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Un rufián en la escalera. Joe Orton.

Un rufián en la escalera Joe Orton Personajes: Mike                    Joyce                    Wilson ESCENA I ...

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26/11/14

LA PARADOJA DEL COMEDIANTE DENIS DIDEROT

















LA
PARADOJA DEL
COMEDIANTE


DENIS
DIDEROT

CON UN ESTUDIO PRELIMINAR DE
JACQUES COPEAU

Reflexiones de un comediante sobre
" la paradoja" de Diderot
por
Jacques Copeau

Un concepto elevado del papel del actor se aso-
cia, en Diderot, a la nobilísima idea que éste sustenta
acerca del teatro.
El arte del actor -dice- exige "gran número de
cualidades que la naturaleza reúne tan pocas veces
en una misma persona, que abundan más los gran-
des autores que los grandes comediantes". (Diction-
naire Encyclopédique. Article Comédien).
"No conozco estado alguno que exija formas
más exquisitas, ni costumbres más honestas que el
teatro". (Deuxiéme Entretien sur le Fils naturel).
Diderot llega hasta a encarar un resurgimiento
teatral, desde el punto de vista del actor, y llega
hasta hacerlo depender del artista mismo. Porque si
el poeta confiara únicamente sus obras a hombres
respetables, tendría que respetarlos, primeramente. Así
ganaría en pureza, en delicadeza, en elegancia. Y,
junto con él, saldría ganando el público.
Uno se siente conmovido al ver cómo honra un
espíritu selecto, a los servidores de la escena, exi-
giendo previamente de ellos una nobleza que les
cree obligaciones.
Mas apenas dirige la mirada a la condición del
actor y a su carácter, Diderot desciende al pesimis-
mo más extremo. Para "una profesión tan hermosa",
sólo ve surgir vocaciones en "la falta de educación,
la miseria, el libertinaje". Deplora que ninguna doc-
trina saludable sea puesta en práctica para despertar
aquello que la naturaleza no produce por sí misma:
"Si vemos tan pocos grandes actores -dice- es de-
bido a que los progenitores no destinan sus hijos al
teatro; es porque éstos no se preparan mediante una
educación comenzada en la juventud; es porque una
compañía teatral no es (como debiera serlo en una
comunidad en la que se otorgase a la función de ha-
blar a los hombres congregados para ser instruidos,
entretenidos, corregidos, con la importancia, hono-
res y recompensas que tal función merece), una cor-
poración formada, como las demás comunidades,
por gente proveniente de todas las familias de la so-
ciedad y llevados a escena tal como se dedican a
servir, al palacio, a la iglesia, por propia elección o
por gusto y consentimiento de sus tutores natu-
rales".
Diderot podía agregar que los más propensos a
sanas aspiraciones, entre los estudiantes de arte es-
cénico, los menos rebeldes a la disciplina son tam-
bién, a menudo, los menos dotados. Podía pregun-
tarse si la intensidad de esas dotes no está en razón
inversa a cierta inteligencia y ciertas virtudes, y si,
por lo mismo, los actores más distinguidos, si bien
prestan al teatro el brillo de su personalidad, no se-
rán, por regla general, los peores enemigos del arte
dramático.
Diderot los consideraba "ridículos, cáusticos y
fríos, fastuosos, disipados, disipadores, interesados,
aislados, vagabundos, vanidosos, insolentes, envi-
diosos, presuntuosos", etc... Duda de que esa gente
desdeñable posea un alma. Y, para terminar: "Están
excomulgados... -dice-. ¿Creéis que las huellas de tan
continuo envilecimiento puedan ser nulas y que,
agobiada bajo el fardo de la ignominia, pueda un
alma ser tan firme como para sostenerse a la altura
de Corneille?".
No es ya a la condición, sino a la naturaleza del
actor que él dirige sus ataques. Y no es a la naturale-
za corrompida por la función que Diderot instruye
proceso, sino que declara a la función en decadencia
a causa de la naturaleza viciada del artista. Encon-
tramos rencor en este juicio. Es tan apasionado co-
mo, en su autor, es grande su amor al teatro.
"Tengo en alta estima el talento de un gran ar-
tista -escribe Diderot-, pienso con melancolía que ese
hombre es raro"...
En efecto, es tanto más raro -y tanto más grande
cuando aparece- cuanto el oficio ejercido amenaza
más a la persona humana, a su integridad, a su ele-
vación.
Shakespeare dice (Hamlet, Acto °. Escena II) que
la naturaleza del comediante es contra natura, que es
horrible y, al mismo tiempo, admirable. Lo expresa
con una sola palabra: Monstruous.
Lo que resulta horrible, en el artista, no es la
mentira, puesto que él no miente. No es el engaño,
porque no engaña. Tampoco la hipocresía, ya que
aplica su monstruosa sinceridad a ser lo que no es; y
menos aún a expresar lo que no siente, sino a sentir
lo imaginario.
Lo que trastorna al filósofo Hamlet, lo mismo
que a sus otras apariciones infernales, es que, en un
ser humano, las facultades naturales sean llevadas a
un uso fantástico.
El comediante se expone a perder su rostro, y a
perder su alma. Los encuentra falseados o no los
encuentra, en el momento en que los necesita para
volver a sí mismo. Sus rasgos no se componen, su
apariencia y su verba permanecen demasiado libres,
desligados, como separados del alma. El alma mis-
ma, a menudo desconcertada en exceso por la re-
presentación, demasiado ejercitada, gastada más allá
de lo normal por imaginarias pasiones, deformada
por costumbres ficticias, pisa en falso en la vida real.
El ser entero del actor conserva, en este mundo
humano, los estigmas de un comercio extraño. Al
volver de la escena parece salir de otro mundo.
El oficio del actor tiende a desnaturalizarlo. Está
en la consecuencia de un instinto que impulsa al
hombre a desertar de sí mismo para vivir bajo otras
apariencias. Es, por lo tanto, profesión que los
hombres desprecian. La encuentran peligrosa. Le
achacan inmoralidad y la condenan por misteriosa.
Esta actitud farisaica, que las tolerancias sociales
más extremadas no han suprimido, refleja una idea
profunda. La de que el comediante hace algo prohi-
bido: engaña a la humanidad y se burla de ella. Sus
sentidos y su razón, su cuerpo y su alma inmortal no
le han sido otorgados para que disponga de ellos
como de un instrumento, forzándolos y haciéndolos
girar en todas direcciones.
Si el actor es óptimo, es, entre todos los artistas,
el que más sacrifica su persona en el ministerio que
ejerce. Nada puede darnos que no ofrezca en sí
mismo, no en efigie, sino en cuerpo y alma y sin in-
termediarios. Sujeto y objeto al mismo tiempo, cau-
sa y finalidad, materia e instrumento, él mismo es su
propia creación.
Ahí reside el misterio: el que un ser humano
pueda considerarse y tratarse a sí mismo como a la
materia de su arte, actuar sobre sí como sobre un
instrumento al cual está obligado a identificarse, sin
dejar por eso de distinguirse de él: actuar sobre sí
mismo y ser el actuante, hombre común y marione-
ta.
Esto es lo que hace decir a cierta gente, para
quien sólo es visible el mecanismo del actor, que las
contorsiones y los trucos que éste emplea nada tie-
nen que ver con los procedimientos del arte crea-
dor. Resuelven el problema disociando el espíritu de
la mecánica y, rechazando al actor, prefieren la ma-
rioneta.
Diderot acepta al artista de teatro. Lo conoce. La
mayoría de las observaciones que hace con respecto
a él son justas. De éstas, hubiera sacado sólo con-
clusiones razonables, a no mediar ese desorden de
pensamiento que constituye su debilidad, y esa ma-
nía de explotar en forma de paradojas aquello que
distingue su parecer, del común entendimiento.
Exige del actor mucho "razonamiento". A este
respecto, concordamos de buen grado con él, en
contra de aquellos que querrían rebajar nuestro ofi-
cio considerándolo incompatible con las altas fun-
ciones del espíritu. "En ese hombre es necesario un
espectador frío y tranquilo...". Se trata del gran ar-
tista. Eso significa concederle una facultad que po-
see todo artista de jerarquía: "En consecuencia, exijo
que posea penetración...". Sí. Pero Diderot agrega:
"y ninguna sensibilidad". He aquí la paradoja, que tor-
cerá todo. Paradoja que asumió su forma más agre-
siva en las observaciones sobre Garrick. Allí
leíamos que: "La falta de sensibilidad es la que hace
actores sublimes". Esta frase, al ser escrita, debió
llenar a Diderot de profundo entusiasmo. (¡Es co-
mo el viento huracanado, que enloquece su espíri-
tu!). Pero en el momento de transcribirla en la
Paradoja, capta la enormidad, y la corrige de este
modo: "la que prepara a los actores sublimes", frase
que no dice mucho más.
Nos resultaría muy fácil fingir que no sabemos
qué designa Diderot con el nombre de "sensibili-
dad". No es la simple "cualidad de sentir". Todavía
menos aún esa gran "precisión" que se atribuye, en
Física, a ciertos instrumentos, tornándolos capaces
de indicar "las más leves variaciones", y que po-
dríamos reclamar aquí como el don más exquisito
del artista. Cuando Diderot escribe: "Los grandes
poetas, los grandes actores y tal vez en general to-
dos los grandes imitadores de la naturaleza son los
seres menos sensibles", pienso que no desea rechazar en
el artista, vale decir, en el "contemplador", otra cosa
que cierta "susceptibilidad a la impresión de las co-
sas morales", susceptibilidad que él mismo sufría, y
esa facilidad hacia los "sentimientos de humanidad,
de piedad, de ternura" que Bossuet llamaba "vulgar"
y que nosotros, irrespetuosamente, denominamos
"sensiblería"...
"Existe una especie de vaga sensibilidad -dice
Duclos- que no es más que una debilidad orgánica".
Diderot, al plantearse esa pregunta, determina el
mismo sentido: "La sensibilidad... es, me parece, esa
disposición compañera de la debilidad de los órga-
nos, consecuencia de la debilidad del diafragma, de
la vivacidad de la imaginación, de la fragilidad de
los nervios, que nos lleva a apiadarnos, a estreme-
cernos, a admirar, a temer, a sumirnos en confusión,
a llorar, a perder el sentido, a socorrer, huir, gritar,
enloquecer, exagerar, despreciar, desdeñar, y a per-
der toda idea precisa acerca de lo verdadero, de lo
bueno y de lo bello; a ser injusto, demente".
¿Era cuestión, pues, para Diderot, de demostrar
que la ''enfermedad'' recién descrita por él no cons-
tituye la facultad principal del artista de jerarquía, en
particular del gran actor de teatro? Si en eso reside
toda su paradoja, ¡hermosa paradoja!
Si no se tratara más que de una confusión en el
sentido, a eso podría limitarse la discusión. Porque
es evidente que los manejos del juego escénico exi-
gen, por el contrario, órganos resistentes, y que una
blandura excesiva de por sí, la facilidad hacia las
emociones desbordantes, ofrecen un material dema-
siado tierno e informe como para grabar en él esas
fuertes imágenes que el arte del comediante trata de
desarrollar.
Pero, en más de una ocasión, Diderot contradijo
su propia tesis, permitiendo que el sentido común se
explayara sobre el tema.

Así, escribe a la señorita Jodin: "El actor que
sólo posee sentido común y raciocinio, es frío; el
que sólo posee labia y sensibilidad, está loco. Lo que
torna sublime al hombre es cierto temperamento,
mezcla de sentido común y de ardor. No tratéis pues
nunca de ir más allá de vuestra propia sensibilidad; tratad de
que sea exacta".
Excelente precepto, en el que se equilibran el
respeto hacia el don natural y la consideración justa
de la enseñanza. La frase que subrayo debería servir
de regla para toda iniciación dramática.
En el Deuxième Entretien sur le Fils naturel, leemos:
"Una actriz de poca inteligencia, no muy penetrante,
pero de gran sensibilidad, comprende sin dificultad
una situación moral, y encuentra, sin pensarlo, el
acento que conviene a varios sentimientos diferen-
tes que se funden juntos".
Pareciera aquí que la palabra "sensibilidad" sea
tomada como sinónimo de "exactitud". Y he aquí que
el espíritu tornadizo de Diderot toma otra dirección.
Se apodera de algo verdadero. Y se apresta a exage-
rarlo:
"No es el precepto, sino algo más inmediato,
más íntimo, más oscuro, y más cierto lo que los guía
(a los actores de teatro) y los ilumina."

Llegamos a los dominios del misterio. Diderot lo
percibe. Pero, sin renunciar por ello a su antago-
nismo formal entre lo sensible y lo razonable, sin
analizar ese "otro algo", ese tertium quid que tanto
nos interesa, hilvana una ligera explicación sin pro-
fundizarla, pasa de largo ante ese misterio sin apor-
tar la menor claridad, y lo contemplamos a punto de
otorgar plenos poderes a la sensibilidad, tal como
los atribuyera al raciocinio:
"Abandonad la técnica -escribe a Mme. Ric-
coboni- ...Es la muerte del genio."
Sin embargo, al hablar de la misma Mme. Ricco-
boni, Diderot afirmaba que ella fue víctima de su
sensibilidad, "por sobre la cual no supo elevarse ja-
más". Lo cual parece implicar que todo nace de la
sensibilidad, pero que no se desliga y eleva sino a
través de la inteligencia, tal como Diderot lo reco-
noce en su apóstrofe a Garrick: "Roscius inglés,
célebre Garrick... No me has dicho, acaso, que aun-
que sintieras hondamente, tu trabajo sería débil si, cual-
quiera que fuera la pasión... que debieras expresar,
no supieras elevarte con el pensamiento...".
 Roscius: actor romano, amigo de Sila y de Cicerón; murió en
 (A. D.)
Finalmente, es a lo más profundo del hombre,
más allá de la sensibilidad, es al alma misma que
Diderot apela, en este otro pasaje de una carta a la
señorita Jodin:
"Tratad pues de tener buenas costumbres. Tal
como hay una diferencia infinita entre la elocuencia
de un hombre honesto, y la de un sofista que dice lo
que no siente, igual diferencia debe existir entre la
actuación, en escena, de una mujer decente, y la de
una mujer envilecida, degradada por el vicio, que
parlotea máximas virtuosas."
Hay, pues, algo en el actor que depende de lo
que éste sea, que atestigua su autenticidad, que se
adueña de nosotros por el timbre de su voz, sin su-
perchería posible, y desde que aparece en escena,
antes de pronunciar palabra, por su simple presen-
cia. Ese algo es el que, en nuestra época, distinguía,
entre todas, a una actriz como la Duse. Es una cua-
lidad nata, a la que el arte puede ayudar a llevar a su
máxima expresión, pero a la que no sería capaz de
imitar.
..."el arte de imitar todo", dice Diderot.




Existe en el niño, en forma de facultad instintiva.
Se anquilosa, a medida que el hombre surge, y que el
carácter se forma. Luego se endurece.

Algunos hombres, en la vida, permanecen va-
cantes, disponibles. No se introducen en su perso-
naje y parecen aptos para representarlos todos.
Persiguen, en vano, una sinceridad propia. Se apo-
deran de la primera que viene, que no dura mucho.
Los sentimientos que experimentan, las pasiones
con que se prendan, las ideas que adoptan no los
llenan nunca del todo. Siempre les sobra un lugar-
cito.
Ciertos personajes, en las comedias, entre los ca-
racteres enceguecidos y sumidos en la pasión, de-
sempeñan el papel de la clarividencia, del desapego,
de la malicia y de las transformaciones. Imitan cual-
quier voz y se ajustan cualquier máscara: Ruzzante,
Antolycus, Scapin...
" ...el arte de imitar todo -dice Diderot-, o lo que
es igual, una misma aptitud para todo tipo de carac-
teres y papeles."
Diderot pretende ver en esto todo el arte del
comediante.
Las dos cosas no significan lo mismo. Algunos
actores jamás harán otra cosa que imitar a sus per-
sonajes. Actúan según el modelo. La pura facultad
de imitación, que está muy difundida, a menudo es
superficial. No es aquello que distingue al tempera-
mento de un actor verdadero. El viejo Salvini, a
quien tuve la ocasión de encontrar en Florencia po-
co tiempo antes de su muerte, me decía con cierto
desdén, al hablar de algunos actores modernos en
los que observaba esa flexibilidad excesiva: son más-
caras.
Nos muestran a Garrick, asomando la cabeza
por una puerta entornada, haciendo pasar su cara,
"en el intervalo de cuatro a cinco segundos... de la
alegría delirante a la alegría moderada, de esta ale-
gría a la tranquilidad, de la tranquilidad a la sorpre-
sa, de la sorpresa al asombro, del asombro a la
tristeza", etc... etc... Y Diderot exclama triunfal-
mente: "Su alma ¿habrá podido experimentar todas
esas sensaciones y ejecutar, de acuerdo con el sem-
blante, esa especie de gama? No lo creo, ni usted
tampoco". ¡Nosotros tampoco, por cierto! "¿Es po-
sible reír y llorar a discreción? Se esboza el gesto
más o menos fiel, más o menos engañador"... Eso es
evidente. Para mí no tiene valor el comediante cuyo
objetivo es ese "engaño", y con el cual consigue fá-
cilmente el éxito. Creo ver en él, el rostro de que ha-
blaba Salvini, excesivamente flexible, trabajado en
demasía. Pero hay aquí, sin duda, un malentendido.
En esa pequeña sesión, hecha para asombrar de im-
proviso a un grupo de aficionados, Garrick no ha
representado un papel, ni encarnado a un personaje.
Se ha mostrado, sin entregarse. Ha esbozado la
"mueca" de su arte, un ejercicio de caretas, con todo
el virtuosismo que le permite su maestría, una "es-
cala" como la que nosotros ordenamos hacer a
nuestros alumnos, advirtiéndoles no poner en ella
más sentimiento del que una "gama" necesita, y para
enseñarles "por principios" a "desarmar" su cara.
Eso es, pienso yo, lo que Scaramouche enseñaba a
Molière.
Decíais que un actor entra en un papel, que se
desliza en la piel de un personaje. Me parece que
esto no es exacto. Es el personaje quien se acerca al
comediante, quien le pide todo lo que necesita para
vivir a sus expensas, y que poco a poco lo reempla-
za en su piel. El artista trata de dejarle en libertad de
acción.
No basta con ver bien un personaje, ni con com-
prenderlo bien, para ser capaz de convertirse en ese
personaje. Tampoco es suficiente con poseerlo, para
darle vida. El debe ser el poseedor.
Un exceso de inteligencia engaña al actor. Los
más sagaces, los más dotados, aparentemente, de
imaginación, los que van al encuentro del personaje
más fácilmente, no son generalmente los más since-
ros, ni los más seguros. El personaje se resiste al
que no observa hacia él las formas y miramientos
necesarios. Hay que saber apoderarse de él, o más
bien permitirle que se apodere de nosotros.
Ciertos sentimientos no llegan a incorporarse al
personaje, ni a dejarse experimentar por él si no van
acompañados de ciertos movimientos, de ciertos
gestos, de ciertas contracciones localizadas, o con
una vestimenta especial, o en función de ciertos
accesorios.
La virtud de la máscara es más convincente aún.
Simboliza perfectamente la posición del intérprete
con respecto al personaje, y demuestra en qué senti-
do tiene lugar la fusión entre uno y otro. El actor
que trabaja provisto de una máscara recibe de ese
objeto de cartón la realidad de su personaje. Es
mandado por él y le obedece de manera irresistible.
Apenas se la coloca, siente fluir en él una vida que
no poseía, que ni aun sospechaba. No solamente su
cara, sino toda su persona, y el carácter mismo de
sus reflejos, en los que ya se pre-forman ciertos
sentimientos que era incapaz de sentir o fingir con
la cara descubierta.
