5/8/16

EL TERCER FAUSTO De Salvador Novo (1934)






EL TERCER FAUSTO
                                                                            De Salvador Novo (1934)
Acto I
Un estudio, la noche. Alberto en bata y pantuflas, parece nervioso. Detrás de él, el diablo, en actitud humilde. Alberto no lo ha visto. Fuma y mira la hora de su reloj pulsera. Se vuelve y se sorprende al percibir al diablo. Con gesto nervioso se levanta, da algunos pasos. Se adueña por fin de sí y le indica al diablo un asiento.
ALBERTO: Tenga la bondad de sentarse.
DIABLO: Muchas gracias. No me siento nunca. Prefiero escucharle de pie. Supongo que será cuestión de dinero. Para proporcionárselo no necesito tomar asiento ¿Cuánto necesita?
ALBERTO: No. No es dinero lo que necesito. Para procurármelo no habría acudido al extremo terrible de invocarle a usted con todas las fuerzas de mi alma; de esta lama atormentada que le ofrezco.
DIABLO: Entonces no sé. Muy pocas cosas más está en mi mano disponer. Los siete pecados capitales, ustedes se arreglan muy bien para cometerlos sin mi intervención.
ALBERTO: Pero usted es omnipotente. La prueba es que ha entrado aquí sin anunciarse.
DIABLO: También Lo es Dios, y hace muy pocas cosas, que yo sepa. Tan pocas, que yo me veo precisado, a veces, a suplantarlo. Los hombres le rezan constantemente y le piden esto, y aquello. Él tiene santos, especializados en determinados milagros. Ustedes les piden a los santos que se encarguen de sus asuntos, y les ofrecen pequeñas remuneraciones tarifadas. Y sus asuntos se arreglan. Pero no son los santos quienes lo hacen. Por razón de su especialidad, los santos tienen un sentido moral muy estrecho, y sus peticiones les ofenden. ¡Qué quiere usted! ¡Ellos viven en una atmósfera tan distinta de la tierra! Y luego, no les gusta este agradecimiento en especie que les testimonian los hombres. Lo que los santos quieren es una nutrida inmigración en masa a su reino. ¿Y qué mejor medio de obtenerla que el de frustrar precisamente los deseos más caros de los hombres; de todos esos bienes que ellos les piden constantemente y que obtienen a veces; no de los santos, sino de mi? Soy yo quien atiende las solicitudes que los hombres formulan a los santos. Esto no lo saben, por supuesto, y no me agradecen nunca. (Con tristeza) No importa. Me queda la vaga esperanza de que estas condiciones injustas se alteren, y de que un día, algún lejano día, se me canonice. (Pausa.) Pero veamos: ¿de qué se trata?
ALBERTO: Es un poco largo, si usted quiere escuchar los antecedentes. (Nervioso.) ¿Si no sentáramos?
DIABLO (mirando su reloj.): Como quieras. (Se sientan.)
ALBERTO: Le he llamado a usted para ofrecerle mi alma a cambio de un milagro que habrá de realizarse en mi persona.
DIABLO (Examinándolo.): ¿Has consultado algún doctor? Mi opinión es que gozas de perfecta salud. Estás joven, vivirás todavía largo tiempo…
ALBERTO: No, no es eso. Este cuerpo mío estaría muy bien… si el alma que aloja… fuera normal.
DIABLO: ¿Qué quieres decir?
ALBERTO: ¡Oh, pero yo pensé que usted lo adivinaría todo en seguida! ¡Es verdaderamente bochornoso explicar mi caso a un desconocido como usted!
DIABLO: Te pido mil perdones por mi ignorancia en tus asuntos personales. Pero yo estoy solo, ya te lo he dicho. No tengo santos, como Dios. Explicadme tu caso, te lo ruego. Trataré de ayudarte.
ALBERTO: Ahorraremos tiempo si le declaro mi deseo sin explicarle las causas. Es esto: quiero transformarme en mujer. Y el precio es la condenación de mi alma.
