INVITACION A LEER

Un rufián en la escalera. Joe Orton.

Un rufián en la escalera Joe Orton Personajes: Mike                    Joyce                    Wilson ESCENA I ...

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11/5/16

La Mandrágora, Nicolás Maquiavelolo



Maquiavelo

La Mandrágora



PERSONAJES
CALLIMACO
SIRO
MICER NICIAS
LIGURIO
SOSTRATA
FRAY TIMOTEO
UNA MUJER
LUCRECIA



ACTO PRIMERO

ESCENA PRIMERA
CALLIMACO y SIRO


CALLIMACO.—Siro, no te vayas, es un momento.

SIRO.—Ahí me tienes.

CALLIMACO.—Imagino que te extrañó mi súbita partida de París y ahora te extrañará
que lleve aquí ya un mes sin hacer nada.

SIRO.—Cierto.

CALLIMACO.—Si hasta ahora no te he dicho lo que voy a decirte, no ha sido por no
fiarme de ti; sino porque creo que lo que uno no quiere que se sepa mejor es no decirlo,
a menos que se vea forzado a ello. Pero ahora, como creo que voy a necesitar tu ayuda,
quiero explicártelo todo.

SIRO.—Soy vuestro criado y los sirvientes no deben preguntar nunca nada a sus
amos ni meterse en sus asuntos, pero cuando éstos quieren hacerles partícipes han de
servirles con lealtad como yo siempre he hecho y he de hacer ahora.

CALLIMACO.—Lo sé. Creo que me has oído decir mil veces, y no importa que me lo
oigas mil y una, cómo teniendo yo diez años, y habiendo muerto mi padre y mi madre,
fui mandado por mis tutores a París, donde he permanecido veinte años. Y hacía diez
años que vivía allí cuando, con la llegada del rey Carlos a Italia, empezaron las guerras
que han arruinado esta provincia, por lo que decidí permanecer en París y no
regresar a mi patria ya nunca, pensando vivir más tranquilo allá que aquí .

SIRO.—Así es.

CALLIMACO.—Encargué pues que fuera vendido todo lo que aquí poseía excepto la
casa, y decidí permanecer allí donde durante diez años he sido el hombre más feliz del
mundo...

SIRO.—Lo sé.

CALLIMACO.—... Dividía mi tiempo parte en los estudios, parte en los placeres, y
parte en los negocios, ingeniándomelas para que ninguna de estas tres cosas me absorbiese
demasiado, impidiéndome dedicarme a las otras dos. Y por eso, como tú bien sabes,
vivía muy tranquilo, ayudando a todo el mundo y procurando no ofender a nadie;
de manera que creo era bien visto por burgueses, gentilhombres, forasteros y conciudadanos,
pobres y ricos.

SIRO.—Es verdad.

CALLIMACO.—Pero pareciéndole sin duda a la Fortuna que yo era demasiado feliz,
hizo que llegara a París un tal Camilo Calfucci.

SIRO.—Empiezo a adivinar vuestro mal.

CALLIMACO.—Este, como tantos otros florentinos, era a menudo mi invitado; y un
día, mientras hablábamos, empezamos a discutir si había más mujeres bellas en Italia o
en Francia. Y como yo no podía hablar de las italianas, al ser tan chiquillo cuando de
allí salí, alguno de los restantes florentinos allí presentes tomó la defensa de las francesas
y Camilo la de las italianas; y luego de multitud de argumentos aducidos por ambas partes, dijo Camilo, casi airado, que aun cuando todas las italianas fuesen monstruos, una pariente suya podía, ella sola, asegurarles la palma del triunfo.

SIRO.—Ya veo claro lo que queréis decir.

CALLIMACO.—Y nombró entonces a mi señora doña Lucrecia, mujer de micer Nicias
Calfucci, alabando tanto su belleza y su virtud que nos dejó a todos estupefactos; y
en mí despertó tal deseo de verla que, dejando de lado toda deliberación, no preocupándome
de si en Italia había guerra o paz, me puse en camino hacia aquí, donde he
podido constatar algo poco corriente: que la fama de mi señora Lucrecia está muy por
debajo de la realidad, y me he encendido en tales deseos de estar con ella que no encuentro
reposo.

SIRO.—Si me hubieseis hablado de esto en París yo habría sabido qué aconsejaros;
pero ahora no sé qué deciros.

CALLIMACO.—No te he contado todo esto para que me aconsejes, sino en parte para
desahogarme y para que te prepares a ayudarme cuando venga el momento.

SIRO.—No tenéis más que mandarme; pero decidme, ¿tenéis esperanzas?

CALLIMACO.—Ni una, ¡ay de mí!, o si acaso bien pocas. Fíjate: mi mayor enemigo
lo tengo en su manera de ser, porque esta mujer es la honestidad personificada: lo ignora
todo de las intrigas del amor. Tiene además un marido riquísimo, que se deja dominar
en todo por ella y que, si bien no es joven, tampoco es tan viejo como podría parecer.
Además no tiene ni pariente ni vecinos a casa de los cuales acuda a fiestas o veladas o a
alguna otra distracción con la que suelen deleitarse las jóvenes. Ningún artesano pone el
pie en su casa; y no hay en ella sirvienta o criado que no le tema, así que ya ves, no hay
ocasión para soborno alguno.

SIRO.—¿Y qué pensáis, pues, hacer?

CALLIMACO.—Por muy mal que estén las cosas siempre hay algún resquicio de esperanza;
y por muy débil y vana que ésta sea, el ansia misma que el hombre tiene por
lograr su propósito, le hace ver las cosas de otro modo.

SIRO.—En fin, ¿en qué se funda vuestra esperanza?

CALLIMACO.—En dos cosas: una, la simplicidad de micer Nicias, que aunque sea
doctor es el hombre más simple y tonto de Florencia; otra, el deseo que marido y mujer
sienten de tener hijos; llevan ya más de seis años casados, y siendo riquísimos se mueren
de ganas de tenerlos. Y hay todavía una tercera razón: la madre de Lucrecia fue mujer
de fáciles costumbres; claro que, como ahora es rica, no sé cómo actuar.

SIRO.—¿Habéis ya intentado algo?

CALLIMACO.—Sí, pero poca cosa.

SIRO.—¿Como qué?

CALLIMACO.—Tú conoces a Ligurio, que viene continuamente a comer conmigo.
Fue antaño casamentero y ahora se ha puesto a mendigar comidas y cenas. Pero como es
un hombre jovial, micer Nicias tiene con él mucho trato. Ligurio le toma un poco el
pelo, y aun cuando no lo lleve nunca a comer a su casa, a veces le presta dinero. Yo me
he hecho amigo suyo y le he hablado de mi amor y él me ha prometido ayudarme con
todas sus fuerzas.

SIRO.—Aseguraos de que no os engañe; esos gorrones no suelen ser gente de fiar.

CALLIMACO.—Es verdad, pero cuando una cosa les conviene, si se comprometen, es
de esperar que te sirvan con fe. Yo le he prometido, si tiene éxito, darle una buena suma
de dinero; si fracasa, me sacará una cena y una comida que de todos modos no habría yo
de comerme solo.

SIRO.—¿Qué ha prometido hacer hasta ahora?

CALLIMACO.—Ha prometido persuadir a micer Nicias a que vaya con su mujer a los
baños, en mayo.

SIRO.—¿Y qué os importa a vos eso?

CALLIMACO.—¿Que qué me importa? Aquel lugar podría hacerla cambiar, porque
en esos sitios no se hace otra cosa más que divertirse. Y yo iría allí y pondría todo cuanto
estuviera de mi parte, ingenio y largueza, para hacerme amigo suyo y de su marido.
Qué sé yo, unas cosas traen otras y el tiempo las gobierna.

SIRO.—No me parece mal.

CALLIMACO.—Ligurio me dejó esta mañana diciendo que hablaría con micer Nicias
de todo eso y me daría cumplida respuesta.

SIRO.—Pues mira, por ahí vienen los dos juntos.

CALLIMACO.—Voy a apartarme un poco para poder hablar con Ligurio cuando se
despida del doctor. Tú, entre tanto, vete a casa a tus quehaceres, y si te necesito ya te lo
diré.

SIRO.—Voy.


ESCENA SEGUNDA
MICER NICIAS, LIGURIO


MICER NICIAS.—Creo que tus consejos son buenos y hablé de eso ayer con mi mujer.
Dijo que hoy me contestaría pero, si he de decirte la verdad, a mí no me entusiasma
la idea.

LIGURIO—¿Por qué?

MICER NICIAS.—Porque me cuesta salir de casa. Y tener que ir arrastrando de aquí
para allá mujer, criados y demás bártulos no me va. Además, hablé ayer tarde con varios
médicos. Uno me aconseja que vaya a San Felipe, otro a la Porretta, y otro a la Villa.
Me parecen todos esos doctores en medicina unos solemnes majaderos y si he de decirte
la verdad no saben lo que se pescan.

LIGURIO.—Lo que más debe molestaros es lo que me habéis dicho primero, porque
vos no estáis acostumbrado a perder la Cúpula de vista.

MICER NICIAS.—Te equivocas. Cuando era más joven me gustaba mucho ir por ahí:
no había feria en Prato a la que yo no asistiera, ni castillo alguno en los alrededores
donde yo no haya estado, y te voy a decir más: he estado en Pisa y en Livorno, ¡qué te
parece!

LIGURIO.—Debéis haber visto la carrucula de Pisa.

MICER NICIAS.—Querrás decir la Verrucula.

LIGURIO.—Ah, sí, la Verrucula. Y en Livorno, ¿visteis el mar?

MICER NICIAS.—¡Claro que lo vi!

LIGURIO.—Y es mucho más ancho que el Arno, ¿verdad?

MICER NICIAS.—¿Que el Arno? Es cuatro veces mayor,  o más de seis, qué digo,
más de siete veces mayor; imagínate, no se ve más que agua y agua y agua.

LIGURIO.—Lo que me extraña es que habiendo «meado en tantas nieves» ahora os
moleste tanto ir a los baños.


MICER NICIAS.—Eres como un niño de pecho. ¿Te parece poco tener que poner la
casa patas arriba? Aunque tengo tantas ganas de tener hijos que estoy dispuesto a todo.
Pero, ve tú a hablar con esos maestros y ve a donde me aconsejan que vaya; mientras,
iré a ver a mi mujer y luego nos veremos.

LIGURIO.—Está bien.

ESCENA TERCERA
LIGURIO, CALLIMACO


LIGURIO.—No creo que haya en el mundo un hombre más tonto que éste, ¡ni más
favorecido por la fortuna! Es rico, y su mujer hermosa, prudente, honesta y capaz de gobernar
un reino. Me parece que pocas veces se cumple en los matrimonios aquel proverbio
que dice «Dios los cría y ellos se juntan», porque a menudo se ve que a un hombre
perfecto le toca una bestia, y viceversa: a una mujer prudente un loco. Pero de la
locura de éste podemos sacar al menos una ventaja: que Callimaco no pierda la esperanza.
¡Pero si está ahí! ¿Qué haces ahí escondido, Callimaco?

CALLIMACO.—Te había visto con el doctor y esperaba que te despidieras de él para
saber qué es lo que has podido hacer.

LIGURIO.—Ya sabes sus cualidades; poca prudencia y menos ánimo; tiene además
pocas ganas de salir de Florencia. Con todo, le he ido encandilando y por fin me ha dicho
que hará lo que sea. Y creo que haremos de él lo que queramos; pero no sé si eso
nos conviene.


CALLIMACO.—¿Por qué?

LIGURIO.—¡Qué se yo! Tú sabes bien que a esos baños va toda clase de gente y
podría haber allí alguien a quien Madonna Lucrecia gustara tanto como a ti, que fuese
más rico que tú, que tuviera más gracia; de manera que corremos el peligro de estar preparando
el camino a otros, con lo que o bien la competencia haga más dura la conquista o bien que ablandándose ceda a otro en lugar de ceder a ti.
CALLIMACO.—Reconozco que llevas razón, pero ¿qué he de hacer? ¿Qué partido he
de tomar? ¿Adonde dirigirme? Necesito intentar algo por muy difícil, peligroso, arduo o
infame que sea. Mejor es morir que vivir así. Si pudiera dormir por la noche, si pudiera
comer, si pudiera conversar, si pudiera distraerme con cualquier cosa sería más paciente
y aguantaría el tiempo que fuese necesario; pero aquí no hay remedio y si no me mantiene
la esperanza de alguna solución moriré irremisiblemente; y viendo que de todas
maneras he de morir, no me da miedo nada y estoy dispuesto a tomar cualquier resolución
por bestial, cruda o nefanda que sea.

LIGURIO.—No digas eso; calma, frena esos ímpetus.

CALLIMACO.—Bien ves que por refrenarlos me entretengo en tales pensamientos. Y
precisamente por eso es necesario o bien que sigamos nuestro viejo plan de mandar al
doctor a los baños o que tomemos otro camino que me dé alguna esperanza falsa o verdadera
pero que alimente mis pensamientos y mitigue en parte mis afanes.

LIGURIO.—Tienes razón: puedes contar conmigo.

CALLIMACO.—Te creo aun cuando sé que la gente como tú vive de embaucar a los
demás. Pero no creo estar entre esos, y si tú te rieras de mí y yo me diera cuenta, trataría de vengarme y perderías no sólo el acceso a mi casa sino la esperanza de todo cuanto te
he prometido para el futuro.

LIGURIO.—No dudes de mi lealtad, porque aun cuando no hubiera de sacar de este
asunto todo cuanto tú prometes y espero, me he compenetrado tan bien contigo que
siento casi tanto interés como tú por lograr nuestro empeño. Pero dejemos esto. El doctor
me ha encargado que encuentre un médico y vea a qué baños hay que ir. Quiero que hagas eso: dirás que has estudiado medicina y que has hecho en París algunas
experiencias; él lo creerá fácilmente, porque es un simple y porque tú, que eres muy
leído, le soltarás algo en latín.

CALLIMACO.—¿Y de qué nos servirá todo eso?

LIGURIO.—Nos servirá para mandarle a los baños que queramos, y para tomar otro
camino que he pensado, que sería más corto, más seguro y más fácil que el de los baños.

CALLIMACO.—¿Cómo dices?

LIGURIO.—Digo que si tienes valor y confías en mí, te lo daré hecho antes de mañana
a esta misma hora. Y aunque fuese hombre, que no lo es, de asegurarse de si tú eres o
no médico, la brevedad del tiempo, la cosa en sí, harán que no pueda pensar, o que no
tenga tiempo de estropearnos el pastel, por mucho que pensara.

CALLIMACO.—Así lo haré, aunque me llenas de esperanzas que temo se disipen como
el humo.



ACTO SEGUNDO


ESCENA PRIMERA


LIGURIO, MICER NICIAS, SIRO


LIGURIO.—Tal como os he dicho, creo que Dios nos ha mandado a este hombre para
que vos podáis cumplir vuestro deseo. Ha adquirido en París gran experiencia y no os
extrañéis de que en Florencia no haya practicado su arte, primero porque es rico, y segundo
porque piensa regresar a París de un día para otro.

MICER NICIAS.—Pues sí, hermano, sí, esto es importante; pues no quisiera que me
metiera en algún enredo y luego me dejara empantanado.

LIGURIO.—No dudéis de él; temed más bien que no quiera ocuparse del asunto, pero
si acepta no os dejará antes de lograr su empeño.

MICER NICIAS.—En cuanto a eso me fío de ti; pero de su ciencia ya sabré yo decirte,
después de haberle hablado, si es o no hombre de doctrina; porque a mí no me dará gato
por liebre.


LIGURIO.—Precisamente porque os conozco os llevo a su casa para que le habléis; y
si cuando le hayáis hablado no os parece por su aspecto, por su doctrina, o por su modo
de hablar, hombre digno de confianza, podréis decir que me he vuelto loco.

MICER NICIAS.—Está bien, que el Santo Ángel de la Guarda nos proteja. Vamos, pero,
¿dónde vive?

LIGURIO.—Ahí en esta plaza, en la casa que está justo frente a vos.

MICER NICIAS.—Sea en buena hora.


LIGURIO.—Ya está hecho.

SIRO.—¿Quién es?

LIGURIO.—¿Está Callimaco?

SIRO.—Sí.

MICER NICIAS.—¡Cómo! ¿No le llamas Maestro Callimaco?

LIGURIO.—No le importan estas nimiedades.

MICER NICIAS.—No digas eso, tú dale el título debido y si no le gusta, ¡que se
aguante!



ESCENA SEGUNDA
CALLIMACO, MICER NICIAS, LIGURIO


CALLIMACO.—¿Quién pregunta por mí?

MICER NICIAS.—Bona dies, domine magister.

CALLIMACO.—Et vobis bona, domine doctor.

LIGURIO.—¿Qué os parece?

MICER NICIAS.—Bien, ¡por los Santos Evangelios!

LIGURIO.—Si queréis que me quede aquí con vos hablad de manera que os entienda,
de lo contrario no nos pondremos de acuerdo.

CALLIMACO.—¿Y qué buen viento os trae por aquí?

MICER NICIAS.—¡Qué sé yo! Voy buscando dos cosas que quizás otros evitarían: esto
es, dolores de cabeza para mí y para los demás. No tengo hijos y quisiera tenerlos, y
para tener esta preocupación vengo a importunaros.

CALLIMACO.—No ha de ser nunca para mí enojoso complaceros, a vos y a todo
hombre de bien y virtuoso como vos; y si me he sacrificado todos estos años estudiando
en París no ha sido sino para servir a los hombres de vuestra condición.

MICER NICIAS.—Agradezco vuestra cortesía y siempre que tengáis necesidad de mis
conocimientos os serviré gustoso. Pero volvamos ad rem nostram. ¿Habéis pensado ya
qué baños serían buenos para facilitar la preñez de mi mujer? Que ya sé que Ligurio os
ha dicho lo que os ha dicho.

CALLIMACO.—Así es. Pero para poder satisfacer vuestros deseos es necesario
saber cuáles son las causas de la esterilidad de vuestra esposa, porque pueden ser varias.
Nam causae sterilitatis sunt: aut in semine, aut in matrice, aut in strumentis seminariis,
aut in virga, aut in causa extrinseca.

MICER NICIAS.—¡Este hombre es sin duda el mejor que podíamos haber encontrado!

CALLIMACO.—Podría además esta esterilidad proceder de vos, por impotencia; y si
así fuese no habría ningún remedio.

MICER NICIAS.—¿Impotente yo? ¡Oh, no me hagáis reír! No creo que haya en toda
Florencia hombre más robusto ni viril que yo.

CALLIMACO.—Siendo así, estad tranquilo, que ya encontraremos algún remedio.

MICER NICIAS.—¿Habría algún otro remedio además de los baños? Porque a mí me
molesta tanto trastorno, y a mi mujer tampoco le entusiasma eso de salir de Florencia.

LIGURIO.—Sí que lo hay. Puedo responder yo. Callimaco es tan cauto que a veces es
demasiado. ¿No me habéis dicho que sabéis preparar ciertas pociones que sin lugar a
duda provocan el embarazo?

CALLIMACO.—Sí, pero voy con cuidado delante de los desconocidos, porque no quisiera
que me tomaran por un charlatán.

MICER NICIAS.—No dudéis de mí, que me habéis maravillado en tal manera que no
hay nada que no creyera o hiciera por indicación vuestra.

LIGURIO.—Creo que es necesario que examinéis los orines.

CALLIMACO.—Sin duda, es imprescindible.

LIGURIO.—Llama a Siro, que vaya con el doctor a su casa por ello y regrese aquí,
que le esperaréis.

CALLIMACO.—¡Siro! Ve con él. Y si os parece, señor, regresad inmediatamente y
pensaremos en alguna buena solución.


MICER NICIAS.—¿Cómo que si me parece? Estaré de vuelta en un instante, que tengo
más fe en vos que los húngaros en las espadas.



ESCENA TERCERA

MICER NICIAS, SIRO


MICER NICIAS.—Este amo tuyo es un gran hombre.

