Maquiavelo
La Mandrágora
PERSONAJES
CALLIMACO
SIRO
MICER NICIAS
LIGURIO
SOSTRATA
FRAY TIMOTEO
UNA MUJER
LUCRECIA
ACTO PRIMERO
ESCENA PRIMERA
CALLIMACO y SIRO
CALLIMACO.—Siro, no te vayas, es un momento.
SIRO.—Ahí me tienes.
CALLIMACO.—Imagino que te extrañó mi súbita partida de París y ahora te extrañará
que lleve aquí ya un mes sin hacer nada.
SIRO.—Cierto.
CALLIMACO.—Si hasta ahora no te he dicho lo que voy a decirte, no ha sido por no
fiarme de ti; sino porque creo que lo que uno no quiere que se sepa mejor es no decirlo,
a menos que se vea forzado a ello. Pero ahora, como creo que voy a necesitar tu ayuda,
quiero explicártelo todo.
SIRO.—Soy vuestro criado y los sirvientes no deben preguntar nunca nada a sus
amos ni meterse en sus asuntos, pero cuando éstos quieren hacerles partícipes han de
servirles con lealtad como yo siempre he hecho y he de hacer ahora.
CALLIMACO.—Lo sé. Creo que me has oído decir mil veces, y no importa que me lo
oigas mil y una, cómo teniendo yo diez años, y habiendo muerto mi padre y mi madre,
fui mandado por mis tutores a París, donde he permanecido veinte años. Y hacía diez
años que vivía allí cuando, con la llegada del rey Carlos a Italia, empezaron las guerras
que han arruinado esta provincia, por lo que decidí permanecer en París y no
regresar a mi patria ya nunca, pensando vivir más tranquilo allá que aquí .
SIRO.—Así es.
CALLIMACO.—Encargué pues que fuera vendido todo lo que aquí poseía excepto la
casa, y decidí permanecer allí donde durante diez años he sido el hombre más feliz del
mundo...
SIRO.—Lo sé.
CALLIMACO.—... Dividía mi tiempo parte en los estudios, parte en los placeres, y
parte en los negocios, ingeniándomelas para que ninguna de estas tres cosas me absorbiese
demasiado, impidiéndome dedicarme a las otras dos. Y por eso, como tú bien sabes,
vivía muy tranquilo, ayudando a todo el mundo y procurando no ofender a nadie;
de manera que creo era bien visto por burgueses, gentilhombres, forasteros y conciudadanos,
pobres y ricos.
SIRO.—Es verdad.
CALLIMACO.—Pero pareciéndole sin duda a la Fortuna que yo era demasiado feliz,
hizo que llegara a París un tal Camilo Calfucci.
SIRO.—Empiezo a adivinar vuestro mal.
CALLIMACO.—Este, como tantos otros florentinos, era a menudo mi invitado; y un
día, mientras hablábamos, empezamos a discutir si había más mujeres bellas en Italia o
en Francia. Y como yo no podía hablar de las italianas, al ser tan chiquillo cuando de
allí salí, alguno de los restantes florentinos allí presentes tomó la defensa de las francesas
y Camilo la de las italianas; y luego de multitud de argumentos aducidos por ambas partes, dijo Camilo, casi airado, que aun cuando todas las italianas fuesen monstruos, una pariente suya podía, ella sola, asegurarles la palma del triunfo.
SIRO.—Ya veo claro lo que queréis decir.
CALLIMACO.—Y nombró entonces a mi señora doña Lucrecia, mujer de micer Nicias
Calfucci, alabando tanto su belleza y su virtud que nos dejó a todos estupefactos; y
en mí despertó tal deseo de verla que, dejando de lado toda deliberación, no preocupándome
de si en Italia había guerra o paz, me puse en camino hacia aquí, donde he
podido constatar algo poco corriente: que la fama de mi señora Lucrecia está muy por
debajo de la realidad, y me he encendido en tales deseos de estar con ella que no encuentro
reposo.
SIRO.—Si me hubieseis hablado de esto en París yo habría sabido qué aconsejaros;
pero ahora no sé qué deciros.
CALLIMACO.—No te he contado todo esto para que me aconsejes, sino en parte para
desahogarme y para que te prepares a ayudarme cuando venga el momento.
SIRO.—No tenéis más que mandarme; pero decidme, ¿tenéis esperanzas?
CALLIMACO.—Ni una, ¡ay de mí!, o si acaso bien pocas. Fíjate: mi mayor enemigo
lo tengo en su manera de ser, porque esta mujer es la honestidad personificada: lo ignora
todo de las intrigas del amor. Tiene además un marido riquísimo, que se deja dominar
en todo por ella y que, si bien no es joven, tampoco es tan viejo como podría parecer.
Además no tiene ni pariente ni vecinos a casa de los cuales acuda a fiestas o veladas o a
alguna otra distracción con la que suelen deleitarse las jóvenes. Ningún artesano pone el
pie en su casa; y no hay en ella sirvienta o criado que no le tema, así que ya ves, no hay
ocasión para soborno alguno.
SIRO.—¿Y qué pensáis, pues, hacer?
CALLIMACO.—Por muy mal que estén las cosas siempre hay algún resquicio de esperanza;
y por muy débil y vana que ésta sea, el ansia misma que el hombre tiene por
lograr su propósito, le hace ver las cosas de otro modo.
SIRO.—En fin, ¿en qué se funda vuestra esperanza?
CALLIMACO.—En dos cosas: una, la simplicidad de micer Nicias, que aunque sea
doctor es el hombre más simple y tonto de Florencia; otra, el deseo que marido y mujer
sienten de tener hijos; llevan ya más de seis años casados, y siendo riquísimos se mueren
de ganas de tenerlos. Y hay todavía una tercera razón: la madre de Lucrecia fue mujer
de fáciles costumbres; claro que, como ahora es rica, no sé cómo actuar.
SIRO.—¿Habéis ya intentado algo?
CALLIMACO.—Sí, pero poca cosa.
SIRO.—¿Como qué?
CALLIMACO.—Tú conoces a Ligurio, que viene continuamente a comer conmigo.
Fue antaño casamentero y ahora se ha puesto a mendigar comidas y cenas. Pero como es
un hombre jovial, micer Nicias tiene con él mucho trato. Ligurio le toma un poco el
pelo, y aun cuando no lo lleve nunca a comer a su casa, a veces le presta dinero. Yo me
he hecho amigo suyo y le he hablado de mi amor y él me ha prometido ayudarme con
todas sus fuerzas.
SIRO.—Aseguraos de que no os engañe; esos gorrones no suelen ser gente de fiar.
CALLIMACO.—Es verdad, pero cuando una cosa les conviene, si se comprometen, es
de esperar que te sirvan con fe. Yo le he prometido, si tiene éxito, darle una buena suma
de dinero; si fracasa, me sacará una cena y una comida que de todos modos no habría yo
de comerme solo.
SIRO.—¿Qué ha prometido hacer hasta ahora?
CALLIMACO.—Ha prometido persuadir a micer Nicias a que vaya con su mujer a los
baños, en mayo.
SIRO.—¿Y qué os importa a vos eso?
CALLIMACO.—¿Que qué me importa? Aquel lugar podría hacerla cambiar, porque
en esos sitios no se hace otra cosa más que divertirse. Y yo iría allí y pondría todo cuanto
estuviera de mi parte, ingenio y largueza, para hacerme amigo suyo y de su marido.
Qué sé yo, unas cosas traen otras y el tiempo las gobierna.
SIRO.—No me parece mal.
CALLIMACO.—Ligurio me dejó esta mañana diciendo que hablaría con micer Nicias
de todo eso y me daría cumplida respuesta.
SIRO.—Pues mira, por ahí vienen los dos juntos.
CALLIMACO.—Voy a apartarme un poco para poder hablar con Ligurio cuando se
despida del doctor. Tú, entre tanto, vete a casa a tus quehaceres, y si te necesito ya te lo
diré.
SIRO.—Voy.
ESCENA SEGUNDA
MICER NICIAS, LIGURIO
MICER NICIAS.—Creo que tus consejos son buenos y hablé de eso ayer con mi mujer.
Dijo que hoy me contestaría pero, si he de decirte la verdad, a mí no me entusiasma
la idea.
LIGURIO—¿Por qué?
MICER NICIAS.—Porque me cuesta salir de casa. Y tener que ir arrastrando de aquí
para allá mujer, criados y demás bártulos no me va. Además, hablé ayer tarde con varios
médicos. Uno me aconseja que vaya a San Felipe, otro a la Porretta, y otro a la Villa.
Me parecen todos esos doctores en medicina unos solemnes majaderos y si he de decirte
la verdad no saben lo que se pescan.
LIGURIO.—Lo que más debe molestaros es lo que me habéis dicho primero, porque
vos no estáis acostumbrado a perder la Cúpula de vista.
MICER NICIAS.—Te equivocas. Cuando era más joven me gustaba mucho ir por ahí:
no había feria en Prato a la que yo no asistiera, ni castillo alguno en los alrededores
donde yo no haya estado, y te voy a decir más: he estado en Pisa y en Livorno, ¡qué te
parece!
LIGURIO.—Debéis haber visto la carrucula de Pisa.
MICER NICIAS.—Querrás decir la Verrucula.
LIGURIO.—Ah, sí, la Verrucula. Y en Livorno, ¿visteis el mar?
MICER NICIAS.—¡Claro que lo vi!
LIGURIO.—Y es mucho más ancho que el Arno, ¿verdad?
MICER NICIAS.—¿Que el Arno? Es cuatro veces mayor, o más de seis, qué digo,
más de siete veces mayor; imagínate, no se ve más que agua y agua y agua.
LIGURIO.—Lo que me extraña es que habiendo «meado en tantas nieves» ahora os
moleste tanto ir a los baños.
MICER NICIAS.—Eres como un niño de pecho. ¿Te parece poco tener que poner la
casa patas arriba? Aunque tengo tantas ganas de tener hijos que estoy dispuesto a todo.
Pero, ve tú a hablar con esos maestros y ve a donde me aconsejan que vaya; mientras,
iré a ver a mi mujer y luego nos veremos.
LIGURIO.—Está bien.
ESCENA TERCERA
LIGURIO, CALLIMACO
LIGURIO.—No creo que haya en el mundo un hombre más tonto que éste, ¡ni más
favorecido por la fortuna! Es rico, y su mujer hermosa, prudente, honesta y capaz de gobernar
un reino. Me parece que pocas veces se cumple en los matrimonios aquel proverbio
que dice «Dios los cría y ellos se juntan», porque a menudo se ve que a un hombre
perfecto le toca una bestia, y viceversa: a una mujer prudente un loco. Pero de la
locura de éste podemos sacar al menos una ventaja: que Callimaco no pierda la esperanza.
¡Pero si está ahí! ¿Qué haces ahí escondido, Callimaco?
CALLIMACO.—Te había visto con el doctor y esperaba que te despidieras de él para
saber qué es lo que has podido hacer.