DIABLO (Lo mira con sorpresa.): ¿Está usted seguro de su deseo?
ALBERTO: Absolutamente seguro. Y el precio es la condenación de mi alma.
DIABLO: Querido joven, no insista usted en el precio. No recuerdo haber objetado al que usted fija tan persuasivamente. Ya lo discutiremos más tarde. Me interesa, ante todo, conocer la razón de su extraordinario deseo.
ALBERTO: Ya que insiste… Pues bien: estoy enamorado… de un hombre.
DIABLO: ¿Y el hecho le molesta? ¿Por qué no me pide que quite ese amor de su corazón? Puedo hacerlo en un santiamén, y no tendrá usted que adquirir hábitos que desconoce por completo.
ALBERTO: No. Dejar de amarlo sería como dejar de existir. Quiero ser suyo totalmente, y que él me pertenezca por completo. Usted sabe bien que en mis actuales condiciones, esto es imposible.
DIABLO:   ¿Han tratado ustedes el asunto?
ALBERTO: ¡Cómo sería posible! Él debe ignorar siempre mi amor culpable. ¿Tengo yo la culpa? Educación, herencia, perversidad… qué se yo. ¡Su amor me haría tan dichoso! Pero es preciso que él lo ignore. Yo perdería, estoy seguro, hasta el triste consuelo de su amistad: de esos instantes fugitivos en que estrecho su fuerte mano, en que miro sus amplios ojos, en que mi corazón se llena de íntimo llanto al contemplar su dulce boca…
DIABLO: ¿Tiene su amigo inclinaciones literarias?
ALBERTO: ¿Por qué me lo pregunta?
DIABLO: ¡Qué sé yo! Podrían emprender juntos algunas lecturas provechosas… desde el punto de vista de usted. Justificarse con los clásicos es siempre elegante, y está al alcance de todo mundo hacerlo. Podría usted invocar a Sócrates, a Epaminondas, a Alcibíades, a Patroclo y Aquiles… Parto de Grecia porque su ejemplo es siempre irrefutable. Roma disgusta un poco a los espíritus impreparados. Sin razón alguna, se lee menos a Petronio que a Platón, y se adultera siempre a Virgilio.
ALBERTO: ¿Y qué ganaría yo con demostrárselo? Además, no creo que lo ignore. Pero eso no se hace ya comúnmente ¡Ah! La humanidad confunde el amor con la vil procreación, y los hombres aman a las perras prolíficas.
DIABLO (Un tanto turbado): ¿Quiere usted escucharme, y no interrumpirme con sus explosiones líricas? Comprenda que estoy aquí para ayudarle. Para eso he venido, y no deseo perder un tiempo que puedo consagrar a ayudar a otras personas menos inclinadas a la dialéctica que usted. Confieso que carezco de experiencia personal en el ramo de su dedicación. (Más calmado.) Pero me ha ocurrido, en el mismo instante en que usted formulaba su raro deseo, el sistema que comencé a exponerle. ¿Quiere que siga?
ALBERTO: Siga usted. (Se nota que no ha de convencerlo.)
DIABLO: La primera objeción que él pondría a su amor sería sin duda su naturaleza inmoral, y el hecho de que un afecto semejante, y cuanto él implica, va contra lo lícito y lo moral. Usted entonces le envolvería en un sutil diálogo. Y acabaría por hallarse de acuerdo en una definición de la moral por el estilo de ésta: lo moral es lo que no daña a nadie, a ningún tercero. Inmoral, lo contrario. ¿Perjudica a alguien nuestro amor? No. Luego, nuestro amor es irrefutablemente moral, desde el más elevado de los puntos de vista. 
ALBERTO: Imposible no me atrevo. Él me diría que nuestras Costumbres suponen una definición menos elástica de lo moral.