Si es un bailarín, todo el estilo de su danza, si es
actor el acento mismo de su voz, le será dictado por
su máscara -en latín, persona-, es decir por un perso-
naje, sin vida mientras no se lo asimile, el cual desde
afuera ha venido a apoderarse de él y a él va a subs-
tituirse.
Tentación bien conocida de los actores hechos
al oficio: la de levantar por un instante la máscara,
de ausentarse furtivamente del papel, de burlarse de
la ilusión que se representa. Así ponemos a prueba
nuestra maestría, nuestra seguridad. Cedemos a la
necesidad de convencernos de que nuestro perso-
naje no nos ha absorbido, consumido, suprimido,
suplantado, por completo. Lucien Guitry ponía a
menudo esta pequeña distancia momentánea entre
su papel y su persona. Esta fantasía es comparable a
la del acróbata que arriesga un paso en falso, no
tanto para conmover al espectador como para con-
cederse a sí mismo una sensación extra de seguri-
dad.
Que el actor no siempre siente lo que representa,
que dice el texto sin representar ni el personaje ni la
situación, que consigue actuar sin falta aparente, es
decir casi justa y correctamente, aunque no esté do-
minado por la emoción, todo esto es cierto. Es su
fracaso. Es la pendiente recorrida por los perezosos
y los mediocres. Es el martirio al que los mejores se
exponen diariamente, ya que ninguno de ellos puede
decir si no se sentirá repentinamente devastado por
la ausencia de sentimientos en uno de esos terribles
momentos en los que él se oye hablar, se ve actuar,
momentos en los que él se juzga a sí mismo, y
cuanto más se juzga, peor es.
Diderot dirá que "se ha agitado sin sentir nada".
Si se ha "agitado" en forma visible, es porque,
efectivamente, no sentía. Lo hacía para sentir.
El pensar en una sensibilidad que se persigue a sí
misma, en una espontaneidad que se busca, en una
sinceridad que se perfecciona, provoca una fácil
sonrisa. Pero no nos apresuremos a sonreír. Refle-
xionemos más bien sobre la naturaleza de un oficio
que tiene tanto que comentar. La lucha del escultor
con la arcilla a la que modela no es nada si la com-
para con la resistencia que ofrecen al comediante su
cuerpo, su sangre, sus extremidades, su boca y todos
sus órganos.
Imagino a un comediante ante el libreto de un
papel que le gusta y que comprende, cuyo carácter
está de acuerdo con su modo de ser, y cuyo estilo se
adapta a sus medios. La satisfacción hace asomar a
sus labios una sonrisa. Este papel lo interpreta sin
esfuerzo. En la primera lectura, sorprende por su
precisión. Todo está magistralmente indicado, no
solamente el espíritu general de la obra, sino hasta
los matices. Y el autor se regocija por haber encon-
trado el intérprete ideal que llevará su obra a las nu-
bes: "Espere -le dice el actor- todavía no lo he con-
seguido". Porque el actor no se engaña con respecto
a esta primera toma de posesión, en que sólo reina-
ba el espíritu.
He aquí el momento en que el actor comienza su
trabajo. Ensaya en voz baja, con precaución, como
preso del temor de amedrentar algo en su interior.
Esos ensayos confidenciales conservan aún la cali-
dad de la lectura. Los matices de la emoción son
aún perceptibles para algunos oyentes privilegiados.
El actor, ahora, posee su papel, de memoria. éste es
el momento en que comienza a poseer un poco me-
nos a su personaje. El artista ve lo que quiere hacer.
Compone y desenvuelve. Coloca las ligaduras, las
pausas. Razona sus movimientos, clasifica sus ges-
tos, repite sus entonaciones. Se mira y se oye. Se
aleja de sí. Se juzga. Pareciera que ya no puede dar
nada más de sí mismo. A veces se interrumpe en su
trabajo para decir: esto yo no lo siento. Propone, a
menudo con razón, una modificación del texto, una
inversión de la frase, un retoque de la mise en scène
que le permitiría, así lo cree, sentir mejor. Busca
cómo llegar a la postura debida, al estado de sentir:
un punto de partida, que a veces estará en la mímica,
o en el diapasón de la voz, en un relajamiento facial
particular, en una simple respiración... Trata de ob-
tener armonía. Tiende sus redes. Organiza la captu-
ra de algo que él ha comprendido y presentido hace
tiempo, pero que se mantiene exterior a él, algo que
aún no ha penetrado en él, ni morado en él... Escu-
cha con ánimo distraído las indicaciones esenciales
impartidas por el director, sobre las emociones del
personaje, sus móviles, su mecanismo psicológico
entero. Y sin embargo, su atención parece absorbida
por detalles irrisorios.
Es entonces cuando el autor, con cortesía exce-
siva, toma del brazo a su ilustre intérprete y le habla
al oído: "Pero, querido amigo, ¿por qué no continúa
su actuación del primer día? Era perfecta. Sea usted
mismo".
El actor ya no es él mismo. Y todavía no es "el
otro". Lo que hacía el primer día, lo olvida a medida
que se pone en condiciones de representar su papel.
Se ha visto obligado a renunciar a la espontaneidad,
a lo natural, a los matices, y a todo el placer que le
proporcionaba su trabajo, para cumplir con la tarea
difícil, ingrata, minuciosa, consistente en extraer de
una realidad literaria y psicológica, una realidad es-
cénica. Ha debido poner en su lugar, dominar, asi-
milar todos los procedimientos de metamorfosis
que, al mismo tiempo, son los que lo separan de su
papel y los que lo llevan a él. Recién cuando haya
terminado ese estudio de sí mismo en relación a un
personaje dado, puesto en acción todos sus medios,
ejercitado todo su ser en servir a las ideas que con-
cibiera y a los sentimientos para los que prepara un
sendero en su cuerpo, en sus nervios, en su espíritu,
en lo más profundo del corazón, recién entonces
volverá a ser el dueño de sí mismo transformado, y
tratará de entregarse.
Por fin el actor llena su papel. No descubre en
éste nada de vacío, ni de ficticio. Podría vivirlo sin
palabras. Confronta su sinceridad con ese hermoso
"silencio interior" de que hablaba Eleonora Duse.
Ved a ese hombre exhibido en el teatro, ofrecido
en espectáculo, puesto en tela de juicio. Entra en un
mundo diferente. Asume esa nueva responsabilidad.
Por ella, sacrifica todo un mundo real: preocupacio-
nes, dificultades, dolor, sufrimiento o, mejor dicho,
se libera de éste gracias a aquél. Mas la actitud de los
comparsas en escena, una reacción de la sala, cual-
quier desorden entre bambalinas, una luz que se
funde, el pliegue de un tapiz, un error de dirección,
el olvido de algún accesorio, un percance de la ves-
timenta, una laguna en la memoria, un lapsus de ar-
ticulación, un pasajero descenso de su fuerza vital,
todo lo amenaza, todo se confabula contra él, quien
por sí solo, debe dominarlo todo; a cada momento,
todo puede interponerse entre su sinceridad, a la
que nada podría forzar si así lo quisiera ésta, y el
papel que debe representar de buen o mal grado.
Cualquiera cosa puede desposeerlo de aquello que el
actor creía haber dominado mediante un prolonga-
do trabajo, y separarlo del personaje que había
creado con su sustancia, pero que puede sufrir, tal
como ella, alteraciones profundas y súbitas.
El momento de alzar el telón lo sorprende... sus
primeras palabras han surgido casi contra su vo-
luntad... ya está desunido. Lo veo retorcer la punta
de su corbata. Por un instante, deja de sentir. Se bate
en retirada. Busca un punto de apoyo. Respira pro-
fundamente. Pienso que se recuperará, porque co-
noce su oficio. Me decía que la confusión
provocada por esos accidentes fútiles prueba que no
sentía su papel. Yo creo que cuando más sensible es
un actor, más propenso es a esos vértigos. Pero el
artista volverá nuevamente a sentir emociones...
porque conoce su oficio.
Supongamos que no haya cesado de sentir. Llega
a la plenitud. Pero esta misma plenitud, debemos
medirla. Hay una medida para la sinceridad, tal co-
mo hay una medida para la técnica. ¿Diremos que el
actor no siente nada porque sabe aprovechar su
emoción? ¿Que esas lágrimas que se deslizan y que
esos sollozos son fingidos, porque no alteran sino
apenas su dicción? ¿No debemos admirar, más bien,
renunciando a comprenderlo del todo, ese admira-
ble instinto, ese don natural y de razón que, hace
unos instantes, ponía al actor turbado en la pista de
la sensibilidad y que ahora previene a su emoción de
no descomponer su actuación? Semejante actuación
necesita una cabeza "de hierro", como lo expresa
Diderot, pero no "de hielo", como había escrito al
principio. Se necesitan también unos nervios flexi-
bles y resistentes, y unas operaciones interiores ra-
pidísimas y muy delicadas.
Poner en duda la sensibilidad del actor, a causa
de su presencia de ánimo, es negarla a todo artista
que respeta las leyes de su arte, no permitiendo nun-
ca que el tumulto emotivo paralice su alma. El ar-
tista reina, con un corazón tranquilo, sobre el de-
sorden de su rincón de trabajo y de sus
herramientas. Cuanto más lo invade y excita una
emoción, tanto más su cerebro se torna lúcido. Esa
calma y esta excitación son compatibles, como su-
cede con la fiebre y la embriaguez.
..."abarcar toda la extensión de un gran papel,
regular sus claros y sus oscuros, lo dulce y lo débil,
mostrarse igual en las partes tranquilas que en las
agitadas, ser variado en los detalles, armonioso e
indivisible en conjunto, y adquirir un sistema soste-
nido de declamación... eso es obra de un cerebro
frío, de un juicio profundo, de un gusto exquisito,
de penosos estudios, de larga experiencia y de una
tenacidad de memoria poco común". Diderot tiene
razón: "Todo ha sido medido, combinado, aprendi-
do, ordenado" en el cerebro del comediante. Pero si
su juego escénico no es más que la expresión de su
maestría y como la exposición de un método exce-
lente, o bien se adormece en la rutina, o se disipa en
los manejos del virtuosismo. Lo absurdo de la "pa-
radoja" consiste en poner los procedimientos pro-
pios del oficio a la libertad del sentimiento, y negar,
en el artista, su coexistencia y su simultaneidad.
Lo esencial del comediante es entregarse. Para
darse, es necesario que primeramente se posea a sí
mismo. Nuestro oficio, con la disciplina que presu-
pone, con los reflejos que fijara y a los que dirige, es
trama propia de nuestro arte, junto con la libertad
que éste exige y los encandilamientos que encuentra
a su paso. La expresión emotiva se desprende de la
expresión adecuada. No solamente la técnica no ex-
cluye la sensibilidad: sino que la autoriza y la pone
en libertad. Es su soporte y su guardián. Es gracias
al oficio que podemos abandonarnos, porque gra-
cias a él sabremos volver a encontrarnos. El estudio
y observancia de los principios, un mecanismo infa-
lible, una memoria segura, una dicción obediente, la
respiración regular y los nervios en reposo, la cabe-
za y el estómago livianos, nos proporcionan tal se-
guridad que nos inspira audacia. La regularidad en
las inflexiones de la voz, en las posiciones y los mo-
vimientos conserva la vivacidad, la claridad, la va-
riedad, la invención, la igualdad, la renovación. Nos
permite improvisar.
¡No resulta monstruoso que ese actor,
en una simple ficción, en una pasión imaginaria,
tenga el poder de hacer entrar su alma, a la fuerza, en un
concepto propio, a tal punto que su influencia haga palidecer
su rostro todo;
los ojos llenos de lágrimas, la emoción al descubierto,
la voz quebrada, y toda esa operación adaptando
las formas convenientes a su idea?
(HAMLET, Acto , Escena II)
Shakespeare describe, como un actor, la con-
ducta del hombre que actúa sobre sí mismo hacien-
do vivir a un personaje imaginario... Interpretar,
consiste primeramente en deslizarse en el conoci-
miento de lo que se va a representar. Es formarse
un concepto. Es, seguidamente, poseer el poder de
introducir, por la fuerza, su alma en ese concepto:
force his soul... to his own conceit. La inteligencia, reforza-
da por la experiencia y el razonamiento, elabora
ideas coherentes y variadas. La sensibilidad las ani-
ma y les da calor. En su interior, y en los límites de
una operación misteriosa, precaria, sometida a toda
clase de circunstancias y particularidades, que re-
vestirá cada vez más exactamente la idea -lo que Di-
derot llama: un fantasma- de las formas necesarias,
de los signos tangibles en los que el espectador re-
conocerá la naturaleza de los sentimientos que se
agitan dentro del actor, suiting with forms to his conceit...
A medida que esos signos se afirman, en precisión,
en acento, en profundidad, a medida que se apo-
deran del cuerpo y de sus costumbres, estimulan a
su vez los sentimientos interiores que realmente, y
en forma progresiva se instalan en el alma del actor,
la invaden, la suplantan. Es a esta altura del trabajo
que germina, madura y crece una sinceridad, una es-
pontaneidad conquistada, obtenida, de la que po-
demos decir que actúa como una segunda
naturaleza, que inspira a su vez las reacciones físicas
y les confiere autoridad, elocuencia, naturalidad y
libertad.
¿...y  todo eso para nada, para Hécube? ¿Y qué es Hécube
para él, o él para Hécube, para que aquél derrame lágrimas
por ella?
¿En qué reside el secreto de una imaginación
que coloca al actor a la altura de los tormentos del
príncipe Hamlet o de las desdichas de Edipo, in-
cestuoso y parricida?
A esta pregunta, podemos ofrecer una respuesta.
La de Goethe: "Si yo -dice- no hubiera ya llevado en
mí el mundo por presentimiento, aun con los ojos
abiertos hubiera permanecido ciego".




PRIMER INTERLOCUTOR . No hablemos más del
asunto.
SEGUNDO I NTERLOCUTOR . ¿Por qué?
PRIMERO. Es la obra de su amigo.
SEGUNDO. ¿Qué importa?
PRIMERO. Mucho. ¿Por qué he de ponerle a us-
ted en la disyuntiva de menospreciar su talento o mi
juicio, rebajando así la buena opinión que tiene de él
o la que tiene de mí?
SEGUNDO. Eso no ocurrirá, pero si así fuese, mi
amistad por ambos, fundada en cualidades más
esenciales, no saldría disminuida.
PRIMERO. Quizá.
 Se refiere a Garrick o Los actores ingleses, folleto anónimo que
también mereciera un breve ensayo de Diderot, anterior a La
paradoja del comediante, en el cual ya adelanta algunas ideas
contenidas en este trabajo. (N. del T.)
SEGUNDO. Estoy convencido. ¿Sabe a quién me
recuerda en este momento? A un autor, conocido
mío, que suplicaba de rodillas a una mujer, de quien
estaba enamorado, que no asistiese al estreno de una
obra suya.
PRIMERO. Su autor era modesto y prudente.
SEGUNDO. Temía que el tierno sentimiento que
inspiraba dependiera de su mérito literario.
PRIMERO. Cosa muy probable.
SEGUNDO. Y que un fracaso público lo rebajase
a los ojos de su amante.
PRIMERO. Que al perder la estima perdiera el
amor. ¿Le parece ridículo?
SEGUNDO. Así se lo juzgó. Pero su enamorada
compró un palco, y nuestro autor tuvo el mayor
éxito, y sólo Dios sabe cómo fue besado, festejado,
mimado.
PRIMERO. Más lo habría sido si hubiesen silbado
la obra.
SEGUNDO. No lo dudo.
PRIMERO. Pero yo persisto en mi opinión.
SEGUNDO. Persista, si quiere, pero como no soy
una mujer, me agradaría su explicación.
PRIMERO. ¿De verdad?
SEGUNDO. Sí, de verdad.
PRIMERO. Sería más fácil callar que disimular mi
pensamiento.
SEGUNDO. Lo creo.
PRIMERO. Seré severo.
SEGUNDO. Es lo que exigiría mi amigo.
PRIMERO. Pues bien, ya que usted se empeña, le
diré que la obra está escrita en un estilo atormenta-
do, oscuro, retorcido, declamatorio, con abundantes
frases remanidas. Finalizada su lectura, un gran co-
mediante no sería mejor, ni un actor mediocre deja-
ría de ser menos mediocre. A la naturaleza
corresponde dotar de cualidades: figura, voz, refle-
xión, agudeza; al estudio de los grandes modelos, al
conocimiento del corazón humano, a la fre-
cuentación del mundo, al trabajo asiduo, a la expe-
riencia y al hábito del teatro, tocan perfeccionar el
don de la naturaleza. El comediante imitador puede
llegar al punto de representarlo todo pasablemente,
sin que haya nada que reprender o alabar en su eje-
cución.
SEGUNDO. O criticarlo todo.
PRIMERO. Como quiera. El comediante de tem-
peramento es muchas veces detestable; a veces ex-
celente. Pero desconfíe de una medianía constante,
ya sea en un género o en otro. Por mal que se juzgue
a un principiante, es fácil presentir sus triunfos ve-
nideros. Las silbatinas sólo matan a los ineptos.
¿Cómo podría la naturaleza sin el arte formar a un
gran comediante, puesto que nada ocurre en la es-
cena del mismo modo que en la realidad, y que los
poemas dramáticos están compuestos con arreglo a
un sistema determinado de principios? ¿Y cómo
podría un papel ser representado del mismo modo
por dos actores diferentes, ya que en el escritor más
claro, más preciso, más enérgico, las palabras no
son ni pueden ser sino signos aproximados de un
pensamiento, de un sentimiento, de una idea; signos
cuyo valor han de completar el movimiento, el ges-
to, la entonación, el rostro, la mirada, las circunstan-
cias del momento? Cuando ha oído estas palabras:
-¿Qué hace ahí vuestra mano?
-Palpar vuestro traje; es una rica tela.
Pese bien lo que sigue, y comprenderá cuán fre-
cuente y fácil es que dos interlocutores, empleando
las mismas expresiones, piensen y digan cosas del
todo diferentes. El ejemplo que voy a darle es una
suerte de prodigio: es la obra misma de su amigo.
Pregunte a un comediante francés lo que opina de
ella y afirmará que todo lo que dice es cierto. Haga
la misma pregunta a un comediante inglés y jurará by
God que no puede quitársele una coma, que es el sa-
crosanto evangelio de la escena. Sin embargo, no
hay nada de común entre la manera de escribir la
comedia y la tragedia en Inglaterra y la manera de
escribirse dichos poemas en Francia, ya que según el
propio Garrick, quien interpreta sobresalientemente
una escena de Shakespeare no puede acertar ni el
primer acento de la declamación de una escena de
Racine y, enlazado por los versos armoniosos de
este último como por otras tantas serpientes enros-
cadas a su cabeza, a sus pies, a sus piernas y a sus
manos, su acción perdería toda su libertad: se dedu-
ce con la mayor evidencia que el actor francés y el
actor inglés, aunque convienen unánimes en la ver-
dad de los principios sentados por su autor, no lo-
gran entenderse, porque hay en el lenguaje del teatro
una latitud y una vaguedad bastante considerable
para que hombres sensatos, de opiniones dia-
metralmente opuestas, crean reconocer allí la luz de
la evidencia. Conviene, pues, permanecer adicto a la
máxima: "No se explique si quiere entenderse".
SEGUNDO. ¿Así que usted cree que en toda obra,
y sobre todo en ésta, hay dos sentidos distintos,
ambos encerrados en las mismas expresiones, el
uno en Londres, el otro en París?
PRIMERO. Y que esos signos presentan tan clara-
mente esos dos sentidos, que su amigo se ha enga-
ñado, puesto que asociando nombres de comedian-
tes ingleses a nombres de comediantes franceses,
aplicándoles los mismos preceptos y concediéndo-
les idénticos elogios y censuras, ha imaginado sin
duda que lo que decía respecto de los unos era
igualmente justo respecto de los otros.
SEGUNDO. Por lo que dice, ningún otro autor ha
incurrido en tantos contrasentidos como ése.
