18/12/14

Schiller Friedrich. INTRIGA y AMOR.


INTRIGA y AMOR.
Schiller Friedrich.


DRAMA EN CINCO ACTOS

 PERSONAJES
 WALTER, Presidente del Consejo en la corte de un
 Príncipe alemán. FERNANDO, su hijo, Coronel o
 Mayor.
 KALB, Mariscal de la corte.
 LADY MILFORD, favorita del Príncipe.
 WURM, Secretario particular del Presidente.
 MILLER, músico de la ciudad, en algunas
 poblaciones, kunstpfeffer. Su esposa.
 LUISA, hija de ambos.
 SOFÍA, doncella de lady Milford.
 Un ayuda de cámara del Príncipe.
 Otros personajes secundarios.



 ACTO PRIMERO
 ESCENA PRIMERA
 Aposento en casa del músico. Miller deja su silla, y pone su
 violoncello a un lado. Su esposa, ligeramente vestida, toma
 café en una mesa.
 MILLER (Paseándose inquieto.)- ¡Dígolo por
 última vez! El asunto se pone serio. Ya murmuran
 del Barón y de mi hija. Nos desacreditarán. Llegará a
 oídos del Presidente, y, en fin, para acabar, negaré la
 entrada en mi casa a ese caballerete.
 SU MUJER.- Y tú lo has atraído a tu casa... ni
 has tirado tu hija a su cabeza.
 MILLER.- Ni lo he atraído aquí... ni le he tirado
 mi hija a su cabeza. ¿Quién lo sabe?... Yo era el amo
 de mi casa. Yo debía cuidar más de mi hija. Yo debía
 haber rechazado las impertinencias del Coronel... o
 ponerlo todo en conocimiento de S. E. el señor
 papá. El joven Barón hubiera salido del paso a costa
 de una reprimenda, y no que ahora descargará la
 tempestad sobre el músico.
 SU MUJER (Bebiendo su taza lentamente.)
 ¡Pura broma! ¡Hablar por hablar! ¿Que ha de
 descargar sobre ti? ¿Quién te tendrá ojeriza? Tú
 ejerces tu profesión, y enseñas a tus discípulos,
 cuando los hay.
 MILLER.- Pero dime, ¿cuál será el resultado
 final de este trato?... Casarse con ella no puede... No
 hay, pues, que hablar de casamiento, y de otra cosa
 ¡líbrenos Dios!... Mira cuando uno de esos señores
 va y viene de aquí para allá, cuando ha ideado algo,
 que el diablo sabrá, agrádales, como buenos
 gastrónomos, paladear el agua de sabrosa fuente.
 ¡Ten cuidado! ¡Ten cuidado! aunque tuvieras cien
 ojos y oyeses crecer la hierba, te seducirá a la mu-
 chacha en tus mismas barbas, la dejará algún
 recuerdo, y desaparecerá, y su deshonra durará
 mientras viva; y ella puede ya sentarse a descansar, o
 proseguir la carrera empezada, si le ha tomado
 afición. (Llevándose las manos a la frente.)
 ¡Jesucristo!
 SU MUJER.- ¡Dios nos conserve en su santa
 gracia!
 MILLER.- Conservémonos nosotros. ¿Cuál
 podrá ser la intención de ese caballerete?... La
 muchacha es bonita... esbelta... y pequeño su pie. En
 cuanto a sus cualidades morales, ¡sean las que
 fueren! Poca importancia se les da, en lo general,
 tratándose de mujeres, si Dios, en su bondad, ha
 cuidado de dispensarles otros dones... Llega a este
 capítulo mi joven conquistador... ¡ah, entonces! la
 claridad te alumbra de improviso, como a mi
 Rodwey cuando olfatea algún francés, y suelta todas
 las velas, y le da caza, y... yo no lo culpo por eso. El
 hombre, al fin, es hombre. Yo debo saberlo.
 SU MUJER.- Si tú leyeses los lindos billetes que
 ese señor escribe a tu hija... ¡Santo Dios! Se ve tan
 claro como la luz del mediodía cuánto le preocupa la
 pureza de su alma angelical.
 MILLER.- Esa es la verdad. Se sacude el saco, y
 no se piensa en el asno. Quien intenta besar una
 boca amada, se dirige antes al buen corazón. Yo
 mismo ¿qué he hecho? Si se llega a lograr que las
 almas se unan, ¡oh! entonces siguen su ejemplo los
 cuerpos; los criados imitan a sus amos, y la plateada
 luna es al cabo el único intermediario.
 SU MUJER.- Pero mira antes los libros
 soberbios, que el Coronel ha enviado a casa.
 Siempre ora en ellos tu hija.
 MILLER. (Silbando.)- ¡Quita allá! ¿Que ora? Tú
 te chanceas. Los groseros manjares de la naturaleza
 son demasiado duros para el estómago delicado de
 su gracia... Ha de cocerlos antes en la cocina
 pestilencial y endiablada, en donde se condimentan
 las frases ingeniosas. ¡Al fuego esas majaderías! Dios
 sabe lo que saca de ellas la muchacha... puras
 fantasmagorías que encienden como cantáridas su
 sangre, llevándose la escasa dosis de religión cristiana
 que con harto trabajo le ha propinado su padre. ¡Al
 fuego, pues, repito! La muchacha se llena la cabeza
 con esos engendros infernales; a fuerza de voltijear
 en ese mundo encantado, acaba por no encontrar su
 casa, por olvidarla, por avergonzarse de su padre, el
 músico Miller, y despreciará al fin a algún yerno
 hábil y honrado, que sirviera con diligencia a mis
 conocidos... ¡No! ¡Castígueme Dios! (levántase con
 energía.) Sin tardanza hay que llevar el pan al horno,
 y en cuanto al Mayor... sí, sí, yo le enseñare el
 agujero, que ha hecho en la puerta el maestro
 carpintero. (Quiere irse.)
 SU MUJER.- Ten crianza, Miller. ¡Qué buenas
 monedas nos han traído los regalos!...
 MILLER. (Volviéndose y parándose delante de
 ella.)- ¿El precio de la venta de mi hija?... ¡Vete al
 diablo, infame alcahueta! Prefiero pedir limosna con
 mi violín, y dar conciertos por la posada y la
 comida... prefiero hacer pedazos mi violoncello, y
 llenar de estiércol su caja, a solazarme con el dinero,
 instrumento de perdición del alma y de la ventura de
 mi única hija. Deja tu maldito café y tu tabaco, y no
 tendrás necesidad de llevar al mercado la cara de tu
 hija. Siempre he comido hasta hartarme y gastado
 una buena camisa, antes que ese lechuguino bribón
 se aficionase a mi casa.
 SU MUJER.- ¡No cierres la puerta con tanto
 estrépito! En un momento echas por los ojos fuego
 y llamas. Solo digo que no se debe disgustar al
 Mayor, porque es hijo del Presidente.
 MILLER.- He aquí el busilis del negocio. Esa,
 esa es la causa que aconseja resolver la cuestión hoy
 mismo. El Presidente me dará las gracias, si es un
 buen padre. Cepíllame mi saco de pelo color de
 pasa, y visitaré a S. E. Le hablaré y le diré.- «Vuestro
 hijo ha puesto los ojos en mi hija; mi hija no sirve
 para esposa de vuestro hijo, pero vale demasiado
 para ser su querida... y basta con esto... Yo me llamo
 Miller.»



 ESCENA II.
 Los mismos y el secretario WURM.
 LA MUJER DE MILLER.- ¡Ah! ¡Buenos días,
 señor Secretario! Por fin tenemos el placer de
 volveros a ver.
 WURM.- Ese placer es mío, es mío, apreciable
 señora. Cuando reina aquí un noble caballero, nadie
 se acuerda de mi humilde persona.
 LA MUJER.- No lo digáis, señor Secretario. El
 señor Mayor Walter, a la verdad, nos honra alguna
 que otra vez con su presencia; pero no por eso
 despreciamos a nadie.
 MILLER (De mal humor.)- ¡Una silla a ese
 señor, mujer! ¿No queréis, señor mío, dejar eso?
 WURM. (Que deja su bastón y su sombrero, y se
 sienta.)- ¡Bueno, bueno! Y ¿cómo está mi futura... o
 más bien, mi pasada?... No espero... ¿no se podrá
 ver... a la señorita Luisa?
 LA MUJER.- Gracias por el recuerdo, señor
 Secretario. Pero mi hija no está muy satisfecha.
 MILLER. (Colérico, y tocándole con el codo.)
 ¡Mujer!
 SU ESPOSA.- Es de sentir que no le sea posible
 ver al señor Secretario. Está en misa ahora.
 WURM.- ¡Me alegro, me alegro! Será más
 adelante para mí una compañera piadosa y cristiana.
 LA MUJER DE MILLER (Sonriendo
 neciamente.)- Sí... pero, señor Secretario...
 MILLER (Turbado le pellizca los oídos.)-
 ¡Mujer!
 SU MUJER.- Por lo demás, si podemos serviros
 en otra cualquiera cosa... con toda nuestra alma,
 señor Secretario...
 WURM. (Con falsedad.)- ¡En otra cualquiera
 cosa!... ¡Muchas gracias!... ¡Muchas gracias!... ¡Hem,
 hem, hem!
 LA MUJER.- Pero como habrá comprendido el
 señor Secretario...
 MILLER. (Iracundo, le da un golpe por detrás.)-
 ¡Mujer!
 SU ESPOSA.- Lo bueno es bueno, y lo mejor,
 mejor, y nadie debe oponerse a la dicha de su único
 hijo. (Con orgullo grosero.) ¿Entendéis ya bien lo
 que digo, señor Secretario?
 WURM. (Revolviéndose inquieto en su silla,
 rascándose detrás de los oídos, y tirando de sus
 manguitos.)- ¿Entender? No, en verdad... oh, sí...
 ¿Qué pensáis?
 La MUJER.- Ya... ya... Sólo pensaba... yo creo...
 (Tosiendo.) Puesto que Dios, en su bondad, quiere
 hacer de mi hija una señora...
 WURM (Levantándose.)- ¿Cómo? ¿Que decís?
 MILLER- ¡Seguid sentado, seguid sentado,
 señor Secretario! Esta mujer es un ganso estúpido.
 ¿Cómo ha de ser una señora? ¿Qué asno asoma sus
 largas orejas en esta charla?
 LA MUJER.- ¡Gruñe cuanto quieras! ¡Yo sé lo
 que sé... y lo dicho por el señor Mayor, dicho está!
 MILLER. (Que, fuera de sí, corre a coger su
 violín.)- ¿Querrás refrenar tu lengua? ¿Deseas que te
 rompa, el violín en la cabeza?... ¿Qué puedes tú
 saber? ¿Que habrá dicho?... No hagáis caso alguno
 de su palabrería, estimado señor... ¡Fuera de aquí... a
 la cocina! ¿No me tomaríais por pariente próximo
 de algún animal, si yo pensara así de mi hija? ¡No lo
 creeréis de mí, señor Secretario!
 WURM.- Ni yo lo merezco tampoco, señor
 maestro de música. Os he tenido siempre por
 hombre de palabra, y mis pretensiones a vuestra hija
 me parecían tan aceptadas por ustedes como si
 constasen por escritura pública. Desempeño un
 destino, con cuyo sueldo puedo mantener mis
 obligaciones; el Presidente me estima, y no me
 faltarán buenas recomendaciones, si quiero ascender
 en mi carrera. Sabéis que mis amores con Luisa son
 formales; y si os dejáis engañar por un noble
 petimetre...
 LA MUJER DE MILLER.- Señor Secretario
 Wurm, más respeto si me es posible rogarle...
 MILLER.- ¡Ya te he dicho que calles!... ¡Tened
 paciencia, caballero! Todo se queda como estaba. Lo
 que os contesté el último otoño lo repito hoy. No
 obligo a mi hija. Si le acomodáis, bueno y santo... de
 su cuenta corre averiguar si será feliz o no en vuestra
 compañía ¿Mueve usted la cabeza? mejor...
 contando con la voluntad divina, quería yo decir...
 confórmese con su suerte, y beba una botella con su
 padre... Ella ha de vivir con usted... su padre no...
 ¿Por qué he de tirarle a la cabeza, por caprichosa
 obstinación, un hombre que no le agrade?... ¿Para
 que el diablo me atormente en mi vejez... para que,
 al beber cada vaso de vino... y a cada cucharada de
 sopa, me diga la voz de mi conciencia: «Tú eres un
 bribón, que has hecho infeliz a tu hija?»
 SU MUJER.- En pocas palabras... jamás daré mi
 consentimiento: mi hija ha nacido para ocupar una
 posición social elevada, y si mi marido se deja
 seducir, yo recurriré a la justicia.
 MILLER.- ¿Quieres que te rompa los brazos y
 las piernas, lengua de escorpión?
 WURM (A Miller.)- El consejo de un padre vale
 mucho para una hija, y creo que ya me conocéis,
 señor Miller.
 MILLER.- Pero ¡el diablo me lleve! quien ha de
 conoceros es mi hija. Mi gusto, el de un gruñón
 como yo, no es precisamente el de una joven
 ambiciosa. Yo puedo deciros, casi infaliblemente, si
 sois hombre para figurar en una orquesta... pero el
 ingenio de la mujer es más sutil que el de un maestro
 de capilla... Y además, para hablar con entera
 franqueza, yo soy un alemán sencillo y torpe... pero
 nada, en suma, me tendréis que agradecer por mis
 consejos... yo no aconsejaré a mi hija que... mas no
 la predispondré contra usted, señor Secretario.
 Dejad que me explique. Permitiréis que os diga... que
 un amante que ha de llamar en su ayuda al padre de
 su amada... no vale un ardite. Si tiene algún mérito,
 se avergonzará de emplear este conducto estropeado
 para granjearse el afecto de su pretendida... Si no es
 audaz, si es cobarde como una liebre, no es Luisa
 para él... ¡Vaya, pues! A espaldas del padre ha de
 enamorar a la hija. Ha de arreglarse de suerte que
 ella, antes que renunciar a él, mande enhoramala de
 buen grado a su padre y a su madre... o a que su
 amada se arroje a los pies de su padre, y le pida por
 Dios que se le consienta su único amor, o se la deje
 morir de la muerte más cruel y endiablada... ¡Esto se
 llama un hombre! ¡Esto se llama querer!... y el que
 no se dé trazas para conquistar así a las mujeres...
 ¡que cabalgue en una pluma de ganso!
 WURM. (Que toma su sombrero y su bastón, y
 se va.)- ¡Gracias, señor Miller!
 MILLER. (Siguiéndolo pausadamente.)- ¿Por
 qué? ¿Por qué? Ningún favor os he hecho, señor
 Secretario. (Volviéndose.) Nada escucha, y se va...
 Ponzoña y arsénico es para mí este zorro con pluma,
 cuando lo veo. Personaje solapado y repugnante,
 como si se hubiese deslizado de contrabando en este
 mundo de Dios... Sus ojos de ratón, pequeños y
 malignos... sus cabellos de color rojo vivo... su barba
 puntiaguda... como si la naturaleza, de mal humor,
 observando el triste resultado de su obra, le hubiese
 hecho el favor de tirarlo en cualquier rincón... ¡No!
 Prefiero, a dar mi hija a tal engendro... ¡Dios me
 perdone!
 SU MUJER. (Llena de ira.)- ¡Vaya un perro!...
 pero se le sujetará la boca con el bozal.
 MILLER.- Pero tú, con tu endiablado
 caballero... me has sacado de mis casillas... Tú no
 eres animal sino en la ocasión crítica, en que debes
 mostrar prudencia. ¿A qué viene esa charla de la
 señora calificada y de tu hija? He aquí el motivo de
 mi cólera. Es la persona más a propósito para
 divulgarlo todo por calles y plazuelas. Es un
 monsieur de esos que recorren las casas de la gente
 de pro, hablando siempre de la despensa y de la
 cocina, y en cuanto saben algo curioso... ¡Mil
 bombas! es seguro que se han de venir encima el
 Príncipe, su querida, el Presidente y toda la corte
 infernal.

 ESCENA III.
 Los mismos Y LUISA MILLER, con un libro en la
 mano.
 LUISA. (Que deja el libro, se acerca a Miller, y le
 besa la mano.)- ¡Buenos días, querido padre!
 MILLER. (Con afecto.)- ¡Bravo, Luisa mía!...
 Alegróme que tanto pienses en tu Creador. Sigue así,
 y no te desamparará.
 LUISA.- ¡Oh! Soy una gran pecadora, padre...
 ¿Estaba allí, madre?
 SU MADRE.- ¿Quién, hija mía?
 LUISA.- ¡Ah! Olvidaba que además de él, hay
 otros hombres en el mundo... Mi cabeza está tan
 trastornada... ¿No estaba ahí Walter?
 MILLER. (Triste y formal.)- Yo creía que mi
 Luisa había olvidado ese nombre en la iglesia.
 LUISA. (Después de mirarlo en silencio largo
 tiempo.)- ¡Ya os entiendo, padre!... siento la
 puñalada, que dais en mi conciencia; pero es tardía...
 No tengo devoción alguna, padre... el cielo y
 Fernando desgarran mi alma, y la llenan de sangre, y
 me temo, me temo... (Pausa.) ¡Pero no, padre
 bondadoso! Cuando nos olvidamos del pintor por
 sus cuadros, alabamos al artista de la manera más
 delicada... ¿No ha de alegrarse Dios, padre, si
 contempla en mi alegría su obra maestra?
 MILLER. (Dejándose caer desalentado en una
 silla.)- ¡Eso es! Tal es el resultado de tus lecturas
 impías.
 LUISA. (Asomándose impaciente a la ventana.)-
 ¿En dónde podrá estar ahora? Señoritas principales
 le ven... le oyen... y yo soy una joven oscura y sin
 importancia. (Asústase de sus mismas palabras, y se
 arroja en los brazos de su padre.) Pero no, no; él me
 perdona. Yo no deploro mi suerte. Sólo quiero
 ahora pensar poco en él... nada cuesta. Nuestra
 pobrecilla vida... si yo pudiera convertirla en dulce y
 consolador céfiro para juguetear con su rostro... la
 pobre flor de mi juventud... si fuese una violeta... y él
 la bollase, y ella muriera humilde bajo sus plantas...
 Contentaríame con esto, padre. Cuando el insecto se
 calienta a los rayos del sol, ¿ha de castigarlo él, tan
 majestuoso y tan soberbio?
 MILLER. (Que, conmovido, se apoya en los
 brazos del sillón, y, se oculta el rostro.) ¡Oye,
 Luisa!... yo daría gustoso los pocos años, que me
 restan de mi vida, porque jamás hubieses visto al
 Mayor.
 LUISA. (Asustada)- ¿Qué decís, que?... No, mi
 buen padre no piensa así. ¿No sabéis que Fernando
 es mío, creado para mi alegría por el padre común
 de los amantes? (Quédase pensativa.) Cuando lo vi la
 primera vez... (Con rapidez.) la sangre enrojeció mis
 mejillas, mi corazón latió de gozo, y cada latido, cada
 soplo de mi pecho susurraba a mi oído: «¡Ese es!» y
 mi alma conoció al que me había faltado siempre, y
 añadió: ¡ese es! y lo mismo repitió el universo en-
 tero, participando de igual placer. Entonces... oh,
 entonces brilló en mi ser el primer rayo de la aurora.
 Mi corazón rebosaba de infinitos sentimientos, antes
 nunca conocidos, como las flores en la tierra cuando
 llega la primavera. Ya no veía yo al mundo, y, sin
 embargo, pensaba que nunca había sido tan bello.
 Ni me acordaba tampoco de Dios, y, no obstante,
 jamás lo había amado tanto.
 MILLER. (Que corre hacia ella, y la oprime
 contra su pecho.)Luisa... querida... noble hija... toma
 mi triste y vieja cabeza... tómalo todo... todo... En
 cuanto al Mayor... Dios es testigo... ¡no puedo
 dártelo nunca! (Vase.)
 LUISA. ¡Ni yo lo quiero tampoco ahora, padre!
 esta miserable gota de rocío, el tiempo... se
 desvanece con rapidez plácidamente, soñando sólo
 con él. Renuncio a él para esta vida. Después,
 madre, después... cuando se vengan abajo las
 barreras que nos separan... cuando nos despojemos
 de todos estos odiosos disfraces sociales... los hom-
 bres sólo son hombres... Nada llevo conmigo más
 que mí inocencia. ¡Mi padre me ha dicho tantas
 veces que la pompa y los títulos de la vanidad
 valdrán tan poco a los ojos de Dios, cuando
 aparezca, como inestimable, el precio de los
 sentimientos! Yo entonces seré rica. Mis lágrimas se
 trocarán entonces en triunfos, y mis buenas ideas
 harán las veces de ilustre prosapia. Entonces me
 llamarán persona calificada, madre... ¿Quién será
 entonces la preferida, oh madre, sino vuestra hija?
 SU MADRE. (levantándose.)- ¡Luisa! ¡El Mayor!
 ¡Ya entra! ¿En dónde me oculto?
 LUISA. (Que tiembla.)- ¡ Quedaos aquí, madre!
 SU MADRE.- ¡Dios mío! ¡Que traza la mía! ¡Es
 para avergonzarme! No me atrevo a presentarme así
 delante de ese caballero. (Vase.)



 ESCENA IV.
 FERNANDO DE WALTER, LUISA. Él corre a su
 encuentro; ella se deja caer en una silla descolorida y
 desmayada... él la contempla callado... y ambos se miran
 largo tiempo en silencio. Pausa.
 FERNANDO.- ¡Estás pálida, Luisa!
 LUISA. (Que se levanta y lo abraza.)- ¡No es
 nada! ¡No es nada! Si estás aquí, ya todo paso.
 FERNANDO. (Cogiéndole la mano y
 besándosela.)- Y mi Luisa ¿me ama todavía? Mi
 corazón es el mismo siempre; ¿el tuyo también?
 Vengo aquí corriendo para averiguar si estás más
 tranquila y te sientes mejor, para tranquilizarme a mi
 vez... y no lo estás.
 LUISA.- ¡Sin duda, sin duda, amado mío!
 FERNANDO.- Dime la verdad. ¡No lo estás! yo
 veo el fondo de tu alma, como el de este diamante a
 través de sus claras aguas. (Enseñando su sortija.)
 Ningún celaje llega aquí sin verlo yo; ningún
 pensamiento se pinta en este rostro, que se me
 escape. ¿Qué tienes? ¡Pronto! Si este espejo brilla
 para mí sin mancha, no hay nubes en todo el
 mundo. ¿Qué te aflige?
 LUISA (Se calla un momento mirándolo, y
 después le dice con tristeza.) ¡Fernando, Fernando!
 Si tú supieras que impresión hace ese bello lenguaje
 en esta joven humilde...
 FERNANDO.- ¿Qué es esto? (Sorprendido.)
 ¡Humilde! ¡Escucha! ¿Por qué hablas así?...Tú eres
 mi Luisa. ¿Quién te dice que hayas de ser otra cosa?
 ¡Qué frialdad observo en ti, oh falsa! ¿Cómo has de
 ser toda amor para mí, si tienes tiempo para hacer
 esa comparación? Cuando yo estoy a tu lado, mi
 razón se abisma y desaparece en una sola de tus
 miradas... en un sueño contigo, cuando estoy lejos.
 Y tú, ¿tú eres prudente y enamorada?...
 ¡Avergüénzate! Cada instante que pasas afligida de
 ese modo, lo robas a tu amante.
 LUISA. (Que le coge una mano, y sacude la
 cabeza.)- Tú te propones aletargarme, Fernando...
 quieres apartar mi vista de ese abismo, en donde he
 de precipitarme inevitablemente. Yo veo lo futuro...
 la voz de la fama... tus proyectos... tu padre... ¡mi
 nada! (se estremece con horror y deja caer su mano.)
 ¡Fernando! ¡Un puñal nos amenaza!... ¡Nos separan!
 FERNANDO.-
 ¡Qué nos separan!
 (levantándose de repente.) ¿En qué te fundas para
 pensarlo? ¿Qué nos separan? ¿Quién puede desatar
 el lazo que une dos corazones, o los tonos de un
 acorde? Yo soy noble. Pero veamos si mi título de
 nobleza es más antiguo que el movimiento trazado a
 la creación infinita, si mis armas más poderosas que
 la mano de Dios, impresa en los ojos de Luisa, que
 dice: «Esta mujer es para este hombre.» Soy hijo del
 Presidente. Por lo mismo, ¿quién, sino el amor,
 puede atenuar las maldiciones, que las ilegalidades de
 mi padre atraen sobre mi cabeza?
 LUISA.- ¡Oh! ¡Cuánto lo temo... cuánto temo a
 ese padre!
 FERNANDO.- Yo nada temo... nada... sino los
 límites de tu amor. Deja que nos separen obstáculos
 como montañas... yo las asaltaré escalón a escalón, y
 volaré después a los brazos de Luisa. Los embates de
 la fortuna adversa aumentan solo mi pasión. Los
 peligros harán más seductora a mi Luisa... ¡No
 tengas, pues, temor alguno, amor mío! Yo mismo...
 yo te guardaré vigilante, como el dragón mágico el
 tesoro subterráneo... ¡Ten confianza en mí! No
 necesitas otro ángel guardián... Yo me interpondré, a
 fuer de baluarte, entre el destino y tú... recibiré las
 heridas, que puedan amenazarte, y reservaré para ti
 hasta las gotas imperceptibles de la dicha... y te las
 serviré en la copa del amor. (Abrazándola
 tiernamente.) En estos brazos atravesará gozosa
 Luisa la senda de la vida; más bella que al dejar tú el
 cielo, te acogerá éste a su vez, y ha de confesar
 admirado que sólo el amor da a las almas sus
 postreras pinceladas.
 LUISA. (Separándose de él muy conmovida.)-
 ¡Basta! Te ruego que calles... Si supieras... Déjame...
 tú ignoras que tus esperanzas desgarran como furias
 mi corazón. (Quiere irse.)
 FERNANDO. (Reteniéndola.)- ¡Luisa! ¡Cómo!
 ¿Es posible? ¡Que mudanza la tuya!
 LUISA.- Había olvidado esas ilusiones y era
 feliz. Ahora, ahora... Desde hoy... huyó la paz de mi
 pecho... Deseos tiránicos... yo no sé... lo
 destrozarán... Vete... Dios te perdone... En mi
 juvenil y pacífica existencia has lanzado tea
 incendiaria, que nunca, nunca se extinguirá (Vase
 precipitadamente, siguiéndola él sin hablar.)

 ESCENA V.
 Sala en casa del Presidente.
 EL PRESIDENTE, con una condecoración al cuello y
 una cruz en el pecho, y el secretario WURM, entran en la
 escena.
 EL PRESIDENTE.- ¡Unas relaciones amorosas
 formales! ¿Mi hijo?... No, Wurm, jamás me lo harás
 creer.
 WURM.- ¿Se digna V. E. mandarme que se lo
 pruebe?
 EL PRESIDENTE.- Que haga la corte a una
 canalla de la clase media... que la adule... hasta ¡a fe
 mía! que le finja ciertos sentimientos... es cosa
 corriente y posible, en mi opinión... y perdonable...
 pero... ¿y con la hija de un músico, decís?
 WURM.- La hija de Miller, el maestro de música.
 EL PRESIDENTE.- ¿Linda?... No hay
 necesidad de preguntarlo.
 WURM. (Con viveza.)- La rubia más bella,
 tanto, que, sin exagerar, brillaría al lado de las
 primeras beldades de la Corte.
 EL PRESIDENTE. (Riéndose.)- Me decís,
 Wurm... que tiene sus proyectos hostiles contra ella...
 Es natural. Pero observad, mi querido Wurm... que
 si mi hijo es enamorado, me hace esperar que no
 han de aborrecerlo las damas. Algo adelantará así en
 la Corte. Decís que la joven es bella; agrádame esto
 en mi hijo, porque demuestra su buen gusto.
 ¿Deslumbra a esa loca, pretextando que son forma-
 les sus intenciones? Mejor aún... claro veo que no le
 falta ingenio para engañar a su víctima. Puede llegar
 así a Presidente. ¿Son más trascendentales sus
 progresos? ¡Soberbio! Esto prueba que es
 afortunado. Si el desenlace de la farsa es un robusto
 nieto, ¡inmejorable! Entonces bebo una botella más
 de Málaga al feliz aspecto que presenta la duración
 de mi linaje, y pago la multa en que, por liviandad,
 ha incurrido su amada.
 WURM.- Cuanto yo deseo es que V. E. no se
 vea obligado a apurar esa botella para distraerse.
 EL PRESIDENTE. (Con seriedad.)- Tened
 presente, Wurm, que, cuando formo mi opinión, soy
 muy obstinado, y que deliro cuando me enfurezco...
 Tomo a broma que os hayáis propuesto
 encolerizarme. De corazón creo también que, con la
 mejor voluntad del mundo, os desembarazáis de un
 rival. Que os cueste no poco trabajo alejar a mi hijo
 de esa joven, y que deseéis convertirme en espanta
 moscas, lo comprendo; me encanta la idea de que os
 empeñéis en presentar bajo su faz más desfavorable
 tan entretenida novela... Pero, mi querido Wurm, no
 hay que jugar conmigo... Ya se os ocurre que no
 debéis llevar tan lejos la broma, hasta forzarme a
 quebrantar mis principios.
 WURM.- ¡Perdone V. E.! Si efectivamente,
 como sospecháis, me movieran sólo los celos, lo
 indicaran acaso mis ojos, no mi lengua.
 EL PRESIDENTE.- Y, en mi concepto, hay
 que despreciarlos ¡Estúpido demonio! ¿Qué os
 importa recibir el dinero de la Casa de Moneda,
 recién acuñado, o de mano del banquero? Consolaos
 con nuestra nobleza... Sabiéndolo o no... raro es el
 casamiento, que se concierta entre nosotros, en que
 media docena a lo menos de convidados... o de cria-
 dos... no puedan medir geométricamente el paraíso
 del novio.
 WURM. (Haciendo una cortesía.)- Señor,
 prefiero en esto pertenecer a más humilde clase.
 EL PRESIDENTE.- Por lo demás, muy pronto
 podréis tener la alegría de tomar una excelente
 revancha con vuestro rival. Hay en el Gabinete el
 propósito de que, a la llegada de la nueva Duquesa,
 sea despedida en la apariencia lady Milford; y para
 hacer el engaño más creíble, que contraiga otro
 enlace. Sabéis, Wurm, cuánta importancia tiene para
 mí la influencia de Milady, y que las pasiones del
 Príncipe son mi principal resorte. El Duque busca
 un partido para Milford. Si se presenta otro... cierra
 el trato, adquiere a un tiempo la confianza de la
 dama y la del Príncipe, y se hace para este
 indispensable... Para que el Príncipe quede preso en
 las redes de mi familia, se ha de casar mi hijo
 Fernando con la Milford... ¿Lo entendéis?
 WURM.- Tan claro que me hace saltar los ojos...
 Prueba a lo menos así que el Presidente es un
 novicio, comparado con el padre. Si el Mayor se
 muestra, respecto a V. E., hijo tan sumiso como V.E.,
 respecto de él, tierno padre, vuestra pretensión
 será devuelta con protesta.
 EL PRESIDENTE.- Por fortuna jamás he
 sentido inquietud alguna al tratarse de la ejecución
 de un proyecto, en el momento en que me he dicho
 que ha de ser... Pero mira, Wurm, esto nos lleva de
 nuevo al asunto anterior. Hoy por la mañana
 anunciaré a mi hijo su casamiento. Con arreglo, a la
 impresión que le haga la noticia, veré desvanecidas o
 confirmadas vuestras sospechas.
 WURM.- Os pido muy humildemente que me
 perdonéis, señor. El mal humor que ha de revelar, y
 en que tenéis tanta confianza, así puede provenir de
 la novia que le dais, como de la que le arrebatáis. Os
 suplico que apeléis a otra prueba más segura.
 Proponedle el partido más irreprochable que hay en
 la corte, y si lo acepta, condenad al secretario Wurm
 a arrastrar tres años el grillete.
 EL PRESIDENTE. (Mordiéndose los labios.)-
 ¡Diablo!
 WURM.- Es ni más ni menos lo que digo. La
 madre... la estupidez en persona... con su sencillez
 me ha dicho ya demasiado.
 EL PRESIDENTE. (Paseándose y reprimiendo
 su ira.)- ¡Bueno! ¡Esta misma mañana!
 WURM.- Que no olvide V. E. que el Mayor... es
 el hijo de mi señor.
 EL PRESIDENTE.- Miraré por vos.
 WURM.- Y que el servicio de libraros de una
 nuera, que os repugna...
 EL PRESIDENTE.- ¿Merece como premio que
 os ayude a encontrar una mujer? ¡También esto,
 Wurm!
 WURM. (Inclinándose gozoso.)- ¡Siempre
 vuestro, bondadoso señor! (Hace ademán de irse.)
 EL PRESIDENTE.- En cuanto a lo que os he
 confiado antes, Wurm... (Amenazándole.) Si llegáis a
 divulgarlo...
 WURM. (Sonriendo.)- En ese caso mostráis mis
 firmas falsificadas. (Vase.)
 EL PRESIDENTE.- A la verdad, te tengo
 seguro. Téngote preso en tu misma maldad, como el
 cigarrón por el hilo.
 UN AYUDA DE CÁMARA. (Entrando.)- ¡El
 Mariscal Kalb!
 EL PRESIDENTE.- ¡Qué oportunidad!...
 ¡Cuánto me alegro (Vase el Ayuda de cámara.)