DIABLO: Cierto que usted hoy subordinan los postulados cósmicos a sus juicios pasajeros, y están convencidos de que las leyes naturales deben ajustarse a las que ustedes se dan por normas de pasajera existencia. El mundo rechaza hoy usos en otro tiempo sagrados. (Insinuante.) Pero, en compensación, ¿no se ha logrado, al ocultar el pecado, hacerlo más intimo y dulce? La influencia de los santos, al oponerse en la tierra a la mía ¿no la ha dotado de mayores encantos, y no ha centuplicado sus méritos y su calidad? Pero sigamos con el método. Saltan ustedes de una literatura a otra, de un arte al otro, en busca de apoyos sólidos a su exposición particular de motivos. ¿Cómo va su amigo a desconocer la superioridad de Miguel Ángel, pongamos por caso? Pero acaso los ejemplos modernos tengan para él mayor valor. No caiga usted en especímenes populares, como Barba Azul o como Wilde, Proust, Whitman o Verlaine, tiene más peso. A menos que no prefiera a Frank Harris, o a Gide… Propóngale que lean un diálogo juntos, y emprenda la lectura de Corydon. Que él haga la parte del incrédulo. Usted leerá, con el énfasis conveniente, el papel de Corydon. Al final del cuarto acto, sino es que antes, estarán el uno en brazos del otro.
ALBERTO: Gracias por su método; pero no lo encuentro aplicable. Si los libros le pudieran inducir a amarme, yo ya no le amaría. Quiero ser suyo totalmente y por mi mismo; sin explicaciones, sin discusiones. Usted comprenderá que, en mis condiciones actuales, esto es imposible ¿Qué le aparta de mí, tal como es, con los prejuicios de nuestra civilización; con ese gusto (aunque yo le probara que es adquirido y postizo) innoble por las mujeres? Estos pantalones, esta barba que hay que segar a diario. Pues bien. Téngame como he de satisfacerle: carne fofa y prolífica, rostro pintado y flácido, pies ridículamente empinados…
DIABLO: Todavía otro medio. Váyase a Europa. Hágase depilar, cambie su voz, sométase a mutilaciones científicas: ¿Sabía usted que ha empezado a lograrse ya, con animales inferiores?
ALBERTO: No se burle de mi. Si le he llamado, si recurro a usted, es porque desprecio el arte y la ciencia, y sólo conservo fe en el milagro. Mi alma…
DIABLO: Su alma no me interesa. Dispongo ya de cuantas variedades he menester para una que otra conversación. Puede usted guardarla, ofrecerla a los santos. A san Agustín, por ejemplo…
ALBERTO: ¿Quiere decir que no lo hará? ¿Qué no acepta usted?
DIABLO: Lo haré, ya que parece irle tanto en ello. Pero no se esfuerce en retribuirme. No vale la pena. Quedaré pagado con presenciar, si usted lo permite, la escena, sin ser visto. Y de esto último yo me encargo.
ALBERTO: ¡Dios lo bendiga! ¡No sabe cuán feliz me hace! ¡Ah, Armando, Armando! ¡Si supiera lo que hago por ti! (Al Diablo.) ¿Qué debo hacer?
DIABLO: Usted nada. Mañana, al despertar, todo habrá cambiado. Su guardarropa mismo, yo me encargo. Puede tirar su Gillete desde ahora.
ALBERTO: ¡Gracias! ¡Gracias! (El Diablo se levanta, aburrido.) ¿Ya se va usted? ¿No va a darme -no necesito-  algunos consejos sobre mi nuevo estado?
DIABLO: Creo que ya lleva usted adelantado bastante. Debo irme. Tengo que instruir a una recién casada.
ALBERTO: ¿No volveré a verle?
DIABLO: Cuando guste. Pero estoy cierto de que no ha de necesitarme. La felicidad hace olvidadizo a los hombres.
ALBERTO: ¿No quiere usted una taza de té? ¿Algún pequeño recuerdo mío? ¿Un anillo antiguo? ¿Un libro nuevo?