LIGURIO.—Ya sabes sus cualidades; poca prudencia y menos ánimo; tiene además
pocas ganas de salir de Florencia. Con todo, le he ido encandilando y por fin me ha dicho
que hará lo que sea. Y creo que haremos de él lo que queramos; pero no sé si eso
nos conviene.
CALLIMACO.—¿Por qué?
LIGURIO.—¡Qué se yo! Tú sabes bien que a esos baños va toda clase de gente y
podría haber allí alguien a quien Madonna Lucrecia gustara tanto como a ti, que fuese
más rico que tú, que tuviera más gracia; de manera que corremos el peligro de estar preparando
el camino a otros, con lo que o bien la competencia haga más dura la conquista o bien que ablandándose ceda a otro en lugar de ceder a ti.
CALLIMACO.—Reconozco que llevas razón, pero ¿qué he de hacer? ¿Qué partido he
de tomar? ¿Adonde dirigirme? Necesito intentar algo por muy difícil, peligroso, arduo o
infame que sea. Mejor es morir que vivir así. Si pudiera dormir por la noche, si pudiera
comer, si pudiera conversar, si pudiera distraerme con cualquier cosa sería más paciente
y aguantaría el tiempo que fuese necesario; pero aquí no hay remedio y si no me mantiene
la esperanza de alguna solución moriré irremisiblemente; y viendo que de todas
maneras he de morir, no me da miedo nada y estoy dispuesto a tomar cualquier resolución
por bestial, cruda o nefanda que sea.
LIGURIO.—No digas eso; calma, frena esos ímpetus.
CALLIMACO.—Bien ves que por refrenarlos me entretengo en tales pensamientos. Y
precisamente por eso es necesario o bien que sigamos nuestro viejo plan de mandar al
doctor a los baños o que tomemos otro camino que me dé alguna esperanza falsa o verdadera
pero que alimente mis pensamientos y mitigue en parte mis afanes.
LIGURIO.—Tienes razón: puedes contar conmigo.
CALLIMACO.—Te creo aun cuando sé que la gente como tú vive de embaucar a los
demás. Pero no creo estar entre esos, y si tú te rieras de mí y yo me diera cuenta, trataría de vengarme y perderías no sólo el acceso a mi casa sino la esperanza de todo cuanto te
he prometido para el futuro.
LIGURIO.—No dudes de mi lealtad, porque aun cuando no hubiera de sacar de este
asunto todo cuanto tú prometes y espero, me he compenetrado tan bien contigo que
siento casi tanto interés como tú por lograr nuestro empeño. Pero dejemos esto. El doctor
me ha encargado que encuentre un médico y vea a qué baños hay que ir. Quiero que hagas eso: dirás que has estudiado medicina y que has hecho en París algunas
experiencias; él lo creerá fácilmente, porque es un simple y porque tú, que eres muy
leído, le soltarás algo en latín.
CALLIMACO.—¿Y de qué nos servirá todo eso?
LIGURIO.—Nos servirá para mandarle a los baños que queramos, y para tomar otro
camino que he pensado, que sería más corto, más seguro y más fácil que el de los baños.
CALLIMACO.—¿Cómo dices?
LIGURIO.—Digo que si tienes valor y confías en mí, te lo daré hecho antes de mañana
a esta misma hora. Y aunque fuese hombre, que no lo es, de asegurarse de si tú eres o
no médico, la brevedad del tiempo, la cosa en sí, harán que no pueda pensar, o que no
tenga tiempo de estropearnos el pastel, por mucho que pensara.
CALLIMACO.—Así lo haré, aunque me llenas de esperanzas que temo se disipen como
el humo.
ACTO SEGUNDO
ESCENA PRIMERA
LIGURIO, MICER NICIAS, SIRO
LIGURIO.—Tal como os he dicho, creo que Dios nos ha mandado a este hombre para
que vos podáis cumplir vuestro deseo. Ha adquirido en París gran experiencia y no os
extrañéis de que en Florencia no haya practicado su arte, primero porque es rico, y segundo
porque piensa regresar a París de un día para otro.
MICER NICIAS.—Pues sí, hermano, sí, esto es importante; pues no quisiera que me
metiera en algún enredo y luego me dejara empantanado.
LIGURIO.—No dudéis de él; temed más bien que no quiera ocuparse del asunto, pero
si acepta no os dejará antes de lograr su empeño.
MICER NICIAS.—En cuanto a eso me fío de ti; pero de su ciencia ya sabré yo decirte,
después de haberle hablado, si es o no hombre de doctrina; porque a mí no me dará gato
por liebre.
LIGURIO.—Precisamente porque os conozco os llevo a su casa para que le habléis; y
si cuando le hayáis hablado no os parece por su aspecto, por su doctrina, o por su modo
de hablar, hombre digno de confianza, podréis decir que me he vuelto loco.
MICER NICIAS.—Está bien, que el Santo Ángel de la Guarda nos proteja. Vamos, pero,
¿dónde vive?
LIGURIO.—Ahí en esta plaza, en la casa que está justo frente a vos.
MICER NICIAS.—Sea en buena hora.
LIGURIO.—Ya está hecho.
SIRO.—¿Quién es?
LIGURIO.—¿Está Callimaco?
SIRO.—Sí.
MICER NICIAS.—¡Cómo! ¿No le llamas Maestro Callimaco?
LIGURIO.—No le importan estas nimiedades.
MICER NICIAS.—No digas eso, tú dale el título debido y si no le gusta, ¡que se
aguante!
ESCENA SEGUNDA
CALLIMACO, MICER NICIAS, LIGURIO
CALLIMACO.—¿Quién pregunta por mí?
MICER NICIAS.—Bona dies, domine magister.
CALLIMACO.—Et vobis bona, domine doctor.
LIGURIO.—¿Qué os parece?
MICER NICIAS.—Bien, ¡por los Santos Evangelios!
LIGURIO.—Si queréis que me quede aquí con vos hablad de manera que os entienda,
de lo contrario no nos pondremos de acuerdo.
CALLIMACO.—¿Y qué buen viento os trae por aquí?
MICER NICIAS.—¡Qué sé yo! Voy buscando dos cosas que quizás otros evitarían: esto
es, dolores de cabeza para mí y para los demás. No tengo hijos y quisiera tenerlos, y
para tener esta preocupación vengo a importunaros.
CALLIMACO.—No ha de ser nunca para mí enojoso complaceros, a vos y a todo
hombre de bien y virtuoso como vos; y si me he sacrificado todos estos años estudiando
en París no ha sido sino para servir a los hombres de vuestra condición.
MICER NICIAS.—Agradezco vuestra cortesía y siempre que tengáis necesidad de mis
conocimientos os serviré gustoso. Pero volvamos ad rem nostram. ¿Habéis pensado ya
qué baños serían buenos para facilitar la preñez de mi mujer? Que ya sé que Ligurio os
ha dicho lo que os ha dicho.
CALLIMACO.—Así es. Pero para poder satisfacer vuestros deseos es necesario
saber cuáles son las causas de la esterilidad de vuestra esposa, porque pueden ser varias.
Nam causae sterilitatis sunt: aut in semine, aut in matrice, aut in strumentis seminariis,
aut in virga, aut in causa extrinseca.
MICER NICIAS.—¡Este hombre es sin duda el mejor que podíamos haber encontrado!
CALLIMACO.—Podría además esta esterilidad proceder de vos, por impotencia; y si
así fuese no habría ningún remedio.
MICER NICIAS.—¿Impotente yo? ¡Oh, no me hagáis reír! No creo que haya en toda
Florencia hombre más robusto ni viril que yo.
CALLIMACO.—Siendo así, estad tranquilo, que ya encontraremos algún remedio.
MICER NICIAS.—¿Habría algún otro remedio además de los baños? Porque a mí me
molesta tanto trastorno, y a mi mujer tampoco le entusiasma eso de salir de Florencia.
LIGURIO.—Sí que lo hay. Puedo responder yo. Callimaco es tan cauto que a veces es
demasiado. ¿No me habéis dicho que sabéis preparar ciertas pociones que sin lugar a
duda provocan el embarazo?
CALLIMACO.—Sí, pero voy con cuidado delante de los desconocidos, porque no quisiera
que me tomaran por un charlatán.
MICER NICIAS.—No dudéis de mí, que me habéis maravillado en tal manera que no
hay nada que no creyera o hiciera por indicación vuestra.
LIGURIO.—Creo que es necesario que examinéis los orines.
CALLIMACO.—Sin duda, es imprescindible.
LIGURIO.—Llama a Siro, que vaya con el doctor a su casa por ello y regrese aquí,
que le esperaréis.
CALLIMACO.—¡Siro! Ve con él. Y si os parece, señor, regresad inmediatamente y
pensaremos en alguna buena solución.
MICER NICIAS.—¿Cómo que si me parece? Estaré de vuelta en un instante, que tengo
más fe en vos que los húngaros en las espadas.
ESCENA TERCERA
MICER NICIAS, SIRO
MICER NICIAS.—Este amo tuyo es un gran hombre.
SIRO.—Más de lo que creéis.
MICER NICIAS.—El rey de Francia debe considerarlo mucho.
SIRO.— Mucho.
MICER NICIAS.—Por eso permanece tanto tiempo en Francia.
SIRO.—Así creo.
MICER NICIAS.—Y hace bien. Aquí no hay más que avaros que no saben apreciar
ningún mérito. Si viviera aquí, nadie le haría caso. Sé muy bien lo que me digo, que he
sudado sangre para aprender cuatro leyes y si hubiera de vivir de mi ciencia, estaría
fresco, ¡te lo puedo jurar!
SIRO.—¿Ganáis al año cien ducados?
MICER NICIAS.—Ni cien liras, ni cien chavos, ¡qué va! Y eso porque aquí en esta
tierra un doctor en leyes que no tenga un puesto público, no encuentra quien le haga
caso; y no servimos sino para andar de velatorio o bodas o para pasarnos todo el santo
día en los bancos de la Audiencia perdiendo tontamente el tiempo. Aunque a mí eso no
me preocupa, que no necesito a nadie; ¡ya quisieran muchos llorar con mis ojos! Pero
no me gustaría que estas palabras mías se repitieran por ahí, no vayan a caerme encima
nuevos impuestos o algún enredo que me haga sudar.
SIRO.—No tengáis miedo.
MICER NICIAS.—Ya estamos en casa; espérame aquí, ahora mismo vuelvo.
SIRO.—Id con Dios.
ESCENA CUARTA
SIRO
SIRO.—Si los demás doctores fueran como éste podríamos hacer verdaderos milagros.
Este embaucador de Ligurio y el enloquecido de mi amo le están preparando una
buena trampa. Y, la verdad, no me molesta, siempre, claro, que no venga a saberse, porque
sabiéndose peligra mi vida. Ya se ha convertido en médico; no sé yo cuáles sean sus
planes ni a donde vaya a parar con todo ese enredo. Pero, ahí viene el doctor con un
orinal en la mano, y ¿quién no se reiría viendo a ese pajarraco?