PRIMERO. Las mismas frases de que se sirve
enuncian una cosa en la encrucijada de Bussy y otra
diferente en la de Drury Lane, según tengo el pesar
de comprobarlo. Pero el punto importante sobre el
que diferimos completamente su autor y yo es el que
se refiere a las cualidades esenciales de un gran co-
mediante. Yo reclamo de él mucho discernimiento,
que sea un espectador frío y sereno; en consecuen-
cia, le exijo mucha penetración y ninguna sensibili-
dad, esto es, el arte de imitarlo todo, o sea una apti-
tud semejante para todo género de caracteres y para
toda clase de papeles.
SEGUNDO. ¡Ninguna sensibilidad!
PRIMERO. Ninguna. Todavía no he encadenado
bien mis razones y por eso me permitirá que las va-
ya exponiendo según se me ocurran, siguiendo en su
desorden la obra de su amigo.
Si el comediante fuera sensible, de buena fe, ¿le
sería posible representar dos o más veces seguidas
el mismo papel con el mismo calor y el mismo éxi-
to? Muy ardoroso en la primera representación, es-
taría agotado y frío como un mármol en la tercera.
Si, al contrario, en lugar de ser un hombre dotado
de sensibilidad, fuera un observador atento, un es-
merado imitador, un discípulo aplicado de la natu-
raleza, la primera vez que se presentase en la escena
con el nombre de Augusto, Cinna, Agamenón,
Orosmanes, Mahomet, copista riguroso de sí mismo
o de sus estudios y observador perseverante de
nuestras sensaciones, su arte, entonces, lejos de de-
bilitarse, se fortalecería con sus nuevas reflexiones;
se exaltaría o se templaría, y cada vez quedaríamos
más satisfechos de su interpretación. Si es él cuando
representa, ¿cómo podría dejar de serlo? Y si quiere
dejar de serlo, ¿cómo hallaría el punto justo en que
debe situarse y detenerse?
Lo que me confirma en mi opinión es la de-
sigualdad de los actores que interpretan con alma
sus papeles. No espere de ellos la menor unidad. Su
estilo es alternativamente fuerte y endeble, cálido y
frío, chato y sublime. Fracasarán mañana en el pa-
saje en que hoy sobresalieron, o se distinguirán
donde la víspera se deslucieron. Pero el comediante
reflexivo, estudioso de la naturaleza humana, que
imita de manera constante cualquier modelo ideal,
por imaginación y por memoria, será siempre el
mismo en todas las representaciones, y siempre per-
fecto. En su mente todo ha sido ordenado, calcula-
do, combinado, aprendido; no hay en su decla-
mación ni monotonía ni disonancias. El fuego de su
expresión tiene su progresión, sus impulsos, sus re-
misiones, su comienzo, su medio, su extremo. En
las mismas escenas, siempre los mismos acentos, las
mismas actitudes, los mismos gestos; si hay diferen-
cia de una a otra representación, será generalmente
con ventaja de la última. No se dirá de él que "tiene
sus días", será un espejo siempre dispuesto a reflejar
los objetos y a mostrarlos con la misma precisión, la
misma fuerza, la misma verdad. Al igual que el poe-
ta, va a inspirarse en el fondo inagotable de la natu-
raleza, porque si no muy pronto vería agotada su
propia riqueza.
¿Hay, acaso, arte más perfecto que el de la Clai-
ron? No obstante, si se la sigue y estudia, tendremos
la prueba de que a la sexta representación ya sabe de
memoria todos los detalles de la obra y las frases de
su papel. Sin duda, la artista se ha forjado un mo-
delo al cual se ajusta; sin duda, su modelo es el más
alto, el más grande, el más perfecto que le fue posi-
ble concebir, pero ese modelo tomado de la historia
o creado por su imaginación, como un gran fantas-
ma, no es ella. Si ese modelo fuera de su altura, su
acción sería muy endeble y pequeña. Cuando a fuer-
za de trabajo se ha acercado al límite del modelo
ideal, todo está hecho. No le queda sino sostenerse
allí, no abandonar la posición conquistada, lo cual
es una mera cuestión de memoria y ejercicio. Asis-
tiendo a sus ensayos, le diremos muchas veces:
"Muy bien", pero ella nos responderá: "Están equi-
vocados". Y del mismo modo que Le Quesnoy, dirá:
''¡Basta! Lo mejor es enemigo de lo bueno: cuidado
con echarlo a perder todo...". "Sólo ven lo que hago
-replicaba el artista, agotado de cansancio, al cono-
cedor extasiado- pero no ven lo que imagino, lo que
persigo".
No dudo que la Clairon ha experimentado en sus
primeros ensayos el tormento de Le Quesnoy, pero,
pasada la lucha, cuando se ha elevado a la altura de
su fantasma, se domina por completo y se repite sin
emoción. Como sucede a veces con el ensueño, su
frente llega a las nubes, sus manos van a buscar los
confines del horizonte; es el alma del maniquí que la
envuelve, adherido a ella por efecto del estudio.
Tendida con negligencia en un canapé, inmóvil, con
los brazos cruzados y con los ojos cerrados, puede
seguir de memoria su ensueño, su ideal, oírse, verse,
juzgarse y juzgar la impresión que provocará. En
este momento tiene un doble ser: es la pequeña Clai-
ron y la grande Agripina.
SEGUNDO. A juzgar por sus reflexiones, nada se
asemejaría tanto a un actor en la escena o en sus en-
sayos, que los niños cuando en la noche juegan a los
fantasmas en los cementerios, envolviéndose en sus
sábanas, o levantándolas sobre una percha, dando
lúgubres voces para dar miedo a los transeúntes.
PRIMERO. Tiene razón. No ocurre con la Du-
mesnil lo mismo que con la Clairon. Aquélla sube al
tablado sin saber lo que dirá; la mitad del tiempo no
sabe lo que dice; pero llega un momento sublime.
¿Por qué el actor ha de diferir del poeta, del pintor,
del orador, del músico? No es en la furia del primer
arranque donde se presentan los rasgos característi-
cos, sino en los momentos fríos, tranquilos, comple-
tamente inesperados. No se sabe de dónde proce-
den esos rasgos, que aparecen nacidos de la inspi-
ración. Suspendidos entre la naturaleza y su esbozo,
esos genios miran alternativamente a una y otro; las
bellezas de la inspiración, los rasgos fortuitos que
esparcen en sus obras y cuya súbita aparición les
sorprende a ellos mismos, son de un efecto más se-
guro y de un éxito más cierto que las ocurrencias
preparadas. Pero la serenidad debe atemperar el de-
lirio del entusiasmo.
No es el hombre violento y fuera de sí quien
dispone de nosotros. Esa ventaja está reservada al
hombre que se domina. Los grandes poetas dramá-
ticos son, ante todo, espectadores asiduos de lo que
sucede en torno de ellos, en el mundo físico y en el
mundo moral.
SEGUNDO. Que es uno solo.
PRIMERO. Se apoderan de todo lo que les impre-
siona, lo coleccionan, y de estas reminiscencias pro-
ceden los raros fenómenos que pasan a sus obras.
Los hombres impetuosos, violentos, sensibles, dan
el espectáculo en la escena, pero no gozan de él. El
hombre de genio toma de ellos sus originales. Los
grandes poetas, los grandes actores, y en general, los
grandes imitadores de la naturaleza, dotados de
buena imaginación, juicio cabal, tacto fino y exqui-
sito gusto, son los seres menos sensibles. Sirven a la
vez para demasiadas cosas: se ocupan demasiado en
mirar, reconocer e imitar, como para sentirse viva-
mente afectados en su interior. Los veo continua-
mente con el cuaderno de apuntes y el lápiz en las
manos.
Nosotros sentimos, ellos observan, estudian,
pintan. ¿Lo diré? ¿Y por qué no? La sensibilidad no
suele acompañar al verdadero genio: éste amará la
justicia, pero practicará esta virtud sin gustar su dul-
zura. No es su corazón sino su cabeza la que hace
todo. A la menor circunstancia inopinada el hombre
sensible pierde la cabeza. No sería, pues, en ningún
caso, ni gran rey, ni gran ministro, ni gran capitán,
ni gran abogado, ni gran médico. A los llorones hay
que sentarlos en las butacas del teatro, pero nunca
ponerlos en el escenario. Vea si no las mujeres; nos
superan con creces en materia de sensibilidad. No
existe comparación entre ellas y nosotros en los
instantes de pasión. Nos aventajan en la realidad,
pero no en la interpretación. Es que la sensibilidad
supone siempre debilidad o flaqueza de organi-
zación. La lágrima que se escapa de un hombre ver-
dadero nos conmueve mucho más que el llanto de
una mujer. En la gran comedia, la comedia del
mundo, a la que siempre vuelvo, todas las almas ar-
dientes tienen su lugar, pero los hombres de genio
están en el escenario. Los primeros se llaman locos;
los segundos, ocupados en imitar sus locuras, se
llaman cuerdos. La mirada del discreto es la que
sorprende el ridículo de tanta gente, describiéndola
y hace reír con esos ridículos originales de que to-
dos somos víctimas. El discreto observa y traza la
imitación cómica del original y de vuestro suplicio.
Aunque estas verdades se demostraran, los
grandes comediantes no convendrían en ellas: es su
secreto. Los actores medianos o noveles tal vez las
rechacen; de algunos pudiera decirse que creen sen-
tir, como se ha dicho del supersticioso, que cree
creer, y que no hay salvación para éste sin la fe, y
para el otro, sin la sensibilidad.
Pero -se dirá- los acentos plañideros, los gritos
de dolor que arranca esa madre del fondo de sus
entrañas, agitando violentamente las mías, ¿no son
producidos por el sentimiento?, ¿no son inspirados
por la desesperación? De ningún modo, y la prueba
es que están medidos, que forman parte de un sis-
tema de declamación, que, una vigésima de cuarto
de tonos más bajos o más agudos, y ya son falsos;
que están sometidos a una ley de unidad; que, como
en la armonía, están preparados y resueltos, y sólo
mediante un largo estudio llegan a satisfacer todas
las condiciones requeridas; que, por último, concu-
rren a la solución de un problema formulado. Para
ser justos, esto ha sido reiterado cien veces, y a pe-
sar de estas repeticiones frecuentes, todavía no se
logran. Antes de exclamar: "¿Lloras, Zaida?" o
"Estarás allí, hija mía", el actor se ha escuchado a sí
mismo durante mucho tiempo. Se escucha en el
momento en que conmueve, y todo su talento con-
siste, no en sentir, como ustedes suponen, sino en
expresar de tal modo los signos exteriores del sen-
timiento que pueda engañarnos al oírle. Los gritos
de su dolor están anotados en su oído; los gestos de
su desesperación, en su memoria. Han sido ensaya-
dos delante del espejo, y el actor sabe en qué mo-
mento preciso sacará el pañuelo y dejará correr sus
lágrimas. Vendrán en esta palabra, en esta sílaba, ni
más tarde ni más temprano.
Este temblor de la voz, estas palabras en-
trecortadas, estos sonidos sofocados o arrastrados,
el estremecimiento de sus miembros, la vacilación
de sus rodillas, esos desmayos, esos furores, no son
otra cosa que imitación pura, lección aprendida de
antemano, mueca patética, ficción sublime, cuyo re-
cuerdo conserva el actor después de estudiarlas y de
las que tiene conciencia en el momento de la inter-
pretación. Así conquista la libertad de espíritu, fe-
lizmente para el poeta, el espectador y él, y sólo se
priva, como en los demás ejercicios, de la fuerza del
cuerpo. Una vez descalzado el zueco o el coturno,
su voz se apaga, siente una extrema fatiga, y se va a
mudar de ropa o a acostarse. Pero no queda en su
alma ni turbación, ni dolor, ni melancolía, ni depre-
sión. Sólo el espectador abandona la sala con esas
impresiones. El actor queda con la fatiga y el espec-
tador con la tristeza; aquél se fatigó sin sentir nada,
y éste ha sentido pero sin fatiga. Si no fuese así, la
condición de comediante sería la más penosa de to-
das. Pero el actor no es el personaje, sino la repre-
sentación del mismo, hecha de modo tan perfecto
que se la toma por el personaje mismo. La ilusión
domina al espectador, pero nunca al actor.
Yo me río de las diversas sensibilidades que se
conciertan entre sí para obtener el mayor efecto po-
sible, que tratan de actuar al mismo diapasón, que se
atenúan, o se vigorizan o matizan para formar un
todo único. Insisto y afirmo: "la extrema sensibili-
dad hace actores mediocres; la sensibilidad medio-
cre, a la gran cantidad que hay de malos actores; la
falta absoluta de sensibilidad, a los actores subli-
mes". Las lágrimas del comediante brotan de su ce-
rebro; las del hombre sensible, de su corazón. Las
entrañas sacuden desmedidamente la cabeza del
hombre sensible; la cabeza del comediante comuni-
ca a veces un leve sobresalto a sus entrañas; llora
como un predicador incrédulo al predicar la Pasión,
como un seductor a los pies de una mujer a quien
no ama, pero que quiere engañar, como un por-
diosero en la calle o a la puerta de una iglesia, que
insulta cuando ya desespera de conmover, o como
una cortesana que no siente nada, pero se desmaya
entre los brazos.
¿Ha reflexionado usted alguna vez en la di-
ferencia que existe entre las lágrimas suscitadas por
un suceso trágico y las que se vierten después de un
relato patético? Se oye relatar algo hermoso y la ca-
beza se altera poco a poco, las entrañas se conmue-
ven, corren las lágrimas. Por el contrario, ante un
accidente trágico, el objeto, la sensación y el afecto
se confunden: instantáneamente se conmueve el ser
íntimo, se exhala un grito, se pierde la cabeza, y
brotan las lágrimas. Estas últimas surgen repenti-
namente, las otras se desencadenan gradualmente.
La ventaja que un golpe de teatro natural tiene
sobre una escena de mera elocuencia, es la forma
brusca de provocar la emoción, aunque sea más di-
fícil de realizar, porque se imitan con más facilidad
los acentos que los movimientos y el más pequeño
desajuste en estos, destruye la ilusión buscada.
Es éste el fundamento de una ley que creo no
tiene excepción so pena de frialdad: llevar al desen-
lace por medio de la acción y no por el recitado.
Ya veo su objeción. Usted cuenta algo en una
reunión social, se siente hondamente conmovido,
sus palabras se entrecortan y llega incluso a llorar.
No habla en verso, no ha tenido preparación teatral
previa, y sin embargo logra comunicar a los demás
su emoción, produciendo un gran efecto. Pero lleve
al teatro su aire familiar, su expresión sencilla y do-
méstica, su gesto natural y verá qué pobre y endeble
resulta. Por más lágrimas que derrame, quedará en
ridículo y provocará la risa. Su tragedia resultará una
triste parodia. ¿Cree que las escenas de Corneille, de
Racine, de Molière, de Shakespeare mismo, se pue-
den declamar con tono casero y con voz corriente?
No. Como tampoco pueden contarse las historias
caseras con el énfasis y la amplitud que requiere el
teatro.
SEGUNDO. ¿No será porque Corneille y Racine,
a pesar de ser grandes hombres, nada han hecho
que valga la pena?
PRIMERO. ¡Qué blasfemia! ¿Quién se atreverá a
proferirla y quién la podría aplaudir? Y a propósito,
ni las mismas cosas familiares escritas por Corneille
pueden decirse en tono familiar.
Hay una experiencia que sin duda habrá hecho
cien veces y es que al final de su recitado y en medio
aún del efecto y la emoción provocada en el peque-
ño auditorio de salón, llegue alguien cuya curiosidad
deba de nuevo satisfacer. Le resultará imposible
rehacer el relato porque su alma quedó agotada; no
le quedan sensibilidad, calor, ni lágrimas. ¿Por qué
no le sucede lo mismo al actor? ¿Por qué no está
sujeto a los mismos desfallecimientos? Es que hay
gran diferencia entre el interés que él se toma por un
cuento hecho a capricho y el interés que a usted le
inspiran las desgracias del prójimo. ¿Es usted Cin-
na? ¿Alguna vez ha sido Cleopatra, Merope o Agri-
pina? La Cleopatra, la Merope, la Agripina, el Cinna
del teatro, ¿son, siquiera, personajes históricos? No.
Son imaginarios fantasmas de la poesía. Ni aun eso.
Son los espectros de la forma particular de tal o cual
poeta. Si se dejase en la escena a esa especie de hi-
pogrifos, librados a sus propios movimientos, gesti-
culaciones y gritos, harían bastante mal papel en la
Historia, y ante una reunión de cualquier clase de
nuestra sociedad provocarían las carcajadas. Segu-
ramente se preguntarían los unos a los otros: "¿Está
delirando? ¿De dónde sale ese Don Quijote?
¿Dónde suceden esos cuentos? ¿En qué planeta se
habla así?".
SEGUNDO. ¿Y por qué no se rebelan de igual
modo en el teatro?
PRIMERO. Porque en el teatro es todo con-
vención, de acuerdo con la fórmula dada por el
viejo Esquilo. Es un protocolo que tiene tres mil
años.
SEGUNDO. ¿Durará mucho tiempo aún ese
protocolo?
PRIMERO. Lo ignoro. Todo lo que sé, es que uno
se aparta de él a medida que se acerca a su siglo y a
su país.
¿Conoce situación más semejante a la de Aga-
menón en la escena primera de Ifigenia, que la de
Enrique IV cuando enloquecido por terrores bien
fundados, decía a sus familiares: "¡Me matarán, se-
guro, me matarán!?". Suponga que aquel excelente
hombre, aquel grande y desgraciado monarca, ator-
mentado en la noche por el funesto presentimiento,
se levanta y va a llamar a la puerta de Sully, su mi-
nistro y amigo. ¿Cree usted que habría poeta lo sufi-
cientemente absurdo para hacerle decir al rey
Enrique:
"Sí, es Enrique, tu rey, quien te despierta:
Ven, reconoce la voz que llama a tus oídos..."
y hacer que Sully responda:
"¿Sois vos mismo, señor? ¿Qué apremiante necesidad os
hizo adelantaros de tal modo a la aurora?
Apenas una luz tenue os alumbra y me guía:
sólo vuestros ojos y los míos están abiertos..."?
SEGUNDO. Quizás sea ése el lenguaje verdadero
de Agamenón.
PRIMERO. Ni de Enrique IV ni de Agamenón. Es
el de Homero, Racine, el lenguaje de la poesía. Y
por ser pomposo no puede ser empleado sino por
seres desconocidos, ni hablado sino por bocas poé-
ticas y en tono poético.
Reflexione un momento sobre la verosimilitud
en el teatro. ¿Qué es lo que en el teatro se llama ser
verdadero? ¿Es presentar las cosas como son en la
realidad? No. Si fuese así, lo verosímil no sería más
que lo común. Pues, ¿en qué consiste lo verosímil
en la escena? En la correspondencia de las acciones,
del discurso, de la figura, de la voz, del gesto, con
un modelo ideal que imagina el poeta y que a menu-
do exagera el comediante. Eso es lo maravilloso. El
modelo no influye solamente en el tono, sino que
modifica su aspecto y actitudes. A eso se debe que el
comediante en la calle sea un personaje muy distinto
del comediante en la escena. Quien lo haya visto
únicamente en las tablas, difícilmente lo reconocería
en la calle. La primera vez que vi a la Clairon en su
casa, le dije espontáneamente: "Señorita, yo la creía
mucho más alta".