 ESCENA VI.
 El Mariscal KALB, vestido de corte lujosamente, aunque sin
 gusto, con llave de gentilhombre, dos relojes y una espada,
 sombrero bajo y con el cabello a la herissón. Se acerca al
 Presidente con grandes aspavientos, y difunde por el parterre
 un fuerte olor a ámbar..
 KALB. (Abrazándolo.)- ¡Ah! ¡Buenos días,
 querido! ¿Cómo habéis descansado? ¿cómo
 dormido?... Dispensadme que tan tarde tenga el
 placer... negocios urgentes... la lista de la cocina... las
 tarjetas de visita... el arreglo de la partida de hoy en
 trineos... ¡Ah!... y además había de estar en Palacio a
 la hora de levantarse S. A., para anunciarle el tiempo
 que hace.
 EL PRESIDENTE.- Sí, Mariscal, no podíais
 faltar.
 KALB.- Un bribón de un sastre me ha detenido
 también.
 EL PRESIDENTE.- Y sin embargo, siempre
 valiente y dispuesto.
 KALB.- Hay más todavía... Bien vienes mal, si
 vienes solo. ¡Oíd!
 EL PRESIDENTE. (Distraído.)- ¿Es posible?
 KALB.- ¡Escuchadme! Apenas me había apeado
 del carruaje cuando se asustaron los caballos, se
 encabritaron, y se dieron tales trazas, que ¡oh
 desastre! me llenaron de lodo los pantalones. ¿Que
 hacer en este trance? ¡Poneos, por Dios, en mi lugar,
 Barón! ¡Y estaba allí, y era ya tarde! Es una jornada...
 ¡y presentarme así ante S. A.! ¡Justo Dios! ¿Qué se
 me ocurrió entonces? Finjo un desmayo; me llevan
 entre todos al coche; llego volando a mi casa...
 cambio de traje... vuelvo... ¿Qué diréis?... y soy el
 primero en la antecámara... ¿Qué tal?
 EL PRESIDENTE.- Rasgo sublime del ingenio
 humano... Pero dejemos esto, Kalb. ¿Habéis
 hablado ya con el Duque
 KALB. (Pavoneándose.)- Veinte minutos y
 medio.
 EL PRESIDENTE.- Confieso que... ¿y sin duda
 me traéis alguna nueva importante?
 KALB. (Serio, después de un momento de
 silencio.)- Su Alteza lleva hoy su vestido de castor
 amarillo.
 EL PRESIDENTE.- ¿Es posible?... No, Kalb,
 tengo reservada mejor noticia para vos... ¿no es
 acaso una novedad que lady Milford será esposa del
 Mayor Fernando Walter?
 KALB.- ¿Cómo?... ¿Y es cosa decidida?
 EL PRESIDENTE.- Está ya firmado, Mariscal;
 y me haríais un favor insigne, si fuerais en seguida a
 preparar a lady Milford a recibir su visita, y si
 divulgarais la resolución de Fernando en toda la
 corte.
 KALB (Encantado.)- ¡Oh, con toda mi alma,
 querido!... ¿Qué más puedo yo desear?... Voy allá
 volando. (Lo abraza.) Adiós... dentro de tres cuartos
 de hora lo sabrá toda la ciudad. (Vase saltando.)
 EL PRESIDENTE (Riéndose, y siguiéndolo
 con la vista.)- ¡y se dice que criaturas semejantes no
 sirven en el mundo para nada!... Ahora ha de
 consentir Fernando, o todos quedan por
 embusteros. (Llama, y viene Wurm.) Que entre mi
 hijo. Vase Wurm, y el Presidente se pasea pensativo.)


 ESCENA VII.
 FERNANDO.- EL PRESIDENTE.- WURM, que se
 va en seguida.
 FERNANDO.- Habéis mandado, padre mío...
 EL PRESIDENTE.- He de hacerlo así, por
 desgracia, siempre que quiero tener el placer de ver a
 mi hijo... ¡Déjanos solos, Wurm!... Fernando, hace
 largo tiempo que te observo, y echo en ti de menos
 esos rasgos francos y vivos de la juventud, que antes
 me regocijaban con extremo. Una tristeza singular se
 ve pintada en tu rostro. Huyes de mí... huyes de tus
 amigos... ¿Qué es eso? Mejor se dispensan a tu edad
 mil extravagancias que una melancólica manía.
 Reserva éstas para mí, ¡oh hijo querido! Que yo tra-
 bajé sólo en hacerte feliz, y no pienses en otra cosa
 que en prestarte indiferente a la realización de mis
 proyectos... ¡Ven y abrázame, Fernando!
 FERNANDO.- ¡Muy bondadoso parecéis hoy,
 padre!
 EL PRESIDENTE.- ¡Hoy, bribón!... ¡y hasta
 pronuncias ese hoy con sus puntas de malicia!...
 (Con seriedad.) Fernando ¿por amor a quién he
 recorrido una senda peligrosa hasta llegar al corazón
 del Príncipe? ¿Por amor de quién he roto con mi
 conciencia y con el cielo?... ¡Oye, Fernando!... Hablo
 con mi hijo... ¿A quién, dejo yo desembarazado o
 puesto, después de expulsar a mi predecesor?...
 suceso que desgarra tanto más cruelmente mi
 corazón, cuanto mayor es mi empeño en ocultar al
 mundo su puñal. ¡Escúchame, Fernando! ¿En favor
 de quién hago yo todo esto?
 FERNANDO. (Que retrocede con horror.)-
 ¡No por mí, padre mío! El reflejo sangriento de este
 delito no debe caer sobre mí. ¡Por Dios
 Omnipotente! Vale más no haber nacido que servir
 de pretexto a esa maldad.
 EL PRESIDENTE.- ¿Qué es eso? ¿Qué? Pero,
 en fin, lo excuso en una cabeza novelesca...
 ¡Fernando!... ¡no quiero encolerizarme, joven
 irreflexivo!... ¿Así me pagas mis noches de
 insomnio? ¿Así mis incesantes cuidados? ¿Así los
 remordimientos eternos de mi conciencia?... Mío es
 el peso de la responsabilidad... mía la maldición, para
 mí el rayo de la justicia... Tú recibes la dicha de
 segunda mano... el crimen no alcanza al heredero.
 FERNANDO (levantando al cielo la mano
 derecha.)- Con toda solemnidad renuncio yo a una
 herencia acompañada de una memoria horrible de
 mi padre.
 EL PRESIDENTE.- ¡Oye, joven, no me
 irrites!... Si todo fuese a medida de tus deseos, te
 arrastrarías por el polvo mientras vivieras.
 FERNANDO.- Preferible sería, oh padre, a
 arrastrarme alrededor de un trono.
 EL PRESIDENTE. (Reprimiendo su cólera.)-
 Jum... Es preciso, pues, forzarte a que tú mismo
 comprendas tu ventura. Tú llegas jugando, como en
 sueños, a donde no se acercan otros muchos
 después de infinitos esfuerzos. A los doce años eras
 alférez, y a los veinte coronel. He conseguido del
 Príncipe que puedas abandonar el uniforme, y entrar
 en el Ministerio. El Príncipe habló del Consejo
 secreto... de embajadas... de gracias extraordinarias.
 Una magnífica perspectiva se te ofrece... un camino
 llano te aproxima al trono... al mismo trono, si el
 poder, por otra parte, vale tanto como sus signos
 externos... ¿No te entusiasma esto?
 FERNANDO.- Mis ideas sobre la dicha y la
 grandeza no están de acuerdo con las vuestras...
 Vuestra felicidad, por lo común, sólo por la
 corrupción se manifiesta. Envidia, miedo, maldición
 son los tristes espejos en que se mira sonriente el
 potentado desde la altura... Lágrimas, desesperación
 e imprecaciones, los horrendos manjares, con que se
 llenan esos venturosos tan celebrados; con ese licor
 se embriagan, y así llegan vacilantes ante el trono de
 Dios... El ideal de mi dicha se reconcentra satisfecho
 en mí mismo. En mi corazón yacen sepultados
 todos mis deseos...
 EL PRESIDENTE.- ¡Magistral, inmejorable,
 sublime! La primera lección que recibo después de
 treinta años... ¡Lástima que mi cabeza de cincuenta
 sea ya demasiado dura para aprenderla!... Sin
 embargo... para que tu raro talento no se
 enmohezca, pondré alguien a tu lado para que
 puedas emplear a tu placer esa extraña locura que te
 domina... Acordarás... acordarás hoy mismo... tomar
 esposa.
 FERNANDO.
 (Retrocediendo asustado.)- ¡Padre mío!
 EL PRESIDENTE.- Sin cumplimientos... He
 enviado una tarjeta en tu nombre a lady Milford. No
 tardes en visitarla y decirle que eres su futuro esposo.
 FERNANDO.- ¿A la Milford, padre mío?
 EL PRESIDENTE.- Si tú la conoces...
 FERNANDO. (sin poderse contener.)- ¿No es
 el padrón de ignominia del Ducado?... Pero me hago
 ridículo, oh querido padre, tomando en serio
 vuestras bromas. ¿Consentiríais acaso en llamaros
 padre de un bribón, que se casara con una prostituta
 privilegiada?
 EL PRESIDENTE.- Antes bien, yo mismo la
 pretendería, si no me lo impidieran mis cincuenta
 años... ¿No quisieras ser tú el hijo de un padre tan
 bribón?
 FERNANDO.- ¡No, tan cierto como Dios
 existe!
 EL PRESIDENTE.- Un insulto ¡por mi honor!
 que solo por su rareza te perdono...
 FERNANDO.- Os suplico, padre mío, que no
 me dejéis más tiempo en tal disposición de ánimo,
 que sea insoportable para mí llamarme vuestro hijo.
 EL PRESIDENTE.- Joven, ¿estás loco? ¿Que
 persona razonable no ambicionaría la distinción de
 sustituir en ocasiones a su Soberano?
 FERNANDO.- Sois para mí un enigma, padre
 mío. ¿Distinción le llamáis?... ¿Distinción el
 compartir con el Príncipe lo que tanto envilece hasta
 el vulgo? (EL Presidente suelta una carcajada.)
 ¡Reíd... yo proseguiré! ¿Con que rostro me
 presentaré delante del más humilde jornalero, que a
 lo menos recibe en dote el cuerpo entero de su
 esposa? ¿Cómo ante el mundo, ante el Príncipe, ante
 esa misma cortesana, que lavaría de buen grado en
 mi honor el estigma del suyo?
 EL PRESIDENTE.- ¿En qué rincón del
 mundo, oh joven aprendes tales cosas?
 FERNANDO.- ¡Yo os conjuro por el cielo y
 por la tierra! Este envilecimiento de vuestro hijo, oh
 padre, no puede haceros tan feliz como hace a él
 desdichado. Os doy mi vida, si sirve en algo a
 vuestra ambición. Por vos vivo, y me importa poco
 sacrificarme en aras de vuestra grandeza... Mi honor,
 padre... si me lo arrebatáis, ¿a qué el censurable
 juego de darme la vida, para que yo maldiga al padre
 y al alcahuete?
 EL PRESIDENTE. (Con cariño, y tocándole en
 el hombro.)¡Bravo, querido hijo! Ahora comprendo
 que eres un hombre en toda la extensión de la
 palabra, y digno de la mejor mujer del Ducado... Así
 será... Hoy al mediodía, te desposarás con la
 Condesa de Ostheim.
 FERNANDO. (Atónito de nuevo.)- ¿Se ha
 fijado esa hora para aniquilarme?
 EL PRESIDENTE. (Mirándolo con recelo.)- Tu
 honor, según creo, nada podrá objetar a mi
 proposición.
 FERNANDO.- ¡No, padre mío! Federica de
 Ostheim podrá hacer felicísimo a otro cualquiera.
 (Aparte, lleno de confusión.) Su bondad acaba de
 desgarrar ahora la parte de mi corazón que había
 dejado intacta su maldad.
 EL PRESIDENTE. (Sin apartar de él los ojos.)-
 Espero la expresión de tu gratitud, Fernando...
 FERNANDO. (Cogiéndole la mano, y
 besándosela con fervor.)-
 ¡Padre! vuestra generosidad inflama todos mis
 sentimientos... ¡Padre! mi gratitud más ferviente por
 vuestras benévolas intenciones... Vuestra elección es
 irreprochable... pero... no puedo... no oso...
 ¡compadeceos de mí!... no puedo amar a la
 Condesa...
 EL PRESIDENTE. (Retrocediendo un paso.)-
 ¡Hola! Atrapé al cabo al caballero. ¡Cayó, pues, en el
 lazo el joven hipócrita!... No era el honor el que te
 impedía casarte con la inglesa... No la mujer, el
 casamiento te repugnaba. (Fernando, que al
 principio se queda como petrificado, hace ademán
 de irse.) ¿Adónde vas? ¡Detente! ¿Es así como me
 muestras el debido respeto? (El Mayor retrocede.)
 Han anunciado ya tu visita en casa de la Inglesa. He
 dado al Príncipe mi palabra. La ciudad y la corte
 entera lo saben... Si me dejas por embustero ante el
 Príncipe, oh joven... ante lady Milford, ante la
 ciudad... si me dejas por embustero ante la Corte...
 entonces, oh joven, podré aludir yo a ciertas histo-
 rias... ¡Detente! ¡Hola! ¿qué significa ese rubor
 repentino que enciende tu rostro?
 FERNANDO. (Blanco como la nieve, y
 temblando.)- ¿Cómo? ¿Qué? Nada hay de cierto en
 eso, padre mío.
 EL PRESIDENTE. (Echándole una mirada
 terrible.)- ¿Y si lo es?... ¿Y si encuentro yo la causa
 de esa resistencia tuya?... ¡Ah, joven! La sola
 sospecha de su certeza me hace delirar de rabia.
 ¡Vete ahora mismo! La parada comienza. ¡A casa de
 Milady, en cuanto sepas la palabra de orden!... Si yo
 me presento, el Ducado tiembla. Veremos si la
 obstinación de un hijo me doma. (Se aleja y vuelve.)
 ¡Te repito, joven, que has de ir allá, o huir de mi
 enojo! (Vase.)
 FERNANDO. (Como si despertara de una
 pesadilla.)- ¡Se ha ido! ¿Era esa la voz de mi padre?...
 Sí; iré... yo iré... le diré ciertas cosas... le presentaré
 un espejo... ¡infame! y si entonces insistes en pedir
 mi mano... ante toda la nobleza, el ejército y el
 pueblo... revístete con todo el orgullo de tu
 Inglaterra... yo, joven alemán, te rechazo ignomi-
 niosamente. (Vase corriendo.)


 ACTO II.
 ESCENA PRIMERA.
 Sala en el palacio de lady Milford; a la derecha un sofá. Y a
 la izquierda un piano.
 MILADY, vestida a la negligé, aunque de una manera
 encantadora, sin peinarse, está sentada en el piano preludian-
 do; SOFÍA, su doncella de cámara, deja al mismo tiempo la
 ventana.
 SOFÍA.- Los oficiales se separan. Terminó la
 parada... pero yo no he visto a Walter.
 MILADY. (Muy inquieta, levantándose, y
 paseándose por la sala.)- No sé cómo me encuentro
 hoy, Sofía... Jamás me he sentido así... ¿No lo has
 visto, pues?... Sin duda... No se apresurará... Como
 un crimen pesa sobre mi conciencia... ¡Vete, Sofía!...
 que me enjaecen el caballo más fogoso de la
 caballeriza. Quiero correr al aire libre... ver hombres
 y el cielo azul, y me aliviaré acaso cabalgando.
 SOFÍA.- Si os sentís molesta, Milady... reunid
 aquí gente; que el Duque juegue, o poned ante
 vuestro sofá la mesa del hombre. Si el Príncipe y toda
 su corte dependieran de mí, y me pasase por la
 imaginación algún capricho...
 MILADY. (Dejándose caer en el sofá.)-
 Suplícote que te compadezcas de mí. Un diamante te
 doy por cada hora en que me libres de ellos. ¿He de
 tapizar mi gabinete con tales personajes?... Son
 bribones o miserables que se asustan cuando se me
 escapa alguna palabra generosa, y abren boca y
 narices como si contemplaran un fantasma... es-
 clavos de un muñeco, que yo manejo tan fácilmente
 como mi hilo. ¿Qué he de hacer con esos seres, cuya
 alma se mueve con tanta uniformidad como sus
 relojes? ¿Qué placer me ofrecerá preguntarles algo, si
 ya de antemano conozco sus respuestas? ¿He de
 hablar con ellos, si su opinión, con toda certeza, ha
 de ser igual a la mía?... ¡Lejos de mí! Es triste montar
 un caballo que ni aun tascar el freno sabe. (Acércase
 a la ventana.)
 SOFÍA.- Sin embargo, exceptuaréis sin duda al
 Príncipe... al más bello... al amante más apasionado...
 al ingenio más agudo de todo el Reino.
 MILADY. (Que vuelve.)- Porque este Reino es
 suyo... y sólo un principado, oh Sofía, puede servir
 de tolerable excusa a mi capricho... ¿Dices que me
 tienen envidia? ¡Pobrecilla! Lástima debieran
 tenerme. Entre todos los que viven a expensas de la
 Majestad soberana, el más desdichado es la favorita,
 porque ella sola conoce la pequeñez del rico y del
 poderoso Príncipe... Verdad es que, en virtud de su
 poder, evoca de la tierra la satisfacción de mis
 deseos, como si dispusiera de un talismán
 encantado... Haría servirme a la mesa manjares de las
 dos Indias... trocaría desiertos en paraísos... haría
 llegar hasta las nubes las fuentes de su territorio, o
 gastaría en fuegos artificiales la médula de los huesos
 de sus súbditos... Pero ¿puede también ordenar a su
 corazón que lata con fuego y con grandeza, al
 compás de otro corazón grande y fogoso? ¿Puede
 sugerir a su cerebro árido un solo pensamiento
 bello?... Siento el hambre, estando hartos mis
 sentidos. ¿Para qué me aprovechan mis buenas
 ideas, si solo he de ahogar emociones?
 SOFÍA- (Observándola admirada.)- ¿Cuánto
 tiempo hace, Milady, que estoy a vuestro servicio?
 MILADY.- ¿Lo dices porque hoy me conoces al
 fin?... Verdad es, querida Sofía... He vendido mi
 honor al Príncipe, pero mi corazón se ha quedado
 libre... un corazón, bien mío, acaso digno de un
 hombre... sobre el cual el aire persistente de la costa
 se ha deslizado como el aliento sobre un espejo...
 Créeme, querida; tiempo largo ha que hubiese
 abandonado a este pobre Príncipe, si mi ambición
 no se resistiera a ceder a otra mi rango en la Corte.
 SOFÍA.- Y ese corazón ¿se ha sometido a
 vuestra ambición tan voluntariamente?
 MILADY. (Animada.)- ¡Como si no se hubiese
 ya vengado!... ¡Como si no se vengara ahora
 mismo!... ¡Sofía! (Con intención, y poniendo su
 mano en el hombro de Sofía.) ¿Nosotras las mujeres
 hemos de elegir entre señores y esclavos; pero el
 placer más sublime del mundo es sólo un auxiliar
 miserable, si nos está vedado el supremo, el de ser
 esclavas del hombre a quien amamos.
 SOFÍA.- Verdad, Milady, aunque no esperaba
 nunca oírla de vuestros labios.
 MILADY.-¿Y por qué no, mi Sofía? La manera
 pueril con que llevamos el cetro ¿no demuestra que
 sólo servimos para gastar andadores? ¿No observas
 que mis caprichos superficiales... que mis placeres
 ruidosos no se proponen otro fin que ahogar
 pasiones indomables que bullen en mi pecho?
 SOFÍA. (Retrocediendo asustada.)- ¡Señora!
 MILADY. (Con más calor.)- ¡ Satisfácelas!
 ¡Dame el hombre por quien suspiro... a quien
 adoro... que muera yo, Sofía o que sea mío! (Con
 ternura.) Oiga yo de su boca que las lágrimas del
 amor son más bellas en nuestros ojos que los
 diamantes en nuestra cabeza... (Con entusiasmo) y
 depongo a los pies del Príncipe su corazón y su
 principado, y huyo con este hombre, huyo con él al
 desierto más remoto del universo.
 SOFÍA. (Mirándola horrorizada.)- ¡Cielos! ¿Que
 hacéis? ¿Qué tenéis, Milady?
 MILADY. (conmovida.)- ¿Palideces? ¿He dicho
 demasiado? Que mi confianza en ti selle tus labios...
 Oye más... óyelo todo.
 SOFÍA. (Mirándola con angustia.)- Temía,
 Milady... temía... no quiero oír más.
 MILADY.- El casamiento con el Mayor... tú y
 todos lo califican de intriga cortesana... Sofía... no te
 ruborices... no me censures... es la obra... de mi
 amor.
 SOFÍA.- ¡Santo Dios! Ya lo presumía.
 MILADY.- Se han dejado engañar, Sofía, el
 débil Príncipe... el sagacísimo Walter... el estúpido
 Mariscal... Todos y cada uno de ellos jurarán que es
 el medio infalible de asegurarme el Duque, de
 estrechar más nuestra unión... Si... de romperla para
 siempre, de romper para siempre estas cadenas
 vergonzosas... ¡Impostores engañados! ¡vencidos
 por una débil mujer! Vosotros mismos me traeréis a
 quien amo. He aquí lo que yo pretendía... Téngalo al
 fin... téngalo yo... y entonces, ¡adiós para siempre
 abominable poder!

 ESCENA II.
 Los mismos y un viejo AYUDA DE CÁMARA del
 Príncipe
 con un estuche de joyas.
 EL AYUDA DE CÁMARA.- S. A. S. el Duque
 saluda a Milady, y le envía estos brillantes para su
 boda. Llegan ahora de Venecia.
 MILADY.- (Que abre el estuche, y retrocede
 horrorizada.) ¿Cuánto han costado estas joyas al
 Duque?
 EL AYUDA DE CÁMARA.- No le cuestan
 nada.
 MILADY.- ¿Cómo? ¿Estás loco? ¿Nada?... Y
 (Alejándose de él un paso.) ¡tú me miras como si
 quisieras atravesarme el corazón!... ¿Nada la cuestan
 estas pedrerías, de un precio incalculable?
 EL AYUDA DE CÁMARA.- Ayer salieron para
 América siete mil jóvenes del país... que lo pagan
 todo.
 MILADY. (Que deja en la mesa el estuche de
 repente, se pasea por la sala, y después de una pausa
 se vuelve hacia el Ayuda de cámara.) ¿Qué tienes,
 hombre? ¿Lloras acaso?
 EL AYUDA DE CÁMARA. (Que se enjuga las
 lágrimas, con voz cavernosa y temblando.)- Piedras
 preciosas como estas... me cuestan también dos
 hijos.
 MILADY. (Que se vuelve también azorada, y
 coge su mano.)- Pero no a la fuerza...
 EL AYUDA DE CÁMARA. (Sonriendo
 horriblemente.)- ¡Oh Dios!... No... sin duda
 voluntarios... Verdad es que algunos aturdidos,
 saliéndose de las filas, preguntaron a los coroneles
 cuánto daban al Príncipe por la esclavitud de sus
 súbditos... Pero nuestro clemente Soberano llevo a
 los regimientos a la plaza de Armas, e hizo fusilar a
 los habladores... Oímos sonar las descargas, vimos
 los sesos por el suelo, y todo el ejército grito: «¡Viva!
 ¡A América!»
 MILADY. (Dejándose caer horrorizada en el
 sofá.)- ¡Dios Mío, Dios mío!... ¡No oír yo nada! ¡No
 notar nada!
 EL AYUDA DE CÁMARA.- Sí, bondadosa
 señora... ¿Por qué en compañía de nuestro Duque
 cazabais los osos, cuando tocaban la marcha de
 despedida?... No debierais haber faltado en el
 instante solemne, en que anunciaron los tambores la
 partida, cuando pobres huérfanos, llenando los aires
 con sus clamores, seguían a sus padres, o madres
 desesperadas corrían de aquí para allá para ensartar
 en las bayonetas a sus niños de pecho, o se separaba
 a sablazos a los novios, o estábamos allí los ancianos
 desolados, y algunos tiraban sus muletas deseando
 acompañar al Nuevo Mundo a los... ¡Oh! y todo
 esto al son de los tambores para que nada oyera el
 que todo lo oye.
 MILADY. (Levantándose muy conmovida.)-
 ¡Llevaos esas joyas!... iluminan mi corazón con
 resplandores infernales. (Con dulzura, al Ayuda de
 cámara.) ¡Sosiégate, pobre anciano! ¡Volverán!
 ¡Verán de nuevo a su patria!
 EL AYUDA DE CÁMARA.- ¡Dios solo sabe...
 si eso será!... Todavía, al llegar a las puertas de la
 ciudad, gritaban mirando hacia atrás: «¡Quedaos con
 Dios, mujeres e hijos!... ¡Viva nuestro Soberano!...
 ¡Hasta el día de juicio!»
 MILADY.
 (Paseándose muy agitada.)-
 ¡Abominable! ¡Horrible!... Decíanme que yo había
 enjugado todas las lágrimas de este país... La verdad,
 en su espantosa desnudez, me abre los ojos... Anda...
 di a tu señor... ¡yo le daré las gracias personalmente!
 (El Ayuda de cámara hace ademán de irse, y ella le
 echa en el sombrero una bolsa de dinero.) Y toma
 esto por haberme dicho la verdad.
 EL AYUDA DE CÁMARA. (Devolviéndosela
 con desprecio.) Juntadla con lo demás.
 MILADY. (Siguiéndolo admirada con la vista.)-
 ¡Corre tras él, Sofía, y pregúntale su nombre! Verá
 de nuevo a sus hijos. (Vase Sofía; Milady se pasea
 meditabunda; a Sofía, que vuelve.) ¿No has oído
 decir hace poco, que el fuego había devorado una
 población de la frontera, y reducido a la miseria a
 cuatrocientas familias? (Llama.)
 SOFÍA.- ¿Qué idea es esta ahora? Sin duda es
 así, y la mayor parte de esos desdichados, en la
 actualidad, sirven a sus acreedores como esclavos, o
 perecen en las minas de plata de nuestro Príncipe.
 UN CRIADO. (Que llega.)- ¿Qué manda
 Milady?
 MILADY. (Dándole el estuche.)- ¡Que lleven
 esto sin tardanza a esa región abrasada!... Que se
 vendan al punto esas joyas, que yo lo ordeno, y que
 su precio se distribuya entre las cuatrocientas
 familias arruinadas por el incendio.
 SOFÍA.- Reflexionad, señora, que os exponéis a
 la mayor desgracia.
 MILADY. (Con dignidad.)- ¿Y he de llevar la
 maldición de todos sobre mi cabeza? (Hace una
 señal al criado, y este se va.) ¿Quieres acaso que yo
 sucumba bajo el peso de tantas lágrimas? Anda,
 Sofía... Vale más piedras falsas en los cabellos, que
 soportar ese peso en el corazón.
 SOFÍA.- ¡Pero alhajas como esas! ¿No hubierais
 podido dar las peores? En verdad, Milady, que
 vuestra conducta es imperdonable.
 MILADY.- ¡Loca! En cambio se derramarán en
 mi honor más perlas y brillantes que las que adornan
 las diademas de diez reyes, y más bellas...
 EL CRIADO. (Que vuelve.)- ¡El Mayor Walter!
 SOFÍA. (Acercándose a Milady.)- ¡Dios mío!
 ¡Que pálida os ponéis!
 MILADY.- El primer hombre que me asusta...
 ¡Sofía!... (Al criado.) ¡Me siento mal, Eduardo!...
 ¡Detente!... ¿Parece alegre? ¿Se ríe? ¿Que dice? ¡Oh
 Sofía! ¿No es verdad que he de parecerle antipática?
 SOFÍA.- Os suplico, Milady...
 EL CRIADO.- ¿Ordenáis que lo despida?
 MILADY. (Balbuceando.)- Será bien venido
 para mí. (Vase el criado.) Habla, Sofía... ¿qué le
 digo? ¿Cómo lo recibo? Quedaré muda... se burlará
 de mi debilidad... me... ¡oh! ¡que triste
 presentimiento!... ¿Me abandonas, Sofía?... ¡qué-
 date!.. Pero no... vete... ¡No, no te vayas! (El Mayor
 atraviesa la antesala.)
 SOFÍA.- ¡Reanimaos! ¡Ahí está ya!