ESCENA QUINTA
MICER NICIAS, SIRO
MICER NICIAS.—Siempre he hecho las cosas a tu modo, ahora quiero que esto lo
hagas al mío. Si hubiera sabido que no iba a tener hijos, me hubiera casado con una aldeana.
Qué, ¿estás ahí, Siro? ¡Sígueme! ¡Lo que he sudado para que esa tonta de mi
mujer me diera esta muestra! Y no se puede decir que no quiera tener hijos, que tiene
aún más ganas que yo; pero basta que yo quiera que haga algo, que todo son historias.
SIRO.—Tened paciencia: a las mujeres se las lleva a donde uno quiere sólo con buenas
palabras.
MICER NICIAS.—¡Buenas palabras! Me tiene frito. Ve rápido; di al maestro y a Ligurio
que estoy aquí.
SIRO.—Ahí vienen.
ESCENA SEXTA
LIGURIO, CALLIMACO, MICER NICIAS
LIGURIO.—El doctor es fácil de persuadir, la dificultad está en la mujer; pero ya encontraremos
algo.
CALLIMACO.—¿Tenéis la muestra?
MICER NICIAS.—La lleva Siro bajo la capa.
CALLIMACO.—Trae aquí. ¡Oh! Esta orina muestra una gran flojedad de riñones.
MICER NICIAS.—Un poco turbia me parece, y eso que acaba de hacerla ahora mismo.
CALLIMACO.—No os sorprenda. Nam mulieris urinae sunt semper maioreis grossitiei
et minoris pulchritudinis, quam virorum. Huius autem, in caetera causa est amplitudo
canalium, mixtio eorum quae ex matrice exeunt cum urina .
MICER NICIAS.—¡Oh, oh, por el coño de San Puccio! Cuanto mejor le conozco
más inteligente me parece, ¡y qué bien habla!
CALLIMACO.—Temo que vuestra esposa, de noche, no esté bien cubierta y por eso
tiene la orina turbia.
MICER NICIAS.—Pues tiene una buena manta para taparse, pero como se está cuatro
horas de rodillas enfilando padrenuestros, antes de meterse en la cama, ¡y es un animal
aguantando el frío!
CALLIMACO.—En fin, doctor, ¿tenéis o no fe en mí? ¿Creéis o no que voy a daros un
buen remedio? Yo os aseguro que os lo daré. Y si confiáis en mí lo tomaréis y si
de hoy en un año vuestra mujer no tiene un hijo en brazos me comprometo a daros dos
mil ducados.
MICER NICIAS.—Hablad, por favor, que estoy dispuesto a hacer todo cuanto digáis y
a dar más fe a vuestras palabras que a las de mi confesor.
CALLIMACO.—Tenéis que saber que no hay nada mejor para dejar preñada a una
mujer que hacerle beber una poción de mandrágora. Es una cura experimentada por mí
varias veces y siempre ha dado buen resultado. De no ser por eso, la reina de Francia
sería estéril y como ella una infinidad de princesas de aquel estado.
MICER NICIAS.—¿Será posible?
CALLIMACO.—Tal como os lo digo. Y la fortuna os favorece tanto que he traído
conmigo todos los ingredientes de la poción y puedo hacérosla cuando gustéis.
MICER NICIAS.—¿Cuándo tendría que tomarla?
CALLIMACO.—Esta noche después de cenar, que la luna nos es favorable y el tiempo
no puede ser más apropiado.
MICER NICIAS.—No hay problemas. Preparadla, que yo haré que la tome.
CALLIMACO.—Pero tenemos que pensar ahora en otra cosa: Que el primer hombre
que yazga con ella, luego que ha bebido esa poción, morirá dentro de los ocho días siguientes,
sin que exista en este mundo remedio alguno contra eso.
MICER NICIAS.—¡Mierda y remierda! No quiero esa porquería. ¡A mí no me la pegas!
¡Pues sí que me has ciscado bien!
CALLIMACO.—Estad tranquilo, que hay remedio.
MICER NICIAS.—¿Cuál?
CALLIMACO.—Poner en su cama a otro que hacia sí atraiga, pasando con ella una
noche, toda la infección de la mandrágora, con lo que luego vos podréis yacer con ella
sin peligro.
MICER NICIAS.—No haré tal cosa.
CALLIMACO.—¿Por qué?
MICER NICIAS.—Porque no quiero hacer de mi mujer una puta y de mí un cabrón.
CALLIMACO.—Pero, ¿qué decís, doctor? ¡Oh! Ya veo que no sois tan listo como creía;
¿así que dudáis en hacer lo que ha hecho el rey de Francia y tantos otros señores de
su corte?
MICER NICIAS.—Pero, ¿quién queréis que encuentre dispuesto a hacer tal locura? Si
le cuento el riesgo que corre no querrá, si no se lo digo le traiciono; y además eso cae
bajo la jurisdicción de los Ocho, y no quiero caer en tales manos.
CALLIMACO.—Si sólo os preocupa eso, dejad que yo lo resuelva.
MICER NICIAS.—¿Y qué haréis?
CALLIMACO.—Os lo diré: os daré la poción esta noche después de cenar; se la daréis
a beber y rápidamente la meteréis en la cama; todo eso unas cuatro horas después de
anochecido. Luego nos disfrazaremos vos, Ligurio, Siro y yo e iremos buscando por el
Mercado Nuevo, por el Mercado Viejo y por esos rincones; y al primer mozo desocupado
que encontremos le amordazaremos y a ritmo de palo, a oscuras, le llevaremos a
casa y a vuestra alcoba. Allí le meteremos en cama, le diremos lo que tiene que hacer y
que no ponga dificultades. Luego, por la mañana, lo despacharéis antes de que claree,
haréis que vuestra mujer se lave y estaréis con ella a placer y sin ningún riesgo.
MICER NICIAS.—Bien, estoy de acuerdo ya que dices que reyes, príncipes y
señores lo han hecho así; pero, sobre todo, que no se sepa, ¡por el amor de los Ocho!
CALLIMACO.—¿Y quién queréis que lo diga?
MICER NICIAS.—Nos queda por resolver una cosa y de importancia.
CALLIMACO.—¿Cuál?
MICER NICIAS.—Lograr que mi mujer consienta, a lo que no creo que esté muy predispuesta.
CALLIMACO.—Decís bien, pero yo no me consideraría un verdadero marido si no
fuera capaz de disponer a mi mujer para que hiciera mi voluntad.
LIGURIO.—He encontrado la manera.
MICER NICIAS.—¿Cómo? ¿Cuál?
LIGURIO.—La intervención del confesor.
CALLIMACO.—¿Y quién persuadirá al confesor?
LIGURIO.—Tú, yo, el dinero, nuestra malicia y la de ellos.
MICER NICIAS.—De todas maneras dudo que quiera ir a ver al confesor, sobre todo
si se lo pido yo.
LIGURIO.—También esto tiene remedio.
CALLIMACO.—¡Dime cuál!
LIGURIO.—Que la lleve su madre.
MICER NICIAS.—A ella sí que la escucha.
LIGURIO.—Yo sé que la madre es de nuestra opinión. Vamos, démonos prisa, que se
hace de noche. Ve, Callimaco, pasea un poco y haz que dentro de dos horas te encontremos
en casa con la poción a punto. Nosotros, el doctor y yo, iremos a casa de la madre,
a predisponerla a nuestro favor; es una vieja amiga mía. Luego iremos a ver al fraile y
os informaremos de cuanto hayamos hecho.
CALLIMACO.—Por Dios, no me dejes solo.
LIGURIO.—Te veo muy inquieto.
CALLIMACO.—¿Y a dónde quieres que vaya ahora?
LIGURIO.—Por aquí, por allá, por esa calle, por la otra ¡es tan grande Florencia!
CALLIMACO.—Muerto soy.
ACTO TERCERO
ESCENA PRIMERA
SOSTRATA, MICER NICIAS, LIGURIO
SOSTRATA.—Siempre he oído decir que es propio del prudente escoger, de entre dos
males, el menor. Si para tener hijos no tenéis otro remedio, pues habrá que aceptar éste;
siempre, claro, que no grave vuestra conciencia.
MICER NICIAS.—Claro.
LIGURIO.—Vos id a ver a vuestra hija y micer Nicias y yo iremos a ver a fray Timoteo,
su confesor, y le contaremos el caso, para que no tengáis vos que decírselo. Veréis
lo que os dirá.
SOSTRATA.—Así lo haré. Vuestro camino es ése, y yo voy a buscar a Lucrecia y la
llevaré a hablar con el fraile cueste lo que cueste.
ESCENA SEGUNDA
MICER NICIAS, LIGURIO
MICER NICIAS.—Te extrañas quizás, Ligurio, que haya que hacer tantas historias para
persuadir a mi mujer, pero si lo supieras todo, no te extrañarías.
LIGURIO.—Imagino que será porque todas las mujeres son desconfiadas.
MICER NICIAS.—No es eso. Ella era la más dulce y tratable de todas las criaturas de
este mundo, pero habiéndole dicho una vecina que si hacía voto de oír cuarenta mañanas la misa de los Siervos quedaría encinta, lo hizo y fue allí unas veinte mañanas.
Pero uno de aquellos frailucos empezó a acosarla, de tal manera que ya no quiso
volver. Es lamentable, creo, que aquellos que deberían darnos buen ejemplo se comporten
así, ¿no os parece?
LIGURIO.—Diablos, y tanto que es lamentable.
MICER NICIAS.—Desde entonces aguza las orejas como una liebre, no se fía de nadie,
y a la menor insinuación pone mil dificultades.
LIGURIO.—No me extraña, pero, ¿y el voto? ¿Cómo lo cumplió?
MICER NICIAS.—Se hizo dispensar.
LIGURIO.—Está bien. Pero dadme, si los tenéis, veinticinco ducados que en esos casos
conviene gastar, para hacerse amigo del fraile y darle esperanzas de mayor recompensa.
MICER NICIAS.—Ahí los tienes, que eso sí que no me importa; ya ahorraré por otro
lado.
LIGURIO.—Esos frailes son astutos y marrulleros, y es natural, porque saben nuestros
pecados y los suyos; y el que no está acostumbrado a tratos con ellos podría equivocarse
y no saber cómo sacarles lo que quiere. Por lo tanto, para no estropearlo todo,
os ruego que no habléis; porque las gentes como vos, que pasan días enteros en su estudio,
saben mucho de libros pero a menudo no saben nada de las cosas de este mundo.
(Es tan imbécil que sería capaz de estropearlo todo.)
MICER NICIAS.—Dime qué es lo que quieres que haga.
LIGURIO.—Que me dejéis hablar a mí, y que no abráis la boca a menos que yo os lo
indique.
MICER NICIAS.—Conforme. ¿Cómo me lo indicarás?
