10/5/19

ISRAFEL Abelardo Castillo



ISRAFEL

Abelardo Castillo

Drama en dos actos y dos tabernas,
sobre la vida de Edgar Poe



PERSONAJES

EDGAR POE
VIRGINIA CLEMM, su prima, luego su esposa.
MUDDIE (María Clemm), madre de Virginia y tía de Poe.
GEORGES LIPPARD
UN CADETE DE OFICINA
EL TABERNERO
THOMAS BOLLING
MISTER KENNEDY
AMIGO 1
AMIGO 2
AMIGO 3
TÍO NILSON
SEÑORA GRAHAM
DAMA ZENOBIA
RUFUS GRISWOLD
RUFIÁN
EL ESCRIBIENTE
MARINERO
EL POLÍTICO
OBRERO DE LA CONSTRUCCIÓN 1
OBRERO DE LA CONSTRUCCIÓN 2
UN CABALLERO DE NEGRO.



ESCENARIOS

PRIMERA TABERNA
Una posada en las afueras de Richmond. Nochebuena de 1826. Un poco antes de la medianoche.
ACTO I
Casa de María Clemm, en Baltimore, al atardecer. Ocho años después.
ACTO II
1. Cuarto de Lippard: un ruinoso cobertizo de extramuros en Filadelfia, entre el atardecer y la noche. Ocho años más tarde, 1843.
2. Casa de Poe, en Filadelfia, un año antes, por la tarde.
3. Interior de la Casa Blanca, en Washington, por la mañana. A principios de 1843.
ÚLTIMA TABERNA
Una posada exactamente igual a la de Richmond. En Baltimore, la noche del 2 de octubre de 1849.



IN TABERNA

RICHMOND, 1826


Una posada del sur de los Estados Unidos, a la que Edgar Poe ha ido a refugiarse después de una terrible disputa con su tutor. Lo acompaña su amigo Thomas Bolling. Los dos, a juzgar por sus ropas y modales, pertenecen a la «Juventud Dorada» de Virginia. Educados al sur de la línea Mason-Dixon, es fácil advertir en ellos —muy especialmente en Edgar— una doble influencia: la de lord Byron, lectura obligada y modelo físico de la época, y la de la mammy negra: alguna ancha nodriza de color que, no hace demasiado tiempo, los durmiera cantándoles la nana del duende robador de niños, el negro del levitón de azufre o el decapitado del camino. Edgar tiene dieciocho años. Físicamente, pese a no ser en modo alguno corpulento, supera a los muchachos de su edad. De mediana estatura, delgado, delicadamente hermoso, asombra que prevalezca entre una juventud cuyas supremacías suelen argumentarse a puñetazos. Traduce lenguas clásicas con la misma facilidad que versifica en ellas; estudia flores, dibuja y canta. De golpe, sin embargo, se arroja de cabeza al James y, durante horas, nada contra la corriente su versión del Helesponto; las niñas sureñas, en la orilla, se asustan, lo admiran y lo aman. Tres años atrás ha escrito To Helen, uno de sus poemas más perfectos. Lo dedica a la madre de un condiscípulo: ella, después de volverse loca, ha muerto. Desde entonces comenzará a murmurar «Leonora». Recién llegado de la Universidad de Jefferson —borracheras, barajas, pistoletazos—, trae con él las únicas cosas para las que no hace falta el dinero de un tutor: el más brillante promedio, su orgullo y un destino irreparable. Todavía es un poco personaje de Byron, pero ya empieza a identificarse consigo mismo. Lo han visto rondar tumbas. Lo han visto emborracharse brutalmente, como si se odiara. Nadie advertirá entonces el drama íntimo, su desgarrada urgencia de felicidad. Borracho, queda de él una imagen más fácil, más inmortal. La del Poeta Maldito, que arquetipo para la historia.

ESCENARIO


El interior de la taberna es rústico, extravagante y sombrío. A la izquierda, oblicuamente emplazado, un mostrador de irregulares perspectivas. Detrás, un estante; botellas con etiquetas de todos los colores. La entrada de la taberna está ubicada al fondo, hacia la derecha; es una puerta vaivén, baja, oculta por un tintineante cortinado hecho con cordones de metal retorcido. De los anchos travesaños que, entrecruzándose, apuntalan el techo, cuelga alguna lámpara tiznada y macilenta. En el centro de la escena, sentados ante una mesa de toscas y gruesas tablas, aparecen EDGAR y THOMAS. Detrás del mostrador, adormecido, el TABERNERO. Sólo se ven de él sus gigantescos hombros y su cabeza poderosa, totalmente rapada, que apoya sobre los brazos; permanecerá en esta misma actitud, inmóvil, suceda lo que suceda. EDGAR, en quien la embriaguez, exteriormente, NO se distingue de la más absoluta sobriedad, irá emborrachándose hacia adentro; cada nuevo trago (y esto se advertirá a lo largo de toda la obra) ejerce sobre su exaltado temperamento el efecto de un estallido. Una especie de hiperlucidez fulminante, inmediata. Lo menos parecido a una borrachera. Su voz es grave, honda perfectamente modulada.

La acción transcurre en las afueras de Richmond, en la Nochebuena de 1826.


ESCENA PRIMERA

EDGAR y THOMAS,— aparte, dormitando, el TABERNERO


EDGAR.— Lo dicho: mi tutor es un cochino. Eso. Un escocés tacaño y cochino. (Imitando la severidad de su tutor.) Edgar, me dice, no tienes en absoluto sentido de la realidad. Y qué es para él «la realidad»: sus plantaciones de tabaco, sus esclavos negros y sus dólares. Oh, sus dólares. ¡Sus mágicos, maravillosos, prodigiosos dólares, con los que puedes comprar todo lo que existe! (Pausa.) Pero no. Para lo que yo quiero, no sirven los dólares. (Confidente.) Te contaré un secreto: yo quiero lo que no existe. (Bebe.)

THOMAS.— Entendido, entendido. Pero no puedes pasar la Nochebuena fuera de tu casa.

EDGAR.— Mi casa, dices. ¿Qué casa? (Grandilocuente.) La casa de Míster John Allan, el acaudalado plantador de Richmond. ¡El generoso John Allan! ¡El que me hizo el honor de recibirme en su casa, por caridad, cuando quedé huérfano…! Filantropía que se esmera en recordar cada vez que puede.

THOMAS.— Como quieras. Pero es mejor que vuelvas. Plantar a todos los invitados, sin decir siquiera buenas noches, fue una torpeza. (EDGAR lo mira inexpresivo—, THOMAS prosigue, conciliador.) Además, está la señora Francés de por medio.

EDGAR (cambiando su actitud).— Sí. Eso es lo único que me preocupa. (Agresivo.) Lo único. (Con ternura, y luego torvamente.) Pobre mamá Francés… A veces pienso de qué modo se las ingenió el viejo para casarse con una mujer así.

THOMAS (suspirando).— Eres injusto con él. Esta misma noche te acaba de demostrar…

EDGAR (cortante, con terco desprecio).— ¡Que es un infame escocés, abominable y mezquino…! Me odia.

THOMAS.— O mejor: tú no lo quieres. Te vas, golpeando puertas, el mismo día que, con bombos y platillos, se dispone a dar una fiesta en tu honor.

EDGAR.— ¿Fiesta? ¿A eso le llamas fiesta? Qué mal conoces al viejo. Eso no es una fiesta: es una trampa. (Cambiando de tono.) ¡El bueno de Mister Allan celebra el regreso del Hijo Pródigo! ¡Venid a ver cuánto ama Mister Allan al díscolo Edgar Poe…! Pero, ¿no viste? ¿No viste que ha invitado a todos mis compañeros de la Universidad? Quiere humillarme.

THOMAS.— Concedamos que tu conducta en Jefferson…

EDGAR.— Concedido. Contraje deudas, sí. Me emborraché, a veces. Y qué. ¿Sabes? Mientras estuve allá no me envió un solo centavo. No. No entiendes lo que significa eso. En un lugar como aquél no basta ser un alumno brillante; debes ponerte a la altura de las circunstancias, si no quieres que te miren como a un gusano. ¿Te has sentido gusano alguna vez? Yo, sí. Cuando uno de aquellos mequetrefes, me decía: «Edgar Allan, ¿tampoco esta noche vienes a la taberna?», yo me sentía gusano. No comprendes, ¿verdad? No comprendes que jugar a los naipes o pagarse una prostituta sea más importante que tener talento. Yo tampoco lo comprendo. (Bebe. Una pequeña pausa.) Dime, has escuchado alguna vez que digan de ti: es un pobre diablo, el hijo de una cómica, vive de la caridad de un matrimonio rico, y, quién sabe, su pelo es demasiado negro y su cutis tiene un color extraño: puede que también sea mestizo.

THOMAS.— Tonterías. (Con cierta aprensión.) ¡Mestizo tú!

EDGAR.— Tonterías, no. (Tomándolo de las manos. Violento.) ¡Mírame! (THOMAS obedece, un tanto rígido.) Ahí lo tienes. Si Edgar Poe fuera mestizo, su amigo Thomas saldría corriendo por esa puerta, Eres un auténtico caballero sureño. (Suelta sus manos.) También los he oído decir: «No, el sabio Edgar no nos acompaña: tiene que estudiar para que su tutor esté orgulloso de él, y le deje su herencia…». Y ahora están allí, en «mi» tiesta.

THOMAS.— Todo lo exageras. Pero el caso es que deberías volver.

EDGAR.— Nunca más. Volver significa oír cuchicheos a tu espalda. Risitas cómplices. Gente que murmura: Elmira no ha venido… ¡Por supuesto! ¡Cómo iba a venir Elmira, si, mientras yo estaba en Jefferson, su padre y mi tutor se encargaban de casarla con el acaudalado Míster Shelton! (Bebe.) Lo bueno del alcohol es que lo embriaga a uno.

THOMAS.— Deja eso. Para lo que otros necesitan una botella, tú tienes de sobra con dos vasos.

EDGAR.— La primera mujer que amé duerme bajo la tierra; la segunda, bajo Míster Shelton. (Ríe.) Bajo los dólares de Míster Shelton. ¿No es gracioso? Míster Shelton, el Becerro de Oro, me ha robado la novia. ¿No es gracioso? (Repentinamente sombrío.) Oye: creo que voy a matarlo.

THOMAS.— Eddie, Eddie…

EDGAR.— Tienes razón. Lo que voy a hacer es suicidarme.

THOMAS.— ¡Edgar!

EDGAR.— ¿Tampoco? Entonces, voy a emborracharme. (Bebe.)

THOMAS.— Supongo que ahora será imposible llevarte allá.

EDGAR.— Celebro que seas inteligente. La inteligencia es una gran virtud. Algún día valdrá tanto como el dólar.

Aparecen en la puerta tres amigos. Visten con elegancia. Jóvenes de la misma edad de Poe, divertidos por naturaleza, ahora, visiblemente achispados por el alcohol. Hablan desde la puerta.


ESCENA SEGUNDA

Los mismos. Tres amigos


AMIGO 1.— ¡Ecce Homo! ¿No les decía, camaradas? ¡Lo reconozco por su jacintina melena y el romántico porte de su cabeza!

AMIGO 2 (poniendo una mano sobre las cejas).— Y el que lo acompaña, ¿no es el Reverendo Thomas?

AMIGO 3.— Y eso que hay entre ambos, ¿no se parece ostensiblemente a una botella?

TODOS.— ¡Es una botella!


Se precipitan sobre la mesa. Con gran batahola arriman sillas, etcétera.


AMIGO 2.— Caballero Edgar Poe, saludo en usted al más grande poeta norteamericano… que frecuenta este infame tugurio. (Risas. A EDGAR, no le ha hecho gracia; THOMAS no disimula hallarse molesto.) ¡A ver, patrón, despierta, que ha llegado la alegría! (EL TABERNERO permanece inmóvil.) ¡Es menester que traigas ginebra, muchísima ginebra, ríos de ginebra…!

AMIGO 3.— ¡Mares de ginebra!

AMIGO 1.— ¡Océanos de ginebra! ¡Pues vamos a brindar por la juventud errática que huye de las fiestas burguesas y se refugia en las tabernas!

EDGAR (refiriéndose al TABERNERO; habla casi gravemente, sin ironía).— Déjenlo dormir. Despertar a un hombre que sueña es tan sacrílego como violar un sepulcro.

AMIGO 3.— ¡Anotadlo! ¡Anotadlo! ¡No permitáis que se pierda tan bella imagen!

AMIGO 2.— Tan lapidaria imagen.

AMIGO 1.— Tan siniestra imagen. Nuestro amigo, el bardo, acaba de tomar contacto con el más allá. Cuéntanos alguna historia horrible, Eddie.

THOMAS.— Déjenlo.

AMIGO 2.— Algún cuento de muerte. Algo que nos haga olvidar la vida.

EDGAR.— Al padre Thomas le disgustan mis desvaríos macabros. (Raro. Con repentina seriedad.) Me recuerdas a William Wilson.

AMIGO 1.— William Wilson. Ese no es de Richmond.

EDGAR (siempre extraño) Oh, no Lo conocí en la Universidad. (Bebe.)

THOMAS.— No sigas bebiendo. Te hará daño.

EDGAR.— «In taberna cuando sumus, non curamus quid sit humus».


Apenas dicho esto, los amigos lo repetirán, pero en otro tono, y seguirán recitando, cantando casi, el resto del poema. El ritmo, percutido con los puños sobre la mesa, recordará la obsesiva música de Carmina Burana, e irá creciendo hasta alcanzar el frenesí de un aquelarre. THOMAS y EDGAR no se unirán al canto. EL TABERNERO sigue en la misma posición.

In taberna cuando sumus

non curamus quid sit humus,

sed ad ludum properamus

cui semper insudamus.


Bibit hera, bibit herus,

bibit miles, bibit clerus,

bibit ille, bibit illa,

bibit servus cum ancilla,

bibit velox, bibit piger,

bibit albus, bibit niger,

bibit constans, bibit vagus,

bibit rudis, bibit magus.

AMIGO 1 (señalando a EDGAR en actitud de brindis).— ¡Bebe el mago!

AMIGO 3.— Bebe el Diablo.

AMIGO 2 (recibe la botella y la pasa a THOMAS, quien, resignado, acepta).— ¡Bebe el fraile!


Aplausos, risas, brindis; todo en la mayor confusión.


THOMAS (cuando vuelve la calma).— Y bien, a qué han venido.

AMIGO 3.— A rescatarlo de tus consejos.

THOMAS.— Hablo en serio.

EDGAR.— Thomas siempre habla en serio. (A THOMAS, con reprimida violencia.) ¿Quieres saber a qué han venido? Yo te lo digo. Han venido, por encargo de mamá Francés, a devolverme a la trampa. Pero yo no iré.

AMIGO 1.— Míster Allan se pondrá furioso.

AMIGO 2.— Tus compañeros de la Universidad pensarán…

EDGAR (estallando).— ¡He dicho que no iré! (Se pone de pie, y apoyando las manos sobre la mesa, inclina el cuerpo hasta quedar con su rostro casi al nivel de los demás.) Y pueden decirle a Míster Allan, y a mis compañeros de la Universidad, que se pudran.


Tambaleante, va hacia el mostrador.


AMIGO 3.— Esta vez es grave. ¿Sabe lo de Elmira? (THOMAS asiente.) Entonces, no vuelve.

AMIGO 2.— Esta noche escribirá algún poema e irá a recitarlo sobre la tumba de Helena. Oigan, ¿se han fijado que todas las mujeres de las que se enamora…?

THOMAS.— Se parecen.

AMIGO 1.— Todas tienen algo de moribundas…

THOMAS.— Cállate. Y ahora, váyanse. Digan allá que no lo han encontrado.


Ellos se resisten. THOMAS, pese a las protestas, los conduce hasta la puerta. EDGAR, que estaba bebiendo junto al mostrador, se da vuelta.


EDGAR.— ¡Y díganle al cochino escocés que no les disputaré la herencia a sus bastardos!

THOMAS (empujando a los otros).— Digan que no lo han encontrado.


Salen, incluso THOMAS. Pausa, EDGAR sigue junto al mostrador. Vuelve a entrar el AMIGO 1. Recoge la botella de la mesa y habla desde la puerta.


AMIGO 1 (con acento declamatorio).— ¡Oye, tabernero! ¡Tú que conoces la verdad, pues la escuchas a diario en boca de tantos iluminados; iluminado tú mismo, puesto que también te emborrachas! ¡Tú, elegido entre los hombres para infundirles el Espíritu del Cristal! ¡Dios tú mismo! Acoge a nuestro hermano Poe, estámpale en la frente tu símbolo divino, hazlo tu hijo predilecto y guíalo desde hoy… (El AMIGO 1 desaparece de la puerta, arrastrado por los otros; desde afuera aún se le oye gritar.) ¡Hasta la plutónica Taberna de la borrachera definitiva!


EL TABERNERO ha levantado la cabeza, EDGAR está junto a él. Se miran fijamente. Por un instante, la escena adquiere una fantástica grandeza; pero, de inmediato, el rostro del TABERNERO recobra la atónita expresión de la ebriedad, y, apoyando la cabeza sobre los brazos, queda otra vez dormido.


