5/3/14

Un Hogar Sólido. Elena Garro. México.





















































Un Hogar Sólido
Elena Garro

PERSONAJES:
DON CLEMENTE (60 AÑOS)
DOÑA GERTRUDIS (40 AÑOS)
MAMÁ JESUSITA (80 AÑOS)
CATITA (5 AÑOS)
VICENTE MEJÍA (23 AÑOS)
MUNI (28 AÑOS)
EVA, EXTRANJERA (20 AÑOS)
LIDIA (32 AÑOS)
Interior de un cuarto pequeño, con los muros, el techo de piedra. No hay ventanas ni puertas. A la izquierda, empotradas en el muro y también de piedra, unas literas. En una de ellas, MAMÁ JESUSITA en camisón y cofia de dormir de encajes. La escena está muy oscura.
VOZ DE DOÑA GERTRUDlS: ¡Clemente, Clemente! ¡Oigo pasos!
VOZ DE CLEMENTE: ¡Tú siempre estás oyendo pasos! ¿Por qué serán tan impacientes las mujeres? siempre anticipándose a lo que no va a suceder, vaticinando calamidades!
VOZ DE DOÑA GERTRUDIS: Pues los oigo.
VOZ DE CLEMENTE: No mujer, siempre te dejas llevar por tu nostalgia de catástrofes.
VOZ DE DOÑA GERTRUDIS: Es cierto, pero esta vez no me equivoco.
VOZ DE CATITA: ¡Son muchos pies, Gertrudis! (Sale CATITA vestida con un traje blanco antiguo, botitas negras y un collar de corales al cuello. Lleva el pelo atado en la nuca un lazo rojo.) ¡Qué bueno! ¡Qué bueno! ¡Tralalá! ¡Tralalá! (da saltos y bate las palmas).
DOÑA GERTRUDIS: (Apareciendo con un traje rosa de 1930) Los niños no se equivocan. ¿Verdad, tía Catalina, que alguien viene?
CATITA: ¡Sí, yo lo sé! ¡Lo supe desde la primera vez que vinieron! ¡Tenía tanto miedo aquí solita!
CLEMENTE: (Apareciendo en traje negro y puños blancos) Creo que tienen razón. ¡Gertrudis! ¡Gertrudis! Ayúdame a buscar mis metacarpos, siempre los pierdo y sin ellos no puedo dar la mano.
VICENTE MEJÍA: (Apareciendo en traje militar) Usted leyó mucho, don Clemente, de ahí le viene el mal hábito de olvidar las cosas. ¡Mírame a mí, completito en mi uniforme, siempre listo para cualquier advenimiento.
JESUSITA: (Enderezándose en su litera y enseñando a cabeza cubierta con la cofia de encajes.) ¡Catita tiene razón! Los pasos vienen hacia acá (se coloca una mano detrás de una oreja, en actitud de escuchar), se han detenido los primeros. . . a no ser que a los Ramírez les haya sucedido una desgracia... ¡esta vecindad ya nos ha hecho llevar muchos chascos!
CATITA: (Saltando) ¡Tú duérmete, Jesusita! A ti no te gusta sino dormir: Dormir, dormir que cantan los gallos de San Agustín: ¿ya está el pan?
JESUSITA: ¿Y qué quieres que haga? Si me dejaron en camisón...
CLEMENTE: No se queje, doña Jesús. Pensamos que por respeto...
JESUSITA: ¡Por respeto! ¿Y por respeto una tal falta de respeto?
GERTRUDIS: Si hubiera estado yo, mamá. . ., pero qué quería que hicieran las niñas y Clemente. (Arriba se oyen muchos pasos que se detienen y después aumentan)
JESUSITA ¡Catita! Ven acá y púleme la frente; quiero que brille como la estrella polar. Dichoso el tiempo en que yo corría por la casa como una centella, barriendo, sacudiendo el polvo que caía sobre el piano, en engañosos torrentes de oro, para luego, cuando ya cada cosa relucía como un cometa, romper el hielo de mis cubetas dejadas al sereno, y bañarme con el agua cuajada de estrellas de invierno. ¿Te acuerdas, Gertrudis? ¡Eso era vivir! Rodeada de mis niños tiesos y limpios como pizarrines.
 GERTRUDIS: Sí, mamá. Y me acuerdo también de tu corchito quemado para hacerte ojeras; y de los limones que comías para que la sangre se te hiciera agua. Y de aquellas noches en que te ibas con papá al Teatro de los Héroes, ¡Qué bonita te veías con tu abanico y las dormilonas en las orejas!
JESUSITA: ¡Ya ves, hija, la vida es un soplo! Cada vez llegaba al palco. . .
CLEMENTE: (Interrumpiendo) ¡Por piedad, ahora no encuentro mi fémur!
JESUSITA: ¡Qué falta de consideración! ¡Interrumpir a una señora! (CATITA, mientras tanto, ha estado ayudando a JESUSITA a arreglarse la cofia.)
VICENTE: Yo vi a Catita jugar con él a la trompeta.
GERTRUDIS: Tía Catita, ¿dónde olvidó usted el fémur de Clemente?
CATITA: ¡Jesusita, Jesusita! ¡Me quieren quitar mi corneta!
JESUSITA: ¡Gertrudis, deja en paz a esta niña!
GERTRUDIS: ¡Mamá, no seas injusta!:  ¡es el fémur de Clemente!
CATITA: ¡Fea! ¡Mala! ¡Te pego! ¡No es su fémur, es mi cornetita de azúcar!
CLEMENTE (A GERTRUDIS) ¡No se la habrá comido? Tu tía es insoportable.
GERTRUDIS: No lo sé, Clemente. A mí me perdió mi clavícula rota. Le gustaban mucho los caminitos de cal dejados por la cicatriz. ¡Y era mi hueso favorito! Me recordaba las tapias de mi casa llena de heliotropos. ¿Te conté cómo me caí, verdad'? La víspera habíamos ido al circo. Todo el pueblo estaba en las gradas para ver a Ricardo Bell, de pronto, salió una equilibrista, que parecía una mariposa y a la que no he olvidado nunca. . . (Arriba se oye un golpe, GERTRUDIS se interrumpe.)
GERTRUDIS: (Continuando.) Por la mañana me fui a las bardas a bailar sobre un pie, pues toda la noche había soñado que era ella. . . (Arriba se oye un golpe más fuerte.) Claro, no sabía que tenía huesos. Una de niña no sabe nada. Porque me lo rompí, digo siempre que fue el primer huesito que tuve. ¡Se lleva una cada sorpresa! (Los golpes se suceden con más rapidez.)
VICENTE: (Atusándose el bigote.) No cabe duda, alguien llega. Tenemos huéspedes. (Canta.)Yo adivino el parpadeo, de las luces que a lo lejos…
MAMÁ JESUSITA: ¡Cállate, Vicente! No es hora de cantar. ¡Mira a estos inoportunos! En mis tiempos la gente se anunciaba antes de caerle a uno de visita. Había más respeto. ¡A ver ahora a quién nos traen, a cualquier extraño de esos que casaron con las niñas! ¡Abate Dios a los Humildes! como decía el pobre Ramón, a quien Dios tenga en su santa gloria…
VICENTE: ¡Tú no cambiaste para bien, Jesusita! A todo le pones pero. Antes tan risueña que eras. ¡Lo único que te gustaba era bailar! (hace unos pasos.) ¿Te acuerdas cuando bailamos en aquel Carnaval? (Sigue bailando.) Tu traje rosa giraba, giraba, y tu cuello estaba muy cerca de mi boca. . .
JESUSITA: ¡Por Dios, primo Vicente! No me recuerdes esas tonterías.
VICENTE: (Riéndose) ¿Qué dirá ahora Ramón? Él tan celoso. Y tú y yo aquí juntos, mientras él se pudre solo allá en su pueblo.
GERTRUDIS: Tío Vicente, ¡cállese, va a provocar un disgusto!
CLEMENTE: (Alarmado) Ya le expliqué, doña Jesús, que en el momento, no tuvimos dinero para transportarlo.
JESUSITA: ¿Y las niñas qué esperan para traerlo? No me dé explicaciones, a usted siempre le faltó delicadeza. (SE OYE UN GOLPE MÁS FUERTE.)
CATITA: ¡Vi luz! (entra un rayo de luz) ¡Vi un sable! ¡Otra vez San Miguel que viene a visitamos! ¡Miren su lanza!
VICENTE: ¿Estamos completos? Pues ahora, ¡orden y nos amanecemos!
CLEMENTE: Faltan Muni y mi cuñada.
JESUSITA: ¡Los extranjeros siempre apartándose!
GERTRUDIS: ¡Muni, Muni!, alguien viene, a lo mejor es una de tus primas. ¿No te da gusto, hijo? Podrás jugar y reírte con ellas otra vez, a ver si se te quita esa tristeza. (Aparece EVA, rubia, alta, triste, muy joven, en traje de viaje de 1920.)

EVA: Muni estaba por ahí hace un momento. ¡Muni, hijito! ¿Oyes ese golpe? Así golpea el mar contra las Rocas de mi casa. . . ninguno de ustedes la conoció. . . estaba sobre una roca, alta, como una ola. Batida por los vientos que nos arrullaban en la noche, remolinos de sal cubrían sus vidrios de estrellas marinas; la cal de la cocina se doraba con las manos solares de mi padre. . . por las noches las criaturas del viento, del agua, del fuego, de la sal, entraban por la chimenea, se acurrucaban en las llamas, cantaban en la gota de los lavaderos. .. ¡Tin! ¡tan! ¡tin! ¡tin! ¡tin! ¡tin! ¡tan! . . . Y el yodo se esparcía por la casa como el sueño. La cola de un delfín resplandeciente nos anunciaba el día. ¡Así, con esta luz de escamas y corales! (EVA, al decir la última frase, levanta el brazo y señala el raudal de luz que entra a la cripta, cuando separan arriba la primera losa. El cuarto se inunda de sol. Los trajes lujosos de todos. Están polvorientos Y los rostros pálidos. Catita salta de gusto.)
CATITA: ¡Mira, Jesusita! ¡Viene alguien! ¿Quién le trae, Jesusita? ¿Doña Difteria o San Miguel?
JESUSITA: Espera, niña, vamos a ver.
CATITA: A mí me trajo doña Difteria. ¿Te acuerdas de ella? Tenía los dedos de algodón y no me dejaba respirar. ¿A ti te dio miedo, Jesusita?
JESUSITA: Sí, hermanita, me acuerdo que te llevaron y el patio de la casa quedó sembrado de pétalos morados. Mamá lloró mucho y nosotros las niñas también.
CATITA: ¡Tontita!, ¿qué no sabías que ibas a venir a jugar aquí conmigo? Ese día San Miguel se sentó junto a mí y con su lanza de fuego lo escribió en el cielo de mi casa. Yo no sabía leer. . . y lo leí. ¿Y era bonita la escuela de las señoritas Simson?
JESUSITA: Muy bonita, Catita. Mi mamá nos mandó con lazos negros. . .
CATITA: ¿Y aprendiste el silabario? Para eso me iba a mandar mi mamá. . .
MUNI: (Entra en pijama, con el rostro azul y el pelo rubio.) ¿Quién será? (Arriba. por el trozo de bóveda abierta al cielo, se ven los pies de una mujer suspendidos en un círculo de luz.)
GERTRUDIS: ¡Clemente, Clemente! Son los pies de Lidia: ¡Qué gusto, hijita, qué gusto que hayas muerto tan pronto!
(Todos callan. Empieza el descenso de LIDIA, suspendida con cuerdas. .. Viene tiesa, con un traje blanco, los brazos cruzados al pecho. Los dedos en cruz, y la cabeza inclinada. Los ojos cerrados.)
CATITA: ¿Quién es Lidia?
MUNI: ¿Lidia? Es la hija de mi tío Clemente y de mi tía Gertrudis, Catita. (Acaricia a la niña.)
JESUSITA: Ya tenemos aquí a toda la serie de los nietos. ¡Cuánto mocoso! ¿Pues qué el horno crematorio no es más moderno? A mí, cuando menos, me parece más higiénico.
CATITA: ¿Verdad, Jesusita, que Lidia es de mentiritas?
JESUSITA: ¡Fuera bueno, mi niña! ¡Aquí hay lugar para todo el mundo, menos para el pobre Ramón!
EVA: ¡Cómo creció! Cuando me vine era tan chiquita como Muni. (LIDIA queda de pie, en medio de todos que miran. Luego abre los ojos y los ve.)
LIDIA: ¡Papá! (le abraza) ¡Mamá! ¡Muni! (les abraza).
GERTRUDIS: Te veo muy bien, hija.
LIDIA: ¿Y la abuela?
CLEMENTE: No puede levantarse. ¿Te acuerdas que cometimos el error de enterrarla en camisón?
JESUSITA: Sí, Lili, aquí me tienes acostada por sécala seculórum.
GERTRUDIS: Cosas de mi mamá; ya sabes, Lili. Lo compuesta que fue siempre.
JESUSITA: Lo peor será, hijita, presentarse así ante Dios Nuestro Señor. ¿No te parece una infamia? ¿Cómo no se te ocurrió traerme un vestido? Aquel, gris, con las vueltas de brocado y el ramito de violetas en eI cuello. ¿Te acuerdas de él? Me lo ponía para ir a las visitas de cumplido. . . pero de los viejos nadie se acuerda. . .
CATITA: Cuando San Miguel nos visita, ella se esconde.
LIDIA: ¿Y tú quién eres, preciosa?
CATALINA: ¡Catita!
LIDIA: ¡Claro! ¡Si la teníamos sobre el piano ahora está en casa de Evita! ¡Qué tristeza cuando la veíamos, tan melancólica, pintada en su traje blanco! Se me había olvidado que estabas aquí.
VICENTE: ¿Y no te da gusto conocerme a mí sobrina?
LIDIA: ¡Tío Vicente! También a ti te teníamos en la sala, con tu uniforme y en una cajita de terciopelo, tu medalla.
EVA: ¿Y de tu TÍA no te acuerdas?
LIDIA: ¡Tía Eva! Sí, te recuerdo apenas, con tu pelo rubio tendido al sol. . . y recuerdo tu sombrilla ---da y tu rostro desvanecido debajo de sus luces, como de una hermosa ahogada. . . y tu sillón vacío meciéndose al compás de tu canto, después que ya te habías ido. (Del círculo de luz surge una voz.)
VOZ: La generosa tierra de nuestro México abre sus brazos para darte amoroso cobijo. Virtuosa dama, madre ejemplarísima, esposa modelo, dejas un hueco irreparable. . .
JESUSITA: ¿Quién te habla con tanta confianza?
LIDIA: Es don Gregario de la Huerta y Ramírez Puente, Presidente de la Asociación de Ciegos.
VICENTE: ¡Qué locura! ¿Y qué hacen tantos ciegos juntos?
JESUSITA: ¿Pero por qué te tutea?
GERTRUDIS: Es la moda, mamá, hablarle de tú a los muertos.
VOZ: Pérdida crudelísima, cuya ausencia habremos de calibrar con el tiempo, nos dejas para siempre privados de tu arrolladora simpatía; y dejas, también a un hogar cristiano y sólido en la orfandad más terrible. Tiemblen los hogares ante la inexorable parca. . .
CLEMENTE: ¡Válgame Dios!, ¿pero todavía anda por allá ese botarate?
JESUSITA: Lo que no sirve, abunda.
LIDIA: Sí, y ahora es el Presidente de la Banca, de los caballeros de Colón, de la Ceguera, de la Bandera y del Día de la Madre. . .
VOZ: Sólo la fe inquebrantable, la resignación cristiana y la piedad. . .
CATITA: Siempre dice lo mismo don Hilario.
JESUSITA: No es don Hilario, Catita, don Hilario hace la pendejadita de sesenta y siete años que murió.
CATITA: (Sin oírla.) Cuando a mí me trajeron, dijo: ¡Voló un angelito! Y no era cierto. Yo estaba aquí abajo, solita, muy asustada. ¿Verdad, Vicente? ¿Verdad que yo no digo mentiras?
VICENTE: ¡Dímelo a mí! Figúrense, yo llego aquí, todavía atarantado por los fogonazos, con mis heridas abiertas. . . ¿y qué veo? A Catita llorando: ¡quiero ver a mi mamá!, ¡quiero ver a mi mamá! ¡Qué guerra me dio esta niña!, con decirles que echaba de menos al enemigo. . .
VOZ: ¡Requiescat in pace! (Empiezan a poner las losas. La escena se oscurece paulatinamente).
CATITA: Estuvimos mucho tiempo solitos, ¿verdad, Vicente? No sabíamos qué pasaba, pero nadie vino nunca más.
JESUSITA: Ya te he dicho, Catita, nos fuimos a México, luego vino la Revolución. . .
CATlTA: Hasta que un día llegó Eva. Tú dijiste, Vicente, que era extranjera. . .
VICENTE: La situación era un poco tirante y Eva no nos decía ni una palabra.
EVA: También yo estaba cohibida. . . y además pensaba en Muni. . . y en mi casa. . . aquí estaba todo tan callado. (Silencio. Ponen la última losa.)
LIDIA: Y ahora, ¿qué hacemos?
VICENTE: Esperar.
LIDIA: ¿Esperar todavía?
GERTRUDIS: Sí, hija, ya irás viendo.
EVA: Verás todo lo que quieras ver, menos tu casa, con su mesa de pino blanco, y en las ventanas las olas y las velas de los barcos.
MUNI: ¿No estás contenta, Lili?
LIDIA: Sí.
MUNI: sobre todo de verte a ti. Cuando te vi, tirado aquella noche en el patio de la Comisaría. Con aquel olor a orines que venía de las losas rotas, y tú durmiendo en la camilla, entre los pies de los gendarmes, con tu pijama arrugado, y tu cara azul, me pregunté: ¿Por qué?, ¿por qué?
CATITA: También yo, Lili. Tampoco yo había visto a un muerto azul. Jesusita me contó después que el cianuro tiene muchos pinceles y sólo un tubo de color, ¡el azul!
JESUSITA: ¡Ya no molesten a este muchacho! El azul le va muy bien a los rubios.
MUNI: ¿Por qué, prima Lili? ¿No has visto a los perros callejeros caminar y caminar banquetas, buscando huesos en las carnicerías llenas de moscas, y el carnicero, con los dedos remojados en sangre a fuerza de destazar? Pues yo ya no quería caminar banquetas atroces buscando entre la sangre un hueso, ni ver las esquinas, apoyo de borrachos, miadores de perros. Yo quería una ciudad alegre, llena de soles y de lunas. Una ciudad sólida, como la casa que tuvimos de niños, con un sol en cada puerta, una luna para cada ventana y estrellas errantes en los cuartos. ¿Te acuerdas de ellas, Lili? Tenía un laberinto de risas. Su cocina era cruce de caminos; su jardín, cauce de todos los ríos; y ella toda el nacimiento de los pueblos. . .
LIDIA: ¡Un hogar sólido, Muni! Eso mismo quería yo. . . y ya sabes, me llevaron a una casa extraña. Y en ella no hallé sino relojes y unos ojos sin párpados, que me miraron durante años. . . Yo pulía los pisos, para no ver las miles de palabras muertas que las criadas barrían por las mañanas. Lustraba los espejos, para ahuyentar nuestras miradas hostiles. Esperaba que una mañana surgiera de su azogue la imagen amorosa. Abría libros, para abrir avenidas a aquel infierno circular. Bordaba servilletas, con iniciales enlazadas, para hallar el hilo mágico, irrompible, que hace de dos nombres uno...
MUNI: Lo sé, Lili.
LIDIA: Pero todo fue inútil. Los ojos furiosos no dejaron de mirarme nunca. Si pudiera encontrar a la araña que vivió en mi casa -me decía a mí misma-, con el hilo invisible que une la flor a la luz, la manzana al perfume, la mujer al hombre, cosería amorosos párpados que cerrarían los ojos que me miran, y esta casa entraría en el orden solar. Cada balcón sería una patria diferente; sus muebles florecerían: de sus copas brotarían surtidores; de las sábanas, alfombras mágicas para viajar al sueño; de las manos de mis niños, castillos, banderas y batallas. . . pero no encontré el hilo, Muni. . .
MUNI: Me lo dijiste en la Comisaría. En ese patio ajeno, lejos para siempre del otro patio, en cuyo cielo un campanario nos contaba las horas que nos iban quedando para el juego.
LIDIA: Sí, Muni, y en ti guardé el último día que fuimos niños. Después sólo quedó una Lidia sentada de cara a la pared, esperando…
MUNI: Tampoco yo pude crecer, vivir en las esquinas, yo quería mi casa. . .
EVA: También yo, Muni, hijo mío, quería un hogar sólido. Una casa que el mar golpeara todas las noches, ¡bum! ¡bum!, y ella riera con la risa de mi padre llena de peces y de redes.
MUNI: No estés triste, Lili. Hallarás el hilo, y hallarás a la araña.
CLEMENTE: ¿Lili, no estás contenta? Ahora tu casa es el centro del sol, el corazón de cada estrella, la raíz de todas las hierbas, el punto más sólido de cada piedra.
MUNI: Sí, Lili, todavía no lo sabes, pero de pronto no necesitas casa, ni necesitas río. No nadaremos en el río, seremos el río.
GERTRUDIS: A veces, hijita, tendrás mucho frío y serás la nieve cayendo en una ciudad desconocida, sobre tejados grises y gorros rojos.
CATITA: A mí lo que más me gusta es ser bombón en la boca de una niña. ¡O cardillo, para hacer llorar a los que leen cerca de una ventana!
MUNI: No te aflijas cuando tus ojos empiecen a desaparecer, porque entonces serás todos los ojos de los perros mirando pies absurdos.
JESUSITA: ¡Ay, hijita! ¡Ojalá y nunca te toque ser ojos de pez ciego en lo más profundo de los mares! No sabes la impresión terrible que tuve, era como ver y no ver cosas jamás pensadas.
CATITA: (Riéndose y palmoteando.) También te asustaste mucho cuando eras el gusano que te entraba y salía por la boca.
VICENTE: ¡Pues para mí lo peor ha sido ser el puñal del asesino!
JESUSITA: Ahora volverán las tuzas. No grites cuando tú misma corras por tu cara.
CLEMENTE: No le cuenten eso, la van a asustar. Da miedo aprender a ser todas las cosas.
GERTRUDIS: Sobre todo que en el mundo apenas si aprende uno a ser hombre.
LIDIA: ¿Y podré ser un pino con un nido de arañas y construir un hogar sólido?
CLEMENTE: ¡Claro! Y serás el pino y la escalera y el fuego. LIDIA: ¿Y luego?
JESUSITA: Luego Dios nos llamará a su seno.
CLEMENTE: Después de haber aprendido a ser todas las cosas, aparecerá la lanza de San Miguel, centro del universo y a su luz surgirán las huestes divinas de los ángeles, y entraremos en el orden celestial.
MUNI: Yo quiero ser el pliegue de la túnica de un ángel.
JESUSITA: Tu color irá muy bien, dará hermosos reflejos. ¿Y yo qué haré enfundada en este camisón?
CATITA: ¡Yo quiero ser el dedo índice de Dios Padre!
Todos a coro: ¡Niña!
EVA: ¡Y yo una ola salpicada de sal, convertida en nube!
LIDIA: Y yo los dedos costureros de la Virgen bordando. bordando. .
GERTRUDIS: Y yo la música del arpa de Santa Cecilia.
VICENTE: ¡Y yo el furor de la espada de San Gabriel!
CLEMENTE: Y yo una partícula de la piedra de San Pedro.
CATITA: ¡Y yo la ventana que mire al mundo!
JESUSITA: Ya no habrá mundo, Catita, porque todo eso lo seremos después del Juicio Final.
CATITA: (Llora) ¿Ya no habrá mundo? ¿Y cuándo lo voy a ver? Yo no vi nada, ni siquiera aprendí el silabario. Yo quiero que haya mundo.
VICENTE: ¡Velo ahora, Catita! (A lo lejos se oye una trompeta.)
JESUSITA: ¡Jesús, Virgen Purísima! La trompeta del Juicio Final. ¡Y yo en camisón! Perdóname, Dios mío, ¡esta impudicia!
LIDIA: No, abuelita, es el toque de queda. Hay un cuartel junto al panteón.
JESUSITA: ¡Ah sí, ya me lo habían dicho! Y siempre se me olvida. ¿A quién se le ocurre poner un cuartel tan cerca de nosotros? ¡Qué gobierno! ¡Se presta a tantas confusiones!
VICENTE: ¡El toque de queda! Me voy. Soy el Viento que abre todas las puertas que no abrí, que sube en remolino las escaleras que nunca subí, que corre por las calles nuevas para mi uniforme de oficial y levanta las faldas de las hermosas desconocidas. .. ¡Ah frescura! (Desaparece.)
JESUSITA: ¡Pícaro!
CLEMENTE: ¡Ah, la lluvia sobre el agua! (Desaparece.)
GERTRUDIS: ¡Leño en llamas! (Desaparece.)
MUNI: ¿Oyen? Aúlla un perro. ¡Ah. Melancolía! (Desaparece.)
CATITA: ¡La mesa donde cenan nueve niños! ¡Soy el juego!
JESUSITA: ¡El cogollito fresco de una lechuga!
(Desaparece.)
EVA: ¡Una botella que se hunde en el mar negro! (Desaparece.)
LIDIA: ¡Un hogar sólido! ¡Eso soy yo! ¡Las losas de mi tumba! (Desaparece.)


fin

El Gesticulador. Rodolfo Usigli. México.











EL GESTICULADOR
RODOLFO USIGLI


1938 
EL GESTICULADOR
(PIEZA PARA DEMAGOGOS EN TRES ACTOS)

Para Alfredo Gómez de la Vega, que tan noble proyección escénica y tan humana calidad supo dar a la figura de César Rubio.
 PERSONAJES:

El profesor César Rubio, 50 años
Elena, su esposa, 45 años
Miguel, su hijo, 22 años
Julia, su hija, 20 años
El profesor Oliver Bolton (norteamericano con acento español)
Un desconocido (El general Navarro)
Epigmenio Guzmán, presidente municipal
Salinas, Graza, Treviño, diputados locales
El licenciado Estrella, delegado y orador del Partido
Emeterio Rocha, viejo
León
Salas
La multitud.

