15/9/14

A PUERTA CERRADA: Sartre




























Jean-Paul SARTRE

A PUERTA CERRADA


PERSONAJES
INÉS
ESTELLE
GARCIN
El MOZO DEL PISO
Un salón estilo Segundo Imperio. Sobre la chimenea, una estatua de bronce.


ACTO ÚNICO

ESCENA PRIMERA

GARCIN y el MOZO DEL PISO

GARCIN.—(Entra y mira a su alrededor.) Es aquí, ¿no?
MOZO.—Sí, aquí es. GARCIN.—¿Una habitación así? MOZO.—Sí, una habitación así.
GARCIN.—Bueno, a la larga..., a la larga probablemente se acostumbrará uno a los muebles.
MOZO.—Eso depende de las personas.

GARCIN.—¿Todas las habitaciones son por el estilo?

MOZO.—No, imagínese... Aquí nos vienen chinos, indios... ¿Qué quiere usted que hagan con un sillón Segundo Imperio?

GARCIN.—¿Y yo? ¿Qué quiere usted que haga yo? ¿Sabe quién era antes? En fin, no tiene importancia... Después de todo, siempre he vivido entre muebles que no me gustaban y en situaciones falsas; me gustaba horrores... Una situación falsa en un comedor Luis-Felipe, ¿qué le parece? ¿No le dice nada?

MOZO.—Tampoco está mal en un salón Segundo Imperio.

GARCIN.—¿Eh? Bueno, es igual... ¡Bien, bien, bien! (Mira a su alrededor.) Sin embargo, no me esperaba una cosa así... Seguro que usted sabe lo que se cuenta por allá.

MOZO.—¿De qué?

GARCIN.—De... (Con un gesto vago y amplio.) En fin, de todo esto.

MOZO.—¿Cómo ha podido creerse tales estupideces?

Personas que nunca pusieron los pies aquí... Porque claro está que si hubieran venido una vez, ya no...

GARCIN.—¡Claro! (Ríen. GARCIN vuelve a ponerse serio de pronto.) ¿Dónde están los palos?

MOZO.—¿Cómo?

GARCIN.—Las... Esas estacas en punta, los palos... Y las parrillas ardientes, los..., los embudos, los...


MOZO.—¿Tiene ganas de broma?

GARCIN.—(Mirándole.) ¿Eh? ¡Ah, ya! No, no tengo ningunas ganas de bromas, no... (Un silencio. Se pasea.) Ni espejos ni ventanas, naturalmente. Nada que sea frágil. (Con súbita violencia.) ¿Y por qué me han quitado el cepillo de dientes? A ver.

MOZO.—Ya está con eso... En seguida ha recuperado la dignidad humana. Tiene gracia.

GARCIN.—(Golpeando colérico el brazo del sillón.) Le ruego que evite esas familiaridades. No ignoro nada de mi situación, pero no estoy dispuesto a soportar que usted...

MOZO.—Un momento, un momento. Perdóneme. Pero, ¡qué quiere!, es que todos los clientes me hacen la misma pregunta. Primero me preguntan por los palos; y en ese momento le juro que no piensan para nada en su «toilette». Y en seguida, cuando se los ha tranquilizado, salen con el cepillo de dientes. Pero, por el amor de Dios, ¿no son capaces de reflexionar? Porque, en fin, yo puedo preguntarle: ¿para qué iba a limpiarse aquí los dientes?

GARCIN.—(Calmado.) Sí, es verdad, ¿para qué? (Mira a su alrededor.) ¿Y para qué iba a mirarse uno en un espejo? Mientras que la estatua de bronce, eso está bien... Me figuro que en algunos momentos lo miraré con todas mis fuerzas, con los ojos muy abiertos, ¿entiende? Bueno; en fin, no hay nada que ocultar; ya le digo que conozco perfectamente mi situación. ¿Quiere que le cuente cómo ha ocurrido? El hombre se asfixia, se hunde, se ahoga; sólo su mirada está fuera del agua, y entonces, ¿qué ve? Una reproducción en bronce. ¡Qué

pesadilla! Bueno, seguro que le han prohibido que me responda; así que no insisto. Pero acuérdese de que no me han cogido desprevenido, ¿eh? No vaya luego a alardear de haberme dado una sorpresa; me enfrento con la situación cara a cara, ya lo ve. (Vuelve a su paseo.) Así que sin cepillo de dientes. Tampoco cama. Porque es seguro que no se duerme nunca, ¿verdad?

MOZO.—¡Qué cosas tiene!

GARCIN.—Lo hubiera apostado. ¿«Por qué» se iba a dormir? Te pican los ojos de sueño. Sientes que se te cierran, pero ¿por qué dormir? Te tumbas en el canapé y, ¡pafff!..., el sueño desaparece. Se frota uno los ojos, se levanta y todo vuelve a empezar.

MOZO.—¡Qué literario es usted!

GARCIN.—Calle. No voy a gritar, no va a oír de mí ni un gemido, pero quiero mirar la situación cara a cara; que no salte sobre mí por la espalda sin que yo pueda reconocerla. ¿Literario? Entonces, ¿qué? Que ni siquiera se siente necesidad de dormir... ¿Por qué dormir si no se tiene sueño? Está bien. Espere. Espere. ¿Y eso por qué es penoso? ¿Por qué va a ser forzosamente penoso? Sí, ya sé; es la vida sin ninguna interrupción.

MOZO.—¿Interrupción? ¿Qué es eso?


GARCIN.—(Imitándolo.) ¿Interrupción? ¿Qué es eso? (Intrigado.) A ver, míreme.
¡Ah, sí! Estaba seguro. Eso es lo que explica esa indiscreción grosera..., insostenible, de su mirada. Están..., están atrofiados.

MOZO.—Pero ¿de qué habla?

GARCIN.—De sus párpados. Nosotros..., bueno, nosotros cerrábamos los párpados. Se llamaba... un parpadeo: un relampaguito negro, un telón que cae y se levanta; el corte está hecho, la interrupción... El ojo se humedece, desaparece el mundo. No puede imaginarse lo..., lo refrescante que era. Cuatro mil descansos en una hora. Cuatro mil evasiones pequeñitas. Y cuando digo cuatro mil... Entonces, ¿qué? ¿Voy a vivir sin párpados? No se haga el idiota: sin párpados, sin sueño, es todo lo mismo... Ya no dormiré más. Pero ¿cómo

voy a soportarme? Intente comprender, haga un esfuerzo; tengo un carácter puntilloso... y me gusta darles mil vueltas a mis cosas, pero..., pero no puedo hacerlo sin tregua; allí..., allí había noches. Yo dormía. Tenía el sueño tranquilo... en compensación. Mis sueños eran muy simples. Había una pradera... Una pradera nada más. Soñaba que me paseaba por ella. ¿Es de día?

MOZO.—Ya ve: las lámparas están encendidas. GARCIN.—Caramba. Esto es «vuestro» día. ¿Y afuera? MOZO.—(Aturdido.) ¿Afuera?
GARCIN.—Sí, afuera. Al otro lado de los muros.

MOZO.—Hay un pasillo.

GARCIN.—¿Y al final del pasillo?

MOZO.—Otras habitaciones y otros pasillos, y escaleras.

GARCIN.—¿Y luego?

MOZO.—No hay nada más.

GARCIN.—Y..., bueno..., usted tendrá su día libre. ¿Adónde va? MOZO.—Con mi tío, que es jefe de mozos en el tercer piso. GARCIN.—Hubiera debido suponerlo. ¿Y el interruptor dónde está? MOZO.—No hay.
GARCIN.—¿Cómo es eso? Entonces, ¿no se puede apagar la luz?

MOZO.—La Dirección puede cortar la corriente, pero yo no recuerdo que en este piso lo hayan hecho nunca. Tenemos electricidad a discreción.

GARCIN.—Ya. Así que hay que vivir con los ojos abiertos...

MOZO.—(Irónico.) Hombre, vivir...

GARCIN.—Bueno, no me va ahora a buscar las vueltas por una cuestión de vocabulario. Con los ojos abiertos. Para siempre. Habrá plena luz en mis ojos. Y en mi cabeza. (Una pausa.) ¿Y qué cree usted? ¿Que si yo tirara la estatua contra la lámpara se apagaría?


MOZO.—Pesa demasiado.

GARCIN.—(Coge el bronce e intenta levantarlo.) Tiene razón. Pesa demasiado.
(Un silencio.)

MOZO.—Bueno, si no me necesita para nada más, voy a dejarle.

GARCIN.—(Se sobresalta.) ¿Se marcha ya? Hasta luego. (El MOZO se vuelve.) Eso es un timbre, ¿no? (El Mozo asiente con un gesto.) ¿Y... puedo llamarle cuando quiera y usted tiene la obligación de venir?

MOZO.—En principio, sí. Pero es muy caprichoso. Debe de haber algo anormal en su mecanismo. (GARCIN se acerca al timbre y aprieta el botón. Suena.)

GARCIN.—¡Funciona!

MOZO.—(Asombrado.) ¡Sí, funciona! (También lo prueba él.) Pero no se haga ilusiones; no puede durar mucho. Bien, a su disposición.

GARCIN.—(Hace un gesto para retenerlo.) Yo...

MOZO.—¿Eh?

GARCIN.—No, nada. (Va a la chimenea y coge un cortapapeles.) ¿Esto qué es?

MOZO.—Ya lo está viendo: un cortapapeles.

GARCIN.—¿Es que hay libros aquí?

MOZO.—No.

GARCIN.—Entonces, ¿para qué? (El MOZO se encoge de hombros.) Está bien.
Márchese. (Sale el MOZO.)





ESCENA II

GARCIN, solo



Va junto a la estatua y la acaricia con la mano. Se sienta. Vuelve a levantarse.
Va al timbre y aprieta el botón. El timbre no suena. Lo intenta dos o tres veces. Pero en vano. Entonces va a la puerta e intenta abrirla. La puerta resiste.



GARCIN.—¡Eh, oiga! ¡Que le estoy llamando! (No hay respuesta. Entonces descarga puñetazos en la puerta llamando al MOZO. Después, súbitamente se calma y vuelve a sentarse. En ese momento la puerta se abre y entra INÉS, seguida por el MOZO.)







ESCENA III


GARCIN, INÉS, el MOZO



MOZO.—(A GARCIN.) ¿Me llamaba usted? (GARCIN va a contestar, pero echa una mirada a INÉS.)

GARCIN.—No.

MOZO.—(Volviéndose a INÉS.) Está usted en su casa, señora. (Silencio de INÉS.) Si tiene alguna pregunta que hacerme... (INÉS no habla. Decepcionado.) Lo normal es que los clientes deseen informarse... Pero no insisto. Por lo demás, en cuanto al cepillo de dientes, el timbre y la reproducción en bronce, aquí el señor está al corriente y puede contestarle tan bien como yo. (Sale. Un silencio. GARCIN no mira a INÉS. Esta mira a su alrededor y de pronto se dirige bruscamente a GARCIN.)

INÉS.—¿Y Florencia? (Silencio de GARCIN.) Le pregunto qué pasa con Florencia.
¿Dónde está?

GARCIN.—Yo no sé nada.

INÉS.—¿Eso es todo lo que se les ha ocurrido? ¿La tortura por la ausencia? Pues conmigo han fallado. Florencia era una chica tonta y no lo lamento en absoluto.

GARCIN.—Permítame, señora. ¿Por quién me toma usted?

INÉS.—¿Usted? Usted es el verdugo.

GARCIN.—(Se sobresalta y luego se echa a reír.) ¡Qué equivocación tan divertida!
¡El verdugo, dice! Entra, me mira y piensa: «Este es el verdugo.» ¡Qué cosa tan extravagante! Ese mozo es ridículo; hubiera debido presentarnos. ¡El verdugo! Perdón, me llamo José Garcin, publicista y hombre de letras. La verdad es que nos encontramos en el mismo caso. Señora...

INÉS.—(Seca.) Inés Serrano. Señorita.

GARCIN.—Muy bien. Estupendo. Ya se ha roto el hielo, ¿no? Así que, según usted, tengo el aspecto de un verdugo... ¿Y en qué se reconoce a los verdugos, quiere decírmelo?

INÉS.—En que parece que tienen miedo.

GARCIN.—¿Miedo? Es curioso. ¿Y de quién? ¿De sus víctimas?

INÉS.—¡Déjeme en paz! Sé lo que digo. Me he mirado al espejo y sé lo que digo.

GARCIN.—¿Al espejo? (Mira a su alrededor.) Es fastidioso: aquí han quitado todo lo que pudiera parecerse a un espejo. (Una pausa.) En todo caso, yo le puedo asegurar que no tengo miedo. No es que me tome la situación a la ligera; me encuentro consciente de su gravedad. Pero no tengo miedo.

INÉS.—(Encogiéndose de hombros.) Eso es cosa suya. (Una pausa.) ¿No se le ocurre de cuando en cuando irse a dar una vuelta por ahí?

GARCIN.—La puerta está cerrada con cerrojo.


INÉS.—Lo siento.

GARCIN.—Comprendo perfectamente que mi presencia la importune. Y, personalmente, también preferiría estar solo: tengo que poner en orden mi vida y necesito un poco de recogimiento. Pero estoy seguro de que podremos adaptarnos el uno al otro; yo no hablo, apenas me remuevo y hago muy poco ruido. Únicamente, en fin, si es que puedo permitirme un consejo, creo que debemos conservar entre nosotros una extremada cortesía. Ello constituiría, creo yo, nuestra mejor defensa.

INÉS.—Yo no soy una persona cortés.

GARCIN.—Lo seré yo por los dos, si me permite. (Un silencio. GARCIN está sentado en el canapé. INÉS se pasea a lo largo y ancho de la habitación.)

INÉS.—(Mirándolo.) Por favor, la boca.

GARCIN.—(Sacado de su ensimismamiento.) ¿Qué?

INÉS.—¿No podría estarse quieto con la boca? Da vueltas como una peonza ahí, debajo de su nariz.

GARCIN.—Le pido perdón; no me daba cuenta.

INÉS.—Eso es lo malo. (Tic de GARCIN.) ¡Otra vez! Tiene usted la pretensión de ser una persona bien educada y no se cuida de sus gestos. Pero no está usted solo y no tiene derecho a imponerme el espectáculo de su miedo. (GARCIN se levanta y va hacia ella.)

GARCIN.—¿Y usted no tiene miedo?

INÉS.—¿Y para qué? El miedo estaba bien «antes», cuando aún teníamos esperanza.

GARCIN.—(Suavemente.) Ya no hay esperanza, es cierto, pero seguimos estando
«antes». Todavía no hemos empezado a sufrir, señorita.

INÉS.—Ya lo sé. (Una pausa.) ¿Y entonces? ¿Qué va a venir ahora?

GARCIN.—Yo no lo sé. Me limito a esperar. (Un silencio. GARCIN vuelve a sentarse.
INÉS vuelve a su paseo. GARCIN tiene el tic de la boca. A una mirada de
INÉS, oculta el rostro entre sus manos. Entran ESTELLE y el MOZO.)







ESCENA IV

INÉS, GARCIN, ESTELLE, el MOZO



ESTELLE.—(Mirando a GARCIN, que no ha levantado la cabeza.) ¡No! ¡No, no, no alces la cabeza! ¡Sé lo que ocultas en tus manos, sé que no tienes nada ahí; que tu cara ha desaparecido! (GARCIN retira sus manos.) ¡Ah! (Una pausa. Con sorpresa.) No..., no le conozco.

GARCIN.—Yo no soy el verdugo, señora.


ESTELLE.—No, no le tomaba por el verdugo. Es que... creía que alguien quería gastarme una broma. (Al MOZO.) ¿Esperan a alguien más aún?

MOZO.—No, ya no vendrá nadie más.

ESTELLE.—(Aliviada.) ¡Ah! Entonces, ¿vamos a estar solos el señor, la señora y yo? (Se echa a reír.)

GARCIN.—No hay ninguna razón para reírse.

ESTELLE.—(Sigue riendo.) ¡Y qué canapés tan horribles! Y miren cómo los han colocado. Me parece como si fuera el primero de año y estuviera de visita en casa de mi tía María. Cada uno tiene el suyo, supongo. ¿Este es el mío? (Al MOZO.) Imposible: nunca podré sentarme en él; es espantoso; yo voy de azul celeste y este es verde espinaca. ¡Qué horror!

INÉS.—¿Prefiere el mío? Si lo quiere...

ESTELLE.—¿Ese burdeos? Es usted muy amable, pero apenas cambia la cosa. No,
¡qué se le va a hacer! Cada uno su lote, ¡qué remedio! ¿Me ha tocado el verde? Pues me quedo con él. (Una pausa.) El único que, en rigor, no iría mal es el del señor. (Un silencio.)

INÉS.—¿Lo oye, Garcin?

GARCIN.—(Se sobresalta.) ¡Ah! El..., el canapé. Perdón. (Se levanta.) Es suyo, señora.

ESTELLE.—Gracias. (Se quita el abrigo y lo echa en el canapé. Una pausa.) Démonos a conocer, ¿no?, puesto que vamos a vivir juntos. Yo soy Estelle Rigault. (GARCIN se inclina y va a presentarse, pero INÉS pasa delante de él.)

INÉS.—Inés Serrano. Encantada.

GARCIN.—(Se inclina de nuevo.) José Garcin.

MOZO.—¿Me necesitan todavía para algo?

ESTELLE.—No, no; puede irse. Ya le llamaré. (El MOZO se inclina y sale.)







ESCENA V

INÉS, GARCIN, ESTELLE



INÉS.—Es usted una chica muy guapa, Estelle. Siento que no haya flores aquí para darle la bienvenida.

ESTELLE.—¿Flores? Sí, me gustaban mucho las flores. Pero aquí se secarían en seguida; hace demasiado calor. ¡Bah! Lo esencial, ¿no les parece?, es conservar el buen humor. Usted hace poco que...

INÉS.—Sí, la semana pasada. ¿Y usted?


ESTELLE.—¿Yo? Ayer mismo. La ceremonia no ha terminado aún; figúrese. (Habla con mucha naturalidad, pero como si viera lo que describe.) El viento está enredando el velo de mi hermana. La pobre hace lo que puede por llorar. ¡Venga! ¡Venga! Un esfuercito más. ¡Ya, ya está, mujer! Dos lágrimas, dos lagrimitas que brillan debajo del crespón. Está sosteniendo a mi hermana por el brazo. No llora por miedo de que el rímel..., y tengo que decir que yo misma en su lugar... Era mi mejor amiga, ¿sabe?

INÉS.—¿Ha sufrido usted mucho? ESTELLE.—No. Estaba medio atontada. INÉS.—¿Qué..., qué ha sido?
ESTELLE.—Una neumonía. (El mismo juego que antes.) Bueno, ya se acabó; se van. ¡Buenos días! ¡Buenos días! ¡Cuántos apretones de mano, qué barbaridad!... Mi marido está enfermo de la pena y se ha quedado en casa. (A INÉS.) ¿Y usted?

INÉS.—El..., el gas.

ESTELLE.—¿Y usted, señor?

GARCIN.—Doce balas en el cuerpo. (Gesto de ESTELLE.) Perdóneme. No soy un muerto muy agradable.

ESTELLE.—Por favor, querido señor, solo con que procure no emplear esas palabras tan crudas... Es..., es desagradable. Y además, a fin de cuentas, ¿qué quiere decir con eso? Es posible que nunca hayamos estado tan vivos como ahora. Pero, en fin, cuando sea absolutamente preciso nombrar este..., este estado de cosas, propongo que nos llamemos... ausentes; será más correcto. ¿Está usted ausente desde hace mucho?

GARCIN.—Aproximadamente un mes.

ESTELLE.—¿De dónde es?

GARCIN.—De Río.

ESTELLE.—Yo, de París. ¿Le queda alguien todavía allí?

GARCIN.—Mi mujer. (El mismo juego que ESTELLE.) Ha venido al cuartel como todos los días; no la dejan entrar. Ella mira entre los barrotes de la reja. Todavía no sabe que yo estoy... ausente, pero se lo figura. Ahora se marcha. Va toda de negro. Mejor; así no tendrá que cambiarse... No llora; no lloraba nunca. Hace un sol magnífico y ella está ahí, de negro, en la calle desierta, con sus grandes ojos de víctima. ¡Ah! Cómo me fastidia. (Un silencio. GARCIN va a sentarse en el canapé de en medio y oculta la cabeza entre las manos.)

INÉS.—¡Estelle!

ESTELLE.—¡Señor Garcin! ¡Señor Garcin!

GARCIN.—¿Eh? ¿Qué pasa?

ESTELLE.—Se ha sentado en mi canapé.


GARCIN.—Perdón. (Se levanta.)

ESTELLE.—Está tan..., tan ensimismado.

GARCIN.—Estoy poniendo mi vida en orden. (INÉS se echa a reír.) Los que se ríen harían bien tratando de imitarme.

INÉS.—Mi vida está en orden. Completamente en orden. Se puso en orden ella sola allí, así que no tengo que preocuparme de eso.

GARCIN.—Sí, ¿verdad? ¿Y le parece tan sencillo? (Se pasa la mano por la frente.)
¡Qué calor! ¿Me permiten? (Va a quitarse la chaqueta.)

ESTELLE.—¡Por favor, no! (Más suavemente.) No... Me horrorizan los hombres en mangas de camisa.

GARCIN.—(Movimiento inverso.) Está bien. (Una pausa.) Yo me pasaba las noches en las salas de redacción. Hacía siempre un calor infernal. (Una pausa. El mismo juego que antes.) «Hace» un calor infernal. Es de noche.

ESTELLE.—¡Ah!, sí, mira, es de noche ya. Olga se está desnudando. ¡Qué rápido pasa el tiempo en la Tierra!

INÉS.—Es de noche. Han precintado la puerta de mi habitación. Y la habitación está vacía en la oscuridad.

GARCIN.—Han dejado las chaquetas en el respaldo de las sillas y se han subido las mangas de las camisas por encima de los codos. Huele a hombres y a tabaco. (Un silencio.) Me gusta vivir entre hombres en mangas de camisa.

ESTELLE.—(Secamente.) Sí, no tenemos los mismos gustos, y esa es una prueba de ello. (Hacia INÉS.) ¿Y a usted le gustan los hombres en camisa?

INÉS.—En camisa o no, no me gustan mucho los hombres, ¿sabe?

ESTELLE.—(Mirando a los dos con estupor.) Pero ¿por qué, me pregunto yo, «por qué» nos han reunido?

INÉS.—(Con una risa ahogada.) ¿Qué dice usted?

ESTELLE.—No sé; los miro y pienso que vamos a continuar juntos... Yo me esperaba encontrar amigos o gente de la familia.

INÉS.—¡Ah, sí! Un buen amigo con un agujero en medio de la cara.

ESTELLE.—También a ese. Bailaba los tangos como un profesional. Pero a nosotros, «a nosotros», ¿por qué?

GARCIN.—No hay ningún misterio; es el azar. Los van colocando donde pueden, según el orden de su llegada. (A INÉS.) ¿Por qué se ríe?

INÉS.—Porque me hace gracia con eso del azar. ¿Tanta necesidad tiene de tranquilizarse? No, no dejan nada al azar, no crea.

ESTELLE.—(Tímidamente.) ¿No..., no nos habremos visto antes en algún sitio?

INÉS.—Nunca. No la hubiera olvidado.


ESTELLE.—O puede ser que tengamos relaciones comunes... ¿Ustedes no conocen a los Dubois-Seymour?

INÉS.—No creo.

ESTELLE.—Reciben a todo el mundo.

INÉS.—¿Y a qué se dedican?

ESTELLE.—(Sorprendida.) A nada. Tienen un castillo en Corrèze y...

INÉS.—Yo era empleada de Correos.

ESTELLE.—(Con un pequeño gesto de disgusto.) ¡Ah! ¿Así que, en efecto, no...?
(Una pausa.) ¿Y usted, señor Garcin?

GARCIN.—Yo nunca salí de Río.

ESTELLE.—En ese caso, tiene razón absolutamente: solo el azar nos ha reunido.

INÉS.—El azar. Entonces esos muebles están ahí por azar. El que el canapé de la derecha sea verde espinaca y el de la izquierda burdeos, es por azar...
¿Verdad que sí? Está bien; pues intenten cambiarlos de sitio y ya me dirán lo que ocurre... Y esa estatua también un azar, ¿no es eso? ¿Y este calor también? ¿Este calor? (Un silencio.) Les digo que lo han preparado todo. Hasta en sus menores detalles..., y con amor. Esta habitación nos esperaba así.

ESTELLE.—¡Qué cosas dice! Todo es tan feo aquí, tan duro, tan anguloso. Yo no podía con los ángulos.

INÉS.-—(Encogiéndose de hombros.) ¿Y qué se cree? ¿Que yo vivía en un salón
Segundo Imperio? (Una pausa.) ESTELLE.—Entonces, ¿qué? ¿Todo estaba previsto? INÉS.—Todo. Y nosotros encajamos bien.
ESTELLE.—Que sea «usted» y «yo» precisamente, una frente a la otra, ¿no hay un azar en eso? (Una pausa.) ¿Y qué esperan?

INÉS.—Yo no lo sé. Pero esperan.

ESTELLE.—Yo no puedo aguantar que alguien espere algo de mí. En seguida me da gana de hacer lo contrario.

INÉS.—¡Pues hágalo! ¡Hágalo, a ver! ¡Si ni siquiera sabe lo que quiere!

ESTELLE.—Es insoportable. ¿Y a mí tiene que ocurrirme algo por ustedes? (Los mira.) Por ustedes. Había caras que en seguida me decían algo. Pero las de ustedes no me dicen nada, nada.

GARCIN.—(Bruscamente, a INÉS.) A ver, ¿por qué estamos juntos? Usted ha dicho ya muchas cosas; llegue hasta el final.

INÉS.—(Extrañada.) ¿Yo? Yo no sé absolutamente nada.

GARCIN.—«Hay» que saberlo. (Reflexiona un instante.)

INÉS.—Tan solo con que cada uno de nosotros tuviera el valor de decir...

GARCIN.—¿Qué?


INÉS.—¡Estelle!

ESTELLE.—¿Qué hay?

INÉS.—¿Qué ha hecho usted? ¿Por qué la han traído aquí?

