PYGMALION
George Bernard Shaw
ACTO I
Londres
a las 11.15 p. m. Torrentes de fuerte lluvia estival. Silbatos para llamar
taxímetros resonando frenéticamente. Transeúntes corriendo en busca de refugio
hacia el atrio de la iglesia de San Pablo (no la catedral de Wren, sino la
iglesia de Iñigo Jones, en el mercado de hortalizas de Covent Garden), entre
ellos una señora y su hija, en trajes de noche. Todos contemplan lúgubremente
la lluvia, salvo un hombre que está vuelto de espaldas hacia los demás,
completamente preocupado con una libreta de anotaciones en la cual escribe
algo. El reloj
de la iglesia da el primer cuarto.
LA
HIJA (en el espacio entre las columnas
centrales, junto a la que tiene a su izquierda). — Me estoy helando hasta
los tuétanos. ¿Qué podrá estar haciendo Freddy, que tarda tanto? Hace ya veinte
minutos que se fue.
LA
MADRE (a la derecha de su hija). —No tanto. Pero ya tendría que habernos
conseguido un coche de alquiler.
UN
CIRCUNSTANTE (a la derecha de la señora).
—No conseguirá ningún coche, señora, hasta las once y media, cuando ya
vuelvan de dejar a sus quilientes de los teatros.
LA
MADRE. — Pero es que necesitamos un taxi. No podemos quedarnos aquí hasta las
once y media. ¡Es un engorro!
EL CIRCUNSTANTE. — Bueno, no
es culpa mía,
señora.
LA
HIJA. — Si Freddy tuviese un poco de hígados, habría conseguido uno a la puerta
del teatro.
LA MADRE. — ¿Qué podía hacer,
pobrecito?
LA HIJA. — Otros consiguen
taxímetros. ¿Por qué no consiguió uno él?
Freddy
sale corriendo de la lluvia, del lado de la calle Southampton, y se pone entre
ambas mujeres, cerrando un paraguas que chorrea. Es un
joven de veinte años, en traje de noche,
con los bajos de los pantalones completamente empapados.
LA HIJA. — Bueno, ¿conseguiste
uno?
FREDDY. — No es
posible encontrar uno ni para
remedio.
LA MADRE.— ¡Oh, Freddy, es
preciso que haya uno! No lo habrás buscado en serio.
LA HIJA. — Es fastidioso. ¿Acaso
esperas que vayamos nosotras a buscarlo?
FREDDY.
— Te digo que están todos ocupados. La lluvia fue tan repentina... Nadie estaba
preparado. Y todos tuvieron que tomar un coche. Llegué hasta Charing Cross por
un lado y casi hasta Ludgate Circus por el otro. Y estaban todos ocupados.
LA MADRE. — ¿Probaste en
Trafalgar Square?
FREDDY. — No había ni uno en
Trafalgar Square.
LA HIJA. —Pero, ¿probaste?
FREDDY.
— Llegué hasta la estación de Charing Cross. ¿Esperabas que me fuese caminando
hasta Hammersmith?
LA HIJA. — No hiciste ningún
intento serio.
LA
MADRE. — Eres realmente inútil, Freddy. Vé otra vez. Y no vuelvas hasta que no
hayas encontrado un taxi.
FREDDY. — Lo único que
conseguiré es empaparme, sin ningún resultado.
LA
HIJA. — ¿Y nosotras? ¿Tendremos que quedarnos aquí toda la noche, con esta
corriente de aire y casi nada encima? ¡Puerco egoísta... !
FREDDY.—
¡Oh, muy bien! ¡Iré, iré! (Abre el
paraguas y se precipita en dirección del Strand, pero choca contra una florista
que llega corriendo en busca de refugio, haciéndole caer de las manos la cesta
de flores. Un relámpago cegador, seguido instantáneamente de un estrepitoso
trueno, orquesta el incidente.)
LA FLORISTA. — Vamo' Freddy. A
ver si mira' dónde pone' lohpie'.
FREDDY. —
Perdón. (Sale precipitadamente.)
LA
FLORISTA (recogiendo sus flores caídas y
volviendo a ponerlas en la cesta). — ¡Vaya modaleh! ¡Do' ramiyeteh de
violetah pisotead'en el barro! (Se sienta en el plinto de la columna, revisando
las flores, a la derecha de la dama. No es en modo alguno una figura romántica.
Tendrá unos dieciocho años, quizá veinte, difícilmente más. Lleva un sombrerito
marinero, de paja negra, que ha estado expuesto durante mucho tiempo al polvo y
el hollín de Londres y muy pocas veces, o nunca, fue cepillado. Su cabello está
grandemente necesitado de un lavado; no es posible que su color ratonesco sea
natural. Lleva una chaqueta de imitación de lana, negra, que le llega casi a
las rodillas y le va entallada en la cintura. Tiene faldas castañas y un tosco
delantal. Sus zapatos están terriblemente maltrechos por el uso. Indudablemente
va tan limpia como puede permitírselo. Pero, en comparación con las damas, está
sumamente sucia. Sus facciones no son peores que las de ellas, pero el estado
en que se encuentran deja mucho que desear. Y, además, necesita los servicios de un dentista) LA MADRE. — Por
favor, ¿cómo sabes que mi hijo se llama Freddy?
LA
FLORISTA. — ¡Ah, eh su hijo!, ¿eh? Bueno, pueh si usté' hubiese cumplido con su
deber de madre, él no le habería 'ruinado la' floresuna pobre chica para
despuéh 'caparse sin pagar. ¿Me lah pagará usté'?
LA HIJA. —No hagas nada de eso,
mamá. ¡Qué ocurrencia!
LA MADRE. — Por favor,
permíteme, Clara. ¿Tienes alguna moneda de un penique?
LA HIJA. — No. No tengo nada más
pequeño que una de seis peniques.
LA
FLORISTA (esperanzada). — Puedo darle
cambio d'un bíyete de dieh chelineh, bondadosa dama.
LA
MADRE (a Clara). — Dámela. (Clara se la entrega a desgana.) (A la florista.) Vaya, aquí tienes esto
por tus flores.
LA FLORISTA. — Muchísimah gracia', señora.
LA HIJA. — Haz que te dé la
vuelta. Estas cosas no valen más que un penique el ramillete.
LA MADRE. — Cierra la boca,
Clara. (A la muchacha.) Puedes
guardarte la vuelta.
LA FLORISTA. — ¡Oh, graciah,
señora!
LA MADRE. — Y ahora díme cómo
sabías el nombre de ese caballero.
LA FLORISTA. — No lo sabía.
LA MADRE. — Te oí llamarle por
él. No trates de engañarme.
LA
FLORISTA (protestando). — ¿Quién ehtá
tartando d'engañarla? Lo yamé Freddy, o Charlie, com'usté' mihma podría
'berl'hecho si hubier'ehtado hablando con un deheonocido y tártara de mohtrarse
agueradable.
LA
HIJA.— ¡Seis peniques malgastados! ¡De veras, mamá, habrías podido evitarle eso
a Freddy! (Disgustada, se pone detrás de
la columna.)
Un
caballero de edad, de tipo bondadoso y marcial, entra, corriendo al atrio y
cierra un paraguas que chorrea agua. Está en el mismo lamentable estado que
Freddy, con los bajos de los pantalones empapados. Viste traje de noche y lleva
un abrigo liviano. Ocupa el lugar de la izquierda que la hija ha dejado vacante.
EL CABALLERO. — ¡Uf!
LA MADRE (al caballero). — Oh, señor, ¿le parece que parará?
EL
CABALLERO. — Me temo que no. Hace unos minutos comenzó a llover con más fuerza
que antes. (Se dirige al plinto, junto a
la florista, apoya un pie en él y se inclina para arrollarse las perneras del
pantalón.)
LA MADRE.—
¡Oh, qué cosa! (Se aparta con tristeza y se une a su hija.)
LA
FLORISTA (aprovechando la proximidad del
marcial caballero para establecer relaciones amistosas con él). — Si yueve
máh fuerte, e'señal de que pronto terminará. De modo que alégrese, jefe. Y
cómprele unah floreh 'una pobre chica.
EL CABALLERO. — Lo siento. No
tengo cambio.
LA FLORISTA. — Yo puedo
darle cambio, jefe.
EL CABALLERO. — ¿De un soberano?
No tengo más chico.
LA
FLORISTA. — ¡Caray! ¡Oh, cómpreme unah flore', jefe! Puedo cambiarle media corona.
Tom'ehta' por doh penique'.
EL
CABALLERO. — Vaya, no seas molesta, pórtate como una buena chica. (Buscando en los bolsillos.) En realidad
no tengo cambio... Espera. Aquí hay tres medios peniques, si te sirven de
algo. (Se retira a la otra columna.)
LA
FLORISTA (desilusionada, pero pensando
que tres medios peniques son mejor que nada). — Graciah, señor.
EL
CIRCUNSTANTE (a la muchacha).Ten
cuidado; dal'una flor por las monedas. Aquí atrás hay un sujeto que anota
cad'una de las palabras que dices. (Todos
se vuelven hacia el hombre que toma nota.)
LA
FLORISTA (poniéndose de pie de un salto,
aterrorizada) — ¡N'hice nada malo
con hablarle'l cabayero. Tengo derecho a vender floreh, si no m'acerco a
Facera. (Histérica.) Soy'na muchacha
respetable. Que Dioh m'ampare, no l'hablé máh que para pedirle que me
compr'unah flore'.
Murmullo
general, en su mayor parte muestras de simpatía hacia la florista, pero
manifestando desdén hacia su excesiva sensibilidad. Gritos de ¡No'mpies'a
gritar! ¿Quién t'hecho nada? Nadie piensa tocarte. ¿Para qué haceh tanto
baruyo? ¡Cálmate! ¡Basta, basta!, etc.,
surgen de los espectadores de más edad, más formales, que la palmean
consoladoramente. Los menos pacientes le piden que cierre el pico, o le
preguntan rudamente qué le duele. Un grupo más alejado, sin saber qué ocurre,
se aproxima y aumenta la batahola con preguntas y respuestas: ¿Qué pasa?
¿Qu'hizo eya? ¿Dón'stá él? Un pesquisante que anotaba todo lo que decía.
¿Quién? ¿El? Sí, ese que'stá'í. Le quitó dinero'l cabayero, etc.
LA
FLORISTA (abriéndose paso entre ellos,
acercándose al caballero y gritando frenéticamente).— ¡Oh, señor, no deje
que me yeve! ¡Usté' no sabe lo qu'eso sinifica para mí! Arrastrarán mí nombre
por el barro y me lanzarán a la caye por hablar a cabayeros.
Me....
EL
QUE TOMA NOTA (acercándose a la derecha de la
joven, los demás apiñándose detrás de él). — ¡Vaya, vaya, vaya, vaya!
¿Quién te hace nada?, ¡tonta! ¿Por quién me has tomado?
EL
CIRCUNSTANTE. — N'eh nada. Pares'un cabayero. Mirenlé loh zapato'. (Explicando, al que toma nota.) Eya
creyó custé'ra'n soplón, señor.
EL QUE TOMA NOTA (súbitamente interesado). — ¿Qué es un
soplón?
EL
CIRCUNSTANTE (poco ducho en
definiciones).Es un... bueno, es
un soplón, como quien dice. ¿De qué otro modo podría yamárselo? Un'ehpecie de
delator.
LA FLORISTA (todavía histérica). — Juro por la Biblia que no dije ni una sola
palabra...
EL
QUE TOMA NOTA (dominador pero afable). —
¡Oh, cállate, cállate! ¿Acaso parezco un
policía?
LA
FLORISTA (lejos de sentirse
tranquilizada).—Y entonces, ¿por qué'hcribió mis palabras? ¿Cómo sé si
la'hcribió bien? Muéstreme lo qu'ehcribió de mí. (El que toma nota abre su libretita y la sostiene tranquilamente ante
las narices de la florista, aunque los empujones del genio que trata de leer
por sobre su hombro habrían derribado a un hombre más débil.) ¿Qué'seso?
No'sunahcritura correta. No puedo lerla.
EL
QUE TOMA NOTA. — Yo sí. (Lee,
reproduciendo exactamente la pronunciación de la joven.) "Alégrese,
jefe. Y cómprele unah floreh 'una pobre chica."
LA FLORISTA (profundamente afligida). — Eh porque lo yamé jefe. (Al caballero.)
¡Oh, señor, no deje que me yeve por una palabra! Usté'...
EL
CABALLERO. — ¡Llevarte! Yo no te he acusado. (Al que toma nota.) De veras, señor, si es usted un pesquisante, no
necesita tomar medidas para protegerme de las jóvenes, si yo no se lo pido.
Cualquiera puede darse cuenta de que la muchacha no tenía malas intenciones.
LOS
CIRCUNSTANTES EN GENERAL (en una
demostración contra el espionaje policial). — ¡Eh claro que no! ¿Qué
demonio' l'import'él? Quier'un asenso, es'eh lo que quiere. ¡Anotando lah
palabra' de la gente! ¿Qué dañ'hizo eya? ¡Muy lindo qu'una muchacha no pueda
guarecerse de la yuvia sin ser insultada (La
joven es llevada de nuevo al plinto por los demostradores más simpáticos, y
vuelve a sentarse y lucha para dominar sus emociones.)
EL
CIRCUNSTANTE. — No's un pehquisa. Es un maldito fisgón. Es'eh lo qu'es. ¿No le
ven los zapatos?
—
EL QUE
TOMA NOTA (volviéndose afablemente
hacia él). —¿Y qué tal le va a su familia en Selsey?
EL CIRCUNSTANTE (suspicaz).¿Quién le dijo que mi
famili'eh de Selsey?
EL
QUE TOMA NOTA. — No interesa. De ahí es. (A
la joven.) ¿Cómo es que has venido tan al este? Naciste en Lisson Grove.
LA
FLORISTA (despavorida). — ¡Oh!, ¿qué
tien' de malo que m'haya ido de Lisson Grove? Ni'n cerdo nabería vivid'ayí. Y
tenía de pagar cuatro chelin'y sei' peniqueh por semana. (Llorosa.) ¡Oh, ay,
ay, ay!
EL QUE TOMA NOTA. — Vive donde
quieras, pero cesa ya con ese ruido.
EL
CABALLERO (a la joven). — ¡Vaya,
vaya! No puede hacerte nada. Tienes derecho a vivir donde te plazca.
UN
ESPECTADOR SARCASTICO (interponiéndose
entre el que toma nota y el caballero). — En Park Lane, por ejemplo. Me
agradaría discutir el problema de la vivienda, le aseguro.
LA
FLORISTA (poniéndose melancólica, con la
cabeza gacha sobre su cesta).— Soy 'na buena chica, soy.
UN ESPECTADOR
SARCASTICO (sin hacerle caso)¿Sabe de dónde provengo yo?
EL QUE TOMA NOTA (rápidamente).De
Hoxton.
Risitas
contenidas. Aumenta el interés por la exhibición ofrecida por el que toma nota.
EL
SARCASTICO (asombrado). — Bueno, y,
¿quién dijo que no es así? ¡Caray! ¡Lo
sabe todo, lo sabe... !
LA
FLORISTA (todavía dando alas a su
sensación de ofensa).—No tiene
drecho a meterse conmigo.
EL
CIRCUNSTANTE (a ella).Eh claro que sí. No se lo tolere'. (Al que toma nota.) Oiga, ¿qué drecho
tiene a meterse con gente que no l'hecho nada?
LA FLORISTA. — Que diga lo que
quiera. No quiero tener trato' con él.
EL
CIRCUNSTANTE. — Noh trata como si fuéramoh basura, ¿eh? ¡Me guhtaría verlo
dirigiendo insolencia'n cabayero!
EL
ESPECTADOR SARCASTICO. — Sí, ya que quiere andar prediciendo la suerte, que le
diga a él de dónde proviene.
EL
QUE TOMA NOTA. — Se crió en Cheltenham, estudió en Harrow y Cambridge y residió
en la India.
EL CABALLERO. — Correcto.
Grandes
carcajadas. Reacción en favor del tomador de notas.
Exclamaciones
de ¡Lo
sabe todo! ¡Se lo dijo bien! ¿Lo oyeron decirle al petimetre de dónde venía?, etcétera.
EL
CABALLERO. — ¿Puedo preguntarle, señor, si se gana la vida con eso en algún
teatro de variedades?
EL QUE TOMA NOTA. — Había
pensado en eso. Quizá lo haga algún día.
La
lluvia ha cesado y comienzan a alejarse los de la parte exterior del corro.
LA
FLORISTA (ofendida por la reacción de la
gente). — No's un cabayero, si se mete con'a pobre chica.
LA
HIJA (impacientada, abriéndose paso con
brusquedad hacia el frente y apartando al caballero, que cortésmente se retira
hacia el otro lado de la columna). — ¿Qué demonios estará haciendo Freddy?
Me pescaré una pulmonía si me quedo un rato más en esta corriente.
EL QUE TOMA
NOTA (para sí, anotando apresuradamente
su pronunciación de
"monía").
—
Earlscourt.
LA
HIJA (con violencia). — ¿Quiere
hacerme el favor de guardar para sí sus impertinentes observaciones?
EL
QUE TOMA NOTA. — Le ruego que me perdone. ¿Lo dije en voz alta? No fue mi
intención. Su madre, inconfundiblemente, es de Epsom.
LA
MADRE (adelantándose y poniéndose entre
la hija y el que toma nota).— ¡Qué curioso! Me crié en Parque Grandama,
cerca de Epsom.
EL QUE TOMA NOTA (estrepitosamente divertido). —¡Ja, ja!
¡Qué nombre tan singular!
Perdón. (A la hija.) Usted quiere
un coche, ¿no es eso?
LA HIJA. — No se atreva a
hablarme.
LA
MADRE.— ¡Oh, por favor, por favor, Clara! (La
hija la repudia con un airado encogimiento de hombros y se retira
altaneramente.) Le quedaríamos agradecidas, señor, si nos encontrara un
coche. (El que toma nota extrae un
silbato.) Oh, gracias. (Se une
a su hija.) El que toma nota lanza un
silbido penetrante.
EL
ESPECTADOR SARCASTICO. — ¡Vaya, ya sabía que era un policía con ropa de civil!
EL CIRCUNSTANTE. — No es un
silbato de policía, sino de deportista.
LA
FLORISTA (todavía preocupada por dar
expresión a sus sentimientos heridos). —No tiene derecho a difamarme. Mi buen nombre tiene para mí el mihmo
valor que'l d'una dama.
EL
QUE TOMA NOTA. — No sé si se han dado cuenta, pero la lluvia ha cesado hace
unos dos minutos.
EL
CIRCUNSTANTE. — Así eh. ¿Por qué no lo dijo ante? ¡Y nosotro' perdiendo el
tiempo con suh tontería'! (Sale en
dirección del Strand.)
EL ESPECTADOR SARCASTICO. —
Puedo decirle de dónde proviene usté'. De Anwell.
Vuélvase aya.
EL QUE TOMA NOTA (colaborando).
— Hanwell.[1]
EL ESPECTADOR
SARCASTICO (fingiendo una gran distinción
de pronunciación). —
¡Gracias,
profesor! ¡Jo, jo! Adiós. (Se toca el
sombrero con fingido respeto y se aleja.) LA FLORISTA. — ¡Asustar a la
gente d'ese modo! ¿Qué le parecería si si l'hicieran a él?
LA
MADRE. — Ya ha parado, Clara. Podemos ir a tomar el ómnibus. Ven. (Se recoge
las faldas por sobre los tobillos y se dirige apresuradamente hacia el Strand.)
LA
HIJA. — Pero, ¿y el coche? (Su madre está
fuera del alcance de su voz.) ¡Oh,
qué fastidio! (La sigue, iracunda.)
Todos
los demás se han ido, salvo el que toma nota, el caballero y la florista, que
está sentada, arreglando su cesta y compadeciéndose aún a sí misma en
murmullos.
LA
FLORISTA. — ¡Pobre chica! Ya balitante dura eh su vida sin necidá' de que la
mortifiquen y l'insulten.
EL
CABALLERO (volviendo a su antiguo puesto,
a la izquierda del que toma nota). — ¿Cómo lo hace, si me permite la
pregunta?
EL
QUE TOMA NOTA. — Una simple cuestión de fonética. La ciencia del lenguaje
hablado. Es mi profesión; y también mi manía. ¡Dichoso del hombre que puede
ganarse la vida con su chifladura! Un irlandés o un hombre del condado de York
pueden ser distinguidos por su pronunciación. Yo puedo localizar el lugar de
nacimiento de un hombre con un margen de error de diez kilómetros. Puedo
ubicarlo en Londres con uno de tres kilómetros. Y a veces con un margen de
equivocación de dos calles.
LA FLORISTA. — ¡ Tendería
qu'avergonzarse, cobarde, poc' hombre!
EL CABALLERO. — Pero, ¿puede uno
ganarse la vida con eso?
EL
QUE TOMA NOTA. — Oh, sí. Y muy bien. Esta es una época de advenedizos. La gente
empieza en Kentish Town con 80 libras esterlinas anuales y termina en Park Lane con cien mil. Quieren olvidarse de
su acento natal, pero se traicionan cada vez que abren la boca.
Y bien: yo puedo enseñarles...
LA FLORISTA. — Que s'ocupe de
suh propio' asunto' y deje tranqui'una pobre chica...
EL
QUE TOMA NOTA (vehementemente).
—¡Mujer, termina, ahora mismo con ese
insoportable lloriqueo, o, de lo contrario, busca el refugio de otro lugar de
adoración!
LA
FLORISTA (débilmente desafiante). —
¡Tengo drecho a ehtar aquí, si quiero, igual qu'usté'!
EL
QUE TOMA NOTA. — Una mujer que emite sonidos tan deprimentes y repugnantes no
tiene derecho a estar en parte alguna... no tiene derecho a vivir. Recuerda que
eres un ser humano que tiene un alma y el don divino del idioma articularlo; tu
idioma nativo es el de Shakespeare, el de Milton y de la Biblia. Y no te quedes
ahí canturreando como una paloma biliosa.
LA
FLORISTA (absolutamente desconcertada,
mirándole con una expresión entre admiración y súplica, sin atreverse a
levantar la cabeza). — ¡Ah-ah-ooooiii!
EL
QUE TOMA NOTA (extrayendo rápidamente la
libretita).— ¡Cielos, qué sonido! (Escribe,
luego contempla lo escrito y lee, reproduciendo con exactitud la vocalización.)
¡Ahah-ooooiii!
LA FLORISTA (divertida por la exhibición y riendo a
pesar suyo). — ¡Caray!
EL
QUE TOMA NOTA. — ¿Ve usted a esta criatura con su inglés del albañal, con su
inglés que la mantendrá en el arroyo hasta el fin de sus días? Pues bien,
señor: en tres meses podría hacer pasar a esta muchacha por una duquesa en la
recepción de cualquier embajador. Incluso podría conseguirle un puesto de dama
de compañía o de vendedora en una tienda, empleos para los cuales se necesita
hablar un inglés mejor.
LA FLORISTA. — ¿Cóm'dice?
EL
QUE TOMA NOTA. — Sí, tú, hoja de repollo aplastado; tú, deshonra de la noble
arquitectura de estas columnas; tú, insulto viviente a la lengua inglesa...
Podría hacerte pasar por la Reina de Saba.
(Al caballero.) ¿No lo cree
usted?
EL
CABALLERO. — Por supuesto que sí. Yo mismo soy un estudioso de los dialectos
hindúes. Y...
EL
QUE TOMA NOTA (ansioso). — ¿De veras?
¿Conoce al coronel Pickering, el autor de El
Sánscrito Hablado?
EL CABALLERO. — Yo soy el
coronel Pickering. ¿Quién es usted?
EL QUE TOMA NOTA. — Henry
Higgins, autor de El Alfabeto Universal
de Higgins.
PICKERING (con entusiasmo). — ¡He venido de la India para conocerlo!
HIGGINS. — ¡Y yo iba a viajar a
la India para conocerlo a usted!
PICKERING. — ¿Dónde vive?
HIGGINS. — Calle Wimpole, 27A. Venga a
verme mañana.
PICKERING.
— Yo paro en el Carlton. Acompáñeme ahora y conversemos mientras cenamos.
HIGGINS. — Encantado.
LA
FLORISTA (a Pickering, cuando éste pasa
junto a ella). — Compr'una flor, bondadoso cabayero. Tengo de pagar el
alojamiento.
PICKERING. — No tengo cambio, de
veras. Lo siento. (Sale.)
HIGGINS
(escandalizado ante la mendacidad de la
muchacha).— ¡Mentirosa! Dijiste que tenías cambio de media corona.
LA
FLORISTA (levantándose, desesperada).
— ¡Tendrían que reyenarlo de clavos, tendrían! (Arrojándole la cesta a los pies.) Yévese toda la maldita cehta por
seih penique'.
El
reloj de la iglesia da el segundo cuarto.
HIGGINS
(oyendo en la campanada la voz de Dios,
que le reprocha por su farisaica falta de caridad hacia la pobre muchacha).
— Un recordatorio. (Se quita solemnemente el sombrero, arroja un
puñado de monedas en la cesta y sigue a Pickering.)
LA
FLORISTA (recogiendo media corona). —
¡Ah-ooi! (Recogiendo un par de florines.)
¡Aaaaaaah-ooii! (Recogiendo medio
soberano.) ¡Aaaaaaaaaaaah-oooiii!
FREDDY
(bajando de un taxímetro de un salto). —
Por fin conseguí uno. ¡Hola...! (A la joven.) ¿Dónde están las dos damas
que se encontraban aquí?
LA FLORISTA. — Fueron a tomar el
ónibuh cuan' paró la yuvia.
FREDDY. — ¡Y me dejan colgado
con el taxi! ¡Maldición!
LA
FLORISTA (con majestuosidad). —
N'importa, joven. Yo iré a casa'n taxi. (Se
dirige hacia el vehículo. El conductor
tiende la mano hacia atrás y mantiene la puerta firmemente cerrada.
Comprendiendo perfectamente la desconfianza del hombre, la florista le muestra
un puñado de monedas.) El cohto de'n viaje'n taxi no tiene ninguna
'nportancia para mí, Charlie.
(El
conductor sonríe y abre la portezuela.) ¡Ah! ¿Y la cehta?
EL CONDUCTOR. — Tiaela'quí. Dos
peniqueh máh.
LIZA.
— No, no quiero que nadie la vea. (La
mete en la parte trasera y se introduce ella detrás, continuando la
conversación a través de la ventanilla.) Adióh, Freddy.
FREDDY (atónito, quitándose el sombrero). — Adiós.
CONDUCTOR. — ¿A dónde?
LIZA.—A Bucknam Pelis (Suckingham
Palace).
CONDUCTOR. — ¿Qué quieres decir
con eso de Bucknam Pelis?
LIZA.
— ¿No sabes dón'stá? En el Green Park, donde vive'. Rey. Adióh, Freddy. No
quiero entertenerte máh. Adiós.
FREDDY. —Adiós. (Se
va.)
CONDUCTOR.
— ¡Oye! ¿Qué's eso de Bucknam Pelis? ¿Qué tieneh tú que hacer en Buknam Pelis?
LIZA. — Nada, por supuehto. Pero
no quería qu'él lo supiera. Yévame a casa.
CONDUCTOR. — ¿Y dónstá tu casa?
LIZA. — En Ángel Court, Drury
Lane, junto a la tienda de aceites de Meiklejohn.
CONDUCTOR.
— Eso ya's máh comperensible, Judy. (Pone
en marcha el coche y se aleja.)
Sigamos
al taxi hasta la entrada de Ángel Court, una pequeña y estrecha arcada entre
dos tiendas, una de ellas la de venta de aceite de Meiklejohn. Cuando se
detiene, Eliza desciende, arrastrando la cesta.
LIZA. — ¿Cuánto?
CONDUCTOR (indicando el taxímetro). — ¿No saben ler? Un chelín.
LIZA. — ¡Un chelín por doh
minuto'!