Una mujer desgraciada, verdaderamente desgra-
ciada puede llorar sin que usted se conmueva; peor
aún, un ligero gesto que la desfigure le hará reír, una
peculiaridad en su acento que disuene en su oído
podrá herirle, cualquier otro movimiento en ella ha-
bitual puede hacer que su dolor le parezca innoble y
grosero. Es que las pasiones excesivas están casi
siempre sujetas a muecas que el actor desprovisto de
gusto copia servilmente, pero que el gran artista
evita. Porque nosotros queremos que el hombre
sometido a los más fuertes tormentos conserve su
condición humana, la dignidad de su especie. ¿Cuál
es el efecto de este heroico esfuerzo? Distraer del
dolor y atemperarlo. Queremos que tal mujer caiga
con ademanes suaves y compuestos, que ese héroe
muera como el antiguo gladiador, en mitad del rue-
do, entre los aplausos del circo, con gracia y noble-
za, en actitud elegante y pintoresca. ¿Quién llenaría
mejor nuestro deseo? ¿El atleta vencido por el do-
lor, descompuesto por su sensibilidad, o el atleta
que dueño de sí y conocedor de las reglas gimnás-
ticas académicas no deja de practicarlas en el mo-
mento de morir? El gladiador antiguo al igual que el
gran comediante, y el gran comediante al igual que el
gladiador antiguo, no mueren como se muere en el
lecho; están obligados, para complacernos, a repre-
sentar otra forma de muerte y el espectador delicado
comprenderá que la verdad desnuda, la acción des-
provista de todo arreglo, sería mezquina y en con-
traste con la poesía del resto.
No es que la pura naturaleza no tenga momentos
sublimes, pero pienso que si hay alguien capaz de
sorprender y conservar su sublimidad, será sin duda
aquel que habiéndolos presentido por exaltación o
genio, los exprese o represente con serenidad y san-
gre fría.
No niego tampoco que haya una especie de ver-
satilidad de entrañas adquirida o ficticia, pero si se
me pide opinión diré que la creo tan peligrosa como
la sensibilidad natural y que conduce al actor al
amaneramiento y la monotonía. Es un elemento
contrario a la diversidad de funciones de un gran
comediante, obligado a menudo a desprenderse de
ella, no siendo posible este renunciamiento de sí
mismo más que a una cabeza de hierro.
Mejor sería, para facilidad y éxito de los estudios,
la universalidad de los talentos y la perfección de la
actuación, no tener que someterse a esta incompren-
sible distracción de sí consigo mismo, cuya dificul-
tad máxima, limitando a cada actor a un solo papel,
condena a las compañías a ser muy numerosas y a
casi todas las obras a ser mal representadas. A me-
nos que se invierta el orden de cosas y no se hagan
las comedias para los actores, que, por el contrario,
y a mi parecer, deberían hacerse para las comedias.
SEGUNDO. Pero si una muchedumbre reunida en
la calle por una catástrofe, desplegase súbitamente,
cada uno en su forma natural, su sensibilidad, sin
ponerse de acuerdo, crearían indudablemente un
maravilloso espectáculo, hecho de mil modelos pre-
ciosos para la escultura, la pintura, la música o la
poesía.
PRIMERO. Es cierto, pero, ¿podría compararse
ese espectáculo con el que resultase de un inteligente
acuerdo, de esa armonía introducida por el artista al
trasplantarlo de la calle a la escena o al lienzo?
¿Cuál es entonces, a su juicio, la magia del arte, si
se reduce a desfigurar lo que la naturaleza bruta y un
orden fortuito habrían hecho mejor que ella? ¿Niega
que el arte puede embellecer a la naturaleza? ¿Nunca
alabó a una mujer diciendo que era bella como una
Virgen de Rafael? ¿En presencia de un hermoso
paisaje, nunca dijo que parecía fantástico? Por otra
parte, me habla de una cosa real y yo de una imita-
ción; se refiere a un instante fugitivo de la naturaleza
y yo hablo de una obra de arte proyectada, con con-
tinuidad, que tiene su progreso y determinada du-
ración. Tome a cada uno de esos actuantes y haga
variar la escena de la calle como en el teatro, mos-
trándolos sucesivamente, bien solos, de dos en dos,
o tres en tres, abandónelos a sus propios movi-
mientos, y verá la extraña cacofonía que resulta. Pa-
ra obviar ese defecto, sométalos a un ensayo gene-
ral. Adiós su sensibilidad natural, y eso se saldrá
ganando.
Con el espectáculo teatral sucede lo que en toda
sociedad bien ordenada: cada uno sacrifica parte de
sus derechos en beneficio de los demás y de la ar-
monía del todo. ¿Quién apreciará mejor la medida
de este sacrificio? ¿El entusiasta? ¿El fanático?
Ciertamente no. En la sociedad será el hombre jus-
to, en el teatro el comediante de cabeza fría. Su es-
cena de la calle es a la escena dramática como una
horda de salvajes a una asamblea de hombres civili-
zados.
Y es ahora el momento de hablar sobre la pérfi-
da influencia que como actor puede ejercer un com-
pañero mediocre sobre un excelente comediante.
Inútil que éste haya concebido su actuación en
grande: se verá obligado a renunciar a su modelo
ideal para ponerse a nivel del pobre diablo con
quien comparte la escena. Prescinde entonces de
estudiar y discurrir. En el escenario se hace instinti-
vamente lo que se hace en la calle o en casa; el que
habla modera el tono de su interlocutor. O si prefie-
re otra comparación, sucede como en el juego del
whist, donde el jugador perderá parte de su destreza
si no puede contar con la destreza de su compañero.
Más. La Clairon le dirá, cuando quiera oírla, que
Lekain, por maldad, le hacía a su antojo quedar mal
o mediocremente, y ella, en represalia, le exponía a
veces a la silbatina. ¿Qué son, pues, dos comedian-
tes que mutuamente se sostienen? Dos personajes
cuyos modelos tienen guardando las debidas pro-
porciones, la igualdad o la subordinación que con-
vienen a las circunstancias en que el poeta les ha
colocado, sin lo cual uno de ellos sería o demasiado
fuerte o demasiado débil, y para salvar esta disonan-
cia raramente el fuerte elevará al débil a su altura,
sino que, conscientemente, descenderá a su nivel.
¿Sabe cuál es el objeto de la repetición de los en-
sayos? Establecer un equilibrio entre el talento di-
verso de los actores, de forma que resulte una ac-
ción general coordinada, pues cuando alguno de
ellos por orgullo se niega a esta armonía, es siempre
en detrimento del recreo que deben brindar. Es raro
que la excelencia de un solo actor compense la me-
diocridad de los otros; por el contrario, contribuye a
destacarla. He visto alguna vez castigada la perso-
nalidad de un gran actor por un público que dicta-
minaba neciamente que estaba exagerado, en lugar
de comprender que todo se debía a la inferioridad
de los que le acompañaban.
Supongamos que usted es poeta y tiene una obra
por representar, y que debe elegir entre actores de
juicio profundo y actores de sensibilidad. Antes de
decidirlo, permítame otra pregunta: ¿A qué edad se
es un gran comediante? ¿A la edad en que se está
lleno de entusiasmo, cuando la sangre hierve en las
venas o el más pequeño choque perturba honda-
mente y la sangre se inflama a la menor chispa? Me
parece que no. Aquel que la naturaleza ha marcado
como comediante no sobresale en su arte hasta que
adquiere una larga experiencia, cuando el fuego de
sus propias pasiones decae, la cabeza se serena y es
dueño de su espíritu. El mejor vino es áspero y áci-
do cuando fermenta, es el reposo de la cuba el que
lo vuelve generoso. Cicerón, Séneca y Plutarco re-
presentan a mi entender las tres edades fases que
componen al hombre. Cicerón, a veces, no es sino
un fuego de pajas que alegra mis ojos. Séneca un
fuego de sarmientos que los hiere; en cambio, si re-
muevo las cenizas del viejo Plutarco, descubro bajo
ellas los encendidos carbones de un brasero que ca-
lienta suavemente.
Barón, a los sesenta años cumplidos, repre-
sentaba al conde de Essex, Sifares, Británico y los
representaba bien. La Gaussin encantaba en el Orá-
culo y La Pupila a los cincuenta años.
SEGUNDO. Sin embargo no tenía el rostro que
correspondía a su papel.
PRIMERO. Es cierto. Y acaso sea éste uno de los
obstáculos insuperables para la excelencia de un es-
pectáculo. Es preciso haber pasado muchos años
sobre la escena y el papel exige a veces la primera
juventud. Si ha podido encontrarse una actriz de
diecisiete años capaz de desempeñar el papel de
Mónica, de Dido, de Pulqueria, de Hermione, es un
prodigio que no se volverá a ver. En cambio, un
comediante viejo no resulta ridículo más que cuan-
do las fuerzas le abandonan del todo o cuando una
actuación inferior no salva el contraste entre su ve-
jez y su papel. Sucede en el teatro lo que en la socie-
dad: no se reprochan las liviandades de una mujer
cuando tiene suficiente talento u otras virtudes que
encubren sus vicios.
Tenemos como ejemplo presente a la Clairon y
Molé. Al comienzo de su carrera actuaban casi co-
mo autómatas, después se revelaron verdaderos
actores. ¿Cómo sucedió eso? ¿Adquirieron alma,
sensibilidad y corazón a medida que avanzaban en
edad?
Hace muy poco, después de diez años de ausen-
cia del teatro, cuando la Clairon quiso reanudar su
carrera, trabajó mediocremente. ¿Es que había per-
dido su alma, su sensibilidad, su corazón? De nin-
guna manera; lo que había perdido era la memoria
de sus papeles. Si no, el futuro lo dirá.
SEGUNDO. ¿Cómo? ¿Cree que aún volverá al
teatro?
PRIMERO. O se morirá de aburrimiento. ¿Con
qué cree que pueden reemplazarse los aplausos del
público y una gran pasión?
Si tal actriz o tal actor estuviesen profundamente
conmovidos, ¿pensaría el uno en echar una mirada
a los palcos, la otra en sonreír hacia bastidores, casi
todos ellos en hablar con los de las butacas o en ir
hasta el saloncillo de fumar, a interrumpir las risas
inmoderadas de un tercero advirtiéndole que es el
momento en que debe salir a escena a prodigarse las
puñaladas?
Me entran ganas de esbozarle una escena entre
un actor y su mujer que se detestaban; escena en la
que hacían de amantes apasionados y tiernos, escena
representada públicamente en un teatro tal como se
la cuento o quizás mejor aún; escena en la que los
dos parecieron más abstraídos que nunca en sus pa-
peles; escena en la que desataron el aplauso del pú-
blico de los palcos y butacas; escena que el batir de
palmas y los gritos de admiración interrumpieron
diez veces. Es la tercera del cuarto acto de Despecho
amoroso, de Molière, y su mayor triunfo.
El comediante E RASTO , amante de L UCILA . Lucila,
amante de Erasto y mujer del comediante.
EL COMEDIANTE. No creáis, señora, que vuelvo de
nuevo a hablaros de mi pasión.
LA M UJER . Haréis perfectamente.
Todo ha concluído.
-Así lo espero.
Quiero curarme; de sobra sé lo poco que he estado en vues-
tro corazón.
-Más de lo que os merecéis.
Un rencor tan constante por la sombra de una ofensa.
-¿Vos ofenderme? No os hago tanto honor.
Me ha hecho ver bien a las claras vuestra indiferencia; y yo
he de demostraros que los dardos del desprecio...
-El más profundo.
Son sensibles, sobre todo, a los espíritus generosos.
-Sí, a los generosos.
Lo confesaré, mis ojos veían en los vuestros hechizos que
nunca encontraron en ningunos otros.
-No será por falta de haber mirado.
Y no hubiera cambiado tan maravillosas cadenas por nin-
gún cetro.
-Más baratas las habéis vendido.
Yo vivía solo por vos.
-Eso es falso. Estáis mintiendo.
Y debo confesarlo, aún ofendido, bastantes penas pasaré
hasta verme libre.
-¡Lástima sería!
Es muy posible que a pesar de la cura que intenta, mi al-
ma sangre largo tiempo por esa herida.
-Nada temáis. Ya está gangrenada.
Y que libre de un yugo que era toda mi ventura, fuerza se-
rá que me decida a no querer ya nada.
-Seréis correspondido.
Pero, en fin, no importa; y ya que vuestro odio ahuyenta
tantas veces a un corazón que el amor a vos torna, ésta es la
ultima de mis importunidades.
LA M UJER DEL COMEDIANTE . Más generoso debié-
rais haber sido, y también esta última me habríais evitado.
EL COMEDIANTE. Vida mía, sois una insolente,
ya os arrepentiréis de ello.
EL COMEDIANTE. Pues bien, señora, quedaréis sa-
tisfecha. Rompo con vos y rompo para siempre; pues lo queréis,
pierda la vida si alguna vez vuelvo a sentir deseos de hablaros.
LA M UJER . Tanto mejor, muy agradecida.
EL COMEDIANTE. No, no, no tengáis miedo...
LA M UJER . ¡No faltaba más!
...que falte a mi palabra. Por flaco que fuera mi corazón,
hasta el punto de no poder arrancar de él vuestra imagen, no
creáis que tendréis la satisfacción...
-La desgracia, queréis decir.
...de verme tornar a vos.
LA MUJER . Sería bien en vano.
EL COMEDIANTE. Hija mía, sois una perdida, a
quien ya enseñaré a hablar.
EL COMEDIANTE. Yo mismo me daría de puñaladas.
LA M UJER . ¡Ojalá!
...si alguna vez cayese en la insigne bajeza...
-Una más, ¿qué importa?
...de volver a miraros después de tan indigno trato.
LA M UJER . Como queráis; no hablemos más del asunto.
Y así sucesivamente. Después de esta doble es-
cena, una de amantes, otra, de esposos, cuando
Erasto llevaba a su amante Lucila entre bastidores,
le estrujaba el brazo hasta rompérselo y respondía a
sus alaridos con las palabras más insultantes y
amargas.
SEGUNDO. Si hubiese oído esas dos escenas en
forma simultánea, me parece que en la vida habría
vuelto a poner los pies en un teatro.
PRIMERO. Si pretende que ese actor y esa actriz
han sentido, le preguntaré si fue en la escena de los
amantes o en la escena de los esposos, o en una y
otra. Pero escuche la escena siguiente entre la misma
actriz y otro actor, su amante.
Mientras el amante habla, ella dice de su marido:
Es un indigno, me ha llamado... lo que no podría repetir.
Su amante le replica, mientras ella dice su parte:
-¿Acaso no estás acostumbrada?
-¿No cenamos esta noche?
-Yo bien quisiera; pero, ¿cómo escaparme?
-Eso es cosa vuestra.
-¿Y si él se entera?
-Pues no ocurrirá nada, y nosotros pasaríamos
una noche agradable.
-¿Quiénes estarán?
-Los que quieras.
-Ante todo, el caballero que es de rigor.
-¿Sabes que voy teniendo motivos para estar ce-
loso de tal caballero?
-Y yo para que lo estuvieses con razón.
Así es como esos seres tan sensibles parecían
completamente abstraídos en la altisonante escena
que se oía, cuando en verdad lo estaban en la escena
que no se oía, y entonces usted exclamaba: "Hay que
reconocer que esa mujer es una actriz encantadora,
que nadie sabe escuchar como ella y que interpreta
con una gracia, una inteligencia, una atención, una
finura y una sensibilidad nada comunes". Y yo me
reía de sus exclamaciones.
Mientras esta actriz engaña a su marido con otro
actor, al actor con un caballero, y a éste con un ter-
cero, el caballero que la ha sorprendido en los bra-
zos de su otro amante, medita una gran venganza.
Se ubicará en la galería lateral, en las gradas más
bajas. Desde este lugar se ha propuesto desconcer-
tar a la infiel con su presencia y sus miradas despec-
tivas, turbarla y exponerla a las rechiflas del público.
Empieza la obra y aparece la traidora, ve al ca-
ballero, y sin alterar su presencia, le dice sonriendo:
-Miren al enfurruñado que se enoja por una nadería.
Y luego agrega:
-¿Vienes esta noche?
El permanece silencioso, pero ella insiste:
-Concluyamos esta riña absurda y avisad vuestra carroza.
¿Y sabe en qué escena se intercalaba ésta? Pues,
en una de las más emocionantes de La Chaussée, en
que la actriz sollozaba y nos hacía llorar amarga-
mente. Acaso esto le confunde, pero le afirmo que
es la exacta verdad.
SEGUNDO. Es como para cobrarle repugnancia
al teatro.
PRIMERO. ¿Por qué? Si esa gente no fuese capaz
de tales hazañas, no valdría la pena ir al teatro. Lo
que voy a relatarle lo he visto con mis propios ojos.
Garrick asoma su cabeza entre las dos hojas de
una puerta y, en el intervalo de cuatro a cinco se-
gundos, su rostro pasa sucesivamente de la extre-
mada alegría a la alegría moderada, luego a la
tranquilidad, de la tranquilidad a la sorpresa, de la
sorpresa al asombro, del asombro a la tristeza, de la
tristeza al abatimiento, del abatimiento al espanto,
del espanto al horror, del horror a la desesperación,
y retorna después, a través de los mismos estados de
ánimo, a la alegría insensata de que había partido.
¿Acaso su alma pudo experimentar todos esos sen-
timientos e interpretar, en correspondencia con su
rostro, toda esa gama? No lo creo, ni usted puede
creerlo. Si le pedían a ese gran actor, tan merecedor
por sí solo de que se hiciese un viaje a Inglaterra,
como las ruinas de Roma merecen un viaje a Italia,
si le pedían, repito, que representara la escena del
mozo de repostería, la interpretaba, dispuesto in-
mediatamente, también, ante otro pedido, a repre-
sentar una escena de Hamlet, tan dispuesto a llorar
por la caída de sus pasteles como a seguir en el aire
el camino de un puñal. Por ventura, ¿se puede reír y
llorar a discreción? No. Se finge el llanto o la risa
con mayor o menor fidelidad, según se sea o no Ga-
rrick.
Yo me burlo a veces de los hombres de mundo,
fingiendo ante ellos aflicción por la simulada muerte
de mi hermana en la escena con el abogado nor-
mando, o cuando en una escena con el empleado de
marina me declaro padre del niño de la viuda de un
capitán de navío, y aparento sentir dolor y vergüen-
za. Pero, ¿estoy afligido? ¿Estoy avergonzado? Ni
en la comedia ni en la sociedad, donde había hecho
esos papeles antes de introducirlos en una obra de
teatro. ¿Qué es, pues, un gran comediante? Un gran
imitador cómico o trágico, a quien el poeta ha dicta-
do su discurso.
Sedaine nos procura el Filósofo sin saberlo. Yo me
intereso más que él mismo por el éxito de la obra: la
envidia de los talentos ajenos es un vicio que no
tengo, con ser tantos los míos. Apelo al testimonio
de mis colegas en literatura: cuando se han dignado
algunas veces consultarme acerca de sus obras, ¿no
he hecho todo lo que dependía de mí para corres-
ponder dignamente a tan distinguida prueba de es-
timación? El Filósofo sin saberlo no es bien recibido en
el estreno y eso me entristece de verdad. Pero en la
tercera representación es puesto por las nubes y me
siento entonces transportado de júbilo. Al día si-
guiente, por la mañana, corro en busca de Sedaine.
Era invierno y se deja sentir un frío horroroso. Voy
a todos los sitios donde es posible encontrarlo, ave-
riguo que está en el punto más distante del arrabal
de Saint Antoine, y allí me hago conducir por un
coche de punto. Al fin doy con él, le echo los bra-
zos al cuello, me falta la voz y me corren las lágri-
mas por las mejillas. Soy la imagen del hombre
sensible y mediocre. En cambio, Sedaine, inmóvil y
frío, me mira y dice: ¡Señor Diderot, qué hermoso estáis!
Es el observador y el hombre de genio.