ESTELLE.—(Vivamente.) Yo no sé nada, nada absolutamente... Hasta me pregunto si no habrá sido un error. (A INÉS.) No se sonría así. Piense en la cantidad de personas que..., que se ausentan cada día que pasa. Llegan aquí por millones y no se encuentran más que subalternos, empleados sin ninguna instrucción. ¿Cómo quieren que no haya errores? No, no se sonría así... (A GARCIN.) Diga usted alguna cosa, vamos. Si se han equivocado en mi caso, también pueden haberse equivocado en el suyo. (A INÉS.) Y en el suyo también. ¿No es mejor creer que estamos aquí por un error?

INÉS.—¿Es todo lo que tiene que decirnos?

ESTELLE.—¿Qué más quieren saber? No tengo nada que ocultar. Yo era huérfana y pobre... Cuidaba de mi hermano pequeño. Un viejo amigo de mi padre me pidió en matrimonio. Era un hombre rico y bueno... y acepté.
¿Qué hubiera hecho otra persona en mi lugar? Mi hermano estaba enfermo y su salud exigía los mayores cuidados. Viví seis años con mi marido sin una sombra... Hace dos años me encontré con una persona a la que quise verdaderamente. Nos reconocimos en seguida. Quería que me fuera con él, pero yo no quise. Después de eso, tuve la neumonía; y eso es todo. Claro que alguien podría reprocharme, en virtud de ciertos principios, que haya sacrificado mi juventud a un hombre viejo, no sé... (A GARCIN.) ¿Cree usted que eso sea una falta?

GARCIN.—Desde luego que no. (Una pausa.) ¿Y a usted le parece que sea una falta el que uno viva según sus propios principios?

ESTELLE.—¿Quién podría reprocharle una cosa así?

GARCIN.—Yo dirigía un diario pacifista. Estalla la guerra. ¿Qué hacer? Todo el mundo tenía los ojos clavados en mí. «¿Se atreverá?» Pues bien: sí me atreví. Me crucé de brazos y me fusilaron. ¿Dónde está la falta? A ver,
¿dónde está la falta?

ESTELLE.—(Le pone la mano en el brazo.) No hay ninguna falta. Usted es... INÉS.—(Termina, irónicamente.) Un héroe. ¿Y su mujer, Garcin? GARCIN.—¿Qué pasa con ella? La saqué del arroyo, como se dice. ESTELLE.—(A INÉS.) ¡Ya lo ve! ¡Ya lo ve!
INÉS.—Sí, ya veo. (Una pausa.) ¿Para quién representan la comedia? Estamos en familia.

ESTELLE.—(Con insolencia.) ¿En qué familia?

INÉS.—En la de los asesinos, quiero decir. Estamos en el infierno, nenita, y nunca se producen errores; a la gente no se la condena por nada.

ESTELLE.—Cállese.

INÉS.—¡En el infierno! ¡Condenados! ¿Lo oyen? ¡Condenados!


ESTELLE.—Cállese, por favor. ¿Quiere callarse de una vez? Le prohíbo que emplee palabras tan groseras.

INÉS.—Está condenada la santita. Condenado el héroe irreprochable. Todos tuvimos nuestro momento de placer, ¿no es cierto? Hay gentes que han sufrido por nuestra causa hasta la muerte, y eso nos divertía mucho,
¿no? Pues ahora hay que pagarlo.

GARCIN.—(Levanta la mano.) ¿Se va a callar o no?

INÉS.—(Lo mira sin miedo, pero con inmensa sorpresa.) ¡Ah, ya sé! (Una pausa.) ¡Espere! Ya lo he comprendido. ¡Ya sé por qué nos han puesto juntos! ¡Ya lo sé!

GARCIN.—Tenga cuidado con lo que va a decir.

INÉS.—Van a ver cómo es una tontería, ¡una solemne tontería! No tenemos tortura física, ¿verdad? Y, sin embargo, estamos en el infierno. Y nadie tiene que venir. Nadie. Estaremos nosotros solos y juntos para siempre,
¿no? En resumen, aquí falta alguien: el verdugo.

GARCIN.—(A media voz.) Ya lo sé, sí.

INÉS.—Es fácil, han hecho economías en el personal; eso es todo. Los mismos clientes hacen el servicio, como en esos restaurantes cooperativos.

ESTELLE.—¿Qué quiere decir?

INÉS.—El verdugo es cada uno de nosotros para los demás. (Una pausa asimilando la noticia.)

GARCIN.—(Al fin, con una voz suave.) Yo no seré nunca un verdugo. No les deseo ningún mal y no tengo nada que ver con ustedes. Nada. Es muy fácil lo que hay que hacer; que cada uno se quede en su rincón: usted allí, usted ahí y yo aquí. Y silencio. Ni una sola palabra. No es difícil,
¿verdad? Cada uno tiene ya bastante consigo mismo. Yo creo que podría quedarme diez mil años sin hablar.

ESTELLE.—¿Qué tengo yo que hacer? ¿Callarme?

GARCIN.—Sí; y nos..., nos habremos salvado. Callarse. Mirar dentro de sí, no levantar nunca la cabeza. ¿Estamos de acuerdo?

INÉS.—Sí, de acuerdo.

ESTELLE.—(Duda un momento.) Bueno, de acuerdo.

GARCIN.—Entonces, adiós. (Va a su canapé y oculta el rostro entre las manos.
Silencio. INÉS se pone a cantar para sí misma.)

INÉS.—



Dans la rue des Blancs-Manteaux ils ont levé des tréteaux
et mis du son dans un seau. Et c'était un êchafaud


dans la rue des Blancs-Manteaux.



Dans la rue des Blancs-Manteaux le bourreau s'est levé tôt.
C'est qu'il avait du boulot.

Faut qu'il coupe des Géneraux, des Evêques, des Amiraux
dans la rue des Blancs-Manteaux.



Dans la rue des Blancs-Manteaux

sont v'nues des dames comme il faut avec des beaux affutiaux,
mais la tête leur f'sait défaut. Elle avait roulé de son haut
la tête avec le chapeau

dans le ruisseau des Blancs-Manteaux.



(Durante la canción, ESTELLE se pone polvos y rojo de labios. Ahora busca un espejo a su alrededor, inquieta. Registra en su bolso y luego se vuelve hacia GARCIN.)

ESTELLE.—Señor, ¿no tendrá un espejo? (GARCIN no contesta.) Un espejito de bolsillo, cualquier cosa. (GARCIN no contesta.) Si me va a dejar sola, procúrese por lo menos un espejo. (GARCIN sigue con el rostro entre las manos, sin responder.)

INÉS.— (Con precipitación.) Yo tengo un espejito aquí, en mi bolso. (Busca en él. Decepcionada.) Ya no lo tengo. Han debido de quitármelo en el registro de entrada.

ESTELLE.—¡Qué fastidio! (Una pausa. Cierra los ojos y vacila. INÉS se precipita, y la sostiene.)

INÉS.—¿Qué le sucede?

ESTELLE.—(Vuelve a abrir los ojos y sonríe.) Me siento rara. (Se palpa.) ¿No le ocurre a usted algo parecido? Cuando no me veo, tengo que palparme... Me pregunto si existo verdaderamente.

INÉS.—Tiene usted suerte. Yo me siento siempre desde el interior.

ESTELLE.—¡Ah, sí!... Desde el interior. Pero todo lo que pasa dentro de las cabezas es tan vago... Me da sueño... (Una pausa.) Yo tengo seis espejos grandes en mi dormitorio. Los veo. Yo los veo. Pero ellos no me ven a mí. Reflejan la coqueta, la alfombra, la ventana... ¡Qué vacío está un espejo en el que yo no estoy! Cuando hablaba, me las arreglaba


para que hubiera siempre uno en el que poder mirarme. Hablaba, me veía hablar. Me veía tal y como los demás me veían, y eso me mantenía despierta. (Con desesperación.) ¡El carmín! Seguro que me lo he puesto mal. Sea como fuere, no puedo quedarme sin espejo para toda la eternidad.

INÉS.—¿Quiere que yo..., que yo misma le sirva de espejo? Venga, venga; la invito a mi casa. Siéntese aquí, en mi canapé.

ESTELLE.—(Señala a GARCIN.) Es que...

INÉS.—No nos preocupemos por él...

ESTELLE.—Pero vamos a hacernos daño. Usted misma lo ha dicho. INÉS.—No; vamos, mujer... ¿Tengo yo el aspecto de querer perjudicarla? ESTELLE.—Pero nunca se sabe...
INÉS.—Más bien serás tú la que me haga daño a mí... Pero eso, ¿qué puede importarme? Si tengo que sufrir, qué más me da que seas tú... Siéntate, anda. Acércate. Más aún. Mírate en mis ojos. ¿Qué ves en ellos?

ESTELLE.—Soy muy pequeñita. Me veo muy mal.

INÉS.—Pero yo sí te veo a ti. De cuerpo entero... Anda, hazme preguntas.
Ningún espejo te sería más fiel. (ESTELLE, molesta, se vuelve hacia GARCIN
como para pedirle ayuda.)

ESTELLE.—¡Señor! ¡Señor! ¿No le molestaremos con nuestra charla? (GARCIN no contesta,)

INÉS.—Déjalo. El ya no cuenta; estamos solos. Pregúntame.

ESTELLE.—¿Me he pintado bien los labios?

INÉS.—Déjame ver. No, no muy bien.

ESTELLE.—Me lo figuraba. Afortunadamente (Mirada a GARCIN.) no me ha visto nadie. Voy a hacerlo otra vez.

INÉS.—Es mejor. No. Sigue la línea de los labios; voy a guiarte. Así, así. Ahora está bien.

ESTELLE.—¿Tan bien como antes, cuando entré?

INÉS.—Mejor. Más denso, más cruel. Unos labios para el infierno.

ESTELLE.—¡Ah! ¿Y eso está bien? ¡Qué rabia, no puedo juzgarlo por mí misma!
¿Me jura que ha quedado bien? INÉS.—¿No quieres que nos tuteemos? ESTELLE.—¿Me juras que ha quedado bien? INÉS.—Eres muy guapa.
ESTELLE.—Pero ¿tiene usted buen gusto? Por lo menos, ¿tiene «mi» gusto? ¡Ah, qué fastidio, qué desagradable!


INÉS.—Tengo tu gusto, puesto que me gustas. Mírame bien. Sonríeme. Yo tampoco soy fea. ¿No valgo más que un espejito yo?

ESTELLE.—No..., no lo sé. Usted me intimida. Mi imagen, en los espejos, estaba... domesticada. La conocía tan bien... Ahora, si voy a sonreír, mi sonrisa irá al fondo de sus pupilas y Dios sabe en qué se convertirá en ellas.

INÉS.—¿Y quién te impide domesticarme a mí? (Se miran. ESTELLE sonríe, un poco fascinada.) ¿Decididamente no quieres tutearme?

ESTELLE.—Me cuesta trabajo tutear a las mujeres.

INÉS.—Y especialmente a las empleadas de Correos, me supongo... ¿No? Pero
¿qué tienes ahí, en la mejilla, más abajo? ¿Es una mancha roja?

ESTELLE.—(Se sobresalta.) ¡Una mancha roja! ¡Qué horror! ¿Dónde?

INÉS.—¡Ah, ya ves, ya ves! Me he convertido en el espejo de las chicas bonitas; ya lo ves, guapa: te he ganado. No tienes ninguna mancha roja, nada absolutamente. ¿Eh? ¿Si el espejo se pusiera a mentir? O si a mí me diera por cerrar los ojos, si me negara a mirarte, ¿qué harías tú entonces con toda esa belleza? No, no tengas miedo: tengo que mirarte, mis ojos estarán abiertos de par en par... Y yo seré buena contigo, buena... Pero tú me hablarás de tú. (Una pausa.)

ESTELLE.—¿De verdad te gusto?

INÉS.—Mucho. (Una pausa.)

ESTELLE.—(Indicando a GARCIN con un gesto.) Me gustaría que él también me mirara.

INÉS.—Porque es un hombre. (A GARCIN.) Ha ganado usted. (GARCIN no contesta.)
¿Qué hace que no la mira? (GARCIN no contesta.) Deje de hacer teatro;
no se ha perdido ni una palabra de lo que hemos estado diciendo aquí.

GARCIN.—(Levanta bruscamente la cabeza.) Tiene razón, ni una sola palabra; por mucho que me he hundido los dedos en los oídos, ustedes hablaban dentro de mi cabeza. ¿Y ahora quieren dejarme, por favor? No tengo nada que resolver con ustedes.

INÉS.—¿Con la chica tampoco? Ya he visto su truco. Si ha tomado esa actitud interesante, ha sido para que ella caiga, ¿o qué se cree?

GARCIN.—Le digo y le repito que me dejen. Están hablando de mí en el periódico y quisiera escucharlo. Me importa un bledo la chica, si es que eso puede tranquilizarla. ¿Entiende?

ESTELLE.—Muchas gracias.

GARCIN.—No quería ser grosero; perdone.
ESTELLE.—¡Lo ha sido! (Una pausa. Están los tres en pie, enfrentados.) GARCIN.—Ya está otra vez. (Una pausa.) Les había suplicado que se callaran. ESTELLE.—Ha sido ella la que ha empezado. Ha venido a ofrecerme su espejo,
cuando yo no le había pedido nada.


INÉS.—Nada. Solo que tú le estabas provocando y le hacías visajes para que te mirara.

ESTELLE.—¿Y qué?

GARCIN.—Pero ¿están locas? Entonces es que no se dan cuenta adónde vamos.
Pero, por lo menos, cállense. (Una pausa.) Vamos a volver a sentarnos tranquilamente... Nos taparemos los ojos, y cada uno intentará olvidar la presencia de los demás. Yo se lo ruego. (Una pausa. Vuelve a sentarse. Ellas vuelven a su sitio con paso vacilante. INÉS se vuelve bruscamente.)

INÉS.—¡Sí, olvidarse! ¡Qué puerilidad! Los siento hasta por dentro de mis huesos. El silencio de ustedes me grita en los oídos. Pueden coserse la boca o cortarse la lengua, qué más da: a pesar de todo, ¿no seguirán existiendo? ¿No seguirán pensando? Ese pensamiento yo lo oigo: hace
«tictac», como un despertador, y ustedes también oyen el mío. Qué más me da que usted se quede encogido ahí en su rinconcito; está en todas partes: los sonidos me llegan sucios porque usted los ha escuchado antes al pasar. Hasta la cara me ha robado: usted la conoce y yo no. ¿Y a ella? A ella también me la ha robado. Si estuviéramos solas, ¡qué se cree usted!, ¿que esa se atrevería a tratarme como me trata? No, no; basta ya; quítese esas manos de la cara. No le voy a dejar; sería demasiado cómodo para usted. Aunque se quedara ahí, insensible, hundido en sí mismo como un buda; aunque yo pudiera cerrar los ojos, sentiría cómo ella le dedica todos los rumores de su vida, hasta los roces de su vestido, y que le envía sonrisas que usted no llega a ver... ¡Eso sí que no! Yo quiero elegir mi propio infierno; quiero mirarlos a plena luz y luchar a cara descubierta.

GARCIN.—Está bien. Me figuro que teníamos que llegar a esto; nos han manejado como a niños. Si por lo menos me hubieran puesto con hombres... Los hombres saben callarse. Pero no hay que exigir demasiado. (Va junto a ESTELLE y le acaricia la barbilla.) ¿Qué pasa, chica? ¿Es verdad que te gusto? Parece que me echabas cada mirada...

ESTELLE.—No me toque.

GARCIN.—¡Bah!, hablemos con confianza. A mí me gustaban mucho las mujeres,
¿sabes? Y yo les gustaba a ellas. Así que tú, tranquila... Ya no tenemos nada que perder. Educación, ceremonias, ¿para qué? ¡Entre nosotros! En seguida vamos a estar tan desnudos como gusanos.

ESTELLE.—¡Bueno, déjeme!


GARCIN.—Como gusanos... No digan que no les había prevenido. Y no les pedía nada; solo la paz, un poco de silencio. Me había tapado los oídos con las manos. Gómez hablaba, en pie entre las mesas, y los compañeros del periódico le escuchaban. En mangas de camisa. Trataba de comprender lo que decían, pero era difícil: los acontecimientos de la Tierra pasan tan de prisa... Y qué, ¿es que no podían callarse? Ahora ya se acabó; ya no habla. Lo que piensa de mí ha vuelto a su cabeza. Bueno, está bien; tendremos que llegar hasta el fin. Desnudos como gusanos; quiero saber con quién tengo que habérmelas.

INÉS.—Lo sabe. Ahora ya lo sabe.

GARCIN.—No; mientras que cada uno de nosotros no confiese por qué lo han condenado, es como si no supiéramos nada. A ver, tú, la rubia; empieza tú. ¿Por qué? Dinos por qué, anda; tu franqueza puede evitar alguna catástrofe; cuando conozcamos a nuestros monstruos, entonces... Vamos, vamos, ¿por qué?

ESTELLE.—Ya he dicho que lo ignoro. No han querido decírmelo.

GARCIN.—Ya sé. A mí tampoco me han querido contestar. Pero yo me conozco bien. ¿Qué pasa? ¿Tienes miedo de hablar tú la primera? Está bien. Voy a empezar yo. (Un silencio.) Yo no soy ninguna belleza.

INÉS.—¡Bueno! Ya sabemos que desertó.

GARCIN.—Deje eso. No vuelva a hablar de eso. Estoy aquí porque torturaba a mi mujer; esa es la cosa. Durante cinco años. Ahí está: en cuanto hablo de ella, ya la veo. Lo que me interesa es Gómez, pero la veo a ella.
¿Dónde estará Gómez? Durante cinco años. Imagínense, acaban de devolverle mis efectos. Está sentada cerca de la ventana y ha puesto mi chaqueta sobre sus rodillas. La chaqueta tiene doce agujeros. La sangre parece como herrumbre. Los bordes de los agujeros están chamuscados. ¡Ah, sí! Es una pieza de museo, una chaqueta histórica.
¡Y yo llevaba eso! ¿Llorarás? ¿Terminarás llorando? Yo volvía a casa borracho como un cerdo, oliendo a vino y a mujeres. Ella me había estado esperando toda la noche; pero no lloraba. Ni una palabra de reproche; con naturalidad. Únicamente sus ojos. ¡Sus enormes ojos! No me arrepiento de nada. Voy a pagarlo bien, pero no me arrepiento de nada. Fuera está lloviendo. ¿Llorarás por fin? Es una mujer que tiene vocación de mártir.

INÉS.—(Casi dulcemente.) ¿Y por qué le hacía sufrir?

GARCIN.—Porque era fácil. Bastaba una palabra para hacerla cambiar de color; era una sensitiva. ¡Ah! ¡Ni un reproche siquiera! Yo soy muy tozudo. Esperaba, seguía esperando. Pero qué va, ni una lágrima, ni un solo reproche. Es que yo la había sacado del arroyo, ¿comprenden? Ahora pasa la mano por la chaqueta sin mirarla. Sus dedos buscan a ciegas los agujeros en la tela. ¿Qué esperas? Vamos a ver, ¿qué esperas? Ya te digo que no me arrepiento de nada. En fin, es que me admiraba demasiado. ¿Comprende?

INÉS.—No. A mí nadie me ha admirado nunca.


GARCIN.—Mejor. Mucho mejor para usted. Entonces todo esto debe parecerle abstracto. Pues mire, voy a contarle una anécdota: yo, bueno, yo había instalado en mi casa a una mulata. ¡Qué noches! Mi mujer dormía en el primer piso; así que seguro que nos oía. Bueno, pues era la primera que se levantaba, y como a nosotros se nos pegaban las sábanas, pues..., en fin, nos traía el desayuno a la cama. ¿Qué les parece?

INÉS.—Sinvergüenza.

GARCIN.—Sí, sí, de acuerdo: el sinvergüenza bien amado. (Parece distraído.) No, nada. Es Gómez, pero no está hablando de mí. ¿Un sinvergüenza, dice?
¡Caramba! Si no lo fuera, ¿qué estaría haciendo aquí? ¿Y usted?

INÉS.—Bueno, yo era eso que llaman allí... una..., una mujer condenada.
Condenada ya «antes», ¿comprende? Así que la sorpresa no ha sido tan grande para mí.

GARCIN.—Y eso es todo.

INÉS.—No, está también el asunto con Florencia... Pero esa es una historia de muertos. Tres muertos. Primero él, luego ella y después yo. Así que no queda nadie allí; en eso estoy tranquila: solo la habitación... La veo, esa habitación, de cuando en cuando. ¡Ah! Han acabado por quitar los precintos. Se alquila. Ahora se alquila. Hay un cartel en la puerta. Es..., es una porquería, ¡qué pena!

GARCIN.—Así que me parece que ha dicho... tres.

INÉS.—Sí, tres.

GARCIN.—¿Un hombre y dos mujeres?

INÉS.—Sí.

GARCIN.—Vaya. (Una pausa.) ¿Y él se mató?

INÉS.—¿El? Era incapaz de eso. Pero tampoco es porque sufriera. No; un tranvía que lo aplastó. ¡Una broma pesada! Yo vivía con ellos; era mi primo.

GARCIN.—¿Cómo era Florencia? ¿Rubia?

INÉS.—¿Rubia? (Mirada a ESTELLE.) Mire, yo no me arrepiento de nada, pero no me hace ninguna gracia contarle esta historia.

GARCIN.—¡Vamos! ¡Vamos! ¿Qué ocurría con el chico? ¿Le fastidiaba?

INÉS.—No, poco a poco... Hubo de todo, en fin... Por ejemplo, hacía bastante ruido cuando bebía: soplaba en el vaso por la nariz, ¿sabe? Naderías, después de todo... Era, ¡bueno!, era un pobre chico, muy vulnerable.
¿Por qué se sonríe?

GARCIN.—Porque yo no soy nada vulnerable.

INÉS.—Eso habría que verlo. El caso es que me fui deslizando dentro de ella hasta que la muchacha empezó a mirarlo con mis ojos... En fin, que se me vino a los brazos. Entonces tomamos una habitación al otro lado de la ciudad.

GARCIN.—¿Y entonces?


INÉS.—Lo del tranvía. Por cierto que yo le decía siempre: «Bien, hijita; somos nosotras las que lo hemos matado.» (Un silencio.) Es que soy mala.

GARCIN.—Sí. Yo también.

INÉS.—Usted no es malo, no. Es otra cosa.

GARCIN.—¿Qué?

INÉS.—Ya se lo diré luego. Yo sí, yo soy mala; eso quiere decir que necesito el sufrimiento de los demás para existir. Soy como una antorcha: una antorcha en los corazones. En cuanto estoy sola me apago. Durante seis meses estuve ardiendo en su corazón; y lo quemé todo. Una noche se levantó; abrió la llave del gas sin que yo me diera cuenta y luego volvió a acostarse junto a mí. Esa es la cosa.

GARCIN.—¡Hum!

INÉS.—¿Qué?

GARCIN.—Nada. Que no está bien.

INÉS.—Bueno, no, ya sé que no está bien. ¿Qué quiere decir?

GARCIN.—Claro. Claro, tiene razón. (A ESTELLE.) Ahora te toca a ti. ¿Qué has hecho tú?

ESTELLE.—Ya les he dicho que no sé nada. Por más que me pregunto...

GARCIN.—Está bien, yo voy a ayudarte. Ese tipo de la cara destrozada, ¿quién es?

ESTELLE.—¿Qué tipo?

INÉS.—Demasiado lo sabes. Ese del que te daba miedo cuando entraste.

ESTELLE.—Es un amigo.

GARCIN.—¿Por qué tenías miedo de él?

ESTELLE.—No, ustedes no tienen derecho a interrogarme.

INÉS.—¿Es que se mató por tu culpa?

ESTELLE.—¡Qué va! Está usted loca.

GARCIN.—Entonces, ¿por qué te daba miedo? Se arreó un tiro de fusil en la cara,
¿no? ¿Es eso lo que se le llevó la cabeza?

ESTELLE.—¡Cállese! ¡Cállese!

GARCIN.—Por tu culpa, ¿no? ¡Por tu culpa!

INÉS.—Un tiro de fusil por tu culpa.

ESTELLE.—Déjenme tranquila. Me dan miedo. ¡Quiero irme! ¡Quiero marcharme de aquí! (Se precipita hacia la puerta y la sacude.)

GARCIN.—Vete. Para mí es lo mejor que podía pasar. Solo que la puerta está cerrada por fuera. (ESTELLE llama al timbre, pero este no suena. INÉS y GARCIN ríen. ESTELLE se vuelve hacia ellos, pegada a la puerta.)

ESTELLE.—(Con voz ronca y lenta.) Son ustedes asquerosos.


INÉS.—Muy bien, somos asquerosos. ¿Y qué más? Así que el tipo se mató por tu culpa. ¿Era tu amante?

GARCIN.—Está claro que era su amante. Y él quería tenerla para él solo, ¿no es verdad?

INÉS.—Bailaba los tangos como un profesional, pero era pobre, me imagino. (Un silencio.)

GARCIN.—Te preguntan si el muchacho era pobre.

ESTELLE.—Sí, era pobre.

GARCIN.—Y, además, tú tenías que conservar tu reputación... Un día se presentó, te suplicó y tú lo tomaste a broma.

INÉS.—¡Ah!, ¿sí? ¿Sí? ¿Lo tomaste a broma? ¿Y esa fue la razón de que se matara?

ESTELLE.—¿Tú..., tú mirabas a Florencia con esos ojos?

INÉS.—Sí. (Una pausa. ESTELLE se echa a reír.)

ESTELLE.—No tienen ni la menor idea. (Se yergue otra vez y los mira. Siempre pegada a la puerta. Con tono seco y provocador.) Quería hacerme un hijo. Qué, ¿ya están contentos?

GARCIN.—Y tú no querías.

ESTELLE.—No. Pero el niño llegó, de todas formas. Me fui a pasar cinco meses a Suiza. Nadie se enteró de nada. Era una niña. Roger estaba conmigo cuando nació. A él le gustaba tener una niña. A mí, no.

GARCIN.—¿Y después?

ESTELLE.—Había allí un balcón que daba al lago. Yo me traje una piedra grande.
El gritaba: «Estelle, te lo ruego, te lo suplico.» Yo le detestaba. Lo vio todo. Se asomó al balcón y le dio tiempo a ver las ondas en el lago.

GARCIN.—¿Y luego?

ESTELLE.—No hay nada más. Me volví a París. Y él hizo lo que le pareció.

GARCIN.—¿Saltarse los sesos?

ESTELLE.—Bueno, pues sí. No merecía la pena; mi marido nunca llegó a sospechar nada de nada. (Una pausa.) Los odio. (Tiene una crisis de sollozos secos.)