ÉPOCA:  Hoy







ACTO PRIMERO

Los Rubio aparecen dando los últimos toques al  arreglo de la sala y el comedor de su casa, a la que han llegado el mismo día, procedentes de la capital. El calor es intenso. Los hombres están en mangas de camisa Todavía queda al centro de la escena un cajón que contiene libros. Los muebles son escasos y modestos: dos sillones y un sofá de tule, toscamente tallados a mano, hacen las veces de juego confortable, contrastando con algunas sillas vienesas, despintadas, y una mecedora de bejuco. Dos terceras partes de la escena representan la sala, mientras la tercera parte, al fondo, está dedicada al comedor. La división entre las dos piezas consiste en una especie de galería: unos arcos con pilares descubiertos, hechos de madera; con excepción del arco central, que hace función de pasaje, los otros están cerrados hasta la altura de un metro por tablas pintadas de un azul pálido y floreado, que el tiempo ha desleído y las moscas han manchado. Demasiado pobre para tener mosaicos o cemento, la casa tiene un piso de tipichil, o cemento doméstico, cuya desigualdad presta una actitud -dijérase- inquietante a los muebles.  El techo es de vigas.  La sala tiene, en primer término izquierda, una puerta que comunica con el exterior; un poco más arriba hay una ventana amplia; al centro de la pared derecha, un arco conduce a la escalera que lleva a las recámaras.
Al fondo de la escena, detrás de los arcos, es visible una ventana situada al  centro; una puerta, al fondo derecha, lleva a la pequeña cocina, en la que se supone que hay una salida hacia el solar característico del Norte. La casa es toda, visiblemente, una construcción de madera, sólida, pero no en muy buen estado. El aislamiento de su situación no permitió la tradicional fábrica de sillar; la modestia de los dueños, ni siquiera al la fábrica de adobe, frecuente en las regiones menos populosas del Norte. Elena Rubio, mujer bajita, robusta, de unos cuarenta y cinco años, con un trapo amarrado a la cabeza a guisa de cofia, sacude las sillas, cerca de la ventana derecha y las acomoda conforme termina; Julia, muchacha alta, de silueta  agradable aunque su rostro carece de atractivo, también con la cabeza cubierta, termina de arreglar el comedor. Al levantarse el telón puede vérsela de pie sobre una silla, colgando una lámina en la pared. La línea de su cuerpo se destaca con bastante vigor. No es propiamente la tradicional virgen provinciana, sino una mezcla curiosa de pudor y provocación, de represión y de fuego. César Rubio es moreno; su figura recuerda vagamente la de Emiliano Zapata y, en general, la de los hombres y las modas de 1910, aunque vista impersonalmente y sin moda. Su hijo Miguel parece más joven de lo que es; delgado y casi pequeño, es más bien un muchacho mal alimentado que fino. Está sentado sobre el cajón de los libros, enjugándose la frente.

CESAR.-¿Estás cansado, Miguel?
MIGUEL.-El calor es insoportable.
CESAR.-Es el calor del Norte que, en realidad, me hacía falta en México. Verás qué bien se vive aquí.
JULIA.-(Bajando) Lo dudo.
CESAR.-Sí, a ti no te ha gustado venir al pueblo.
JULIA.-A nadie le gusta ir a un desierto cuando tiene veinte años.
CESAR.-Hace veinticinco años era peor, y yo nací aquí y viví aquí. Ahora tenemos la carretera a un paso.
JULIA.- Sí,  podré ver pasar los automóviles como las vacas miran pasar los trenes de ferrocarril. Será una diversión.
CESAR.-(Mirándola fijamente) No me gusta que resientas tanto este viaje, que era necesario.
Elena se acerca.
JULIA.-Pero, ¿por qué era necesario? Te lo puedo decir, papá. Porque tú no conseguiste hacer dinero en México.
MIGUEL.-Piensas demasiado en el dinero.
JULIA.-A cambio de lo poco que el dinero piensa en mí. Es como en el amor, cuando nada más uno de los dos quiere.
CESAR.-¿Qué sabes tú del amor?
JULIA.-Demasiado. Sé que no me quieren. Pero en este desierto hasta podré parecer bonita.
ELENA.-(Acercándose a ella) No es la belleza lo único que hace acercarse a los hombres, Julia.
JULIA.-No... pero es lo único que no los hace alejarse.
ELENA.-De cualquier modo, no vamos a estar aquí toda la vida.
JULIA.-Claro que no, mamá. Vamos a estar toda la muerte. (César la mira pensativamente)
ELENA.-De nada te servía quedarte en México. Alejándote, en cambio, puedes conseguir que ese muchacho piense en ti.
JULIA.-Sí... con alivio, como en un dolor de muelas ya pasado. Ya no le doleré... y la extracción no le dolió tampoco.
MIGUEL.-(Levantándose de la caja) Si decidimos quejamos, creo que yo tengo mayores motivos que tú.
CESAR.-¿También tú has perdido algo por seguir a tu padre?
MIGUEL.-(Volviéndose a otro lado y encogiéndose de hombros) Nada... una carrera.
CESAR.-¿No cuentas los años que perdiste en la Universidad?
MIGUEL.-(Mirándolo) Son menos que los que tú has perdido en ella.
ELENA.-(Con reproche) Miguel.
CESAR.-Déjalo que hable.  Yo perdí todos esos años por mantener viva a mi familia... y por darte a ti una carrera... también un poco porque creía en la universidad como un ideal.  No te pido que lo comprendas, hijo mío, porque no podrías.  Para ti la universidad no fue nunca más que una huelga permanente.
MIGUEL.-Y para ti una esclavitud eterna.  Fueron los profesores como tú los que nos hicieron desear un cambio.
CESAR.-Claro, queríamos enseñar.
ELENA.-Nada te dio a ti la universidad, César, más que un sueldo que nunca nos ha alcanzado para vivir.
CESAR.-Todos se quejan, hasta tú.  Tú misma me crees un fracasado, ¿verdad?
ELENA.-No digas eso.
CESAR.-Mira las caras de tus hijos: ellos están enteramente de acuerdo con mi fracaso.  Me consideran como a un muerto.  Y, sin embargo, no hay un solo hombre en México que sepa todo lo que yo sé de la revolución.  Ahora se convencerán en la escuela, cuando mis sucesores demuestren su ignorancia.
MIGUEL.-¿Y de qué te ha servido saberlo?  Hubiera sido mejor que supieras menos de revolución, como los generales, y fueras general.  Así no hubiéramos tenido que venir aquí.
JULIA.-Así tendríamos dinero.
ELENA.-Miguel, hay que llevar arriba este cajón de libros.
MIGUEL.  Ahora ya hemos empezado a hablar, mamá, a decir la verdad.  No trates de impedirlo.  Más vale acabar de una vez.  Ahora es la verdad la que nos dice, la que nos grita a nosotros... y no podemos evitarlo.
CESAR.-Sí, más vale que hablemos claro.  No quiero ver a mi alrededor esas caras silenciosas que tenían en el tren, reprochándome el no ser general, el no ser bandido inclusive, a cambio de que tuviéramos dinero.  No quiero que volvamos a estar como en los últimos días en México, rodeados de pausas.  Déjalos que estallen y lo digan todo, porque también yo tengo mucho que decir, y lo diré.
ELENA.-Tú no tienes nada que decir ni que explicar a tus hijos, César.  Ni debes tomar así lo que ellos digan: nunca han tenido nada... nunca han podido hacer nada.
MIGUEL.-Sí, pero ¿por qué?  Porque nunca lo vimos a él poder nada, y porque él nunca tuvo nada.  Cada quien sigue el ejemplo que tiene.
JULIA.-¿Por culpa nuestra hemos tenido que venir a este desierto?  Te pregunto qué habíamos hecho nosotros, mamá.
CESAR.-Sí, ustedes quieren la capital; tienen miedo a vivir y a trabajar en un pueblo.  No es culpa de ustedes, sino mía por haber ido allá también, y es culpa de todos los que antes que yo han creído que es allá donde se triunfa.  Hasta los revolucionarios aseguran que las revoluciones sólo pueden ganarse en México.  Por eso vamos todos allá.  Pero ahora yo he visto que no es cierto, y por eso he vuelto a mi pueblo.
MIGUEL.-No... lo que has visto es que tú no ganaste nada; pero hay otros que han tenido éxito.
CESAR.-¿Lo tuviste tú?
MIGUEL.- No me dejaste tiempo.
CESAR.-¿De qué? ¿De convertirte en un líder estudiantil? Tonto, no es eso lo que se necesita para triunfar.
MIGUEL.- Es cierto, tú has tenido más tiempo que yo.
JULIA.- Aquí, ni con un siglo de vida haremos nada. (Se sienta con violencia)
CESAR.- ¿Qué has perdido tú por venir conmigo, Julia?
JULIA.-La vista del hombre a quien quiero.
ELENA.-Eso era precisamente lo que te tenía enferma, hija.
CESAR.-(En el centro, machacando un poco las palabras) Un profesor de universidad, con cuatro pesos diarios, que nunca pagaban a tiempo, en una universidad en descomposición, en la que nadie enseñaba ni nadie aprendía ya... una universidad sin clases.  Un hijo que pasó seis años en huelgas, quemando cohetes y gritando, sin estudiar nunca.  Una hija. . . (Se detiene)
JULIA.-Una hija fea.
Elena se sienta cerca de ella y la acaricia en la cabeza.  Julia se aparta de mal modo.
CESAR.-Una hija enamorada de un fifí de bailes que no la quiere.  Esto era México para nosotros. Y porque se me ocurre que podemos salvarnos todos volviendo al pueblo donde nací, donde tenemos por lo menos una casa que es nuestra, parece que he cometido un crimen.  Claramente les expliqué por qué quería venir aquí.
MIGUEL.-Eso es lo peor.  Si hubiéramos tenido que ir a un lugar fértil, a un campo; pero todavía venimos aquí por una ilusión tuya, por una cosa inconfesable...
CESAR.-¿Inconfesable? No conoces el precio de las palabras.  Va a haber elecciones en el Estado y yo podría encontrar un acomodo.  Conozco a todos los políticos que juegan... podré convencerlos de que funden una universidad, y quizá seré rector de ella
ELENA.-Ninguno de ellos te conoce, César
CESAR.-Alguno hay que fue condiscípulo mío.
ELENA.-¿Quién ha hecho nada por ti entre ellos?
CESAR.-No en balde he enseñado la historia de la revolución tantos años; no en balde he acumulado datos y documentos.  Sé tantas cosas sobre todos ellos, que tendrán que ayudarme.
MIGUEL.-(De espaldas al público) Eso es lo inconfesable.
CESAR.-(Dándole una bofetada) ¿Qué puedes reprocharme tú a mí? ¿Qué derecho tienes a juzgarme?
MIGUEL.-(Se vuelve lentamente hacía el frente conforme habla) El de la verdad.  Quiero vivir la verdad porque estoy harto de apariencias.  Siempre ha sido lo mismo.  De chico, cuando no tenía zapatos, no podía salir a la calle, porque mi padre era profesor de la universidad y qué irían a pensar los vecinos.  Cuando llegaba tu santo, mamá, y venían invitados, las sillas y los cubiertos eran prestados todos, porque había que proteger la buena reputación de la familia de un profesor universitario... y lo que se bebía y se comía era fiado, pero ¡qué pensarían las gentes si no hubiera habido de beber y de comer!
ELENA.- Miguel, no tienes derecho a reprocharnos el ser pobres.  Tu padre ha trabajado siempre para ti.
MIGUEL.-¡Pero si no es el ser pobres lo que les reprocho! ¡Si yo quería salir descalzo a jugar  con los demás chicos! Es la apariencia, la mentira lo que me hace sentirme así. ¡Y, además, era cómico! ¡ Era cómico porque no engañaban
a nadie... ni a los invitados que iban a sentarse en sus propias sillas, a comer con sus propios cubiertos... ni al tendero que nos fiaba las mercancías!  Todo el mundo lo sabía, y si no se reían  de ustedes era porque ellos eran igual y hacían lo mismo. ¡Pero era cómico!  (Se echa  a llorar y se deja caer en uno de los sillones)
JULIA.-(Levantándose) No sé qué puedes decir tú cuando  yo pasé por cosas peores... siempre mal vestida... y siendo, además, como soy... fea.
ELENA.- (Levantándose y yendo a ella) Hija, ¡no es cierto!
Le toma la cabeza y la besa.  Esta vez Julia se deja hacer.
CESAR.-(Después de una pausa) Hay que subir esos libros, Miguel. (Miguel se levanta, secándose los ojos, con gesto casi infantil, y entre los dos hombres levantan la caja) Déjanos pasar, Elena. (Elena se hace a un lado dejando libre el paso hacia la escalera.  En ese momento llaman a la puerta) ¿Han tocado? (Pequeño silencio durante el cual todos miran a la puerta. Nueva llamada.  César deja la caía en el suelo y contesta, mientras Miguel se aparta de la caja) ¿,Quién es?
LA VOZ DE BOLTON. –(Con un levísimo acento norteamericano) ¿Hay un teléfono aquí?  He tenido un accidente.
César se dirige a la puerta y abre. Aparece en el marco el profesor Oliver Bolton, de la Universidad de Harvard. Tiene treinta años y una agradable apariencia deportiva.  Es de un rubio muy quemado por largos baños de sol, y viste un ligero traje de verano.
CESAR.-Pase usted.
BOLTON.-(Entrando) Siento mucho molestar, pero hago mi primer viaje a su hermoso país en automóvil, y mi coche... descompuesto en la carretera. ¿Puedo telefonear?
CESAR.-No tenemos teléfono aquí. Lo siento.
BOLTON.- Oh, yo puedo reparar el coche, (sonríe) pero está todo oscuro ahora.  Tendría que esperar hasta mañana. ¿Hay un hotel cerca?
CESAR.-No. No encontrará usted nada en varios kilómetros.
BOLTON.- (Sonriendo con vacilación) Entonces... odio imponerme a la gente. pero quizá podría pasar la noche aquí... si ustedes quieren, como en un hotel.  Me permitirán pagar.
CESAR.-(Después de una pequeña pausa y un cambio de miradas con Elena) No será necesario, pero estamos recién instalados y no tenemos muebles suficientes.
MIGUEL.-Puede dormir en mi cama.  Yo dormiré aquí. (Señala el sofá de tule)
BOLTON.-(Sonriendo) Oh, no... mucha molestia.  Yo dormiré aquí.
CESAR.-No será ninguna molestia. Mi hijo le cederá su cama; nos arreglaremos.
BOLTON.-¿Es seguro que no es molestia?
MIGUEL.-Seguro.
BOLTON.-Gracias. Entonces traeré mi equipaje del coche.
CESAR.-Acompáñalo, Miguel.
BOLTON.-Gracias. Mi nombre es Oliver Bolton. (Hace un saludo y sale; Miguel lo sigue)
ELENA.-No debiste recibirlo en esa forma.  No sabemos quién es.
CESAR.-No; pero pensaría muy mal de México si la primera casa a donde llega le cerrara sus puertas.
ELENA.-Esto lo enseñaría a no llegar a casas pobres. Yo no podría hacer esto, dormir en casa ajena.
CESAR.-Parece decente, además.
ELENA.-Con los americanos nunca sabe uno: todos visten bien, todos visten igual, todos tienen autos. Para mí son como chinos; todos iguales. Voy a poner sábanas en la cama de Miguel. (Sale por la puerta izquierda)
Julia, que se había sentado junto a la ventana, se levanta y se dirige hacía la misma puerta.  César, sin mirarla de frente, la llama a media voz.
CESAR.-Julia...
JULIA.-(En la puerta, sin volverse) Mande.
CESAR.-Ven acá. (Ella se acerca; él se sienta en el sofá) Siéntate, quiero hablar contigo.
JULIA.-(Automática) No nos ha quedado mucho que decir, ¿verdad?
CESAR.-Julia, ¿no te arrepientes un poco de haber tratado con tanta dureza a tu padre?
JULIA.-Pregúntale a Miguel si él se arrepiente. Todo esto tenía que suceder algún día.  Hoy es igual, que mañana.  Me arrepiento de haber nacido.
CESAR.-¡Hija! Sólo la juventud puede hablar así. Exageras porque te humillaría que tu tragedia no fuera grandiosa. Todo porque un muchacho sin cabeza no te ha querido. (Julia se vuelve a otro lado) Y bien, déjame decirte una cosa: no se fijó en ti, no te vio bien.
JULIA.-No hablemos más de eso. (Con amargura) No hizo más que verme.  Si no me hubiera visto...
CESAR.-Quiero que sepas que al venir aquí lo he hecho también pensando en ti, en ustedes...
JULIA.-Gracias...
CESAR.-Si crees que no comprendo que he fracasado en mi vida... si crees que me parece justo que ustedes paguen por mis fracasos, te equivocas.  Yo también lo quiero todo para ti.  Si crees que no saldremos de este lugar a algo mejor, te equivocas.  Estoy dispuesto a todo para asegurar tu porvenir.
JULIA.-(Levantándose) Gracias, papá. ¿Es eso todo?                                                    
CESAR.-(Deteniéndola por un brazo) Si crees que eres fea, te equivocas, Julia.  Quizá no debería yo decirte esto... pero (bajando mucho la voz) tienes un cuerpo admirable... eso es lo que importa. (Se limpia la garganta)
JULIA.-(Desasiéndose, lo mira) ¿Por qué me dices eso?
CESAR.-(Mírándola a los ojos, lentamente) Porque no te conoces, porque no tienes conciencia de ti.  Porque soy el único hombre que hay aquí para decírtelo.  Miguel no sabe... y aquel otro, imbécil, no se fijó en ti. (Mira a otro lado) Tienes lo que los hombres buscamos, y eres inteligente.
JULIA.-(Con voz blanca) Pareces otro de repente, papá.
CESAR.-A veces soy un hombre todavía.  Serás feliz, Julia, te lo juro.
JULIA.-Me avergüenza guardarte rencor, padre, por haberme hecho nacer. . ..pero lo que siento es algo contra mí, no contra ti...¡Siento tanto no poder felicitarte por tener una hija bonita!  A veces me asfixio, me siento como si no fuera yo más que una cara fea... (César la acaricia ligeramente) monstruosa, sin cuerpo. Pero no te odio, créelo, ¡no te odio! (Lo besa)
CESAR.-He pensado muchas veces, viéndote crecer, que pudiste ser la hija de un hombre ilustre, único en su tipo; pero ya ves: todo lo que sé no me ha servido de nada hasta ahora. Mi conocimiento me parece a. menudo una podredumbre interior, porque no he podido crear nada con lo que sé. . . ni siquiera un libro.
JULIA.-Nos parecemos mucho, ¿verdad?
CESAR.-Quizá eso es lo que nos aleja, Julia.
JULIA.- (Con un arrebato casi infantil, el primero) ¡Pero no nos alejará ya! ¡Te lo prometo! De cualquier modo, no quiero quedarme mucho tiempo aquí.  Prométeme...
CESAR.-Te lo prometo... pero a tu vez prométeme tener paciencia, Julia.
JULIA.-Sí. (Con una sonrisa amarga) Pero... ¿sabes por qué me siento tan mal aquí, como si llevara un siglo en esta casa? Porque todo esto es para mí como
un espejo enorme en el que me estoy viendo siempre.
CESAR.-Tienes que olvidar esas ideas. Yo haré que las olvides.
Se oye a Elena bajar la escalera.
LA VOZ DE ELENA.-César, ¿crees que ya habrá cenado este gringo? (Entra) No tenemos mucho, sabes.
CESAR.-Habrá que ofrecerle. Qué diría si no...Mañana iremos al pueblo por provisiones, y yo averiguaré dónde está Navarro para ir a verlo y arreglar trabajo de una vez.
ELENA.-¿Navarro?
CESAR.-El general, según él. Es un bandido, pero es el posible candidato... el que tiene más probabilidades. No se acordará de mí; tendré que hacerle recordar... Esto es como volver a nacer, Elena, empezar de nuevo; pero en México empieza uno de nuevo todos los días.
ELENA.-(Moviendo la cabeza) Miguel tiene razón; si esto fuera campo, sería mucho mejor para todos.  No tendrías que meterte en política
CESAR.-En México todo es política... la política es el clima, el aire.
ELENA.-No sé.  Creo que a pesar de todo habría preferido que siguieras en la universidad...
CESAR.-¿Olvidas que en la última crisis me echaron?
ELENA.-Quizá si hubieras esperado un poco, hablado con el nuevo rector, te habrían devuelto tu puesto.
CESAR.-¿Cuatro pesos?  La pobreza segura.
ELENA.-Segura, tú lo has dicho.
JULIA.-(Con un estremecimiento) No... la pobreza no. Yo creo que es mejor, después de todo, que hayamos venido aquí.  Es un cambio.
ELENA.-Hace un momento te quejabas.
JULIA.-Pero es un cambio.
CESAR.-No sé por qué, pero tengo la seguridad de que algo va a ocurrir aquí.
ELENA.-Voy a preparar la cena. Ojalá no te equivoques, César.
CESAR.-¿Por qué no dices "de nuevo"?
ELENA.-.(Tomándole la mano y oprimiéndosela con ternura) Siempre tienes esa idea. Es absurdo. Si fuera yo más joven, acabarías por influirme. (Se desprende) Ayúdame, Julia.
Las mujeres pasan al comedor y de allí a la cocina.