ESCENA TERCERA

EDGAR, aparte, el TABERNERO


EDGAR (recoge una botella y, con una última mirada al TABERNERO, vuelve hacia la mesa. Antes de llegar se detiene súbitamente. Queda allí, balanceándose y mirando con hosquedad hacia la puerta, donde, sin que nadie entre en la taberna, las cortinas, tintineantes, se han movido).— ¡Tú…! (Pausa larga, durante la cual parece seguir con la vista los movimientos de alguien muy odiado. Después, relajándose, como aceptando la situación, susurra.) Tú. Has vuelto a encontrarme, ¿eh…? Está visto que no voy a poder huir de tus ojos. De tus grises ojos. (Se sienta. El otro, a juzgar por la mirada de EDGAR, está en una mesa próxima.) Sabía que estabas cerca. ¿Quieres beber…? Ah, no, perdona. Tú no bebes. Tú sólo me miras. Tanto peor: lo haré yo por ti. (Bebe; luego, con violencia.) ¡Mírame!

¡Mírame cuanto gustes! Vigílame. Entiendo, entiendo… Por eso te odio. Y, por eso, algún día voy a matarte. (Bebe.) ¡Qué! ¿Te desagrada? También te desagradaba que jugase y me emborrachase allá, en la Universidad… A ti te desagrada todo lo que está mal. Sí, igual que a mí: en eso también nos parecemos. Nos parecemos en muchas cosas. (Pausa.) Escucha: he resuelto ser un gran poeta. El más grande poeta norteamericano… (Ha recalcado agresivamente esto último; ahora amenaza en voz muy baja.) Y no sonrías. (Cambiando de tono.) ¿Sabes? Hace un momento han dicho: «el más grande poeta norteamericano… que concurre a este tugurio infecto». Eso han dicho. ¡Y yo me reí…! Debí aplastarle la cara con una botella… Por lo tanto, he decidido ser un gran poeta. Abandono todo: mi casa, las plantaciones del mugriento escocés, a mamá Francés. Todo. A Elmira también. Sí, sí, comprendo; a ti no se te puede engañar, a los otros, sí, pero a ti no. Y bien. La señorita Elmira no me quiere. (Divertido.) ¡Ha preferido al Becerro de Oro! (Bebe. Con gravedad.) Eso también está mal. (Pensativo.) Estoy por descubrir que el dinero y la muerte se parecen. Acaban corrompiendo a la gente. Con el dinero se puede comprar todo, por eso corrompe. Y no está bien, oyes: ¡no está bien…! Pero hay algo que no se puede comprar. Lo que yo necesito, no. (Agresivo.) ¿Quieres que te diga lo que yo necesito? (Ríe, turbado, como si acabara de olvidarse.) No sé. (De pronto.) Alas. Sí, por ejemplo, eso, tener alas. ¿Nunca has querido volar? (Con desprecio.) No, claro que no. Tú estás pegado a la tierra… Es en lo único que no nos parecemos… Cuando te mate voy a poder volar. (Lo ha dicho con tono entre perplejo y maravillado, como quien descubre, de pronto, una verdad simple y deslumbrante. Pausa larga. POE, como al principio, va siguiendo con la mirada los movimientos de alguien, que ahora se aleja. Las cortinas vuelven a mecerse, tintineantes; EDGAR, con el cuerpo sobre la mesa y el brazo extendido hacia la salida, le apunta con el dedo, amenazador.) ¡Cuando te mate voy a poder volar…! (Se aferra a los bordes de la mesa, y, llamando, grita.) ¡William Wilson! (Entra THOMAS).


ESCENA CUARTA

EDGAR y THOMAS,— el TABERNERO


THOMAS.— ¡Edgar…!

EDGAR.— Ah, tú. ¿De dónde demonios sales?

THOMAS (acercándose, visiblemente impresionado por el aspecto de Edgar).— Los acompañé hasta el cruce. Pero, qué te ocurre. A ti habría que preguntarte de dónde sales.

EDGAR.— De aquí. (Ha señalado el pico de la botella. Ahora parece preocupado.) En el camino… ¿no te cruzaste con nadie?

THOMAS (advertido).— No. Con quién podría haberme cruzado.

EDGAR.— Con un íntimo, muy íntimo, amigo mío.

THOMAS.— William Wilson.

EDGAR (sobresaltado).— ¿Cómo lo sabes?

THOMAS.— Lo llamabas. A gritos… Pero no, no me he cruzado con nadie, Edgar… No podía cruzarme con nadie, porque aquí, ¿oyes?, aquí no había nadie.

EDGAR.— ¡Qué sabes tú de eso! Siempre hay, alrededor de los hombres, más cosas de las que se pueden ver. (Confidente.) Algunos, sí las vemos.


Se sirve un vaso. THOMAS lo detiene.


THOMAS.— Deja eso. No sé a qué extremos…

EDGAR.— Tú también dices: ¡Edgar, pobrecito, no tienes el menor sentido de la realidad! Cierto. Las únicas realidades están en los sueños. La mentira, ¿entiendes?, es lo que hace soportable el mundo. Quién sabe… a veces pienso que los hombres llegarán a la Luna.

THOMAS.— No permitiré que sigas este juego.

EDGAR (desafiante).— A la Luna, sí. Pero, mientras tanto, ¿qué podemos hacer sino mentir? Anótalo. Las mentiras de hoy serán las realidades del futuro. (Exageradamente.) ¡Brindo por la mentira, madre de todas las realidades bellas! (THOMAS sacude la cabeza; EDGAR, de un trago, bebe su vaso. De pronto, a lo lejos, se escucha la primera campanada de la Nochebuena, EDGAR, excitadísimo, perdido ya el control, se ha puesto de pie. A medida que habla van sonando, nítidas, las doce campanadas.) ¡Despierta, tabernero!; te cambio tu sueño por una mentira. ¡Abre los ojos lagañosos, viejo buey! Brindemos por Jesús de Galilea, que acaba de nacer en un pesebre, para bien del hombre. No importa que sea mentira: es bello. ¡Despierta, demonio! ¿No entiendes la fábula? A la humanidad le hace falta magia; sólo puede salvarla un niño. (Ha llegado al mostrador. Sacude al TABERNERO por los hombros.) ¡Escucha las campanas! Un muchachito tramposo nos juega la mala pasada de mentirnos la Felicidad Eterna. (Pausa. El TABERNERO levanta la cabeza—, EDGAR lo tiene tomado por los hombros, con ambos brazos extendidos. Se miran fijamente. THOMAS, en segundo plano, inmóvil, ya pretérito, no participa de la escena. Cuando las campanas dejan de escucharse, EDGAR, tal vez refiriéndose a sí mismo, tal vez a Cristo, murmura.) Acaba de nacer tu hijo, tabernero…


El TABERNERO, con lentitud, apoya una de sus manos sobre la de POE, como protegiéndolo, casi tiernamente. THOMAS se ha marchado. Mientras siguen mirándose, la escena va quedando a oscuras.

TELÓN



PRIMER ACTO

BALTIMORE, 1835


Casa de Muddie (María Clemm), tía de Edgar y madre de Virginia. Han pasado casi nueve años desde la escena en la primera taberna. Durante ese período, Poe ha sido foguista de un barco carbonero, soldado, vagabundo y poeta. En Boston publica su primer libro de versos, Tamerlan —ningún periódico lo comenta; nadie lo compra—; se enrola luego en el ejército de los Estados Unidos (mayo de 1827); regresa a Richmond dos años más tarde, y, sin poder ver por última vez a mamá Frances, que ha muerto (será enterrada junto a la tumba de Helena), ingresa en la Academia Militar de West Point. En febrero de 1831 se reúne el Consejo General de Guerra; Edgar A. Poe, el inculpado, no asiste a misa, desobedece órdenes, se fuga de los cuarteles. Declina defenderse y es expulsado. Viaja a Baltimore. Allí, en casa de Muddie, conoce a una niña de mirada increíble: se llama Virginia y es su prima. Más tarde él la llamará Eleonora, Ligeia, Berenice, Eulalia, se casará con ella y la amará como a ninguna otra mujer en el mundo; poco después la nombrará Ulalume, y en su último poema, Anabel Lee. Virginia, que en 1835 tiene catorce años, es una muchachita de encantador aspecto; sin embargo ya se advierten en ella —en el brillo de sus ojos, en el color de sus mejillas, en algún subrepticio acceso de tos que trata de ocultar— los primeros síntomas de su enfermedad. Bellísima, trivial, enamorada secretamente de su primo, Virginia responde exactamente a este párrafo del propio Poe: «Tenía la belleza de los serafines, pues era una niña sin artificio, e inocente como la breve vida que había pasado entre las flores. Ninguna astucia cubría el fervor del amor que animaba su corazón.» En la época de su estada en Baltimore, Edgar ya posee los rasgos característicos —tanto físicos como psicológicos— que lo individualizarán durante toda su vida. Arrogante hasta la soberbia, tumultuoso, contradictorio, cae en la depresión o se remonta a la hipérbole con la misma insensata violencia, sin transiciones. En su casa, sin embargo, es alegre y cariñoso como un chico, esto último (la infantil ternura que siente por Muddie y por Virginia) ha de tomarse como detalle fundamental para fijar su carácter. Muddie es una mujer fuerte, sufrida. Ama a Edgar y a la pequeña Virginia con sentimiento egoísta, excluyente. Sin ser bella, posee una íntima nobleza; algo espiritual, profundo, que la personaliza. De pronto es sólo una mujer, desolada o puerilmente alegre por sus hijos; de pronto, apenas con un gesto, tendrá toda la autoridad de una matrona. Hay en Muddie algo inexplicable y poderoso: matriarcal. O quizá, maternal, simplemente.

ESCENARIO


Interior de la casa. Sala pobremente amueblada. Sillones, una mesita, algún estante con libros. Se advierte gran pulcritud, pero no frialdad ni orden excesivo; hay —en su justo término— ese desorden íntimo, cálido, humano, que transforma a una casa en hogar. No obstante, la atmósfera de la habitación sugiere algo irreal. El color de los muebles es oscuro; la iluminación, pobre. Algún pesado cortinaje o tal vez la encuadernación de los volúmenes insinúan esa idea fantástica, antes mencionada; la sensación de estar ante una estampa; ante un grabado minucioso, melancólico, de libro antiguo. A la izquierda, un pequeño pasillo, en el que desemboca una escalera. De ésta se ven solamente parte de la balaustrada y unos cuantos peldaños. Un corredor, a la derecha, comunica con la puerta de acceso a la casa.

MUDDIE y NILSON en escena. En el piso superior se oyen voces y risas.

Atardece. Aún no se han encendido los quinqués.


ESCENA PRIMERA

MUDDIE y NILSON


MUDDIE.— Ahí los tienes. ¿Oyes…? Edgar y la alegría entraron juntos en esta casa. (Se sienta. Comienza a coser.)

NILSON.— Eso es cierto, sí.

MUDDIE.— Creo que Virginia no podría vivir sin él. (NILSON la mira con cierta aprensión; actúa como quien, queriendo decir algo, no encuentra el modo.) Pues, sí. Juegan, ríen. Él le habla a veces durante horas, de lo que escribe, de sus proyectos… (Sonríe con bondad.) Y cuando discuten… Son dos criaturas.

NILSON.— María… (Su voz ha sido extraña; ella levanta la mirada, interrogante.) De Edgar quiero hablarte.

MUDDIE.— Y bien.

NILSON.— Yo sé perfectamente cuánto quieres a tu sobrino.

MUDDIE.— Casi tanto como a mi hija.

NILSON.— Lo sé. Y sé el apego que Virginia siente por él. (Se sienta.) De eso quiero hablarte. Virginia es realmente una criatura. A su edad, cualquier mala influencia…

MUDDIE (alertada, con rigidez).— No entiendo.

NILSON.— El caso es que se murmuran ciertas cosas por ahí. La conducta pública de Edgar, digo.

MUDDIE.— Conozco a la gente. En lo que respecta a esta casa, y a mi hija, Eddie nunca les ha dado el menor motivo de escándalo.

NILSON.— Yo también conozco a la gente. (De pie, paseándose.) Pero, además, conozco al muchacho. Y desde antes que viniera a Baltimore. Tú lo sabes: su comportamiento… no siempre ha sido el que uno esperaría de un joven con su inteligencia. Hace ocho años, cuando se escapó de Richmond, cometió la primera tontería. Y hasta una injusticia. No lo niegues. Pudo haber sido un gran abogado, condiciones no le faltaban, y Míster Allan no le hubiese negado su apoyo. Pudo haber sido un próspero comerciante.

MUDDIE.— No. No creo que pudo haberlo sido.

NILSON (hace un gesto.).— Su carácter. Comprendo. (Habla sin saña; expone hechos, simplemente. Sus palabras son las de un hombre sensato; razonablemente piensa que un poeta no lo es.) Pero el carácter, mujer, es un artículo de lujo. Ya ves. Cuando pudo ser un verdadero militar, un militar de carrera, qué resultó: su expulsión de West Point, un libro de versos… Y el propósito de alistarse como voluntario, en Polonia. ¿Entiendes esto? Sus actitudes, a veces, son desconcertantes.

MUDDIE.— Él decía que los polacos luchaban por su libertad.

NILSON.— ¡Digno de Lord Byron! Perfecto. Pero Polonia está muy lejos: la realidad está cerca. Y la realidad es ésta: el escocés acaba de morir sin dejarle un solo centavo. Edgar no es un lord. Siempre se comportó como si despreciara el buen sentido.

MUDDIE.— Allan hizo cosas peores que dejarlo en la miseria. Tú no comprendes.

NILSON.— Ay, María. Yo no comprendo, es cierto. Pero yo no comprendo cómo se las arregla ese muchacho para ganarse el corazón de las mujeres.

MUDDIE.— Sufre.

NILSON.— Lo sé, lo sé. Es como si la fatalidad… Sus padres, luego aquella Helena, de la que se figuraba estar enamorado, después, la pobre Francés… Oh, no creas, no creas: yo también lo quiero. Pero no soy ciego. Hay algo en él que me preocupa. (Pausa. Luego, sombrío.) No debiera decirlo en tu presencia, pero su familia y la bebida…

MUDDIE.— ¡No la nombres!

NILSON (imponiéndose).— Su padre, su hermano; su hermano Henry, ahí tienes. Estaba lleno de posibilidades hermosas. Tal vez no fuera ni la mitad de bueno que Edgar, pero era un muchacho bello, capaz. Y murió quemado por la tuberculosis, bebiendo hasta matarse.

MUDDIE.— ¡Cállate…! No, en mi Eddie no se repetirá…

NILSON.— Entonces, es cierto que…

MUDDIE.— No. (Turbada.) No sé. Es cuando sale por ahí, con sus amigos. Beberá un poco, como todos. Es joven, es sano.

NILSON.— Tiene veintiséis años; no es un niño. Y sus amistades, bueno; eso es lo que se murmura. En cuanto a la salud… No sólo el cuerpo puede estar enfermo. (La interrumpe con un gesto.) Esas historias que escribe, por ejemplo: esas historias horribles, de personajes maniáticos, extraviados… ¡Oh, no sé!

MUDDIE (forzadamente).— Esas historias, como dices, algún día lo harán famoso. (Cambiando de tono con rapidez.) Acaba de ganar un concurso, pobre hijo mío. (Con pueril vanidad.) Uno de los jurados lo invitó a su casa.

NILSON.— Entre tú y Virginia me lo han contado diez veces. Sólo que Virginia agregó algo más. Cuando Míster Kennedy lo invitó a comer, Edgar tuvo que escribirle, negándose. Pues no tenía ropa que ponerse. (La mira rectamente. Pausa.)

MUDDIE.— Míster Kennedy supo comprender, vino él mismo. Nos ha ayudado tanto.

NILSON.— Es muy probable, sí. De eso también quería hablarte. Fuera de esas historias, que lo harán famoso y que ganan concursos, ¿no ha intentado…?

MUDDIE.— Trabajar.

NILSON.— Sí.

MUDDIE.— Nunca he visto a nadie más empeñado en vivir de su trabajo. Escribe día y noche, va a las redacciones, habla con gente. Desea tanto tener una revista propia.

NILSON.— Lo sé. Pero no hablo de eso sino de un empleo. Algo seguro; algo que también sirva para ayudarte a ti.

MUDDIE.— Hace cuatro años que Edgar vive en esta casa, desde entonces, no ha hecho otra cosa que ayudarme. Su sola presencia me ayuda. (Con entusiasmo.) Estamos esperando noticias acerca de un cuento que mandó a una revista. El dice que puede ser muy importante. (NILSON ha sacudido la cabeza, pero sin violencia. MUDDIE, que lo advirtió, suspira.) Y bien, por si quieres saberlo: sí, ha intentado trabajar. Él no me lo ha dicho, pero sé que le ha pedido un puesto de maestro a Míster Kennedy.

NILSON.— Bueno, bueno, se diría que lo lamentas. De todos modos, eso ya es otra cosa. (Sonríe.) No tengo nada más que decir. (Consulta su reloj.) Ya es hora de que me vaya.


Cuando NILSON está por salir, se oye, en el piso superior, un gran tumulto. Risas de EDGAR y la voz enojada de VIRGINIA. Un portazo y por la escalera de la izquierda aparece la chica. Es una encantadora muchachita. Alegre, infantil, la armonía de sus proporciones la ha convertido prematuramente en mujer. Sus ojos, de un prodigioso color violeta, asombradamente grandes, son el detalle característico de su rostro.


ESCENA SEGUNDA

Los mismos; VIRGINIA


VIRGINIA (a MUDDIE).— Puedes ir a ver cómo sigue tu sobrino, pues acabo de tirarle uno de sus enormes libracos por la cabeza. (Reparando en Nilson, quien, igual que Muddie, sonríe divertido.) ¡Oh, perdón! No sabía que todavía estaba aquí, tío.