GARCIN.—Es inútil. Aquí las lágrimas no corren.

ESTELLE.—¡Qué cobarde soy! ¡Qué cobarde! (Una pausa.) ¡Si se dieran cuenta de cómo los odio!

INÉS.—(Tomándola en sus brazos.) Pero, hijita... (A GARCIN.) El interrogatorio ha terminado. No vale la pena que siga con ese hocico de verdugo.

GARCIN.—De verdugo... (Mira a su alrededor.) Yo también daría cualquier cosa por poder mirarme en un espejo. (Una pausa.) ¡Qué calor hace! (Maquinalmente empieza a quitarse la chaqueta.) ¡Oh!, perdón. (Juego inverso.)


ESTELLE.—No, puede ponerse cómodo. Ahora ya da igual.

GARCIN.—Sí. (Tira la chaqueta en un canapé.) No tiene que enfadarse conmigo, Estelle.

ESTELLE.—No estoy enfadada con usted. INÉS.—¿Y conmigo? ¿Conmigo sí lo estás? ESTELLE.—Sí. (Un silencio.)
INÉS.—¿Y qué, Garcin? Ya estamos desnudos como gusanos. ¿Ve más claro ahora?

GARCIN.—No lo sé. Puede que un poco más, sí. (Tímidamente.) ¿No les parece que..., que podríamos intentar ayudarnos los unos a los otros?

INÉS.—Yo no necesito ayuda.

GARCIN.—Inés, han enmarañado todos los hilos. Mire: con el menor gesto que usted haga, con que levante una mano para abanicarse, Estelle y yo sentimos una sacudida. Ninguno de nosotros puede salvarse solo. O nos perdemos juntos o salimos de esta juntos. Elijan. (Una pausa.) ¿Qué sucede ahora?

INÉS.—Ya la han alquilado. Las ventanas están abiertas de par en par y hay un hombre sentado en mi cama. ¡Ya la han alquilado! ¡Sí, ya la han alquilado! Entre, entre sin miedo. Es una mujer. Va junto a él y le pone las manos en los hombros... ¿Qué esperan para encender la luz? No se ve nada. ¿Qué van a hacer? ¡Besarse! ¡Esa habitación es mía, mía! Pero
¿por qué no encienden? Ya no puedo verlos... ¿Qué están murmurando? Qué, ¿la va a acariciar en «mi» cama? Ella le dice ahora que son las doce del día y que hay demasiada luz. Entonces es que me estoy quedando ciega. (Una pausa.) Se acabó. No hay nada más: ya ni veo ni oigo nada... Bien, supongo que con esto he terminado con la Tierra. Ya no hay por qué justificarse. (Se estremece.) Me siento vacía. Ahora sí que estoy completamente muerta. Enteramente aquí. (Una pausa.)
¿Qué me decía? Hablaba de ayudarme, me parece.

GARCIN.—Sí.

INÉS.—¿A qué?

GARCIN.—A deshacer las trampas.

INÉS.—¿Y yo, en cambio...?

GARCIN.—Me ayudará a mí. Será cosa de poco, Inés: solo con algo de buena voluntad.
INÉS.—Buena voluntad... ¿Dónde quiere que la encuentre? Estoy podrida. GARCIN.—¿Pues y yo? (Una pausa.) ¿Y si lo intentáramos, sin embargo? INÉS.—Estoy seca. No puedo ni recibir ni dar ninguna cosa. ¿Cómo quiere usted
que le ayude? Una rama muerta; pasto del fuego. (Una pausa. Mira a
ESTELLE, que tiene la cabeza en las manos.) Florencia era muy rubia.

GARCIN.—¿Usted no ignora que esta muchacha es su verdugo?


INÉS.—Puede, pero lo dudo mucho.

GARCIN.—Usted va a caer por ella. Por lo que a mí respecta, yo..., yo..., yo no le presto ninguna atención. Si por su parte...

INÉS.—¿Qué?

GARCIN.—Es una trampa. Y a usted la acechan ahora para ver si cae o no.

INÉS.—Ya lo sé. Y «usted» también es una trampa. ¿Qué se cree? ¿Que esas palabras suyas no estaban previstas? ¿Y que no hay otras trampas que no podemos ver? Todo es una trampa. Pero ¿qué puede importarme? Yo también lo soy. Un cepo para ella. Y puede que sea yo la que la atrape.

GARCIN.—Usted no atrapará nada absolutamente. Nosotros corremos unos detrás de otros como caballitos de madera, sin encontrarnos nunca. Créame que todo está organizado ya. Deje eso, Inés. Abra las manos, suelte la presa, o solo conseguirá la desgracia de todos.

INÉS.—¿Tengo yo el aspecto de soltar una presa? Ya sé lo que me aguarda. Voy a quemarme, me quedo y sé que esto no tendrá fin. Lo sé todo. Pero
¿cree usted que voy a soltar la presa? Esa va a ser cosa mía, y acabará mirándole a usted con mis propios ojos, como Florencia terminó mirando al otro. ¡Qué me viene a decir ahora de su desgracia! Ya le digo que lo sé todo; y ni siquiera puedo tener piedad de mí. Una trampa, ¡qué cosa! Naturalmente, y yo estoy cogida en esta trampa. Pero, además, ¿qué? Si están contentos con nosotros, mejor.

GARCIN.—(Tomándola por los hombros.) Escuche: yo sí puedo tener piedad de usted. Míreme ahora: estamos desnudos. Desnudos hasta los huesos, y yo la conozco hasta las entrañas; bien. ¿Cree usted que yo tengo interés en hacerle daño? Yo no me arrepiento de nada, no me quejo de nada; yo también estoy seco. Pero de usted..., de usted sí puedo tener piedad.

INÉS.—(Que se ha dejado hacer mientras él hablaba, se sacude.) No me toque.
Me molesta que me toquen. Y guárdese su piedad. ¡Vamos, Garcin! También hay muchas trampas para usted en esta habitación. Para usted. Preparadas para usted. Sería mejor que se preocupara de sus propios asuntos. (Una pausa.) Si nos deja completamente tranquilas a la niña y a mí, yo me las arreglaré para que a usted no le pase nada.

GARCIN.—(La mira un momento y se encoge de hombros.) Vale.

ESTELLE.—(Levantando la cabeza.) Socorro, Garcin.

GARCIN.—¿Qué quiere de mí?

ESTELLE.—(Levantándose y acercándose a él.) A mí sí puede usted ayudarme.

GARCIN.—Diríjase a ella. (INÉS se ha acercado y se coloca muy cerca de ella por detrás, sin tocarla. Durante las frases siguientes le hablará casi al oído. Pero ESTELLE, vuelta hacia GARCIN, que la mira sin hablar, responde únicamente a este, como si él fuera quien la interrogara.)


ESTELLE.—Por favor, Garcin, lo ha prometido usted, lo ha prometido. Pronto, pronto, no quiero estar sola. Olga se lo ha llevado al baile.

INÉS.—¿A quién?

ESTELLE.—A Pedro. Están bailando juntos.

INÉS.—¿Quién es Pedro?

ESTELLE.—Un chico inocentón. Me decía que yo era su agua pura. Me quería. Ella se lo ha llevado al baile.

INÉS.—¿Y tú le quieres?

ESTELLE.—Ahora se sientan. Ella está sin aliento. ¿Por qué se pone a bailar? A no ser que sea para adelgazar. Claro que no. Claro que yo no le quería; tiene dieciocho años y yo no soy un ogro.

INÉS.—Entonces déjalos. ¿Qué puede importarte?

ESTELLE.—Pero era mío.

INÉS.—Ya no hay nada tuyo en la Tierra.

ESTELLE.—Él era mío.

INÉS.—Sí, lo «era»... Ahora intenta cogerlo, intenta tocarlo, anda. Olga puede tocarlo, ella sí que puede. ¿No es así? ¿Verdad? Ella puede cogerle las manos, rozarle las rodillas.

ESTELLE.—Aprieta contra él su enorme pecho, le echa el aliento en la cara.
Pulgarcito, pobre Pulgarcito, ¿qué esperas para echarte a reír en su cara? ¡Ah!, me hubiera bastado con una mirada; ella no se hubiera atrevido nunca... Entonces, ¿es que, verdaderamente, ya no soy nada?

INÉS.—Nada ya, nada. Y ya no hay nada tuyo allí en la Tierra: todo lo que te pertenece está aquí. ¿Quieres el cortapapeles? ¿La estatua? El canapé azul es el tuyo... Y yo, pequeña, yo también soy tuya para siempre.

ESTELLE.—¿Qué? ¿Mía? ¿Quién de ustedes se atrevería a decir que yo soy su agua pura? A ustedes no se les puede engañar; ustedes saben que yo soy una basura, un desperdicio... Piensa en mí, Pedro, piensa solo en mí; defiéndeme. Mientras que tú piensas: agua pura, querida agua pura, solo estaré a medias en este lugar, solo a medias seré culpable, seré agua pura allí contigo. Mira, está colorada como un tomate. Pero, vamos, si es imposible; lo que nos habremos reído de ella juntos. ¿Qué melodía es esa que tanto me gustaba? ¡Ah, sí!... Es «Saint Louis Blues»... Bueno, bueno, bailad. Garcin, cómo se divertiría si pudiera verla. Ella no sabrá nunca que yo la miro ahora. Sí, te veo, te veo, despeinada, la cara descompuesta, los pisotones... Es para morirse de risa. ¡Ale, vamos! ¡Más de prisa! ¡Más de prisa aún! Él tira de ella, la empuja. Es una porquería. ¡Más de prisa! Él me decía siempre: «Tú eres tan ligera...» ¡Ale, vamos! ¡Vamos! (Baila mientras habla.) Ya te digo que te estoy mirando. A ella le da igual; baila a través de mi mirada.
¡Nuestra querida Estelle! ¿Así que nuestra querida Estelle? No, cállate. Ni siquiera has derramado una lágrima en el funeral. Ella le ha dicho:
«Nuestra querida Estelle.» Tiene la poca vergüenza de hablarle de mí.


Vamos, id a compás... Ella no es de las que pueden hablar y bailar al mismo tiempo, no... Pero ¿qué es lo que ahora...? ¡No! ¡No! ¡No se lo digas! ¡Ya te lo dejo; llévatelo, guárdatelo, haz lo que quieras de él, pero no se lo digas!... (Ha dejado de bailar.) Bueno. Ya está. Ahora quédate con él... Se lo ha contado todo, Garcin: Roger, el viaje a Suiza, la niña; se lo ha contado todo. «Nuestra querida Estelle no era...» En efecto, no, no era... Él mueve la cabeza con un gesto triste, pero no puede decirse que la noticia lo haya trastornado mucho. Ahora quédate con él. No seré yo quien te dispute sus largas pestañas ni su aspecto de niña... ¡Ah! Me llamaba agua pura, su cristal. El cristal se ha hecho añicos. «Nuestra querida Estelle.» ¡Hale, bailad, bailad! Pero a compás, cuidado... A compás: un, dos... (Baila.) Daría todo lo del mundo por volver un momento, un solo instante..., y bailar. (Baila. Una pausa.) Ahora no oigo muy bien. Han apagado las luces como para un tango.
¿Por qué tocan con sordina? ¡Más fuerte! ¡Qué lejos! Ya..., ya no oigo nada, nada. (Deja de bailar.) Nunca más. La tierra me ha abandonado. Garcin, mírame ahora, cógeme en tus brazos. (INÉS hace señas a GARCIN de que se aparte desde detrás de ESTELLE.)

INÉS.—(Imperiosamente.) ¡Garcin!

GARCIN.—(Retrocede un paso e indica a INÉS.) No, diríjase a ella.

ESTELLE.—(Se agarra a él.) ¡No se marche ahora! ¿Es que no es un hombre? Pero míreme, no vuelva los ojos. ¿Tan desagradable le resulta verme? Tengo..., tengo los cabellos rubios y, después de todo, hay alguien que se ha matado por mí. Por favor, de todos modos algo tiene que mirar. Si no soy yo, será la estatua, la mesa o los canapés. Sea como fuere, yo soy algo más agradable de mirar. Escucha: he caído de sus corazones como un pajarito que se cae del nido. Recógeme, ponme ahí, en tu corazón, y ya verás cómo soy buena contigo.

GARCIN.—(Rechazándola con esfuerzo.) Le digo que se dirija a ella.

ESTELLE.—¿A ella? No, ella no cuenta. Es una mujer.

INÉS.—¿Que yo no cuento? Pero, hija mía, hijita, hace ya mucho tiempo que tú estás resguardada en mi corazón. No tengas miedo; yo te miraré sin un respiro, sin un parpadeo... Y tú vivirás en mi mirada como una lentejuela en un rayo de sol.

ESTELLE.—¿Un rayo de sol? Vamos, déjese de tonterías. Ya antes ha querido salirse con la suya y ha visto que ha fracasado; así que déjeme.

INÉS.—¡Estelle! Agua pura, cristal.

ESTELLE.—¿«Su» cristal? ¡Qué gracia! ¿A quién piensa engañar? Vamos, todo el mundo sabe que yo tiré a la niña por la ventana. El cristal se ha hecho polvo en el suelo, y qué me importa. Ya soy solo un pellejo, y mi pellejo no es para usted.

INÉS.—Pero ven. Tú serás lo que quieras: agua pura, agua sucia. Te reconocerás en el fondo de mis ojos como tú te deseas.


ESTELLE.—¡Suélteme! ¿Es que no tiene ojos? ¿Qué tengo que hacer para que me suelte? ¿Eh? ¿Qué tengo que hacer? (Le escupe a la cara. INÉS la suelta bruscamente.)

INÉS.—¡Garcin! Usted me las pagará. (Una pausa. GARCIN se encoge de hombros y va hacia ESTELLE.)

GARCIN.—¿Así que quieres un hombre?

ESTELLE.—Un hombre, no. Tú.

GARCIN.—Déjate de cuentos. Cualquiera serviría. Resulta que soy yo el que está aquí, pues yo. Bien. (La coge por los hombros.) Yo no tengo nada para gustarte, ¿sabes? No soy un chico inocentón y tampoco sé bailar los tangos.

ESTELLE.—Te tomaré como eres. Puede que te haga cambiar. GARCIN.—Lo dudo. Estaré... distraído. Tengo otras cosas en la cabeza. ESTELLE.—¿Qué otras cosas?
GARCIN.—No te interesarían.

ESTELLE.—Me sentaré ahí, junto a ti. Esperaré a que puedas atenderme.

INÉS.— (Se echa a reír.) ¡Como una perra! ¡Como una perra! ¡Y ni siquiera es guapo!

ESTELLE.—(A GARCIN.) No la escuches. No tiene ojos ni oídos. No cuenta.

GARCIN.—Te daré todo lo que pueda. No es mucho. No te querré nunca; te conozco demasiado.

ESTELLE.—Pero ¿tú me deseas?

GARCIN.—Sí.

ESTELLE.—Es todo lo que quiero. GARCIN.—Entonces... (Se inclina sobre ella.) INÉS.—¡Estelle! ¡Garcin! ¡Están locos! Estoy yo aquí. GARCIN.—Ya lo veo. ¿Y qué?
INÉS.—Delante de mí no..., no pueden.

ESTELLE.—¿Por qué no? Yo me desnudaba delante de mi doncella.

INÉS.—(Agarrándose a GARCIN.) ¡Déjela, déjela ya! No la toque con sus asquerosas manos de hombre.

GARCIN.—(Rechazándola violentamente.) Venga, basta ya; yo no soy un caballero, ¿sabe?, y no me voy a morir por pegarle a una mujer.

INÉS.—Me lo había prometido, Garcin, recuérdelo. Por favor, usted me lo había prometido.

GARCIN.—Es usted la que ha roto el pacto; basta.

(INÉS se separa y retrocede hasta el fondo de la habitación.)


INÉS.—Haced lo que queráis; sois los más fuertes. Pero acordaos de que yo estoy aquí y que os estoy mirando. No dejaré de miraros ni un solo momento; tendrás que besarla bajo mis ojos. ¡Cómo os odio a los dos!
¡Podéis hacerlo, venga! Estamos en el infierno; ya llegará mi vuelta.
(Durante la escena siguiente los mira sin una palabra.)

GARCIN.—(Vuelve junto a ESTELLE y la coge por los hombros.) Dame tus labios.
(Una pausa. Se inclina sobre ella, pero bruscamente se yergue.)

ESTELLE.—(Con un gesto de despecho.) Qué... (Una pausa.) Ya te he dicho que no te preocupes de ella.

GARCIN.—Es lo otro, lo otro. (Una pausa.) Gómez está ahora en el periódico. Han cerrado las ventanas; así que es invierno. Seis meses. Ya hace seis meses que me... ¿No te lo dije que me distraería? Están tiritando; tienen puestas las chaquetas. Es curioso que allí tengan tanto frío y yo tanto calor. Esta vez sí está hablando de mí.

ESTELLE.—¿Durará mucho eso? (Una pausa.) Por lo menos dime lo que cuenta.

GARCIN.—Nada. No cuenta nada. Es un cerdo, eso es todo. (Presta oído.) Un verdadero cerdo. ¡Bah! (Vuelve con ESTELLE.) ¿Volvemos a lo nuestro?
¿Vas a quererme mucho? ESTELLE.—(Sonriendo.) ¿Quién sabe? GARCIN.—¿Tendrás confianza en mí?
ESTELLE.—Qué pregunta tan tonta; no voy a perderte de vista nunca, y seguro que no será con Inés con quien me engañes.

GARCIN.—Evidentemente. (Una pausa. Suelta los hombros de ESTELLE.) Yo hablaba de otra confianza. (Escucha.) ¡Anda! ¡Anda! Di lo que te parezca; como no estoy ahí para contestarte... (A ESTELLE.) Estelle, tú tienes que darme tu confianza. ¿Quieres?

ESTELLE.—¡Qué de jaleos! Teniendo lo que tienes: mi boca, mis brazos, todo mi cuerpo..., podría ser tan fácil. ¡Mi confianza! Yo no tengo ninguna confianza que dar, ninguna. Me fastidias horriblemente. ¡Ah! Seguro que tienes una cosa muy grave para pedirme una cosa así: mi confianza.

GARCIN.—Me fusilaron.

ESTELLE.—Ya lo sé. Te habías negado a salir. ¿Qué más?

GARCIN.—Yo... No, yo no me había negado del todo. (A los invisibles.) Él habla muy bien y sabe criticar, pero no dice lo que hay que hacer. ¿Qué tenía que hacer yo? ¿Entrar en el despacho del general y decirle: «Mi general, yo no salgo»? ¡Qué tontería! Me hubieran encerrado. ¡Y yo lo que quería era testimoniar, testimoniar! No quería que ahogaran mi voz. (A ESTELLE.) Así que..., que tomé el tren. Me cazaron en la frontera.

ESTELLE.—¿Adonde querías ir?

GARCIN.—A Méjico. Tenía el proyecto de sacar allí un periódico pacifista. (Un silencio.) Bueno, di algo.


ESTELLE.—¿Qué quieres que diga? Hiciste bien, puesto que no querías luchar. (Gesto de disgusto en GARCIN.) ¡Ay querido!, yo no puedo adivinar lo que tengo que responderte.

INÉS.—Hijita, hay que decirle que salió huyendo como un león. Porque lo que hizo es huir el hombre... Eso es lo que le trae a mal traer.

GARCIN.—Huido, marchado; llámelo como quiera.

INÉS.—Era lo mejor que podías hacer: huir. Si te hubieras quedado, te hubiesen detenido en seguida, ¿no?

GARCIN.—Claro. (Una pausa.) Estelle, ¿te parece que yo soy un cobarde?

ESTELLE.—¡Ay hijo!, yo no sé nada de eso. Yo no estoy en tu lugar. Eres tú el que tiene que decidir.

GARCIN.—(Con un gesto cansado.) Yo no decido nada.

ESTELLE.—En cualquier caso, tú tendrás que acordarte; seguro que tenías tus razones para actuar como lo hiciste.

GARCIN.—Sí.

ESTELLE.—¿ Entonces ?

GARCIN.—Pero ¿son las verdaderas razones?

ESTELLE.—(Fastidiada.) Qué complicado eres.

GARCIN.—Yo quería testimoniar, yo..., yo lo había reflexionado largamente...
Pero ¿son esas las verdaderas razones?

INÉS.—¡Ah!, esa es la cuestión, en efecto. ¿Fueron esas las verdaderas razones?
Tú razonabas, no querías comprometerte a la ligera. Pero el miedo, el odio y todas las porquerías que uno se oculta, son «también» razones. Así que tú busca, interrógate.

GARCIN.—Cállate tú. ¿Qué crees? ¿Que he estado esperando tus consejos? Todo el día y la noche me los pasaba andando en el calabozo; de la ventana a la puerta, de la puerta a la ventana. Espiándome. Siguiéndome las huellas. Me parecía que me había pasado una vida entera interrogándome. Y luego, ¿qué? El acto estaba ahí. Yo... había tomado el tren; eso es lo único seguro. Pero ¿por qué? ¿Por qué? Hasta que al fin pensé: «Mi muerte lo decidirá; si muero limpiamente habré probado que no soy un cobarde...»

INÉS.—¿Y cómo murió usted, Garcin?

GARCIN.—Mal. (INÉS se echa a reír.) Fue..., fue un simple desfallecimiento corporal. No me da vergüenza. Lo único que..., que todo ha quedado en suspenso para siempre. (A ESTELLE.) Ven aquí tú. Mírame. Necesito que alguien me mire mientras hablan de mí en la Tierra. Me gustan los ojos verdes.

INÉS.—¿Los ojos verdes? Qué cosas. ¿Y a ti, Estelle, te gustan los cobardes?

ESTELLE.—Si tú supieras lo poco que me importa... Cobarde o no, si sus caricias... Eso me basta.


GARCIN.—Dan cabezadas así; se aburren. Piensan: «Garcin es un cobarde.» Blandamente, débilmente. Porque, después de todo, hay que pensar en algo. ¡Garcin es un cobarde! Eso es lo que han decidido ellos, sí, mis compañeros. Dentro de seis meses dirán: «Cobarde como Garcin.» Ustedes han tenido suerte, después de

todo: nadie piensa en ustedes ya en la Tierra. Lo mío es más duro.

INÉS.—¿Y su mujer, Garcin?

GARCIN.—¡Qué dice ahora de mi mujer! Ha muerto.

INÉS.—¿Muerta?

GARCIN.—¡Ah!, sí. Me parece que he olvidado decirlo. Ha muerto ahora. Hace dos meses más o menos.

INÉS.—¿De pena?

GARCIN.—Naturalmente, de pena. ¿De qué quiere que haya muerto la pobre? Así que todo va bien: la guerra ha terminado, mi mujer ha muerto y yo..., yo he entrado en la Historia. (Solloza secamente y se pasa la mano por la cara. ESTELLE se cuelga de él.)

ESTELLE.—¡Querido mío! ¡Querido mío! Mírame, tócame, amor mío. (Le coge la mano.) Ponme la mano aquí, acaríciame. (GARCIN hace un movimiento para desprenderse.) Deja la mano; déjala, no te muevas. Todos ellos van a morir; qué importa lo que piensen. Olvídalos. Soy yo lo único que existe.

GARCIN.—(Separando la mano.) Pero ellos..., ellos no me olvidan a mí. Ellos morirán, ya sé, pero vendrán otros que recogerán su consigna. Les he dejado mi vida entre sus manos.

ESTELLE.—¡Piensas demasiado, eso es lo que te pasa!

GARCIN.—¿Y qué otra cosa voy a hacer? En otro tiempo actuaba... ¡Ah, con volver solo un día entre ellos, qué mentís, de qué forma...! Pero estoy fuera de juego; cierran el balance sin mí, y tienen razón, porque estoy muerto. Cazado como una rata. (Ríe.) He pasado al dominio público. (Una pausa.)

ESTELLE.—(Suavemente.) Garcin.

GARCIN.—¡Ah!, ¿estás ahí? Está bien, escucha: vas a hacerme un favor. No te preocupes, ya sé: te resulta raro que alguien te pida socorro; no tienes costumbre. Pero si tú quisieras, si hicieras un esfuerzo, hasta puede que consiguiéramos amarnos verdaderamente... Mira: ahí son mil los que repiten que yo soy un cobarde. Pero ¿qué significan mil? Con un alma que hubiera, con

una sola, que afirmara con todas sus fuerzas que yo no huí, «que no es posible» que yo huyera, que tengo valor, que soy limpio, yo... ¡estoy seguro de que me salvaría! ¿Quieres creer en mí? Te querría entonces más que a mí mismo.

ESTELLE.—(Riendo.) ¡Qué tonto eres! ¿Te figuras que yo podría querer a un cobarde?


GARCIN.—Pero antes decías...

ESTELLE.—Me burlaba de ti. A mí me gustan los hombres, Garcin, los verdaderos hombres, de manos fuertes, rudos. Tú no tienes cara de cobarde; ni la boca, ni la voz, ni el pelo de un cobarde, y te quiero por eso: tu pelo, tu boca, tu voz.

GARCIN.—¿Es verdad eso?

ESTELLE.—¿Quieres que te lo jure?

GARCIN.—Entonces los desafío a todos, a los de allá y a los de aquí. Estelle, nosotros saldremos del infierno. (INÉS se echa a reír. Él se interrumpe y la mira.) ¿Qué pasa?

INÉS.—(Riendo.) Nada. Solo que ella no cree ni una palabra de lo que está diciendo. ¿Cómo puedes ser tan ingenuo? «Estelle, dime: ¿soy un cobarde?» Si tú supieras todo lo que ella se ríe de ese problema.

ESTELLE.—¡Inés! (A GARCIN.) No la escuches. Si tú quieres mi confianza, tienes que empezar por concederme la tuya.

INÉS.—¡Pues claro que sí, pues claro que sí! Concédele tu confianza. Necesita un hombre, ya lo ves; un brazo de hombre alrededor de su cintura, un olor de hombre, un deseo de hombre en los ojos de un hombre. En cuanto a lo demás... ¡Bueno! Podría decirte que tú eres Dios Padre si eso fuera de tu agrado.

GARCIN.—¡Estelle! ¿Es verdad eso? ¡Contéstame! ¿Es verdad?

ESTELLE.—¿Qué quieres que te diga? No comprendo nada de todos esos líos. (Golpea con el pie.) ¡Qué desagradable es todo esto! Mira: aunque tú fueras un cobarde, yo te querría. ¿No te basta con eso? (Una pausa.)