 ESCENA III.
 Los mismos.- FERNANDO WALTER.
 FERNANDO. (Haciendo una ligera cortesía.)-
 Si os interrumpo, señora...
 MILADY. (Latiéndole el corazón visiblemente)-
 Nada, señor Mayor. ¿Qué cosa más importante para
 mí?...
 FERNANDO.- Vengo por orden de mi padre...
 MILADY.- Se lo agradezco en el alma.
 FERNANDO.- Para anunciaros que nos
 casamos... Tal es la comisión de mi padre.
 MILADY.
 (Que se pone descolorida, y
 tiembla.)- ¿No el lenguaje de vuestro corazón?
 FERNANDO.- Los Ministros y los alcahuetes
 no se ocupan nunca en esto.
 MILADY. (Tan angustiada, que no puede
 hablar.)- Y ¿por vuestra parte nada tenéis que
 añadir?
 FERNANDO. (Mirando a Sofía.)- mucho.
 MILADY. (Haciendo una seña a Sofía, que se
 aleja.)- ¿Queréis tomar asiento en este sofá?
 FERNANDO.- ¡Seré conciso, Milady!
 MILADY.- Y bien...
 FERNANDO.- Soy un hombre de honor.
 MILADY.- A quien estimo como es justo.
 FERNANDO.- Un caballero.
 MILADY.- El mejor del Ducado
 FEMANDO.- Y oficial.
 MILADY. (Con lisonja.)- Cualidades son esas
 comunes a otros ¿Por qué omitís las que os son
 peculiares?
 FERNANDO. (Con frialdad.)- Ahora son
 inútiles.
 MILADY. (Con angustia creciente.)- Pero ¿qué
 debo pensar, de ese exordio?
 FERNANDO. (Lentamente, y con intención.)-
 Como el reproche del honor, si tenéis el capricho de
 forzarme a daros la mano.
 MILADY. (Levantándose.)- ¿Que significa esto,
 señor Mayor?

 FERNANDO. (Con calma.)- El lenguaje que me
 sugiere mi corazón... mi nobleza... y esta espada.
 MILADY.- El Príncipe os dio esa espada.
 FERNANDO.- Me la dio la Patria por
 mediación del Príncipe... Dios, mi corazón... y mi
 nobleza, cinco siglos.
 MILADY.- El nombre del Duque...
 FERNANDO. (Con calor.)- ¿Puede acaso el
 Duque quebrantar a su capricho las leyes humanas,
 labrar acciones como labra moneda?... Él mismo no
 puede elevarse sobre el honor, pero sí sellar sus
 labios con oro. Puede ocultar la vergüenza bajo su
 manto de armiño. Por Dios, Milady, no hablemos
 más de esto... La cuestión no es ahora sobre
 proyectos frustrados, ni sobre antigüedad de la
 alcurnia... ni sobre la milicia... o la opinión pública.
 Estoy dispuesto a hollar todo esto bajo mis plantas,
 si llegáis a convencerme de que el precio del
 sacrificio no es peor que el sacrificio mismo.
 MILADY. (Alejándose de él afligida.)- ¡Señor
 Mayor! Sois injusto conmigo.
 FERNANDO.
 (Tomando su mano.)-
 Perdonadme. Hablemos aquí sin testigos. La
 circunstancia que nos reúne a los dos ahora, nunca
 más en adelante, me autoriza, me obliga a revelaros
 mis sentimientos más secretos... No puedo ex-
 plicarme que una señora de tanta belleza y tanto
 talento... prendas ambas tan estimadas por todos los
 hombres, se haya entregado a un Príncipe que solo
 admira en ella a su sexo, y que esta misma señora no
 se avergüence de ofrecer su corazón a otro.
 MILADY. (Mirándolo fijamente con dignidad.)-
 ¡Decidió todo, sin miedo!
 FERNANDO.- Os llamáis inglesa. Permitidme...
 yo no puedo creer que lo seáis. La hija libre de la
 nación más libre del orbe... y tan orgullosa, que ni
 aun alaba la virtud extranjera... jamás puede ser
 esclava del vicio extranjero. No es posible que seáis
 inglesa... o el corazón de esta inglesa es tan pequeño,
 como grande y osado el que late en el pecho de sus
 conciudadanos.
 MILADY.- ¿Habéis concluido ya?
 FERNANDO.- Se podría responder que es
 vanidad mujeril... pasión... temperamento...
 inclinación al placer; que es ya harto frecuente que la
 virtud sobreviva al honor; que muchas, después de
 deshonrarse, se han reconciliado más tarde con el
 mundo por sus nobles acciones, y redimido su
 vergonzoso tráfico, haciendo de él un uso benéfico...
 Pero ¿cuál es la causa de que este país, se vea
 atormentado de tan insoportables exacciones, antes
 desconocidas?... Y esto se hace en nombre del
 Duque... He concluido.
 MILADY. (Afable y dignamente.)- Por vez
 primera, oh Walter, suenan tales discursos en mis
 oídos, y sois también el único hombre, a quien yo,
 después de escucharlos, contesto. Al rechazar mi
 mano, os estimo; os perdono que me calumniéis,
 pero no creo que lo hagáis seria y deliberadamente.
 Cualquiera que se singulariza, ofendiendo de ese
 modo a una señora, que puede perderlo es una sola
 noche, o sabe que esa señora es demasiado generosa,
 o carece de razón... Que Dios Omnipotente, el que
 nos reunirá más adelante al Príncipe, a vos y a mí, os
 perdone, el cargo que me hacéis de causar yo la ruina
 del país... Pero en mí habéis provocado a las
 inglesas, y a tales invectivas debe contestar mi Patria.
 FERNANDO. (Apoyándose en su espada.)-
 Tengo curiosidad de oíros.
 MILADY.- Sabed, pues, lo que, excepto a vos, a
 nadie he confiado, ni a nadie confiaré... Yo no soy,
 oh Walter, la aventurera que creéis. Podría
 envanecerme y afirmar que soy de sangre de
 Príncipes, de la familia desdichada de Tomás
 Norfolk, que se sacrificó por María, Reina de
 Escocia... Mi padre, primer chambelán de Palacio,
 fue acusado de traición por mantener relaciones con
 Francia, condenado por un fallo del Parlamento, y
 decapitado... La Corona se apropió nuestros bienes.
 Fuimos todos desterrados. Mi madre murió el
 misma día del suplicio de mi padre. Yo... niña de
 unos catorce años... me refugié en Alemania, con mi
 aya... una cajita de joyas... y esta cruz de mi familia,
 que mi madre moribunda me puso al cuello con sus
 manos. (Fernando se queda pensativo, y la mira con
 interés; ella prosigue con mayor animación.)
 Enferma... sin nombre... sin apoyo ni fortuna. Yo
 nada sabía más que algunas palabras de francés...
 labores ligeras de aguja... y tocar el piano... y en
 cambio sabía comer en vajilla de oro y plata, dormir
 bajo colchas de damasco, poner en movimiento a
 diez criados a una leve señal, y escuchar las lisonjas
 de los grandes... Seis años transcurrieron así
 llorando... Mi última joya voló... Mi aya murió, y mi
 destino condujo a Hamburgo a vuestro Duque.
 Paseándome un día a orillas del Elba, observé su
 corriente, y comencé a cavilar si sus aguas serían más
 profundas que mi dolor... El Duque me vio, me
 siguió, y averiguo en donde vivía... postróse a mis
 pies, y juró amarme. (Detiénese conmovida, y
 después prosigue con voz lastimera.) Todas las
 imágenes de mi infancia reaparecieron, con su brillo
 seductor... Lo porvenir, inconsolable, se me ofrecía
 negro como la tumba... Mi corazón ardía en deseos
 de encontrar otro corazón... Yo me entregué al suyo.
 (Alejándose de él.) Condenadme ahora.
 FERNANDO. (Muy conmovido, corre a ella, y
 la detiene.)- ¡Milady! ¡Oh cielos! ¿Qué digo? ¿Qué
 he hecho?... Mi falta es horrorosa. No es posible que
 me la perdonéis.
 MILADY. (Que vuelve a intenta animarse.)-
 ¡Oíd más! El Príncipe, a la verdad, sorprendió mi
 juventud inexperta; pero la sangre de los Norfolk,
 rebelándose, me decía: «Tú, Emilia, Princesa por tu
 nacimiento, ¿has llegado a ser la concubina de un
 Príncipe?» Mi orgullo y mi destino luchaban en mi
 pecho, cuando el Duque me trajo aquí, y se presentó
 ante mis ojos la escena más horrenda... El deleite de
 los potentados de este mundo es insaciable hiena
 que busca sus víctimas con hambre jamás harta...
 Habíase ensañado cruelmente en este país...
 separando al amante de su amada... rompiendo el
 santo vínculo del matrimonio... ya acabando con la
 tranquila felicidad de las familias... ya infundiendo
 contagio pestífero en corazones jóvenes o
 inexpertos; y discípulas moribundas, entre reproches
 y maldiciones, se avergonzaban del nombre de su
 maestro... Yo me interpuse entre el tigre y el
 cordero; arranqué de los labios del Príncipe un
 juramento, explotando un instante de pasión, y
 cesaron desde entonces los sacrificios.
 FERNANDO.- (Recorriendo la sala con la
 mayor inquietud.) ¡No más, Milady! Basta ya.
 MILADY.- A tan triste período siguió otro más
 triste aún. La Corte y el serrallo estaban llenos de la
 hez de Italia. Frívolas parisienses jugaban con el
 temido cetro, y el Pueblo era víctima sangrienta de
 sus caprichos... Todas ellas desaparecieron. Cayeron
 a mi vista en el polvo una tras otra, porque yo sola
 era más coqueta que todas juntas. Yo arrebate las
 riendas al tirano, adormeciéndolo con mis arrullos...
 Tu patria, Walter, conoció por vez primera que una
 mano vigorosa la regia, y se abandonó confiada a mi
 tutela. (Pausa: míralo con dulzura.) ¡Oh! ¿Por qué
 razón el único hombre, de quien yo desearía ser
 conocida, ha de obligarme a alabarme y a hacer
 ostentación de mi modesta virtud? Yo, Walter, he
 abierto muchos calabozos... rasgado sentencias de
 muerte, y abreviado condenas perpetuas a galeras.
 Bálsamo consolador he vertido por lo menos en
 incurables heridas... confundido en el polvo a
 poderosos criminales, y salvado a menudo la causa
 de la inocencia con mis lágrimas de cortesana...
 ¡Cuán grato, oh joven, era esto para mí! ¡Con que
 orgullo rechazaba, mi corazón sus quejas,
 formuladas por mi sangre aristocrática!... Y el
 hombre que solo ahora podía recompensarme... el
 hombre, que por obra del destino había quizás de
 indemnizarme de mis anteriores sufrimientos... el
 que ya abrazaba en mis sueños con ardor...
 FERNANDO. (Interrumpiéndola muy
 conmovido)- ¡Es demasiado, es demasiado! Esto es
 contra nuestro pacto, Milady. Deberíais solo
 justificaros, y hacéis de mí un criminal. Ahorrad... yo
 os conjuro... ahorradme ese disgusto, y no desgarréis
 mi corazón, llenándolo de vergüenza y de cruel
 remordimiento.
 MILADY. (Estrechando su mano.)- ¡Ahora o
 nunca! La heroína se ha mostrado ya con exceso... tú
 has de sentir ahora el peso de estas lágrimas (con
 mucha ternura.) Oye, Walter, si una desdichada...
 atraída hacia ti por una fuerza poderosa e
 irresistible... se acercase a ti rebosando su pecho, de
 amor ardiente e inagotable... ¡Walter! y tú
 pronunciaras entonces esa palabra fría de honor...; si
 esa desdichada... bajo el peso de su vergüenza...
 cansada del vicio... heroicamente exaltada por la voz
 de la virtud... así... se arrojase en tus brazos... (Lo
 abraza, y lo conjura solemnemente) salvada por ti...
 por ti devuelta al cielo; o (separando de él su rostro,
 y con voz temblona y sorda) habiendo de huir de tu
 imagen, y obedecer el grito horrible de la
 desesperación, para encenagarse aún más en el
 abismo repugnante del vicio...
 FERNANDO. (Arrancándose de sus brazos, y
 afligido e inquieto con extremo.) ¡No! ¡por Dios
 omnipotente! no puedo sufrir esto... Milady, yo
 debo... mándanmelo el cielo y la tierra... yo debo
 haceros una confesión, Milady.
 MILADY. (Alejándose de él.)- ¡Ahora no!
 ¡Ahora no, por lo, más sagrado!... no en este
 momento crítico, en que mil agudos puñales llenan
 de sangre mi corazón... Sea mi muerte o mi vida...
 ¡no oso... no quiero oírlo!...
 FERNANDO.- Sin embargo, sin embargo,
 estimable Lady, es preciso. Lo que he de deciros
 atenuará mi culpa, y me servirá de poderosa excusa
 de lo pasado... Me engañé al juzgaros, Milady.
 Esperaba... deseaba encontraros merecedora de mi
 desprecio. Vine aquí firmemente resuelto a
 ofenderos, y a excitar vuestro odio... ¡Felices ambos,
 si hubiese logrado mi propósito! (Deteniéndose, y
 prosiguiendo con timidez y en voz baja.) Yo amo,
 Milady... amo a una joven oscura... a Luisa Miller,
 hija de un músico. (Milady, pálida, se aleja: él
 continúa más animado.) Sé que abro a mis pies un
 abismo; pero aunque la prudencia imponga silencio
 a la pasión, el deber habla tanto más alto... Yo soy el
 culpable. Yo, el primero, le arrebaté la tranquila paz
 de su inocencia... infundí en su corazón exageradas
 esperanzas, y lo hice presa de violentos afectos...
 Recordaréis mi clase... mi nacimiento... las ideas de
 mi padre...; pero yo la amo... Mi deseo sube tanto
 más, cuanto más destrozada se halla la naturaleza
 bajo el peso de las conveniencias sociales... Mi
 resolución luchará con las preocupaciones...
 Veremos si sucumbe la moda, o si sucumbe la
 humanidad. (Milady se ha retirado mientras tanto a
 un rincón de la sala, y se oculta el rostro entre las
 manos. Él la sigue.) ¿Queréis decirme algo, Milady?
 MILADY. (Expresando el dolor más
 profundo.)- ¡Nada, señor de Walter! Nada, sino que
 os precipitáis en el abismo, y a mí y a una tercera
 persona.
 FERNANDO.- ¿También a una tercera?...
 MILADY.- Juntos no podemos ya ser felices.
 Víctimas nos hace la precipitación de vuestro padre.
 Nunca será mío el corazón de un hombre que me da
 a la fuerza su mano.
 FERNANDO.- ¿A la fuerza, Milady? ¿A la
 fuerza he de darla, y darla, sin embargo? ¿Podréis
 obligar a una mano, no a un corazón? ¿Arrebatará
 una joven un hombre, que es para ella el mundo
 entero? ¿A un hombre la doncella, el mundo entero
 para él? Vos, Milady... hace un instante la sublime
 inglesa... ¿podéis hacerlo?
 MILADY.- Porque debo. (Con energía y
 seriedad.)- Mi pasión, Walter, cede ante la ternura
 que me inspiráis. Mi honor no puede ceder...
 Nuestro enlace es el objeto de la conversación de
 todo el país. Todas las miradas, todos los dardos de
 la maledicencia se dirigen contra nosotros. Mi
 oprobio será indeleble, si un súbdito del Príncipe me
 desprecia. Arreglaos con vuestro padre. Defendeos
 como podáis... yo hago estallar todas las minas.
 (Vase apresuradamente, el Mayor se queda mudo y
 estupefacto. Pausa. Después se retira con
 precipitación.)

 ESCENA IV.
 Aposento en casa del Músico.
 MILLER, SU ESPOSA Y LUISA, que entran
 corriendo.
 MILLER. (Muy inquieto.)- ¡Ya lo había yo
 pronosticado!
 LUISA. (Con la mayor angustia.)- ¿Qué, padre?
 ¿Qué?
 MILLER. (Paseándose como un loco.)- ¡Mi
 vestido de gala!. ¡Pronto!... debo anticiparme... ¡y
 una camisola blanca!... ¡Me lo figuré en seguida!
 LUISA.- ¡Por Dios! ¿Qué os habéis figurado?
 SU MADRE.- ¿Qué hay, pues? ¿Qué es ello?
 MILLER. (Que tira al suelo su peluca.)-
 ¡Ahora... corriendo a casa del peluquero!... ¿Qué
 hay? (Poniéndose de un salto delante del espejo.) ¡Y
 mi barba, también de un dedo de larga!... ¿Qué
 hay?... ¿Qué será? ¡Di, carroña!... El diablo anda
 suelto, y la tempestad descargará sobre tu cabeza.
 SU MUJER.- ¡Es claro! Todo descargará sobre
 mí.
 MILLER.- ¿Sobre ti? ¡Sí, lengua maldita! y
 ¿sobre quién había de ser? Hoy por la mañana, con
 tu endiablado gentilhombre... ¿No lo dije
 entonces?... Wurm charló ya.
 SU MUJER.- ¡Ah! ¿Es eso? ¿Cómo lo has de
 saber tú?
 MILLER.- ¿Cómo lo he de saber?... Ahí... bajo
 el dintel de la puerta, hay un dependiente del
 Ministro preguntando por el músico.
 LUISA.- ¡Estoy muerta!
 MILLER.- Y ¡tú también, con tus ojos de oreja
 de ratón! (Ríese con malignidad.) He aquí la
 confirmación de lo que se dice: cuando el diablo
 pone un huevo en una casa, nace al dueño una hija
 linda... Ahora lo veo manifiesto.

 SU MUJER.- ¿De dónde sabes tú que se trata de
 Luisa?... Quizás te hayan recomendado al Duque.
 Puede quererte para su orquesta.
 MILLER. (Cogiendo apresuradamente su
 bastón.)- ¡Caiga sobre ti la lluvia de azufre de
 Sodoma!... ¡La orquesta!... ¡Sí; en la que tú,
 alcahueta, aullarás de tiple, y mi bastón hará de bajo!
 (Déjase caer en su asiento.)
 LUISA. (Sentándose también, pálida como un
 cadáver.)- ¡Madre! ¡Padre! ¿Por qué mi sobresalto?
 MILLER. (Levantándose.)- ¡Pero que pase una
 sola vez ese chupatinta a mi alcance!... ¡que pase!...
 ya en este mundo, ya en el otro... si no le rompo el
 cuerpo y el alma, y le imprimo en la piel los siete
 Mandamientos, y las siete súplicas del Padre
 Nuestro, y todos los libros de Moisés y de los
 Profetas, de suerte que se conserven las señales hasta
 el día de la resurrección de los muertos...
 SU MUJER.- ¡Sí! ¡Jura y alborota! Así
 ahuyentarás al diablo. ¡Socórrenos, Dios Santo! ¿En
 dónde refugiarnos? ¿Qué hacer? ¿Cómo salir de este
 trance? ¡Miller, di algo! (corre aullando por el
 aposento.)
 MILLER -¡Voy a ver al Ministro! Yo mismo le
 hablaré... Yo en persona se lo diré. Tú lo sabías
 antes que yo. Podías habérselo indicado. Nuestra
 hija se hubiese dejado persuadir. Todavía era
 tiempo... pero no... lo importante era dar pábulo a la
 crítica; lo importante era que mordiese el anzuelo. ¡Y
 tú has echado leña en la hoguera!... ¡Bueno! Ahora
 guarda tu piel de alcahueta. ¡Traga ahora el manjar
 que has guisado! ¡Yo cargo con mi hija, y atravieso
 la frontera!

 ESCENA V.
 Los mismos y FERNANDO WALTER, que, sin
 aliento, entra apresuradamente.
 FERNANDO.- ¿Ha venido mi padre?
 LUISA. (Levantándose asustada.)- ¡Su padre!
 ¡Dios Todopoderoso!
 SU MADRE. (Juntando las manos.)- ¡El
 Presidente! Todo se acabó.
 MILLER. (Riendo con malicia.)- ¡Loado sea
 Dios! ¡Loado sea Dios! ¡Ya empieza la fiesta!
 FERNANDO. (Corriendo hacia Luisa, y
 estrechándola en sus brazos.)- ¡Tú eres mía, aunque
 el cielo y el infierno se interpongan entro nosotros!
 LUISA.- ¡Mi muerte es segura!... ¡Habla!... Has
 pronunciado un nombre horrible... Tu padre.
 FERNANDO.- Nada. Nada. Ya pasó todo. Tú
 eres de nuevo mía. Yo soy otra vez tuyo. Déjame
 respirar en tu pecho. Fue un momento crítico.
 LUISA.- ¿Cuál? ¡Tú me matas!
 FERNANDO. (Que retrocede, y la mira con
 pasión.)- Un momento, Luisa, en que se interpuso
 entre ambos una forma extraña... en que mi
 conciencia hizo palidecer a mi amor, en que mi Luisa
 dejó de ser todo para su Fernando... (Luisa cae en la
 silla, tapándose el rostro; Fernando corre a ella, la
 contempla en silencio e inmóvil, y después la deja de
 repente muy conmovido.) ¡No! ¡Nunca! ¡Imposible,
 Milady! ¡Es pedir demasiado! Yo no puedo
 sacrificarte esta inocente... no, ¡por Dios
 Todopoderoso! Yo no puedo violar mi juramento,
 que, como el trueno del cielo, me amenaza desde
 esos ojos lánguidos... ¡Mira aquí, Milady!... ¡aquí,
 padre tirano!... ¿Yo he de degollar este ángel? ¿He
 de abandonar a los tormentos del infierno a esta
 alma celestial? (con energía, acercándose de nuevo a
 ella.) Quiero llevarla ante el trono del Juez Supremo,
 y si es mi amor un crimen, que el Eterno lo declare.
 (Le coge una mano, y la levanta de la silla.)
 ¡Anímate, prenda mía la más querida!... ¡Venciste!
 Como en triunfo vengo aquí después de peligrosa
 lucha.
 LUISA.- ¡No! ¡No! No me ocultes nada.
 Pronuncia la horrible sentencia. ¿Has nombrado a tu
 padre? ¿Has nombrado a Milady?... Frío mortal me
 acomete. Dícese que se casará...
 FERNANDO. (Echándose a sus pies, como
 herido de un rayo.)¡Conmigo, desdichada!
 LUISA. (Después de una pausa, en voz baja y
 balbuciente, y con horrible calma.)- Y ahora... ¿qué
 temo ya?... Habíamelo ya dicho con frecuencia aquel
 anciano, que está allí... y yo nunca lo había creído.
 (Pausa, después se arroja llorando en los brazos de
 Miller. ¡Padre, aquí tienes de nuevo a tu hija!...
 ¡Perdón, padre!... ¿Qué había de hacer tu hija,
 cuando tan grato era su sueño... y tan horrible el
 despertar?...
 MILLER.- ¡Luisa! ¡Luisa!... ¡Oh Dios! Está fuera
 de sí... ¡Mi hija, mi pobre hija!... ¡Maldito sea tu
 seductor!... ¡Maldita la mujer que ha patrocinado
 estos amores!
 SU MUJER. (Abalanzándose llorosa a Luisa.)-
 ¿Merezco yo esta maldición, hija mía? Que Dios os
 perdone, Barón... ¿Qué os ha hecho este cordero,
 para que lo degolléis?
 FERNANDO. (Acercándose a ella.)- Pero yo
 desharé sus intrigas... romperé todas estas cadenas
 supersticiosas... Como hombre libre haré mi
 elección, para que esas almas de reptiles se arrastren
 alrededor del edificio gigantesco de mi amor.
 (Quiere irse.)
 LUISA. (Se levanta temblando de su sillón, y lo
 sigue.)- ¡Detente, detente! ¿Adónde quieres...?
 Padre... Madre... ¿nos abandona en este momento
 crítico?
 SU MADRE. (Corriendo hacia ella, y
 deteniéndola.)- El Presidente intenta venir aquí...
 maltratará a nuestra hija... nos maltratará a
 nosotros... Señor Walter, ¿también nos abandonáis?
 MILLER. (con risa colérica.)- ¿Que nos
 abandona? ¡Sin duda! ¿Por qué no?... ¡Ella se
 abandonó ya a él en cuerpo y alma! (Cogiendo la
 mano del Mayor, y la de Luisa.) ¡Paciencia, señor!
 Para salir de mi casa es preciso pasar por allí...
 Aguarda primero a tu padre... si no eres un bribón...
 cuéntale como te has insinuado en su corazón, oh
 seductor, o por Dios!... (Lanzándole su hija con ira y
 violencia.) Primero has de aniquilar a este gusano
 miserable, a quien su amor por ti ha llenado de
 oprobio.
 FERNANDO. (Que retrocede, y se pasea
 meditabundo.)- Grande es, a la verdad, el poder del
 Presidente... el derecho de la patria potestad es una
 palabra de extenso significado... hasta el crimen
 puede ocultarse bajo su sombra... y caminar mucho
 más allá... ¡más allá!... Sin embargo, el amor es en
 todo exagerado... ¡Aquí, Luisa! ¡Dame tu mano! (se
 la estrecha.) Así Dios no me abandone al exhalar el
 postrer suspiro... en el momento en que estas dos
 manos se separen, ¡queda roto todo vínculo entre mi
 existencia y la creación!
 LUISA.- ¡Tengo miedo! ¡No me mires! ¡Tus
 labios tiemblan! ¡Tus ojos se mueven de un modo
 siniestro!...
 FERNANDO.- ¡No, Luisa! ¡No tiemblo! ¡No
 deliro! El más rico presente del cielo es la decisión
 en el instante crítico, en que el alma oprimida
 expresa lo que siente de una manera insólita... Yo te
 amo, Luisa... Tú serás mía, Luisa... Ahora, a ver a mi
 padre. (Al salir precipitadamente tropieza con el
 Presidente.)