DIABLO: No gracias. El té me quita el sueño. Y no leo nunca libros. Sé lo que dicen todos ellos desde antes que los escriban sus autores. Yo les doy las ideas, y no quiero darme el disgusto de comprobar lo mal que lo han hecho después. Buenas noches.
(Alberto avanza como para decir algo. El diablo ha desaparecido. Alberto toma un espejo, se deja caer en un sillón y se contempla)
ACTO II
El despacho de Armando. Día. Armando sostiene una cortina para dejar pasar a alguien.
ÉL: Pase, señora. (Examinándola.) Tenga la bondad de sentarse. ¿En qué puedo servirla?
ELLA: Gracias. Temía tanto que no me recibiera. ¿No tiene prisa?
ÉL: No… Es decir… En fin, estoy a sus órdenes. ¿Con quién tengo el honor de hablar?
ELLA: ¡Qué importa el nombre! Lo he olvidado. Y luego ¿es verdaderamente necesario, cuando un hombre y una mujer tienen que hablarse así… tan cerca…? (Él la mira con asombro.)
ÉL: ¿En qué puedo servirla?
ELLA: ¡Oh, Armando! No has cambiado. ¡Si supieras qué terror he experimentado esta mañana! El mundo entero me pareció transformado. Me sentía lejos de las cosas, sin derecho a tocarlas, sin…
ÉL: Pero, ¡señora!
ELLA: Mírame con dulzura, Armando. Extraño tu sonrisa, Lúcela para mí. Aquella sonrisa que tienes ante las cosas, como si las vieras vivir, como si para ti, las cosas palpitaran e hicieran inocentes travesuras… O bien, esos ojos de asombro, como cuando es más tarde de lo que pensabas, y levantas la mano y la cierras al bajarla, como para saludar…
ÉL: ¿Cómo sabe usted?
ELLA: Aquella vez ¿te acuerdas? Te caíste del caballo y te torciste un pie. ¡Cómo cojeabas graciosamente, al sonreír, con tus ojos grandes! Un buen rato saltaste en un pie, y luego comenzaste a marchar con fuerza, y fuiste a cambiarte de traje…
ÉL: Señora, es verdaderamente extraño. Yo no la he visto nunca antes. ¿Vive usted en el campo? ¿Cómo conoce ese accidente?
ELLA: No me pidas explicaciones. ¡No comprenderás nunca, nunca!
ÉL: Pero le juro que…
ELLA (Con desesperación.): ¡Armando! ¡Tú no me comprenderás nunca! (Ahora con valor.) Pero no pido ya tu amor. ¡Dame solamente tu boca, Armando, tu boca, una sola vez, una sola!
ÉL (Se levanta.): ¡Señora! ¿Está usted en su juicio? ¿O pretende burlarse de mí? ¿De dónde le viene esta pasión súbita, y cómo llega usted sin nombre siquiera a proponerme que la ame? ¿No se da cuenta de que esta escena es ridícula? No toleraré que se burle de mí. 
ELLA (Con desesperación.): ¡Armando! ¡Tú no me comprenderás nunca! (Ahora con valor.) Pero no pido ya tu amor. ¡Dame solamente tu boca, Armando, tu boca, una sola vez, una sola!
ÉL: Lo que usted necesita, señora, es un poco de aire fresco. (Va hacia la puerta.)
ELLA: ¡No! ¡Un beso, un beso tuyo! Tu boca, tu aliento, tus brazos… Partiré en seguida, lejos ¿qué importa lo que ocurra después? ¡Armando, ten piedad de mí!
ÉL: ¿Y de qué serviría mi beso? Yo puedo dárselo, si usted tanto se empeña. Pero sin una sombra de amor. Besaría su boca sin mayor efusión que su mano. Exactamente igual. No la amo y usted no tiene razón alguna para amarme.
ELLA: No se ama nunca por razones.
ÉL: Al contrario; no se ama nunca sin ellas.
ELLA: ¡Qué sabes tú de amor!