CONDUCTOR. — Doh minutoh o
die': eh lo mihmo.
LIZA. — Bueno, pueh no me parece
bien.
CONDUCTOR. — ¿Viajahte'lguna
vez'n taxi?
LIZA (con
dignidad). — Cientoh y mileh de vece', joven.
CONDUCTOR
(riéndose de ella). —Te felicito, Judy. Guárdate'l chelín,
querida, con loh mejore'saludo' de la familia. ¡Buena suerte!
(Se va.) LIZA (humillada). — ¡Dehcaro!
Toma
la cesta y sube con ella trabajosamente por la calleja en dirección a su
alojamiento, un cuartito con un viejísimo empapelado que se ha desprendido en
los puntos húmedos. Un vidrio roto de la ventana ha sido remendado con papeles.
Un retrato de un actor popular y un grabado con modelos de vestidos, todos
ridículamente fuera del alcance de los medios de Eliza, arrancados de
periódicos, están pegados a la pared. Una jaula de pájaros cuelga de la
ventana, pero su inquilino murió tiempo ha; ahora sólo hace el papel de
monumento recordatorio.
Esos
son los únicos refinamientos visibles. Lo demás es el mínimo irreductible de lo
que le es necesario a una persona pobre: una miserable cama sobre la que se
apilan todos los trapos que pueden proporcionar algún calor; un cajón de
embalar, cubierto con una tela, sobre él una jofaina con una jarra y, en la
pared, un espejito; una silla y una mesa, los restos de alguna cocina suburbana
y un reloj despertador norteamericano sobre la repisa, encima del hogar que no
se usa. El conjunto está iluminado por un pico de gas que funciona con una
moneda de un penique en la ranura del medidor. Alquiler, cuatro chelines
semanales.
Allí,
Eliza, crónicamente fatigada, pero demasiado excitada como para acostarse, está
sentada, contando sus nuevas riquezas y soñando y esbozando los planes de lo
que hará con ellas, hasta que el gas se apaga, momento en que disfruta por
primera vez de la sensación de poder poner otro penique en el medidor y no
verse obligada a escatimarlo. Este estado de ánimo de prodigalidad no apaga su
corrosiva conciencia de su penuria lo bastante como para impedirle calcular que
puede soñar y planear en la cama más económica y tibiamente, sin necesidad de
fuego. De modo que se quita el chal y las faldas y los agrega a la miscelánea
de ropas de cama. Luego se quita los zapatos a puntapiés y se mete en la cama
sin mayores ceremonias.
ACTO II
El
día siguiente, a las 11 de la mañana. El laboratorio de Higgins en la calle
Wimpole. Es un cuarto del primer piso, a la calle, destinado originariamente a
ser la sala. Las puertas dobles están en el centro de la pared del fondo y las
personas que entran por ellas encuentran, a su derecha, dos altos archivos,
formando ángulo recto entre sí, adosados contra las paredes. En ese rincón hay
una mesa de escribir y sobre ella un fonógrafo, un laringoscopio, una hilera de
tubitos de órgano con un fuelle, un juego de tubos de lámpara para llamas
musicales, con mecheros unidos a un enchufe de la pared por medio de un tubo de
goma; varios diapasones de distintos tamaños, una imagen en tamaño natural
representando un corte longitudinal de la cabeza humana, con los órganos
vocales, y una caja con una provisión de cilindros de cera para el fonógrafo.
Más
adentro, del mismo lado, hay una chimenea, con una cómoda poltrona forrada de
cuero en el costado del hogar que está más cerca de la puerta, y un cubo con
carbón. Sobre la repisa hay un reloj. Entre la chimenea y la mesa del fonógrafo
hay un mueble para periódicos.
Al
otro costado de la puerta central, a la izquierda del visitante, se encuentra
un armario de cajones poco profundos. Sobre él hay un teléfono y la guía
telefónica. El rincón, más allá, sobre la pared del costado, está ocupado por
un piano de cola, con el teclado puesto hacia el lado más alejado de la puerta
y un banco que se extiende a todo lo largo del teclado. Sobre el piano se ve
una frutera colmada de frutas y dulces, la mayor parte de chocolate.
El
centro de la habitación está desocupado. Aparte de la poltrona, el banco del
piano y dos sillas ubicadas junto a la mesa del fonógrafo, hay una silla
suelta, que se encuentra cerca de la chimenea. En las paredes, grabados, casi
todos de Piranesi o retratos a la media tinta. No hay cuadros.
Pickering
está sentado a la mesa, dejando unas tarjetas y un diapasón que acaba de usar.
Higgins está de pie cerca de él, cerrando dos o tres cajones del archivo, que
estaban abiertos. A la luz matinal aparece como un hombre robusto, lleno de
vida, de buena salud, de unos cuarenta años, aproximadamente, vestido con una
levita negra de aspecto profesional, cuello de lino blanco y corbata de seda
negra. Pertenece al tipo enérgico, científico, y se interesa sincera, casi
violentamente, por todo lo que puede ser estudiado como tema científico; por el
contrario, se asigna muy poca importancia a sí mismo y a las demás personas y
no le interesan los sentimientos ajenos. Es, en rigor, si no se tienen en
cuenta su edad y su estatura, más bien un chiquillo sumamente impetuoso que
"aprende" vocinglera y ávidamente y necesita tanta vigilancia como un
niño para impedirle que produzca daños inintencionados. Su humor varía entre la
agresividad, cuando se encuentra de buen talante, y la impaciencia borrascosa cuando
algo le sale mal. Pero es tan enteramente franco y carente de malicia que
continúa siendo agradable aun en sus momentos menos razonables.
HIGGINS (mientras cierra el último cajón). —Bueno, creo que esto es todo.
PICKERING.
— ¡Es realmente sorprendente! No he podido estudiar ni la mitad de los casos.
HIGGINS. — ¿Le agradaría volver
a revisar algunos?
PICKERING
(levantándose y acercándose a la
chimenea, donde se ubica de espaldas al fuego). — No, gracias; ahora no. Por esta mañana ya es bastante.
HIGGINS
(siguiéndole y deteniéndose junto a él, a
su izquierda) .— ¿Se cansó de escuchar sonidos?
PICKERING.
— Sí. Produce una tensión espantosa. Yo me enorgullecía porque puedo pronunciar
veinticuatro sonidos vocales diferentes. Pero sus ciento treinta me revuelcan
por el polvo. No logro oír la menor diferencia entre muchos de ellos.
HIGGINS
(riendo y acercándose al piano para comer
golosinas).— Oh, eso viene con la práctica. Al principio no se aprecia la
diferencia. Pero se continúa escuchando y de pronto se descubre que son tan
distintos como A de B. (Aparece Mrs.
Pearce, la ama de casa de Higgins.) ¿Qué ocurre?
Mrs. PEARCE (vacilando, evidentemente perpleja). — Una joven quiere verlo,
señor.
HIGGINS. — ¿Una joven? ¿Qué
quiere?
Mrs.
PEARCE. — Pues, dice que usted se alegrará de verla cuando sepa a qué ha
venido. Es una muchacha sumamente vulgar, señor. Muy vulgar, por cierto. La
habría echado, pero me pareció que quizás usted quisiese hacerla hablar en sus
máquinas. Espero no haber hecho mal. Pero, de veras, a veces recibe usted
visitantes tan extraños... Confío en que me perdonará, señor...
HIGGINS. — Oh, está bien, Mrs.
Pearce. ¿Tiene un acento interesante?
Mrs.
PEARCE. — Ah, algo espantoso, señor, en verdad. No sé cómo pueden interesarle
esas cosas.
HIGGINS (a
Pickering). — Hagámosla pasar. Hágala pasar, Mrs.
Pearce. (Corre a su mesa de trabajo y
toma un cilindro para usarlo en el fonógrafo.)
Mrs. PEARCE (sólo resignada a medias). — Muy bien, señor. Usted decide. (Baja.)
HIGGINS.
— Estamos de suerte. Le mostraré cómo grabo los cilindros. La haremos hablar y
yo anotaré los sonidos con el sistema del Idioma Visible de Bell, luego con el
rómico [2]
y finalmente hablará ante el fonógrafo, para que usted pueda pasar el cilindro
tantas veces como quiera, con la transcripción escrita a la vista.
Mrs. PEARCE (regresando).
— Esta es la joven, señor.
La
florista entra de gran gala. Lleva un sombrero con tres plumas de avestruz:
anaranjada, azul cielo y roja. Tiene un delantal casi limpio y la mugrienta
chaqueta ha sido cepillada. El patetismo de esta deplorable figura, con su
inocente vanidad y su aire de importancia, conmueve a Pickering, que ya se ha
enderezado en presencia de Mrs. Pearce. Pero, en cuanto a Higgins, la única
distinción que establece entre hombres y mujeres es que, cuando no trata de
amedrentar y no está clamando a los cielos por tener que llevar su cruz de peso
pluma, adula a las mujeres como los chiquillos adulan a sus nodrizas cuando
quieren conseguir algo de ellas.
HIGGINS
(bruscamente, reconociéndola con no
disimulada desilusión y, pueril, convirtiendo de inmediato la cuestión en una
molestia que le resulta intolerable). — ¡ Pero si es la muchacha que anotó
ayer por la noche! No nos sirve; tengo todos los cilindros que quiera de la
jerga de Lisson Grove y no pienso gastar otro en ella. (A la joven.) Vete, no te necesito.
LA
FLORISTA. — No sea dehcarado. Tovía no sabe a qué'venido. (A Mrs. Pearce, que aguarda,
en la puerta, nuevas órdenes.) ¿Le dijo que vine'n tasi?
Mrs.
PEARCE. — ¡Tonterías, chica! ¿Te parece que a un caballero como Mr. Higgins le
interesa en qué viniste?
LA
FLORISTA. — ¡Ah, somos orguyosos! Pues él no tiene'n conveniente'n dar
lesiones. Se lo'í decir. Bueno, yo n'he venid'hacer visita' de cumplido. Y si
mi dinero no es bahtante bueno, pued'ir a otra parte.
HIGGINS. — ¿Si no es
suficientemente bueno para qué?
LA
FLORISTA. — Par'usté'. Ahora ya lo sabe, ¿eh? He venid'a tomar lesiones. Y a
pagarlas, que n'haya malentendido'.
HIGGINS
(estupefacto). — ¡¡Bueno!! (Recobrando el aliento con un jadeo.) ¿Y qué esperas que yo te diga?
LA
FLORISTA. — Bien, si'sté' fuese'n cabayero, podría'nvitarme a que me siente, me
parece. ¿No le dije que vengo por cuehtione' de negocio'?
HIGGINS.
— Pickering, ¿invitamos a esta zorra a que se siente, o la arrojamos por la
ventana?
LA
FLORISTA (aterrorizada, corriendo hacia
el piano, donde se vuelve, acorralada). — ¡Ah-ah-ooooiiii! (Ofendida y gimoteando.) ¡No permitiré
que me yamen zorra cuando me'ofrecid'a pagar como cualquier dama!
Inmóvil
los dos hombres la contemplan desde el otro extremo del cuarto, atónitos.
PICKERING (bondadoso).
— Pero, ¿qué es lo que quieres?
LA
FLORISTA. — Quiero ser vendedor'en una florería, lugar de vender en l'ehquina
de Tottenham Court Road. Pero no m'aceptarán si n'hablo máh delicadamente. El
dijo que m'enseñaría. Bueno, aquí'htoy, dihpuest'a pagarle... no le pido ningún
favor... Y me trata como si fuera basura.
Mrs.
PEARCE. — ¿Cómo puedes ser una muchacha tan tonta e ignorante que creas que
puedes pagarle a Mr. Higgins?
LA
FLORISTA. — ¿Y por qué no? Sé tan bien com'usté' lo que cuehtan las lesione'. Y
ehtoy dihpuest'a pagar.
HIGGINS. — ¿Cuánto?
LA
FLORISTA (acercándose a él triunfalmente).
— ¡Así s'habla! Ya me parecía que se le bajarían los humos cuando viese'na
portunidad de recuperar lo que me dio ayer. (Confidencial.) Había bebid'un poco, ¿eh?
HIGGINS (perentorio). — Siéntate.
LA FLORISTA. — Bueno, si
quier'hacer una cuehtión de cumplido...
HIGGINS (atronador).–
¡Siéntate!
Mrs. PEARCE (severa). —Siéntate, muchacha. Haz lo que te dicen.
LA FLORISTA.
— ¡Ah-ah-ah-oooii! (Se queda de pie, entre rebelde y pasmada.)
PICKERING
(con suma cortesía). — ¿No quieres
hacer el favor de sentarte? (Coloca la
silla suelta cerca de la alfombra que está ante la chimenea, entre Higgins y él
mismo.)
LA
FLORISTA (tímidamente). — No
tengu'inconveniente. (Se sienta. Pickering vuelve a su sitio de
antes.)
HIGGINS. — ¿Cómo te llamas?
LA FLORISTA. — Liza Doolittle.
HIGGINS (grave,
declamando). Eliza, Elizabeth, Betsy y Bess fueron al
bosque a coger
nidos.
PICKERING. — Encontraron
uno con cuatro huevos.
HIGGINS.—Tomaron uno
cada una y dejaron
tres.
Ríen
estruendosamente de su propia gracia.
LIZA.— ¡Oh, no sean tonto!
Mrs.
PEARCE (colocándose detrás de la silla de
Eliza).— No debe hablar de ese modo al caballero.
LIZA. — Bueno, ¿y por quél no me
dice algo sensato?
HIGGINS. — Volvamos a nuestro
negocio. ¿Cuánto piensas pagarme por las lecciones?
LIZA.
— Oh, yo sé lo qu'eh juhto. Un'amiga mía recibe lesiones de francé' por
dieciocho penique' l'hora d'un verdadero cabayero francé'. Y usté' no tendría'l
dehcaro de pedirme lo mismo por enseñarme mi propio idioma como por enseñarme
francé'. De modo que no le daré máh d'un penique. 'Tómelo o déjelo.
HIGGINS
(paseándose por el cuarto, haciendo sonar
las llaves y las monedas que lleva en el bolsillo). — ¿Sabe?, Pickering; si
se considera un chelín, no como un simple chelín, sino como un porcentaje de
los ingresos de esta muchacha, resulta ser el equivalente total de lo que
serían para un millonario sesenta o
setenta guineas.
PICKERING. — ¿Cómo?
HIGGINS.
— Calcúlelo usted mismo. Un millonario tiene unas 150 libras esterlinas por
día. Ella gana media corona diaria.
LIZA (altanera).
— ¿Quién le dijo
que yo no
gano máh de...?
HIGGINS
(continuando). — Me ofrece por las
lecciones dos quintos de sus ingresos diarios. Dos quintos del ingreso diario
de un millonario serían alrededor de sesenta libras esterlinas. Es magnífico.
¡Caramba, es enorme! ¡Es la más grande oferta que se me haya hecho jamás!
LIZA
(levantándose, aterrorizada). —
¿Senta libra'? ¿De qué' stá'blando? Yo no l'ofrecí senta libra'. ¿De dónde
sacaría yo...?
HIGGINS. — Cierra el pico.
LIZA (sollozando). — Pero'h que no tengo senta libra'. Oh...
Mrs. PEARCE.— ¡No llores,
muchacha tonta! Siéntate. Nadie piensa tocar tu dinero.
HIGGINS. —Alguien te tocará, sí,
con una escoba, si no dejas de moquear. Siéntate.
LIZA (obedeciendo, lentamente).— ¡Ah-ah-ah-oooii! Cualquier' crería
qu'usté's mi padre.
HIGGINS.
— Si resuelvo enseñarte, seré peor que dos padres para ti. ¡Toma! (Le
ofrece su pañuelo de seda.)
LIZA. — ¿Para qué's ehto?
HIGGINS.
— Para secarte los ojos. Para limpiarte cualquier parte de la cara que sientas
húmeda. Acuérdate: eso es tu pañuelo y eso es tu manga. No confundas el uno con
la otra si quieres llegar a ser vendedora en una tienda.
Liza,
completamente desconcertada, le mira con expresión de impotencia.
Mrs.
PEARCE. — Es inútil hablarle de ese modo, Mr. Higgins; no le entiende. Además,
no lo hace de ese modo. (Toma el
pañuelo.)
LIZA (arrebatándoselo). — ¡Vamo', déme'se pañuelo! Me lo dio a mí, no a
usté'.
PICKERING (riendo). —Así es. Creo que debe ser considerado propiedad de ella,
Mrs.
Pearce.
Mrs. PEARCE (resignándose). — Se lo tiene merecido, Mr. Higgins.
PICKERING.
— Estoy interesado. ¿Qué? ¿Y de la recepción del embajador? Si cumple con su
promesa proclamaré que es usted el más grande maestro viviente. Le apuesto
todos los gastos que demande el experimento a que no puede hacerlo. Y pagaré
por las lecciones.
LIZA. — Oh, es usté' realmente bueno. Gracia',
capitán.
HIGGINS
(tentado, mirándola). — Resulta casi
irresistible. Es tan deliciosamente baja...
tan horriblemente sucia...
LIZA
(protestando vivamente). —
¡Ah-ah-ah-ah-ooooiii! No soy sucia; me lavé lah mano' y la cara endennanteh de
venir, me lavé.
PICKERING. — Le aseguro que no
conseguirá marearla con halagos, Higgins.
Mrs.
PEARCE (inquieta). — ¡Oh, no diga
eso, señor! Hay más de una forma de marear a una muchacha. Y nadie puede
hacerlo mejor que Mr. Higgins, aunque no siempre lo haga con intención. Y
espero, señor, que usted no le aliente a hacer ninguna tontería.
HIGGINS
(excitándose a medida que la idea
comienza a tomar cuerpo en él).— ¿Qué es la vida, sino una serie de locuras
inspiradas? La dificultad reside en encontrarlas. No hay que desechar jamás una
oportunidad. No aparecen todos los días.
Haré una duquesa de
esta pilluela zaparrastrosa.
LIZA (rechazando enérgicamente esa opinión que se
tiene de ella). — ¡Ah-ah-ah-oooii!
HIGGINS
(arrebatado).—Sí, en seis meses —en tres, si tiene un buen oído y una lengua
rápida— podré llevarla a cualquier parte y hacerla pasar por cualquier cosa.
¡Comenzaremos hoy mismo, ahora, en este momento! ¡Llévesela e higienícela, Mrs.
Pearce! Jabón corriente, si no sale de otro modo. ¿Hay un buen fuego en la
cocina?
Mrs. PEARCE (protestando).
— Sí, pero...
HIGGINS
(impetuoso). — Quítele todas las
ropas y quémelas. Llame a Whiteley, o a cualquiera, para que le traiga
otras. Envuélvala en papel de estraza hasta
que lleguen.
LIZA.
— Uhté' n'es un cabayero, n'es, si habla d'ehta' cosa'. Soy'na buena chica,
soy. Y sé cómo son la gente com'usté'.
HIGGINS.—
Aquí no queremos tus mojigaterías de Lisson Grove, jovencita. Tienes que
aprender a comportarte como una duquesa. Llévesela, Mrs. Pearce. Y si le da
algún trabajo, zúrrela.
LIZA
(poniéndose de pie en un salto y
corriendo entre Pickering y Mrs. Pearce en busca de protección).— ¡No!
¡Yamaré la policía, yamaré!
Mrs. PEARCE. — Pero no tengo lugar para acomodarla.
HIGGINS. — Póngala en
el basurero.
LIZA. — ¡Ah-ah-ah-oooií!
PICKERING. — ¡Oh, vamos, Higgins!
¡Sea razonable!
Mrs.
PEARCE (resuelta). —Tiene que ser
razonable, Mr. Higgins; tiene que ser razonable. No puede pisotear a todo el
mundo de este modo.
Higgins,
reprendido, se calma. El huracán es reemplazado por un céfiro de amable
sorpresa.
HIGGINS
(con profesional exquisitez de
modulación).— ¡Que yo pisoteo a
todo el mundo! Mi querida Mrs. Pearce, mi querido Pickering, jamás tuve la más
mínima intención de pisotear a nadie. Lo único que quiero es que seamos
bondadosos con esta pobre chica. Debemos ayudarla a prepararse para ocupar su
nuevo puesto en la vida. Si no me expresé claramente fue porque no quería herir
la delicadeza de ella ni la de ustedes.
Liza,
tranquilizada, vuelve sigilosamente a su silla.
Mrs. PEARCE (a Pickering). — Bueno, ¿oyó usted alguna vez algo parecido, señor?
PICKERING (riendo con ganas). — ¡Nunca, Mrs. Pearce, nunca!
HIGGINS (paciente). —¿Qué ocurre?
Mrs.
PEARCE. — Bueno, señor; lo que ocurre es que no puede recoger a una muchacha de
este modo, como si recogiese un guijarro en la playa.
HIGGINS. — ¿Por qué no?
Mrs.
PEARCE. — ¡Por qué no! ¡Pero si no sabe nada de ella! ¿Qué hay de sus padres? Y
podría estar casada.
LIZA. — ¡Caray!
HIGGINS. — ¡Ahí tiene! Como lo
dijo muy correctamente la muchacha, ¡caray! ¡Casada, vaya! ¿No sabe que una
mujer de esa clase tiene el aspecto de una fregona gastada, cincuentona, un año
después de haberse casado? LIZA. — ¿Quién se casaría conmigo?
HIGGINS
(recurriendo repentinamente a los tonos
bajos más emocionantemente encantadores de su mejor estilo de elocución).— ¡Caramba,
Eliza, las calles estarán alfombradas con los cadáveres de los hombres que se
pelearán por ti, antes de que yo haya terminado contigo!
Mrs. PEARCE. — Bobadas, señor.
No debe hablarle de ese modo.
LIZA
(levantándose y cuadrándose con
decisión).—Me voy. Ehtá chiflado,
ehtá. No quiero que ningún lunático m'enseñe.
HIGGINS
(herido en el punto más sensible por la
insensibilidad de ella a sus habilidades oratorias).— Sí, ¿eh? Estoy loco,
¿eh? Muy bien, Mrs. Pearce; no necesita pedir esa ropa nueva para ella. Échela
a la calle.
LIZA (gimoteando). — ¡Nooo...! No tien' drech'a tocarme.
Mrs.
PEARCE. — Ya ves lo que ocurre cuando se es deslenguada. (Indicando la puerta.) Por aquí, por favor.
LIZA
(casi soltando las lágrimas). —Yo no
quería ropa. No lah'bría'ceptado. (Arroja
el pañuelo.) Puedo comprarme mih propiah ropa'.
HIGGINS
(recogiendo diestramente el pañuelo y
cerrándole el paso cuando se dirige a desgana a la puerta.) — Eres una
muchacha perversa y desagradecida. Esta es mi recompensa por ofrecerme a
sacarte del arroyo y para vestirte hermosamente y convertirte en una dama.
Mrs. PEARCE. — Basta, Mr. Higgins. No
lo permitiré. Es usted el perverso. Vuélvete a tu casa, con tus padres,
muchacha, y díles que te cuiden mejor.
LIZA.
— No tengo padres. Me dijeron qu'era bahtante grande par' ganarme la vida y
m'echaron.
Mrs. PEARCE. — ¿Dónde está tu
madre?
LIZA.
— No tengo madre. La que m'echó eh mi sesta madrasta. Per'he terminado con
eyos. Y soy'na buena chica.
HIGGINS.
— Muy bien, pues. ¿A qué diablos viene todo este alboroto? La chica no
pertenece a nadie... no es de ninguna utilidad para nadie, salvo para mí. (Se acerca a Mrs. Pearce y comienza a
engatusarla.) Usted podría adoptarla, Mrs. Pearce. Estoy seguro de que una
hija sería una gran diversión para usted.
Vaya, no hagamos
más alharaca. Llévela
abajo y...
Mrs. PEARCE. — Pero, ¿qué será
de ella? ¿Se le pagará algo? Sea sensato,
señor.
HIGGINS.
— Oh, páguele lo que sea necesario; anótelo en el libro de los gastos de la
casa. (Impaciente.) ¿Para qué
demonios necesitaría dinero? Tendrá comida y ropas. Si se le diese dinero se lo
bebería.
LIZA
(volviéndose hacia él). — ¡Ah, usté's
un animal! Eh'na mentira. Nadie me vio jama' ni rastroh de bebida ncima. (A Pickering.) Oh, señor, usté's un cabayero:
no lo deje que m'hable d'ese modo.
PICKERING
(con afable tono de reproche). —¿No
se le ocurre, Higgins, que la muchacha puede tener algún sentimiento?
HIGGINS
(mirándola con aire crítico). — Oh,
no, no lo creo. No me parece que tenga ningún sentimiento por el que debamos
preocuparnos. (Alegremente.) ¿Los tienes,
Eliza?
LIZA. — Tengo sentimiento', igual
que como todo'l mundo.
HIGGINS (a Pickering, reflexivo). — ¿Entiende la dificultad?
PICKERING. — ¿Eh? ¿Qué
dificultad?
HIGGINS. — Enseñarle a hablar
gramaticalmente. La pronunciación en sí es cosa fácil.
LIZA. — No quier' hablar
gramaticalmente. Quier'hablar com'una dama'n una florería.
Mrs.
PEARCE. — Por favor, Mr. Higgins, ¿quiere no apartarse del tema? Necesito saber
en qué condiciones se quedará la joven aquí. ¿Se le pagará algún sueldo? ¿Y qué
será de ella cuando haya terminado su aprendizaje? Es preciso mirar un poco
hacia adelante.
HIGGINS
(impaciente). — ¿Qué sería de ella si
la dejase en el arroyo? Respóndame a eso, Mrs. Pearce.
Mrs. PEARCE. — Eso es cosa de
ella, no de usted, Mr. Higgins.
HIGGINS.
— Bien, cuando haya terminado con ella, podemos volver a arrojarla al arroyo. Y
entonces volverá a ser cosa de ella. De modo que por ese lado todo va bien.
LIZA.
— Oh, no tiene'n poco de corazón adentro. No l'importa nadie máh qu'usté'
mihmo. (Se levanta y toma resueltamente la palabra.) ¡Bahta! ¡Y'ehtoy cansada
d'ehto! (Dirigiéndose a la puerta.) Me voy. Tendría que'vergonzarse, tendría.
HIGGINS
(tornando un bombón de chocolate del
piano, con los ojos relampagueándole de malicia). — Toma un bombón, Eliza.
LIZA
(deteniéndose, tentada), — ¿Cómo sé
qué tienen adentro? He oído 'blar de muchachah marcotizada' por gente
com'usté'.
Higgins
extrae el cortaplumas, corta un bombón en dos, se pone una mitad en la boca, la
traga y ofrece a Liza la otra mitad.
HIGGINS.
— Símbolo de buena fe, Eliza. Yo me como una mitad, tú te comes la otra. (Liza abre la boca para replicar y él le
arroja el medio bombón en ella.) Tendrás cajas de ellos, barriles de ellos,
todos los días. Te alimentarás con ellos. ¿Eh?
LIZA
(que ha tragado el bombón después de
haberse casi asfixiado con él). —No l'habría
comido, per' soy
demasiado bien'ducada pa sacármelo
de la boca. Me voy. Toni'ré un taxi.
MRS. PEARCE. — Hay otros medios
de transporte, muchacha.
LIZA. — Bueno, ¿y qué? Tengo tanto drecho com'cualquiera'
tomar un taxi.
HIGGINS.
— Lo tienes, Eliza. Y en el futuro tomarás tantos taxis como te plazca.
Recorrerás la ciudad de arriba abajo y en círculo, en taxi,
todos los días. Piensa
en eso, Eliza.
Mrs.
PEARCE. — Mr. Higgins, está usted tentando a la joven. No es justo. Ella debería pensar en su futuro.
HIGGINS.
— ¿A su edad? ¡Tonterías! Tendrá tiempo de sobra para pensar en el futuro
cuando no tenga futuro alguno en qué pensar. No, Eliza: haz como hace esta
señora. Piensa en el futuro de otras personas, mas nunca en el tuyo. Piensa en
bombones, taxis, oro y diamantes.