 ESCENA VI.
 Los mismos y EL PRESIDENTE con varios criados.
 EL PRESIDENTE. (Al entrar.)- ¡Aquí está!
 (Todos se quedan atónitos.)
 FERNANDO. (Retrocediendo algunos pasos.)-
 En la mansión de la inocencia.
 EL PRESIDENTE.- ¿En dónde el hijo aprende
 a desobedecer a su padre?
 FERNANDO.- Dejadnos que...
 EL PRESIDENTE. (interrumpiéndolo, a
 Miller.)- ¿Éste es el padre?
 MILLER.- Miller, músico de la ciudad.
 EL PRESIDENTE. (A la mujer de Miller.)- ¿Y
 ésa la madre?
 LA MUJER.- ¡Ay de mí! ¡Sí! ¡La madre!
 FERNANDO. (A Miller.)- Llevaos de aquí a
 vuestra hija... pudiera desmayarse.
 EL PRESIDENTE.- ¡Inútil cuidado! Yo le
 devolviere el uso de sus sentidos. (A Luisa.) ¿Cuánto
 tiempo hace que conocéis al hijo del Presidente?
 LUISA.- Nunca le he hablado de él. Fernando
 Walter me visita desde noviembre.
 FERNANDO.- Os adora.
 EL PRESIDENTE.- ¿Os ha hecho alguna
 promesa formal?
 FERNANDO.- Hace pocos instantes las más
 solemnes ante Dios.
 EL PRESIDENTE. (Colérico a su hijo.)- Ya te
 tocará confesar también tu locura. (A Luisa.)
 Aguardo vuestra respuesta.
 LUISA.- Ha jurado amarme.
 FERNANDO.- Y cumplirá su juramento.
 EL PRESIDENTE.- ¿Será preciso que te mande
 callar?... ¿Aceptasteis ese juramento?
 LUISA. (Con pasión.)- Yo se lo juré también.
 FERNANDO. (Con voz firme.)- El pacto es
 perfecto.
 EL PRESIDENTE.- Yo extinguiré hasta su eco.
 (Con malignidad a Luisa.) ¿Pero os pagó siempre al
 contado?
 LUISA. (Con interés.)- No comprendo esa
 pregunta.
 EL PRESIDENTE. (Con sonrisa forzada.)-
 ¿No? Pues bien; tan sólo quería decir... cada
 profesión, al parecer, tiene sus emolumentos... no
 habréis concedido gratis vuestros favores... a no ser
 que os haya bastado la existencia de la obligación.
 ¿Que hay en esto?
 FERNANDO. (Fuera de sí.)- ¡Infierno! ¿Que
 significa esa pregunta?
 LUISA.- (Al Mayor, con dignidad y desagrado.)-
 Desde ahora sois libre, señor Walter
 FERNANDO.- La virtud, oh padre, hasta en el
 pordiosero es respetable.
 EL PRESIDENTE. (Riéndose a carcajadas.)-
 ¡Divertida pretensión! ¡Que el padre respete a la
 concubina del hijo!
 LUISA. (Cayendo en tierra.)- ¡Oh cielo y tierra!
 FERNANDO. (socorriendo a Luisa, y
 adelantándose con ella hacia el Presidente, con la
 espada en la mano, y bajándola en seguida.) ¡Padre!
 Tenéis derecho a mi vida... Ya estáis pagado.
 (Metiendo la espada en la vaina.) Mi deuda de deber
 filial se extinguió ya por completo...
 MILLER. (Que aparte hasta entonces temeroso,
 se pone en movimiento, ya rechinando los dientes
 de rabia, ya temblando, de angustia.)- Vuecencia... el
 hijo es obra del padre... dignaos, señor... quien
 injuria al hijo, injuria al padre, y bofetón por
 bofetón... he aquí nuestra tasa... dignaos, señor...
 SU MUJER.- ¡Socorro, Dios salvador!... El viejo
 interviene también... la tempestad descargará sobre
 todos nosotros.
 EL PRESIDENTE. (Que sólo ha oído a
 medias.)- ¿El alcahuete se mueve a su vez?... Ya
 hablaremos, señor alcahuete.
 MILLER.- ¡Dignaos escucharme, señor! Me
 llamo Miller... si deseáis oír un adagio... yo no
 intervengo en amoríos. Mientras la Corte se reserve
 ese privilegio, no llegará el contagio hasta nosotros.
 ¡Dignaos oírme, señor!
 EL PRESIDENTE. (Pálido de cólera.)-
 ¿Cómo?... ¿Qué es esto? (Acércase a él.)
 MILLER. (Que retrocede lentamente.)- Esa era
 sólo mi opinión, señor... ¡Dignaos escucharme!
 EL PRESIDENTE.- ¡Ah, bribón! Tu opinión
 temeraria podrá llevarte a la cárcel... ¡Fuera de aquí!
 Que vengan los alguaciles (Vanse algunos de su
 séquito: el Presidente se pasea colérico.) El padre a la
 cárcel... la madre, y la prostituta de su hija, a la
 vergüenza... La justicia dará su brazo a mi ira.
 Terrible satisfacción recibirá por ese insulto...
 ¿Desbaratará mis planes semejante chusma, e
 indispondrá impune al padre con su hijo?... ¡Ah,
 malditos! Mi odio se aplacará en vuestra ruina, y
 toda la canalla, el padre, la madre y la hija serán
 sacrificados a mi ardiente venganza.
 FERNANDO. (Que se interpone entre ellos
 firme y tranquilo.)¡Oh, no! ¡Nada temáis! ¡Estoy yo
 aquí! (Al Presidente, con respeto.) ¡No os precipitéis,
 padre mío! Si os amáis, dejaos de violencias. Hay un
 ángulo en mi corazón, en donde nunca se ha oído el
 nombre de padre... No lleguéis hasta él.
 EL PRESIDENTE.- ¡Calla, necio! No aumentes
 mi cólera.
 MILLER. (Volviendo en sí de su mudo
 asombro.)- ¡Cuida de tu hija, mujer! Yo corro a ver
 al Duque... El sastre... ¡Dios me lo inspira! el sastre
 es mi discípulo de flauta. Por su mediación veré sin
 falta al Duque (Hace ademán de irse.)
 EL PRESIDENTE.- ¿Al Duque dices?...
 ¿Olvidas que yo soy el umbral, que has de atravesar
 necesariamente, o romperte la cabeza?... ¿Tú hasta el
 Duque, estúpido?... Prueba a hacerlo cuando tú,
 enterrado en vida en lo profundo de un calabozo
 subterráneo, en donde se enamoran la noche y el
 infierno, nada digas ni nada veas. Entonces sacudirás
 tus cadenas y gritarás: ¡Demasiado lo he merecido!


 ESCENA VII.
 Los mismos y los ALGUACILES.
 FERNANDO. (Que corre hacia Luisa, la cual
 cae exánime en sus brazos.)- ¡Luisa! ¡Socorro!
 ¡Auxilio! ¡El horror la mata! (Miller toma su bastón,
 se pone el sombrero y se prepara al ataque. Su mujer
 se hinca de rodillas ante el Presidente.)
 EL PRESIDENTE. (A los esbirros, mostrando
 sus condecoraciones.) ¡Llevarlos, en nombre del
 Duque!... ¡Lejos de esa mujerzuela, joven!...
 Desmayada o no... cuando el collar de hierro la
 oprima, despertará a pedradas.
 LA MUJER DE MILLER.- ¡Misericordia, señor
 excelentísimo! ¡Misericordia! ¡Misericordia!
 MILLER. (Levantando a su mujer.)- Arrodíllate
 delante de Dios, vieja y escandalosa bribona, no
 delante de... miserables, ya que estoy condenado a ir
 a la cárcel.
 EL PRESIDENTE. (Mordiéndose los labios.)-
 ¡Quizás te engañes, torpe! Hay horcas de sobra
 todavía. (A los esbirros.) ¿He de repetiros mis
 ordenes? (Los esbirros se agrupan junto a Luisa.)
 FERNANDO. (Acercándose a ella y
 protegiéndola colérico.)¿Quién se atreverá? (Saca su
 espada y se defiende con el puño.) Que nadie la
 toque si no ha vendido antes su cabeza a la justicia,
 (Al Presidente.) ¡Deteneos, por Dios! ¡No me
 precipitéis, padre!
 EL PRESIDENTE. (Amenazando a los
 esbirros.)- Si queréis seguir ganando vuestro
 sustento, cobardes... (Los esbirros se acercan de
 nuevo a Luisa.)
 FERNANDO.- ¡Muerte y condenación, os digo!
 ¡Atrás!... ¡Por última vez! ¡Compadeceos de
 vosotros mismos! ¡No me apuréis hasta el último
 extremo, padre!
 EL PRESIDENTE. (Lleno de ira, a los
 esbirros.)- ¿Éste es vuestro celo, bribones? (Los
 esbirros se adelantan más animosos.)
 FERNANDO.- Ya que no hay otro remedio...
 (Sacando su espada, e hiriendo a algunos.)
 ¡perdóname, oh justicia!
 EL PRESIDENTE. (Fuera de sí.)- Veremos si
 esa espada sirve también contra mí. (Coge el mismo
 a Luisa, la levanta y la entrega a un esbirro.)
 FERNANDO. (Sonriendo amargamente.)-
 ¡Padre, padre! Eso es un sarcasmo contra la
 divinidad, puesto que elige tan mal sus servidores,
 que convierte en el peor de los Ministros al ayudante
 más perfecto del verdugo.
 EL PRESIDENTE. (A los demás.)- ¡Fuera con
 ella!
 FERNANDO.- Se le pondrá en la picota, padre,
 pero con el Mayor, hijo del Presidente... ¿Insistís
 todavía en vuestro propósito?
 EL PRESIDENTE.- Tanto más divertido será
 así el espectáculo... ¡Fuera!
 FERNANDO.- Padre, yo dejo sobre esta joven
 mi espada de oficial... ¿Persistís todavía en vuestro
 propósito?
 EL PRESIDENTE.- Tu espada, estando a su
 lado en la picota se podría contaminar también...
 ¡Fuera, fuera! ¡Ya conocéis mi voluntad!
 FERNANDO.
 (Rechazando al esbirro sosteniendo a Luisa con una mano, y protegiéndola con la otra armada.)- ¡Padre, padre! Antes que
 consentir en que deshonréis a mi esposa, le
 atravesaré el corazón... ¿Persistís aún en vuestro
 empeño?
 EL PRESIDENTE.- Hazlo, si tu espada es
 bastante aguda.
 FERNANDO. (Que suelta a Luisa, y mira al
 cielo horriblemente.)- ¡Tú eres testigo, Dios
 omnipotente! He ensayado todos los remedios
 humanos... Probemos uno diabólico... Mientras la
 lleváis a la picota (Al oído del Presidente.) contaré yo
 en Palacio un cuento titulado: Manera de llegar a ser
 Presidente. (Vase.)
 EL PRESIDENTE. (Como herido de un rayo.)-
 ¿Cómo?... Fernando... Dejadla libre. (Corre detrás
 del Mayor.)



 ACTO III
 Sala en casa del Presidente
 ESCENA I.
 EL PRESIDENTE y el secretario WURM
 EL PRESIDENTE.- El lance ha sido
 endiablado.
 WURM.- Me lo temía, poderoso señor. La
 violencia irrita a los fanáticos, pero nunca los
 convence.
 EL PRESIDENTE.- Yo confiaba plenamente
 en el éxito, feliz de mi proyecto. Discurría de este
 modo: cuando la doncella haya sido deshonrada, él,
 como oficial, habrá de retroceder sin remedio.

 WURM.- Muy bien, sin duda; pero era menester
 que antes la deshonrara.
 EL PRESIDENTE.- Y, sin embargo... ahora, al
 reflexionar a sangre fría en lo sucedido... yo no
 debiera haberme dejado intimidar... Era una
 amenaza en cuyo cumplimiento no ha pensado
 formalmente.
 WURM.- No lo creáis. Las pasiones,
 sobrexcitadas, no se detienen ante ninguna locura.
 Me decíais que el Mayor ha sido refractario siempre
 a vuestras órdenes. ¡Lo creo! Las ideas que él ha
 adquirido en sus academias, no me infunden
 tranquilidad alguna. ¿Qué importancia han de tener
 las ilusiones sobre grandeza del alma y nobleza
 personal en una Corte, en donde el más sabio es el
 que con más habilidad y más oportunamente se
 convierte en grande o en pequeño? Es demasiado
 joven y fogoso, para que le plazca esa senda pesada
 y tortuosa de la intriga; sólo lo magnánimo y lo
 arriesgado pondrá a su ambición en movimiento.
 EL PRESIDENTE. (De mal humor.)- Pero esas
 sensatas observaciones ¿pueden mejorar acaso el
 estado actual de nuestro asunto?
 WURM.- Mostrarán la herida a V. E. y quizás
 también el remedio. Dispensadme si os digo que un
 carácter como el suyo... ni es a propósito para
 confidente, ni tampoco para enemigo. Tiene horror
 a los medios, a que debéis vuestro encumbramiento.
 El ser hijo vuestro ha refrenado hasta ahora su
 traidora lengua. Ofrecedle ocasión oportuna de
 desatar ese vínculo; atacad su pasión con golpes
 violentos y repetidos, impropios de un padre
 cariñoso, y sus deberes patrióticos se sobrepondrán
 a todos los demás. Hasta el capricho singular de
 proporcionar a la justicia una víctima tan notable,
 podría acaso incitarlo a perder a su mismo padre.
 EL PRESIDENTE.- Wurm... Wurm... Me
 lleváis a un abismo horrible.
 WURM.- Alejaros de él es lo que intento, señor.
 ¿Puedo hablar libremente?
 EL PRESIDENTE. (Sentándose.)- Como un
 condenado a muerte a un compañero.
 WURM.- Entonces, perdonadme... A lo que me
 parece, debéis a vuestra flexibilidad de cortesano el
 cargo elevado de Presidente; ¿por qué no le fiáis
 también el de padre? Recuerdo la franqueza con que
 persuadisteis a vuestro predecesor a jugar una
 partida de piquete, y le hicisteis beber
 fraternalmente, por espacio de media noche, vino de
 Borgoña; la misma noche, en que había de estallar la
 soberbia mina que estaba preparada, y lanzarlo en
 los aires... ¿Por qué habéis revelado a vuestro hijo
 que yo soy su enemigo? Nunca hubiera debido saber
 que yo conocía sus amores. Mejor fuera socavar la
 novela, en cuanto se relacionaba con esa doncella, y
 conservaros el respeto de vuestro hijo. Tal era el
 medio de representar el papel de general astuto, que
 no ataca a su adversario en el corazón de su ejercito,
 sino sembrando en sus filas la discordia.
 EL PRESIDENTE.- Y ¿Cómo conseguirlo?
 WURM.- Del modo más sencillo... y la partida
 no es todavía desesperada. No os acordéis de
 vuestra paternidad, por largo tiempo. No es pongáis
 en lucha con una pasión, que crece con los
 obstáculos... Dejad a mi cargo que yo dé calor en su
 seno al gusano que ha de devorarla.
 EL PRESIDENTE.- Tengo curiosidad de
 saber...
 WURM.- O yo comprendo mal el termómetro
 del alma, o el señor Mayor es tan terrible en su amor
 como en sus celos. Que en este terreno llegue a
 sospechar algo de ella... con razón o sin razón. Basta
 un grano solo de levadura para poner en espantosa
 fermentación a toda la masa.
 EL PRESIDENTE.- ¿En dónde hallar ese
 grano?
 WURM.- He aquí el punto capital del
 problema... pero declaradme ante todo, Excmo. Sr.,
 el riesgo a que os exponéis si el Mayor rehusa
 obedeceros... cuánto os interesa llegar al desenlace
 de esa novela de doncella de la clase media, y llevar a
 término el casamiento con lady Milford.
 EL PRESIDENTE.- ¿Es posible abrigar dudas
 sobre esto? Pierdo toda mi influencia, si las bodas de
 la inglesa se deshacen, y mi cabeza, si fuerzo la
 voluntad del Mayor.
 WURM. (Alegre.)- Ahora que vuestra Gracia se
 digne oírme... Enredaremos al señor Mayor por
 medio de la astucia. Contra ella emplearemos todo
 vuestro poder. Le dictamos un billete amoroso a un
 tercero, y lo hacemos llegar con maña a manos del
 amante.
 EL PRESIDENTE.- ¡Qué disparate!... ¿Cómo
 ha de prestarse ella a firmar su sentencia de muerte?
 WURM.- Lo hará, si me dejáis obrar con
 libertad. Conozco, hasta en sus profundidades, la
 bondad de su corazón. Sólo hay dos flancos
 vulnerables para doblegar su conciencia... su padre y
 el Mayor. Este último queda fuera del juego por
 completo, y así estamos más desembarazados para
 emprenderla con el músico...
 EL PRESIDENTE.- Por ejemplo, para...
 WURM.- Según lo que me ha referido V. E. de
 la escena de la casa, nada más fácil que envolver al
 padre en una causa criminal. La persona del favorito
 y del Canciller es, en cierto modo, la sombra de la
 Majestad... las ofensas al primero, crímenes respecto
 de la última... Por lo menos, con este espantajo, bien
 manejado, me lisonjeo de hacer pasar al pobre
 hombre por el ojo de una aguja.
 EL PRESIDENTE.- Sin embargo... no llegará a
 ser un asunto serio.
 WURM.- De ninguna manera... Sólo en cuanto
 conviene, para llenar de sobresalto a la familia...
 Ponemos al músico a buen recaudo... se podría
 hacer lo mismo con la madre, para aumentar la
 inquietud general... se hablará de castigo, de
 calabozo, de prisión perpetua, y la carta de la hija
 será la única condición de la libertad del preso.
 EL PRESIDENTE.- ¡Bueno, bueno! Ya
 entiendo.
 WURM.- Ella ama a su padre... hasta con pasión
 podría añadir. El peligro que ha de correr su vida...
 cuando menos su libertad... los remordimientos de
 conciencia, que ha de sentir con este motivo... la
 imposibilidad de unirse al Mayor... por último, el
 desorden de sus facultades mentales, que yo
 fomentaré... todo lo cual es inevitable... ha de hacerla
 caer en el lazo.
 EL PRESIDENTE.- Pero, ¿y mi hijo? ¿No
 llegará al punto a su conocimiento? ¿No se
 enfurecerá sobremanera?
 WURM.- Dejad esto a mi cuidado, Excmo. Sr.
 Ni el padre ni la madre se verán libres, hasta que
 toda la familia se haya obligado con juramento
 solemne a guardar secreto sobre lo pasado, y a
 confirmar nuestra trama.
 EL PRESIDENTE.- ¿Para qué, imbécil, podrá
 servir un juramento?
 WURM.- Nada para nosotros, Excmo. Sr.; todo
 para esas gentes... Y reflexionad ahora como por el
 medio indicado lograremos ambos nuestro objeto.
 Ella pierde el cariño de su amante y su buena
 reputación. El padre y la madre se humillarán poco a
 poco, aleccionados por los embates de la adversidad,
 y al fin comprenderán que es un acto de compasión
 por mi parte rehabilitar la buena fama de su hija,
 dándole mi mano.
 EL PRESIDENTE. (Riéndose y moviendo la
 cabeza.)- Sí, bribón, me confieso vencido. La
 urdimbre está tejida con satánica destreza. El
 discípulo aventaja ya al maestro... Falta saber todavía
 a quien ha de dirigirse la carta. ¿Quién podrá excitar
 sospechas contra ella?
 WURM.- Alguno necesariamente que, a causa de
 la resolución de vuestro hijo, se exponga a perderlo
 o ganarlo todo.
 EL PRESIDENTE. (Después de meditar un
 instante.)- No se me ocurre otro que el Mariscal.
 WURM. (Encogiéndose de hombros.)- No sería
 él seguramente, si yo fuese Luisa Miller.
 EL PRESIDENTE.- ¿Y por qué no? ¿Qué hay
 de extraño en esto? Un guardarropa deslumbrador...
 una atmósfera d'eau de mille fleurs y de ámbar... a cada
 palabra necia un puñado de ducados... todo esto
 junto, ¿no podría seducir al cabo a una joven de la
 clase media, y acabar con sus escrúpulos? ¡Oh, mi
 buen amigo! ¡Los celos no son delicados! Voy a
 llamar al Mariscal. (Llama)
 WURM.- Mientras se encarga V. E. de este
 asunto y de la prisión del músico, cuidaré yo de
 escribir la carta amorosa.
 EL PRESIDENTE. (Acercándose a su mesa.)-
 En cuanto la termines, tráemela para leerla. (Vase
 Wurm, el Presidente escribe: viene un ayuda de
 cámara, a quien el Presidente, levantándose, entrega
 un papel.) Que se lleve a la justicia sin tardanza este
 mandamiento de prisión... y que vaya otro a rogar al
 Mariscal que me vea.
 EL AYUDA DE CÁMARA.- Su señoría acaba
 de llegar aquí ahora mismo.
 EL PRESIDENTE.- Mejor; pero decid que mis
 órdenes se cumplan con recato y sin escándalo
 alguno.
 EL AYUDA DE CÁMARA.- Muy bien, Sr.
 Excelentísimo.
 EL PRESIDENTE.- ¿Entendéis? Con el mayor
 sigilo.
 EL AYUDA DE CÁMARA.- Perfectamente.
 Excelentísimo Señor.

 ESCENA II.
 EL PRESIDENTE y EL MARISCAL DE LA
 CORTE.
 EL MARISCAL (Con aire de persona muy
 ocupada.)- ¡Solo vengo en passant, querido! ¿Qué tal?
 ¿Cómo estáis?... Esta noche la gran opera de Dido...
 fuegos artificiales soberbios... el incendio de una
 ciudad entera... ¿La veréis también arder? ¿No es
 así?
 EL PRESIDENTE.- Sobrados fuegos artificiales
 hay en mi propia casa para hacer saltar en los aires
 toda mi grandeza... Venís, querido Mariscal, en la
 ocasión más oportuna para aconsejarme y ayudarme
 en un asunto, que ha de arrastrarnos a ambos, o
 arruinarnos por completo ¡Sentaos!
 EL MARISCAL.- Me llenáis de miedo, excelente
 amigo.
 EL PRESIDENTE.- Sí, Como os digo, que nos
 arrastra o nos arruina por completo. Ya conocéis mi
 proyecto relativo a la Lady y al Mayor. Comprendéis
 su necesidad para asegurar nuestra fortuna. Es
 posible que todo se lo lleve el diablo, Kalb. Mi hijo
 Fernando lo rechaza.
 EL MARISCAL.- ¿Cómo así?... ¿cómo así?...
 ¿Cuándo ya la he divulgado por toda la ciudad? No
 se habla más que de ese casamiento.
 EL PRESIDENTE.- Os exponéis a pasar por
 hombre inconsiderado. Ama a otra.
 EL MARISCAL.- Os chanceáis. ¿Y esa es la
 dificultad?
 EL PRESIDENTE.- La más insuperable,
 tratándose de ese obstinado.
 EL MARISCAL.- ¿Será tan loco para renunciar
 de ese modo a su fortuna? ¿Es creíble?
 EL PRESIDENTE.- Preguntádselo, y veréis
 como os contesta.
 EL MARISCAL.- Pero, ¡Mon Dieu! ¿Qué podrá
 contestar?
 EL PRESIDENTE.- Que se propone revelar a
 todo el mundo el crimen, a que debemos nuestra
 elevación... exhibir nuestras cartas y recibos
 falsificados... que desea entregarnos a ambos a la
 justicia... todo esto puede responder
 EL MARISCAL.- ¿Estáis en vuestro juicio?
 EL PRESIDENTE.- Tal fue su respuesta. Tal
 era también su propósito... Y solo humillándome
 mucho he impedido su realización. ¿Que se os
 ocurre ahora?
 EL MARISCAL. (Con aire estúpido.)- Mi razón
 se calla.
 EL PRESIDENTE.- Pase, no obstante, lo
 dicho; pero ha poco he sabido por mis espías que
 Bock, el copero mayor, está a punto de conquistar a
 la inglesa.
 EL MARISCAL.- Me trastornáis el juicio.
 ¿Quién decís? ¿Bock decís?... ¿Sabéis también,
 acaso, que somos ambos enemigos mortales?
 ¿Conocéis la causa?
 EL PRESIDENTE.- Es la primera vez que oigo
 hablar de esto.
 EL MARISCAL.- Pues escuchad, querido mío, y
 os asombraréis... Si os acordáis de aquel baile de
 Corte... hará ahora cosa de veintiún años... en que se
 bailó en nuestra ciudad la danza inglesa, antes
 desconocida, y se manchó de cera de un candelabro
 el dominó del Conde de Murschaum...; ¡sí, por Dios,
 sin duda os acordaréis de todo esto!
 EL PRESIDENTE.- ¿Quién podría olvidarlo?
 EL MARISCAL.- Pues bien; la Princesa Amalia,
 en el fervor del baile, había perdido una liga...
 Todos, como es de suponer, se alarmaron... Bock y
 yo... ambos éramos gentilhombres de cámara... nos
 arrastrarnos por todo el salón buscando la liga... Al
 fin la vi... Bock lo notó... me previno, y me la
 arrebató de las manos. ¡Dios mío!... y la entregó a la
 Princesa, y me birló el favor que hubiese logrado...
 ¿Qué opináis?
 EL PRESIDENTE.- ¡Importuno!
 EL MARISCAL. –Me birló los cumplimientos
 de S. A... Estuve a punto de desmayarme.
 ¡Malignidad semejante no se ha visto jamás!... Al fin,
 me reanimo, me acerco a S. A. y le digo: «Serenísima
 Señora, Bock fue bastante afortunado, bastante
 dichoso para presentar la liga a V. A., y quien la vio
 primero ha obtenido su recompensa en silencio, y se
 calla...»
 EL PRESIDENTE.- ¡Bravo, Mariscal, bravísimo!
 EL MARISCAL.- «Y se calla... ¡Pero yo
 conservaré por esto a Bock rencor eterno hasta el
 día del juicio... a ese bajo, rastrero, adulador!..» Y
 como si esto no fuera suficiente... en nuestra lucha
 por la liga venimos al suelo... me desempolva Bock
 todo el lado derecho, y soy ya hombre perdido para
 todo el resto del baile.
 EL PRESIDENTE.- Y he ahí al hombre, que se
 casará con la Milford, y será el personaje principal de
 la Corte.
 EL MARISCAL.- Hundís el puñal en mi
 corazón. ¿Lo será? ¿Lo será? ¿Por qué lo será? ¿En
 dónde está la necesidad de que lo sea?
 EL PRESIDENTE.- Porque mi hijo Fernando
 no quiere, y no se presenta otro.
 EL MARISCAL.- Pero ¿no se os ocurre ningún
 otro medio de oponeros a la resolución del Mayor?...
 ¿No lo hay, por extraño, por desesperado que sea?
 ¿Que cosa del mundo, por repugnante que parezca,
 si fuera eficaz, no sería aceptada por nosotros, si
 hubiéramos de librarnos de ese odioso Bock?
 EL PRESIDENTE.- Una sola se me ocurre, y
 depende de vos.
 EL MARISCAL.- ¿De mí? ¿Y es...?
 EL PRESIDENTE.- La de alejar al Mayor de su
 amada.
 EL MARISCAL.- ¿Separarlos? ¿Cómo entendéis
 esto?... Y yo ¿qué puedo hacer?
 EL PRESIDENTE.- Toda la ganancia es
 nuestra, si logramos hacer sospechosa la doncella a
 los ojos del Mayor.
 EL MARISCAL.- ¿Por robar, decís?
 EL PRESIDENTE.- ¡Ah! ¡No es eso! ¿Cómo
 había el de creerlo?... que tiene relaciones con otro.
 EL MARISCAL.- ¿Y ese otro?
 EL PRESIDENTE.- Lo seríais vos, Barón.
 EL MARISCAL.- ¿Yo? ¿Yo?... ¿Es ella noble?
 EL PRESIDENTE.- ¿Qué importa eso? ¡Que
 idea! Es hija de un músico.
 EL MARISCAL.- Esto es, de la clase media.
 ¡Imposible! ¿Cómo pensar?
 EL PRESIDENTE.- ¿Por qué imposible?
 ¡Locuras! ¿Qué mortal, cuando se trata de dos lindas
 mejillas, se acuerda de árboles genealógicos?
 EL MARISCAL.- Pero tened en cuenta que soy
 casado. Además, mi reputación en la Corte...
 EL PRESIDENTE.- Ya, eso es otra cosa.
 Perdonadme. Ignoraba que dais más importancia a
 pasar por hombre de costumbres irreprochables que
 a tener influencia. No hablemos más del asunto.
 EL MARISCAL.- ¡Prudencia, Barón! Yo no lo
 entendía así.
 EL PRESIDENTE. (Con frialdad.)- ¡No... no!
 Vuestro derecho es perfecto. Estoy ya cansado. Que
 corra, pues, la rueda. Deseo todo linaje de dichas a
 Bock, primer ministro. El mundo es muy vasto.
 Solicitaré del Duque que acepte mi dimisión.
 EL MARISCAL.- ¿Y yo?... Sabéis hablar bien,
 porque sois estudioso; pero yo... ¡Mon Dieu!... ¿Qué
 seré yo, si S. A. me abandona?
 EL PRESIDENTE.- Un bon mot de anteayer, la
 moda del año pasado.
 EL MARISCAL.- ¡Yo os conjuro, mi querido,
 mi espléndido amigo!... Desechad ese pensamiento.
 Estoy dispuesto a todo.
 EL PRESIDENTE.- ¿Queréis dar vuestro
 nombre para una cita, que esta Miller os propondrá
 por escrito?
 EL MARISCAL.- ¡Por Dios Santo! Lo doy.
 EL PRESIDENTE.- ¿Y dejar caer la carta, en
 donde el Mayor pueda encontrarla?
 EL MARISCAL.- Como en la parada, por
 ejemplo, casualmente, al sacar el pañuelo.
 EL PRESIDENTE.- Y ¿desempeñaréis ante el
 Mayor vuestro papel de enamorado?
 EL MARISCAL.- ¡Mort de ma vie! ¡Yo lo lavaré!
 Yo excitaré el apetito de ese impertinente por mi
 amada.
 EL PRESIDENTE.- El asunto promete. Hoy se
 escribirá la carta. Venid por ella esta noche, para que
 estudiemos bien nuestro papel.
 EL MARISCAL.- En cuanto termine diez y seis
 visitas de suma importancia. Dispensadme, pues, si
 me despido cuanto antes. (Vase.)
 EL PRESIDENTE. (Llamando.)- Cuento con
 vuestra habilidad, Mariscal.
 EL MARISCAL. (Volviéndose.)- ¡Ah, mon Dieu!
 Ya me conocéis.

 ESCENA III.
 EL PRESIDENTE Y WURM.
 WURM.- El músico y su esposa, con toda
 felicidad y sin escándalo, han sido llevados a la
 cárcel. ¿Quiere leer V. E. la carta?
 EL PRESIDENTE. (Después de leerla.)-
 ¡Magnífico, magnífico, Secretario! También ha
 mordido el cebo el Mariscal... Un veneno como este
 es capaz de e emponzoñar a la misma Salud...
 Ahora, a trabajar con el padre, y a preparar a la hija.
 (Vase cada uno por su lado.)