NILSON.— ¿Qué sucede? Discutieron.

VIRGINIA (indecisa al principio; luego alzándose de hombros y como para sí misma).— Bah. Si unas cuantas bobaliconas andan locas por él, no seré yo quien lo impida.

NILSON (mientras MUDDIE, sin prestar atención, se levanta a encender un quinqué).— A ver, cuéntanos qué ocurre. (Lo ha dicho con interés, ya no sonríe.)

VIRGINIA.— Que «el poeta egresado de West Point» —¡egresado!—, como lo llaman a Eddie las muchachas, quería que Virginia (se ha señalado a sí misma con importancia) fuese a llevarle un madrigal a no sé qué señorita encopetada.

Y Virginia le ha tirado un libro por la cabeza.

NILSON.— De modo que ya no quieres hacer de Cupido.

VIRGINIA.— ¡Por supuesto que no! Eso estaba bien cuando yo tenía diez años, pero ahora, ¡no señor! Una vez —cuando me acuerdo lo mataría— me hizo conseguirle un rulo, de la estúpida ésa…

MUDDIE.— Virginia.

VIRGINIA.— Claro que sí.

NILSON (siempre con interés, casi preocupado y mirando furtivamente a MUDDIE).— De quién hablas, veamos.

VIRGINIA (con graciosa afectación; frunciendo los labios).— De la señorita Mary Deveraux. (Conteniendo la risa.) Pero terminó armando un lío.

MUDDIE (sin darle demasiada importancia, pero un poco tensa).— Niña, no creo que a tío Nilson le interesen esas cosas.

NILSON.— Te equivocas. Vamos a ver, Virginia, ¿de qué «lío» se trata? Cuéntame.

VIRGINIA.— Cuando ellos se pelearon, porque Eddie no la quería —cómo iba a querer a una mojigata toda llena de moñitos—, él publicó un poema, tratándola de voluble y coqueta. La familia de ella se ofendió mucho.

NILSON.— Bueno, no es para menos. (Mirando a MUDDIE, que trata de aparecer indiferente.) Aunque, conociendo a Edgar, eso no me parece tan grave.

VIRGINIA.— ¡Es que no terminó allí!

MUDDIE.— Vete a seguir jugando. Al tío Nilson se le hará tarde.

NILSON.— Deja, tengo tiempo. Y, ¿dónde terminó?

VIRGINIA.— En la tienda del tío de Mary. Eddie recibió de él una carta insultante. Entonces compró una fusta y lo molió a palos.


MUDDIE sacude la cabeza, desalentada.


NILSON (a MUDDIE, en voz baja).— Bien, esto ya es otro asunto.

VIRGINIA.— La esposa del hombre, y sus dos hijos, trataron de echar a Edgar de la tienda, y, tirón va tirón viene, le rompieron toda la levita. (MUDDIE y NILSON se miran largamente; la actitud de la mujer es orgullosa, casi desafiante.) Y entonces, Edgar, con la levita destrozada, seguido de una multitud, llegó a la casa de Mary, gritó a todo el mundo y, cuando ella vino, él le arrojó la fusta a sus pies, diciendo (imita el presunto gesto grandilocuente de POE): «Toma, aquí te regalo esto». Dice mamá que cualquier caballero sureño hubiese hecho otro tanto. (Pausa.)

MUDDIE.— Puedo agregar que eso ocurrió el año pasado, y que nunca ha vuelto a repetirse nada parecido. Es impulsivo, cierto, pero eso no cambia en absoluto mi opinión: tiene un corazón maravilloso.


VIRGINIA, sin entender qué ocurre a su alrededor, parece preguntar: «¿Dije algo inconveniente para Edgar?». NILSON desvía la mirada y observa a VIRGINIA.


NILSON.— Y tú, Virginia, qué opinión tienes de tu primo Eddie.

VIRGINIA (a quien la pregunta le parece perfectamente absurda).— Para mí también tiene un corazón maravilloso. Todo en él es maravilloso. (Turbada por lo que ha dicho. Con rapidez.) Me está enseñando francés, y también me enseñará a tocar el arpa.


La voz de POE, llamándola desde lo alto, corta una pausa embarazosa. VIRGINIA, indecisa, mira a su madre. El llamado se repite, y MUDDIE, con un gesto, la autoriza a abandonar la sala. Sin esperar más, pero evidentemente turbada, VIRGINIA corre escaleras arriba.



ESCENA TERCERA

MUDDIE y NILSON


MUDDIE (como desafiándolo a hablar).— Y, entonces…

NILSON.— María…

MUDDIE.— Sí.

NILSON.— Esto es un poco más grave.

MUDDIE.— Lo de los fustazos y la levita, dices.

NILSON.— No. No me refiero al episodio de María Devereaux. Me refiero al episodio de Virginia Clemm. (MUDDIE trata de no demostrar su tensión.) Pues quiero creer que, como madre, aún no comprendes lo que ocurre en tu casa.

MUDDIE (a la defensiva).— Y qué es «lo que ocurre».

NILSON.— Tu hija está enamorada del muchacho.

MUDDIE.— Y bien.

NILSON.— ¿Eso es todo lo que dice? ¡Y bien…! ¿Pero no te das cuenta de lo que puede pasar?

MUDDIE.— Nada grave.

NILSON.— María, tu proceder…

MUDDIE.— Nadie mejor que yo para juzgar mi proceder. Se trata de mi hija. Y de Edgar. ¿Crees que le permitiría quedarse un solo minuto más en esta casa, junto a Virginia, si no supiera que…? Además, nadie ha dicho que él se fijase en ella.

NILSON.— Pero, ¡supongamos que lo haga!

MUDDIE.— Si él se fijara en Virginia, pasaría lo que pasa entre la gente honesta. Tú lo sabes: uno se enamora y se casa.

NILSON.— ¡Justamente! Pero, se diría que lo apruebas…

MUDDIE.— ¿Y si te dijera que sí? ¿Acaso no depende de ello la felicidad de mi hija? Y mi propia felicidad. Y algo más, ¿sabes? La salvación de Edgar. ¿Quieres creerlo? Me siento madre de los dos.

NILSON.— No lo digas… (Confuso.) Hay algo turbador en tus palabras. Hacen pensar… (Estuvo por decir «en un incesto»: tal vez lo ha dicho.)

MUDDIE (de pie, con majestad).— ¡Nilson…!

NILSON.— Perdona, perdona, te lo suplico. Es que tú misma lo sugeriste. (Tratando de contenerse.) De todos modos, ¿olvidas que Virginia tiene catorce años?

MUDDIE.— Lo sé perfectamente. Todavía no los ha cumplido.

NILSON (molesto).— No entiendo, no entiendo. (De pronto.) ¡Ah, no! El concepto que la gente se ha formado de Edgar, no coincide con el tuyo. Con honestidad te lo digo: yo no dejaría a una niña en manos de un hombre como él. Sus inclinaciones…

MUDDIE.— ¡Ya basta! Me ofendes. No permitiré que, en esta casa, se diga una sola palabra más en ese tono. Ya lo sabes.


NILSON hace un gesto que significa: «Está bien, está bien: pero sigo sin entender». Pequeña pausa, muy tensa. Llaman a la puerta. MUDDIE, algo rígida, toma el quinqué y sale por la derecha. La luz ha disminuido. NILSON, sentado, se pasa una mano por la barbilla. En la escalera, aparece EDGAR.



ESCENA CUARTA

NILSON — EDGAR


EDGAR.— Qué sucede. Me pareció escuchar… ¿Y madre?

NILSON.— Fue a atender la puerta.

EDGAR.— ¿Discutían ustedes?

NILSON.— No. Era un simple cambio de opiniones. Quiero hacerte una pregunta.

EDGAR.— Sí.

NILSON.— A qué aspiras en la vida.

EDGAR.— Haces preguntas importantes. Te lo diré. Quisiera tener una revista propia. Y, además, aspiro a ser inmortal.

A veces, también me gustaría volar.

NILSON.— Te he preguntado en serio.

EDGAR.— Y yo te he respondido en serio.


Vuelve la luz. Entra MUDDIE, acompañada por KENNEDY. La mujer parece haber olvidado lo ocurrido; deja el quinqué en cualquier sitio y, radiante, se acerca a EDGAR; tomándolo de la mano, lo mira con ternura, maravillada. Toda la escena que sigue es confusa.
ESCENA QUINTA

Los mismos; MUDDIE y KENNEDY


EDGAR.— ¡Kennedy! (Mirando a MUDDIE, sonríe turbado.) Pero, ¿qué pasa aquí?

NILSON (se ha puesto de pie. Mientras tanto, EDGAR, sigue mirando perplejo a la señora CLEMM).— Ah, el famoso Míster Kennedy. (Le tiende la mano.) Me han hablado mucho de usted. (KENNEDY, con un gesto, explica que son exagera dones.)

MUDDIE (a KENNEDY, anhelante).— Dígalo.

KENNEDY.— Bueno… (Con misterio; divertido.) Lo diré de golpe, pues tengo una cita importante. (Mira el reloj.) Y me queda poco tiempo. (Pausa. Sin el menor apuro, saca una carta del bolsillo.)

EDGAR.— Diga usted, ¡bendito sea! (Empezando a comprender.) Acaso, ¿Berenice…?

KENNEDY.— Exacto.

EDGAR.— ¡Dios Santo! ¡Madre!, ¿no te lo decía yo? (La abraza, hace un grotesco paso de baile.) ¡Dios Santo!

KENNEDY.— Además, el director quiere conocerte. Me ha pedido tus datos. Le he escrito una carta que te hace justicia. Además…

EDGAR.— ¿Quién quiere saber más? ¡Oh, Muddie! (La besa.) ¿Lo oyes? (Llamando.) ¡Virginia! (Va hacia la escalera.) ¡Dios Santo! Soy feliz, y me siento enfermo, muy enfermo… ¡Virginia! (Empieza a subir.) Perdóneme, Míster Kennedy. Le beso las manos. A todos… ¡Virginia!


Desaparece. KENNEDY sonríe; se ha quedado con la carta en la mano y sacude la cabeza. MUDDIE, aparte, se acerca disimuladamente un pañuelo a los ojos. NILSON, evidentemente, se siente tan fuera del juego como un cuerdo en un manicomio.


ESCENA SEXTA

NILSON y KENNEDY, MUDDIE aparte, y luego, EDGAR y VIRGINIA


KENNEDY.— Loco soñador…

NILSON.— Creo haber entendido algo acerca de un director. ¿De qué escuela se trata?

KENNEDY.— ¿Escuela? ¿Qué escue…? ¡Ah!, el puesto de maestro, dice usted. No. No es eso, afortunadamente.

NILSON.— Afortunadamente.

KENNEDY.— Edgar no tiene carácter para maestro. Ni tampoco hay muchas posibilidades. (Con entusiasmo.) Se trata de una revista: El Mensajero, de Richmond. Publicarán un cuento suyo. Berenice. (A MUDDIE) A propósito, aquí tengo la carta de White, el director, léala usted, señora Clemm.


MUDDIE, aún no repuesta, se acerca, toma la carta y va a sentarse aparte. Al hacerlo, se ha llevado el quinqué. NILSON y KENNEDY quedan en la semipenumbra. El pasillo de la escalera, en cambio, está iluminado, lo mismo que la figura abstraída de MUDDIE. Se acentúa la atmósfera irreal, antes advertida.


NILSON.— Se trataba de un cuento.

KENNEDY.— Lo malo es que Edgar siempre exagera demasiado.

NILSON.— Quiere decir que, económicamente, esta publicación…

KENNEDY.— Por ahora, no. (Mira a la ausente MUDDIE.) Y lo siento. (Optimista.) De todos modos, es un buen comienzo. White ha quedado muy impresionado por la historia.

NILSON.— No lo dudo.

KENNEDY.— Está realmente aterrado. (Sonríe. Pausa.) La imaginación de Edgar es prodigiosa, casi anormal. A veces pienso que la utiliza como un caparazón, como una rebeldía, contra este país, este siglo…

NILSON (con cierta aspereza).— Este país, este siglo, son el progreso, Míster Kennedy.

KENNEDY.— Los hombres como Poe, también son el progreso. No necesitan plantar tiendas o colonizar tierras a balazos. Vienen a contrabalancear el sistema. (Con ironía.) La realidad, de otro modo, sería un paraíso de mercachifles.

NILSON.— Creo entender por qué lo aman a usted en esta casa.

KENNEDY.— César y Dios ya tienen su moneda. Alguien debe pagar tributo a los demonios. Poe, es de ésos. Berenice, por ejemplo: es algo tan descabellado, tan atrevido, que casi repugna la imaginación, sin embargo, es bello.

NILSON.— Se entusiasma usted.

KENNEDY.— ¿Si me entusiasmo? ¡Es lo más sobrecogedor que he leído en mi vida! En manos de un escritor común, no hubiera pasado de ser un relato horrendo, o escandaloso.

NILSON.— Escandaloso, también.

KENNEDY.— Los protagonistas son primos hermanos.

NILSON (súbitamente interesado).— Continúe.

KENNEDY.— Verá… (En ese instante aparecen en la escalera, iluminados, EDGAR y VIRGINIA; se detienen allí al oír la voz de KENNEDY; éste y NILSON no los advierten. MUDDIE, en la claridad de la derecha, continúa ausente. El conjunto tiene la inmovilidad de una pintura. Los movimientos de la pareja, adecuados a ciertas palabras del relato, serán, pues, muy lentos, pero sin exageración. KENNEDY prosigue.) Él es un soñador. Un hombre melancólico y extraño que ha vivido siempre en soledad, dedicado a lecturas y meditaciones extravagantes. Un monómano. Incapaz de abandonar un proyecto, por espantoso que sea, una vez que lo ha concebido. Berenice es su antítesis: una muchachita graciosa, pueril, traviesa.

NILSON.— Casi una niña.

KENNEDY.— Exacto. El amor entre ellos adquiere un carácter poco menos que monstruoso; porque Berenice enferma, y recién entonces él comienza a amarla… (En la escalera, VIRGINIA se ha llevado un pañuelo a los labios, evitando toser; sin notarlo, EDGAR la toma de la mano.) Sabe que va a morir. Sin embargo, se diría que, justamente, lo que ama en ella es la idea de la muerte. Una noche, estando él en su gabinete, entra Berenice. Y aquí comienza lo terrible, lo genial. (En la escalera, al escuchar estas palabras, EDGAR se ha dado vuelta y mira a VIRGINIA. Ambos sonríen. Luego, POE se queda serio, contemplando la sonrisa de VIRGINIA.) …Porque Berenice, sonríe. Y él se obsesiona con aquella sonrisa, con los dientes de aquella sonrisa.

NILSON.— ¡Gran Dios!

KENNEDY (mientras EDGAR y VIRGINIA terminan de bajar el tramo de la escalera y quedan fuera de la vista).— Y esa sonrisa lo persigue día y noche. Torturado, se encierra en su cuarto, sin poder olvidar la blancura de aquellos dientes. Por fin, un grito lo arranca de su obsesión. Berenice ha muerto. Después de enterrar a su esposa, vuelve al gabinete. A su lado, sobre la mesa, una cajita llama su atención; pero ya no recuerda su significado. Entonces se oye otro grito. Entra un sirviente y cuenta, con horror, que Berenice no ha muerto. Fue enterrada viva y han hallado su cuerpo, aún amortajado, fuera de la tumba violada, con el rostro deshecho.

EDGAR (entrando de improviso, con el cabello revuelto y la ropa en desorden).— Lanzando un grito salté hacia la mesa y agarré la caja que había sobre ella. Pero no tuve fuerza para abrirla y, en mi temblor, cayó pesadamente al suelo. De ella, con ruido tintineante, se escaparon algunos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos piecitas blancas, marfilinas, perfectas, que se esparcieron por el suelo, aquí y allá. (Con calma.) Eran los dientes de Berenice, que yo le había arrancado en su tumba.

VIRGINIA (entra).— ¡Muy bien! ¡Muy bien!


Ante la estupefacción aterrada de NILSON y KENNEDY, ríe a coro con EDGAR. MUDDIE, que también está de pie ahora, sólo murmura: «Hijo, hijo», y moviendo la cabeza, acerca la luz.


EDGAR (arreglándose parsimoniosamente la ropa).— Ese es el final de mi cuento. Lo corregí tres veces.

NILSON.— Tienes un sentido muy raro de lo que es el humor.

KENNEDY.— En eso estamos de acuerdo. (Consulta su reloj.) Pero, ¡bendito sea! Qué tarde se ha hecho… (MUDDIE le devuelve la carta.) No. Déjesela a Edgar. (EDGAR y VIRGINIA se disputan la lectura.) Debo irme. Buenas noches.

NILSON.— Yo también me voy.


Salen. MUDDIE los acompaña. Se oye aún la voz de KENNEDY; dice: «Espantoso, ¿verdad?». Y luego, la de NILSON: «Quiero hablarte, María».


ESCENA SÉPTIMA

EDGAR y VIRGINIA


Se disputan la carta, la esconden, se persiguen, etcétera. De pronto, ella se detiene. Llevándose el pañuelo a la boca trata de no toser, pero no puede evitarlo; se muerde los labios.


EDGAR.— ¡Sissy!

VIRGINIA.— No es nada. (Él la mira casi con espanto.) ¡No es nada, te digo! Es la excitación.

EDGAR.— Has tosido.

VIRGINIA.— Vean qué inteligente.