LIZA.
— No, no quier'oro ni diamante'. Soy'na buena muchacha, soy. (Vuelve a sentarse, con una tentativa de
mostrarse digna.)
HIGGINS.
— Y seguirás siéndolo, Eliza, bajo el cuidado de Mrs. Pearce. Y te casarás con
un oficial de la Guardia, de hermosos bigotes, el hijo de un marqués, que le
desheredará por haberse casado contigo, pero se ablandará cuando vea tu belleza
y bondad...
PICKERING.
— Perdóneme, Higgins, pero debo intervenir. Mrs. Pearce tiene mucha razón. Si
esta chica se pone en sus manos durante seis meses, para un experimento
didáctico, debe saber perfectamente qué
hace.
HIGGINS.
— ¿Cómo podría ser eso? Es incapaz de entender nada. Además, ¿entiende alguno
de nosotros lo que hace? Si lo entendiéramos, ¿lo
haríamos?
PICKERING.
— Muy ingenioso, Higgins, pero no tiene relación alguna con el caso
presente. (A Eliza.) Miss Doolittle...
LIZA (anonadada).
— ¡Ah-ah-ooii!
HIGGINS.
— ¡Vaya! Eso es todo lo que sacará de Eliza. ¡Ah-ah-ooii! Es inútil explicarle.
Como militar, usted tendría que saberlo. Déle órdenes: eso es suficiente para
ella. Eliza: vivirás aquí durante los próximos seis meses, aprendiendo a hablar
tan bellamente como una vendedora de florería. Si eres buena y haces todo lo
que se te diga, dormirás en un verdadero dormitorio tendrás comida en
abundancia y dinero para comprar bombones y viajar en taxi. Si eres mala y
perezosa, dormirás en la cocina, con las cucarachas, y serás castigada por Mrs.
Pearce con una escoba. Al cabo de los seis meses irás a Buckingham Palace en un
carruaje, hermosamente ataviada. Si el Rey descubre que no eres una dama, serás
llevada por la policía a la Torre de Londres, donde te cortarán la cabeza como
advertencia a otras floristas engreídas. Si no te descubren, te haré un regalo
de siete chelines y seis peniques para que comiences tu vida de vendedora en
una florería. Si rechazas este ofrecimiento, serás una muchacha sumamente
perversa y desagradecida y los ángeles llorarán por ti. (A Pickering.) Y ahora,
¿está satisfecho, Pickering? (A Mrs. Pearce.) ¿Puedo detallarlo más
clara y honestamente, Mrs. Pearce?
Mrs.
PEARCE (paciente). — Creo que sería
mejor que me dejara hablar convenientemente con la joven en privado. No sé si
puedo hacerme cargo de ella o dar mi aprobación al convenio. Ya sé que no
quiere usted hacerle ningún daño. Pero cuando siente lo que usted llama
interesarse por el acento de la gente, no piensa nunca, ni le interesa, lo que
pueda pasarle a la gente o a usted. Ven conmigo, Eliza.
HIGGINS. —Muy bien. Gracias,
Mrs. Pearce. Transpórtemela al cuarto de baño.
LIZA
(levantándose a desgana y con
suspicacia). — Usté's un gran valentón, es'eh. Si no quiero, no me quedaré.
Y no dejaré que nadies me cahtigue. Nunca tuv'interéh'n ir a Bucknam Pelis.
Nunca tuve dif'cultades con la policía. Soy'na buena chica.
Mrs.
PEARCE. — No repliques, muchacha. No has entendido al caballero. Ven conmigo. (Abre la marcha hacia la puerta, y la
mantiene abierta para que pase Eliza.)
LIZA
(mientras sale). — Bueno, lo que
dije's cierto. No me'cercaré'l Rey, si me van a cortar la cabeza. Si'biera
sabido'n qué me metía, n'hubiera venido'quí. Siempr'he sido'na buena chica, y
nunca quis'hablar una palabra con él, y no le debo nada, y no m'importa, y no
permitiré que me manden, y tengo mihsentimiento', igual que cualquiera...
Mrs.
Pearce cierra la puerta y las quejas de Eliza no son ya audibles.
Eliza
es llevada arriba, al tercer piso, para su gran sorpresa, pues esperaba ser
conducida al fregadero. Allí Mrs. Pearce abre una puerta y la hace pasar a un
dormitorio para huéspedes.
Mrs. PEARCE. — Tendrás que
quedarte aquí. Este será tu dormitorio.
LIZA.
— Oh, yo no podría dormir aquí. Esto'h demasiado bueno para gente como yo.
Tendría miedo de tocar cualquier cosa.
Todavía no soy 'na duquesa,
¿sabe?
Mrs.
PEARCE. — Tienes que ponerte tan limpia como el cuarto; entonces no le tendrás
miedo. Y te ruego que me llames Mrs. Pearce. (Abre la puerta del tocador, que ha sido modernizado y convertido en
cuarto de baño.)
LIZA.— ¡Dio'! ¿Qué's ehto? ¿Aquí
lavan la ropa? ¡Qué batea más rara!
Mrs.
PEARCE. — No es una batea. Aquí es donde nos lavamos nosotros, Eliza, y donde
te voy a lavar a ti.
LIZA.
— ¿Ehpera que me meta'n eso y me moje toda? Nada d'eso. Me moriría. Conocí 'una
mujer que l'hacía todo' loh sábado' por la noche; y se murió d'eso.
Mrs. PEARCE. — Mr. Higgins
tiene abajo el
baño para caballeros. Y todas
las mañanas se baña con agua fría.
LIZA. — ¡Puf! ¡Ehtá hecho de fierro es'hombre!
Mrs.
PEARCE. — Y tú tendrás que hacer lo mismo, si quieres estar
con él y
el coronel y
que te enseñen.
En caso contrario no les agradaría
tu olor. Pero
puedes bañarte con agua
tan caliente como
quieras. Hay dos
grifos: caliente y fría.
LIZA
(sollozando).—No podría. ¡No. me atrevo! ¡No's natural; me mataría! Jamáh 'tomad'un
baño'n toda mi vida, eh decir, lo que
se yamaría'n verdadero
baño.
Mrs. PEARCE.—Bien, pero ¿no
quieres estar limpia y pulcra y decente, como una dama?
No puedes ser una buena chica
por dentro si eres una pazpuerca por fuera.
LIZA. — ¡Buaaa...!
Mrs.
PEARCE. — Deja de llorar y ve a tu cuarto y quítate toda la ropa. Luego
envuélvete en esto. (Toma una bata de una
percha y se la tiende.) Y vuelve aquí. Yo prepararé el baño.
LIZA
(llorosa). —No puedo. No l'haré. N'ehtoy'costumbrada 'eso. Nunca me saqué toda la
ropa. No'h correto; no'h decente.
Mrs.
PEARCE. — Bobadas, chica. ¿No te quitas la ropa todas las noches, cuando te
acuestas?
LIZA (atónita). — No. ¿Por qué habría de quitármela'? Me moriría. Por
supuehto que me quito lah falda'.
Mrs. PEARCE. — ¿Quieres decir
que duermes con la ropa interior que usas durante el día?
LIZA. — ¿Qu'otra cosa
tengo'n qué dormir?
Mrs.
PEARCE. — No volverás a hacer tal cosa mientras vivas aquí. Te daré una bata de
dormir adecuada.
LIZA.
— ¿Y eso quiere decir que tengo que ponerme cosa' fríah y permanecer dehpierta
la mita' de la noche, tiritando de frío?
Mrs.
PEARCE. — Quiero convertirte, de una golfa descuidada que eres, en una muchacha
respetable y limpia que puede estar sentada con los caballeros en el estudio.
¿Quieres tenerme confianza y hacer lo que te digo, o prefieres que te eche,
para así poder volver a tu cesta de flores?
LIZA. — ¡Pero'h qu'uhté no sabe
cómo sufro'l frío! ¡No sabe qué miedo le tengo!
Mrs.
PEARCE. — Aquí tu cama no estará fría; pondré en ella una botella de agua
caliente. (Empujándola hacia el
baño.) Empieza a
desvestirte.
LIZA.
— ¡Ah, si'biese sabido qué cosa tan ehpantosa sinifica'htar limpia, n'habría
venido. N'ehtaba conforme cuando vivía tranquila. Yo... (Mrs. Pearce la empuja por la puerta, pero la deja parcialmente
abierta, por si la prisionera quisiera recurrir a la fuga.)
Mrs.
Pearce se pone un par de mangas blancas, de goma, y llena la bañera, mezclando
agua caliente y fría y probando el resultado con el termómetro de baños.
Perfuma el agua con un puñado de sales y le añade una pizca de mostaza. Luego
toma un cepillo de mango largo, de aspecto formidable, y lo jabona profusamente
con una pastilla de jabón perfumado.
Vuelve
Eliza. No lleva encima más que la salida de baño, que se aprieta fuertemente en
torno al cuerpo; está convertida en un lastimoso espectáculo de terror abyecto.
Mrs. PEARCE. — Ven, pues.
Quítate eso.
LIZA.— Oh, no podría, Mrs.
Pearce. ¡De vera' que no podría!
Nunca'hecho tal cosa.
Mrs. PEARCE. — Simplezas. Vaya,
métete adentro y dime, sí te gusta así de caliente.
LIZA. — ¡Ah-uu! ¡Ah-uu!
¡Ehtj demasiado caliente...!
Mrs. PEARCE
(quitándole diestramente la salida
de baño y haciendo caer
a Eliza de
espaldas). — No te hará
daño. (Pone manos a la obra con el
cepillo.) Los gritos de Eliza son desgarradores.
Entretanto
el coronel ha estado discutiendo con Higgins acerca de Eliza. Pickering se ha
apartado de la chimenea para sentarse en la silla, a horcajadas, con los brazos
apoyados en el respaldo, dispuesto a someter a su interlocutor a un
interrogatorio.
PICKERING.
— Perdóneme que le haga una pregunta directa, Higgins. ¿Es usted una persona de
buen carácter por lo que atañe a las mujeres?
HIGGINS (lúgubre).
— ¿Ha encontrado alguna
vez a un hombre
de buen carácter
por lo que
atañe a las
mujeres?
PICKERING. — Sí, con
frecuencia.
HIGGINS
(dogmático, izándose con las manos hasta
el nivel del piano y sentándose en él de un salto). — Bueno, pues yo no. He
descubierto que en cuanto dejo que una mujer trabe amistad conmigo, ella se
torna celosa, suspicaz, exigente, un condenado engorro. He descubierto que en
cuanto trabo amistad con una mujer me hago egoísta y tiránico. Las mujeres lo trastornan
todo. Cuando uno permite que se metan en la vida de uno, descubre que la mujer
quiere una cosa y uno quiere otra muy distinta.
PICKERING. — ¿Qué, por ejemplo?
HIGGINS
(bajando del piano, inquieto). — ¡Oh,
el cielo lo sabe! Supongo que la mujer quiere vivir su vida. Y el hombre quiere
vivir la suya. Y ambos tratan de arrastrar al otro por la senda equivocada. Uno
quiere ir al norte y el otro al sur. Y el resultado es que ambos tienen que ir
al este, aunque odian el viento del este. (Se
sienta en el taburete, ante el piano.) De
modo que aquí me tiene, un viejo solterón declarado, y con todas las
posibilidades de quedarme así.
PICKERING
(levantándose y quedándose gravemente
junto a él).— ¡Vamos, Higgins! Ya sabe a qué me refiero. Si intervengo en
esta cuestión me sentiré responsable por esa joven. Espero que quede aclarado
que nadie se aprovechará de la
situación de la muchacha.
HIGGINS.
— ¿Qué? ¿De esa cosa? ¡Es sagrada, se lo aseguro! (Poniéndose de pie para explicar.) ¿Sabe?, ella será una alumna. Y
la enseñanza sería imposible si los alumnos no fuesen sagrados. He enseñado a
hablar inglés a veintenas de millonadas norteamericanas, las mujeres más bien
parecidas del mundo. Estoy acostumbrado. Tanto me daría que hubiesen sido
bloques de madera. Yo podría haber sido un bloque de madera. Es...
Mrs.
Pearce abre la puerta. Lleva en la mano el sombrero de Eliza. Pickering se
sienta en la butaca junto a la chimenea.
HIGGINS (ansiosamente).—Y bien,
Mrs. Pearce, ¿todo marcha bien?
Mrs.
PEARCE (en la puerta).— Lo molesto
porque querría hablar unas palabras con usted,
Mr. Higgins.
HIGGINS.
— Sí, por supuesto. Pase. (Ella entra.) No
queme eso, Mrs. Pearce. Lo conservaré como una curiosidad. (Toma el sombrero.)
Mrs.
PEARCE. — Manipúlelo con cuidado, señor, por favor. Tuve que prometerle que no
lo quemaría. Pero será mejor que lo ponga en el horno durante un rato.
HIGGINS
(dejándolo presurosamente sobre el
piano).— ¡Oh, gracias! Bien, ¿qué
quería decirme?
PICKERING. — ¿Molesto?
Mrs.
PEARCE. — En lo más mínimo, señor. Mr. Higgins, ¿quiere tener la amabilidad de
cuidarse con lo que dice delante de la joven?
HIGGINS
(severo). — Por supuesto. Siempre soy
cuidadoso con lo que digo. ¿Por qué me advierte tal cosa?
Mrs.
PEARCE (inconmovida). — No, señor, no
lo es cuando se le ha perdido alguna cosa o cuando se pone un poco impaciente.
Ahora bien: delante de mí no tiene importancia; estoy acostumbrada. Pero no
debe maldecir delante de la muchacha.
HIGGINS
(indignado). — ¿Yo maldecir? (Enfático.) Nunca maldigo. Odio esa
costumbre. ¿Qué demonios quiere decir con eso?
Mrs.
PEARCE (calmosa). —Eso es lo que
quiero decir con eso. Maldice usted demasiado. No me importa que diga
"condenado" y "cuernos", y "qué demonios" y
"dónde demonios" y "quién
diablos"...
HIGGINS. — Mrs. Pearce, ¡ese
lenguaje en sus labios...! ¡De veras...!
Mrs.
PEARCE (sin dejarse apartar del tema).
—...pero hay cierta palabra que debo
pedirle que no emplee. La muchacha la usó cuando empezó a sentirse bien en el
baño. Comienza con la misma letra de caramba. Ella no tiene la culpa; la
aprendió junto a su madre. Pero no debe oírla de labios de usted.
HIGGINS
(altivo). — No puedo admitir que yo
la haya usado alguna vez, Mrs. Pearce. (Ella
lo mira firmemente. El agrega,
ocultando una conciencia
intranquila con un
aire juicioso) Salvo, quizás,
en un momento de excitación
extrema y justificable.
Mrs. PEARCE. — Justamente esta mañana,
señor, la aplicó a los zapatos, a la manteca y al pan
negro.
HIGGINS. — ¡Ah, eso!
No tiene importancia, Mrs.
Pearce.
Mrs.
PEARCE. — Bien, señor, como quiera. Pero le ruego que no permita que la joven
lo oiga repetirlo.
HIGGINS.— ¡Oh, muy
bien, muy bien!
¿Es eso todo?
Mrs.
PEARCE. — No, señor. Tendremos que tener mucho cuidado con esa chica en cuanto
al aseo personal.
HIGGINS. — Muy cierto. Bien
dicho. Tiene mucha importancia.
Mrs.
PEARCE. — Quiero decir, en cuanto a permitirle que sea descuidada con su
vestido o que deje sus cosas en cualquier parte.
HIGGINS (acercándose a
ella con solemnidad). —Precisamente. Estaba a punto
de llamarle a usted la
atención al respecto. (Se
le aproximo a Pickering, quien se
divierte enormemente con la conversación.) Estas cositas son las que tienen
mayor importancia, Pickering. Cuide los
peniques y las libras se cuidarán por sí mismas. Y eso vale tanto en lo que atañe al dinero como
en lo referente
a las costumbres
personales. (Por fin, ancla en la
alfombra de la chimenea, con el aire de
un hombre que se encuentra en una posición inexpugnable.)
Mrs.
PEARCE. — Sí, señor. En ese caso puedo pedirle que no baje a desayunarse con la
bata de dormir, o por lo menos que no la use como servilleta hasta el punto en
que lo hace, señor. Y si quiere
tener la bondad de no comer
todas las cosas en el mismo
plato y
de no
poner la cazuela de
las gachas sobre el mantel
limpio, le dará
un mejor ejemplo a la joven.
Ya sabe que la semana pasada casi
se asfixia con una espina de pescado que encontró en la
mermelada.
HIGGINS
(arrancado de la alfombra y volviendo a
vagar en dirección al piano). — Puede que alguna vez haga estas cosas por
pura distracción; pero por cierto que no las hago habitualmente. (Iracundo.) ¡Y de paso: mi bata huele
remalditamente a bencina!
Mrs. PEARCE. — Sin duda, Mr. Higgins. Pero si
quisiera limpiarse los dedos...
HIGGINS
(gritando). — ¡Oh, está bien, está
bien! ¡En el futuro me los limpiaré en el cabello!
Mrs. PEARCE. — Espero que no se
haya ofendido, Mr. Higgins.
HIGGINS
(escandalizado al descubrir que se le
considera capaz de un sentimiento poco amable).— ¡En absoluto, en absoluto!
Tiene mucha razón, Mrs. Pearce. Me cuidaré muy especialmente ante la
joven. ¿Algo más?
Mrs.
PEARCE. — No, señor. ¿Puede ella usar algunos de los vestidos japoneses que
usted trajo del extranjero? No puedo hacer que se vuelva a poner las cosas
viejas.
HIGGINS. — Es claro.
Como le parezca.
¿Hay algo más?
Mrs. PEARCE. — Gracias, señor.
Eso es todo. (Sale.)
HIGGINS.
— ¿Sabe, Pickering?, esa mujer tiene las opiniones más extraordinarias de mí.
Heme aquí, un hombre tímido, vergonzoso... Nunca me ha sido posible sentirme
realmente maduro y tremendo, como otros. Y sin embargo ella está firmemente
convencida de que soy una persona arbitraria,
dominadora y tiránica. No
acierto a explicármelo.
Mrs.
Pearce regresa.
Mrs.
PEARCE. — Si me permite, señor, han comenzado las dificultades. Ahí abajo hay
un basurero, Alfred Doolittle, que quiere verle. Dice que usted
tiene a su hija aquí.
PICKERING (confidencial).
— ¡Uf! ¡Caramba!
HIGGINS (rápidamente).
— Haga subir al pillastre.
Mrs. PEARCE. — Oh, muy bien, señor.
(Sale.)
PICKERING. — Es posible que no
sea un pillastre, Higgins.
HIGGINS. — Tonterías. Por
supuesto que es un
pillastre.
PICKERING. — Lo sea o no, me
temo que tendremos dificultades con él.
HIGGINS
(confidencial). — Oh, no, creo que
no. Si hay alguna dificultad, la tendrá él conmigo, no yo con él. Y seguramente
le sacaremos algo interesante.
PICKERING. — ¿Acerca de la
joven?
HIGGINS. — No. Me
refiero al dialecto
del hombre.
PICKERING. — ¡Oh!
Mrs. PEARCE (a
la puerta). — Doolittle, señor. (Hace
pasar a Doolittle y se retira.)
Alfred
Doolittle es un basurero de edad, pero vigoroso, ataviado con el traje de su
profesión, incluso un sombrero con un ala de tela negra que le cae sobre la
nuca. Tiene facciones características y bien marcadas y parece igualmente libre
de temores y de remordimientos de conciencia. Posee una voz notablemente
expresiva, resultado de su costumbre de dar rienda suelta a sus sentimientos
sin reservas. Su actitud del momento es la del honor herido y la severa
resolución.
DOOLITTLE
(a la puerta, indeciso en punto a cuál de
los caballeros es su hombre). — ¿Profesor Higgins?
HIGGINS. — Aquí. Buenos
días. Siéntese.
DOOLITTLE.
—Buenos días, jefe. (Se sienta pomposamente.) He venido por un
asunto muy grave, jefe.
HIGGINS (a Pickering). —
Criado en Houslow. Creo que la madre debe de ser galesa.
(Doolittle
abre la boca, estupefacto. Higgins continúa.)
¿Qué quiere,
Doolittle?
DOOLITTLE (amenazador). — Quiero a mi hija, eso es lo que quiero, ¿entiende?
HIGGINS.
— Por supuesto. Usted es el padre, ¿verdad? No supondrá que nadie más la
quiere, aparte de usted, ¿eh? Me alegro de ver que le quede alguna chispa de
sentimiento paternal. Ella está arriba. Llévesela inmediatamente.
DOOLITTLE (levantándose, temeroso, desconcertado).
— ¿Qué?
HIGGINS. — Llévesela. ¿Acaso
cree que le voy a cuidar a su hija?
DOOLITTLE
(con tono de reproche). — Vamos,
vamos, oiga, jefe. ¿Es esto razonable? ¿Es lógico aprovecharse de un hombre de
este modo? La muchacha me pertenece. Usted la tiene. ¿Qué
salgo ganando yo? (Vuelve a sentarse.)
HIGGINS.
— Su hija tuvo la audacia de venir a mi casa y pedirme que le enseñara a hablar
correctamente, para poder conseguir un empleo en una florería. Este caballero y
mi ama de llaves han estado aquí durante todo el tiempo. (Amedrentándole.) ¿Cómo se atreve a venir para tratar de
extorsionarme? Usted la envió adrede.
DOOLITTLE (protestando).
— ¡No, jefe!
HIGGINS. — Y yo digo que sí. ¿De
qué otro modo podría saber que se encuentra aquí?
DOOLITTLE. — No acose a un
hombre de ese modo, jefe.
HIGGINS. — ¡La policía lo acosará!
¡Esto es una intriga... una conjura para sacarme dinero mediante amenazas!
Telefonearé a la policía. (Se dirige
resueltamente hacia el teléfono y abre la guía.)
DOOLITTLE.
— ¿Le he pedido acaso siquiera una moneda de un cuarto de penique? Que lo diga
ese caballero. ¿He dicho una palabra acerca de algún dinero?
HIGGINS
(arrojando la guía y yendo hacia
Doolittle en actitud amenazadora). — Y entonces, ¿para qué vino?
DOOLITTLE (dulce). — ¿Para qué podría venir un hombre? Sea humano, jefe.
HIGGINS (desarmado). — Alfred, ¿la obligó usted a hacerlo?
DOOLITTLE.
— Le juro que no, jefe. Juro por la Biblia que hace dos meses que no veo a la
muchacha.
HIGGINS. — Y entonces, ¿cómo
supo que estaba
aquí?
DOOLITTLE
(sumamente musical, sumamente
melancólico). — Se lo diré, jefe, si me deja decir una palabra de tanto en
tanto. Estoy dispuesto a decírselo.
Quiero decírselo. Estoy esperando la
oportunidad de decírselo.
HIGGINS.
— Pickering, este individuo tiene un cierto don natural para la retórica.
Observe el ritmo de notas naturales nativas. "Estoy dispuesto a decírselo;
quiero decírselo; estoy esperando la oportunidad de decírselo." ¡Retórica
sentimental! Esa es su veta galesa. Explica también su mendacidad y
deshonestidad.
PICKERING.
— Oh, por favor, Higgins, yo también soy del oeste. (A Doolittle.) ¿Cómo supo
que la joven estaba aquí, si no la envió?
DOOLITTLE.
— El asunto fue así, jefe. La chica llevó a un joven en el taxi para darle un
paseo. El hijo de la casera, es. El se quedó por aquí, en la esperanza de
obtener otro paseo gratuito. Bueno, ella le hizo volver a buscar el equipaje,
cuando se enteró de que usted estaba dispuesto a dejarla quedarse aquí. Me
encontré con el chico en la esquina de Long
Acre y la calle
Endell.
HIGGINS. — Taberna. ¿No
es verdad?
DOOLITTLE. — El club del pobre,
jefe. ¿Por qué no?
PICKERING. — Déjelo que termine
con su relato,
Higgins.
DOOLITTLE.
— El me dijo lo que ocurría. Y yo le pregunto a usted: ¿cuáles fueron mis
sentimientos y mis deberes de
padre? Le dije
al muchacho: "Tráeme el
equipaje", le dije...
PICKERING. — ¿Por qué
no fue a
buscarlo usted mismo?
DOOLITTLE.
— La casera no me habría permitido sacarlo, jefe. Es de esa clase de mujeres,
¿sabe? Tuve que darle al chico un penique antes de que pudiera convencerle, el
muy cerdo. Y yo me traje el equipaje, tanto como para hacerle un favor a usted
y hacerme el simpático. Eso es todo.
HIGGINS. — ¿Qué cantidad
de equipaje?
DOOLITTLE.
— Un instrumento musical, jefe. Unos cuadros, algunas baratijas y una jaula de
pájaro. Ella dijo que no quería ropas. ¿Que podía yo suponer, jefe? Le
pregunto: como padre, ¿qué podía yo suponer?
HIGGINS. — De modo que vino a
salvarla de algo peor que la
muerte, ¿eh?
DOOLITTLE
(apreciativo, aliviado de ver que se le
entiende tan bien).— Precisamente, jefe. Eso mismo.
PICKERING. — Pero, ¿por qué le
trajo el equipaje, si quería llevársela?
DOOLITTLE. — ¿He dicho
yo algo acerca
de llevármela? ¿Lo he dicho?
HIGGINS (decidido).
— Pues se la llevará, y a paso redoblado.
(Cruza hacia el hogar y hace sonar
el timbre.)
DOOLITTLE (levantándose).
—No, jefe. No
diga eso. No soy hombre como para
interponerme entre la felicidad y mi hija. Una carrera se abre ante ella, como
quien dice, y... Mrs. Pearce abre la
puerta y aguarda órdenes. HIGGINS. — Mrs.
Pearce, este es
el padre de
Eliza. Ha venido a
llevársela. Désela. (Vuelve al
piano, con aire
de lavarse las manos de toda
la cuestión.)
DOOLITTLE. — No. Esto es un
malentendido. Escúcheme...
MRS. PEARCE. — No puede llevársela, Mr.
Higgins. Imposible. Usted me dijo
que le quemara las ropas.
DOOLITTLE.
— Es cierto. No puedo llevarme a la muchacha por las calles como si fuese una
maldita mona, ¿no es verdad? Dígalo usted
mismo.
HIGGINS.
— Usted me ha dicho que quiere a su hija. Llévesela. Si no tiene ropas, salga a
comprarle algunas.
DOOLITTLE
(desesperado). — ¿Dónde están las
ropas en que vino? ¿Las quemé yo o las quemó su esposa, aquí presente?
Mrs.
PEARCE. — Soy el ama de llaves, sí no tiene inconveniente. He hecho pedir
algunas ropas para su hija. Cuando lleguen, podrá llevársela usted. Puede
esperar en la cocina. Por aquí, por favor.
Doolittle,
profundamente turbado, la acompaña hasta la puerta, vacila y finalmente se
vuelve hacia Higgins con actitud y tono
confidencial.
DOOLITTLE. — Oiga, jefe. Usted y
yo somos hombres de mundo, ¿no es
así?
HIGGINS.—
¡Oh! Somos hombres de mundo, ¿eh? Será mejor que salga, Mrs. Pearce. Mrs. PEARCE. — Yo también creo lo
mismo, señor, por cierto. (Sale con
dignidad.) PICKERING. — Tiene usted la palabra, Mr. Doolittle.
DOOLITTLE (a
Pickering). — Le agradezco, jefe. (A
Higgins, que se refugia en el taburete del piano, un poco abrumado por la
proximidad de su visitante; porque Doolittle está rodeado de un tufo
profesional de basura.) Bueno, la verdad es que me ha
caído usted en gracia, jefe. Y, si la quiere a la chica, no estoy tan
empecinado en llevármela a casa que no esté dispuesto a aceptar un arreglo.
Desde el punto de vista de una joven, es una muchacha sumamente bonita. Como hija
no vale lo que costaría mantenerla. Y por eso se lo digo a usted francamente.
