridad? Pero la ha firmado.
 ¡Dádmela!

 DAVISON.- ¿He de cumplirla... o no?... ¡Dios
 mío! ¿Sé yo acaso lo que he de hacer?

 BURLEIGH. (Instándole vivamente.)- Al instante,
 al momento habéis de ejecutarla. ¡Dádmela! ¡ Sois
 hombre perdido si lo dilatáis!

 DAVISON.- ¡ Soy hombre perdido, si me apresuro!


 BURLEIGH.- Sois un loco; sois un insensato.
 ¡Dádmela! (Arrebátale la orden, y vase con ella.)

 DAVISON. (Corriendo detrás de él.)- ¿Qué hacéis?
 Quedaos aquí. ¡Me precipitáis en mi ruina!


 ACTO V 

 El mismo aposento que en el acto primero.

 ESCENA PRIMERA

 ANA KENNEDY, vestida de rigoroso duelo, con los ojos
 llorosos, y presa del más acerbo, aunque callado dolor, está
 ocupada en sellar papeles y cartas. Con frecuencia la interrumpen
 los sollozos en su ocupación, y se pone a orar.
 PAULET y DRURY, vestidos también de negro, entran,
 síguenlos muchos criados, que traen vasos de oro y plata, espejos,
 cuadros, y otros objetos de valor, llenando con ellos el
 fondo del teatro. PAULET entrega a la nodriza una cajita
 de joyas con un papel, diciéndole, por señas, que es la lista de
 los objetos recibidos por él. A la vista de estas riquezas, se
 renueva el dolor de ANA; queda sumida en la aflicción más
 profunda, mientras los demás se retiran. MELVIL entra.

 ANA. (Gritando al verlo.)- ¡Melvil! ¿Sois vos? ¿Os
 veo de nuevo?

 MELVIL.- Sí, fiel Ana, nos vemos otra vez.

 ANA.- Tras larga, muy larga y penosa separación.

 MELVIL.- Y en momentos bien tristes y dolorosos...

 ANA.- ¡Dios mío! Venís...

 MELVIL.-A despedirme, por última vez, a despedirme,
 para siempre, de mi Reina.

 ANA.- Ahora, al fin, ahora, el día de su muerte,
 se le permite la tan solicitada visita de los suyos...
 ¡Oh, querido caballero! no os pregunto cuál ha sido
 vuestra vida, ni me propongo contaros los sufrimientos
 que hemos experimentado desde que os
 separaron de nosotras. ¡Ay de mí! Pronto llegará
 ocasión de hacerlo. ¡Oh, Melvil, Melvil! ¿Habíamos
 de vivir, para ver este día?

 MELVIL.- No nos enternezcamos mutuamente.
 Yo lloraré, mientras exista; jamás animará mi rostro
 una sonrisa ni dejaré jamás estas negras vestiduras.
 Siempre lloraré pero hoy he de mostrar firmeza...
 Prometedme también conteneros... Y cuando todos
 los demás se abandonen sin consuelo a la desesperación,
 nosotros la precederemos, con noble y varonil
 continente, y la serviremos de apoyo en el
 camino.

 ANA.- ¡Melvil! Os equivocáis, si creéis que la
 Reina necesita de nuestro auxilio para encaminarse
 con entereza al suplicio. Ella misma nos dará ejemplo
 de digna firmeza. Nada temáis.
 morirá como Reina y como heroína.

 MELVIL.- ¿Mostró serenidad al anunciarle la
 muerte? Dicen que estaba desprevenida.

 ANA.- No es cierto. Otros temores acongojaban
 a mi señora. No temblaba María por la muerte,
 sino por su libertador... Nos habían prometido salvarnos.
 Mortimer nos dijo que esta misma noche
 nos pondría en libertad; y, entre el miedo y la esperanza,
 llena de dudas sobre si confiaría su honor y
 su real persona a ese joven atrevido, aguardaba la
 Reina el día... Entonces se promovió gran tumulto
 en el castillo, y nos asustó el golpe repetido de muchos
 martillazos. Creíamos oír a nuestros libertadores;
 la esperanza nos sonreía, y el amor involuntario
 o irresistible de la vida se hacía sentir en nosotras...
 Ábrese la puerta... Sir Paulet entra, y nos anuncia...
 que... ¡ los carpinteros levantaban el cadalso a nuestros
 pies! (Vuélvese, dominada por el dolor.)

 MELVIL.- ¡ Justo Dios! ¡Oh! Decidme; ¿cómo,
 soportó María esta mudanza horrible?

 ANA. (Después de una pausa y de reponerse algo.)No
 se renuncia a la vida paso a paso. De una vez,
 repentinamente, en un momento, ha de pasarse de
 lo temporal a lo eterno, y, en ese instante, Dios
 concedió el don a mi Señora de rechazar con energía
 todo lo terreno, y lanzarse con fe vivísima hacia
 el cielo. Ningún signo de pálido temor, ni una palabra
 suplicante ha deshonrado a mi Reina... Sólo
 cuando después supo la vergonzosa traición de lord
 Leicester, y la deplorable muerte del digno joven,
 que se había sacrificado por ella, así como el profundo
 dolor del anciano caballero, al considerar que,
 por su causa, había de renunciar a su última esperanza;
 sólo entonces corrieron sus lágrimas. No deploraba
 su propia desventura, sino la ajena.

 MELVIL.- ¿En dónde está? ¿Podéis presentarme
 a ella?

 ANA.- Pasó orando el resto de la noche; se despidió
 por cartas de sus amigos más queridos, y es
 cribió su testamento por sí misma. Descansa hace
 poco, y duerme su último sueño.
 MELVIL.- ¿Quién está en su compañía?
 ANA.- Su médico Burgoyn y sus damas.  