César toma un libro del cajón, lo hojea, se encoge de hombros y vuelve a arrojarlo en él.
CESAR.-No quedó lugar donde poner mis libros, ¿verdad? (Espera un momento la respuesta que no viene) ¿No quedó lugar...?
Se dirige al hablar hacia el comedor, cuando entran Miguel y Bolton llevando una maleta cada uno.
BOLTON. - Aquí estamos,
CESAR.-¿Ha cenado usted, señor ... ?
BOLTON.-Bolton, Oliver Bolton. (Deja la maleta y mientras habla saca de su cartera una tarjeta que entrega a César) Tomé algo esta tarde en el camino, gracias. Odio molestar.
CESAR.-(Mirando la tarjeta) Un bocado no le caerá mal. Veo que es usted profesor de la Universidad de Harvard.
BOLTON.- Oh, sí.  De historia latinoamericana. (Recogiendo su maleta) Voy a asearme un poco. ¿Usted permite?
MIGUEL.-Arriba hay un lavabo. Me adelanto para enseñarle el camino. (Lo hace)
BOLTON.-Gracias.
Los dos salen. Se les oye subir la escalera. César mira y remira la tarjeta y teniéndola entre los dedos de la mano derecha golpea con ella su mano izquierda. Una sonrisa bastante peculiar se detiene por un momento en sus labios. Se guarda la tarjeta y empuja el cajón de libros hasta el comedor, en uno de cuyos rincones lo coloca. Mientras lo hace, Elena pasa de la cocina al comedor buscando unos platos.
ELENA.  Me pareció que me hablabas hace un momento.
CESAR.-No.
ELENA.- ¿ Has puesto los libros aquí? Estorbarán, y no quedó lugar para el librero, sabes.
CESAR.- (Después de una pequeña pausa) Eso era lo que quería preguntarte.
ELENA.- Creí que te enojarías.
CESAR.- Es curioso, Elena.
ELENA.- ¿ Qué?
CESAR.- Este americano es profesor de historia, también...profesor de historia latinoamericana en su país.
ELENA.- (Sonriendo) Entonces será pobre.
CESAR.- ¿Otro reproche?
ELENA.- ¡No! Ya sabes que yo no tomo en serio esas cosas que tanto atormentan a Julia y a ti. Se es pobre como s es morena...y yo nunca he tenido la idea de teñirme el pelo.
CESAR.- Es que crees que no haré dinero nunca.
ELENA.- No lo creo, (con ternura) lo sé, señor Rubio, y estoy tranquila. Por eso me da recelo que te metas en cosas de política.
CESAR.- No tendría yo que hacerlo si fuera profesor universitario en los Estados Unidos, si ganara lo que este gringo, que es bastante joven. ( Elena se dirige sin contestar a la puerta de la cocina) Elena...
ELENA.- Tengo que ir a la cocina. ¿ Qué quieres?
CESAR.- Estaba yo pensando que quizás...Ya sabes cuánto se interesan los americanos por las cosas de México.
ELENA.- Si no se interesaran tanto sería mucho mejor.
CESAR.- Escucha. Estaba yo pensando que quizás este hombre pueda conseguirme algo allá...una clase de historia de la revolución mexicana. Sería magnífico.  
ELENA.-Desde luego: podrías aprender inglés.  Despierta, César, y déjame preparar la cena.
CESAR.-¿Por qué me lo echas todo abajo siempre?
ELENA.-Para que no te caigas tú.  Me da miedo que te hagas ilusiones con esa velocidad... Siempre has estado enfermo de eso, y siempre he hecho lo que he podido por curarte.
CESAR.-¿Pero no te das cuenta?  No hay un hombre en el mundo que conozca mi materia como yo.  Ellos lo apreciarían.
Elena lo mira sonriendo y sale. César vuelve a sacar la tarjeta de Bolton, la mira y le da vueltas entre los dedos mientras pasa a la sala.  Miguel regresa al mismo tiempo.
MIGUEL.-(Seco) ¿Quieres que subamos los libros?
CESAR.-(Abstraído en su sueño) ¿Qué?
MIGUEL.-Los libros. ¿Quieres que los subamos?
CESAR.-No... después... los he arrinconado en el comedor.
Se sienta y saca del bolsillo un paquete de cigarros de hoja y lía uno metódicamente.
MIGUEL.-(Acercándose un paso) Papá.
CESAR.-(Encendiendo su cigarro) ¿Qué hay?
MIGUEL.-He reflexionado mientras acompañaba al americano y él hablaba.
CESAR.-(Distraído) Habla notablemente bien el español, ¿te has fijado que pronuncia la ce?
MIGUEL.-Probablemente no tenía yo derecho a decirte todas las cosas que te dije, y he decidido irme.
CESAR.-¿Adónde?
MIGUEL.-Quiero trabajar en alguna parte.
CESAR.-¿Te vas por arrepentimiento? (Miguel no contesta) ¿Es por eso?
MIGUEL.-Creo que es lo mejor.  Ves... te he perdido el respeto.
CESAR.-Creí que no te habías dado cuenta.
MIGUEL.-Pero yo no puedo imponerte mis puntos de vista... no puedo dirigir tu conducta.
CESAR.-Ah.
MIGUEL.-Reconozco tu libertad, déjame libre tú también. Quiero dedicar mi tiempo a mi vida.
CESAR.-¿Cómo la dirigirás?
MIGUEL.-(Obstinado) Después de lo que nos hemos dicho... y me has pegado...
CESAR.-(Mirando su mano) Hace mucho que no lo hacía.  Pero no es esa tu única razón.  Cuando nos vimos frente a frente durante aquella huelga... tú entre los estudiantes, yo con el orden... me dijiste cosas peores... un discurso, Y sin embargo, volviste a cenar a casa muy tarde. Yo te esperé. Me pediste perdón.  No pensaste en irte...
MIGUEL.-Era otra situación.  No quiero seguir viviendo en la mentira.
CESAR.-En esta mentira; pero hay otras. ¿Ya escogiste la tuya?  Antes era la indisciplina, la huelga.
MIGUEL.-Eso era por lo menos un impulso hacia la verdad.
CESAR.-Hacia lo que tú creías que era la verdad.  Pero ¿qué frutos te ha dado hasta ahora?
MIGUEL.-No sé... no me importa.  No quiero vivir en tu mentira ya, en la que vas a cometer, sino en la mía. (Violentamente, en un arrebato infantil de los característicos en él) Papá, si tú quisieras prometerme ...que no harás nada...(Le echa un brazo al cuello)
CESAR..-Nada  ¿de qué?
MIGUEL.-De lo que quieres hacer aquí con los políticos. Lo dijiste una vez en México y esta noche de nuevo.
CESAR.-No sé de qué hablas.
MIGUEL.-Sí lo sabes.  Quieres usar lo que sabes de ellos para conseguir un buen empleo.  Eso es... (baja la voz) chantaje.
CESAR.-(Auténticamente avergonzado por un momento) No hables así.
MIGUEL.-(Vehemente, apretando el brazo de su padre) Entonces dime que no harás nada de eso. ¡Dímelo!  Yo te prometo trabajar, ayudarte en todo, cambiar...
CESAR.-(Tomándole la barba como a un niño) Está bien, hijo.
MIGUEL.-(Cálido) ¿Me lo juras?
CESAR.-Te prometo no hacer nada que no sea honrado.
MIGUEL.-Gracias, papá. (Se aleja como para irse. Se vuelve de pronto y corre a él) Perdóname todo lo que dije antes. (Se oye bajar a Bolton)
CESAR.- (Dándole la mano) Ve a asearte un poco para cenar.
BOLTON.-(Entrando) ¿No interrumpo?
CESAR.-Pase usted, siéntese. (Bolton lo hace) ¿Un cigarro?
BOLTON.-¡Oh, de hoja! (Ríe) No sé arreglarlos, gracias. (Saca los suyos) Mucho calor  ¿eh? ¿Fuma usted? (Ofreciendo la caja a Miguel)
MIGUEL.-No, gracias.  Con permiso. (Sale por la izquierda)
CESAR.-(Dándole fuego) ¿De modo que usted enseña historia latinoamericana, profesor?
BOLTON.-Es mi pasión; pero me interesa especialmente la historia de México.  Un país increíble, lleno de maravillas y de monstruos. Si usted supiera qué poco se conocen las cosas de México en mi tierra (pronuncia Mehico), sobre todo en el Este.  Por esto he venido aquí.
CESAR.-¿A investigar?
BOLTON.-(Satisfecho de explicarse y de entrar en su materia) Hay dos casos extraordinarios, muy interesantes para mí, en la historia contemporánea de México.  Entonces, mi universidad me manda en busca de datos, y, además, tengo una beca para hacer un libro.
CESAR.-¿Puedo saber a qué casos se refiere usted?
BOLTON.-¿Por qué no? (Ríe) Pero si usted sabe algo, se lo quitaré.  Un caso es el de Ambrose Bierce, este americano que viene a México, que se une a Pancho Villa y lo sigue un tiempo.  Para mí, Bierce descubrió algo irregular, algo malo en Villa, y por esto Villa lo hizo matar. Una gran pérdida para los Estados Unidos. Hombre interesante.  Bierce, gran escritor crítico.  Escribió el Devil's Dictionary.  Bueno, él tenía esta gran ilusión de Pancho Villa como justiciero; quizá sufrió un desengaño, y lo dijo: era un crítico. Y Villa era como los dioses de la guerra, que no quieren ser criticados... y era un hombre, y tampoco los hombres quieren ser criticados, y lo mató.
CESAR.-Pero no hay ninguna certeza de eso. Ambrose Bierce llegó a México en noviembre de 1913; se reunió con las fuerzas de Villa en seguida, y desapareció a raíz de la batalla de Ojinaga.  Fueron muchas las bajas; los muertos fueron enterrados apresuradamente, o abandonados y quemados después, sin identificar.  Con toda probabilidad, Bierce fue uno de ellos. O bien, fue fusilado por Urbina en 1915, cuando intentó pasarse al ejército Constitucionalista.  Pero Villa nada tuvo que ver en ello.
B0LTON.-Mi tesis es más romántica, quizás; pero Bierce no era hombre para desaparecer así, en batalla, por accidente.  Para mí, fue deliberadamente destruido.  Destruido es la palabra.  Y no era un traidor.  Sin embargo, usted parece  bien enterado.
CESAR.-(Con una sonrisa) Algo. Tengo algunos documentos sobre los extranjeros que acompañaron a Villa... Santos Chocano, Ambrose Bierce, John Reed...
BOLTON.-¿Es posible? ¡Oh, pero entonces usted me será utilísimo!  Quizá sabe algo también sobre el otro caso.
CESAR.-¿Cuál es el otro caso?
BOLTON.-El de un hombre extraordinario. Un general mexicano, joven, el más grande revolucionario, que inició la revolución en el Norte, hizo comprender a Madero la necesidad de una revolución, dominó a Villa. A los veintitrés años era general.  Y también desapareció una noche... destruido como Ambrose Bierce.
CESAR.-(Pausadamente) ¿Se refiere usted a César Rubio?
BOLTON.-¡Oh, pero usted sabe!  Si yo pudiera encontrar documentos sobre él, los pagaría muy caros; mi universidad me respalda.  Porque todos creen hasta hoy, que César Rubio es una... saga, un mito.
CESAR.-(Echando la cabeza hacia atrás, con el gesto de recordar) General a los veintitrés años, y el más extraordinario de todos, es cierto.  Pocas gentes saben que se levantó en armas precisamente a raíz de la entrevista Creelman-Díaz, el 5 de septiembre de 1908.  Se levantó aquí, en el Norte, y se dirigió a Monterrey con cien hombres.  En Hidalgo... mientras el general Díaz y cada gobernador repetían el grito de independencia, un destacamento federal barrió a todos los hombres de César Rubio.  Sólo él y dos compañeros suyos quedaron con vida.
BOLTON. (Anhelante) Sí, sí.
CESAR.-César fue entonces a Piedras Negras, donde entrevistó a don Pancho Madero y lo convenció de la necesidad de un cambio, de una revolución.  Madero, se decidió entonces, y sólo entonces, a publicar La sucesión presidencial.  Mientras en todo el país se celebraban las fiestas del Centenario, Rubio sostuvo las primeras batallas, recorrió toda la República, puso en movimiento a Madero, agitó a algunos diputados y preparó las jornadas de noviembre.  No hubo un solo disfraz que no usara, una sola acción que no acometiera, aunque lo perseguía toda la policía porfirista.
BOLTON.-(Excitadísimo) ¿Está usted seguro? ¿Tiene documentos?
CESAR.-Tengo documentos.
BOLTON.-Pero entonces, esto es maravilloso... usted sabe más que ningún historiador mexicano.
CESAR.-(Con una sonrisa extraña) Tengo mis motivos.
Entra Elena de la cocina, y aunque sin escuchar ostensiblemente, sigue la conversación a la vez que sale y regresa, disponiendo la mesa para la cena.  César se vuelve con molestia para ver quien ha entrado.
BOLTON.-Pero lo más interesante de Rubio no es esto.
CESAR.-¿Se refiere usted a su crítica del gobierno de Madero?
BOLTON.-No, no; eso, como el levantamiento contra Huerta, como sus... (busca la palabra) sus disensiones con Carranza, Villa y Zapata, pertenecen a su fuerte carácter.
CESAR.-¿A qué se refiere usted entonces? (Elena sale)
BOLTON.-A su desaparición misma, a su destrucción... una cosa tan fuera de su carácter, que no puede explicarse. ¿Por qué desapareció este hombre en
un momento tan decisivo de la revolución, para dejar el control a Carranza?
No creo que haya muerto; pero si murió, ¿cómo, por qué murió?
CESAR.-(Soñador):Sí, fue el momento decisivo, ¿verdad?... una noche de noviembre de 1914.
BOLTON.-¿Sabe usted algo sobre eso?  Dígamelo, deme documentos.  Mi universidad los pagará bien. (Vuelve Elena, César la ve)
CESAR.-(Despertando) Su universidad...   Hace poco hablaba yo a mi esposa de las universidades de ustedes... Son grandes.
BOLTON.-¡Oh! Fuera de Harvard, usted sabe... distinguidas quizá, pero jóvenes, demasiado jóvenes.  Pero hábleme más de este asunto. (César se vuelve a mirar hacía Elena, que en este momento permanece de espaldas pero en toda apariencia sin hacer nada que le impida escuchar) No tenga usted recelo a darme informes.  Mi universidad tiene mucho dinero para invertir en esto.
CESAR.-Una noche de noviembre de 1914... Pronto hará veinticuatro años. (Vuelve a mirar hacia Elena, que dispone la mesa) ¿Por qué tiene usted tanto interés en esto?
BOLTON.-Personalmente tengo más que interés... entusiasmo por México, una pasión; pero ningún hombre en México me ha interesado como este César Rubio. (Ríe) He acabado por contagiar a toda mi universidad de entusiasmo por este héroe. (Elena sale y regresa en seguida, fingiéndose atareada)
CESAR.-(Observando a Elena mientras habla) ¿Y por qué este héroe y no otro más tradicional, más... convencional, como Villa, o Madero, o Zapata?  Ustedes los americanos admiran mucho a Villa desde que hizo andar a Pershing a salto de mata.
BOLTON.-(Sonriendo) Pero, ¿no comprende usted, que sabe tanto de César Rubio?  El es el hombre que explica la revolución mexicana, que tiene un concepto total de la revolución y que no la hace por cuestión del gobierno, como unos, ni para el Sur, como otros, ni para satisfacer una pasión destructiva.  Es el único caudillo que no es político, ni un simple militarista, ni una fuerza ciega de la naturaleza... y sin embargo (Elena sale) manda a los políticos, somete a los bandidos, es un gran militar... pacifista si puedo decir así.
CESAR.-Decía usted que su universidad tiene mucho dinero... ¿Cuánto, por ejemplo?
BOLTON.-(Un poco desconcertado por lo directo de la pregunta) No sé.. A  mí me han dado una suma para mi trabajo de búsqueda, pero podría consultar... si viera los documentos.
Julia entra a la cocina, cruza y se dirige a la puerta izquierda, saliendo.  César la sigue con la vista, sin dejar de hablar, hasta que desaparece.
CESAR.-Parece que desconfía usted.
BOLTON.-No soy yo quien puede comprar, es Harvard.
CESAR.-(Dudando) Ustedes lo compran todo.
BOLTON.-(Sonriendo) ¿Por qué no, si es para la cultura?
CESAR.-Los códices, los manuscritos, los incunables, las joyas arqueológicas de México; comprarían a Taxco, si pudieran llevárselo a su casa.  Ahora le toca el turno a la verdad sobre César Rubio.
BOLTON.-(Ante lo inesperado del ataque) No entiendo. ¿Está usted ofendido?  Hace un momento parecía comunicativo.
CESAR.-También a mí me apasiona el tema.  Pero todo lo que poseo es la verdad sobre César Rubio... y no podría darla por poco dinero... ni sin ciertas condiciones.
BOLTON.-Yo haré lo posible por hacer frente a ellas.
CESAR.-(Desilusionado) Ya sabía yo que regatearía usted.
BOLTON.-Perdón, es una expresión inglesa... hacer frente a sus condiciones, es decir... (buscando) ¡oh!, satisfacerlas.
CESAR.-Eso es diferente. (Reenciende su cigarro de hoja) Pero, ¿tiene usted una idea de la suma?
BOLTON.-(Incómodo: esta actitud en un mexicano es inesperada) No sé bien. Dos mil dólares... tres mil tal vez...
CESAR.-(Levantándose) Se me figura que tendrá usted que buscar sus informes en otra parte... y que no los encontrará
BOLTON.-Oh, siento mucho. (Se levanta) Si es una cuestión de dinero podrá arreglarse.  La universidad está interesada. . . yo estoy... apasionado, le digo. ¿Por qué no dice usted una cifra? (Elena  entra de la cocina)
CESAR.-Yo diría una. (Mirando hacía Elena y bajando la voz, con cierta impaciencia) Yo diría diez.
BOLTON.-(Arqueando las cejas) ¡Oh, oh!  Es mucho. (Con sincero desaliento) Temo que no aceptarán pagar tanto.
CESAR.-(Haciendo seña de salir a Elena, que lo mira) Entonces lo dejaremos allí, señor... (Busca la tarjeta del norteamericano en las bolsas de su pantalón, la encuentra, la mira) señor Bolton. (Juega con la tarjeta)
BOLTON.-Sin embargo, yo puedo intentar... intentaré...                                                      
CESAR.-Una noche de noviembre de. 1914, señor Bolton -la noche del 17 de noviembre, para ser preciso-, César Rubio atravesaba con su asistente y dos ayudantes un paso de la sierra de Nuevo León para dirigirse a Monterrey y de allí a México, donde tenía cita con Carranza. Había mandado por delante un destacamento explorador, y a varios kilómetros lo seguía el grueso de sus fuerzas.  En ese momento, Rubio tenía el contingente mejor organizado y más numeroso, y todos los triunfos en la mano.  Era el hombre de la situación.  Sin embargo, su ejército no lo alcanzó nunca, aunque siguió adelante esperando encontrarlo.  Cuando se reunió con el destacamento explorador en San Luis Potosí diez días después, la, oficialidad se enteró de que su jefe había desaparecido.  Con él desaparecieron sus dos ayudantes, uno de los cuales era su favorito, y su asistente.
BOLTON.-Pero ¿qué pasó...con él?
CESAR.-Eso es lo que vale diez mil dólares.
BOLTON.-(Excitado) Yo le ofrezco a usted completar esa suma con el dinero de mi beca, con una parte de mis ahorros, sí la universidad paga más de seis. ¿Tiene usted confianza?
CESAR.-Sí.
BOLTON.-¿Tiene usted documentos?
CESAR.-(Después de una breve duda) Sí.
BOLTON.-Entonces dígame... me quemo por saber...
CESAR.-En un punto que puedo enseñarle, el ayudante favorito de César Rubio disparó tres veces sobre él y una sobre el asistente, que quedó ciego.
BOLTON.-¿Y qué pasó con el otro ayudante?  Usted dijo dos.
CESAR.-(Vivamente) No... uno, su ayudante favorito.  Rubio, antes de morir, alcanzó a matarlo... era el capitán Solís.
BOLTON.-Pero usted decía que el ejército no se reunió nunca con César Rubio.  Si seguía el mismo camino, tuvo que encontrar los cuerpos.  Y se sabe que el cuerpo de él no apareció nunca; no sé los otros.
CESAR.-Cuando usted vea el lugar, comprenderá.  Rubio se desvió del camino sin darse cuenta, conversando con el ayudante.  Más bien, el ayudante se encargó de desviarlo. Seguían marchando hacia Monterrey, pero no en línea recta.  Se apartaron cuando menos un kilómetro hacia los montes
BOLTON.-Pero, ¿quién ordenó este crimen?
CESAR.-Todo... las circunstancias, los caudillos que se odiaban y procuraban exterminarse entre sí. . . y que se asociaron contra él.
BOLTON.-¿Y los cuerpos, entonces?
CESAR.-Los cuerpos se pudrieron en el sitio en una oquedad de la falda de un cerro.
BOLTON.-¿El asistente?
CESAR.-Escapó, ciego.  El registró los cadáveres cuando su dolor físico se lo permitió... él me contó a mí la historia.
BOLTON.-¿Y qué documentos tiene usted?
CESAR.-Tengo actas municipales acerca de sus asaltos, informes de sus escaramuzas y combates, versiones taquigráficas de sus entrevistas,  una de ellas con Madero, otra con Carranza.  El capitán Solis era un buen taquígrafo.
BOLTON.-No, no.  Quiero decir. . , ¿qué pruebas de su muerte?
CESAR.-Los papeles de identificación de Cesar Rubio... un telegrama manchado con su sangre, por el que Carranza lo citaba en México para diciembre.
BOLTON.-¿Nada más? .
CESAR.-Solís tenia también un telegrama en clave, que he logrado descifrar, donde le ofrecían un ascenso y dinero si pasaba algo que no se menciona...pero sin firma.
BOLTON.-¿Eso es todo lo que tiene? (Súbitamente desconfiado) ¿Por qué está usted tan íntimamente enterado de estas cosas?
CESAR.-El asistente ciego me lo dijo todo.
BOLTON.-No... digo todas estas cosas... antes me ha dicho usted detalles desconocidos de la vida de César Rubio que ningún historiador menciona. ¿Cómo ha hecho usted para saber?
CESAR.-(Con su sonrisa extraña) Soy profesor de historia, como usted, y he trabajado muchos años.
BOLTON.-iOh, somos colegas! ¡Me alegro!  Es indudable que entonces... ¿Por qué no ha puesto usted todo esto en un libro?
CESAR.-No lo sé... inercia; la idea de que hay demasiados libros me lo impide quizás... o soy infecundo, simplemente.
BOLTON.-No es verosímil. (Se golpea los muslos con las manos y se levanta) Perdóneme, pero no lo creo.
CESAR.-(Levantándose) ¿Cómo?
BOLTON--NO lo creo... no es posible.
CESAR.-No entiendo.
BOLTON.-Además, es contra toda lógica.
CESAR.-¿Qué?
BOLTON.-Esto que usted cuenta.  No es lógico un historiador que no escribe lo que sabe.  Perdone, profesor, no creo.
CESAR.-Es usted muy dueño.
BOLTON.-Luego, estos documentos de que habla no valen diez mil dólares... que son cincuenta mil pesos, perdone mi traducción... ni prueban la muerte de Rubio.
CESAR.-Entonces, busque usted por otro lado.
BOLTON.-(Brillante) Tampoco es lógico, sobre todo.  Usted sabe qué hombre era César Rubio. . . el caudillo total, el hombre elegido. ¿Y qué me da?  Un hombre como él, matado a tiros en una emboscada por su ayudante favorito.
CESAR.-No es el único caso en la revolución.
BOLTON.-(Escéptico) No, no. ¿El, que era el amo de la revolución, muere así nada más, cuando más necesario era?  Me habla usted de cadáveres desaparecidos, que nadie ha visto, de papeles que no son prueba de su muerte.
CESAR.-Pide usted demasiado.
BOLTON.-EL enigma es grande.  Y la teoría parece absurda.  No corresponde al carácter de un hombre como Rubio, con una voluntad tan magnífica de vivir, de hacer una revolución sana; no corresponde a su destino.  No lo creo. (Se sienta con mal humor y desilusión en uno de los sillones)
CESAR.. –(Después de una pausa) Tiene usted razón; no corresponde a su carácter ni a su destino. (Pausa.  Pasea un poco) Y bien, voy a decirle la verdad.
BOLTON.-(Iluminado) Yo sabía que eso no podía ser cierto.
CESAR.-La verdad es que César Rubio no murió de sus heridas.
BOLTON.-¿Cómo explica usted su desaparición entonces? ¿Un secuestro hasta que Carranza ganó la revolución?
CESAR.-(Con lentitud, como reconstruyendo) Rubio salió de la sierra con su asistente ciego.
BOLTON.-Pero, ¿por qué no volvió a aparecer?  No era capaz de emigrar, ni de esconderse.
CESAR.-(Dubitativo, pausado) En efecto... no era capaz.  Sus heridas no tenían gravedad; pero enfermó a consecuencia de ellas. . . del descuido inevitable... tres, cuatro meses.  Entretanto, Carranza promulgó la ley del 6 de enero de 1915, en Veracruz, como último recurso, y ganó la primera jefatura de la revolución.  Esto agravó la enfermedad de César, y...
BOLTON.-¡No me diga usted ahora que murió de enfermedad, en su cama, como... como un profesor!
CESAR.-(Mirándolo extrañamente) ¿Qué quiere usted que le diga, entonces?
BOLTON.-LA verdad. . . si es que usted la sabe.  Una verdad que corresponda al carácter de César Rubio, a la lógica de las cosas.  La verdad siempre es lógica.
CESAR.-Bien. (Duda) Bien. (Pequeña pausa) Enfermó más gravemente... pero no del cuerpo, cuando supo que la revolución había caído por completo en las manos de gente menos pura que él.  Encontró que lo habían olvidado.  En muchas regiones ni siquiera habían oído hablar de él, que era el autor de todo...
BOLTON.-Si hubiera sido americano habría tenido gran publicidad.
CESAR.-Los héroes mexicanos son diferentes.  Encontró que lo confundían con Rubio Navarrete, con César Treviño.  La popularidad de Carranza, de Zapata y de Villa, sus luchas, habían ahogado el nombre de César Rubio. (Se detiene) La conspiración del olvido había triunfado.
BOLTON.-Eso suena más humano, más posible.
CESAR.-Su enfermedad lo había debilitado mucho.  El desaliento retardó su convalecencia.  Cuando quiso volver, después de más de un año, fue inútil.  No había lugar para él.
BOLTON.-(Impresionado) Sí.. . sí, claro. ¿Qué hizo?
CESÁR.-Su ejército se había disuelto, sus amigos habían muerto en las grandes matanzas de aquellos años... otros lo habían traicionado.  Decidió desaparecer.
BOLTON.-¿Va usted a decirme ahora que se suicidó?
CESAR.-(Con la misma extraña sonrisa) No, puesto que usted quiere la verdad lógica.
BOLTON.-¿Bien?
CESAR.-Se apartó de la revolución completamente desilusionado, y pobre.
BOLTON.-(Con ansiedad) ¡Pero vive!
CESAR.-(Acentuando su sonrisa) Vive. Más que nosotros dos.
BOLTON.-Le daré la cantidad que usted ha pedido si me lo prueba.
CESAR.-¿Qué prueba quiere usted.?
BOLTON.-EL hombre mismo. Quiero ver al hombre.
Elena pasa de la cocina al comedor llevando pan y servilletas.
CESAR.  Tiene usted que prometerme que no revelará la verdad a nadie. Sin esta condición no aceptaría el trato, aunque me diera usted un millón.
BOLTON.-¿Por qué?
CESAR.-Tiene usted que prometer.  Él no quiere que se sepa que vive.
BOLTON.-Pero, ¿por qué?
CESAR.-No sé. Quizás espera que la gente lo recuerde un día... que desee y espere su vuelta.
BOLTON.-Pero yo no puedo prometer el silencio. Yo voy a enseñar en los Estados Unidos lo que sé, mis estudiantes lo esperan de mí.
CESAR.-Puede usted decir que vive; pero que no sabe dónde está. (Elena sale a la cocina)
BOLTON.-.(Moviendo la cabeza) La historia no es una novela.  Mis estudiantes quieren los hechos y la filosofía de los hechos, pagan por ello, no por un sueño, un... mito.
CESAR.-Sin embargo, la historia no es más que un sueño.  Los que la hicieron soñaron cosas que no se realizaron; los que la estudian sueñan con cosas pasadas; los que la enseñan (con una sonrisa) sueñan que poseen la verdad y que la entregan.
BOLTON.-¿Qué quiere usted que prometa entonces?
CESAR.-Prométame que no revelará la identidad actual de César Rubio. (Elena sale a la cocina y vuelve con una sopera humeante)
BOLTON.-(Pausa) ¿Puedo decir todo lo demás. . . y probarlo?
CESAR.-Sí.
BOLTON.-Trato hecho. (Le tiende la mano) ¿Cuándo me llevará usted a ver a César Rubio? ¿Dónde está?
CESAR.-(La voz ligeramente empañada) Quizá lo verá usted más pronto de lo que imagina.
BOLTON.-¿Qué ha hecho desde que desapareció?  Su carácter no es para la inactividad.
CESAR.-No.
BOLTON.-¿Pudo dejar de ser un revolucionario?
CESAR.-Suponga usted que escogió una profesión humilde, oscura.
BOLTON.-¿El? Oh, sí. ¿Quizás arar el campo?  El creía en la tierra.
CESAR.-Quizás; pero no era el momento...
BOLTON.-Es verdad.
CESAR.-Había otras cosas que hacer... había que continuar la revolución, limpiarla de las lacras personales de sus hombres...
BOLTON.-Sí. César Rubio lo haría.  Pero, ¿cómo?
CESAR.-(Con voz empañada siempre) Hay varias formas.  Por ejemplo, llevar la revolución a un terreno mental. . . pedagógico.
BOLTON.-¿Qué quiere usted decir?
CESAR.-Ser, en apariencia, un hombre cualquiera.. . un hombre como usted.. o como yo... u n profesor de historia de la revolución, por ejemplo.
BOLTON.-(Cayendo casi de espaldas) ¿Usted?
CESAR.- (Después de una pausa) ¿Lo he afirmado así?
BOLTON.-No... pero... (Reaccionando bruscamente, se levanta) Comprendo. ¡Por eso es por lo que no ha querido usted publicar la verdad! (César lo mira sin contestar) Eso lo explica todo, ¿verdad?
CESAR.-(Mueve afirmativamente la cabeza.  Con voz concentrada, con la vista fija en el espacio, sin ocuparse en Elena, que lo mira intensamente desde el comedor) Sí... lo explica todo.  El hombre olvidado, traicionado, que ve que la revolución se ha vuelto una mentira, un negocio, pudo decidirse a enseñar historia... la verdad de la historia de la revolución, ¿no?
Elena estupefacta, sin gestos, avanza unos pasos hacia los arcos.
BOLTON.-Sí. ¡Es... maravilloso!  Pero usted...
CESAR.-(Con su extraña sonrisa) ¿Esto no le parece a usted increíble, absurdo?
BOLTON.-Es demasiado fuerte, demasiado… heroico; pero corresponde a su carácter. ¿Puede usted probar...?
ELENA.-(Pasando a la sala) La cena está lista. (Va a la puerta izquierda y llama) ¡Julia! ¡Miguel! ¡La cena!
Se oye a Miguel bajar rápidamente la escalera.
BOLTON.-(A Elena) Gracias, señora. (A César) ¿Puede usted?
César afirma con la cabeza.  Entra Miguel.  Julia llega un segundo después.
ELENA.-(A Bolton) Pase usted.
BOLTON.-(Absorto) Gracias. (Se dirige al comedor; de pronto, se vuelve a César, que está inmóvil) ¡Es...maravilloso!
MIGUEL.-(Mirándolo extrañado) Pase usted.
BOLTON.-Maravilloso. ¡Oh, gracias!
ELENA.-Empieza a servir, Julia, ¿quieres?
Julia pasa al comedor.  Miguel, que se ha quedado en la puerta, mira con desconfianza a Bolton, luego a César, percibiendo algo particular. César, consciente de esta mirada vigilante, camina unos pasos hacia el primer término, derecha. Elena lo sigue.
ELENA.-César...
CESAR.-(Se vuelve bruscamente y ve a Miguel) Entra en el comedor y atiende al señor (mira la tarjeta) Bolton. (A Bolton) Pase usted.  Yo voy a lavarme, si me permite.
Se dirige a la izquierda bajo la mirada de Miguel que, después de dejar pasar a Bolton, se encoge de hombros y entra.
ELENA.-(Que ha seguido a César a la izquierda, lo detiene por un brazo) ¿Por qué hiciste eso, César?
CESAR.-(Desasiéndose) Necesito lavarme.
ELENA.-¿Por qué lo hiciste?  Tú sabes que no está bien, que has (muy bajo) mentido.
César se encoge violentamente de hombros y sale. Elena permanece en el sitio siguiéndolo con la vista. Se oyen sus pasos en la escalera.  Del comedor salen ahora voces.
JULIA.-Siéntese usted, señor.
BOLTON.-Gracias. Digo, sólo en la revolución mexicana pueden encontrarse episodios así, ¿verdad?
MIGUEL.-¿A qué se refiere usted?
BOLTON.-Hombres tan sorprendentes como...
ELENA.-(Reaccionando bruscamente y dirigiéndose con energía al comedor) Mis hijos no saben nada de eso, profesor, Son demasiado jóvenes.
BOLTON.-(Levantándose, absolutamente convencido ya) ¡Oh, claro está, señora!  Comprendo... pero es maravilloso de todas maneras.