GARCIN.—Me dais asco las dos. (Va hacia la puerta.)

ESTELLE.—¿Qué vas a hacer?

GARCIN.—Me voy.

INÉS.—(En seguida.) No irías muy lejos: la puerta está cerrada. GARCIN.—Tendrán que abrir. (Llama al timbre. No suena.) ESTELLE.—¡Garcin!
INÉS.—(A ESTELLE.) No te preocupes; el timbre no funciona.

GARCIN.—Ya veréis cómo abren. (Tamborilea sobre la puerta.) Ya no puedo soportaros más, no puedo veros más. (ESTELLE corre hacia él; él la rechaza.) Déjame; me repugnas todavía más que ella. Sería horrible emparentarme en esos ojos tuyos. Estás húmeda, eres blanda. Eres un pulpo, un lodazal. (Golpea en la puerta.) ¡Qué! ¿Van a abrir?

ESTELLE.—Garcin, te lo suplico: no te vayas, no te hablaré más, te dejaré tranquilo, pero no te vayas. Inés ha sacado sus garras; no quiero quedarme sola con ella.

GARCIN.—Arréglatelas como puedas. Yo no te he dicho que vengas; allá tú.


ESTELLE.—¡Cobarde! ¡Ahora ya lo veo! ¡Es verdad que eres un cobarde!

INÉS.—(Acercándose a ESTELLE.) Qué, hija mía, ¿no estás contenta tú? Me has escupido para hacerle gracia, y ya ves, nos hemos enfadado por su culpa. Pero ahora se va el aguafiestas; vamos a quedarnos entre mujeres, solas.

ESTELLE.—No vas a ganar nada con ello; si esa puerta se abre yo me escaparé también.

INÉS.—¿Adónde?

ESTELLE.—Donde sea. Lo más lejos posible de ti. (GARCIN no ha cesado de llamar a la puerta.)

GARCIN.—¡Abran! ¡Abran! Lo soportaré todo: los cepos, las tenazas, el plomo derretido, las pinzas, el garrote, todo lo que quema, todo lo que desgarra; quiero sufrir normalmente. Antes cien mordeduras, antes el látigo, el vitriolo..., todo antes que este sufrimiento interior, este..., este fantasma de sufrimiento que roza, que acaricia y que nunca hace demasiado daño. (Coge el picaporte de la puerta y lo sacude.) ¿Abrirán de una vez? (La puerta, bruscamente, se abre, y GARCIN está a punto de caer.) ¿Qué es esto? (Un largo silencio.)

INÉS.—Vamos, Garcin... Váyase.

GARCIN.—(Lentamente.) Me pregunto por qué se habrá abierto.

INÉS.—¿Qué está esperando? ¡Hale, márchese!

GARCIN.—No, no voy a irme.

INÉS.—¿Y tú? (A ESTELLE. ESTELLE no se mueve. INÉS se echa a reír.) Entonces,
¿quién? ¿Cuál de los tres? La vía está libre. ¿Quién nos retiene? ¡Ah, es para morirse de risa! Resulta que somos inseparables. (ESTELLE se abalanza, por detrás, sobre ella.)

ESTELLE.—¿Inseparables? ¡Garcin! Ayúdame, ayúdame, de prisa. La arrastraremos fuera y cerraremos la puerta; ahora va a ver, ahora va a ver esta.

INÉS.—(Debatiéndose.) ¡Estelle! ¡Estelle! ¡Te lo suplico, no me eches! ¡Al pasillo, no; no me tires en el pasillo!

GARCIN.—Suéltala.

ESTELLE.—Estás loco. Te odia.

GARCIN.—Yo... me he quedado por ella, ¿sabes? (ESTELLE suelta a INÉS y mira a
GARCIN con estupor.)

INÉS.—¿Que te has quedado por mí? (Una pausa.) Está bien, cierra la puerta.
Hace muchísimo más calor desde que se ha abierto. (GARCIN va a la puerta y la cierra.) Así que por mí, ¿eh?

GARCIN.—Sí. Porque tú..., tú sabes lo que es un cobarde. Tú sí lo sabes.

INÉS.—Sí, claro que lo sé.


GARCIN.—Y sabes lo que es el mal, la vergüenza, el miedo. Ha habido días..., ¿a que sí?..., en que te has visto hasta los tuétanos y te has quedado destrozada, muerta. Y al día siguiente ya no sabías qué pensar, no conseguías descifrar las revelaciones de la víspera. Sí,

tú conoces el precio del mal. Y si tú dices que yo soy un cobarde, es con conocimiento de causa, ¿eh?

INÉS.—Sí.

GARCIN.—Es a ti a quien tengo que convencer, a ti. Tú eres de mi raza. ¿Qué te creías? ¿Que me iba a marchar? No te podía dejar aquí, triunfante, con todos esos pensamientos en la cabeza..., todos esos pensamientos que se refieren a mí.

INÉS.—¿Es verdad que quieres convencerme?

GARCIN.—Es lo único que quiero. A ellos ya no los oigo, ¿sabes? Seguro que es porque ya han terminado conmigo. Terminado: el asunto está clasificado, yo ya no soy nadie en la Tierra, ni siquiera un cobarde. Inés, estamos aquí solos: ya solo estáis vosotras para pensar en mí. Ella no cuenta; pero tú, tú que me odias..., si tú me crees, me salvas.

INÉS.—Puede que no sea fácil, no sé. Soy un poco dura de aquí. (Por la cabeza.)

GARCIN.—Emplearé el tiempo que haga falta.

INÉS.—¡Oh, sí! Tienes todo el tiempo que quieras. «Todo» el tiempo.

GARCIN.—(La coge por los hombros.) Escucha: cada uno tiene sus objetivos, ¿no es así? A mí..., a mí me daba igual el dinero, el amor. Yo..., yo quería ser un hombre. Un valiente. Y lo aposté todo al mismo caballo. ¿Es posible que uno sea un cobarde cuando se han elegido los caminos más peligrosos? ¿Puede juzgarse una vida entera por un solo acto? Eso es lo que pregunto.

INÉS.—¿Y por qué no? Durante treinta años te imaginaste que tenías mucho corazón; y te permitías mil pequeñas debilidades porque a los héroes todo les está permitido. ¡Y qué cómodo era! Y luego, a la hora de la verdad, te pusieron al pie del paredón... y te cogiste el tren para Méjico.

GARCIN.—No, yo no me imaginaba ese heroísmo. Lo elegí. Cada uno es lo que quiere ser.

INÉS.—Demuéstralo. Demuestra que no era... una imaginación. Solamente los actos deciden qué es lo que uno ha querido.

GARCIN.—He muerto demasiado pronto. No me han dejado tiempo para..., para realizar «mis» actos.

INÉS.—Siempre se muere demasiado pronto o demasiado tarde. Y, sin embargo, la vida está ahí, acabada. La raya está hecha y hay que hacer la suma. Tú no eres nada más que tu vida.

GARCIN.—Eres una víbora. Tienes respuesta para todo.


INÉS.—¡Vamos! ¡Vamos! No pierdas los ánimos. Debe de ser muy fácil convencerme. Busca argumentos, haz un esfuerzo a ver. (GARCIN se encoge de hombros.) ¿Qué tal, qué tal? Ya te había dicho que eras vulnerable. ¡Y cómo las vas a pagar ahora! Eres un cobarde, Garcin, un cobarde, porque yo lo quiero. Porque yo lo quiero, ¿lo oyes? Y, sin embargo, mira lo débil que soy, como un suspiro; solo esta mirada que te mira, este pensamiento incoloro que te piensa..., no soy nada más. (Él va hacia ella con las manos abiertas.) Bueno, ¿y qué? Ahora van y se abren esas manos grandes, de hombre. ¿Y qué? ¿Qué esperas? Los pensamientos no se cogen así, con las manos. Mira cómo no puedes hacer otra cosa que convencerme... Eres mío.

ESTELLE.—¡Garcin!

GARCIN.—¿Qué?

ESTELLE.—Por lo menos, véngate.

GARCIN.—¿Cómo?

ESTELLE.—Bésame y verás cómo canta.

GARCIN.—Y ya ves, es verdad. Estoy en tus manos, pero tú también en las mías.
(Se inclina sobre ESTELLE. INÉS da un grito.)

INÉS.—¡Sí, cobarde, cobarde! ¡Vete a que te consuelen las mujeres!

ESTELLE.—¡Canta, Inés, canta!

INÉS.—¡Vaya pareja! Si tú vieras su pataza plantada ahí, en tu espalda, enrojeciéndote la carne, arrugando la tela... Tiene las manos húmedas; está sudando. Va a dejarte una marca azul en el vestido, ya verás.

ESTELLE.—¡Canta! ¡Canta! Estréchame más fuerte, Garcin; verás cómo revienta.

INÉS.—Sí, sí, Garcin, estréchala más fuerte, anda; que tu calor y el suyo se haga un revoltijo, anda... Es estupendo el amor, ¿eh? ¿No, Garcin? Es una cosa tibia y profunda como el sueño, solo que yo te impediré dormir. (Gesto de GARCIN.)

ESTELLE.—No, no la escuches. Bésame. Soy tuya, tuya.

INÉS.—Bueno, ¿a qué esperas tú? Haz lo que te dice. Garcin, el cobarde, tiene en sus brazos a Estelle, la infanticida. Quedan abiertas las apuestas... El señor Garcin ¿la besará? ¿No la besará? Cómo os veo, cómo os veo. Yo sola soy una multitud, la muchedumbre, Garcin, la muchedumbre,
¿oyes? (Murmurando.) Cobarde. Cobarde. Cobarde. Cobarde. Aunque me huyas, no te vale; yo no te suelto. ¿Qué vas a buscar en sus labios?
¿El olvido? Pero yo no voy a olvidarte a ti; yo, no. Es a mí a la que tienes que convencer. A mí. Anda, ¡ven, ven! Te espero. ¿Lo ves, Estelle? Afloja el abrazo, es dócil como un perro... ¡No va a ser tuyo nunca!

GARCIN.—¿Y no será de noche nunca?

INÉS.—Nunca.

GARCIN.—¿Y tú me verás siempre?


INÉS.—Siempre. (GARCIN abandona a ESTELLE y da algunos pasos por la habitación.
Se acerca a la estatua.)

GARCIN.—La estatua... (La acaricia.) ¡En fin! Este es el momento. La estatua está ahí; yo la contemplo y ahora comprendo perfectamente que estoy en el infierno. Ya os digo que todo, todo estaba previsto. Habían previsto que en un momento..., este..., yo me colocaría junto a la chimenea y que pondría mi mano sobre la estatua, con todas esas miradas sobre mí... Todas esas miradas que me devoran... (Se vuelve bruscamente.)
¡Cómo! ¿Solo sois dos? Os creía muchas más. (Ríe.) Entonces esto es el infierno. Nunca lo hubiera creído... Ya os acordaréis: el azufre, la hoguera, las parrillas... Qué tontería todo eso... ¿Para qué las parrillas? El infierno son los demás.

ESTELLE.—¡Amor mío!

GARCIN.—(Rechazándola.) Déjame. Ella está con nosotros. No puedo estar contigo cuando ella me mira.

ESTELLE.—¡Está bien! Ya no nos verás más. (Coge el cortapapeles de la mesa, se precipita sobre INÉS y le asesta varias puñaladas.)

INÉS.—(Se debate riendo.) Pero ¿qué haces, qué haces? ¿Estás loca? Tú sabes de sobra que ya estoy muerta.

ESTELLE.—¿Muerta? (Deja caer el cuchillo. Una pausa. INÉS recoge el cuchillo y se apuñala con rabia.)

INÉS.—¡Muerta! ¡Muerta! ¡Muerta! Ni cuchillo, ni veneno, ni cuerda. «Ya está hecho», ¿comprendes? Y estamos juntos para siempre. (Ríe.)

ESTELLE.—(Se echa a reír.) ¡Para siempre, Dios mío, qué cosa tan curiosa! ¡Para siempre!

GARCIN.—(Ríe mirando a las dos.) ¡Para siempre! (Caen sentados, cada uno en su canapé. Un largo silencio. Dejan de reír y se miran. GARCIN se levanta.) Bueno, sigamos. (Telón.)





FIN DE «A PUERTA CERRADA»

Las Moscas: Sartre.



















L A S      M O S C A S

Drama en tres actos
P E R S O N A J E S

 J Ú P I T E
O R E S T E
E G I S T O
E L P E D A G O G O
P R I M E R G U A R D I A
S E G U N D O G U A R D I A
E L G R A N S A C E R D O T E
E L E C T R A
C L I T E M N E S T R A
U N A E R I N I
 N A J O V E
 N A V I E J A
H O M B R E S Y M U J E R E S D E L P U E B L O
E R I N I A S
S E R V I D O R E S
G U A R D I A S D E L P A L A C I O





ACTO I

Una plaza de Argos. Una estatua de Júpiter, dios de las moscas y de la muerte. Ojos blancos, rostro embadurnado de sangre.


ESCENA I


Entran en procesión VIEJAS vestidas de negro, y hacen libaciones delante de la estatua. Al fondo, un
IDIOTA sentado en el suelo. Entran ORESTES y el PEDAGOGO, luego JÚPITER.

ORESTES.— ¡Eh, buenas mujeres!
Todas las VIEJAS se vuelven lanzando un grito.
EL PEDAGOGO.— ¿Podéis decirnos?...
Las VIEJAS escupen al suelo dando un paso atrás.
EL PEDAGOGO.— Escuchad, somos viajeros extraviados. Sólo os pido una indicación.
Las VIEJAS huyen dejando caer las urnas.
EL PEDAGOGO.— ¡Viejas piltrafas! ¿No se diría que me derrito por sus encantos? ¡Ah, mi amo, qué
viaje agradable! Y qué buena inspiración la vuestra de venir aquí cuando hay más de quinientas capitales, tanto en Grecia como en Italia, con buen vino, posadas acogedoras y calles populosas. Parece que estos montañeses nunca han visto turistas: cien veces he preguntado por el camino en este maldito caserío que se achicharra al sol. Por todas partes los mismos gritos de espanto y las mismas desbandadas, las pesadas carreras negras por las calles enceguecedoras. ¡Puf! Estas calles desiertas, el aire que tiembla, y este sol... ¿Hay algo más siniestro que el sol?
ORESTES.— He nacido aquí...
EL PEDAGOGO.— Así parece. Pero en vuestro lugar, yo no me jactaría de ello.
ORESTES.— He nacido aquí y debo preguntar por mi camino como un viajero. ¡Llama a esa puerta! EL PEDAGOGO.— ¿Qué esperas? ¿Que os respondan? Mirad un poco esas casas y decidme qué
parecen. ¿Dónde están las ventanas?, Las abren a patios bien cerrados y bien sombríos, me lo imagino,  y  vuelven  el  trasero  a  la  calle...  (Gesto  de  ORESTES)  Está  bien.  Llamo,  pero  sin esperanza.
Llama. Silencio. Llama de muevo; la puerta se entreabre.
UNA VOZ.— ¿Qué queréis?
EL  PEDAGOGO.—  Una  sencilla  pregunta.  ¿Sabéis  dónde  vive...?  La  puerta  vuelve  a  cerrarse bruscamente.
EL PEDAGOGO.— ¡Idos al infierno! ¿Estáis contento, señor Orestes, y os basta la experiencia?
Puedo, si queréis, llamar a todas las puertas. ORESTES.— No, deja.
EL PEDAGOGO.— ¡Toma! Pero si aquí hay alguien. (Se acerca al IDIOTA.) ¡Señor mío! EL IDIOTA.— ¡Eh!
EL PEDAGOGO (nuevo saludo).— ¡Señor mío!
EL IDIOTA.— ¡Eh!
EL PEDAGOGO.— ¿Os dignaréis indicarnos la casa de Egisto? EL IDIOTA.— ¡Eh!
EL PEDAGOGO.— De Egisto, el rey de Argos. EL IDIOTA.— ¡Eh! ¡Eh!
JÚPITER pasa por el fondo.
EL PEDAGOGO.— ¡Mala suerte! El primero que no se escapa es idiota (JÚPITER vuelve a pasar).
¡Vaya! Nos ha seguido hasta aquí. ORESTES.— ¿Quién?
EL PEDAGOGO.— El barbudo. ORESTES.— Estás soñando.
EL PEDAGOGO.— Acabo de verlo pasar. ORESTES.— Te habrás equivocado.
EL PEDAGOGO.— Imposible. En mi vida he visto semejante barba, salvo una de bronce que orna el
rostro de Júpiter Ahenobarbus, en Palermo. Mirad, ahí vuelve a pasar, ¿Qué nos quiere? ORESTES.— Viaja, como nosotros.
EL  PEDAGOGO.—  ¡Cómo!  Lo  hemos  encontrado  en  el  camino  de  Delfos.  Y  cuando  nos embarcamos en Itea, ya ostentaba su barba en el barco. En Nauplia no podíamos dar un paso sin tropezar con él, y ahora está aquí. Os parecerán, sin duda, simples coincidencias. (Espanta las moscas  con  la  mano.) Ah,  encuentro  a  las  moscas  de  Argos  mucho  más acogedoras que las personas. ¡Mirad ésas, miradlas! (Señala con la vista al IDIOTA.) Tiene doce en el ojo como en una tartina, y sin embargo sonríe trasportado, como si le gustara que le chupen los ojos. Y en realidad le sale por esas mirillas un jugo blanco que parece leche cuajada. (Espanta a las moscas.) ¡Eh, basta ya, basta ya! Mirad, ahora las tenéis encima. (Las espanta.) Bueno, estaréis cómodos vos que tanto os quejabais de ser extranjero en vuestro propio país, y estas bestezuelas os hacen fiestas, como si os reconocieran. (Las espanta.) ¡Vamos, paz, paz, nada de efusiones! ¿De dónde vienen? Hacen más ruido que carracas y son más grandes que libélulas.
JÚPITER- (que se había acercado) .— No son sino moscas de la carne, un poco gordas. Hace quince
años un poderoso olor de carroña las atrajo a la ciudad. Desde entonces engordan. Dentro de quince años tendrán el tamaño de ranitas.
Un silencio.
EL PEDAGOGO.— ¿Con quién tenemos el honor... ? JÚPITER.— Mi nombre es Demetrio. Vengo de Atenas. ORESTES.— Creo haberos visto en el barco la última quincena. JÚPITER.— También yo os he visto.
Gritos horribles en el palacio.
EL PEDAGOGO.— ¡Vaya! ¡Vaya! Todo esto no me huele nada bien, y en mi opinión, mi amo, haríamos mejor en irnos.
ORESTES.— Cállate.
JÚPITER.— No tenéis nada que temer. Hoy es la fiesta de los muertos. Esos gritos señalan el comienzo de la ceremonia.
ORESTES.— Parece que conocéis muy bien a Argos.
JÚPITER.— Vengo con frecuencia. Estaba aquí a la vuelta del rey Agamenón, cuando la flota victoriosa de los griegos ancló en la rada de Nauplia. Podían verse las velas blancas desde lo alto de las murallas. (Espanta las moscas.) Aún no había moscas, entonces. Argos sólo era una pequeña ciudad de provincia que se aburría indolentemente al gol. Subí al camino de ronda con los demás, los días siguientes, y miramos largamente el cortejo real que marchaba por la llanura. La tarde del segundo día la reina Clitemnestra apareció en las murallas, acompañada de Egisto, el rey actual. Las gentes de Argos vieron sus rostros enrojecidos por el sol poniente; los vieron inclinarse sobre las almenas y mirar largo rato hacia el mar; y pensaron: "Pasará algo malo". Pero no dijeron nada. Egisto,  debéis de saberlo, era el amante de la reina Clitemnestra. Un rufián ya por entonces propenso a la melancolía. Parecéis cansado.
ORESTES.— Es el largo camino que he hecho y este maldito calor. Pero me interesáis.
JÚPITER.— Agamenón era un buen hombre, pero cometió un gran error, ¿sabéis? No había permitido que las ejecuciones capitales se realizaran en público. Es una lástima. En provincia, un buen ahorcamiento distrae y deja a la gente un poco harta de la muerte. Las gentes de aquí no dijeron
nada porque se aburrían, y querían ver una muerte violenta. No dijeron nada cuando vieron aparecer a su rey en las puertas de la ciudad. Y cuando vieron que Clitemnestra le tendía sus hermosos brazos perfumados, no dijeron nada. En aquel momento hubiera bastado una palabra, una sola palabra, pero callaron, y cada uno tenía, en la cabeza, la imagen de un gran cadáver con la cara destrozada.
ORESTES.— Y vos, ¿no dijisteis nada?
JÚPITER.— ¿Os molesta, joven? Yo estoy muy cómodo, lo cual prueba vuestros buenos sentimientos.
Pues bien, no, no hablé; no soy de aquí, y no eran asuntos míos. En cuanto a las gentes de Argos, al día siguiente, cuando oyeron aullar de dolor al rey en el palacio, siguieron sin decir nada, bajaron los párpados sobre los ojos en blanco de voluptuosidad, y la ciudad entera estaba como una mujer en celo.
ORESTES.— Y el asesino reina. Ha conocido quince años de felicidad. Yo creía justos a los dioses. JÚPITER.—  ¡Eh!  No  incriminéis  tan  pronto  a  los  dioses.  ¿Hay que  castigar  siempre?  ¿No  era
preferible que ese tumulto derivara en beneficio del orden moral? ORESTES.— ¿Qué hicieron?
JÚPITER.— Enviaron las moscas.
EL PEDAGOGO.— ¿Qué tienen que ver las moscas!
JÚPITER.— Oh, son un símbolo. Pero juzgad por esto lo que han hecho: aquella vieja cochinilla que allá veis, correteando sobre sus patitas negras, rozando las paredes, es un hermoso espécimen de una fauna negra y chata que hormiguea en las grietas. Salto sobre el insecto, lo cazo y os lo traigo. (Salta sobre la VIEJA y la trae al proscenio.) Aquí está mi presa. ¡Mirad qué horror! ¡Oh! ¡Guiñáis los ojos, y sin embargo estáis habituados a las espadas del sol al rojo blanco! Mirad qué sobresaltos de pez en la punta de la línea. Dime vieja, habrás perdido docenas de hijos, pues andas de negro de la cabeza a los pies. Vamos, habla y quizá te suelte. ¿Por quién llevas luto?
LA VIEJA.— Es el vestido de Argos.
JÚPITER.— ¿El vestido de Argos? Ah, comprendo. Llevas luto por tu rey, por tu rey asesinado.
 LA VIEJA.— ¡Calla! ¡Por el amor de Dios, calla!
JÚPITER.— Pues eres bastante vieja para haber oído aquellos gritos que recorrieron toda una mañana las calles de la ciudad. ¿Qué hiciste?
LA VIEJA.— Mi marido estaba en los campos, ¿qué podía hacer yo? Corrí el cerrojo de la puerta. JÚPITER.— Sí, y entreabriste la ventana para oír mejor, y te quedaste al acecho detrás de las cortinas, con el aliento entrecortado y un cosquilleo raro en el hueco de los riñones.
 LA VIEJA.— ¡Calla!
JÚPITER.— Has de haber hecho estupendamente bien el amor aquella noche. Era una fiesta, ¿eh?... LA VIEJA.— Ah, señor, era... una fiesta horrible.
JÚPITER.— Una fiesta roja cuyo recuerdo no habéis podido enterrar.
LA VIEJA.— ¡Señor! ¿Sois un muerto?
JÚPITER.— ¡Un muerto! ¡Anda, anda, loca! ¡No te cuides de lo que soy; será mejor que te ocupes de ti misma y ganes el perdón del Cielo con tu arrepentimiento!
LA VIEJA.— Ah, me arrepiento, Señor, si supierais cómo me arrepiento, y mi hija también se arrepiente, y mi yerno sacrifica una vaca todos los años, y a mi nieto, que anda por los siete años, lo hemos educado en el arrepentimiento; es juicioso como una imagen, todo rubio y penetrado por el sentimiento de su pecado original.
JÚPITER.— Está bien, vete, vieja basura, y trata de reventar en el arrepentimiento. Es tu única posibilidad de salvación. (La VIEJA huye.) O mucho me equivoco, señores míos, o es ésta, piedad de la buena, a la antigua, sólidamente asentada en el terror.
ORESTES.— ¿Qué hombre sois?
JÚPITER.— ¿A quién le interesa? Hablábamos de los dioses. Bueno, ¿era necesario fulminar a
Egisto?
ORESTES.— Era necesario... Ah, no sé qué era necesario, y no me importa; no soy de aquí. ¿Y Egisto se arrepiente?
JÚPITER.— ¿Egisto? Me extrañaría mucho. Pero qué importa. Toda una ciudad se arrepiente por él.
El arrepentimiento se mide por el peso. (Gritos horribles en el palacio.) ¡Escuchad! Para que no olviden jamás los gritos de agonía de su rey, un boyero escogido por su fuerte voz lanza esos alaridos cada aniversario, en la sala principal del palacio. (ORESTES hace un gesto de desagrado.)
¡Bah! Esto no es nada; ¿qué dirás dentro de un rato, cuando suelten a los muertos? Hace quince años justos que Agamenón fue asesinado. ¡Ah, cómo ha cambiado desde entonces el pueblo ligero de Argos, y qué cerca está ahora de mi corazón!
ORESTES.— ¿De vuestro corazón?
JÚPITER.— Dejad, dejad, joven. Hablaba para mí. Hubiera debido decir: cerca del corazón de los dioses.
ORESTES.— ¿De veras? Paredes embadurnadas de sangre, millones de moscas, olor a carnicería, calor de horno, calles desiertas, un dios con cara de asesinado, larvas aterradas que se golpean el pecho en el fondo de las casas, y esos gritos, esos gritos insoportables: ¿eso place a Júpiter?
JÚPITER.— Ah, no juzguéis a los dioses, joven; guardan secretos dolorosos.
Un silencio.
ORESTES.— Agamenón tenía una hija, ¿verdad?, una hija llamada Electra. JÚPITER.— Sí. Vive aquí. En el palacio de Egisto, en aquél.
ORESTES.— ¡Ah! ¿Es ése el palacio de Egisto? ¿Y qué piensa Electra de todo esto? JÚPITER.— ¡Bah! Es una niña. Había también un hijo, un tal Orestes. Dicen que murió. ORESTES.— ¡Que murió! Diablos...
EL PEDAGOGO.— Pero sí, mi amo, bien sabéis que murió. Las gentes de Nauplia nos han contado que Egisto había dado orden de asesinarlo poco después de la muerte de Agamenón.
JÚPITER.— Algunos afirman que está vivo. Sus asesinos, compadecidos, lo habrían abandonado en el bosque. Habría sido recogido y educado por burgueses ricos de Atenas. Por mi parte, deseo que haya muerto.
ORESTES.— ¿Por qué, si no os incomoda?
JÚPITER.— Imaginad que se presenta un día a las puertas de esta ciudad... ORESTES.— ¿Y qué?
JÚPITER.— ¡Bah! Mirad, si lo encontrara en ese momento, le diría... le diría: "Joven..." Lo llamaría joven, pues tiene más o menos vuestra edad, si vive. A propósito, señor, ¿me diréis vuestro nombre? ORESTES.— Me llamo Filebo y soy de Corinto. Viajo para instruirme con un esclavo que fue mi
preceptor.
JÚPITER.— Perfecto. Entonces diría: "¡Joven, marchaos! ¿Qué buscáis aquí? ¿Queréis hacer valer vuestros derechos? ¡Ah! Sois ardiente y fuerte, seríais valiente capitán de un ejército batallador, podéis hacer algo mejor que reinar sobre una ciudad medio muerta, una carroña de ciudad atormentada por las moscas. Los hombres de aquí son grandes pecadores, pero están empeñados ya en el camino de la redención. Dejadlos, joven, dejadlos, respetad su dolorosa empresa, alejaos de puntillas. No podríais compartir su arrepentimiento, pues no habéis tenido parte en su crimen, y vuestra inocencia impertinente os separa de ellos como un foso profundo. Marchaos, si los amáis un poco. Marchaos, porque vais a perderlos: por poco que los detengáis en el camino, que los apartéis, aunque sea un instante, de sus remordimientos, todas sus faltas se cuajarán en ellos como grasa fría. Tienen la conciencia intranquila, tienen miedo, y del miedo y la conciencia intranquila emana una fragancia deliciosa para las narices de los dioses. Sí, esas almas lastimosas agradan a los dioses.
¿Quisierais despojarlos del favor divino? ¿Y qué les daríais en cambio? Digestiones tranquilas, la taciturna paz provinciana y el hastío, ¡ah! el hastío tan cotidiano de la felicidad. Buen viaje, joven, buen viaje; el orden de una ciudad y el orden de las almas son inestables; si los tocáis, provocaréis una catástrofe. (Mirándolo a los ojos.) Una terrible catástrofe que recaerá sobre vos."
ORESTES.— ¿De veras? ¿Eso es lo que le diríais? Pues bien, si yo fuera ese joven, os respondería...
(Se miden con la mirada; el PEDAGOGO tose.) ¡Bah! No sé qué os respondería. Quizá tengáis razón, y por lo demás, esto no me incumbe.
JÚPITER.— Enhorabuena. Desearía que Orestes fuera igualmente razonable. Entonces, la paz sea con vos; tengo que atender mis asuntos.
ORESTES.— La paz sea con vos.
JÚPITER.— A propósito, si las moscas os molestan, éste es el medio de libraros de ellas: mirad el enjambre que zumba a vuestro alrededor, hago un movimiento con la muñeca, un ademán con el brazo y digo: "Abraxas, galla, galla, tse, tse". Y ya veis: ruedan y se arrastran por el suelo como orugas.
ORESTES.— ¡Por Júpiter!
JÚPITER.— No es nada. Un jueguito de sociedad. Soy encantador de moscas en mis horas libres.
Buenos días. Volveré a veros. Sale.