 ESCENA II

 Los mismos, y MARGARITA KURL.

 ANA.- ¿Qué se os ofrece, mistress? ¿Ha despertado
 la señora?

 MARGARITA. (Enjugándose las lágrimas.)- Está
 ya vestida... Os llama.

 ANA.- ¡ Voy allá! (A Melvil, que quiere acompañarla.)
 No me sigáis, hasta que la prepare para recibiros.
 (Vase.)

 MARGARITA.- ¡Melvil! ¡El antiguo mayordomo
 de su casa!

 MELVIL.- El mismo soy.

 MARGARITA.- Ya hoy no lo necesita... ¡Melvil!
 ¿Venís de Londres? ¿Podéis darme noticias de mi
 esposo?

 MELVIL.- Dicen que se le pondrá en libertad,
 en cuanto...

 MARGARITA.- ¿La Reina no exista? ¡ Indigno y
 bajo traidor! Es el asesino de esta querida señora.
 Por su testimonio, según se asegura, la han condenado.


 MELVIL.- ¡Así es!

 MARGARITA.- ¡Que su alma sea maldita, hasta
 en los infiernos! Su testimonio es falso...

 MELVIL.- ¡Reflexionad en lo que decís, milady
 Kurl!

 MARGARITA.- Lo juraré en los estrados del
 tribunal; quiero repetirlo en su presencia, y que el
 mundo entero lo sepa. ¡Ella muere inocente!

 MELVIL.- ¡Oh! ¡Permítalo así Dios!
 


 ESCENA III

 Los mismos, y BURGOYN, y después ANA.

 BURGOYN. (Al ver a Melvil.)- ¡Oh, Melvil!
 MELVIL. (Abrazándolo.)- ¡Burgoyn!
 BURGOYN. (A Margarita.)- ¡Preparad una copa

 de vino para nuestra Señora! ¡Apresuraos! (Vase
 Margarita.)

 MELVIL.- ¿Cómo? ¿No se siente buena la Reina?


 BURGOYN.- Está animosa; su heroico valor la
 engaña, y cree que no necesita de ningún alimento;
 pero le aguarda todavía una lucha terrible, y sus
 enemigos no han de vanagloriarse de que el miedo a
 la muerte haga palidecer sus mejillas, si la naturaleza
 cede a la debilidad.

 MELVIL. (A la nodriza, que entra.)- ¿Quiere verme?


 ANA.- Estará aquí en seguida... Parece que os
 admiráis, y me preguntáis con los ojos ¿qué significa
 esta ostentación en la morada de la muerte?... ¡Oh,
 señor! Sufrimos miserias en vida, y ahora, con la
 muerte, viene la abundancia.

 
 ESCENA IV

 Los mismos.- Otras dos camaristas de MARÍA, vestidas
 también de negro, que prorrumpen en sollozos, al ver a
 MELVIL.

 MELVIL.- ¡Qué aspecto! ¡Qué horribles preparativos!
 ¡Gertrudis, Rosamunda!

 LA SEGUNDA CAMARISTA.- ¡Nos ha dejado!
 ¡Quiero por última vez hablar a Dios! (Vienen
 otras dos mujeres, vestidas de negro como las precedentes, que
 expresan su pena con gestos mudos.)


 ESCENA V

 Los mismos, y MARGARITA KURL.- Trae una copa
 dorada con vino, y la pone en la mesa, apoyándose en un sillón,
 pálida y temblorosa.

 MELVIL.- ¿Qué tenéis, mistress? ¿Qué os
 asusta así?

 MARGARITA.- ¡Oh Dios!

 BURGOYN.- ¿Qué tenéis?

 MARGARITA.- ¿Qué me han obligado a ver?

 MELVIL.- ¡Reanimaos! Decidnos, ¿qué es?

 MARGARITA.- Cuando yo, con esta copa de
 vino, subía la escalera grande que lleva a la sala baja,
 se abrió la puerta... miré... y vi... ¡Oh Dios!

 MELVIL.- ¿Qué visteis? Cobrad ánimo.

 MARGARITA.- Todas las murallas estaban cubiertas
 de negro, y un gran cadalso, con paños del
 mismo color, se levantaba desde la tierra: en medio
 se destacaba un tajo negro, un cojín, y, a su lado, un
 hacha afilada y brillante... La sala estaba llena de
 hombres, que se apretaban alrededor de estos instrumentos
 de muerte, y cuyos ojos, ávidos de sangre,
 esperaban el sacrificio.

 LAS CAMARISTAS.- ¡Oh Dios! ¡Apiadaos de
 nuestra señora!

 MELVIL.- ¡Disimulad, que viene!

 ESCENA VI

 Los mismos, y MARÍA, vestida de blanco y con lujo, trayendo
 al cuello un Agnus Dei, pendiente de una cadena,
 formada de bolas pequeñas; lleva a la cintura un rosario, un
 Crucifijo en la mano, una diadema en la frente y un gran
 velo negro echado hacia atrás. Al presentarse, todos los asistentes
 se forman a uno y otro lado, expresando el más acerbo
 dolor. Melvil, por un movimiento involuntario, se ha puesto
 de rodillas.