Lo único que exijo son mis derechos de padre. Y usted sería el último hombre
viviente en pretender que la deje irse sin ninguna compensación. Porque ya veo
que es usted uno de esos individuos derechos, jefe. Bien, ¿qué es para usted un
billete de cinco libras? ¿Y qué es Eliza para mí? (Vuelve
a su silla y se sienta juiciosamente.)
PICKERING. — Creo que tendría
que saber, Doolittle, que las
intenciones de Mr.
Higgins son enteramente honestas.
DOOLITTLE. — Por supuesto que lo
son, jefe. Si creyese que no eran, pediría cincuenta.
HIGGINS
(asqueado). — ¿Quiere decir que
vendería a su hija por cincuenta libras esterlinas?
DOOLITTLE.
— En general, no. Pero para complacer a un caballero como usted haría muchas
cosas, se lo aseguro.
PICKERING. — Pero, ¿es
que no tiene moral,
hombre?
DOOLITTLE
(impávido). — No puedo darme ese
lujo, jefe. Y tampoco podría dárselo usted, si fuese tan pobre como yo. No es
que quiera hacer algún daño, ¿sabe? Pero, si Liza obtendrá algo de esto, ¿por
qué no yo también?
HIGGINS
(turbado). — No sé qué hacer,
Pickering. Es indudable que, en punto a moral, sería un crimen darle una moneda
a este individuo. Y sin embargo presiento que hay una especie de justicia tosca
en su pedido.
DOOLITTLE.
— Eso es, jefe. Eso es lo que yo también digo. Un corazón de padre, por así
decirlo.
PICKERING.
— Bueno, yo conozco ese sentimiento; pero, de veras, no me parece muy justo...
DOOLITTLE.
— No diga eso, jefe. No lo mire de ese modo. ¿Qué soy yo, jefes? Les pregunto:
¿qué soy yo? Soy uno de los pobres indignos, eso es lo que soy. Piense en lo
que eso significa para un hombre. Significa que continuamente tendrá que luchar
contra la moral de la clase media. Si hay algo en vista, y yo trato de sacar mi
parte, siempre sucede lo mismo: "Eres indigno; no te corresponde."
Pero mis necesidades son tan grandes como las de la viuda más digna que haya
recibido dinero de seis distintas instituciones de caridad, en una semana, por
la muerte del mismo esposo. No necesito menos que un hombre digno; necesito
más. No como menos vorazmente. Y bebo mucho más. Necesito alegría y una canción
y una orquesta, cuando me siento deprimido. Necesito diversión, porque soy un
hombre que piensa. Bien, pues me cobran por todo lo mismo que le cobran al
digno. ¿Qué es la moral de la clase media? Nada más que una excusa para no
darme nunca nada. Por lo tanto les pido, como a dos caballeros que son, que no
jueguen ese juego conmigo. Yo estoy jugando limpiamente con ustedes. No
pretendo ser digno. Soy indigno y tengo la intención de seguir siéndolo. Me
agrada, y esa es la verdad. ¿Querrían ustedes aprovecharse de la naturaleza de
un hombre para despojarle del precio de su propia hija, que él ha criado y
aumentado y vestido con el sudor de su frente hasta que ella tuvo suficiente
edad como para interesarles a ustedes dos? ¿Cinco libras es un precio
irrazonable? Les planteo la cuestión y dejo la cuestión en manos de ustedes.
HIGGINS
(levantándose y acercándose a Pickering).
— Pickering, si nos ocupáramos de este hombre durante tres meses, podría
elegir entre un puesto en el gabinete y un púlpito popular en Gales.
PICKERING. — ¿Qué dice a eso,
Doolittle?
DOOLITTLE.
— No quiero nada de eso, jefe, muchas gracias. He oído a todos los predicadores
y a todos los primeros ministros —porque soy un hombre que piensa y me agrada
la política o la religión o las reformas sociales igual que cualquier otra
diversión—, y les digo que es una vida de perros por donde se la mire. La
pobreza indigna es mi especialidad. Comparando una posición social con otra
es... es... bien, es la única que tiene un poco de pimienta, para mi gusto.
HIGGINS. — Supongo que
tendremos que darle
un billete de cinco.
PICKERING. — Me temo que le dará
mal uso.
DOOLITTLE.
— No, jefe, le aseguro que no sucederá nada de eso. No tema que me lo guarde y
lo ahorre y viva en el ocio con él. Para el próximo lunes no quedará ni un
penique de él. Tendré que volver a trabajar como si nunca lo hubiese tenido. Y
puede apostar a que no me empobrecerá. Apenas una buena parranda para mí y la
señora, dándonos placer a nosotros mismos y empleo a otros, y satisfacción a
ustedes, cuando piensen en
que no ha sido
derrochado.
HIGGINS
(extrayendo la cartera y colocándose
entre Doolittle y el piano). —Esto es
irresistible. Démosle diez. (Ofrece dos
billetes al basurero.)
DOOLITTLE.
— No, jefe. Ella no tendría el valor necesario para gastar diez libras; y quizá
no lo tendría yo tampoco. Diez libras es mucho dinero; hace que un hombre se
sienta un poco prudente. Y, entonces, ¡adiós a la felicidad! Déme lo que le
pido, jefe, ni un centavo más, ni un centavo menos.
PICKERING.
— ¿Por qué no se casa con esa señora suya? Para mí hay límites en lo que se
refiere a alentar ese tipo de inmoralidades.
DOOLITTLE.
— Así se lo he dicho a ella, jefe, así se lo he dicho a ella. Yo estoy
dispuesto. Soy yo quien sufre con ello. No tengo ningún dominio sobre la mujer.
Tengo que mostrarme agradable con ella. Tengo que hacerle regalos. Tengo que
comprarle ropas que es un espanto. Soy un esclavo de esa mujer, jefe, y sólo
porque no soy su esposo legal. Y ella lo sabe. ¡Que la sorprendan casándose
conmigo! Siga mi consejo, jefe: cásese con Eliza mientras ella es joven y no
sabe lo que hace. De lo contrario, lo lamentará más adelante. En cambio, si se
casa, será ella quien lo lamente. Pero mejor que lo lamente ella y no usted,
porque usted es un hombre y ella no es más que una mujer y, de todos modos, no
sabe cómo se hace para ser feliz.
HIGGINS.—Pickering,
si seguimos escuchando a este hombre un minuto más, no nos quedará ninguna
convicción en pie. (A Doolittle.)
Creo que dijo cinco libras...
DOOLITTLE. — Muchas gracias,
jefe.
HIGGINS. — ¿Está seguro
de que no aceptará
diez?
DOOLITTLE. — Ahora no. Otra vez,
jefe.
HIGGINS (entregándole
un billete de cinco libras). — Aquí tiene.
DOOLITTLE.
— Muchas gracias, jefe. Buenos días. (Se
dirige apresuradamente hacia la puerta,
ansioso de escapar con su botín. Cuando la abre se encuentra frente a una
graciosa y exquisitamente limpia japonesita, ataviada con un sencillo quimono
de algodón azul, decorado hábilmente con pequeños capullos blancos de jazmín,
impresos. Mrs. Pearce la acompaña. El se aparta del paso con deferencia y se
disculpa.) Perdone, señorita. LA JAPONESITA. — ¡Caray! ¿No
conoceh' tu propia hija?
DOOLITTLE ¡Diablos!
¡Es Eliza!
HIGGINS exclamando ¿Que
es esto?
PICKERING simultáneamente ¡Cielos!
LIZA. — ¿No tengo
ahpeto tonto?
HIGGINS. — ¿Tonto?
Mrs.
PEARCE (a la puerta). —Por favor, Mr.
Higgins, no diga nada que pueda hacer
que la joven se
envanezca.
HIGGINS
(concienzudamente). — ¡Oh, muy
cierto, Mrs. Pearce! (A
Eliza.) Sí,
remalditamente tonta.
Mrs. PEARCE. —Por
favor, señor.
HIGGINS— (corrigiéndose).
— Quiero decir, extremadamente tonta.
LIZA.
— Ehtaría perfetamente con el sombrero puehto. (Toma el sombrero, se lo pone y cruza el cuarto en dirección a la
chimenea, con ademanes
de elegante.)
HIGGINS. — ¡Una nueva
moda, caramba! ¡Y
debería ser horrible!
DOOLITTLE (con orgullo
paternal). — Bueno,
nunca creí que, limpia, pudiese
ser tan bien parecida, jefe. Es un crédito para mí, ¿eh?
LIZA.
— Puedo decirte qu'aquí eh fácil limpiarse. Agua calient'y fría de caniya toda
la qu'una quiera. Tuayas ehponjosa'. Y'n soporte para las tuayas, tan caliente
que te quema loh dedo'. Cepilloh suave' para frotarte y una jabonera qu'huele a
rosa'. Ahora sé por qué lah dama' son tan limpias. ¡Me guhtaría que vieran
cóm'éh la vida para gente como yo!
HIGGINS. — Me alegro de que el
cuarto de baño haya contado con tu
aprobación.
LIZA. — Nada d'eso. No contó con
mi 'probación. Y no m'iporta quién m'oiga
decirlo.
Mrs. Pearce lo
sabe.
HIGGINS. — ¿Qué sucedió,
Mrs. Pearce?
Mrs. PEARCE (apaciblemente). — Oh, nada, señor. No tiene importancia.
LIZA.
— Buenah gana' tuve de romperlo. No sabía para qué lado mirar. Pero
le colgué'na tuaya'ncima,
le colgué.
HIGGINS. — ¿Encima de
qué?
Mrs. PEARCE. — Del
espejo, señor.
HIGGINS. — Doolittle, ha criado
a su hija demasiado severamente.
DOOLITTLE.
— ¿Yo? Nunca la crié, como no se llame criarla a darle un correazo de tanto en
tanto. No me culpe a mí, jefe. Pero pronto aprenderá los modales desenvueltos
y despreocupados de
ustedes.
LIZA. — Soy'na buena chica, soy.
Y n'aprenderé modaleh denvueltoh y dehpreocupado'.
HIGGINS.
— Eliza, si vuelves a decir que eres una buena chica, tu padre te llevará a
tu casa.
LIZA.
— Nada d'eso. Usté' no conoce' mi padre. No vino'quí máh que
para pedirle algún
dinero par'emborracharse.
DOOLITTLE.
— Bien, y, ¿para qué otra cosa podría querer dinero? Para ponerlo en el cepillo
de la iglesia, ¿eh? (Ella le saca la
lengua. El se irrita de tal manera que Pickering tiene que interponerse entre
ambos.) ¡No quiero desfachateces! ¡Y que no sepa que te muestras
desfachatada con este caballero, o tendrás noticias mías! ¿Me entiendes?
HIGGINS.—
¿Tiene algún otro consejo que darle, antes de irse, Doolittle?
¿Su bendición, por
ejemplo?
DOOLITTLE.
— No, jefe. No
soy tan tonto
como para enseñarles a
mis hijos todo
lo que sé.
Ya es bastante
con tenerlos, sin eso. Si quiere mejorar la mente de
Eliza, hágalo con una correa. Adiós, caballeros.
(Se vuelve para salir.)
HIGGINS (impresionante).
— ¡ Espere! Vendrá usted
regularmente a visitar a su hija. Es su deber, ¿entiende? Mi hermano es
sacerdote y podría ayudarle en sus conversaciones con ella.
DOOLITTLE
(evasivo). —Por supuesto. Vendré, jefe. Esta semana no, porque tengo un trabajo
lejos. Pero puede contar conmigo para más tarde. Buenas tardes, caballeros.
Buenas tardes, señora. (Se toca el sombrero para saludar a Mrs. Pearce,
que desprecia el saludo y sale. Hace un guiño a Higgins, pensando que
probablemente éste es un compañero de sufrimiento del mal talante de Mrs.
Pearce, y sale.)
LIZA.
— No le crean al viejo mentiroso. Antes preferiría que le lanzasen loh perro' a
tener qu'hablar con un sacerdote. Ya no volverán a verle muy pronto.
HIGGINS. —Ni lo
quiero, Eliza. ¿Y
tú?
LIZA.
— Yo no. No quiero volver a verle nunca, no quiero. Eh'na deshonra
para mí, eh,
recogiendo basura'n lugar
de trabajar en su'ficio.
PICKERING. — ¿Cuál es
su oficio, Eliza?
LIZA.
— Sacar dinero 'la
gente a fuerza
de conversación. Su
verdero'ficio eh'l de peón. Y a veceh traba'n él... como'jercicio... y gana
bien. ¿No piensa
yamarme máh Miss Doolittle?
PICKERING. — Perdone, Miss Doolittle.
Fue una
equivocación.
LIZA.
— Oh, no tiene'mportancia. Pero'h que fue tan delicado... M'agradaría tomarme'n
tasi hahta l'ehquina de Tottenham Court Road y bajarme y decirle que
m'ehperara, nada máh que para poner 'lah chicah'n su lugar. Pero no leh
dirigiría la palabra,
¿entiende?
PICKERING.
— Mejor será que esperes hasta que te consigamos algo
realmente elegante.
HIGGINS.—
Además, no deberías alejarte de tus viejas amigas ahora que te has elevado en
el mundo. Eso es lo que se llama vanidad.
LIZA.
— Gente com'ésa ya n'éh amiga mía, por cierto. Bahtante se burlaron de mí
cuando pudieron. Y ahora quiero pagarleh con la mihma moneda. Pero'hperaré, 'si
me van a dar vehtidoh'legante'. Me guhtaría tener alguno'. Mrs. Pearce me dijo
que me darán varioh par'usar en la cama por la noche, dihtinto' de loh qu'use
durante'l día. Pero me parece tirar el dinero, cuando se podría comprar algo
que se pueda lucir. Ademáh, nunca m'agradaría ponerme ropa fría'n una noche
d'invierno.
Mrs. PEARCE
(regresando). — Vaya, Eliza.
Ya han llegado
las cosas nuevas; puedes
probártelas.
LIZA. — ¡Ah-ooooiii! (Sale
corriendo.)
Mrs.
PEARCE (siguiéndola). —Oh, no
corras de ese modo, muchacha. (Cierra la puerta tras de sí.)
HIGGINS. — Pickering, menuda
tarea nos espera.
PICKERING (con
convicción). — Así es, Higgins.
Parece
existir cierta curiosidad en cuanto a cómo fueron las lecciones de Higgins a
Eliza. Bien, aquí va un ejemplo: la primera.
Es
preciso imaginar a Eliza con sus nuevas ropas y una sensación extraña en el
cuerpo, producida por un almuerzo, una cena y un desayuno de una clase a la que
no está acostumbrada, sentada con Higgins y el coronel en el estudio,
sintiéndose como un paciente en un hospital, en su primer encuentro con los
médicos. Higgins, por naturaleza incapaz de quedarse sentado, quieto, la
perturba aún más paseándose incansablemente por la habitación. Si no fuese por
la confortante presencia de su amigo el coronel, la joven huiría para salvar la
vida, incluso aunque la huida la llevase otra vez a Drury Lane.
HIGGINS. — Recítame tu
alfabeto.
LIZA.
— Conohco mi alfabeto.
¿Acaso se piensa
que no sé nada? No necito que
m'enseñen com'una chiquiya.
HIGGINS (rugiendo).
— ¡Recítame tu alfabeto!
PICKERING.
— Recítelo, Miss Dolittle.
En seguida comprenderá
por qué. Haga
lo que él
le dice y
deje que él le enseñe a su modo.
LIZA. — Oh, bueno, si trate
d'eso... Aheii, beii, ceii, deii... [3]
HIGGINS
(con el rugido de un león herido), —
¡Espera! Escuche eso, Pickering. Esto es lo que nosotros pagamos con el nombre
de educación elemental. Este desdichado animal ha estado encerrado durante
nueve años en una escuela, a nuestras expensas, para aprender a hablar y leer
en la lengua de Shakespeare y Milton. Y el resultado es "Aheii, beii, ceii... deii".
(A
Eliza.) Di
ei, bi, ci, di.
LIZA (casi llorando). — ¡P'ero si lo dije! Aheii, beii, ceii... HIGGINS. — ¡Basta! Di:
"Esto es para ti."
LIZA. — Ehto'h para teii.
HIGGINS.
— ¡No! Apoya la
lengua en la
parte interior de los dientes
inferiores y di "Esto
es..."
LIZA. — Ehto... ¡No
puedo! Esto...
PICKERING. — Muy bien. Espléndido,
Miss Doolittle.
HIGGINS.
— ¡Por Júpiter, lo hizo del primer intento! Pickering, haremos de ella una
duquesa. (A Eliza.) Y ahora, ¿te parece que puedes decir ti? No teii, ¿entiendes?
Si alguna vez vuelves a decir beii, ceii,
deii, te arrastraré de los cabellos por todo el cuarto, tres veces. ( Fortísimo. ) ¡Ti, ti, ti, ti!
LIZA
(llorando). — No puedo dihtinguir
ninguna diferencia, aparte de que parece
máh'legante cuand'usté' lo
dice.
HIGGINS.
— Bueno, pues si puedes distinguir esa diferencia,
¿por qué demonios lloras? Pickering, déle un bombón.
PICKERING.
— No, no. No importa que llore un poco, Miss Doolittle; aprende usted
rápidamente. Y las lecciones no le harán daño. Le prometo que no dejaré que él
la arrastre de los cabellos por el cuarto.
HIGGINS.—
Vete a contarle a Mrs. Pearce lo que has hecho. Piensa en ello. Trata de
hacerlo tú misma. Y mantén la lengua hacia adelante, cuando hables, en lugar de
tratar de enrollarla y tragártela. La próxima lección a las cuatro y media,
esta tarde. Vete.
Eliza,
todavía sollozando, sale corriendo del cuarto.
Y
estas son las torturas por las que tiene que pasar Eliza, durante varios meses,
antes de que volvamos a encontrarla nuevamente en su primera aparición en la
sociedad londinense de la
clase profesional
ACTO III
El
día de recibo de Mrs. Higgins. Nadie ha llegado aún. El salón, en un piso de
Chelsea, sobre el Embankment, tiene tres ventanas que miran al río y el cielo
raso no es tan alto como lo sería en una casa más vieja de las mismas
pretensiones. Las ventanas están abiertas, dejando paso a un balcón en el que
hay macetas con flores. Sí uno se encuentra mirando hacia los ventanales, tiene
la chimenea a su izquierda y la puerta en la pared de la derecha, en el rincón
más cercano a las ventanas.
Mrs. Higgins
ha sido educada
en la predilección por
el estilo Morris y Burne-Jones, y su cuarto, completamente distinto del de
su hijo, de
la casa de
la calle Wimpole,
no está atestado de
muebles y mesitas
y zarandajas. En
el centro de la estancia hay una enorme otomana que, conjuntamente con la alfombra, el
empapelado Morris, y el
forro de brocado de la otomana y sus cojines,
proporcionan todo el adorno y son
demasiado hermosos como para ser ocultados por chirimbolos
inútiles. Unos pocos
y buenos cuadros
al óleo, de las
exhibiciones hechas en
la Galería Grosvenor treinta años antes (los
Burne-Jones, no los Whistler), penden de las paredes. El único paisaje es un
Cecil Lawson hecho en la escala de un Rubens. Hay un retrato de Mrs. Higgins,
de cuando desafiaba
la moda de su juventud
con uno de los
hermosos trajes estilo
Rossetti que, caricaturizado por personas
que no lo
entendían, condujo a
los absurdos del esteticismo popular de la década que
comenzó en mil ochocientos setenta.
En
el rincón diagonalmente opuesto a la puerta, Mrs. Higgins, pasados ya los
sesenta años y habiendo dejado ya atrás el deseo de tomarse el trabajo de
vestirse a la moda, está sentada, escribiendo, ante una mesita de escribir
sencilla y elegante, con el botón de un timbre al alcance de la mano. Entre
ella y la ventana que tiene más cerca hay una silla Chippendale. Al otro lado
del cuarto, más adelante, hay una silla isabelina, toscamente tallada según el
gusto de Iñigo Jones. En el mismo lado se encuentra un piano. El rincón entre
la chimenea y la ventana está ocupado por un diván con cojines forrados de
cretona Morris. Son entre las cuatro y las cinco de la tarde.
La
puerta se abre violentamente y entra
Higgins, con él sombrero puesto.
Mrs. HIGGINS (consternada).
— ¡Henry! (Riñéndole.) ¿Qué
haces aquí, hoy? Es mi día de recibo. Prometiste no venir. (Mientras él se inclina para besarla, ella le quita el sombrero y se
lo entrega.)
HIGGINS. — ¡Oh,
caramba! (Deja caer el sombrero en la
mesa.) Mrs. HIGGINS.— Vete a
tu casa inmediatamente.
HIGGINS (besándola).
— Lo sé, madre. Vine a propósito.
Mrs.
HIGGINS.—Pero no debías haberlo hecho. Lo digo en serio, Henry. Ofendes a todas
mis amistades. Cada vez que se encuentran
contigo dejan de
venir.
HIGGINS.
— ¡Tonterías! Ya sé que no me es posible mantener una conversación ligera. Pero
a la gente no le importa. (Se sienta en el sofá.)
Mrs.
HIGGINS.— No, ¿eh? ¡Conversación ligera, vaya! ¿Y qué me dices de tu
conversación seria? De veras, querido, no
digas nada.
HIGGINS. — Debo decir algo.
Tengo un trabajo para ti. Un
trabajo fonético.
Mrs.
HIGGINS. — Es inútil, querido. Lo siento, pero no puedo acostumbrarme a tus
vocales. Y aunque me agrada recibir tus hermosas postales con tu escritura
taquigráfica patentada, siempre me veo obligada a leer las copias en escritura
común que tan previsoramente me envías.
HIGGINS. — Bueno, pues ahora no
se trata de un trabajo fonético.
Mrs. HIGGINS. — Pero acabas
de decir que sí.
HIGGINS. — No lo es la parte que
tú tienes que hacer. He encontrado a
una muchacha.
Mrs. HIGGINS. — ¿Quiere eso
decir que una muchacha te ha encontrado a ti?
HIGGINS. — Nada de
eso. No me
refiero a un
asunto amoroso.
Mrs. HIGGINS. — ¡Qué lástima!
HIGGINS. — ¿Por qué?
Mrs.
HIGGINS.—Porque nunca te enamoras de nadie que tenga menos de cuarenta y cinco
años. ¿Cuándo piensas descubrir que hay varias mujeres hermosas a tu alrededor?
HIGGINS.—Oh,
no tengo tiempo para ocuparme de mujeres hermosas. Mi idea de una mujer a quien
se puede amar es una que se parezca a ti tanto como sea posible. Nunca podré
llegar a sentirme seriamente atraído por mujeres jóvenes. Algunas costumbres
están arraigadas demasiado hondamente como para ser cambiadas. (Levantándose bruscamente y paseándose,
haciendo sonar las monedas y las llaves que guarda en los bolsillos del
pantalón.) Además, todas son idiotas.
Mrs. HIGGINS. — ¿Sabes qué
harías si me amaras de veras, Henry?
HIGGINS. — ¡Oh, por
favor! ¿Qué? Casarme,
supongo.
Mrs.
HIGGINS. — No. Dejar de removerte y sacar las manos de los bolsillos. (El obedece, con un gesto de desesperación,
y vuelve a sentarse.) Eso es. Y ahora háblame de esa muchacha.
HIGGINS. — Vendrá a visitarte.
Mrs. HIGGINS. — No
recuerdo haberla invitado.
HIGGINS. — No la invitaste. La
invité yo. Si la hubieras conocido no
la habrías invitado.
Mrs. HIGGINS. — ¡De veras!
¿Por qué?
HIGGINS. — Bien, ocurre que...
Es una vulgar florista. La encontré en la calle.
Mrs. HIGGINS.— ¡Y la invitaste a
venir a mi casa el día de recibo!
HIGGINS
(poniéndose de pie y acercándose a ella
para engatusarla). — ¡Oh, no pasará nada! Le he enseñado a hablar
correctamente y tiene órdenes estrictas en lo que atañe a su comportamiento.
Tiene que atenerse a dos temas: el tiempo y la salud de todos los presentes...
Magnífico día y qué tal le va, ¿entiendes? Y no debe hablar de tópicos
generales. Eso la mantendrá a salvo.
Mrs.
HIGGINS. —¡A salvo! ¡Hablar de nuestra salud, de nuestros órganos, quizá de
nuestro cuerpo! ¿Cómo pudiste ser tan tonto,
Henry?
HIGGINS
(impaciente). — Bueno, pues tiene que
hablar de algo. (Se domina y vuelve a
sentarse.) Oh, no pasará nada, no te alarmes. Pickering está conmigo en la
conspiración. Tenemos una especie de apuesta pendiente acerca de si podré
hacerla pasar por duquesa en seis meses. Empecé a trabajar con ella hace unos
meses y progresa admirablemente. Ganaré la apuesta. Tiene un oído muy fino y me
ha sido más fácil enseñarle a ella que a mis alumnos de la clase media, porque
se ve obligada a aprender un idioma completamente nuevo. Habla inglés casi tan
bien como tú francés.
Mrs. HIGGINS. — En todo caso,
eso ya es satisfactorio.
HIGGINS. —Sí y
no.
Mrs. HIGGINS. — ¿Qué quieres
decir?
HIGGINS.
— La pronunciación se
la he enseñado perfectamente bien,
¿sabes? Pero no
se puede tener en
cuenta solamente cómo pronuncia una joven, sino
qué pronuncia. Y ahí
es donde...
Son interrumpidos por
la criada, que
anuncia la llegada de invitados.
LA CRIADA. —Mrs. y
Miss Eynsford Hill.
(Se retira.)
HIGGINS. — ¡Ay, Dios! (Se
levanta, toma precipitadamente el
sombrero de la mesa y va hacia la puerta. Pero, antes de que pueda llegar a
ella, su madre le presenta a los visitantes.) Mrs. y Miss Eynsford Hill son la madre y
la hija que se cobijaron de la lluvia en Covent Garden. La madre es bien educada, tranquila, y tiene
la habitual ansiedad que acompaña a las estrecheces económicas. La hija ha
adquirido el aire de encontrarse sumamente a gusto en sociedad: la bravuconería de la pobreza elegante.
Mrs. EYNSFORD HILL (a Mrs.
Higgins). — ¿Como le va? (Se
dan la mano.) Miss EYNSFORD HILL. —
¿Cómo le va? (Le da la mano.) Mrs.
HIGGINS (presentando). — Mi hijo
Henry.
Mrs.
EYNSFORD HILL. — ¡Su célebre
hijo! Hace
mucho tiempo que tenía
deseos de conocerle,
profesor Higgins.
HIGGINS
(lúgubre, sin acercarse a ella). —Encantado.
(Retrocede hacia el piano y hace una
brusca inclinación.)
Miss
EYNSFORD HILL (aproximándose a él con
confiada familiaridad). — ¿Cómo
le va?
HIGGINS
(mirándola fijamente). — La he visto
a usted en otra parte. No me imagino siquiera dónde, pero he escuchado su voz. (Melancólico.) No tiene importancia...
Será mejor que se siente.
Mrs. HIGGINS. — Lamento decir
que mi célebre hijo no tiene modales. No le hagan caso.
Miss EYNSFORD
HILL (alegremente). —No se lo hago. (Se sienta en la silla
isabelina.)
Mrs.
EYNSFORD HILL (un tanto desconcertada).
—En absoluto. (Se sienta en la otomana, entre su hija y Mrs.
Higgins, qué ha apartado su silla de la mesa de escribir.)
HIGGINS. — Oh,
¿he sido grosero?
No fue
mi intención. Se dirige
al ventanal del centro, a través del cual, de espaldas a los visitantes,
contempla el río y las flores del parque Battersea, en
la orilla opuesta,
como si fuesen
un desierto helado.
Regresa la
doncella, precediendo a
Pickering. LA
DONCELLA. —El coronel Pickering. (Se retira.)
PICKERING. — ¿Cómo le va,
Mrs. Higgins?