EDGAR (bruscamente).— No te burles. Has tosido…

VIRGINIA.— ¡Te digo que no es nada! Y no me mires así. Voy a pensar que soy un fenómeno de la naturaleza porque he tosido. Ni que hubiese ladrado.

EDGAR.— Eres tonta.

VIRGINIA.— Ven. (Toma sus manos. Camina hacia atrás y se sienta en uno de los sillones. EDGAR a sus pies, en el suelo.) Vamos a ver, cuéntame qué harás cuando tengas mucho dinero.

EDGAR (aún parece preocupado: pero se repone, dispuesto a proseguir el juego, como quien ahuyenta un mal pensamiento).— Compraré una casa. Una casa enorme, en una colina. Un castillo. A él iremos a vivir tú, nuestra madre y yo. Fundaré una revista. Además, compraré libros. Muchos libros. (VIRGINIA lo mira fijamente.) Y antes compraré un arpa, un arpa para ti. (Incómodo.) ¿Por qué me miras?

VIRGINIA.— Porque eres bueno. Sigue.

EDGAR.— Y compraré… No puedo seguir si me miras.

VIRGINIA.— Entonces, eres un gran mentiroso.

EDGAR.— No entiendo nada.

VIRGINIA.— Porque tú dices que, si yo no estoy cerca, no puedes inventar historias.

EDGAR.— Es distinto. Cuando escribo no veo tus ojos.

VIRGINIA.— Y qué tienen mis ojos.

EDGAR.— Son grandes. Enormes como los de la gacela de la tribu…

VIRGINIA.—… que vive en el valle de Nourjahad. Ya lo sé. Ese cuento se llama Ligeia. ¿No puedes inventar algo para mí?

EDGAR.— ¡Si los ojos de Ligeia son tus ojos!

VIRGINIA.— ¿Y cómo son mis ojos?

EDGAR.— Como dos grandes violetas transparentes. Son bellos.

VIRGINIA.— Tú lo dices en broma. Pero a mí me lo han dicho, y en serio.

EDGAR.— Qué bien. Y quién te lo ha dicho.

VIRGINIA.— Alguien.

EDGAR (con cierto recelo).— Tú no tienes ningún alguien.

VIRGINIA.—…«¿Quién eres tú, que así, envuelto en la noche, sorprendes de tal modo mis secretos?»


Esto lo ha dicho recitando. Poe, aceptando este nuevo juego, la imita.


EDGAR.— «No sé cómo decirte con un nombre quién soy. Mi nombre, santa adorada, me es odioso por ser para ti un enemigo…»

VIRGINIA.— «Todavía no han libado mis oídos cien palabras de esa lengua, y conozco ya el acento. ¿No eres tú Romeo, y Montesco?»

EDGAR.— «Ni uno ni otro, hermosa doncella, si los dos te desagradan.»

VIRGINIA.— «Y dime: ¿cómo has llegado hasta aquí, y para qué? Las tapias del jardín son altas y difíciles de escalar, y el sitio de muerte, considerando quién eres, si alguno de mis parientes te descubriera.»

EDGAR.— «Con ligeras alas de amor franqueé estos muros, pues no hay cerca de piedra capaz de atajar el amor; y lo que el amor puede hacer, aquello, el amor se atreve a intentar. Por lo tanto, tus parientes no me importan.»

VIRGINIA.— «¡Te asesinarán si te encuentran!»

EDGAR.— «¡Ay! Más peligro veo en tus ojos que en veinte espadas de ellos.» (Toma su mano.) «Mírame tan sólo con agrado…» (Ella lo mira y EDGAR se interrumpe. Pausa. Cambiando de tono.) Tú no tienes ningún alguien.

VIRGINIA (divertida).— ¡Así no sigue! Romeo le dice… (Pausa.) ¿Y por qué no puedo tenerlo? ¿Acaso soy fea?

EDGAR.— Al contrario. Eres muy bonita. Pero muy pequeña para… (Recapacita en lo que ha dicho.) Muy bonita. Oye, eres muy bonita. (Suelta su mano.)

VIRGINIA.— ¿Por qué me sueltas la mano?

EDGAR.— Por nada.

VIRGINIA.— Además, no soy tan pequeña. ¡Ahí tienes! Julieta se casó a mi edad. ¿Nunca has pensado que alguien puede enamorarse de mí y pedirme en matrimonio?

EDGAR.— ¡No! ¡Maldito sea…!

VIRGINIA.— ¡Eddie…!

EDGAR.— Oye, Sissy…

VIRGINIA.— Qué.

EDGAR.— Nada.

VIRGINIA.— Algo ibas a decir.

EDGAR.— Iba a decir que no te casaras nunca. (Vehemente.) No quiero que me dejes.

VIRGINIA.— Cuando corres detrás de las muchachas, alborotando toda la ciudad, no pareces tan desvalido.

EDGAR.—Virginia. (Le toma las manos.)

VIRGINIA (un poco retraída).— Sí…

EDGAR (con seriedad, sin mirarla; casi hoscamente).— ¿Quién es alguien?

VIRGINIA (volviendo a jugar).— Es un caballero. Quiero decir: todo un caballero. Joven. Hermoso. (Retira sus manos y comienza a hacer la descripción del propio EDGAR, quien no da señales de advertirlo; por el contrario, su rostro, que ella no ve, adquiere gradualmente una expresión de profundo terror.) No es muy alto: como tú. Nunca he visto otra frente tan amplia como la suya, ni una cabeza más noble. Siempre la lleva erguida. Su cabello es negro, negro como las alas del cuervo. Tiene unos increíbles ojos grises, penetrantes…

EDGAR (a media voz, roncamente).— Su nombre.

VIRGINIA.— William Wilson.


EDGAR se ha levantado de un salto. Toma a la aterrada VIRGINIA por los hombros y la hace poner de pie.


EDGAR.— ¡Mientes!

VIRGINIA.— ¡Eddie!

EDGAR (amenazante).— Di que mientes.

VIRGINIA.— Me haces daño… (Lo ha dicho simplemente, ya sin temor. EDGAR la suelta en el acto y, volviendo la espalda, se lleva una mano a la cara. Hay en la voz de VIRGINIA una suave tristeza: habla y lo mira como si hubiera crecido.) Eras tú, tonto. Eras tú. Lo leí entre tus papeles, y se te parecía tanto…

EDGAR (torturado; sin violencia).— Déjame solo. Déjame solo, por el amor de Dios.


VIRGINIA, al escuchar esto, pierde su valor; vuelve a ser una criatura. A punto de llorar, echa a correr por la escalera.


ESCENA OCTAVA

EDGAR, después MUDDIE


EDGAR (deja caer, sin fuerzas, lentamente, los brazos. Está casi frente a un espejo, pero no lo mira. Habla con voz opaca, y, por momentos, mueve los labios sin emitir sonido).— William Wilson… (Pausa. Lucha con todas sus facultades por mantener la cordura.) Es que… ¿ahora vendrás aunque yo no esté borracho…? Tus grises ojos, William Wilson. (Sin verse, se está mirando en el espejo. Habla con odio.) A Virginia no. ¡A ella sí que no…! (Ha reparado en su propia imagen. Claramente ahora, pregunta.) ¿William Wilson?


Ruido de puerta. Entra MUDDIE. POE, con gran esfuerzo, consigue controlarse. Se retira del espejo.


MUDDIE.— ¡Edgar!

EDGAR.— Tú, madrecita… No. No te asustes. (Ríe con nerviosidad.) Me pareció, ¿sabes?, me pareció que estaba a punto de descubrir algo, una cosa. No sé. Lo he olvidado. ¿Por qué me miras? Ya pasó. Fue como un mareo. (Larga pausa en la que EDGAR trata de evitar los ojos de MUDDIE.) ¿Y Nilson?

MUDDIE (sin contestar de inmediato, lo observa; al fin, parece más tranquila).— Se ha marchado. Escucha; pero antes, siéntate. (EDGAR obedece; el tono de MUDDIE le ha causado extrañeza.) Nilson quiere llevarse a Virginia.

EDGAR (nuevamente exaltado).— Pero, ¿qué dices?

MUDDIE.— Piensa llevársela por un tiempo. Piensa…

EDGAR.— ¡No!

MUDDIE.— Piensa que ella estará mejor…

EDGAR.— ¡No! (Con desconfianza.) Muddie, ¿qué me ocultas? ¡Muddie! ¿Es que Virginia…? ¡No! Virginia está perfectamente. Virginia nunca tuvo nada, ¿me oyes? (Llamando.) ¡Virginia!

MUDDIE.— ¡Edgar! pero, ¿qué tienes?

EDGAR (se ha puesto de pie).— ¡Virginia!

MUDDIE.— No se trata de su salud. Nilson cree…

EDGAR.— No me interesa.


VIRGINIA aparece en la escalera. EDGAR la mira como si de ello dependiera su vida.


MUDDIE.— Escucha…

EDGAR (sin apartar los ojos de la chica).— No me interesa. (Avanza hacia el centro de la sala; lentamente, estira su brazo. VIRGINIA, como hipnotizada por ese gesto, viene a su encuentro. La voz de EDGAR es terrible; la pregunta que hará, es, tal vez, un secreto desafío a la locura.) Sissy… ¿Hablabas de mí? ¿Me juras que hablabas de mí…? (Ella asiente. Sus ojos, fijos en los de POE, parecen responder: «Y de quién, si no». MuDDIE está de pie; EDGAR se vuelve hacia ella. Habla con voz perfectamente normal.) Madre: quiero que Virginia sea mi esposa.

TELÓN


SEGUNDO ACTO

FILADELFIA, 1843


Poe llega a Filadelfia en 1838. Richmond y Nueva York, antes, también lo habían visto llegar, tomar respiro y proseguir su égira desesperada, siempre acompañado por dos mujeres mágicas: una de ellas es su madre, o su tía, o su suegra; y la otra —nadie comprende bien esto—, su hermana pequeña, o su prima, o su novia. Ella asombrosamente explica ser la señora Poe, sonríe y tiene ojos color de violetas. Pero hay también un cuarto personaje, que, pertinaz, lo sigue a todas partes: la miseria. Entonces comienza el más memorable período de las letras americanas, porque Poe necesita comer, y escribe; a capotazos, como quien trata de ahuyentar lo irreparable: la tos de Sissy, ahí, tabique por medio. Virginia tiene ahora veintiún años. Apenas se diferencia de la muchacha que, en 1835, correteaba por la casa de Baltimore, sin embargo, se ha operado en ella un cambio fundamental, secreto: hay en su rostro cierta resignada serenidad, cierta grave belleza que oscuramente prefigura la muerte. Edgar ha cumplido treinta y cuatro años. Larga melena, pañuelo de tres vueltas alrededor del cuello, chaleco prendido en el primer botón, es, cada día que pasa, más exacto a sí mismo. Se halla en la plenitud de su fuerza creadora. Mientras tanto, como no tiene zapatos que ponerse, Muddie irá a golpear por él la puerta de las redacciones, y a Poe ya no le bastará ser el más grande escritor de su tiempo; de pronto no es nada más que un marido frustrado, un hombre que no puede mantener a su familia. Entonces pierde el ritmo. Él lo advierte, acaso, en algún temblor subrepticio de sus manos: se está volviendo loco. Muddie lo encontrará una noche, en los bosques de Jersey City, dialogando con los árboles. «Durante esos arranques de absoluta inconsciencia, yo bebía… sólo Dios sabe cuán a menudo o en qué medida. Corrientemente mis amigos atribuyen la locura a la bebida, más bien que la bebida a la locura». Hay que comer, hay que escribir. Es necesario emborracharse ferozmente, de un trago, y recuperar el tropezante equilibrio. Al otro día volverá a sentarse ante su escritorio de redactor. Gana un dólar diario.

ESCENARIO


Dividido en tres planos. Primero: INTERIOR DE LA CASA DE POE. Sobre el nivel del escenario, a la derecha. Apenas se diferencia, en atmósfera, del descripto en el primer acto, y, aunque menor que éste, será, tanto en tamaño como en moblaje, el más importante de los tres. Tiene dos puertas, una comunica con las demás dependencias de la casa, y, la otra, con el exterior. Una ventana grande con persiana y algún mueble cargado de libros, un sillón, algunas sillas, una pequeña mesa y un arpa, ésta en un lugar prominente, completan el pobre decorado.

Segundo: INTERIOR DE LA CASA BLANCA, en Washington. Un pasillo, con puertas de oficina a ambos lados, tres y tres. Emplazado al centro, atrás, se proyecta largamente hacia el fondo.

Tercero: EL CUARTO DE LIPPARD. Está ubicado al frente, sobre la izquierda. Muy escuetamente sugerido: una mesa, libros, un ventanuco sin vidrios, es cuanto se ve. Sobre la mesa, en el suelo, entre los libros, botellas de toda especie. Una de ellas hace las veces de candelabro. El cuarto, en general, da la idea de ser un cobertizo. Pertenece a una ruinosa covacha de las afueras de Filadelfia y sirve de guarida a bohemios y vagabundos. Al levantarse el telón, sólo está iluminado el cuarto de Lippard. En escena, GEORGES LIPPARD y RUFUS GRISWOLD. El primero, escritor de novelas negras, bebedor empedernido y gran amigo de Poe, es un tipo singular. De fogoso temperamento, su aspecto exterior, descuidado pero bello, es del más acabado romanticismo. Está ebrio desde hace varios días, conserva, sin embargo, su lucidez. RUFUS GRISWOLD, escritorzuelo de ínfima categoría, es un resentido sin talento. Exteriormente revela, aunque sin concesión al tipo folletinesco del malvado, sus bajas cualidades. Ex pastor dedicado a la literatura, aún conserva algo de clérigo: cierto aspecto jesuítico, villano. Es el Rufus Griswold que, nombrado por Poe su albacea testamentario, cometió contra su memoria lo que alguien llamaría «una infamia inmortal». Baudelaire, refiriéndose al discurso leído por aquél en la tumba de Poe, escribió: «¡No existe, pues, en América, una ley que prohíba a los perros la entrada en los cementerios!».

El cuarto permanecerá iluminado durante todo el acto. LIPPARD, siempre en escena. De tanto en tanto, sacará la vela que tapa la botella, y echará un formidable trago.


ESCENA PRIMERA

LIPPARD y GRISWOLD, después EDGAR


GRISWOLD.— Me marcho. Ya no vendrá.

LIPPARD.— Lo habrá detenido algún fantasma por el camino. O algún bandolero. Estos arrabales están llenos de ambas cosas.

GRISWOLD.— Yo tengo otra idea acerca de qué pudo haberlo detenido.

LIPPARD.— ¡Narices! ¿Tú también tienes ideas, Rufus Griswold? ¿Y qué ideas son ésas?

GRISWOLD.— Hay demasiadas tabernas en Filadelfia. Tú lo sabes. Lippard.— ¡Que si lo sé! Las conozco a todas. Las más bellas, las más sórdidas, y las mejor provistas tabernas del País de las Tabernas, ¡están en Filadelfia! (Secamente.) Eres un infame.

GRISWOLD.— Como quieras. Pero te digo que si continúa así, perderá su puesto en el Giaham. Un redactor borracho no es lo más indicado para una revista.

LIPPARD.— En cambio, tú, Rufus, sí eres el hombre indicado. ¡No lo niegues! Eso piensas. Te sobran motivos para odiarlo: el talento siempre es chocante.

GRISWOLD.— Su talento. Lo tiene, sí. Me apena que lo desperdicie en resolver problemas de criptografía. (Con sorna.) ¡Ha lanzado un desafío al mundo! ¡Se atreve a resolver cualquier frase en clave, en siete idiomas! «Lo que el genio humano cifra, puede ser resuelto por el genio humano.» Se siente un semidiós.

LIPPARD.— Eso apena, tienes razón. Apena que, siendo el mejor escritor del país, se queme la inteligencia jugando a los acertijos, para no morirse de hambre. También apena que, hasta la fecha, los haya resuelto a todos. Lo odias, dilo.

GRISWOLD.— Estás borracho. (Con intención.) Y tú no tienes excusas.

LIPPARD.— Es cierto: no las tengo. ¿Sabes?, cuando uno es sólo el Hombre de la Multitud, un mero animal de la especie, carne pura, entonces no tiene excusas. Como tú, como yo. Nosotros sólo tenemos biografía: nuestros actos son los que cuentan. Los Diez Mandamientos están hechos para ti y para mí… ¡Pero ellos! Cuando el día del Juicio se les pregunte: «Y ustedes, ¿qué han hecho?», ellos mostrarán la Capilla Medicea, o la Virgen de las Rocas. O un soneto. Y al Buen Dios ya no le importará cómo se han portado. Te contaré un secreto: prefiero ser Shakespeare —debiera ponerme de pie al nombrarlo, pero estoy demasiado borracho—, prefiero ser Shakespeare, y tener el esfínter roto, a ser virgen llamándome Georges Lippard.

GRISWOLD.— Sin duda estás borracho. Pero no me refería a esa clase de excusa, suponiendo que el genio sirva de excusa a la anormalidad.

LIPPARD.— El genio es, por sí mismo, una anormalidad.

GRISWOLD.— Yo no hablaba de su genio, sino de Virginia, su mujer. La enfermedad de ella es su excusa; se embriaga para olvidar que está tísica: eso, al menos, trata de hacer suponer… A propósito: cuántos años hace que se casaron.

LIPPARD.— Seis, me ha dicho.