LIGURIO.—Guiñaré un ojo y me morderé los labios. Espera, no; hagamos otra cosa.
¿Cuánto tiempo hace que no habláis con este fraile?
MICER NICIAS.—Más de diez años.
LIGURIO.—Está bien, le diré que os habéis vuelto sordo y vos no responderéis ni
diréis nada a menos que nos dirijamos a vos a gritos.
MICER NICIAS.—Así lo haré.
LIGURIO.—No os inquietéis si digo algo que os parezca contrario a lo que deseamos;
porque todo cuadrará a nuestro propósito.
MICER NICIAS.—Sea en buena hora.
ESCENA TERCERA
FRAY TIMOTEO, UNA MUJER
FRAY TIMOTEO.—Si queréis confesaros estoy a vuestra disposición.
MUJER.—Por hoy no, me esperan y me basta haberme desahogado un poco así,
hablando sin ceremonias. ¿Habéis dicho las misas de Nuestra Señora?
FRAY TIMOTEO.—Sí, señora.
MUJER.—Tomad ahora este florín, y durante dos meses, cada lunes, diréis la misa de
réquiem por el alma de mi difunto marido que aunque era un bruto, la carne tira, y cada
vez que pienso en él siento una cosa... ¿Creéis que estará en el Purgatorio?
FRAY TIMOTEO.—¡Sin duda!
MUJER.—No estoy tan segura. Vos sabéis bien lo que a veces me hacía. Oh, ¡cuántas
veces me quejé de ello con vos! Yo me apartaba cuanto podía, pero ¡era tan insistente!
¡Oh, Dios Santo!
FRAY TIMOTEO.—No dudéis, la clemencia de Dios es grande; si hay voluntad no ha
de faltarle nunca al hombre tiempo para arrepentirse.
MUJER.—¿Creéis que el Turco invadirá Italia este año?
FRAY TIMOTEO.—Si no rezáis, sí.
MUJER.—A fe que lo haré. Dios nos ayude con esos diablos. ¡Me da un miedo eso
del empalamiento! Pero estoy viendo aquí en la iglesia a una mujer que tiene unos
copos de lino míos para hilar. Voy a su encuentro. A los buenos días.
FRAY TIMOTEO.—Dios os guarde.
ESCENA CUARTA
FRAY TIMOTEO, LIGURIO, MICER NICIAS
FRAY TIMOTEO.—No hay en el mundo nadie más caritativo que las mujeres, ¡ni más
pesado tampoco! Quien las rehúye evita los dolores de cabeza pero pierde el provecho y
quien las trata, en cambio, lo tiene todo, provecho y fastidio juntos. La verdad es que no
hay miel sin moscas. ¿Qué os trae por aquí, señores? ¿No sois vos micer Nicias?
LIGURIO.—Hablad más fuerte, que está últimamente tan sordo que no se entera de
nada.
FRAY TIMOTEO.—¡Bien venido, señor!
LIGURIO.—¡Más fuerte!
FRAY TIMOTEO.—¡Bien venido!
MICER NICIAS.—¡Bien hallado, padre!
FRAY TIMOTEO.—¿Qué os trae por aquí?
MICER NICIAS.—Muy bien.
LIGURIO.—Al hablar dirigíos a mí, padre, porque para que os oyera tendríais que
poner en tumulto la plaza entera.
FRAY TIMOTEO.—¿Qué deseáis de mí?
LIGURIO.—Aquí Micer Nicias y otro hombre de bien, del que luego hablaremos, tienen
que distribuir en limosnas varios centenares de ducados.
MICER NICIAS.—¡Así revientes!
LIGURIO.—(¡Callad en mala hora, que no serán tantos!) No os extrañe, padre, lo que
diga, que no oye, y a veces cree oír y contesta despropósitos.
FRAY TIMOTEO.—Sigue, hijo, y déjale decir lo que quiera.
LIGURIO.—De esos dineros yo traigo conmigo una parte, y han designado que seáis
vos quien los distribuya.
FRAY TIMOTEO.—De buen grado.
LIGURIO.—Pero antes de hacer esta limosna, es necesario que nos ayudéis en un caso
extraño acaecido a micer: y sólo vos podéis ayudar, que va en ello todo el honor de
su casa.
FRAY TIMOTEO.—¿De qué se trata?
LIGURIO.—No sé si vos conoceréis a Camilo Calfucci, sobrino de micer Nicias.
FRAY TIMOTEO.—Sí, le conozco.
LIGURIO.—Pues hará un año, más o menos, que ciertos asuntos le llevaron a Francia,
y no teniendo mujer, que se le había muerto, dejó a una hija suya, casadera, en custodia
en un convento, del que el nombre no hace al caso.
FRAY TIMOTEO.—¿Y qué ha pasado?
LIGURIO.—Pues ha pasado que, o por descuido de las monjas o por su propia ligereza,
la muchacha está preñada de cuatro meses, de manera que si no se repara con prudencia,
el doctor, las monjas, la muchacha, Camilo y toda la casa de los Calfucci quedarán
deshonrados; y el doctor siente tanto esta vergüenza, que ha prometido, si no se
descubre, dar trescientos ducados por el amor de Dios.
MICER NICIAS.—¡Qué sarta de mentiras!
LIGURIO.—(¡Quieto!) Y los dará por vuestra mano; que sólo vos y la abadesa podéis
ayudarnos en este trance.
FRAY TIMOTEO.—¿Cómo?
LIGURIO.—Persuadiendo a la abadesa para que dé a la muchacha una pócima que la
haga abortar.
FRAY TIMOTEO.—Esto habría que pensarlo muy bien.
LIGURIO.—Ved, haciendo eso, cuántos bienes resultarán de ello: preserváis incólume
el honor del monasterio, de la joven y de sus parientes; devolvéis una hija al padre,
satisfacéis a ese señor y a sus parientes, hacéis tantas limosnas cuantas se puedan hacer
con estos 300 ducados; y por otra parte, total sólo ofendéis a un pedazo de carne no nata,
sin sentido, expuesta a perderse antes de llegar a término de mil maneras distintas; y
yo creo que es bueno lo que favorece a la mayoría.
FRAY TIMOTEO.—¡Sea en nombre de Dios! Hágase vuestra voluntad y que todo sea
por Dios y por caridad. Decidme el convento, dadme la poción y si os parece, esos dineros,
para poder empezar a hacer algún bien.
LIGURIO.—Sois la clase de religioso que esperaba que fueseis. Sois como imaginaba.
Tomad esos ducados. El monasterio es... Pero aguardad, que en la iglesia una mujer
me hace señas; vuelvo enseguida, no os separéis de micer Nicias, son tan sólo dos palabras.
ESCENA QUINTA
FRAY TIMOTEO, MICER NICIAS
FRAY TIMOTEO.—Esa jovencita, ¿qué edad tiene?
MICER NICIAS.—¡Yo me pongo malo!
FRAY TIMOTEO.—Digo que ¿cuántos años tiene la muchacha?
MICER NICIAS.—¡Mal año le dé Dios!
FRAY TIMOTEO.—¿Por qué?
MICER NICIAS.—¡Para que lo tenga!
FRAY TIMOTEO.—Me parece que me he metido en un buen lío. Me las tengo que
haber con un loco y con un sordo. Uno me rehúye y el otro no oye. ¡Pero si esos no
son falsos ya los usaré yo mejor que ellos! Ahí vuelve Ligurio.
ESCENA SEXTA
LIGURIO, FRAY TIMOTEO, MICER NICIAS
LIGURIO.—Estaos quieto, micer. Oh, traigo la gran noticia, padre.
FRAY TIMOTEO.—¿Cuál?
LIGURIO.—Aquella mujer con la que he hablado, me ha dicho que la muchacha ha
abortado por sí misma.
FRAY TIMOTEO.—Bien, entonces la limosna irá a parar a la Grascia.
LIGURIO.—¿Qué decís?
FRAY TIMOTEO.—Digo que con mayor motivo tendréis que hacer ahora esa limosna.
LIGURIO.—La limosna se hará cuando queráis, pero es menester que hagáis otra cosa
en beneficio de ese doctor.
FRAY TIMOTEO.—¿De qué se trata?
LIGURIO.—Es algo de menor calibre, de menos escándalo, mejor visto por todos y
más útil para vos.
FRAY TIMOTEO.—¿Qué es? Ahora que ya me he comprometido y que os he cogido
tanta confianza no hay nada que yo no hiciera por vos.
LIGURIO.—Os lo diré en la iglesia, mi casa y la vuestra, y que el doctor nos espere
ahí. Volvemos al momento.
MICER NICIAS.—¡Dijo el sapo al rastrillo!33
FRAY TIMOTEO.—Vamos.
ESCENA SÉPTIMA
MICER NICIAS
MICER NICIAS.—¿Es de día o de noche? ¿Estoy despierto o soñando? ¿Estoy borracho,
sin haber bebido una gota en todo el día, con todo este jaleo? Quedamos en decir al
fraile una cosa y ése le dice otra; quiso que me hiciera el sordo, y ojalá me hubiera embreado
los oídos como el Danés34 para no oír las locuras que ha dicho, y ¡Dios sabe con
qué propósito! Me encuentro con 25 ducados menos, sin que se haya hablado de lo mío
y ahora me dejan ahí plantado como un imbécil. Pero ya regresan... ¡en mala hora para
ellos si no han discutido de lo que me interesa!
[214]
ESCENA OCTAVA
FRAY TIMOTEO, LIGURIO, MICER NICIAS
FRAY TIMOTEO.—Haced que vengan las mujeres. Yo sé lo que tengo que hacer y si
de algo vale mi autoridad, todo se arreglará esta misma noche.
LIGURIO.—Micer Nicias, Fray Timoteo está dispuesto a hacer lo que sea. Hay que
procurar que vengan las mujeres.
MICER NICIAS.—¡Me devuelve la vida! ¿Será varón?
LIGURIO.—Varón.
MICER NICIAS.—Lloro de ternura.
FRAY TIMOTEO.—Id a la iglesia, yo esperaré aquí a las mujeres. Poneos donde no os
vean y tan pronto se vayan os comunicaré cuanto han dicho.
ESCENA NOVENA
FRAY TIMOTEO solo
33 El mismo Maquiavelo en una carta explica que este proverbio se dice cuando alguien desea que otro no
vuelva.
34 Ogier, el Danés, personaje de los poemas caballerescos, embrea sus orejas y las de su caballo para no
oír los gritos de Brevieri y los demonios que le ayudan.