 MARÍA. (Mirando con dignidad a su derredor.)- ¿Por
 qué os quejáis? ¿Por qué lloráis? Deberíais alegraros
 conmigo, porque, al cabo, está próximo el término
 de mis sufrimientos; caen mis lazos, ábrese mi cárcel,
 y mi alma, satisfecha, volará en breve, perpetuamente
 libre. Cuando yo, bajo el poder de mi
 orgullosa enemiga, era el blanco de indignidades,
 impropias de una Reina libre y grande... entonces
 era, ocasión de compadecerme... Bienhechora y salvadora,
 mi amiga de corazón, vive para mí la muerte.
 Sus negras alas cubren mi vergüenza... Ese
 supremo trance ennoblece y realza al mortal más
 abyecto. ¡ Siento la corona en mi cabeza, y noble orgullo
 que llena mi alma! (Dando algunos pasos.) ¿Cómo?
 ¿Melvil aquí?... ¡No así, noble caballero!
 ¡Levantaos! Venís para ser testigo del triunfo, no del
 suplicio de vuestra Reina. Espérame una dicha que
 nunca aguardé, que mi reputación no queda en las
 manos, de mi enemiga, que me resta un amigo de
 las mismas creencias... Decid, ilustre joven, ¿qué ha
 sido de vuestra vida en ese país enemigo e ingrato,
 desde que os arrancaron de mi lado? Al pensar en
 vuestra suerte, no leve inquietud ha afligido a mi corazón.


 MELVIL.- Ninguna otra pena he sentido que la
 de vuestra desgracia, y mi impotencia en remediarla.

 MARÍA.- ¿Qué ha sido de Didier, mi viejo servidor?
 Acaso este súbdito leal duerme ha largo
 tiempo el sueño eterno, porque era hombre de muchos
 años.

 MELVIL.- Dios no le ha concedido esa gracia.
 Vive para conocer la muerte de su joven Soberana.

 MARÍA.- ¡Ah! ¡Que no sea yo bastante afortunada
 para abrazar, antes de morir, a ninguno de los
 unidos a mí por los vínculos de la sangre! He de sucumbir
 entre extraños, y sólo veré correr vuestras
 lágrimas... Melvil, confío a vuestro fiel corazón mis
 últimos votos por los míos... Bendigo al Rey cristianísimo,
 mi suegro, y a toda la familia real de Francia...
 Bendigo a mi tío el Cardenal, y a Enrique de
 Guisa, mi noble primo. Bendigo también al Papa,
 Santo Vicario de Jesucristo, que a su vez me bendice,
 y al Rey Católico, que se ha ofrecido generosamente
 a ser mi libertador y vengador... Todos
 figuran en mi testamento y recibirán muestras de mi
 afecto, y no las despreciarán, teniendo presente mi
 pobreza. (Volviéndose hacia sus servidores.) Os recomiendo
 a mi real hermano de Francia, que cuidará
 de vosotros, y os dará una nueva patria. Y si mi último
 ruego tiene algún valor para vosotros, no os
 quedéis en Inglaterra, para que el orgulloso inglés
 no se regocije en vuestra desdicha, ni vea en el polvo
 a quien me ha servido. Prometedme, por esta
 imagen de Cristo, que, en cuanto yo muera, abandonaréis
 este país desventurado.


 MELVIL. (Tocando el Crucifijo.)- Os lo juro en
 nombre de todos.

 MARÍA.- Cuanto yo, pobre y desventurada, poseo,
 y de cuanto puedo disponer libremente, lo he
 distribuido entre vosotros, y espero que respetéis mi
 última voluntad. Vuestro es también cuanto lleve yo
 al suplicio... Permitidme, además, que, en mi camino
 hacia el cielo, me engalano con los esplendores de la
 tierra. (A sus doncellas.) A ti, mi Alix, a Gertrudis y
 Rosamunda destino yo mis perlas y vestidos, porque
 sois jóvenes, y os agradan las joyas y los adornos.
 Tú, Margarita, tienes los más legítimos derechos a
 mi generosidad, porque, al dejarte, eres la más desdichada
 de todas. Mi testamento probará que no
 quiero vengarme en ti de la culpa de tu esposo... A
 ti, oh mi fiel Ana, no te seduce ni el valor del oro ni
 el lujo, de las perlas, y mi memoria será tu alhaja
 más preciada. ¡Toma este pañuelo! Lo he bordado
 yo misma para ti, en mis horas de angustia, bañándolo
 mis lágrimas. Con él me vendarás los ojos, si es
 posible... quiero recibir de mi Ana este postrer servicio.


 ANA.- ¡Oh, Melvil! ¡No puedo sufrir esto!

 MARÍA.- ¡Venid todos! ¡Venid, y oíd mi último
 adiós! (Preséntales su mano, y la besan uno tras otro, ca-
 yendo a sus pies y llorando amargamente.) ¡Adiós, Margarita!...
 ¡Alix, adiós!... gracias, Burgoyn, por vuestros
 fieles servicios... Tus labios abrasan, Gertrudis...
 Mucho, me odian, pero mucho también me aman.
 Que un hombre generoso haga feliz a mi Gertrudis,
 porque su ardiente corazón se inclina al amor...
 ¡Berta! Tú has elegido la parte mejor, porque serás
 casta esposa del cielo. ¡Oh! ¡Apresúrate a pronunciar
 tus votos! Engañosos son los bienes de la tierra.
 ¡Apréndelo de tu Reina! ¡Nada más! ¡Adiós, adiós
 para siempre! (Vuélvese con rapidez y todos se alejan, menos
 Melvil)


 ESCENA VII

 MARÍA Y MELVIL.

 MARÍA.- He arreglado todo lo mundano, y espero
 abandonar este mundo sin deber nada a los
 hombres... Sólo una cosa, Melvil, molesta a mi alma
 angustiada, antes de elevarse libre y contenta.

 MELVIL.- ¡Decídmela! Aliviad vuestro pecho, y
 confiad vuestras penas a vuestro fiel amigo.

 MARÍA.- Estoy ya al borde de la eternidad.
 Pronto compareceré ante el Juez Supremo, y aun no
 me he reconciliado con lo más santo. Me han negado
 el auxilio de un sacerdote de mi religión. No
 quiero recibir de manos de un falso ministro el alimento
 sagrado del Santo Sacramento. Quiero morir
 fiel a mi creencia, porque es la única que da la bienaventuranza.