 ESCENA IV.
 Aposento en la casa de Miller.
 LUISA Y FERNANDO.
 LUISA.- Cállate, por Dios. Ya no espero día
 alguno feliz. Todas mis esperanzas se han
 desvanecido.
 FERNANDO.- Y las mías se han aumentado.
 Mi padre está furioso; mi padre empleará contra
 nosotros todas sus armas. Me obligará a representar
 el papel de hijo desnaturalizado. Poco me importan
 ya mis deberes filiales. El delirio y la desesperación
 me arrancarán al cabo el horrible secreto de su
 crimen. El hijo entregará al padre en manos del
 verdugo... El peligro es supremo... y supremo ha de
 ser, cuando mi amor se aventura a dar este paso
 gigantesco... Oye, Luisa... Una idea, grande, infinita
 como mi pasión, cruza por mi mente... ¡Tú, Luisa, y
 yo, y el amor! ¿No compone este círculo todo
 nuestro cielo? ¿Quieres añadir acaso algún otro
 elemento?
 LUISA.- ¡Detente! ¡No más! Palidezco al pensar
 en lo que vas a añadir.
 FERNANDO.- ¿Qué otra pretensión hemos de
 abrigar para granjearnos la aprobación de las gentes?
 ¿A que arriesgarse, cuando nada hay que ganar, y
 todo se ha perdido?... Estos ojos ¿no brillarán
 siempre tan seductores, ya se reflejen en el Rhin, en
 el Elba, o en el mar Báltico? En donde me ame
 Luisa, será mi patria. Tus huellas en desiertos áridos
 y salvajes me interesan más que las catedrales de
 Alemania... ¿Echaremos de menos el lujo de las
 ciudades? En cualquier lugar que habitemos, el sol
 saldrá y se ocultará... espectáculo ante el cual
 palidece la manifestación más sublime del arte.
 Aunque no adoremos a Dios en templo alguno, la
 noche nos visitará con sus sombras temerosas, las
 fases de la luna nos exhortarán a la penitencia, y una
 cúpula religiosa de estrellas orará con nosotros...
 ¿Podrán terminar nunca nuestros amorosos
 coloquios?... Una sonrisa de mi Luisa me ofrecerá
 materia para siglos, y cesará el sueño de la vida antes
 que yo averigüe el paradero de esas lágrimas.
 LUISA.- Y ¿no tienes acaso más deberes que
 cumplir que los del amor?
 FERNANDO. (Abrazándola.)- ¡Tu tranquilidad
 es el más sagrado para mí.
 LUISA. (muy formal.)- Entonces cállate y
 déjame... Yo tengo un Padre, cuyo único bien es su
 hija... que tendrá pronto sesenta años... seguro de la
 venganza del Presidente.
 FERNANDO.
 (Interrumpiéndola con prontitud.)- Él nos acompañará.
No más reconvenciones, pues, amor mío. Me voy a vender
 mis alhajas, y a pedir prestado con el nombre de mi
 padre. Es permitido robar a un ladrón. Sus tesoros
 ¿no son despojo sangriento de la patria?... A la
 media noche, a la una, vendrá aquí un carruaje.
 Entráis en él, y huiremos.
 LUISA.- Y la maldición de tu padre ¿nos ha de
 perseguir?... ¿Una maldición, insensato, que, hasta
 pronunciada por asesinos, se cumple, venganza
 celeste que alcanza al ladrón en el tormento, que nos
 seguiría implacable como un espectro, y nos lanzaría
 de uno a otro mar?... No, amado mío; si un crimen
 ha de conservarte para mí, me siento con fuerzas
 para perderte.
 FERNANDO. (Que se calla, y murmura
 receloso.)- ¡Es posible!
 LUISA.- ¡Perderte!... ¡Oh, horrible hasta lo
 infinito es esa idea... espantosa lo bastante para herir
 mortalmente al alma inmortal, y llenar de palidez las
 mejillas ardientes de la misma alegría!... ¡Fernando!
 ¡Perderte! Pero sólo se pierde lo que se ha poseído, y
 tu corazón pertenece a tu clase... Mi pretensión era
 sacrílega, y renuncio a ella temblando.
 FERNANDO. (Cuyos rasgos se oscurecen,
 mordiéndose el labio superior.)- ¿Renuncias a ella?
 LUISA.- ¡No! ¡Mírame, querido Walter! ¡No
 aprietes tan amargamente tus labios. ¡Ven! Deja que
 mi ejemplo reanime ahora a tu alma desmayada.
 Déjame ser ahora la heroína de este instante... que
 devuelva a su padre un hijo fugitivo... que abandone
 una unión contraria a las reglas del mundo de la
 clase media, y que derriba el orden general y eterno...
 Yo soy la culpable... mi pecho formó votos
 criminales y temerarios... mi infortunio es su castigo.
 Así, déjame ahora la dulce y lisonjera ilusión de que
 soy sola la que se sacrifica... ¿Me envidiarás este
 deleite? (Fernando, distraído y colérico, agarra un
 violín, e intenta tocarlo: después rompe las cuerdas,
 hace pedazos contra el suelo el instrumento, y se ríe
 a carcajadas.) ¡Walter! ¡Dios del cielo! ¿Qué es
 esto?... ¡Domínate!... Hay que mostrar ahora
 firmeza... porque hemos de separarnos. Tú tienes
 corazón, querido Walter, lo conozco. Tu amor es
 ardiente como la vida, y sin límites como lo
 infinito... ofrécelo a una mujer noble y digna... y no
 envidiará ni a las más felices de su sexo.
 (Reprimiendo sus lágrimas.) No debes verme más...
 La vana y engañada doncella llorará su pena entre
 paredes solitarias, y nadie se cuidará de su llanto...
 Triste y como muerta será mi vida futura... Sin
 embargo, alguna vez aspiraré el perfume de lo
 pasado. (Dándole su mano temblorosa, y volviendo
 su rostro.) Adiós, señor de Walter.
 FERNANDO. (Despertando de su letargo.)- Yo
 huyo, Luisa. ¿Es cierto que no quieres seguirme?
 LUISA. (Que se sienta en el fondo, y oculta su
 cabeza entre sus manos.)- Mi deber me ordena
 quedarme, y sufrir.
 FERNANDO.- Tú me engañas, serpiente. Algo
 te encadena aquí.
 LUISA. (Con el acento del más intenso dolor.)-
 Conservad esa sospecha... quizás os haga menos
 desdichado.
 FERNANDO.- ¡El frío deber frente al fogoso
 amor!... ¿Y este cuento ha de cegarme?... ¿Un
 amante asustarte?... ¡Ay de ti y de mí, si mis
 sospechas se confirman! Vase precipitadamente.


 ESCENA V.
 LUISA (Sola. Permanece largo tiempo sentada, sin
 movimiento y como rauda, al fin se levanta, da algunos pasos,
 y mira medrosa su rededor.)- ¿En dónde están mis
 padres?... Mi padre prometió volver a los pocos
 minutos, y ya han transcurrido cinco horas
 mortales... Si le habrá sucedido alguna... ¿Qué siento
 yo? ¿Por qué respiro con tanto trabajo? (Wurm entra
 entonces y se queda en el fondo, sin que ella lo
 note.) Esto no parece verdad... No es otra cosa que
 creaciones temerosas de un cerebro excitado...
 Cuando nuestra alma se ha saciado de horrores, los
 ojos ven en todas partes fantasmas.

 ESCENA VI.
 LUISA y el secretario WURM.
 WURM (Acercándose.)- ¡Buenas noches, señorita!
 LUISA.- ¡Dios mío! ¿Quién habla aquí?
 (vuélvese, ve al secretario, y retrocede asustada.)
 ¡Horroroso, horroroso! Mi presentimiento triste va a
 realizarse cuanto antes. (Al Secretario, con una
 mirada llena de desprecio.) ¿Buscáis acaso
al Presidente? No está aquí ya.
 WURM.- ¡Os busco, señorita!
 LUISA.- Debo extrañarme de que no hayáis ido
 a la plaza del Mercado con ese objeto.
 WURM.- ¿Y por qué allí?
 LUISA.- A alejar a vuestra prometida del lugar
 del suplicio.
 WURM.- Señorita de Miller, abrigáis una
 sospecha infundada.
 LUISA. (interrumpiéndolo.)- ¿En que puedo
 serviros?
 WURM.- Vengo aquí enviado por vuestro padre.
 LUISA. (Asustada.)- ¿Por mi padre?... ¿En
 dónde está mi padre?
 WURM.- En donde no quisiera estar.
 LUISA.- ¡Por Dios! ¡Pronto! Se me ocurre una
 idea siniestra... ¿En dónde está mi padre?
 WURM.- En la cárcel, ya que deseáis saberlo.
 LUISA. (Mirando al cielo.)- ¿Esto más?
 ¿También esto? ¿En la cárcel? ¿Y por qué?
 WURM.- Por orden del Duque.
 LUISA.- ¿Del Duque?
 WURM.- Por la ofensa que ha recibido su
 Majestad en la persona de su representante...
 LUISA.- ¿Cómo? ¿Cómo? ¡Oh Dios
 todopoderoso!
 WURM.- Ha resuelto castigarla de un modo
 ejemplar.
 LUISA.- ¡Esto sólo me faltaba! ¡Sólo esto!... Sí;
 ciertamente mi corazón, además de su amor al
 Coronel, conservaba otro afecto... ¿cómo
 respetarlo?... Lesa majestad... ¡Providencia divina!...
 Salva, protege mi fe vacilante... ¿Y Fernando?
 WURM.- O se casa con lady Milford, o será
 maldito y desheredado.
 LUISA.- ¡Tremenda disyuntiva!... Y sin
 embargo... sin embargo, es feliz. No puede perder a
 su padre. No tenerlo, a la verdad, es ya en sí un
 castigo... Mi padre, acusado de lesa majestad... para
 mi amante lady Milford, o ser maldito y
 desheredado... ¡Admirable sin duda! En la maldad
 cabe también su perfección... ¿Perfección? ¡No!
 Faltaba algo... ¿en dónde está mi madre?
 WURM.- En la galera.
 LUISA.- (Con dolorosa sonrisa.)- ¡Ahora sí que
 está todo perfecto!... Perfecto y yo libre... absuelta de
 todo deber... sin lágrimas... ni placeres. Abandonada
 por la Providencia. Nada necesito ya... (Silencio
 pavoroso.) ¿Tenéis que anunciarme alguna otra
 nueva? ¡Hablad sin miedo! Puedo oírlo todo.
 WURM.- Ya sabéis cuanto ha sucedido.
 LUISA.- ¿Pero no lo que ha de suceder? (Otra
 pausa, mientras mira al Secretario de pies a cabeza.)
 ¡Pobre hombre! ¡Triste es tu profesión! Imposible
 que te haga feliz. Bastante infortunio es ya causar la
 desdicha ajena... Pero horroroso el anunciarla a los
 desventurados... entonar ante ellos ese cántico
 siniestro, y quedarse ahí, cuando mana sangre el
 corazón, herido por el puñal agudo de la necesidad,
 y se tiembla, y hasta duda el cristiano de su Dios...
 ¡Que el cielo me ampare! Aunque te pagaran cada
 lágrima de las que haces derramar con un tonel lleno
 de oro... no quisiera verme en tu lugar... ¿Qué puede
 suceder todavía?
 WURM.- No lo sé.
 LUISA.- ¿No queréis saberlo?... Esa nueva
 horrible teme, el sonido de las palabras; pero en el
 aire sepulcral de tu rostro veo trazado el espectro
 que me espanta... ¿Qué es lo que resta aún?...
 Dijisteis ha poco que el Duque quería castigar al
 culpable de un modo ejemplar. ¿Qué entendéis por
 ejemplar?
 WURM.- No preguntéis.
 LUISA.- ¡Oye, hombre! Tú eres discípulo del
 verdugo. ¿Cómo podrías, de otra manera, pasar
 lentamente el hierro por los miembros temblorosos,
 y suspender el golpe de gracia contra el corazón
 palpitante?... ¿Qué suerte aguarda a mi padre? Tus
 palabras son mortales, ¿qué no ocultará tu silencio?
 ¡Habla! Deja caer sobre mí toda esa carga
 abrumadora. ¿Cuál será la suerte de mi padre?
 WURM.- Se le formará una causa criminal.
 LUISA.- ¿Qué significa eso?... Yo soy una
 criatura inocente o ignorante, que comprendo poco
 vuestra horrible jerga latina. ¿Qué quiere decir una
 causa criminal?
 WURM.- Un juicio sobre la vida o la muerte.
 LUISA. (con firmeza.)- Gracias. (Corre a la
 habitación próxima.)
 WURM. (Muy sorprendido.)- ¿Adónde va? ¿Si
 intentará esta loca algo?... ¡Diablo!... No lo hará...
 corro detrás... soy responsable de su vida. (En
 ademán de seguirla.)
 LUISA. (Que vuelve abrigada con su manto.)-
 Dispensadme, señor Secretario. Voy a cerrar la
 puerta.
 WURM.- ¿Y a dónde vais tan de prisa?
 LUISA.- A ver al Duque. (Disponiéndose a
 salir.)
 WURM.- ¿Cómo? ¿Adónde? (Deteniéndola
 asustado.)
 LUISA.- A ver al Duque. ¿No comprendéis? A
 ver al mismo Duque, el que quiere someter a mi
 padre a una causa capital... No, no puede querer...
 porque algunos malvados lo deseen. En todo este
 proceso de esa majestad, solo intervendrá la suya
 para poner su real firma.
 WURM. (Riendo a carcajadas.)- ¡A ver al Duque!
 LUISA.- Conozco la causa de vuestra risa...
 porque no encontraré allí ninguna misericordia...
 ¡Dios me libre! Sólo desprecio... sólo desprecio a
 mis gritos. Me han dicho que los poderosos de la
 tierra no saben lo que es la compasión... y no
 quieren aprenderlo. Yo me propongo enseñarles lo
 que es... yo se lo trazaré en todas las angustias de la
 muerte... yo se lo modularé con acentos que
 penetrarán hasta la médula de los huesos... y cuando,
 al oír mi descripción, se ericen sus caballos, gritaré,
 al concluir, a sus oídos, que también a la hora de la
 muerte los pulmones de los dioses de la tierra sufren
 el estertor de la agonía, y que el día del juicio final
 majestades y mendigos pasarán por la misma criba.
 (Hace ademán de irse.)
 WURM. (Con fingida bondad.)- ¡Andad, pues;
 sí, andad! Es el partido más prudente. Os aconsejo
 que vayáis, y os aseguro que el Duque os recibirá
 bien.
 LUISA. (Deteniéndose de repente.)- ¿Que
 decís?... ¿También me lo aconsejáis? (Volviéndose
 con prontitud.) ¡Hum! ¿Qué hacer? Algún peligro
 grave hay en ello, cuando este hombre me lo
 aconseja... ¿En qué os fundáis para asegurar que el
 Príncipe ha de recibirme bien?
 WURM.- Porque quizás le convenga.
 LUISA.- ¿Que le convenga? ¿Qué precio
 señalará a ese acto de humanidad?
 WURM.- La belleza de la suplicante es precio
 suficiente.
 LUISA. (Atónita y en alta voz.)- ¡Dios de
 justicia!
 WURM.- Y espero que, tratándose de la
 salvación de un padre, no lo tacharéis de excesivo.
 LUISA. (Paseándose desconcertada.)- Sí, sí. ¡Es
 verdad! Vuestros grandes... vuestros grandes están
 reñidos con la verdad, parapetados en sus vicios,
 como si los apartaran de ella espadas de
 querubines... Que Dios omnipotente te proteja, oh
 padre. Tu hija puede morir, no pecar por ti.
 WURM.- Sobremanera lo extrañaría ese pobre
 hombre abandonado... «Mi Luisa, me dijo, me ha
 perdido. Mi Luisa me salvará...» Voy corriendo,
 señorita, a llevarle vuestra respuesta. (Fingiendo que
 se va.)
 LUISA. (Corriendo tras él y sujetándolo.)-
 ¡Deteneos! ¡deteneos! ¡Paciencia! ¡Que pronto se
 halla este Satanás, siempre que ha de desesperar a
 alguien!... Yo lo he perdido y debo salvarlo. ¡Hablad,
 aconsejadme! ¿Qué puedo, que debo hacer?
 WURM.- Solo un medio me ocurre.
 LUISA.- ¿Cuál?
 WURM.- Vuestro padre ansía también...
 LUISA.- ¿también mi padre?... ¿Qué medio es
 ese?
 WURM.- Fácil para vos.
 LUISA.- Ninguno es para mí tan difícil como el
 oprobio.
 WURM.- Si queréis libertar al Mayor...
 LUISA.- ¿De su amor? ¿Os burláis de mí?... Lo
 hecho a la fuerza, ¿cómo ha de depender de mi
 albedrío?
 WURM.- No es eso lo que digo, apreciable
 señorita. Aludo a que el Mayor, por sí y libremente,
 se retire.
 LUISA.- No lo hará.
 WURM.- Al parecer. ¿Cómo es posible que se
 acudiera a vos, si de vos sola no dependiera el
 auxilio que se aguarda?
 LUISA.- ¿Puedo yo obligarlo a que me odie?
 WURM.- Probemos. Sentaos.
 LUISA. (Confusa.)- ¿Cuáles son vuestros
 proyectos, oh hombre?
 WURM.- Sentaos. ¡Escribid! Aquí hay pluma,
 papel y tinta.
 LUISA. (Sentándose muy inquieta.)- ¿Qué voy á
 escribir? ¿A quién?
 WURM.- Al verdugo de vuestro padre.
 LUISA.- ¡Ah! ¡Cuánta es vuestra práctica en
 atormentar, el alma! (Coge una pluma.)
 WURM. (Dictando.) «Excelentísimo Señor.»
 (Luisa escribe con mano trémula.) «Tres días
 insoportables han transcurrido ya... ya... Y no nos
 hemos visto.»
 LUISA. (Atónita, soltando la pluma.)- ¿Para
 quién es esta carta?
 WURM.- Para el verdugo de vuestro padre.
 LUISA.- ¡Dios mío!
 WURM.- «El Mayor tiene la culpa... el Mayor...
 que me guarda todo el día como un Argos.»
 LUISA.- ¡inaudita maldad! ¿Para quién es esta
 carta?
 WURM.- Para el verdugo de vuestro padre.
 LUISA. (Retorciéndose las manos.)- ¡No, no,
 no! ¡Que tiranía, oh cielos! Castiga al hombre
 humanamente, si te ofende; pero ¿por qué ahogarme
 entre estos dos horrores? ¿Por qué llevarme de este
 modo entre la vida y la muerte? ¿Por qué se ha de
 cebar en mis carnes este demonio, ávido de
 sangre?... Haced lo que queráis. Yo no escribo eso.
 WURM. (Cogiendo el sombrero.)- Como
 gustéis, señorita, vuestros deseos son órdenes para
 mí.
 LUISA.- ¿Mis deseos, decís? ¿Mis deseos?...
 ¡Prosigue, hombre sin entrañas! Suspende a una
 mujer desventurada al borde del Averno; exige de
 ella algo y ofende a Dios, y di que obedeces sus
 deseos... ¡Oh! Harto bien sabes que nuestro corazón
 depende de sus naturales impulsos como si fuesen
 cadenas. Todo me es ahora indiferente. Dictadme
 cuanto os plazca. Nada diré ya. Cedo a las argucias
 del demonio. (Siéntase por segunda vez.)
 WURM.- «Todo el día como un Argos.» ¿Lo
 habéis escrito?
 LUISA.- ¡Adelante, adelante!
 WURM.- «Ayer estuvo en mi casa el Presidente.
 Era ridículo contemplar al buen Mayor defendiendo
 mi honra.»
 LUISA.- ¡Oh, bien, bien! ¡Magnífico! ¡Adelante!
 WURM.- «Recurrí entonces a un desmayo... a un
 desmayo para no reírme a carcajadas.»
 LUISA.- ¡Oh cielos!
 WURM.- «Pero pronto me fue insoportable la
 máscara... insoportable... ¡Si tan sólo lograra
 escaparme...»
 LUISA. (Que se detiene, se levanta y se pasea
 cabizbaja, como si buscara algo en el suelo; luego se
 sienta otra vez, y continúa escribiendo.)- Lograra
 escaparme...
 WURM.- «Mañana está de servicio...
 Aprovechad esta ocasión, en que me deja sola, y
 venid a donde sabéis...» ¿Habéis puesto a donde
 sabéis?
 LUISA.- ¡Todo!
 WURM.- «A donde sabéis, a ver a vuestra
 enamorada... Luisa.»
 LUISA.- Falta ahora la dirección.
 WURM.- «Al Sr. Mariscal de Kalb.»
 LUISA.- ¡Divina Providencia! Nombre tan
 extraño a mis oídos, como estas líneas vergonzosas
 lo son a mi corazón. (Levántase, y fija su vista largo
 rato en lo escrito, y al fin lo presenta al Secretario
 con voz apagada y moribunda.) Tomad, caballero...
 Mi nombre sin tacha... Fernando... toda la felicidad
 de mi vida la pongo en vuestras manos... Soy una
 miserable pordiosera.
 WURM.- ¡Oh no! No tembléis, querida señorita.
 Os compadezco sinceramente. Quizás... ¿quién
 sabe? Pudiera bien prescindir de ciertas cosas. ¡En
 verdad, pardiez, que os compadezco sinceramente!
 LUISA. (Mirándolo con fijeza y con atención.)-
 ¡No acabéis, caballero! Os veo en camino de desear
 algo espantoso.
 WURM. (Disponiéndose a basarle la mano.)-
 Suponed que fuese esta linda mano... ¿Qué decís,
 querida mía?
 LUISA. (Con magnanimidad y con horror.)-
 Que te ahogaría en la noche de bodas, y después me
 pondría en la rueda con deleite. (Hace ademán de
 irse y vuelve en seguida.) ¿Terminamos ya, caballero?
 ¿Puede tomar su vuelo la paloma?
 WURM.- Falta sólo algo insignificante, señorita.
 Habéis de jurarme que, si llega la ocasión de
 preguntarle, declararéis que habéis escrito esta carta
 espontáneamente.
 LUISA.- ¡Dios mío, Dios mío! ¿Y tú has de
 poner tu sello divino en esta trama infernal? (Wurm
 se la lleva.)

 ACTO IV.
 ESCENA PRIMERA.
 Sala en casa del Presidente.
 FERNANDO DE WALTER, con una carta
 abierta en la mano, entra precipitadamente por una puerta, y
 un AYUDA DE CÁMARA por otra.
 FERNANDO.- ¿No estaba aquí el Mariscal?
 EL AYUDA DE CÁMARA.- Señor Mayor, el
 Excmo. Sr. Presidente pregunta si estáis en casa.
 FERNANDO.- ¡Mil truenos! Lo que digo es si
 no estaba aquí el Mariscal.
 EL AYUDA DE CÁMARA.- S. E. está arriba
 jugando al faraón.
 FERNANDO.- ¡Qué S. E., en nombre de todos
 los diablos del infierno, venga a buscarme! (Vase el
 Ayuda de cámara.).

 ESCENA II.
 FERNANDO, solo, lee la carta, y ya se queda cabizbajo,
 ya se revuelve airado.
 ¡No es posible! ¡No es posible! Esa envoltura
 divina no ha de albergar un corazón de demonio... Y
 sin embargo, sin embargo... Si todos los ángeles
 bajasen aquí para afirmar su inocencia... si el cielo y
 la tierra, si el Creador y sus criaturas se congregaran
 con igual objeto... escrita de su puño... Engaño
 monstruoso o inaudito, que jamás presenció la
 humanidad... ¿Fue esta la razón de oponerse tan
 obstinadamente a nuestra huida?... Por esto... ¡oh
 Dios! Ahora despierto, ahora se cae para mí el velo,
 que todo lo encubría... ¡Por esto renunció con tanto
 heroísmo a mi amor, y casi, casi me sedujo su afeite
 celestial! (Recorre muy agitado el aposento, y
 después se queda pensativo.) ¡Arraigarse tan
 hondamente en mi corazón!... Corresponder así a los
 sentimientos más osados, a las vibraciones de mi
 alma más gratas y delicadas, a mis fogosos
 trasportes... Explotar hasta el valor de una lágrima...
 acompañarme a las cumbres escarpadas de la pasión,
 y salirme al encuentro siempre que estaba pronto a
 precipitarme en el abismo... ¡Dios mío, Dios mío! ¡Y
 todo esto una farsa indigna!... ¿Una farsa?... ¡Oh! Si
 la mentira tiene un colorido tan seductor, ¿cómo los
 ángeles del mal no penetran en el cielo?
 Cuando yo le manifesté los peligros inseparables
 de muestro, amor, ¡con que falsía tan persuasiva no
 palideció la culpable! ¡con que victoriosa dignidad
 anulaba la insolente altivez de mi padre en el mismo
 instante en que, como mujer, se creía culpable!...
 ¿Cómo?... ¿No resistió también la prueba del fuego
 de la verdad?... ¡Y la hipócrita se desmayó! ¿Cuál
 será tu lenguaje ahora, oh sensibilidad? También las
 coquetas se desmayan. ¿Cómo te justificarás, ¡oh!
 inocencia? También se desmayan las prostitutas.
 Ella sabe hasta dónde llega mi pasión. Ha visto
 el fondo de mi alma. Ha contemplado mi corazón
 en mis ojos, al rubor de nuestro primer beso... ¿Y
 nada sentía?... ¿se vanagloriaba sólo del triunfo de
 sus artes?... Cuando en mi venturoso delirio
 encerraba en ella locamente toda mi gloria, y hasta se
 callaban mis más impetuosos deseos, ella sola y la
 eternidad eran entonces los únicos pensamientos de
 mi mente... ¡Dios mío! ¿Y nada sentía?... ¿No sentía
 más que la satisfacción de un triunfo? ¿Nada más
 que el homenaje rendido a sus encantos? ¡Muerte y
 venganza! ¿Nada sino que me engañaba?



 ESCENA III.
 FERNANDO Y EL MARISCAL.
 EL MARISCAL. (Entrando de puntillas.)-
 ¿Habéis mostrado deseos de verme, querido mío?...
 FERNANDO. (Aparte entre dientes) -De
 retorcer a un bribón el cuello. (Alto.) Esta carta,
 Mariscal, ha debido caer de vuestro bolsillo en la
 parada... y yo (con amarga sonrisa) he tenido la
 dicha de encontrarla.
 EL MARISCAL.- ¿Vos?
 FERNANDO.- Por la más divertida de las
 casualidades. Dios lo ha dispuesto así.
 EL MARISCAL.- Ya notáis cuánto lo siento,
 Barón.
 FERNANDO.- ¡Leedla, leedla! (Alejándose de
 él.) Si soy un amante desgraciado, quizás sea
 venturoso intermediario. (Mientras que el Mariscal
 lee, se aproxima a la pared y descuelga un par de
 pistolas.)
 EL MARISCAL. (Que tira la carta sobre la
 mesa, e intenta irse.)- ¡Maldición!
 FERNANDO. (Cogiéndolo de un brazo, y
 obligándolo a volver.) ¡Paciencia, estimado Mariscal!
 La noticia me parece agradable. Quiero la debida
 recompensa. (Enseñándole las pistolas.)
 EL MARISCAL. (Retrocediendo asustado) -
 Seréis razonable, querido.
 FERNANDO. (Con voz firme y amenazadora)-
 Más de lo necesario para enviar al otro mundo a un
 bribón como tú. (Preséntale una pistola, sacando un
 pañuelo del bolsillo.) ¡Tomad! Coged la punta de ese
 pañuelo... Es de esa cortesana.
 EL MARISCAL.- ¿De este pañuelo? ¿Estáis
 loco? ¿Qué os proponéis?
 FERNANDO.- ¡Coged esa punta, te digo! ¡A
 no ser así, errarás el tiro, cobarde!... ¡Cómo tiembla
 el vil! ¡Debes dar gracias a Dios, infame, porque esta
 será la primera vez que encuentres algo en tu
 cerebro! (El Mariscal insiste en huir.) ¡Poco a poco!
 No será esto tan fácil. (Lo sujeta y corre el cerrojo.)
 EL MARISCAL.- ¿En este aposento, Barón?
 FERNANDO.- ¡Como si la cosa mereciera dar
 un paseo contigo por la muralla!... Tira y sonará
 mejor, y este será el primer ruido que haces en el
 mundo... ¡Tira!
 EL MARISCAL. (Enjugándose el sudor de la
 frente.) ¿Y deseáis exponer así vuestra preciosa vida,
 joven de tan bellas esperanzas?
 FERNANDO.- ¡Tira, te repito! Nada tengo que
 hacer en este mundo.
 EL MARISCAL.- Pero yo tengo que hacer en el
 tanta más, excelente amigo.
 FERNANDO.- ¿Tú, bribón? ¿Cómo? ¿Tú?...
 ¿Ser acaso la polilla, en donde son raros los
 hombres? ¿Alargarte y acortarte siete veces en un
 momento, como la mariposa clavada en la aguja?
 ¿Llevar el registro de las idas y venidas de tu señor a
 ciertos lugares excusados, y ser el caballo de alquiler
 de su ingenio? Bien; es igual, yo te llevo conmigo
 como a un animal extraño. A manera de mono
 enseñado, bailarás tú al compás de los aullidos de los
 condenados, traerás lo que te manden, obedecerás, y
 con artificios cortesanos aliviarás un tanto su
 desesperación eterna.
 EL MARISCAL.- ¡Lo que gustéis, caballero, lo
 que os plazca!... Pero dejémonos de pistolas.
 FERNANDO.- ¡Vedlo ahí, a ese hijo del
 dolor!... ¡Vedlo ahí, para oprobio del sexto día de la
 creación! ¡Como si un editor de Tubinga quisiera
 parodiar al Todopoderoso!... ¡Lástima sólo, perpetua
 lástima para la onza de sesos, tan mal alojados en ese
 cráneo ingrato! Esta única onza hubiese
 transformado a un mono en hombre perfecto, y en
 él sirve para ludibrio de la razón... ¡Y entregarle la
 mitad de su corazón!...
 ¡Monstruoso!
 ¡Incomprensible!... A un personaje más a propósito
 para alejar el pecado, que para fomentarlo.
 EL MARISCAL.- ¡Oh! Gracias sean dadas a
 Dios, que hace alarde de su ingenio.
 FERNANDO.- Prefiero dejarlo como es. La
 tolerancia, que perdona a un gusano, valga también
 en su favor. Cuando se tropieza con estos seres,
 quizás se alcen los hombros, acaso se admire la sabia
 economía de la Providencia, que hasta con estiércol
 e inmundicias alimenta a sus criaturas, y ofrece en lo
 alto de la horca un festín a los cuervos, y un
 cortesano en el lodo que rodea a los soberanos... Por
 último, nos sorprendemos al observar el orden del
 universo, que, hasta en el mundo moral, mantiene
 víboras y tarántulas para derramar su ponzoña...
 Pero (Renovándose su ira.) que ese engendro no
 toque a mis flores (sacudiendo al Mariscal con
 violencia.), o si la hace, lo aniquilo por completo.
 EL MARISCAL. (Aparte y suspirando.)- ¡Dios
 mío! ¡Quién no pudiera alejarse de aquí! ¡En Bicetre,
 junto a París, siempre que estuviese lejos!
 FERNANDO.- ¡Bribón! ¡Si ella no es ya pura!...
 ¡Bribón! ¡Si tú te has entregado al placer, cuando yo
 sólo adoraba... (Con más cólera.) Si has sido un
 libertino, cuando yo me creía un Dios! (Cállase de
 repente, luego con acento terrible.) Más te valiera,
 oh bribón, refugiarte en el Infierno, que te encuentre
 mi rabia en el Cielo... ¿Hasta dónde has llegado en
 tus amoríos con ella? ¡Confiésalo!
 EL MARISCAL.- ¡Soltadme! Todo lo diré.
 FERNANDO.- ¡Oh! Más seductor ha de ser
 cortejar a esa joven, que soñar en la gloria con otra...
 Si ella quisiera perderse, ¡oh! si lo quisiera, podría
 rebajar la dignidad del alma y desnaturalizar la virtud
 con el deleite. (Apoyando la pistola contra el
 corazón del Mariscal.) ¿Qué has hecho con ella?
 ¡Mueres, si no lo confiesas!
 EL MARISCAL.- ¡Nada! ¡Nada absolutamente!
 ¡Tened un solo minuto de paciencia! Os han
 engañado.
 FERNANDO.- ¡Y me lo pagarás, malvado!...
 ¿Qué has hecho con ella? ¡Confiésalo, o mueres!
 EL MARISCAL.- ¡Mon Dieu! ¡Dios mío! Yo lo
 digo... ¡Escuchad!... Su padre... su mismo querido
 padre...
 FERNANDO. (Con ira.)- ¿Te ha vendido su
 hija? Pero ¿qué has hecho con ella? ¡Te mato, o lo
 dices!
 EL MARISCAL.- ¡Estáis loco! ¡No me oís!
 Jamás la he visto. No la conozco. Nada sé de ella.
 FERNANDO. (Retrocediendo.)- ¿No la has
 visto? ¿No la conoces? ¿Nada sabes de ella?... Luisa
 Miller se ha perdido por tu obra, ¿y tú reniegas de
 ella tres veces consecutivas? ¡Vete, miserable! (Le da
 un culatazo con la pistola y lo echa.) Ninguno como
 tú ha podido inventar la pólvora.