FRAY TIMOTEO.—No sé quién ha engañado a quién. Ese astuto Ligurio me vino
primero con aquel cuento, para tantearme; si yo hubiera puesto reparos no me habría
hablado de esto, no descubriendo así sus propósitos sin asegurarse un buen resultado y
luego habría dejado correr lo otro. Es verdad que me ha engañado, pero también es verdad
que este engaño me beneficia. Micer Nicias y Callimaco son ricos, y de cada uno
por diversos motivos, sacaré mucho partido. La cosa, es natural, ha de mantenerse en
secreto, que interesa tan poco a ellos como a mí que se sepa. Sea como sea, yo no me
arrepiento. La verdad es que temo encontrar dificultades, porque mi señora Lucrecia es
prudente y honesta; pero yo lo lograré aprovechando precisamente su bondad. Las mujeres
tienen todas poco seso, y como haya una que sepa decir dos palabras, todo el mundo
se hace lenguas de ello, porque en el país de los ciegos el tuerto es el rey. Ahí viene
con su madre, ¡ésta sí que es una acémila!, que estoy seguro me ayudará a convencerla.
[215]
ESCENA DÉCIMA
SOSTRATA, LUCRECIA
SOSTRATA.—Creo, querida hija, que debes estar convencida de que yo, más que nadie
en este mundo, me preocupo de tu honor, y que no te aconsejaría hacer nada que
pudiera comprometerte. Te he dicho, y vuelvo a decirte, que si fray Timoteo asegura
que no hay nada en todo eso que pueda pesar sobre tu conciencia, que lo hagas sin pensarlo
más.
LUCRECIA.—Siempre he temido que los deseos que micer Nicias tiene de tener hijos
nos lleven a cometer algún error; y por eso, siempre que me ha hablado de algo, he dudado
y recelado, máxime después de sucederme lo que ya sabéis, por ir a los Siervos35 .
Pero de todo lo que se ha intentado, esto me parece lo más extraño, tener que someter
mi cuerpo a tal ultraje, y ser causa de que un hombre muera por haberme ultrajado. Que
no creería me fuera lícito recurrir a tal partido, aun suponiendo que me encontrara sola
en este mundo y de mí dependiera la continuidad de la especie humana.
SOSTRATA.—Yo no sé contestaros a todo eso, hija mía; habla con el fraile, ve qué te
dice y haz lo que te aconseje, él, y todos cuantos te queremos bien.
LUCRECIA.—Me dan sudores de muerte.
ESCENA UNDÉCIMA
FRAY TIMOTEO, LUCRECIA, SOSTRATA
FRAY TIMOTEO.—¡Sed bienvenidas! Sé lo que queréis consultarme porque micer
Nicias ha hablado ya conmigo. En verdad, he pasado más de dos horas pegado a mis libros
estudiando este caso y luego de un profundo examen [216] he encontrado mucho
que en particular y en general conviene a nuestro asunto.
LUCRECIA.—¿Habláis en serio o bromeáis?
FRAY TIMOTEO.—¡Ay, madonna Lucrecia!, ¿son esas cosas para tenerlas a broma?
¿No me conocéis bien?
LUCRECIA.—Sí, Padre, pero eso me parece de lo más extraño.
FRAY TIMOTEO.—Señora, os comprendo, pero no quiero que continuéis diciendo tal
cosa. Hay un sinfín de cosas que de lejos parecen terribles, insoportables, extrañas, pero
35 Acto III, escena II.
cuando te acercas a ellas, resultan humanas, soportables, familiares, por eso se dice que
es mayor el ruido que las nueces; y ésa es una de ellas.
LUCRECIA.—¡Dios lo quiera!
FRAY TIMOTEO.—Volvamos a lo que decía antes. Vos debéis, en lo que concierne a
la conciencia, considerar este principio general; que cuando hay un bien seguro y un
mal incierto, no se debe nunca renunciar al bien por miedo a aquel mal. Aquí hay un
bien seguro, quedaréis encinta, ganaréis un alma para Nuestro Señor: el mal incierto es
que aquel que yazga con vos, después que hayáis tomado la poción, muera; pero los hay
que no mueren. Precisamente por lo dudoso del caso, es prudente que micer Nicias no
corra tal peligro. En cuanto al acto, que sea pecado, es una patraña, porque es la voluntad
la que peca, no el cuerpo; pecado es disgustar al marido y vos le complacéis; y obtener
placer, a vos os disgusta. Además de esto, hay que tener en cuenta, en todo, el fin:
vuestro fin es llenar una silla más en el paraíso, complacer a vuestro marido. Dice la
Biblia que las hijas de Lot, creyendo ser las únicas mujeres supervivientes en el mundo,
tuvieron uso carnal con el padre; y puesto que su intención fue buena, no pecaron36 .
LUCRECIA.—¿De qué queréis convencerme?
SOSTRATA.—Déjate convencer. ¿No ves que una mujer que no tiene hijos no tiene
nada? Muere el marido y queda como una bestia abandonada por todos.
[217]
FRAY TIMOTEO.—Os juro, mi señora, por este pecho consagrado, que tanto cargo de
conciencia hay en plegaros al deseo de vuestro marido como en comer carne los miércoles,
que es un pecado que se lava con agua bendita.
LUCRECIA.—¿A dónde queréis llevarme, padre?
FRAY TIMOTEO.—Os llevo a hacer cosas por las que siempre tendréis motivos de
rogar a Dios por mí, y que más os satisfarán dentro de un año que ahora.
SOSTRATA.—Hará lo que digáis. Yo misma quiero meterla en la cama esta noche.
¿De qué tienes tú miedo, mocosa? Hay por lo menos en esta tierra cincuenta mujeres
que darían gracias a Dios si se les propusiera eso.
LUCRECIA.—Obedeceré, pero no creo que llegue viva a mañana.
FRAY TIMOTEO.—No dudes, hija mía: rogaré a Dios por ti; rezaré la oración del
ángel Rafael37 para que te acompañe. Id en buena hora, y preparaos para ese misterio,
que anochece.
SOSTRATA.—Quedad con Dios, padre.
LUCRECIA.—¡Que Dios y nuestra Señora me ayuden y hagan que no acabe mal!
ESCENA DUODÉCIMA
FRAY TIMOTEO, LIGURIO, MICER NICIAS
FRAY TIMOTEO.—¡Eh, Ligurio, acercaos!
LIGURIO.—¿Cómo va?
FRAY TIMOTEO.—Bien. Fueron a casa dispuestas a hacer lo necesario; no habrá dificultades
porque su madre irá con ella y la meterá en la cama.
MICER NICIAS.—¿De veras?
FRAY TIMOTEO.—Vaya, ¡estáis curado de la sordera!
LIGURIO.—Por la gracia de San Clemente38 .
36 Génesis XIX, 30-38. En el parlamento de Timoteo, se encierra toda una filosofía.
37 Irónica referencia al libro de Tobías, a quien el ángel Rafael acompañó a un casto matrimonio.
38 San Clemente fue acusado por el patricio Sisinnio de haber usado artes mágicas contra él, dejándole
momentáneamente ciego y sordo, para poder abusar así de Teodora, su mujer, convertida al cristianismo.
[218]
FRAY TIMOTEO.—Pues habrá que ponerle un exvoto, para que la cosa se sepa y no
seáis vos el único que saque provecho del milagro.
MICER NICIAS.—Dejémonos de historias que ahora no cuentan. ¿Pondrá mi mujer
dificultades en hacer lo que yo quiero?
FRAY TIMOTEO.—No, os lo aseguro.
MICER NICIAS.—Soy el hombre más feliz del mundo.
FRAY TIMOTEO.—Lo creo. ¡Pescáis un hijo varón y los demás que se arreglen!
LIGURIO.—Id, hermano, a vuestras oraciones, y si necesitamos algo más iremos a
buscaros. Vos, señor, id junto a ella para mantenerla firme en lo acordado y yo iré a
decir al maestro Callimaco que os mande la poción. Procurad verme dentro de una hora,
que organizaremos lo que hay que hacer a las cuatro39 .
MICER NICIAS.—Bien dice, ¡adiós!
FRAY TIMOTEO.—¡Id en paz!
[219]
CANCIÓN
Tan suave es el engaño cuando conduce al deseado objeto que aquieta todo afán y
hace dulce todo lo amargo. Oh sublime y raro remedio, tú a las almas errantes muestras
el buen camino, tú con tu gran potencia al hacer felices a los demás enriqueces al Amor;
tú vences, sólo con tus santos consejos, piedras, venenos y encantos.
[221]
ACTO CUARTO
ESCENA PRIMERA
CALLIMACO (solo)
CALLIMACO.—Quisiera saber lo que ésos han hecho. ¿Será posible que no vuelva a
ver a Ligurio? Que no han pasado dos horas, ¡sino veinticuatro! ¡En qué angustia de
ánimo he estado y estoy! Verdad es que fortuna y naturaleza se equilibran: no hay nunca
beneficio sin perjuicio. Al ir creciendo mi esperanza, creció también mi temor. ¡Mísero
de mí! ¿Será posible que viva con tantos afanes, perturbado por estos temores y esperanzas?
Soy como nave sacudida por vientos contrarios, cuyo temor acrecienta la proximidad
del puerto. La simpleza de micer Nicias me da esperanzas; la discreción y dureza
de Lucrecia me dan miedo. ¡Ay de mí, que no encuentro paz en ningún sitio! A
veces intento vencerme a mí mismo, me reprocho ese furor y me digo: ¡Qué haces!, ¿te
has vuelto loco? Cuando lo hayas conseguido, ¿qué? ¿Comprenderás tu error, te arrepentirás
de las fatigas y preocupaciones habidas? ¿Ignoras acaso la gran diferencia que
hay entre lo que se desea y lo que se obtiene? Por otra parte, lo peor que puede suceder-
te es morir e ir al infierno. ¡Tantos otros han muerto! Y ¡hay en el infierno tantos hombres
de bien! ¿Vas a avergonzarte de ir tú también? Encárate con la suerte; huye el mal
y no pudiendo huirle sopórtalo como un hombre, no te dejes vencer, no te acobardes
como una mujer. Y así me doy ánimos, pero dura poco, porque me asaltan tantos deseos
39 Ver nota 24 para cómputo horario.
de yacer aunque sea una sola vez con ella que me siento alterado de los pies a la cabeza:
me tiemblan las piernas, mis [222] entrañas se estremecen, el corazón me salta del pecho,
los brazos caen en abandono, la lengua enmudece, los ojos se ciegan y el cerebro
me da vueltas. Si al menos encontrara a Ligurio tendría con quien desahogarme. Pero
helo aquí que viene hacia mí a toda prisa. Lo que me diga me hará vivir aún unos instantes
o morir al momento.
ESCENA SEGUNDA
LIGURIO, CALLIMACO
LIGURIO.—Nunca ansié tanto encontrar a Callimaco y nunca pené tanto por hallarle.
Si le llevara malas noticias, lo habría encontrado a la primera. He estado en su casa, en
la Plaza, en el Mercado, en el banco de los Spini, en la Loggia de los Tornaquinci, y no
le he encontrado. Estos enamorados tienen azogue bajo los pies y no pueden estarse
quietos.
CALLIMACO.—Pero ¿qué hago que no le llamo? Y parece que está alegre. Eh, ¡Ligurio!