SIRO.—Más de lo que creéis.

MICER NICIAS.—El rey de Francia debe considerarlo mucho.

SIRO.—   Mucho.

MICER NICIAS.—Por eso permanece tanto tiempo en Francia.

SIRO.—Así creo.

MICER NICIAS.—Y hace bien. Aquí no hay más que avaros que no saben apreciar
ningún mérito. Si viviera aquí, nadie le haría caso. Sé muy bien lo que me digo, que he
sudado sangre para aprender cuatro leyes y si hubiera de vivir de mi ciencia, estaría
fresco, ¡te lo puedo jurar!

SIRO.—¿Ganáis al año cien ducados?

MICER NICIAS.—Ni cien liras, ni cien chavos, ¡qué va! Y eso porque aquí en esta
tierra un doctor en leyes que no tenga un puesto público, no encuentra quien le haga
caso; y no servimos sino para andar de velatorio o bodas o para pasarnos todo el santo
día en los bancos de la Audiencia perdiendo tontamente el tiempo. Aunque a mí eso no
me preocupa, que no necesito a nadie; ¡ya quisieran muchos llorar con mis ojos! Pero
no me gustaría que estas palabras mías se repitieran por ahí, no vayan a caerme encima
nuevos impuestos o algún enredo que me haga sudar.

SIRO.—No tengáis miedo.

MICER NICIAS.—Ya estamos en casa; espérame aquí, ahora mismo vuelvo.

SIRO.—Id con Dios.





ESCENA CUARTA

SIRO


SIRO.—Si los demás doctores fueran como éste podríamos hacer verdaderos milagros.
Este embaucador de Ligurio y el enloquecido de mi amo le están preparando una
buena trampa. Y, la verdad, no me molesta, siempre, claro, que no venga a saberse, porque
sabiéndose peligra mi vida. Ya se ha convertido en médico; no sé yo cuáles sean sus
planes ni a donde vaya a parar con todo ese enredo. Pero, ahí viene el doctor con un
orinal en la mano, y ¿quién no se reiría viendo a ese pajarraco?



ESCENA QUINTA
MICER NICIAS, SIRO


MICER NICIAS.—Siempre he hecho las cosas a tu modo, ahora quiero que esto lo
hagas al mío. Si hubiera sabido que no iba a tener hijos, me hubiera casado con una aldeana.
Qué, ¿estás ahí, Siro? ¡Sígueme! ¡Lo que he sudado para que esa tonta de mi
mujer me diera esta muestra! Y no se puede decir que no quiera tener hijos, que tiene
aún más ganas que yo; pero basta que yo quiera que haga algo, que todo son historias.

SIRO.—Tened paciencia: a las mujeres se las lleva a donde uno quiere sólo con buenas
palabras.

MICER NICIAS.—¡Buenas palabras! Me tiene frito. Ve rápido; di al maestro y a Ligurio
que estoy aquí.

SIRO.—Ahí vienen.





ESCENA SEXTA

LIGURIO, CALLIMACO, MICER NICIAS


LIGURIO.—El doctor es fácil de persuadir, la dificultad está en la mujer; pero ya encontraremos
algo.

CALLIMACO.—¿Tenéis la muestra?

MICER NICIAS.—La lleva Siro bajo la capa.

CALLIMACO.—Trae aquí. ¡Oh! Esta orina muestra una gran flojedad de riñones.

MICER NICIAS.—Un poco turbia me parece, y eso que acaba de hacerla ahora mismo.


CALLIMACO.—No os sorprenda. Nam mulieris urinae sunt semper maioreis grossitiei
et minoris pulchritudinis, quam virorum. Huius autem, in caetera causa est amplitudo
canalium, mixtio eorum quae ex matrice exeunt cum urina .

MICER NICIAS.—¡Oh, oh, por el coño de San Puccio! Cuanto mejor le conozco
más inteligente me parece, ¡y qué bien habla!

CALLIMACO.—Temo que vuestra esposa, de noche, no esté bien cubierta y por eso
tiene la orina turbia.

MICER NICIAS.—Pues tiene una buena manta para taparse, pero como se está cuatro
horas de rodillas enfilando padrenuestros, antes de meterse en la cama, ¡y es un animal
aguantando el frío!

CALLIMACO.—En fin, doctor, ¿tenéis o no fe en mí? ¿Creéis o no que voy a daros un
buen remedio? Yo os aseguro que os lo daré. Y si confiáis en mí lo tomaréis y si
de hoy en un año vuestra mujer no tiene un hijo en brazos me comprometo a daros dos
mil ducados.

MICER NICIAS.—Hablad, por favor, que estoy dispuesto a hacer todo cuanto digáis y
a dar más fe a vuestras palabras que a las de mi confesor.

CALLIMACO.—Tenéis que saber que no hay nada mejor para dejar preñada a una
mujer que hacerle beber una poción de mandrágora. Es una cura experimentada por mí
varias veces y siempre ha dado buen resultado. De no ser por eso, la reina de Francia
sería estéril y como ella una infinidad de princesas de aquel estado.

MICER NICIAS.—¿Será posible?

CALLIMACO.—Tal como os lo digo. Y la fortuna os favorece tanto que he traído
conmigo todos los ingredientes de la poción y puedo hacérosla cuando gustéis.

MICER NICIAS.—¿Cuándo tendría que tomarla?

CALLIMACO.—Esta noche después de cenar, que la luna nos es favorable y el tiempo
no puede ser más apropiado.

MICER NICIAS.—No hay problemas. Preparadla, que yo haré que la tome.

CALLIMACO.—Pero tenemos que pensar ahora en otra cosa: Que el primer hombre
que yazga con ella, luego que ha bebido esa poción, morirá dentro de los ocho días siguientes,
sin que exista en este mundo remedio alguno contra eso.

MICER NICIAS.—¡Mierda y remierda! No quiero esa porquería. ¡A mí no me la pegas!
¡Pues sí que me has ciscado bien!

CALLIMACO.—Estad tranquilo, que hay remedio.

MICER NICIAS.—¿Cuál?

CALLIMACO.—Poner en su cama a otro que hacia sí atraiga, pasando con ella una
noche, toda la infección de la mandrágora, con lo que luego vos podréis yacer con ella
sin peligro.

MICER NICIAS.—No haré tal cosa.


CALLIMACO.—¿Por qué?

MICER NICIAS.—Porque no quiero hacer de mi mujer una puta y de mí un cabrón.

CALLIMACO.—Pero, ¿qué decís, doctor? ¡Oh! Ya veo que no sois tan listo como creía;
¿así que dudáis en hacer lo que ha hecho el rey de Francia y tantos otros señores de
su corte?

MICER NICIAS.—Pero, ¿quién queréis que encuentre dispuesto a hacer tal locura? Si
le cuento el riesgo que corre no querrá, si no se lo digo le traiciono; y además eso cae
bajo la jurisdicción de los Ocho, y no quiero caer en tales manos.

CALLIMACO.—Si sólo os preocupa eso, dejad que yo lo resuelva.

MICER NICIAS.—¿Y qué haréis?

CALLIMACO.—Os lo diré: os daré la poción esta noche después de cenar; se la daréis
a beber y rápidamente la meteréis en la cama; todo eso unas cuatro horas después de
anochecido. Luego nos disfrazaremos vos, Ligurio, Siro y yo e iremos buscando por el
Mercado Nuevo, por el Mercado Viejo y por esos rincones; y al primer mozo desocupado
que encontremos le amordazaremos y a ritmo de palo, a oscuras, le llevaremos a
casa y a vuestra alcoba. Allí le meteremos en cama, le diremos lo que tiene que hacer y
que no ponga dificultades. Luego, por la mañana, lo despacharéis antes de que claree,
haréis que vuestra mujer se lave y estaréis con ella a placer y sin ningún riesgo.

MICER NICIAS.—Bien, estoy de acuerdo ya que dices que reyes, príncipes y
señores lo han hecho así; pero, sobre todo, que no se sepa, ¡por el amor de los Ocho!

CALLIMACO.—¿Y quién queréis que lo diga?

MICER NICIAS.—Nos queda por resolver una cosa y de importancia.

CALLIMACO.—¿Cuál?

MICER NICIAS.—Lograr que mi mujer consienta, a lo que no creo que esté muy predispuesta.


CALLIMACO.—Decís bien, pero yo no me consideraría un verdadero marido si no
fuera capaz de disponer a mi mujer para que hiciera mi voluntad.

LIGURIO.—He encontrado la manera.

MICER NICIAS.—¿Cómo? ¿Cuál?

LIGURIO.—La intervención del confesor.

CALLIMACO.—¿Y quién persuadirá al confesor? 

LIGURIO.—Tú, yo, el dinero, nuestra malicia y la de ellos.

MICER NICIAS.—De todas maneras dudo que quiera ir a ver al confesor, sobre todo
si se lo pido yo.

LIGURIO.—También esto tiene remedio.

CALLIMACO.—¡Dime cuál!

LIGURIO.—Que la lleve su madre.

MICER NICIAS.—A ella sí que la escucha.

LIGURIO.—Yo sé que la madre es de nuestra opinión. Vamos, démonos prisa, que se
hace de noche. Ve, Callimaco, pasea un poco y haz que dentro de dos horas te encontremos
en casa con la poción a punto. Nosotros, el doctor y yo, iremos a casa de la madre,
a predisponerla a nuestro favor; es una vieja amiga mía. Luego iremos a ver al fraile y
os informaremos de cuanto hayamos hecho.

CALLIMACO.—Por Dios, no me dejes solo.

LIGURIO.—Te veo muy inquieto.

CALLIMACO.—¿Y a dónde quieres que vaya ahora?

LIGURIO.—Por aquí, por allá, por esa calle, por la otra ¡es tan grande Florencia!

CALLIMACO.—Muerto soy.





ACTO TERCERO


ESCENA PRIMERA
SOSTRATA, MICER NICIAS, LIGURIO


SOSTRATA.—Siempre he oído decir que es propio del prudente escoger, de entre dos
males, el menor. Si para tener hijos no tenéis otro remedio, pues habrá que aceptar éste;
siempre, claro, que no grave vuestra conciencia.

MICER NICIAS.—Claro.

LIGURIO.—Vos id a ver a vuestra hija y micer Nicias y yo iremos a ver a fray Timoteo,
su confesor, y le contaremos el caso, para que no tengáis vos que decírselo. Veréis
lo que os dirá.

SOSTRATA.—Así lo haré. Vuestro camino es ése, y yo voy a buscar a Lucrecia y la
llevaré a hablar con el fraile cueste lo que cueste.



ESCENA SEGUNDA
MICER NICIAS, LIGURIO


MICER NICIAS.—Te extrañas quizás, Ligurio, que haya que hacer tantas historias para
persuadir a mi mujer, pero si lo supieras todo, no te extrañarías.

LIGURIO.—Imagino que será porque todas las mujeres son desconfiadas.

MICER NICIAS.—No es eso. Ella era la más dulce y tratable de todas las criaturas de
este mundo, pero habiéndole dicho una vecina que si hacía voto de oír cuarenta mañanas la misa de los Siervos quedaría encinta, lo hizo y fue allí unas veinte mañanas.
Pero uno de aquellos frailucos empezó a acosarla, de tal manera que ya no quiso
volver. Es lamentable, creo, que aquellos que deberían darnos buen ejemplo se comporten
así, ¿no os parece?

LIGURIO.—Diablos, y tanto que es lamentable.

MICER NICIAS.—Desde entonces aguza las orejas como una liebre, no se fía de nadie,
y a la menor insinuación pone mil dificultades.

LIGURIO.—No me extraña, pero, ¿y el voto? ¿Cómo lo cumplió?

MICER NICIAS.—Se hizo dispensar.

LIGURIO.—Está bien. Pero dadme, si los tenéis, veinticinco ducados que en esos casos
conviene gastar, para hacerse amigo del fraile y darle esperanzas de mayor recompensa.



MICER NICIAS.—Ahí los tienes, que eso sí que no me importa; ya ahorraré por otro
lado.

LIGURIO.—Esos frailes son astutos y marrulleros, y es natural, porque saben nuestros
pecados y los suyos; y el que no está acostumbrado a tratos con ellos podría equivocarse
y no saber cómo sacarles lo que quiere. Por lo tanto, para no estropearlo todo,
os ruego que no habléis; porque las gentes como vos, que pasan días enteros en su estudio,
saben mucho de libros pero a menudo no saben nada de las cosas de este mundo.
(Es tan imbécil que sería capaz de estropearlo todo.)

MICER NICIAS.—Dime qué es lo que quieres que haga.

LIGURIO.—Que me dejéis hablar a mí, y que no abráis la boca a menos que yo os lo
indique.

MICER NICIAS.—Conforme. ¿Cómo me lo indicarás?

LIGURIO.—Guiñaré un ojo y me morderé los labios. Espera, no; hagamos otra cosa.
¿Cuánto tiempo hace que no habláis con este fraile?

MICER NICIAS.—Más de diez años.

LIGURIO.—Está bien, le diré que os habéis vuelto sordo y vos no responderéis ni
diréis nada a menos que nos dirijamos a vos a gritos.

MICER NICIAS.—Así lo haré.


LIGURIO.—No os inquietéis si digo algo que os parezca contrario a lo que deseamos;
porque todo cuadrará a nuestro propósito.

MICER NICIAS.—Sea en buena hora.




ESCENA TERCERA

FRAY TIMOTEO, UNA MUJER





FRAY TIMOTEO.—Si queréis confesaros estoy a vuestra disposición.

MUJER.—Por hoy no, me esperan y me basta haberme desahogado un poco así,
hablando sin ceremonias. ¿Habéis dicho las misas de Nuestra Señora?

FRAY TIMOTEO.—Sí, señora.

MUJER.—Tomad ahora este florín, y durante dos meses, cada lunes, diréis la misa de
réquiem por el alma de mi difunto marido que aunque era un bruto, la carne tira, y cada
vez que pienso en él siento una cosa... ¿Creéis que estará en el Purgatorio?

FRAY TIMOTEO.—¡Sin duda!

MUJER.—No estoy tan segura. Vos sabéis bien lo que a veces me hacía. Oh, ¡cuántas
veces me quejé de ello con vos! Yo me apartaba cuanto podía, pero ¡era tan insistente!
¡Oh, Dios Santo!

FRAY TIMOTEO.—No dudéis, la clemencia de Dios es grande; si hay voluntad no ha
de faltarle nunca al hombre tiempo para arrepentirse.

MUJER.—¿Creéis que el Turco invadirá Italia este año?

FRAY TIMOTEO.—Si no rezáis, sí.

MUJER.—A fe que lo haré. Dios nos ayude con esos diablos. ¡Me da un miedo eso
del empalamiento! Pero estoy viendo aquí en la iglesia a una mujer que tiene unos
copos de lino míos para hilar. Voy a su encuentro. A los buenos días.

FRAY TIMOTEO.—Dios os guarde.




ESCENA CUARTA
FRAY TIMOTEO, LIGURIO, MICER NICIAS


FRAY TIMOTEO.—No hay en el mundo nadie más caritativo que las mujeres, ¡ni más
pesado tampoco! Quien las rehúye evita los dolores de cabeza pero pierde el provecho y
quien las trata, en cambio, lo tiene todo, provecho y fastidio juntos. La verdad es que no
hay miel sin moscas. ¿Qué os trae por aquí, señores? ¿No sois vos micer Nicias?

LIGURIO.—Hablad más fuerte, que está últimamente tan sordo que no se entera de
nada.

FRAY TIMOTEO.—¡Bien venido, señor!

LIGURIO.—¡Más fuerte!

FRAY TIMOTEO.—¡Bien venido!

MICER NICIAS.—¡Bien hallado, padre!

FRAY TIMOTEO.—¿Qué os trae por aquí?

MICER NICIAS.—Muy bien.

LIGURIO.—Al hablar dirigíos a mí, padre, porque para que os oyera tendríais que
poner en tumulto la plaza entera.

FRAY TIMOTEO.—¿Qué deseáis de mí?

LIGURIO.—Aquí Micer Nicias y otro hombre de bien, del que luego hablaremos, tienen
que distribuir en limosnas varios centenares de ducados.

MICER NICIAS.—¡Así revientes!

LIGURIO.—(¡Callad en mala hora, que no serán tantos!) No os extrañe, padre, lo que
diga, que no oye, y a veces cree oír y contesta despropósitos.

FRAY TIMOTEO.—Sigue, hijo, y déjale decir lo que quiera.

LIGURIO.—De esos dineros yo traigo conmigo una parte, y han designado que seáis
vos quien los distribuya.

FRAY TIMOTEO.—De buen grado.


LIGURIO.—Pero antes de hacer esta limosna, es necesario que nos ayudéis en un caso
extraño acaecido a micer: y sólo vos podéis ayudar, que va en ello todo el honor de
su casa.

FRAY TIMOTEO.—¿De qué se trata?

LIGURIO.—No sé si vos conoceréis a Camilo Calfucci, sobrino de micer Nicias.

FRAY TIMOTEO.—Sí, le conozco.

LIGURIO.—Pues hará un año, más o menos, que ciertos asuntos le llevaron a Francia,
y no teniendo mujer, que se le había muerto, dejó a una hija suya, casadera, en custodia
en un convento, del que el nombre no hace al caso. 

FRAY TIMOTEO.—¿Y qué ha pasado?

LIGURIO.—Pues ha pasado que, o por descuido de las monjas o por su propia ligereza,
la muchacha está preñada de cuatro meses, de manera que si no se repara con prudencia,
el doctor, las monjas, la muchacha, Camilo y toda la casa de los Calfucci quedarán
deshonrados; y el doctor siente tanto esta vergüenza, que ha prometido, si no se
descubre, dar trescientos ducados por el amor de Dios.

MICER NICIAS.—¡Qué sarta de mentiras!
LIGURIO.—(¡Quieto!) Y los dará por vuestra mano; que sólo vos y la abadesa podéis
ayudarnos en este trance.


FRAY TIMOTEO.—¿Cómo?

LIGURIO.—Persuadiendo a la abadesa para que dé a la muchacha una pócima que la
haga abortar.

FRAY TIMOTEO.—Esto habría que pensarlo muy bien.

LIGURIO.—Ved, haciendo eso, cuántos bienes resultarán de ello: preserváis incólume
el honor del monasterio, de la joven y de sus parientes; devolvéis una hija al padre,
satisfacéis a ese señor y a sus parientes, hacéis tantas limosnas cuantas se puedan hacer
con estos 300 ducados; y por otra parte, total sólo ofendéis a un pedazo de carne no nata,
sin sentido, expuesta a perderse antes de llegar a término de mil maneras distintas; y
yo creo que es bueno lo que favorece a la mayoría.


FRAY TIMOTEO.—¡Sea en nombre de Dios! Hágase vuestra voluntad y que todo sea
por Dios y por caridad. Decidme el convento, dadme la poción y si os parece, esos dineros,
para poder empezar a hacer algún bien.

LIGURIO.—Sois la clase de religioso que esperaba que fueseis. Sois como imaginaba.
Tomad esos ducados. El monasterio es... Pero aguardad, que en la iglesia una mujer
me hace señas; vuelvo enseguida, no os separéis de micer Nicias, son tan sólo dos palabras.


ESCENA QUINTA
FRAY TIMOTEO, MICER NICIAS


FRAY TIMOTEO.—Esa jovencita, ¿qué edad tiene?

MICER NICIAS.—¡Yo me pongo malo!

FRAY TIMOTEO.—Digo que ¿cuántos años tiene la muchacha?

MICER NICIAS.—¡Mal año le dé Dios!

FRAY TIMOTEO.—¿Por qué?

MICER NICIAS.—¡Para que lo tenga!

FRAY TIMOTEO.—Me parece que me he metido en un buen lío. Me las tengo que
haber con un loco y con un sordo. Uno me rehúye y el otro no oye. ¡Pero si esos no
son falsos ya los usaré yo mejor que ellos! Ahí vuelve Ligurio.