 ESCENA IV.
 FERNANDO, solo.
 (Después de un largo silencio, durante el cual su
 fisonomía toma una expresión terrible.)- ¡Perdido! ¡Sí,
 desdichada... ¡Lo estoy! ¡Y tú también! ¡Sí, por Dios
 Omnipotente!... ¡Sí yo me veo perdido, tú también
 lo estás!... ¡Juez soberano! No me hagas responsable.
 Ella es mía. Por ella renuncié a tu mundo, a todas las
 grandezas de tu creación. ¡Déjamela,... Juez
 soberano! Almas a millones te suplican... míralas con
 ojos misericordiosos. ¡Déjame sólo a ella.! ¡Juez
 soberano! (Juntando las manos con la mayor
 angustia.) El Creador de todas las cosas, tan rico, tan
 poderoso, ¿me rehusará una sola alma, que es
 además la más desdichada de sus obras?... ¡Ella es
 mía! Yo, antes, su Dios; ahora, su mal ángel.
 (Mirando oblicuamente con ojos extraviados.)
 ¡Unido a ella toda una eternidad sobre la rueda del
 tormento!... mis ojos echando raíces en los suyos...
 mis cabellos erizados, confundidos con los suyos...
 nuestros ayes mezclados... y entonces recomenzar
 mis caricias, y repetirle sus juramentos... ¡Dios mío,
 Dios mío!... esta unión es temible... pero eterna.
 (Hace ademán de irse: el Presidente se presenta.)


 ESCENA V.
 FERNANDO Y EL PRESIDENTE.
 FERNANDO. (Retrocediendo.)- ¡Oh!... ¡mi
 padre!
 EL PRESIDENTE.- Nos encontramos muy a
 propósito, hijo mío. Yo vengo a anunciarte una
 grata nueva, que, además, oh hijo querido, ha de
 sorprenderte. ¿Nos sentamos?
 FERNANDO. (Que le mira fijamente.)- ¡Padre
 mío! (Acercándose a él muy conmovido, y
 estrechando su mano.) ¡Padre mío! (Buscando su
 mano y arrodillándose.) ¡Oh padre mío!
 EL PRESIDENTE.- ¿Qué tienes, hijo?
 ¡Levántate! ¡Tu mano arde y tiembla!
 FERNANDO. (Con emoción impetuosa y calor
 extraordinario.) ¡Perdonad al ingrato, padre mío!
 ¡Soy un verdadero réprobo! No he correspondido a
 vuestra bondad. Vuestros sentimientos eran tan
 paternales... ¡Oh! Adivinabais... ahora es ya tarde...
 ¡Perdón!... ¡Perdón! ¡Bendecidme, padre mío!
 EL PRESIDENTE. (con hipocresía, y aire
 afectado de inocencia.)- ¡Levántate, hijo! Reflexiona
 quo tus palabras son para mí un enigma.
 FERNANDO.- Esa Miller, padre... ¡Oh,
 conocéis bien el corazón humano!... ¡Vuestra ira era
 entonces tan justa, tan digna, tan paternal, tan llena
 de noble ardor!... Sólo que, con tanto celo por el
 bien de vuestro hijo, habíais... errado el camino...
 Esa Miller...
 EL PRESIDENTE.- ¡No me atormentes, hijo!
 ¡Maldigo mi dureza! Vengo a pedirte perdón.
 FERNANDO.- ¡Perdón a mí! ¡Caiga vuestra
 maldición sobre mi cabeza!...
 ¡Vuestra desaprobación era sólo sabiduría; vuestro rigor
 compasión divina! ... Esa Miller, padre...
 EL PRESIDENTE.- ¡Es una joven amable y
 noble! Yo me retracto de mis sospechas infundadas!
 ¡Ha conquistado mi estimación!
 FERNANDO. (Que se levanta conmovido.)-
 ¡Cómo! ¿vos también? ... ¿No es verdad, padre mío,
 que es una criatura inocente?... ¡Es tan natural
 amarla!...
 EL PRESIDENTE.- Di más bien que es un
 crimen no amarla.
 FERNANDO.- ¡inaudito! ¡Monstruoso!...- ¿Y
 leéis también en el fondo de los corazones? ¡La
 mirabais con ojos de odio!... ¡Hipocresía sin
 ejemplo!... Esta Miller, padre...
 EL PRESIDENTE.- Merece ser hija mía. Su
 virtud vale un árbol genealógico, y su belleza un
 tesoro. Mis principios ceden a tu amor... ¡Qué sea,
 pues, tuya!
 FERNANDO. (Que sale precipitadamente del
 aposento.)- ¡Esto me faltaba! ¡Adiós, padre mío!
 (Vase.)
 EL PRESIDENTE. (Siguiéndolo.)- ¡Detente,
 detente! ¿Adónde vas así? (Vase.)

 ESCENA VI.
 Una sala suntuosa en casa de Lady Milford.
 LADY MILFORD Y SOFÍA, que entran.
 LADY.- ¿La has visto, pues? ¿Vendrá?
 SOFÍA.- ¡Ahora mismo! Estaba vestida como
 de casa, y pensaba ataviarse sin tardanza.
 LADY.- No me digas nada de ella... ¡Silencio!
 Tiemblo como un criminal al pensar que he de verla
 feliz, cuando su corazón armoniza tan terriblemente
 con el mío... ¿Y cómo recibió mi invitación?
 SOFÍA.- Se quedó sorprendida, pensativa; me
 miró con ojos espantados, y se calló. Yo esperaba
 oír sus excusas, cuando dirigiéndome una ojeada,
 que me extrañó sobremanera, me respondió:

 «Vuestra señora me manda hoy lo que yo pensaba
 pedirle mañana.»
 LADY. (Muy inquieta.)- Déjame, Sofía.
 Compadéceme. Me ruborizaré, si es una mujer
 ordinaria, y si algo más, me desesperaré.
 SOFÍA.- Pero, Milady... no es así como se ha de
 recibir a una rival. Tened presente lo que sois.
 Recordad vuestro nacimiento, vuestro rango, vuestro
 poder, y llamadlos en vuestra ayuda. Un corazón
 orgulloso debe realzar el brillo soberbio de vuestra
 presencia.
 LADY. (Distraída.)- ¿Qué charla esta loca?
 SOFÍA. (Con malicia.)- ¿Será casual, acaso, que
 hoy os adornen vuestros diamantes más preciosos?
 ¿Será casual que hoy llevéis vuestros vestidos más
 ricos?... ¿Que vuestra antesala hormiguee de lacayos
 y pajes, y que recibáis a la joven oscura en un salón
 regio de vuestro palacio?
 LADY.
 (Paseándose, con amargura.)-
 ¡Detestable! ¡Insufrible! ¡Ojos de lince tienen las
 mujeres para ver los defectos de otras mujeres!...
 Pero ¡cuán bajo, cuán bajo habré caído, para que me
 comprenda semejante persona!
 UN AYUDA DE CÁMARA. (Entrando.)- La
 señorita Miller...
 LADY. (A Sofía.)- ¡Vete tú! ¡Aléjate! (Con
 imperio, al observar que Sofía duda.) ¡Vete! ¡Yo te
 lo mando! (Vase Sofía, y ella da un paseo por la
 sala.) ¡Bueno! No está mal mi emoción. Tal era mi
 deseo. (Al Ayuda de cámara.) ¡Que entre esa joven!
 (Vase el criado; ella se deja caer en un sofá y toma
 un aire de nobleza y abandono.)


 ESCENA VII.
 LUISA MILLER entra con timidez, y se detiene
 muy lejos de MILADY, que le ha vuelto la espalda,
 mirándola atentamente en el espejo de enfrente;
 pausa.
 LUISA.- ¡Señora! Espero vuestras órdenes.
 MILADY. (Que se vuelve hacia Luisa, y le baja
 la cabeza con altivez y desdeñosa curiosidad.)- ¡Ah!
 ¿Estáis ya aquí?... Sin duda la señorita... cierta... ¿cuál
 es vuestro nombre?
 LUISA. (Algo picada.)- Mi padre se llama Miller,
 y Vuestra Señoría mandó buscar a su hija.
 MILADY.- ¡Verdad, verdad! Ya me acuerdo... la
 pobre hija del músico, de quien se hablaba hace
 poco. (Pausa, y aparte.) Muy interesante, y, sin

 embargo, no es ninguna beldad... (Alto, a Luisa.)
 ¡Acercaos, hija mía! (Aparte.) Ojos acostumbrados a
 llorar. ¡Cómo me agradan esos ojos! (Alto.) ¡Más
 cerca... más!... ¡Hija mía! Creo que me tienes miedo.
 LUISA. (Con grandeza y decisión.)- No, Milady.
 Yo desprecio la opinión del vulgo.
 MILADY. (Aparte.)- Y, sin embargo, vulgar es
 su insolencia. (Alto.) Os han recomendado a mí,
 señorita. Dicen que sabéis algo, sobre todo vivir...
 ¡Sea así! Haré por creerlo... Por nada del mundo
 calificaré de engañoso a su ardiente protector.
 LUISA.- Sin embargo, no conozco a nadie,
 Milady, que se haya molestado en buscarme una
 protectora.
 MILADY. (Sorprendida.)- ¿La molestia en
 buscar a la protectora, o a la protegida?
 LUISA.- Yo lo entiendo, señora.
 MILADY.- Hay en esto más malicia de lo que
 promete esa fisonomía franca. ¿Os llamáis Luisa?
 ¿Qué edad tenéis, si puedo preguntároslo?
 LUISA.- Diez y seis años cumplidos.
 MILADY. (Levantándose con prontitud.)
 ¡Dicho está ya! ¡Diez y seis años!... ¡El primer latido
 de la pasión!... El primer sonido argentino, que se
 arranca del piano virgen... Nada más seductor...
 Siéntate, joven amable; tú me agradas... ¡Y el ama
 también por vez primera!... ¿Qué extraño es, por
 tanto, que los rayos de la aurora se encuentren? (Con
 amistad, y cogiéndole una mano.) No hay duda, yo
 quiero hacerte feliz, querida mía... Nada, nada es
 esto más que un sueño agradable y prematuro...
 (Tocando a Luisa en las mejillas.) Mi Sofía se casa; tú
 ocuparás su puesto... ¡Diez y seis años! Esto no
 puede ser duradero.
 LUISA. (Besándole respetuosamente la mano.)-
 Os agradezco ese favor, Milady, como si en realidad
 lo recibiera.
 MILADY. (Encolerizándose.)- ¡Vaya una gran
 señora!... De ordinario, las jóvenes de vuestra clase
 se estiman muy dichosas, cuando encuentran una
 colocación como esta... ¿Qué deseáis, pues, doncella
 pretenciosa? ¿Esos dedos son demasiado delicados
 para el trabajo? ¿Os hace tan orgullosa vuestra
 vulgar hermosura?
 LUISA.- Mi rostro, noble señora, me pertenece
 tan poco como mi nacimiento.
 MILADY.- ¿Creéis acaso que esto no ha de
 terminar nunca?... ¡Pobre criatura! Quien te lo haya
 persuadido, sea el que fuere, se ha burlado de ti y de
 sí mismo. Tus mejillas no han sido doradas a fuego.
 Lo que te ofrece tu espejo como robusto y eterno, es
 sólo oropel vano y pasajero, que se quedará tarde o
 temprano en las manos de tu adorador... ¿Qué
 hacemos, pues?
 LUISA.- Compadeced al adorador que compra
 un diamante, porque lo creía engarzado en oro.
 MILADY. (Sin querer atender a estas palabras.)-
 Una joven de vuestros años siempre tiene a mano
 dos espejos, el verdadero y el de su admirador... la
 adulación complaciente del último corrige la ruda
 franqueza del primero. El uno muestra una señal
 odiosa de viruelas. ¡Que disparate! dice el otro; es un
 hoyo en donde anidan las Gracias. Y vosotras,
 inocentes, solo creéis a éste, y saltáis de uno a otro
 testimonio, hasta que confundís a ambos. ¿Por qué
 me miráis así?
 LUISA.- ¡Perdonad, señora!...
 Estaba deplorando la suerte de ese soberbio y
 resplandeciente rubí, ignorante de los sarcasmos de
 su dueña contra la vanidad.
 MILADY. (Ruborizándose.)- ¡No variéis de
 conversación, picaruela! A no ser por las esperanzas,
 que ponéis en vuestra belleza, ¿qué razón hay en el
 mundo para impediros aceptar una colocación, la
 más a propósito para conocer a las gentes y adquirir
 finos modales, la única que puede extirpar vuestras
 preocupaciones vulgares?
 LUISA.- ¿Y también mi vulgar inocencia,
 Milady?
 MILADY.- ¡Sandia observación! El bribón más
 libertino se abstiene de proponernos nada
 deshonroso, si no lo alentamos en su empresa.
 Hacedle saber quién sois. Mostraos honrada y digna,
 y vuestra virtud estará segura.
 LUISA.- Dispensadme, señora, si, por lo que yo
 entiendo, me atrevo a dudarlo. Los palacios de
 algunas damas son con frecuencia teatro de los
 placeres más licenciosos. ¿Quién imaginará que la
 hija de un pobre músico es bastante heroica para
 lanzarse en medio de la peste, temiendo su contagio?
 ¿Quién soñará que lady Milford mantiene un gusano
 roedor de su conciencia, y gasta su dinero por gozar
 de la ventaja de ruborizarse a cada instante?... Yo soy
 franca, noble señora... ¿Os regocijaría mi presencia,
 cuando os prepararais a disfrutar del placer? ¿Lo
 sufriríais después de apurado?... ¡Oh! Mejor, mejor
 es que nos separen inmensas distancias... que corran
 entre ambas vastos mares!... Advertid, señora, que
 tendréis vuestras horas de ayuno, vuestros
 momentos de desmayo... Las víboras del
 remordimiento pueden penetrar en vuestro corazón,
 y entonces... y entonces, ¡qué tormento para vos, al
 ver retratada en el rostro de vuestra doncella de
 cámara esa paz inocente del alma, recompensa de
 toda conciencia pura! (Retrocede un paso.) Otra vez,
 Milady; otra vez os pido perdón.
 MILADY.- (Muy agitada.) Es insufrible que ella
 me lo diga, y aún más insufrible que tenga razón.
 (Acercándose a Luisa, y mirándola fijamente.) Tú no
 me engañarás, joven. Las opiniones solas no se
 expresan con tanto calor. En el fondo de tus frases
 hay un interés apasionado, que te impide aceptar mi
 servicio... y que infunde en tu lenguaje tanta energía
 (Con aire amenazador.) Y, ¡que yo descubriré!
 LUISA. (Con noble serenidad.)- ¡Y aunque lo
 descubrieseis! ¡Y aunque hirieseis con el pie a la
 tierra con desprecio, y despertaseis al débil gusanillo,
 al cual dotó el Criador de un aguijón para defenderse
 de sus enemigos!... Yo no temo vuestra venganza,
 Milady... La miserable pecadora, en el infamante
 instrumento del suplicio, se reiría de la ruina del
 universo. Mi desdicha es tan grande, que la
 franqueza no puede ya aumentarla. (Pausa: después
 con solemnidad.) Queréis arrancarme del polvo de
 mi humilde cuna. No analizaré este favor
 sospechoso. Solo quisiera saber cuál es el motivo,
 que impulsa a Milady a pensar que yo sea bastante
 insensata para avergonzarme de mi nacimiento.
 ¿Qué podrá justificar que se erija en promovedora
 de mi dicha, antes de estar segura de si la aceptaré yo
 de su mano?... Yo había renunciado por completo a
 todas las alegrías de este mundo... Yo había
 perdonado su huida a mi ventura... ¿Por qué
 atraerme de nuevo o ella?... Si hasta la misma
 Divinidad oculta los rayos de su gloria, para que no
 se asuste de sus tinieblas el serafín de más elevado
 rango... ¿por qué han de ser los hombres tan
 horriblemente compasivos?... ¿De qué proviene,
 Milady, que vuestra tan cacareada dicha mendigue
 tan solicita la admiración y la envidia de la miseria?
 ¿Tanta necesidad de la desesperación tiene vuestro
 deleite para su recreo? ¡Oh! ¡Más vale que me dejéis
 en mi ceguedad, puesto que sólo ella puede
 reconciliarme con mi funesto destino! El insecto se
 encuentra tan feliz en una gota de agua como en un
 hemisferio, tan alegre y tan bienaventurado, hasta
 que se le habla de océanos, en donde juegan flotas y
 ballenas... Pero ¿deseáis averiguar verdaderamente si
 soy dichosa? (Pausa, después se acerca con rapidez a
 Milady, y le pregunta de repente. ¿Lo sois vos,
 Milady? (Milady, sorprendida, se separa de ella
 precipitadamente, y Luisa la sigue y toca con la
 mano su corazón.) ¿Este corazón está tan risueño
 como aparenta? Y si pudiésemos ahora trocar el
 vuestro por el mío, y una suerte por otra, y si yo, en
 mi candor infantil... y si yo preguntara a vuestra
 conciencia, y si os interrogara como una madre a su
 hija... ¿os decidiríais a hacer este cambio?
 MILADY. (Arrojándose en el sofá, muy
 afectada.)- ¡inaudito! ¡Incomprensible! ¡No, joven!
 ¡No! Tú no trajiste al mundo esta grandeza, y para
 madre eres demasiado joven. ¡No me engañes! Oigo
 otro maestro muy distinto...
 LUISA. (Mirándola con ahínco.)- Yo debía
 admirarme, Milady, de que ahora os acordarais de
 ese maestro, cuando antes me creíais de tan diversa
 condición.
 MILADY. (Levantándose da improviso.)- ¡Esto
 es insoportable!... Sí, seguramente no quiero
 ocultártelo... Lo conozco... lo sé todo... más de lo
 que quisiera (Detiénese y prosigue luego con
 animación hasta perder la calma por completo);
 ¡pero atrévete, desventurada... a amarlo y a ser
 amada de él!... ¿Qué digo? ¡Osa pensar en él, o ser
 uno solo de los objetos de su pensamiento!... Soy
 poderosa; desventurada ¡Temible!... ¡Tan verdad
 como Dios existe! ¡Tu perdición, es segura!
 LUISA. (Con firmeza.)- Perdida, sí, Milady, en
 cuanto lo obliguéis a amaros.
 MILADY.- Ya te comprendo... Pero no me
 amará. Quiero sobreponerme a esta pasión
 vergonzosa, humillar mi corazón y desgarrar el
 tuyo... Suscitare entre vosotros montañas y abismos;
 yo seré la Furia, que atormentará vuestra gloria...; mi
 nombre, como el espectro que persigue al criminal,
 amargará, separándoos, vuestros besos. Tu belleza y
 tu floreciente juventud se desvanecerán entre sus
 brazos, hasta convertirse en una momia... Yo no
 puedo ser feliz con él... pero tú no lo serás
 tampoco... ¿Oyes, miserable? Dicha es destruir la
 ajena dicha.
 LUISA.- Una fortuna que os han robado ya,
 Milady. No calumniéis a vuestro propio corazón. No
 sois capaz de hacer lo que, amenazándome, acabáis
 de decir. No sois capaz de atormentar a una criatura,
 que no os ha hecho otro mal que sentir como vos...
 Pero os amo ya a causa de vuestra cólera.
 MILADY. (Después de serenarse.)- ¿En dónde
 estoy? ¿En dónde estaba? ¿Qué he dicho? ¿A quién
 lo he dicho?... ¡Oh Luisa alma noble, magnánima,

 divina! ¡Perdona a una loca!... ¡No tocaré a uno solo
 de tus cabellos! ¿Qué deseas? ¡Habla! Quiero llevarte
 en mis brazos, ser tu amiga, tu hermana... Tú eres
 pobre... ¡Mira! (Despojándose de algunos brillantez.)
 Venderé todas estas joyas... mis vestidos, mis
 caballos y carruajes... todo será tuyo, pero renuncia a
 su corazón.
 LUISA. (Retrocede sorprendida.)- ¿Os mofáis
 de una mujer desesperada, o no habéis tenido formal
 participación en esa acción bárbara?... ¡Ah! ¿Así
 podría pasar por una heroína, y trocar en mérito mi
 desmayo? (Quédase pensativa algunos instantes;
 después se acerca a Milady, toma su mano, y la mira
 fijamente con aire expresivo.) ¡Tomadlo, Milady!...
 Libremente os cedo ese hombre, arrancado de mi
 corazón con violencia infernal... Quizás lo ignoréis
 vos misma, Milady; pero habéis arrebatado su gloria
 a dos amantes; habéis desunido dos corazones,
 sellados por el mismo Dios; aniquilado a una
 criatura, que se acercaba a Él como vos, engendrada
 como vos para la felicidad, que lo ha ensalzado
 como vos, y que no lo ensalzará más... ¡Milady!
 Hasta el trono del Todopoderoso llegarán los vanos
 esfuerzos del gusano hollado por osada planta... No
 es posible que se muestre indiferente a la suerte de
 las almas asesinadas en sus manos... ¡Vuestro es
 ahora! Tomadlo, pues, ahora, Milady. ¡Corred a sus
 brazos! ¡Llevadlo al altar! Pero no olvidéis en
 vuestros ósculos, que el fantasma de una suicida se
 interpondrá entre vosotros... Dios será misericor-
 dioso... No tengo otro apoyo. (Vase corriendo.)

 ESCENA VIII.
 MILADY sola, conmovida, fuera le sí, mirando fijamente a
 la puerta por donde ha desaparecido LUISA; al fin parece
 salir de su arrobamiento.
 MILADY.- ¿Qué era esto? ¿Qué me ha
 sucedido? ¿Qué dijo esa desdichada?... Todavía, oh
 cielos, todavía están desgarrando mis oídos esas
 terribles palabras, que me condenan: «¡Tomadlo!»....
 ¿A quién, desventurada? ¿Al presente de tu mortal
 agonía, al horrible legado de tu desesperación? ¡Dios
 mío! ¡Dios mío! ¿Tan bajo He caído yo... tan de
 repente he descendido del trono levantado por mi
 orgullo, que espero con hambre devoradora los
 restos de la última lucha mortal, que me cede una
 pordiosera generosa?... «¡Tomadlo!»... ¡y lo dijo con
 tal acento, lo acompañó con tal mirada! ¡Ah!
 ¡Emilia! ¿y para esto franqueaste las barreras
 impuestas a tu sexo?... ¿y para esto adoptaste el
 nombre de gran señora inglesa, para que el soberbio
 edificio de tu honor se desmoronase al empuje de la
 más sublime virtud de una joven oscura y sin
 defensa?... ¡No, orgullosa desventurada, no!... Emilia
 Milford podrá ruborizarse... pero nunca envilecerse.
 Yo tengo también energía suficiente para renunciar
 a... (Paseándose con majestad.) ¡Desaparece ya,
 mujer débil y desventurada!... ¡Adiós, gratas y
 risueñas imágenes del amor!... ¡Que la
 magnanimidad sea desde ahora mi divisa! Cierta es la
 ruina de estos dos amantes, si lady Milford no
 abandona sus pretensiones y el corazón del Príncipe.
 (Pausa; después con animación.) ¡Está resuelto!...
 ¡ese obstáculo terrible ha desaparecido... rotos yacen
 los lazos, que me unían al Duque, y extirpado de mi
 pecho ese amor violento!... ¡En tus brazos me
 refugio, oh virtud... ¡recibe en ellos a Emilia, tu
 arrepentida hija!... ¡Ah!... ¡que placer tan
 consolador!... ¡Cuán serena, cuán superior a mí
 misma me encuentro!... Grande, como un sol en su
 ocaso, quiero descender hoy de la cumbre en donde
 me hallo, para que mi poder muera con mi amor, y
 sólo me acompañe mi corazón en mi orgulloso
 destierro. (Acercándose decidida a una mesa de
 escribir.) Y será ahora mismo... ahora, sin tardanza,
 antes que los encantos de ese joven amado abran de
 nuevo la llaga de mi corazón. (Se sienta y comienza a
 escribir.)


 ESCENA IX.
 MILADY; UN AYUDA DE CÁMARA; SOFÍA;
 después el MARISCAL; y en seguida LOS CRIADOS.
 EL AYUDA DE CÁMARA.- El Mariscal, en la
 antesala, trae una comisión del señor Duque.
 MILADY. (Mientras escribe con calor.)- ¡Ahora
 se desvanecerá el polichinela serenísimo! ¡Sí, sin
 duda! La idea es bastante diabólica para trastornar el
 seso a un Príncipe... Su corte se convertirá en un
 torbellino... y todo el país sufrirá una completa
 perturbación.
 EL AYUDA DE CÁMARA Y SOFÍA.- El
 Mariscal, Milady...
 MILADY. (Volviéndose.)- ¿Quién? ¿Qué
 decís?... Tanto mejor. Este linaje de hombres sirve
 para llevar las cargas de los demás. ¡Bien venido sea!
 (Vase el Ayuda de cámara.)
 SOFÍA. (Acercándosele inquieta)- Si yo no
 temiera, Milady... si no fuese atrevimiento... (Milady
 escribe con calor.) La Miller ha salido
 precipitadamente por la antesala... estáis acalorada...
 habláis sola...- (Milady continúa escribiendo.)
 Temo... ¿Qué sucederá?
 EL MARISCAL. (Que entra, y hace muchas
 cortesías a Milady vuelta de espaldas; no notando su
 presencia, aproxímase más, se coloca detrás de su
 asiento, se apodera de su vestido, y lo besa con
 timidez cortesana.)- El Serenísimo...
 MILADY. (Que echa arenilla en lo escrito, y lo
 lee.)- Me acusará de negra ingratitud... Yo estaba
 abandonada. Me sacó de la miseria... ¿De la
 miseria?... ¡Horrible mudanza! ¡Desgarra tu cuenta,
 seductor! Mi eterna vergüenza la paga con usura.
 EL MARISCAL. (Después de dar varias vueltas
 inútiles alrededor de Milady.)- Parece Milady algo
 distraída. Seré, pues, bastante atrevido para abusar...
 (Muy alto.) S. A. Serenísima me envía a preguntaros
 si habrá esta noche Bauxhall o comedia...
 MILADY. (Levantándose y sonriéndose.)- Es
 indiferente; cualquiera de los dos, ángel mío...
 Mientras tanto llevad esta carta al Duque para
 postres (A Sofía.) Que enganchen mis carruajes, y
 que toda mi servidumbre se reúna en esta sala.
 SOFÍA. (Que sale precipitadamente, muy
 conmovida.)-
 ¡Oh cielos! ¡Qué triste presentimiento!... ¿Qué sucederá?
 EL MARISCAL.- ¡Estáis sofocada, señora!
 MILADY.- Tanto menos durará el engaño...
 ¡Albricias, Sr. Mariscal! Habrá una plaza vacante.
 Buena cosecha para intermediarios amorosos. (Al
 mirar el Mariscal la carta furtivamente.) ¡Leedla,
 leedla!... No deseo que su contenido sea un misterio
 para nadie.
 EL MARISCAL. (Que lee, mientras se reúnen
 los criados en el fondo.)- «Serenísimo Señor: El
 contrato, que habéis violado tan fácilmente, no
 puede ya obligarme. La ventura de vuestros súbditos
 era la condición de mi amor. El engaño ha durado
 tres años. La venda ha caído ya de mis ojos. Me
 horrorizan los favores, que provocan las lágrimas de
 vuestros gobernados... Emplead el amor, a que ya no
 puedo corresponder, en beneficio de vuestro
 desolado imperio, y aprended de una princesa
 inglesa a tener compasión de vuestro pueblo alemán.
 Dentro de una hora habré traspasado la frontera.-
 JUANA NORFOLK.»
 TODOS LOS CRIADOS. (Que hablan entra sí
 sorprendidos.)- ¿La frontera?
 EL MARISCAL. (Que deja la carta en la mesa
 horrorizado.)- ¡Líbrenos de ello Dios, señora
 estimadísima! El que entregara esta carta, y quien la
 ha escrito, arriesgarían por igual su cabeza.
 MILADY.- ¿Tal es tu preocupación, linda
 alhaja? Ya sé, por desgracia, que tú, y los que se te
 asemejan, se atosigan sólo con referir lo que otros
 han hecho... Casi soy de opinión que se escondiera
 este billete en un pastel de carne de venado, para que
 S. A. S. lo encontrase de repente. en su plato...
 EL MARISCAL.- ¡Ciel! ¡Que temeridad! ¿Os
 atreveríais?... ¿Habéis meditado bien la desgracia a
 que os exponéis, Milady?
 MILADY. (Que se dirige a todos sus criados
 reunidos, y les habla muy conmovida.)- Vuestra
 emoción es muy grande, buenas gentes, y esperáis
 con angustia cuál ha de ser la solución de este
 enigma... ¡Acercaos, queridos míos!... Me habéis
 servido con bondad, y celo, atendiendo más a mis
 deseos que a mi bolsillo; la obediencia era vuestra
 pasión, mis favores vuestro orgullo... El recuerdo de
 vuestra fidelidad se unirá al de mi envilecimiento.
 ¡Funesto destino, que ha hecho de mis días más
 infortunados los más dichosos vuestros! (Con
 lágrimas en los ojos) ¡Yo os dejo, hijos míos!... Lady
 Milford no existe ya, y Juana Norfolk es harto pobre
 para pagar sus deudas. Que mi cajero reparta entre
 vosotros sus fondos... Este Palacio pertenece al
 Duque... El más pobre de vosotros saldrá de aquí
 más rico que su señora. (Preséntales su mano, que
 todos besan con efusión.) yo os comprendo, amigos
 míos... ¡Adiós, adiós para siempre! (Reprime sus
 sollozos.) Oigo el coche, que llega. (Los deja y quiere
 salir, pero el Mariscal le cierra el paso.)
 Desventurado, ¿todavía estás ahí?
 EL MARISCAL. (Que mientras tanto ha estado
 mirando la carta de un modo deplorable.)- ¿Y yo he
 de depositar este billete en las augustas manos de S.
 A. S.?
 MILADY.- ¡Desventurado! Sí; en sus augustas
 manos, y dirás a sus augustos oídos, que, no
 pudiendo ir yo descalza a Loreto, trabajaré todo el
 día para purificarme y lavar la mancha de haberlo
 gobernado. (Vase apresuradamente, y los demás muy
 conmovido.)