TELON


 ACTO SEGUNDO
 Cuatro semanas más tarde, en casa del profesor César Rubio.  Son las cinco de la tarde.  Hace calor, un calor seco, irritante.  Las puertas y la ventana están abiertas.  Julia hace esfuerzos por leer un libro, pero frecuentemente abandona la lectura para abanicarse con él.  Lleva un traje de casa, excesivamente ligero, que señala con demasiada precisión sus formas.  Deja caer el libro con fastidio y se asoma a la ventana derecha.  De pronto grita:
JULIA.-¿Carta para aquí?
Después de un instante se vuelve al frente con desaliento. Recoge el libro y vuelve nuevamente la cabeza hacía la ventana.
Mientras ella está así, el desconocido –Navarro- se detiene en el marco de la puerta derecha. Es un hombre alto, enérgico, de unos cincuenta y dos años. Tiene el pelo blanco y un bigote de guías a la kaiser, muy negro, que casi parece teñido.  Viste, al estilo de la región, ropa muy ligera.  Se detiene, se pone las manos en la cintura y examina la pieza.  Al ver la forma de Julia destacada junto a la ventana, sonríe y se lleva instintivamente la mano a la guía del bigote.  Julia se vuelve, levantándose.  Al ver al desconocido se sobresalta.
DESCONOCIDO.-Buenas tardes.  Me han dicho que vive aquí César Rubio. ¿Es verdad, señorita?
JULIA.-Yo soy su hija.
DESCONOCIDO.-¡Ah! (Vuelve a retorcerse el bigote) Conque vive aquí.  Bueno, es raro.
JULIA.-¿Por qué dice usted eso?
DESCONOCIDO.-¿Y dónde está César Rubio?
JULIA.-No sé... salió.
DESCONOCIDO.-(Con un gesto de contrariedad) Regresaré a verlo. Tendré que verlo para creer...
JULIA.-Si quiere usted dejar su nombre, yo le diré...
DESCONOCIDO.-(Después de pausa) Prefiero sorprenderlo.  Soy un viejo amigo.  Adiós, señorita. (Se atusa el bigote, sonríe con insolencia y recorre el cuerpo de Julia con los ojos.  Ella se estremece un poco. El repite, mientras la mira) Soy un amigo... un antiguo amigo. (Sonríe para sí) Y espero volver a verla a usted también, señorita.
JULIA.-Adiós.
DESCONOCIDO.-(Sale contoneándose un poco y se vuelve a verla desde la puerta) Adiós, señorita. (Sale)
Julia se encoge de hombros. Se oyen los pasos de Elena en la escalera.  Julia reasume su posición de lectura.
ELENA.-(Entrando) ¿Quién era? ¿El cartero?
JULIA.-No... un hombre que dice que es un antiguo amigo de papá.  Lo dijo de un modo raro.  Dijo también que volvería.  Me miró de una manera tan  desagradable...
ELENA.-(Con intención) ¿Dices que no pasó el cartero?
JULIA.-Pasó... pero no dejó nada.
ELENA.-¿Esperabas carta?
JULIA.-No.
ELENA.-Haces mal en mentirme. Sé que has escrito a ese muchacho otra vez. ¿Por qué lo hiciste? (Julia no responde) Las mujeres no deben hacer esas cosas; no haces sino buscarte una tortura más, esperando, esperando todo el tiempo.
JULIA.-Algo he de hacer aquí.  Mamá, no me digas nada. (Se estremece)
ELENA.-¿Qué tienes?
JULIA.-Estoy pensando en ese hombre que vino a buscar a papá... en cómo me miró. (Transición muy brusca.  Arroja e/ libro) ¿Vamos a estar así toda la vida?  Yo ya no puedo más.
ELENA.-(Moviendo la cabeza) No es esto lo que te atormenta, Julia, sino el recuerdo de México. Si olvidaras a ese muchacho, te resignarías mejor a esta vida.
JULIA.-Todo parece imposible. ¿Y mi padre, qué hace?  Irse por la mañana, volver por la noche, sin resolver nada nunca, sin hacer caso de nosotros.  Hace semanas que no puede hablársele sin que se irrite.  Me pregunto si nos ha querido alguna vez.
ELENA.-Le apena que sus asuntos no vayan mejor, más rápidamente.  Pero tú no debes alimentar esas ideas que no son limpias, Julia.
JULIA.-Miguel también está desesperado, con razón.
ELENA.-Son ustedes tan impacientes.. . ¿Dónde está ahora tu hermano?
JULIA.-Se fue al pueblo, a buscar trabajo.  Dice que se irá.  Hace bien.  Yo debía...
ELENA.-¿Qué puede una hacer con hijos como ustedes, tan apasionados, tan incomprensivos?  Te impacienta esperar un cambio en la suerte de tu padre, pero no te impacienta esperar que te escriba un hombre que no te quiere.
JULIA.-Me haces daño, mamá.
ELENA.-La verdad es la que te hace daño, hija. (Julia se levanta y se dirige a la izquierda) Hay que planchar la ropa. ¿Quieres traerla?  Está tendida en el solar.
Julia, sin responder, pasa al comedor y de allí a la cocina para salir al solar.  Elena la sigue con la vista, moviendo la cabeza, y pasa a la cocina.
La escena queda desierta un momento.  Por la derecha entra César con el saco al brazo, los zapatos polvosos.  Tira el saco en una silla y se tiende en el sofá de tule enjugándose la frente. Acostado, lía, metódicamente como siempre, un cigarro de hoja.  Lo enciende. Fuma.  Elena entra en el comedor, percibe el olor del cigarro y pasa a la sala.
ELENA.-¿Por qué no me avisaste que habías llegado?
CESAR.-Dame un vaso de agua con mucho hielo.
Elena pasa al comedor y vuelve un momento después con el agua. César se incorpora y bebe lentamente.
ELENA. ¿Arreglaste algo?
CESAR.-(Tendiéndole el vaso vacío) ¿No crees que te lo habría dicho si así fuera?  Pero no puedes dejar de preguntarlo, de molestarme, de... (Calla bruscamente)
ELENA.-(Dando vueltas al vaso en sus manos) Julia tiene razón... hace ya semanas qué parece que nos odias, César.
CESAR.-Hace semanas que parece que me vigilan todos.. . tú, Julia, Miguel.  Espían mis menores gestos, quieren leer en mi cara no sé qué cosas.
ELENA.-¡César!
JULIA.-(Entra en el comedor llevando un lío de ropa) Aquí está la ropa, mamá.
ELENA.-(Va hacia el comedor para dejar el vaso) Déjala aquí. O mejor no.  Hay que recoserla antes de plancharla. ¿Quieres hacerlo en tu cuarto?
Julia pasa, sin contestar, a la sala, y cruza hacia la izquierda sin hablar a su padre.
CESAR.- (Mirándola) ¿Sigue molestándote mucho el calor, Julia?
JULIA.-(Sin volverse) Menos que otras cosas... menos que yo misma, papá. (Sale)
CESAR.-¿Ves cómo me responde? ¿Qué le has dicho tú, que cada vez siento a mis hijos más contra mí?
ELENA.-(Con lentitud y firmeza) Te engañas, César, no te atreves a ver la verdad.  Crees que somos nosotros, que soy yo sobre todo la que incomoda y te persigue.  No es eso.  Eres tú mismo.
CESAR.-¿Qué quieres decir?
ELENA.-Lo sabes muy bien.
CESAR.-(Sentándose bruscamente) Acabemos... habla claro.
ELENA.-No podría yo hablar más claro que tu conciencia, César.  Estás así desde que se fue Bolton... desde que cerraste el trato con él.
CESAR.-(Levantándose furioso) ¿Ves cómo me espías?  Me espiaste aquella noche también.
ELENA.-Oí por casualidad, y te reproché que mintieras.
CESAR.-Yo no mentí.  Puesto que oíste, debes saberlo.  Yo no afirmé nada, y le vendí solamente lo que él quería comprar.
ELENA.-La forma en que hablaste era más segura que una afirmación.  No sé cómo pudiste hacerlo, César, ni, menos, cómo te extraña el que te persiga esa mentira.
CESAR.-Supón que fuera la verdad.
ELENA.-No lo era.
CESAR.-¿Por qué no?  Tú me conociste después de ese tiempo.
ELENA.-César, ¿dices esto para llegar a creerlo?
CESAR.-Te equivocas.
ELENA.-Puedes engañarle a ti mismo si quieres. No a mí.
CESAR.-Tienes razón.  Y sin embargo, ¿por qué no podría ser así?  Hasta el mismo nombre... nacimos en el mismo pueblo, aquí; teníamos más o menos la misma edad.
ELENA.-Pero no el mismo destino.  Eso no te pertenece.
CESAR.-Bolton lo creyó todo... era precisamente lo que él quería creer.
ELENA.-¿Crees que hiciste menos mal por eso?  No.
CESAR.-¿Por qué no lo gritaste entonces? ¿Por qué no me desenmascaraste frente a Bolton, frente a mis hijos?
ELENA.-Sin quererlo, yo completé tu mentira.
CESAR.-¿Por qué?
ELENA.-Tendrías que ser mujer para comprenderlo.  No quiero juzgarte, César. ... pero esto no debe seguir adelante.
CESAR.-¿Adelante?
ELENA.-Vi el paquete que trajiste la otra noche... el uniforme, el sombrero tejano.
CESAR.-¡Entonces me espías!
ELENA.-Sí... pero no quiero que te engañes más.  Acabarías por creerte un héroe.  Y quiero pedirte una cosa: ¿qué vas a hacer con ese dinero?
CESAR.-No tengo que darte cuentas.
ELENA.-Pero si no te las pido. Ni siquiera cuando era joven habría sabido qué hacer con el dinero.  Lo que quiero es que hagas algo por tus hijos... están desorientados, desesperados.
CESAR.-Tienes razón, tienes razón.  He pensado en ellos, en ti, todo el tiempo.  He querido hacer cosas.  He ido a Saltillo, a Monterrey, a buscar una casa, a ver muebles.  Y no he podido comprar nada... no sé por qué... (Baja la cabeza) Fuera de ese uniforme... que me hacía sentirme tan seguro de ser un general.
ELENA.-¿No has pensado que podría descubrirse tu mentira?
CESAR.-No se descubrirá.  Bolton me dio su palabra. Nadie sabrá nada.
ELENA.-Tú, todo el tiempo. ¿Por qué no nos vamos de aquí?  Los muchachos necesitan un cambio... un verdadero cambio.  Vámonos, César... sé que tienes dinero suficiente... no me importa cuánto.  Ahora que lo tienes... es el guardarlo lo que te pone así.
CESAR.-¿Tengo derecho a usarlo?  Eso es lo que me ha torturado. ¿Derecho a usarlo en mis hijos sin ... ?
ELENA.-Tienes el dinero.  Yo no podría verte tirarlo, ahora que lo tienes; no podría: me dan tanta inquietud, tanta inseguridad mis hijos.
CESAR.-¡Tirarlo! Lo he pensado; no pude.  Y... me da vergüenza confesártelo... pero he llegado a pensar en irme solo.
ELENA.-Lo sabía.  Cada noche que te retrasabas pensaba yo: ahora ya no volverá.
CESAR.-No fue por falta de cariño... te lo aseguro.
ELENA.-También lo sé... eran remordimientos, César.
CESAR.-(Transición) ¿Remordimientos por qué?  Otros hombres han hecho otras cosas, cometido crímenes... sobre todo en México. No robé a ningún pobre, no he arruinado a nadie.
ELENA.-Tú sabes que si se descubriera esto, por lo menos Bolton, que es joven, perdería su prestigio, su carrera. . y nosotros, que no tenemos nada, la tranquilidad.  Vámonos, César.
CESAR.-Bolton mismo, si algo averiguara, tendría que callar para no comprometerse. ¿Y adónde podríamos ir? ¿A México?
ELENA.-Siento que tú no estarlas tranquilo allí.
CESAR.-¿Monterrey? ¿Saltillo? ¿Tampico?
ELENA.-¿Podrías vivir en paz en la República, César?  Yo tendría siempre miedo por ti.
CESAR.-No te entiendo.
ELENA.-Tú lo sabes... sabes que tendrías siempre delante el fantasma de...
CESAR.-(Rebelándose) Acabarás por hacerme creer que soy un criminal. (Pausa) ¿Por qué no ir a los Estados Unidos? ¿A California?
ELENA.-Creo que sería lo mejor, César.
CESAR.-Me cuesta el salir de México.
ELENA.-Nada te detiene aquí más que tus ideas, tus sueños, compréndelo.
CESAR.-¡Mis sueños!  Siempre, he querido la realidad: es lo que tú no puedes entender.  Una realidad. . . (Se encoge de hombros) Mucho tiempo he tenido deseos de ir a California; pero no podría ser para toda la vida. (Reacción vigorosa) Has acabado por hacerme sentir miedo; no nos iremos, no corro peligro alguno.
ELENA.-¿Has sentido miedo entonces?  También sentiste remordimientos. ¿No te das cuenta de que esas cosas están en ti?
CESAR.-Quien te oyera pensaría en algo sórdido y horrible, en un crimen.  No, no he cometido ningún crimen.  Lo que tú llamas remordimiento no era más que desorientación.  Si no he usado el dinero es porque nunca había tenido tanto junto... en mi vida... he perdido la capacidad de gastar, como ocurre con nuestra clase; otros pierden la capacidad de comer, en fuerza de privaciones.
ELENA.-Sí... eso parece razonable... parece cierto, César.
CESAR.-¿Entonces?
ELENA.-Parece, porque lo generalizas. Pero no es cierto, César. Puede ser que no hayas cometido un crimen al tomar la personalidad de un muerto para..
CESAR.-¡Basta!
ELENA.-Puede ser que no hayas cometido siquiera una falta. ¿Por qué sientes y obras como si hubieras cometido una falta y un crimen?
CESAR.-¡No es verdad!
ELENA.-Me acusas de espiarte, de odiarte. . . huyes de nosotros diariamente... y en el fondo, eres tú e1 que te espías, despierto a todas horas; eres tú el que empiezas a odiarnos... es como cuando alguien se vuelve loco, ¿no ves?
CESAR.-¿Y qué quieres que haga entonces? (Pausa) O... ¿reclamas tu parte?
ELENA.-Yo soy de esas gentes que pierden la capacidad de comer: la he perdido a tu lado, en nuestra vida.  No me quejo. Pero Miguel dijo que se quedaba porque tú le habías prometido no hacer nada deshonesto.
CESAR.-¿Y lo he hecho acaso?
ELENA.-Tú  lo sabes mejor que yo; pero tus hijos se secan de no hacer nada, César, somos viejos ya y necesitamos el dinero menos que ellos. Puedes ayudarles a establecerse, fuera de aquí.  Podrías darles todo, para librarte de esas ideas... ¿Qué nos importa ser pobres unos cuantos años más, a ti y a mí?
CESAR.-(Muy torturado) ¿No tenemos nosotros derecho a un desquite?
ELENA.-Si tú quieres. Pero no los sacrifiquemos a ellos. Quizá no quieres irte de México porque pensaste que la gente podía enterarse de que tenemos dinero... por vanidad.  Si nos vamos, César, seremos felices. Pondremos una tienda o un restorán mexicano, cualquier cosa. Miguel cree en ti todavía, a pesar de todo.
CESAR.-¡Déjame! ¿Por qué quieres obligarme a decirlo todo ahora?  Después habrá tiempo... habrá tiempo. (Pausa) Me conoces demasiado bien.
ELENA.-¡Después! Puede ser tarde.  No me guardes rencor, César. (Le toma la mano)  Hemos estado siempre como desnudos, cubriéndonos mutuamente.  En el fondo eres recto... ¿por qué te avergüenzas de serlo? ¿Por qué quieres ser otra cosa... ahora?
CESAR.-Todo el mundo aquí vive de apariencias, de gestos.  Yo he dicho que soy el otro César Rubio. . . ¿a quién perjudica eso?  Mira a los que llevan águila de general sin haber peleado en una batalla; a los que se dicen amigos del pueblo y lo roban; a los demagogos que agitan a los obreros y los llaman camaradas sin haber trabajado en su vida con sus manos; a los profesores que no saben enseñar, a los estudiantes que no estudian.  Mira a Navarro, el precandidato... yo sé que no es más que un bandido, y de eso sí tengo pruebas, y lo tienen por un héroe, un gran hombre nacional, Y ellos sí hacen daño y viven de su mentira. Yo soy mejor que muchos de ellos. ¿Por qué no ... ?
ELENA.-Tú lo sabes... también eso está en ti. Tú no, porque no, porque no.
CESAR.-¡Estúpida! ¡Déjame ya! ¡Déjame!
ELENA.-Estás ciego, César.
Entra Miguel con el saco al brazo y un periódico doblado en la mano.  Parece trastornado.  César y Elena callan, pero sus voces parece que siguieran sonando en la atmósfera.  César pasea de un extremo a otro. Miguel se sienta en el sofá, cansado, mirándolos lentamente.
ELENA.-¿Dónde estuviste, Miguel?
Miguel no contesta.  Mira con intensidad a César. La luz se hace más opaca, como si se cubriera de polvo.
CESAR .-(Volviéndose como picado por un aguijón) ¿Por qué me miras así, Miguel?
MIGUEL.-(Lentamente) He estado pensando que tus hijos sabemos muy poco de ti, padre.
CESAR.-¿De mí?  Nada.  Nunca les ha importado saber nada de mí.
MIGUEL.-Pero me pregunto también si mamá sabe más de ti que nosotros, si nos ha ocultado algo.
ELENA.-Miguel, ¿qué te pasa?  Es como si me acusaras de...
MIGUEL.-Nada. Es curioso, sin embargo, que para saber quién es mi padre tenga yo que esperar a que lo digan los periódicos.
CESAR.-¿Qué quieres decir?
MIGUEL.-(Desdoblando el periódico) Esto. Aquí hablan de ti.
CESAR.-(Yendo hacia él) Dame.
MIGUEL.-(Con una energía concentrada, rítmica casi) No. Voy a leerte. Eso por lo menos lo aprendí.
César y Elena cambian una mirada rápida.
ELENA.-(A media voz) ¡César!
MIGUEL.-(Leyendo con lentitud, martilleando un poco las palabras) "Reaparece un gran héroe mexicano.  La verdad es más extraña que la ficción.  Bajo este título, tomado de Shakespeare, el profesor Oliver Bolton, de la Universidad de Harvard, publica en el New York Times una serie de artículos sobre la revolución mexicana".
CESAR.-  Sigue.
Elena se acerca a él y toma su brazo, que va apretando gradualmente durante la lectura.
MIGUEL.-(Después de una mirada a su padre; leyendo con voz blanca) "El primero relata la misteriosa desaparición, en 1914, del extraordinario general César Rubio, verdadero precursor de la revolución, según parece.  Bolton describe la vertiginosa carrera de Rubio, su influencia sobre los destinos de México y sus hombres, hasta caer en una emboscada tendida por un  subordinado suyo, comprado por sus enemigos.  El artículo reproduce documentos aparentemente fidedignos, fruto de una honesta investigación'.'.
ELENA.-Había prometido, ¿no?
CESAR.-Calla.
MIGUEL.-(Los mira.  Sonríe de un modo extraño y sigue leyendo) "Estas revelaciones agitarán los círculos políticos y seguramente alterarán los textos de la historia mexicana contemporánea. Pero el golpe teatral está en el segundo artículo, donde Bolton refiere su reciente descubrimiento en México. Según él, César Rubio, desilusionado ante el triunfo de los demagogos y los falsos revolucionarios, oscuro, olvidado, vive -contra toda creencia-, dedicado en humilde cátedra universitaria -gana cuatro pesos diarios (ochenta centavos de dólar) -a enseñar la historia de la revolución para rescatarla ante las nuevas generaciones. (Miguel levanta la vista hacia César, que se vuelve a otra parte.  Se oyen los pasos de Julia en la escalera) Al estrechar la mano de este héroe -dice Bolton- prometí callar su identidad actual.  Pero no resisto a la belleza de la verdad, al deseo de hacer justicia al hombre cuya conducta no tiene paralelo en la historia"..
JULIA.-Mamá.
MIGUEL.-(Volviéndose a ella) Escucha. (Lee) "Siendo digno César Rubio de un homenaje nacional, puede además ser aún útil a su país, que necesita. como nunca hombres desinteresados. Cincinato se retiró a labrar la tierra  convirtiéndose en un rico hacendado. César escribió sus Comentarios; pero ni estos héroes ni otros pueden equipararse a César Rubio, el gran caudillo de ayer, el humilde profesor de hoy.  La verdad es siempre más extraña que la ficción". (Pausa)
JULIA.-¿Qué quiere decir ... ?
MIGUEL.-Hay algo más. (Lee) "El profesor Bolton declaró a los corresponsales extranjeros que encontró a César Rubio en una humilde casa de madera aislada cerca de¡ pueblo de Allende, próximo a la carretera central".
ELENA.-¡Oh, César!
JULIA.-Papá, no entiendo... ¿esto se refiere a ... ?
CESAR.-¿Es todo?
MIGUEL.-No... hay más.  Pero dile a Julia que se refiere a ti, padre.
CESAR.-Acaba.
MIGUEL.-"La Secretaría de Guerra y el Partido Revolucionario investigan ya con gran reserva este caso por orden del Primer Magistrado de la Nación. A ser cierto, este acontecimiento revolucionará la política mexicana".  Ahora sí es todo.
ELENA.-¿Qué vas a hacer ahora, César?
CESAR.-Tenías razón. Debemos irnos.
MIGUEL.-Pero yo quiero saber. ¿Es cierto esto?  Y si es cierto, ¿por qué lo has callado tanto tiempo, padre?
JULIA.-(Apartando los ojos del periódico) Tú, papá... ¡Parece tan extraño!
MIGUEL.-Dímelo.
ELENA. Interrogas a tu padre, Miguel.
MIGUEL.-¿Pero no comprendes, mamá?  Tengo derecho a saber.
JULIA.-(Tirando el periódico y corriendo a abrazar a César) ¿Y te has sacrificado todo este tiempo, papá?  Yo no sabía... ¡Oh, me haces tan feliz!  Me siento tan mala por no haber...
César la abraza de modo que le impide ver su rostro demudado.
MIGUEL.-¿Vas a decírmelo?
JULIA.-(Desprendiéndose, vehemente) ¿Acaso no crees que sea cierto?  Deberíamos sentir vergüenza de cómo nos hemos portado con él, (sonriendo) con el señor general César Rubio.
MIGUEL.-Papá, ¿no me lo dirás?
CESAR.-Y bien...
ELENA.-Debemos irnos inmediatamente, César, ya que ha sucedido lo que queríamos evitar.  Miguel, Julia, empaquen pronto.  Nos vamos ahora mismo a los Estados Unidos.  El tren pasará a las siete por el pueblo.
CESAR.-(Decidido) Sí, es necesario.
Julia se dirige a la izquierda.
MIGUEL.-Pero esto parece una fuga. ¿Por qué? ¿Y por qué el silencio?  No es más que una palabra.
JULIA.-(Volviéndose) Ven, Miguel, vamos.
CESAR.-(Con esfuerzo) Se te explicará todo después.  Ahora debemos empacar y marcharnos.
Miguel le dirige una última mirada y cruza hacia la izquierda.  Cuando se reúne con Julia cerca de la puerta, se oye un toquido por la derecha. César y Elena se miran con desamparo.
CESAR.-(La voz blanca) ¿.Quién?
Cinco hombres penetran por la derecha en el orden siguiente: primero, Epigmenio Guzmán, presidente municipal de Allende; en seguida, el licenciado Estrella, delegado del Partido en la región y gran orador; en seguida, Salinas, Garza y Treviño, diputados locales. Instintivamente Elena se prende al brazo de César y lo hace retroceder unos pasos.  Julia se sitúa un poco más atrás, al otro lado de César, y Miguel al lado de su madre.  Este cuadro de familia desconcierta un poco a los recién llegados.
GUZMAN.-(Limpiándose la garganta) ¿Es usted el que dice ser el general César Rubio?
CESAR.-(Después de una rápida mirada a su familia, se adelanta) Ese es mi nombre.,
SALINAS.-(Adelantando un paso) ¿ Pero es usted el general?
GUZMAN.-Permítame, compañero Salinas, yo voy a tratar esto.
ESTRELLA.-Perdón. Creo que el indicado para tratarlo soy yo, señores. (Blande un telegrama) Además, tengo instrucciones especiales.
Estrella es alto, delgado, tiene esas facciones burdas con pretensión de raza.  Usa grandes patillas y muchos anillos. Tiene la piel manchada por esas confusas manifestaciones cutáneas que atestiguan a la vez el exceso sexual y el exceso de abstención sexual. Los otros son norteños típicos, delgados Salinas y Treviño, gordos Garza y Guzmán. Todos sanos, buenos bebedores de cerveza, campechanos, claros y decididos.
TREVIÑO.-Oye, Epigmenio...
GARZA.-Mire, compañero Estrella...
Simultáneamente.
GUZMAN.-Me parece, señores, que esto me toca a mí, y ya.
CESAR.-(Que ha estado mirándolos) Cualquiera que sea su asunto, señores, háganme favor de sentarse. (Con un ademán hacia el grupo, de sus familiares) Mi esposa y mis hijos.
Los visitantes hacen un saludo silencioso, menos Estrella, que se dirige con una sonrisa a estrechar la mano de Elena, Julia y Miguel, murmurando saludos banales. Es un capitalino de la baja clase media.  Entretanto, Epigmenio Guzmán ha estado observando intensamente a César.
GUZMAN.-Nuestro asunto es enteramente privado.  Sería preferible que... (Mira a la familia)
CESAR.-Elena...
Elena toma de la mano a Julia e inicia el mutis.  Miguel permanece mirando a su padre y a los visitantes alternativamente.
ESTRELLA.-De ninguna manera.  El asunto que nos trae exige el secreto más absoluto para todos, menos para los familiares del señor Rubio.
Elena y Julia se han vuelto.
SALINAS.-No necesitamos la presencia de las señoras por ahora.
TREVIÑO.-Esto es cosa de hombres, compañero.
CESAR.-(Irónico, inquieto en realidad por la tensa atención de Miguel, por la angustia de Elena) Si es por mí señores, no se preocupen.  No tengo secretos para mi  familia.
GARZA.-Lo mejor es aclarar las cosas de una vez. Usted...
ESTRELLA.-Compañero diputado, me permito recordarle que tengo la representación del partido para tratar este asunto.  Estimo que la señora y la señorita, que representan a la familia mexicana, deben quedarse.
CESAR.-Tengan la bondad de sentarse, señores (Todos se instalan discutiendo a la vez, menos Guzmán que sigue abstraído mirando a César) ¿Usted? (A Guzmán)
GUZMAN.-(Sobresaltado)  Gracias.
Estrella y Salinas quedan sentados en el sofá de tule; Garza y Treviño en los sillones de tule, a los lados. Guzmán, al ser interpelado por César, va a sentarse al sofá, de modo que Estrella queda al centro. Elena y Julia se han sentado en el otro extremo, mirando al grupo.  Miguel, para ver la cara de su padre, que ha quedado de espaldas al público, se sitúa recargado contra los arcos.  César, como un acusado, queda de frente al grupo de políticos en primer término derecha. Los diputados miran a Guzmán y a Estrella.
SALINAS.-¿Qué pasó? ¿Quién habla por fin?
TREVIÑO.-Eso.
ESTRELLA.-(Adelantándose a Guzmán) Señores... (Se limpia la garganta) El señor Presidente de la República y el Partido Revolucionario de la Nación me han dado instrucciones para que investigue las revelaciones del profesor Bolton y establezca la identidad de su informante. ¿Qué tiene usted que decir, señor Rubio? Debo pedirle que no se equivoque sobre nuestras intenciones, que son cordiales.
CESAR.-(Pausado, sintiendo como una quemadura la mirada fila de Miguel) Todos ustedes son muy jóvenes, señores... pertenecen a la revolución de hoy.  No puedo esperar, por lo tanto, que me reconozcan.  He. dicho ya que soy César Rubio. ¿Es todo lo que desean saber?
SALINAS.-(A Estrella) Mi padre conoció al general César Rubio... pero murió.
TREVIÑO.-También mi tío... sirvió a sus órdenes; me hablaba de él. Murió.
GARZA.-Sin embargo, quedan por ahí viejos que podrían reconocerlo.
ESTRELLA.-Esto no nos lleva a ninguna parte, compañeros. (A César) Mi comisión consiste en averiguar si es usted el general César Rubio, y si tiene papeles con qué probarlo.
CESAR.-(Alerta, consciente de la silenciosa observación de Guzmán) Si han leído ustedes los periódicos -y me figuro que sí- sabrán que entregué esos documentos al profesor Bolton.
ESTRELLA.-Mire, mi general... hm... señor Rubio, este asunto tiene una gran importancia.  Es,necesarío que hable usted ya.
CESAR.-(Casi acorralado) Nunca pensé en resucitar el pasado, señores.
MIGUEL.-(Avanza dos pasos quedando en línea diagonal frente a su padre) Es preciso que hables, papá.
CESAR.-(Tratando de vencer su abatimiento) ¿Para qué?
ESTRELLA.-Usted comprende que esta revelación está destinada a tener un peso singular sobre los destinos políticos de México.  Todo lo que le pido, en nombre del señor Presidente, en nombre del Partido y en nombre de la patria, es un documento.  Le repito que nuestras intenciones son cordiales.  Una prueba.
CESAR.-(Alzando la cabeza) Hay cosas que no necesitan de pruebas, señor. ¿Qué objeto persiguen ustedes al investigar mi vida? ¿Por qué no me dejan en mi retiro?