ESCENA II
ORESTES - EL PEDAGOGO 
EL PEDAGOGO.— Desconfiad. Ese hombre sabe quién sois.
ORESTES.— ¿Pero es un hombre?
EL PEDAGOGO.— ¡Ah, mi amo, qué pena me dais! ¿Qué hacéis de mis lecciones y de ese escepticismo sonriente que os enseñé? "¿Es un hombre?" Diablos, sólo hay hombres, y ya es bastante. Ese barbudo es un hombre, algún espía de Egisto.
ORESTES.— Deja tu filosofía. Me ha hecho demasiado daño.
EL PEDAGOGO.— ¡Daño! Entonces es perjudicar a la gente darle libertad de espíritu. ¡Ah! ¡Cómo habéis  cambiado!  Antes  leía  en  vos...  ¿Me  diréis  por  fin  qué  meditáis?  ¿Por  qué  me  habéis arrastrado aquí? ¿Y qué queréis hacer?
ORESTES.— ¿Te he dicho que tenía algo que hacer? ¡Vamos! Calla. (Se acerca al palacio.) Ése es mi palacio. Allí nació mi padre. Allí una ramera y su rufián lo asesinaron. También yo nací allí. Tenía casi dos años cuando me llevó la soldadesca de Egisto. Seguramente pasamos por esa puerta; uno de ellos me cargaba en sus brazos, yo tenía los ojos muy abiertos y sin duda lloraba... ¡Ah! Ni el menor recuerdo. Veo un gran edificio mudo, inflado en su solemnidad provinciana. Lo veo por primera vez.
EL PEDAGOGO.— ¿Ni un recuerdo, amo ingrato, cuando he consagrado diez años de mi vida a dároslos? ¿Y todos los viajes que hicimos? ¿Y las ciudades que visitamos? ¿Y los cursos de arqueología que profesé para vos solo? ¿Ni un recuerdo? Había aquí hace poco tantos palacios, santuarios y templos para poblar vuestra memoria, que hubierais podido, como el geógrafo Pausanias, escribir una guía de Grecia.
ORESTES.— ¡Palacios! Es cierto. ¡Palacios, columnas, estatuas! ¿Por qué no soy más pesado, yo que tengo tantas piedras en la cabeza? Y de los trescientos ochenta y siete peldaños del templo de Éfeso, ¿no me hablas? Los he subido uno por uno, y los recuerdo todos. El decimoséptimo, creo, estaba roto. Ah, un perro, un viejo perro que se calienta acostado cerca del hogar y se incorpora un poco, a la entrada de su amo, gimiendo suavemente para saludarlo, un perro tiene más memoria que yo: reconoce a su amo. Su amo. ¿Y qué es lo mío?
EL  PEDAGOGO.—  ¿Dónde  dejas  la  cultura,  señor?  Vuestra  cultura  os  pertenece,  y  os  la  he compuesto con amor, como un ramillete, ajustando los frutos de mi sabiduría y los tesoros de mi experiencia. ¿No os hice leer temprano todos los libros, para familiarizaros con la diversidad de las opiniones humanas, y recorrer cien Estados, demostrándoos en cada circunstancia cuan variables son las costumbres de los hombres? Ahora sois joven, rico y hermoso, prudente como un anciano,
libre de todas las servidumbres y de todas las creencias, sin familia, sin patria, sin religión, sin oficio, libre de todos los compromisos y sabedor de que no hay que comprometerse nunca; en fin, un hombre superior, capaz además de enseñar filosofía o arquitectura en una gran ciudad universitaria, ¡y os quejáis!
ORESTES.— No, hombre, no me quejo. No puedo quejarme: me has dejado la libertad de esos hilos que el viento arranca a las telas de araña y que flotan a diez pies del suelo; no peso más que un hilo y vivo en el aire. Sé que es una suerte y la aprecio como conviene. (Pausa.) Hay hombres que nacen comprometidos: no tienen la facultad de elegir; han sido arrojados a un camino; al final del camino los espera un acto, su acto; van, y sus pies desnudos oprimen fuertemente la tierra y se desuellan en los guijarros. ¿Te parece vulgar la alegría de ir a alguna parte? Hay otros, silenciosos, que sienten en el fondo del corazón el peso de imágenes confusas y terrenas; su vida ha cambiado porque un día de su infancia, a los cinco, a los siete años... Está bien: no son hombres superiores. Yo sabía ya, a los siete años, que estaba exilado; dejaba deslizar a lo largo de mi cuerpo, dejaba caer a mi alrededor los olores y los sonidos, el ruido de la lluvia en los techos, los temblores de la luz; sabía que pertenecían a los demás, y que nunca podría convertirlos en mis recuerdos. Porque los recuerdos son manjares suculentos para los que poseen las casas, los animales, los criados y los campos. Pero yo... Yo soy libre, gracias a Dios. ¡Ah, qué libre soy! ¡Y qué soberbia ausencia mi alma! (Se acerca al palacio.) Hubiera vivido ahí. No habría leído ninguno de tus libros y quizá no hubiera sabido leer; es raro que un príncipe sepa leer. Pero por esa puerta hubiera entrado y salido diez mil veces. De niño habría jugado con sus hojas, me hubiera apoyado en ellas, hubieran crujido sin ceder y mis brazos habrían conocido su resistencia. Más tarde las hubiera empujado, de noche, a escondidas, para ir en busca de mujeres. Y más tarde aún, al llegar a la mayoría de edad, los esclavos habrían abierto la puerta de par en par y hubiera franqueado el umbral a caballo. Mi vieja puerta de madera. Sabría encontrar, a ojos cerrados, tu cerradura. Y ese raspón, ahí abajo, quizá te lo hubiera hecho yo, por torpeza, el primer día que me hubieran confiado una lanza. (Se aparta.) Estilo dórico menor,
¿no es cierto? ¿Y qué dices de las incrustaciones de oro? Las he visto semejantes en Dodona; es un hermoso trabajo. Vamos, te daré el gusto; no es mi palacio ni mi puerta. Y no tenemos nada que hacer aquí.
EL PEDAGOGO.— Ahora sois razonable. ¿Qué hubierais ganado viviendo aquí? Vuestra alma, a esta hora, estaría aterrorizada por un abyecto arrepentimiento.
ORESTES (con brusquedad).— Por lo menos sería mío. Y este calor que me chamusca el pelo sería mío. Mío el zumbido de estas moscas. A esta hora, desnudo en una habitación oscura del palacio, observaría por la hendedura de un postigo el color rojo de la luz, esperaría que el sol declinara, y que subiera del suelo, como un olor, la sombra fresca de un crepúsculo de Argos, semejante a otros cien mil y siempre nuevo, la sombra de un crepúsculo mío. Vámonos, pedagogo; ¿no comprendes que estamos a punto de pudrirnos en el calor ajeno?
EL PEDAGOGO.— Ah, señor, cómo me tranquilizáis. Estos últimos meses —para ser exacto, desde que os revelé vuestro nacimiento— os veía cambiar día a día, y ya no lograba dormir. Temía...
ORESTES.— ¿Qué?
EL PEDAGOGO.— Vais a enfadaros. 
ORESTES.— No. Habla.
EL PEDAGOGO.— Temía —es inútil haberse adiestrado desde temprano en la ironía escéptica, a
veces a uno se le ocurren ideas estúpidas—, en una palabra, me preguntaba si no meditaríais echar a
Egisto y ocupar su puesto.
ORESTES (lentamente).— ¿Echar a Egisto? (Pausa.) Puedes tranquilizarte, buen hombre, es demasiado tarde. No es que me falten ganas de coger por la barba a ese rufián de sacristía y arrancarlo del trono de mi padre. Pero ¿qué? ¿Qué tengo que ver con esas gentes? No he visto nacer uno solo de sus hijos, ni he asistido a las bodas de sus hijas, no comparto sus remordimientos y no conozco uno solo de sus nombres. El barbudo dice bien: un rey debe tener los mismos recuerdos
que sus súbditos. Dejémoslos, buen hombre. Vayámonos. De puntillas. ¡Ah! Si hubiera un acto, mira, un acto que me diera derecho de ciudadanía entre ellos; si pudiera apoderarme, aun a costa de un crimen, de sus memorias, de su terror y de sus esperanzas para colmar el vacío de mi corazón, aunque tuviera que matar a mi propia madre...
EL PEDAGOGO.— ¡Señor!
ORESTES.— Sí. Son sueños. Partamos. Mira si pueden proporcionarnos caballos y seguiremos hasta
Esparta donde tengo amigos.

Entra ELECTRA.


ESCENA III


Los MISMOS - ELECTRA

ELECTRA (que lleva un cajón, se acerca sin verlos a la estatua de Júpiter).—¡Basura! Puedes mirarme, sí, con esos ojos redondos en la cara embadurnada de jugo de frambuesa; no me asustas. Dime, vinieron esta mañana las santas mujeres, los cascajos de vestido negro. Hicieron crujir sus zapatones a tu alrededor. Estabas contento, ¿eh, cuco?, te gustan las viejas; cuando más se parecen a los muertos más te gustan. Desparramaron a tus pies sus vinos más preciosos porque es tu fiesta, y de sus faldas subían a tu nariz tufos enmohecidos; todavía halaga tu nariz ese perfume deleitable. (Frotándose contra él.) Bueno, ahora huéleme, huele mi olor a carne fresca. Yo soy joven, estoy viva, esto ha de horrorizarte. También yo vengo a hacerte ofrendas mientras toda la ciudad reza. Mira: aquí tienes mondaduras y toda la ceniza del hogar, y viejos restos de carne bullentes de gusanos, y un pedazo de pan sucio que no han querido nuestros cerdos; a tus moscas les gustarán. Feliz fiesta, anda, feliz fiesta, y esperemos que sea la última. No soy muy fuerte y no puedo tirarte al suelo. Puedo escupirte, es todo lo que soy capaz de hacer. Pero vendrá el que espero, con su gran espada. Te mirará regodeándose, con las manos en las caderas y echado hacia atrás. Y luego sacará el sable y te hendirá de arriba abajo, ¡así! Entonces las dos mitades de Júpiter rodarán, una a la izquierda, la otra a la derecha, y todo el mundo verá que es de madera blanca. Es de madera toda blanca, el dios de los muertos. El horror y la sangre del rostro y el verde oscuro de los ojos no son sino un barniz, ¿verdad? Tú sabes que eres todo blanco por dentro, blanco como el cuerpo de un nene; sabes que un sablazo te abrirá en seco y que ni siquiera podrás sangrar. ¡Madera blanca! Buena madera blanca: arde bien. (Ve a ORESTES.) ¡Ah!
ORESTES.— No tengas miedo.
ELE C TRA .— No tengo miedo. Absolutamente ninguno. ¿Quién eres? ORESTES.— Un extranjero.
ELECTRA.— Sé bienvenido. Todo lo extraño a esta ciudad me es caro. ¿Cuál es tu nombre? ORESTES.— Me llamo Filebo y soy de Corinto.
ELECTRA.— ¿Eh? ¿De Corinto? A mí me llaman Electra.
ORESTES.— Electra. (Al PEDAGOGO.) Déjanos. El PEDAGOGO sale.



ESCENA IV
ORESTES - ELECTRA 
ELECTRA.— ¿Por qué me miras así?
ORESTES.— Eres bella. No te pareces a las gentes de aquí.
ELECTRA.— ¿Bella? ¿Estás seguro de que soy bella? ¿Tan bella como las hijas de Corinto?
ORESTES.— Sí.
ELECTRA.— Aquí no me lo dicen. No quieren que lo sepa. Además, ¿de qué me sirve si no soy más que una sirvienta?
ORESTES.— ¿Sirvienta, tú?
ELECTRA.— La última de las sirvientas. Lavo la ropa del rey y de la reina. Es una ropa muy sucia y llena de porquerías. Toda la ropa interior, las camisas que han envuelto sus cuerpos podridos, las que se pone Clitemnestra cuando el rey comparte su lecho; tengo que lavar todo eso. Cierro los ojos y froto con todas mis fuerzas. También lavo la vajilla. ¿No me crees? Mira mis manos. Hay grietas y rajaduras, ¿eh? Qué ojos raros pones. ¿Por casualidad parecen manos de princesa?
ORESTES.— Pobres manos. No. No parecen manos de princesa. Pero sigue. ¿Qué más te obligan a hacer?
ELECTRA.— Bueno, todas las mañanas debo vaciar el cajón de basuras. Lo arrastro fuera del palacio y luego... Ya has visto lo que hago con las basuras. Este monigote de madera es Júpiter, dios de la muerte y de las moscas. El otro día, el Gran Sacerdote, que venía a hacerle genuflexiones, pisó troncos de coles y nabos, conchas y almejas. Creyó perder el sentido. Dime, ¿me denunciarás?
ORESTES.— No.
ELECTRA.— Denúnciame si quieres, tanto me da. ¿Qué más pueden hacerme? ¿Pegarme? Ya me han pegado. ¿Encerrarme en una gran torre, muy arriba? No sería una mala idea, no les vería más la cara. Imagínate que a la noche, cuando he terminado mi trabajo, me recompensan: tengo que acercarme a una mujer alta y gorda, de pelo teñido. Tiene labios gruesos y manos muy blancas, manos de reina, que huelen a miel. Apoya sus manos en mis hombros, pega sus labios a mi frente, dice: "Buenas noches, Electra". Todas las noches. Todas las noches siento vivir contra mi piel esa carne caliente y ávida. Pero yo resisto, nunca he caído. Es mi madre, ¿comprendes? Si estuviera en la torre, no me besaría más.
ORESTES.— ¿Nunca has pensado en escaparte?
ELECTRA.— Me falta valor; tendría miedo, sola en los caminos.
 ORESTES.— ¿No tienes una amiga que pueda acompañarte?
ELECTRA.— No, sólo cuento conmigo. Soy la sarna, la peste: las gentes de aquí te lo dirán. No tengo  amigas.
ORESTES.— ¡Cómo! ¿Ni siquiera una nodriza, una vieja que te haya visto nacer y te quiera un poco?
 ELECTRA.— Ni eso. Pregúntale a mi madre: desalentaba a los corazones más tiernos.
ORESTES.— ¿Y te quedarás aquí toda la vida?
ELECTRA (en un grito).— ¡Ah! ¡Toda la vida, no! No; escucha: espero algo.
 ORESTES.—  ¿Algo o alguien?
ELECTRA.— No te lo diré. Habla tú, mejor. Tú también eres hermoso. ¿Te quedarás mucho tiempo?
ORESTES.— Debía marcharme hoy mismo. Pero ahora... 
ELECTRA.— ¿Ahora?
ORESTES.— Ya no sé.
ELECTRA.— ¿Corinto es una hermosa ciudad?
 ORESTES.— Muy hermosa.
ELECTRA.— ¿La quieres mucho? ¿Estás orgulloso de ella?
 ORESTES.— Sí.
EL ECTRA.— A mí me parecería raro estar orgullosa de mi ciudad natal. Explícamelo. 
ORESTES.— Bueno... No sé. No puedo explicártelo.
ELECTRA.— ¿No puedes? (Pausa.) ¿Es cierto que hay plazas sombreadas en Corinto? ¿Plazas donde la gente se pasea al crepúsculo?
ORESTES.— Es cierto.
ELECTRA.— ¿Y todo el mundo sale? ¿Todo el mundo pasea? 
ORESTES.— Todo el mundo.
ELECTRA.— ¿Los muchachos con las muchachas?
 ORESTES.— Los muchachos con las muchachas.
ELECTRA.— ¿Y siempre tienen algo que decirse? ¿Y están contentos unos con otros? ¿Y a horas avanzadas de la noche se los oye reír juntos?
ORESTES.— Sí.
ELECTRA.— ¿Te parezco boba? Es que me cuesta tanto imaginar paseos, cantos, sonrisas. A las gentes de aquí las roe el miedo. Y a mí...
ORESTES.— ¿A ti?
ELECTRA.— El odio. ¿Y qué hacen todo el día las muchachas de Corinto?
ORESTES.— Se adornan, y cantan o tocan el laúd, y visitan a sus amigas y a la noche van a bailar. ELECTRA.— ¿Y no tienen ninguna preocupación?
ORESTES.— Las tienen muy pequeñas.
ELECTRA.— ¿Sí? Escúchame: ¿las gentes de Corinto no tienen remordimientos? 
ORESTES.— A veces. No muchas.
ELECTRA.— Entonces, ¿hacen lo que quieren y después no lo piensan más? 
ORESTES.— Así es.
ELECTRA.— Qué raro. (Pausa.) Y dime también, porque necesito saberlo a causa de alguien... de alguien a quien espero: supón que un mozo de Corinto, uno de esos mozos que ríen a las noches con las mujeres, encuentra al volver de un viaje, a su padre asesinado, a su madre en el lecho del asesino y a su hermana en la esclavitud; ¿el mozo de Corinto se escaparía sin ruido, retrocedería haciendo reverencias a buscar consuelo junto a sus amigas? ¿O sacaría la espada y golpearía al asesino hasta hacerle estallar la cabeza? ¿No respondes?
ORESTES.— No lo sé.
ELECTRA.— ¿Cómo? ¿No lo sabes? 
Voz de CLITEMNESTRA.— Electra. 
ELECTRA.— Sh... sh...
ORESTES.— ¿Qué hay?
ELECTRA.— Es mi madre, la reina Clitemnestra.


ESCENA V
ORESTES - ELECTRA – CLITEMNESTRA 
ELECTRA.— ¿Qué, Filebo? ¿Te da miedo?
ORESTES.— Esa cabeza... cien veces intenté imaginarla y había acabado por verla, fatigada y blanda bajo el brillo de los afeites. Pero no me esperaba esos ojos muertos.
CLITEMNESTRA.— Electra, el rey te ordena que te prepares para la ceremonia. Te pondrás el vestido negro y las joyas. Bueno, ¿qué significan esos ojos bajos? Aprietas los codos contra las caderas delgadas; tu cuerpo te estorba... Muchas veces estás así en mi presencia; pero ya no me dejaré engañar por esas monerías; hace un rato, por la ventana, vi otra Electra de ademanes amplios, de ojos llenos de fuego... ¿Me mirarás a la cara? ¿Me responderás, al fin?
ELECTRA.— ¿Necesitáis una fregona para realzar el esplendor de vuestra fiesta? CLITEMNESTRA.— Nada de comedia. Eres princesa, Electra, y el pueblo te aguarda, como todos los  años.
ELECTRA.— ¿Soy princesa, de veras? ¿Y lo recordáis una vez al año, cuando el pueblo reclama un cuadro de nuestra vida de familia para su edificación? ¡Linda princesa, que lava la vajilla y guarda los cerdos! ¿Egisto rodeará mis hombros con su brazo, como el año pasado, y sonreirá junto a mi mejilla, murmurando a mi oído palabras de amenaza?
CLITEMNESTRA.— De ti depende que sea de otro modo.
ELECTRA.— Sí, si me dejo infectar por vuestros remordimientos y si imploro el perdón de los dioses por un crimen que no he cometido. Sí, si beso las manos de Egisto llamándolo padre. ¡Puah! Tiene sangre seca bajo las uñas.
CLITEMNESTRA.— Haz lo que quieras. Hace mucho he renunciado a darte órdenes en mi nombre.
Te trasmití las del rey.
ELECTRA.— ¿Qué me importan las órdenes de Egisto? Es vuestro marido, madre, vuestro muy caro marido, no el mío.
CLITEMNESTRA.— No tengo nada que decirte, Electra. Veo que buscas tu perdición y la nuestra.
¿Pero cómo había de aconsejarte yo, que arruiné mi vida en una sola mañana? Me odias, hija mía, pero lo que más me inquieta es que te pareces a mí: yo he tenido ese rostro puntiagudo, esa sangre inquieta, esos ojos socarrones, ¡y no salió nada bueno!
ELECTRA.— ¡No quiero parecerme a vos! Dime Filebo, tú que nos ves a las dos, una junto a la otra, no es cierto, ¿verdad?, no me parezco a ella.
ORESTES.— ¿Qué decir? Su rostro se asemeja a un campo devastado por el rayo y el granizo. Pero hay en el tuyo algo como una promesa de tormenta: un día la pasión lo quemará hasta los huesos.
ELECTRA.— ¿Una promesa de tormenta? Sea. Acepto ese parecido. Ojalá digas la verdad. CLITEMNESTRA.— ¿Y tú? Tú que miras así a las gentes, ¿quién eres? Déjame mirarte a mi vez. ¿Y
qué haces aquí?
ELECTRA (vivamente).— Es un corintio llamado Filebo. Anda de viaje.
 CLITEMNESTRA.— ¿Filebo? ¡Ah!
ELECTRA.— ¿Parecíais temer otro nombre?
CLITEMNESTRA.— ¿Temer? Si he ganado algo al perderme, es que ahora ya no puedo temer nada.
Acércate, extranjero, sé bienvenido. ¡Qué joven eres! ¿Qué edad tienes? 
ORESTES.— Dieciocho años.
C LITEMNESTRA .— ¿Tus padres viven todavía? 
ORESTES.— Mi padre ha muerto.
CLITEMNESTRA.— ¿Y tu madre? Ha de tener mi edad, más o menos. ¿No dices nada? Sin duda te
parece más joven que yo; puede reír y cantar aún en tu compañía. ¿La quieres? ¡Pero responde! ¿Por qué la has abandonado?
ORESTES.— Voy a Esparta a alistarme en las tropas mercenarias.
CLITEMNESTRA.— Los viajeros hacen de ordinario un rodeo de veinte leguas para evitar nuestra ciudad. ¿No te avisaron? Las gentes de la llanura nos han puesto en cuarentena; miran nuestro arrepentimiento como una peste, y tienen miedo de contaminarse.
ORESTES.— Lo sé.
CLITEMNESTRA.— ¿Te han dicho que un crimen inexpiable, cometido hace quince años, nos aplasta?
ORESTES.— Me lo han dicho.
CLITEMNESTRA.— ¿Que la reina Clitemnestra es la más culpable? ¿Que su nombre es maldito entre todos?
ORESTES.— Me lo han dicho.
CLITEMNESTRA.— ¿Y sin embargo viniste? Extranjero, yo soy la reina Clitemnestra.
ELECTRA.— No te enternezcas, Filebo; la reina se divierte con nuestro juego nacional: el juego de las confesiones públicas. Aquí cada uno grita sus pecados a la cara de todos; y no es raro, en los días feriados, ver a algún comerciante que después de bajar la cortina metálica de su tienda, se arrastra de rodillas por las calles, frotando el pelo en el polvo y aullando que es un asesino, un adúltero o un prevaricador. Pero las gentes de Argos comienzan a hastiarse: cada uno conoce de memoria los crímenes de los otros; los de la reina en particular no divierten ya a nadie; son crímenes oficiales, crímenes de fundación, por así decirlo. Dejo que pienses en su alegría cuando te vio, joven, nuevo,
ignorante hasta de su nombre: ¡qué ocasión excepcional! Le parece que se confiesa por primera vez. CLITEMNESTRA.—  Calla.  Cualquiera  puede  escupirme  a  la  cara,  llamándome  criminal  y
prostituida. Pero nadie tiene el derecho de juzgar mis remordimientos.
ELECTRA.— Ya ves, Filebo; es la regla del juego. Las gentes te implorarán que las condenes. Pero mucho cuidado; júzgalas sólo por las faltas que te confiesen: las otras no interesan a nadie, y te tendrían mala voluntad si los descubrieras.
CLITEMNESTRA.— Hace quince años yo era la mujer más bella de Grecia. Mira mi cara y juzga lo que he padecido. Te lo digo sin tapujos: no lamento la muerte del viejo cabrón; cuando lo vi sangrar en el baño canté de alegría, bailé. Y todavía hoy, después de pasados quince años, no puedo pensarlo sin un estremecimiento de placer. Pero tenía un hijo, sería de tu edad. Cuando Egisto lo entregó a los mercenarios, yo...
ELECTRA.— También teníais una hija, madre, me parece. Habéis hecho de ella una fregona. Pero esta falta no os atormenta mucho.
CLITEMNESTRA.— Eres joven, Electra. Le es fácil condenar a quien es joven y no ha tenido tiempo de hacer daño. Pero paciencia: un día, arrastrarás tras de ti un crimen irreparable. A cada paso creerás  alejarte  de  él,  y  sin  embargo  seguirá  siendo  siempre  igualmente  gravoso  llevarlo.  Te volverás y lo verás a tus espaldas, fuera de alcance, sombrío y puro como un cristal negro. Y ni siquiera lo comprenderás ya; dirás: "No soy yo, no soy yo quien lo ha cometido". Sin embargo estará allí, cien veces renegado, siempre allí tirándote hacia atrás. Y sabrás por fin que has comprometido tu vida sin más ni más, de una vez por todas y que lo único que te queda es arrastrar tu crimen hasta la muerte. Tal es la ley, justa e injusta, del arrepentimiento. Veremos entonces qué quedará de tu juvenil orgullo.
ELECTRA.— ¿Mi juvenil orgullo? Vamos, lamentáis vuestra juventud aún más que vuestro crimen;
odiáis mi juventud, más aún que mi inocencia.
CLITEMNESTRA.— En ti, Electra, me odio a mí misma. No tu juventud, ¡oh, no hija mía! ELECTRA.— Y yo a vos, a vos os odio.
CLITEMNESTRA.— ¡Qué vergüenza! Nos injuriamos como dos mujeres de la misma edad que se enfrentan por una rivalidad amorosa. Y sin embargo soy tu madre. No sé quién eres, joven, ni lo que vienes a hacer entre nosotros, pero tu presencia es nefasta. Electra me detesta y no lo ignoro. Pero hemos guardado silencio durante quince años, y sólo nuestras miradas nos traicionaban. Viniste, nos hablaste y ya estamos mostrando los dientes y gruñendo como perras. Las leyes de la ciudad nos obligan a ofrecerte hospitalidad, pero, no te lo oculto, deseo que te vayas. En cuanto a ti, hija mía, imagen harto fiel de mí misma, no te quiero, es cierto. Pero me cortaría la mano derecha antes de perjudicarte. Lo sabes demasiado, abusas de mi debilidad. Pero no te aconsejo que levantes contra Egisto tu cabecita venenosa; de un palazo sabe deslomar a las víboras. Créeme, haz lo que él te ordena, si no te deslomará.
ELECTRA.— Podéis responder al rey que no apareceré en la fiesta. ¿Sabes lo que hacen, Filebo? Hay en lo alto de la ciudad una caverna cuyo fondo jamás han encontrado nuestros jóvenes; dicen que se comunica con los infiernos; el Gran Sacerdote la ha hecho obstruir con una gran piedra. Pues bien,
¿lo creerás?, cada aniversario el pueblo se reúne delante de esa caverna, los soldados empujan a un lado la piedra que tapa la entrada, y nuestros muertos, según dicen, suben de los infiernos y se desparraman por la ciudad. Se les ponen cubiertos en las mesas, se les ofrecen sillas y lechos, todos se  apretujan  un  poco  para  dejarles  lugar  en  la  velada,  corren  por  todas  partes,  todos  los pensamientos son para ellos. Ya adivinas las lamentaciones de los vivos: "Mi querido muerto, mi querido  muerto,  no  quise  ofenderte,  perdóname".  Mañana  por  la  mañana,  al  canto  del  gallo, volverán bajo tierra, la piedra rodará hasta la entrada de la gruta, y se acabó hasta el año próximo. No quiero participar en esas mojigangas. Son los muertos de ellos, no los míos.
CLITEMNESTRA.— Si no obedeces de buen grado, el rey ha dado orden de que te lleven por fuerza. ELECTRA.— ¿Por fuerza?... ¡Ah! ¡Ah! Por fuerza. Está bien. Mi buena madre, si gustáis, asegurad al rey mi obediencia. Me presentaré en la fiesta, y puesto que el pueblo quiere verme, no quedará decepcionado. En cuanto a ti, Filebo, te lo ruego, difiere tu partida, asiste a nuestra fiesta. Quizá encuentres ocasión de risa. Hasta luego, voy a arreglarme. (Sale.)
CLITEMNESTRA (a ORESTES).— Vete. Estoy segura de que nos traerás desgracia. No puedes odiarnos, no te hemos hecho nada. Vete. Te lo suplico por tu madre, vete. (Sale.)
ORESTES.— Por mi madre...