 ACTO V.
 Aposento en casa del músico.- Es la hora del crepúsculo de la
 tarde.
 ESCENA PRIMERA.
 LUISA, silenciosa, está sentada en el ángulo más oscuro de
 la habitación, con la cabeza apoyada en el brazo; después de
 una larga pausa aparece MILLER con una linterna, mira
 con angustia a todas partes sin ver a LUISA, y deja el
 sombrero en la mesa y la linterna en el suelo.
 MILLER.- ¡Tampoco está aquí! ¡Tampoco aquí!
 He recorrido todas las calles, he visitado todas las
 casas de los conocidos, y he preguntado en todas las
 puertas... nadie ha visto a mi hija. (Pausa.)
 ¡Paciencia, pobre, desdichado padre! Espera hasta
 mañana. Quizás aparezca en la orilla tu única hija...
 ¡Dios mío, Dios mío! ¿Habré yo idolatrado a esa
 niña con exceso?... ¡Fuerte es el castigo; fuerte,
 Padre, que estás en el cielo! No murmuro, Padre
 mío, pero el castigo es terrible. (Déjase caer con
 tristeza en una silla.)
 LUISA. (Desde un rincón.)- ¡Haces bien, mísero
 anciano! Aprende a sufrir aún más.
 MILLER. (Levantándose.)- ¿Estás ahí, hija mía?
 ¿Estás ahí?... Pero ¿por qué tan sola y sin luz?
 LUISA.- No estoy tan sola. Cuando la oscuridad
 me rodea por todas partes, es justamente cuando yo
 veo a quien me agrada.
 MILLER.- ¡Dios te proteja! Sólo el gusano
 roedor de la conciencia vela en compañía del búho.
 El culpable y el malvado temen sólo la luz.
 LUISA.- También la eternidad, oh padre, habla
 con las almas desvalidas.
 MILLER.- ¡Niña, niña! ¿Qué modo de hablar es
 este?
 LUISA. (Levantándose y adelantándose.)- Mi
 lucha ha sido atroz. Ya lo sabéis, padre. Dios me ha
 dado fuerzas. El combate ha terminado. Se suele
 decir, oh padre, que nuestro sexo es frágil y delicado.
 No lo creáis. Temblamos a la vista de una araña, y
 estrechamos entre nuestros brazos al horrible
 monstruo de la destrucción. Sabed, oh padre, que
 vuestra Luisa está alegre.
 MILLER.- ¡Oye, hija! Quisiera que lloraras. Más
 me agradaría.
 LUISA.- ¿Cómo he de sobrepujarle en
 sagacidad, padre? ¿Cómo engañar al tirano?... El
 amor es más astuto que la maldad, y también más
 atrevido... Él lo ignoraba; él, el de la triste estrella en
 el pecho... ¡Oh! son avisados, mientras ponen en
 juego su inteligencia; pero en los asuntos en que se
 interesa el corazón, los perversos se hacen
 estúpidos... ¿Pensaba sellar su engaño con un
 juramento? Este lazo, padre, liga a los vivos, pero la
 muerte rompe los eslabones de hierro de la promesa
 jurada. Fernando conocerá entonces a su Luisa...
 ¿Queréis encargaros de llevar este billete, oh padre?
 ¿Será tanta vuestra bondad?
 MILLER.- ¿A quién, hija mía?
 LUISA.- ¡Extraña pregunta! Lo infinito y mi
 corazón no dejan entre sí espacio bastante para
 formular un solo pensamiento acerca de él... Por
 otra parte, ¿a quién sino a él podría escribir yo?
 MILLER. (Inquieto.)- Oye, Luisa, voy a romper
 el sobre.
 LUISA.- Como queráis, padre... Pero nada
 adelantaréis. Las letras son como cadáveres, y sólo
 viven a los ojos del amor.
 MILLER. (Leyendo.)- «Te hacen traición,
 Fernando... Una infamia sin ejemplo ha roto el lazo
 que unía nuestras almas; un horrible juramento ha
 hecho enmudecer mi lengua, y tu padre ha puesto en
 todas partes vigilantes. Pero, si tienes valor, amado
 mío, yo conozco cierto lugar, en donde no obliga
 ningún juramento, ni en donde se encuentra ningún
 espía.» (Miller se detiene, y la mira con seriedad.)
 LUISA.- ¿Por qué me miráis así? Leedla toda,
 padre.
 MILLER.- «Pero has de tener valor suficiente
 para recorrer esa senda de tinieblas, en donde solo tu
 Luisa y Dios pueden guiarte. únicamente has de
 llevar allí tu amor, renunciando a todas tus
 esperanzas y deseos fogosos; sólo puede servirte tu
 corazón. Si quieres... parte cuando el reloj de la torre
 de los Carmelitas dé las doce. Si no te atreves... no
 llames varonil a tu sexo, porque una doncella te llena
 de vergüenza. (Miller deja la carta en la mesa, mira
 ante él pensativo, con dolor y fijeza; y, por último, se
 vuelve hacia ella, y le dice con voz lenta y
 entrecortada.) Y ¿Cuál es ese tercer lugar, hija mía?
 LUISA.- ¿No sabéis cuál es? ¿No lo conocéis
 realmente, padre?... ¡Cosa extraña! Está descrito de
 manera, que es fácil encontrarlo. Fernando lo
 hallará.
 MILLER.- ¡Hum! Habla más claro.
 LUISA.- No me es posible darle un nombre
 grato... No os asustéis, padre, si es odioso ese lugar...
 ¿Por qué el amor no ha inventado su nombre? Sería
 entonces el más dulce. Ese tercer lugar, padre
 bondadoso... dejadme decirlo de una vez... ¡es la
 tumba!
 MILLER. (Cayendo en una silla.)- ¡Dios mío!
 LUISA. (Acercándose a él, y sosteniéndolo.)-
 ¡No Padre mío! Sólo son vanos temores los que
 despierta esa palabra... Desechadlos, y allí veréis un
 lecho nupcial, en donde la aurora tiende su tapiz
 dorado, y la primavera teje sus guirnaldas de varios
 colores. Sólo un pecador llorón puede calificar a la
 muerte de esqueleto, pero es en realidad un niño de
 cabellos de oro y faz angelical, lleno de vida, como
 pintan al Dios del amor, pero no tan travieso... un
 genio servicial y pacífico, que ofrece un brazo al
 alma del cansado peregrino, le abre las puertas de la
 grandeza eterna, le sonríe con benevolencia, y
 desaparece.
 MILLER.- ¿Qué te propones, hija mía?...
 ¿Quieres emplear contra ti tus propias manos?
 LUISA.- ¡No hables así, padre mío! Dejar una
 sociedad, que no puede sufrirme... pasar antes de
 tiempo a un lugar, en donde no puedo ya faltar... ¿es
 acaso pecado?
 MILLER.- El suicidio es el más repugnante de
 todos, hija mía... El único irreparable, porque son
 simultáneos el pecado y la muerte.
 LUISA. (Que se queda atónita.)- ¡Eso es
 horrible! Pero no será tan pronto. Me arrojaré al río,
 padre, y mientras me ahogo invocaré la misericordia
 divina.
 MILLER.- O lo que es lo mismo, te arrepentirás
 del robo, en cuanto dejes seguro lo robado... ¡Hija,
 hija! Ten cuidado no te burles de Dios, cuando más
 necesitas de su ayuda... ¡Oh! lejos, demasiado lejos
 has ido ya, en mi opinión!... No oras ya, y el
 Todopoderoso ha levantado de ti su mano.
 LUISA.- ¿Amar es quizás un delito, padre?
 MILLER.- Si es a Dios a quien amas, nunca
 pecarás... ¡Me has agobiado, hija mía única, me has
 agobiado con insufrible peso; casi me llevas a la
 tumba!... Sin embargo, no quiero afligirte más... Hija,
 yo hablaba hace poco creyendo estar solo. Me has
 oído; y de todas maneras, ¿por qué ocultártelo ya? tú
 eras mi ídolo: óyeme, Luisa, si sientes todavía algún
 afecto hacia tu padre... Tú eras todo para mí. Nada
 puedes hacer ahora de tu bien, porque puedo
 perderlo todo. Mis cabellos, como ves, comienzan ya
 a blanquear. Va llegando para mí el tiempo en que
 los padres suelen gozar del fruto del capital, que han
 formado en el corazón de sus hijos... ¿Vas a
 defraudar mis esperanzas, Luisa? ¿Quieres perderte
 con todo cuanto posee tu padre?
 LUISA. (Besando su mano con la más viva
 emoción.)- ¡No, padre mío! Dejo este mundo
 debiéndooslo todo, y pagaré en el otro con usura.
 MILLER.- ¡Ten cuidado no te engañes en tus
 cálculos, hija mía! (Serio y con gran solemnidad.)
 ¿Nos encontraremos ya allí de nuevo?... ¡Cuán
 pálida te pones!... Mi Luisa comprenderá sin trabajo,
 que no es fácil que yo la vea en el otro mundo,
 porque no pienso visitarlo tan pronto como ella.
 (Luisa se precipita en sus brazos, sobrecogida de
 terror; él la oprime contra su pecho, y continúa con
 voz suplicante.) ¡Oh! hija, hija mía! ¡Oh hija
 humillada! ¡Oh hija, quizás ya perdida! ¡Atiende a las
 palabras de tu padre, importantes para ti! Yo no
 puedo vigilarte. Está en mi mano arrancarte un
 puñal, pero puedes suicidarte con una aguja. Yo
 puedo preservarte del veneno, y tú ahorcarte con un
 collar de perlas... Luisa... Luisa... solo me es lícito
 aconsejarte... ¿Intentas recurrir al extremo de
 exponerte a que tus ilusiones falaces se desvanezcan
 al llegar al horrible puente, que separa al tiempo de
 la eternidad? ¿Osarás presentarte ante el trono del
 Omnipotente, y engañarlo diciéndole: vengo por mi
 amor a ti, oh Creador... cuando tus ojos culpables
 están buscando su ídolo terrenal?... Y si ese vano
 Dios de tu fantasía, gusano entonces como tú, se
 retuerce a los pies de tu Juez, califica de engaño, en
 tan supremo instante, a tu confianza impía, y somete
 tus esperanzas infundadas a la misericordia eterna,
 cuando el desdichado apenas se atreve a implorarla
 para sí... ¿qué harás? (Con más energía y en voz más
 alta.) ¿Qué harás entonces, infortunada? (La estrecha
 un momento con fuerza, la mira sin pestañear y
 después la suelta de repente.) Ahora nada más sé...
 (Levantando su diestra.) ¡Estoy ahora delante de ti,
 Dios y Supremo Juez! ¡Nada puedo en favor de esta
 alma; hágase, pues, tu voluntad! Ofrece un sacrificio
 a ese mancebo elegante, para que tus demonios se
 regocijen, y tus buenos ángeles huyan... ¡Anda, pues!
 Carga con el fardo de tus pecados; carga también
 con ese, el último, el más horroroso; y si todavía es
 ligero su peso, mi maldición lo aumentará... He aquí
 un cuchillo... atraviesa con él tu corazón, y... (Hace
 ademán, de irse, sollozando y llorando a gritos.) y el
 de tu propio padre!
 LUISA. (Que corre detrás de él.)- ¡Deteneos;
 deteneos! ¡Padre mío! ¿Ha de ser más cruel la
 ternura que la tiranía?... ¿Qué debo hacer?... No
 puedo... ¿Qué haré?
 MILLER.- Si los besos de tu Mayor son más
 ardientes que las lágrimas de tu padre... ¡muere!
 LUISA. (Después de una lucha terrible, pero con
 energía.)- Padre; aquí está mi mano! Yo quiero...
 ¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué hago? ¿Qué intento?...
 Padre, juro... ¡ay, ay de mí! Criminal, ¿adónde te
 encaminas?... ¡Sea, oh padre! Fernando... Dios me
 mira... ¡Oh, si yo borrara hasta su último recuerdo!
 (Rompe la carta.)
 MILLER. (Abrazándola, ebrio de alegría.)- ¡Ésta
 es mi hija!... ¡Mira! ¡por renunciar a un amante haces
 feliz a un padre! (Abrazándola de nuevo entre
 lloroso y risueño.) ¡Hija, hija! ¡Yo no era digno de
 ver un día como este!... ¡Solo Dios sube por que yo,
 hombre pecador, poseo este ángel del cielo!... ¡Luisa
 mía, gloria mía!... ¡Oh Dios! seguramente compren-
 do poco lo que es el amor; pero que sea un
 tormento renunciar a él... lo comprendo bien.
 LUISA.- ¡Vayámonos de aquí, padre mío!...
 Lejos de esta ciudad, en donde mis compañeras de
 juego se burlan de mí, y mi buena reputación ha
 desaparecido para siempre... ¡Lejos, lejos!... muy
 lejos del lugar, en donde tantos recuerdos me hablan
 de mi pasada ventura... ¡Lejos, lo más lejos posible!..
 MILLER.- ¿Adónde quieres ir ahora, hija mía?
 El pan de nuestro Dios bondadoso se encuentra en
 todas partes, y no faltarán aficionados a mi violín.
 ¡Sí! Dejémoslo todo... ¡Sí! ¡Dejémoslo todo!...
 Pondrá en música la historia de tu amor desgraciado,
 y escribiré una canción sobre la hija que desgarra su
 pecho por honrar a su padre... pediremos así
 limosna de puerta en puerta, y nos será grato
 recibirla de manos de los que lloren...

 ESCENA II.
 Los mismos y FERNANDO.
 LUISA. (Que lo ve primero, y se arroja gritando
 al cuello de Miller.)- ¡Dios mío! ¡Ahí está él! ¡Yo soy
 perdida!
 MILLER.- ¿En dónde? ¿Quién?
 LUISA. (Señalando al Mayor, con el rostro
 vuelto, y oprimiendo más estrechamente a su
 padre.)- ¡Él, él mismo!... ¡Vedlo! vedlo junto a vos,
 padre... para matarme ha venido.
 MILLER. (Que lo mira, y retrocede.)- ¿Cómo?
 ¿Vos aquí, Barón?
 FERNANDO. (Que se acerca con pausa, se
 detiene delante de Luisa, y la contempla fijamente:
 momento de silencio.)- ¡Conciencia sorprendida! Te
 doy las gracias. Terrible es tu confesión, pero rápida
 y evidente... y ahora mi tortura... ¡Buenas noches,
 Miller!
 MILLER.- Pero ¡por Dios santo! ¿Qué queréis,
 Barón? ¿Qué os trae aquí? ¿Qué significa esta
 sorpresa?
 FERNANDO.- Hubo un tiempo en que se
 contaban uno a uno todos los segundos del día, en
 que el deseo de verme pendía del curso lento del
 reloj de pared, y se enumeraban los latidos del
 corazón hasta que yo me presentaba... ¿Cómo
 explicar ahora esta extrañeza?
 MILLER.- ¡Andad, andad, Barón! Si queda
 todavía en vuestro pecho una partícula de
 humanidad... si no queréis asesinar a la que
 pretendéis amar, huid, y no os detengáis aquí ni un
 solo instante. La mano de Dios se ha levantado de
 mi pobre vivienda desde que pusisteis los pies en
 ella. Habéis atraído el infortunio sobre este techo,
 cuando antes lo visitaba solo la alegría. ¿Aún no
 estáis harto? ¿Intentáis ahondar aún más la herida
 que, por conoceros, ha recibido mi hija única?
 FERNANDO.- Vengo, Oh padre sin igual, a
 anunciar a tu hija una alegre nueva.
 MILLER.- ¿Nuevas esperanzas, sin duda, para
 que le suceda una nueva desesperación? Tu aspecto
 no está de acuerdo con tus palabras.
 FERNANDO.- Al fin se cumple mi más
 ardiente deseo. Lady Milford, el obstáculo más
 invencible a nuestro amor, huye ahora mismo de
 este país. Mi padre aprueba mi elección. El destino
 se cansa ya de perseguirnos. Nuestros astros
 favorables se levantan. Aquí estoy para cumplir mi
 palabra empeñada, y llevar a mi prometida al altar.
 MILLER.- ¿Lo oyes, hija mía? ¿Oyes sus burlas
 de tus esperanzas desvanecidas? ¡Verdaderamente,
 Barón, es grato, ver así al seductor, ejercitando su
 ingenio a costa de su víctima!
 FERNANDO.- ¿Crees que me chanceo? ¡yo,
 por mi honor! Mis palabras son tan verdaderas
 como el amor de mi Luisa, y quiero cumplirlas
 religiosamente, como ella lo hará con sus
 juramentos... Nada hay tan sagrado para mí...
 ¿Dudas todavía? El simpático rubor ¿no tiñe aún las
 mejillas de mi bella esposa? ¡Cosa extraña! La
 mentira debe ser aquí moneda corriente, ya que tan
 poco crédito merece la verdad. ¿Desconfiáis de mis
 palabras? Fiaos entonces de este testimonio escrito.
 (Tira a Luisa la carta del Mariscal; Luisa la abre, y cae
 en tierra pálida como un cadáver.)
 MILLER. (Sin notarlo, al Mayor.)- ¿Qué
 significa esto, Barón? Yo, por mí, no lo entiendo.
 FERNANDO. (Llevándolo a donde está Luisa.)-
 ¡Tanto mejor, me ha comprendido ella!
 MILLER. (Cayendo a su lado.)- ¡Oh Dios! ¡Hija
 mía!
 FERNANDO.- ¡Pálida como la muerte!... Ahora
 me agrada ya tu hija. Nunca ha estado tan bella tu
 piadosa y honrada hija... Con este rostro
 cadavérico... El hálito del juicio final, que borra el
 barniz de todo engaño, ha arrancado también el
 afeite, con que esta fraguadora de artificios hubiese
 seducido hasta a los ángeles de la luz... ¡Su belleza en
 todo su esplendor! ¡Es su rostro anterior, y el
 verdadero ¡Déjame besarlo!
 MILLER.- ¡Atrás! ¡Fuera! ¡No lastimes el
 corazón de un padre, joven! No puede librarla de tus
 caricias, pero sí defenderla ahora de tus malos
 tratamientos.
 FERNANDO.- ¿Qué intentas, anciano? Nada
 tengo que hacer contigo, no te mezcles en este
 juego, porque la pérdida es segura... a no ser que tu
 sabiduría supere a la idea, que yo he formado de ella.

 ¿Has acaso acomodado tu experiencia de sesenta
 años a las galanterías de tu hija, y deshonrado tus
 canas venerables desempeñando el papel de
 intermediario?... ¡Oh! si no es así, anciano mísero,
 déjate caer en tierra, y muere... ¡todavía es tiempo!
 Aún puedes, arrullado en blando sueño, exclamar:
 «¡yo fui un padre feliz!...» Un instante después,
 lanzarías temblando en su cueva infernal a esta
 víbora ponzoñosa, maldecirías al don y al donador, y
 te refugiarías blasfemando en la tumba. (A Luisa.)
 Habla, desventurada, ¿has escrito tú esta carta?
 MILLER. (A Luisa, llamándola.)- ¡Por Dios,
 hija! ¡No lo olvides, no lo olvides!
 LUISA.- ¡Oh! esa carta, padre mío...
 FERNANDO.- ¿Qué haya caído en manos de
 quien menos se pensara?... Bendita sea esa
 casualidad, origen de cosas más grandes, que si se
 debieran a la razón más previsora, ¡día ese más
 venturoso que si lo crearan los ingenios más
 sublimes!.. ¿La casualidad he dicho?... ¡Oh! la divina
 Providencia, porque si es su obra la muerte del
 pajarillo inocente, ¿por qué no ha de serlo, cuando el
 demonio se ve despojado de su máscara?...
 Respóndeme, ¿has escrito esa carta?
 MILLER. (Aparte, y conjurando a Luisa.)-
 ¡Firme, firme, hija mía! Ya solo ese único sí, y todo
 se acabó.
 FERNANDO.- ¡Qué placer, qué placer!
 ¡También el padre engañado! ¡Todos engañados!
 Miradla ahí ahora, llena de oprobio, y hasta su
 lengua le niega la debida obediencia, para coadyuvar
 a sus últimas mentiras. ¡Jura por Dios, por la verdad
 más temible, ¿has escrito esa carta?
 LUISA. (Después de tremenda lucha, mirando a
 su padre suplicante, con decisión y firmeza.)- ¡Yo la
 he escrito!
 FERNANDO. (Que se detiene atónito.)-
 ¡Luisa!... ¡No! ¡Tan cierto como mi alma existe! ¡Tú
 mientes! La inocencia confiesa a veces delitos en el
 instrumento de la tortura, que no cometió jamás...
 Yo lo he preguntado con ira extraordinaria... ¿No es
 así, Luisa?... ¿No es verdad que tu contestación
 responde a la rabia de mi pregunta?
 LUISA.- Yo he confesado lo que es.
 FERNANDO.- ¡No, digo yo; no, no! Tú no la
 has escrito. No es esa letra tuya... Y aunque lo fuese,
 ¿por qué ha de ser más difícil falsificar una carta que
 perder un corazón...? No, no; no lo hagas, porque
 pudieras decir que sí, y yo sucumbiría... ¡Una
 mentira, Luisa, una mentira!... ¡Oh! Si tú supieses
 una ahora, y me la dijeses con tu rostro angelical, y
 persuadieras sólo a mis oídos, sólo a mis ojos,
 aunque engañaras también mi corazón! ¡Oh Luisa!
 Toda verdad, con tu aliento, podría brotar asimismo
 de la creación, y lo bueno, entonces, podría doblegar
 su enhiesto cuello, y hacer genuflexiones cortesanas.
 (con voz temblorosa.) ¿Has escrito tú esta carta?
 LUISA.- ¡Por Dios! ¡Por la eterna verdad! ¡Sí!
 FERNANDO. (Después de una pausa, con la
 expresión del más acerbo dolor.)- ¡Mujer, mujer!...
 Ese rostro, que veo ahora delante de mí... Ofrece
 con ese rostro la gloria, y ni en el imperio de los
 condenados encontrarás un solo comprador... ¡Si tú
 supieses lo que eras para mí, Luisa! ¡Imposible! ¡No!
 ¡Tú ignorabas que lo eras todo para mí! ¡Todo!... Y
 esta es una palabra pobre y miserable, y, sin
 embargo, la eternidad sufre en comprenderla; y
 sistemas inmensos solares siguen en ella su camino...
 ¡Todo! ¿y jugar con ella tan puniblemente?... ¡Oh!
 ¡Esto es horrible!
 LUISA.- Habéis oído mi confesión, señor de
 Walter. Yo misma me he condenado. ¡Alejaos de
 aquí! Abandonad una casa, que os ha hecho tan
 desdichado.
 FERNANDO.- ¡Bien, bien! Ya estoy tranquilo...
 tranquilo se dice también del país, por donde una
 peste ha pasado... ¡Sí, yo lo estoy! (Después de
 reflexionar un poco.) ¡Un ruego, solo, Luisa... el
 último! Mi cabeza arde. Necesito refrescar. ¿Quieres
 prepararme un vaso de limonada? (Vase Luisa.)

 ESCENA III.
 FERNANDO y MILLER, que se pasean en silencio por
 la escena, y en sus extremos opuestos.
 MILLER (Que se para al cabo, y mira al Mayor
 con tristeza.) ¿Os consolará algo en vuestra pena, si
 yo os aseguro que la deploro cordialmente?
 FERNANDO.- ¡Dejémoslo así, Miller! (Dando
 algunos pasos.) Apenas recuerdo, Miller, el motivo
 que me trajo a vuestra casa... ¿Cuándo vine a ella?
 MILLER.- ¿Es posible, señor Mayor? Para que
 yo os enseñase a tocar la flauta. ¿No os acordáis?
 FERNANDO. (Con viveza.)- ¡Y vi a vuestra
 hija! (Después de algunos instantes de silencio.) ¡No
 habéis cumplido vuestra palabra, amigo. Convinimos
 en que me proporcionaríais el sosiego en mis horas
 de soledad. Me engañasteis, y me vendisteis
 escorpiones. (Notando el movimiento que hace Mi-
 ller.) ¡No; no os asustéis, anciano! (Abrazándolo
 conmovido) No tenéis la culpa.
 MILLER. (Enjugándose las lágrimas.)- Pongo
 por testigo a Dios omnipotente.
 FERNANDO.
 (Paseándose de nuevo, absorbido en profundas
 cavilaciones.) Dios se burla de nosotros de un modo
 extraño e inexplicable.
 Peso excesivo pende con frecuencia de cuerdas
 débiles y casi imperceptibles... Si el hombre supiera
 que había de encontrar la muerte comiendo de esta
 manzana... ¡Ya!... ¡Si lo supiese! (Continuando su
 paseo con mayor agitación; y después tomando
 violentamente la mano de Miller.) ¡Hombre! Te he
 pagado con exceso tus lecciones de música... y nada
 ganas... sino que pierdes... quizás lo pierdes todo.
 (Alejándose de él inquieto.) ¡Desdichada afición
 filarmónica! ¡Ojalá que nunca la hubiese sentido!
 MILLER. (Que intenta reprimir su emoción.)-
 Mucho se hace esperar la limonada. Creo... que debo
 preguntar, si no lo tomáis a mal...
 FERNANDO.- No corre prisa, querido Miller.
 (Murmurando para sí.) Y menos para el padre...
 quedaos aquí... ¿Qué deseaba preguntaros?... ¡Ah, sí!
 ¿Es Luisa vuestra única hija? ¿No tenéis ningún otro
 hijo?
 MILLER. (Con calor.)- No tengo ningún otro,
 Barón... ni tampoco lo quiero. Con ella me basta
 para ocupar mi corazón de padre... en ella he puesto
 todo mi amor.
 FERNANDO. (Muy conmovido.)- ¡Ah!... ¿Me
 haréis el obsequio de averiguar si está ya el refresco
 preparado? (Vase Miller.)