ESTRELLA.-Porque si es usted el general César Rubio, no se pertenece, pertenece a la revolución, a una patria que ha sido siempre amorosa madre de sus héroes.
SALINAS.-Un momento. Antes de decir discursos, compañero Estrella, queremos que se identifique.
GARZA.-Que se identifique. . -
TREVIÑO.-Eso es todo lo que pedimos.
MIGUEL.-Papá. (Da un paso más al frente)
CESAR.-Es curioso que quienes necesitan de pruebas materiales sean  precisamente mis paisanos, los diputados locales... (mirada a Miguel) ... y mi hijo. (Miguel retrocede un paso, bajando la cabeza) ¿Por qué no me dejan tan muerto como estaba?
ESTRELLA.-(Decidido) Comprendo muy bien su actitud, mi general, y yo que represento al Partido Revolucionario de la Nación no necesito de esas pruebas.
Estoy seguro de que tampoco el señor Presidente las necesita, y bastará...
SALINAS.-(Levantándose) Nosotros sí.
ESTRELLA.-Permítame. Es el pueblo, son los periodistas, que no tardarán en llegar aquí (César y Elena cambian una mirada) son los burócratas de la Secretaría de Guerra, que tampoco tardarán. ¿Por qué no nos da usted esa pequeña prueba a nosotros y nos tiene confianza, para que nosotros respondamos de usted ante el pueblo?
CESAR.-El pueblo sería el único que no necesitara          pruebas. Tiene su instinto y le basta.  Me rehúso a identificarme ante ustedes,
MIGUEL.-Pero, ¿por qué, papá?
GARZA.-No es necesario que se ofenda usted, general.  Venimos en son de paz.  Si pedimos pruebas es por su propia conveniencia.
SALINAS.-Lo más práctico es traer a algunos viejos del pueblo. Yo voy en el carro.
TREVIÑO.-Pedimos una prueba como acto de confianza.
ESTRELLA.-Yo encuentro que el general tiene razón. (A César) Ya ve usted que yo no le he apeado el título que le pertenece. (A los demás) Pero si él supiera para qué hemos venido aquí, comprendería nuestra insistencia.
CESAR.-(Mirando alternativamente a Miguel  y a         Elena) ¿Con qué objeto han venido ustedes, pues?
ESTRELLA.-Allí está la cosa, mi general.  Démonos una prueba de mutua confianza.
CESAR.-(Sintiéndose fortalecido) Empiecen ustedes entonces.
ESTRELLA.-(Sonriendo) Nosotros estamos en mayoría, mi general: en esta época el triunfo es de las           mayorías.
SALINAS.-La cosa es muy sencilla. Si él se niega a identificarse, ¿a nosotros qué?  Sigue muerto para nosotros y ya.
ESTRELLA.-Mi misión y mi interés son más amplios que los de ustedes, compañeros.
TREVIÑO.-Allá usted... y allá las autoridades. Nosotros no tenemos tiempo que perder.  Vámonos, muchachos. (Se levantan)
GARZA.-(Levantándose) Espérate, hombre.
SALINAS.-(Levantándose) Yo siempre les dije que era pura ilusión todo.
ESTRELLA.-(Levantándose) Las autoridades militares, en efecto, mi general, podrán presionarlo a usted. ¿Por qué insistir en esta actitud? ¿Por qué no nombra usted a alguien que lo conozca, que lo identifique?  Es en interés de usted... y de la nación... y de su Estado. (Se vuelve hacia la familia) Pero estamos perdiendo el tiempo. Con todo respeto hacia su actitud, mi general... estoy seguro de que usted tiene razones poderosas para obrar así... la señora podría sin duda...
Elena se levanta.
CESAR.-(Con angustiosa energía) No meta usted a mi mujer en estas cosas.
ELENA.-Déjame, César. Es necesario. Yo atestiguaré.
CESAR.-Mi esposa nada sabe de esto. (A Elena) Cállate.
GUZMAN.-(Hablando por primera vez desde que empezó esto) Un momento. (Todos se vuelven hacia él, que continúa sentado) Dicen que César Rubio era un gran fisonomista. . . yo no lo soy; pero recuerdo sus facciones.  Era yo muy joven y no lo vi más que una vez; pero para mí, es él.  Lo he estado observando todo el tiempo. (Sensación) Tal vez se acuerde de mi padre, que sirvió a sus órdenes. (Saca un grueso reloj de tipo ferrocarrilero, cuya tapa posterior alza; se levanta él mismo, y tiende el reloj a César Rubio) ¿Lo conoce usted?
CESAR.-(Tomando el reloj, pasa al centro de la escena mientras los demás lo rodean con curiosidad. Duda antes de mirar el retrato, se decide, lo mira y sonríe.  Alza la cabeza y devuelve el reloj a Guzmán.  Se mete las manos en los bolsillos y se sienta en el sofá,        diciendo:) Gracias.
GUZMAN.-¿Lo conoce usted? (Se acerca)
CESAR.-(Lentamente) Es Isidro Guzmán; lo mataron los huertistas el 13, en Saltillo.
GUZMAN.-(A los otros) ¿Ven cómo es él?
SALINAS.-Eso no es prueba.
GUZMAN.-¿Cómo iba a conocer a mi viejo, entonces?
TREVIÑO.-No, no; esto no quiere decir nada.
ESTRELLA.-Un momento, señores.  Mi general... hm... señor Rubio: ¿dónde nació usted?  Espero que                no tenga inconveniente en decirme eso.
CESAR.-En esta misma población, cuando no era más que un principio de aldea.
ESTRELLA.-¿En qué calle?
CESAR.-En la única que tenía el pueblo entonces... la Calle Real.
ESTRELLA.-¿En qué año?
CESAR.-Hizo medio siglo precisamente en julio pasado.
ESTRELLA.-(Sacando un telegrama del bolsillo y pasando la vista sobre él) Gracias, mi general. Ustedes dirán lo que gusten, compañeros; a mí me basta con esto.  Los datos coinciden.
GUZMAN.-Y a mí también. Conoció al viejo.
CESAR.-(Sonriendo) Le decían la Gallareta.
GUZMAN.-(Con entusiasmo) Es verdad.
CESAR.-(Remachando) Era valiente.
GUZMAN.-(Más entusiasmado) ¡Ya lo creo!  Ese era el viejo... murió peleando.  Valiente de la escuela de usted, mi general.
CESAR.-¿De cuál de las dos? (Risas) No... la Gallareta murió por salvar a César Rubio. Cuando los federales dispararon sobre César, que iba adelante a caballo, el coronel Guzmán hizo reparar su montura y se atravesó. Lo mataron, pero se salvó César Rubio.
TREVIÑO.-¿Por qué habla usted de sí mismo como si se tratara de otro?
CESAR.-(Cada vez más dueño de sí) Porque quizás así es. Han pasado muchos años... los hombres se transforman.  Luego, la costumbre de la cátedra... (Se levanta) Ahora, ¿están ustedes satisfechos, señores?
SALINAS.-Pues... no del todo.
GARZA.-Algo nos falta por ver.
CESAR.-¿Y qué es?
SALINAS.-(Mirando a los otros) Pues papeles, pruebas, pues.
CESAR.-(Después de una pausa) Estoy seguro de que ahora, el profesor Bolton publicará los que le entregué, que eran todos los que tenía.  Entonces quedará satisfecha su curiosidad por entero, Pero, hasta entonces, sigan   considerándome muerto; déjenme acabar mis días en pazQuería acabar en mi pueblo, pero puedo irme a otra parte.
Sensación y protestas entre los políticos. Aun Salinas y Garza protestan.  La familia toda se ha acercado a César. Estrella acaba por hacerse oír, después de un momento de agitar los brazos y abrir una gran boca sin conseguirlo.
ESTRELLA.-Mi general, si he venido en  representación del Partido Revolucionario de la Nación y con una comisión confidencial del señor Presidente, no ha sido por una mera curiosidad, ni únicamente para molestar a usted pidiéndole sus papeles de identificación.
GUZMAN.-Ni yo tampoco. Yo vine como presidente la municipal de Allende a discutir otras cuestiones que importan al Estado.  Lo mismo los señores  diputados.
GARZA.-Es verdad.
CESAR.-(Mirando a Elena) ¿Qué desean ustedes,          entonces?
ELENA.-(Adelantándose hacía el grupo) Yo sé lo que desean... una cosa política. Diles que no, César.
ESTRELLA.-El admirable instinto femenino.  Tiene usted una esposa muy inteligente, mi general.
SALINAS.-Treviño.
TREVIÑO.-¿Qué hubo?
Salinas toma a Treviño por el brazo y lo lleva hacia la puerta, donde hablan ostensiblemente en secreto. Guzmán los sigue con la vista, moviendo la cabeza.
GUZMAN.-(Mientras mira hacia Salinas y Treviño) La señora le ha dado al clavo, en efecto.
SALINAS.-(En voz baja, que no debe ser oída del          público, y muy lentamente, mientras habla Guzmán) Vete volando al pueblo en mi carro. (Treviño mueve la  cabeza afirmativamente)                 
Es indispensable que los actores pronuncien estas palabras inaudibles para el público. Decirlas efectivamente sugerirá una acción planeada, y evitará una laguna de progresión del acto, a la vez que ayudará a los actores a mantenerse en carácter mientras estén en la escena.
CESAR.-Gracias. ¿Es eso, entonces, lo que buscan ustedes?
ESTRELLA.-Buscamos algo más que lo meramente político inmediato, mi general.  La reaparición de usted es providen... (se corrige y se detiene buscando la palabra) próvida y revolucionaria... (Entretanto, al mismo tiempo:)
SALINAS.-. . y tráete a Emeterio Rocha...
ESTRELLA.-. . y extraordinariamente oportuna.  Este Estado, como sin duda lo sabe usted, se prepara a llevar a cabo la elección de un nuevo gobernador.
SALINAS.-(Entretanto) El conoció a César Rubio. ¿Entiendes?
TREVIÑO.-(Mismo juego) Seguro. Ya veo lo que quieres.
CESAR.-(A Estrella) Conozco esa circunstancia... pero nada tiene que ver conmigo.
SALINAS.-(Mismo juego, dando una palmada a Treviño en el hombro) ¿De acuerdo?  Nada más por las dudas. (Treviño afirma con la cabeza) Váyase, pues.
Treviño sale rápidamente después de dirigir una mirada circular a la escena.
ESTRELLA.-Se equivoca usted, mi general.  Al reaparecer, usted se convierte automáticamente en el candidato ideal para el Gobierno de su Estado natal.
ELENA.-¡No, César!
JULIA.-¿Por qué no, mamá?  Papá lo merece. (Lo mira con pasión)
CESAR.-¿Por qué no, en efecto? (Salinas se reúne con el grupo sonriendo) Voy a decírselo, señor... señor...
ESTRELLA.-Rafael Estrella, mi general.
CESAR.-Voy a decírselo, señor Estrella. (Involuntariamente en papel, viviendo ya el mito de César Rubio) Me alejé para siempre de la política. Prefiero continuar mi vida humilde y oscura de hasta ahora.
ESTRELLA.-No tiene usted derecho, mi general, permítame, a privar a la patria de su valiosa colaboración.
GUZMAN.-EL Estado está en peligro de caer en el continuismo... usted puede salvarlo.
CESAR.-No. César Rubio sirvió para empezar la revolución.  Estoy viejo.  Ahora toca a otros continuarla. ¿Habla usted oficialmente, compañero Estrella?
ESTRELLA.-Cumplo, al hacer a usted este ofrecimiento, con la comisión que me fue confiada en México por el Partido Revolucionario de la Nación y por el señor Presidente.
GUZMAN.-Yo conozco el sentir del pueblo aquí, mi general.  Todos sabemos que Navarro continuaría el mangoneo del gobernador actual, de acuerdo con él, y no queremos eso. Navarro tiene malos antecedentes.
ESTRELLA.-Conocen la historia de usted, y eso basta. El Partido, como el instituto político encargado de velar por la inviolabilidad de los comicios, ve en la reaparición de usted una oportunidad para que surja en el Estado una noble competencia política por la gobernatura.  Sin desconocer las cualidades del precandidato general Navarro, prefiere que, el pueblo elija entre dos o más candidatos, para mayor esplendor del    ejercicio democrático.
GUZMAN.-LA verdad es que tendría usted todos los votos, mi general.
GARZA.-No puede usted rehusar, ¿verdad, compañero Salinas?
SALINAS.-(Sonriendo) Un hombre como César Rubio, que tanto hizo... que hizo más que nadie por la revolución, no puede rehusar.
CESAR.-(Vacilante) En efecto; pero puede rehusar precisamente porque ya hizo.  Hay que dejar el sitio a los nuevos, a los revolucionarios de hoy.
ELENA.-Tienes razón, César.  No debes pensar en esto siquiera.
JULIA.-¿Pero no te das cuenta, mamá? ¡Papá gobernador!  Debes aceptar, papá.
GUZMAN.-Gobernador... ¡y quién sabe qué más después!  Todo el Norte estaría con él.
César da muestra de pensar profundamente en el dilema.
ELENA.-(Que comprende todo) César, óyeme.  No dejes que te digan más... No debes...
MIGUEL.-¿ Por qué no, mamá? (Inflexible)
ELENA.-¡César!
CESAR.-(A Guzmán) ¿Por qué ha dicho usted eso?  Nunca he pensado en... César Rubio no hizo la revolución para ese objeto.
GUZMAN.-Yo sí he pensado, mi general.  Lo pensé desde que vi la noticia.
ESTRELLA.-El señor Presidente de la República me dijo por teléfono: Dígale a César Rubio que siempre lo he admirado como revolucionario, que en su reaparición veo un triunfo para la revolución; que juegue como precandidato y que venga a verme.
CESAR.-(Reacciona un momento) No... No puedo aceptar.
GUZMAN.-Tiene usted que hacerlo, mi general.
GARZA.-Por el Estado, mi general.
ESTRELLA.-Mi general, por la revolución.
SALINAS.-(Con una sonrisa insistente) Por lo que yo sé de César Rubio, él aceptaría.
CESAR.-(Contestando directamente) El señor diputado tiene todavía sus dudas sobre mi personalidad.  Lo que no sabe es que a César Rubio nunca lo llevó a la revolución la simple ambición de gobernar.  El poder mata siempre el valor personal del hombre. O se es hombre, o se tiene poder. Yo soy hombre.
ESTRELLA.-Muy bien, mi general, pero en México sólo gobiernan los hombres.
GUZMAN.-Si tú tienes dudas, Salinas, no estás con nosotros.
SALINAS.-Estoy, pero no quiero que nos equivoquemos. Yo siempre he sido del partido que gana, y ustedes también, para ser francos.  El general no nos ha dado pruebas hasta ahora... yo no discuto; su nombre es bueno; pero no quiero que vayamos a quedar mal... por las dudas... ustedes me entienden.
ESTRELLA.-Compañero Salinas, debo decirle que su actitud no me parece revolucionaria.
CESAR.-Yo entiendo perfectamente al señor diputado... y tiene razón.  Vale más que nadie quede mal... y que lo dejemos allí.
ELENA.-(Tomando la mano de César y oprimiéndola) Gracias, César. (El sonríe; pero sería difícil decir por qué)
GUZMAN.-¿Ves lo que has hecho? (Salinas no responde) General, no se preocupe usted.  Nosotros respondemos de todo.
ESTRELLA.-Mi general, yo estimo que usted no está en libertad de tomar ninguna decisión hasta que haya hablado con el señor Presidente.
CESAR.-(Desamparado, arrastrado al fin por la farsa) ¿Debo hacerlo?  Eso sería tanto como aceptar...
ELENA.-Escríbele, César; dale las gracias, pero no vayas.
ESTRELLA.-Señora, los escrúpulos del general lo honran; pero la revolución pasa en primer lugar.
GUZMAN.-General, el Estado se encuentra en situación difícil.  Todos sabemos lo que hace el gobernador, conocemos sus enjuagues y no estamos de acuerdo con ellos.  No queremos a Navarro; es un hombre sin escrúpulos, sin criterio revolucionario, enemigo del pueblo.
CESAR.-¿Y de ustedes?
GUZMAN.-No es sólo eso.  Todos los municipios estamos contra ellos; en la última junta de presidentes municipales acordamos pedir la deposición del gobernador, y oponernos a que Navarro gane.
SALINAS.-Lo cierto es que el gobernador, igual que Navarro, excluyen a las buenas gentes de la región.
GARZA.-Son demasiado ambiciosos; han devorado juntos el presupuesto.  Deben sueldos a los empleados, a los maestros, a todo el mundo; pero se han comprado ranchos y casas.
CESAR.-En otras palabras, ni el actual gobernador ni el general Navarro les brindan a ustedes ninguna ocasión de... colaborar.
GUZMAN.-¿Para qué engañarnos?  Es la verdad, mi general.  Es usted tan inteligente que no podemos negar...
ESTRELLA.-El señor Presidente ve en usted al elemento capaz de apaciguar el descontento, de pacificar la región, de armonizar el gobierno del Estado.
GARZA.-Pero los que somos de la misma tierra vemos en usted también al hombre de lucha, al hombre honrado que representa el espíritu del Norte. ¿Dónde está el mal si queremos colaborar con usted?  Usted no es un ladrón ni un asesino.
CESAR.-Nunca creyó César Rubio que la revolución debiera hacerse para el Norte o para el Sur, sino para todo el país.
ESTRELLA.-Razón de más, mi general.  Ese criterio colectivo y unitario es el mismo que anima al señor Presidente hacia la colectividad.
ELENA.-(Cerca de César) No oigas nada más ya, César.  Diles que se vayan... te lo pido por...
CESAR.-(La hace a un lado. Pausa) Señores, les agradezco mucho... pero ustedes mismos, en su entusiasmo, que me conmueve, han olvidado que existe un impedimento insuperable.
ESTRELLA.-¿Qué quiere usted decir, señor?
CESAR.-Los plebiscitos serán dentro de cuatro semanas.
GUZMAN.-Por eso queremos resolver ya las cosas.
GARZA.-En seguida.
SALINAS.-Por lo menos, aclararlas.
ESTRELLA.-Las noticias publicadas en los periódicos sobre la reaparición de usted, son la propaganda más efectiva, mi general.  No tendrá usted que hacer más que presentarse para ganar los plebiscitos.
CESAR.-El impedimento de que hablo es de carácter constitucional.
GUZMAN.-No sé a qué se refiera usted, señor general.  Nosotros procedemos siempre con apego a la Constitución.
CESAR.-(Sonriendo para sí) Con apego a ella, todo candidato debe haber residido cuando menos un año en el Estado. Yo no volví a mi tierra sino hasta hace cuatro semanas. (Esto lo dice con un tono definitivo, casi triunfal.  Sin embargo, sería difícil precisar qué objeto es el que persigue ahora)
GUZMAN.- Es verdad, pero...
SALINAS.-Eso yo lo sabía ya, pero esperaba a que el general lo dijera.  Su actitud borra todas mis dudas y me convence de que es otro el candidato que debemos buscar.
GARZA.-(Tímidamente) Pero, hombre, yo creo que puede haber una solución.
ESTRELLA.-Debo decir que el partido considera este caso político como un caso de excepción... de emergencia casi.  Lo que interesa es salvar a este Estado de caer en las garras del continuismo y de los reaccionarios. La Constitución local puede admitir la excepción y ser enmendada.
SALINAS.-Olvida usted que eso es función de los legisladores, compañero.
ESTRELLA.-No sólo no lo olvido, compañero, sino que el partido ha previsto también esa circunstancia y cuenta con la colaboración de ustedes para que la Constitución local sea reformada.
SALINAS.-Esto está por ver.
GUZMAN.-Hombre, Salinas...
ESTRELLA.-Creo que no es el lugar ni la ocasión de discutir...
CESAR.-(Pausadamente) Existen antecedentes, ¿O no? La Constitución Federal ha sido enmendada para sancionar la reelección y para ampliar los periodos por razones políticas.  En lo que hace a las constituciones locales, el caso es más frecuente.
SALINAS.-No en este Estado.  Usted, que es del Norte, debe de saberlo.
CESAR.-(Sin alterarse) Cuando, por ejemplo, un candidato ha estado desempeñando un alto puesto de confianza en el gobierno federal, no ha necesitado residir un año entero en su Estado natal con anterioridad a las elecciones.  Le han bastado unas cuantas visitas.  Pero...
ESTRELLA.-Naturalmente, mi general.  Los gobiernos no pueden regirse por leyes de carácter general sin excepción. Lo que el partido ha hecho antes, lo hará ahora.
CESAR.-Sólo que yo no estoy en esas condiciones.  No fue un alto empleo de confianza en el gobierno      federal lo que me alejó de mi Estado, sino una humilde cátedra de historia de la revolución.
GUZMAN.-Eso a mí me parece más meritorio todavía.
ESTRELLA.-Mi general, deje usted al partido encargarse de legalizar la situación.  Ha resuelto problemas más difíciles, de modo que, si quiere usted, saldremos esta misma noche para México.
CESAR.-(Dirigiéndose a Salinas) La Legislatura local se opone, ¿verdad?
GARZA.-Perdone, general.  El compañero Salinas no es la Legislatura.  Ni que fuera Luis XIV.
CESAR.-(A Salinas) Conteste usted.
SALINAS.-Cuando los veo a todos tan entusiasmados y tan llenos de confianza, no sé qué decir.  Me opondré en la Cámara si lo creo necesario.
ESTRELLA.-Compañero Salinas, ¿no está usted' en condiciones muy semejantes a las del general?  Involuntariamente, por supuesto; pero recuerdo su elección... la arregló usted en México.
SALINAS.-(Vivamente) No es lo mismo.  Estaba yo en una comisión oficial.
ESTRELLA.-Pues precisamente eso es lo que ocurre ahora con nuestro general. Ha sido llamado por el señor Presidente, lo cual le confiere un carácter de comisionado.
SALINAS.-Bueno, pues, en todo caso me regiré por la opinión de la mayoría.
ESTRELLA.-Es usted un buen revolucionario, compañero.  Las mayorías apreciarán su actitud. (Le tiende la mano con la más artificial sencillez)
ELENA.-(Angustiada) He odiado siempre la política, César.  No me obligues a... a separarme de ti.
CESAR.-Señores, mi situación, como ustedes ven, es muy difícil. Ni mi esposa ni yo queremos...
ESTRELLA.-Señor general, el conflicto entre la vida pública y la vida privada de un hombre es eterno.  Pero un hombre como usted no puede tener vida privada.  Ese es el precio de su grandeza, de su heroísmo.
CESAR-¿Crees que estoy demasiado viejo para gobernar, Elena?  Conoces mis ideas, mis sueños... sabes que podría hacer algo por mi Estado, por mi país... tanto como cualquier mexicano...
GUZMAN.-¡Oh, mucho más, mi general!
CESAR.-Quizás, en el fondo, he deseado esta oportunidad siempre.  Si me la ofrecen ellos libremente, ¿por qué no voy a aceptar?  Soy un hombre honrado.  Puedo ser útil.  He soñado tanto tiempo con serlo. Si ellos creen...
ESTRELLA.-Mi general, la utilidad de usted en la revolución, su obra es conocida de todos.  Nadie duda de su capacidad para gobernar, ¿verdad, señores?
GUZMAN.-Por supuesto. Nadie duda de que salvará al Estado.
GARZA.-Estamos seguros. Contamos con usted para eso.
ESTRELLA.-El partido proveerá a que usted, que ha estado un tanto alejado del edio, cuente en su gobierno con los colaboradores adecuados. ¿No es así, compañero Salinas?
SALINAS.-Claro está, compañero Estrella.
CESAR.-Comprende lo que quiero, Elena. ¿Por qué no?  Pero nada haría yo sin ti.
ESTRELLA.-El señor Presidente, que es un gran hombre de familia, apreciará esta noble actitud de usted.  Pero usted, señora, debe recordar la gloriosa tradición de heroísmo y de sacrificio de la mujer mexicana; inspirarse en las nobles heroínas de la independencia y en ese tipo más noble aún si cabe, símbolo de la feminidad mexicana, que es la soldadera.
ELENA.-(Con un ademán casi brusco) Le ruego que no me mezcle usted a sus maniobras.
MIGUEL.-(Apremiante) Hay algo que no dices, mamá. ¿Por qué? ¿Qué cosa es?
JULIA.-Mamá, yo comprendo muy bien... tienes miedo.  Pero puedes ayudar a papá... tal vez yo también pueda. Debemos hacerlo.
MIGUEL.-¿Qué cosa es, mamá?
JULIA.-Déjala, no la tortures ahora con esas preguntas. Mamá...
ELENA.-¡César!
CESAR.-(Mirándola de frente y hablando pausadamente) Di lo que tengas que decir. Puedes hacerlo.
ELENA.-Tengo miedo por ti, César.
ESTRELLA.-Señora, de la vida de mi general cuidaremos todos, pero más que nadie su glorioso destino.
ELENA.-¡César!
CESAR.-(Impaciente, pero frío, definitivo) Dilo ya, ¡dilo!
Elena se yergue apretando las manos .En el momento en que quizá va a gritar la verdad, aparecen en la puerta derecha Treviño y Emeterio Rocha. Rocha es un viejo robusto y sano, de unos sesenta y cinco años. Todos se vuelven hacia ellos.
TREVIÑO.-¿Cuál es?
SALINAS.-Tú lo conoces, ¿verdad, viejo?
ROCHA.-(Deteniéndose y mirando en torno) ¿Cuál dices? ¿Este? (Da un paso hacia César)
CESAR.-(Adelantándose después de un ademán de fuga: todo a una carta) ¿Ya no me conoces, Emeterio Rocha?
ROCHA.-(Mirándolo lentamente) Hace tantos años que...
GUZMAN.-El general lo conoce.
SALINAS.-Pero no se trata de eso.
ROCHA.-Creo que no has cambiado nada. Sólo te ha crecido el bigote.  Eres el mismo.
SALINAS.-¿Cómo se llama este hombre, viejo?
CESAR.-Anda, Emeterio, dilo.
ROCHA.-(Esforzándose por recordar) Pues, hombre, es curioso.  Pero eres el mismo... pues sí... el mismo César Rubio.
CESAR.-¿Estás seguro de que ése es mi nombre, Emeterio Rocha?
ROCHA.-No podría darte otro. Claro, César... César Rubio.  Te conozco desde que jugabas a las canicas en la calle Real.
CESAR.-¿Estás seguro de reconocerme?
ROCHA.-(Simplemente, tendiéndole la mano) ¿Pues no decían que te habían matado, César?
César le estrecha la mano sonriendo.
TREVIÑO.-Allí viene una multitud
Empiezan a oírse voces cuya proximidad se acentúa gradualmente.
GUZMAN.-Es claro. Todo el pueblo se ha enterado ya. Ahora sí, Salinas, se acabaron las dudas.
MIGUEL.-¿Mirando a César) ¿Se acabaron?
SALINAS.-Ahora sí. Perdóneme, mi general.
César le da la mano en silencio.  Las voces se precisan.  Dicen: ¡César Rubio! ¡Queremos a César Rubio!
ESTRELLA,.-Mi general, diga usted la palabra, diga usted que acepta.
ELENA.-César...
CESAR.-(Con simple dignidad) Si ustedes creen que puedo servir de algo, acepto.  Acepto agradecido.
Julia lo besa.  Elena lo mira con angustia y le oprime la mano.  Miguel retrocede un paso.
GUZMAN.-(Corre a la puerta derecha, grita hacia afuera) ¡Viva César Rubio, muchachos!
Vocerío dentro: ¡Viva!¡Viva, jijos!  Las mujeres corren a la ventana; miran hacia afuera.
JULIA.-Mira, papá, ¡mira! (César se acerca) Ese hombre deL bigote negro es el que vino a buscarte antes.
ESTRELLA.-(Mirando también) ¿Lo conoce usted, mi general?
CESAR.-(Después de una pausa) Es el llamado general Navarro.
ROCHA.-Sirvió a tus órdenes en un tiempo. Creo que fue tu ayudante, ¿no?  Pero el que nace para ladrón... (César no contesta)
Voces dentro: ¡César Rubio! ¡César Rubio! ¡César Rubio!
GUZMAN.-(Entrando) Mi general, aquí afuera, por favor. Quieren verlo.
ESTRELLA.-(Asomándose y frotándose las manos) Allí vienen los periodistas también.
César se dirige a la puerta.  Miguel le cierra el paso.
CESAR.-¿Qué quieres? (Miguel no contesta) Parece como que tú no lo crees, ¿verdad?
MIGUEL.-¿  Y tú?
ESTRELLA Y LA MULTITUD.-¡Viva César Rubio! ¡Viva nuestro héroe!
CESAR.-¿Con un ademán) Esa es mi respuesta.
Sale.  Miguel va hacía Elena y la toma por la mano, sin hablar.  Fuera se oyen nuevos vivas.
LA VOZ DEL FOTOGRAFO.-¡Un momento así, mi general! (Magnesio) Ahora una estrechando la mano del licenciado Estrella. ¡Eso es! (Magnesio) Ahora con la familia. (Vivas)
CESAR.-(Asomando) Ven, Elena; ven, Julia, ¡Miguel! (Elena se acerca, él rodea su talle con un brazo, la oprime) ¡Todo contigo!
Salen. Julia los sigue. Nuevos vivas adentro.
Miguel queda solo, dando la espalda a la puerta y a la ventana de la derecha, y baja pensativo al primer término centro. Se vuelve a la puerta desde allí.  El ruido es atronador.
LA VOZ DE CESAR.-(Dentro) ¡Miguel, hijo!
Miguel se dirige a la izquierda con una violenta reacción de disgusto, mientras afuera continúan las voces y se oyen algunos cohetes o balazos, y cae el