ESCENA SEXTA
LIGURIO, FRAY TIMOTEO, MICER NICIAS


LIGURIO.—Estaos quieto, micer. Oh, traigo la gran noticia, padre.

FRAY TIMOTEO.—¿Cuál?

LIGURIO.—Aquella mujer con la que he hablado, me ha dicho que la muchacha ha
abortado por sí misma.


FRAY TIMOTEO.—Bien, entonces la limosna irá a parar a la Grascia.

LIGURIO.—¿Qué decís?




FRAY TIMOTEO.—Digo que con mayor motivo tendréis que hacer ahora esa limosna.

LIGURIO.—La limosna se hará cuando queráis, pero es menester que hagáis otra cosa
en beneficio de ese doctor.

FRAY TIMOTEO.—¿De qué se trata?

LIGURIO.—Es algo de menor calibre, de menos escándalo, mejor visto por todos y
más útil para vos.

FRAY TIMOTEO.—¿Qué es? Ahora que ya me he comprometido y que os he cogido
tanta confianza no hay nada que yo no hiciera por vos.

LIGURIO.—Os lo diré en la iglesia, mi casa y la vuestra, y que el doctor nos espere
ahí. Volvemos al momento.

MICER NICIAS.—¡Dijo el sapo al rastrillo!33

FRAY TIMOTEO.—Vamos.

ESCENA SÉPTIMA
MICER NICIAS


MICER NICIAS.—¿Es de día o de noche? ¿Estoy despierto o soñando? ¿Estoy borracho,
sin haber bebido una gota en todo el día, con todo este jaleo? Quedamos en decir al
fraile una cosa y ése le dice otra; quiso que me hiciera el sordo, y ojalá me hubiera embreado
los oídos como el Danés34 para no oír las locuras que ha dicho, y ¡Dios sabe con
qué propósito! Me encuentro con 25 ducados menos, sin que se haya hablado de lo mío
y ahora me dejan ahí plantado como un imbécil. Pero ya regresan... ¡en mala hora para
ellos si no han discutido de lo que me interesa!

[214]
ESCENA OCTAVA
FRAY TIMOTEO, LIGURIO, MICER NICIAS


FRAY TIMOTEO.—Haced que vengan las mujeres. Yo sé lo que tengo que hacer y si
de algo vale mi autoridad, todo se arreglará esta misma noche.

LIGURIO.—Micer Nicias, Fray Timoteo está dispuesto a hacer lo que sea. Hay que
procurar que vengan las mujeres.

MICER NICIAS.—¡Me devuelve la vida! ¿Será varón?

LIGURIO.—Varón.

MICER NICIAS.—Lloro de ternura.

FRAY TIMOTEO.—Id a la iglesia, yo esperaré aquí a las mujeres. Poneos donde no os
vean y tan pronto se vayan os comunicaré cuanto han dicho.

ESCENA NOVENA
FRAY TIMOTEO solo


33 El mismo Maquiavelo en una carta explica que este proverbio se dice cuando alguien desea que otro no
vuelva.
34 Ogier, el Danés, personaje de los poemas caballerescos, embrea sus orejas y las de su caballo para no
oír los gritos de Brevieri y los demonios que le ayudan.



FRAY TIMOTEO.—No sé quién ha engañado a quién. Ese astuto Ligurio me vino
primero con aquel cuento, para tantearme; si yo hubiera puesto reparos no me habría
hablado de esto, no descubriendo así sus propósitos sin asegurarse un buen resultado y
luego habría dejado correr lo otro. Es verdad que me ha engañado, pero también es verdad
que este engaño me beneficia. Micer Nicias y Callimaco son ricos, y de cada uno
por diversos motivos, sacaré mucho partido. La cosa, es natural, ha de mantenerse en
secreto, que interesa tan poco a ellos como a mí que se sepa. Sea como sea, yo no me
arrepiento. La verdad es que temo encontrar dificultades, porque mi señora Lucrecia es
prudente y honesta; pero yo lo lograré aprovechando precisamente su bondad. Las mujeres
tienen todas poco seso, y como haya una que sepa decir dos palabras, todo el mundo
se hace lenguas de ello, porque en el país de los ciegos el tuerto es el rey. Ahí viene
con su madre, ¡ésta sí que es una acémila!, que estoy seguro me ayudará a convencerla.

[215]
ESCENA DÉCIMA
SOSTRATA, LUCRECIA


SOSTRATA.—Creo, querida hija, que debes estar convencida de que yo, más que nadie
en este mundo, me preocupo de tu honor, y que no te aconsejaría hacer nada que
pudiera comprometerte. Te he dicho, y vuelvo a decirte, que si fray Timoteo asegura
que no hay nada en todo eso que pueda pesar sobre tu conciencia, que lo hagas sin pensarlo
más.

LUCRECIA.—Siempre he temido que los deseos que micer Nicias tiene de tener hijos
nos lleven a cometer algún error; y por eso, siempre que me ha hablado de algo, he dudado
y recelado, máxime después de sucederme lo que ya sabéis, por ir a los Siervos35 .
Pero de todo lo que se ha intentado, esto me parece lo más extraño, tener que someter
mi cuerpo a tal ultraje, y ser causa de que un hombre muera por haberme ultrajado. Que
no creería me fuera lícito recurrir a tal partido, aun suponiendo que me encontrara sola
en este mundo y de mí dependiera la continuidad de la especie humana.

SOSTRATA.—Yo no sé contestaros a todo eso, hija mía; habla con el fraile, ve qué te
dice y haz lo que te aconseje, él, y todos cuantos te queremos bien.

LUCRECIA.—Me dan sudores de muerte.

ESCENA UNDÉCIMA
FRAY TIMOTEO, LUCRECIA, SOSTRATA


FRAY TIMOTEO.—¡Sed bienvenidas! Sé lo que queréis consultarme porque micer
Nicias ha hablado ya conmigo. En verdad, he pasado más de dos horas pegado a mis libros
estudiando este caso y luego de un profundo examen [216] he encontrado mucho
que en particular y en general conviene a nuestro asunto.

LUCRECIA.—¿Habláis en serio o bromeáis?

FRAY TIMOTEO.—¡Ay, madonna Lucrecia!, ¿son esas cosas para tenerlas a broma?
¿No me conocéis bien?

LUCRECIA.—Sí, Padre, pero eso me parece de lo más extraño.

FRAY TIMOTEO.—Señora, os comprendo, pero no quiero que continuéis diciendo tal
cosa. Hay un sinfín de cosas que de lejos parecen terribles, insoportables, extrañas, pero

35 Acto III, escena II.


cuando te acercas a ellas, resultan humanas, soportables, familiares, por eso se dice que

es mayor el ruido que las nueces; y ésa es una de ellas.

LUCRECIA.—¡Dios lo quiera!

FRAY TIMOTEO.—Volvamos a lo que decía antes. Vos debéis, en lo que concierne a
la conciencia, considerar este principio general; que cuando hay un bien seguro y un
mal incierto, no se debe nunca renunciar al bien por miedo a aquel mal. Aquí hay un
bien seguro, quedaréis encinta, ganaréis un alma para Nuestro Señor: el mal incierto es
que aquel que yazga con vos, después que hayáis tomado la poción, muera; pero los hay
que no mueren. Precisamente por lo dudoso del caso, es prudente que micer Nicias no
corra tal peligro. En cuanto al acto, que sea pecado, es una patraña, porque es la voluntad
la que peca, no el cuerpo; pecado es disgustar al marido y vos le complacéis; y obtener
placer, a vos os disgusta. Además de esto, hay que tener en cuenta, en todo, el fin:
vuestro fin es llenar una silla más en el paraíso, complacer a vuestro marido. Dice la
Biblia que las hijas de Lot, creyendo ser las únicas mujeres supervivientes en el mundo,
tuvieron uso carnal con el padre; y puesto que su intención fue buena, no pecaron36 .

LUCRECIA.—¿De qué queréis convencerme?

SOSTRATA.—Déjate convencer. ¿No ves que una mujer que no tiene hijos no tiene
nada? Muere el marido y queda como una bestia abandonada por todos.

[217]
FRAY TIMOTEO.—Os juro, mi señora, por este pecho consagrado, que tanto cargo de
conciencia hay en plegaros al deseo de vuestro marido como en comer carne los miércoles,
que es un pecado que se lava con agua bendita.

LUCRECIA.—¿A dónde queréis llevarme, padre? 

FRAY TIMOTEO.—Os llevo a hacer cosas por las que siempre tendréis motivos de
rogar a Dios por mí, y que más os satisfarán dentro de un año que ahora.

SOSTRATA.—Hará lo que digáis. Yo misma quiero meterla en la cama esta noche.
¿De qué tienes tú miedo, mocosa? Hay por lo menos en esta tierra cincuenta mujeres
que darían gracias a Dios si se les propusiera eso.

LUCRECIA.—Obedeceré, pero no creo que llegue viva a mañana.

FRAY TIMOTEO.—No dudes, hija mía: rogaré a Dios por ti; rezaré la oración del
ángel Rafael37 para que te acompañe. Id en buena hora, y preparaos para ese misterio,
que anochece.

SOSTRATA.—Quedad con Dios, padre.
LUCRECIA.—¡Que Dios y nuestra Señora me ayuden y hagan que no acabe mal!


ESCENA DUODÉCIMA
FRAY TIMOTEO, LIGURIO, MICER NICIAS


FRAY TIMOTEO.—¡Eh, Ligurio, acercaos!

LIGURIO.—¿Cómo va?

FRAY TIMOTEO.—Bien. Fueron a casa dispuestas a hacer lo necesario; no habrá dificultades
porque su madre irá con ella y la meterá en la cama.

MICER NICIAS.—¿De veras?

FRAY TIMOTEO.—Vaya, ¡estáis curado de la sordera!

LIGURIO.—Por la gracia de San Clemente38 .

36 Génesis XIX, 30-38. En el parlamento de Timoteo, se encierra toda una filosofía.
37 Irónica referencia al libro de Tobías, a quien el ángel Rafael acompañó a un casto matrimonio.
38 San Clemente fue acusado por el patricio Sisinnio de haber usado artes mágicas contra él, dejándole
momentáneamente ciego y sordo, para poder abusar así de Teodora, su mujer, convertida al cristianismo.



[218]
FRAY TIMOTEO.—Pues habrá que ponerle un exvoto, para que la cosa se sepa y no
seáis vos el único que saque provecho del milagro. 
MICER NICIAS.—Dejémonos de historias que ahora no cuentan. ¿Pondrá mi mujer
dificultades en hacer lo que yo quiero?

FRAY TIMOTEO.—No, os lo aseguro.

MICER NICIAS.—Soy el hombre más feliz del mundo.

FRAY TIMOTEO.—Lo creo. ¡Pescáis un hijo varón y los demás que se arreglen!

LIGURIO.—Id, hermano, a vuestras oraciones, y si necesitamos algo más iremos a
buscaros. Vos, señor, id junto a ella para mantenerla firme en lo acordado y yo iré a
decir al maestro Callimaco que os mande la poción. Procurad verme dentro de una hora,
que organizaremos lo que hay que hacer a las cuatro39 .

MICER NICIAS.—Bien dice, ¡adiós!
FRAY TIMOTEO.—¡Id en paz!


[219]
CANCIÓN
Tan suave es el engaño cuando conduce al deseado objeto que aquieta todo afán y
hace dulce todo lo amargo. Oh sublime y raro remedio, tú a las almas errantes muestras
el buen camino, tú con tu gran potencia al hacer felices a los demás enriqueces al Amor;
tú vences, sólo con tus santos consejos, piedras, venenos y encantos.

[221]
ACTO CUARTO


ESCENA PRIMERA
CALLIMACO (solo)


CALLIMACO.—Quisiera saber lo que ésos han hecho. ¿Será posible que no vuelva a
ver a Ligurio? Que no han pasado dos horas, ¡sino veinticuatro! ¡En qué angustia de
ánimo he estado y estoy! Verdad es que fortuna y naturaleza se equilibran: no hay nunca
beneficio sin perjuicio. Al ir creciendo mi esperanza, creció también mi temor. ¡Mísero
de mí! ¿Será posible que viva con tantos afanes, perturbado por estos temores y esperanzas?
Soy como nave sacudida por vientos contrarios, cuyo temor acrecienta la proximidad
del puerto. La simpleza de micer Nicias me da esperanzas; la discreción y dureza
de Lucrecia me dan miedo. ¡Ay de mí, que no encuentro paz en ningún sitio! A
veces intento vencerme a mí mismo, me reprocho ese furor y me digo: ¡Qué haces!, ¿te
has vuelto loco? Cuando lo hayas conseguido, ¿qué? ¿Comprenderás tu error, te arrepentirás
de las fatigas y preocupaciones habidas? ¿Ignoras acaso la gran diferencia que
hay entre lo que se desea y lo que se obtiene? Por otra parte, lo peor que puede suceder-
te es morir e ir al infierno. ¡Tantos otros han muerto! Y ¡hay en el infierno tantos hombres
de bien! ¿Vas a avergonzarte de ir tú también? Encárate con la suerte; huye el mal
y no pudiendo huirle sopórtalo como un hombre, no te dejes vencer, no te acobardes
como una mujer. Y así me doy ánimos, pero dura poco, porque me asaltan tantos deseos

39 Ver nota 24 para cómputo horario.


de yacer aunque sea una sola vez con ella que me siento alterado de los pies a la cabeza:
me tiemblan las piernas, mis [222] entrañas se estremecen, el corazón me salta del pecho,
los brazos caen en abandono, la lengua enmudece, los ojos se ciegan y el cerebro
me da vueltas. Si al menos encontrara a Ligurio tendría con quien desahogarme. Pero
helo aquí que viene hacia mí a toda prisa. Lo que me diga me hará vivir aún unos instantes
o morir al momento.

ESCENA SEGUNDA
LIGURIO, CALLIMACO


LIGURIO.—Nunca ansié tanto encontrar a Callimaco y nunca pené tanto por hallarle.
Si le llevara malas noticias, lo habría encontrado a la primera. He estado en su casa, en
la Plaza, en el Mercado, en el banco de los Spini, en la Loggia de los Tornaquinci, y no
le he encontrado. Estos enamorados tienen azogue bajo los pies y no pueden estarse
quietos.

CALLIMACO.—Pero ¿qué hago que no le llamo? Y parece que está alegre. Eh, ¡Ligurio!
¡Ligurio!

LIGURIO.—Oh, Callimaco, ¿dónde estuviste?

CALLIMACO.—¿Qué noticias?

LIGURIO.—Buenas.

CALLIMACO.—¿Buenas de verdad?

LIGURIO.—Óptimas.

CALLIMACO.—¿Está Lucrecia de acuerdo?

LIGURIO.—Sí.

CALLIMACO.—¿Hizo el fraile lo que debía?

LIGURIO.—Hízolo.

CALLIMACO.—¡Oh, bendito fraile! Rogaré siempre a Dios por él.

LIGURIO.—¡Esta sí que es buena! Como si la gracia de Dios cayera lo mismo sobre
los malos que sobre los buenos. El fraile querrá algo más que oraciones.

CALLIMACO.—¿Qué querrá?

LIGURIO.—¡Dinero!

CALLIMACO.—Se lo daremos. ¿Cuánto le has prometido?

LIGURIO.—300 ducados.

[223]
CALLIMACO.—Has hecho bien.
LIGURIO.—El doctor le ha soltado ya 25.
CALLIMACO.—¿Cómo?
LIGURIO.—Bástete saber que los ha desembolsado.
CALLIMACO.—¿Qué ha hecho la madre de Lucrecia?
LIGURIO.—Casi todo. Tan pronto supo que su hija iba a tener esa buena noche sin
pecado, no dejó de rogar, mandar y animar a Lucrecia hasta que la llevó a ver al fraile, y
allí continuó de manera que la joven consintió.

CALLIMACO.—¡Oh, Dios mío! ¿Qué he hecho yo para merecer todo esto? Voy a morir
de alegría.

LIGURIO.—¡Qué tipo más extraño! Está empeñado en morir, ya sea de alegría o de

dolor. ¿Tienes la poción a punto?
CALLIMACO.—Sí.
LIGURIO.—¿Qué le mandarás?


CALLIMACO.—Un vaso de hypocrás40 que asienta el estómago y alegra el cerebro.
¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Estoy perdido!

LIGURIO.—¿Qué tienes? ¿Qué sucede?

CALLIMACO.—No hay remedio.

LIGURIO.—Pero, ¿qué diablos ocurre?

CALLIMACO.—Es como si no hubiéramos hecho nada, me he cerrado todos los caminos.


LIGURIO.—¿Por qué? Dilo de una vez. Sácate las manos de la cara.

CALLIMACO.—¿No recuerdas que dije a micer Nicias que tú, él, Siro y yo prenderíamos
a uno para acostarle con su mujer?

LIGURIO.—Sí, ¿y qué?

CALLIMACO.—Cómo que y qué, si yo voy con vosotros no podré ser el prendido; y
si no voy con vosotros advertirá el engaño.

LIGURIO.—Tienes razón, pero, ¿no habrá algún remedio?

CALLIMACO.—No, me temo que no.

LIGURIO.—Sí, sí lo habrá.

[224]
CALLIMACO.—¿ Cuál ?
LIGURIO.—Déjame pensar un poco.
CALLIMACO.—¡Qué bien! ¡Pues estamos frescos si tienes que pensarlo ahora!
LIGURIO.—¡Ya lo tengo!
CALLIMACO.—¿De qué se trata?
LIGURIO.—Haré que el fraile, que nos ha ayudado hasta aquí, haga el resto.
CALLIMACO.—¿De qué manera?
LIGURIO.—Nosotros tenemos todos que disfrazarnos. Haré que el fraile se disfrace:
contrahaga la voz, el gesto, los ademanes, y diré al doctor que eres tú y él lo creerá.

CALLIMACO.—Pero yo, ¿qué haré?

LIGURIO.—Te pondrás una capa, y con un laúd en la mano saldrás de la esquina de
su casa, cantando una canción.

CALLIMACO.—¿A cara descubierta?

LIGURIO.—Sí, porque si llevaras antifaz sería sospechoso.

CALLIMACO.—Me reconocerá.

LIGURIO.—No, no lo hará si, como quiero, tuerces la cara, abres, sacas o tuerces los
labios y cierras un ojo. Prueba a ver.

CALLIMACO.—¿Así?

LIGURIO.—No.

CALLIMACO.—¿Y así?

LIGURIO.—No basta.

CALLIMACO.—¿Y de este modo?

LIGURIO.—Sí, sí, recuerda este visaje. Tengo en casa una nariz postiza; quiero que
te la pongas.

CALLIMACO.—Está bien, y luego, ¿qué pasará?

LIGURIO.—Cuando aparezcas en la esquina, saltaremos sobre ti, te arrancaremos el
laúd, te daremos unas vueltas para desorientarte, te llevaremos a la casa y te meteremos

en la cama. ¡Del resto tendrás que encargarte tú!
CALLIMACO.—Falta llegar a buen término.
LIGURIO.—Llegarás, pero el que puedas volver allí depende de ti y no de nosotros.
CALLIMACO.—¿Qué quieres decir?

40 Tisana con canela, azúcar, etc., hervidos en vino.


LIGURIO.—Que te la ganes esta noche, y que antes de [225] partir te des a conocer,
le descubras el engaño, le muestres el amor que le tienes y le digas cuánto la quieres; y
como sin infamia puede ser tu amiga y, con gran deshonra de su parte, tu enemiga. Es
imposible que ella no esté de acuerdo contigo y que deje que esta noche sea única.

CALLIMACO.—¿Lo crees así?

LIGURIO.—Estoy seguro. Pero no perdamos más tiempo: son ya las dos41. Llama a
Siro, manda la poción a micer Nicias y espérame en casa. Iré por el fraile, le haré disfrazar,
le traeré aquí, nos reuniremos con el doctor y haremos lo que haya que hacer.

CALLIMACO.—Dices bien. Vete inmediatamente.