 MELVIL.- ¡Tranquilizaos! Valen en el cielo los
 deseos sinceros y piadosos tanto como su cumplimiento.
 El poder de los tiranos sólo alcanza al cuerpo,
 y el fervor del alma se eleva libre hasta Dios. La
 letra muere, y sólo vive la fe.

 MARÍA.- ¡Ay, Melvil! El corazón no se basta a
 sí mismo, y la fe necesita de alguna prenda terrestre,
 para apropiarse los favores del cielo. Por esto se hizo
 Dios hombre, y encerró en su envoltura corporal
 los misteriosos e invisibles dones del cielo... La
 santa, la sublime Iglesia nos ofrece la escala que lleva
 al trono de Dios. Llámase universal o católica,
 porque la fe de todos confirma la de cada uno.
 Cuando miles de personas oran y adoran, su ardor
 es una llama, y el espíritu, desplegando sus alas, se
 levanta a las alturas del Empíreo... ¡Ay de mí! Dichosos
 aquellos a quienes ha tocado en suerte orar
 juntos en el templo del Señor. El altar está adornado,
 arden los cirios, suena la campana, difúndese el
 incienso; el Obispo, revestido de su ropa a sin tacha,
 toma el cáliz, lo bendice, proclama el santo misterio
 de la Transustanciación, y el pueblo creyente, que lo
 presencia, se prosterna ante el Dios vivo... ¡Ah! Yo
 sola me veo excluida de esa santa ceremonia, y la
 bendición divina no llega hasta mi cárcel.

 MELVIL.- ¡Penetra hasta vos! ¡Está cerca! Confiad
 en el Todopoderoso... La vara seca brota hojas
 en la mano del creyente. El que hizo saltar la fuente
 del peñasco, puede preparar el altar en vuestra prisión,
 y mudar al punto para vos en celestial bebida
 el contenido terrestre de esta copa. (Toma la copa, que
 está sobre la mesa.)

 MARÍA.- ¿Os comprendo, Melvil? Sí; os comprendo.
 Aquí no hay sacerdote, ni iglesia, ni santo...
 Pero el Redentor dijo: «En donde dos personas se
 reúnan en mi nombre yo estaré con ellas.» ¿Qué hace
 del sacerdote el ministro del Señor? Un corazón
 puro, una conducta irreprochable... Sois, por tanto,
 para mí, aunque no consagrado, un sacerdote, un
 ministro del Señor, que me trae la tranquilidad...
 Voy a haceros mi última confesión, para que me absolváis.


 MELVIL.- Ya que es tan ferviente vuestro deseo,
 sabed, oh Reina, que, por consolaros, puede
 hacer Dios un milagro. ¿Decís que no hay aquí sacerdote,
 ni iglesia, ni hostia?... Os engañáis. Hay
 aquí un sacerdote, y también el cuerpo de Dios.
 (Descúbrese la cabeza, al pronunciar estas palabras, y al
 mismo, tiempo enseña una hostia en un vaso de oro.) Yo
 soy un sacerdote; para oír vuestra última confesión,
 para tranquilizar vuestro ánimo en el camino de la
 muerte, he recibido las sagradas órdenes, y traigo
 esta hostia consagrada, para vos, por nuestro Padre
 Santo.

 MARÍA.- ¡Oh! Entonces, en los mismos umbrales
 de la muerte, me aguarda goce celestial. Como
 en doradas nubes desciende un inmortal; como
 un tiempo libró un ángel al apóstol de las cadenas
 de su calabozo, sin detenerlo los cerrojos, ni la espada
 del carcelero, discurriendo libremente por las
 puertas cerradas, y apareciendo en la prisión, rodeado
 de aureola esplendorosa, así me sorprende ahora
 él enviado de Dios, cuando me abandonan los libertadores
 de la tierra... ¡Y vos, un día mi servidor, lo
 sois ahora del Altísimo, y también su santo ministro!
 Como vuestras rodillas se doblaban antes en nuestra
 presencia, así ahora las mías se prosternan ante vos.
 (Arrodillase.)

 MELVIL. (Haciendo sobre ella la señal de la cruz.)¡
 En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo!
 Reina María, has examinado tu corazón; juras y
 prometes confesar la verdad, ante el Dios de la verdad?

 MARÍA.- Abierto está mi corazón ante Dios y
 ante vos.

 MELVIL.- Decid, ¿de qué pecados os acusa la
 conciencia desde la última vez que os reconciliasteis
 con Dios?

 MARÍA.- Llena estaba mi alma de odio envidioso,
 y en mi pecho bullían pensamientos de venganza.
 Yo, pecadora, esperaba que, Dios me perdonase,
 y no podía perdonar a mi rival.

 MELVIL.- ¿Os arrepentís de vuestro pecado, y
 os halláis firmemente decidida a dejar absuelta este
 mundo?

 MARÍA.- Tan verdad es, como espero que Dios
 me perdone.

 MELVIL.- ¿De qué otro pecado os acusáis?

 MARÍA.- ¡Ay de mí! No sólo por el odio, por el
 amor mundano he ofendido aún más al Misericordioso.
 Mi vano corazón se inclinaba al hombre que
 me ha vendido y engañado.

 MELVIL.- ¿Os arrepentís de vuestra falta, y,
 dejando ese ídolo terrestre, vuestra alma se ha dirigido
 sólo a Dios?

 MARÍA.- He sostenido terrible lucha, pero el lazo
 terrestre ha quedado roto.


 MELVIL.- ¿Os acusa de algo más vuestra conciencia?