Este hecho lo referí una vez, a la mesa, en casa
de un hombre a quien sus talentos superiores le
destinaban a ocupar un día el más importante
puesto del Estado. Era en casa de Necker. Había un
buen número de hombres de letras, y entre ellos es-
taba Marmontel, a quien estimo de veras y me co-
rresponde. Marmontel me dijo irónicamente: Cuando
Voltaire se enternece a la simple relación de un rasgo patético y
Sedaine conserva su sangre fría a la vista de un amigo que se
deshace en lágrimas, Voltaire es el hombre ordinario y Sedaine
el hombre de genio. Este apóstrofe me desconcertó y
guardé silencio. Porque el hombre sensible como
yo, atento a las objeciones, pierde con facilidad la
cabeza. Otro más frío y dueño de sí mismo hubiera
contestado a Marmontel: Esa reflexión estaría mejor
en otros labios, porque no sintiendo más que Sedai-
ne, también hacéis muy buenas cosas. Y ya que es-
táis en la misma senda que él, no sería difícil dejar a
otro el cuidado de apreciar imparcialmente su mé-
rito. Sin que yo trate de preferir Sedaine a Voltaire,
ni Voltaire a Sedaine, se podría decirme: ¿qué hu-
biera salido de la cabeza del autor de Filósofo sin sa-
berlo, El Desertor y París Salvado, si en vez de pasar
treinta y cinco años de su vida amasando cal y pi-
cando piedra, hubiese empleado todo este tiempo,
como Voltaire y nosotros, en leer y meditar a Ho-
mero, Virgilio, Tasso, Cicerón, Demóstenes y Táci-
to? Nosotros no sabremos jamás ver como él. El
hubiera aprendido a decir como nosotros. Yo lo
considero como uno de los descendientes de Sha-
kespeare, de ese Shakespeare que no voy a compa-
rar al Apolo del Belvedere, ni al Gladiador, ni al
Antinoo, ni al Hércules de Glycon, sino al San
Cristóbal de Notre-Dame, coloso informe, tosca-
mente esculpido, pero entre cuyas piernas pasa-
ríamos nosotros sin rozar siquiera con nuestra
frente sus partes vergonzosas.
Ahí va otro rasgo: le relataré el caso de un per-
sonaje estupidizado y vulgarizado por su sensibili-
dad, y sin embargo sublime en el momento
siguiente, cuando la sensibilidad fue dominada por
la sangre fría. Se trata de un literato, cuyo nombre
callaré. Había caído en la mayor indigencia. Tenía
un hermano que era teólogo y rico. Le pregunté por
qué su hermano no lo socorría, y me respondió:
"Porque yo me he portado mal con él". Le dije en-
tonces que iría a ver al teólogo, y así lo hice. Al lle-
gar a su casa me anunciaron, y pasé. Sin más trámite
le expuse mi deseo de hablar de su hermano. Brus-
camente me toma de una mano y me obliga a sentar,
y luego, apostrofándome airado, dice:
-¿Conoce a mi hermano?.
-Así lo creo -respondo-.
-¿Sabe cómo ha procedido conmigo?.
-Lo sé.
-¿Sabe usted...?
Y aquí mi teólogo, con una rapidez y vehemencia
increíbles, me cuenta una serie interminable de pi-
cardías, una más indignante que la otra. Yo me des-
concierto y acobardo, sin sentirme con ánimos para
defender a un monstruo tan abominable como el
hermano del teólogo, según éste me lo pinta. Feliz-
mente para mí, el teólogo fue demasiado prolijo en
su filípica, y a favor de su prolijidad me pude repo-
ner. Poco a poco fue desapareciendo el hombre
sensible y en su lugar apareció el hombre elocuente,
pues me atrevo a decir que lo fui en tal ocasión.
Señor -dije al teólogo con mucha serenidad- su
hermano ha hecho más y peor que todo eso. Quiero
encomiarlo, entonces, porque ha ocultado usted el
más escandaloso de sus atentados.
-Nada oculto-
-Hubiera podido agregar que cierta noche salía
de vuestra casa, le agarró por el cuello, sacó un cu-
chillo y estuvo a punto de degollarlo.
-Es capaz de todo, pero eso no lo he dicho de
mi hermano porque no es verdad.
Me levanté repentinamente, clavando en él una
mirada severa, y con voz tonante, con toda la vehe-
mencia y la indignación, dije:
-Y aunque fuera verdad, ¿no sería vuestro deber
dar un pedazo de pan a vuestro hermano?.
El teólogo, confuso, anonadado, se paseó por el
cuarto, y acabó por concederme una pensión anual
para su hermano indigente.
Cuando se pierde un amigo o una mujer querida,
¿es el momento oportuno para componer una elegía
a su muerte? No. Y muy infortunado será quien go-
ce en tal instante de la plenitud de su talento. Sólo
cuando ha pasado el dolor, cuando la sensibilidad
se amortigua, porque la catástrofe está lejos, cuando
el alma recobra su tranquilidad, entonces y sólo en-
tonces, recordando la felicidad desvanecida, se po-
drá apreciar la pérdida sufrida, unir el recuerdo a la
imaginación, y cantar las penas. Se dice que se llora,
pero no puede llorarse cuando se persigue un epí-
teto enérgico, se acecha una consonante rebelde o se
busca la manera de redondear un verso y hacerlo
más armonioso. Si las lágrimas corren, la pluma se
escapa de la mano y hay que entregarse al sen-
timiento dejando el poema para mejor ocasión.
Sucede lo mismo con los placeres violentos que
con las penas hondas: son mudos. Un amigo tierno
y sensible vuelve a ver a su amigo después de larga
ausencia; éste se presenta de un modo inesperado, y
aquél, al verlo, se turba, lo abraza, intenta hablar, y
no lo consigue; tartamudea palabras entrecortadas, y
no sabe lo que dice ni entiende lo que el otro le res-
ponde; si pudiera observar que su emoción no es
compartida, cómo padecería. Se debe juzgar por la
verdad de esta pintura de la falsedad notoria de esas
entrevistas en que dos amigos demuestran tanto in-
genio y se dominan de un modo tan cabal. ¿Qué di-
ría de ciertas insípidas y elocuentes disputas, si ese
tema, con el cual no acabaría, no nos alejara del
asunto? Ya he dicho bastante para las gentes de
buen gusto. Lo que pudiera añadir no enseñaría na-
da a los otros. Pero, ¿quién evitará estos absurdos
tan frecuentes en el teatro? El comediante. Pero,
¿qué comediante?
Existen mil circunstancias contra una en las que
la sensibilidad es tan perjudicial en la sociedad co-
mo en la escena. Supongamos dos chicos enamora-
dos. ¿Cuál de ellos lo hará mejor? No sería yo, de
seguro, por lo que me acuerdo todavía. Yo me acer-
caba al objeto de mi amor, temblando. El corazón
me latía, las ideas se me embrollaban. Mi voz tem-
blorosa estropeaba lo que yo decía. Dije que no
cuando debí decir sí, y cometí mil torpezas. Estuve
ridículo de los pies a la cabeza; al notarlo, me puse
más en ridículo. Entre tanto, y a mi propia vista, un
rival alegre y desenvuelto, con completo dominio de
sí, feliz consigo mismo, no perdía la ocasión de li-
sonjear, divertía, gustaba y era dichoso. Pedía una
mano que se le entregaba, e incluso se apoderaba de
ella sin pedirla, besándola una y cien veces, mientras
yo estaba metido en un rincón, apartando los ojos
de un espectáculo que me irritaba, ahogando mis
suspiros, apretándome los puños, cubierto de frío
sudor, dominado por la melancolía, sin querer
mostrar mi pena y sin poder ocultarla. Se ha dicho
que el amor quita el entendimiento a los que lo tie-
nen, y se lo da a los que no lo tienen. Más claro, ha-
ce a los unos sensibles y tímidos, y a los otros
serenos y osados.
El hombre sensible obedece a impulsos de la
naturaleza y dice lo que sale de su corazón. Desde el
momento en que atenúa o violenta sus dictados, es
un comediante representando su papel.
El gran comediante observa los fenómenos; el
hombre sensible le sirve de modelo; medita, compa-
ra, reflexiona y modifica el modelo en lo que le pa-
rece necesario. Además de las razones, están los
hechos.
En la primera representación de Inés de Castro, en
el punto mismo en que los infantes se presentan, el
público se echó a reír; la Duclos, que hacía de Inés,
dijo indignada:
-Ríe, público necio, en lo más bello de la obra.
El público la oyó y se contuvo. La actriz volvió a
su papel y sus lágrimas corrieron también como las
del espectador. ¿Y qué? ¿Será que se pasa y se vuel-
ve a pasar tan fácilmente de un sentimiento profun-
do a otro igualmente profundo, del dolor a la
indignación, de la indignación al dolor? No lo con-
cibo. Pero concibo muy bien que la indignación de
la Duclos fuera real y el dolor simulado.
Quinault Dufresne representa el papel de Severo
en Poliuto. Viene enviado por el emperador Decio
para perseguir a los cristianos. Está confiando sus
sentimientos secretos a su amigo sobre esta secta
calumniada. El sentido común exigía que esta confi-
dencia, que podía costarle el favor del príncipe, su
dignidad, su fortuna, la libertad y acaso la vida, se
hiciera en voz baja. Desde la platea le gritan:
-¡Más alto!
Y él contesta:
-¡Y vosotros, señores, más bajo!
Si él hubiera sido realmente Severo, ¿se hubiera
vuelto tan rápidamente Quinault? Yo digo que no.
Unicamente el actor que es tan dueño de sí como lo
era el actor singular, el comediante por excelencia,
puede quitarse y ponerse la máscara de este modo.
Lekain-Ninias desciende a la tumba de su padre,
degüella allí a su madre, sale con las manos ensan-
grentadas. Está lleno de horror, tiembla todo su
cuerpo, se le extravían los ojos, los cabellos parecen
erizarse en su cabeza. Se siente uno escalofriado,
aterrorizado, enloquecido como é. Entretanto
Lekain-Ninias empuja con el pie hacia los bastido-
res un pendiente de diamantes desprendido de la
oreja de una actriz. ¿Siente ese actor? No es posible.
¿Piensa usted que es un mal actor? Yo no lo creo.
¿Qué es entonces ese Lekain-Ninias? Un hombre
frío que no siente nada, pero que simula la sensibili-
dad de una forma superior. Puede exclamar cuanto
quiera ¿Dónde estoy?, que yo le responderé: Tú lo sa-
bes bien, estás en el escenario, empujando con el pie
un pendiente hacia los bastidores.
Un actor se enamora de una actriz; una obra los
reúne de casualidad en el escenario en una escena de
celos. La escena ganará si el actor es mediocre y
perderá si es verdaderamente comediante, pues se
reducirá a ser él mismo y no el modelo ideal y su-
blime que tenía de un celoso. Una prueba de que
entonces el actor y la actriz se rebajarán hasta la vi-
da común, es que si conservasen sus zancos, se
echarían a reír, pareciéndoles los celos ampulosos y
trágicos, apenas una exhibición de los suyos.
SEGUNDO. Sin embargo, alguna verdad natural
habrá.
PRIMERO. Como la hay en la estatua de un es-
cultor que ha copiado fielmente un mal modelo. Se
admiran esas verdades, pero se encuentra el con-
junto pobre y despreciable.
Diré más: un medio seguro de representar mal,
mediocremente, es tener que interpretar el carácter
de uno mismo. Suponga usted que es un tartufo, un
avaro, un misántropo, podrá representar bien esos
papeles pero no hará nada de lo que el poeta hizo.
Porque lo que él hizo fue el Tartufo, el Avaro, el Mi-
sántropo.
SEGUNDO. ¿Y qué diferencia encuentra entre un
tartufo y el Tartufo?
PRIMERO. El empleado Billard es un tartufo, el
abate Grizel es un tartufo, pero ellos no son el Tar-
tufo. El financiero Toinard era un avaro, pero no era
el Avaro. El Avaro y el Tartufo han sido hechos a
imagen de ellos, de todos los Toinard y los Grizel
del mundo, tienen sus rasgos más generales pero no
son el retrato exacto de ninguno; por eso nadie se
reconoce en ellos.
Las comedias ligeras y aun las de carácter son
exageradas. Las bromas de sociedad son como es-
puma ligera que se desvanece en las tablas, el chiste
de teatro es un arma cortante que lastimaría en so-
ciedad. No se tiene con los seres imaginarios los
mismos miramientos que se deben a los seres reales.
La sátira es para un tartufo, la comedia es del
Tartufo. La sátira persigue al vicioso, la comedia al
vicio. Si no hubiese habido más que una o dos Pre-
ciosas ridículas, habría podido hacerse una sátira, pero
no una comedia.
Vaya al estudio de La Grenée, solicítele la Pintu-
ra, y él creerá haber satisfecho su deseo cuando haya
pintado sobre el lienzo una mujer delante de un ca-
ballete, con la paleta al pulgar y el pincel en la mano.
Pídale la Filosofía y creerá haberla hecho cuando, so-
bre una mesa y a la luz de una lámpara, haya colo-
cado, apoyada sobre los codos, una mujer en bata,
desmelenada y pensativa, que lee o medita. Pídale la
Poesía, y pintará la misma mujer con la cabeza ceñida
de laureles y en cuyas manos colocará un rollo de
pergamino. La Música, será igualmente la misma
mujer con una lira en lugar del rollo. Pídale la Belleza
o pídasela si quiere a otro más capaz que él, y, o yo
me equivoco mucho, o también éste estará con-
vencido que sólo pide a su arte la figura de una mu-
jer hermosa. Su actor y el pintor de que hablamos
caen los dos en el mismo defecto, y yo les diría: Su
cuadro, su interpretación, son sólo retratos de indi-
viduos muy por debajo de la idea general configu-
rada por el poeta y del modelo ideal del que yo es-
peraba la copia. Su vecina puede ser bella, muy be-
lla, de acuerdo, pero no es la Belleza. Hay tanta dis-
tancia de su obra a su modelo, como de su modelo
al ideal.
SEGUNDO. Pero, ¿no será una quimera ese mo-
delo ideal?
PRIMERO. No.
SEGUNDO. Pero si ese ideal, no existe, porque
nada hay en el entendimiento que antes no haya es-
tado en la sensación.
PRIMERO. Es verdad. Pero tomemos un arte en
sus orígenes, la escultura por ejemplo. Copió el pri-
mer modelo que se le presentó. En seguida vio que
había modelos menos imperfectos, y les dio prefe-
rencia. Corrigió sus defectos más groseros, hasta
que mediante una larga serie de trabajos, pudo llegar
a una figura que ya no era la naturaleza.
SEGUNDO. ¿Y por qué?
PRIMERO. Porque no es posible que el desen-
volvimiento de una máquina tan complicada como
es el cuerpo animal, sea regular. Vaya a las Tullerías
o a los Campos Elíseos un hermoso día de fiesta,
fíjese en todas las mujeres que llenan las avenidas y
no encontrará una sola que tenga las dos comisuras
de la boca completamente iguales. La Danáe del Ti-
ziano es un retrato; el Amor, colocado al pie del le-
cho, es ideal. En un cuadro de Rafael que ha pasado
de la galería del señor Thiers a la de Catalina II, el
San José es un hombre vulgar, la Virgen una mujer
real, el niño Jesús un ideal. Pero si quiere saber más
de estos principios especulativos sobre arte, le
prestaré mis Salones.
SEGUNDO. He oído su elogio de un hombre de
gusto fino y espíritu delicado.
PRIMERO. El señor Suard.
SEGUNDO. Y de una mujer que posee todo lo
que la pureza de un alma angelical puede agregar a
la finura del gusto.
PRIMERO. La señora Necker.
SEGUNDO. Pero volvamos a nuestro tema.
PRIMERO. De acuerdo, aunque prefiero alabar la
virtud que discutir cuestiones un tanto ociosas.
SEGUNDO. Quinault-Dufresne, vanaglorioso por
naturaleza, representaba magníficamente El Jactan-
cioso.
PRIMERO. Es verdad. Pero, ¿por qué supone que
se interpretaba a sí mismo? ¿Por qué la naturaleza
no haría un vanaglorioso muy cercano a ese ideal
límite que separa lo bello real de lo bello ideal, límite
sobre el cual discuten las diferentes escuelas?
SEGUNDO. No le entiendo.
PRIMERO. Me explico con mayor claridad en mis
Salones. Le aconsejo leer el fragmento que dedico a la
belleza en general. Entretanto, dígame: ¿Qui-
nault-Dufresne es Arósmanes? No. ¿Sin embargo,
quién le ha reemplazado y le reemplazará en ese pa-
pel? ¿Era el hombre del Prejuicio a la Moda? No. No
obstante, con cuánta verdad lo interpretaba.
SEGUNDO. De acuerdo con lo que usted dice, el
gran actor es todo o nada.
PRIMERO. Quizá por no ser nada es todo, puesto
que así su forma particular no contraría nunca las
formas ajenas que tiene que adoptar.
Entre todos los que han ejercido la útil y hermo-
sa profesión de comediantes o predicadores laicos,
uno de los hombres más honrados, uno de los
hombres que tenían de ello más la fisonomía, el to-
no y el aspecto, el hermano del Diablo Cojuelo, de Gil
Blas, del Bachiller de Salamanca, Montménil...
SEGUNDO. El hijo de Le Sage, padre común de
toda esa festiva familia...
PRIMERO. Con igual éxito hacía el papel de
Aristo en La Pupila, el Tartufo en la comedia de ese
nombre, el abogado o el señor Guillermo en la farsa
de Patelin.
SEGUNDO. Lo recuerdo.
PRIMERO. Y con gran asombro podía vérsele
con las máscaras de esos distintos rostros. No lo
hacía naturalmente, porque la naturaleza no le había
dado más que el suyo; los otros los debía a su arte.
¿Hay acaso una sensibilidad artificial? Pero sea
innata o adquirida, la sensibilidad no interviene en
todos los papeles. ¿Cuál es entonces la cualidad fic-
ticia o natural que asume el gran actor en el Avaro,
el Jugador, el Adulador, el Gruñón, el Médico a la
fuerza, este último el personaje menos sensible y
más inmoral que haya imaginado la poesía hasta
ahora, el Ricachón en la corte, el Enfermo y el Cor-
nudo imaginarios; el Nerón, Mitrídates, Atreo, Fo-
cas, Sertorio y tantos otros caracteres trágicos o
cómicos, en los que la sensibilidad se opone por
completo al espíritu del papel? Es la facilidad para
conocer y copiar todas las naturalezas. Créame, no
multipliquemos las causas cuando basta una para to-
dos los fenómenos.
Unas veces el poeta siente con más intensidad
que el comediante, otras, y acaso con más frecuen-
cia, concibe el comediante más intensamente que el
poeta. Nada más verdadero que aquella exclamación
de Voltaire oyendo a la Clairon en una de sus obras:
¿Soy yo realmente el que ha hecho eso? ¿Quiere decir que
la Clairon sabía más que Voltaire? En ese momento,
al menos; su modelo ideal declamado, era muy su-
perior al modelo ideal que había seguido Voltaire al
escribir. Con todo, ¿el modelo ideal no era ella
misma? ¿Cuál era, pues, su talento? El de imaginar
un gran fantasma y copiarlo genialmente, imitando
el movimiento, los ademanes, los gestos, la expre-
sión entera de un ser muy por encima de ella. Había
encontrado lo que Esquines, recitando una oración
de Demóstenes, jamás pudo expresar: el rugido de
la fiera, lo que lo llevó a decir a sus discípulos: "Si
esto os impresiona tanto, ¿qué no sería si audivissetis
bestiam mugienten?" El poeta había creado la terrible
bestia, la Clairon la hacía bramar.
Sería abusar singularmente de las palabras llamar
sensibilidad a esta facultad que permite expresar to-
das las naturalezas, incluso las naturalezas feroces.
Sensibilidad, según la sola acepción que se ha dado
hasta hoy a ese término, es, me parece, aquella dis-
posición compañera de la debilidad de los órganos,
consecuencia de la movilidad del diafragma, de la
vivacidad de la imaginación, y de la delicadeza de
los nervios, que inclina a compadecer, a es-
tremecerse, a admirar, a temer, a turbarse, a llorar, a
desvanecerse, a socorrer, a huir, gritar, perder la ra-
zón, a exagerar, despreciar, desdeñar, a no tener
idea precisa de lo verdadero, de lo bello y lo bueno,
a ser injusto, a ser loco. Multiplique usted las almas
sensibles y habrá multiplicado en la misma medida
las buenas y las malas acciones, los elogios y las crí-
ticas exageradas.