ESCENA TERCERA
CALLIMACO, SIRO


CALLIMACO.—Eh, Siro.

SIRO.—¡Señor!

CALLIMACO.—Ven acá.

SIRO.—Aquí estoy.

CALLIMACO.—Coge aquella copa de plata que hay en el armario de la habitación y
tráemela cubierta con un paño, sin derramarla por el camino.

SIRO.—Ahora mismo.

CALLIMACO.—Lleva diez años conmigo y siempre me ha servido fielmente. Creo
que también ahora puedo confiar en él; y aun cuando no le he hablado de lo que tramamos,
se lo huele, que es muy listo y por lo que veo se acomoda a ello.

SIRO.—Tened.

CALLIMACO.—Está bien. Anda, ve a casa de micer Nicias y dile que ésta es la medicina
que ha de tomar su mujer inmediatamente después de cenar, y cuanto antes cene
mejor será, y que estaremos en la esquina a la hora convenida, que procuraré ser puntual.
Date prisa.

[226]
SIRO.—Voy.
CALLIMACO.—Oye, si quiere que le esperes, espérale y vuelves con él; si no quiere,
cuando le hayas dado la poción y dicho lo que te he mandado decir vuelves aquí.
SIRO.—Muy bien, señor.

ESCENA CUARTA
CALLIMACO (solo)


CALLIMACO.—Espero que Ligurio regrese con el fraile, cuánta razón tiene quien dice
que el que espera desespera; por cada hora que pasa pierdo diez libras, pensando
dónde estoy ahora y dónde puede que esté dentro de dos horas, temiendo que no surja
algún contratiempo que estropee mi plan. Si así fuese ésta sería la última noche de mi
vida, porque me arrojaría al Arno o me colgaría o me tiraría desde aquella ventana o me
mataría con un cuchillo delante de su misma puerta. Lo que fuera con tal de no vivir.
Pero, ¿no es Ligurio? Sí es él, le acompaña uno que parece jorobado, cojo, seguro que
es el fraile disfrazado. Oh, ¡frailes! ¡frailes! Conocido uno, conocidos todos. ¿Quién

41 Son las siete como se explica en la nota 24.


será aquel otro que se les ha acercado? Me parece Siro que ya habrá hecho el encargo;
sí, es él, les esperaré aquí para unirme a ellos.

ESCENA QUINTA
SIRO, LIGURIO, FRAILE DISFRAZADO CALLIMACO


SIRO.—¿Quién está contigo, Ligurio?

LIGURIO.—Un hombre de bien.

SIRO.—¿Es cojo o lo hace ver?

LIGURIO.—Déjalo estar.

SIRO.—¡Oh! ¡Tiene la cara de un gran bellaco, pícaro, sinvergüenza!

[227]
LIGURIO.—Basta, cállate, que nos estás fastidiando. ¿Dónde está Callimaco?
CALLIMACO.—Estoy aquí. ¡Sed bienvenidos!
LIGURIO.—Oh, Callimaco, procura hacer callar a este insensato de Siro; ha dicho ya
mil locuras.

CALLIMACO.—Oye, Siro, esta noche harás todo cuanto te diga Ligurio; haz cuenta
que quien te manda soy yo y todo cuanto veas, sientas u oigas, lo has de mantener secreto,
si estimas en algo mis bienes, mi honor, mi vida y tu bienestar.

SIRO.—Así se hará.

CALLIMACO.—¿Diste la copa al doctor?

SIRO.—Sí, señor.

CALLIMACO.—¿Y qué dijo?

SIRO.—Que se ocuparía de todo.

FRAY TIMOTEO.—¿Es este Callimaco?

CALLIMACO.—Lo soy para lo que mandéis. Entre nosotros la oferta está en pie, podéis
disponer de mí y de mi fortuna como vos mismo.

FRAY TIMOTEO.—Lo sé y así lo creo, que he hecho por ti lo que no habría hecho nadie
en este mundo.

CALLIMACO.—No habréis perdido el tiempo.

FRAY TIMOTEO.—Me basta con vuestro agradecimiento.

LIGURIO.—Dejémonos de ceremonias. Nosotros, Siro y yo iremos a disfrazarnos.
Tú, Callimaco, ven con nosotros para ir a lo tuyo. El fraile nos esperará aquí, nosotros

volveremos enseguida e iremos al encuentro de micer Nicias.
CALLIMACO.—Dices bien, vayamos.
FRAY TIMOTEO.—OS aguardo.

ESCENA SEXTA
FRAILE SOLO DISFRAZADO


FRAY TIMOTEO.—Dicen bien quienes afirman que las malas compañías llevan a los
hombres a la horca, y a menudo se acaba mal, tanto por ser demasiado bueno y condescendiente
como por ser demasiado malo. Dios sabe que [228] no pensaba yo en perjudicar
a nadie, que estaba en mi celda, decía mis oficios, pasaba el rato con mis feligreses.
Y he aquí que ese diablo de Ligurio se planta delante de mí, me hace mojar el dedo
en un pecado, en el que he metido yo luego el brazo y todo el cuerpo y no sé aún bien
dónde iré a parar. Sin embargo, me consuelo pensando que cuando una cosa interesa a


muchos, muchos han de ser los que procuren que llegue a buen fin. Ahí regresan Ligurio
y el criado.

ESCENA SÉPTIMA
FRAY TIMOTEO, LIGURIO, SIRO


FRAY TIMOTEO.—¡En paz volvéis!

LIGURIO.—¿Estamos bien?

FRAY TIMOTEO.—Perfectos.

LIGURIO.—Falta el doctor; vayamos hacia su casa que ya son más de las tres42. ¡Andando!


SIRO.—¿Quién nos abre la puerta? ¿Su criado?

LIGURIO.—No, él mismo, ja, ja, ja.

SIRO.—¿Ríes?

LIGURIO.—¿Y quién no se reiría? Lleva un sayo que no le tapa el trasero. ¿Y qué
diablos lleva en la cabeza? Parece uno de esos rapaces canónigos y un espadachín a la
vez, ja, ja, y no sé qué va mascullando. Apartémonos y oiremos alguna tribulación de su
mujer.

ESCENA OCTAVA
MICER NICIAS DISFRAZADO


MICER NICIAS.—¡Cuántos remilgos no ha hecho esta loca! Ha mandado a las criadas
a casa de la madre y al criado al campo. Esto se lo alabo; lo que no apruebo es que [229]
haya hecho tantas historias antes de decidirse a ir a la cama. «No quiero... ¿Qué voy a
hacer? ¿Qué me obligáis a hacer? Dios mío... Madre mía». Y si su madre no le hubiese
dicho cuatro verdades, ésa no se mete en la cama. ¡Que el diablo se la lleve! Me parece
bien que las mujeres se hagan de rogar, pero no tanto; ¡que por poco nos vuelve locos!
¡Sesos de gata! A quien dijera: «Sea ahorcada la mujer más discreta de Florencia» le
replicaría: «¿Y qué te he hecho yo?» Sé que la Pasquina entrará en Arezzo43 y antes de
abandonar el juego podré decir como Monna Ghinga: «Yo he visto con mis manos»
[mirándose], ¡mira que estoy bien! ¿Quién me reconocería? Parezco más alto, más joven,
más delgado, ninguna mujer me pediría dinero por compartir su cama. Pero,
¿dónde voy a encontrar a esos?

ESCENA NOVENA
LIGURIO, MICER NICIAS, FRAILE DISFRAZADO, SIRO


LIGURIO.—Buenas noches, micer.

MICER NICIAS (asustado).—Oh, eh, eh.

LIGURIO.—No os asustéis, somos nosotros.

42 Equivale a las 8 de la noche, nota 24.
43 Hace referencia a lo que ocurrirá entre el joven Callimaco y su mujer Lucrecia; la frase indica cumplimiento
de un deseo.



MICER NICIAS.—Oh, estáis todos aquí. Si no os llego a reconocer al momento, ¡menuda
estocada os habría dado! ¿Tú eres Ligurio? ¿Y tú Siro? ¿Y este otro el maestro?
¡Ah!

LIGURIO.—Sí, señor.

MICER NICIAS.—¡Toma! Oh, está tan bien disfrazado que no le hubiera reconocido
ni Va-qua-tu44 .

LIGURIO.—Le he hecho meter dos nueces en la boca, para que no se le reconozca la
voz.

MICER NICIAS.—Eres un ignorante.

LIGURIO.—¿Por qué?

MICER NICIAS.—¿Por qué no me lo dijiste antes? Yo me [230] habría puesto otras
dos, que también a mí me importa no ser reconocido por el habla!

LIGURIO.—Tomad, meteos eso en la boca.

MICER NICIAS.—¿Qué es?

LIGURIO.—Una bola de cera.

MICER NICIAS.—Dame, ca, puh, ca, co, cu, cu, spu! ¡Así te quedes seco, pedazo de
bribón!

LIGURIO.—Perdonad, que os di una cosa por otra sin darme cuenta.

MICER NICIAS.—Ca, ca, puah, ¿de qué, qué, qué era?

LIGURIO.—De aloe.

MICER NICIAS.—¡Mal rayo te parta! Spu, spu, maestro, ¿no decís nada?

FRAY TIMOTEO.—Ligurio me ha hecho enfadar.

MICER NICIAS.—Oh, ¡qué bien contraéis la voz! 

LIGURIO.—No perdamos más tiempo aquí. Quiero ser el capitán y organizar el ejército
para la batalla. Formaréis una media luna. En el cuerno de la derecha colocaremos a
Callimaco, en el izquierdo yo, y entre ambos cuernos se colocará aquí el doctor. Siro me
mantendrá en la retaguardia para ayudar al lado que flaquease45. El santo y seña será
San Cucú.

MICER NICIAS.—¿Quién es San Cucú?

LIGURIO.—El santo más venerado en toda Francia46. Vamos. Pongámonos al acecho
en esta esquina. Escuchad, oigo un laúd.

MICER NICIAS.—Es verdad, ¿qué vamos a hacer?

LIGURIO.—¿Os parece que mandemos por delante un explorador que averigüe quién
es, y obremos según lo que nos diga?

MICER NICIAS.—¿Quién va?

LIGURIO.—Ve tú, Siro. Sabes lo que hay que hacer. Considera, examina, vuelve
pronto y refiérenos.

SIRO.—Voy.

MICER NICIAS.—No vayamos a cometer algún error, co-[231]-giendo un viejo débil

o enfermizo; y mañana por la noche tengamos que repetir la broma.
LIGURIO.—No temáis, Siro es un hombre prudente. Ahí regresa. ¿Qué te parece, Siro?
SIRO.—¡Es el más hermoso muchachote que jamás hayáis visto! No tendrá veinticinco
años, y viene solo envuelto en una pobre capa tocando el laúd.
MICER NICIAS.—Ni que pintado, si dices la verdad; pero cuidado que si te equivocas
te las cargarás todas tú.
SIRO.—Es tal como os he dicho.

44 Sobrenombre de un carcelero de Florencia, que debía conocer bien a todos los malhechores.
45 ¡Para el autor del Arte della guerra es una estrategia bien tradicional!
46 En francés Cocu equivale a cornudo. Una de las muchas ironías contra Francia.



LIGURIO.—Esperemos que doble la esquina y nos lanzaremos sobre él.

MICER NICIAS.—Llegaos acá, maestro; ¡parecéis de madera! Ahí está.

CALLIMACO (cantando).—«¡Que el diablo se meta en tu cama ya que no puedo
hacerlo yo!»

LIGURIO.—Tente quieto, dame el laúd.

CALLIMACO.—¡Ay de mí! ¿Qué es lo que he hecho?

MICER NICIAS.—Ya lo verás. Cúbrele la cabeza. Amordázale.

LIGURIO.—Dadle unas cuantas vueltas.

MICER NICIAS.—Dale otra vuelta, ¡otra! ¡Metedlo en casa!

FRAY TIMOTEO.—Micer Nicias, yo iré a descansar, que muero de dolor de cabeza. Y
si no es necesario ya no volveré mañana.

ESCENA DÉCIMA
FRAY TIMOTEO SOLO


FRAY TIMOTEO.—Se han metido en casa y yo regresaré al convento, y vosotros, espectadores,
no nos reprendáis; que esta noche nadie dormirá, y así los Actos no cortarán
la acción47. Todo continuará. Yo diré mi oficio. Ligurio y [232] Siro cenarán, que no
han probado bocado en todo el día, el doctor dará vueltas por la casa inspeccionándolo
todo. Callimaco y madonna Lucrecia no dormirán, que estoy convencido de que si yo
fuese él y vosotros ella, no dormiríamos.

[233]
CANCIÓN
¡Oh, dulce noche! Oh, santas y quietas horas nocturnas, que acompañáis a los afanosos
amantes; se reúnen en vos tantas delicias que sois capaces, vosotras solas, de hacer
felices a las mortales almas. Vos, justos premios dais, a las amorosas multitudes por sus
largas fatigas. ¡Vos hacéis, oh felices horas, arder de amor todo helado pecho!

[235]
ACTO QUINTO


ESCENA PRIMERA
FRAY TIMOTEO (solo)


FRAY TIMOTEO.—No he podido pegar ojo en toda la noche, tal es mi deseo de saber
cómo se las han arreglado Callimaco y los otros. Para pasar el tiempo recé maitines, leí
una vida de los Santos Padres, fui a la iglesia, encendí una lámpara que estaba apagada
y cambié el velo a una Virgen milagrosa. ¡La de veces que habré dicho a esos frailes
que la mantengan limpia y arreglada! Y luego se maravillan de que haya menos devoción.
Recuerdo los tiempos en que había al menos quinientos exvotos; ahora apenas
habrá veinte; la culpa es nuestra por no saber mantener su fama de milagrera. Antes,
cada noche después de completas solíamos ir a visitarla en procesión y cada sábado hac


47 Doble sentido malicioso. ¡Efectivamente, la acción continuará durante el entreacto!


íamos cantar las letanías. Nosotros mismos nos preocupábamos de que hubiera siempre
imágenes nuevas y en las confesiones aconsejábamos tanto a los hombres como a las
mujeres que le tuvieran devoción y le consagraran exvotos. Ahora no se hace nada de
eso, ¡y luego nos asombramos de que haya tibieza! ¡Qué poco seso tienen estos frailes
míos!48 Pero, calla, se oye mucho ruido en casa de micer Nicias. Ahí están; a fe mía,
sacando el prisionero. Habré llegado justo a tiem-[236]-po. Cómo se han entretenido,
¡han apurado hasta la última gota!49 ya está clareando el alba. Quiero oír lo que dicen
sin descubrirme.

ESCENA SEGUNDA
MICER NICIAS, CALLIMACO, LIGURIO, SIRO


MICER NICIAS.—Agárralo por ahí y yo por aquí y tú, Siro, lo sujetas por atrás, por la
capilla.

CALLIMACO.—¡No me hagáis daño!

LIGURIO.—No tengas miedo, va, vete.

MICER NICIAS.—No sigamos más.

LIGURIO.—Decís bien, soltémosle aquí, dadle un par de vueltas para que no sepa de
donde ha salido. ¡Hazle girar, Siro!

SIRO.—Ahí va.

MICER NICIAS.—Dale otra vuelta.

SIRO.—Ya está ¡hecho!

CALLIMACO.—¡Mi laúd!

LIGURIO.—Vete, pícaro, fuera de aquí. Si te oigo rechistar te corto el pescuezo.

MICER NICIAS.—Ha escapado corriendo. Vamos a quitarnos estos disfraces. Que
conviene que salgamos temprano de casa para que no se sepa que esta noche la hemos
pasado todos en vela.

LIGURIO.—Tenéis razón.

MICER NICIAS.—Id con Siro a ver al maestro Callimaco y decidle que todo ha salido
bien.

LIGURIO.—¿Y qué le podemos decir nosotros? No sabemos nada. Bien sabéis vos
que en llegando a vuestra casa fuimos a la bodega a beber. Vos y la suegra os las entendisteis
con él y no volvimos a veros hasta ahora, cuando nos llamasteis para echarle de
vuestra casa.

MICER NICIAS.—Es verdad. Oh, ¡os he de contar cosas bien [237] divertidas! Mi
mujer estaba en la cama, a oscuras. Sostrata me esperaba junto al fuego; yo llegué al fin
con el mocetón y para que nada se me pasara por alto, le llevé a una despensa que tengo
arriba, en la sala, en la que arde una lámpara de aceite aguado, que da muy poca luz, de
manera que no pudiera ver mi cara.

LIGURIO.—A eso se le llama ser prudente.

MICER NICIAS.—Le hice desnudar: se resistía; me volví a él como perro rabioso, de
manera que en un santiamén se quitó la ropa y quedó desnudo. Es feo de cara. ¡Tenía

48 ¡Qué gran ironía! ¡Timoteo quejándose del poco seso de sus frailes! ¿Un pequeño Savonarola? El tie mpo
había ido suavizando los juicios de Maquiavelo contra el dominico y aun cuando nunca fue un «pia gnone
» (eso le costó seguramente el no ser llamado por la república de 1527, tanto o más que el haber
servido a los Medici), empieza a pensar que la única falta de Savonarola fue precisamente la falta de
armas.
49 Hasta el último momento; pero no hay que excluir el doble sentido obsceno.


unas narizotas y la boca torcida! Pero ¡en la vida habéis visto carnes más bellas! Blanco,

suave, pastoso, y de lo demás para qué hablar.

LIGURIO.—No basta con hablar de ello. Habría que verlo todo, ¿no?

MICER NICIAS.—¿Bromeas? Ya que había puesto manos a la obra quise llegar hasta
el final: quise asegurarme de que estaba sano, ¿te imaginas que hubiese tenido bubas, en
que lío me metía? ¡Ya puedes decirlo, ya!

LIGURIO.—Tenéis mucha razón.

MICER NICIAS.—Cuando me convencí de que estaba sano, hice que me siguiera, y a
oscuras le llevé a la alcoba, le metí en la cama y antes de salir quise ver, con mis propias
manos como iba la cosa, que no estoy acostumbrado a que me dan gato por liebre.

LIGURIO.—¡Con qué gran prudencia habéis manejado todo este asunto!

MICER NICIAS.—Una vez tocado y sentido todo, salí de la alcoba, cerré la puerta y
me fui a reunir con mi suegra que estaba junto al hogar; y allí hemos aguardado, charlando,
toda la noche.

LIGURIO.—¿Y de qué habéis hablado?

MICER NICIAS.—De la tontería de Lucrecia, y de que más hubiera valido que sin
tantos remilgos hubiese cedido desde el primer momento. Luego hablamos del niño, que
me parece tenerlo ya en brazos ¡mi niño! ¡Mi alegría!; hasta que oí sonar la decimotercera
hora50, y temiendo que nos [238] sorprendiera el día fui a la alcoba. ¿Querréis creer
que me costó trabajo sacar de la cama a aquel pícaro?

LIGURIO.—¡Lo creo!

MICER NICIAS.—¡Le había tomado gusto! Pero se levantó, os llamé, y le echamos
fuera.

LIGURIO.—La cosa ha ido bien.

MICER NICIAS.—Pues ¿qué dirás tú que me duele?

LIGURIO.—¿Qué?

MICER NICIAS.—Que ese pobre chico tenga que morir tan pronto, y que esta noche
le vaya a costar tan cara.

LIGURIO.—Como si no tuvierais nada más en que pensar. ¡Qué se las arregle como
pueda!

MICER NICIAS.—Tienes razón. No veo la hora de encontrar al maestro Callimaco y
celebrar con él el éxito.

LIGURIO.—Saldrá de casa dentro de un momento. Pero ya es de día: nosotros nos
vamos a desnudar y vos ¿qué haréis?

MICER NICIAS.—Iré yo también a casa a ponerme la ropa buena. Haré que la mujer
se levante y se lave y la haré venir a la iglesia para la ceremonia de purificación. Quisiera
que vos y Callimaco estuvieseis también allí para hablar con el fraile, darle las gracias
y recompensarlo por el bien que nos ha hecho.

LIGURIO.—De acuerdo, así se hará.