Entra JÚPITER.



ESCENA VI


ORESTES - JÚPITER


JÚPITER.— Vuestro criado me dice que os vais. En vano busca caballos por toda la ciudad. Pero yo podré conseguiros dos jumentos enjaezados a buen precio.
ORESTES.— Ya no me marcho.
JÚPITER (lentamente).— ¿Ya no os marcháis? (Pausa. Vivamente.) Entonces no os dejo, sois mi huésped. Al pie de la ciudad hay una posada bastante buena donde nos alojaremos juntos. No lamentaréis haberme escogido por compañero. En primer lugar —abraxas, galla, galla, tse, tse—, os libro de las moscas. Y además, un hombre de mi edad suele dar buenos consejos: podría ser vuestro padre, me contaréis vuestra historia. Venid, joven, dejaos estar: encuentros como éstos son a veces más provechosos de lo que se cree al principio. Ved el ejemplo de Telémaco, el hijo del rey Ulises, como sabéis. Un buen día encontró a un anciano caballero llamado Mentor, que se unió a sus destinos y lo siguió por todas partes. Bueno, ¿sabéis quién era el tal Mentor?

Lo lleva hablando y cae el telón.


ACTO II


PRIMER CUADRO


Una plataforma en la montaña. A la derecha, la caverna. Cierra la entrada una gran piedra negra
A la izquierda, gradas que conducen a un templo.


ESCENA I


LA MULTITUD - luego JÚPITER - ORESTES y el PEDAGOGO


UNA MUJER (se arrodilla delante de su chiquillo) .— La corbata. Ya te hice tres veces el nudo.
(Cepilla con la mano.) Así. Estás limpio. Sé juicioso y llora con los demás cuando te lo digan. 
EL NIÑO.— ¿Por ahí han de venir?
LA MUJER.— Sí.
EL NIÑO.— Tengo miedo.
LA MUJER.— Hay que tener miedo, querido mío. Mucho miedo. Así es como se llega a ser un hombre honrado.
UN HOMBRE.— Tendrán buen tiempo hoy.
OTRO.— ¡Afortunadamente! Hay que convencerse de que son aún sensibles al calor del sol. El año pasado llovía y estuvieron terribles.
EL PRIMERO.— ¡Terribles! 
EL SEGUNDO.— ¡Ay!
EL TERCERO.— Cuando hayan vuelto al agujero y estemos solos, entre nosotros, treparé aquí, miraré esta piedra y me diré: "Ahora se acabó por un año".
UN CUARTO.— ¿Sí? Bueno, para mí eso no es un consuelo. A partir de mañana empezaré a decirme: "¿Cómo estarán el año próximo?" De un año a otro se vuelven más malos.
EL SEGUNDO.— Calla, desdichado. Si uno de ellos se hubiera infiltrado por alguna grieta de la roca y rondara ya entre nosotros... Hay muertos que se adelantan a la cita.
Se miran con inquietud.
UNA MUJER JOVEN.— Si por lo menos pudiera empezar en seguida. ¿Qué es lo que hacen los del palacio? No se dan prisa. Para mí lo más duro es esta espera: una está aquí, pataleando bajo un cielo de fuego, sin quitar los ojos de esa piedra negra... ¡Ah! Están ahí, detrás de la piedra; esperan como nosotros, regocijándose con la idea del daño que van a hacernos.
UNA VIEJA.— ¡Bien está, maldita ramera! Ya se sabe lo que la asusta. Su marido murió la primavera pasada, y hacía diez años que le ponía los cuernos.
LA MUJER JOVEN.— Bueno, sí, lo confieso, lo engañé mientras pude; pero lo quería bien y le hacía la vida agradable; nunca sospechó nada y murió mirándome con ojos de perro agradecido. Ahora lo sabe todo, le han aguado su placer, me odia, padece. Y dentro de un rato estará junto a mí, su cuerpo de humo desposará mi cuerpo más estrechamente de lo que lo hizo nunca ningún ser vivo. ¡Ah! Lo llevaré a mi casa, enroscado alrededor del cuello como una piel. Le he preparado buenos platitos, tortas de harina, una colación como las que le gustaban. Pero nada suavizará su rencor; y esta noche... esta noche estará en mi cama.
UN HOMBRE.— Tiene razón, diablos. ¿Qué hace Egisto? ¿En qué piensa? No puedo soportar esta espera.
OTRO.— ¡Quéjate! ¿Crees que Egisto tiene menos miedo que nosotros? ¿Quisieras estar en su lugar, eh, y pasar veinticuatro horas a solas con Agamenón?
LA MUJER JOVEN.— Horrible, horrible espera. Me parece que todos vosotros os alejáis lentamente
de mí. Todavía no han quitado la piedra y cada uno es ya presa de sus muertos, solo como una gota de lluvia.

Entran JÚPITER, ORESTES, el PEDAGOGO. 

JÚPITER.— Ven por aquí, estaremos mejor.
ORESTES.— ¿Son éstos los ciudadanos de Argos, los muy fieles súbditos del rey Agamenón?
EL PEDAGOGO.— ¡Qué feos son! Mirad, mi amo, la tez cerúlea, los ojos cavernosos. Estas gentes están a punto de morirse de miedo. He aquí el efecto de la superstición. Miradlos, miradlos. Y si aún necesitáis una prueba de la excelencia de mi filosofía, considerad en seguida mi tez floreciente.
JÚPITER.— Linda cosa una tez floreciente. Unas amapolas en las mejillas, buen hombre, no te impedirán ser basura, como todos éstos, a los ojos de Júpiter. Anda, apestas y no lo sabes. En cambio ellos tienen las narices llenas de sus propios olores; se conocen mejor que tú.
La MULTITUD gruñe.
UN HOMBRE (subido a las gradas del templo, se dirige a la MULTITUD).— ¿Quieres volvernos locos? Unamos nuestras voces, camaradas, y llamemos a Egisto: no podemos tolerar que difiera más tiempo la ceremonia.
LA MULTITUD.— ¡Egisto! ¡Egisto! ¡Piedad!
UNA MUJER.— ¡Ah, sí! ¡Piedad! ¡Piedad! ¡Pero nadie se apiadará de mí! ¡El hombre que tanto he odiado vendrá con la garganta abierta, me encerrará en sus brazos invisibles y viscosos, será mi amante toda la noche, toda la noche! ¡Ah!
Se desvanece.
ORESTES.— ¡Qué locuras! Es preciso decir a estas gentes...
JÚPITER.— Y qué, joven, ¿tanto aspaviento por una mujer que pone los ojos en blanco? Ya veréis otros.
UN HOMBRE (poniéndose de rodillas).— ¡Hiedo! ¡Hiedo! Soy una carroña inmunda. ¡Mirad, las moscas me cubren como cuervos! Picad, cavad, taladrad, moscas vengadoras, revolved mi carne hasta mi corazón obsceno. He pecado, he pecado cien mil veces, soy un albañal, un retrete...
JÚPITER.— ¡Buen hombre!
Dos HOMBRES (levantándolo).— Bueno, bueno. Ya lo contarás más tarde, cuando estén aquí.
El HOMBRE permanece atontado; resopla revolviendo los ojos.
LA MULTITUD.— ¡Egisto! ¡Egisto! Por compasión, ordena que empiecen. No podemos más. EGISTO   aparece  en  las  gradas  del  templo.  Detrás  de  él  CLITEMNESTRA  y  el  GRAN
SACERDOTE. GUARDIAS.


ESCENA II
Los MISMOS - EGISTO - CLITEMNESTRA - EL GRAN SACERDOTE - Los GUARDIAS 

EGISTO.— ¡Perros! ¿Os atrevéis a quejaros? ¿Habéis perdido la memoria de vuestra abyección? Por
Júpiter,  refrescaré  vuestros  recuerdos.  (Se  vuelve  hacia  CLITEMNESTRA.)  Tendremos  que decidirnos a empezar sin ella. Pero que tenga cuidado. Mi castigo será ejemplar.
C LITEMNESTRA .— Me había prometido que obedecería. Se está arreglando, estoy segura; ha de haberse demorado delante del espejo.
EGISTO (a los GUARDIAS) .— Que vayan a buscar a Electra al palacio y la traigan aquí de grado o por fuerza. (Los GUARDIAS salen. A la MULTITUD.) A vuestros lugares. Los hombres a mi derecha. A mi izquierda las mujeres y los niños. Está bien.
Un silencio. EGISTO aguarda.
EL GRAN SACERDOTE.— Las gentes no pueden más. EGISTO.— Lo sé. Si mis guardias...
Los GUARDIAS vuelven.
UN GUARDIA.— Señor, hemos buscado por todas partes a la princesa. Pero el palacio está desierto. EGISTO.— Está bien. Mañana arreglaremos esa cuenta. (Al GRAN SACERDOTE.) Empieza.
EL GRAN SACERDOTE.— Retirad la piedra. 
LA MULTITUD.— ¡Ah!
Los GUARDIAS retiran la piedra. El GRAN SACERDOTE se adelanta hasta la entrada de la caverna.
EL GRAN SACERDOTE.— ¡Vosotros, los olvidados, los abandonados, los desencantados, vosotros que os arrastráis por el suelo, en la oscuridad, como fumarolas, y que ya no tenéis nada propio fuera de vuestro gran despecho, vosotros, muertos, de pie: es vuestra fiesta! ¡Venid, subid del suelo como un enorme vapor de azufre empujado por el viento; subid de las entrañas del mundo, oh muertos, vosotros muertos de nuevo a cada latido de nuestro corazón, os invoco mediante la cólera y la amargura y el espíritu de venganza; venid a saciar vuestro odio en los vivos! Venid, desparramaos en bruma espesa por nuestras calles, deslizad vuestras cohortes apretadas entre la madre y el hijo, entre la mujer y su amante, hacednos lamentar que no estemos muertos. De pie vampiros, larvas, espectros, harpías, terror de nuestras noches. De pie los soldados que murieron blasfemando, de pie los hombres de mala suerte, los humillados, de pie los muertos de hambre cuyo grito de agonía fue una maldición. ¡Mirad, ahí están los vivos, las gordas presas vivas! ¡De pie, caed sobre ellos en remolino y roedlos hasta los huesos! ¡De pie! ¡De pie! ¡De pie!...
Tam-tam. Baila delante de la entrada de la caverna, primero lentamente, luego cada vez más rápido y cae extenuado.
EGISTO.— ¡Ahí están!
LA MULTITUD.— ¡Horror! 
ORESTES.— Es demasiado y voy...
JÚPITER.— ¡Mírame, joven, mírame a la cara, así, así! Has comprendido. Silencio ahora. ORESTES.— ¿Quién sois?
JÚPITER.— Lo sabrás más tarde.
EGISTO baja lentamente las escaleras del palacio.
EGISTO.— Ahí están. (Un silencio.) Ahí está, Aricia, el esposo a quien escarneciste. Ahí está, junto a ti, te besa. ¡Cómo te aprieta, cómo te ama, cómo te odia! Ahí está, Nicias, ahí está tu madre muerta por falta de cuidados. Y ahí, Segesto, usurero infame, ahí están todos tus infortunados deudores, los que murieron en la miseria y los que se ahorcaron porque los arruinabas. Ahí están, y ellos son, hoy, tus acreedores. Y vosotros, padres, tiernos padres, bajad un poco los ojos, mirad más abajo, hacia el suelo: ahí están los niños muertos, tienden sus manecitas; y todas las alegrías que les habéis negado, todos los tormentos que les habéis infligido pesan como plomo en sus almitas rencorosas y desoladas.
LA MULTITUD.— ¡Piedad!
EGISTO.— ¡Ah, sí! ¡Piedad! ¿No sabéis que los muertos jamás tienen piedad? Sus agravios son imborrables, porque para ellos la cuenta se ha detenido para siempre. ¿Con buenas obras, Nicias piensas borrar el mal que hiciste a tu madre? ¿Pero qué obra buena podrá alcanzarla nunca? Su alma es un mediodía tórrido, sin un soplo de viento, donde nada se mueve, nada cambia, nada vive; un gran  sol  descarnado,  un  sol  inmóvil  la  consume  eternamente.  Los  muertos  ya  no  son  —
¿comprendéis esta palabra implacable?—, ya no son, y por eso se han erigido en guardianes incorruptibles de vuestros crímenes.
LA MULTITUD.— ¡Piedad!
EGISTO.— ¿Piedad? Ah, farsantes, hoy tenéis público. ¿Sentís pesar en vuestros rostros y en vuestras manos las miradas de esos millones de ojos fijos y sin esperanza? Nos ven, nos ven, estamos desnudos delante de la asamblea de los muertos. ¡Ah! ¡Ah! Ahora estáis muy confundidos; os quema esa mirada invisible y pura, más inalterable que el recuerdo de una mirada.
LA MULTITUD.— ¡Piedad!
Los HOMBRES.— Perdonad que vivamos mientras vosotros estáis muertos.
LAS MUJERES.— Piedad. Nos rodean vuestros rostros y los objetos que os pertenecieron, eternamente llevamos luto por vosotros y lloramos del alba a la noche y de la noche al alba. Es inútil, vuestro recuerdo se deshilacha y se nos desliza entre los dedos; cada día palidece un poco más y somos un poco más culpables. Nos abandonáis, nos abandonáis, os escurrís de nosotros como una hemorragia. Sin embargo, por si ello pudiera aplacar vuestras almas irritadas, sabed, oh caros desaparecidos, que nos habéis arruinado la vida.
Los HOMBRES.— Perdonad que vivamos mientras vosotros estáis muertos.
Los NIÑOS.— ¡Piedad! No nacimos a propósito, y nos avergonzamos mucho de crecer. ¿Cómo hubiéramos podido ofenderos? Mirad, apenas vivimos, somos flacos, pálidos y muy pequeños; no hacemos ruido, nos deslizamos sin agitar siquiera el aire a nuestro alrededor. ¡Y os tenemos miedo,
¡oh!, tanto miedo!
Los HOMBRES.— Perdonad que vivamos mientras vosotros estáis muertos.
EGISTO.— ¡Paz! ¡Paz! Si vosotros os lamentáis así, ¿qué diré yo, vuestro rey? Pues ha comenzado mi suplicio: el suelo tiembla y el aire se ha oscurecido; aparecerá el más grande de los muertos, aquel a quien he matado con mis manos: Agamenón.
ORESTES (sacando la espada).— ¡Rufián! No te permitiré que mezcles el nombre de mi padre a tus maulerías.
JÚPITER (tomándolo por la cintura).— ¡Deteneos, joven; deteneos!
EGISTO (volviéndose).— ¿Quién se atreve? (ELECTRA ha aparecido vestida de blanco en las gradas
¿el templo. EGISTO la ve.) ¡Electra! LA MULTITUD.— ¡Electra!

ESCENA III
Los MISMOS - ELECTRA EGISTO.— Electra, responde, ¿qué significan esas ropas?
ELECTRA.— Me he puesto mi vestido más hermoso. ¿No es un día de fiesta?
EL GRAN SACERDOTE.— ¿Vienes a burlarte de los muertos? Es la fiesta de ellos, lo sabes muy bien, y debías presentarte con vestiduras de luto.
ELECTRA.— ¿De luto? ¿Por qué de luto? ¡No temo a mis muertos, y nada tengo que ver con los vuestros!
EGISTO.— Has dicho la verdad; tus muertos no son nuestros muertos. Mirad en su vestido de ramera a la nieta de Atreo, Atreo que degolló cobardemente a sus sobrinos. ¿Qué eres, sino el último retoño de una raza maldita! Te he tolerado por compasión en mi palacio, pero hoy reconozco mi falta, porque sigue corriendo por tus venas la vieja sangre podrida de los Atridas y nos infectarías a todos si no pusiera yo un poco de orden. Ten un poco de paciencia, perra, y ya verás si sé castigar. No te bastarán los ojos para llorar.
LA MULTITUD.— ¡Sacrílega!
EGISTO.— ¿Oyes, desdichada, los gruñidos del pueblo al que has ofendido, oyes el nombre que te da? Si no estuviera yo para poner un freno a su cólera, te destrozaría aquí mismo.
LA MULTITUD.— ¡Sacrílega!
ELECTRA.— ¿Es un sacrilegio ser alegre? ¿Por qué no son alegres ellos? ¿Quién se lo impide? EGISTO.— Se ríe y su padre muerto está ahí, con la sangre coagulada en la cara...
ELECTRA.— ¿Cómo os atrevéis a hablar de Agamenón? ¿Qué sabéis si no viene por la noche a hablarme al oído? ¿Qué sabéis las palabras de amor y de pesar que me cuchichea con su voz ronca y
quebrada? Me río, es cierto, por primera vez en mi vida, me río, soy feliz. ¿Afirmáis que mi felicidad no regocija e! corazón de mi padre? ¡Ah! Si está aquí, si ve a su hija vestida de blanco, a su hija a quien habéis reducido al rango abyecto de esclava; si ve que lleva la frente alta y que la desgracia no ha humillado su orgullo, no se le ocurre, estoy segura, maldecirme; le brillan los ojos en su rostro ajusticiado y sus labios sangrientos tratan de sonreír.
LA MUJER JOVEN.— ¿Y si dijera la verdad?
VOCES.— No, miente, está loca. Electra, vete, por favor; si no tu impiedad recaerá sobre nosotros. ELECTRA.— ¿Pero de qué tenéis miedo? Miro a vuestro alrededor y sólo veo vuestras sombras. Pero
escuchad lo que acabo de saber y que quizá ignoréis: hay en Grecia ciudades dichosas. Ciudades blancas y tranquilas que se calientan al sol como lagartos. A esta misma hora, bajo este mismo cielo, hay niños que juegan en las plazas de Corinto. Y sus madres no piden perdón por haberlos echado  al  mundo.  Los  miran  sonriendo,  están  orgullosas  de  ellos.  Oh,  madres  de  Argos,
¿comprendéis? ¿Podéis comprender aún el orgullo de una mujer que mira a su hijo y piensa: "Yo lo he llevado en mi seno"?
EGISTO.— Callarás, al fin, o te haré tragar las palabras. VOCES (en la multitud).— ¡Sí, sí! Que se calle. ¡Basta, basta!
OTRAS VOCES.— ¡No, dejadla hablar! Dejadla hablar. Es Agamenón quien la inspira.
ELECTRA.— Hace buen tiempo. Por todas partes, en la llanura, los hombres alzan la cabeza y dicen: "Hace buen tiempo" y están contentos. Oh, verdugos de vosotros mismos, ¿habéis olvidado el humilde contento del campesino que camina por su tierra y dice: "Hace buen tiempo"? Andáis con los brazos colgando, la cabeza baja, respirando apenas. Vuestros muertos se os pegan y permanecéis inmóviles,  con  el  temor  de  atropellarlos  al  menor  movimiento.  Sería  horrible,  ¿verdad?,  que vuestras manos atravesaran de pronto un humito mojado, el alma de vuestro padre o de vuestro abuelo. Pero miradme: extiendo los brazos, me dilato y me estiro como un hombre al despertar, ocupo mi lugar al sol, todo mi lugar. ¿Acaso el cielo se me viene encima? Bailo, mirad, bailo, y sólo siento el soplo del viento en mis cabellos. ¿Dónde están los muertos? ¿Creéis que danzan conmigo, al compás?
EL GRAN SACERDOTE.— Habitantes de Argos, os digo que esta mujer es sacrílega. Desdichada de ella y de los que entre vosotros la escuchan.
ELECTRA.— Oh, mis queridos muertos, Ifigenia, mi hermana mayor; Agamenón, mi padre y único rey, escuchad mi ruego. Si soy sacrílega, si ofendo a vuestros manes dolorosos, haced una señal, hacedme una señal en seguida para que lo sepa. Pero si me aprobáis, queridos míos, entonces callaos, os lo ruego, que no se mueva una hoja ni una brizna de hierba, que ni un ruido venga a turbar mi danza sagrada: porque bailo por la alegría, bailo por la paz de los hombres, bailo por la felicidad y por la vida. Oh muertos míos, reclamo vuestro silencio, para que los hombres que me rodean sepan que vuestro corazón está conmigo. Baila.
VOCES  (en  la  multitud).—  ¡Baila!  ¡Miradla,  ligera  como  una  llama  danza  al  sol  como  la  tela restallante de una bandera, y los muertos callan!
LA MUJER JOVEN.— Mirad su cara en éxtasis; no, no es el rostro de una impía. ¡Pues bien, Egisto, Egisto! ¿No dices nada? ¿Por qué no respondes?
EGISTO.— ¿Se discute con las bestias hediondas? ¡Se las destruye! Ha sido un error mío perdonarla antes; pero es un error reparable; no tengáis miedo, voy a aplastarla contra el suelo, y su raza desaparecerá con ella.
LA MULTITUD.— ¡Amenazar no es responder, Egisto! ¿No tienes ninguna otra cosa que decirnos? MUJER JOVEN.— Baila, sonríe, es feliz, y los muertos parecen protegerla. ¡Ah, Electra envidiable,
mira, yo también aparto los brazos y ofrezco mi pecho al sol!
VOCES (en la multitud).— Los muertos callan: ¡Egisto, nos has mentido! ORESTES.— ¡Querida Electra!
JÚPITER.— Diablos, destruiré la cháchara de esta chiquilla. (Extiende el brazo.) Posidón caribú
caribón lullaby.
La gran piedra que obstruía la entrada de la caverna rueda con estrépito contra los peldaños del templo. ELECTRA deja de bailar.
LA MULTITUD.— ¡Horror!
Largo silencio.
EL GRAN SACERDOTE.— ¡Oh pueblo cobarde y demasiado ligero: los muertos se vengan! ¡Mirad cómo caen sobre nosotros las moscas en espesos remolinos! ¡Habéis escuchado una voz sacrílega y estamos malditos!
LA MULTITUD.— No hemos hecho nada, no es culpa nuestra; ella vino y nos sedujo con sus palabras envenenadas! ¡Al río, bruja, al río! ¡A la hoguera!
UNA VIEJA (señalando a la MUJER JOVEN).— Y a ésta, que bebía sus palabras como miel, arrancadle las ropas, desnudadla y azotadla hasta hacerle sangre.
Se apoderan de la MUJER JOVEN; los hombres suben los peldaños de la escalera y se precipitan hacia ELECTRA.
EGISTO.— Silencio, perros. Volved a vuestros lugares en orden y dejad el castigo por mi cuenta. (Silencio.) Pues bien, ¿habéis visto lo que cuesta no obedecerme? ¿Dudaréis ahora de vuestro jefe? Volved a vuestras casas; los muertos os acompañan, serán vuestros huéspedes todo el día y toda la noche. Hacedles un lugar en vuestra mesa, en vuestro hogar, en vuestro lecho, y tratad de que vuestra conducta ejemplar les haga olvidar todo esto. En cuanto a mí, aunque vuestras sospechas me hayan herido, os lo perdono. Pero tú, Electra...
ELECTRA .— Bueno, ¿qué? Erré el golpe. La próxima vez saldrá mejor.
EGISTO.— No te daré ocasión. Las leyes de la ciudad me prohíben castigar en este día de fiesta. Lo sabías y has abusado. Pero ya no formas parte de la ciudad, te echo. Partirás descalza y sin equipaje, con ese vestido infame sobre el cuerpo. Si todavía estás dentro de estos muros mañana al alba, doy la orden a quien quiera que te encuentre de matarte como a una oveja sarnosa.
Sale, seguido por los GUARDIAS. La MULTITUD desfila delante de ELECTRA mostrándole el puño.
JÚPITER (a ORESTES).— Pues bien, mi señor, ¿habéis aprendido? O mucho me equivoco o es ésta
una historia moral: los malos han sido castigados y los buenos recompensados. (Señalando a
ELECTRA.) Esa mujer...
ORESTES.— ¡Esa mujer es mi hermana, buen hombre! Vete, quiero hablarle. JÚPITER (lo mira un instante, luego se encoge de hombros).— Como quieras. Sale, seguido por el PEDAGOGO.