¿Desea, como poeta, una nación delicada, sensi-
ble y fina? Enciérrese en las armoniosas, tiernas y
conmovedoras elegías de Racine; las almas débiles
son incapaces de soportar las sacudidas violentas;
escapan de las carnicerías de Shakespeare. Guárdese
bien de presentarles imágenes demasiado fuertes.
Puede llegar a mostrarles
Al hijo empapado en la sangre de su padre, con su cabeza
en las manos pidiendo su salario;
pero no continúe. Si se atreve a decirle con Ho-
mero: "¿Adónde vas, infeliz? ¿No sabes que es a mí
a quien envía el cielo los hijos de los padres desdi-
chados? Tú no recibirás nunca los últimos besos de
tu madre; ya te veo tendido en tierra; ya veo a las
aves de presa, reunidas en torno a tu cadáver, arran-
carte los ojos batiendo sus alas con júbilo", todas
nuestras mujeres exclamarían, ocultando los rostros:
¡Qué horror! ¡Y peor aún si este discurso fuese
pronunciado por un buen actor, viéndose así subra-
yado por una interpretación impresionante!
SEGUNDO. Siento la tentación de interrumpirle
para preguntarle qué piensa de aquel vaso presenta-
do a Gabriela de Vergy y donde ella descubre el co-
razón ensangrentado de su amante.
PRIMERO. Le responderé que se debe ser conse-
cuente, y que los que se rebelan contra este espectá-
culo no debieran tolerar tampoco la aparición de
Edipo con los ojos saltados, y habría que hacer salir
de escena a Filotectes atormentado por su herida y
lanzando gritos inarticulados. A mi juicio, tenían los
antiguos otra idea de la tragedia, y esos antiguos
eran los griegos, los atenienses, pueblo delicado que
nos dejó en todos los géneros modelos que otras
naciones no han logrado igualar. Esquilo, Sófocles,
Eurípides no se desvelaban años enteros para pro-
ducir obras cuya impresión pasajera se diluye en la
alegría de una sobremesa. Querían entristecer hon-
damente con el destino de los desdichados, querían
no sólo distraer a sus conciudadanos, sino hacerlos
mejores. ¿Se equivocaban? ¿Tenían razón? Para lo-
grar su objeto, hacían correr por la escena a las Eu-
ménides, siguiendo el rastro del parricida, guiadas
por el olor de la sangre. Eran demasiado inteligentes
los griegos para aplaudir embrollos, escamoteos de
puñales, válidos sólo para niños. Una tragedia debe
ser, a mi juicio, una bella página histórica dividida
con un cierto número de descansos marcados.
Se espera al jerife. Llega éste. Interroga al señor
de la aldea. Le propone una apostasía. El señor se
niega. El otro le condena a muerte. Lo envía a pri-
sión. Viene la hija a pedir el indulto de su padre. El
jerife se lo concede bajo una condición repugnante.
El señor de la aldea es ejecutado. Los habitantes
persiguen al jerife. Este huye acosado. El amante de
la hija del señor le mata de una puñalada; y el atroz
tiranuelo muere en medio de imprecaciones. Es to-
do lo que un poeta precisa para componer una gran
obra. Que la hija vaya a interrogar a su madre en la
tumba para saber lo que debe al que le dio la vida;
que vacile en efectuar el sacrificio de su honor, co-
mo se lo exigen; que, en esta incertidumbre, aleje de
sí a su novio y cierre sus oídos a los discursos de su
pasión; que obtenga el permiso de ver a su padre en
la cárcel; que su padre quiera unirla a su novio y ella
no consienta; que se prostituya; que, mientras ella se
prostituye, ejecuten al padre; que se ignore su pros-
titución hasta el momento en que su novio, encon-
trándola desesperada por la muerte del padre, que él
le comunica, se entera por ella del sacrificio que ha
hecho para salvarle; que, entonces, el jerife, perse-
guido por el pueblo, llegue para morir a manos del
novio. He ahí una parte de los detalles de tal argu-
mento.
SEGUNDO. ¿Una parte?
PRIMERO. Sí, una parte. ¿Es que los novios no
propondrán la fuga al señor de la aldea? ¿Es que los
habitantes no le sugerirán exterminar al jerife y a sus
secuaces? ¿Es que no habrá un sacerdote defensor
de la tolerancia? ¿Es que, en medio de esta jornada
de dolor, permanecerá ocioso el amante? ¿Es que
no se supondrán relaciones ocultas entre estos per-
sonajes? ¿Es que no se sacará partido de esas rela-
ciones? ¿Es que no puede ese jerife haber sido el
novio de la hija del señor de la aldea? ¿Es que no
vuelve con el alma sedienta de venganza contra el
padre que él ha echado del lugar y contra la hija que
le ha desdeñado?
¡ Cuantos incidentes importantes pueden ex-
traerse del asunto más sencillo, si se tiene la pacien-
cia de meditar!
¡Qué color puede dárseles cuando se es elo-
cuente! No se es poeta dramático sin ser elocuente.
¿Y supone usted que careceré de espectáculo? Este
interrogatorio él lo llevará a cabo con todo su apa-
rato. Déjeme disponer mi local y pongamos fin a
este aparte.
¡Te tomo por testigo, Roscio inglés, célebre Ga-
rrick, a ti, que por unánime consentimiento de todas
las naciones pasas por el primer actor de todos los
tiempos, para que rindas homenaje a la verdad! ¿No
me has dicho tú que aun sintiendo intensamente, tu
acción sería pobre, si, fuese cual fuese la pasión o el
carácter que tienes que representar, no supieras ele-
varte con el pensamiento a la grandeza de un fan-
tasma homérico, con el que tratas de identificarte? Y
cuando te hice la objeción de que, según esas pala-
bras, no te tomabas a ti mismo por modelo, ¿no
respondiste que te guardabas bien de hacerlo, y que
si parecías tan extraordinario era precisamente por-
que mostrabas al espectador un ser imaginario que
no eras tú?
SEGUNDO. El alma de un gran actor ha sido for-
mada por ese elemento sutil que, según nuestro filó-
sofo, llena el espacio y no es ni frío ni caliente, ni
pesado ni ligero, no afecta ninguna forma determi-
nada, y siendo susceptible de todas, no conserva
ninguna.
PRIMERO. Un gran actor, no es ni un piano, ni
un arpa, ni clavicordio, violín o violoncelo; no hay
acorde que le pertenezca, sino que toma el acorde y
el tono conveniente a su parte; sabe acomodarse a
todos. Tengo una gran opinión del talento del gran
comediante. Es tan raro o acaso más raro encontrar
un gran comediante que un gran poeta.
El que en sociedad se propone y tiene el triste
talento de agradar a todos, no es nada, no tiene nada
propio, nada que le distinga, que entusiasme a unos
o fatigue a otros. Habla siempre, y siempre bien; es
un adulador de profesión, un gran cortesano, un
gran comediante.
SEGUNDO. Un gran cortesano, acostumbrado
desde que respira al papel de muñeco maravilloso,
asume todas las formas posibles, a voluntad del hilo
que mueve su amo.
PRIMERO. Un gran comediante es también un
muñeco, otro títere maravilloso, pero el amo que
tira del hilo es el poeta, que a cada línea le indica la
forma que ha de tomar.
SEGUNDO. Así, pues, un cortesano y un co-
mediante, que sólo asuman una forma, por bella e
interesante que sea, no pasarán nunca de ser dos
malos títeres.
PRIMERO. Mi intención no es calumniar una pro-
fesión que amo y estimo, como la del comediante.
Sentiría mucho que mis observaciones, mal inter-
pretadas, arrojaran una sombra de menosprecio so-
bre hombres de un talento no común y de
verdadera utilidad social, terrible azote del vicio y
del ridículo, predicadores elocuentes de la honradez
y las virtudes, látigo de que se sirve el genio para
fustigar a los malvados y a los insensatos. Pero,
basta echar una mirada en derredor para ver que las
personas conocidas por alegres no tienen grandes
defectos ni grandes cualidades, que los bromistas de
profesión son, por lo general, frívolos y desprovis-
tos de sólidos principios; y que todos los que, se-
mejantes a ciertos personajes que circulan en
nuestra sociedad, no tienen ningún carácter, son há-
biles para explotar todos los caracteres.
Un comediante, ¿no tiene padre, madre, esposa,
hijos, hermanos, hermanas, amigos, conocidos, una
querida... o varias? Si estuviera dotado de esa exqui-
sita sensibilidad que se considera la principal y más
necesaria circunstancia de su profesión, perseguido
como nosotros por la infinidad de sinsabores que se
suceden en la vida y continuamente nos maltratan,
que unas veces nos angustian, otras nos desgarran el
alma, que a veces nos avergüenzan, ¿cuántos días le
quedarían para regocijarnos? Pocos, muy pocos. Se-
rían muchos más aquellos en que no tendría ganas
de reír, o en que quisiera llorar por otras penas que
las de Agamenón. Pero las amarguras de la vida, tan
abundantes para ellos como para nosotros, y mu-
chas más contrarias al libre ejercicio de su profe-
sión, pocas veces les impiden cumplir con sus
deberes.
Fuera del teatro, cuando no son bufones, los en-
cuentro finos, cáusticos, fríos, fastuosos, disipado-
res, interesados, más atentos a nuestras ridiculeces
que a nuestras desdichas. Casi indiferentes a la vista
de una desgracia o al oír la relación de una aventura
patética. Aislados, vagabundos, a la orden de los
grandes. Irregulares en las costumbres, con pocos
amigos y sin casi ninguna de esas relaciones dulces y
santas que nos asocian a las penas y alegrías de otro
que comparte las nuestras. Con frecuencia he visto
reír a un comediante fuera de la escena, pero no re-
cuerdo haber visto llorar a alguno. ¿Qué hacen,
pues, de esa decantada sensibilidad que se atribuyen
y que se les concede? ¿La dejan en las tablas cuando
acaba la función para retomarla cuando en ellas se
vuelven a presentar?
¿Qué es lo que les calza el zueco o el coturno?
La falta de educación, la miseria y el libertinaje. El
teatro es un recurso, jamás una elección. Nunca se
hizo nadie comediante por amor a la virtud, por de-
seo de ser útil en la sociedad o deseo de servir a su
país o a su familia, por ninguno de esos honrosos
motivos que podrían arrastrar a un espíritu recto, a
un corazón entusiasta, a un alma sensible, hacia tan
hermosa profesión.
Yo mismo, siendo joven, dudé entre la Sorbona
y la Comedia. Iba en invierno y en lo más cruel de la
estación a recitar en voz alta papeles de Molière y de
Corneille en los solitarios paseos del Luxemburgo.
¿Cuál era mi plan? ¿Ser aplaudido? Puede ser. ¿Vi-
vir en intimidad con las mujeres de teatro, que me
parecían infinitamente amables y tenía por fáciles?
Seguramente. No sé lo que hubiera hecho para
agradar a la Gaussin, que debutaba entonces y era la
belleza en persona, o a la Dangeville, que tantos
atractivos demostraba en escena.
Se ha dicho que los comediantes no tienen nin-
gún carácter, porque, interpretándolos todos, pier-
den el que la naturaleza les ha dado, y se hacen
falsos, como el médico, el cirujano y el carnicero se
hacen duros. Yo creo que se ha tomado la causa por
el efecto, y que si pueden interpretarlos todos es
porque no tienen ninguno.
SEGUNDO. No por ser verdugo se hace uno
cruel, sino que, por ser cruel, se hace verdugo.
PRIMERO. En vano he examinado a los actores.
Nada en ellos he visto que los distinga del resto de
los ciudadanos, excepto, quizá, cierta vanidad que se
podría llamar insolencia, y una rivalidad que llena de
rencillas y odios su corporación. De todas las aso-
ciaciones conocidas, quizá ninguna haya en que el
interés común de todos y el superior del público se-
an más constante y evidentemente sacrificados a mi-
serables celos, vanos prejuicios y pequeñas pre-
tensiones. La envidia es peor entre ellos que entre
los autores. Es mucho decir, pero es verdad. Un
poeta perdona con más facilidad a otro poeta el
éxito de una obra, que una actriz a otra los aplausos
que la señalan a cualquier ilustre o rico calavera. Se
los ve grandes en la escena, porque tienen alma, dice
usted. Pero yo los veo pequeños y mezquinos en so-
ciedad porque no tienen alma. Con las palabras y el
acento de Camille y del viejo Horacio, sus cos-
tumbres no dejan de ser las de Rosina y Sganarelle.
Para juzgar el fondo de su corazón, ¿debo referirme
a discursos aprendidos y expresados admira-
blemente, o a la naturaleza de sus actos y al tenor de
su vida?
SEGUNDO. Pero antaño Molière, los Quinault,
Montménil, hoy en día Brizard y Caillot, bien visto
entre los grandes y los pequeños, a quien podríamos
confiar sin temor los secretos y la bolsa, con quien
usted creería más seguro el honor de su mujer o de
su hija que con tal o cual magnate de la corte o mi-
nistro del altar...
PRIMERO. Ese elogio no es exagerado: lo que la-
mento es no oír citar mayor número de comediantes
que lo hayan merecido o lo merezcan. Lo que siento
es que entre esos propietarios, por estado, de una
cualidad, fuente preciosa y fecunda de tantas otras,
un actor que sea hombre probo, una actriz mujer
honrada, sean fenómenos tan raros.
De donde podemos deducir que no son dueños
del privilegio especial de la sensibilidad. Y que la
sensibilidad -que de tenerla los dominaría por igual
en la sociedad y en la escena-, no constituye el fun-
damento de su carácter ni la base de su éxito. No les
pertenece más ni menos que a cualquiera otra cate-
goría social. Y si vemos a tan pocos actores verda-
deramente grandes, es porque los padres no des-
tinan sus hijos al teatro; porque los actores no se
preparan mediante una educación profesional co-
menzada en la juventud; porque una compañía de
comediantes no es lo que verdaderamente debiera
ser en un pueblo en que se concediese a la función
de hablar a los hombres congregados para ser ins-
truidos, divertidos, corregidos, la importancia, los
honores, las recompensas que merece. Es decir, una
corporación formada como todas las demás corpo-
raciones de individuos, extraídos de todas las fami-
lias sociales y llevadas a la escena como al servicio
militar, a la magistratura, a la iglesia: por propia in-
clinación y con el consentimiento de sus tutores
naturales.
SEGUNDO. El envilecimiento de los actores mo-
dernos parece una desdichada herencia que les han
dejado los comediantes antiguos.
PRIMERO. Lo mismo creo.
SEGUNDO. Si el teatro se fundara hoy, que ya se
tiene idea más justa de las cosas, puede ser que... Pe-
ro usted no me escucha. ¿En qué está pensando?
PRIMERO. Sigo mi primera idea. Pienso en la in-
fluencia que ejercía el teatro para formar las cos-
tumbres y mejorar el gusto, si los comediantes fue-
ran gente de bien y se honrara su profesión para
dignificarlos. ¿Dónde está el poeta capaz de propo-
ner a hombres bien nacidos que declamen pública-
mente discursos depravados o groseros? ¿Quién se
atrevería a poner en boca de mujeres honradas fra-
ses que las ruborizarían oyéndolas en el secreto del
hogar? No tardarían nuestros autores dramáticos en
alcanzar una pureza, una delicadeza, una elegancia,
de las que se hallan todavía mas lejos de lo que ellos
suponen. ¿No cree usted que eso influiría en el espí-
ritu nacional?
SEGUNDO. Tal vez se podría objetarle que las
obras, tanto modernas como antiguas, que sus co-
mediantes honestos excluirían de su repertorio, son
precisamente las que representamos en sociedad.
PRIMERO. ¿Y qué importa que nuestros conciu-
dadanos se rebajen al nivel de los más viles histrio-
nes? ¿Sería por eso menos útil, menos deseable que
nuestros comediantes se elevaran a la condición de
honestos ciudadanos?
SEGUNDO. La metamorfosis no me parece fácil.
PRIMERO. Cuando yo estrené El Padre de Familia,
el magistrado de la policía me aconsejó siguiera cul-
tivando el género.
SEGUNDO. ¿Por qué no lo hizo?
PRIMERO. Porque no habiendo alcanzado el
éxito que me prometía, y no esperando ya hacerlo
mucho mejor, creí más acertado abandonar un ca-
mino para el cual no tenía talento suficiente.
SEGUNDO. ¿Por qué esa pieza, que ahora llena el
teatro antes de las cuatro y media, y que los come-
diantes llevan a escena cada vez que necesitan mil
escudos, fue tan tibiamente recibida en su estreno?
PRIMERO. Algunos dijeron que nuestras virtudes
son demasiado convencionales y harto ficticias para
aceptar género tan sencillo, demasiado corrompidas
para acomodarse a género tan cándido.
SEGUNDO. No deja de resultar verosímil.
PRIMERO. No obstante, la experiencia ha de-
mostrado que no era eso, pues la obra gusta ahora
sin que hayamos llegado a ser mejores. Por otra
parte, lo verdadero, lo honrado, tiene tal ascen-
diente sobre nosotros, que si la obra de un poeta
reúne esos dos caracteres y el autor tiene talento, el
éxito es seguro. Donde todo es falso es donde gusta
más lo verdadero. Cuando todo se halla corrompi-
do, es cuando se prefieren las obras más depuradas.
El ciudadano que se presenta a la entrada de la co-
media, deja allí todos sus vicios hasta la salida. En la
sala, se siente justo, imparcial, buen padre, buen
amigo, amante de la virtud. He visto en el teatro más
de una vez a hombres perversos profundamente in-
dignados contra acciones que ellos seguramente hu-
biesen cometido de encontrarse en iguales circuns-
tancias que el personaje aborrecido. Si no tuve éxito
cuando la obra se estrenó, fue porque el género no
podía resultar más extraño a los espectadores y a los
actores. Fue también porque habíase afirmado un
prejuicio, que subsiste aún, contra lo que llaman
comedia lacrimosa, género llorón, espectáculo hú-
medo. Fue, además, porque yo tenía legión de ene-
migos en la corte, en la ciudad, entre los
magistrados, entre los clérigos, y entre los escritores.
SEGUNDO. ¿Por qué se había hecho de tantos
enemigos?
PRIMERO. A ciencia cierta, no lo sé, pues jamás
había hecho sátiras contra los grandes ni contra los
pequeños, ni nunca he estorbado a nadie en la senda
de la fortuna y de los honores. Es verdad que perte-
necía al número de los que llaman "filósofos", que
eran mirados entonces como ciudadanos peligrosos
y hombres temibles, contra los cuales había soltado
el gobierno dos o tres pícaros subalternos, sin mé-
ritos, sin virtudes, sin capacidad. Pero dejemos eso.
SEGUNDO. Sin contar que esos filósofos habían
hecho más difícil la labor de los poetas y en general
de todos los literatos. Ya no se trataba, para hacerse
ilustre, de saber componer un madrigal o unos ver-
sitos obscenos.
PRIMERO. Eso también contribuyó, pero de-
jemos eso. Un joven disoluto, en lugar de asistir
asiduamente al taller del pintor, del artista que lo ha
adaptado, pierde los años más preciosos de su vida,
y se encuentra a la edad de veinte años sin capaci-
dad y sin recursos. ¿Qué quiere que haga? O bien es
soldado o bien es comediante. Ya lo verá con-
tratado en una compañía de la legua, rodando por
los caminos hasta que la suerte le depare un con-
trato en París. Una desgraciada criatura encenagada
en el vicio y el descrédito se aprende unos cuantos
papeles de memoria; cansada de vivir en la abyecta
situación de bajo cortesano, se presenta un día en la
casa de la Clairon, como la antigua esclava en casa
del pretor o del edil. La Clairon lo toma por la ma-
no, le hace ejecutar una pirueta y lo toca con su vara
mágica diciéndole: "Ve a divertir a los bobos o a
hacerlos reír o llorar".