ESCENA TERCERA
FRAY TIMOTEO (solo)


FRAY TIMOTEO.—He oído lo que hablaban y me ha complacido considerando cuanta
estulticia encierra ese doctor, pero la promesa de recompensa me ha deleitado sobremanera.
Y ya que han de venir a verme a casa, no quiero perder más tiempo aquí, sino esperarles
en la iglesia, donde mi mercancía ha de valer más. Pero ¿quién sale de esa ca


50 Ver nota 24. Las 6 de la mañana.


sa? Me parece que es Ligurio y con él debe ir Callimaco. No quiero que me vean, por lo
ya dicho; además, suponiendo que no vinieran a verme, siempre estaré a tiempo de ir a
verles a ellos.

[239]
ESCENA CUARTA
CALLIMACO, LIGURIO


CALLIMACO.—Como te he dicho, Ligurio mío, estuve de mala gana hasta la hora
nona 51, porque aún cuando sentía gran placer no me parecía bien. Pero luego que me
hube dado a conocer y que le descubrí el amor que por ella sentía, y cuán fácilmente por
la simpleza del marido podíamos vivir felices sin infamia alguna, prometiéndole casarme
con ella cuando Dios dispusiera de la vida del marido; y cuando ella, además de
estas razones comprendió la diferencia que existía entre yacer conmigo y con micer
Nicias, y entre los besos de un amante joven y los de un marido viejo, después de unos
cuantos suspiros dijo: «Ya que tu astucia, la estupidez de mi marido, la simpleza de mi
madre, y la avaricia de mi confesor me han llevado a hacer algo que por mí misma nunca
habría hecho, quiero creer que sea celeste disposición el que así haya sido, y que yo
no soy quién para rehusar lo que el cielo quiere que acepte. Así que te tomo como señor,
amo y guía: tú eres mi padre, tú mi defensor, y quiero que seas tú todo mi bien; y lo que
mi marido ha querido para una noche quiero yo que lo tenga para siempre: te harás su
compadre y vendrás esta mañana a la iglesia y de allí regresarás a casa a comer con nosotros;
y quien decida si te vas o te quedas serás tú, y así podremos en cualquier momento
y hora estar juntos sin infundir sospechas. Al oír estas palabras estuve a punto de
morir de gusto. No pude responder ni la milésima parte de lo que hubiera querido. Así
que soy el hombre más feliz y satisfecho de este mundo, y si no fuera que esta felicidad
ha de tener fin o por muerte o con el tiempo, sería más bienaventurado que los bienaventurados,
más santo que los santos.

[240]
LIGURIO.—Me complace en gran manera toda tu felicidad y que te haya sucedido
precisamente todo cuanto yo predije.
CALLIMACO.—Vayamos hacia la iglesia, que le prometí estar allí, donde han de
acudir ella, la madre y el doctor.
LIGURIO.—Oigo abrir la puerta: son ellas, que salen, y el doctor va detrás,
CALLIMACO.—Encaminémonos hacia la iglesia y esperaremos allí.

ESCENA QUINTA
MICER NICIAS, LUCRECIA, SOSTRATA


MICER NICIAS.—Lucrecia, creo que hay que hacer las cosas con temor a Dios y no a
tontas y a locas.

LUCRECIA.—¿Y qué más hay que hacer ahora?

MICER NICIAS.—¡Mira cómo contesta! ¡Parece un gallito!

SOSTRATA.—No os extrañéis, está un poco alterada.

LUCRECIA.—¿Qué queréis decir?

51 Ver nota 24.


MICER NICIAS.—Digo que será bueno que me adelante a hablar con el fraile, y rogarle
que se acerque a recibirte a la puerta de la iglesia para introducirte en el Santuario,
porque esta mañana es como si volvieras a nacer.

LUCRECIA.—¿Ya qué esperáis?

MICER NICIAS.—¡Muy atrevida estás tú esta mañana! Ayer parecía medio muerta.

LUCRECIA.—¡Es gracias a vos por lo que estoy así!

SOSTRATA.—Id al encuentro del fraile. Pero no, no es menester, está ahí fuera.

MICER NICIAS.—Es cierto.

[241]
ESCENA SEXTA
FRAY TIMOTEO, MICER NICIAS, LUCRECIA, CALLIMACO, LIGURIO, SOSTRATA

FRAY TIMOTEO.—Salgo porque Callimaco y Ligurio me han dicho que el doctor y
las mujeres están viniendo hacia aquí.

MICER NICIAS.—¡Bona dies, padre!

FRAY TIMOTEO.—¡Sed bienvenidos, y buen provecho os haga, mi señora, y que
Dios os conceda un hijo varón!

LUCRECIA.—¡Dios lo quiera!

FRAY TIMOTEO.—¡Seguro que lo querrá!

MICER NICIAS.—¿No son esos que están en la iglesia Ligurio y el maestro Callimaco?


MICER NICIAS.—Haced señas para que se acerquen.

FRAY TIMOTEO.—¡Venid!

CALLIMACO.—¡Dios os salve!

MICER NICIAS.—Maestro, dad la mano a mi esposa.

CALLIMACO.—Con mucho gusto.

MICER NICIAS.—Lucrecia, este es el hombre al que debemos el báculo que sostendrá
nuestra vejez.

LUCRECIA.—Mucho le estimo y creo que debería ser nuestro compadre.

MICER NICIAS.—¡Bendita seas! Y quiero que él y Ligurio vengan esta misma mañana
a comer con nosotros.

LUCRECIA.—Naturalmente.

MICER NICIAS.—Y les daré la llave de la habitación del primer piso, la que está sobre
la logia, para que vengan cuando gusten, que en casa no tienen mujeres que les cuiden
y viven como bestias.

CALLIMACO.—La acepto, para usarla cuando la necesite.

FRAY TIMOTEO.—¿Se me dará el dinero de la limosna?

MICER NICIAS.—Bien sabéis vos que sí, «domine», hoy mismo se os mandará.

LIGURIO.—¿Y de Siro, no hay nadie que se acuerde?

MICER NICIAS.—Que pida, todo lo mío es suyo. Tú, Lu-[242]-crecia, ¿cuántas gruesas
tienes que darle al fraile para que te reciba en el templo?

LUCRECIA.—Dadle diez.

MICER NICIAS.—¡Caray!

FRAY TIMOTEO.—Vos, mi señora Sostrata, parece como si hubierais rejuvenecido.

SOSTRATA.—¿Y quién no estaría alegre, con todo esto?

FRAY TIMOTEO.—Entremos todos en la iglesia, rezaremos la oración que dice al caso;
luego después del oficio iréis a comer a vuestra casa. Vosotros, espectadores, no esperéis ya que volvamos a salir; el oficio es largo, yo permaneceré en la iglesia y estos
se irán a casa por la puerta lateral ¡Vale!



El Contrabajo

Patrick Süskind
EL CONTRABAJO


Una habitación. Se oye un disco, la Segunda Sinfonía de Brahms. Alguien la tararea.

Vuelven unos pasos que se alejaban. Alguien abre una botella y se sirve una cerveza.
Un momento... ya viene... ¡Ahora! ¿Lo oye? ¡Ya! ¡Ahora! ¿Lo oye? Pronto volverá, el mismo pasaje; espere un momento. ¡Ahora! ¿Lo oye? Me refiero a los bajos. A los contrabajos...


Levanta el brazo del tocadiscos. Fin de la música.



Éste soy yo. O, mejor dicho, nosotros. Mis colegas y yo. La orquesta nacional. La Segunda de Brahms es impresionante. En aquella ocasión éramos seis, un conjunto de fuerza mediana. En total somos ocho. De vez en cuando vienen de fuera y llegamos a diez. Incluso hemos llegado a ser doce, lo cual es muy fuerte, se lo aseguro, muy fuerte. A doce contrabajos, si ellos quieren —en teoría, claro—, no se les puede mantener a raya ni con toda una orquesta. Aunque sólo sea físicamente. Los otros no tienen nada que hacer. De hecho, sin nosotros no se puede empezar nada. Puede usted preguntarlo a cualquiera. Cualquier músico le confirmará gustosamente que una orquesta puede prescindir del director, pero no del contrabajo. Las orquestas han tocado sin directores durante siglos; en la historia de la evolución musical, el director es un invento muy reciente. Del siglo XIX. 



Yo también puedo confirmarle que incluso nosotros, los de la orquesta nacional, solemos tocar sin hacer el menor caso del director. O pasándolo por alto. A veces tocamos pasando por alto al director sin que él se dé cuenta. Le dejamos dar pinceladas en el aire hasta que se cansa, mientras nosotros pateamos el suelo con las botas. No con el DGM1, pero sí casi siempre con el director de una orquesta invitada. Son placeres muy secretos que casi no se deben mencionar. En cualquier caso, esto es marginal.



Por el otro lado, en cambio, es imposible concebir una orquesta sin contrabajo. Puede incluso decirse que la orquesta —una definición, ahora— no existe hasta que tiene un bajo. Hay orquestas sin primer violín, sin instrumentos de viento, sin timbales y trompetas, sin nada. Pero no sin bajo. Con todo esto quiero llegar a la afirmación de que el contrabajo es, con mucho, el

instrumento más importante de la orquesta. Aunque no sea considerado como tal. Sin embargo, forma toda la estructura básica orquestal sobre la que debe apoyarse el resto de la orquesta, director incluido. El bajo viene a ser, por consiguiente, los cimientos sobre los que se levanta todo este magnífico edificio. Prescinda del bajo y reinará la más absoluta confusión babilónica de lenguas, una Sodoma donde nadie sabe ya por qué hace música. Imagínese —por ejemplo— la Sinfonía en sí menor de Schubert sin bajos.


Evidente. Puede olvidarse de ella. Puede olvidarse de toda la literatura orquestal desde la A a la Z —y de todo lo que quiera: sinfonías, óperas, recitales— si no tiene contrabajos. ¡Y pregunte a un músico de orquesta cuándo empieza a extraviarse! ¡Pregúnteselo! Cuando deja de oír el contrabajo. ¡Un fiasco! En una banda de jazz todavía resulta más conspicuo. Cuando se excluye el bajo, la banda de jazz —ahora en sentido figurado— se desintegra como en una explosión. Todo deja de tener sentido para el resto de los músicos. Por otra parte, yo rechazo el jazz, así como el rock y otras cosas similares porque, como artista educado en el sentido clásico de lo bello, lo bueno y lo verdadero, nada me ofende más que 1 Director General de Música. La anarquía de la improvisación libre. 

Pero esto es marginal. Sólo quería dejar bien sentado que el contrabajo es el instrumento central de la orquesta. En el fondo lo sabe todo el mundo, sólo que nadie lo confiesa abiertamente porque el músico de orquesta es por naturaleza un poco celoso. ¿Acaso le gustaría a nuestro primer violín admitir que sin el contrabajo es como un emperador sin ropaje, un símbolo ridículo de la propia vanidad e insignificancia? No le gustaría nada, nada en absoluto. Si me permite tomar un sorbo... Bebe un sorbo de cerveza.


Soy un hombre modesto, pero conozco, como músico, el suelo que piso; la madre tierra en la que todos tenemos nuestras raíces; la fuente de energía de la cual se alimentan todas las ideas musicales; el auténtico polo procreador de cuyos riñones —en sentido figurado—fluye el semen musical... ¡Esto soy yo! Quiero decir, esto es el bajo. El contrabajo. Y todo lo demás es el polo opuesto. Todo lo demás no puede llegar a ser polo si no es a través del bajo. Por ejemplo, la soprano. Ahora, la ópera. La soprano como... no sé expresarlo... Escuche, ahora tenemos en la ópera una joven soprano, mezzosoprano... he oído muchas voces, pero la suya es realmente conmovedora. Me siento conmovido hasta lo más hondo por esta mujer. Es todavía casi una muchacha. Veinticinco años. Yo tengo treinta y cinco; en agosto cumpliré treinta y seis; siempre durante las vacaciones de la orquesta. Una mujer espléndida. Una fuente de inspiración... Pero esto es marginal. 



Decía que la voz de soprano —por ejemplo— es lo más contrapuesto al bajo que uno puede imaginar, tanto humanamente como en sonido instrumental, por lo que esta soprano... o mezzo-soprano, sería... exactamente aquel polo opuesto desde el cual... o mejor dicho: hacia el cual... o con el cual se une el contrabajo... de modo totalmente irresistible —casi— para prender la chispa musical de polo a polo, de bajo a soprano —o mezzo, hacia arriba—, alegóricamente, la alondra... divina allí arriba, en las alturas universales, cerca de la eternidad, cósmica, se diría que ilimitadamente sexual, sensual y erótica... y al mismo tiempo incluida en el campo del polo magnético irradiado por el pedestal del contrabajo, asentado en la tierra, arcaico, porque el contrabajo es arcaico, si usted comprende lo que quiero decir... Y sólo así es posible la música, porque en esta tensión que abarca de aquí para allí y de arriba abajo, acontece todo cuanto tiene sentido en la música, se engendra el sentido y la vida musical, la vida, en definitiva. Pues bien, le decía que esta cantante —a propósito, se llama Sarah—, le decía que algún día será muy famosa. Si entiendo algo de música, y entiendo bastante, algún día será muy famosa. Y a ello habremos contribuido nosotros, los de la orquesta, y en especial los contrabajos, o sea, yo. Esto ya es algo muy satisfactorio. Bien, recapitulemos ahora: el contrabajo es el instrumento fundamental de la orquesta a causa de su gravedad básica. En una palabra, el contrabajo es el instrumento de cuerda más grave. Puede bajar hasta la nota mi grave.



Quizá sea mejor que le ponga un ejemplo... Un momento... Bebe otro sorbo de cerveza, se levanta, toma su instrumento y tensa el arco.A propósito, lo mejor de mi bajo es el arco. Un Pfretzschner. Hoy en día valdría sus buenos dos mil quinientos. Yo lo compré por trescientos y pico. Es una locura cómo han subido los precios de los instrumentos en los diez últimos años. En fin. ¡Vamos a ver! Toca la cuerda más grave. ¿Ha oído el mi? Exactamente 41,2 hercios, cuando está bien afinado. Hay bajos que aún pueden descender más, hasta el do e incluso el si más grave, lo cual daría 30,9 hercios.

Pero para ello se necesita un instrumento de cinco cuerdas. El mío tiene cuatro. No
resistiría cinco cuerdas, se rompería. En la orquesta tenemos varios con cinco porque se
necesitan, para Wagner, por ejemplo. En cuanto a sonar, suenan casi igual, porque 30,9
hercios no pueden llamarse un tono en el verdadero sentido de la palabra, imagínese...


Toca una vez más el mi. ... esto, más que un tono, es un roce, cómo lo diría yo, algo forzado, un zumbido más que un tono. Por consiguiente, la extensión de mi registro me basta. Podría decirse que hacia arriba no tengo en teoría límite alguno, sólo prácticos. Por ejemplo, si hago uso de todos los trastes del mástil, puedo tocar hasta el do-3... Toca.... así, el do-3, el do repetido tres veces. Y ahora diremos «fin», porque más allá del trasteado no se puede pulsar ninguna cuerda. ¡Piénselo! Y ahora... Toca un armónico. ¿... y ahora...? Toca una nota todavía más aguda. ¿... y ahora...? Toca una nota todavía más aguda. ... Armónico. Así se llama este método. Apoyar los dedos para obtener tonos agudos. Ahora no puedo explicarle cómo funciona físicamente el proceso, sería demasiado largo y puede buscarlo usted mismo en el diccionario. El caso es que, teóricamente, se podría tocar una nota tan aguda, que ya no se oiría. Un momento... Toca un tono inaudible, de tan agudo.



¿Lo ha oído? No, ya no puede oírlo. ¿Lo ve? Todo ello cabe en este instrumento, teórica y físicamente, sólo que no puede obtenerse musicalmente en la práctica. Y en los instrumentos de viento sucede lo mismo. Como también en los seres humanos, en sentido figurado, se entiende. Conozco a personas que encierran todo un universo, infinito. Sin embargo, no se les puede arrancar, por mucho que se intente. Pero esto es marginal. Cuatro cuerdas. MI-LA-RE-SOL...

Las toca en pizzicato.


Todo de acero recubierto de cromo. Antes eran de tripa. La cuerda de sol, aquí arriba, debe tocarse con preferencia en solos, a ser posible. Una cuerda cuesta una fortuna. Creo que el conjunto de cuerdas cuesta hoy en día ciento sesenta marcos. Cuando empecé, costaba cuarenta. La cuestión de los precios es una locura. En fin. De modo que tenemos cuatro cuerdas, afinadas en MI-LA-RE-SOL, que en los de cinco cuerdas se amplían con el DO o el SI. Esto es actualmente igual tanto en la Sinfónica de Chicago como en la Orquesta Nacional de Moscú. Sin embargo, con anterioridad hubo divergencias. Diferentes afinaciones, diferente número de cuerdas, diferentes tamaños... no existe un instrumento que haya dado tantos tipos como el contrabajo. Permítame que siga bebiendo cerveza, pierdo una cantidad tremenda de líquido. En los siglos XVII y XVIII reinó el caos más absoluto: viola da gamba, violoncelo, violón con trasteado, violón sin trasteado, temples en tercera, cuarta y quinta, tres, cuatro, seis, ocho cuerdas, eses en fa, eses en do... en fin, para volverse loco. Hasta el siglo XIX persistió en Francia e Inglaterra un bajo de tres cuerdas afinado en quinta; en España e Italia, uno de tres cuerdas afinado en cuarta; y en Alemania y Austria, uno de cuatro cuerdas con temple en cuarta. Entonces prevaleció este último porque en aquella época nosotros teníamos los mejores compositores, a pesar de que el bajo de tres cuerdas suena mejor. No araña tanto y es más melodioso, más bello, en una palabra. Pero como compensación, tuvimos a Haydn, Mozart, los hijos Bach. Más tarde a Beethoven y toda la época romántica, a la cual le importaba un rábano el sonido del bajo.



Para ellos, el bajo era una alfombra sonora sobre la cual basar sus obras sinfónicas... Prácticamente lo más grande que puede oírse en música hoy en día ha descansado sin discusión sobre los hombros del contrabajo de cuatro cuerdas, desde 1750 hasta el siglo XX; toda la música orquestal de dos siglos. Y con esta música eliminamos al bajo de tres cuerdas. Se defendió, como ya puede imaginarse. En París, tanto en el Conservatorio como en la Ópera, tocaron con el bajo de tres cuerdas hasta 1832. Como es bien sabido, en 1832 murió Goethe. Y entonces Cherubini lo suprimió. Luigi Cherubini. Un italiano, es cierto, pero de formación centroeuropea, musicalmente hablando. Estudió a Gluck, Haydn, Mozart. Era por entonces director general de música en París. Y se impuso. 

Ya puede imaginarse la que se armó. Un grito de indignación recorrió las filas de los contrabajos franceses cuando el italiano germanófilo les arrebató el bajo de tres cuerdas. A los
franceses les gusta indignarse. En cuanto surge en alguna parte un ambiente revolucionario, los franceses hacen acto de presencia. Esto ocurrió en el siglo XVIII, continuó en el XIX y persiste en el XX, hasta nuestros días. Estuve en París a principios de mayo; hacían huelga los basureros y los empleados de metro, nos cortaban la electricidad tres veces al día y se manifestaron quince mil franceses. No puede imaginarse el aspecto que tenían después las calles. No había tienda en pie ni escaparates sin roturas, los coches estaban destrozados, carteles, papeles y toda clase de desperdicios yacían diseminados por el suelo sin que nadie los recogiera... daba miedo, se lo aseguro. Pues bien, entonces, en 1832, no les sirvió de nada. El contrabajo de tres cuerdas desapareció definitivamente. No era preciso que hubiera más de uno, lo admito, pero fue una lástima porque no cabe duda de que sonaba muchísimo mejor que... que éste... Sacude su contrabajo. ... Un registro menos extenso, pero mejor sonido... Bebe.