 MARÍA.- ¡Ay de mí! Un antiguo crimen, confesado
 ha largo tiempo, acude a mi memoria con horrores
 siempre nuevos en mi última hora, y se
 revuelve sombrío ante mis ojos en las mismas
 puertas de la gloria. Dejé matar al Rey, mi esposo, y
 di a su asesino mi mano y mi corazón. Lo he expiado
 rigurosamente, practicando las penitencias de la
 Iglesia, pero no se acalla el gusano roedor de mi remordimiento.


 MELVIL.- ¿No os acusáis de ningún otro pecado,
 no confesado, ni expiado?

 MARÍA.- Ya sabéis cuanto abruma a mi conciencia.


 MELVIL.- ¡Pensad en el Dios Omnipotente,
 tan cerca de vos! ¡Pensad en el castigo, impuesto
 por la Santa Iglesia a los que hacen una confesión
 defectuosa! Es un pecado mortal, dirigido contra el
 Espíritu Santo.

 MARÍA.- Así Dios me conceda su eterna gracia
 en mi último combate, como nada os he ocultado a
 sabiendas.

 MELVIL.- ¿Cómo? ¿Ocultáis a vuestro Dios el
 crimen que los hombres castigan en vos? ¿Nada me
 decís de vuestra participación sangrienta en el delito
 de alta traición do Babington y Parry? Por este hecho
 sufriréis la muerte terrestre. ¿Queréis sufrir
 también la eterna?

 MARÍA.- Estoy pronta a entrar en la vida perdurable.
 Aun antes que dé la vuelta el minutero, estaré
 ante el trono de mi Juez. Os repito, por tanto,
 que mi confesión ha terminado.

 MELVIL.- Pensadlo bien. A veces nos engañamos.
 Habéis, acaso, con astuta doblez, esquivado
 pronunciar la palabra que os haga culpable, aunque
 vuestra voluntad lo fuese. Pero tened entendido que
 la astucia nada puede contra la mirada de fuego que
 penetra en vuestro interior.

 MARÍA.- He rogado a todos los Príncipes que
 desaten los lazos indignos que me sujetaban; pero ni
 con mi pensamiento, ni con mis obras, he atentado
 nunca contra la vida de mi enemiga.

 MELVIL.- Así, ¿es falso el testimonio de vuestros
 secretarios?

 MARÍA.- Es lo dicho. ¡Que Dios juzgue a esos
 testigos!

 MELVIL.- ¿Subís, pues, al cadalso, convencida
 de vuestra inocencia?

 MARÍA.- Que Dios se digne, sufriendo yo esta
 muerte inmerecida, perdonarme mis faltas sangrientas
 anteriores...

 MELVIL. (Bendiciéndola.)-¡Morid, y expiadlas!
 ¡Caed, víctima resignada, ante el altar! La sangre
 puede rescatar la sangre; habéis incurrido en fragilidades
 mujeriles, y a los espíritus bienaventurados, en
 la gloria, no acompañan las flaquezas de los mortales.
 Pero os anuncio, en virtud del poder que me ha
 sido concedido de atar y desatar, la remisión de todos
 vuestros pecados. ¡Que sea lo que, habéis, creído!
 (Preséntale la hostia.) Tomad el Cuerpo del Señor,
 Consagrado para vos. (Coge el cáliz, que está en la mesa,
 lo consagra en silencio, y se lo ofrece. Ella vacila en tomarlo,
 y lo rechaza con la mano.) ¡Tomad la sangre que se ha
 derramado por vos; tomadla! El Papa os ha concedido
 este favor. En la muerte podéis disfrutar del
 privilegio más singular de los Reyes. (Ella toma el cáliz.)
 Y como vos ahora, en misterioso vínculo, estáis
 unida a Dios corporalmente, así también lo estaréis
 en la gloria, en donde no hay lágrimas ni pecados, y
 allí, ángel de esplendente belleza, os uniréis a la Divinidad
 para siempre. (Deja el cáliz. Óyese ruido, y él se
 cubre la cabeza, y se acerca a la puerta. María, absorta en
 su devoción, no se mueve.) Todavía (Volviéndose) Os que
 da por sostener tremenda lucha. ¿Os sentís con
 fuerzas suficientes, para sobreponeros a todo movimiento
 de cólera y de odio?

 MARÍA.- No temo ninguna recaída. He sacrificado
 a Dios mi amor y mi odio.

 MELVIL.- Preparaos ahora a recibir a los lores
 Leicester y Burleigh. ¡Aquí están ya!


 ESCENA VIII

 Los mismos. BURLEIGH, LEICESTER y PAULET.
 Leicester permanece en el fondo, sin atreverse a levantar los
 ojos. Burleigh, que lo nota, se interpone entre él y la Reina.

 BURLEIGH.- Vengo, lady Estuardo, a recibir

 vuestras últimas órdenes.
 MARÍA. ¡Gracias, milord!

 BURLEIGH.- La Reina ha ordenado que no os
 rehúsen ninguna petición justa.

 MARÍA.- En mi testamento están consignados
 mis últimos deseos. Lo he puesto en poder de sir
 Paulet, y pido que se cumpla puntualmente.

 PAULET.- ¡Así se hará!

 MARÍA.- Suplico que, sin molestarlos, se permita
 a mis servidores retirarse a Francia, o a Escocia,
 a su elección.

 BURLEIGH.- ¡ Se os complacerá en todo!

 MARÍA.- Y puesto que mi cadáver no ha de
 descansar en tierra consagrada, que se consienta que
 este fiel servidor mío lleve mi corazón a mis deudos
 de Francia... ¡Ay de mí! Siempre estuvo allí.

 BURLEIGH.- Descuidad. ¿Tenéis aún...?

 MARÍA.- Llevad a la Reina de Inglaterra mi saludo
 fraternal... Decidla que la perdono mi muerte
 de todo corazón, y que me arrepiento de mi arrebato
 de ayer... Que Dios la conserve, y le conceda
 un reinado feliz.