Están excomulgados. El público, que no puede
estar sin ellos, los desprecia. Son esclavos, siempre
bajo la férula de otro esclavo. Tantas y continuas
humillaciones, tantos envilecimientos, ¿no contri-
buyen a degradarlos cada vez más? Bajo el peso de
la ignominia, ¿qué alma será bastante fuerte para
sostenerse a la altura de Corneille?
El despotismo que pesa sobre ellos, lo ejercen
ellos mismos sobre los autores. Yo no sé quién es
más vil, si el comediante insolente o el autor que lo
tolera.
SEGUNDO. El autor quiere que su obra se repre-
sente.
PRIMERO. Sí, a toda costa. Los comediantes es-
tán cansados de su oficio y nada les importa vuestra
presencia ni vuestro aplauso, lo que les importa es el
dinero. Han estado a punto de decidir que el autor
debe renunciar a su parte so pena de no aceptar su
obra.
SEGUNDO. Ese proyecto acabaría con el género
dramático.
PRIMERO. ¿Y qué le importa a ellos?
SEGUNDO. Pienso que bien poco le queda por
decir.
PRIMERO. Se engaña. Tengo que servirle de guía
y llevarle a la casa de la Clairon, esa incomparable
hechicera.
SEGUNDO. Esa, por lo menos, estaba orgullosa
de su profesión.
PRIMERO. Como lo estarán todas las que so-
bresalgan. Desprecian el teatro solo los actores
echados a silbidos. Es preciso que le muestre a la
Clairon en sus arrebatos de cólera. Si por casualidad
conservase en medio de su furia la actitud, el acento
y la acción teatral, con todo su aparato, ¿podría
contener la risa? No. Esto prueba que la verdadera
sensibilidad y la representada son dos cosas distin-
tas. De lo contrario, no podría reírse en su casa de
lo que en escena habría admirado. La cólera real de
la Clairon parece simulada porque la ha visto simu-
larla en el teatro con la más cumplida perfección...
aparente. En el teatro las imágenes de las pasiones
no son sus verdaderas imágenes, son exageraciones,
caricaturas, sujetas a reglas convencionales. Ahora
bien, ¿qué artista se ajustará más estrictamente a es-
tas convenciones? ¿Qué comediante distinguirá
mejor su límite, que no ha de rebasar? ¿El hombre
dominado por su propio carácter o el hombre que
se despoja del suyo para revestir otro más grande,
más noble, más violento, más elevado? Se es uno
mismo por naturaleza, se es otro por imitación; el
corazón que nos atribuimos no es el corazón que
tenemos. El verdadero talento consiste en conocer
bien los síntomas exteriores del alma que se imita,
dirigiéndose a la sensación de los que nos oyen y
nos ven, engañándolos con la imitación de aquellos
síntomas, pero con una imitación que en sus cabe-
zas lo engrandezca todo y se convierta en regla de
su juicio, porque es imposible apreciar de otra ma-
nera lo que pasa dentro de nosotros. ¿Y qué nos
importa que sientan o no sientan, con tal que lo ig-
noremos? En efecto, el que mejor conozca y traduz-
ca más perfectamente dichos signos exteriores de
acuerdo con el modelo ideal mejor concebido, será
el mejor comediante.
SEGUNDO. Y el que deje menos a la imaginación
del gran comediante, será el más grande de los poe-
tas.
PRIMERO. Iba a decirlo. Cuando por efecto de
una larga costumbre teatral se guarda en sociedad el
énfasis adquirido en la escena y se pasea por ella a
Bruto, Cinna, Mitrídates, Cornelio, Merope, Pompe-
yo, ¿sabe lo que ocurre? Se une a un alma, pequeña
o grande, según la medida que la naturaleza le dio,
los signos exteriores de un alma exagerada y gigan-
tesca que no se tiene, y de ahí nace el ridículo.
SEGUNDO. Es una sátira cruel la que hace, ino-
cente o malignamente, de actores y autores.
PRIMERO. ¿Por qué?
SEGUNDO. Porque creo que a todo el mundo le
está permitido tener un alma grande y fuerte; como
creo que es lícito también poseer la apariencia, la
dignidad y los ademanes del alma que se tiene; y
considero que la imagen de la verdadera grandeza
jamás puede ser ridícula.
PRIMERO. ¿Qué deduce de esto?
SEGUNDO. ¡Ah, traidor! No se atreve a decirlo y
quiere que sea yo quien incurra en la indignación
general. Lo que se deduce es que la verdadera trage-
dia no ha sido encontrada aún, y que los antiguos,
con todos sus defectos, se hallaban probablemente
más cerca de ella que nosotros.
PRIMERO. Es verdad que a mí me encanta oír a
Filoctetes decir tan sencilla y vigorosamente a Nep-
tolemo, cuando le devuelve las flechas de Hércules,
que había robado por instigación de Ulises: "Mira la
acción que cometiste: sin darte cuenta condenas a
un infeliz a perecer de dolor y de hambre. Tu robo
es el crimen de otro; tu arrepentimiento es tuyo. No,
tú no hubieras pensado nunca en cometer semejante
villanía si hubieras estado solo. Comprende, pues,
hijo mío, cuánto importa a tu edad no tratar más
que con gentes de bien. Eso es lo que se saca con la
compañía de un malvado. ¿Por qué unirte a un
hombre de esa condición? ¿Es ése el que tu padre te
hubiese elegido por compañero y amigo? Un padre
tan digno, que trata sólo a los más preclaros perso-
najes del ejército, ¿qué te diría si te viera con Uli-
ses?..."
¿Hay en este discurso algo que usted no diría a
mi hijo o que yo no pudiera aconsejar al suyo?
SEGUNDO. No.
PRIMERO. Sin embargo, eso es hermoso.
SEGUNDO. Ciertamente.
PRIMERO. Y el tono de ese discurso pronunciado
en la escena, podría ser diferente del tono con que
sería pronunciado en sociedad.
SEGUNDO. No lo creo.
PRIMERO. Y ese tono en sociedad, ¿sería ri-
dículo?
SEGUNDO. De ningún modo.
PRIMERO. Cuanto más enérgico son los actos y
más sencillas las palabras, más grande es mi admira-
ción. Temo que hayamos estado cien años seguidos
tomando las bravatas de Madrid por el heroísmo de
Roma, y confundiendo el tono de la musa trágica
con el lenguaje de la musa épica.
SEGUNDO. Nuestro verso alejandrino es de-
masiado noble para el diálogo.
PRIMERO. Y nuestro verso decasílabo es de-
masiado fútil y demasiado ligero. Le aconsejo no ir
a la representación de una pieza romana de Cornei-
lle, sino después de la lectura de las cartas de Cice-
rón a Atico. ¡Qué ampulosos me parecen nuestros
autores dramáticos! ¡Y cómo disgustan sus decla-
maciones cuando se recuerda la sencillez y el nervio
del discurso de Régulo disuadiendo al Senado y al
pueblo romano del canje de cautivos! Es una oda,
un poema, que supone más fuego, más verba y más
exageración que un monólogo trágico; dice así:
"Yo he visto nuestras insignias expuestas en los
templos de Cartago. He visto al soldado romano
despojado de sus armas, que no habían sido teñidas
por una gota de sangre. He visto a ciudadanos con
los brazos atados. He visto el olvido de la libertad,
las ciudades con las puertas abiertas y las cosechas
cubriendo las campiñas que habíamos arrasado. ¿Y
creéis que por haber sido rescatados con dinero se
tornarán más valerosos? Sólo añadiréis una pérdida
a la ignominia. Cuando la virtud huye de un alma
envilecida, no vuelve más. No esperéis nada del que
pudiendo morir se dejó esclavizar. ¡Oh, Cartago,
cuán grande y altiva te hace nuestra vergüenza!..."
Su conducta correspondió a su discurso. Recha-
zó las caricias de su mujer y de sus hijos, creyéndose
indigno de ellas como un vil esclavo. Con la mirada
hosca, fija en tierra, desdeña las lágrimas de sus
amigos hasta persuadir a los senadores de una deci-
sión que sólo él era capaz de proponer, y se le per-
mite volver a su destierro.
SEGUNDO. Hay sencillez y belleza, pero el mo-
mento en que el héroe se muestra es el que sigue.
PRIMERO. Tiene usted razón.
SEGUNDO. No ignorando el suplicio que le pre-
para un enemigo feroz, recobra toda su calma y se
desprende de los suyos, que procuran diferir su
partida, con la misma libertad que antes mostraba al
desprenderse de la multitud de sus clientes para irse
a descansar en sus posesiones de Tarento, o de Va-
nafra.
PRIMERO. Muy bien. Ahora dígame en con-
ciencia si hay en nuestros poetas muchos pasajes en
que se vea el tono apropiado de una virtud tan ele-
vada, tan familiar, y dígame también qué parecerían
en aquella boca nuestras tiernas jeremiadas y la ma-
yor parte de nuestras fanfarronadas a lo Corneille.
¿Cuántas cosas hay que sólo a usted me atrevo a
confiarle! Me desollarían en la calle si me supieran
culpable de semejante blasfemia, y yo no aspiro a la
palma del martirio.
Si aparece algún día un hombre de genio que se
atreva a dar a sus personajes el tono sencillo del he-
roísmo clásico, el arte del comediante será mucho
más difícil, pues la declamación dejará de ser una es-
pecie de canto.
Por lo demás, cuando he sostenido que la sensi-
bilidad es la característica de la bondad del alma y
de la medianía del genio, he hecho una confesión
que no me favorece y que muy pocos harían en mi
caso, porque si la naturaleza ha formado algún alma
sensible, es la mía.
El hombre sensible está demasiado a merced de
su diafragma para ser un gran rey, un gran político,
un buen magistrado, un hombre justo, un profundo
observador, y consecuentemente un imitador subli-
me de la naturaleza, a menos que pueda distraerse,
desprenderse de sí mismo, ayudado por una imagi-
nación poderosa y una gran fijeza para estudiar los
tipos ideales que le sirven de modelos fantásticos.
Pero en tal caso no es él quien obra. Es un espíritu
ajeno que lo domina.
Debiera detenerme aquí, pero entiendo que es
mejor una reflexión fuera de lugar que una omitida.

Le habrá sucedido algunas veces que, al ser consul-
tado por algún principiante, actor o actriz, le haya
usted concedido de buena fe que tiene alma, sensi-
bilidad y entrañas, colmándolo de elogios y deján-
dolo con la esperanza de un éxito. Pues bien, ¿qué
sucede? Que se presenta y es silbado y debemos
confesarnos que los silbidos tienen razón. ¿De qué
proviene la contradicción? ¿Habrá perdido el actor,
de la mañana a la tarde su alma, su sensibilidad? No.
Pero en su casa se estaba a ras del suelo con ella, se
la escuchaba sin exigencias, frente a frente y sin que
hubiera ningún modelo de comparación. Todo cau-
saba satisfacción, su voz, su gesto, su expresión, su
actitud; todo estaba en proporción con el auditorio
y el espacio reducido. Nada requería exageración.
En las tablas todo ha cambiado. Aquí hacía falta
otro personaje, ya que todo se había agrandado.
En un teatro particular, en un salón donde el es-
pectador está casi al nivel del artista, el verdadero
personaje dramático hubiera parecido enorme, gi-
gantesco, y al salir de la representación, hubiéramos
dicho en confianza a cualquier amigo: "En el teatro
y con numeroso público se malogrará, porque se
excede". Y su triunfo en el teatro habría asombrado.
Lo repito una vez más: el actor nada dice en socie-
dad del mismo modo que en la escena; será un bien
o un mal, pero es así, porque es otro mundo.
Pero quiero relatarle un hecho decisivo, que me
fue referido por un hombre veraz y de tanto ingenio
como el abate Galiani, confirmado luego por otro
igualmente veraz y de no menor ingenio, el marqués
de Caraccioli, embajador de Nápoles en París: en
Nápoles, patria de ambos, hay un poeta dramático
cuyo principal cuidado no es componer su obra.
SEGUNDO. Su obra, el Padre de Familia, tuvo en
Nápoles un gran éxito.
PRIMERO. Sí. La representaron cuatro veces se-
guidas delante del rey, en contra de la etiqueta de la
corte, según la cual se han de dar tantas piezas dife-
rentes como funciones. El pueblo quedó muy com-
placido. Pero volvamos al autor napolitano. Su
principal cuidado es encontrar en la sociedad per-
sonas de edad, figura, voz y carácter adecuados a los
papeles que imagina, a los personajes de sus piezas.
Las busca, las encuentra, y no se atreven a negarle
su cooperación porque se trata de divertir al rey.
Ensaya con ellas durante seis meses, primero aisla-
damente, después juntos. ¿Y cuándo imagina usted
que la compañía empieza a representar, a entender-
se, a encaminarse hacia el punto de perfección exi-
gido? Cuando los actores están agobiados de fatiga,
hartos de ensayos, insensibles a todas las bellezas de
la obra. Entonces comienzan sus progresos sor-
prendentes. Cada uno se identifica por completo
con su personaje. Después de tan penoso ejercicio,
empiezan las representaciones por espacio de otros
seis meses para que el soberano y sus súbditos dis-
fruten del mayor placer que puede recibirse de la
ilusión teatral. Y ahora, dígame, esa ilusión tan aca-
bada, tan perfecta en la última como en la primera
representación, ¿puede ser el efecto de la sensibili-
dad?
La cuestión que yo he profundizado no es del
todo nueva; ya fue planteada una vez por un medio-
cre literato, Remond de Saint Albine, y por un gran
comediante, Riccoboni. El literato defendía la causa
de la sensibilidad; el comediante defendía la mía. Es
una anécdota que ignoraba y de la que acabo de en-
terarme. Yo he dicho lo mío, ahora quisiera saber
qué piensa usted de ello.
SEGUNDO. Pienso que ese hombrecillo arro-
gante, decidido, seco y duro, que valdría mucho si
tuviera una dosis de talento que alcanzara a la cuarta
parte de sus pretensiones, hubiera sido un poco más
reservado en su juicio si usted hubiese tenido la
bondad de exponerle sus razones, y él la paciencia
de escucharlas. Pero el mal está en que él lo sabe to-
do, y a título de hombre universal se cree dispensa-
do de escuchar a nadie.
PRIMERO. En cambio, el público se lo paga bien
no escuchándolo tampoco. Una pregunta, ¿conoce
usted a la señora Riccoboni?
SEGUNDO. ¿Quién no conoce a la autora de un
gran número de obras celebradas, en las que brillan
el genio, la gracia, la honestidad, la delicadeza?
PRIMERO. ¿Y cree usted que esa mujer era sensi-
ble?
SEGUNDO. No solamente por sus obras, sino
por su conducta. Lo ha probado suficientemente.
Hay un hecho en su vida que casi la lleva a la se-
pultura. Al cabo de veinte años todavía no se han
secado sus lágrimas.
PRIMERO. Pues bien, esa mujer, una de las más
sensibles que pudo formar la naturaleza, ha sido una
de las peores actrices que hayamos visto en la esce-
na. Hablaba muy bien del arte, pero interpretaba
muy mal.
SEGUNDO. Es justo decir que no lo desconocía
ni lo negaba. Jamás se quejó de los silbidos, recono-
ciendo que eran justos.
PRIMERO. Si la sensibilidad, a juicio suyo, es la
principal cualidad del actor, ¿por qué la Riccoboni,
que tenía tanta, era una actriz tan mala?
SEGUNDO. Probablemente, porque le faltarían
las otras cualidades. Tenía la principal, pero una
sola no compensaba suficientemente la falta abso-
luta de las otras.
PRIMERO. No creo que las otras le faltaran tan en
absoluto. Su figura no era mala, su cara no era fea,
su aspecto era decente, su voz era agradable. Todas
las buenas cualidades que proceden de la educación.
No había en ella cosa alguna que chocara. Se la veía
sin pena, se la escuchaba con el mayor gusto.
SEGUNDO. No comprendo en qué consistía, pe-
ro me consta que el público nunca pudo reconciliar-
se con ella. Por espacio de veinte años seguidos fue
la víctima de su profesión.
PRIMERO. Y de su sensibilidad, que nunca pudo
dominar, si es que alguna vez lo intentó. Y por lo
mismo que fue constantemente ella misma, el públi-
co la desdeñó constantemente.
SEGUNDO. ¿Conoce a Caillot?
PRIMERO. Mucho.
SEGUNDO. ¿Habló alguna vez con él de esta
cuestión?
PRIMERO. Nunca.
SEGUNDO. En su lugar, yo tendría curiosidad
por conocer su opinión.
PRIMERO. Es que la conozco.
SEGUNDO. ¿Si? ¿Y cuál es?
PRIMERO. La suya y la de su amigo.
SEGUNDO. Esa es una terrible autoridad en su
contra.
PRIMERO. No lo niego.
SEGUNDO. ¿Y cómo se enteró de lo que piensa
Caillot?
PRIMERO. Por una mujer espiritual y de talento,
la princesa Galitzin. Caillot había representado el
Desertor, y estaba todavía en el mismo lugar en que
experimentaba y ella compartía todas las angustias
de un desdichado a punto de perder a su querida y a
la vida. Caillot se acercó sonriente al palco de la
princesa Galitzin y le dirigió unas frases alegres,
corteses, refinadas. La princesa, asombrada, le pre-
gunta:
-"¿Qué, no está usted muerto? Yo, que he sido
una simple espectadora, no puedo volver en mí.
-No, señora, no me he muerto, y sería digno de
lástima si me muriera tan a menudo".
-"Entonces, ¿no siente nada?
-¿Cómo?..."
Y comenzaron una discusión que acabará como
la nuestra: quedándose cada cual con su opinión. La
princesa no se acordaba de los razonamientos de
Caillot, pero había observado que aquel gran imita-
dor de la naturaleza, en el momento de la agonía,
cuando lo arrastraban al suplicio, notando que la
silla donde habían de poner a Luisa desmayada no
estaba muy segura, la arregló recitando con voz de
moribundo: "Luisa no viene y se acerca mi hora".
Pero le noto distraído; ¿en qué piensa?
SEGUNDO. Pensaba proponerle una transacción:
conceder al actor pocos momentos, pero siquiera al-
gunos, de sensibilidad. La sensibilidad natural que
no se oculta en determinados momentos, cuando su
cabeza se confunde, olvidándose que está en el tea-
tro, olvidándose de sí mismo para sólo acordarse
del personaje que interpreta; cuando llora . . .
PRIMERO. ¿A compás?
SEGUNDO. A compás. Grita...
PRIMERO. ¿Sin desafinar?
SEGUNDO. Sin desafinar. Se irrita, se indigna, se
desespera, presenta a mis ojos la imagen real, hace
llegar a mis oídos y penetrar hasta mi corazón el
verdadero acento de la pasión que lo agita, al extre-
mo de arrastrarme, ofuscarme, no viendo ni oyendo
ni a Brizard ni a Lekain sino a Agamenón, a Nerón,
etc. Concedamos que en esos momentos siente y
dejemos el resto para el arte.
PRIMERO. Un actor sensible quizá tenga en su
papel uno o dos momentos de enajenación, en di-
sonancia segura con todos los demás, disonancia
tanto más acentuada cuanto más bellos sean los
momentos de pasión. Pero, siendo así, dígame, ¿no
cesaría el espectáculo de ser un placer para conver-
tirse en un suplicio?
SEGUNDO. Para mí, no.
PRIMERO. Y esa ficción poética, ¿no le im-
presionará más hondamente que el espectáculo do-
méstico y real de una familia angustiada alrededor
del lecho de la madre moribunda?
SEGUNDO. ¡Oh, no!
PRIMERO. Luego, ni el actor ni usted se han olvi-
dado tan absolutamente...