  
ESCENA IV
ELECTRA en los peldaños del templo - ORESTES 
ORESTES.— ¡Electra!
ELECTRA (alza la cabeza y lo mira).— ¡Ah! ¿Estás ahí, Filebo? 
ORESTES.— No puedes seguir en esta ciudad, Electra. Estás en peligro.
ELECTRA.— ¿En peligro? ¡Ah, es cierto! Ya viste cómo erré el golpe. Es un poco culpa tuya,
¿sabes?, pero no te lo reprocho. 
ORESTES.— ¿Pero qué hice yo?
ELECTRA.— Me has engañado. (Baja hacia él.) Déjame verte la cara. Sí, me apresaron tus ojos. ORESTES.— El tiempo apremia, Electra. Escucha: huiremos juntos. Alguien ha de conseguirme
caballos, te llevaré en grupas. 
ELECTRA.— No.
ORESTES.— ¿No quieres huir conmigo?
ELECTRA.— No quiero huir.
ORESTES.— Te llevaré a Corinto.
ELECTRA (riendo).— ¡Ah! Corinto... ¿Ves?, no lo haces a propósito, pero sigues engañándome. ¿Qué haré yo en Corinto? Tengo que ser razonable. Todavía ayer alentaba deseos tan modestos: cuando servía la mesa, con los párpados bajos, miraba entre las pestañas a la pareja real, a la linda vieja de cara muerta, y a él, gordo y pálido, con su boca floja y esa barba negra que le corre de una oreja a la otra como un regimiento de arañas, y soñaba ver un día un humo, un humito derecho, semejante al aliento en una mañana fría, subiendo de sus vientres abiertos. Es todo lo que pedía, Filebo, te lo juro. No sé lo que quieres, pero no debo creerte: no tienes ojos modestos. ¿Sabes qué pensaba antes de conocerte? Que el sabio no puede desear en la tierra nada más que devolver un día el mal que le han hecho.
ORESTES.— Electra, si me sigues verás que pueden desearse muchas otras cosas sin dejar de ser sabio.
ELECTRA.— No quiero seguir escuchándote; me has hecho mucho daño. Llegaste con tus ojos hambrientos en tu suave rostro de mujer y me hiciste olvidar mi odio; abrí las manos y dejé deslizar hasta mis pies mi único tesoro. Quise creer que podía curar a las gentes de aquí con palabras. Ya viste lo que ha sucedido: les gusta su mal, necesitan una llaga familiar que conservan cuidadosamente rascándola con las uñas sucias. Hay que curarlos por la violencia, pues no se puede vencer el mal sino con otro mal. Adiós, Filebo, vete, déjame con mis malos sueños.
ORESTES.— Te matarán.
ELECTRA.— Hay aquí un santuario, el templo de Apolo; a veces los criminales se refugian en él y mientras están adentro nadie puede tocarles un pelo. Allí me esconderé.
ORESTES.— ¿Por qué rechazas mi ayuda?
ELECTRA.— No te corresponde ayudarme. Otro vendrá para libertarme. (Pausa.) Mi hermano no ha muerto, lo sé. Y lo espero.
ORESTES.— ¿Y si no viniera?
ELECTRA.— Vendrá, no puede dejar de venir. Es de nuestra raza, ¿comprendes?; lleva el crimen y la desgracia en la sangre, como yo. Es algún gran soldado, con los grandes ojos rojos de nuestro padre, siempre fermentando una cólera; sufre, se ha enredado en su destino como los caballos destripados enredan las patas en sus intestinos, y ahora, con cualquier movimiento que haga, se arranca las entrañas. Vendrá; esta ciudad lo atrae, estoy segura, porque aquí es donde puede hacer más daño. Vendrá con la frente baja, sufriendo y piafando. Me da miedo: todas las noches lo veo en sueños y me despierto gritando. Pero lo espero y lo amo. Tengo que quedarme aquí para guiar su ira — porque yo tengo cabeza—, para señalarle con el dedo a los culpables y decirle: "¡Pega, Orestes, pega; aquí están!"
ORESTES.— ¿Y si no fuera como tú lo imaginas?
ELECTRA.— ¿Cómo quieres que sea el hijo de Agamenón y de Clitemnestra?
ORESTES.— ¿Si estuviera cansado de toda esa sangre, por haber crecido en una ciudad dichosa? ELECTRA.— Entonces le escupiría en la cara y le diría: "Vete, perro, vete con las mujeres, porque no eres otra cosa que una mujer. Pero haces un mal cálculo: eres el nieto de Atreo, no escaparás al destino de los Atridas. Has preferido la vergüenza al crimen, eres libre. Pero el destino irá a buscarte a tu lecho: ¡tendrás primero la vergüenza y luego cometerás el crimen, a pesar de ti mismo!"
ORESTES.— Electra, soy Orestes. 
ELECTRA (dando un grito).— ¡Mientes!
ORESTES.— Por los manes de mi padre Agamenón, te lo juro: soy Orestes. (Silencio.) Bueno, ¿qué esperas para escupirme en la cara?
ELECTRA.— ¿Cómo podría hacerlo? (Lo mira.) Esa hermosa frente es la frente de mi hermano. Esos ojos que brillan son los ojos de mi hermano. Orestes... ¡Ah! Hubiera preferido que siguieras siendo Filebo y que mi hermano hubiese muerto. (Tímidamente.) ¿Es cierto que has vivido en Corinto? 
ORESTES.— No. Fueron unos burgueses de Atenas quienes me educaron.
ELECTRA.— Qué joven pareces. ¿Nunca has luchado? La espada que llevas al costado, ¿nunca sirvió?
ORESTES.— Nunca.
ELECTRA.— Me sentía menos sola cuando no te conocía: esperaba al otro. Sólo pensaba en su fuerza y nunca en mi debilidad. Ahora estás aquí; Orestes, eras tú. Te miro y veo que somos dos huérfanos. (Una pausa.) Pero te quiero, ¿sabes? Más de lo que lo hubiera querido a él.
ORESTES.— Ven si me quieres; huyamos juntos.
ELECTRA.— ¿Huir? ¿Contigo? No. Aquí es dónde se juega la suerte de los Atridas y yo soy una
Atrida. No te pido nada. No quiero pedir nada más a Filebo. Pero me quedo aquí. JÚPITER aparece en el fondo de la escena y se oculta para escucharlos.
ORESTES.— Electra, soy Orestes... tu hermano. Yo también soy un Atrida, y tu lugar está a mi lado. ELECTRA.— No. No eres mi hermano y no te conozco. Orestes ha muerto, mejor para él; en adelante honraré a sus manes junto con los de mi padre y los de mi hermana. Pero tú que vienes a reclamar el nombre de Atrida, ¿quién eres para decirte de los nuestros? ¿Te has pasado la vida a la sombra de un asesinato? Debías de ser un niño tranquilo con un aire suave y reflexivo, el orgullo de tu padre de adopción, un niño bien lavado, con los ojos brillantes de confianza. Tenías confianza en todos porque te hacían grandes sonrisas en las mesas, en las camas, en los peldaños de las escaleras, porque son fieles servidores del hombre; en la vida, porque eras rico, y tenías muchos juguetes; debías de pensar a veces que el mundo no estaba tan mal y que era un placer abandonarse en él como en un buen baño tibio, suspirando de satisfacción. Yo a los seis años era sirvienta y desconfiaba de todo. (Pausa.) Vete, alma bella. Nada tengo que hacer con las almas bellas: lo que yo quería era un cómplice.
ORESTES.—  ¿Piensas  que  te  dejaré  sola?  ¿Qué  harías  aquí,  una  vez  perdida  hasta  tu  última esperanza?
ELECTRA.— Eso es asunto mío. Adiós, Filebo.
ORESTES.— ¿Me echas? (Da unos pasos y se detiene.) ¿Es culpa mía si no me parezco al bruto irritado que esperabas? Lo hubieras tomado de la mano y le hubieras dicho: "¡Pega!". A mí no me has pedido nada. ¿Quién soy yo, Dios mío, para que mi propia hermana me rechace sin haberme probado siquiera?
ELECTRA.— Ah, Filebo, nunca podré cargar con semejante peso tu corazón sin odio.
ORESTES (abrumado).— Dices bien; sin odio. Sin amor tampoco. A ti hubiera podido quererte.
Hubiera podido... Para amar, para odiar, hay que entregarse. Es hermoso el hombre de sangre rica, sólidamente plantado en medio de sus bienes, que se entrega un buen día al amor, al odio, y que entrega con él su tierra, su casa y sus recuerdos. ¿Quién soy y qué tengo para dar? Apenas existo: de todos los fantasmas que ruedan hoy por la ciudad, ninguno es más fantasma que yo. He conocido amores de fantasma, vacilantes y ralos como vapores; pero ignoro las densas pasiones de los vivos. (Pausa) ¡Vergüenza! He vuelto a mi ciudad natal y mi hermana se ha negado a reconocerme.
¿Dónde iré ahora? ¿Qué ciudad he de frecuentar?
ELECTRA.— ¿No hay alguna donde te espere una mujer de hermoso rostro?
ORESTES.— Nadie me espera. Voy de ciudad en ciudad, extranjero para los demás y para mí mismo, y las ciudades se cierran tras de mí como el agua tranquila. Si me voy de Argos, ¿qué quedará de mi paso sino el amargo desencanto de tu corazón?
ELECTRA.— Me has hablado de ciudades felices...
ORESTES.— Poco me importa la felicidad. Quiero mis recuerdos, mi suelo, mi lugar en medio de los hombres de Argos. (Un silencio.) Electra, no me iré de aquí.
ELECTRA.— Filebo, vete, te lo suplico: me das lástima, vete si me quieres; sólo pueden sucederte cosas malas, y tu inocencia haría fracasar mis proyectos.
ORESTES.— No me iré.
ELECTRA.— ¿Y crees que te dejaré así, en tu pureza inoportuna, juez intimador y mudo de mis actos? ¿Por qué te empecinas? Aquí nadie quiere saber nada de ti.
ORESTES.— Es mi única posibilidad. Electra, no puedes negármela. Compréndeme: quiero ser un hombre de algún lado, un hombre entre los hombres. Mira, un esclavo, cuando pasa cansado y ceñudo, con una pesada carga, arrastrando las piernas y mirando a sus pies, exactamente a sus pies para evitar una caída, está en su ciudad, como una hoja en el follaje, como el árbol en la selva; Argos lo rodea, pesada y caliente, llena de sí misma; quiero ser ese esclavo, Electra, quiero arrimar la ciudad a mi alrededor y envolverme en ella como en una manta. No me iré.
ELECTRA.— Aunque te quedes cien años entre nosotros, nunca dejarás de ser un extranjero, más solo que en un camino. Las gentes te mirarán de soslayo, entre sus párpados semicerrados, y bajarán la voz cuando pases junto a ellos.
ORESTES.— ¿Entonces es tan difícil serviros? Mi brazo puede defender la ciudad, y tengo oro para aliviar a vuestros pobres.
ELECTRA.— No nos faltan capitanes ni almas piadosas para hacer el bien. 
ORESTES.— Entonces...
Da unos pasos con la cabeza baja. JÚPITER aparece y lo mira frotándose las manos.
ORESTES (alzando la cabeza).— ¡Si por lo menos viera claro! Ah, Zeus, Zeus, dios del cielo, rara vez he recurrido a ti, y no me has sido favorable, pero eres testigo de que nunca he querido otra cosa que el Bien. Ahora estoy cansado, ya no distingo el Bien del Mal y necesito que me señalen el camino. Zeus, ¿en verdad el hijo de un rey, expulsado de su ciudad natal habrá de resignarse santamente al exilio y de largarse con la cabeza gacha, como un cordero? ¿Es ésa tu voluntad? No puedo creerlo. Y sin embargo... sin embargo has prohibido el derramamiento de sangre... ¡Ah! Quién habla de derramar sangre, ya no sé lo que digo... Zeus, te lo imploro: si la resignación y la abyecta humildad son las leyes que me impones, manifiéstame tu voluntad mediante alguna señal, porque ya no veo nada claro.
JÚPITER (para sí).— ¡Pero vamos, hombre: a tus órdenes! ¡Abraxas, abraxas, tsé-tsé!
La luz forma una aureola alrededor de la piedra.
ELECTRA (se echa a reír).— ¡Ah! ¡Ah! ¡Hoy llueven milagros! ¡Mira, piadoso Filebo, mira lo que se gana consultando a los dioses! (Suelta una risa destemplada.) Buen muchacho... Piadoso Filebo: "¡Hazme una señal, Zeus, hazme una señal!" Y la luz resplandece alrededor de la piedra sagrada.
¡Vete! ¡A Corinto! ¡A Corinto! ¡Vete!
ORESTES (mirando la piedra).— Entonces... eso es el Bien. (Una pausa; sigue mirando la piedra.) Agachar el lomo. Bien agachado. Decir siempre "Perdón" y "Gracias"... ¿es eso? (Una pausa; sigue mirando la piedra.) El Bien. El Bien ajeno... (Otra pausa.) ¡Electra!
ELECTRA.— Vete rápido, vete rápido. No decepciones a la juiciosa nodriza que se inclina sobre ti desde lo alto del Olimpo. (Se detiene, cortada.) ¿Qué tienes?
ORESTES (con voz cambiada).— Hay otro camino.
ELECTRA (aterrada).— No te hagas el malo, Filebo. Has pedido las órdenes de los Dioses: bueno, ya las conoces.
ORESTES.— ¿Órdenes?... Ah, sí... ¿Quieres decir esa luz alrededor del guijarro grande? Esa luz no es para mí; y nadie puede darme órdenes ya.
ELECTRA.— Hablas con enigmas.
ORESTES.— ¡Qué lejos estás de mí, de pronto... cómo ha cambiado todo! Había a mi alrededor algo vivo y cálido. Algo que acaba de morir. Qué vacío está todo... ¡Ah! Qué vacío inmenso, interminable... (Da unos pasos.) Cae la noche... ¿No te parece que hace frío?... ¿Pero qué es... qué es lo que acaba de morir?
ELECTRA.— Filebo...
ORESTES.— Te digo que hay otro camino... mi camino... ¿No lo ves? Parte de aquí y baja hacia la
ciudad. Es preciso bajar, ¿comprendes?, bajar hasta vosotros, estáis en el fondo de un agujero, bien en el fondo... (Se adelanta hacia ELECTRA.) Tú eres mi hermana, Electra, y esta ciudad es mi ciudad. ¡Hermana mía!
Le toma el brazo.
ELECTRA.— ¡Déjame! Me haces daño, me das miedo —y no te pertenezco.
ORESTES.— Ya lo sé. Todavía no: soy demasiado ligero. Tengo que lastrarme con un crimen bien pesado que me haga ir a pique hasta el fondo de Argos.
ELECTRA.— ¿Qué vas a intentar?
ORESTES.— Espera. Déjame decir adiós a esta ligereza sin tacha que fue la mía. Déjame decir adiós a mi juventud. Hay noches, noches de Corinto o de Atenas, llenas de cantos y de olores, que ya no me pertenecerán nunca más. Mañanas llenas de esperanza también... ¡Vamos, adiós! ¡Adiós! (Se acerca a ELECTRA.) Ven, Electra, mira nuestra ciudad. Allí está, roja bajo el sol, con hombres y moscas que zumban, en el embotamiento obstinado de una tarde de verano; me rechaza con todos sus muros, con todos sus techos, con todas sus puertas cerradas. Y sin embargo está para que la tomen, lo sé desde esta mañana. Y tú también, Electra, estás para que te tomen. Os tomaré. Me convertiré en hacha y hendiré en dos esas murallas empecinadas, abriré el vientre de esas casas santurronas, exhalarán por sus heridas abiertas un olor a bazofia y a incienso; me convertiré en destral y me hundiré en el corazón de esa ciudad como el destral en el corazón de una encina.
ELECTRA.— Cómo has cambiado: ya no brillan tus ojos; están apagados y sombríos. ¡Ay! Eras tan dulce, Filebo. Y ahora me hablas como no hablaba el otro en sueños.
ORESTES.— Escucha: supón que asumo todos los crímenes de todas esas gentes que tiemblan en
cuartos oscuros, rodeados por sus queridos difuntos. Supón que quiero merecer el nombre de "Ladrón de remordimientos" y que instalo en mí toda su contrición: la de la mujer que engañó a su marido, la del comerciante que dejó morir a su madre, la del usurero que esquilmó hasta la muerte a sus deudores. Dime, ese día, cuando esté obsedido por remordimientos más numerosos que las moscas de Argos, por todos los remordimientos de la ciudad, ¿no habré adquirido derecho de ciudadanía entre vosotros? ¿No estaré en mi casa, entre vuestras murallas ensangrentadas, como el carnicero de delantal rojo está en su casa en la tienda, entre los bueyes sangrientos que acaba de degollar?
ELECTRA.— ¿Quieres expiar por nosotros?
ORESTES.— ¿Expiar? He dicho que instalaré en mí vuestros arrepentimientos, pero no he dicho lo que haré con esos pajarracos vocingleros; quizá les retuerza el pescuezo.
ELECTRA.— ¿Y cómo podrías cargar con nuestros males?
ORESTES.— No pedís otra cosa que deshaceros de ellos. Sólo el rey y la reina los mantienen a la fuerza en vuestros corazones.
ELECTRA.— El rey y la reina... ¡Filebo!
ORESTES.— Los Dioses son testigos de que yo no quería derramar sangre.
Largo silencio.
ELECTRA.— Eres demasiado joven, demasiado débil...
ORESTES.— ¿Vas a retroceder, ahora? Escóndeme en el palacio, llévame esta noche al lecho real y ya verás si soy demasiado débil.
ELECTRA.— ¡Orestes!
ORESTES.— ¡Electra! Me has llamado Orestes por primera vez.
ELECTRA.— Sí. Eres tú. Eres Orestes. No te reconocía porque no te esperaba así. Pero este gusto amargo en la boca, este gusto a liebre, mil veces lo he sentido en mis sueños y lo reconozco. Has venido Orestes, y estás decidido, y yo, como en mis sueños, me encuentro en el umbral de un acto irreparable, y tengo miedo, como en sueños. ¡Olí momento tan esperado y tan temido! Ahora los instantes se encadenarán como los engranajes de un mecanismo, y ya no tendremos descanso basta que estén acostados los dos de espaldas, con rostros semejantes a muros derruidos. ¡Toda esa
sangre! Y eres tú quien la derramará, tú que tenías ojos tan dulces. Ay, nunca volveré a ver aquella dulzura, nunca volveré a ver a Filebo. Orestes, eres mi hermano mayor y el jefe de nuestra familia, tómame en tus brazos, protégeme porque vamos al encuentro de padecimientos muy grandes.
ORESTES la toma en sus brazos. JÚPITER sale de su escondite y se va con paso furtivo.



TELÓN


SEGUNDO CUADRO


En el palacio; la sala del trono. Una estatua de Júpiter, terrible y ensangrentada. Cae el día.



ESCENA I


ELECTRA llega primero y hace una señal a ORESTES para que entre.
ORESTES.— ¡Viene alguien!
Echa mano a la espada.
ELECTRA.— Son los soldados que hacen la ronda. Sígueme: vamos a escondernos por aquí.
Se esconden detrás del trono.

 ESCENA II
Los MISMOS (escondidos). - Dos SOLDADOS PRIMER SOLDADO.— No sé qué tienen las moscas hoy: están enloquecidas.
SEGUNDO SOLDADO.— Huelen a los muertos y eso las alegra. Ya no me atrevo a bostezar por miedo de que se me hundan en el hocico abierto y vayan a hacer un tío vivo en el fondo de mi gaznate. (ELECTRA aparece un instante y se oculta.) Oye, algo ha crujido.
PRIMER SOLDADO.— Es Agamenón que se sienta en el trono.
SEGUNDO SOLDADO.— ¿Y sus anchas nalgas hacen crujir las maderas del asiento? Imposible, colega, los muertos no pesan.
PRIMER SOLDADO.— La plebe es la que no pesa. Pero él, antes de ser un muerto real, era un real vivo que pesaba, un año con otro, sus ciento veinticinco kilos. Es muy raro que no le queden algunas libras.
SEGUNDO SOLDADO.— Entonces... ¿crees que está ahí?
PRIMER SOLDADO.— ¿Dónde quieres que esté? Si yo fuera un rey muerto y tuviera todos los años un permiso de veinticuatro horas, seguro que volvería a sentarme en mi trono y me pasaría allí el día repasando los buenos recuerdos sin hacer daño a nadie.
SEGUNDO SOLDADO.— Dices eso porque estás vivo. Pero si no lo estuvieras, tendrías tantos vicios como los demás. (El PRIMER SOLDADO le da una bofetada.) ¡Epa! ¡Epa!
PRIMER SOLDADO.— Es por tu bien; mira, maté siete de un golpe, todo un enjambre. SEGUNDO SOLDADO.— ¿De muertos?
PRIMER  SOLDADO.—  No.  De  moscas.  Tengo  las  manos  llenas  de  sangre.  (Se  limpia  en  los
calzones.) Moscas puercas.
SEGUNDO SOLDADO.— Ojalá hubieran nacido muertas. Mira todos los hombres muertos que están aquí: no dicen esta boca es mía, se las arreglan para no molestar. Si las moscas reventaran sería lo mismo.
PRIMER SOLDADO.— Calla; si pensara que había aquí, encima, moscas fantasmas... SEGUNDO SOLDADO.— ¿Por qué no?
PRIMER SOLDADO.— ¿Te das cuenta? Revientan millones de estos animalitos por día. Si hubieran
soltado por la ciudad todas las que murieron desde el verano pasado, habría trescientas sesenta y cinco muertas por una viva dando vueltas a nuestro alrededor. ¡Puah! El aire estaría azucarado de moscas, comeríamos moscas, respiraríamos moscas, bajarían en chorros viscosos por nuestros bronquios  y  nuestras  tripas...  Oye,  quizás  sea  por  eso  que  flotan  en  esta  cámara  olores  tan


singulares.
SEGUNDO SOLDADO.— ¡Bah! A una sala de mil pies cuadrados como ésta bastan algunos muertos humanos para apestarla. Dicen que nuestros muertos tienen mal aliento.
PRIMER SOLDADO.— ¡Escucha! Esos hombres se sacan los ojos... SEGUNDO SOLDADO.— Te digo que hay algo: el piso cruje.
Van a mirar detrás del trono por la derecha; ORESTES y ELECTRA salen por la izquierda, pasan delante de las gradas del trono y vuelven a su escondite por la derecha, en el momento en que los soldados salen por la izquierda.
PRIMER SOLDADO.— Ya ves que no hay nadie. ¡Es Agamenón, te lo dije, maldito Agamenón! Ha de estar sentado sobre esos cojines, derecho como una estaca, y nos mira; no tiene otra cosa en qué emplear el tiempo sino en mirarnos.
SEGUNDO SOLDADO.— Haríamos bien en rectificar la posición; paciencia si las moscas nos hacen cosquillas en la nariz.
PRIMER SOLDADO.— Preferiría estar en el cuerpo de guardia, jugando una buena partida. Allá los
muertos que vuelven son compañeros, simples gorrones como nosotros. Pero cuando pienso que el difunto rey está aquí y que cuenta los botones que faltan a mi chaqueta, me siento raro, como cuando el general pasa revista. Entran EGISTO, CLITEMNESTRA, servidores con lámparas.
EGISTO.— Que nos dejen solos.