 ESCENA IV.
 FERNANDO solo.
 ¡Su única hija!... ¿Lo entiendes, asesino? ¡La
 única! ¡Asesino!... Y ese hombre, siendo el mundo
 tan vasto, solo posee su violín y su única... ¿Y te
 propones robársela?... ¿Robársela?... ¿robar su
 último céntimo a un mendigo? ¿Tirar a los pies del
 estropeado sus muletas rotas? ¿Cómo? ¿Tengo yo
 ánimo para esto?... Y cuando vuelva a su casa, y sin
 esperarlo, al enumerar todas las alegrías que te pro-
 porciona el rostro de su hija, entre, y la vea ahí,
 marchita esa flor... muerta... destrozada, la última, la
 única, la inefable esperanza... ¡Ah! y estará delante
 de ella, y la naturaleza entera no podrá darle un
 soplo de vida, y su mirada fija se hundirá vanamente
 en el desierto infinito, y buscará Dios, lo hallará, y
 retornará sin haber descubierto nada... ¡Dios, Dios!
 Pero también mi padre tiene solo un hijo único, un
 hijo único, pero no su única riqueza... (pausa.) Pero
 ¿cómo? ¿Qué pierde al cabo? Una doncella, para la
 cual los más santos sentimientos del amor son solo
 bagatelas, ¿puede hacer feliz a un padre? ¡No; no lo
 hará, no lo hará! Y yo merezco gratitud, por aplastar
 la víbora antes que muerda a su padre


 ESCENA V.
 MILLER, que vuelve, y FERNANDO.
 MILLER.- ¡Pronto seréis servido, Barón! Esa
 pobre criatura está allá fuera, y llora como una
 desesperada. También beberéis lágrimas en la
 limonada.
 FERNANDO.- ¡Y si fueran sólo lágrimas!...
 Pero puesto que hablábamos ha poco de música...
 (Sacando una bolsa.) Yo soy deudor vuestro.
 MILLER.- ¿Cómo? ¿Qué decís? ¡Dejaos ahora
 de esto, Barón! ¿Por quién me tomáis? En buenas
 manos está. No me injuriéis, porque, si Dios quiere,
 no será esta la última vez que nos veamos.
 FERNANDO.- ¿Quién sabe? Tomadla, a vida y
 muerte.
 MILLER. (Sonriéndose.)- ¡Oh! en cuanto a lo
 último, Barón, según creo, no hay riesgo alguno que
 temer por vuestra parte.
 FERNANDO.- Podría acaso haberlo... ¿No
 habéis oído hablar de jóvenes, que han sucumbido...
 mancebos y doncellas, próvidos en esperanzas, las
 niñas de los ojos de sus padres engañados?... Lo que
 no pueden alcanzar ni las penas ni la edad, lógralo
 con frecuencia un rayo... Vuestra Luisa no es
 tampoco inmortal.
 MILLER.- Diómela Dios.
 FERNANDO.- Escuchad... Yo os digo que no
 es inmortal. Esta hija es el objeto de vuestro cariño.
 Concentráis en ella vuestra vida y vuestra alma. Sed
 previsor, Miller. Sólo un jugador desesperado
 arriesga cuanto tiene a una sola carta. Llámase loco a
 un comerciante, que carga toda su fortuna en un
 solo buque... ¡Oídme! Reflexionad en este aviso...
 Pero ¿por qué no tomáis este dinero?
 MILLER.- ¿Cómo, señor? ¿Esa pesadísima
 bolsa? ¿En qué pensáis?
 FERNANDO.- En mi deuda... ¡Ahí está! (Pone
 la bolsa en la mesa, y caen monedas de oro.) No
 puedo guardar ese estorbo eternamente.
 MILLER. (Sorprendido.)- ¿Cómo? ¡Por Dios
 Todopoderoso? ¡Ese no es el sonido de la plata!
 (Acércase a la mesa, y exclama con horror.) ¿Cómo?
 ¡Por todos los poderes celestiales, Barón, Barón!
 ¿Qué hacéis? ¿Qué os proponéis? ¿Estáis distraído?
 (Juntando las manos.) Hay ahí... o yo estoy
 hechizado, o... ¡Dios me condene! eso es oro puro,
 amarillo, reluciente... ¡No, Satanás, no me atraparás!
 FERNANDO.- ¿Habéis bebido vino viejo, o
 vino nuevo, Miller?
 MILLER. (Con grosería.)- ¡Trueno y tempestad!
 ¡Miradlo! ¡Oro!
 FERNANDO.- ¿Y qué más?
 MILLER.- ¡En nombre del diablo!... digo... os
 suplico por el sagrado nombre de Cristo... ¡oro!
 FERNANDO.- ¡Sin duda no se ha visto nunca
 otra!
 MILLER. (Después de una pausa, acercándose a
 él conmovido.)- Señor, yo soy un pobre hombre
 honrado; y si os proponéis seducirme para alguna
 acción vituperable... porque Dios sabe bien que, por
 buen camino, no se puede ganar dinero.
 FERNANDO. (con emoción.)- No tengáis
 cuidado alguno, querido Miller. Harto habéis ganado
 esa suma, y Dios me libre de atentar a vuestra buena
 conciencia...
 MILLER. (Saltando como un loco.)- ¡Mío, pues,
 mío! ¡mío, sabiéndolo y queriéndolo Dios!
 (Corriendo hacia la puerta, y gritando.) ¡Mujer! ¡Hija!
 ¡Victoria! ¡Venid acá! (Volviendo.) ¡Pero, santo
 cielo! ¿Cómo adquiero yo de repente este inmenso
 tesoro? ¿Por qué lo he ganado? ¿Lo merezco?
 FERNANDO.- No por vuestras lecciones de
 música, Miller... Os pago con esta suma, (Detiénese
 helado de espanto) os pago... os pago (Después de
 una pausa, con tristeza.) el sueño feliz de tres meses,
 que debo a vuestra hija.
 MILLER.
 (Cogiendo su mano, y estrechándosela.)-
¡Bondadoso señor! Si fueseis un
 hombre de mi clase, oscuro e insignificante... (Con
 animación.) Y mi hija no os amase... la mataría sin
 compasión. (Acercándose de nuevo al dinero, y
 después con abatimiento.) Pero ya que todo lo
 poseo, y nada vos, debiera devolveros toda vuestra
 alegría. ¿No es así?
 FERNANDO.- ¡No hay que deplorarlo, amigo!
 … Me ausento de aquí, y en donde voy, no corre esa
 moneda.
 MILLER. (Mirando al dinero, y con
 entusiasmo.)- ¿Esto es por tanto mío? ¿Mío?... Pero
 siento que os vayáis... ¡Esperad un poco, y veréis lo
 que haré! ¿Cómo voy a engordar ahora? (Quítase el
 sombrero, y lo tira.) Mandaré a pasear mis lecciones
 de música, y fumaré tabaco superior, y que el diablo
 me lleve, si vuelvo a sentarme en el teatro en el lugar
 más barato. (Quiere irse.)
 FERNANDO.- ¡Quedaos! ¡Callaos, y guardad
 ese oro! Callaos sólo por hoy, y hacedme el favor de
 no pensar ya en vuestras lecciones de música.
 MILLER. (Aún más entusiasta, cogiéndolo por
 el vestido, y rebosando de alegría.)- ¿Y mi hija,
 señor? (soltándolo.) El dinero no hace al hombre
 honrado... el dinero no... Que yo coma patatas o
 perdices, el harto, harto está; y este traje bastará,
 siempre que no se vea el sol por sus agujeros... Lo
 malo para mí... pero todos los bienes serán para mi
 hija, y suyo cuanto se le antoje...
 FERNANDO.
 (Interrumpiéndole bruscamente.)- ¡Callad! ¡oh, callad!
 MILLER. (Siempre animado.)- Y aprenderá
 francés a la perfección, y minué y canto, y se hablará
 de ella en los periódicos, y tendrá un sombrero igual
 al de la hija de un consejero, y un vestido con cola; y
 el nombre de la hija del músico se pronunciará a dos
 leguas a la redonda...
 FERNANDO. (Tomándole la mano casi
 convulso.)- ¡No más! ¡No más! ¡Callaos, por Dios!
 ¡Callaos sólo hoy! Es el único favor, que os pido.


 ESCENA VI.
 LOS MISMOS y LUISA, con la limonada.
 LUISA. (Que, con los ojos llorosos y
 balbuceando, presenta al Mayor el vaso en un
 plato.)- Decid si os agrada o no.
 FERNANDO. (Que toma el vaso, lo deja, y se
 vuelve con prontitud hacia Miller.)- ¡Oh! ¡Casi lo
 había ya olvidado! ¿Podré pediros un favor, querido
 Miller? ¿Me dispensareis un ligero obsequio?
 MILLER.- ¡No uno, mil! Lo que ordenéis...
 FERNANDO.- Me esperan para comer, y
 desgraciadamente no me encuentro dispuesto a ello.
 Me es del todo imposible ver gente... ¿Tendréis la
 bondad de pasaros por mi casa, y excusarme con mi
 padre?
 LUISA. (Interrumpiéndolo asustada.)- Yo puedo
 ir.
 MILLER.- ¿A casa del Presidente?
 FERNANDO.- No a él en persona. Decidlo
 sólo a uno de los criados de la antesala... Llevad mi
 reloj, para que os crean... Aquí estaré cuando
 regreséis... Aguardaréis la contestación.
 LUISA. (Muy inquieta.)- ¿No puedo encargarme
 yo de esto?
 FERNANDO. (A Miller, que quiere irse.)-
 ¡Escuchad además! Aquí tengo una carta para mi
 padre, que me entregaron cerrada ha poco... Quizás
 algún negocio urgente... Todo esto podríais hacerlo
 a un tiempo.
 MILLER.- ¡Muy bien, Barón!
 LUISA. (Instándole, con la ansiedad más viva.)-
 Pero, padre mío, yo podría hacer muy bien todo
 esto.
 MILLER.- Estás sola, y ya es noche oscura, hija
 mía. (Vase.)
 FERNANDO.- ¡Alumbra a tu padre, Luisa!
 (Mientras que ésta acompaña con la luz a su padre,
 acércase él a la mesa, y vierte veneno en el vaso de
 limonada.) ¡Sí, morirá! ¡Debe morir! Los poderes
 celestiales pronuncian a mis oídos su horrible sí; la
 venganza divina lo confirma, y su ángel de la guarda
 la abandona.

 ESCENA VII.
 FERNANDO, y LUISA, que vuelve lentamente con la
 luz, la deja en la mesa, y se sienta en la parte opuesta al
 Mayor, con la vista en el suelo, y mirándolo con temor a
 hurtadillas. Él, en pie, no separa sus ojos de la tierra. Pausa
 prolongada, propia de esta escena.

 LUISA.- ¿Queréis acompañarme, señor de
 Walter? Tocaré algo en el piano. (Lo abre; Fernando
 no le responde; pausa.) Me debéis la revancha al
 ajedrez. ¿Os agrada jugar una partida, señor de
 Walter? (Nuevo silencio.) Señor de Walter, ya he
 comenzado el bolsillo, que había prometido
 bordaros... ¿No veréis el dibujo? (Nueva pausa.)
 ¡Oh! ¡Que desgraciada soy!
 FERNANDO. (Sin moverse.)- ¡Pudiera muy
 bien ser verdad!
 LUISA.- No es culpa mía, señor de Walter, que
 tan mal sostenga la conversación.
 FERNANDO. (Aparte, con amarga sonrisa.)-
 ¿Qué has de hacer, pues, con mi taciturnidad
 extremada?
 LUISA.- Bien me presumía yo que ahora no nos
 conviene estar solos. Me asusté, por tanto, cuando
 hicisteis salir a mi padre... Me temo, señor de Walter,
 que esta entrevista es igualmente penosa para
 ambos... Si me lo permitís, voy a buscar algunos
 amigos.
 FERNANDO.- ¡Si, Sí, andad! Yo iré también, y
 buscaré algunos conocidos míos.
 LUISA. (Mirándolo confusa.)- ¡Señor Walter!
 FERNANDO. (Con amarga ironía.)- ¡Por mi
 honor! Es la idea más ingeniosa, que puede tener un
 hombre en mi situación. Trocaríamos en diversión
 este triste dúo, y nos vengaríamos con ciertas
 galanterías de los sinsabores del amor.
 LUISA.- Estáis de buen humor, señor de Walter.
 FERNANDO.- ¡De extraordinario buen humor,
 como para que corran tras de mí gritando todos los
 muchachos de la calle! ¡No, en verdad, Luisa! tu
 ejemplo me sirve de lección... tú debes ser mi
 maestro. Son locos los que charlan del eterno amor.
 La eterna uniformidad nos repugna, y sólo la
 variedad sazona el placer... ¿No es verdad, Luisa?
 ¿No estoy yo en lo cierto? Corremos de novela en
 novela, de lodazal en lodazal... tú por ahí, yo por
 aquí... quizás después de nuestra grata excursión,
 convertidos en descarnados esqueletos, nos veremos
 de nuevo con la más seductora sorpresa, y nos
 conoceremos por cierto aire de familia, que tienen
 los hijos de una misma madre, como sucede en las
 comedias, y averiguaremos que la vergüenza y el
 disgusto producen acaso una armonía, que no ha
 podido proporcionar el más tierno amor.
 LUISA.- ¡Oh joven, joven! Tú eres ya
 desdichado. ¿Intentas también merecerlo?
 FERNANDO. (murmurando colérico entre
 dientes.)- ¿Qué soy desdichado? ¿Quién te lo ha
 dicho? Tú, mujer, eres demasiado perezosa para
 sentir... ¿cómo has de calificar los sentimientos
 ajenos?... ¿Desdichado decía?... ¡Ah! esa palabra me
 infundiría furor hasta en la sepultura... Ya sabía ella
 que yo había de ser desdichado. ¡Muerte y
 condenación! Y lo sabía, y me ha hecho sin embargo
 traición... Mira, víbora; esa era tu sola probabilidad
 de perdón... Tus palabras te arrancan la vida... Hasta
 aquí podría yo atribuir tu falta a sencillez, y a cansa
 del desprecio, que me infundías, dejarte escapar de la
 muerte. (Cogiendo el vaso precipitadamente.) Así tú
 no has sido ligera... no has sido tan estúpida... ¡eras
 sólo una mujer sencilla! (Bebe.) Esta limonada es tan
 insípida como tu alma... ¡pruébala!
 LUISA.- ¡Oh cielos! ¡No sin razón temía yo esta
 entrevista!
 FERNANDO. (Con imperio.)- ¡Pruébala! (Luisa
 toma contra su voluntad el vaso, y bebe algo:
 Fernando se vuelve; al acercar ella el vaso a sus
 labios, se cubre con mortal palidez, se aleja, y se
 queda en el fondo de la escena.)
 LUISA.- Sabe bien la limonada.
 FERNANDO. (Sin mirarla, y temblando.)- ¡Que
 te aproveche!
 LUISA. (Después de dejar el vaso en la mesa.)-
 ¡Oh! ¡Si supierais, Walter, cuán horriblemente me
 ofendéis!
 FERNANDO.- ¡Ya!
 LUISA.- Llegará el tiempo, oh Walter...
 FERNANDO. (Acercándose.)- ¡Oh! Acabamos
 ya con el tiempo.
 LUISA.- En que os pesará sobremanera lo que
 habéis dicho esta noche...
 FERNANDO. (Paseándose a grandes pasos, y
 mostrando desasosiego, y tirando lejos de sí su
 banda y su espada.)- ¡Buenas noches, servicio de
 príncipes!
 LUISA.- ¡Dios mío! ¿Que tenéis?
 FERNANDO.- Calor y sofocación... quiero
 estar más cómodo.
 LUISA.- ¡Bebed, bebed! La limonada os
 refrescará.
 FERNANDO.- De seguro... esta prostituta tiene
 buen corazón; sin embargo, todas son así.
 LUISA. (Corriendo a sus brazos, dominada por
 su amor.)- ¿Hablar de ese modo a tu Luisa,
 Fernando?
 FERNANDO (Rechazándola.)- ¡Vete, vete!
 ¡Lejos de mí tus dulces y seductoras miradas! Yo
 sucumbo. ¡Acércate a mí despidiendo horror y
 miedo, serpiente! ¡Salta sobre mí, reptil! ¡Desarrolla
 a mi vista tus asquerosos anillos, y levanta al cielo tu
 cabeza... tan repugnante como en el abismo!... no
 ángel alguno... Ningún ángel ya... Es demasiado
 tarde... He de aplastarte como a víbora, o
 desesperarme... Compadécete...
 LUISA.- ¡Oh! ¡Llegar hasta este extremo!
 FERNANDO. (Mirándola de lado.)- ¡Esta bella
 obra del divino artífice!... ¿Quién lo creería?...
 ¿Quién ha de pensarlo? (Cogiendo su mano, y
 levantándola en alto.) ¡Yo quiero preguntarte, Dios
 creador!... Pero ¿por qué depositar la ponzoña en
 tan delicado vaso?... ¿Coexistir el vicio con tan celes-
 tial dulzura?... ¡Oh! Es extraño.
 LUISA.- ¿Oír esto y callar?
 FERNANDO.- Y esa voz melodiosa y
 encantadora... ¿Cómo cuerdas destrozadas suenan
 tan armoniosamente? (Contemplándola extasiado.)
 ¡Todo tan bello... tan bien proporcionado... tan
 divinamente perfecto!.. En todo obra maestra del
 Supremo Hacedor... ¿Y sólo en el alma se equivocó
 Dios? ¿Era posible que dejase sin defecto este
 fenómeno de la naturaleza? (Abandonándolo de
 repente.) ¿O acaso observó que su cincel había
 modelado un ángel, y para corregir a medias su yerro
 le dio un corazón perverso, proporcionado a su
 belleza?
 LUISA.- ¡Oh culpable obstinación! Antes que
 confesar su ligereza, prefiere culpar al cielo.
 FERNANDO. (Abrazándola lloroso.)- ¡Otra
 vez, Luisa!... Otra vez, como en el día en que nos
 dimos nuestro primer beso, cuando balbuceaste el
 nombre de Fernando, cuando me tutearon tus labios
 ardientes... ¡Oh! Parecióme en aquel momento, que,
 como en un capullo, se me presentaba el germen de
 un placer infinito, que no podía expresarse...
 Ofrecíase la eternidad a nuestra vista como un día
 hermoso de mayo; millones de años dorados
 pisaban ante nuestra alma como alegres recién
 desposados... ¡Yo entonces era feliz!... ¡Oh, Luisa,
 Luisa, Luisa! ¿Por qué has hecho conmigo esto?
 LUISA.- ¡Llorad, llorad, Walter! Vuestra pena
 será más justa para mí que vuestro furor.
 FERNANDO.- ¡Te engañas! Estas lágrimas no
 son por ti... no son rocío tibio y delicioso, que cae
 como un bálsamo en las heridas del alma, y que
 pone de nuevo en movimiento a seca rueda de la
 sensibilidad. Son gotas frías... y aisladas... que dicen a
 mi amor su horrible y eterno adiós. Con espantosa
 solemnidad, poniendo su mano en la cabeza de
 Luisa. Son lágrimas por tu alma, Luisa... lágrimas por
 Dios, cuya bondad infinita ha faltado aquí, y que
 pierde voluntariamente su obra más sublime... ¡Oh!
 me parece que toda la creación debía vestirse de luto
 y llenarse de confusiones, al observar lo que sucede
 en su imperio... Es bastante común que los hombres
 sucumban y pierdan el paraíso; pero cuando esa
 peste se ensaña en los ángeles, es menester que la
 naturaleza entera se lamente.
 LUISA.- No me apuréis de ese modo, Walter.
 Tengo tanta energía como cualquiera otra... pero
 cuando se la somete a una prueba humana. Una
 palabra no más, y después nos separamos... Un
 destino funesto ha divorciado nuestros corazones;
 sólo con abrir mis labios, oh Walter, podría decir
 tales cosas... podía... pero la imperiosa necesidad
 encadena mi lengua y mi amor, y he de sufrir hasta
 que me trates como a una mujer perdida.
 FERNANDO.- ¿Te sientes buena, Luisa?
 LUISA.- ¡Que pregunta!
 FERNANDO.- Sentiría, que, mintiendo, dejases
 este mundo.
 LUISA.- Yo os conjuro, Walter...
 FERNANDO. (Con violenta agitación.)- ¡No,
 no! ¡Demasiado satánica sería esta venganza! ¡No!
 ¡Dios me libre! No quiero llevarla hasta el otro
 mundo... Luisa, ¿has amado al Mariscal? No saldrás
 más de este aposento.
 LUISA.- Preguntad lo que os agrade. Yo no
 responderé. (Siéntase.)
 FERNANDO. (Con solemnidad.)- ¡Cuida de tu
 alma inmortal, Luisa!... ¿Has amado al Mariscal? No
 saldrás más de este aposento.
 LUISA.- Nada respondo.
 FERNANDO. (Cayendo a sus pies, presa de la
 más violenta emoción.)- Luisa, ¿has amado al
 Mariscal? ¡Antes que se apague esta luz... estarás...
 delante de Dios!
 LUISA. (Levantándose asustada.) ¡Jesús! ¿Qué
 es esto?... y yo me siento muy mal. (Cae de nuevo en
 la silla.)
 FERNANDO.- ¿Ya?... ¡Vosotras las mujeres
 sois un eterno enigma! Vuestras fibras delicadas os
 dejan cometer los mayores crímenes, que carcomen
 la raíz de la humanidad entera, y un miserable grano
 de arsénico os precipita...
 LUISA.- ¡Veneno, veneno! ¡Oh Dios mío!
 FERNANDO.- Ya me lo temía! Tu limonada ha
 sido hecha en el Infierno, y al beberla has bebido la
 muerte!
 LUISA.- ¡Morir, morir! ¡Dios misericordioso!
 ¡Veneno en la limonada, y morir!... ¡Apiádate de mi
 alma, Dios de misericordia!
 FERNANDO.- Eso es lo esencial. Lo mismo le
 pido yo.
 LUISA.- Y mi madre... mi padre... ¡Salvador del
 mundo! ¡Mi padre, mi padre perdido! ¿No hay
 medio de salvarme? ¿Tan joven, y no hay salvación
 posible? ¿Y he de morir ahora mismo?
 FERNANDO.- No hay salvación posible; es
 inevitable la muerte... pero, tranquilízate, haremos
 juntos el viaje.
 LUISA.- ¿Y tú también, Fernando? ¿Veneno,
 Fernando? ¿Y de tu mano? ¡Oh Dios, perdónalo!...
 ¡Dios clemente, absuélvelo de ese pecado!
 FERNANDO.- Piensa ahora en arreglar tu
 cuenta con él... Me temo que no ha de estar
 corriente.
 LUISA.- ¡Fernando, Fernando!... ¡Oh!... Ya no
 puedo callar... La muerte... la muerte quebranta
 todos los juramentos... ¡Fernando!... Ni en la tierra
 ni el cielo hay un ser más desgraciado que tú... ¡yo
 muero inocente, Fernando!
 FERNANDO. (Asustado.)- ¿Qué dice?... No es
 lo ordinario mentir, cuando se va a emprender esta
 peregrinación.
 LUISA.- Yo no miento... no miento... una sola
 vez he mentido en toda mi vida... ¡Dios mío! ¡qué
 hielo circula por mis venas!... cuando escribí la carta
 al Mariscal...
 FERNANDO.- ¡Ah! ¡Esa carta!... ¡Loado sea
 Dios! Ahora recobro toda mi energía.
 LUISA. (Con lengua torpe, y dedos rígidos.)-
 Esa carta... ten ánimo para oír una horrible nueva...
 Mi mano escribió lo contrario de lo que sentía mi
 corazón... ¡tu padre la dictó! (Fernando se queda
 como una estatua, guardando mortal silencio, y cae
 al fin, como herido de un rayo.) ¡Deplorable yerro!..
 Fernando... me violentaron... perdona... Tú Luisa
 hubiera preferido morir... pero mi padre... el
 peligro... obraron con pérfida astucia.
 FERNANDO. (Con acento desgarrador.)-
 ¡Alabado sea Dios! Aún no siento el efecto del
 veneno. (Saca su espada.)
 LUISA. (De desmayo en desmayo.)- ¡Ay de mí!
 ¿Qué vas a hacer? Es tu padre...
 FERNANDO. (Con furor irresistible.)- ¡Asesino
 y padre de un asesino... También nos acompañará,
 para que el Supremo Juez sólo se ensañe en el
 culpable. (Intenta marcharse.)
 LUISA.- Mi Salvador murió perdonando...
 ¡Misericordia para ti y para él! (Muere.)
 FERNANDO. (Que se vuelve con rapidez,
 observa su postrer movimiento de agonía, y cae a los
 pies del cadáver, vencido por el dolor.) ¡Detente!
 ¡No me dejes, ángel del cielo! (Coge su mano, y la
 suelta enseguida.) ¡Fría; fría y húmeda! Su alma voló
 ya. (Levantándose.) ¡Dios de mi Luisa! ¡Misericordia,
 misericordia para el más insensato asesino! ¡Tal fue
 su último ruego!... ¡Cuán bella, cuán seductora
 después de muerta. La muerte, conmovida, ha
 respetado su rostro divino... No era fingida su
 dulzura, porque ha resistido al último suspiro.
 (Pausa.) Pero ¿cómo? ¿Por qué no siento nada? ¿Me
 salvará el vigor de mi juventud? ¡Trabajo inútil! ¡No
 es ese mi objeto! (Coge el vaso.)

 ESCENA VIII.
 FERNANDO, el PRESIDENTE, WURM y
 CRIADOS, que se precipitan horrorizados en el aposento, y
 después, MILLER, el PUEBLO Y ALGUACILES,
 que se reúnen en el fondo.
 EL PRESIDENTE (Con una carta en la
 mano.)- ¿Qué es esto, hijo?... Jamás pudiera creer
 que...
 FERNANDO. (Arrojando el vaso a sus pies.)-
 ¡Míralo bien, asesino!
 EL PRESIDENTE. (Vacilando; todos se
 sobrecogen; silencio terrible.)- Hijo mío, ¿por qué
 has hecho esto conmigo?
 FERNANDO. (Sin mirarlo.)- ¡Sí, sin duda!
 Debiera yo haber oído antes al político, para saber si
 la jugada podía serle favorable... Sagaz y sublime, lo
 confieso, era el proyecto de separar nuestros
 corazones por los celos... El cálculo era magistral.
 ¡Lástima que el amor furioso no se prestara, cual
 dócil instrumento, a vuestros planes!
 EL PRESIDENTE. (Mirando a su rededor.)-
 ¿No hay nadie aquí, que llore por un padre
 inconsolable?
 MILLER. (Gritando detrás de la escena.)-
 ¡Dejadme entrar! ¡Por Dios! ¡Dejadme entrar!
 FERNANDO.- Esta doncella es una santa...
 otro debe justificarla. (Abre la puerta a Miller, que
 entra, con el pueblo y los alguaciles.)
 MILLER. (Con horrible angustia.)- ¡Mi hija, mi
 hija!... Veneno... veneno, según dicen, ha entrado
 aquí... ¡Hija mía! ¿en dónde estás?
 FERNANDO. (Que lo lleva entre el cadáver de
 Luisa y el Presidente.)- Yo soy inocente... Da las
 gracias a éste.
 MILLER. (Cayendo en tierra) -¡Jesús!
 FERNANDO.- Pocas palabras, padre... porque
 ya comienzan a ser preciosas para mí... Me han
 arrancado traidoramente la vida; me la habéis
 arrancado vos mismo. Tiemblo al pensar como he
 de presentarme ante el Supremo Juez... y, sin
 embargo, jamás he sido un malvado. Sea cual fuere
 mi eterno destino... no... no ha de recaer sobre ella...
 Pero yo he cometido un asesinato (alzando la voz de
 una manera espantosa), un asesinato, cuya
 responsabilidad no querrás atribuirme ante el
 tribunal de Dios. Solemnemente descargo sobre ti la
 mayor, la más horrible parte de la culpa; tú mismo
 verás la mejor manera de excusarte. (Llevándole a
 donde está Luisa.) ¡Aquí, bárbaro! Recréate en el
 fruto de tu ingenio; tu nombre está escrito con
 rasgos infernales en este rostro, y los ángeles
 exterminadores lo leerán. Un espectro como éste
 descorrerá las cortinas de tu lecho, cuando duermas,
 y te tocará con su mano helada... Un espectro como
 éste se presentará ante ti, cuando mueras, y
 ahuyentará la postrera oración... Un espectro como
 éste yacerá sobre tu sepulcro, cuando resucites... y te
 acompañará ante Dios, cuando te juzgue. (Se
 desmaya, y los criados le sostienen.)
 EL PRESIDENTE (Levantando al cielo sus
 brazos de un modo horrible.)- A mí no; no a mí,
 Juez Supremo; no me pidas, cuenta de estas almas,
 sino a este. (Señalando a Wurm.)
 WURM. (Levantándose colérico.) ¿A mí?
 EL PRESIDENTE.- ¡A ti, réprobo! ¡A ti,
 Satanás!... ¡Tuyo, tuyo ha sido ese consejo
 ponzoñoso!... ¡Tú eres responsable!... Yo me lavo las
 manos.
 WURM.- ¿Yo? (Con risa infernal.) ¡Que gozo,
 que gozo! Así, ahora sé ya cómo se congratulan los
 demonios... ¿A mí, estúpido bribón? ¿Era él mi hijo?
 ¿Era yo tu soberano? ¡Ah! ¡Por la vista de este
 cadáver, que hiela la médula de mis huesos! ¡Que
 recaiga ese crimen sobre mí!... Acepto de buen grado
 mi perdición, pero tú te perderás conmigo...
 ¡Vamos, vamos! Gritad por las calles: ¡al asesino!
 ¡Que se despierte la justicia! ¡Alguaciles, atadme!
 ¡Llevadme de aquí! He de revelar secretos que
 pondrán de punta los cabellos de quienes los oigan.
 (Quiere irse.)
 EL PRESIDENTE. (Deteniéndolo.) ¡No lo
 harás, insensato!
 WURM. (Tocándole familiarmente en el
 hombro.)- ¡Lo haré, compañero!... Estoy loco, ¿no
 es verdad?... Obra tuya es... mi comportamiento será
 ahora el de un furioso... Contigo, codo con codo, iré
 al suplicio. Brazo con brazo iremos al infierno. Me
 lisonjeará, oh malvado, ser condenado contigo.
 (Llévanselo.)

 MILLER. (Que, mientras tanto, ha permanecido
 recostado en el seno de Luisa, lleno de dolor mudo,
 se levanta de improviso, y tira a los pies del Mayor la
 bolsa de dinero.)- ¡Envenenador! ¡Guarda tu bolsa
 maldita!... ¿intentabas pagarme con ella la vida de mi
 hija? (Vase corriendo.)
 FERNANDO.
 (Con voz desmayada.)- ¡Seguidlo! ¡Está desesperado!...
Ese oro puede salvarlo... Es el precio de mi
mortal gratitud. ¡Luisa, Luisa!... Voy... Adiós...
Dejadme espirar junto a este altar...
 EL PRESIDENTE. (A su hijo, saliendo de su
 estupor.)- ¡Hijo mío, Fernando! ¿No has de mirar
 siquiera a un padre desesperado? (El Mayor cae
 junto a Luisa.)
 FERNANDO.- Eso corresponde a Dios
 misericordioso.
 EL PRESIDENTE. (Prosternándose a sus pies,
 presa de los más espantosos sufrimientos)- El
 Creador y sus criaturas me abandonan... ¿Ni una
 mirada por último consuelo? (Fernando le tiende su
 mano helada: el Presidente se levanta.) Ahora... (a
 los demás.) ¡llevadme preso! (Vase seguido de los
 alguaciles, y cae el telón.)
 FIN DE INTRIGA Y AMOR.