Mrs. HIGGINS. — Me alegro de que haya venido. ¿Conoce a Mrs. Eynsford Hill... Miss Eynsford Hill? (Intercambio de inclinaciones. El coronel
pone la silla Chippendale entre Mrs. Hill y Mrs. Higgins y se sienta.)
PICKERING. — ¿Le ha dicho Henry
para qué hemos venido?
HIGGINS (por sobre el hombro). — ¡ Nos interrumpieron, maldito sea!
Mrs. HIGGINS. — ¡Oh, Henry, Henry!
Mrs. EYNSFORD HILL (levantándose a medias). — ¿Molestamos?
Mrs.
HIGGINS (levantándose y haciéndola
sentarse nuevamente ). — No, no. No podría haber venido más
oportunamente. Queremos que
conozca a una amiga nuestra.
HIGGINS (volviéndose, esperanzado). — ¡ Sí, caray! Necesitamos a dos o tres
personas.
Ustedes, o cualquier otro,
tanto da.
La
doncella regresa, seguida de
Freddy.
LA DONCELLA. —Mr. Eynsford
Hill.
HIGGINS
(casi audiblemente, fuera de sus
casillas). — ¡Dios del cielo! ¡Otro
Eynsford Hill!
FREDDY (dándole la mano a Mrs. Higgins). —
¿Cónlevá?
Mrs. HIGGINS.— Le agradezco que
haya venido. (Presentando.) El coronel Pickering.
FREDDY (con una inclinación). — ¿Cónlevá?
Mrs. HIGGINS. — No creo que
conozca a mi hijo, el profesor Higgins.
FREDDY (acercándose a
Higgins). — ¿Cónlevá?
HIGGINS (mirándole
como si se tratase de un ladrón).— Juraría que lo he visto anteriormente. ¿Dónde fue?
FREDDY. —No lo
creo.
HIGGINS (resignado). — Sea como fuere, no tiene importancia. Siéntese.
Le
da un apretón de manos y luego lo lanza prácticamente sobre la otomana, de cara
a la ventana. Después da la vuelta y se queda detrás del respaldo.
HIGGINS.
— ¡Bien, bien, henos aquí! (Se sienta en la otomana, a la izquierda de Mrs.
Eynsford Hill.) Y ahora, ¿de qué demonios hablaremos hasta
que llegue Eliza?
Mrs.
HIGGINS. — Eres el alma y el nervio de las veladas de la "Royal
Society". Pero, de veras, resultas un poco molesto en las ocasiones más
corrientes.
HIGGINS. — ¿Sí? Lo siento. (De pronto, sonriente.) Supongo que tienes razón, ¿sabes?
(Estrepitosamente.) ¡Ja, ja!
Miss
EYNSFORD HILL (que considera a Higgins
bastante elegible como partido). — Simpatizo con usted. Yo no se mantener
una conversación ligera. ¡Si la gente fuese sincera y dijese verdaderamente
lo que
piensa!...
HIGGINS (cayendo en una profunda melancolía). —
¡Dios no lo permita!
Mrs. EYNSFORD
HILL (retomando el hilo del tema de
su hija). — ¿Por qué?
HIGGINS.
— Lo que la gente piensa que debería pensar ya es bastante malo, como Dios bien
lo sabe. Pero lo que realmente piensa es espantoso. ¿Le parece que sería
agradable que dijese lo que yo realmente pienso?
Miss EYNSFORD HILL (alegremente). — ¿Son tan cínicos sus
pensamientos?
HIGGINS.
— ¿Cínicos? ¿Quién diablos dijo que fuesen cínicos? Quiero
decir que no
sería decente.
Mrs. EYNSFORD HILL (seria). —Oh, estoy segura de que no
lo dice en serio, Mr.
Higgins.
HIGGINS.
— Todos somos salvajes, más o menos, ¿entiende? Se cree que somos civilizados y
cultos... que sabemos todo lo que se refiere a la poesía y la filosofía y el
arte y demás. Pero, ¿cuántos de nosotros conocen siquiera el significado de
esas palabras? (A Miss Hill.) ¿Qué sabe usted de poesía? (A Mrs.
Hill.) ¿Qué sabe usted de la ciencia? (Indicando
a Freddy.) ¿Qué sabe él del arte, la ciencia o cualquier otra cosa? ¿Qué
demonios creen ustedes que sé yo de la filosofía?
Mrs. HIGGINS (con tono de advertencia). — ¿O de la
buena educación, Henry?
LA DONCELLA (abriendo la puerta). — Miss Doolittle. (Se retira.)
HIGGINS
(levantándose apresuradamente y corriendo
hacia Mrs. Higgins). —"Es ella,
mamá. (Se para en puntas de pies y hace señas a Eliza por sobre la cabeza de la
madre, para indicarle quién es la dueña de casa.)
Eliza,
exquisitamente vestida, produce una impresión de tan notable distinción y
belleza, al entrar, que todos se ponen de pie, agitados. Guiada por las señas
de Higgins, se acerca a la madre de éste con estudiada gracia.
LIZA
(hablando con pedantesca corrección de
pronunciación y gran belleza de tono). — ¿Cómo está usted, Mrs. Higgins? (Se atraganta
levemente cuando hace un esfuerzo para pronunciar la H de Higgins, pero sale exitosamente del paso.) Mr. Higgins me dijo
que podía venir.
Mrs. HIGGINS (cordialmente). — En efecto. Y por
cierto que me alegro de verla.
PICKERING. — ¿Cómo le va, Miss Doolittle?
LIZA (dándole la mano). — El coronel Pickering, ¿verdad?
Mrs.
EYNSFORD HILL. — Estoy segura de que nos hemos encontrado anteriormente, Miss Doolittle. Me acuerdo de sus ojos.
LIZA. — ¿Cómo
está usted? (Se sienta graciosamente en
la otomana, en el lugar que
Higgins
acaba de dejar libre.)
Mrs. EYNSFORD HILL (presentando).
— Mi hija Clara.
LIZA. — ¿Cómo está usted?
CLARA
(impulsivamente). —¿Cómo le va? (Se sienta
en la otomana, junto a Eliza, devorándola con los ojos.)
FREDDY (acercándose a Eliza). — Estoy seguro de haber tenido el gusto.
Mrs. EYNSFORD HILL (presentando).
—Mi hijo Freddy.
LIZA. — ¿Cómo está usted?
Freddy
hace una inclinación y se sienta en la silla isabelina, ciegamente enamorado.
HICGINS
(de pronto). — ¡Caramba, sí! ¡Ahora
me acuerdo! (Todos le miran
boquiabiertos.) ¡Covent Garden! (Con
acento lastimero.) ¡Qué maldición!
Mrs. HIGGINS. — ¡Henry, por favor!
(El está a
punto de sentarse en el borde de la
mesa.) No te sientes en la mesa de escribir; me la
romperás. —HIGGINS (enfurruñado). — ¡Perdón!
Se
dirige al diván, tropezando de paso con el guardafuegos de la chimenea y los
morillos, desenredándose en medio de imprecaciones masculladas y terminando su
desastroso viaje no sin antes haberse dejado caer tan impacientemente sobre el
diván que casi lo rompe. Mrs.
Higgins
le lanza una mirada, pero se domina y no dice nada. Sigue una pausa larga y
penosa. Mrs. HIGGINS (al
cabo, haciendo conversación). — ¿Le parece que lloverá?
LIZA.
— La zona de baja presión que persiste en estas islas en la parte oeste tiene
que moverse lentamente hacia el este. No existen indicios de un gran cambio en
la situación barométrica.
FREDDY. — ¡Ja, ja, qué
tremendamente gracioso!
LIZA. — ¿Qué tiene eso de malo,
joven? Me parece que lo he dicho bien.
FREDDY. — ¡Matador!
Mrs.
EYNSFORD HILL. —Espero que no empiece a hacer frío. La influenza anda mucho por
ahí. Todas las primaveras derriba a nuestra familia entera.
LIZA (sombría).
— Mi tía murió de influenza. Así
dijeron.
Mrs. EYNSFORD
HILL (chasquea la lengua en señal de
simpatía).
LIZA (en el mismo tono trágico). —
Pero, en mi opinión, le hicieron clavar el pico.
Mrs. HIGGINS (perpleja).
— ¿Clavar el pico?
LIZA.—
¡Síiii, que el cielo la bendiga! ¿Por qué habría de morir de influenza? El año
anterior se curó perfectamente de la difteria. Yo la vi con mis propios ojos.
Estaba azul. Todos creían que se había muerto. Pero mi padre le echaba
continuamente ginebra en la garganta, y volvió en sí tan de pronto que arrancó
de un mordisco el cuenco de la cuchara.
Mrs. EYNSFORD HILL (espantada).
— ¡Por Dios!
LIZA
(acumulando las pruebas del proceso). — ¿Por
qué una mujer de las energías de ella habría de morirse de influenza? ¿Qué fue
de su sombrero nuevo de paja, que tendría que haberme correspondido a mí?
Alguien lo birló. Y yo digo que el que lo birló es el que la hizo espichar.
Mrs. EYNSFORD HILL. — ¿Qué
quiere decir eso de hacerla espichar?
HIGGINS
(apresurado). — Es la nueva forma de
conversación. Hacer espichar a una
persona significa matarla.
Mrs. EYNSFORD HILL (a Eliza, horrorizada). — ¿Y cree usted
que mataron a su tía?
LIZA.
— ¡ Qué le parece! Los tipos con los cuales vivía la habrían matado por un
alfiler de sombrero, no ya por un sombrero.
Mrs.
EYNSFORD HILL. — Pero seguramente no estuvo bien que su padre le echara bebida
alcohólica en la garganta. Podría haberla matado.
LIZA.
— ¿A ella? La ginebra es para ella como la leche materna. Además, él se había
echado tan gran cantidad en su propia garganta que sabía que era buena.
Mrs. EYNSFORD HILL. — ¿Quiere decir que él bebía?
LIZA.—¿Si bebía? ¡Por
favor! ¡Una cosa crónica!
Mrs. EYNSFORD HILL. — ¡Cuan
espantoso para usted!
LIZA.
— Nada de eso. Nunca le hizo daño alguno, que yo pudiese verlo. Pero, por otra
parte, no bebía regularmente. (Alegre.) A
rachas, como quien dice, de tanto en tanto. Y siempre era más bondadoso cuando
tenía unos tragos adentro. Cuando estaba sin trabajo, mi madre solía darle
cuatro peniques y le decía que saliera y no volviese hasta que no se hubiera
emborrachado y puesto alegre y amoroso. Hay muchas mujeres que tienen que hacer
que sus esposos se emborrachen para poder vivir con ellos. (Completamente a sus anchas.) ¿Sabe? lo que pasa es lo siguiente.
Si un hombre tiene un poco de conciencia lo
asalta cuando está
sobrio. Y entonces se abate. (A
Freddy, convulsionado por carcajadas irreprimibles.) ¡Vaya!, ¿de qué se ríe?
FREDDY. — De la nueva forma de conversación. Lo
hace usted tan bien...
LIZA.
— Si lo
hacía correctamente, ¿de
qué se reía?
(A Higgins.) ¿He dicho algo que no debiera?
Mrs. HIGGINS
(interviniendo). — Nada en
absoluto, Miss Doolittle.
LIZA. — Bueno, es una
suerte. (Expansiva.) Porque yo siempre
digo que...
HIGGINS
(levantándose y mirando el reloj). —
¡Ejem! LIZA (mirándole, comprendiendo la
insinuación y poniéndose de pie). —Bueno, debo irme. (Todos
se levantan. Freddy va a la
puerta.) Encantada
de haberla conocido. Adiós. (Le da la mano a Mrs. Higgins.) Mrs. HIGGINS. —Adiós.
LIZA. — Adiós, coronel Pickering.
PICKERING. — Adiós, Miss
Doolittle. (Se dan la mano.)
LIZA (haciendo una inclinación de cabeza a los
demás).— Adiós, todos.
FREDDY (abriéndole la puerta). — ¿Cruza usted el parque, Miss Doolittle?
En ese caso...
LIZA
(con dicción perfectamente elegante).
— ¿A pie? ¡Cuernos![4]
¡Ni pensarlo! (Sensación.) Voy en
taxi. (Sale.)
Pickering
abre la boca y se sienta. Freddy sale al balcón para poder ver nuevamente a
Eliza.
Mrs.
EYNSFORD HILL (sufriendo aún de la
impresión recibida).—Que no, la
verdad es que no puedo acostumbrarme a las nuevas modas.
CLARA
(dejándose caer, descontenta, en la silla
isabelina). — Vamos, mamá, no seas así. Si sigues siendo tan anticuada, la
gente pensará que no vamos a ninguna parte ni visitamos a nadie.
Mrs.
EYNSFORD HILL. — Ya lo creo que soy anticuada. Pero espero que no empieces a
usar esa expresión, Clara. Me he acostumbrado a oírte hablar de hombres
llamándoles latosos y a decir que todo es asqueroso y podrido, aunque lo
considero espantoso y poco femenino. Pero esto último es realmente subido. ¿No
le parece, coronel Pickering?
PICKERING. — No me lo pregunte a mí.
He estado en la India durante muchos años. Y los modales han cambiado tanto que
a veces no sé si me encuentro en un ambiente respetable o en el castillo de
proa de algún barco carguero.
CLARA.
— Es cuestión de acostumbrarse. No hay en ello nada de malo ni de bueno. Nadie
quiere decir nada con eso. Y es tan gracioso y le da un énfasis tan elegante a
las cosas que en sí no son muy ingeniosas... Encuentro que el nuevo estilo de
conversación es sumamente delicioso e inocente en absoluto.
Mrs.
EYNSFORD HILL (poniéndose de pie). — Bueno,
en fin de cuentas, creo que ya
es hora de que nos
vayamos.
Pickering
y Higgins se ponen de pie.
CLARA
(Levantándose). — Oh, sí; todavía
tenemos que visitar otras tres casas. Adiós, Mrs. Higgins. Adiós, coronel
Pickering. Adiós, profesor Higgins.
HIGGINS
(acercándose melancólicamente a ella y
acompañándola hasta la puerta). — No se olvide de ensayar el nuevo estilo
de conversación en las tres casas. No se ponga nerviosa.
Hable con vigor.
CLARA
(toda sonrisas). —Lo haré. Adiós. ¡Todas estas tonterías de la primitiva
mojigatería victoriana!
HIGGINS (tentándola).
— ¡ Esas remalditas tonterías!
CLARA. — ¡ Pueden irse al cuerno
esas remalditas tonterías!
Mrs. EYNSFORD HILL (convulsivamente).
— ¡Clara!
CLARA.
— ¡Ja, ja! (Sale radiante, segura de
estar a la última moda, y se la oye bajar las escaleras envuelta en un torrente
de argentinas carcajadas.)
FREDDY
(hablando al cielo, arrobado). — Bueno,
le pregunto... (Se rinde y se acerca a
Mrs. Higgins.) Adiós.
Mrs.
HIGGINS (dándole la mano). — Adiós.
¿Le agradaría volver a encontrarse con Miss
Doolittle?
FREDDY (ávido).
— ¡Por cierto que sí!
Mrs. HIGGINS.—Bien, ya conoce
mis días de recibo.
FREDDY. — Sí, muchas gracias.
Adiós. (Sale).
Mrs. EYNSFORD HILL. — Adiós, Mr. Higgins.
HIGGINS. — ¡Adiós, adiós!
Mrs. EYNSFORD HILL (a
Pickering). — Es inútil. Jamás podré decidirme a usar esa
palabra.
PICKERING.
— No lo haga. No es obligatorio, ¿sabe? Puede arreglárselas perfectamente sin
ella.
Mrs.
EYNSFORD HILL. —Pero Clara me persigue de tal modo cuando yo no estoy
prácticamente desbordante con las últimas
novedades de la
jerga... Adiós.
PICKERING. — Adiós. (Se
dan la mano.)
Mrs.
EYNSFORD HILL (o Mrs. Higgins). —No debe
enojarse con Clara. (Pickering, comprendiendo, por el tono más
bajo con que dice estas palabras, que no se quiere que él escuche, se une
discretamente a Higgins ante la ventana.) ¡ Somos tan pobres y ella va a
tan pocas fiestas, pobrecita...! No sabe cómo comportarse. (Mrs. Higgins, viendo que tiene los ojos húmedos, le toma la mano con
simpatía y la acompaña hasta la puerta.) Pero mi hijo es agradable. ¿No le
parece?
Mrs.
HIGGINS. — Oh, sumamente agradable. Estaré encantada de que continúe
visitándome.
Mrs. EYNSFORD HILL. — Muchas
gracias, querida. Adiós. (Sale.)
HIGGINS
(ansioso). —¿Y bien? ¿Es presentable Eliza? (Se
precipita sobre su madre y la arrastra a
la otomana, donde ella se sienta en el lugar antes ocupado por Eliza, con su
hijo a su izquierda.)
Pickering
vuelve a sentarse en su silla, a la derecha de Mrs. Higgins.
Mrs.
HIGGINS. — ¡Tonto!, por supuesto que es presentable. Es un triunfo de tu arte y
del de la modista, pero si piensas por un solo instante que no se traiciona con
cada frase que pronuncia, debes estar
completamente loco por
ella.
PICKERING.
— Pero, ¿no cree que podría hacerse algo? Quiero decir, algo para eliminar el
elemento sanguinario de su conversación.
Mrs. HIGGINS. — Mientras esté en
manos de Henry, no.
HIGGINS (ofendido).
— ¿Quieres decir que mi lenguaje es
incorrecto?
Mrs. HIGGINS. — No, querido.
Sería correctísimo... por ejemplo, en una barcaza del río.
Pero no sería correcto en una
fiesta.
HIGGINS (profundamente herido). — Pues permíteme que te diga...
PICKERING
(interrumpiéndole). —Vamos, Higgins,
es preciso que aprenda a conocerse a sí mismo. Yo no había escuchado un
lenguaje como el suyo desde que solía pasar revista a los voluntarios, en Hyde
Park, hace veinte años.
HIGGINS
(mohíno). — Oh, bueno, si ustedes lo
dicen, admitiré que no
siempre hablo como
un obispo.
Mrs.
HIGGINS (tranquilizando a Henry con una
palmadita). — Coronel Pickering, ¿quiere informarme de cuál es el verdadero
estado de cosas en la calle Wimpole?
PICKERING
(alegremente, como si esto cambiara el
tema de conversación). — Bueno, yo estoy viviendo allí con Henry.
Trabajamos juntos en la cuestión de mis dialectos indios. Y nos parece
sumamente conveniente...
Mrs.
HIGGINS. — Perfectamente. Todo eso ya lo sé. Es un arreglo muy sensato. Pero,
¿dónde vive esa joven?
HIGGINS. — Con nosotros. ¿Dónde
habría de vivir?
Mrs.
HIGGINS. — Pero, ¿en qué condiciones? ¿Es una sirvienta? Y, en caso contrario,
¿qué es?
PICKERING (lentamente). — Creo que sé a qué se refiere, Mrs. Higgins.
HIGGINS.
— ¡Bueno, maldito sea si yo la
entiendo! He tenido que trabajar con la muchacha todos los días, durante varios
meses, para conseguir los resultados que se han visto.
Además, me es útil. Sabe dónde
están mis cosas y se acuerda de mis citas y demás.
Mrs. HIGGINS. — Y, ¿cómo se
lleva tu ama de llaves con ella?
HIGGINS.
— ¿Mrs. Pearce? Oh, está encantada de que le saque tanto trabajo de las manos.
Porque, antes de que llegara Eliza, solía tener que encontrarme las cosas y
hacerme acordar de mis compromisos. Pero tiene cierta extraña idea acerca de
Eliza. No hace más que decir: "Usted no piensa, señor". ¿No es
cierto, Pick?
PICKERING.
— Sí, esa es la fórmula. "Usted no piensa, señor." Ese es el final de
todas las conversaciones acerca de Eliza.
HIGGINS.
— Como si alguna vez dejara de pensar en ella y en sus malditas vocales y
consonantes. Estoy extenuado de tanto pensar en ella y de vigilarle los labios
y los dientes y la lengua, para no hablar del alma, que es lo más extraño del
conjunto.
Mrs.
HIGGINS. — En verdad que son ustedes una hermosa pareja de chiquillos, jugando
con esa muñeca viva.
HIGGINS.
— ¡Jugando! El trabajo más difícil que jamás he encarado, no te equivoques en
ello, mamá. Pero no tienes idea de cuan espantosamente interesante es tomar a
un ser humano y convertirlo en otro ser humano completamente distinto con sólo
crearle un nuevo idioma. Es llenar el más amplio abismo que separa a una clase
de otra clase y a un alma de otra alma.
PICKERING
(acercando su silla a Mrs. Higgins e
inclinándose ansiosamente hacia ella). —Sí, es enormemente interesante. Le aseguro, Mrs. Higgins, que tomamos
a Eliza muy en serio. Todas las semanas —todos los días, casi— hay un nuevo
cambio. (Más cerca.) Vamos
registrando los progresos en cada una de las etapas... tenemos docenas de
discos de gramófono y de fotografías...
HIGGINS (atacándola
por el otro oído).— ¡Sí, caramba, es el
experimento más absorbente que
jamás haya emprendido! Ella llena nuestras vidas, ¿no es
verdad, Pick?
PICKERING. — Estamos siempre hablando a Eliza.
HIGGINS. — Enseñando a Eliza.
PICKERING. — Vistiendo a Eliza.
Mrs. HIGGINS. — ¿Qué?
HIGGINS. — Inventando nuevas
Elizas.
¿Sabes?,
tiene el oído más extraordinariamente
rápido.
Le aseguro, mi querida Mrs.
Higgins, que esa chica...
Que el de un loro. La he puesto
a prueba...
Es un genio. Sabe tocar el piano
maravillosamente... Con todos los sonidos que un ser humano puede producir...
HIGGINS
(hablando La hemos llevado a conciertos clásicos y a
cafés...
PICKERING
juntos)
Dialectos continentales, dialectos africanos, hotentotes.
Cantantes. Y todo le es lo
mismo. Ejecuta todo... Chasquidos, cosas que a mí me costó años aprender, y...
Lo que ha oído en cuanto llega a
casa, ya se trate de ... Los aprende en un santiamén, de primer intento, como
si los hubiera...
Beethoven y Brahms, o Lehar y
Lionel Monckton...
Conocido
de toda la vida.
Aunque hace seis meses no había
tocado un piano.
Mrs.
HIGGINS (tapándose los oídos con las
manos, visto que ahora los dos hombres están tratando de superarse mutuamente a
gritos y produciéndose un alboroto intolerable.) — ¡Shhh... ! (Se
callan.)
PICKERING. —
Perdón. (Retira su silla en actitud de
disculpa. )
HIGGINS.
— Lo siento. Cuando Pickering se pone a gritar, nadie puede deslizar una
palabra en él medio.
Mrs. HIGGINS. — Cállate, Henry.
Coronel Pickering, ¿no se da cuenta de que, cuando Eliza llegó
a la calle Wimpole, algo llegó con ella?
PICKERING. — Sí, el padre. Pero
Henry se libró muy pronto de él.
Mrs.
HIGGINS. — Habría sido mucho más sensato que hubiese ido la madre. Pero, como
no se presentó la madre, se presentó otra cosa.
PICKERING. — ¿Qué cosa?
Mrs.
HIGGINS (ubicándose inconscientemente en
una época por medio de la palabra). — Un
problema.
PICKERING. — Ah, ya veo. El
problema de cómo hacerla pasar por una
dama.
HIGGINS. — Yo resolveré el
problema. Lo tengo ya casi resuelto.
Mrs.
HIGGINS. — No, criaturas masculinas infinitamente estúpidas: el problema de qué se hará con ella después.
HIGGINS.
— No veo ningún problema en ello. Puede irse por su lado y seguir su camino,
con todas las ventajas que le he proporcionado.
Mrs.
HIGGINS. — ¡Las ventajas de esa pobre mujer que estuvo aquí hace un momento!
¡Los modales y las costumbres que incapacitan a una dama refinada para ganarse
su propia vida, si no se le proporcionan los ingresos de una dama refinada! ¿Se refieren a eso?
PICKERING (indulgente, un poco aburrido). — ¡ Oh, por ese lado no ocurrirá
nada, Mrs.
Higgins! (Se levanta
para irse.)
HIGGINS (levantándose a su vez). — Le encontraremos algún trabajo fácil.
PICKERING.
— Se siente bastante feliz. No se preocupe por ella. Adiós. (Le da la mano como si estuviese consolando
a una niña asustada y se dirige hacia la puerta.)
HIGGINS.
— De todos modos, es inútil preocuparse ahora. La cosa ya está hecha. Adiós,
mamá. (la besa y sigue a Pickering. )
PICKERING
(volviéndose para suministrar un consuelo
final).—Hay muchas soluciones.
Haremos lo más correcto. Adiós.
HIGGINS
(a Pickering, mientras salen). —
Llevémosla a la representación de Shakespeare en Earls
Court.
PICKERING. — Sí, llevémosla. Sus
observaciones serán deliciosas.
HIGGINS. — Imitará a todos los
que haya visto, cuando estemos de vuelta en casa.
PICKERING. —
¡Espléndido! (Se les oye reír mientras hablan)
Mrs.
HIGGINS (se levanta impacientemente y
vuelve a su trabajo en la mesa de escribir. Quita de en medio, de un manotón,
una pila de papeles desordenados, toma una hoja de su caja de papeles y se pone
resueltamente a escribir. Al tercer intento se rinde, arroja el lapicero, se
toma coléricamente de la mesa y exclama:) ¡Oh, los hombres, los hombres,
los hombres!
Es
evidente que Eliza no puede pasar aún por duquesa, y la apuesta de Higgins no
ha sido ganada todavía. Pero los seis meses no han transcurrido y, antes de
vencido el plazo, Eliza se hace pasar, efectivamente, por una princesa. Para
entrever cómo lo hizo, imagínese una Embajada en Londres, una noche de verano.
La puerta del salón tiene una marquesina y una alfombra que va hasta el
encintado de la vereda, porque está en su apogeo una gran recepción. Un pequeño
gentío está alineado para ver llegar a los invitados.
Llega
un Rolls-Royce. Pickering, en traje de noche, con medallas y condecoraciones en
la solapa, desciende y ayuda a bajar a Eliza, con salida de teatro, diamantes,
abanico, flores y demás accesorios. Higgins la sigue. El coche se aleja y los
tres suben los escalones y entran en la casa; la puerta se abre para dejarles
pasar.
En
el interior se encuentran en un espacioso vestíbulo del que arranca la gran
escalinata. A la izquierda está el guardarropa de los hombres. Los invitados
masculinos depositan allí sus sombreros y abrigos.
A
la derecha hay una puerta que da al vestuario de las damas. Estas entran
cubiertas con sus capas y salen en todo su esplendor. Pickering susurra algo a
Eliza y le señala el vestuario de las damas. Ella entra. Higgins y Pickering se
quitan los abrigos y reciben la contraseña del encargado del guardarropa.
Uno
de los invitados, ocupado en la misma operación, está vuelto de espaldas a
ellos. Después de haber tomado su contraseña, se vuelve y se ve entonces que es
un joven de aspecto importante, con un rostro extraordinariamente peludo. Tiene
un enorme bigote que se funde en unas frondosas patillas. Ondas de cabello se
apiñan sobre su frente. Lleva el cabello corto en la nuca y resplandeciente de
pomada. Por lo demás, es sumamente elegante. Tiene varias condecoraciones sin
importancia. Evidentemente es extranjero y se podría adivinar que es un
bigotudo miembro de la Guardia húngara. Pero, a despecho de la ferocidad de su
bigote, es afable y locuaz.
Reconociendo
a Higgins, abre ampliamente los brazos y se le acerca, entusiasmado.
BIGOTES.—
¡Maestro, maestro! (Abraza a Higgins y le
besa en ambas mejillas.) ¿No se acuerda de mí?
HIGGINS. — No, no me acuerdo.
¿Quién demonios es usted?