... Aunque, bien mirado, esto ocurre con frecuencia. Lo mejor desaparece, porque el paso del tiempo trabaja en contra suya. El tiempo lo arrasa todo. En este caso fueron nuestros clásicos los que eliminaron sin piedad todo cuanto se interpuso en su camino. No a sabiendas, hay que decirlo. Nuestros clásicos fueron de por si hombres decentes. Schubert no habría sido capaz de perjudicar a una mosca y Mozart, aunque un tanto grosero, era una persona altamente sensible y no tenía nada de violento. Beethoven tampoco, a pesar de sus arrebatos de cólera. Para poner un ejemplo, destrozó varios pianos. Pero nunca un contrabajo, hay que reconocerlo en su favor, si bien es verdad que nunca tocó ninguno. El único buen compositor que tocó el contrabajo fue Brahms... o su padre. Beethoven no tocó jamás ningún instrumento de cuerda, sólo el piano, un detalle que hoy suele olvidarse. Al contrario de Mozart, que tocaba el violín casi tan bien como el piano. Que yo sepa, Mozart fue el único gran compositor que sabía tocar tanto sus propios conciertos de piano como sus propios conciertos de violín. Quizá también Schubert, pero sólo en caso de apuro. ¡En caso de apuro! No escribió ninguno y, además, no era un virtuoso. No. Schubert no era en absoluto un virtuoso. Ni por el tipo ni técnicamente.



¿Podría usted imaginarse a Schubert como un virtuoso? Yo no. Lo que sí tenía era una voz

agradable, menos como solista que como miembro de un coro masculino. Durante un tiempo cantó cuartetos todas las semanas, con Nestroy, por otra parte. Es probable que usted no lo sepa. Nestroy como barítono bajo y Schubert como... pero todo esto no hace al caso. No tiene nada que ver con el problema que estoy describiendo. Me refiero a que, si a usted le interesa, puede encontrar en cualquier biografía la calidad de voz de Schubert. No necesito hablarle de ella. Al fin y al cabo, no soy ninguna oficina de información musical. El contrabajo es el único instrumento que se oye mejor cuanto más alejado se encuentra, lo cual es problemático. Mire, tengo toda la habitación recubierta de placas acústicas, paredes, techo; suelo. La puerta es doble y está acolchada por dentro. Las ventanas son de un cristal especial y tienen marcos insonorizados. Me ha costado una fortuna, pero absorbe los ruidos en un 95 por ciento. ¿Oye algo de la ciudad? Vivo en el mismo centro de la ciudad. ¿No lo cree? ¡Un momento! Va hacia la ventana y la abre. Entra una tremenda algarabía de coches, obras en construcción, recogida de basuras, máquinas perforadoras, etcétera.Grita. 


¿Oye esto? Es tan alto como el Tedéum de Berlioz. Bestial. Allí derriban el hotel y más cerca, en el cruce, se está construyendo desde hace dos años una estación de metro; por esta causa han desviado el tráfico hacia esta calle. Además, hoy es miércoles, día de recogida de basuras, de ahí estos golpes rítmicos... ¡sí! Este estruendo, este ruido brutal alcanza casi los 102 decibelios. Sí. Lo he medido. Creo que ya es suficiente. Puedo cerrarla de nuevo...

Cierra la ventana. Silencio. Vuelve a bajar la voz. ... Bien. Ahora ya no dice nada. ¿Verdad que es buena la insonorización? Uno se pregunta cómo viviría antes la gente. Porque no crea que antes había menos ruido que ahora. Wagner escribe que en todo París no pudo encontrar una sola vivienda, porque en todas las calles trabajaba un hojalatero y, según tengo entendido, París contaba ya entonces con más de un millón de habitantes, ¿no es verdad? Y un hojalatero... no sé si usted lo ha oído alguna vez, pero hace el ruido más infernal que puede escuchar un músico. ¡Una persona que golpea sin pausa un trozo de metal con un martillo! En aquella época, la gente trabajaba de sol a sol. Por lo menos así se dice. Y a ello hay que añadir el estruendo de los carruajes sobre el empedrado, las voces de los vendedores y los continuos altercados y revoluciones que, como es sabido, protagonizaba en las calles el pueblo de Francia, el pueblo llano, los sectores más plebeyos y vulgares. Por otra parte, a finales del siglo XIX se construyó un metro en París, así que no crea que antes reinaba mucha más quietud que hoy en día.


Dicho sea de paso, Wagner me inspira un gran escepticismo, pero esto es marginal. Muy bien, ¡y ahora preste atención! Vamos a hacer una prueba. Mi bajo es un instrumento muy normal. Construido, aproximadamente, en 1910, con toda probabilidad en el sur del Tirol, longitud de la caja, 1.12, 1.92 hasta el caracol, longitud de las cuerdas, un metro doce. No es un instrumento excepcional, digamos que es de calidad media tirando a alta; hoy podría pedir por él ocho mil quinientos marcos y lo compré por tres mil doscientos. Una locura. Bien. Ahora le tocaré un tono, cualquiera, digamos un fa grave...Toca muy bajo. Ya. Esto ha sido pianissimo. Y ahora lo tocaré piano... Toca un poco más alto.



... No haga caso del roce. Tiene que oírse. Un tono puro, es decir, sólo la vibración sin el roce del arco, no existe en todo el mundo, ni siquiera en Yehudi Menuhin. Bien. Y ahora preste atención, porque voy a tocar entre mezzo-forte y forte. Y como ya he dicho, la habitación está insonorizada... Toca un poco más alto. ... Bien. Y ahora esperemos un momento... Un poco más... llegará en seguida... Se oyen unos golpes en el techo. ... ¡Ya! ¿Lo ha oído? Es la señora Niemeyer, que vive arriba. Cuando oye el mínimo ruido, golpea el suelo y entonces yo sé que he rebasado el límite del mezzoforte. Por lo demás, una mujer simpática. En cambio, aquí no suena demasiado alto para quienes están en la habitación, más bien discreto. Si ahora, por ejemplo, toco fortissimo... Un momento... Ahora toca lo más alto que puede y grita para dominar el bajo atronador.



... Se diría que no suena excesivamente alto, y sin embargo se oye arriba, en el piso encima del de la señora Niemeyer, y abajo, en la portería, e incluso en la casa vecina, desde donde no tardarán en llamar... Bien. Esto es lo que llamo la fuerza de percusión del instrumento, producida por las vibraciones graves. Suele creerse que una flauta o una trompeta suena más fuerte, pero no es así. No hay fuerza de percusión. No hay expansión. No hay body, como dicen los americanos. Yo tengo body, o mejor dicho, mi instrumento tiene body. Y esto es lo único que me gusta de él. Aparte de esto, no tiene nada. Aparte de esto, es una catástrofe pura y simple. Pone en el tocadiscos la obertura de Las Valquirias. La obertura de Las Valquirias. Como cuando llega el tiburón blanco. El contrabajo y el cello tocan al unísono. De las notas correspondientes tocamos quizá el cincuenta por ciento. Esto... Tararea el canto del bajo. … este susurro ascendente está formado en realidad por cinco o seis tonos. ¡Seis tonos diferentes! ¡A esta velocidad vertiginosa! Totalmente imposible de tocar. Hay que pasarlo por alto. No sabemos si Wagner lo entendió así. Probablemente no. En cualquier caso, le importaba un bledo. Despreciaba a la orquesta en general. 



De ahí el recubrimiento de Bayreuth, por pretendidas razones acústicas, pero en realidad por desprecio hacia la orquesta. Y sobre todo, porque le gustaba el ruido, la música teatral, ¿comprende?, los bastidores sonoros, el conjunto de la obra de arte. El tono individual no jugaba ningún papel. Por otra parte, ocurre lo mismo en la Sexta de Beethoven, o en el último acto de Rigoletto... Cuando se desencadena una tormenta, escriben en la partitura innumerables

notas que ningún bajo del mundo ha podido tocar jamás. Ninguno. De hecho, sólo se nos exige una cosa: somos los que hemos de rendir el esfuerzo máximo. Después de un concierto estoy completamente empapado de sudor; nunca puedo ponerme dos veces la misma camisa. En el curso de una ópera pierdo por término medio dos litros de líquido; durante un concierto sinfónico, no menos de un litro. Conozco a colegas que corren por el bosque y se entrenan con pesas. Yo no. Pero un día me derrumbaré en medio de la orquesta y ya no me recuperaré jamás. 


Porque tocar el contrabajo es una cuestión de pura fuerza, la música no tiene nada que ver con ello. Por esto un niño no podría tocar nunca el contrabajo. Yo empecé a los diecisiete años. Ahora tengo treinta y cinco. No fue un acto voluntario, más bien algo parecido al embarazo de una doncella, por casualidad. Después de pasar por la flauta, el violín, el trombón y Dixieland. Pero de esto hace mucho tiempo, y desde entonces he rechazado el jazz. Por otra parte, no conozco a ningún colega que empezara a tocar el contrabajo voluntariamente. Y en cierto modo, no es de extrañar. Se trata de un instrumento muy poco manejable. En realidad, yo diría que el contrabajo es más un estorbo que un instrumento. No se puede acarrear, hay que arrastrarlo y, si se cae al suelo, se rompe. En el coche sólo cabe si se saca el asiento de la derecha, y entonces llena prácticamente el vehículo. En casa se lo encuentra uno por todas partes. Ocupa más sitio que... que un trasto inútil, ¿sabe? No es como un piano. Un piano es un mueble. Un piano se puede cerrar y dejar donde está. El contrabajo no. Está siempre en medio como... Tuve un tío que siempre se encontraba enfermo y siempre se quejaba de que nadie le hacía caso. 



Así es el contrabajo. Cuando vienen invitados, ocupa inmediatamente el primer término. Nadie habla de otra cosa que de él. Cuando uno quiere estar solo con una mujer, él lo presencia y lo vigila todo. Se intima con ella... y él observa. Siempre tiene uno la sensación de que se burla y ridiculiza el acto. Y esta sensación se transmite, como es natural, a la pareja, y entonces... ¡ya sabe usted lo cerca que están el amor físico y el ridículo y lo mal que se soporta este último! ¡Qué sordidez! Es imposible continuar. Discúlpeme... Interrumpe la música y bebe. ... Lo sé. Esto no viene a cuento. En el fondo, a usted no le importa nada. Quizá incluso le molesta. También debe tener sus propios problemas a este respecto. Pero yo tengo derecho a alterarme y a hablar por una sola vez con toda claridad, a fin de que nadie crea que los miembros de la orquesta nacional carecen de esta clase de problemas. ¡Porque yo no he poseído a ninguna mujer desde hace dos años y la culpa es de él! La última vez fue en 1978, cuando lo encerré en el cuarto de baño, pero no sirvió de nada porque su espíritu flotaba sobre nuestras cabezas como un calderón...1



Cuando vuelva a poseer a una mujer —lo cual no es probable porque ya tengo treinta y cinco años, pero los hay más feos y, además, soy funcionario ¡y aún puedo enamorarme!... ¿Sabe...? Ya me he enamorado. O encaprichado, no lo sé. Y ella tampoco lo sabe. Es la... ya la he mencionado antes... la joven cantante del conjunto de la ópera que se llama Sarah... Es muy improbable, pero si... si alguna vez se presenta la ocasión, insistiré en que lo hagamos en su casa. O en un hotel. O fuera, en el campo, si no llueve... Si hay algo que él no soporta, es la lluvia; cuando llueve se encoge o, mejor dicho, se dilata, se empapa, no le gusta nada en absoluto. 

El frío tampoco. Cuando hace frío también se encoge y entonces hay que dejarle entrar en calor por lo menos dos horas antes de tocarlo. Cuando aún formaba parte de la orquesta de música de cámara, tocábamos en días alternos por la provincia, en castillos o iglesias o festivales de invierno... no se imagina lo numerosos que son. Pero a lo que iba: yo me veía obligado a salir horas antes que los demás, solo en el VW, para que mi bajo pudiera templarse en horribles posadas o en la sacristía, junto a la estufa, como un viejo enfermo. Sí, ata mucho. Y genera amor, puedo asegurárselo. Una vez nos quedamos atascados en diciembre del 74, entre Ettal y Oberau, en plena tormenta de nieve. Esperamos dos horas hasta la llegada de la grúa. Y yo le cedí mi abrigo y le calenté con mi propio cuerpo. Después, en el concierto, él estaba templado y
yo incubaba una gripe muy grave. Permítame beber un poco. No, realmente no se nace para contrabajo. 


El camino que lleva hasta este instrumento está lleno de rodeos, casualidades y desengaños. Puedo decirle que de los ocho contrabajos de la orquesta nacional, no hay ni uno solo a quien la vida no haya zarandeado y en cuyo rostro no queden huellas de los golpes que de ella ha recibido. Un ejemplo típico del destino de un contrabajo es el mío: padre dominante, funcionario, sin oído musical; madre débil, flauta, amante de la música; de niño idolatraba a mi madre; ésta amaba a mi padre; éste amaba a mi hermana pequeña; a mí no me amaba nadie... ahora 1 Mús. Signo de detención momentánea del compás hablo subjetivamente. Por odio hacia mi padre decido ser artista en vez de funcionario; y para vengarme de mi madre elijo el instrumento más voluminoso, menos manejable, menos apto para solos; y para ofenderla casi mortalmente y al mismo tiempo dar un puntapié a mi padre más allá de la tumba, me convierto también en funcionario: contrabajo en la orquesta nacional, tercer atril. Como tal, violo a diario en la figura del contrabajo, el mayor de los instrumentos femeninos —por su forma—, a mi propia madre,

y esta eterna relación sexual simbólicamente incestuosa es, por supuesto, una continua catástrofe moral y esta catástrofe moral está escrita en el rostro de cada uno de nosotros, los contrabajos. 


Hasta aquí el aspecto psicoanalítico del instrumento, aunque conocerlo no ayuda mucho, porque... el psicoanálisis está acabado. Todos sabemos hoy en día que el psicoanálisis está acabado, y el propio psicoanálisis también lo sabe. En primer lugar, porque el psicoanálisis plantea más preguntas de las que es capaz de contestar, como una hidra —para poner un ejemplo gráfico— que se corta a sí misma la cabeza, y ésta es la contradicción interna e insoluble del psicoanálisis, que se estrangula a sí mismo, y en segundo lugar, porque el psicoanálisis es en la actualidad del dominio público. Todo el mundo lo conoce. De los ciento veintiséis miembros de la orquesta, más de la mitad van al psicoanalista. Como ve, lo que tal vez un siglo atrás habría sido o podido ser un descubrimiento científico sensacional, hoy en día es tan corriente que a nadie le extraña. 



¿O se asombra usted de que actualmente un diez por ciento sufra depresiones? ¿Le asombra? A mí, no, ya ve. Y para esto no necesito ningún psicoanálisis. Habría sido mucho más importante —ya que tocamos este tema— que el psicoanálisis hubiera existido hace cien o ciento cincuenta años. Entonces nos habríamos ahorrado, por ejemplo, algunas cosas de Wagner. Ese hombre sí que era un terrible neurótico. Por ejemplo, una obra como Tristán, la mayor de todas las que compuso, ¿por qué la escribió? Pues sólo porque se entendía con la esposa de un amigo, que lo soportó durante años. Años enteros. Y este engaño, esta, llamémosla sórdida, relación le carcomió tanto por dentro que tuvo que transformarla en la mayor tragedia amorosa de todos los tiempos. 

Represión total a través de la sublimación total. «El deseo más sublime», etcétera, usted ya lo conoce. El adulterio aún era entonces un hecho extraordinario. Y ahora, ¡imagíneselo!, ¡Wagner habría confiado el asunto a un psicoanalista! Sí... una cosa es evidente: el Tristán no habría existido. No cabe duda, porque su neurosis no habría llegado a tanto. Por otra parte, Wagner pegaba a su mujer. A la primera, naturalmente. A la segunda, no, desde luego que no; pero a la primera la pegaba. En general, un hombre desagradable. Sabía ser muy cordial, encantador incluso. Pero era desagradable. Creo que no podía soportarse a sí mismo. Padecía frecuentes erupciones en la cara de pura... repugnancia. Sí, sí. Y no obstante, gustaba a las mujeres, gustó a muchas. Ejercía sobre ellas una gran atracción. Incomprensible... Reflexiona.


... La mujer juega en la música un papel secundario. Me refiero a la creación musical, a la composición. La mujer juega un papel secundario. ¿O conoce usted una compositora de renombre? ¿Una sola? ¿Lo ve? ¿Había pensado en ello antes? Debería reflexionar sobre esta cuestión. Sobre la mujer en relación con la música, tal vez. En cuanto al contrabajo, es un instrumento femenino. Pese a su género gramatical, es un instrumento femenino... pero inflexible como la muerte. Del mismo modo que la muerte —ahora asocio ideas— es femenina en su tremenda crueldad o —si se quiere— en su ineludible función acogedora; y complementaria también del principio de la vida, de la fertilidad, la madre tierra y todo lo demás, ¿acaso no tengo razón? Y en esta función —para volver a la música— el contrabajo lucha como símbolo de la muerte contra la Nada en la que amenazan con sumergirse al mismo tiempo la música y la vida. Así visto, nosotros, los contrabajos, somos considerados los Cerberos de la Nada, o también el Sísifo que escala la montaña con la carga sensorial de toda la música sobre los hombros —¡le ruego que lo vea en su imaginación!—, despreciado, escupido, con el hígado hecho pedazos... no, ése fue Prometeo... A propósito, el verano pasado fuimos con la ópera nacional a Orange, en el sur de Francia, a los festivales. Representación especial de Sigfrido, imagíneselo: en el anfiteatro de Orange, de casi dos mil años de antigüedad, una estructura clásica de una de las épocas más civilizadas de la humanidad, bajo los ojos del emperador Augusto, braman todos los dioses germanos, resopla el dragón, corretea Sigfrido por el escenario, vulgar, grueso, boche, como dicen los franceses... Cobramos mil doscientos marcos por cabeza, pero toda la representación me resultó tan penosa, que toqué como máximo la quinta parte de las notas. Y después... ¿sabe qué hicimos después todos los de la orquesta? 



Nos emborrachamos, nos comportamos como la más vulgar de las plebes, gritando hasta las

tres de la madrugada, como boches; tuvo que intervenir la policía y todo porque estábamos desesperados. Por desgracia, los cantantes fueron a emborrarcharse a otra parte, nunca se sientan con nosotros, los de la orquesta. Sarah —ya sabe, esa joven cantante— también cenó con ellos. Interpretó el canto de un pajarillo del bosque. Los cantantes también se alojaron en otro hotel; de no ser así, quizá nos habríamos encontrado entonces... Un conocido mío tuvo una vez relaciones con una cantante durante un año y medio, pero era violoncelista. El cello no es tan voluminoso como el bajo. No se interpone de forma tan contundente entre dos personas que se aman. O desean amarse. Hay además gran cantidad de solos para el cello —prestigio, ahora—: el Concierto para Piano de Tchaikovsky, la Cuarta Sinfonía de Schumann, el Don Carlos, etcétera. Y a pesar de ello, debo decirle que este conocido mío quedó muy desmoralizado tras sus relaciones con la cantante. Tuvo que aprender a tocar el piano para poder acompañarla. Ella se lo exigió y, por amor... En cualquier caso, el hombre se convirtió al poco tiempo en el acompañante de la mujer que amaba, y un acompañante mediocre, además. Cuando tocaban juntos, ella le superaba en gran medida. Le humillaba con rotundidad; ésta es la otra cara de la luna del amor. Sin embargo, él era como violoncelista mejor virtuoso que ella como mezzosoprano, mucho mejor, sin comparación. 
Pero tenía que acompañarla sin falta, quería tocar siempre con ella. Y para cello y soprano no hay muchas obras. Muy pocas. Casi tan pocas como para soprano y contrabajo... Me siento solo muy a menudo, ¿sabe? Estoy casi siempre solo en casa, cuando no hay representación; pongo un par de discos y ensayo de vez en cuando, pero sin ilusión, siempre es lo mismo. Esta noche iniciamos el festival con El oro del Rin, con Carlo Maria Giulini como director invitado y el primer ministro en la primera fila; el público más elegante, las entradas cuestan hasta trescientos cincuenta marcos, una locura. Pero a mí me importa un bledo. No estudio. En El oro del Rin somos ocho, así que la interpretación de uno solo no tiene la menor importancia. El maestro concertador da el tono y el resto le sigue... Sarah también canta. Wellgunde. Ya al principio. Un gran papel para ella, que podría significar su revelación. Sólo es lástima que tenga que debérsela a Wagner, pero no se puede escoger, ni en esto ni en nada. Normalmente ensayamos de diez a una y trabajamos de siete a diez. El resto del tiempo lo paso en casa, en mi habitación acústica. Bebo varias cervezas para compensar la pérdida de líquido. Y muchas veces lo coloco en el sillón de mimbre que tengo delante, lo apoyo, dejo el arco a su lado, me siento en la butaca y lo contemplo. Y entonces pienso: ¡Qué horrible instrumento! ¡Se lo ruego, mírelo! 