¡Ligurio!
LIGURIO.—Oh, Callimaco, ¿dónde estuviste?
CALLIMACO.—¿Qué noticias?
LIGURIO.—Buenas.
CALLIMACO.—¿Buenas de verdad?
LIGURIO.—Óptimas.
CALLIMACO.—¿Está Lucrecia de acuerdo?
LIGURIO.—Sí.
CALLIMACO.—¿Hizo el fraile lo que debía?
LIGURIO.—Hízolo.
CALLIMACO.—¡Oh, bendito fraile! Rogaré siempre a Dios por él.
LIGURIO.—¡Esta sí que es buena! Como si la gracia de Dios cayera lo mismo sobre
los malos que sobre los buenos. El fraile querrá algo más que oraciones.
CALLIMACO.—¿Qué querrá?
LIGURIO.—¡Dinero!
CALLIMACO.—Se lo daremos. ¿Cuánto le has prometido?
LIGURIO.—300 ducados.
[223]
CALLIMACO.—Has hecho bien.
LIGURIO.—El doctor le ha soltado ya 25.
CALLIMACO.—¿Cómo?
LIGURIO.—Bástete saber que los ha desembolsado.
CALLIMACO.—¿Qué ha hecho la madre de Lucrecia?
LIGURIO.—Casi todo. Tan pronto supo que su hija iba a tener esa buena noche sin
pecado, no dejó de rogar, mandar y animar a Lucrecia hasta que la llevó a ver al fraile, y
allí continuó de manera que la joven consintió.
CALLIMACO.—¡Oh, Dios mío! ¿Qué he hecho yo para merecer todo esto? Voy a morir
de alegría.
LIGURIO.—¡Qué tipo más extraño! Está empeñado en morir, ya sea de alegría o de
dolor. ¿Tienes la poción a punto?
CALLIMACO.—Sí.
LIGURIO.—¿Qué le mandarás?
CALLIMACO.—Un vaso de hypocrás40 que asienta el estómago y alegra el cerebro.
¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Estoy perdido!
LIGURIO.—¿Qué tienes? ¿Qué sucede?
CALLIMACO.—No hay remedio.
LIGURIO.—Pero, ¿qué diablos ocurre?
CALLIMACO.—Es como si no hubiéramos hecho nada, me he cerrado todos los caminos.
LIGURIO.—¿Por qué? Dilo de una vez. Sácate las manos de la cara.
CALLIMACO.—¿No recuerdas que dije a micer Nicias que tú, él, Siro y yo prenderíamos
a uno para acostarle con su mujer?
LIGURIO.—Sí, ¿y qué?
CALLIMACO.—Cómo que y qué, si yo voy con vosotros no podré ser el prendido; y
si no voy con vosotros advertirá el engaño.
LIGURIO.—Tienes razón, pero, ¿no habrá algún remedio?
CALLIMACO.—No, me temo que no.
LIGURIO.—Sí, sí lo habrá.
[224]
CALLIMACO.—¿ Cuál ?
LIGURIO.—Déjame pensar un poco.
CALLIMACO.—¡Qué bien! ¡Pues estamos frescos si tienes que pensarlo ahora!
LIGURIO.—¡Ya lo tengo!
CALLIMACO.—¿De qué se trata?
LIGURIO.—Haré que el fraile, que nos ha ayudado hasta aquí, haga el resto.
CALLIMACO.—¿De qué manera?
LIGURIO.—Nosotros tenemos todos que disfrazarnos. Haré que el fraile se disfrace:
contrahaga la voz, el gesto, los ademanes, y diré al doctor que eres tú y él lo creerá.
CALLIMACO.—Pero yo, ¿qué haré?
LIGURIO.—Te pondrás una capa, y con un laúd en la mano saldrás de la esquina de
su casa, cantando una canción.
CALLIMACO.—¿A cara descubierta?
LIGURIO.—Sí, porque si llevaras antifaz sería sospechoso.
CALLIMACO.—Me reconocerá.
LIGURIO.—No, no lo hará si, como quiero, tuerces la cara, abres, sacas o tuerces los
labios y cierras un ojo. Prueba a ver.
CALLIMACO.—¿Así?
LIGURIO.—No.
CALLIMACO.—¿Y así?
LIGURIO.—No basta.
CALLIMACO.—¿Y de este modo?
LIGURIO.—Sí, sí, recuerda este visaje. Tengo en casa una nariz postiza; quiero que
te la pongas.
CALLIMACO.—Está bien, y luego, ¿qué pasará?
LIGURIO.—Cuando aparezcas en la esquina, saltaremos sobre ti, te arrancaremos el
laúd, te daremos unas vueltas para desorientarte, te llevaremos a la casa y te meteremos
en la cama. ¡Del resto tendrás que encargarte tú!
CALLIMACO.—Falta llegar a buen término.
LIGURIO.—Llegarás, pero el que puedas volver allí depende de ti y no de nosotros.
CALLIMACO.—¿Qué quieres decir?
40 Tisana con canela, azúcar, etc., hervidos en vino.
LIGURIO.—Que te la ganes esta noche, y que antes de [225] partir te des a conocer,
le descubras el engaño, le muestres el amor que le tienes y le digas cuánto la quieres; y
como sin infamia puede ser tu amiga y, con gran deshonra de su parte, tu enemiga. Es
imposible que ella no esté de acuerdo contigo y que deje que esta noche sea única.
CALLIMACO.—¿Lo crees así?
LIGURIO.—Estoy seguro. Pero no perdamos más tiempo: son ya las dos41. Llama a
Siro, manda la poción a micer Nicias y espérame en casa. Iré por el fraile, le haré disfrazar,
le traeré aquí, nos reuniremos con el doctor y haremos lo que haya que hacer.
CALLIMACO.—Dices bien. Vete inmediatamente.
ESCENA TERCERA
CALLIMACO, SIRO
CALLIMACO.—Eh, Siro.
SIRO.—¡Señor!
CALLIMACO.—Ven acá.
SIRO.—Aquí estoy.
CALLIMACO.—Coge aquella copa de plata que hay en el armario de la habitación y
tráemela cubierta con un paño, sin derramarla por el camino.
SIRO.—Ahora mismo.
CALLIMACO.—Lleva diez años conmigo y siempre me ha servido fielmente. Creo
que también ahora puedo confiar en él; y aun cuando no le he hablado de lo que tramamos,
se lo huele, que es muy listo y por lo que veo se acomoda a ello.
SIRO.—Tened.
CALLIMACO.—Está bien. Anda, ve a casa de micer Nicias y dile que ésta es la medicina
que ha de tomar su mujer inmediatamente después de cenar, y cuanto antes cene
mejor será, y que estaremos en la esquina a la hora convenida, que procuraré ser puntual.
Date prisa.
[226]
SIRO.—Voy.
CALLIMACO.—Oye, si quiere que le esperes, espérale y vuelves con él; si no quiere,
cuando le hayas dado la poción y dicho lo que te he mandado decir vuelves aquí.
SIRO.—Muy bien, señor.
ESCENA CUARTA
CALLIMACO (solo)
CALLIMACO.—Espero que Ligurio regrese con el fraile, cuánta razón tiene quien dice
que el que espera desespera; por cada hora que pasa pierdo diez libras, pensando
dónde estoy ahora y dónde puede que esté dentro de dos horas, temiendo que no surja
algún contratiempo que estropee mi plan. Si así fuese ésta sería la última noche de mi
vida, porque me arrojaría al Arno o me colgaría o me tiraría desde aquella ventana o me
mataría con un cuchillo delante de su misma puerta. Lo que fuera con tal de no vivir.
Pero, ¿no es Ligurio? Sí es él, le acompaña uno que parece jorobado, cojo, seguro que
es el fraile disfrazado. Oh, ¡frailes! ¡frailes! Conocido uno, conocidos todos. ¿Quién
41 Son las siete como se explica en la nota 24.
será aquel otro que se les ha acercado? Me parece Siro que ya habrá hecho el encargo;
sí, es él, les esperaré aquí para unirme a ellos.
ESCENA QUINTA
SIRO, LIGURIO, FRAILE DISFRAZADO CALLIMACO
SIRO.—¿Quién está contigo, Ligurio?
LIGURIO.—Un hombre de bien.
SIRO.—¿Es cojo o lo hace ver?
LIGURIO.—Déjalo estar.
SIRO.—¡Oh! ¡Tiene la cara de un gran bellaco, pícaro, sinvergüenza!
[227]
LIGURIO.—Basta, cállate, que nos estás fastidiando. ¿Dónde está Callimaco?
CALLIMACO.—Estoy aquí. ¡Sed bienvenidos!
LIGURIO.—Oh, Callimaco, procura hacer callar a este insensato de Siro; ha dicho ya
mil locuras.
CALLIMACO.—Oye, Siro, esta noche harás todo cuanto te diga Ligurio; haz cuenta
que quien te manda soy yo y todo cuanto veas, sientas u oigas, lo has de mantener secreto,
si estimas en algo mis bienes, mi honor, mi vida y tu bienestar.
SIRO.—Así se hará.
CALLIMACO.—¿Diste la copa al doctor?
SIRO.—Sí, señor.
CALLIMACO.—¿Y qué dijo?
SIRO.—Que se ocuparía de todo.
FRAY TIMOTEO.—¿Es este Callimaco?
CALLIMACO.—Lo soy para lo que mandéis. Entre nosotros la oferta está en pie, podéis
disponer de mí y de mi fortuna como vos mismo.
FRAY TIMOTEO.—Lo sé y así lo creo, que he hecho por ti lo que no habría hecho nadie
en este mundo.
CALLIMACO.—No habréis perdido el tiempo.
FRAY TIMOTEO.—Me basta con vuestro agradecimiento.
LIGURIO.—Dejémonos de ceremonias. Nosotros, Siro y yo iremos a disfrazarnos.
Tú, Callimaco, ven con nosotros para ir a lo tuyo. El fraile nos esperará aquí, nosotros
volveremos enseguida e iremos al encuentro de micer Nicias.
CALLIMACO.—Dices bien, vayamos.
FRAY TIMOTEO.—OS aguardo.
ESCENA SEXTA
FRAILE SOLO DISFRAZADO
FRAY TIMOTEO.—Dicen bien quienes afirman que las malas compañías llevan a los
hombres a la horca, y a menudo se acaba mal, tanto por ser demasiado bueno y condescendiente
como por ser demasiado malo. Dios sabe que [228] no pensaba yo en perjudicar
a nadie, que estaba en mi celda, decía mis oficios, pasaba el rato con mis feligreses.
Y he aquí que ese diablo de Ligurio se planta delante de mí, me hace mojar el dedo
en un pecado, en el que he metido yo luego el brazo y todo el cuerpo y no sé aún bien
dónde iré a parar. Sin embargo, me consuelo pensando que cuando una cosa interesa a
muchos, muchos han de ser los que procuren que llegue a buen fin. Ahí regresan Ligurio
y el criado.