ÉL: Lo suficiente para no confundirlo con la pasión instantánea.
ELLA: ¿De modo que yo podría esperar…?
ÉL: No. Llega usted demasiado tarde en mi vida, y en circunstancias inadmisibles. No pide usted amor, sino abrazos.
ELLA: Pido siquiera abrazos.
ÉL: Sólo lo son verdaderamente aquellos que inspira el amor, no el deseo. Amor, fin en sí mismo, sin consecuencias.
ELLA: Tú no sabes, Armando, lo que es amar sin esperanzas. Vivir los largos años de un secreto que no se debe confesar… vivir para una estatua que se podría animar si quisiera y hacemos dichosos… llorar en un lecho demasiado amplio, en una noche infinita en que él… dormirá profundamente, inocente de todo… escribir muchas cartas, con mano trémula, y dispersarlas luego… besar apasionadamente un retrato inasible…
ÉL: Vamos. Cálmese. Me da usted pena así…
ELLA: Es todo, ¿verdad? Bien sabía yo que si algún día me atrevería a revelarle mi horrible secreto, eso, pena, sería lo más que obtuviera de usted. Veo ahora el terrible error de mi vida. Usted no puede amar a nadie.
ÉL: Qué sabe usted.
ELLA: No. A nadie. Vive usted para sí, contento con ser bello y amable a todos, sin dudas, sin problemas. Pero es eso mismo lo que me ha hecho amarle hasta este punto. Sé bien que hay muchos otros hombres a quienes entregar mis caricias, y que me seguirían de rodillas por alcanzarlas. Pero es a ti a quien quiero, únicamente a ti, Armando, mi amor…
ÉL: Me da usted pena. No sabe cuánta pena. No sabe lo semejante que somos.
ELLA: No. Nada nos une. Bien lo veo.
ÉL: Más, mucho más de lo que imagina. ¡Si yo tuviera su valor! Pero no. (Ríe.) ¡Qué absurdo pensamiento!
ELLA: ¿Luego usted ama?
ÉL: Amo sí, y con menos esperanza que usted. Sólo que de un modo menos abrupto. Yo sé bien que podría apagar mi sed en un abrazo. Pero, ¿y después? ¿Qué quedaría sino el amargo recuerdo de una felicidad apurada groseramente, de un solo sorbo? Yo conozco también la intima tortura de una pasión que no ha de realizarse nunca. Y el sabor del llanto, cuando el destino aparta de nosotros los labios únicos. Y el triste consuelo de estrechar una mano que quisiéramos incrustar en nuestro pecho… (Se rehace.) Ya ve usted, señora, que no soy una estatua insensible. Pero no es usted. ¿Qué le voy a hacer?
ELLA: ¡Luego usted ama! ¡Y sufre! ¡Y ella ha sido incapaz de comprenderlo!
ÉL: Sí. Pero no le reprocho nada. ¿Cómo podría reprochárselo?
ELLA: Hablaba usted de ahogar la pasión en el placer. Triste consuelo. Yo también aspiro a él, no como un fin, sino como el único medio. Por su amor, Armando, hágame usted feliz una vez, una sola vez. Haré cuanto pueda por agradecérselo. Buscaré a esa mujer…
ÉL: Imposible. No sabe usted lo que dice.
ELLA: ¿Ha muerto?
ÉL: No. Vive, y no sabrá nunca que le amo.
ELLA: Dígame su nombre.
ÉL: ¿Para qué? Nada ganaríamos, ni usted ni yo.
ELLA: Su nombre, Armando. Se lo suplico.
ÉL: No le conoce usted. Nadie le conoce. Nadie le conocerá nunca.
ELLA: Armando, dígame su secreto. ¿Quién podría comprenderlo mejor que yo? Aunque se me destroce el alma –dígame- ¿a quién ama?

ÉL: (Ha oculto su rostro en sus manos, con tono grave y confidencial.) Amo –apasionadamente, secretamente- a mi amigo Alberto.