GRISWOLD.— ¡Seis años…! Ahora me explico cómo, una mujer tan encantadora, pudo enamorarse de él. Sería impúber,

LIPPARD.— ¿Anduviste tú por sus algodones? Oye, Rufus: nunca te muerdas la lengua. Caerías muerto en el acto, envenenado. Pero tienes razón, también apena que haya encontrado una esposa como Virginia… ¡el eterno ideal de los poetas! Ni mujer, ni niña. Una ondina; una imaginería de amapolas. Una moribunda. Si no conociera el carácter de Edgar, me enamoraría de ella. (Saca la vela de la botella y echa un trago.) ¡Brindo por la belleza efímera!

GRISWOLD.— Tú brindarías por mí, pese a que me odias.

LIPPARD.— ¿Odiarte? No te lo mereces. Eres una consecuencia de la Democracia: un número triste. Te desprecio, apenas.

GRISWOLD.— Poe no opina lo mismo. (Despreocupadamente.) Me ha pedido que sea su albacea testamentario. (Ambiguo.) Deja su inmortalidad en mis manos. (Mira largamente a LIPPARD y sonríe.)

LIPPARD.— Tienes nombre de villano: Rufus.

GRISWOLD.— Debo irme. Dile a Poe que otro día me contará su «aventura» en Washington. (Ha recalcado con cierta malevolencia esto último. Ahora, extrañado, pregunta.) ¿No tenías un espejo aquí?

LIPPARD,— Lo tenía. (Divertido, señalando las botellas.) Vidrio por vidrio, prefiero éstas… Fue una sugerencia de Poe, Odia los espejos.

GRISWOLD — Es natural. Uno se ve en ellos.

LIPPARD.— «Non omnis moriar!», lo dijo Horacio. Tú tampoco morirás entero, lo digo yo. (El otro lo mira sorprendido.) A las víboras les sobrevive la piel.

GRISWOLD.— Ahórcate. (Sale.)

LIPPARD.— ¡Después que tú, Iscariote! Serías capaz de jurar sobre mi tumba que fui abstemio. (LIPPARD se queda solo. Destapa la botella y bebe un largo trago. Sonriendo, murmura.) Beber o no beber: ¡he ahí el dilema…!


Pausa. Entona, con destemplada y grave voz, alguna canción de escabrosa truculencia. Momentos después entra EDGAR. Está sobrio.


EDGAR.— ¡Salud!, deleznable temulento. Tus mugidos se escuchan desde el infierno.

LIPPARD.— ¿Cómo lo sabes?

EDGAR (sin énfasis).— Vengo de allá. (Se sienta.)

LIPPARD.— Ahora me explico tu tardanza.

EDGAR.— Las ratas, los asesinos y los borrachos que tropecé en la escalera no me dejaban llegar. ¿Cómo puedes vivir en esta casa?

LIPPARD.— Di más bien cómo puedo vivir.

EDGAR.— Lo sospecho. (Alza una botella.) ¿Cuántas semanas hace que estás en tan buena compañía?

LIPPARD.— Lo ignoro. De todos modos, no recuerdo haber estado sobrio nunca en mi vida. ¿Sabes?: tuve una madre tan borracha que mi primera orgía fue tomar la teta. Y tú, ¡Caballero de la Templanza!, ¿cuántos minutos llevas en ese vergonzoso estado de continencia?

EDGAR.— No volveré a beber.

LIPPARD.— Me asqueas. ¡Traicionas a nuestros antepasados! Embriagarse, para un anglosajón, es una cuestión racial. ¿Olvidas que somos el pueblo más alcohólico de la Tierra? Aquellos bárbaros, que ingerían calaveras de miel fermentada, te contemplan con lástima. (Pausa.) Menos mal que mientes.

EDGAR.— Es cierto: miento. (Bebe.) Pero, al menos, yo recuerdo cuándo empecé. Empecé el 20 de enero de 1842…


Se apaga la luz. Sólo queda LIPPARD, iluminado por la vela. Vuelve a encenderse en el cuarto de POE.


ESCENA SEGUNDA

EDGAR y MUDDIE: después VIRGINIA y dos DAMAS. Es de día.


EDGAR (entrando: viene de la calle).— ¡Virginia…! ¡Muddie…! ¡Seré aduanero…! ¡Tendré mi revista propia! ¡El Presidente de la República será mi mecenas!

MUDDIE (sale del interior).— ¿Qué estás diciendo?

EDGAR.— Escucha. Pero mejor, siéntate. ¡Siéntate, digo! ¿Sabes quién es el Presidente de la República?

MUDDIE.— JohnTyler. Pero…

EDGAR.— ¿Y sabes que su hijo se llama Robert? ¿Y que Robert Tyler admira a Edgar Poe? ¿Y que de esa admiración puede surgir un puesto de recaudador de aduanas y una revista que se llamará…?

MUDDIE (con leve tono de reproche).— Qué dices, hijo.

EDGAR.— Lo que oyes. Iré a la mismísima Casa Blanca. ¿Comprendes? ¡A la mismísima Casa Blanca! (MUDDIE sacude la cabeza, pero luego, a medida que POE atropelladamente habla, comienza a maravillarse.) El Presidente se ha interesado por mí. ¿No entiendes el milagro? ¡Oh, madre, madrecita! Tendré mi revista. Un tal Clarke invertirá sus dólares en ella: en Washington lo han dispuesto todo. (Llamando.) ¡Virginia…! Mientras tanto seré recaudador de aduanas. ¿Parece absurdo?: ¡es absurdo!, pero permite vivir y deja tiempo. ¡Escribiré, madre, escribiré hasta que mi nombre se estrelle contra el cielo! En Washington haré suscripciones, ¡cientos, miles de suscripciones: suscribiré a todos los ministros, a todos los escribientes, al edecán, a los secretarios, a la Primera Dama, a los porteros…!

MUDDIE.— ¡Jesús me ampare! Tu ropa. Es necesario preparar tu ropa… Ay, pero cómo no me has avisado con tiempo. No puedes ir vestido así. Habrá que recurrir… Pero, ¿a quién?

EDGAR.— Bueno… en realidad, no hay tanto apuro. En fin: no es, digamos, tan inmediato.

MUDDIE.— Edgar…

EDGAR.— Madre, madrecita: lo importante es que es cierto. Esta vez, sí, ¿entiendes? Podremos vivir en otra casa, donde haya luz, aire. (Llamando.) ¡Virginia…! No tendré que escribir más en una revista ajena, a capricho de un patrón imbécil. Nadie volverá a engordar con mi talento. ¡Recogeré a todos los poetas hambrientos de América, y les pagaré sus versos como nunca se imaginó nadie…!

MUDDIE (con ternura casi dolorida).— Eddie, Eddie…

EDGAR.— Esto no fracasará, Muddie. Esto no puede fracasar… Pero, ¿y Virginia?

MUDDIE.— Ha salido a dar su paseo; ya tendría que estar aquí. (Mira por la ventana.) Ahí la tienes.

EDGAR (acercándose).— Una de esas mujeres, ¿no es la señora Graham?

MUDDIE.— Sí.

EDGAR.— No me gusta que salga con ella.

MUDDIE.— Es la esposa de tu patrón, Edgar.

EDGAR.— Por eso. Virginia, vestida como una huérfana, y ese espantapájaros, con aires de gran dama. Y con mi dinero.

MUDDIE.— Eddie…

EDGAR.— Con mi dinero, sí. Con el dinero que gana su marido a mi costa. A costa de mi cerebro. ¡Resolver criptogramas! ¡Lapidar a cuanto poetastro y chupatintas anda suelto por allí! (Cambiando de tono.) Madre: tengo miedo.

MUDDIE.— No hables así. Eres el crítico más grande de los Estados Unidos: todo el mundo lo dice. Eres temido, eres respetado.

EDGAR (secamente).— Soy un pordiosero. ¿Hasta cuándo puede ser respetado un pordiosero? (Anhelante.) Yo no nací para esto. Yo quería ser poeta, madre.

MUDDIE.— Lo eres. El mejor de todos.

EDGAR (se rehace. Murmura amenazante).— Algún día…


Pausa. Entra VIRGINIA, cuya encantadora sencillez hace resaltar la serenidad que ahora tiene su belleza: con ella, las dos DAMAS; visten con extrema elegancia.


VIRGINIA (dirigiéndose derechamente a POE).— Ha sido un paseo maravilloso. Mira: las he juntado para ti.


Le da un ramito de violetas, acercando su frente a los labios de él.


SRA. GRAHAM.— Lo mimas demasiado. (A la otra DAMA, que está junto a MUDDIE.) ¿Quieres creerlo, Zenobia? Lo espera todos los días…

DAMA (amaneradísima).— ¡Con un ramillo…! ¡Es tan romántica la juventud! (Mientras la SRA. GRAHAM saluda a MUDDIE.) Ah, Míster Poe, Míster Poe… (Ríe con aturdimiento.) Siempre he pensado que los poetas, como los colibríes, debieran alimentarse con zumo de flores. (Con tono entre estúpido e intencionado.) Libando hoy aquí, mañana allá…

EDGAR.— ¡Bellísima imagen! (Con leve ironía.) Y, además, resultaría más barato que un buen guiso, ¿verdad, madre?

DAMA.— ¡Bromista!

MUDDIE (sonríe forzadamente).— Pero, tomen asiento. Deben estar fatigadas.

EDGAR (a VIRGINIA).— ¿Y tú? (Ella hace un gesto negativo.)

DAMA.— ¿Lo ves? (Con afectado reproche.) Nadie pensaría que ese dulce palomillo es el nocturno búho de los aterradores cuentos.

SRA. GRAHAM.— Mi esposo me ha dicho que su último relato, Míster Poe, es aún más impresionante que los anteriores.

EDGAR.— Debe serlo, sí. Me ha aumentado medio dólar.

MUDDIE.— Edgar… Virginia y yo, digo, prepararemos algo para las señoras. (Con intención.) Mientras tanto, ¿quieres tú ser cortés con ellas…? Ven, hija. (MUDDIE y VIRGINIA salen. Pausa.)

DAMA.— Desfallezco de un deseo, Míster Poe.

EDGAR.— Diga usted, señora.

DAMA.— Quisiera saber cómo pudo ocurrírsele a usted esa escena de Arthur Gordon Pym.

EDGAR.— La de antropofagia.

DAMA.— ¡Qué horror! Sí.

EDGAR.— Pues, verá… (Larga pausa. El tono de POE será deliberadamente escalofriante. Se está burlando de ellas.) Fue una noche de hace diez años, tal vez, algo más. Yo era cadete en West Point. Era una noche helada, tenebrosa, de tormenta. Una noche especial. En nuestro cuarto, el 28 del Cuartel Sud, la botella de ginebra estaba vacía; se hizo una cuestión de honor salir a buscar otra, para lo cual, y como ocurre en Gordon Pym, propuse tirar la suerte de las pajitas… Éramos cuatro. La suerte recayó sobre mi compañero de habitación… con él salí, al toque de retreta, llevando —aún lo recuerdo— mi última manta. Pasados los límites del cuartel, nos separamos; él siguió solo: yo me quedé a la espera, merodeando por las inmediaciones, bajo la llovizna… No sé por qué, acaso un presentimiento, pero aquella noche el camino se me antojó más áspero, más sombrío que nunca… Cuando mi amigo regresó de la cantina —el dueño era un viejo extraño, (Benny se llamaba)—, cuando regresó, digo, trayendo la botella, traía además las ropas ensangrentadas y algo, algo horrible, sanguinolento, colgado de su mano. Algo como una cabeza. (Pausa. Las DAMAS han hecho un gesto.) Corrí a mi cuarto y fingí enfrascarme en la lectura de un libro. Él llegó después. Venía bamboleante, desencajado… (Dramático.) Y yo lo sabía. Lo sabía todo.

DAMAs.— ¿Qué es lo que sabía?

EDGAR.— Lo que había sucedido. No obstante, pregunté: «¡Dios mío!, ¿qué es lo que ha sucedido?». Y él, en medio del horror de todos, gritaba furiosamente: «El viejo… ¡El viejo!». Pero no se refería a Benny: hablaba —y yo lo sabía— del viejo… Perdonen que omita su nombre.

DAMA.— ¡Siga usted, por favor!

EDGAR.— «¿Qué hay con el viejo?», pregunté. Él me respondió: «¡Que ya no volverá a interponerse en mi camino!». Y, al decirlo, sacó de entre sus ropas un largo cuchillo. «Lo maté».

DAMAs.— ¡Oh!

EDGAR.— «¡Disparates!», alcancé a murmurar. Y él, ¡ah!, yo sabía su respuesta, gritó: «Imaginaba que no me creerían: por eso he traído su cabeza. Aquí está.» Y la arrojó sobre la única vela que había en el cuarto. (Silencio. Las DAMAS están petrificadas.) Cuando volvimos a encender la luz, uno de nuestros compañeros se había tirado por la ventana; el otro parecía muerto en vida. (Despreocupadamente.) Después, y de ahí surgió la escena de Gordon Pym, nos comimos la cabeza del viejo.

DAMA (cubriéndose la boca).— ¡Ah!

SRA. GRAHAM.— Pero… ¡oh…!


EDGAR las mira, inexpresivo. No agrega una palabra: se tiene la incómoda impresión de que no ha hablado nunca. Las mujeres al fin parecen resucitar. Inquietas risitas, sofocaciones, aleteos de pañuelos o abanicos.


SRA. GRAHAM.— Aún siento escalofríos.

DAMA.— ¡Qué hombre, Dios mío! Se diría que una casi siente placer al escucharlo.

EDGAR.— Es placer. (Con tono muy equívoco.) El placer que toda mujer siente al liberar sus demonios.

SRA. GRAHAM.— ¡Dice usted cada cosa!

DAMA.— Parece un diablillo que quisiera perdernos.

EDGAR.— Todos llevamos dentro un diablillo. Usted, y usted… El diablillo de lo perverso. Lo que usted llamó escalofrío no es otra cosa que la caricia del diablillo: nuestra perversidad, a flor de piel. Un duende corcovado, que nos obliga a escuchar lo que nos turba, y a hacer lo que no debiéramos. Las mujeres saben bien eso.

SRA. GRAHAM (evidentemente confusa).— ¿Lo escuchas, Zenobia?

DAMA (mirándolo bobamente).— Se me eriza la piel.

EDGAR.— El terror que eriza la piel, ya lo he dicho, es como un contacto sutil… con lo prohibido. Con lo impensable. (Toma las manos de ambas mujeres, que no se resisten. Sensualmente.) El contacto con unos dedos fríos, comprometedores. La urgente revelación de eso que permanecía sumergido en nuestras almas. (Con sequedad.) El presentimiento de la muerte.


Suelta sus manos. Pausa azorada de las DAMAS, al cabo de la cual entran VIRGINIA y MUDDIE. Ésta trae una pequeña bandeja con un juego de té. Todo vuelve a ser normal. Las DAMAS sonríen, algo desconcertadas aún.


VIRGINIA.— Madre me ha contado que irás…

EDGAR.— Después hablaremos de eso. (Con ternura.) Tú y yo, solos.

MUDDIE (a la SRA. GRAHAM).—¿Mucho té? (Inocentemente.) Su esposo ha aumentado el tiraje de la revista, ¿no es verdad?

SRA. GRAHAM.— Sí. Dice que, de seguir así, llegará a cincuenta mil ejemplares.

MUDDIE.— Cuando mi Eddie empezó en ella —¿más azúcar?— eran muchos menos, ¿no?

SRA. GRAHAM.— Está bien, gracias. ¡Oh, sí! Muchos menos.

EDGAR.— Yo te informaré, madre. (Leyendo un periódico que ha sacado de entre unos papeles.) «Los editores de ninguna revista, sea en América o en Europa, se sentaron a fin de año a contemplar el progreso de su labor con más satisfacción que nosotros ahora.» (La SRA. GRAHAM asiente con la cabeza, halagada.) «Nunca periódico alguno presenció el mismo aumento. Etcétera.»

SRA. GRAHAM.— Con justicia le digo que es obra suya.

EDGAR.— El artículo, también; lo redacté yo.

MUDDIE (sirviendo a la DAMA y luego de mirar con reconvención a EDGAR).— Pienso en su esposo; digo, en caso de que todo siga marchando bien…

SRA. GRAHAM.— Hablaré con él, no se preocupe. (Sonríe.) Claro que usted sabe, hay tanto gasto. El diagramado, las colaboraciones…

EDGAR.— Tiene razón, madre. (Siempre en tono casual, informativo.) Drake y Halleck, que en paz descansen, han escrito los versos más estúpidos de nuestro idioma. Sin embargo, Virginia podría vestirse con lo que cuesta uno de sus libros. (A las DAMAS). Y yo conozco un autor vivo al que no se le puede pagar lo que merece. ¿Saben ustedes por qué? Porque tiene demasiado talento. Eso le han dicho, al menos. Su estilo, sus ideas, están por encima de lo que se puede permitir una revista leída por norteamericanos.

DAMA.— ¡Qué horror!

SRA. GRAHAM.— ¿Lo conoce mi marido?

EDGAR.— Lo ve todos los días. Soy yo.

DAMA (mientras MUDDIE y la SRA. GRAHAM parecen un tanto azoradas).— Siempre ocurre así. Mire usted que Nathaniel Hawthorne… (De pronto.) ¡Usted! (Se cubre la boca.)

EDGAR (jocoso).— Pero tendré estatua, no se preocupen. Hawthorne también. La estatua es el sueldo atrasado que la Humanidad paga al genio.


Todos ríen, aliviados.


VIRGINIA (tomando la tetera de manos de MUDDIE. Dispuesta a servir a POE).— ¿Quieres?