TELON


ACTO TERCERO

Cuatro semanas después, cera de las once de la mañana, en la casa  del profesor César Rubio.  La sala tiene ahora el aspecto de una oficina provisional.  Hay un escritorio; una mesa para máquina de escribir, con su máquina; papeles y libros amontonados.  Hay un rollo de carteles en el suelo, junto a los arcos del comedor. Uno de ellos, desplegado, muestra la imagen de César Rubio con la leyenda El candidato del pueblo. En esta improvisación y en este desorden se advierte cierta ostentación de  pobreza, una insistencia de César Rubio en presumir de modestia.
Instalado ante el escritorio, Estrella despacha la correspondencia. Guzmán, sentado en un sillón de tule, fuma un cigarro de hoja.  Salinas fuma también, recargado contra la puerta derecha.

ESTRELLA.-Un telegrama del señor Presidente, señores. (Los otros vuelven la cabeza hacia él. Lee) "Deseo que en los plebiscitos de hoy el pueblo premie en usted al héroe de la Revolución Punto Si no fuera así su colaboración me será siempre inestimable Punto Ruégole informarme inmediatamente resultado plebiscito Punto Afectuosamente". (Deja el telegrama; actúa) Este es un documento histórico, único.
GUZMAN.-Ganaríamos de todos modos, aunque el Presidente no quisiera.  No se ha visto un movimiento semejante en el pueblo desde Madero. El genera se ha echado a la bolsa a todo el mundo.
ESTRELLA.-Es un hombre extraordinario.  Sabe escuchar, callar, decir lo estrictamente preciso, y obrar con una energía y una limpieza como no había yo visto nunca.  Pero es preferible contar con el apoyo del Centro. ¿No es verdad, compañero Salinas? (Salinas mueve la cabeza afirmativamente) Al señor Presidente lo conquistó a las cuatro palabras. Y aquí, ya ven.
SALINAS.-Nunca en mi vida política vi un entusiasmo semejante.  Los plebiscitos están prácticamente ganados; pero yo no estoy tranquilo.
GUZMAN.-Otra vez, Ya te llaman dondequiera el diputado, por las dudas.
ESTRELLA.-¿Qué quiere usted decir?
SALINAS.-(Abandona su posición y entra cruzando hacia el primer término centro) Quiero decir que corren rumores muy feos. En todo caso, Navarro no es hombre para quedarse así nomás. Hay que tener mucho cuidado, y sería bueno que el general se armara, por las dudas.
GUZMAN.-¿No te digo?  Primero lo convencerías de renunciar que de portar pistola, hombre.  No es como nosotros.  Además, yo tengo establecida una vigilancia muy completa.  No pasará nada.
SALINAS.-Ojalá. Estoy convencido ya de que el general es un gran hombre -el más grande de todos- y debe llevarnos adonde necesitamos ir.  Es preciso que no pase nada, Epigmenio.
GUZMAN.-¡Qué va a pasar, hombre!
ESTRELLA.-(Levantándose) El compañero Salinas tiene lo que llaman los franceses una idée fixe. (Lo miran) Quiere decir idea fija. Me gustaría que se explicara. Los plebiscitos deben empezar a las once y media... (Ojeada al reloj pulsera) Tenemos el tiempo de llegar apenas.  Explíquese, compañero.
SALINAS.-Hombre, en primer lugar, Navarro ha dicho por ahí que el general no ganará mientras él viva. (Guzmán emite un sonido de burla) ... Y luego...
(se detiene)
GUZMAN.-¿Qué pues?  Hable ya.
SALINAS.-Ha dicho que él tiene medios de... probar que el general es un impostor, ¡vaya! (Se enjuga  la      frente. Guzmán ríe a carcajadas)
ESTRELLA.-Creo que tendré que hablar unas palabras con el general Navarro, en nombre del Partido.
GUZMAN.-Ese te ganó, Salinas.
SALINAS.-Basta que Navarro lo diga para que  nadie lo crea.  De todos modos, hay que ponerse muy águilas.
ESTRELLA.-¿Quieren que les diga mi opinión muy franca, señores?
GUZMAN.-A ver.
ESTRELLA.-Si el general Navarro viera un poco más de cerca al general Rubio, le pasaría lo mismo que a usted, Salinas.
SALINAS.-¿Qué?
ESTRELLA.-Se volvería rubista. (Los otros ríen) Hablo en serio. El general Rubio tiene un magnetismo inexplicable. Yo sé, por ejemplo, que el presidente del partido es un hombre difícil.  Bueno, pues en media hora de plática, parecía como que se había enamorado de él. (Guzmán ríe satisfecho)
SALINAS.-¿Y Garza? ¿No debía venir a las diez y media?
GUZMAN.-Garza está allá, acabando de arreglar todo lo necesario.  Allá lo veremos.
SALINAS.-¿Y Treviño?
ESTRELLA.-Tiene que ayudar a Garza.
SALINAS.-Pero ya debían estar aquí, ¿no?
GUZMAN.-¡Qué nervioso estás!  Ni que fueras el candidato.
ESTRELLA.-Así les pasa en las bodas a las damas de la novia. Se anticipan.
SALINAS.-Digan lo que quieran.  Yo no estaré tranquilo hasta ver al general en el palacio de gobierno. Por las dudas.
GUZMAN.-Cállate. Ahí viene.
Se oyen los pasos de César en la escalera. Los tres hombres se reúnen  para saludarlo. Entra César Rubio. En estas cuantas semanas se ha operado en él una transfiguración impresionante. Las agitaciones, los excesos de control nervioso, la fiebre de la ambición, la lucha contra el miedo, han dado a su rostro una nobleza serena y a su mirada una limpidez, una seguridad casi increíble.  Está pálido, un poco afilado, pero revestido de esa dignidad peculiar en el mestizo de categoría.  A pesar del calor, viste un pantalón y un saco de casimir oscuro; una camisa blanca y fina y una corbata azul marino de algodón.  Lleva en la mano un sombrero de los llamados tejanos, blanco, "cinco equis" que ostenta el águila de general de división.  Este sería el único lujo de su nueva personalidad, sí no se considerara en primer lugar la minuciosa limpieza de su persona como un lujo mayor aún.
CESAR.-Buenos días, muchachos.
TODOS.-Buenos días, mi general.
ESTRELLA.-¿Cómo se siente el señor gobernador?
CESAR.-¿Para qué anticipar las cosas, Estrella? Nada pierde uno con esperar
GUZMAN.-Eso es pan comido, señor.
ESTRELLA.-Vea usted este telegrama del señor Presidente, mi general, por si le quedan dudas.
CESAR.-(Después de pasar la vista por el telegrama) Ninguna duda, Estrella.  No puede haberla donde sabe uno que las cosas simplemente son o no son. (Deja el sombrero sobre el escritorio aparta los telegramas con una mano, sin fijarse mucho en ellos) Lo bueno de la carrera del político... ¿No hay telegrama del profesor Bolton?
ESTRELLA.-Envía su felicitación, mi general; pero no puede venir.  Ofrece estar presente en la toma de posesión.
CESAR.-(Sencillamente) Me hubiera gustado verlo aquí hoy. (Pasea de un extremo a otro, lentamente) Lo bueno de la carrera del político es que lo pone a uno en contacto con las raíces de las cosas, con los hechos, con la acción.  La política es una especie de filología de la vida que lo concatena todo.  Pero lo que sin escapatoria... este ir de la mano con el tiempo sin perder ya un segundo de él. (Se detiene, levanta el cartel,  sigue hablando. Guzmán y Salinas se precipitan, toman el cartel y lo prenden sobre uno de los arcos. César, mirándose en su imagen, continúa) Va uno al fondo de  las pasiones humanas sin perder su tiempo, y conoce uno el precio de todo a primera vista... y lo paga uno.  La política lo relaciona a uno con todas las cosas originales, con todos los sistemas del movimiento, empezando por el de las estrellas. Se sabe la causa y el objeto de todo; pero se sabe a la vez que no puede uno revelarlos. Se conoce el precio del hombre. Y así el gran político viene a ser el latido, el corazón de las cosas.
ESTRELLA.-(Que es el único que ha entendido un poco) La Política es superior a todo lo demás, en efecto, mi general.  Es un ejercicio de todo el cuerpo y de todo el espíritu.
CESAR.-(Dejando pasar la interrupción) El político es el eje de la rueda; cuando se rompe o se corrompe, la rueda, que es el pueblo, se hace pedazos; él separa todo lo que no serviría junto, liga todo lo que no podría existir separado.  Al principio, este movimiento del pueblo que gira en torno a uno produce una sensación de vacío y de muerte; después descubre uno su función en ese movimiento, el ritmo de la rueda que no serviría sin eje, sin uno. Y se siente la única paz del poder, que es moverse y hacer mover a los demás a tiempo con el tiempo. Y por eso ocurre que el político puede ser, es,. en México, el mayor creador o el destructor más grande. ¿Es parecido a mí este retrato?
GUZMAN.-Ya lo creo que es parecido.  El otro día, viendo un cartel, me decía uno de los viejos del pueblo, que lo conoció a usted cuando empezaba en la revolución: César no cambia; está igual que cuando le barrieron   a la gente en Hidalgo, hace treinta años.
ESTRELLA.-El heroísmo es una especie de juventud eterna, mi general.
CESAR.-Es verdad.  Este retrato se parece más al César Rubio de principios de la revolución que a mí. Y sin embargo, soy yo. (Sonríe) Es curioso. ¿Quién lo hizo?
SALINAS.-Un grabador viejo de aquí del pueblo.
CESAR.-El pueblo entiende muchas cosas. (Sonríe, piensa un momento y abre la boca como si fuera a decir algo más sobre esto. Se reprime, se pone las manos a la espalda y da algunos pasos al frente) ¿Corrigió usted su discurso, Estrella?
ESTRELLA.-Está listo, mi general.
CESAR.-¿En la forma que habíamos convenido... acerca de mi resurrección?
ESTRELLA.-Sí, mi general. (Declama) "Sólo los pueblos nobles que han sufrido pueden esperar acontecimientos así de. .
CESAR.-(Interrumpiéndolo) Permítamelo. (Estrella se lo tiende) ¿Hay gente afuera?
GUZMAN.-Veinte o treinta.
CESAR.-Diles que me vean en el plebiscito, Salinas. (Salinas sale.  Mientras, César lee y pasea. Termina de leer y devuelve su discurso a Estrella) Muy bien, licenciado. (Ojeada a su reloj de bolsillo)
ESTRELLA.-Gracias, mi general.
SALINAS.-(Volviendo) Señor, creo que ya es hora de irnos.
CESAR.-¿Se fue la gente?
SALINAS.-No; todos quieren escoltarlo a usted hasta el pueblo. (César sonríe) Los carros están listos.
CESAR.-Ya nos vamos.  Nada más voy a despedirme de mi esposa.
Se dirige hacia la puerta izquierda.  En ese momento entra Treviño, sin aliento.
CESAR.-(Casi en la puerta, se vuelve) ¿Qué pasó?
Los otros se agrupan.
TREVIÑO.-MI general, ahí viene Navarro.  Viene a verlo a usted.
CESAR.- (Un paso adelante) ¿Navarro?
GUZMAN.-¡Es el colmo de] descaro! ¿Qué quiere aquí?
ESTRELLA.-Me lo figuro. Ha de venir a buscar una componenda, porque el presidente del partido lo mandó regañar.
SALINAS.-No me fío.
GUZMAN.-¿Qué hacemos, mi general?
CESAR.-Déjenlo venir. Yo voy a despedirme de mi esposa. Que me espere aquí.
TREVIÑO.-Pero probablemente quiere una entrevista privada.
CESAR.-(Con una sonrisa) Seguramente.
ESTRELLA.-¿Se la concederá usted?
CESAR.-¿Por qué no?
SALINAS.-Mi general, por favor... (Saca su pistola y se la ofrece)
CESAR.-(Riendo) No, hombre. Así me daría miedo.
SALINAS.-(Suplicante) Mi general...
CESAR.-(Dándole una palmada) Guárdate eso. No seas tonto, hijo.
GUZMAN.-No le hace, mi general; nosotros estamos armados.
CESAR.-(Severamente) Mucho cuidado, Epigmenio. Navarro viene aquí como parlamentario. No vayan       a hacer ninguna tontería. Trátenlo con discreción, con buenos modos, igual que a los que vengan con él. (Gestos de descontento) Quiero que se me obedezca, ¿entendido?  Regresa hacia el escritorio, para tomar su sombrero.
GUZMAN.-Está bueno, pues, mi general.
César sale por la izquierda.
ESTRELLA.- (Sonriendo y alzando los brazos) Esos son pantalones, señores.
GUZMAN.-Es igual. Ojalá se me disparara sola ésta, (señala su pistola) cuando esté aquí Navarro.
SALINAS.-¿Con quién viene, tú?
TREVIÑO.-No pude ver bien; pero creo que con Salas y León.
GUZMAN.-Sus pistoleros, seguro.  Se me hace que aquí va a pasar algo.
ESTRELLA.-Nada. Apuesto cualquier cosa a que viene a decir que se retira del plebiscito y que quiere una chamba.
SALINAS.-(Riendo) ¡Muy fácil!  Usted todavía no conoce bien a los norteños, licenciado. (Va hacia la puerta)
ESTRELLA.-Eso le daría mejor resultado; podría enderezarlo con el partido.
GUZMAN.-Pues no hay más que abrir bien los ojos.
SALINAS.-(Desde la puerta) Allí están. (Entra)
Sin decir palabra, Guzmán, Treviño y Salinas revisan sus pistolas; se  cercioran de que salen con facilidad de/ cinturón, y esperan alineados, mirando a la puerta.
ESTRELLA.-(Mientras habla se desliza insensiblemente detrás de ellos) Todo eso son precauciones inútiles, señores.  Además, se ponen ustedes en plan de ataque, a pesar de las órdenes del general.
GUZMAN.-(Apretando los dientes.  Sin volverse) ¿Qué sabemos cómo vienen estos ... ?
SALINAS.-(Sin volverse) Es nomás por las dudas.
TREVIÑO.-(Mismo juego) A ver sí no pasa aquí lo que no ha pasado en tanto tiempo,
GUZMAN.-(Sin volverse. Con una risita) Yo siempre le he tenido ganas a Navarro.
ESTRELLA.-(Cerciorándose de que está bien protegido, mientras mira con inquietud hacia la puerta) ¡Prudencia! ¡Prudencia! Hay que cumplir las órdenes Del general, señores...
Todos están mirando a la puerta con una intensidad que, después de un momento, afloja.  Treviño es el primero que se sienta sin hablar.
GUZMAN.- (Enjugándose la frente y dirigiéndose hacia el sofá) ¡Bah!  Que lleguen cuando gusten.
SALINAS.-(Torciendo un cigarro y abandonando guardia) Qué pronto se cansan ustedes.
ESTRELLA.-(Volviendo al escritorio) En realidad, es mejor así.
En este momento, como si hubiera estado esperando esta nueva actitud, entra Navarro franqueado por sus dos pistoleros.  Es el desconocido del segundo acto.
NAVARRO.-¿Qué hay, muchachos? (Sobresalto general.  Todos se levantan y agrupan) No se espanten, hombre. (Cruza al centro) ¿Dónde está el maestrito ese? (Riendo) No me esperaban, ¿eh?
ESTRELLA.-(Un poco tembloroso, pero impecable) El señor general Rubio está enterado de la visita de usted y le ruega que tenga la bondad de esperar. (Los hombres de Navarro se burlan un poco de esta fórmula)
NAVARRO.-(Mordiéndose los labios) ¡Ah, vaya! (Se vuelve hacía sus pistoleros) Pues haremos antesala, muchachos. ¿Qué les parece?
SALAS.-Como en la Presidencia, jefe. (Ríe)
LEON.-(Con un movimiento amenazador) Lo que es nosotros, no lo haremos esperar a él.
GUZMAN.-(Adelantando un paso hacia él) ¿Con qué sentido lo dices?
LEON.-(Imitándolo) Con el que tú quieras, Epigmenio.  Con éste. (Hace ademán de desenfundar)
ESTRELLA.-¡Señores! ¡Señores!
NAVARRO.-¡Quieto, León! (Epigmenio Guzmán y León retroceden hacia ángulos opuestos mirándose con ferocidad de matones. A Estrella:) Usted es el representante del partido, ¿no?  Dígale a Rubio que quiero hablarle a solas.
ESTRELLA.-El señor general Rubio sabe que quiere usted hablarle a solas.  Así será.
NAVARRO.-(Mordiéndose los labios) No puede negar que es maestro, lo sabe todo. ¿Entonces qué esperan ustedes para salir?
SALINAS.-Si crees que vamos a dejar aquí solos con él a tres matones con pistolas...
NAVARRO.-(Amenazador) Mira, Salinas... (Transición.  Ríe) Yo no vengo armado. (Abre ligeramente su saco para probarlo)
GUZMAN.-Pero éstos sí.
NAVARRO.-Salas, dale tu pistola a León.
SALAS.-Pero, oye...
NAVARRO.-(Con mando brutal) Dale tu pistola a León. (Salas lo obedece a regañadientes) León, espéranos en el coche.  Salas se reunirá contigo dentro de un momento y me esperarán juntos. (León sale después de mirar hacía los otros y escupir) Ahora, güeritos, lárguense ustedes también. (Los otros dudan)
ESTRELLA.-Son las órdenes del general, señores.
GUZMAN.-(A Treviño) Vente... vamos a cuidarle las manos al León de circo ése.
SALINAS.-El general dijo que lo esperara Navarro solo.
ESTRELLA.-Yo voy a subir; bajaré con el general.  No hay cuidado.
NAVARRO.-Me gusta la conversación.  Salas se queda conmigo hasta que baje el maestrito.
Guzmán y Treviño salen.  Salinas los imita moviendo la cabeza. Todavía en la puerta derecha se vuelve con desconfianza.  Estrella sale por la izquierda.  Se le oye subir la escalera.
NAVARRO.-(En voz alta) ¡Qué cerote tienen éstos!  Te aseguro que nos van a espiar.
SALAS.-También yo no sé para qué quieres hablar con Rubio.
NAVARRO.-Dicen que es muy buen conversador. (Ríe) Dame un cigarro de papel, ¿tienes? (Salas se acerca a dárselo) Lumbre. (Salas enciende un cerillo y se acerca más para encender el cigarro. De este modo quedan los dos en primer término centro, casi fuera de/ arco del proscenio) ¿Está todo arreglado?
SALAS.-Todo, jefe.
Salinas asoma brevemente la cabeza. Navarro lo ve, ríe; Salinas desaparece.
NAVARRO.-Ya sabes entonces: si no hay arreglo, te vas volado en el carro chico y preparas el numerito.
SALAS.-¿Cómo voy a saber?
NAVARRO.-(Después de pausa. Ríe) Yo no puedo salir a hacerte la seña; pero como las gentes de éste van a estar pendientes, me arreglaré para que entre Salinas. Cuando lo veas entrar, vuelas.
SALAS.-Bueno.
NAVARRO.-Nada más que háganlo todo bien. Apenas suceda la cosa, deshagan a balazos al loco ése. Recuerda bien lo del crucifijo y los escapularios.
SALAS.-Eso ya está listo. Entonces Salinas es la señal.
NAVARRO.-Sí, cuando entre.  Si no entra, me esperas con León.
SALAS.-Bueno.
NAVARRO.-Vete ya. (Ríe) No vayan a creer que estamos conspirando.
Salas sale por la derecha. Navarro dirige una mirada circular a la pieza y una sonrisa burlona aparece en sus labios cuando mira el cartel.  Se acerca a él sonriendo, se detiene, alza la mano y da un papirotazo al retrato. Se oyen pasos en la escalera: Navarro se vuelve y aguarda.  Un momento después parecen César Rubio y Estrella por la izquierda. Los dos antagonistas se encuentran al centro frente a frente. Se miden con burla silenciosa. César es el primero que habla.
CESAR.-¿Qué hay, Navarro?
NAVARRO.-¿Qué hay, César?
CESAR.-Déjenos solos, licenciado. Nos vamos dentro de unos minutos. (Navarro ríe entre dientes. Estrella sale después de mirarlos. Cuando quedan solos habla César) ¿No te sientas?
NAVARRO.-¿Por qué no?
Se dirige al sofá de tule. César lo sigue. Se sientan.
CESAR.-¿De qué se trata, pues?
NAVARRO.-Perdóname, no me deja hablar la risa.
CESAR.-(Altivamente) ¿Cómo?
NAVARRO.-Te viene grande la figura de César Rubio, hombre. No sé cómo has tenido el descaro... el valor de meterte en esta farsa.
CESAR.-¿Qué quieres decir?
NAVARRO.-Te llamas César y te apellidas Rubio, pero eso es todo lo que tienes de general. No te acuerdas de que te conocí desde niño.
CESAR.-Hasta los viejos del pueblo me han reconocido.
NAVARRO.-Claro. Se acuerdan de tu cara, y cuando quieren nombrarte no tienen más remedio que decir César Rubio. ¡Bah! Ahorremos palabras.  A mí no me engañas.
CESAR.-(Con desprecio) ¿Es eso todo lo que tienes que decirme?
NAVARRO.-También quiero decirte que no seas tonto, que te retires de esto. (César no contesta) Te puedes arrepentir muy tarde. (Silencio de César) no conoces la política, César. Esto no es la universidad de México. Aquí rompemos algo más que vidrios y quemamos algo más que cohetes.
CESAR.-¿Qué te propones?
NAVARRO.-Te voy a denunciar en los plebiscitos. Cuando vean que no eres más que un farsante, que estás copiando los gestos de un muerto...
CESAR.-¡Imbécil! No puedes luchar contra una creencia general. Para todo el Norte soy César Rubio. Mira ese retrato, por ejemplo: se parece a mí y se parece al otro, fíjate bien. ¿No recuerdas?
NAVARRO.-Te denunciaré de todas maneras.
CESAR.-¿Por qué no te atreves a mirar el retrato?  Anda y denúnciame. Anda y cuéntale al indio que la virgen de Guadalupe es una invención de la política española. Verás qué te dice. Soy el único César Rubio porque la gente lo quiere, lo cree así.
NAVARRO.-Eres un impostor barato. Se te ha ocurrido lo más absurdo. Aquí podías presumir de sabio sin que nadie te tapara el gallo, ¡y te pones a presumir de general!
CESAR.-Igual que tú.
NAVARRO.-¿Qué dices?
CESAR.-Digo: igual que tú.  Eres tan poco general como yo o como cualquiera. (Miguel entra apenas en este momento sin que se le haya sentido bajar. Al oír las voces de detiene, retrocede y desaparece sin ser visto, pero desde este momento asomará incidentalmente la cabeza varias veces) ¿De dónde eres general tú?  César Rubio te hizo teniente porque sabías robar caballos; pero eso es todo. El viejo caudillo, ya sabes cuál, te hizo divisionario porque ayudaste a matar a todos los católicos que aprehendían.  No sólo eso... le conseguiste mujeres.  Esa es tu hoja de servicios.
NAVARRO.-(Pálido de rabia) Te estás metiendo con cosas que...
CESAR.- ¿ No es cierto que todas las noches te tomabas una botella entera de coñac para poder matar personalmente a los detenidos en la Inspección. Y si nada más hubiera sido coñac...
NAVARRO.-¡Ten cuidado!
CESAR.-¿De qué?  Puede que yo no sea el gran César Rubio.  Pero, ¿quién eres tú? ¿Quién es cada uno en México? Dondequiera encuentras impostores,  impersonadores, simuladores; asesinos disfrazados de héroes, burgueses disfrazados de líderes; ladrones disfrazados de diputados, ministros disfrazados de sabios, caciques disfrazados de demócratas, charlatanes disfrazados de licenciados, demagogos disfrazados de hombres. ¿Quién les pide cuentas?  Todos son unos gesticuladores hipócritas.
NAVARRO.-Ninguno ha robado, como tú, personalidad de otro.
CESAR.-¿No? Todos usan ideas que no son suyas; todos son como las botellas que se usan en el teatro: con etiqueta de coñac, y rellenas de limonada; otros son rábanos o guayabas: un color por fuera y otro por dentro.  Es una cosa del país.  Está en toda la historia, que tú no conoces. Pero tú, mírate, tú. Has conocido de cerca a los caudillos de todos los partidos, porque los has servido a todos por la misma razón. Los más puros de entre ellos han necesitado siempre de tus manos para cometer sus crímenes, de tu conciencia para recoger sus remordimientos, como un basurero. En vez de aplastarte con el pie, te han dado honores y dinero porque conocías sus secretos y ejecutabas sus bajezas.
NAVARRO.-(Con furia) No se trata de mí, sino de ti, un maestrillo mediocre, un fracasado que nada pudo hacer por si mismo... ni siquiera matar, y que sólo puede vivir tomando la figura de un muerto. Ese es un gesto superior a todos.  De ti, a quien voy a denunciar hoy y a poner en ridículo aunque sea el último acto de mi vida. ¡Estás a tiempo de retroceder, César!  Hazlo, déjame el campo libre, no me provoques.
CESAR.-¿Y quién eres tú para que yo te tema?  No soy César Rubio. (La cara angustiada de Miguel aparece un momento) Pero sé que puedo serlo, hacer lo que él quería.  Sé que puedo hacer bien a mi país impidiendo que lo gobiernen los ladrones y los asesinos como tú... que tengo en un solo día más ideas de gobierno que tú en toda tu vida.  Tú y los tuyos están probados ya y no sirven... están podridos; no sirven para nada más que para fomentar la vergüenza y la hipocresía de México.  No creas que me das miedo.  Empecé mintiendo, pero me he vuelto verdadero, sin saber cómo, y ahora soy cierto.  Ahora conozco mi destino: sé que debo completar el destino de César Rubio.
NAVARRO.-(Levantándose) Allá tú, pero no te quejes luego, porque hoy  todo el pueblo, todo el Estado, todo el país, van a saber quién eres.
CESAR.-(Levantándose) Denúnciame, eso es. No podrías escoger un camino más seguro para destruirte tú solo..
NAVARRO -¿Qué quieres decir?
CESAR.-¿Te interesa, eh?  Dime una cosa: ¿cómo vas a probar que yo no soy el general César Rubio?
Miguel asoma y oculta la cabeza entre las manos.
NAVARRO.-Ya lo verás.
NAVARRO.-Lo probaré.
CESAR.-Me interesa demasiado para esperar. A mi vez, debo advertirte de paso que nadie creerá palabra de lo que tú digas.  Estás demasiado tarado, te odian demasiado. ¿Cómo vas a probar que César Rubio murió en 1914?
NAVARRO.-De modo irrefutable.
CESAR.-Es lo que yo creía. Puedes irte y probarlo.  Es posible que acabes conmigo; pero acabarás contigo también.
NAVARRO.-Explícate.
CESAR.- ¿ Para qué? ¿ No estás tan seguro de ti...?
NAVARRO.- Estoy tan seguro, que sé que te destruiré hoy.
CESAR.- ¿Sí? (Toma aliento) ¿ Dices que vas a probar de modo irrefutable la muerte de César Rubio?
NAVARRO.-Sí.
CESAR.-(Sentándose) Si supieras historia, sabrías que es difícil eso.
NAVARRO.-Lo probaré.
CESAR.-Sólo podrías hacerlo si hubieras sido testigo presencial de ella.
NAVARRO.-Lo fui.
CESAR.-¿Por qué no lo salvaste, entonces?
NAVARRO.-No fue posible... eran demasiados contra nosotros.
CESAR.-Ese fue el parte oficial que inventaron.  Mientes.
NAVARRO.-En la balacera...
CESAR.-No hubo balacera.
NAVARRO.-¿Qué?
CESAR.-No hubo más que un asesinato. Fue la primera vez en su carrera que se tomó una botella entera de coñac para que no le temblara el pulso.
NAVARRO.-¡No es verdad! ¡No es verdad!
CESAR.-¿ Por qué niegas antes de que yo lo diga?
NAVARRO.-(Tembloroso) No he negado.
CESAR.-Te tranquilizaste demasiado pronto cuando me viste, el día que vino todo el pueblo.  Hace cuatro semanas.  Pero cuando yo salía, parecía que ibas a desmayarte.  Habías tenido dudas, remordimientos, miedo...
NAVARRO.-¿Yo? ¿Por qué había de...? Eres un imbécil.  No sabes lo que dices.
CESAR.-(Levantándose con una terrible grandeza) Tú dejaste ciego de un tiro al asistente de Canales. ¿Lo recuerdas?
NAVARRO.-¡Mentira!
CESAR.-Tú mataste al capitán Solís, a quien siempre envidiaste porque César Rubio lo prefería.
NAVARRO.-¡Te digo que mientes!
CESAR.-(Imponente) ¡Tú mataste  a César Rubio!
NAVARRO.-¡No!
CESAR.-Hubieras debido matar a Canales, o cortarle la lengua.  Está vivo y yo sé dónde está.  Por este crimen te hicieron coronel.
NAVARRO.-¡Es una calumnia estúpida!  Si tan seguro estás de eso, ¿por qué no se lo contaste a tu gringo?
CESAR.-Porque creía yo entonces que iba a necesitarte. No te necesito. Ve y denúnciame. Yo daré las pruebas, todas las pruebas de que dices la verdad... no puedo hacer más por un antiguo amigo. (Navarro se deja caer abatido en un sillón. César lo mira y continúa) ¿Te creías muy fuerte? ¿Qué dijiste? Dijiste: este maestrillo de escuela es un pobre diablo que quiere mordida. Le daré un susto primero y un hueso después.  Porque no lo niegues, me lo ha dicho quien lo sabe: venías a ofrecerme la universidad regional. Yo siento no poder ofrecértela a ti, que no sabes ni escribir ni sumar.  Ahora, vamos a los plebiscitos, pase lo que pase.
NAVARRO.-(Reaccionando) Bueno, si tú me denuncias te pierdes igualmente.
CESAR.-Así no me importa.  Pero tú callarás.  Mi crimen es demasiado modesto junto al tuyo, y soy generoso.  Te doy veinticuatro horas para que te vayas del país, ¿entiendes?  Tienes dinero suficiente: has robado bastante.
NAVARRO.-No me iré.  Prefiero...
CESAR.-Si no lo haces, probaré que me asesinaste, y probaré también que me salvé. Puedo hacerlo; no creas que no he pensado en esta entrevista, en esta contingencia. Te he esperado todos los días desde hace una semana, y he tomado mis precauciones. (Mira su reloj) Es hora de ir a los plebiscitos.
NAVARRO.-(Después de una pausa torturada) Como quieras... pero te advierto lealmente que yo también he tomado mis precauciones, y que es mejor que no vayas a los plebiscitos.
CESAR.-¿Qué sabes tú lo que es lealtad?  La palabra debería explotarte en los labios y deshacerte.
CESAR.-Lo mismo que a ti.  Es el precio de este juego.
NAVARRO.-Como quieras, entonces.  Pero estás a tiempo... hasta para la universidad, mira.  Podemos arreglarnos.  Déjame pasar esta vez... después gobernarás tú.  Entre los dos lo haremos todo.
CESAR.-Imbécil. No me sorprendería que me asesinaras. Me sorprende que no lo hayas hecho ya.
NAVARRO.-No soy tan tonto.
CESAR.-Vete.
NAVARRO.- (Se dirige a la puerta. Se vuelve, de pronto) Oye... quiero que llames aquí a Salinas... anda buscando pleito.
CESAR.-¿Tienes miedo a pelear de frente?  Es natural. (Va a la puerta. Llama) ¡Salinas! (Navarro sonríe para sí)
SALINAS.-(Entrando) Mande, general.
CESAR.-Estate aquí mientras pasa el general Navarro. Creo que te tiene miedo.
Se oye dentro el ruido de un automóvil que parte.
NAVARRO.-Tú solo te has sentenciado, general Rubio.
SALINAS.-(Echando mano a la pistola) ¿Mi general?                           .7
CESAR.-(Deteniendo su mano) No desperdicies tus cartuchos.  Échale un poco de sal para que se deshaga.
Navarro, después de una última mirada, sale diciendo:
NAVARRO.-Será como tú lo has querido.
Mutis por la derecha.  Un momento después se oye el ruido de automóviles en marcha, que se alejan.
SALINAS.-Mi general, éste lleva malas intenciones.  Yo creo que habría que pararle los pies.  Deme usted permiso.