ESCENA SÉPTIMA
FRAY TIMOTEO, LIGURIO, SIRO
FRAY TIMOTEO.—¡En paz volvéis!
LIGURIO.—¿Estamos bien?
FRAY TIMOTEO.—Perfectos.
LIGURIO.—Falta el doctor; vayamos hacia su casa que ya son más de las tres42. ¡Andando!
SIRO.—¿Quién nos abre la puerta? ¿Su criado?
LIGURIO.—No, él mismo, ja, ja, ja.
SIRO.—¿Ríes?
LIGURIO.—¿Y quién no se reiría? Lleva un sayo que no le tapa el trasero. ¿Y qué
diablos lleva en la cabeza? Parece uno de esos rapaces canónigos y un espadachín a la
vez, ja, ja, y no sé qué va mascullando. Apartémonos y oiremos alguna tribulación de su
mujer.
ESCENA OCTAVA
MICER NICIAS DISFRAZADO
MICER NICIAS.—¡Cuántos remilgos no ha hecho esta loca! Ha mandado a las criadas
a casa de la madre y al criado al campo. Esto se lo alabo; lo que no apruebo es que [229]
haya hecho tantas historias antes de decidirse a ir a la cama. «No quiero... ¿Qué voy a
hacer? ¿Qué me obligáis a hacer? Dios mío... Madre mía». Y si su madre no le hubiese
dicho cuatro verdades, ésa no se mete en la cama. ¡Que el diablo se la lleve! Me parece
bien que las mujeres se hagan de rogar, pero no tanto; ¡que por poco nos vuelve locos!
¡Sesos de gata! A quien dijera: «Sea ahorcada la mujer más discreta de Florencia» le
replicaría: «¿Y qué te he hecho yo?» Sé que la Pasquina entrará en Arezzo43 y antes de
abandonar el juego podré decir como Monna Ghinga: «Yo he visto con mis manos»
[mirándose], ¡mira que estoy bien! ¿Quién me reconocería? Parezco más alto, más joven,
más delgado, ninguna mujer me pediría dinero por compartir su cama. Pero,
¿dónde voy a encontrar a esos?
ESCENA NOVENA
LIGURIO, MICER NICIAS, FRAILE DISFRAZADO, SIRO
LIGURIO.—Buenas noches, micer.
MICER NICIAS (asustado).—Oh, eh, eh.
LIGURIO.—No os asustéis, somos nosotros.
42 Equivale a las 8 de la noche, nota 24.
43 Hace referencia a lo que ocurrirá entre el joven Callimaco y su mujer Lucrecia; la frase indica cumplimiento
de un deseo.
MICER NICIAS.—Oh, estáis todos aquí. Si no os llego a reconocer al momento, ¡menuda
estocada os habría dado! ¿Tú eres Ligurio? ¿Y tú Siro? ¿Y este otro el maestro?
¡Ah!
LIGURIO.—Sí, señor.
MICER NICIAS.—¡Toma! Oh, está tan bien disfrazado que no le hubiera reconocido
ni Va-qua-tu44 .
LIGURIO.—Le he hecho meter dos nueces en la boca, para que no se le reconozca la
voz.
MICER NICIAS.—Eres un ignorante.
LIGURIO.—¿Por qué?
MICER NICIAS.—¿Por qué no me lo dijiste antes? Yo me [230] habría puesto otras
dos, que también a mí me importa no ser reconocido por el habla!
LIGURIO.—Tomad, meteos eso en la boca.
MICER NICIAS.—¿Qué es?
LIGURIO.—Una bola de cera.
MICER NICIAS.—Dame, ca, puh, ca, co, cu, cu, spu! ¡Así te quedes seco, pedazo de
bribón!
LIGURIO.—Perdonad, que os di una cosa por otra sin darme cuenta.
MICER NICIAS.—Ca, ca, puah, ¿de qué, qué, qué era?
LIGURIO.—De aloe.
MICER NICIAS.—¡Mal rayo te parta! Spu, spu, maestro, ¿no decís nada?
FRAY TIMOTEO.—Ligurio me ha hecho enfadar.
MICER NICIAS.—Oh, ¡qué bien contraéis la voz!
LIGURIO.—No perdamos más tiempo aquí. Quiero ser el capitán y organizar el ejército
para la batalla. Formaréis una media luna. En el cuerno de la derecha colocaremos a
Callimaco, en el izquierdo yo, y entre ambos cuernos se colocará aquí el doctor. Siro me
mantendrá en la retaguardia para ayudar al lado que flaquease45. El santo y seña será
San Cucú.
MICER NICIAS.—¿Quién es San Cucú?
LIGURIO.—El santo más venerado en toda Francia46. Vamos. Pongámonos al acecho
en esta esquina. Escuchad, oigo un laúd.
MICER NICIAS.—Es verdad, ¿qué vamos a hacer?
LIGURIO.—¿Os parece que mandemos por delante un explorador que averigüe quién
es, y obremos según lo que nos diga?
MICER NICIAS.—¿Quién va?
LIGURIO.—Ve tú, Siro. Sabes lo que hay que hacer. Considera, examina, vuelve
pronto y refiérenos.
SIRO.—Voy.
MICER NICIAS.—No vayamos a cometer algún error, co-[231]-giendo un viejo débil
o enfermizo; y mañana por la noche tengamos que repetir la broma.
LIGURIO.—No temáis, Siro es un hombre prudente. Ahí regresa. ¿Qué te parece, Siro?
SIRO.—¡Es el más hermoso muchachote que jamás hayáis visto! No tendrá veinticinco
años, y viene solo envuelto en una pobre capa tocando el laúd.
MICER NICIAS.—Ni que pintado, si dices la verdad; pero cuidado que si te equivocas
te las cargarás todas tú.
SIRO.—Es tal como os he dicho.
44 Sobrenombre de un carcelero de Florencia, que debía conocer bien a todos los malhechores.
45 ¡Para el autor del Arte della guerra es una estrategia bien tradicional!
46 En francés Cocu equivale a cornudo. Una de las muchas ironías contra Francia.
LIGURIO.—Esperemos que doble la esquina y nos lanzaremos sobre él.
MICER NICIAS.—Llegaos acá, maestro; ¡parecéis de madera! Ahí está.
CALLIMACO (cantando).—«¡Que el diablo se meta en tu cama ya que no puedo
hacerlo yo!»
LIGURIO.—Tente quieto, dame el laúd.
CALLIMACO.—¡Ay de mí! ¿Qué es lo que he hecho?
MICER NICIAS.—Ya lo verás. Cúbrele la cabeza. Amordázale.
LIGURIO.—Dadle unas cuantas vueltas.
MICER NICIAS.—Dale otra vuelta, ¡otra! ¡Metedlo en casa!
FRAY TIMOTEO.—Micer Nicias, yo iré a descansar, que muero de dolor de cabeza. Y
si no es necesario ya no volveré mañana.
ESCENA DÉCIMA
FRAY TIMOTEO SOLO
FRAY TIMOTEO.—Se han metido en casa y yo regresaré al convento, y vosotros, espectadores,
no nos reprendáis; que esta noche nadie dormirá, y así los Actos no cortarán
la acción47. Todo continuará. Yo diré mi oficio. Ligurio y [232] Siro cenarán, que no
han probado bocado en todo el día, el doctor dará vueltas por la casa inspeccionándolo
todo. Callimaco y madonna Lucrecia no dormirán, que estoy convencido de que si yo
fuese él y vosotros ella, no dormiríamos.
[233]
CANCIÓN
¡Oh, dulce noche! Oh, santas y quietas horas nocturnas, que acompañáis a los afanosos
amantes; se reúnen en vos tantas delicias que sois capaces, vosotras solas, de hacer
felices a las mortales almas. Vos, justos premios dais, a las amorosas multitudes por sus
largas fatigas. ¡Vos hacéis, oh felices horas, arder de amor todo helado pecho!
[235]
ACTO QUINTO
ESCENA PRIMERA
FRAY TIMOTEO (solo)
FRAY TIMOTEO.—No he podido pegar ojo en toda la noche, tal es mi deseo de saber
cómo se las han arreglado Callimaco y los otros. Para pasar el tiempo recé maitines, leí
una vida de los Santos Padres, fui a la iglesia, encendí una lámpara que estaba apagada
y cambié el velo a una Virgen milagrosa. ¡La de veces que habré dicho a esos frailes
que la mantengan limpia y arreglada! Y luego se maravillan de que haya menos devoción.
Recuerdo los tiempos en que había al menos quinientos exvotos; ahora apenas
habrá veinte; la culpa es nuestra por no saber mantener su fama de milagrera. Antes,
cada noche después de completas solíamos ir a visitarla en procesión y cada sábado hac
47 Doble sentido malicioso. ¡Efectivamente, la acción continuará durante el entreacto!
íamos cantar las letanías. Nosotros mismos nos preocupábamos de que hubiera siempre
imágenes nuevas y en las confesiones aconsejábamos tanto a los hombres como a las
mujeres que le tuvieran devoción y le consagraran exvotos. Ahora no se hace nada de
eso, ¡y luego nos asombramos de que haya tibieza! ¡Qué poco seso tienen estos frailes
míos!48 Pero, calla, se oye mucho ruido en casa de micer Nicias. Ahí están; a fe mía,
sacando el prisionero. Habré llegado justo a tiem-[236]-po. Cómo se han entretenido,
¡han apurado hasta la última gota!49 ya está clareando el alba. Quiero oír lo que dicen
sin descubrirme.
ESCENA SEGUNDA
MICER NICIAS, CALLIMACO, LIGURIO, SIRO
MICER NICIAS.—Agárralo por ahí y yo por aquí y tú, Siro, lo sujetas por atrás, por la
capilla.
CALLIMACO.—¡No me hagáis daño!
LIGURIO.—No tengas miedo, va, vete.
MICER NICIAS.—No sigamos más.
LIGURIO.—Decís bien, soltémosle aquí, dadle un par de vueltas para que no sepa de
donde ha salido. ¡Hazle girar, Siro!
SIRO.—Ahí va.
MICER NICIAS.—Dale otra vuelta.
SIRO.—Ya está ¡hecho!
CALLIMACO.—¡Mi laúd!
LIGURIO.—Vete, pícaro, fuera de aquí. Si te oigo rechistar te corto el pescuezo.
MICER NICIAS.—Ha escapado corriendo. Vamos a quitarnos estos disfraces. Que
conviene que salgamos temprano de casa para que no se sepa que esta noche la hemos
pasado todos en vela.
LIGURIO.—Tenéis razón.
MICER NICIAS.—Id con Siro a ver al maestro Callimaco y decidle que todo ha salido
bien.
LIGURIO.—¿Y qué le podemos decir nosotros? No sabemos nada. Bien sabéis vos
que en llegando a vuestra casa fuimos a la bodega a beber. Vos y la suegra os las entendisteis
con él y no volvimos a veros hasta ahora, cuando nos llamasteis para echarle de
vuestra casa.