 BURLEIGH.- ¡Hablad! ¿No tenéis ya mejores
 propósitos? ¿Rechazáis todavía la asistencia del Deán?


 MARÍA.- Estoy reconciliada con mi Dios... ¡Sir
 Paulet! Mucho mal os he hecho sin querer, y os he
 privado del báculo de vuestra vejez. ¡Oh! Dejadme
 esperar que no os acordaréis de mí para maldecirme...


 PAULET. (Dándole la mano.)- ¡Andad, con Dios!
 ¡ Id en paz!

 
 ESCENA IX

 Los mismos, ANA y las demás mujeres de la REINA,
 entran dando señales de horror; síguelas el Sherif con una
 vara blanca en la mano; detrás de él se ven, por las puertas,
 que quedan abiertas, hombres armados.

 MARÍA.- ¿Qué tienes, Ana?... ¡ Sí; llegó el momento!
 Aquí viene el Sherif para llevarnos a la
 muerte. ¡Es preciso separarnos! ¡Adiós, adiós! (Sus
 mujeres la detienen, profundamente conmovidas; a Melvil.)
 Vos, amigo estimado y mi fiel Ana, me acompañaréis
 en mis últimos instantes. No me neguéis esta
 satisfacción, milord.

 BURLEIGH.- No tengo facultades para eso.

 MARÍA.- ¿Cómo? ¿Me rehusaréis un favor tan
 insignificante? Tened consideración a mi sexo.
 ¿Quién podría prestarme este postrer servicio? Imposible
 que haya mandado mi hermana que en mí se
 vea ofendido mi sexo, tocándome las groseras manos
 de hombres.

 BURLEIGH.- No es conveniente que mujer alguna
 suba con vos las gradas del cadalso... Sus gritos
 y gemidos...

 MARIA.- ¡No gemirá! Respondo de la entereza
 de mi Ana. ¡ Sed bondadoso, milord! No me separéis,
 al morir, de mi fiel nodriza, de la que siempre
 estuvo a mi lado. Trájome a la vida en sus brazos, y
 justo es que me lleve con dulzura a la muerte.

 PAULET. (A Burleigh.)- ¡Concededlo!

 BURLEIGH.- ¡ Sea, así!

 MARÍA.- Ahora nada es ya el mundo para mí...
 (Toma el crucifijo y lo besa.) ¡ Salvador y Redentor mío!
 Como abriste tus brazos en la cruz, ábrelos ahora
 para recibirme. (Vuélvese para irse, y sus ojos encuentran
 al Conde da Leicester que, al hablar ella, la ha mirado involuntariamente...
 Al verlo, tiembla María, vacilan sus
 piernas, y está a punto de caer; el Conde, la sostiene y la recibe
 en sus brazos. Ella lo contempla largo rato en silencio;
 él baja los ojos, y al fin dice ella): Cumplisteis vuestra palabra,
 Conde Leicester... Me prometisteis vuestro
 brazo, para sacarme de esta cárcel, y ahora me lo
 dais. (Él se queda anonadado; ella prosigue con dulzura.)
 Sí, Leicester; y no sólo la libertad había yo de deberos.
 Debíais hacer más preciosa mi libertad; y, con
 vuestra mano, y además, con vuestro amor, habría
 regocijado mi nueva vida. Ahora, cuando estoy a
 punto de separarme del mundo, y de ser un espíritu
 bienaventurado, a quien ninguna inclinación mundanal
 debe seducir; ahora, Leicester, puedo confesaros
 sin debilidad ni rubor una flaqueza mía, ya vencida...
 Adiós; y, si os es posible, vivid feliz. Osasteis
 pretender la mano de dos Reinas; despreciasteis un
 corazón amante y tierno, y te hicisteis traición por
 ganar uno orgulloso. Arrodillaos a los pies de Isabel,
 y que vuestro premio no sea un castigo para vos.
 ¡Adiós! Ningún interés terrenal y me llama ya. (Vase
 precedida del Sherif, con Melvil y la nodriza a su lado. Burleigh
 y Paulet la siguen, los demás la contemplan sollozando,
 hasta que desaparece, y después se alejan por otras puertas.)

 
 ESCENA X

 LEICESTER, que se queda solo.

 LEICESTER.- ¿Y vivo? ¿Y consiento, en vivir?
 ¿No me aplasta este techo bajo su peso? ¿No se
 abre ningún abismo, para tragarse al mortal más miserable?
 ¡Qué pérdida la mía! ¡Qué perla he rehusado!
 ¡De qué dicha celestial me ha privado mi falta!...
 ¡Desapareces, espíritu de luz y de belleza, y me dejas
 la desesperación del condenado!.. ¿Qué ha sido de
 mi propósito, al venir aquí, de ahogar la voz de mi
 corazón? ¿De ver caer impasible su cabeza? ¿Despierta
 su aspecto mi vergüenza, que creía perdida?
 ¿Ha de enlazarme, al perecer, con los lazos del
 amor?... ¡Réprobo! Ya no te es lícito abandonarte a
 tierna piedad mujeril. La dicha del amor huyó de tu
 camino. Que una coraza de hierro revista tu pecho.
 Que sea tu frente un peñasco. Si no quieres perder
 el precio de tu oprobio, has de sostenerlo y merecerlo
 con osadía. ¡Enmudece, compasión! Que sean
 mis ojos una piedra. La veré decapitar, asistiré a su
 suplicio. (Dirígese con aire resuelto a la puerta por donde
 María ha desaparecido, pero se detiene a la mitad del camino.)
 ¡En vano, en vano! Un horror infernal se apodera
 de mí. No; no puedo presenciar tan terrible
 espectáculo; no puedo verla morir... ¡ Silencio! ¿Qué
 es esto? Están allá abajo... A mis pies se prepara la
 tremenda ejecución. Oigo voces... ¡Fuera, lejos, lejos!
 Lejos de esta mansión de muerte y de horrores.
 (Al querer huir por otra puerta, la encuentra cerrada, y retrocede.)
 ¿Cómo? ¿Me encadena a este suelo alguna
 divinidad? ¿He de oír lo que me asusta ver? La voz
 del deán... la exhorta... ella le interrumpe... ¡Escuchemos!
 ora en alta voz... con firme acento... Reina
 el silencio... silencio solemne... Sólo se percibe el
 sollozo y llanto de las mujeres... La descubren...,
 ¡ Silencio! Retiran su asiento... se arrodilla en un cojín...
 pone su cabeza... (Después de pronunciar las últimas
 palabras con creciente angustia, se para, y se le ve de
 repente, presa de emoción incontrastable, caer inmóvil: al
 mismo tiempo llega hasta él sordo murmullo de voces, que
 resuena largo rato.)