BIGOTES.
— Su alumno, su primer alumno, su mejor y más grande alumno. Soy el pequeño
Nepommuok, el joven maravilloso. He hecho famoso su nombre en toda Europa.
Usted me enseñó fonética. No puede haberse olvidado
de mí.
HIGGINS. — ¿Por qué no se afeita?
NEPOMMUCK.
— No tengo su imponente aspecto, su mentón, su frente. Cuando me afeito nadie
se da cuenta de que existo. Ahora soy famoso.
Me llaman Cara Peluda.
HIGGINS. — ¿Y qué está haciendo
aquí, entre todos estos petimetres?
NEPOMMUCK.—
Soy intérprete. Hablo treinta y dos idiomas. Soy indispensable en estas fiestas
internacionales. Usted es un gran especialista en el dialecto Cockney, ubica a un hombre en su lugar
natal, en Londres, en cuanto el individuo abre la boca. Yo ubico a cualquier
hombre en Europa.
Un
mayordomo baja corriendo la gran escalinata y se acerca a Nepommuck.
MAYORDOMO.
— Se le necesita arriba. Su excelencia no puede entender al caballero griego.
NEPOMMUCK. — Gracias, sí,
inmediatamente.
El
mayordomo se retira y desaparece entre el gentío.
NEPOMMUCK
(a Higgins). — Ese diplomático griego
finge que no habla ni entiende el inglés. No puede engañarme. Es hijo de un
relojero de Clerkenwell. Habla el inglés tan atrozmente que no se atreve a
pronunciar una palabra por miedo de descubrir su origen. Yo le ayudo a fingir,
pero le hago pagar bien cara la ficción. Les hago pagar a todos. ¡Ja, ja! (Se precipita escaleras arriba.)
PICKERING.
— Este sujeto, ¿es realmente un experto? ¿Podría descubrir a Eliza y
extorsionarla?
HIGGINS. — Lo veremos. Si la
descubre, habré perdido mi apuesta.
Eliza
sale del vestuario y se une a ellos.
PICKERING. — Bien, Eliza, ahora
empieza la cosa. ¿Estás dispuesta?
LIZA. — ¿Está nervioso, coronel?
PICKERING.
— Terriblemente. Me siento como me sentí antes de mi primera batalla. La
primera vez es la que mete miedo.
LIZA.
— Para mí no es la primera vez, coronel. He hecho esto cincuenta, cien veces,
en mi pequeña pocilga de Ángel Court, en mis sueños. Y ahora estoy soñando.
Prométame que no dejará que el profesor Higgins me despierte. Porque, si lo
hace, me olvidaré de todo y hablaré como lo hacía en Drury Lane.
PICKERING. — Ni una palabra,
Higgins. (A Eliza.) Bueno, ¿lista?
LIZA. —Lista.
PICKERING. — Vamos.
Suben,
Higgins el último. Pickering susurra al mayordomo, en el primer descanso.
EL
MAYORDOMO DEL PRIMER DESCANSO. — Miss Doolittle, el
coronel Pickering, el profesor
Higgins.
EL MAYORDOMO DEL SEGUNDO
DESCANSO. — Miss Doolittle, el coronel
Pickering, el profesor Higgins.
Al
final de la escalinata se encuentran el embajador y su esposa, con Nepommuck
pegado a ésta, haciendo los honores.
ESPOSA DEL EMBAJADOR (tomando la mano de Eliza) — ¿Cónlevá?
EMBAJADOR (lo mismo). — ¿Cónlevá? ¿Cónlevá, Pickering?
LIZA (con una hermosa gravedad que aterra a la
dueña de casa). — ¿Cómo está usted?
(Pasa
al salón.)
ESPOSA.
— ¿Es su hija adoptiva, coronel Pickering? Causará sensación. PICKERING. — Muy
amable de su parte el haberla invitado. (Sigue adelante.) ESPOSA (a Nepommuck). — Averigüe todo lo que
pueda de ella.
NEPOMMUCK (con una inclinación). — Excelencia... (Desaparece entre los invitados.)
EMBAJADOR.
— ¿Cónlevá, Higgins? Esta noche tiene usted aquí a un rival. Se presentó a sí
mismo como su alumno. ¿Es algún experto?
HIGGINS.
— Puede aprender un idioma en dos semanas... Conoce docenas de idiomas: señal
segura de que es un tonto. Como fonetista no sirve para nada.
ESPOSA. — ¿Cónlevá, profesor?
HIGGINS.
—¿Cómo está usted? Deben ser terriblemente aburridas para usted, estas cosas.
Perdone mi colaboración. (Sigue
adelante.)
En
el salón principal y los contiguos la recepción está en pleno auge. Pasa Eliza.
Está tan preocupada por su prueba que camina como una sonámbula en un desierto,
en lugar de hacerlo como una debutante que hace su presentación entre una
muchedumbre elegante. Todos dejan de hablar para mirarla, admirar su vestido,
sus joyas y su personalidad extrañamente atractiva. Los más jóvenes se ponen de
pie sobre las sillas para verla.
El
Embajador y su esposa llegan de la escalinata y se mezclan a sus huéspedes.
Higgins, lúgubre y despectivo, se acerca al grupo en que están conversando.
ESPOSA.
— ¡Ah, he aquí al profesor Higgins; él nos lo dirá! Háblenos de esa maravillosa
joven, profesor.
HIGGINS (casi malhumorado). — ¿Cuál joven
maravillosa?
ESPOSA.
— Usted lo sabe perfectamente. Me dicen que jamás se ha visto nada semejante en
Londres desde que la gente se ponía de pie sobre sus sillas para contemplar a
Mrs. Langtry. Nepommuck se une al grupo,
lleno de noticias.
ESPOSA.
— Ah, por fin está usted aquí, Nepommuck. ¿Ha averiguado ya algo acerca de la señorita Doolittle?
NEPOMMUCK. — Lo he averiguado
todo. Es una impostora.
ESPOSA. — ¡Una impostora! ¡Oh, no puede ser!
NEPOMMUCK. — Sí, sí. No puede
engañarme a mí. Su apellido no es Doolittle.
HIGGINS. — ¿Por qué?
NEPOMMUCK. — Porque Doolittle es
un nombre inglés. Y ella no es inglesa.
ESPOSA. — ¡Ah, qué tontería!
¡Pero si habla perfectamente el inglés!
NEPOMMUCK.
— Demasiado perfectamente. ¿Puede encontrarme a alguna inglesa que hable el
inglés como se debería? Sólo los extranjeros que han aprendido a hablarlo lo
hablan bien.
ESPOSA.
— La verdad es que me aterrorizó por la forma en que dijo Cónlevá. Tuve una
maestra que hablaba así y le tenía un miedo mortal. Pero,
si no es inglesa,
¿qué es?
NEPOMMUCK. — Húngara.
TODOS LOS DEMÁS. — ¿Húngara?
NEPOMMUCK. — Húngara. Y de
sangre real. Yo soy húngaro. Mi sangre es real.
HIGGINS. —¿Le habló
usted en húngaro?
NEPOMMUCK.
— Sí. Se mostró muy inteligente. Me dijo: "Por favor, hábleme en inglés.
No entiendo el francés". ¡Francés! Fingió no conocer la diferencia que hay
entre el francés y el húngaro.
¡Imposible: conoce ambos idiomas!
HIGGINS. — ¿Y la sangre real? ¿Cómo descubrió
eso?
NEPOMMUCK.
— Instinto, maestro, instinto. Sólo las razas magiares pueden producir ese aire
de derecho divino, esos ojos decididos. Es una princesa.
ESPOSA. — ¿Qué dice usted,
profesor?
HIGGINS.
— Digo que es una jovencita londinense corriente, salida del arroyo y enseñada
a hablar por un experto. Apuesto a que es de Drury Lane.
NEPOMMUCK.
— ¡Ja, ja! ¡Ah, maestro, maestro! Está usted empecinado en
su especialidad de los
dialectos cockney. El arroyo londinense
es el único mundo
que existe para usted.
HIGGINS (a la
esposa del embajador). — ¿Y qué dice
Su Excelencia?
ESPOSA. — Oh, es claro que estoy
de acuerdo con Nepommuck. Por lo menos debe de ser una princesa.
EMBAJADOR.
— No necesariamente legítima, por supuesto. Quizá morganática. Pero esa es,
indudablemente, la clase a la que pertenece.
HIGGINS. — Me aferró a mi
opinión.
ESPOSA.— ¡Oh, es incorregible!
El
grupo se disuelve, dejando solo a Higgins. Pickering se le une.
PICKERING. — ¿Dónde está Eliza?
No tenemos que dejarla sola.
Eliza
se une a ellos.
LIZA.
— No creo que pueda seguir soportando mucho más esto. La gente me mira de tal
modo... Una anciana acaba de decirme que hablo exactamente como la reina
Victoria. Lamentaría mucho haberle hecho perder la apuesta. Hice lo mejor que
pude; pero nada podrá hacer que me parezca a esta gente.
PICKERING. — No la has perdido,
querida. La has ganado diez veces.
HIGGINS. — Salgamos de aquí. Ya
he tenido bastante del parloteo de estos tontos.
PICKERING.
— Eliza está cansada. Y yo tengo hambre. Salgamos y cenemos en alguna otra
parte.
ACTO IV
El
laboratorio de la calle Wimpole. Medianoche. No hay nadie en el cuarto. El
reloj de la repisa da las doce. El fuego está apagado. Es una noche de verano.
De pronto se oye a Pickering y Higgins
subiendo la escalera.
HIGGINS
(llamando a Pickering). — Oye, Pick,
cierra con llave, ¿quieres? No volveré a salir.
PICKERING. — Bien. ¿Puede acostarse Mrs. Pearce? Ya
no necesitamos nada más, ¿no es
cierto?
HIGGINS. —¡Dios no lo quiera!
Eliza
abre la puerta y se la ve en el descansillo iluminado, ataviada con todas las
galas con que acaba de ganar la apuesta para Higgins. Se acerca a la chimenea y
enciende las luces eléctricas. Está cansada; su palidez contrasta intensamente
con sus ojos y cabello oscuros. Y su expresión es casi trágica. Se quita la
capa, pone el abanico y los guantes sobre el piano y se sienta en el taburete,
cavilando, silenciosa. Higgins, en traje de noche, con abrigo y sombrero,
entra, llevando una chaqueta de fumar que ha tomado abajo. Se quita el sombrero
y el abrigo, los deja caer descuidadamente sobre el soporte para revistas, hace
lo mismo con su chaqueta, se pone la de fumar, y se deja caer, fatigado, en la
butaca, junto a la chimenea. Entra Pickering, similarmente ataviado. También él
se quita el sombrero y el abrigo y está a punto de dejarlos caer sobre los de
Higgins cuando vacila.
PICKERING. — Digo yo: Mrs.
Pearce se enfadará si dejamos estas cosas tiradas en la sala.
HIGGINS.
— Oh, déjalas caer al vestíbulo por sobre la baranda. Las encontrará allí por
la mañana y las guardará. Pensará que estábamos borrachos.
PICKERING. — Y lo estamos, un
poquito. ¿Hay alguna carta?
HIGGINS.—
No me fijé. (Pickering toma los abrigos y
los sombreros y va a la planta baja. Higgins comienza a canturrear, entre
bostezos, una melodía de La Fanciulla del West.
De
pronto se interrumpe y exclama:) Quisiera saber
dónde demonios están mis pantuflas.
Eliza
le mira sombríamente; luego se levanta y sale.
Higgins vuelve a
bostezar y continúa
canturreando.
Pickering
regresa, trayendo varias cartas.
PICKERING.
— Nada más que circulares, y este billet-doux
para ti, con una corona en el membrete.
(Deja caer las circulares en el
guardafuego de la chimenea y se queda de pie sobre la alfombra, de espaldas a
la chimenea.)
HIGGINS
(lanzando un vistazo al billet-doux). — ¡Un prestamista! (Arroja
la carta al montón de circulares.)
Eliza
regresa con un par de enormes pantuflas maltrechas. Las pone sobre la alfombra,
ante Higgins, y vuelve a sentarse como antes, sin pronunciar una palabra.
HIGGINS
(bostezando otra vez).— ¡Ah, Señor!
¡Qué noche! ¡Qué pandilla! ¡Qué estúpido juego! (Levanta una pierna para desatarse el zapato y ve las pantuflas. Las
mira como si hubiesen aparecido por su propia voluntad) Oh, están ahí, ¿eh?
PICKERING.
— Bien, estoy un poco cansado. Primero, el garden
party; luego, la cena; por fin, la recepción. Demasiadas cosas buenas. Pero
has ganado tu apuesta, Higgins. Eliza logró convencer a todos, con gran facilidad, ¿eh?
HIGGINS (fervientemente). — ¡Gracias a Dios que eso ya ha terminado!
Eliza
se sobresalta violentamente, pero ellos no lo advierten. Se recobra y vuelve a
asumir su actitud pétrea.
PICKERING. — ¿Estuviste nervioso
en el garden party? Yo lo estuve.
Eliza no parecía nada intranquila.
HIGGINS.
— Oh, no lo estaba. Yo sabía que se portaría bien. No, lo que me ha fatigado es
la tensión del trabajo de todos estos meses. Fue bastante interesante al
comienzo, cuando estábamos en la parte de la fonética. Pero después me sentí
mortalmente aburrido. Si no me hubiese decidido a hacerlo, habría abandonado
toda la cuestión hace dos meses. Fue una idea tonta; todo
ello resultó una lata.
PICKERING.
— ¡Oh, vamos! El garden party fue
terriblemente excitante. El
corazón me palpitaba como
no sé qué.
HIGGINS.
— Sí, durante los tres primeros minutos. Pero cuando vi que ganaríamos sin
esfuerzo alguno, me sentí como un oso enjaulado, enfermo de no tener nada que
hacer. La comida fue peor: eso de estar sentados allí durante una hora,
atiborrándonos de comida, sin nadie con quien hablar, aparte de esa maldita
tonta de mujer elegante. Te lo aseguro, Pickering: basta de eso para mí. Basta
de duquesas artificiales. Todo el asunto ha sido, sencillamente, un purgatorio.
PICKERING.
— Es que no has sido introducido adecuadamente en la rutina social. (Acercándose al piano.) A mí me gusta
meterme en ella de tanto en tanto. Me hace sentirme joven nuevamente. De todos
modos, fue un gran triunfo, un triunfo inmenso. En una o dos oportunidades me
asusté al ver que Eliza estaba haciéndolo tan bien. Muchas de las personas de
verdadera posición social aristocrática no saben hacerlo en absoluto; son tan
tontas que creen que la elegancia y la distinción les nacen naturalmente y, por
lo tanto, no aprenden jamás. Siempre hay algo de profesional en la cuestión de
hacer una cosa superlativamente bien.
HIGGINS.
— Sí, eso es lo que me enfurece: la gente tonta que no conoce ni siquiera su
tonto oficio. (Levantándose.) Sea
como fuere, ya hemos terminado con ello. Y ahora puedo irme a dormir sin sentir
miedo por el día de mañana.
La
belleza de Eliza se torna asesina.
PICKERING.
— Creo que yo también me acostaré. Sin embargo, ha sido un gran día, un triunfo
para ti. Buenas noches. (Sale.)
HIGGINS
(siguiéndole)— Buenas noches. (Por sobre el hombro, ya en la puerta.) Apaga
las luces, Eliza y dile a Mrs. Pearce que no me prepare el café por la mañana.
Tomaré té.
(Sale.)
Eliza
trata de dominarse y de sentirse indiferente mientras se levanta y se dirige a
la chimenea para apagar las luces. Está a punto de gritar. Se sienta en la
butaca de Higgins y se aferra con fuerza de los brazos de la misma. Finalmente,
cede a sus impulsos y se arroja con
furia al suelo.
HIGGINS
(afuera, desesperado). — ¿Qué
demonios he hecho con mis zapatillas?
(Aparece
en la puerta.)
LIZA
(tomando las pantuflas y arrojándoselas
con todas sus fuerzas, una detrás de la otra).— ¡Aquí están sus pantuflas!
¡Y aquí! ¡Llévese sus pantuflas, y ojalá que nunca pueda tener un día de suerte
con ellas!
HIGGINS
(atónito). — ¡Qué diablos...! (Se le
acerca.) ¿Qué ocurre? Levántate.
(La levanta.)
¿Sucede algo malo?
LIZA
(sin aliento). —No le sucede
nada malo... a usted. Le he ganado la apuesta, ¿no es verdad? Eso le basta.
Aparentemente yo no importo.
HIGGINS.
— ¿Que tú me has ganado la apuesta? ¡Insecto presuntuoso! Yo la gané. ¿Por qué
me arrojaste estas pantuflas?
LIZA.—
Porque quería aplastarle la cara. ¡Tengo ganas de matarlo, animal egoísta! ¿Por
qué no me dejó en el lugar de donde me sacó... en el arroyo? Da gracias a Dios
porque ahora todo ha terminado y puede volver a arrojarme allá...¿eh? (Crispa
nerviosamente los dedos.) HIGGINS (contemplándola
con frío asombro). — Parece que, en fin de cuentas, la señorita está
nerviosa.
LIZA
(lanza un grito ahogado de furor e
instintivamente trata de clavarle las uñas en la cara).
HIGGINS — Sí, ¿eh? Guarda las
uñas, gata. ¿Cómo te atreves a ponerte furiosa conmigo?
Siéntate y
quédate quieta. (La arroja groseramente
en la butaca.)
LIZA
(vencida por la fuerza y el peso superiores). — ¿Qué
será de mí? ¿Qué será de mí?
HIGGINS.
— ¿Cómo demonios quieres que sepa qué será de ti? ¿Qué me importa qué pueda ser
de ti?
LIZA.—
¡No le importa! ¡Ya lo sé! Y si me muriese, tampoco le importaría. No soy nada
para usted... menos aun qu'esah
pantuflas.
HIGGINS (tronante).
—Que esas pantuflas.
LIZA
(con amarga sumisión). — Que esas
pantuflas. No creí que ahora tuviese mayor importancia.
Una
pausa. Eliza, desesperanzada y aplastada. Higgins, un tanto inquieto.
HIGGINS
(con su tono más altanero). — ¿Por
qué has hecho esta escena? ¿Puedo preguntarte si tienes alguna queja acerca del
trato que se te ha dispensado aquí?
LIZA. — No.
HIGGINS.
— ¿Se ha portado alguien mal contigo? ¿El coronel Pickering? ¿Mrs.
Pearce? ¿Alguno de los
criados?
LIZA. —No.
HIGGINS. — ¿Supongo que
no pretenderás que
yo te he tratado mal?
LIZA. — No.
HIGGINS.
— Me alegro de saberlo. (Modera su tono.)
Quizá estés cansada después de la tensión del día. ¿Quieres beber una copa
de champaña? (Se dirige hacia la puerta.) LIZA. — No. (Recobrando
sus modales.) Gracias.
HIGGINS
(nuevamente afable). — Esto se te ha
venido preparando desde hace unos días. Supongo que era natural que te
sintieras ansiosa en cuanto a la fiesta. Pero eso ya ha terminado. (La palmea bondadosamente en el hombro. Ella
se estremece.) Ya no existen motivos de preocupación.
LIZA.
— No. No existen ya para usted. (De
pronto se levanta y se aparta de él, yendo hacia el taburete, donde se sienta y
se cubre el rostro.) ¡Oh, Dios! ¡Ojalá estuviese muerta!
HIGGINS
(boquiabierto, contemplándola con sincera
sorpresa) — ¿Por qué? En nombre del cielo, ¿por qué? (Razonable, acercándosele.) Escúchame, Eliza. Toda esta irritación
es puramente subjetiva.
LIZA. — No entiendo. Soy demasiado ignorante.
HIGGINS.
— No es más que la imaginación. Abatimiento y nada más. Nadie te hace daño.
Nada va mal. Vé a la cama, como una buena chica, duerme, y se te pasará. Llora
un poco y di tus oraciones. Eso te
consolará.
LIZA.—Ya he oído sus oraciones.
"¡Gracias a Dios que todo ha terminado!"
HIGGINS
(impaciente). — ¿Y qué? ¿No agradeces
tú a Dios por que todo haya terminado? Ahora eres libre y puedes hacer lo que
quieras.
LIZA
(conteniéndose, desesperada). — ¿Para
qué sirvo? ¿Para qué me ha hecho usted útil? ¿Adonde iré? ¿Qué haré? ¿Qué
será de mí?
HIGGINS
(comprendiendo, pero nada impresionado).
— Ah, eso era lo que te preocupaba, ¿eh? (Hunde las manos en los bolsillos y se pasea según es su costumbre,
haciendo tintinear lo que tiene en los bolsillos, como si por pura bondad
condescendiera a discutir un tema trivial.) Si yo fuera tú no me
preocuparía. Supongo que no tendrás gran dificultad en ubicarte en alguna
parte, aunque no me había dado cuenta clara de que te ibas. (Ella le mira rápidamente. El no la mira.
Examina la frutera que hay sobre el piano y decide que comerá una manzana.) Podrías
casarte, ¿sabes? (Muerde un gran trozo de
manzana y lo masca ruidosamente.) Es preciso que sepas que no todos los
hombres son solterones decididos como yo y el coronel. La mayoría de los
hombres son casaderos (¡pobres
diablos!). Y tú no eres mal parecida.
En ocasiones produce placer mirarte. No ahora, es claro, porque estás llorando
y te has puesto tan fea como el mismo demonio. Pero cuando estás en tus cabales
eres lo que yo llamaría atractiva. Es decir, para la gente que tiene
intenciones de casarse, ¿entiendes? Vé a acostarte y descansa un poco. Y luego
levántate y mírate en el espejo. Y entonces no te sentirás tan desdichada.
Eliza
vuelve a mirarlo y no se mueve. El ni se da cuenta de la mirada. Come su
manzana con una expresión de dicha en la mirada, ya que se trata de una fruta
deliciosa.
HIGGINS
(en una feliz integración de la idea). — Seguramente
mi madre te encontrará algún sujeto que
te convenga.
LIZA. — En la esquina de
Tottenham Court Road no nos prestamos a esos manejos.
HIGGINS (despertando).
— ¿Qué quieres decir?
LIZA.
— Yo vendía flores. No me vendía a mí misma. Ahora que me ha convertido en una
dama, no tengo otra cosa que vender que a mí misma. Ojalá me hubiese dejado
donde me encontró.
HIGGINS
(lanzando resueltamente el corazón de la
manzana al guardafuego). — Pavadas, Eliza. No insultes las relaciones
humanas metiendo en ellas toda esta cantilena de comprar y vender.
No necesitas casarte
con el individuo,
si no te gusta.
LIZA. — ¿Y qué otra cosa puedo
hacer?
HIGGINS.
— Oh, montones de cosas. ¿Qué hay de tu antigua idea de una florería? Pickering
podría instalarte en una; tiene carradas de dinero. (Ahogando una risita.) Tendrá que pagar por todos estos trapos que
has usado hoy. Y eso, con el alquiler de las joyas, producirá un hermoso
agujero en un par de billetes de cien libras... ¡Pero si hace seis meses te
habría parecido el paraíso tener una florería propia! ¡Vaya, ya te las
arreglarás! Yo tengo que ir a acostarme. Me siento espantosamente soñoliento.
De paso: bajé a buscar algo y me olvidé de qué se trataba.
LIZA. — Sus pantuflas.
HIGGINS.—
¡Ah, sí, es claro! Tú me las tiraste.' (Las
recoge y está a punto de salir, cuando ella le habla.)
LIZA. — Antes de que se vaya,
señor...
HIGGINS
(dejando caer las pantuflas de la
sorpresa de oírse llamar señor por ella). — ¿Eh?
LIZA. — La ropa, ¿es mía o del
coronel Pickering?
HIGGINS (volviendo
a entrar, como si la pregunta fuera el
colmo de lo irrazonable). — ¿Para qué cuernos le serviría a Pickering?
LIZA.
— Podría quererlas para la próxima muchacha que usted recoja para hacer
experimentos.
HIGGINS (escandalizado y ofendido). — ¿Así opinas de nosotros?
LIZA.
— No quiero oír nada más de eso. Lo único que quiero saber es si hay algo que
me pertenezca. Mis ropas fueron quemadas.
HIGGINS.
— Pero, ¿qué importa
eso? ¿Por qué
necesitas comenzar a preocuparte por ello en mitad de la noche?
LIZA. — Quiero saber qué
puedo llevarme. No quiero que se me
acuse de robo.
HIGGINS (ahora profundamente herido). — ¿Robo? No deberías haber
dicho eso, Eliza.
Revela falta
de sentimientos.
LIZA.
— Lo siento. No soy más que una muchacha vulgar e ignorante. Y en mi situación
tengo que ser cuidadosa. No puede haber sentimientos entre gente como usted y
gente como yo. Por favor, ¿quiere decirme qué es lo que me pertenece y qué lo
que no me pertenece?
HIGGINS (enfurruñado). —Puedes llevarte toda la maldita casa, si quieres.
Salvo las joyas.
Son
alquiladas. ¿Estás satisfecha? (Se vuelve y está a punto de salir, sumamente
encolerizado)
LIZA
(bebiéndose su emoción como si fuese
néctar, y enfureciéndole aun más para provocar una nueva provisión). — Un
momento, por favor. (Se quita las joyas.) ¿Quiere llevarse éstas
a su cuarto y ponerlas bajo llave? No quiero correr el riesgo de que se
pierdan.
HIGGINS
(furioso). — ¡Tráelas aquí! (Ella se las pone en las manos.) ¡Si me
pertenecieran a mí, y no al joyero, te las metería en esa garganta
desagradecida! (Se las mete descuidadamente en los bolsillos,
adornándose inconscientemente con los extremos de las cadenas, que sobresalen.)
LIZA
(quitándose un anillo). — Este anillo
no es del joyero. Es el que usted me compró en Brighton. Ahora no lo quiero. (Higgins lo arroja violentamente a la
chimenea y se vuelve hacia ella tan amenazadoramente que la joven se acurruca
contra el piano, se cubre el rostro con las manos y exclama:) ¡No me pegue!
HIGGINS.
— ¡Pegarte! ¡Criatura infame!, ¿cómo te atreves a acusarme de semejante cosa?
¡Eres tú quien me ha pegado! ¡Me has herido hasta lo más hondo del corazón!
LIZA
(estremeciéndose de gozo).— ¡Me
alegro! Por lo menos me he cobrado una parte de lo que me hizo.
HIGGINS
(con dignidad, en su mejor estilo
profesional).— Me has hecho perder los estribos, cosa que muy pocas veces
me sucedió anteriormente. Prefiero no decir nada más esta noche. Me voy a
acostar.
LIZA
(descarada). — Será mejor que le deje
una nota a Mrs. Pearce acerca del café, porque no seré yo quien le diga nada al
respecto.
HIGGINS
(formalmente). — Que se vaya Mrs.
Pearce al infierno y que el café se vaya al diablo. (Salvaje.) ¡Y maldita sea mi propia locura, por haber malgastado
mis conocimientos duramente conquistados, y los tesoros de mi aprecio e
intimidad, en una desalmada rata de albañal! (Sale con impresionante decoro y arruina toda la escena pegando un
portazo.)
Eliza
se arrodilla en la alfombra para buscar el anillo. Cuando lo encuentra piensa,
durante un instante, qué hacer con él. Finalmente lo deja caer en la frutera y
sube al piso de arriba, colérica.
El
moblaje del cuarto de Eliza ha sido aumentado con un enorme ropero y un
suntuoso tocador. La joven entra y enciende la luz. Se dirige al ropero, lo
abre, y saca un traje de calle, un sombrero y un par de zapatos, que arroja
sobre la cama. Se quita el traje de noche y los zapatos. Luego toma una percha
acolchada del ropero, cuelga en
ella cuidadosamente el vestido de noche y guarda todo en el
ropero, que cierra con un portazo. Se pone sus zapatos de paseo, su traje de
calle y el sombrero. Toma el reloj-pulsera del tocador y se lo coloca en la
muñeca. Se calza los guantes, toma el bolso y se dirige a la puerta. Cada uno
de sus movimientos expresa su furiosa decisión.