EDGAR, con disimulo, levanta la tapa, y viendo que el té no alcanza, sonríe.


EDGAR.— No. Sírvete… Yo seguiré el consejo de Madame Zenobia.

DAMA.— ¿Mi consejo?

EDGAR.— Me comeré las violetas de Virginia.

DAMA.— Se burla de mí, diablejo… Pero lo perdono. Con una condición: quisiera que la pequeña cantase algo. Sé que lo hace divinamente.

EDGAR (repentinamente molesto).— Si no está muy fatigada… ¿Quieres, Sissy?

VIRGINIA.— Si tú lo deseas…

SRA. GRAHAM.— ¡Claro que lo desea, queridita! Y tocarás el arpa también. ¿Verdad? (A la DAMA). Se acompaña como un ángel.

VIRGINIA.— Edgar me ha enseñado.


VIRGINIA se levanta y va hacia el arpa tomada de la mano de POE.


MUDDIE.— No saben ustedes cuántas noches en vela ha pasado mi Eddie para poder comprarla… Pobrecitos hijos míos.

DAMA — ¡Qué románticos! (Suspira.) Aún parecen novios.


Una breve introducción de arpa, que recuerda el murmullo del agua, y VIRGINIA canta: su voz es pequeña pero dulce, y notablemente expresiva. EDGAR, sentado a sus pies, la escucha con expresión sombría.


VIRGINIA.—

La niña fue por el agua,

aire y alhelí sus labios.

Salió a buscar lunas frías

que se han perdido en el lago.


Príncipe Hamlet de sombra:

¿qué buscas, llora, llorando?

A la niña que cantaba,

cisne de espuma y de nardo.


Entre guirnaldas de orquídeas

dicen, ay, que la encontraron.

Dormía bajo la Luna

un sueño de algas sin pájaros.

De pronto, al llegar a una nota aguda, la voz de VIRGINIA se quiebra y, ante la alarma de todos, se lleva un pañuelo a los labios. Mira aterrada a EDGAR, quien, poniéndose de pie, la toma por la cintura mientras ella trata de ocultar su rostro. MUDDIE está junto a ellos. Las DAMAS, que también se han levantado, son detenidas por un gesto —o tal vez una mirada— de POE. MUDDIE sale de la habitación llevándose a VIRGINIA. EDGAR, tenso, se queda apoyado largo rato con las manos en los marcos de la puerta, mirando hacia el lugar por el que acaban de salir, como si estuviera por echar a correr detrás de ellas. Las DAMAS, a su espalda, se miran consternadas, sin atinar a moverse. EDGAR se vuelve lentamente; su rostro tiene la dureza inexpresiva de una máscara.


SRA. GRAHAM.— ¿Ocurre algo?

EDGAR.— No. Nada importante. (Se desplaza con movimientos medidos, lerdos; su calma es exasperante. Va hacia un mueble, toma una botella y sirve un vaso. Lo hace con naturalidad, sin violencia. Aún no bebe. Habla con voz normal.) Por la prosperidad del Graham. Por que puedan ustedes sentarse, cada año, a contemplar satisfechos el progreso.

SRA. GRAHAM.— Míster Poe…

EDGAR.— Mientras yo me siento a redactar artículos, diariamente, por un dólar y medio cada día. (Alza la mano suavemente, como para no ser interrumpido. Luego, con la punta de los dedos, toma una de las cintas del traje de la SRA. GRAHAM. El ademán es casi delicado.) ¡Hermoso vestido! Mi madre y mi mujer cosen sus propias ropas, y también ropas ajenas. (A la otra DAMA). Usted lo dijo: «siempre ocurre así». (Bebe con tranquilidad.) Ahora tendrán que marcharse. Ya hemos narrado historias, hemos cantado, y ahora tendrán que marcharse. (A media voz.) Fuera de aquí.

SRA. GRAHAM.— Míster Poe… Pero, ¿qué ocurre?

EDGAR.— Nada. Una hemoptisis. Nada del otro mundo: mi mujer se ha vuelto tuberculosa.

DAMA.— ¡Oh! Habrá que buscar un médico. (EDGAR la mira con ferocidad.)

EDGAR.— ¡Fuera de aquí, mamarracho! ¡A los enfermos de esta casa no puede Curarlos un médico! Aquí se muere uno de miseria.

Se apaga la luz. Sólo queda LIPPARD, apenas alumbrado por su vela; cuando el cuarto se ilumina totalmente. POE está junto a él, como al principio.


ESCENA TERCERA

EDGAR y LIPPARD


LIPPARD.— «¡Fuera de aquí, mamarracho!» Eso estuvo bueno, ¿sabes? (El gesto de POE es torvo, y ahora, también, el tono de LIPPARD.) Y ella, ¿cómo sigue?

EDGAR.— Muriéndose. (Pausa. Bebe largamente. Cambiando con brusquedad de tono.) ¿Y el maldito Fray Medardo?

LIPPARD.— ¿Griswold? Acaba de bajar al mismo sitio de donde vienes. Se ha ido al infierno. (Pausa.) Oye: ¿es cierto que has pensado hacerlo tu albacea…? (EDGAR asiente.) ¡Estás loco! ¡Te odia!

EDGAR.— Justamente. Él me hará justicia. Dirá: fue un miserable. (Violento.) Un hombre que no puede mantener a su familia, ¿sabes?, es un miserable.

LIPPARD.— Cuéntame de Washington.

EDGAR.— Un miserable degenerado que se emborracha como un cerdo mientras su mujer se muere. (Con extravío.) ¿Crees en augurios?

LIPPARD.— Háblame de la Casa Blanca.

EDGAR.— ¿Crees o no crees?

LIPPARD.— Verás. Cuando sueño con whisky, sí.

EDGAR.— Yo sueño con cuervos. Un cuervo, de ojos centelleantes y alas majestuosas.

LIPPARD.— ¡Mátalo a botellazos! (Bebe.) ¡No hay criatura, con plumas o sin ellas, que resista eso! (Le pasa la botella.) Y vamos, cuenta cómo te las arreglaste en Washington. Cómo es la democrática jeta de nuestro presidente.

EDGAR.— No la vi.

LIPPARD.— Malo, malo. Cuando ataca a la vista…

EDGAR.— No es eso. No llegué a hablar con él. Antes hubo una recepción, ¿comprendes? (Pausa.) Dow, un tal Dow, fue el encargado de hacerme los honores. Le decían: Dow «el bullanguero».

LIPPARD.— Un tipo como quien dice apropiado, ¿eh? ¡Cuáquero, sin duda…! Debiste haberme llevado contigo. Dow el bullanguero… ¡Ja!

EDGAR.— Me forzaron a beber oporto. Yo no quería, lo juro. Meses y meses cuidándome, y me forzaron a beber oporto. Después, no sé. Estuve a punto de batirme a duelo con los fantásticos mostachos de un caballero español. Y alguien tuvo una idea: para reanimarme, me dieron a beber ron.

LIPPARD.— Envidio tus amistades.

EDGAR.— Al día siguiente anduve merodeando por la Casa Blanca.

LIPPARD.— Con la capa vuelta del revés.

EDGAR.— ¿Cómo lo sabes?

LIPPARD (mientras la luz decrece).— Ya casi es célebre.


LIPPARD, siempre visible a la claridad de la vela, queda solo. Comienza a iluminarse el pasillo de la Casa Blanca.


ESCENA CUARTA

EDGAR; después El escribiente y El cadete


POE, algo tambaleante pero con gran dignidad, viene avanzando desde el fondo de pasillo. Trae bastón y una enorme carpeta bajo el brazo. Los escribientes que, a cada llamado de POE, salen de las oficinas ubicadas tres y tres, a ambos lados de la galería, son idénticos; es decir, el mismo. Visten camisa rayada; la manga, sujeta con una liga, y almohadillas en el codo; son calvos e insignificantes. EDGAR, cautamente, llama a la primera puerta del fondo, a la izquierda.


ESCRIBIENTE.— Buenos días.

EDGAR.— Buenos días, caballero. Soy Edgar Poe, de Filadelfia. Se trata de una revista, la suscripción a una revista literaria. Colaborarán en ella…

ESCRIBIENTE.— Por escrito, en papel oficio sellado.


Cierra la puerta. EDGAR se encoge de hombros; llega a la segunda oficina y golpea, menos cautamente que la vez anterior.


ESCRIBIENTE.— Buenos días.

EDGAR.— Edgar Allan Poe. Buenos días. He sido director de diversas publicaciones literarias, y al presente redacto el Graham Magazine de Filadelfia. El caso es que estoy buscando suscripciones para una futura revista. El profesor Lowell, Nathaniel Hawthorne…

ESCRIBIENTE.— Por escrito, en papel oficio sellado.


Cierra la puerta. POE, frunciendo el entrecejo, se queda mirándola. Amaga volver a golpear, pero se dirige a la tercera oficina. Resueltamente, llama.


ESCRIBIENTE.— Buenos días.

EDGAR.— Soy Edgar Allan Poe Arnold, nieto del general David Poe, que combatió junto a Lafayette por la independencia de los Estados Unidos.

ESCRIBIENTE.— Para pensiones a militares retirados debe dirigirse al segundo piso. Allí le informarán. (Cierra la puerta.)

EDGAR (a la puerta cerrada).— ¡Y he venido a Washington a entrevistarme con el Presidente para conseguir un puesto de recaudador de aduanas!


Diagonalmente cruza la galería y se detiene ante la primera oficina de la otra pared, al fondo de la escena. Golpea violentamente.


ESCRIBIENTE.— Buenos días.

EDGAR.— Escucha, cretino; soy el cuentista más grande de los Estados Unidos, y quiero tener una revista propia. Y no me digas que necesito un papel sellado, porque te ahorco.

ESCRIBIENTE.— No sé de qué me habla, señor.

EDGAR.— Hablo de mí. ¿Sabes quién soy?

ESCRIBIENTE.— Creo haber oído…

EDGAR.— El más grande cuentista de los Estados Unidos. ¡Del mundo! Pero necesito comer. En mi casa todos necesitan comer.

ESCRIBIENTE.— Lo siento; sin embargo…

EDGAR.— ¿Debo dirigirme al segundo piso? ¿O al sótano? ¿O al cielo? ¿Hay que pedirle audiencia a Tyler? ¿O a Dios? ¿Quién distribuye la ración en este cochino planeta? ¿Cómo hay que hacer para llegar a recaudador de aduanas, siquiera?

ESCRIBIENTE.— Para asuntos aduaneros, el trámite…


Poe, plantándole la mano en la cabeza, lo empuja hacia adentro, y él mismo cierra la puerta. Se para en mitad del pasillo, deja la carpeta en el suelo y da vuelta del revés su capa. Saca del bolsillo trasero de su pantalón una botella y bebe. Golpea la otra puerta.


ESCRIBIENTE.— Buenos… (Se interrumpe al advertir el estado del poeta.)

EDGAR (con calma).— Presumiblemente desciendo del abominable Benedict Arnold, el más tenebroso traidor a la patria; el que en 1780 entregó la fortaleza de West Point a los ingleses. De todos modos, el Presidente de los Estados Unidos me ha prometido una entrevista. Mientras tanto, y por hacer algo, he pensado suscribirte a una revista literaria que no existe, que nunca existió, que no existirá jamás. ¿Qué me cuentas?

ESCRIBIENTE.— Yo creo, mister…

EDGAR.— ¡Mister Cristo! Tú crees que Mister Cristo está borracho, ¿verdad? Pero no, ¡está loco! ¿No estás viendo que llevo puesta la capa del revés? ¿No sientes mi mirada de maniático? (Confidente.) Todos estamos locos.

ESCRIBIENTE.— Debo prevenirle, caballero…

EDGAR.— ¡Prevenirme! ¿Prevenirme qué? ¿Que aún no se ha abierto el Registro de los Locos? Pues bien. Yo vengo a la Casa Blanca a inaugurar la locura. Anota: Edgar El Mesías; profesión: aprendiz de milagrero; estado: loco. (Reflexionando.) Hay muchas maneras, ¿sabes?, muchas maneras de ser Cristo… (El ESCRIBIENTE, espantado, cierra la puerta. EDGAR grita.) ¡Hay muchas maneras de ser Cristo!


Se detiene, indeciso, ante la última oficina; parece dispuesto a golpear, luego renuncia. Cuando está a punto de marcharse, la puerta se abre sola. Sale del interior un joven cadete de escribanía. Casi un niño, se diferencia notablemente de los anteriores: apenas puede dar crédito a sus ojos maravillados. Se miran un instante.


CADETE.— ¿Usted no es…? ¡Pero, claro que es usted! ¡He visto su retrato en los periódicos!

EDGAR (desconfiado).— ¿Dices que me conoces?

CADETE.— ¡Cómo no conocerlo! He leído todos sus cuentos. Usted es… ¡usted es admirable!

EDGAR (agresivo).— Nómbrame.

CADETE.— Poe, Edgar Poe.

EDGAR.— Y me conoces…

CADETE.— ¡Quién no conoce a Edgar Poe! Sé todas sus anécdotas… aquella vez que adivinó cómo terminaría la novela que Dickens no había acabado de escribir… ¿Es cierto que él le preguntó si usted tenía tratos con el Diablo?

EDGAR.— Es cierto.

CADETE.— ¿Y el crimen de María Roger? Ése también lo descubrió usted. Dicen que la verdad era igual a la que Dupin adivinó en su cuento. Y el jugador de ajedrez de Maelzel.

EDGAR.— Y el viaje a la Luna…

CADETE.— ¡Y el Escarabajo de Oro!

EDGAR.— Y aquél del hombre perseguido…

EDGAR (con extraña sequedad).— Ése no.

CADETE.— Sí, y que una noche se encuentra con el otro, con el perseguidor.

EDGAR.— ¡No se encuentra!

CADETE.— Se encuentra, y lo mata. Y recién entonces comprende.

EDGAR (interrumpiéndolo).— William Wilson.

CADETE.— ¡Ése! Después que lo leí no podía dormir. ¡Y El Gato Negro! ¿Cómo hace para que todo parezca tan real?

EDGAR.—A veces… miento.

CADETE.— ¡Y sus poemas! Nunca leí nada igual.

EDGAR.— Mis poemas. ¿También conoces mis poemas?

CADETE.— Los aprendo de memoria. Yo… yo escribo versos. (Apresuradamente.) Son muy torpes, claro. Pero algún día… ¿Sabe?, yo quiero ser como usted: un gran poeta.

EDGAR.— Más grande… ¡Escucha…! Fundaré una revista. Una hermosa revista. (Con ansiedad.) Quieres… ¿quieres enterarte? (Abre nerviosamente la carpeta.)

CADETE.— Oh, sí…

EDGAR.— ¡Escucha! (Al decir esto, POE se ha puesto de espalda, como si buscara la luz. Comienza a leer; su voz, pese a lo impersonal del texto, o tal vez por eso, es de un desgarrado patetismo: voz de hombre que, fracasado, sueña el más hermoso sueño de su vida. Miente, lo sabe, pero se justifica ante un semejante. Lee pausadamente.) «En el primer número, el director iniciará la publicación de una obra en la que ha estado trabajando toda su vida… Todas las ramas de las Bellas Artes, y el teatro, y la crítica, tendrán cabida en ella…» (Leyendo, el bastón colgado de su brazo y la carpeta abierta, avanza hacia el fondo de la galería. Su figura es casi chaplinesca. La luz comienza a decrecer.) «Ya se han hecho los arreglos convenientes en nuestro país y en el mundo entero…»


Ha llegado al extremo del pasillo y la escena —salvo por la vela de LIPPARD— está a oscuras. Su voz sigue oyéndose. A medida que el cuarto de LIPPARD se ilumina, POE entra en él, no trae la carpeta ni el bastón, pero hay «continuidad» entre ambas escenas —una especie de coda musical—: es como si, realmente, volviese de la Casa Blanca.


Voz de EDGAR y luego EDGAR.— «… el Presidente de la República, destacados hombres públicos, nos ha prometido su apoyo. En todas las materias está asegurada la colaboración más efectiva… (ha llegado a la mesa; sentándose, dice las últimas palabras)… el más grande ilustrador de Filadelfia…»


Deja caer la cabeza sobre los brazos. Solloza. Larga pausa.


ESCENA QUINTA

LIPPARD y EDGAR


LIPPARD.— ¡Nada más bello que un poeta en la miseria! Menesteroso que sueñas, ¡brinda conmigo! (Pausa.) No. El aguardiente te pone trágico. No sirve para ti. Oye… yo conozco algo. (Se da vuelta en su silla y busca entre los libros. EDGAR sigue en la misma actitud. LIPPARD apoya ahora los codos sobre la mesa; aprieta algo en un puño, la otra mano, extendida, sostiene un pequeña tableta del tamaño de una nuez, haschich. Sus movimientos son casi los de un prestidigitador.)… ¡El antiguo secreto de los Escitas…! (Sopla sobre la tableta y mira hacia arriba, como quien sigue las evoluciones del humo.) ¡El vapor alucinante…! Bangie se llama, pero también se llama Teriaki. Y se llama sueño. Los árabes felices lo nombran a media voz: Madjud, y significa Imposible. Híncale el diente y verás: tiene el sabor dulzón del almizcle, pero es el alma venenosa del cáñamo florido… ¡Mira! El misterio.

EDGAR (levantando a medias la cabeza, hace un gesto de rechazo despreciativo).— Es poco. Eso yo puedo hacerlo solo.