Mírelo bien. Parece una mujer vieja y gorda. Tiene las caderas demasiado anchas y la cintura desastrosa, excesivamente alta y poco estrecha, y luego la parte de los hombros, caída y raquítica... es para volverse loco. Esto se debe a que la historia de su evolución ha convertido al contrabajo en un híbrido. La parte inferior parece la de un violín grande y la superior, la de una viola grande. El contrabajo es el instrumento más monstruoso y rechoncho y menos elegante que se ha inventado jamás. Un sátiro de instrumento. Muchas veces siento deseos de romperlo en mil pedazos. Aserrarlo. Cortarlo a hachazos. Desmenuzarlo, molerlo, pulverizarlo, meterlo en el carburador de un coche a leña y... ¡listos! No, no puedo decir honradamente que lo amo. Además, también es odioso para tocar. Para tres semitonos se necesita todo el ancho de la mano. ¡Para tres semitonos! Esto, por ejemplo... Toca tres semitonos. ... Y cuando pulso una cuerda de arriba abajo... Lo hace.



... tengo que cambiar once veces de posición. Es un puro deporte de atleta. Hay que pulsar cada cuerda como un loco, observe bien mis dedos. ¡Fíjese! Callos en las yemas, mírelos, y estrías muy duras. En estos dedos ya no tengo tacto. Hace pocos días me quemé uno y no sentí nada, no me enteré hasta que percibí el hedor del callo quemado. Automutilación. Ningún herrero tiene estas yemas. Y para colmo, mis manos son más bien delicadas, nada apropiadas para este instrumento. En casa tocaba también el trombón. Al principio no tenía mucha fuerza en el brazo derecho y se requiere mucha para el arco, pues de lo contrario no se saca ningún tono a esta mierda de caja, o, por lo menos, ninguno que sea bello. Mejor dicho, un tono bello no se le puede sacar nunca, sencillamente porque no lo contiene. Esto... esto no son tonos, son... no querría ser ordinario, pero podría decirle qué son... ¡lo más feo que hay en el ámbito de los ruidos! Nadie puede tocar algo bello con un contrabajo, en el sentido estricto de la palabra. Nadie, ni siquiera los grandes solistas; esto depende de la física, no de la habilidad, porque un contrabajo no encierra estas armonías, carece de ellas, simplemente, y por esto suena siempre tan mal, siempre, y por esto es un gran disparate tocar un solo con el contrabajo y aunque desde hace ciento cincuenta años la técnica sea cada vez más refinada y aunqueaparezcan conciertos para contrabajo y sonatas y suites para solos y aunque dentro de poco surja tal vez un prodigio que toque la Chacona de Bach con el contrabajo o un Capriccio de Paganini, es y será espantoso porque el tono es y seguirá siendo espantoso. Bien, y ahora le tocaré la obra estándar, lo mejor que existe para contrabajo, en cierto modo el concierto cumbre para contrabajo, de Karl Ditters von Dittersdorf; preste mucha atención...

Pone la primera parte del Concierto en Mi Mayor de Dittersdorf
... Ya está. Éste es el Concierto en Mi Mayor para Contrabajo y Orquesta de Dittersdorf. En realidad se llamaba Ditters, Karl Ditters y vivió de 1739 a 1799. También era guardabosque. Y ahora dígame con franqueza: ¿es hermoso? ¿Quiere escucharlo otra vez? ¿Escuchar cómo suena, sin atender a la composición? ¿O la cadencia? ¿Quiere escuchar de nuevo la cadencia? ¡La cadencia es para morirse de risa! ¡El sonido de toda la obra es para echarse a llorar! Toca el primer solista, pero prefiero no mencionar su nombre porque él no tiene la culpa de nada, en realidad. Y Dittersdorf.... Dios mío, antes la gente tenía que escribir así, por encargo de los de arriba. Escribió como un poseído, Mozart era un gandul a su lado; más de cien sinfonías, treinta óperas, un montón de sonatas para piano y otras piezas menores y treinta y cinco conciertos para solistas, entre ellos para contrabajo. En total existen en la literatura más de cincuenta conciertos para contrabajo y orquesta, todos de compositores menos conocidos. ¿O conoce usted a Johann Sperger? ¿O a Domenico Dragonetti? ¿a Bottesini? ¿a Simandl o Kussewitzki o Hotl o Vanhal u Otto Geier o Hoffmeister u Othmar Klose? ¿Conoce a uno de ellos? Son los grandes del contrabajo. En el fondo, todos ellos hombres como yo. Contrabajos que, por pura desesperación, se dedicaron a componer y esto se nota en los conciertos, porque un compositor decente no escribe para el contrabajo, tiene demasiado buen gusto para ello. Y cuando escribe para el contrabajo, es para burlarse. Hay un pequeño minueto de Mozart, Köchel 344,1 ¡que es para morirse de risa! O el número cinco de Saint-Saëns en el baile de máscaras de los animales: El elefante, para contrabajo y piano, allegretto pomposo, que dura un minuto y medio... ¡para morirse de risa! O en Salomé, de Richard Strauss, el pasaje para contrabajo en cinco partes, donde Salomé mira hacia el interior del aljibe: «¡Qué negro es el fondo! Debe ser espantoso vivir en un agujero tan negro. Es como una tumba...» Un pasaje para contrabajo a cinco voces.
El efecto es aterrador. Al oyente se le ponen los pelos de punta. Y al músico también.


¡Aterrador! Habría que hacer más música de cámara. Quizá sería incluso divertido. Pero, ¿quién me acepta en un quinteto con mi contrabajo? No compensa. Cuando necesitan a uno, lo

alquilan. Y lo mismo ocurre con un septeto o un octeto. Pero no a mí. En Alemania hay dos o tres contrabajos que lo tocan todo. Uno, porque tiene su propia agencia de conciertos, el otro, porque toca en la Filarmónica de Berlín y el tercero porque tiene una cátedra en Viena. Ante ellos, nosotros no somos nada. Tocar un quinteto tan bello como el de Dvorák. O el de Janácek. O el octeto de Beethoven. O quizá incluso el Quinteto de las Truchas de Schubert. Esto sería lo máximo, ¿sabe?, hablando de la carrera musical. El sueño de un contrabajo, Schubert... Pero esto queda lejos, muy lejos. No soy más que uno del montón, quiero decir que me siento en el tercer atril. En el primer atril está nuestro solista y, junto a él, el solista adjunto; en el segundo se sientan el concertador y el concertador adjunto y detrás vienen los del montón. Esto no tiene nada que ver con la calidad, es un orden de colocación. Porque debe usted tener en cuenta que una orquesta es y debe ser una formación estrictamente jerarquizada y, como tal, una imagen de la sociedad humana. No de una sociedad humana d determinada, sino de la sociedad en general:
Sobre todos nosotros planea el DGM, director general de música, a continuación viene 1 Köchel: Número de serie del catálogo (1862) de las obras de Mozart, elaborado por Ludwig von Köche], 1800-1877 el primer violín, detrás de éste el segundo primer violín y después los restantes primeros y segundos violines, violas, cellos, flautas, oboes, clarinetes, fagotes, los instrumentos de metal y, a la cola, el contrabajo. Detrás de nosotros sólo está el timbal, pero esto es en teoría, porque el timbal se sitúa aislado y en un lugar más alto, para que todos puedan verlo. Además, tiene más volumen. Cuando suena el timbal, se oye hasta la última fila y todo el mundo dice: Ah, los timbales. De mí nadie dice: Ah, el contrabajo, porque yo me confundo con la masa. Por esto puede decirse que el timbal está prácticamente por encima del contrabajo. Aunque, bien mirado, el timbal, con sus cuatro tonos, no es un instrumento. 
Sin embargo, existen solos de timbal, por ejemplo el Concierto número 5 para Piano de Beethoven, al final de la primera parte. Entonces todos los que no miran al pianista miran al timbal, y esto significa, en un teatro grande, de mil doscientas a mil quinientas personas. A mí no me miran tantos ni en toda una temporada. Pero no piense que soy envidioso. La envidia es un sentimiento que desconozco, porque sé lo que valgo. No obstante, poseo un sentido de la justicia y hay cosas en el mundo de la música que son absolutamente injustas. El solista es abrumado por los aplausos, los espectadores se consideran defraudados cuando tienen que dejar de aplaudir; el director del teatro recibe grandes ovaciones y estrecha la mano del director de orquesta por lo menos dos veces; la orquesta entera se levanta muchas veces de sus asientos... Los contrabajos ni siquiera pueden levantarse con comodidad. ¡Los contrabajos —y perdone la
expresión— somos en todos los aspectos el último trozo de mierda! Y por esto digo que la orquesta es la imagen de la sociedad humana, porque aquí, como allí, los que hacen el trabajo sucio son, para colmo, despreciados por los demás. En la orquesta es todavía peor que en la sociedad, porque en la sociedad yo tendría .-al menos teóricamente—, la esperanza de ir progresando en el orden jerárquico y alcanzar algún día la cumbre de la pirámide para mirar desde allí a los gusanos... Digo que tendría la esperanza... En voz más baja.


... En cambio, en la orquesta no hay ninguna esperanza. Aquí gobierna la terrible jerarquía del poder, la espantosa jerarquía de la decisión ya tomada, la tremenda jerarquía del talento, la inflexible jerarquía física, impuesta por la naturaleza, de las vibraciones y los tonos, ¡no ingrese jamás en una orquesta...! Ríe con amargura. ... Se han producido cambios, sin duda, pero relativos. El último fue hace aproximadamente ciento cincuenta años y afectó al orden de colocación. Weber situó los instrumentos de metal detrás de los de cuerda; fue una auténtica revolución. Para los contrabajos no cambió nada, seguimos estando atrás, igual que antes. Desde que concluyó la época del bajo continuo, alrededor de 1750, nos sentamos atrás. Y así seguiremos. Y no me quejo. Soy realista y sé conformarme. Sé conformarme. ¡Bien sabe Dios que he aprendido a hacerlo...!



Suspira, bebe y cobra ánimos. ¡Y estoy de acuerdo! Como músico de orquesta, soy un hombre conservador y apoyo los valores como el orden, la disciplina, la jerarquía y el principio de la autoridad.1 ¡Le ruego que no me interprete mal! Nosotros, los alemanes, siempre identificamos la palabra Führer con Adolf Hitler. En realidad, Hitler era, a lo sumo, un wagneriano entusiasta y yo, como usted sabe, no soy ningún devoto de Wagner. De Wagner como músico —desde el

punto de vista del oficio— yo diría: imperfecto. Una partitura de Wagner rebosa de imposibilidades y errores. El sujeto no sabía tocar ningún instrumento, salvo el piano de manera muy mediocre. En esto el músico profesional se advierte en Mendelssohn, para no hablar de Schubert, mil veces mejor dotado. Por otra parte, como su nombre indica, Mendelssohn era judío. Sí. En cuanto a Hitler, no entendía nada de música, aparte de Wagner, y nunca deseó ser músico, sino arquitecto, pintor, urbanista, etcétera.


Pese a su... total desenfreno, poseía al menos la suficiente autocrítica. Los músicos no fueron muy favorables al nacionalsocialismo, exceptuando a Furtwängler, Richard Strauss y algunos más, ya lo sé; unos casos problemáticos a los que se colgó una etiqueta, más que nada, porque nunca fueron nazis en el sentido positivo, nunca. El nazismo y la música — como sabrá si lee a Furtwängler— no pueden ir juntos. Jamás. Naturalmente que también entonces se compuso música. ¡Es evidente! ¡La música no enmudece así como así! Nuestro Karl Boehm, por ejemplo, estaba en aquel tiempo en la flor de la edad. O Karajan, a quien incluso los franceses aplaudieron frenéticamente en el París ocupado. 

Por otra parte, también los prisioneros de los campos de concentración tenían su propia orquesta, según me han dicho. Igual que más tarde nuestros prisioneros de guerra en los campos de prisioneros. Porque la música es algo humano, que está por encima de la política y de la historia contemporánea. Algo que pertenece a la humanidad en general, diría yo, un elemento constitutivo innato del alma y el espíritu humanos. Siempre habrá música, en Oriente y en Occidente, en Sudáfrica y en Escandinavia, en Brasil y en el archipiélago Gulag. Porque la música es metafísica, ¿comprende?, metafísica, o sea, detrás o más allá de la mera existencia física, más allá del tiempo, la historia y la política y pobres y ricos y la vida y la muerte. La música es... eterna. Goethe dice: «La música está tan alta, que ninguna inteligencia puede superarla y de ella emana un poder que todo lo domina y del que nadie es capaz de dar razón.»
Con esto no puedo por menos que estar de acuerdo.


Ha pronunciado las últimas frases con mucha solemnidad y ahora se levanta, pasea, excitado, arriba y abajo de la habitación, reflexiona y vuelve. Yo iría aún más lejos que Goethe. Diría que cuantos más años cumplo y cuanto más profundizo en la auténtica esencia de la música, más claro veo que la música es un gran enigma, un misterio, y que cuanto más se sabe de ella, menos capaz se es de decir algo definitivo a su respecto. Goethe, pese a la gran consideración de que todavía goza en la actualidad —bien merecidamente—, no tenía dotes musicales en el sentido estricto de la palabra. Era, ante todo, un poeta lírico y, como tal, si se quiere, rítmico y melódico. Pero lo era todo menos músico. De otro modo no tendrían explicación sus frecuentes y grotescos juicios erróneos sobre los músicos. En cambio, entendía mucho de mística. No sé si usted sabe que Goethe era panteísta. Es probable que sí. Y el panteísmo guarda una 1 En alemán, Führerprinzip estrecha relación con la mística, es seguramente un producto de la ideología presente en el taoísmo y en la mística hindú, y se prolonga durante toda la Edad Media y el Renacimiento y vuelve a aparecer en el movimiento de la masonería en el siglo XVIII. Y ahora resulta que Mozart era masón, como usted ya debe de saber. Mozart se unió al movimiento de la masonería siendo aún relativamente joven, como músico, claro, y a mi modo de ver —y él mismo debió de verlo con claridad— este hecho prueba mi tesis de que también para él, Mozart, la música era en definitiva un misterio y no sabía sobre ella más que los intelectuales de su época. Ignoro si esto será demasiado complicado para usted, porque seguramente desconoce los antecedentes, pero yo he estudiado esta materia durante años y puedo decirle una cosa: desde este punto de vista, Mozart es exageradamente apreciado. Se le sobrestima en exceso como músico. Ya, ya sé que hoy en día no es popular decir esto, pero puedo asegurarle, como persona que se ha ocupado de la materia durante años y por su profesión le ha dedicado un profundo estudio, que Mozart, en comparación con centenares de sus contemporáneos, injustamente olvidados en la actualidad, era un músico como cualquier otro, y precisamente porque fue tan precoz y a los ocho años ya empezó a componer, su inspiración se agotó totalmente en muy poco tiempo. Y el principal culpable de ello es el padre, en esto estriba el escándalo. 



Yo no procedería así, con mi hijo, si lo tuviera, aunque fuera diez veces más dotado que Mozart, porque no quiere decir nada que un niño componga música; todos los niños componen, si se les enseña como a los monos, no se trata de ninguna obra de arte, sino de una explotación, de una tortura infantil y hoy está prohibido, con razón, porque el niño tiene derecho a la libertad. Esto por un lado. Por el otro diré que, cuando Mozart componía, no había prácticamente nada. Beethoven, Schubert, Schumann, Weber, Chopin, Wagner, Strauss, Leoncavallo, Brahms, Verdi, Tchaikovsky, Bartók, Strawinsky... —no puedo contarlos a todos...— ¡el noventa y cinco por ciento de la música apreciada en la actualidad por todos nosotros, y más aún por mí como profesional, no existía en aquella época! 

¡No fue creada hasta después de Mozart! ¡Mozart no tenía la menor idea de su existencia futura! Lo único, ¿verdad?, lo único importante que había entonces era Bach, y éste estaba totalmente olvidado porque era protestante y fuimos nosotros quienes tuvimos que volver a descubrirlo. Y por este motivo la situación era infinitamente más fácil para Mozart. No había precedentes. Podía ir y sentarse con toda tranquilidad a tocar y componer... prácticamente lo que se le antojaba. Además, la gente era entonces mucho más agradecida. En aquella época yo habría sido un virtuoso conocido en todo el mundo. Sin embargo, esto no lo confesó nunca Mozart, a diferencia de Goethe, que era mucho más honrado. Goethe siempre dijo que había tenido suerte porque la literatura de su época era como quien dice una tabla rasa. Ya lo creo que tuvo suerte, una suerte loca, como dice el vulgo. Pero Mozart no lo admitió nunca y yo se lo reprocho. Soy libre y lo digo sin ambages, porque estas cosas me indignan. Y —esto es marginal— puede usted olvidar lo que Mozart escribió para el contrabajo, olvidarlo sin excluir el último acto de Don Giovanni; no existe. 


Y basta de Mozart. Ahora tengo que beber otro sorbo... Se levanta, tropieza con el contrabajo y grita. ¡Esto es una cruz! ¡Siempre en medio del paso, el muy estúpido! ¿Puede usted decirme por qué un hombre de treinta y cinco años, o sea yo, convive con un instrumento que le estorba de modo permanente? ¿Que sólo le estorba desde el punto de vista humano, social, espacial, sexual y musical? ¿Que le imprime el sello de Caín? ¿Me lo puede explicar? Discúlpeme si grito, pero es que aquí puedo gritar todo cuanto quiera. No lo oye nadie, gracias a las placas acústicas. Nadie me oye... Un día lo mataré, un día lo mataré a golpes... Se va a buscar otra cerveza. Mozart. Obertura de Fígaro. Fin de la música. Vuelve, sirviéndose la cerveza.



... Una palabra más sobre el erotismo: esta pequeña cantante... Es maravillosa, bastante bajita y tiene unos ojos muy negros. Quizá sea judía, lo cual no me importa nada en absoluto. En todo caso, se llama Sarah. Esta sería una mujer para mí. ¿Sabe una cosa? Jamás podría enamorarme de una violoncelista ni de una tocadora de viola, aunque — hablando de instrumentos— el contrabajo armoniza a la perfección con la viola, como prueba la Sinfonía Concertante de Dittersdorf. Con el trombón también, y con el cello; este último es el instrumento con el que solemos tocar las octavas. Sin embargo, humanamente no funciona. Para mí, no. Como contrabajo, necesito a una mujer que represente todo lo contrario de lo que yo soy: ligereza, musicalidad, belleza, felicidad, gloria, y también debe tener pecho... Fui a la biblioteca musical y busqué por si había algo para nosotros. Dos arias enteras para soprano y contrabajo obligado. ¡Dos arias! Como es natural, también del totalmente desconocido Johann Sperger, fallecido en 1812. Asimismo, un noneto de Bach, Cantata 152, pero un noneto es casi una orquesta, de modo que sólo quedan dos piezas para poder compartir entre los dos, lo cual, naturalmente, no es ninguna base.