CESAR.-No, Salinas, déjalo.  No puede hacer nada. (Va al centro y ve a Miguel que sale, pálido, del marco de la puerta izquierda.  Se oyen pasos en la escalera) ¡Miguel! ¿Estabas aquí?
MIGUEL.-(Con voz extraña) No... te traía tu sombrero. (Se lo tiende)
CESAR.-¿Qué tienes tú?
MIGUEL.-Nada.
Al mismo tiempo que aparece Elena  en la puerta izquierda, Guzmán, Treviño y Estrella entran por la derecha.
CESAR.-Es hora de irnos, muchachos.
ELENA.-César, quiero hablarte un momento.
CESAR.-Tendrá que ser muy rápido, Elena. Por eso me despedí de ti antes.  Vayan preparando los coches, muchachos, los alcanzaré en un instante. (Miguel se dirige a la izquierda) ¿Tú no vienes con nosotros, Miguel?
MIGUEL.-(Se detiene, vacila  visiblemente. Al fin, con un esfuerzo) No. (Todos lo miran. Comprende que debe dar una explicación) No me siento bien. (Rápido) Si estoy mejor dentro de un rato, los alcanzaré allá.
Evita hablar directamente a su padre; no lo mira .Termina de hablar apenas cuando sale por la izquierda sin esperar más.
CESAR.-Vamos, muchachos.  Adelántense.
GUZMÁN.-  (Conforme salen) Vamos a levantar una buena escolta.  No me fío de Navarro.  Se reía al subir a su coche.
Salen él, Treviño y Salinas, hablando entre ellos.
ESTRELLA.-(Se detiene en el umbral y regresa unos pasos) ¿Puedo preguntar cómo resultó la entrevista, mi general?
CESAR.-Muy bien. Tranquilícese, licenciado.  Ande.
Estrella sale.
ELENA.-¿Qué entrevista? ¿Entonces es verdad que Navarro ha estado aquí? Eso es lo que quería preguntarte.
CESAR.-Sí, aquí estuvo.
ELENA.-¿Qué quería?
CESAR.-Ganar, naturalmente. Pero perdió.
ELENA.-César, no vayas a los plebiscitos.
CESAR.-(Riendo) Me recuerdas a la mujer de César... del romano. (Se acerca a ella y le toma las manos) ¿Tienes miedo?
ELENA.-Sí... es la verdad.  Renuncia a todo esto, César.  Navarro puede...
CESAR.-Navarro no puede nada ya Aquí perdió los dientes y las uñas.
ELENA.-Puede matarte todavía.
CESAR.-No es tan tonto.
ELENA.-¿Por qué habrías de arriesgar tu vida por una mentira?  No lo hagas, César, vayámonos de aquí, a vivir en paz.
CESAR.-Te dije: Todo, contigo. ¿Lo recuerdas?  Hablas de una mentira. ¿Cuál?
ELENA.-¿No lo sabes?
CESAR.-Es que ya no hay mentira: fue necesaria al principio, para que de ella saliera la verdad.  Pero ya me he vuelto verdadero, cierto, ¿entiendes?  Ahora siento como si fuera el otro... haré todo lo que él hubiera podido hacer, y más.  Ganaré el plebiscito... seré gobernador, seré presidente tal vez...
ELENA.-Pero no serás tú.
CESAR.-¿Es decir que no crees en mí todavía?  Precisamente seré yo, más que nunca.  Sólo los demás creerán que soy otro.  Siempre me pregunté antes por qué el destino me había excluido de su juego, por qué nunca me utilizaba para nada: era como no existir.  Ahora lo hace.  No puedo quejarme.  Estoy viviendo como había soñado siempre.  A veces tengo que verme en el espejo para creerlo.
ELENA.-No es el destino, César, sino tú, tus ambiciones. ¿Para qué quieres el poder?
CESAR.-Te sorprendería saberlo. No haré más daño que otro, y quizás haré algún bien.  Es mi oportunidad y debo aprovecharla.  Julia parecerá bonita... ya ahora lo parece, cuando me mira; será cortejada por todos los hombres.  Miguel podrá hacer algo brillante, amplio, si quiere.  Tú... (la abraza) será como si te hubieras vuelto a casar, con un hombre enteramente nuevo... llevarás la vida que escojas.  Tendrás, al fin, todo lo que quieras.
ELENA.-Yo no quiero nada. Te suplico que no vayas a ese plebiscito.
CESAR.-No podría dejar de ir más que muerto. Ahora todo está empezado y todo tiene que acabar.  No puedo hacer nada más que seguir, Elena; soy el eje en la rueda.  Pero siento que el muerto no es César Rubio, sino yo, el que era yo... ¿entiendes?  Todo aquel lastre, aquella inercia, aquel fracaso que era yo.  Dime que entiendes... y espérame. (La abraza, la besa y se cala el sombrero)
ELENA.-Por última vez, César. ¡No vayas!
CESAR.-¿De qué tienes miedo?
ELENA.-No te lo diré: podría yo atraerte el mal así..
CESAR.-(Sonriendo) Hasta dentro de un rato, Elena. Cuando vuelva, serás la señora gobernadora. (La mira un momento, y sale. Dentro, lo acoge un vocerío entusiasta. Elena permanece en el sitio, mirando hacia la puerta. De pronto César reaparece) Es bueno que hables con Miguel.  Es la única inquietud que me llevo: estuvo muy extraño hace un rato; me parece que sabe algo, tranquilízalo, Elena, es mi hijo. (Hace un saludo final con la mano y se va)
Elena sola va hacia el cartel. Lo mira pensativamente un momento. Se oye a Miguel en la escalera. Elena se vuelve.
MIGUEL.-Mamá, tengo qué hablarte.
ELENA.-Tengo una inquietud tan grande por tu padre, hijo. No viviré hasta que regrese.
MIGUEL.-Si triunfa, cuando regrese yo empezaré a dejar de vivir.
ELENA.-¿Por qué dices eso?
MIGUEL.-(Brutal) ¿Por qué ha hecho esto mi padre?
ELENA.-(Sentándose en el sofá) ¿Hecho qué?
MIGUEL. Esta mentira... esta impostura.
ELENA.- ¿Qué dices?
MIGUEL.-Sé que no es César Rubio. ¿Por qué tuvo que mentir?
ELENA.-Podría decirte que no ha mentido.
MIGUEL.-Podrías, en efecto. ¿Y qué? No me con vencerías después de lo que he oído.
ELENA.-¿Qué es lo que has oído, Miguel?
MIGUEL.-La verdad. Se la oí decir a Navarro.
ELENA.-¡Un enemigo de tu padre! ¿Cómo pudiste creerlo?
MIGUEL.-También se lo oí decir a otro enemigo de mi padre... al peor de todos. A él mismo.
ELENA.-¿Cuándo?
MIGUEL.-Hace un momento, cuando discutía con Navarro. Miente ahora tú también si quieres.
ELENA.-¡Miguel!
MIGUEL.-¿Cómo voy a juzgar a mi padre... y a ti... después de esto?
ELENA.-(Reaccionando con energía) ¿A juzgar nos? ¿Y desde cuándo juzgan los hijos a sus padres?
MIGUEL.-Quiero, necesito saber por qué hizo esto. Mientras no lo sepa no estaré tranquilo.
ELENA.-Cuando tú naciste, tu padre me dijo: Todo lo que yo no he podido ser, lo que no he podido hacer, todo lo que a mí me ha fallado, mi hijo lo será y lo hará.
MIGUEL.-Eso es el pasado.  No vayas a decirme ahora que mintió por mí, para que yo hiciera algo.
ELENA.-Es el presente, Miguel.  Examínate y júzgate, a ver si has correspondido a sus ilusiones.
MIGUEL.-¿Ha respetado él las mías?  Todavía al llegar a esta casa le pedí que no fuera a hacer nada deshonesto, nada sucio. Tenía yo derecho a pedírselo, y él lo prometió.
ELENA.-Nada sucio, nada deshonesto ha hecho.
MIGUEL.-¿Te parece poco?  Robar la personalidad de otro hombre, apoyarse en ella para satisfacer sus ambiciones personales.
ELENA.-Todavía hace un momento se preocupaba por ti; pensaba que a su triunfo tú podrías hacer lo que quisieras en la vida. ¿Es así como le pagas?
MIGUEL.-Lo que no quiero es su triunfo... no tiene derecho a triunfar con el nombre de otro.
ELENA.-Toda su vida ha deseado hacer algo grande... no sólo para él, sino para mí, para ustedes.
MIGUEL.-¿Entonces por eso lo justificas? ¿Porque te dará dinero y comodidades?
ELENA.-No conoces a tu madre, Miguel. Tu padre no perjudica a nadie.  El otro hombre ha muerto, y él puede hacer mucho bien en su nombre.  Es honrado.
MIGUEL.-¡No! No es honrado, y eso es lo que me lastima en esto.  En la miseria, yo le hubiera ayudado... lo hubiera hecho todo por él.  Así... no quiero volver a verlo.
ELENA.-(Asustada) Eso es odio, Miguel.
MIGUEL.- ¿ Qué esperabas que fuera?
ELENA.-No puedes odiar a tu padre.
MIGUEL.-He hecho todos los esfuerzos... primero contra la mediocridad, contra la mentira mediocre de nuestra vida. Toda mi infancia, gastada en proteger una apariencia de cosas que no existían. Luego en la universidad, mientras él defendía el cascarón, la mentira...
ELENA.-¡Miguel! ¿Te olvidas de que tú...?
MIGUEL.-No. Pero ahora esto. Es demasiado ya. Con razón me sentía yo inquieto, incómodo, avergonzado, cada vez que oía los vivas, los aplausos, los discursos.  Ha llegado a representar a la perfección todas las mentiras que odio, y esto es lo que ha hecho por mí, por su hijo. Nunca podré oír ya el nombre de César Rubio sin enrojecer de vergüenza.
ELENA.-(Levantándose agitada) No podría decirte cuánto me torturas, Miguel.  Debe de haber algo descompuesto en ti para darte estos pensamientos.
MIGUEL.-¿Por qué hizo esto mi padre?
ELENA.-¿No has dicho tú mismo que por sus ambiciones, no has pensado ya que por las mías? ¿No has dicho que no creerás lo contrario de lo que crees ahora?  No tengo nada que decirte, porque no lo comprenderías.  No te reconozco, eso es todo... no puedo creer que seas el mismo que llevé en mí.
MIGUEL.-Mamá, ¿no comprendes tú tampoco, entonces?
ELENA.-Comprendo que te llevaba todavía en mí, que seguías en mi vientre, y que de pronto te arrancas de él.
MIGUEL.-¿No te das cuenta de que quiero la verdad para vivir; de que tengo hambre y sed de verdad, de que no puedo respirar ya en está atmósfera de mentira?
ELENA.-Estás enfermo.
MIGUEL.-Es una enfermedad terrible, no creas que no lo sé.  Tú puedes curarme... tú puedes explicarme...
ELENA.-(Lo mira con una gran piedad) Siéntate, Miguel. (Ella se sienta en el sofá; él a sus pies)
MIGUEL.-(Mientras se sienta) ¿Qué podrás decirme que borre lo que oí decir a mi propio padre?
ELENA.-Puedo decirte que tu padre no mintió.
MIGUEL.-(Irguiendo violentamente la cabeza) Si tú mientes, mamá, se me habrá acabado todo.
ELENA.-(Enérgica) Tu padre no mintió.  Él nunca dijo a nadie: Yo soy el general César Rubio.  A nadie...  ni siquiera a Bolton.  Él lo creyó, y tu padre lo dejó creerlo; le vendió papeles auténticos para tener dinero con que llevarnos a todos nosotros a una vida más feliz.
MIGUEL.-Pero me había prometido... No puedo creerlo.
ELENA.-¿No estuviste tú aquí la tarde que vinieron los políticos? ¿Le oíste decir una sola vez que él fuera el general César Rubio? (Miguel mueve la cabeza en silencio) Entonces, ¿por qué lo acusas? ¿Por qué has dicho todas esas horribles cosas?
MIGUEL.-(Nuevamente apasionado) ¿Por qué aceptó entonces toda esta farsa, por qué no se opuso a ella?  No dijo: Yo soy el general César Rubio, pero tampoco dijo que no lo fuera. ¡Y era tan fácil!  Una    palabra... y ha ido más lejos aún... ha llegado a engañarse, a creer que es un general, un héroe... Es   ridículo. ¿Cómo pudo.. .? Si yo tuviera un hijo le daría la verdad como leche, como aire.
ELENA.-Si tuvieras un hijo, lo harías desgraciado.  Ya te he dicho por qué aceptó tu padre.  Hará bien en el gobierno, es su oportunidad, la cosa que él había soñado siempre; podrá dar a sus hijos lo que no tuvieron antes. ¿Qué harías tú, en su lugar, si tus hijos te creyeran un fracaso, y se te presentara la ocasión de hacer algo... grande?
MIGUEL.-Nada es más grande que la verdad.  Mi padre gobernará en lugar de los bandidos. él mismo lo dijo; pero esos bandidos por lo menos    son ellos mismos, no el fantasma de un muerto.
ELENA.-No tomó su nombre siquiera..... se llamaban igual, nacieron en el mismo pueblo...
MIGUEL.-No... no... así no. Lo prefería yo cuando estuvo frente a mí en la universidad.
ELENA.-Eres tan joven, Miguel. Tus juicios, tus ideas, son violentos y duros.  Los lanzas como piedras y se deshacen como espuma.  Antes, en la universidad, acusabas a tu padre de ser un fracasado; ahora...
MIGUEL.-Era mejor aquello. Todo era mejor que esto.  Ahora lo veo.
Julia entra por la izquierda.  Visiblemente ha estado oyendo parte de esta conversación.  Miguel se levanta y va hacía la ventana,
JULIA.-¿Qué pasa, mamá?
ELENA.-Nada.
JULIA.-No me lo niegues.
MIGUEL.-(Volviéndose sin dejar la ventana) Has estado oyendo, ¿verdad? Escondida en la escalera...
JULIA.-Así oíste tú lo que no debías oír: la conversación entre papá y Navarro.  Te vi desde arriba. ¿Por qué no saliste entonces? ¿Por qué no te atreviste a decirle esas cosas a papá, frente a frente?
ELENA.-¡Julia!
JULIA.-Para mí, como quiera que sea, papá será siempre un hombre extraordinario... un héroe.  Si lo hubieras observado en estos días, dando órdenes, hablando al pueblo, sometiendo a los jefes, habrías visto que nació para esto.  Tuvo que esperar mucho tiempo, pero merecía tener esta ocasión de...
MIGUEL.-Eres mujer. ¿Cómo no había de despertar tus peores instintos el truco del héroe?  Eso es lo que te tiene seducida.  Si no lo observé a él, era porque te observaba a ti.  Para quien no supiera que eras su hija, pudiste pasar por una enamorada de él.  Y además, claro, su heroísmo te dará lo que has deseado siempre: trajes, joyas, automóviles.
ELENA.-¡Miguel, te prohíbo...!
JULIA.-Pero si lo que habla en ti es la inferioridad, la envidia...
MIGUEL.-¡Yo no he mentido!
JULIA.-El era un buen profesor, tú, un mal estudiante.  Ahora, en el fondo,  querrías estar en su lugar, ser tú el héroe.  Pero te falta mucho.
MIGUEL.-¡Estúpida! ¿No comprendes entonces lo          que es la verdad?  No podrías... eres mujer; necesitas de la mentira para vivir.  Eres tan estúpida como si fueras bonita.
ELENA.-(Interponiéndose entre ellos) ¡Basta, Miguel!
JULIA.-No creas que me lastimas con eso. ¿Qué es mi fealdad junto a tu cobardía?  Porque tu afán de tocar la verdad no es más que una cosa enfermiza, una pasión de cobarde.  La verdad está dentro, no fuera de uno.
ELENA.-¡Julia!
MIGUEL.-Créelo así, si quieres. Yo seguiré buscando la verdad.
Pausa.  Julia va hacia la mesa, toma los telegramas y los lee uno por uno, con satisfacción.  Elena se sienta. Miguel, clavado ante la ventana, mira hacía afuera.
JULIA.-Mira, mamá, del Presidente. (Se lo lleva)
ELENA.-(Toma el telegrama, pero no lo mira) Miguel...
MIGUEL.-¿Mamá?
ELENA.-¿Oíste toda la conversación con Navarro?
MIGUEL.-Casi toda.
ELENA.-Entonces debes decirme...
MIGUEL.-No recuerdo nada... la verdad que lo que oí me llenó los oídos de tal modo que no pude oír otra cosa ya.
ELENA.-¿Amenazó Navarro a tú padre?
MIGUEL.-Supongo que sí.
ELENA.-Recuerda... es necesario que recuerdes. Nunca he estado tan inquieta por él. ¿Qué dijo? ¿En qué forma lo amenazó?
MIGUEL.-¿Qué importancia tiene? Mi padre no puede perder ahora.
ELENA.-¡Miguel! Por favor, piensa, hazlo por mí.
MIGUEL.-(Después de una pausa) Ahora recuerdo. Al despedirse, Navarro dijo... sí: "Tú solo te has sentenciado... Será como tú lo has querido".
ELENA.-(Levantándose) Miguel, tu padre está en peligro, y tú lo sabías y te has quedado aquí a decir esas cosas de él...
MIGUEL.-(Adelantando un paso) ¿No te das cuenta de cómo me sentía yo... de cómo me siento?
ELENA.-¡Tu padre está en peligro!
MIGUEL.-¿No lo buscó él? ¿No mintió?
ELENA.-Debes ir pronto, Miguel. Debes cuidarlo.
Miguel vacila.
JULIA.-No se atreve, mamá, eso es todo. Iré yo.
ELENA.-Yo lo sentía, lo sentía. (Se oprime las manos) Navarro va a tratar de matarlo.
Julia corre hacía la puerta, a la vez que:
MIGUEL.-(Reaccionando bruscamente) Tienes razón, mamá.  Perdóname por todo.  Iré... trataré de cuidarlo; pero después... Seremos mi padre y yo, frente a frente. (Sale corriendo)
JULIA.-No pasará nada, mamá. ¡Tengo tanta confianza en él ahora!
ELENA.-No sé... no sé.  En el fondo, Miguel...
JULIA.-Miguel está loco, mamá... busca la verdad con fanatismo, como si no existiera.  No le hagas caso.
ELENA.-Está en un estado tal... Y tú también.  Todas estas cosas que se han dicho ustedes dos...
JULIA.-(Con una sonrisa) Así era de niño, mamá.           Y así era como Miguel se decidía a pelear, para demostrarme que no era un cobarde.
ELENA.-Has sido tan dura...
JULIA.-Pero a nadie más le dejaría yo decirle eso.
ELENA.-No sé... no sé... (Un poco hipnotizada por la inquietud) ¿Qué hora es?
JULIA.-Mediodía, mamá.  Fíjate en el sol.  Ahora ya puedo saber la hora por el sol.
Elena, un poco sonámbula, va hacía la ventana.  Allí abre los brazos de modo que toque los dos extremos del marco, y con la cabeza echada hacia atrás mira intensamente hacia afuera.  Julia sigue leyendo telegramas y subrayando su interés con pequeños gestos de satisfacción. Elena parece una estatua.  Julia la mira.
JULIA.-Tranquilízate, mamá, por favor.  Dentro de poco estará aquí y seremos otros... Hasta Miguel.
ELENA.-(Sin volverse) No puedo. Hace un momento sentí el sol como un golpe en el pecho.
JULIA.-Hazlo por él. No le gustaría verte así.
ELENA.-Miguel tiene razón. Nada bueno puede salir de una mentira.  Y, sin embargo, yo no he podido detener a César.
JULIA.-No hay mentira, mamá. Todo el pasado fue un sueño, y esto es real.  No me importan los trajes ni las joyas, como cree Miguel, sino el aire en que viviremos.  El aire del poder de mi padre.  Será como vivir en el piso más alto, de aquí, primero; de todo México después.  Tú no lo has oído hablar en los mítines, no sabes todo lo que puede dar él, que fue tan pobre. Y todo lo que puede tener.
ELENA.-Yo no quiero nada, hija mía, sino que él viva. Y tengo miedo.
JULIA.-Yo no; es como la luz, para mí.  Todos pueden verlo, nadie puede tocarlo. Y será lindo, mamá, poder hacer todas las cosas, pensarlas con alas; no como antes, que todos los deseos, todos los sueños, parecían reptiles encerrados en mí.
ELENA.-(Se sienta) Quizá piensas en tu amor, y hablas así por eso. ¿Esperas que ese muchacho te quiera viéndote tan alta?  Yo no lo aceptaría entonces: sería interés.
JULIA.-Yo no lo quiero ya, mamá.  Lo sé desde hace dos semanas.  Lo que amaba yo en él era lo que no tenía a mi alrededor ni en mí.  Pero ahora lo tengo, y él no importa.  Tendré que buscar en otro hombre las otras cosas que no tenga.  Querer es completarse.
ELENA.-Tengo miedo, Julia. Todas estas semanas, mientras César iba y venía por el Estado, yo pensaba en la noche que el hombre a quien yo quise ha desaparecido, y que hay otro hombre, formándose apenas, a quien yo no quiero todavía.  Si eligen a César...
JULIA.-Está elegido ya, mamá, ¿no lo ves?  Un elegido.
ELENA.-Si eligen a César, será el gobernador. Lo rodeará gente a todas horas que lo ayudará a vestirse y lo alejará de mí. Tendrá tanta ropa que no podrá sentir cariño ya por ninguna prenda... y yo no tendré ya que remendar, que mantener vivas sus camisas ni que quitar las manchas de su traje.  De un modo o de otro, será como si me lo hubieran matado. Y yo quiero que viva. (Se levanta violentamente) Es preciso que no lo elijan, Julia, es preciso.
JULIA.-¿Estás loca? ¿No comprendes todo lo que esto significa para todos? ¿No has sentido nunca deseos de vivir en la luz?  Será una vida nueva para todos.
ELENA.-Hablas como él.
JULIA.-Yo prepararé su ropa cada mañana, en tal forma que no pueda tocar su corbata ni sentir su traje sobre su cuerpo sin tocarme, sin sentirme a mí.  Contigo consultará sus cosas, sus planes, sus decisiones, y cuando las realice te estará viendo y tocando.
ELENA.-No me ha hecho caso ahora... no ha querido hacerme caso. ¿Por qué? ¿Por qué?  No. Que lo derroten, aunque lo denuncien... que se burle de él y de su mentira toda la gente.  Miguel tiene razón.  Que lo injurien, que lo escupan..
JULIA.-¡No hables así! ¿Por qué hablas así?
ELENA.-Yo lo consolaré de todo.  Quiero que viva.
JULIA.-Quieres que muera.
ELENA.-Quiero que muera el fantasma y que viva él; que muera su muerte natural, propia. Que viva. (Pausa.  En el silencio del mediodía se oye un claxon de automóvil, bastante próximo.  Elena se sobresalta) ¡Un coche!
JULIA.-(Corriendo a la ventana, desde allí) Son Guzmán y Miguel, mamá.
ELENA.-¿Vienen otros coches?
Julia no contesta. Elena queda inmóvil en el centro mirando hacia la puerta. Julia se reúne con ella. Entran Miguel y Guzmán.
ELENA.-Miguel... (Espera. Miguel baja la cabeza. En silencio)
JULIA.-¿Qué ha pasado?
GUZMAN.-(Jadeante) Señora...
ELENA.-¿Han... herido a César? (Guzmán baja la cabeza) No... Lo han matado, ¿verdad?
GUZMAN.-Encontré al muchacho en el camino, señora, corriendo. Ya era tarde.
ELENA.-(Contenida) ¿Cómo fue? ¿Navarro?
GUZMAN.-Para mí, fue él, señora. Pero allí mataron al que disparó. Bastó un tiro. Apenas acabábamos de llegar, y el general iba a sentarse cuando... En el corazón.
JULIA.-Mamá...
Le agarra las manos. Es un dolor incrédulo el de las dos, que va  desenvolviéndose y afirmándose poco a poco.
ELENA.-¿Dice usted que mataron al hombre que disparó
GUZMAN.-EL pueblo lo hizo pedazos, señora.
Ruido de automóviles fuera.
ELENA.-(Lenta, con voz blanca) Pedazos.
Se vuelve hacia la  pared, muy erguida,. Julia llora sin extremos, nada más bajando la cabeza y dejando correr sus lágrimas. Miguel se deja caer en un asiento. Ahora se oyen voces. En el umbral de la puerta aparece Navarro.
GUZMAN.-¡Tú! ¿Cómo te atreves ... ?
NAVARRO.-(Avanzando) Señora, permítame presentarle mis condolencias más sinceras.  Su marido ha sido víctima de un cobarde asesinato.
Miguel, pasando por detrás de ellos, cierra la puerta.
GUZMAN.-Y tan cobarde.  Creo que yo tengo idea de quién es el asesino.
MIGUEL.-(En primer término derecha) Yo también.
NAVARRO.-(Imperturbable) El asesino de César Rubio, señora, fue un fanático católico.
GUZMAN.-¡Fuiste tú!
NAVARRO.-Fue un fanático, como puede probarse. En su cuerpo se encontraron un crucifijo y varios escapularios.
GUZMAN.-No tiene caso calumniar a nadie.  Sabemos de sobra...
ELENA.-(De hielo) Váyase usted, general Navarro.  No sé cómo se atreve a presentarse aquí, después de...
La interrumpe un tumulto creciente, afuera.  Las voces se multiplican en un rumor de tormenta.  Navarro se inclina, se dirige a la puerta, la abre y sale después de una mirada a la familia.  Se escucha un rumor hostil. Luego, cada vez más distintamente, la voz de Navarro que grita:
LA VOZ DE NAVARRO.-¡Camaradas! He venido a decir a la viuda de César Rubio mi indignación ante el vil asesinato de su marido. Aunque hay pruebas de que el asesino fue un católico, no falta quien se atreva a acusarme. (Murmullo hostil. Guzmán va a la puerta y sale) Estoy dispuesto a defenderme ante los tribunales y a renunciar a mi candidatura hasta que se pruebe mi inocencia...
LA VOZ DE GUZMAN.-¡Mentira! ¡Mentira! ¡Fue él y todos lo sabemos!
Murmullo hostil, pero indefinible.
LA VOZ DE NAVARRO.-No contestaré. César Rubio ha caído a manos de la reacción en defensa de los ideales revolucionarios. Yo lo admiraba. Iba a ese plebiscito dispuesto a renunciar en su favor, porque él era el gobernante que necesitábamos. (Murmullo de aprobación) Pero si soy electo, haré de la memoria de César Rubio, mártir de la revolución, víctima de las conspiraciones de los fanáticos y los reaccionarios, la más venerada de todas. Siempre lo admiré como a un gran jefe. La capital del Estado llevará su nombre, le levantaremos una universidad, un monumento que recuerde a las futuras generaciones... (Lo interrumpe un clamor de aprobación) ¡Y la viuda y los hijos de César Rubio vivirán como si él fuera gobernador! (Aplausos sofocados)
ELENA.-(Agitando una mano como quebrada) Cierra, Miguel.  Las puertas, las ventanas, ciérralo todo.
MIGUEL.--No, mamá.  Todo el mundo debe saber, sabrá... No podría yo seguir viviendo como el hijo de un fantasma.
ELENA.-(Deshecha) Cierra, Julia. Todo se ha acabado ya.
Julia, vencida, se dirige a cerrar la ventana primero, luego la puerta.  Penumbra.  El rumor exterior se hace menos perceptible.
MIGUEL.-¡Mamá! (Solloza sin ruido)
ELENA.-Ese es otro hombre.  El nuestro... (No puede seguir.  Llaman a la puerta) No abras, Julia.
Tocan nuevamente.  Miguel abre con lentitud. Entra Estrella; Salinas y Guzmán tras él.
ESTRELLA.-(Solemne, con esa  especie de alegría de serlo que acompaña a los demagogos) Señora, el  Presidente ha sido informado ya de este triste suceso. (Miguel, vuelto hacía ellos, escucha) El cuerpo  del señor general Rubio será velado en el palacio de gobierno.  Vengo para llevarlos a ustedes allí.  Se le tributarán honores locales de gobernador; pero, además, considerando que se trata de un divisionario y de gran héroe, su cuerpo recibirá honores presidenciales y reposará en la Rotonda de los Hombres llustres. Usted, señora, tendrá la pensión que le corresponde. El gobierno revolucionario no olvidará a la familia de su héroe más alto.
ELENA.-Gracias. No quiero nada de eso. Quiero el cuerpo de mi marido.  Iré por él. (Camina hacia la puerta, Julia la sigue) Tú quédate.
JULIA.-Mamá, iremos todos.  Y se le harán los honores. (Elena la mira) ¿No comprendes?
SALINAS.-No entiendo, señora...
ESTRELLA.-César Rubio pertenece al pueblo, señora.
GUZMAN.-(Detrás de ellos, sañudo) Nos pertenece a nosotros para siempre.
JULIA.-¿No comprendes, mamá?  El será mi belleza.
Elena hace un esfuerzo para hablar, sin lograrlo. Agita un poco una mano.  Estrella la toma del brazo. Salen. Miguel queda inmóvil en la escena. Los murmullos y las voces desaparecen en un silencioso homenaje a  la viuda.  Después de un momento entra Navarro.
MIGUEL.-¿Usted? Tengo que aclarar algo, primero con usted, luego con todo el mundo.
NAVARRO.-(Brutal) ¿Qué es lo que sabe usted?
MIGUEL.-Sé que usted mató a mi padre. (Con una violencia incontenible) Lo sé. ¡Oí su conversación!
NAVARRO.-(Estremecido) ¿Si? (Se sobrepone) Oiga usted lo que dice el pueblo que presenció los acontecimientos, joven. El asesino fue un católico: puedo probarlo.  Mis propias gentes trataron de aprehenderlo.
MIGUEL.-Y para mayor seguridad, lo mataron. Para borrar todas las pruebas.  Mató usted a mi padre y a su asesino material, como mató usted a César Rubio. ¡Lo oí todo!
NAVARRO.-(Turbado y descompuesto) Su dolor no lo deja... (Desafiante de pronto) ¡No podría usted probar nada!
MIGUEL.-Eso no puedo remediarlo ya.  Pero no voy a permitir esta burla: la ciudad César Rubio, la universidad, la pensión. ¡Usted sabe muy bien que mi padre no era César Rubio!
NAVARRO.-¿Está usted loco?  Su padre era César Rubio. ¿Cómo va usted a luchar contra un pueblo entero convencido de ello?  Yo mismo no luché.
MIGUEL.-Usted mató. ¿Era más fácil?
NAVARRO.-Su padre fue un héroe que merece recordación y respeto a su memoria
MIGUEL.-No dejaré perpetuarse una mentira semejante. Diré la verdad ahora mismo.
NAVARRO.-Cuando se calme usted, joven, comprenderá cuál es su verdadero deber. Lo comprendo. Yo, que fui enemigo político de su padre. Todo aquel que derrama su sangre por su país es un héroe. Y México necesita de sus héroes para vivir.  Su padre es un mártir de la revolución.
MIGUEL.-¡Es usted repugnante!  Y hace de México un vampiro... pero no es eso lo que me importa... es la verdad, y la diré, la gritaré.
NAVARRO.-(Se lleva la mano a la pistola. Miguel lo mira con desafío. Navarro reflexiona y ríe) Nadie lo creerá. Si insiste usted en sus desvaríos, haré que lo manden a un sanatorio.
MIGUEL.- (Con una frialdad terrible) Sí, sería usted capaz de eso. Aunque me cueste la vida...
NAVARRO.- Se reirán de usted. No podría usted quitarle al pueblo lo que es suyo. Si habla usted en la calle, lo tomarán como un loco. (Saluda irónicamente el cartel de César Rubio) Su padre era un gran héroe.
MIGUEL.- Encontraré pruebas de que él no era un héroe y de que usted es un asesino.
NAVARRO.- (En la puerta) ¿Cuáles? Habrá que probar una cosa u otra. Si dice usted que soy un asesino, gente mal intencionada podría creerlo; pero como también piensa usted decir que su padre era un farsante, nadie le creerá ya. Es usted mi mejor defensor, y su padre era grande, muchacho. Le debo mi elección.
Sale. Se oye un clamor confuso afuera. Luego, voces que gritan: ¡Viva Navarro!
LA VOZ DE NAVARRO.-¡No, no, muchachos! ¡Viva César Rubio!
Un "viva César Rubio" clamoroso se deja oír. Miguel hace un movimiento hacia la puerta; luego sale rápidamente por la izquierda. Ruido de voces y automóviles en marcha, afuera. Pequeña pausa, al cabo de la cual Miguel reaparece llevando una pequeña maleta. Se dirige a la puerta derecha. De allí se vuelve, descuelga el cartel con la imagen de César Rubio, después de dejar su maleta en el suelo. Dobla el cartel quietamente, y lo coloca sobre el escritorio. Luego empuja con el pie el rollo de carteles, que se abre como un abanico en una múltiple imagen de César Rubio.
MIGUEL.-¡La verdad!
Se cubre un momento la cara con las manos y parece que va a abandonarse, pero se yergue. Entonces toma, desesperado, su maleta.  En la puerta se cerciora de que no queda nadie afuera. El sol es cegador. Miguel sale, huyendo de la sombra misma de César Rubio, que lo perseguirá toda su vida.