LIPPARD (sonríe. Acerca su mano al rostro de POE, como tentándolo, y luego la cierra de improviso; abre lentamente el otro puño: sobre la palma hay un diminuto frasquito de opio).— ¿Y esto? El zumo enloquecedor de las adormideras verdes, ¡el espíritu de las rojas amapolas! Y se parece a una botella. ¡Mira! Pero no entorpece la razón como el aguardiente. Es la pequeña botella del naufragio, portadora de todos los mensajes… (Mirando a través de ella.) El caleidoscopio de todos los prodigios. ¡Bebe! Y sentirás cómo te crecen las alas que escondes bajo el pellejo…

EDGAR.— ¿Alas?

LIPPARD.— Y te remontarás lejos, por encima de los tabacales y los presidentes, las aduanas y los escritorios de redacción; los collares de las damas bobas y los pañuelos ensangrentados de las moribundas.

EDGAR.— Calla…

LIPPARD.— ¡Bebe!

EDGAR.— ¿Y después?

LIPPARD.— La abyección, la locura, y la muerte.


EDGAR se ha puesto de pie; al aceptar el opio, su mano y la de LIPPARD quedan juntas un instante, estrechadas, como sellando un pacto. Después, tambaleante, se marcha. LIPPARD queda solo. Canturrea en voz baja, destapa una vez más el improvisado candelabro y bebe largamente. La vela se ha apagado.

TELÓN


IN TABERNA

BALTIMORE, 1849


La parábola trágica de Poe, comenzada 22 años antes en Richmond, ha terminado. El Cuervo, publicado en 1845 (y por el que recibió cinco dólares), le ha hecho conocer un excitante más enloquecedor que el opio: la celebridad en vida. Pero, como el de las drogas, su efecto fue corto y brutal. Dos años después muere Virginia; el capote militar de Poe y su gran gata de angora —Catherine— fueron las únicas cobijas de la moribunda. A partir de este momento, Poe se identifica con los personajes culpables y torturados de sus historias. Se embriagará a muerte, con láudano, pero no podrá olvidar que, según cree, ha matado a Sissy. María Clemm es la única que consigue calmar los feroces arrebatos del poeta. En ese estado acaba su vertiginoso poema cosmogónico, Eureka dicta alguna conferencia (ante auditorios que no lo escuchan, pues esperan que recite El Cuervo), escribe todavía unos versos memorables o se atraganta de opio, para matarse. El 30 de junio de 1849 ve por última vez a Muddie. Después —nadie sabe cómo— llega a Filadelfia. Entra corriendo en la redacción de una revista; asegura que quieren asesinarlo, más tarde cuenta que un fantasma, en el que reconoció a Virginia, impidió que lo matasen. Escribe a Muddie: «… Sólo nos resta morir juntos. De nada sirve ahora razonar conmigo, debo morir. Desde que completé Eureka no tengo deseo alguno de vivir. Nada más puedo hacer. Sería hermoso vivir por usted, pero debemos morir juntos. Para mí usted ha sido todo, todo…». Es el fin. Sus últimos días se precipitan en un frenético apuro por morirse. Como si quisiera acabar prolijamente su autodestrucción, sella el trato con Griswold: él lo representará ante la posteridad. Deja dos poemas, For Annie —dedicado a una de las tantas mujeres que dijo amar, y, acaso, a la única que quiso realmente después de la muerte de su esposa—, y su evocación inmortal de Virginia: la balada de Annabel Lee. El 27 de septiembre, en perfecto estado de sobriedad, abandona Richmond, ciudad a la que había llegado como quien cierra un ciclo. Seis días después —se ignora qué pasó en ellos—, aparece en Baltimore. Es el 2 de octubre de 1849. Hay elecciones. Sujetos de la más baja estofa recorren la ciudad emborrachando a cuanto miserable sirva para emitir un voto.

ESCENARIO


El mismo de la primera taberna. Un gran espejo del tamaño de un hombre es lo único que lo diferencia de aquélla. El TABERNERO, dormitando tras el mostrador, es también el mismo. Junto al espejo, un CABALLERO DE NEGRO. Estos dos personajes serán nada más que una vaga presencia. Durante todo el acto permanecerán inmóviles y en segundo plano, cuando la luz caiga sobre la taberna, ellos seguirán en penumbras. En escena, EDGAR, el MARINERO y el RUFIÁN.

Al levantarse el telón, el escenario está casi a oscuras. No se ve la taberna; no estamos quizá, en ella. La luz de una lámpara cae cenital sobre la figura de POE, quien, sentado, recita la última estancia de El Cuervo: sólo se lo ve a él. Por un momento, la escena tiene algo de intemporal y una casi religiosa gravedad; de algún modo, debería poder sugerir que esto no ocurre ahora, ya ocurrió, y está como ligado a la última escena del acto anterior. La ilusión dura un instante. De inmediato, en una mesa cercana, aparecen el MARINERO y el RUFIÁN, y, al iluminarse del todo el escenario, se advierten las viejas ropas de EDGAR y su miserable estado físico. No ha envejecido, pero tiene cuarenta años. Es igual al POE de la primera taberna, al de la casa de MUDDIE, al que pactó con LIPPARD, y al mismo tiempo ya ni siquiera es POE. Apenas quedan jirones de su antigua nobleza, sólo su frente erguida, algún momentáneo relámpago de orgullo. El que aparece ahora, es, exactamente, un hombre que ha escrito esta carta: «He llegado aquí con dos dólares, de los cuales le envío uno. Por Dios, madre, ¿volveremos a encontrarnos? Si le es posible, venga. Mis ropas se hallan en estado miserable, y yo me siento tan mal… Escríbame, madrecita… No lo olvide. Que Dios la bendiga siempre».


ESCENA PRIMERA

EDGAR, — después el MARINERO y el RUFIÁN. Aparte, en segundo plano: el TABERNERO y un CABALLERO DE NEGRO


EDGAR.—

Dijo el Cuervo: nunca más.

Y aún el Cuervo, inmóvil, calla:

quieto se halla, mudo se halla

en mi puerta, junto al mármol

donde Palas, blanca, está.

Y en sus ojos, torvo abismo,

sueña, sueña el Diablo mismo

y su negra sombra tiembla

sobre el suelo, fantasmal,

y mi alma de esa sombra,

negra sombra, siempre sombra,

¡no ha de alzarse, nunca más!

La luz, lentamente, ha ido creciendo hasta ser normal en el centro de la escena. El Marinero cambia con el Rufián una mirada de profundo tedio. Su voz es destemplada y chocante.


MARINERO.— Los muchachos prefieren canciones de otro estilo. (Reanimándose.) ¡Vamos…! No sabes esa que dice (canta):

Mi pequeña Kattie,

soy tu marinero;

te arriaré los trapos

como a mi velero…

Ríe a carcajadas.


RUFIÁN.— ¿Qué modales son esos? (A EDGAR, que permanece en actitud hosca y extraviada.) Créemelo: eso vale. Te lo digo yo… A ver, patrón: ¡whisky para el poeta…! Arrímate, bardo. (EDGAR lo mira.) ¡Que te arrimes, hombre!


EDGAR, sin levantarse, acerca su silla. Observa con fijeza al Marinero; luego, habla abruptamente.


EDGAR.— A ti no te ha gustado, ¿verdad…? Te lo agradezco.


El RUFIÁN se ríe, divertido.


MARINERO (al RUFIÁN, con resentimiento).— Apostaría a que tampoco entendiste ni media palabra. ¡Un cuervo que habla! (A EDGAR). ¿Y has dicho que «eso» le gustaba a la gente?

EDGAR (sin énfasis).— ¿Quieres creerlo?: acabas de escuchar el poema más bello de la lengua inglesa.

RUFIÁN (con un guiño).— ¿Oíste?

MARINERO.— ¡Esto hay que celebrarlo! (Se levanta y va hacia el mostrador, donde el TABERNERO, en penumbras, permanece impasible. Regresa con la botella.) A ése no hay graznido que lo despierte. (Se sienta.) ¡A tu salud!

EDGAR.— Hasta él tuvo que reconocerlo. (Respondiendo a la tácita pregunta de los otros.) Griswold.

RUFIÁN.— ¿Griswold?

MARINERO.— Yo conocí un Griswold, en Providence… Era dueño de una cadena de prostíbulos. Un día se enamoró de la mismísima Santa Inés; entonces quiso regenerarse, lo vendió todo y se hizo más puritano que el reverendo Mather. Pobre tipo. Murió el año pasado: Santa Inés le contagió una sífilis. (Ríe.)

RUFIÁN.— Discúlpalo. Es un cerdo.

EDGAR.— El Griswold que yo digo, también es un cerdo. Pero está vivo… (Con repentino extravío, sonriendo.) Lo nombré mi albacea. (Hoscamente.) Es de la gavilla.

RUFIÁN.— ¿De la gavilla?

EDGAR.— ¡Chist…! La gavilla que me persigue. (Temeroso.) Tú no eres de la gavilla, ¿verdad? (Los otros se miran furtivamente, con sorna. EDGAR, olvidando su propia pregunta, continúa.) ¡Ellos me acosan!, pero los he despistado. (Confidente.) Acabo de afeitarme el bigote… (Sonríe.)

MARINERO — ¡Por mi madre que eres astuto…! Y dime, tu chica, Leonora…

EDGAR.— ¿Leonora?

MARINERO.— La del verso, hombre.

EDGAR.— No se llamaba Leonora: se llamaba Virginia.


El MARINERO hace un gesto.


RUFIÁN.— Cosas de poetas. Tú no entiendes.

MARINERO.— Ah… Y cómo era ella, ¿eh? (Codeando a POE). Cuenta.

EDGAR.— Tan hermosa que tu sucia imaginación no lo entendería. (Secamente.) Yo la maté.

MARINERO (después de una azorada pausa).— ¡Mierda! Así que… (Al RUFIÁN.) ¿Oíste? Igual que Wilkie. (A EDGAR.) Willcie McCarthy: encontró a su dama acostada con otro, y la limpió. El gato alcanzó a escabullirse por la ventana, ¡desnudo! (Ríe.) Pero se encontraron en el mismo calabozo: el otro estaba preso por andar en cueros, corriendo por la calle… Terminaron siendo los mejores amigos del mundo. Wilkie dice: si cada cornudo matara a su mujer, acabaríamos con la inmunda especie humana en menos de un siglo… ¡Y fíjate que es cierto! Wilkie…

EDGAR (interrumpiéndolo, pero sin ira).— Quieres cerrar esa maloliente cloaca…

RUFIÁN.— Eso, cállate. El caballero parece nervioso. (A EDGAR, que permanece fuera del juego.) A ver, cuéntame: ¿cómo la sacaste?

MARINERO.— A Wilkie le salió barata. (Señalando al RUFIÁN.) Gracias a él, ¿sabes?, tiene amigos influyentes, arriba. Veinte años a la sombra; uno detrás del otro. ¿Y tú?

EDGAR (con amargo sarcasmo).— Yo soy el Condenado Vitalicio. Cadena perpetua; siempre a la sombra.

MARINERO.— ¿Andas prófugo?

RUFIÁN.— Eso es serio.

EDGAR.— ¿Prófugo? ¡Prófugo, dices! Todos somos prófugos: los prófugos de la luz. Aquí no sirven tus amigos del gobierno. Dios nos ha condenado. (Violento.) ¿Entiendes? No entiendes.


Ellos se miran sin comprender; el MARINERO se encoge de hombros.


MARINERO.— Al menos explícanos por qué la mataste.

EDGAR.— ¿No te lo he dicho?: era hermosa. Todo lo que es hermoso debe morir pronto; de lo contrario, envejece. La vejez es horrible, pero no hay nada tan espantoso como la vejez de lo que fue bello. Por eso la maté.

MARINERO.— Dices que…

EDGAR.— ¡No, imbécil! ¡Se murió tísica: se murió de pobreza, de hambre y de frío (al RUFIÁN), se murió porque tus amigos, los de la Casa Blanca, no quieren recaudadores de aduana borrachos! (Agotado por el estallido: tomándolo de las manos.) Escucha: yo no quería beber… Meses y meses cuidándome, y me obligaron… (Alucinadamente.) Eran los de la gavilla. Me ataron a un palo y me daban ron. Y se reían. Entonces ella se murió. (Pausa.) De vergüenza.


Ruidos fuera. Entran el Político y dos Obreros de la construcción.



ESCENA SEGUNDA

Los mismos, el POLÍTICO y dos OBREROS


POLÍTICO (ampuloso).— ¡Salud en la Democracia a todo el mundo! (El Marinero y el Rufián se han puesto de pie, olvidándose de Edgar, que con la cabeza apoyada en los brazos ha quedado solo en la mesa. Servilmente rodean al Político, saludan a los Obreros, etcétera) ¡A ver, patrón! ¡Whisky para estos ciudadanos! ¡La Nación corre con los gastos! (El Marinero y los Obreros van hacia el mostrador; allí se quedan bebiendo. El Rufián y el Político se sientan aparte.) ¿Y?, ¿cómo marcha eso?

RUFIÁN.— Todo en orden, senador.

POLÍTICO.— Futuro senador. Y con los votos de toda la gente, mañana. No lo olvides.


Siguen hablando en voz baja. El OBRERO 1, desde el mostrador, señala a EDGAR.


OBRERO 1.— ¿Y ése? (El MARINERO hace un gesto: «Es un chiflado».) ¡Eh, muchacho!, ¡resucita, que ha llegado el Gremio de la Construcción!

OBRERO 2.— ¡Paso al Progreso, camarada! (Se acerca.) Camina, a dormir la mona a un banco de la plaza.

EDGAR (levantando la cabeza).— Te equivocas. No estoy borracho.

OBRERO 1.— Pídele disculpas, el señor es un caballero: sólo está ebrio. (Risas.)

EDGAR.— También te equivocas. No soy un caballero.

OBRERO 2.— Eres una dama, entonces. (Acercándose.) ¿Viaja de incógnito, madam? (Se apoya en la mesa y mira amenazante a EDGAR, que responde con igual gesto. Pausa. Al MARINERO, que siempre permanecerá en la semipenumbra del mostrador.) Oye: dile a tu amigo, el de la melena, quiénes somos.

OBRERO 1.— Somos los Obreros de la Construcción. Eso somos.

OBRERO 2.— El senador dijo: «los hombres que harán este país». Eso dijo.

EDGAR.— Yo también fui de tu gremio.

OBRERO 1 (sentándose).— ¿Tú?

OBRERO 2 (ídem).— ¿Con ese esqueleto?

EDGAR.— Todos los hombres pueden llegar a ser Obreros de la Construcción.

OBRERO 1.— ¿Y a qué Sindicato perteneces?

EDGAR.— Al mismo de ustedes (ellos se miran, extrañados); al de los miserables borrachos que festejan su condenación en las tabernas.

OBRERO 2.— ¡Mira que…!

POLÍTICO (desde la otra mesa).— ¿Qué pasa ahí, muchachos? Vamos, vamos: nada de líos esta noche.

OBRERO 1.— Acá hay uno que tiene la lengua áspera.

OBRERO 2.— Es un espía. O un anarquista. Eso es.

POLÍTICO (mirando preocupado a EDGAR).— ¿Eres de ésos…? No. No lo eres. ¿Cómo te llamas?

EDGAR (sin énfasis).— Jesucristo. ¿Y tú?

OBRERO 2.— ¡Eh!, ¡no faltes el respeto!

POLÍTICO (parece turbado; pero se rehace de inmediato).— Déjalo que me tutee: la Democracia, es la Democracia. Beban. ¡Bebamos todos! (Pausa. Con tono tribunicio.) ¡Y qué importa cómo se llame! Ha pasado la época de los nombres; ahora sólo cuenta la Nación. (Se pone de pie. Mientras habla, el rostro de POE, que sonreía irónico, irá transfigurándose hasta adquirir una expresión de espantada perplejidad.) El año pasado, México tuvo que entregarnos California, junto con Nuevo México y Arizona: ¿es una casualidad que en California estén los yacimientos de oro más ricos del Continente? No. Es el cumplimiento irrevocable de aquella profecía de Jefferson: ¡el Destino Manifiesto de la patria! Ya somos —¡ya lo somos!— una única persona, múltiple, democrática, anónima: Norteamérica. ¿Y quién es Norteamérica? (Pausa.) Todos. (A EDGAR.) Nadie. ¡Qué importan los nombres! (Enfático.) ¡Han quedado disueltos, como gotas pequeñas, en la ola colosal de la Democracia!

TODOS (menos EDGAR).— ¡Bravo! Así se habla. ¡Viva el senador de Baltimore! ¡Vivan los americanos sin nombre!


Aplausos, etc. El POLÍTICO vuelve a sentarse junto al RUFIÁN.


MARINERO (acercándose).— Qué tal. Ése habla mejor que tu cuervo, ¿eh? (Se sienta.) ¡Eh!, baja de la Luna, compañero.

EDGAR.— Eso que ha dicho; eso que ha dicho de los nombres, ¿lo has oído? (A los OBREROS.) Ustedes, ¿lo han oído? (Ellos se miran, estupefactos. Pausa. EDGAR bebe largamente. Sonríe ahora.) ¿La Luna? Has hablado de la Luna. Escúchame… ustedes también. Oigan.


Sigue hablando en voz baja.


POLÍTICO.— ¿Quién dijiste que es?

RUFIÁN.— Uno que está listo. Llegó a Baltimore hace tres días; desde entonces, vive a láudano. Parece que lo trastornó la muerte de la mujer, y de la madre, una tal Muddie. (Divertido.) ¡Hoy lo hemos hecho recitar! (Imitando la grave voz de POE.) «¡Never-more!»