Permítame que beba. ¿Qué necesita, pues, una soprano? ¡No nos hagamos ilusiones! Una soprano necesita un acompañante, un pianista correcto. O, mejor, un director de orquesta, aunque bastaría con un director de escena. Incluso un director técnico es más importante para ella que un contrabajo. Creo que ha tenido algo que ver con nuestro director técnico, quien, dicho sea de paso, es un simple burócrata, un funcionario sin el menor oído musical. Un cabrón

gordo, viejo y lascivo. Maricón, para más señas. Quizá no ha tenido nada que ver con él, después de todo. Si he de ser franco, no lo sé. De hecho, me importaría un bledo, aunque por otro lado lo lamentaría, porque no podría ir a la cama con una mujer que se acuesta con nuestro director técnico. No podría perdonárselo nunca. Pero no hemos llegado ni mucho menos a este punto y la cuestión es si llegaremos algún día, porque ella ni siquiera me conoce. Dudo de que se haya fijado en mí. ¡Musicalmente, seguro que no! Si acaso, en la cantina. 
Mi aspecto no es tan malo como mi manera de tocar. Pero ella va muy poco a la cantina; la invitan con frecuencia. Cantantes mayores que ella. Artistas invitados. La invitan a caros restaurantes de pescado. Un día lo averigüé; el lenguado cuesta allí cincuenta y dos marcos. Lo
encuentro repugnante. Encuentro repugnante que una jovencita salga con un tenor de cincuenta años, se lo digo con franqueza... ¡ese hombre cobra treinta y seis mil marcos por dos noches! ¿Sabe usted cuánto gano yo? Mil ochocientos netos. Cuando grabamos un disco o toco en otra parte, gano algún dinero extra, pero normalmente cobro mil ochocientos netos, y esto lo cobra un oficinista cualquiera o un estudiante que trabaje en sus horas libres. ¿Y qué han aprendido ellos? Nada, no han aprendido nada. Yo estudié cuatro años en el Conservatorio de Música; aprendí composición con el profesor Krautschnick y armonía con el profesor Riederer; ensayo todas las mañanas durante tres horas y toco cuatro horas en las funciones de noche y, cuando estoy libre, tengo que estar a disposición por si me necesitan y no me acuesto antes de las doce, y además aún tendría que ensayar, maldita sea; ¡si no estuviera tan dotado, que lo aprendo todo a la primera lectura musical, tendría que trabajar duro catorce horas al día! Con todo, ¡podría ir a un restaurante de pescado, si quisiera! Y me gastaría cincuenta y dos marcos por un lenguado, si hiciera falta. Y si cree que pestañearía siquiera, es que no me conoce. ¡Pero lo encuentro repugnante! Además, estos caballeros están siempre casados. Si ella se me acercara —pero no me conoce— y me dijera: «¡Vamos a comer un lenguado, querido!», yo contestaría: «Claro, tesoro mío, ¿por qué no? Vamos a comer un lenguado, cariño, y si cuesta ochenta marcos, a mí me da igual.» Porque soy muy caballeroso con la mujer amada, un caballero de pies a cabeza. Pero no deja de ser repugnante que esta dama salga con otros caballeros. ¡Lo encuentro repugnante! ¡La mujer a quien amo no va con otros caballeros a un restaurante de pescado! ¡Noche tras noche!... 


Es cierto que no me conoce, pero... ¡ésta es la única disculpa que tiene! Cuando me conozca... cuando me haya conocido... no es probable, pero... cuando nos conozcamos... ya aprenderá, esto se lo aseguro a usted, esto se lo pongo hasta por escrito, porque... porque... De improviso, empieza a gritar. ... no toleraré que mi mujer, sólo porque es soprano y un día cantará Dorabella o Aida o Butterfly, ¡mientras yo soy un simple contrabajo!, salga... y vaya a restaurantes de pescado... no lo toleraré... Perdóneme.... tengo que contenerme... un poco... creo yo... contenerme... ¿Le parece que soy... exigente... con las mujeres? Va hacia el tocadiscos y pone un disco. ... El aria de Dorabella... en el segundo acto... Cosi fan tutte. Cuando suena la música, empieza a sollozar quedamente. ¿Sabe una cosa? Cuando se la oye cantar, parece mentira que sea capaz de ello. Es cierto que hasta ahora sólo ha conseguido pequeñas partes —segunda doncella florida en Parsifal, vestal del templo en Aida, prima en Butterfly y cosas así—, pero cuando canta y cuando yo oigo cómo canta, le digo con sinceridad que se me encoge el corazón, no sé decirlo de otro modo. ¡Y entonces la muchacha se va a un restaurante de pescado con una estrella invitada cualquiera! ¡A cenar mariscos o bullabesa! ¡Mientras el hombre que la ama está en una habitación insonorizada y sólo piensa en ella, con este instrumento informe en las manos al que no puede arrancar ni un solo tono de los que ella canta...! 



¿Sabe qué necesito? Necesito siempre a una mujer que no pueda conseguir. Pero así como no la conseguiré a ella, no necesitaré tampoco a ninguna otra. En una ocasión quise forzar las cosas, durante el ensayo de Ariadna. Ella cantaba el eco, no es mucho, sólo un par de compases, y el director de escena sólo la hizo aproximar una vez a las candilejas. Desde allí habría podido verme, si hubiera mirado, si no hubiese fijado la vista en el DGM... Se me ocurrió pensar: si ahora yo hiciera algo, algo que llamase su atención... como dejar caer el bajo o golpear con el arco el cello que tengo delante o simplemente tocar una nota falsa... 

En Ariadna quizá se habría oído, porque sólo tocamos dos bajos... Pero en seguida desistí. Es más fácil decirlo que hacerlo. Y usted no conoce a nuestro DGM, que toma una nota falsa como una ofensa personal. Además, se me antojó muy infantil iniciar mis relaciones con ella valiéndome de una nota falsa... y, ¿sabe usted?, cuando se toca en una orquesta, junto con los colegas, echarlo todo a rodar de pronto, con toda la intención, por así decirlo... no, no soy capaz. En el fondo debo de ser un músico demasiado honrado y pensé: si tienes que tocar mal para que ella se fije en ti, es mejor que no se fije. Ya ve, yo soy así. Entonces intenté tocar del modo más bello que pude, en la medida en que esto es posible con mi instrumento. Y pensé: será una señal: si llamo su atención tocando mejor que nunca, si mira hacia aquí, si me mira... será la mujer de mi vida, será mi Sarah para toda la eternidad. Por el contrario, si no me mira, se acabó todo. Sí, tan supersticioso se puede llegar a ser en las cosas del amor. No me miró. En cuanto empecé a tocar del modo más bello, ella tuvo que levantarse y retirarse a último término por exigencia del director.


Tampoco se dio cuenta ninguna otra persona. Ni el DGM ni Haffinger, el bajo que estaba a mi lado; ni siquiera este último advirtió lo bien que tocaba... ¿Va usted a menudo a la ópera? Imagínese que esta noche va a la ópera por mí, a la inauguración del festival con El oro del Rin. Más de dos mil personas con vestidos largos y trajes oscuros. Se huele a hombros femeninos recién lavados, a perfume y desodorante. Brilla la seda negra de los smokings, brillan los cogotes, centellean los diamantes. En la primera fila, el presidente del consejo de ministros con su familia, miembros del gabinete, personalidades internacionales. En su palco, el director del teatro con su esposa, su amiga, su familia y sus invitados de honor. En el palco del DGM, el DGM con su esposa y sus invitados de honor. Todos esperan a Carlo Maria Giulini, la estrella de la velada. Las puertas se cierran con suavidad, la araña se eleva, las luces se apagan, todo es

perfume y expectación. Aparece Giulini. Aplausos. Se inclina, sus cabellos recién lavados se despeinan. Entonces se vuelve hacia la orquesta, las últimas toses, silencio. Levanta los brazos, busca el contacto con la mirada del primer violín, asiente con la cabeza, otra mirada, la última tos... Y entonces, en este momento sublime en que la ópera se convierte en universo y el momento en el origen del universo, allí dentro, donde todo espera en tensión, conteniendo el aliento, y las tres hijas del Rin ya están como clavadas detrás del telón aún cerrado, allí dentro, desde la última fila de la orquesta, donde se hallan en pie los contrabajos, el grito de un corazón amante...


Grita. ¡¡¡SARAH!!!  ¡El efecto es colosal! Al día siguiente aparece en el periódico, me echan de la orquesta nacional, voy hacia ella con un ramo de flores, ella abre las puertas, me ve por primera vez, estoy erguido ante ella como un héroe, y digo: «Soy el hombre que la ha comprometido, porque la amo.» Caemos el uno en brazos del otro, unión, bienaventuranza, sublime felicidad, el mundo se hunde a nuestros pies. Amén. Como es natural, he intentado sacarme de la cabeza a Sarah. Lo más probable es que sea humanamente imperfecta, que carezca de personalidad, que sea intelectualmente mediocre, que no tenga categoría para un hombre de mi talla... Pero entonces oigo su voz en cada ensayo, esta voz, este órgano divino. ¿Sabe una cosa? Una voz bella es en sí y de por sí espiritual, aunque la mujer sea una estúpida; esto es lo que encuentro espantoso de la música. 



Y además está el erotismo. Un campo al que nadie puede sustraerse. Lo diré de una vez: Cuando Sarah canta, la emoción que siento bajo la piel es casi sexual... le ruego que no interprete mal mis palabras. Y muchas veces me despierto en plena noche... gritando. ¡Grito porque la oigo cantar en sueños, Dios mío! Gracias a Dios que tengo las placas acústicas. 

Estoy bañado en sudor y al cabo de un rato vuelvo a dormirme... hasta que mis propios gritos e despiertan de nuevo. Y así transcurre toda la noche: ella canta, yo grito, me duermo, ella canta, yo grito, me duermo y así hasta la mañana... Esto es la sexualidad. Sin embargo, a menudo —ya que hablamos del tema— se me aparece también de día. Naturalmente, sólo en la imaginación. Entonces... aunque parezca cómico... la imagino en pie delante de mí, muy cerca, como ahora el contrabajo. Y no puedo contenerme, tengo que abrazarla... así... y paso la otra mano... como si fuera el arco... por su trasero... o desde el otro lado, como si estuviera detrás del contrabajo, coloco la mano izquierda sobre sus pechos, igual que en la tercera posición sobre la cuerda de sol... como en un solo... ahora es un poco difícil de imaginar... y la rodeo con la derecha como con el arco, hacia abajo, y después así y así y así... Manosea el contrabajo con ademanes confusos, lo deja, se sienta, exhausto, en una silla y se sirve más cerveza. Soy un artesano. En el fondo soy un artesano. No soy músico. Seguramente no tengo más instinto musical que usted. Me gusta la música. Me doy cuenta si una cuerda está mal afinada y sé distinguir entre un tono y un semitono. 


Pero no sé tocar una sola frase musical. No sé tocar bien ni un solo tono... Y ella abre la boca y todo lo que sale es magnífico. ¡Aunque corneta mil errores, es magnífico! Y no depende del instrumento. ¿Cree usted que Franz Schubert comienza su Octava Sinfonía con un instrumento con el que no se puede tocar bien? ¡No piense así de Schubert! Pero yo no sé hacerlo. La culpa es mía. Técnicamente, se lo tocaré todo. Recibí una excelente formación técnica. Si quiero, le tocaré bien técnicamente todas las suites de Bottesini, que es el Paganini del contrabajo; no hay muchos que puedan emularme en esto. Técnicamente, si estudiara de verdad, pero no estudio porque en mi caso no tiene ningún sentido, ya que me falta la sustancia, porque cuando el instinto musical no es innato, comprende?, innato —y esto puedo juzgarlo porque no carezco totalmente de él, no me falta hasta este punto y sé muy bien en qué me distingo de los demás—, todavía puedo controlarme y, gracias a Dios, sé lo que soy y lo que no soy, y si a los treinta y cinco años toco en la orquesta nacional como funcionario vitalicio, ¡no seré tan idiota como para creer, como hacen muchos, que soy un genio! ¡Un genio con empleo y sueldo! 



Un genio incomprendido, funcionario hasta la muerte, que toca el contrabajo en la orquesta nacional... Bien mirado, podría haber aprendido a tocar el violín, o a componer o a dirigir. Pero no doy para tanto. Sólo doy para rascar un instrumento que no me gusta de tal modo que los otros no se den cuenta de lo mal que toco. ¿Por qué lo hago? Empieza a gritar de repente. ¿Y por qué no? ¿Por qué me tiene que ir mejor a mí que a usted? ¡Sí, usted! ¡Ya sea contable, encargado del departamento de exportaciones, auxiliar de un laboratorio fotográfico o un abogado hecho y derecho...! En su excitación, ha ido hacia la ventana y la ha abierto de par en par. El ruido callejero invade la habitación.



¿O pertenece, como yo, a la clase privilegiada de aquellos que aún pueden trabajar con sus manos? ¿Quizá sea usted uno de esos que trabajan ahí fuera ocho horas diarias, destrozando con sus taladros el pavimento de hormigón? ¿O uno de los que echan toneladas de desperdicios a los camiones de basura durante ocho horas seguidas? ¿Corresponde esto a sus talentos? ¿Le ofendería saber que otro echa mejor que usted las toneladas de basura? ¿Está tan lleno como yo de idealismo y abnegada entrega a su trabajo? Yo pulso cuatro cuerdas con los dedos de la mano izquierda hasta que brota la sangre; y rasco con un arco de crin hasta que la mano derecha se me duerme; y con ello produzco un ruido que es solicitado, un ruido. Lo único que me diferencia de usted es que de vez en cuando realizo mi trabajo vestido de frac... Cierra la ventana. Y el frac es alquilado. Yo sólo tengo que poner la camisa. Ahora debo cambiarme de

ropa.
Discúlpeme. Me he excitado y no quería excitarme. Tampoco quería ofenderle. Cada uno ocupa su lugar y hace lo que puede. Y no es de nuestra incumbencia preguntar cómo ha llegado el otro hasta donde está y por qué se queda y si... Muchas veces imagino verdaderas cerdadas, con perdón. Como antes, cuando he confundido a Sarah con un contrabajo, a ella, la mujer de mis sueños, la he confundido con un contrabajo, ella, el ángel que, musicalmente hablando, está... flota... tan por encima de mí… la he confundido con esta mierda de contrabajo que manoseo con mis sucios dedos llenos de callos y rasco con mi jodido y piojoso arco... Qué asco, son cerdadas que se me ocurren muchas veces cuando pienso como en una borrachera, impulsivas, imperiosas. Por naturaleza, no soy un hombre impulsivo. Por naturaleza, soy moderado. Sólo me vuelvo impulsivo cuando pienso. Cuando pienso, mi fantasía se apodera de mí como un caballo alado y me derriba y pisotea. «Pensar —dice un amigo mío que estudia filosofía desde hace veintidós años y ahora va a doctorarse—, pensar es una cosa demasiado seria para que cualquier aficionado tontee con ella.» El —mi amigo— no se sentaría a tocar una sonata para piano, porque no sabe hacerlo. Sin embargo, todo el mundo cree que sabe pensar y piensa sin ninguna clase de freno, éste es el gran error de la actualidad, dice mi amigo, y la causa de tantas catástrofes que al final acabarán con todos nosotros. Y yo digo que tiene razón. No digo nada más. 


Ahora tengo que cambiarme. Se aleja, recoge la ropa y sigue hablando mientras se viste. Discúlpeme si ahora hablo un poco más alto, porque cuando he bebido cerveza levanto la voz. Como miembro de la orquesta nacional soy casi un funcionario y, como tal, vitalicio. Tengo un horario semanal fijo y cinco semanas de vacaciones. Un seguro de enfermedad. Un incremento automático del sueldo cada dos años. Más adelante una pensión. Estoy totalmente asegurado...

Muchas veces, esto me infunde tanto miedo que... que ya casi no me atrevo a salir de casa, de tan seguro que me siento. En mi tiempo libre —tengo mucho tiempo libre— prefiero quedarme en casa, como ahora, por miedo, ¿cómo podría explicárselo? Es una congoja, una opresión, un temor demencial de esta seguridad, es como una especie de claustrofobia, una psicosis de empleo fijo... precisamente como contrabajo. Porque no existe un contrabajo libre. Como contrabajo se es un funcionario toda la vida. Ni siquiera nuestro DGM tiene esta seguridad. Nuestro DGM tiene un contrato para cinco años. Y si no se lo prorrogan, queda libre, al menos, teóricamente. El director del teatro, lo mismo. El director del teatro es omnipotente... pero puede marcharse. Si nuestro director de teatro — por ejemplo— pusiera en escena una ópera de Henze, le despedirían. No inmediatamente, pero con absoluta certeza. Porque Henze es comunista y no se le admite en ningún espectáculo público. O podría surgir una intriga política...


Yo, en cambio, no me voy nunca. Puedo tocar y dejar de tocar lo que quiera, pero no me voy nunca. Muy bien, puede replicar usted, pero esto ya lo sabía. Siempre ha sido así; un músico de orquesta tiene siempre un empleo fijo, hoy en día como funcionario público y doscientos años atrás como funcionario de la corte. Pero entonces, por lo menos, podía morirse el príncipe y existía la posibilidad de que la orquesta de la corte se disolviera. En cambio, esto es completamente imposible en la actualidad. Descartado, pase lo que pase. Incluso durante la guerra —lo sé por los colegas de más edad—, cuando caían bombas por doquier y la ciudad estaba cubierta de escombros y la ópera era pasto de las llamas, en el sótano ensayaba la orquesta nacional a las nueve en punto de la mañana. Es para desesperarse. Sí, naturalmente, puedo despedirme. Claro que sí. Puedo ir y decir: dimito. Sería algo inusitado. Ha habido muy pocos casos. Pero podría hacerlo, sería legal. Entonces estaría libre... Sí, ¿y después? ¿Qué haría después? Me encontraría en la calle... Es para desesperarse. Uno se depaupera. No hay ninguna alternativa... Una pausa. Se tranquiliza. Lo siguiente, en un murmullo.

... A menos que interrumpa la representación de esta noche, gritando Sarah. Sería un acto heroico. Ante el presidente del consejo de ministros. Para gloria de ella y mi separación del empleo. Sería algo sin precedentes. El grito del contrabajo. Tal vez cunda el pánico o el guardaespaldas del primer ministro me mate de un disparo. Por un descuido, por una reacción impulsiva. O mate por error al director invitado. En cualquier caso, se armaría algo gordo. Mi vida cambiaría de forma decisiva. Sería una fisura en mi biografía. E incluso aunque con ello no consiguiera a Sarah, jamás podría olvidarme. Me convertiría en una anécdota perpetua de su carrera, de su vida. El grito habría valido la pena. Y yo sería libre... libre... como un director del teatro nacional. Se sienta y vuelve a beber un largo sorbo de cerveza. Tal vez lo haga de verdad. Tal vez me dirija ahora hacia allí, tal como estoy, me meta allí dentro y profiera este grito... ¡Señores! ... La otra posibilidad es la música de cámara. Ser bueno, ser diligente, estudiar, tener mucha paciencia, primer bajo en una orquesta B, pequeña asociación de música de cámara, octeto, disco, ser formal, flexible, adquirir cierto renombre, con toda modestia, y madurar para el Quinteto de las Truchas. Cuando Schubert tenía mi edad, ya hacía tres años que estaba muerto. 





Ahora tengo que irme. Comienza a las siete y media. Le pondré otro disco. Schubert, Quinteto para Piano, Violín, Viola, Cello y Contrabajo en la mayor, compuesto en 1819, a la edad de veintidós años, por encargo de un director de minas de Steyr... Coloca el disco. ... Y ahora me voy. Me voy a la ópera y grito. Si tengo valor. Mañana podrá leerlo en el periódico. ¡Hasta la vista! Sus pasos se alejan. Sale de la habitación, la puerta de la casa se cierra de golpe. En este momento empieza la música: Schubert. Quinteto de las Truchas, 1ª parte.