MICER NICIAS.—Es verdad. Oh, ¡os he de contar cosas bien [237] divertidas! Mi
mujer estaba en la cama, a oscuras. Sostrata me esperaba junto al fuego; yo llegué al fin
con el mocetón y para que nada se me pasara por alto, le llevé a una despensa que tengo
arriba, en la sala, en la que arde una lámpara de aceite aguado, que da muy poca luz, de
manera que no pudiera ver mi cara.
LIGURIO.—A eso se le llama ser prudente.
MICER NICIAS.—Le hice desnudar: se resistía; me volví a él como perro rabioso, de
manera que en un santiamén se quitó la ropa y quedó desnudo. Es feo de cara. ¡Tenía
48 ¡Qué gran ironía! ¡Timoteo quejándose del poco seso de sus frailes! ¿Un pequeño Savonarola? El tie mpo
había ido suavizando los juicios de Maquiavelo contra el dominico y aun cuando nunca fue un «pia gnone
» (eso le costó seguramente el no ser llamado por la república de 1527, tanto o más que el haber
servido a los Medici), empieza a pensar que la única falta de Savonarola fue precisamente la falta de
armas.
49 Hasta el último momento; pero no hay que excluir el doble sentido obsceno.
unas narizotas y la boca torcida! Pero ¡en la vida habéis visto carnes más bellas! Blanco,
suave, pastoso, y de lo demás para qué hablar.
LIGURIO.—No basta con hablar de ello. Habría que verlo todo, ¿no?
MICER NICIAS.—¿Bromeas? Ya que había puesto manos a la obra quise llegar hasta
el final: quise asegurarme de que estaba sano, ¿te imaginas que hubiese tenido bubas, en
que lío me metía? ¡Ya puedes decirlo, ya!
LIGURIO.—Tenéis mucha razón.
MICER NICIAS.—Cuando me convencí de que estaba sano, hice que me siguiera, y a
oscuras le llevé a la alcoba, le metí en la cama y antes de salir quise ver, con mis propias
manos como iba la cosa, que no estoy acostumbrado a que me dan gato por liebre.
LIGURIO.—¡Con qué gran prudencia habéis manejado todo este asunto!
MICER NICIAS.—Una vez tocado y sentido todo, salí de la alcoba, cerré la puerta y
me fui a reunir con mi suegra que estaba junto al hogar; y allí hemos aguardado, charlando,
toda la noche.
LIGURIO.—¿Y de qué habéis hablado?
MICER NICIAS.—De la tontería de Lucrecia, y de que más hubiera valido que sin
tantos remilgos hubiese cedido desde el primer momento. Luego hablamos del niño, que
me parece tenerlo ya en brazos ¡mi niño! ¡Mi alegría!; hasta que oí sonar la decimotercera
hora50, y temiendo que nos [238] sorprendiera el día fui a la alcoba. ¿Querréis creer
que me costó trabajo sacar de la cama a aquel pícaro?
LIGURIO.—¡Lo creo!
MICER NICIAS.—¡Le había tomado gusto! Pero se levantó, os llamé, y le echamos
fuera.
LIGURIO.—La cosa ha ido bien.
MICER NICIAS.—Pues ¿qué dirás tú que me duele?
LIGURIO.—¿Qué?
MICER NICIAS.—Que ese pobre chico tenga que morir tan pronto, y que esta noche
le vaya a costar tan cara.
LIGURIO.—Como si no tuvierais nada más en que pensar. ¡Qué se las arregle como
pueda!
MICER NICIAS.—Tienes razón. No veo la hora de encontrar al maestro Callimaco y
celebrar con él el éxito.
LIGURIO.—Saldrá de casa dentro de un momento. Pero ya es de día: nosotros nos
vamos a desnudar y vos ¿qué haréis?
MICER NICIAS.—Iré yo también a casa a ponerme la ropa buena. Haré que la mujer
se levante y se lave y la haré venir a la iglesia para la ceremonia de purificación. Quisiera
que vos y Callimaco estuvieseis también allí para hablar con el fraile, darle las gracias
y recompensarlo por el bien que nos ha hecho.
LIGURIO.—De acuerdo, así se hará.
ESCENA TERCERA
FRAY TIMOTEO (solo)
FRAY TIMOTEO.—He oído lo que hablaban y me ha complacido considerando cuanta
estulticia encierra ese doctor, pero la promesa de recompensa me ha deleitado sobremanera.
Y ya que han de venir a verme a casa, no quiero perder más tiempo aquí, sino esperarles
en la iglesia, donde mi mercancía ha de valer más. Pero ¿quién sale de esa ca
50 Ver nota 24. Las 6 de la mañana.
sa? Me parece que es Ligurio y con él debe ir Callimaco. No quiero que me vean, por lo
ya dicho; además, suponiendo que no vinieran a verme, siempre estaré a tiempo de ir a
verles a ellos.
[239]
ESCENA CUARTA
CALLIMACO, LIGURIO
CALLIMACO.—Como te he dicho, Ligurio mío, estuve de mala gana hasta la hora
nona 51, porque aún cuando sentía gran placer no me parecía bien. Pero luego que me
hube dado a conocer y que le descubrí el amor que por ella sentía, y cuán fácilmente por
la simpleza del marido podíamos vivir felices sin infamia alguna, prometiéndole casarme
con ella cuando Dios dispusiera de la vida del marido; y cuando ella, además de
estas razones comprendió la diferencia que existía entre yacer conmigo y con micer
Nicias, y entre los besos de un amante joven y los de un marido viejo, después de unos
cuantos suspiros dijo: «Ya que tu astucia, la estupidez de mi marido, la simpleza de mi
madre, y la avaricia de mi confesor me han llevado a hacer algo que por mí misma nunca
habría hecho, quiero creer que sea celeste disposición el que así haya sido, y que yo
no soy quién para rehusar lo que el cielo quiere que acepte. Así que te tomo como señor,
amo y guía: tú eres mi padre, tú mi defensor, y quiero que seas tú todo mi bien; y lo que
mi marido ha querido para una noche quiero yo que lo tenga para siempre: te harás su
compadre y vendrás esta mañana a la iglesia y de allí regresarás a casa a comer con nosotros;
y quien decida si te vas o te quedas serás tú, y así podremos en cualquier momento
y hora estar juntos sin infundir sospechas. Al oír estas palabras estuve a punto de
morir de gusto. No pude responder ni la milésima parte de lo que hubiera querido. Así
que soy el hombre más feliz y satisfecho de este mundo, y si no fuera que esta felicidad
ha de tener fin o por muerte o con el tiempo, sería más bienaventurado que los bienaventurados,
más santo que los santos.
[240]
LIGURIO.—Me complace en gran manera toda tu felicidad y que te haya sucedido
precisamente todo cuanto yo predije.
CALLIMACO.—Vayamos hacia la iglesia, que le prometí estar allí, donde han de
acudir ella, la madre y el doctor.
LIGURIO.—Oigo abrir la puerta: son ellas, que salen, y el doctor va detrás,
CALLIMACO.—Encaminémonos hacia la iglesia y esperaremos allí.
ESCENA QUINTA
MICER NICIAS, LUCRECIA, SOSTRATA
MICER NICIAS.—Lucrecia, creo que hay que hacer las cosas con temor a Dios y no a
tontas y a locas.
LUCRECIA.—¿Y qué más hay que hacer ahora?
MICER NICIAS.—¡Mira cómo contesta! ¡Parece un gallito!
SOSTRATA.—No os extrañéis, está un poco alterada.
LUCRECIA.—¿Qué queréis decir?
51 Ver nota 24.
MICER NICIAS.—Digo que será bueno que me adelante a hablar con el fraile, y rogarle
que se acerque a recibirte a la puerta de la iglesia para introducirte en el Santuario,
porque esta mañana es como si volvieras a nacer.
LUCRECIA.—¿Ya qué esperáis?
MICER NICIAS.—¡Muy atrevida estás tú esta mañana! Ayer parecía medio muerta.
LUCRECIA.—¡Es gracias a vos por lo que estoy así!
SOSTRATA.—Id al encuentro del fraile. Pero no, no es menester, está ahí fuera.
MICER NICIAS.—Es cierto.
[241]
ESCENA SEXTA
FRAY TIMOTEO, MICER NICIAS, LUCRECIA, CALLIMACO, LIGURIO, SOSTRATA
FRAY TIMOTEO.—Salgo porque Callimaco y Ligurio me han dicho que el doctor y
las mujeres están viniendo hacia aquí.
MICER NICIAS.—¡Bona dies, padre!
FRAY TIMOTEO.—¡Sed bienvenidos, y buen provecho os haga, mi señora, y que
Dios os conceda un hijo varón!
LUCRECIA.—¡Dios lo quiera!
FRAY TIMOTEO.—¡Seguro que lo querrá!
MICER NICIAS.—¿No son esos que están en la iglesia Ligurio y el maestro Callimaco?
MICER NICIAS.—Haced señas para que se acerquen.
FRAY TIMOTEO.—¡Venid!
CALLIMACO.—¡Dios os salve!
MICER NICIAS.—Maestro, dad la mano a mi esposa.
CALLIMACO.—Con mucho gusto.
MICER NICIAS.—Lucrecia, este es el hombre al que debemos el báculo que sostendrá
nuestra vejez.
LUCRECIA.—Mucho le estimo y creo que debería ser nuestro compadre.
MICER NICIAS.—¡Bendita seas! Y quiero que él y Ligurio vengan esta misma mañana
a comer con nosotros.
LUCRECIA.—Naturalmente.
MICER NICIAS.—Y les daré la llave de la habitación del primer piso, la que está sobre
la logia, para que vengan cuando gusten, que en casa no tienen mujeres que les cuiden
y viven como bestias.
CALLIMACO.—La acepto, para usarla cuando la necesite.
FRAY TIMOTEO.—¿Se me dará el dinero de la limosna?
MICER NICIAS.—Bien sabéis vos que sí, «domine», hoy mismo se os mandará.
LIGURIO.—¿Y de Siro, no hay nadie que se acuerde?
MICER NICIAS.—Que pida, todo lo mío es suyo. Tú, Lu-[242]-crecia, ¿cuántas gruesas
tienes que darle al fraile para que te reciba en el templo?
LUCRECIA.—Dadle diez.
MICER NICIAS.—¡Caray!
FRAY TIMOTEO.—Vos, mi señora Sostrata, parece como si hubierais rejuvenecido.
SOSTRATA.—¿Y quién no estaría alegre, con todo esto?
FRAY TIMOTEO.—Entremos todos en la iglesia, rezaremos la oración que dice al caso;
luego después del oficio iréis a comer a vuestra casa. Vosotros, espectadores, no esperéis ya que volvamos a salir; el oficio es largo, yo permaneceré en la iglesia y estos
se irán a casa por la puerta lateral ¡Vale!