ELENA.- (Lenta, con voz blanca) Pedazos. (Se vuelve hacia la puerta, muy erguida. Julia llora sin extremos, nada más bajando la cabeza y dejando correr sus lágrimas.  Miguel se deja caer en un asiento)

Se oye un tumulto hostil afuera y, dominándolo:
LA VOZ DE NAVARRO.-¡Camaradas! Vengo a decir a la viuda de César Rubio mi indignación ante el vil asesinato de su marido.
GUZMAN.-¡Navarro! ¿Cómo se atreve...? (Sale con violencia dejando la puerta abierta)
LA VOZ DE NAVARRO.-Hay pruebas de que el asesino fue un católico. En su cuerpo se encontraron un crucifijo y varios escapularios...
LA VOZ DE GUZMAN.-¡Mentira! ¡Mentira! ¡Fue él y todos lo sabemos!
Murmullo hostil pero indefinible.
LA VOZ DE NAVARRO.-No contestaré.  Estoy dispuesto a responder ante los tribunales y a renunciar a mi candidatura hasta probar mi inocencia. César Rubio ha caído a manos de la reacción en defensa de los ideales revolucionarios. Yo lo admiraba. Iba a ese plebiscito para renunciar en su favor porque él era el gobernante que necesitábamos. (Murmullo de aprobación) Si soy electo, haré de su memoria la más venerada de todas porque era un gran jefe. La capital del Estado llevará su nombre, le levantaremos una universidad, un monumento que recuerde a las generaciones futuras... (Lo interrumpe un clamor de aprobación)
ELENA.-(Agitando una mano como quebrada) Cierra, Miguel, las puertas, las ventanas, ciérralo todo.
MIGUEL.-(Yendo hacía la puerta) No, mamá.  Todo el mundo debe saber, sabrá... No permitiré esta burla: la ciudad César Rubio, la universidad, ¡no!
ELENA.-(Deshecha) Cierra, Julia. Todo se ha acabado ya.
Julia se dirige pasivamente a cerrar la ventana.  Miguel, vencido por la voz de su madre, se detiene ante la puerta y, al fin, la cierra. Penumbra.  El rumor exterior se hace menos perceptible.
MIGUEL.-¡Mamá! (Solloza sin ruido)
ELENA.-Ese es otro hombre.  El nuestro... (No puede seguir.  Llaman a la puerta) No abras, Julia.
Tocan nuevamente, Miguel abre. Entra Navarro.  Tras él, Guzmán.
NAVARRO.- (Avanzando bajo la mirada fija e indefinible de Miguel) Señora, permítame presentarle mis condolencias más sinceras. Su marido ha sido víctima de un cobarde asesinato.
GUZMAN.-Y tan cobarde. Yo sé que fuiste tú.
MIGUEL.- (En primer término derecha, entre Navarro y la puerta) Yo también.
NAVARRO.- (Imperturbable) El asesino de César Rubio fue un fanático católico.
ELENA.- (De hielo) Váyase usted, general Navarro. No sé cómo se atreve a presentarse aquí después de...
La interrumpe el abrirse de la puerta.  Entran Estrella y Salinas, al mismo tiempo que Navarro, que iba a salir y que retrocede para dejarlos entrar, se borra insensiblemente al fondo, en el comedor.
ESTRELLA.-(Solemne, con esa especie de alegría de serlo que acompaña a los demagogos) Señora, el señor Presidente de la República ha sido informado de este triste suceso.  El cuerpo del señor general Rubio será velado en el palacio de gobierno; pero, considerando que se trata de un divisionario y de un gran héroe, recibirá honores presidenciales y reposará en la Rotonda de los Hombres Ilustres.  Usted, señora, tendrá la pensión que le corresponde.  El gobierno revolucionario no olvidará a la familia de su héroe más alto.
ELENA.-Gracias. No quiero nada de eso. Quiero el cuerpo de mi marido. Iré por él. (Camina hacia la puerta. Julia la sigue) Tú quédate.
SALINAS.-No entiendo, señora...
ESTRELLA.-César Rubio pertenece al pueblo,  señora.
GUZMAN.-(Detrás de ellos, sañudo) Nos pertenece a nosotros para siempre.
JULIA.-Iremos todos, mamá, y se le harán los honores. ¿No comprendes?  Eso (muy bajo) será mi belleza.
Elena hace un esfuerzo para hablar, sin lograrlo. Siente que ha perdido definitivamente al hombre que fue suyo: no tendrá ni su cuerpo. Agita un poco una mano y la deja caer. ¿Para qué hablar ya?  Estrella la toma del brazo; Julia le pasa una mano por la cintura. Salen, seguidos por Guzmán y Salinas.  El rumor exterior se apaga como un homenaje a la familia del héroe. Miguel permanece en escena, indeciso.  Mira hacia la puerta y mueve la cabeza.  Navarro sale del comedor y avanza hacia él.
NAVARRO.-¿Qué es lo que sabe usted?
MIGUEL.-(Con una violencia incontenible) Sé que usted mató a mi padre y a su asesino material como mató al verdadero César Rubio.
NAVARRO.- (Desafiante) No podría usted probar nada.
MIGUEL.- (Cara a cara con él) No lo mato porque quiero probar la verdad primero, y para eso tiene usted que vivir. Es usted un asesino y mi padre no era un héroe.  Encontraré pruebas.
NAVARRO.-Si está usted loco, lo encerraremos. Todo aquel que derrama su sangre por su país es un héroe, y México necesita de sus héroes para vivir.  Su padre fue un héroe y un mártir de la revolución.
MIGUEL.-Es usted repugnante y hace de México, de la revolución, un vampiro.  Pero caerá usted.  Yo diré, yo gritaré la verdad ahora mismo. (Va a la puerta)
NAVARRO.-(Con una frialdad de muerte) Se reirán de usted.  Si dice que yo soy un asesino, gente mal intencionada podría creerlo; pero si jura que su padre era un farsante, nadie lo creerá ya.  No se puede luchar contra la credulidad de un pueblo entero.  Es usted mi mejor defensor, y su padre era grande, muchacho: le debo mi elección,
Aparta a Miguel de la puerta y sale. Se oye un clamor confuso afuera.  Luego una voz que grita: ¡Viva Navarro!
LA VOZ DE NAVARRO.-No, no, muchachos. ¡Viva César Rubio!
Un ¡Viva César Rubio! clamoroso se deja oír. Miguel hace un movimiento hacia la puerta, luego sale rápidamente por la izquierda. Ruido de voces y de automóviles en marcha, afuera.  Breve pausa al cabo de la cual reaparece Miguel llevando una pequeña maleta. Se dirige hacia la puerta derecha.  De allí se vuelve, descuelga el cartel con la imagen de César Rubio, después de posar su maleta en el suelo. Dobla el cartel quietamente y lo coloca sobre el escritorio.  Luego empuja con el pie el rollo de carteles, que se abre como un abanico en una múltiple imagen de César Rubio.
MIGUEL.-¡La verdad! (Se cubre un momento el rostro con las manos y parece a punto de abandonarse, pero se yergue.  Entonces toma, desesperado, su maleta.  En la puerta se cerciora de que no queda nadie, afuera.  El sol es cegador.  Miguel sale, huyendo de la sombra misma de César Rubio, que lo perseguirá toda su vida)

TELON