 ESCENA XI

 El segundo aposento del acto cuarto.

 ISABEL.

 ISABEL. (Que sale por una puerta lateral, mostrando
 en su paso y en sus ademanes violenta inquietud.)- Nadie
 hay todavía aquí... Ninguna noticia...¿Nunca llegará
 la noche? ¿Se ha parado el sol en su curso por el
 cielo? No puedo sufrir más estas torturas... ¿Se consumió
 ya la obra, o no?... Ambas suposiciones me
 espantan, y no me atrevo, a preguntarlo. Ni se presenta
 Leicester, ni, Burleigh, a quienes, nombré para
 la ejecución de la sentencia. Si se han ausentado de
 Londres... entonces ya se ha cumplido; la flecha ha
 partido; vuela, llega al blanco, hiere; y, aunque se
 trata de mi reino, no puede detenerla... ¿Quién está
 ahí?


 ESCENA XII

 ISABEL y UN PAJE.

 ISABEL.- Vuelves solo... ¿En donde están los
 lores?

 EL PAJE.- Lord Leicester y el gran Tesorero...

 ISABEL. (Con la mayor impaciencia.)- ¿En dónde
 están?

 EL PAJE.- No están en Londres.

 ISABEL.- ¿Que no?... Pues ¿en dónde?

 EL PAJE.- Nadie ha sabido decírmelo. Antes de
 romper el día, ambos lores, en secreto y precipitadamente,
 han abandonado la ciudad.

 ISABEL. (Hablando con animación.)- ¡ Soy la Reina
 de Inglaterra! (Paseándose muy inquieta.) ¡Vé y llama...
 no; quédate!.. ¿Ha muerto? Ahora, al fin, vivo tran-
 quila... ¿Por qué tiemblo? ¿Por qué siento tan mortal
 angustia? La tumba encierra ya mis temores.
 ¿Quién podrá decir que yo lo he hecho? ¡No me
 faltarán lágrimas para llorar a la que ha sucumbido!
 (Al Paje.) ¿Todavía estás ahí?... Que mi secretario
 Davison venga aquí al instante. Que se vaya a llamar
 al Conde de Shrewsbury... ¡vedlo allí! (Vase el Paje.)

 

 ESCENA XIII

 ISABEL, Y EL CONDE SHREWSBURY.

 ISABEL.- ¡Bien venido, noble lord! ¿Qué traéis?
 No será algún motivo insignificante el que os guía
 aquí tan tarde.

 SHREWSBURY.- Mi solícito corazón, ganoso
 de vuestra gloria, me arrastró hoy a la Torre, en
 donde Kurl y Nau, los secretarios de María, están
 presos. Deseaba cerciorarme de la verdad de sus declaraciones.
 Confuso y embarazado, rehusaba el alcalde
 de la Torre mi pretensión de examinar a los
 presos, permitiéndome sólo la entrada, después de
 amenazarlo... Pero ¿cuál fue ¡Dios mío! el espectáculo
 que se ofreció a mi vista? Con los cabellos
 en desorden, y los ojos de un loco, como si las fu-
 rias lo atormentaran, yacía en su lecho el escocés
 Kurl... Apenas me conoció el desdichado, se arrojó
 a mis pies... gritando, abrazando mis rodillas, retorciéndose
 desesperado como un gusano... y me ruega,
 y me conjura que le diga cuál ha sido la suerte de
 su Reina, porque el rumor de su condenación a
 muerte había penetrado hasta en los calabozos de la
 Torre. Cuando, con arreglo a la verdad, se lo confirmé,
 añadiendo que moría a causa de su declaración,
 se levantó frenético, y cayó de un salto sobre su
 compañero de cárcel, y lo alzó del suelo con el vigor
 gigantesco del delirio, empeñado en ahogarlo. Con
 trabajo pudimos arrancarlo de sus manos furiosas.
 Entonces descargó su ira contra sí mismo, se desgarró
 el pecho con rabia, y se maldijo, y a su compañero,
 con imprecaciones infernales. Su declaración
 es falsa; las malhadadas cartas a Babington lo son
 también, a pesar de sus juramentos en contrario,
 habiendo escrito otras palabras distintas de las que a
 Reina le dictaba, y por instigación del pérfido Nau.
 En seguida corrió a la ventana, la arrancó con fuerza
 sobrehumana, y gritó, reuniendo mucha gente,
 que, él era el secretario de María, que la había acusado
 falsamente, que era un réprobo y un testigo falso.

 ISABEL.- Decís vos mismo que había perdido
 su razón. Las palabras de un insensato, de un loco,
 nada prueban.