Se
lanza una última mirada en el espejo.
De
pronto saca la lengua. Luego sale del cuarto, apagando antes la luz eléctrica
en el interruptor de la puerta.
Entretanto,
afuera, en la calle, Freddy Eynsford Hill, transido de amor, contempla el
segundo piso de la casa, en el que una de las ventanas está aún iluminada.
La luz se apaga.
FREDDY. — Buenas noches,
querida, querida, querida.
Eliza
sale, cerrando la puerta con violencia tras de sí.
LIZA. — ¿Qué está haciendo aquí?
FREDDY.
— Nada. Me paso aquí la mayor parte de mis noches. Es el único lugar en que me
siento feliz. No se ría de mí, Miss Doolittle.
LIZA.
— No me llame Miss Doolittle, ¿me oye? Liza es bastante para mí. (Se rinde y le toma de los hombros.) Freddy,
usted no cree que yo sea una desalmada rata de albañal, ¿no es cierto?
FREDDY.
— ¡Oh, no, no querida! ¿Cómo puede imaginarse una cosa semejante? Eres la más
encantadora, la más hermosa...
Pierde
todo dominio de sí mismo y la ahoga a besos. Ella, hambrienta de consuelo,
responde del mismo modo. Permanecen así, abrazados.
Llega
un policía de edad.
POLICÍA (escandalizado).
— ¡Vamos! ¡¡Vamos!! ¡¡¡Vamos!!!
La
pareja se suelta apresuradamente.
FREDDY. — Perdone. Acabamos
de comprometernos.
Sale
corriendo.
El
policía menea la cabeza, pensando en cuando él estaba enamorado y en la vanidad
de las esperanzas humanas. Se aleja en dirección opuesta,
con lentos pasos
profesionales.
La
huida de los enamorados les lleva a Cavendish Square. Se detienen allí para
reflexionar acerca de lo que harán ahora.
LIZA (sin aliento). — ¡No me asustó poco, ese policía! Pero tú le
contestaste bien.
FREDDY.
— Espero que no te haya apartado de tu camino. ¿Adonde ibas? | LIZA. —Al
río.
FREDDY. — ¿Para
qué?
LIZA. — Para hacer un agujero en
él.
FREDDY (horrorizado). — Eliza querida, ¿Qué quieres decir? ¿Qué ha ocurrido?
LIZA.
— No es nada. Ya no tiene importancia. Ahora no hay nadie más en el mundo que
tú y yo, ¿verdad?
FREDDY.— Ni una sola persona.
Vuelven
a abrazarse y son nuevamente sorprendidos por un policía, esta vez mucho más
joven.
SEGUNDO POLICÍA. — ¡A ver,
ustedes dos! ¿Qué es esto? ¿Dónde creen que están?
Váyanse de aquí, a paso
redoblado.
FREDDY. — A la orden, señor:
paso redoblado.
Vuelven
a huir, y se encuentran en Hanover Square antes de detenerse para una nueva
conferencia.
FREDDY. — No tenía idea de que
la policía fuese tan infernalmente gazmoña.
LIZA. — Es trabajo de ellos
echar a las muchachas de las calles.
FREDDY. — Tenemos que ir a
alguna parte. No podemos vagar por la calle toda la noche. LIZA. — ¿No? Creo
que sería maravilloso vagar para siempre.
FREDDY. — ¡Oh, querida!
Se
abrazan otra vez, inconscientes de la llegada de un taxi que se arrastra
lentamente.
CONDUCTOR. — ¿Puedo llevarles, a
usted y a la dama, a alguna parte, señor?
LIZA. — ¡Oh, Freddy,
un taxi! Lo que necesitábamos.
FREDDY. — Pero, maldito
sea, no tengo dinero.
LIZA.
— Yo tengo mucho. El coronel piensa que jamás habría que salir a la calle sin
diez libras en el bolsillo. Pasearemos toda la noche. Y por la mañana iré a ver
a la anciana Mrs. Higgins para preguntarle qué puedo hacer. Te hablaré de ello
en el taxi. Y la policía no nos molestará en él.
FREDDY. — ¡Espléndido! (Al conductor.) Wimbledon Common. (El
vehículo se aleja.)
ACTO V
La
salita de Mrs. Higgins. Esta está sentada a su mesa de escribir, como antes.
Entra la doncella.
LA
DONCELLA (en la puerta). — Mr. Henry,
señora, está abajo con el coronel Pickering.
Mrs. HIGGINS. — Bueno, que
suban.
LA DONCELLA. — Están usando el
teléfono, señora. Creo que telefonean a la policía.
Mrs. HIGGINS. — ¿Qué?
LA
DONCELLA (adelantándose y bajando la
voz). — Mr. Henry está excitado. Me pareció que sería mejor que la
previniera, señora.
Mrs.
HIGGINS. — Me habría sorprendido si me hubieras dicho que Mr. Henry no estaba
excitado. Diles que suban cuando hayan terminado con la policía. Supongo que
habrá perdido algo.
LA DONCELLA. — Sí, señora.
(Saliendo.)
Mrs. HIGGINS. — Sube y díle a
Miss Doolittle que Mr. Henry y el coronel están aquí.
Pídele que no baje hasta que yo
se lo diga.
LA DONCELLA. — Muy bien, señora.
Higgins
irrumpe en el cuarto. Como ha dicho la doncella, se encuentra excitado.
HIGGINS. — ¡Oye, mamá, esto
es un fastidio!
Mrs.
HIGGINS. — Sí, querido. Buenos días. (El
contiene su impaciencia en tanto que la doncella sale.) ¿Qué sucede?
HIGGINS. — ¡Eliza ha huido!
Mrs.
HIGGINS (continuando calmosamente con su
escritura). — Debes de haberla asustado.
HIGGINS.
— ¿Asustarla yo? ¡Tonterías! Ayer por la noche la dejamos, como de costumbre,
para que apagara las luces y demás cosas. Y, en lugar de acostarse, se cambió
de ropas y salió inmediatamente. Su cama está sin tocar. Esta mañana, antes de
las siete, vino en un taxi a buscar sus cosas. Y esa idiota de Mrs. Pearce se
las dio sin decirme una palabra al respecto.
¿Qué debo hacer?
Mrs.
HIGGINS. — Me temo que nada, Henry. La joven tiene perfecto derecho a irse, si
se le antoja.
HIGGINS
(vagando, inquieto, por la estancia). —
Pero no puedo encontrar nada. No sé qué compromisos tengo. Estoy... (Entra Pickering. Mrs. Higgins deja la pluma
y se aparta de la mesa de escribir.)
PICKERING (dándole la mano). —Buenos días, Mrs. Higgins. ¿Le ha contado ya
Henry?
(Se
sienta en la otomana.)
HIGGINS. — ¿Qué dice ese asno
del inspector? ¿Has ofrecido una
recompensa?
Mrs.
HIGGINS (levantándose, asombrada e
indignada).— No querrás decirme que has lanzado a la policía en persecución
de Eliza...
HIGGINS.
— Es claro que sí. ¿Para qué está la policía, si no? ¿Qué otra cosa podíamos
hacer? (Se sienta en la silla isabelina.)
PICKERING.
— El inspector presentó muchas objeciones. Creo que sospechaba que tenemos
propósitos incorrectos.
Mrs.
HIGGINS.—Y es natural que lo sospeche. ¿Qué derecho tienen a dirigirse a la
policía y dar el nombre de la joven, como si fuese una ladrona, o un paraguas
perdido, o algo así?
¡Vaya! (Vuelve a sentarse, profundamente,
enfadada.)
HIGGINS. — ¡Pero es que queremos
encontrarla!
PICKERING.
— No podemos dejarla irse de este modo, Mrs. Higgins. ¿Qué podíamos hacer?
Mrs. HIGGINS. — Los dos
tienen tanta sensatez
como dos chiquillos. Pero...
Entra
la doncella e interrumpe
la conversación.
LA
DONCELLA. — Mr. Henry, un caballero desea verlo urgentemente. Le han enviado
aquí desde la calle Wimpole.
HIGGINS. — ¡Oh, caramba!
No puedo atender
a nadie. ¿Quién es?
LA DONCELLA. —Un
tal Mr. Doolittle,
señor.
PICKERING. —¡Doolittle! ¿Se refiere
al basurero?
LA DONCELLA. — ¡Basurero! ¡Oh,
no, señor: un caballero!
HIGGINS
(respingando, excitado).— ¡Caray,
Pick, debe tratarse de algún pariente al cual ella se habrá dirigido! Alguien
que no conocemos. (A la doncella.) Hágalo subir, rápido.
LA DONCELLA. — Sí, señor. (Sale.)
HIGGINS
(ansioso, acercándose a su madre). —
¡Parientes nobles! ¡Ahora nos enteraremos de algo! (Se sienta en la silla
Chippendale.)
Mrs. HIGGINS. —¿Conocen a alguno
de sus parientes?
PICKERING. — Solamente al
padre, el individuo
del cual le hablamos.
LA DONCELLA (anunciando). —Mr. Doolittle.
(Se retira.)
Entra
Doolittle. Está resplandecientemente vestido como para una boda
distinguida, y, en
rigor, podría muy bien ser el
novio. Una flor en el ojal,
un reluciente sombrero de copa y zapatos de charol completan el efecto.
Está tan preocupado con el asunto que le trajo que no advierte a Mrs. Higgins.
Se acerca a Higgins y le habla con tono de vehemente reproche.
DOOLITTLE (indicando
su propia persona). — ¡Oiga!, ¿ve
esto? Usted es el culpable.
HIGGINS. —¿El culpable
de qué, hombre?
DOOLITTLE. — De esto,
le digo. Mírelo.
Mire este sombrero. Mire esta chaqueta.
PICKERING. — ¿Le ha estado
comprando ropas Eliza?
DOOLITTLE. — ¿Eliza? No. ¿Por
qué habría de comprarme ropas?
Mrs. HIGGINS. — Buenos días,
Mr. Doolittle. ¿No quiere sentarse?
DOOLITTLE
(desconcertado al advertir que se ha
olvidado de la dueña de casa). — Le ruego que me perdone, señora. (Se acerca
a ella y toma la mano que le tiende.) Gracias. (Se sienta en la otomana, a
la derecha de Pickering.) Estoy tan absorto en lo que me ha ocurrido que no
puedo pensar en otra cosa.
HIGGINS. — ¿Qué demonios le
ha sucedido?
DOOLITTLE.
— No me importaría si me hubiera sucedido. Cualquier cosa puede ocurrirle a
cualquiera, sin que pueda culpar a nadie más que a la Providencia, como quien
dice. Pero esto es algo que me ha hecho usted: sí, usted, Emry Iggins.
HIGGINS. —¿Ha encontrado
a Eliza?
DOOLITTLE — ¿La ha perdido?
HIGGINS. — Sí.
DOOLITTLE.
— Algunos tienen toda la suerte. No la encontré. Pero ella me encontrará muy
pronto a mí, después de lo que
usted me hizo.
Mrs. HIGGINS. — Pero, ¿qué le
hizo mi hijo, Mr. Doolittle?
DOOLITTLE.
— ¿Qué me hizo? ¡Me arruinó! ¡Destruyó mi felicidad. Me maniató y entregó en manos de la moral de la
clase media.
HIGGINS
(levantándose, intolerante, y quedándose
de pie junto a Doolittle). — ¡Está delirante! ¡Está borracho! ¡Está loco!
Le di cinco libras. Después de eso sostuve dos conversaciones con usted, a
razón de media corona la hora. Y desde entonces no he vuelto a verle.
DOOLITTLE.
— ¡Ah! ¡Estoy borracho!, ¿eh? ¡ Estoy loco!, ¿eh? Dígame una cosa. ¿Escribió
usted, o no escribió, una carta a un viejo de Norteamérica que quería donar
cinco millones para fundar Sociedades de Reforma Moral en todo el mundo y que
deseaba que usted le inventara un idioma universal?
HIGGINS. — ¿Qué? ¡Ezra D. Wannafeller! Está
muerto. (Se sienta
otra vez, descuidadamente.)
DOOLITTLE.
— Sí, está muerto. Y yo estoy perdido. ¿Le escribió usted, o no le escribió,
una carta, diciéndole que el moralista más original que había en la actualidad
en Inglaterra, por lo que usted sabía, era Alfred Doolittle, un vulgar
basurero?
HIGGINS.
— ¡Oh, recuerdo que después de su primera visita hice una broma tonta en ese
sentido!
DOOLITTLE.
— ¡Hace muy bien en llamarla una broma tonta! Me hundió con ella. Le dio la
oportunidad que necesitaba para demostrar que los norteamericanos no son como
nosotros, que reconocen y respetan el mérito en cualquier clase social que se
presente, por humilde que ella sea. Estas palabras figuran en su maldito
testamento, en el cual, Enry Iggins, gracias a su broma tonta, me deja una
participación en su Trust del Queso Predigerido, que representa unas tres mil
libras al año, con la condición de que yo pronuncie conferencias para esa Liga
Mundial Wannafeller para la Reforma Moral tantas veces como me las pidan, hasta
seis por año.
HIGGINS. — ¡Demonios! ¡Caramba! (Repentinamente resplandeciente.) ¡Qué ganga!
PICKERING.
— Buen negocio para usted, Doolittle. No le pedirán más de un
discurso, después de
escucharle.
DOOLITTLE.
— No son los discursos los que me molestan. Puedo pronunciarlos en cantidades,
hasta que se pongan azules de escucharme, y no se me moverá ni un pelo. Pero me
opongo a que me conviertan en un caballero. ¿Quién les pidió que hicieran un
caballero de mí? Era dichoso. Era libre. Sableaba a casi todo el mundo cuando
necesitaba dinero, tal como lo sableé a usted, Enry Iggins. Ahora estoy
preocupado, atado de pies y manos. Y todos me sablean a mí. Es una cosa
magnífica para usted, dice mi abogado. ¿De veras?, le digo. Querrá decir que es
una cosa magnífica para usted, le digo. Cuando era pobre y tuve que recurrir a
un abogado, en una ocasión, porque encontraron un cochecillo de bebé en mi
carro de la basura, él hizo que me pusieran en libertad y se libró de mí tan
rápidamente como le fue posible. Lo mismo sucede con los médicos: solían
echarme del hospital antes de que pudiera tenerme sólidamente en pie, y todo
gratis. Ahora descubren que no soy un hombre sano y que no podré vivir si no me
revisan dos veces por día. En la casa no me dejan hacer absolutamente nada;
todos me ayudan y me cobran por ello. Hace un año no tenía un solo pariente en
el mundo, aparte de dos o tres que no querían dirigirme la palabra. Ahora tengo
cincuenta, y entre todos ellos no podría reunirse un solo salario semanal
decente. Tengo que vivir para los demás, no para mí mismo: eso es moral de la
clase media. Usted me habla de perder a Eliza. No se sienta tan ansioso;
apuesto a que para esta hora ya está ante mi puerta, ella, que podría
mantenerse vendiendo flores, si yo no fuese respetable. Y el próximo en
sablearme será usted mismo, Enry Iggins. Tendré que aprender de usted a hablar
el idioma de la clase media, en lugar de hablar en buen inglés. Ahí es donde
aparece usted. Y apuesto a que por eso me hizo la jugarreta.
Mrs. HIGGINS. — Pero mi
querido Mr. Doolittle,
si realmente habla en serio,
nadie puede obligarle a sufrir todo eso. Nadie podría obligarle a aceptar el
legado. Puede rechazarlo. ¿No es así,
coronel Pickering? PICKERING. — Creo
que sí.
DOOLITTLE
(apaciguando el tono en deferencia al
sexo de Mrs. Higgins). — Esa es la tragedia, señora. Es muy fácil decir
déjelo. Pero no tengo ánimo para ello. ¿Quién de nosotros lo tendría? Estamos
todos intimidados. Intimidados, señora: así estamos. Si lo rechazo, ¿qué me
espera en mi vejez, sino el asilo? Ya he tenido que teñirme el cabello para
conservar mi puesto de basurero. Si fuese uno de los pobres dignos y hubiera
ahorrado algo, podría rechazarlo. Pero, en ese caso, ¿por qué habría de hacerlo
así, puesto que los pobres dignos podrían muy bien ser millonarios, por la poca
felicidad de que gozan? No saben lo que es la felicidad. Pero yo, como uno de
los pobres indignos, no tengo nada que me aparte del uniforme del pobre
mantenido por el Estado, aparte de esas malditas tres mil anuales que me hacen
saltar a la clase media. (Perdone la
expresión señora; usted misma la habría usado si hubiese tenido mis motivos.) Lo tienen atrapado a uno, se vuelva
hacia donde se volviere. Es preciso elegir entre la Squili del asilo de pobres
y la Char Bydis de la clase media [5]. Y yo no tengo valor para el asilo.
Intimidado: así estoy. Deshecho. Comprado. Hombres más felices que yo vendrán a
buscar mi basura y mendigarán mi propina. Y yo tendré que mirarles, impotente,
y envidiarles. Y eso es lo que me ha hecho su hijo. (Se
muestra abrumado por la emoción.)
Mrs.
HIGGINS. — Bien, me alegro de que no haya decidido hacer nada
precipitado, Mr. Doolittle.
Porque esto resuelve el problema del futuro de Eliza.
Ahora podrá mantenerla.
DOOLITTLE (con melancólica
resignación). — Sí, señora.
Ahora se
espera de mí
que mantenga a
todos con las
tres mil anuales.
HIGGINS
(poniéndose en pie de un salto).— ¡Bobadas!
¡El no puede mantenerla! No la mantendrá. No le pertenece. Yo le pagué cinco
libras por ella. Doolittle: o es usted un hombre honrado
o es un
pillo.
DOOLITTLE
(tolerante). — Un poco de las dos
cosas, Enry, como todos nosotros; un
poco de las dos.
HIGGINS.
— Bueno, pues aceptó mi dinero por la muchacha. Y no tiene
derecho a llevársela a ella
también.
Mrs. HIGGINS. — Henry, no seas absurdo. Si quieres
saber dónde está Eliza, está arriba.
HIGGINS
(atónito). — ¿Arriba? Entonces la
haré bajar inmediatamente. (Se dirige
resueltamente hacia la puerta.)
Mrs. HIGGINS (levantándose y siguiéndole). — Quédate
tranquilo, Henry. Siéntate.
HIGGINS. —Yo...
Mrs. HIGGINS. — Siéntate,
querido, y escúchame.
HIGGINS.—
¡Oh, está bien,
está bien! (Se deja caer sin ninguna gracia en la otomana, de
cara hacia las ventanas.) Pero creo que podrías habernos dicho
esto hace media hora. Mrs.
HIGGINS.
— Eliza vino a
verme esta mañana.
Me contó la forma brutal en que la trataste.
HIGGINS (respingando nuevamente). — ¿Qué?
PICKERING
(levantándose a su vez).— Mi querida Mrs. Higgins, le ha estado
contado cuentos. No la tratamos brutalmente. Casi ni le dirigimos le palabra. Y
nos separamos de ella en términos especialmente amistosos. (Volviéndose hacia Higgins.) Higgins, ¿te mostraste tiránico hacia
ella después de que yo me fui a dormir?
HIGGINS.
— Precisamente lo contrario. Me arrojó las pantuflas a la cara. Se portó del
modo más insultante. Yo no le proporcioné ni el menor motivo para ese
comportamiento. Las pantuflas me dieron de lleno en la cara en cuanto entré en
la habitación... antes de que hubiese podido pronunciar una palabra. Y me habló
con un lenguaje perfectamente atroz.
PICKERING (estupefacto). —Y esto, ¿por
qué? ¿Qué le hicimos?
Mrs.
HIGGINS. — Creo que sé bien lo que le hicieron. La joven es, naturalmente, un
tanto afectuosa. ¿No es cierto, Mr. Doolittle?
DOOLITTLE. — Tiene un
corazón muy tierno,
señora. Se parece a mí.
Mrs.
HIGGINS. — Precisamente. Se encariñó con los dos. Trabajó muy
intensamente para ti,
Henry. No creo
que te des cuenta cabal de lo que
significa, para una chica de la clase de ella, cualquier cosa que tenga
relación con el trabajo mental. Bueno, pues, parece que, cuando llegó el día de
la gran prueba y ella se comportó tan maravillosamente, sin cometer ni un solo
error, ustedes dos se quedaron sentados y no le dijeron ni una sola palabra. No
hicieron más que hablar entre sí de cuan satisfechos estaban de que todo
hubiese terminado y de cómo se habían aburrido. ¡Y luego te sorprendiste cuando
te arrojó las pantuflas a la cara! ¡Yo te habría arrojado los atizadores!
HIGGINS.
— Lo único que dijimos fue que estábamos cansados y que queríamos acostarnos.
¿No es verdad, Pick?
PICKERING (encogiéndose de hombros). — Eso fue
todo.
Mrs. HIGGINS
(irónica). — ¿Está seguro?
PICKERING. — Absolutamente. De
veras, eso fue todo.
Mrs.
HIGGINS.—¿No le agradecieron, ni la mimaron, ni le dijeron cuan
espléndidamente se había
portado?
HIGGINS
(impaciente).— Pero ella sabía todo
eso. No le hicimos ningún discurso, si
eso es lo que
quieres decir.
PICKERING
(con remordimientos de conciencia). — Quizá
nos mostramos un poco
desconsiderados. ¿Está muy
enojada?
Mrs.
HIGGINS (regresando a su lugar, ante la
mesa de escribir). — Me temo que no quiera regresar a la calle Wimpole,
especialmente ahora que Mr. Doolittle está en condiciones de mantenerla en la
posición social en la que ustedes la han colocado. Pero dice que se siente
completamente dispuesta a hablar con ustedes en términos amistosos y a olvidar
lo pasado.
HIGGINS (furioso).
—Sí,
¿eh? ¡Caramba! ¡Ja!
Mrs.
HIGGINS. — Si me prometes portarte bien, Henry, le pediré que baje. Si no, vete
a tu casa. Porque ya me has hecho perder bastante tiempo.
HIGGINS.
— Bueno, está bien. Muy bien. Pick: pórtate bien. Saquemos a relucir nuestros
mejores modales dominicales para esta criatura que hemos recogido del fango. (Se arroja
hoscamente en la silla isabelina.)
DOOLITTLE
(con tono de reproche). — ¡Vamos,
vamos, Enry Iggins! Tenga un poco de consideración hacia mis sentimientos de
miembro de la
clase media.
Mrs.
HIGGINS. — Acuérdate de tu promesa, Henry (Oprime
el botón del timbre que está en la mesa de escribir.) Mr. Doolittle,
¿quiere tener la bondad de pasar al balcón por un momento? No quiero que Eliza
reciba el choque de sus noticias hasta que se haya reconciliado con estos dos
caballeros. ¿Le molestaría?
DOOLITTLE.
— Como quiera, señora. Cualquier cosa para ayudar a Enry a sacármela de encima.
(Desaparece en el balcón.)
Aparece
la doncella, en respuesta al llamado. Pickering se sienta en el lugar
desocupado por Doolittle.
Mrs. HIGGINS. —Pídele a Miss Doolittle que baje, por favor. LA
DONCELLA. — Sí, señora. (Sale.)
Mrs. HIGGINS. — Pórtate bien,
Henry.
HIGGINS. — Me estoy
portando perfectamente bien.
PICKERING. — Hace lo
mejor que puede,
Mrs. Higgins.
Una
pausa. Higgins echa la cabeza hacia atrás, estira las piernas y
comienza a silbar.
Mrs. HIGGINS. — Henry, querido,
no pareces nada simpático en esa
actitud.
HIGGINS (enderezándose). — No estaba tratando de parecer simpático, mamá.
Mrs. HIGGINS. — No tiene
importancia, querido. Solamente quería hacerte hablar.
HIGGINS. —¿Por qué?
Mrs. HIGGINS. — Porque no puedes
hablar y silbar al mismo tiempo.
Higgins
lanza un gruñido. Otra pausa
sumamente penosa.
HIGGINS
(levantándose de un. brinco). —
¿Dónde demonios está esa muchacha? ¿Es qué tendremos que esperarla aquí
todo el día?
Entra
Eliza, alegre, ducha de sí misma, con una exhibición abrumadoramente
convincente de desenvoltura de modales. Lleva una cestita de labores y se
encuentra perfectamente a sus anchas. Pickering se siente tan desconcertado que
no se pone de pie.
LIZA. — ¿Cómo le va,
profesor Higgins? ¿Está
usted bien?
HIGGINS (ahogándose). — ¿Si estoy...? (No puede terminar la frase.)
LIZA.
— Pero es claro que está bien. Usted nunca se enferma. Me alegro de volver a
verlo, coronel Pickering. (Este se
levanta apresuradamente y se dan la mano.) Una mañana bastante fría, ¿no es
verdad? (Se sienta a la izquierda de Pickering; él se sienta junto a ella.)
HIGGINS.
— No intentes este juego conmigo; yo te lo enseñé y no podrás engañarme con él.
Levántate y ven a casa; no seas tonta.
Eliza
toma una labor de costura de la cesta y comienza a bordar, sin prestar la más
mínima atención al estallido.
Mrs.
HIGGINS. — Muy bien dicho, Henry, por cierto. Ninguna mujer podría resistirse a
semejante invitación.
HIGGINS.
— Déjala sola, mamá. Déjala que hable por sí misma. Pronto verás si tiene una
sola idea que no se la haya puesto yo en la cabeza, o una sola palabra que no
le haya puesto en la boca. Te digo que he creado a esa cosa con las hojas
aplastadas de un repollo de Covent Garden. Y ahora pretende hacerse la dama
refinada conmigo.
Mrs. HIGGINS (plácida). —Sí, querido. Pero siéntate, ¿quieres?
Higgins
vuelve a sentarse salvajemente.
LIZA
(a Pickering, aparentemente sin advertir
la presencia de Higgins y trabajando entre tanto diestramente). — ¿Dejará
usted de verme del todo, coronel Pickering, ahora que el experimento ha
terminado?
PICKERING.
— Oh, por favor. No hable de eso como si se tratase de un experimento. No sé
por qué, pero me molesta.
LIZA. — Vaya, no soy más que una
hoja aplastada de repollo...
PICKERING (impulsivamente).
— ¡No!
LIZA
(continuando, serena).—... pero le
debo tanto que me sentiría muy desdichada
si se olvidase de mí.
PICKERING. — Es muy amable de su
parte el sentir de ese modo, Miss Doolittle.
LIZA.
— Y no es porque haya pagado mis vestidos. Sé que es generoso hacia todos con
su dinero. Pero fue de usted de quien verdaderamente aprendí los buenos
modales. Y eso es lo que la convierte a una en una dama, ¿verdad? La verdad es
que me resultó sumamente difícil, con el ejemplo del profesor Higgins
eternamente delante. Mi crianza me obligaba a ser igual que él, incapaz de
dominarme, usando palabras insultantes a la menor provocación. Y nunca habría
sabido que las damas y los caballeros no eran así, si no hubiese estado usted
allí.
HIGGINS. —¡Bueno...!
PICKERING. — ¡Oh, ése no es más
que el carácter de él! No lo hace de intento.
LIZA.
— Tampoco yo lo hacía de intento
cuando era florista. No era más que mi carácter. Pero, ya ve: lo hacía. Y, en fin de cuentas: en eso reside la
diferencia.
PICKERING.
— Sin duda alguna. Empero, él le enseñó a hablar, y yo no habría podido
hacerlo.
LIZA (trivial).—
Es claro; es la profesión de él.
HIGGINS. —¡Maldición!
LIZA
(continuando). — Era como aprender en
el estilo de moda, nada más. Pero, ¿sabe qué fue lo que empezó mi verdadera
educación?
PICKERING. — ¿Qué?
LIZA
(interrumpiendo la labor por un momento).