POLÍTICO.— ¿Crees que podrá ir al comicio?

RUFIÁN.— Descuide, patrón. Mañana, Baltimore también cumplirá su Destino Manifiesto.

POLÍTICO.— Si Dios quiere, si Dios quiere.


Risas en la otra mesa.


MARINERO.— Eh, señor senador: oiga esto.

OBRERO 1.— ¡Nos está contando cómo se puede ir a la Luna!

POLÍTICO (al RUFIÁN).— Esto no me gusta. (Cambiando de tono.) ¿Y para qué quieres ir a la Luna?

EDGAR (sin ironía, torvamente).— Para fundar una revista literaria. (Risas.)

POLÍTICO.— ¡Gran idea! ¡Gran idea! (Al RUFIÁN.) Al de la Luna, mejor le quitas los documentos; alguno votará por él. (Poniéndose de pie, dispuesto a marcharse.) También iremos a la Luna, algún día.

EDGAR (mirándolo con despectiva insolencia; sin disimular su sarcasmo).— Te creo, sí. A clausurar mi revista.

OBRERO 2.— A ver si te callas.

RUFIÁN.— ¿Sabes con quién estás hablando?

EDGAR.— Y él, ¿lo sabe? (Se ha puesto de pie, arrogante, enfrenta al POLÍTICO. Repentinamente, su rostro se demuda.) ¡Ahora entiendo…! Eres de la gavilla. Querían saber mi nombre; querían emborracharme para que te lo dijera.

POLÍTICO (al RUFIÁN).— No quiero escándalos. A los muchachos te los llevas en seguida.


Los otros, entre divertidos y asustados, han ido poniéndose de pie; el POLÍTICO va hacia la puerta. Allí lo detiene la voz de POE.


EDGAR.— ¡Ahora entiendo! Tú eres el buen Thomas, y el honesto tío Nilson, y los estúpidos empleados de la Casa Blanca, y el infame Griswold… ¡Eres muchedumbre! El Hombre de la Muchedumbre.


A una señal del RUFIÁN, lo sujetan.


POLÍTICO.— Sin lastimarlo. (Al Rufián.) Sólo los documentos.


(Sale.)


EDGAR.— ¡Te reconozco bajo este nuevo disfraz! ¡Hombre de la Multitud! ¡Vuelve! Conmigo no podrás: yo soy único.


Los Obreros, regocijados, sujetándolo por los hombros, lo obligan a sentarse.


ESCENA TERCERA

Los mismos, menos el Político


RUFIÁN.— Cálmate.

EDGAR.— Yo soy único.

RUFIÁN.— De acuerdo, pero cálmate.

EDGAR.— Se han confabulado para asesinarme… ¡Suéltenme!

RUFIÁN.— Nadie te causará el menor daño. Somos gentes de paz.

EDGAR.— Mientes.

RUFIÁN.— Es la verdad, suéltenlo. (Ellos obedecen; el RUFIÁN se sienta y le alcanza un vaso de whisky.) Toma, bébetelo. Y ustedes, muchachos, a seguir la fiesta.


Los otros tres, riendo, van hacia el mostrador. EDGAR, desconfiado al principio, se ha tranquilizado después de beber.


EDGAR.— Lo desenmascaré a tiempo. (Ríe.) ¿Viste cómo huyó?

RUFIÁN.— ¿Desde cuándo te persiguen?

EDGAR (nuevamente desconfiado).— ¿Tú eres mi amigo? (El otro asiente; EDGAR prosigue en voz baja.) Desde pequeño. Me despertaba a plena noche, sintiendo una mano helada sobre la cara. Eran ellos. Ahora han vuelto. (Con odio.) William Wilson los envía. Siempre sabe dónde encontrarme… Volvieron cuando murió Virginia. (Alucinado.) ¡Al principio era terrible! Llegaban furtivos, hasta mi cama, dando brincos… Muddie tenía que tomarme de la mano, para que yo pudiera dormir, como a los niños. (Cambiando de tono.) El miedo nos vuelve niños. Por eso yo les enseñé a los hombres a tener miedo. (En secreto.) Para que se vuelvan niños. (De pronto.) Muddie también ha muerto.

RUFIÁN.— Y ella, ¿no veía a los de la gavilla?

EDGAR (extrañado).— Tienes razón: ella no los veía. (Pausa.) Si ella estuviera conmigo, tampoco yo los vería. Oye, ¿no sabes dónde puedo encontrarla?

RUFIÁN.— Dices que ha muerto.

EDGAR.— ¿Dije eso? Es extraño; por momentos, todo se confunde. (Violento.) ¿Y te he dicho también que lo mataré algún día?

RUFIÁN.— A quién.

EDGAR.— A William Wilson.

RUFIÁN.— Te meterán en la cárcel.

EDGAR.— Tú no entiendes… (Confidente.) Nadie podrá encontrarme después… Ni la gavilla, ni los gendarmes. Yo estuve preso una vez: en Moyamensing. (Con extravío.) Virginia vino; se acercó al parapeto, vestida de blanco. De no haber oído lo que ella dijo, hubiera sido mi fin.

RUFIÁN.— Tengo una idea: dame tus documentos.

EDGAR (sobresaltado).— ¿Para qué los quieres…? No.

RUFIÁN.— Sé razonable, hombre. Si te hallan los documentos encima, te reconocerán. (Pausa.) Y te matarán.

EDGAR.— Eres un gran tipo. (Le da los documentos.) Toma.

RUFIÁN (los guarda sin mirarlos. En voz alta).— ¡A ver, muchachos, el último brindis por la Democracia!

MARINERO.— ¡Viva la gran Democracia Norteamericana!

OBREROs.— ¡Viva!


Beben, se acercan: ya están completamente borrachos.


MARINERO.— ¡Viva el poeta nacional!


Dando vivas, rodean a EDGAR.


OBRERO 1.— Pero, entonces, éste es Francis Scot Kay, el autor del Himno. (Destempladamente, comienzan a cantar el Himno.)

RUFIÁN.— Bueno, bueno. Ya es bastante. Ahora tenemos que marcharnos. (A EDGAR.) Tú puedes quedarte. Bebe cuanto quieras.

EDGAR (asustado).— Me dejarás solo…

MARINERO.— Que antes termine de contar su viaje a la Luna.

OBRERO 2.— ¡Eso, que lo cuente!

OBRERO 1.— ¿Cómo dijiste que se llamará la revista?

EDGAR.— Nunca lo dije. (Bebe.)

RUFIÁN.— ¿Y por qué irás a editarla a la Luna?

EDGAR.— Porque es imposible.

OBRERO 1.— ¡Un brindis por el Caballero de la Luna!

OBRERO 2.— ¡Y otro por tu revista!

MARINERO.— ¡Y el último por Santa Rita, patrona de lo imposible!


Brindan y beben con grandes carcajadas; el RUFIÁN los llama con un gesto: «Ya basta, muchachos; vamos». Se alejan, riendo, hacia la salida.


EDGAR.— No quiero quedarme solo. (Tambaleante, se levanta y corre detrás de ellos.) ¡Llévenme! (Tomando al Rufián de sus ropas.) Estar solo es como estar muerto.

RUFIÁN (con un guiño).— Llévenlo a dar un paseo. (Sale.)


ESCENA CUARTA

Los mismos, menos el RUFIÁN

OBRERO 2.— ¿Juras que quieres venir a dar una vuelta con nosotros?

EDGAR.— Te lo juro. No me dejen.

MARINERO (acercándose por detrás, lo toma del brazo, de tal modo que ambos quedan mirando hacia direcciones opuestas; luego, mientras habla casi cantando, le hará dar un giro completo. Al soltarlo, hacen lo propio, alternativamente, cada uno de los OBREROS. El grotesco baile tiene algo de diabólico ritual).— A dar una vuelta, entonces. ¡Vamos! ¡Arriba esas piernas! Ritmo, muchacho, ritmo que no bailas solo. (Lo suelta.)

OBRERO 1 (girando con EDGAR).— ¡Eso, que no bailas solo! ¡No hay que perder el paso! ¡Hay que bailar a compás!

MARINERO.— Dijo el Cuervo: ¡nunca más!


El Obrero 1 suelta a Poe.


OBRERO 2 (girando).— Rápido, camarada. ¡Síguenos!

OBRERO 1.— ¡Él no puede! ¡Él es único!

OBRERO 2 (siempre girando).— ¡Abre bien las alas, entonces, que te dejamos en la Luna!


Lo deja libre, de golpe; EDGAR da una torpe voltereta, y, mientras ellos salen riendo a carcajadas, cae pesadamente al suelo. Larga pausa. La luz va extendiéndose por la escena, salvo en el plano donde aún permanece, inmóvil, el CABALLERO DE NEGRO. El TABERNERO ha levantado ahora la cabeza.


ESCENA QUINTA

EDGAR y el TABERNERO


EDGAR (después de una larga transición. Habla desde el suelo, sin reparar aún en el TABERNERO).— ¿Qué es esto…? ¿La Luna? (Ríe.) ¡También en la Luna hay tabernas…! Si lo supiera Lippard. (Pausa. Trata de levantarse, pero no lo consigue. Ha advertido la presencia del TABERNERO. Se miran fijamente.) ¿Tú…? (Con violencia.) ¿Qué haces tú en la Luna?

TABERNERO (su voz es profunda e impersonal).— No estamos en la Luna. Estamos en Baltimore. Y, que yo sepa, no te has movido de aquí en todo el día.

EDGAR (siempre desde el suelo).— No estamos en la Luna… Da lo mismo. (Cambiando abruptamente de tono.) En todo el día, has dicho. ¡En toda la vida! No me he movido de aquí en toda la vida. (Ríe.) ¿Sabes…? He descubierto que todas las tabernas del mundo son iguales. Son la misma. (Seriamente.) Y tú también eres el mismo… debe ser un símbolo, ¿entiendes?

TABERNERO.— Entiendo.

EDGAR.— Esto también es un símbolo. (A carcajadas.) ¡Me han tirado a la basura! (Agresivo.) ¿Has visto muchos como yo?

TABERNERO.— Siempre era el mismo.

EDGAR.— ¡Mientes! Yo no me parezco a nadie.

TABERNERO.— ¿Quién eres?

EDGAR.— A ti puedo decírtelo. (Intenta ponerse de pie, sin lograrlo.) Creo que estoy borracho. Muy borracho. Aquella noche también lo estaba. (Con brusquedad.) ¿Te acuerdas?

TABERNERO.— No.

EDGAR.— Aquella noche, cuando prometí ser el poeta más grande de los Estados Unidos. (Se incorpora, desafiante.) Aquí me tienes.

TABERNERO.— No sé de qué hablas.

EDGAR.— ¡Sí lo sabes! Fue en este mismo tugurio… Tugurio infecto; eso dijeron. O infame tugurio. Una noche de hace veinte años. (Titubea.) ¿O fue en Richmond…? (Súbitamente aterrado, se aparta del mostrador.) ¡Echa a esos inmundos bichos! (El TABERNERO lo mira impasible.) ¿Quieres hacerme creer que no los ves? Mira… allí, entre las botellas… (El TABERNERO, lentamente, se da vuelta. Pausa.) Se han ido. Tenían los ojitos rojos y brillantes.

TABERNERO.— Estás enfermo.

EDGAR.— Sí. Tengo una fiebre extraña: se llama vida. (Violentamente.) Mátame, tabernero.

TABERNERO.— No.

EDGAR.— Temes a los gendarmes. (Pausa.) Yo estuve en la cárcel, hace poco. En Moyamensing. Junto a las murallas había un caldero… donde ardían espíritus. Un gendarme me preguntó: «¿Quieres tomar una copa?». Pero Virginia me había prevenido que no lo hiciera; de aceptar… «¡Bebe!», me susurraban, y trajeron a Muddie, mi madre, para torturarme y estrujar mi corazón… «¡Bebe!», y le amputaban los pies, y luego las piernas hasta las rodillas… «¡Bebe!», sus muslos, sus caderas… (Cubriéndose la cara.) ¡Basta!

TABERNERO.— Estás loco.

EDGAR.— Loco… (Reflexiona.) Loco, has dicho. Alguien dijo una vez: la abyección, la locura…

TABERNERO.— Y la muerte.

EDGAR.— ¿Cómo lo sabes…? ¡De nuevo tus ratas! ¡Échalas! (Pausa; ya no las ve. De pronto.) ¡Ahora comprendo! Tú no eres el tabernero. (Pausa.) Tú eres Dios.

TABERNERO.— ¿Lo crees?

EDGAR.— ¡Escucha! Si fueras Dios… ¿me perdonarías?


El TABERNERO ha llenado un vaso. Luego, con gesto que tal vez recuerda vagamente el de poner algo en el platillo de una balanza, lo apoya sobre el mostrador junto a POE. Se miran con fijeza.


TABERNERO.— Toma.

EDGAR (después de una brevísima pausa; como aceptando, pasivamente, sin defenderse, una decisión adversa e irrevocable. Habla con melancólico sarcasmo).— El poema más bello de la lengua inglesa. Eso dijeron… ¡Fuera, inmundo! (Con irritación, ha hecho ademán de apartar algo molesto de su rostro: un ademán rápido, mecánico, como pensando en otra cosa.) Browning, en Londres, se aterró al escucharlo; esta carta lo dice… ¿Sabes?, hubo quien debió sacar de su estudio un busto de Palas (ríe a media voz, con infantil picardía): al atardecer, no podía soportarlo. (Con orgullo.) He horrorizado al mundo. (Cambiando de tono.) Toma, lee esta carta…

TABERNERO.— No.

EDGAR (receloso).— No me crees. Piensas que miento, ¿verdad? Pues, mira. (Saca de sus bolsillos recortes de periódicos que va poniendo sobre el mostrador.) ¡Este soy yo! ¡Y éste! En Richmond, y en Lowell, y en Filadelfia. En el Liceo de Boston…, en la Sociedad Histórica de Nueva York… ¡Edgar Poe! ¡Lee!

TABERNERO.— Tú tampoco tienes nombre ahora. El senador lo dijo.

EDGAR.— ¡No!

TABERNERO.— Ya nadie tiene nombre.

EDGAR.— Entonces… me han engañado. ¡No! Yo soy… (Se interrumpe; señala hacia la puerta de la taberna, por la que acaba de pasar la silueta de un hombre.) ¡Rufus Griswold…! Mira, ahí va uno que dará testimonio de mí. (Tambaleante, va hacia la salida; allí se detiene. Recuperando de pronto su serena arrogancia, mira al Tabernero con naturalidad.) Me odia; pero él sabe quién soy. Me odia por mi grandeza. (Llamando, con repentina desesperación.) ¡Griswold…! (Sale.)


ESCENA SEXTA

Largo silencio. El TABERNERO sonríe, luego ríe por lo bajo, largamente; su risa es grave, impersonal, tan equívoca como su voz, como él mismo. El CABALLERO DE NEGRO, siempre de espaldas junto al espejo, sigue inmóvil; su figura, ahora, se percibe con mayor nitidez. La risa del TABERNERO se apaga gradualmente. Acaso, sólo fue la carcajada estúpida, y sin alegría, de un borracho. Entra EDGAR, derrotado; ha perdido totalmente el juicio.


EDGAR.— No era Griswold. (Riendo.) ¡Ni siquiera Griswold…! Era mi amigo, el que me invitó a su mesa… (Extiende la mano.) Me ha dado un dólar. «Bébetelo y déjame en paz», dijo… La Democracia acaba de indemnizar al poeta grande de los Estados Unidos. Me han robado el nombre, pero me dieron una bella moneda de oro. Brilla, es hermosa… (Sin miedo, con asco, hace un gesto, como de espantar algo.) Fuera, bicharraco repugnante… Su fulgor los atrae. (Llamando.) ¡Virginia! Nos han regalado un sol pequeñito. ¿Lo quieres? No lo quieres; es demasiado pequeñito… Escucha, tabernero, tengo una hermosa moneda dorada (con desprecio): te compro el mundo. ¡Fuera, bichos…! O no…; suéltalos. Deja en libertad a tus animales. (Agachándose.) Ven, ratita, ven… ¡Huele…! (Arroja el dólar lejos, hacia el público.) Mira, Virginia, mira. Ratas, cientos de ratas, miles de ratas. ¡Mira cómo la persiguen! Todas las ratas del mundo, detrás de una moneda. Se muerden, mira, se despedazan. ¡Eso! ¡Así! Hinqúense el diente. ¡Bravo! (Con horror.) ¡Échalas, tabernero, se devoran vivas! (Con súbita calma.) Déjalas. (Ríe en voz baja. Larga pausa.) Sólo ha quedado el dólar, intacto, sin dueño. (Se acerca a la mesa del CABALLERO DE NEGRO.) ¿Entiendes? Es mi última historia de horror. La última fábula de Edgar Poe… (Con brutalidad.) ¡A ti te hablo! (El otro parece no oír, EDGAR, lentamente, tiende la mano sobre él, y tomándolo por el hombro, lo hace dar vuelta. El rostro del hombre es idéntico al de Poe. Éste, con un alarido de triunfo, exclama): ¡William Wilson! (Ambos están ahora de pie, enfrentados. Durante un brevísimo instante, parecen desafiarse. EDGAR, buscando tras de sí, amenazante, una botella, se da vuelta y tantea entre las mesas. El otro, con lentitud, abandona la taberna. EDGAR no lo advierte. Ha quedado solo, frente al espejo. Blandiendo la botella, la arroja contra el cristal y grita): ¡Puedo volar, William Wilson!

TELÓN