 SHREWSBURY.- ¡Pero su locura prueba más!
 Dejaos, pues, convencer, oh Reina; no os precipitéis,
 y ordenad que se practiquen nuevas diligencias.

 ISABEL.- Lo haré... porque lo deseáis, oh Conde,
 no por creer que mis pares hayan procedido con
 ligereza en este asunto. Que para vuestra tranquilidad,
 se recomiencen los procedimientos... tiempo es
 aún, por fortuna... No debe haber sobre nuestro
 honor de Reina ni la más leve duda.


 ESCENA XIV

 Los mismos, y DAVISON.

 ISABEL.- La sentencia, oh Davison, que os entregué...
 ¿en dónde está?

 DAVISON. (Muy admirado.)- ¿La sentencia?

 ISABEL.- Que os di ayer, para que la guardaseis...


 DAVISON.- ¿Para que la guardase?

 ISABEL.- El pueblo, amotinado, me obligó a
 firmarla. Me vi en la precisión de complacerlo, y lo
 hice a la fuerza; y, por ganar tiempo, puse ese escrito
 en vuestras manos. Sabéis lo que os he dicho...
 ¡Ea! ¡Dádmela!

 
 SHREWSBURY.- ¡Dádsela, apreciable caballero!
 Han variado las cosas, y se practicarán nuevas
 diligencias.

 DAVISON.- ¿Nuevas diligencias?... ¡Misericordia
 divina!

 ISABEL.- No lo penséis tanto. ¿En dónde está
 el escrito?

 DAVISON. (Desesperado.)-¡ Soy hombre perdido!
 ¡Mi muerte es segura!

 ISABEL. (Interrumpiéndolo con viveza.)- No espero
 señor...

 DAVISON.- ¡No hay salvación para mí! Yo no
 lo tengo.

 ISABEL.- ¡Cómo! ¿Qué decís?

 SHREWSBURY.- ¡Dios del cielo!

 DAVISON.- Está en poder de Burleigh... desde
 ayer.

 ISABEL.- ¡Desdichado! ¿Así habéis cumplido
 mis órdenes? ¿No os dije que la guardaseis?

 DAVISON.- ¡No ordenasteis tal cosa, señora!

 ISABEL.- ¿Me desmentirás acaso, miserable?
 ¿Cuándo te encargué que la entregaras a Burleigh?

 DAVISON.- Con palabras claras y terminantes...
 no... pero...

 ISABEL.- ¡ Infame! ¿Osas acaso interpretar mis
 palabras? ¿Mezclar en ellas tu instinto sanguinario?...
 ¡Ay de ti, si resulta alguna desgracia de ese hecho,
 exclusivamente tuyo, porque me lo pagarás con la
 vida! Ya veis, Conde Shrewsbury, cómo se abusa de
 mi nombre.

 SHREWSBURY.- Ya veo.. ¡Oh! ¡Dios mío!

 ISABEL.- ¿Qué decís?

 SHREWSBURY.- Si ese escudero, bajo su responsabilidad,
 ha osado cometer esa acción, y obrar
 sin vuestro conocimiento, merece ser llevado ante el
 tribunal de los Pares, por el delito de haber entregado
 vuestro nombre a la, execración de todos los siglos.



 ESCENA ÚLTIMA

 Los mismos; BURLEIGH, y al fin KENT.

 BURLEIGH. (Doblando una rodilla ante la Reina.)¡
 Viva largos años mi Soberana, y ojalá que todos los
 enemigos de ésta isla perezcan como esa Estuardo!
 (Shrewsbury se cubre el rostro, y Davison se tuerce las manos
 desesperado.)

 ISABEL.- ¡Decid, milord! ¿Recibisteis de mis
 manos la orden de la ejecución del suplicio?

 BURLEIGH.- ¡No, señora! La recibí de Davison.

 ISABEL.- ¿Os la entregó Davison en mi nombre?

 BURLEIGH.- ¡No! No lo hizo...

 ISABEL.- ¿Y la cumplisteis inmediatamente, sin
 consultarme? La sentencia era justa, y el mundo no
 podrá censurarnos; pero no os convenía sobreponeros
 a la bondad de nuestro corazón... Por tanto,
 desde ahora estáis desterrado de nuestra presencia.
 (A Davison) Os aguarda una justicia severa, por haber
 abusado criminalmente de vuestro cargo y de un
 depósito sagrado, que se os había confiado... ¡Mi
 noble Talbot! Sólo vos aparecéis justo entre mis
 consejeros. Seréis en adelante mi guía y mi amigo...

 SHREWSBURY.- No desterréis así a vuestros
 fieles servidores; no los llevéis a la cárcel, porque
 por vos obraron, y por vos se callan ahora... Permitidme,
 gran Reina, que devuelva a vuestras manos el
 sello, que, por espacio de doce años, me habéis confiado.

 ISABEL. (Sorprendida.)-¡No, Shrewsbury! No
 me abandonaréis ahora, ahora que...

 SHREWSBURY.- Perdonad; soy demasiado
 viejo, y esta mano derecha carece de la flexibilidad
 necesaria para sellar vuestros últimos actos.

 ISABEL.- ¿Quiere dejarme el hombre que me
 salvó la vida?

 SHREWSBURY.- Poco he hecho... No, he podido
 salvar la parte más noble de vos misma. ¡Vivid;
 reinad dichosa! Vuestra rival ha muerto. Desde ahora
 en adelante, nada tenéis ya que temer, nada que
 respetar. (Vase.)

 ISABEL. (Al Conde de Kent que entra.)- ¡Que venga
 el Conde de Leicester!

 KENT.- Ruega a la Reina que lo excuse, porque
 acaba de embarcarse para Francia. (Ella se contiene, y
 se muestra tranquila. Cae el telón.)

 FIN DE MARÍA ESTUARDO.