— El que usted me llamara Miss Doolittle, ese día, cuando fui a la calle
Wimpole por primera vez. Ese fue el comienzo del respeto a mí misma. (Sigue bordando.) Y hubo otras cien
cositas, que usted no advirtió porque las hacía con toda naturalidad. Cosas
como ponerse de pie y quitarse el sombrero y
abrir puertas...
PICKERING. — ¡Oh, eso no era nada...!
LIZA.
— Sí, cosas que demostraban que usted pensaba de mí y sentía a mi respecto como
si me considerase algo mejor que una fregona. Aunque, por supuesto, yo sabía
que se habría portado del mismo modo con la fregona, si ésta se hubiese
presentado en la sala. Nunca se quitó los zapatos en el comedor, mientras yo
estaba presente.
PICKERING. — No haga caso de
eso. Higgins se quita los zapatos en todas partes.
LIZA.
— Lo sé. Y no le culpo. Es su modo de ser, ¿verdad? Pero tuvo tanta importancia
para mí el que usted no fuese así... La verdad, aparte de las cosas que se
pueden aprender (la forma de vestir,
la forma correcta de hablar, etcétera),
la diferencia entre una señora y una florista no reside en cómo se comporte,
sino en cómo la traten. Para el profesor Higgins siempre seré una florista,
porque siempre me trata como a una florista y siempre me tratará del mismo
modo. Pero sé que puedo ser una dama para usted, porque usted siempre me trata
como a una dama y siempre me seguirá tratando del mismo modo.
Mrs. HIGGINS. — Por favor, no
hagas rechinar los dientes, Henry.
PICKERING. — Bien, es
ese un hermoso
sentimiento, Miss Doolittle.
LIZA. — Me agradaría que me
llamara Eliza, si no tiene inconveniente.
PICKERING. — Gracias, Eliza, por
supuesto.
LIZA. — Y me gustaría que el
profesor Higgins me llame Miss Doolittle.
HIGGINS.—Antes te veré en el
infierno.
Mrs. HIGGINS. — ¡Henry, Henry!
PICKERING
(riendo). — ¿Por qué no le contesta
con una buena andanada de jerga? No le aguante esas cosas. Le haría mucho bien.
LIZA.
— No puedo. En
otra época habría
podido hacerlo, pero ahora no me
es posible. Usted me dijo una vez que, cuando un niño es llevado a un país que
no es el suyo, aprende el nuevo idioma en un par de semanas y olvida el propio.
Bueno, yo soy una niña en el país de usted. He olvidado mi propio idioma y no
puedo hablar otro que el de usted. En eso consiste la verdadera separación con
la esquina de Tottenham Gourt Road. Y el haber abandonado la calle Wimpole la hace
definitiva.
PICKERING
(intensamente alarmado.) — ¡Oh, pero
usted volverá a la calle Wimpole!, ¿no es cierto? ¿Perdonará a Higgins?
HIGGINS (levantándose).— ¿Perdonarme? ¡Vaya! Que no venga. Que vea cómo
puede arreglárselas sin nosotros. Volverá al arroyo al cabo de tres semanas, si
no me tiene a mí cerca.
Doolittle
aparece en la ventana del centro. Con una mirada de digno reproche a Higgins,
se acerca lenta y silenciosamente a su hija, que, de espaldas a la ventana, no
lo ve.
PICKERING. — Es incorregible,
Eliza. No volverá al arroyo, ¿eh?
LIZA.
— No, ya no. Nunca. He aprendido mi lección. No creo que pudiese volver a
pronunciar uno de los viejos sonidos, aunque lo intentase. ( Doolittle la toca en el
hombro izquierdo. Ella deja caer la labor y pierde por completo el dominio de
sí misma ante el espectáculo del esplendor de su padre.) ¡Aaaaaah-oooi!
HIGGINS
(con un graznido de triunfo). — ¡Ahá!
¡Precisamente! ¡Aaaaaah-oooi! ¡Aaaaaaoooi! ¡Victoria! ¡Victoria! (Se deja
caer en el diván, cruzándose de brazos y desparramándose arrogantemente.)
DOOLITTLE.
— ¿Puede culpar a la muchacha? No me mires así, Eliza. He conseguido
cierta cantidad de dinero.
LIZA. — Debes de haber sableado
a un millonario esta vez, papá.
DOOLITTLE.—Así
es. Pero hoy estoy vestido especialmente. Voy a la iglesia de Saint George, en
Hanover Square. Tu madrastra se casa conmigo.
LIZA (enfurecida). — ¡No irás a rebajarte con esa mujer vulgarota y
ordinaria...!
PICKERING
(tranquilo). —Debe hacerlo, Eliza. (A Doolittle.)
¿Por qué cambió ella de idea?
DOOLITTLE
(triste). — Intimidada, jefe;
intimidada. La moral de la clase media exige su víctima. ¿No quieres ponerte el
sombrero, Liza, y ver cómo me ahorco?
LIZA.
— Si el
coronel dice que
es necesario, yo...
te... (Casi sollozando.) ¡Me rebajaré...! Y seguramente seré
insultada por el trabajo que me tomo.
DOOLITTLE.
— No temas. Ya no insulta a nadie, ¡pobre mujer! La respetabilidad le ha
quitado todo el fuego.
PICKERING (apretando suavemente el codo de Eliza).— Sea bondadosa con ellos,
Eliza.
Pórtese lo mejor que
pueda.
LIZA
(obligándose a sonreír a pesar de su
irritación).— ¡Oh, bueno, para demostrar que no hay mala voluntad...!
Volveré dentro de un instante. (Sale).
DOOLITTLE (sentándose junto a Pickering). — Me siento extraordinariamente
nervioso por culpa de la ceremonia, coronel. Me agradaría que usted estuviese
junto a mí hasta que termine.
PICKERING. — Pero si ya la pasó
otra vez, hombre. ¿No se casó con la madre de Eliza?
DOOLITTLE. — ¿Quién le dijo tal
cosa, coronel?
PICKERING. — Bueno, nadie me lo
dijo. Pero yo supuse... naturalmente...
DOOLITTLE.
— No, esa no es la forma natural, coronel. No es más que la forma de hacer las
cosas de la clase media. Mi forma ha sido siempre la indigna. Pero no le diga
nada a Eliza.
Ella no lo sabe. Siempre he
tenido escrúpulos en decírselo.
PICKERING. — Perfectamente. Lo
dejaremos así, si usted quiere.
DOOLITTLE. — ¿Y vendrá a la
iglesia, coronel, y me ayudará?
PICKERING. — De mil amores. Le
daré toda la ayuda que pueda darle un soltero.
Mrs.
HIGGINS. — ¿Puedo ir yo también, Mr. Doolittle? Lamentaría mucho tener que
perderme su boda.
DOOLITTLE.
— Le aseguro que me sentiré sumamente honrado con sus condescendencia, señora.
Y mi pobre mujer lo considerará como un tremendo cumplido. Ha estado,
últimamente, muy abatida, pensando
en los días
dichosos que ya no son más.
Mrs.
HIGGINS (levantándose). —Pediré el
coche y me prepararé. (Todos los hombres
se ponen de pie, salvo Higgins.) No tardaré más de quince minutos. (Cuando se dirige a la puerta, entra Eliza,
con el sombrero puesto y abotonándose los guantes.) Iré a la iglesia, a
presenciar el casamiento de tu padre, Eliza. Será mejor que vengas en el coche
conmigo. El coronel Pickering podrá ir con
el novio.
Mrs.
Higgins sale. Eliza llega hasta el centro de la habitación, entre la ventana
del medio y la otomana. Pickering se une
a ella.
DOOLITTLE.
— ¡Novio! ¡Qué palabra! Hace que uno se dé cuenta de su situación. (Toma el sombrero y va hacia la puerta.)
PICKERING. — Antes de que yo me
vaya, Eliza, perdone a Higgins y vuelva a vivir con nosotros.
LIZA. — No creo que papá me lo
permita. ¿No es cierto, papá?
DOOLITTLE
(triste pero magnánimo). — Te la
jugaron muy astutamente, Eliza, los dos deportistas. Si hubiese sido uno solo
de ellos, habrías podido comprometerle. Pero, ¿te das cuenta?, siempre estaban
los dos juntos y uno de ellos hacía de dama de compañía del otro, por así
decirlo. (A Pickering.) Muy ingenioso de su parte, coronel; pero no le guardo
rencor. Yo habría hecho lo mismo. Durante toda mi vida fui víctima de una mujer
tras otra, y no les reprocho el que le hayan ganado la partida a Eliza. No me
entrometeré. Es hora de que
salgamos, coronel. Hasta luego,
Henry. Te veré en Saint George, Eliza. (Sale.)
PICKERING (suplicante).— ¡Quédate con nosotros, Eliza! (Sigue a Doolittle.)
Eliza
sale al balcón, para no estar a solas con Higgins. Este se levanta y la sigue.
Ella vuelve inmediatamente a la habitación y se dirige a la puerta. Pero él
sale del balcón por el otro extremo y se pone de espaldas a la puerta antes de
que la joven pueda llegar a ella.
HIGGINS.
— Bien, Eliza: ya te has cobrado parte de la cuenta, como tú lo llamas. ¿Has
tenido bastante? ¿Quieres ser razonable? ¿O
quieres algo más?
LIZA.
— Usted desea que vuelva únicamente para alcanzarle las pantuflas y aguantar
sus arranques de cólera y ordenarle las cosas.
HIGGINS. — No he dicho que
quisiera que vuelvas.
LIZA. — ¡Ah, vaya! Y entonces,
¿de qué estamos hablando?
HIGGINS.
— De ti, no de mí. Si vuelves, te trataré como siempre te he tratado. No puedo
cambiar mi carácter. Y no pienso cambiar mis modales. Mis modales son
exactamente los mismos que los del coronel Pickering.
LIZA. — No es verdad. El trata a
una florista como si fuese una duquesa.
HIGGINS. — Y yo trato a una
duquesa como si fuese una florista.
LIZA.
— Entiendo. (Se vuelve, sumamente serena,
y se sienta en la otomana, de cara la ventana.)
Igual para todos.
HIGGINS. — Precisamente.
LIZA. — Como papá.
HIGGINS
(sonriendo, un tanto desconcertado).
— Sin aceptar la comparación en todos sus puntos, Eliza, es muy cierto que tu
padre no es un fachendón y que se encontrará muy a sus anchas en cualquier
situación a que su excéntrico destino pueda llevarle. (Serio.) El gran secreto, Eliza, no consiste en tener buenos
modales o malos modales o alguna otra forma especial de modales, sino en tener
el mismo tipo de modales para todos los seres humanos; en una palabra: en
comportarse como si se encontrara uno en el cielo, donde no existen los coches
de tercera y un alma es tan buena como otra.
LIZA. — Amén. Es usted un
predicador nato.
HIGGINS
(irritado). —No hay que fijarse en si te trato groseramente, sino en si alguna vez
me has visto tratar mejor a cualquier otra persona.
LIZA
(con repentina sinceridad). — No me
importa cómo me trate. No me molesta que me insulte. No me importaría que me
pusiera un ojo negro. Ya los he tenido anteriormente. (Poniéndose de pie y enfrentándolo.) Pero no quiero que me pasen
por alto.
HIGGINS.
— Y entonces quítate
del paso. Porque
yo no me detendré por ti. Hablas
de mí como si fuese un ómnibus.
LIZA.
— Y lo es. No más que impulso y carrera, y ninguna consideración para nadie.
Pero puedo arreglármelas sin usted; no
crea que no.
HIGGINS. — Ya lo sé. Yo mismo te
lo dije.
LIZA (herida,
apartándose de él y poniéndose al otro lado de
la otomana, de
cara a la
chimenea). — ¡Me
acuerdo de ello, pedazo de
animal! ¡Quería librarse de mí!
HIGGINS. — ¡Embustera!
LIZA. —
Gracias. (Se sienta con dignidad.)
HIGGINS.
— Supongo que nunca
te habrás preguntado
si yo podía arreglármelas sin
ti.
LIZA (sincera). —No trate de
engañarme. Tendrá que pasárselas sin mí.
HIGGINS
(arrogante.) —Puedo pasármelas sin
nadie. Tengo mi propia alma, mi propia chispa del fuego divino. (Con repentina humildad.) Pero te echaré
de menos, Eliza. (Se sienta en la otomana, cerca de ella.) He
aprendido algo de tus estúpidas ideas: lo confieso humilde y agradecidamente. Y
me he acostumbrado a tu voz y a tu aspecto. Me agradan.
LIZA.
— Pues los tiene ambos en su gramófono y en su álbum de fotografías. Cuando se
sienta solitario sin mí, no tiene más que hacer funcionar el aparato. Carece de
sentimientos que puedan ser heridos.
HIGGINS.
— No puedo hacer funcionar tu alma en ningún aparato. Déjame esos sentimientos
y puedes llevarte la voz y el rostro. Ellos no son tú.
LIZA.—
¡Oh, es usted un demonio! Puede retorcerle el corazón a una mujer con tanta
facilidad como cuando le retuerce los brazos para herirla. Mrs. Pearce me lo
previno. Una y otra vez ha querido irse. Y, a último momento, usted siempre la
convencía. Y no le tiene usted ni un poco de afecto. Ni me lo tiene a mí.
HIGGINS.
— Le tengo afecto a la vida, a la humanidad. Y tu eres una parte de ella que se
cruzó por mi camino y que fue moldeada en mi casa. ¿Qué más puedes pedir? ¿Qué
más puede pedir nadie?
LIZA. — No quiero a nadie que no
me quiere a mí.
HIGCINS.
—Principios comerciales, Eliza. (Reproduciendo
su pronunciación de Covent Garden con exactitud profesional.) Como u'n
ramiyete de violeta'", ¿no es cierto?
LIZA. — No se burle de mí. Es
vil.
HIGGINS.
— Nunca me he burlado en mi vida. La burla no concuerda con el rostro humano ni
con el alma humana. No hago más que expresar mi justo desprecio por el
Comercialismo. No comercio con el afecto ni comerciaré. Me llamas bestia porque
no conquistaste ningún derecho sobre mí trayéndome mis zapatillas y
encontrándome los anteojos. Fuiste una tonta. Creo que una mujer que alcanza
las pantuflas a un hombre constituye un espectáculo desagradable. ¿Alguna vez
te llevé yo a ti las pantuflas? Mucho más te aprecio por habérmelas arrojado a
la cara. Es inútil que te esclavices por mí y luego digas que quieres que te
aprecien. ¿Quién aprecia a un esclavo? Si vuelves, vuelve por amistad. Porque
no recibirás nada más. Has recibido de mí cien veces más de lo que yo recibí de
ti. Y si te atreves a comparar tus habilidades de perrito, de traer y llevar
pantuflas, contra mi creación de una duquesa Eliza, te daré con la puerta en
las narices.
LIZA. — ¿Por qué creó a esa
duquesa, si yo no le importaba?
HIGGINS (sincero). — Pues porque era mi trabajo..
LIZA. — Nunca se le ocurrió
pensar en las dificultades que me ocasionaría...
HIGGINS.
— ¿Habría sido creado el mundo alguna vez, si su hacedor se hubiese preocupado
de no provocar dificultades? Crear vida significa ocasionar dificultades. Hay
una sola forma de evitarlas: matando. Advertirás que los cobardes siempre piden
a gritos que se mate a la gente que provoca dificultades.
LIZA.
— No soy predicadora; no me doy cuenta de esas cosas. Pero sí me doy cuenta de
que usted no me toma en cuenta.
HIGGINS
(levantándose de un salto y paseándose
por la estancia). — ¡Eliza, eres una idiota! ¡Derrocho los tesoros de mi
mente miltónica poniéndolos ante ti! De una vez por todas: entiende que sigo mi
camino y cumplo con mi tarea sin que me importe un rábano de lo que nos suceda
a cualquiera de los dos. No estoy intimidado, como tu padre y tu madrastra.
De modo que puedes volver a mi
casa o irte al demonio, como te plazca.
LIZA. — ¿Por qué habría de
volver?
HIGGINS
(poniéndose de rodillas sobre la otomana
e inclinándose hacia la
joven).— Por pura diversión.
Por eso te tomé yo.
LIZA
(con el rostro vuelto hacia el otro lado).
— ¿Y usted podrá expulsarme mañana, si no hago todo lo que quiere que haga?
HIGGINS. — Sí, y tú puedes irte
mañana, si no hago todo lo que tú quieres
que haga.
LIZA. — ¿Para vivir con mi
madrastra?
HIGGINS. — Sí, o para vender
flores.
LIZA.
— ¡Oh, si pudiese volver a mi cesta de flores! ¡Sería independiente de usted,
de mi padre y de todo el mundo! ¿Por qué me arrebató mi independencia? ¿Por qué
se la entregué yo? Ahora soy una esclava, a pesar de mis magníficos vestidos.
HIGGINS.
— Nada de ello. Si quieres te adoptaré como hija mía y te señalaré alguna suma
mensual. ¿O preferirías casarte con
Pickering?
LIZA
(mirándole ferozmente). — ¡No me
casaría con usted aunque me lo pidiera! ¡Y está más cerca de mi edad de que él!
HIGGINS (dulcemente). —Que él, no "de que él".
LIZA (irritada, levantándose). — ¡Hablaré como se me ocurra! ¡Ya no es mi maestro!
HIGGINS
(reflexivo).— Aunque, pensándolo
bien, no creo que Pickering quisiera. Es un solterón tan empedernido como yo.
LIZA.
— No es eso lo que quiero; ni lo piense. Siempre he tenido hombres de sobra que
me querían de ese modo. Freddy Hill me escribe dos o tres veces por día, hojas
y hojas.
HIGGINS
(desagradablemente sorprendido). —
¡Maldito sea tu descaro! (Retrocede y se
sorprende sentado sobre los talones. )
LIZA.—Tiene derecho
a hacerlo, si le
place, pobrecito. Y me ama.
HIGGINS (bajando
de la otomana). —No tienes
derecho a darle esperanzas.
LIZA. — Toda mujer tiene derecho
a ser amada.
HIGGINS. — ¿Qué? ¿Por tontos
como ése?
LIZA.
— Freddy no es un tonto. Y si es débil y pobre y me quiere, puede que me haga
más dichosa que los que son mejores que yo y me tratan tiránicamente y no me
quieren.
HIGGINS. — ¿Puede hacer algo de
ti? Eso es lo importante.
LIZA.
— Quizá yo pueda hacer algo de él. Pero nunca pensé en que ninguno de los dos tuviese que hacer nada del otro.
Y usted jamás piensa en otra cosa. Yo no
deseo más que ser natural.
HIGGINS.
— En una palabra, quieres que esté tan enamoricado de ti como Freddy, ¿no es
eso?
LIZA.
— No. No es ese el sentimiento que quiero
de usted. Y no esté tan seguro de
sí mismo ni de mí. Podría haber sido una mala muchacha, si hubiese querido.
Conozco ciertas cosas más que usted, a pesar de toda su cultura. Las mujeres
como yo pueden doblegar a los caballeros y obligarles a que les hagan el amor;
les es muy fácil. Y en el instante siguiente ambos desean que el otro esté
muerto.
HIGGINS. — Por supuesto. Y
entonces, ¿por qué demonios estamos riñendo?
LIZA
(turbada). — Quiero un poco de
bondad. Sé que soy una muchacha vulgar e ignorante, y usted un caballero culto.
Pero no soy el polvo que usted pisa. Lo qu'he hacido... (Corrigiéndose.) Lo que he hecho no lo hice por los vestidos y los
taxis. Lo hice porque era agradable estar juntos; y fui a cuidarle a usted. No
porque quisiese que me hiciera el amor, no olvidando la diferencia que hay
entre nosotros, sino, más bien, amistosamente.
HIGGINS.
— Bueno, es claro. Eso es exactamente lo que siento yo. Y lo que siente
Pickering. ¡Eliza, fuiste una tonta!
LIZA.— ¡No es
una respuesta correcta! (Se deja caer en
la silla que hay ante el escritorio, bañada en lágrimas.)
HIGGINS.
— Es la única que recibirás hasta que dejes de ser una idiota común. Si quieres
ser una dama, tendrás que dejar de sentirte despreciada cuando los hombres que
conoces no se pasan la mitad de su vida lloriqueando por ti y la otra mitad
poniéndote los ojos negros. Si no puedes soportar la frialdad de mi forma de
vida, y la tensión, vuélvete al arroyo. Trabaja hasta que
seas más un animal
que un ser
humano.
Y entonces haz
el amor y riñe y emborráchate hasta que te duermas. ¡Ah, la vida del arroyo es magnífica! ¡Es
real, es cálida, es
violenta! ¡Se la
puede sentir a
través de la
piel más gruesa! ¡Se la puede
gustar y oler sin ningún estudio ni trabajo!
¡No es como la Ciencia y la Literatura y la Música Clásica y la
Filosofía y el Arte! Me encuentras frío, insensible, egoísta, ¿eh? Muy bien:
vete con la gente que te agrada más. Cásate con algún cerdo sentimental que
tenga mucho dinero y un grueso par de labios para besarte y un grueso par de
zapatos para propinarte puntapiés. Si no puedes apreciar lo que tienes, será mejor que tengas lo
que puedas apreciar.
LIZA
(desesperada). — ¡Es usted un tirano
cruel! ¡No puedo hablarle! ¡Todo lo vuelve contra mí! ¡Yo soy siempre la que
está en el error! Pero usted sabe perfectamente bien, todo el tiempo, que no es
más que un bravucón. Sabe que no puedo volver al arroyo, como lo llama, y que
no tengo otros amigos en el mundo que usted y el coronel Pickering. Sabe
perfectamente que no podría vivir con un hombre ordinario, después de haberlos
conocido a los dos. Y es malvado y cruel que me insulte fingiendo que cree lo
contrario. Piensa que debo volver a la calle Wimpole porque ya no tengo a dónde
ir, sino a lo de mi padre. Pero no esté tan seguro de que me tiene bajo sus
pies y que puede pisotearme y hacerme callar a gritos. Me casaré con Freddy, lo
juro, en cuanto pueda mantenerle.
HIGGINS
(pasmado). — ¡Freddy! ¡Ese jovenzuelo
tonto! ¡Ese pobre diablo que no podría conseguir un puesto de mandadero, aunque
tuviese el coraje de pedirlo! Mujer, ¿no entiendes que yo he
hecho de ti
algo digno de
ser la consorte de un rey?
LIZA.
— Freddy me ama. Eso hace que sea un rey para mí. No quiero que
trabaje. No fue
educado para ello
como yo. Seré maestra.
HIGGINS. — ¿Qué enseñarás, en
nombre del cielo?
LIZA.—Lo que me enseñó
usted: fonética.
HIGGINS. — ¡Ja, ja, ja!
LIZA. — Me ofreceré
de ayudante a ese húngaro
de cara peluda.
HIGGINS
(levantándose, enfurecido). — ¡Ese
impostor, ese farsante, ese ignorante rastrero! ¿Le enseñarás mis métodos, mis
descubrimientos? ¡Si das un solo paso en su dirección, te retuerzo el cuello!
(Le pone las manos encima.) ¿Me oyes?
LIZA
(desafiante, sin resistirse). —
¡Retuérzalo, pues! ¿Qué me importa? Ya sabía que algún día me golpearía. (El le suelta, golpeando el suelo con el
pie, enfurecido por haber perdido el dominio de sí mismo, y retrocede tan
apresuradamente que tropieza con la otomana y cae sentado en ella.) ¡Aja!
¡Ahora sé cómo tratar con usted! ¡Tonta de mí que no se me ocurrió antes! No
puede arrebatarme los conocimientos que me dio. Dijo que tenía un oído más fino
que usted. Y sé ser cortés y bondadosa con la gente, que es más de lo que usted
puede decir. ¡Aja! (Pronunciando mal de
intento, para irritarle.) Eso será su fin, Enry Iggins, será. (Haciendo chasquear los dedos.) ¡Ahora
no me importa ni esto de sus gritos y sus palabras altisonantes! Pondré un
anuncio en los diarios, diciendo que su duquesa no es más que una florista,
discípula suya, que le enseñará a cualquiera a ser una duquesa, en seis meses,
por mil guineas. ¡Ah, cuando me acuerdo que me arrastraba a sus pies y me
dejaba pisotear e insultar, y no tenía más que levantar un dedo para ser tan
importante como usted...! ¡Tengo ganas de darme de puntapiés...!
HIGGINS
(admirándola).— ¡ Maldita descarada!
Pero es mejor que lloriquear, mejor que buscar pantuflas y encontrar anteojos,
¿no es cierto? (Poniéndose de pie.) ¡Caray,
Eliza, dije que haría una mujer de ti! Y lo conseguí. Me agradas más así.
LIZA.
— Sí, ahora que no le tengo miedo y que puedo valerme por mí misma, trata de
reconciliarse conmigo.
HIGGINS.
— Por supuesto que puedes valerte por ti misma, tontita. Hace cinco minutos
eras como una piedra de molino que pendiera de mi cuello. Ahora eres una torre
de poder, un acorazado gemelo. Tú y yo y Pickering seremos tres viejos
solterones, en lugar de ser dos hombres y una jovencita tonta.
Vuelve
Mrs. Higgins, vestida para la boda. Eliza se torna instantáneamente fría y
elegante.
Mrs. HIGGINS. —El coche
espera, Eliza. ¿Estás lista?
LIZA. — Sí. ¿No viene el profesor?
Mrs.
HIGGINS. — Por supuesto que no. No sabe comportarse en la iglesia. Hace
observaciones en voz alta acerca de la pronunciación del sacerdote.
LIZA. — Entonces no
volveré a verle, profesor. Adiós. (Va
hacia la puerta.) Mrs. HIGGINS (acercándose a
su hijo.) —Adiós, querido.
HIGGINS.
— Adiós, mamá. (Está a punto de besarla,
cuando se acuerda de algo.) ¡Ah, de paso, Eliza! ¡Haz que envíen un jamón y
un queso Stilton, ¿quieres? Y cómprame un par de guantes de piel de reno,
número ocho, y una corbata que haga juego con mi traje nuevo. Puedes elegir tú
el color. (Su voz alegre, negligente, vigorosa, demuestra que es incorregible)
LIZA
(despectiva). — El número ocho es
demasiado chico para usted, si los quiere forrados de piel de cordero. Tiene
tres corbatas nuevas, olvidadas en un cajón de su tocador. El coronel Pickering
prefiere el doble Gloucester al Stilton; y, además, usted no aprecia la diferencia
entre uno y otro. Esta mañana le telefoneé a Mrs. Pearce para
que no se
olvidara del jamón. No puedo imaginarme qué haría usted sin mí. (Sale majestuosamente del cuarto.)
Mrs
HIGGINS. — Me temo que has arruinado a esa joven, Henry! Me sentiría muy
inquieta por ti y por ella, si no supiese que tiene en muy alta estima al
coronel Pickering.
HIGGINS.
—¿Pickering? ¡Bobadas! Se casara con Freddy. ¡Ja ja! ¡Freddy..! ¡Freddy...!
¡Ja, ,a, ja, ja, ja! (Lanza estentóreas
carcajadas mientras cae el
TELÓN
[1] La h, como se sabe, tiene casi siempre en inglés, a principio de
palabra, un sonido aspirado. Uno de los defectos corrientes de la pronunciación
cockney consiste en la omisión de ese
sonido. (N. del
T.)
[2] Sistema de notación
fonética inventado por
Henry Sweet (N.
T.)
[3] Esta es, se entiende, la
pronunciación deformada del alfabeto inglés, tan aproximadamente como se puede
representar sin la ayuda de un sistema fonético, y no la del castellano, que ni
siquiera una persona inculta pronunciaría mal. (N. del T.)
[4] En el original, Not bloody likely. Bloody es un
intensivo vulgar, considerado como altamente incorrecto en la conversación en
sociedad; de ahí la sensación, que en castellano sólo podría ser producida por
un expletivo de
más grueso calibre.
(N. del
T.)
[5] Una muestra
de la erudición
clásica de Doolittle;
se refiere, es claro,
a Escila y
Caribdis. (N. del T.)
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