SEGUNDO. Me pone en un aprieto y no dudo
que pueda todavía desconcertarme más, pero me
parece que conseguiría hacerlo flaquear si me per-
mitiese buscar una ayuda. Mire, son las cuatro y me-
dia. Esta tarde ponen en escena a Dido. Vamos a ver
a la Raucourt y ella le responderá mejor que yo.
PRIMERO. Lo deseo, pero no lo espero. ¿Imagina
acaso que pueda hacer lo que no han hecho ni la Le-
couvreur, la Duclos, la Desseine, la Balincourt, la
Clairon, la Dumesnil? No temo afirmar que si nues-
tra joven debutante dista mucho aún de la perfec-
ción, se debe a que es demasiado novicia para no
sentir, y le predigo que si continúa sintiendo, si con-
serva en la escena su personalidad, si sigue prefi-
riendo el instinto limitado de la naturaleza al estudio
ilimitado del arte, no se elevará jamás a la altura de
las actrices nombradas. Tendrá momentos de per-
fección, pero no será perfecta. Pasará con ella lo que
con la Gaussin y muchas otras, que, por no haber
podido salir nunca del estrecho recinto en que su
sensibilidad las confinaba, han sido toda la vida
amaneradas, endebles y monótonas. ¿Quiere aún
que vayamos a ver a la Raucourt?
SEGUNDO. Sí.
PRIMERO. Vamos, y en el camino le contaré un
hecho muy de acuerdo con nuestra conversación.
Pigalle era amigo mío y yo iba con frecuencia a su
casa. Fui una mañana y cuando llamé, el artista salió
personalmente a la puerta. Tenía el cincel en la ma-
no. A la entrada del estudio, me detuvo y me dijo:
"Antes de pasar, júreme que no tendrá miedo de
una bella mujer enteramente desnuda". Me sonreí y
entré. Se ocupaba entonces en su monumento del
mariscal de Sajonia y una bella cortesana le servía de
modelo para la figura de Francia. ¿Cómo cree que
aquella mujer me pareció entre las gigantescas figu-
ras que la rodeaban? Pobre, pequeña, mezquina, una
especie de rana. Bajo la palabra del artista, habría
tomado aquella rana por una mujer hermosa, si no
hubiese esperado el final de la sesión, viéndola en-
tonces a ras de tierra, volviendo la espalda a aquellas
figuras colosales, que la reducían a nada. Aplique
usted este singular fenómeno a la Gaussin, a la Ric-
coboni, y a todas las que no se agrandan en la es-
cena.
Si, cosa imposible, una actriz poseyera una sen-
sibilidad comparable a la que el arte llevado a su
extremo puede simular, de poco le serviría, pues son
tan diversos los caracteres cuya imitación se ofrece
en el teatro y tan opuestas las situaciones que un pa-
pel principal trae consigo, que la supuesta llorona,
incapaz de representar como es debido dos papeles
diferentes, apenas sobresaldría en algunos pasajes
de un mismo papel; sería la comediante más desi-
gual, más limitada y más inepta que se pueda imagi-
nar. Si por casualidad intentase un movimiento im-
petuoso, su sensibilidad, predominando, no tardaría
en volverla a la mediocridad. Semejaría menos un
potro vigoroso que galopa, que un endeble potrillo
desbocado. Su instante de energía, pasajero, brusco,
sin gradación ni preparación ni unidad, parecería un
ataque de locura.
Siendo la sensibilidad compañera del dolor y la
debilidad, dígame si una criatura dulce, débil, sensi-
ble, puede concebir y expresar la calma de Leontina,
los celos de Hermione, los furores de Camille, la
ternura maternal de Mérope, el delirio y los remor-
dimientos de Fedra, el tiránico orgullo de Agripina,
la violencia de Clitemnestra. Abandone esta eterna
plañidera a unos cuantos papeles elegíacos y no la
saque de ahí.
Porque ser sensible es una cosa, y sentir es otra.
Lo uno es cuestión del alma, la otra de juicio. Lo
que se siente con fuerza no se sabe expresar; y lo
que se expresa en un salón o a solas o leyendo o re-
presentando para unos cuantos amigos, no sirve en
el teatro; y es que en el teatro, con eso que se llama
sensibilidad, se dice bien un fragmento y detesta-
blemente lo restante; abrazar en toda su extensión
un gran papel, disponer en él los claros y los oscu-
ros, los matices y las gradaciones, mostrarse a la
misma altura en las escenas tranquilas y en las agita-
das, ser diverso en los detalles y uno en el todo,
formarse un plan o sistema de declamación, que sal-
ve hasta las humoradas del poeta, eso es obra de
una cabeza serena, de un gran discernimiento, de un
gusto delicado, de un penoso estudio, de una larga
experiencia y de una tenacidad de memoria poco
comunes. La regla qualis ab incopto processerit et sibi
constet, rigurosísima para el poeta, lo es hasta la mi-
nucia para el comediante; el que sale de entre basti-
dores sin su papel enteramente detallado, experi-
mentará toda su vida la sensación de un principian-
te, o si, dotado de intrepidez, suficiencia y
entusiasmo, cuenta con la presteza de su ingenio y el
hábito del oficio, podrá engañar con su calor y su
embriaguez, y será aplaudido como en pintura si
acepta un boceto atrevido en el que está todo indi-
cado y nada resuelto. Es uno de esos prodigios que
se ven a veces en las ferias o en casa de Nicolet.
Quizás esos insensatos hagan bien en seguir siendo
lo que son: proyectos de comediantes. El trabajo no
les daría lo que les falta y podría quitarles lo que tie-
nen. Tómelos en lo que valen, pero no los ponga al
lado de un cuadro acabado.
SEGUNDO. Una sola pregunta me queda por ha-
cerle.
PRIMERO. Hágala.
SEGUNDO. ¿Ha visto alguna vez una obra en-
teramente representada a la perfección?
PRIMERO. La verdad, no recuerdo... Pero, es-
pere... Sí, a veces, una obra mediocre, y por actores
mediocres.
Nuestros dos interlocutores se encaminaron ha-
cia el espectáculo, pero como no encontraron loca-
lidades, se dirigieron a las Tullerías. Se pasearon un
tiempo silenciosos. Parecían olvidar que estaban
juntos, cada uno ensimismado, dialogando consigo
mismo, uno en alta voz, el otro en voz tan baja que
no se le oía, dejando escapar a intervalos algunas
palabras, aisladas pero claras, por las cuales era fácil
conjeturar que no quería darse por vencido.
Sólo las ideas del hombre de la paradoja puedo
relatar, y las ofrezco aquí, tan deshilachadas como
deben parecer cuando se suprimen de un soliloquio
los nexos en que se apoya. Nuestro hombre decía:
-Póngase en su lugar a un actor sensible, y vere-
mos cómo saldrá del apuro. ¿Qué hace él, en cam-
bio? Pone el pie en la balaustrada, se ajusta de nue-
vo la liga, y responde al cortesano que desprecia,
con la cabeza vuelta hacia uno de sus hombros, y
así, un accidente que habría desconcertado a cual-
quier otro que este frío y sublime comediante, re-
pentinamente adaptado a la circunstancia, se trueca
en un rasgo genial.
(Hablaba, según creo, de Baron en la tragedia del
Conde Essex). Luego, sonriente, añadió:
-¡Ah, sí!, y creerá que esa actriz siente cuando
desplomada sobre el cuerpo de su confidente, con la
mirada dirigida hacia la tercera hilera de palcos, ad-
vierte a un viejo procurador deshecho en lágrimas, y
cuyo dolor lo hace gesticular grotescamente, dice:
Fíjate arriba y verás una cara divertida..., susurrando esas
palabras como si fuesen la continuación de una
queja inarticulada. Otros podrán creerlo. Si no re-
cuerdo mal, esto ocurrió con la Gaussin en Zaida.
-Y este tercero, cuyo fin ha sido tan trágico. Yo
le conocí, del mismo modo que a su padre, que me
invitaba a veces a decirle lo que pensaba en su
trompetilla acústica.
(Indudablemente, se trata del discreto Mon-
tménil).
-Era el candor y la honestidad personificados.
¿Qué había de común entre su carácter natural y el
de Tartufo, que tan excelentemente interpretaba?
Nada. ¿De dónde había sacado ese gesto retorcido,
ese visaje tan singular, ese tono tan dulzón y todas
esas finezas del papel del hipócrita? Tenga cuidado
con lo que va a responderme. Lo tengo en mi poder.
-¿En una profunda imitación de la naturaleza?
Los síntomas interiores, que denotan con mayor
fuerza la sensibilidad del alma, ya lo verá, no están
del mismo modo en la naturaleza que los síntomas
exteriores de la hipocresía; no sería posible estu-
diarlos allí, y un actor de gran talento tropezará con
más dificultades en comprender y examinar unos
que otros. ¿Y si sostuviese que de todas las cualida-
des del alma, la sensibilidad es la más fácil de falsifi-
car, ya que no hay quizá un solo hombre suficien-
temente cruel e inhumano para no abrigarla en ger-
men en su corazón y haberla experimentado alguna
vez, cosa que no podría asegurarse de todas las de-
más pasiones, como la avaricia, la desconfianza, por
ejemplo? ¿Es un excelente instrumento?...
-Lo entiendo, habrá siempre entre el que finge la
sensibilidad y el que siente, la diferencia que va de la
imitación a la cosa misma.
-Tanto mejor, tanto mejor. En el primer caso no
tendrá que separarse de sí mismo, y se elevará de un
solo salto a la altura del modelo ideal.
-¿De un salto?
-¿Vamos a discutir una expresión? Tan sólo
quiero decir que al no verse limitado nunca por el
pequeño modelo que lleva en sí mismo, será tan
grande, tan sorprendente, tan perfecto imitador de
la sensibilidad como de la avaricia, la hipocresía, la
duplicidad y de cualquier otro carácter que no sea el
suyo, de cualquier otra pasión que no tenga. Lo que
el personaje sensible por naturaleza me mostrará,
será por fuerza pequeño. La imitación del otro será
fuerte, o si por azar las copias resultasen igualmente
fuertes, cosa que no puedo concederle en absoluto,
el uno, perfectamente dueño de sí mismo y repre-
sentando siempre por estudio y reflexión, sería tal
como la experiencia cotidiana nos lo muestra, con
más unidad que el que representa, parte por natura-
leza, parte por estudio, parte por un modelo, parte
por sí mismo. Por mucha habilidad con que estén
fundidas estas imitaciones, a un espectador delicado
le será más fácil distinguirlas que a un artista sagaz
descubrir en una estatua la línea que separa dos es-
tilos diferentes o la parte anterior ejecutada según
un modelo y la espalda según otro. Un actor con-
sumado, que cesara de representar con la cabeza,
que se dejara llevar, ganar por su corazón, por su
sensibilidad, nos embriagaría.
-Quizá.
- Nos transportaría de admiración.
-No es imposible, pero a condición de que no
salga de su sistema de declamación y la unidad no
desaparezca, sin lo cual se diría que se ha vuelto lo-
co... Sí, en este supuesto reconozco que pasaría us-
ted un buen momento. ¿Pero acaso prefiere un buen
momento de triunfo a ver un papel bien representa-
do? Si ésa es su elección, le puedo asegurar que no
la comparto.
Aquí calló el hombre de la paradoja. Caminaba
al azar, a riesgo de tropezarse con los que venían a
su encuentro, si éstos no hubiesen eludido el cho-
que. Al fin se detuvo bruscamente, y aferrando con
fuerza el brazo de su antagonista, le dijo con tono
dogmático y tranquilo:
-Amigo mío, hay tres modelos: el hombre de la
naturaleza, el hombre del poeta, el hombre del ac-
tor. El de la naturaleza es menos grande que el del
poeta y éste menos grande aún que el del gran co-
mediante, que es el más exagerado de todos ellos.
Este último se encarama sobre los hombros del an-
terior y se encierra en un gran maniquí de mimbre
del que es el alma, y mueve este maniquí de una ma-
nera pavorosa, incluso para el poeta que ya no se
reconoce en él, y nos causa espanto, como usted lo
ha dicho muy bien, del mismo modo que lo hacen
los niños entre sí cuando levantan sus vestidos por
encima de la cabeza, agitando e imitando lo mejor
que saben la voz ronca y lúgubre de un fantasma
que representan. ¿Nunca ha visto grabados con jue-
gos de niños por tema? ¿No ha visto por casualidad
un chiquilín que avanza con una espantosa máscara
de anciano que lo cubre de los pies a la cabeza?
Detrás de la máscara se ríe de la fuga originada por
el terror que inspira. Este pequeño es el verdadero
símbolo del actor; sus camaradas, los símbolos del
espectador. Si el actor sólo posee una sensibilidad
mediocre, y ése es su único mérito, ¿no lo conside-
rará un hombre mediocre? Tenga cuidado, es otra
trampa que le tiendo.
-Y si estuviera dotado de una extraordinaria sen-
sibilidad, ¿qué ocurriría?
-¿Qué?
-O bien no representará en absoluto, o bien re-
presentará ridículamente. Sí, ridículamente; y la
prueba podría verla en mí mismo. Siempre que ten-
go que hacer un relato patético, me siento conmo-
vido, tanto en el corazón como en la cabeza; mi len-
gua se atasca, se descomponen mis ideas, balbuceo,
las lágrimas corren por mis mejillas, y entonces me
callo.
-Pero eso le queda muy bien.
-En privado. En el teatro me silbarían.
-¿Por qué?
-Porque no se va a ver lágrimas, sino a oír pala-
bras que las arranquen, porque hay una disonancia
entre la verdad de la naturaleza y la verdad de la
convención. Trataré de explicarme: quiero decir que
ni el sistema dramático, ni la acción, ni los discursos
del poeta se avendrían con mi declamación aho-
gada, interrumpida, sollozada. Como podrá verlo, ni
siquiera está permitido imitar de muy cerca a la na-
turaleza, la hermosa naturaleza, ni a la verdad, y que
hay límites en los cuales es menester encerrarse.
-Y esos límites, ¿quién los ha fijado?
-El buen sentido, que no quiere que un talento
perjudique a otro talento, aunque a veces es preciso
que el actor se sacrifique al poeta.
-Pero, ¿y si la composición del poeta se presta a
ello?
-Pues bien, tendría otra especie de tragedia com-
pletamente distinta a la suya.
-¿Y eso qué inconveniente plantea?
-No sé exactamente lo que ganaría, pero sí lo que
saldría perdiendo.
Aquí, el hombre paradójico se acercó por segun-
da o tercera vez a su antagonista para decirle:
-La frase es de mal gusto, pero divertida. Es de
una actriz cuyo talento se reconoce universalmente.
Corre pareja con la frase y la situación de la
Gaussin. Desplomada también sobre el pecho de
Pillot-Pólux, está agonizando, o al menos lo hace
creer, cuando le murmura a él en voz muy queda:
¡Ah!, Pillot, cómo hiedes. Este rasgo es de la Arnould
haciendo de Telaira. En ese momento, la Arnould,
¿es realmente Telaira? No, es la Arnould, siempre la
Arnould. Nunca conseguirá hacerme elogiar los
grados intermedios de una cualidad que lo estropea-
ría todo, si, llevada a su extremo, el comediante se
viese dominado por ella. Pero supongamos que el
poeta hubiese escrito la escena para ser declamada
en el teatro como yo la recitaría en la sociedad,
¿quién representaría esa escena? Nadie; no, nadie, ni
siquiera el actor más dueño de sí mismo, porque
saldría bien de la empresa una vez, pero vencido en
mil. ¡El éxito depende de tan poco!... ¿Le parece
poco sólido este último razonamiento? Pues bien,
puede que así sea. Pero, por un poeta de genio que
alcanzase esa prodigiosa verdad natural, se elevaría
una nube de insípidos y vulgares imitadores. No
está permitido, a riesgo de ser insípido, tosco, de-
testable, descender un punto más abajo de la senci-
llez natural. ¿Comparte usted mi opinión?
SEGUNDO. No pienso nada. No lo he entendido.
PRIMERO. Pero, ¿no me ha escuchado?
SEGUNDO. No.
PRIMERO. Pues, ¿qué diablos hace?
SEGUNDO. Soñar.
PRIMERO. ¿En qué?
SEGUNDO. En un actor inglés, llamado Macklin,
si no recuerdo mal; ese actor (yo estaba aquel día en
el teatro) se excusó ante el público de su temeridad,
que consistía en presentarse en escena para repre-
sentar después de Garrick no sé qué papel en
Macbeth, y dijo entre otras cosas que las impresiones
que subyugan al comediante, sometiéndolo al genio
y a la inspiración del poeta, le son perjudiciales. No
me acuerdo ya de las razones que expuso, pero sí
que parecieron buenas y fueron aplaudidas. Si tiene
curiosidad puede leerlas en una carta inserta en el
Saint James Chronicle con la firma de Quintiliano.
PRIMERO. Pero, entonces, ¿he hablado tanto
tiempo para mí solo?
SEGUNDO. Puede ser. Todo el tiempo sin duda
que yo he soñado solo. ¿Sabe que antiguamente los
papeles de mujer los hacían actores?
PRIMERO. Lo sé.
SEGUNDO. Aulo Gelio, refiere en sus Noches Ati-
cas, que cierto Pablo, debiendo presentarse en esce-
na con la urna de Orestes, salió abrazando la urna
que guardaba las cenizas de su propio hijo, al que
acababa de perder; y que aquello no fue una vana
representación, un dolor de teatro, pues el público
entero prorrumpió en lamentos y gemidos.
PRIMERO. Y cree que Pablo, en aquel momento,
habló en la escena como lo hubiera hecho en su ca-
sa. No. Su éxito prodigioso, que no pongo en duda,
no fue debido ni a los versos de Eurípides ni a la
declamación del actor, sino al espectáculo de un pa-
dre bañando con sus lágrimas la urna funeraria de
su propio hijo. Ese Pablo quizá fuese un come-
diante mediocre, lo mismo que aquel Esopo de
quien Plutarco refiere que "representando cierto día
en pleno teatro el papel de Atreo, pensaba para sí
cómo vengarse de su hermano Tiestes, cuando un
sirviente pasó corriendo a su lado; Esopo, fuera de
sí por el ardor conque representaba a lo vivo la pa-
sión del rey Atreo y por sus propios pensamientos
de venganza, le dio tal golpe en la cabeza al sirviente
con el cetro que tenía en la mano, que lo dejó
muerto en el acto...". Era un insensato que el tribu-
no debió enviar en seguida a la roca Tarpeya.
SEGUNDO. Como seguramente hizo.
PRIMERO. Lo dudo. Los romanos tenían en mu-
cha estima la vida de un gran comediante y en poco
la de un esclavo.
Se dice del orador que vale más cuanto más se
exalta, cuando se apasiona, cuando se irrita. Yo lo
niego. Será eso cuando imita la exaltación, la pasión,
la furia. Los comediantes impresionan al público, no
cuando están furiosos, sino cuando fingen perfec-
tamente el furor. En los tribunales, en las asambleas,
en todos los sitios en que se quiere dominar los
ánimos, se finge ya la ira, ya el temor, ya la piedad,
para producir en el auditorio esos distintos senti-
mientos. Lo que no logra una pasión efectiva lo
consigue una pasión bien imitada.
Cuando se dice de un hombre que es un gran
comediante, no entiende nadie que tal hombre
siente, sino todo lo contrario: que sabe simular el
sentimiento sin sentir absolutamente nada; papel
más difícil que el del actor, pues aquel hombre ha de
buscar él mismo su discurso, ha de llenar dos fun-
ciones, la de poeta y la de comediante. El poeta en la
escena puede ser más hábil que el comediante social
en la realidad. Pero, ¿quién podría creer que en la
escena el actor sea más profundo, más hábil en fin-
gir la alegría, la tristeza, la sensibilidad, la admira-
ción, el odio, la ternura, que un viejo cortesano?
Pero se hace tarde. Vamos a cenar.