  
ESCENA III
  
EGISTO - CLITEMNESTRA - ORESTES y ELECTRA (escondidos)

 CLITEMNESTRA.— ¿Qué tenéis?
EGISTO.— ¿Habéis visto? Si no los hubiera aterrorizado, se libraban en un santiamén de sus remordimientos.
CLITEMNESTRA.— ¿Sólo eso os inquieta? Siempre sabréis enfriarles el coraje en el momento deseado.
EGISTO.— Es posible. Soy harto hábil para esas comedias. (Pausa.) Lamento haber tenido que castigar a Electra.
CLITEMNESTRA.— ¿Porque ha nacido de mí? Habéis querido hacerlo, y encuentro bien todo lo que hacéis.
EGISTO.— Mujer, no lo lamento por ti.
CLITEMNESTRA.— ¿Entonces por qué? Vos no amáis a Electra.
EGISTO.— Estoy cansado. Hace quince años que sostengo en el aire, con el brazo tendido, el remordimiento de todo un pueblo. Hace quince años que me visto como un espantajo: todas estas ropas negras han terminado por desteñir sobre mi alma.
CLITEMNESTRA.— Pero señor, yo misma...
EGISTO.— Lo sé, mujer, lo sé: vas a hablarme de tus remordimientos. Bueno, te los envidio, te amueblan la vida. Yo no los tengo, pero nadie en Argos es tan triste como yo.
CLITEMNESTRA.— Mi querido señor...
Se acerca a él.
EGISTO.— ¡Déjame, ramera! ¿No tienes vergüenza, delante de sus ojos? CLITEMNESTRA.— ¿Delante de sus ojos? ¿Y quién nos ve? EGISTO.— ¿Quién? El rey. Han soltado a los muertos esta mañana.
CLITEMNESTRA.— Señor, os lo suplico... Los muertos están bajo tierra y no nos molestarán tan pronto. ¿Habéis olvidado que vos mismo inventasteis esas fábulas para el pueblo?
EGISTO.— Tienes razón, mujer. Bueno, ¿ves qué cansado estoy? Déjame, quiero recogerme.


CLITEMNESTRA sale.
  

ESCENA IV


EGISTO - ORESTES y ELECTRA (escondidos)


EGISTO.— ¿Es éste, Júpiter, el rey que necesitabas para Argos? Voy, vengo, sé gritar con voz fuerte, paseo por todas partes mi alta y terrible apariencia, y los que me ven se sienten culpables hasta la médula. Pero soy una cáscara vacía: un animal me ha comido el interior sin que yo me diera cuenta. Ahora miro en mí mismo y veo que estoy más muerto que Agamenón. ¿Dije que estaba triste? Mentí. El desierto, la nada innumerable de las arenas bajo la nada lúcida del cielo no es triste ni alegre: es siniestra. ¡Ah, daría mi reino por derramar una lágrima!
Entra JÚPITER.


 ESCENA V
LOS MISMOS – JÚPITER 

JÚPITER.— Quéjate: eres un rey semejante a todos los reyes.
EGISTO.— ¿Quién eres? ¿Qué vienes a hacer aquí? JÚPITER.— ¿No me reconoces?
EGISTO.— Sal de aquí o te hago apalear por los guardias.
JÚPITER.— ¿No me reconoces? Sin embargo me has visto. Fue en sueños. Es cierto que tenía un porte más terrible. (Truenos, relámpagos. JÚPITER adopta el porte terrible.) ¿Y así?
EGISTO.— ¡Júpiter!
JÚPITER.— Aquí estamos. (Vuelve a la sonrisa, se acerca a la estatua.) ¿Soy yo, esto? ¿Así me ven los habitantes de Argos cuando rezan? Diablos, es raro que un Dios pueda contemplar su imagen cara a cara. (Una pausa.) ¡Qué feo soy! No han de quererme mucho.
EGISTO.— Os temen.
JÚPITER.— ¡Perfecto! De nada me sirve que me quieran. ¿Tú me quieres? EGISTO.— ¿Qué deseáis de mí? ¿No he pagado bastante?
JÚPITER.— ¡Nunca bastante! EGISTO.— Echo los bofes.
JÚPITER.— ¡No exageres! Lo pasas bastante bien y estás gordo. Por lo demás, no te lo reprocho. Es grasa real de la buena, amarilla como sebo de vela, como debe ser. Tienes pasta para vivir veinte años más.
EGISTO.— ¡Veinte años más! JÚPITER.— ¿Deseas morir? EGISTO.— Sí.
JÚPITER.— Si alguien entrara aquí con una espada desnuda, ¿ofrecerías el pecho a esa espada? EGISTO.— No sé.
JÚPITER.— Escúchame bien; si te dejas degollar como un ternero, serás castigado de manera ejemplar; seguirás siendo rey en el Tártaro por toda la eternidad. Esto es lo que he venido a decirte.
EGISTO.— ¿Alguien trata de matarme?
JÚPITER.— Así parece. EGÍSTO.— ¿Electra?
JÚPITER.— Otro también. EGISTO.— ¿Quién? JÚPITER.— Orestes.
EGISTO.— ¡Ah! (Una pausa.) Bueno, está escrito, ¿qué puedo hacer?
JÚPITER.— "¿Qué puedo hacer?" (Cambiando el tono.) Ordena de inmediato la captura de un joven extranjero que se hace llamar Filebo. Que lo arrojen con Electra a alguna mazmorra —y te permito que los olvides. Bueno, ¿qué esperas? Llama a los guardias.
EGISTO.— No.
JÚPITER.— ¿Me harás el favor de decirme las razones de tu negativa? EGISTO.— Estoy cansado.
JÚPITER.— ¿Por qué te miras los pies? Vuelve hacia mí tus grandes ojos estriados de sangre. ¡Bueno, bueno! Eres noble y estúpido como un caballo. Pero tu resistencia no es de las que me irritan: es la pimienta que hará en seguida aún más deliciosa tu sumisión. Pues sé que acabarás por ceder.
EGISTO.— Os digo que no quiero entrar en vuestros planes. Ya hice demasiado.
JÚPITER.— ¡Coraje! ¡Resiste! ¡Resiste! ¡Ah! ¡Qué aficionado soy a las almas como la tuya. Tus ojos echan chispas, aprietas los puños y arrojas tu negativa a la cara de Júpiter. Pero sin embargo, cabecita, caballito, caballito malo, hace mucho que tu corazón me ha dicho que sí. Vamos, obedecerás. ¿Crees que dejo el Olimpo sin motivo? He querido avisarte ese crimen, porque me agrada impedirlo.
EGISTO.— ¡Avisarme...! Es muy extraño.
JÚPITER.— Al contrario, nada más natural: quiero apartar ese peligro de tu cabeza.
EGISTO.— ¿Quién os lo pidió? ¿Y a Agamenón le habéis avisado? Sin embargo él quería vivir. JÚPITER.— Ah índole ingrata, ah carácter desdichado: me eres más querido que Agamenón, te lo
pruebo y te quejas.
EGISTO.— ¿Más querido que Agamenón? ¿Yo? A Orestes es a quien queréis. Habéis tolerado que me pierda, me habéis dejado correr derecho al baño del rey con el hacha en la mano —y sin duda os relamíais allá arriba, pensando que el alma del pecador es deliciosa—. Pero hoy protegéis a Orestes de sí mismo y a mí, a quien impulsasteis a matar al padre, me habéis escogido para retener el brazo del hijo. Tenía exactamente pasta de asesino. Yo era exactamente adecuado para ser asesino. Pero para él, perdón, hay otros proyectos para él, sin duda.
JÚPITER.— Qué celos extraños. Tranquilízate: no lo quiero más que a ti. No quiero a nadie. EGISTO.— Entonces, ved lo que habéis hecho de mí, Dios injusto. Y responded: si impedís hoy el
crimen que medita Orestes, ¿por qué habéis permitido el mío?
JÚPITER.— No todos los crímenes me desagradan por igual. Egisto, estamos entre reyes y te hablaré francamente: el primer crimen lo cometí yo creando mortales a los hombres. Después de esto, ¿qué podíais hacer vosotros los asesinos? ¿Dar la muerte a vuestras víctimas? Vamos: ya la llevaban en sí; a lo sumo apresurabais su florecimiento. ¿Sabes qué habría sido de Agamenón si no lo hubierais matado? Hubiera muerto de apoplejía tres meses más tarde sobre el seno de una hermosa esclava. Pero tu crimen me servía.
EGISTO.— ¿Os servía? ¡Lo expío desde hace quince años y os servía! ¡Maldición!
JÚPITER.— Bueno, ¿y qué? Me sirve porque lo expías; me gustan los crímenes que se pagan. Me gustó el tuyo porque era un asesinato ciego y sordo, ignorante de sí mismo, antiguo, más semejante a un cataclismo que a una empresa humana. Ni un instante me desafiaste: heriste arrebatado de rabia y miedo; y una vez desaparecida la fiebre, consideraste tu acto con horror y no quisiste reconocerlo.
¡Sin  embargo,  qué  provecho  saqué  de  él!  Por  un  hombre  muerto,  veinte  mil  sumidos  en  el arrepentimiento; ése es el balance. No hice un mal negocio.
EGISTO.— Ya veo lo que esconden todos esos discursos: Orestes no tendrá remordimientos. JÚPITER.—  Ni  la  sombra  de  uno.  A esta hora prepara sus planes con método, fría la cabeza,
modestamente.  ¿De  qué  me sirve un asesinato sin remordimientos, un asesinato insolente, un
asesinato apacible, ligero como un vapor en el alma del asesino? ¡Lo impediré! ¡Ah! Odio los crímenes de la nueva generación: son ingratos y estériles como la cizaña. El dulce joven te matará como a una gallina, y se irá con las manos rojas y la conciencia pura; en tu lugar, yo me sentiría humillado. ¡Vamos! Llama a los guardias.
EGISTO.— Os he dicho que no. El crimen que se prepara os desagrada demasiado para no gustarme. JÚPITER (cambiando de tono).— Egisto, eres rey y a tu conciencia de rey me dirijo, porque te gusta
reinar.
EGISTO.— ¿Y qué?
JÚPITER.— Me odias, pero somos parientes; te hice a mi imagen: un rey es un Dios sobre la tierra, noble y siniestro como un Dios.
EGISTO.— ¿Siniestro? ¿Vos?
JÚPITER.— Mírame. (Largo silencio.) Te he dicho que fuiste creado a mi imagen. Los dos hacemos reinar el orden, tú en Argos, yo en el mundo; y el mismo secreto pesa gravemente en nuestros corazones.
EGISTO.— No tengo secreto.
JÚPITER.— Sí. El mismo que yo. El secreto doloroso de los Dioses y de los reyes: que los hombres son libres. Son libres, Egisto. Tú lo sabes, y ellos no.
EGISTO.— Diablos, si lo supieran pegarían fuego a las cuatro esquinas de mi palacio. Hace quince años que represento una comedia para ocultarles su poder.
JÚPITER.— Ya ves que somos semejantes.
EGISTO.— ¿Semejantes? ¿Por qué ironía ha de decir un Dios que es mi semejante? Desde que reino, todos mis actos y palabras tienden a componer mi imagen; quiero que cada uno de mis súbditos la lleve en sí y sienta pesar, aun en la soledad, mi mirada severa en sus pensamientos más secretos. Pero soy yo mi primera víctima: ya no me veo como me ven, me inclino sobre el pozo abierto de sus almas, y mi imagen está allí, en el fondo; me repugna y me fascina. Dios todopoderoso, ¿quién soy yo sino el miedo que los demás tienen de mí?
JÚPITER.— ¿Y quién crees que soy? (Señalando la estatua.) También yo tengo mi imagen. ¿Crees que no me da vértigo? Hace cien mil años que danzo delante de los hombres. Una danza lenta y sombría. Es preciso que me miren: mientras tienen los ojos clavados en mí, olvidan mirar en sí mismos. Si me olvidara un solo instante, si los dejara apartar la mirada...
EGISTO.— ¿Qué?
JÚPITER.— Nada. Es cosa mía. Estás cansado, Egisto, ¿pero de qué te quejas? Morirás. Yo no.
Mientras haya hombres en esta tierra, estaré condenado a danzar delante de ellos. EGISTO.— ¡Ay! ¿Pero quién nos ha condenado?
JÚPITER.— Nadie más que nosotros mismos, pues tenemos la misma pasión. Tú amas el orden,
Egisto.
EGISTO.— El orden. Es cierto. Por el orden seduje a Clitemnestra, por el orden maté a mi rey; quería que el orden reinara y que reinara por mi intermedio. He vivido sin deseo, sin amor, sin esperanza; implanté el orden. ¡Oh terrible y divina pasión!
JÚPITER.— No podríamos tener otra: yo soy Dios, y tú naciste para ser rey. EGISTO.— ¡Ay de mí!
JÚPITER.— Egisto, criatura mía y hermano mortal, en nombre de este orden al que servimos los dos,
te lo mando: apodérate de Orestes y de su hermana. EGISTO.— ¿Son tan peligrosos?
JÚPITER.— Orestes sabe que es libre.
EGISTO (vivamente).— Sabe que es libre. Entonces no basta cargarlo de cadenas. Un hombre libre en una ciudad es como una oveja sarnosa en un rebaño. Contaminará todo mi reino y arruinará mi obra. Dios todopoderoso, ¿que esperas para fulminarlo?
JÚPITER (lentamente).— ¿Para fulminarlo? (Una pausa. Con cansancio, agobiado.) Egisto, los dioses tienen otro secreto... 
EGISTO.— ¿Qué vas a decirme?
JÚPITER.— Una vez que ha estallado la libertad en el alma de un hombre, los dioses no pueden nada más contra ese hombre. Pues es un asunto de hombres, y a los otros hombres —sólo a ellos— les corresponde dejarlo correr o estrangularlo.
EGISTO (mirándolo).— ¿Estrangularlo?... Está bien. Te obedeceré, sin duda. Pero no agregues nada y no te quedes aquí más tiempo, porque no podré soportarlo.
JÚPITER sale.

  
ESCENA VI

 EGISTO permanece solo un momento, luego ELECTRA y ORESTES

 ELECTRA (saltando hacia la puerta).— ¡Pégale! No le dejes tiempo de gritar: yo defiendo la puerta. EGISTO.— Eres tú, Orestes.
ORESTES.— ¡Defiéndete!
EGISTO.— No me defenderé. Es demasiado tarde para llamar y me alegra que sea demasiado tarde.
Pero no me defenderé: quiero que me asesines.
ORESTES.— Está bien. El medio poco me importa. Seré asesino.
Lo hiere con la espada.
EGISTO (vacilando).— No has errado el golpe. (Se aferra a ORESTES.) Déjame mirarte. ¿Es cierto que no tienes remordimientos?
ORESTES.— Remordimientos? ¿Por qué? Hago lo que es justo.
EGISTO.— Justo es lo que quiere Júpiter. Estabas escondido aquí y lo has oído.
ORESTES.— ¿Qué me importa Júpiter? La justicia es un asunto de hombres y no necesito que un Dios me lo enseñe. Es justo aplastarte, pillo inmundo, y arruinar tu imperio sobre las gentes de Argos; es justo restituirles el sentimiento de su dignidad.
Lo rechaza.
EGISTO.— Me duele.
ELECTRA.— Vacila, su rostro está descolorido. ¡Horror! Qué feo es un hombre moribundo. ORESTES.— Calla. Que no lleve otro recuerdo a la tumba que el de nuestra alegría. 
EGISTO.— Malditos seáis los dos.
ORESTES.— ¿Pero no terminarás de morir?
Lo hiere. EGISTO cae.
EGISTO.— Ten cuidado con las moscas, Orestes, ten cuidado con las moscas. No ha terminado todo.
Muere.
ORESTES (empujándolo con el pie).— Para él, en todo caso, todo ha terminado. Guíame hasta la cámara de la reina.
ELECTRA.— Orestes...
ORESTES.— ¿Qué?...
ELECTRA.— Ella ya no puede perjudicarnos...
ORESTES.— Y qué?... No te reconozco. No hablabas así hace un momento. 
ELECTRA.— Orestes... yo tampoco te reconozco.
ORESTES.—Está bien; iré solo.
Sale.


ESCENA VII


ELECTRA, sola


ELECTRA.— ¿Gritará? (Una pausa, Presta atención.) Camina por el corredor. Cuando haya abierto la cuarta puerta... ¡Ah! ¡Yo lo quise! Lo quiero, es preciso que siga queriéndolo. (Mira a EGISTO.) Ha muerto. Esto es, entonces, lo que yo quería. No me daba cuenta. (Se le acerca.) Cien veces lo he visto en sueños, extendido en este mismo lugar, con una espada en el corazón. Tenía los ojos cerrados, parecía dormir. ¡Cómo lo odiaba, cómo me alegraba odiarlo! No parece dormido, y sus ojos están abiertos; me mira. Está muerto, y mi odio ha muerto con él. Y estoy aquí; y espero, y la otra sigue viva aún, en el fondo de su aposento, y dentro de un instante gritará. Gritará como un animal. ¡Ah! Ya no puedo soportar esta mirada. (Se arrodilla y echa una capa sobre el rostro de EGISTO) ¿Pero qué es lo que yo quería? (Silencio. Luego gritos de CLITEMNESTRA.) La ha herido. Era nuestra madre y la ha herido. (Se levanta.) Mis enemigos han muerto. Durante años enteros he gozado anticipadamente de esta muerte y ahora tengo el corazón apretado. ¿Acaso me he mentido durante quince años? ¡No es cierto! ¡No es cierto! No puede ser cierto: ¡no soy cobarde! Quise este minuto y lo quiero aún. Quise ver a este puerco inmundo acostado a mis pies. (Arranca la capa.) Qué me importa tu mirada de pescado muerto. Quise esta mirada y gozo de ella. (Gritos más débiles de CLITEMNESTRA.) ¡Que grite! ¡Que grite! Quiero sus gritos de horror y quiero sus padecimientos. (Los gritos cesan.) ¡Alegría! ¡Alegría! Lloro de alegría: mis enemigos han muerto y mi padre está vengado.
ORESTES vuelve con una espada sangrienta en la mano- ELECTRA corre hacia él.



ESCENA VIII
ELECTRA - ORESTES ELECTRA.— ¡Orestes!
Se arroja en sus brazos.
ORESTES.— ¿De qué tienes miedo?
ELECTRA.— No tengo miedo, estoy ebria. Ebria de alegría. ¿Qué dijo? ¿Imploró largo rato tu gracia? ORESTES.— Electra, no me arrepentiré de lo que hice, pero no me parece bien hablar de ello: hay
recuerdos que no se comparten. Sabe solamente que ha muerto. 
ELECTRA.— ¿Maldiciéndonos? Dime tan sólo esto: ¿maldiciéndonos?
 ORESTES.— Sí. Maldiciéndonos.
ELECTRA.— Tómame en tus brazos, bienamado, y estréchame con todas tus fuerzas. ¡Qué espesa es la noche y con qué dificultad la traspasan esas antorchas! ¿Me quieres?
ORESTES.— No es de noche: es el amanecer. Somos libres, Electra. Me parece que te he hecho nacer y que acabo de nacer contigo; te quiero y me perteneces. Todavía ayer estaba solo y hoy me perteneces. La sangre nos une doblemente, pues somos de la misma sangre y hemos derramado sangre.
ELECTRA.— Arroja la espada. Dame esa mano. (Le toma la mano y se la besa.) Tus dedos son cortos y cuadrados. Están hechos para tomar y conservar. ¡Querida mano! Es más blanca que la mía. ¡Qué pesada se ha vuelto para herir a los asesinos de nuestro padre! Espera. (Va a buscar una antorcha y la acerca a ORESTES.) Tengo que iluminar tu rostro, pues la noche se espesa y ya no te veo bien. Necesito verte: cuando no te veo, tengo miedo de ti; no debo quitarte los ojos de encima. Te amo. Tengo que pensar que te amo. ¡Qué aire extraño el tuyo!
ORESTES.— Soy libre, Electra; la libertad ha caído sobre mí como el rayo.
ELECTRA.— ¿Libre? Yo no me siento libre. ¿Puedes hacer que todo esto no haya sido? Ha sucedido algo que ya no somos libres de deshacer. ¿Puedes impedir que seamos para siempre los asesinos de nuestra madre?
ORESTES.— ¿Crees que querría impedirlo? He realizado mi acto, Electra, y este acto era bueno. Lo llevaré sobre mis hombros como el vadeador lleva a los viajeros, lo pasaré a la otra orilla y rendiré cuenta de él. Y cuanto más pesado sea de llevar, más me regocijaré, pues él es mi libertad. Todavía ayer andaba al azar sobre la tierra, y millares de caminos huían bajo mis pasos, pues pertenecían a otros. Los tomé todos prestados: el de los haladores, que corre a lo largo del río, y la senda del arriero y la ruta empedrada de los carreteros; pero ninguno era mío. Hoy no hay más que uno, y Dios sabe a dónde lleva: pero es mi camino. ¿Qué tienes?
ELECTRA.— Ya no puedo verte. Estas lámparas no iluminan. Oigo tu voz, pero me hace daño, me corta como un cuchillo. ¿Estará siempre así negro, en adelante, aun de día? ¡Orestes! ¡Ahí están!
ORESTES.— ¿Quiénes?
ELECTRA.— ¡Ahí están! ¿De dónde vienen? Cuelgan del techo como racimos de uvas negras, y son ellas las que oscurecen las paredes; se deslizan entre las luces y mis ojos, y son sus sombras las que me hurtan tu rostro.
ORESTES.— Las moscas...
ELECTRA.— ¡Escucha!... Escucha el ruido de sus alas, semejante al ronquido de una forja. Nos rodean, Orestes. Nos espían; dentro de un instante caerán sobre nosotros, y sentiré mil patas pegajosas sobre mi cuerpo. ¿Dónde huir, Orestes? Se hinchan, se hinchan, ya son grandes como abejas, nos seguirán por todas partes en espesos remolinos. ¡Horror! Veo sus ojos, sus millones de ojos que nos miran.
OB ESTES.— ¿Qué nos importan las moscas?
ELECTRA.—Son las Erinias, Orestes, las diosas del remordimiento.
VOCES (detrás de la puerta).— ¡Abrid! ¡Abrid! Si no abren será preciso derribar la puerta.
Golpes sordos en la puerta.
ORESTES.— Los gritos de Clitemnestra han atraído a los guardias. ¡Ven! Condúceme al santuario de Apolo; allí pasaremos la noche, al abrigo de los hombres y de las moscas. Mañana hablaré a mi pueblo.

TELÓN


ACTO III

  
ESCENA I

 El templo de Apolo. Penumbra. Una estatua de Apolo en medio de la escena. ELECTRA y ORESTES duermen al pie de la estatua, rodeando sus piernas con los brazos. Las ERINIAS, en círculo, los rodean; duermen de pie, como zancudas. Al fondo, una pesada puerta de bronce.

PRIMERA ERINIA (estirándose).— ¡Ahhh! He dormido de pie, erguida de cólera, y tuve enormes sueños irritados. ¡Oh hermosa flor de rabia, hermosa flor roja en mi corazón! (Gira alrededor de ORESTES y de ELECTRA.) Duermen. ¡Qué blancos son, qué dulces! Rodaré sobre sus vientres y sus pechos como un torrente sobre los guijarros. Puliré pacientemente esta carne fina, la frotaré, la rasparé, la gastaré hasta el hueso. (Da algunos pasos.) ¡Oh pura mañana de odio! ¡Qué espléndido despertar! Duermen, están húmedos, huelen a fiebre; yo velo, fresca y dura; mi alma es de cobre, y me siento sagrada.
ELECTRA (dormida).— ¡Ay!
PRIMERA ERINIA.— Gime. Paciencia, pronto conocerás nuestros mordiscos, te haremos aullar con nuestras caricias. Entraré en ti como el macho en la hembra, porque eres mi esposa, y sentirás el peso de mi amor. Eres bella, Electra, más bella que yo; pero ya verás, mis besos hacen envejecer; antes de seis meses te habré quebrantado como una vieja, y yo seguiré siendo joven. (Se inclina sobre ellos.) Son hermosas presas perecederas y buenas para comer; las miro, respiro su aliento y la cólera me ahoga. ¡Oh delicias de sentirse una mañanita de odio, delicias de sentirse garras y mandíbulas, con fuego en las venas! El odio me inunda y me sofoca, sube a mis senos como leche. Despertad, hermanas mías, despertaos; ya es la mañana.
SEGUNDA ERINIA.— Soñaba que mordía.
PRIMERA ERINIA.— Ten paciencia: un Dios los protege hoy, pero pronto la sed y el hambre los harán salir de este asilo. Entonces los morderás con todos los dientes.
TERCER ERINIA.— ¡Ahhh! Quiero arañar.
PRIMERA ERINIA.— Espera un poco: pronto tus uñas de hierro trazarán mil senderos rojos en la carne de los culpables. Acercaos hermanas mías, venid a verlos.
UNA ERINIA.— ¡Qué jóvenes son! 
OTRA ERINIA.— ¡Qué hermosos son!
PRIMERA ERINIA.— Regocijaos: harto a menudo los criminales son viejos y feos; es demasiado rara la alegría exquisita de destruir lo bello.
LAS ERINIAS.— ¡Eia! ¡Eia!
TERCERA ERINIA.— Orestes es casi un niño. Mi odio tendrá para él dulzuras maternales. Tomaré sobre mis rodillas su cabeza pálida, le acariciaré los cabellos.
PRIMERA ERINIA.— ¿Y después?
TERCERA ERINIA.— Y después hundiré de golpe estos dos dedos en sus ojos.
Todas se echan a reír.
PRIMERA ERINIA.— Suspiran, se agitan; se acerca el despertar. Vamos, hermanas mías, hermanas moscas, saquemos del sueño a los culpables con nuestro canto.
CORO DE LAS ERINIAS.— Bzz, bzz, bzz, bzz.
Nos posaremos sobre tu corazón podrido como las moscas en un dulce corazón podrido, corazón ensangrentado,  corazón  deleitable.  Saquearemos  como  abejas  el  pus  y la  sangre  de  tu  corazón. Haremos con ellos miel, ya verás, hermosa miel verde. ¿Qué amor nos colmaría tanto como el odio? Bzz, bzz, bzz, bzz.
Seremos los ojos fijos de las casas,el gruñido del mastín que mostrará los dientes a tu paso, el zumbido que volará por el cielo sobre tu cabeza,
los rumores de la selva,
los silbos, los crujidos, los bisbiseos, el ulular, seremos la noche,
la espesa noche de tu alma.
Bzz, bzz, bzz, bzz.
¡Eia! ¡Eia! ¡Eiaaa! Bzz, bzz, bzz, bzz.
Somos las sorbedoras de pus, las moscas, lo compartiremos todo contigo,
iremos a buscar el alimento a tu boca y el rayo de luz al fondo de tus ojos, te escoltaremos hasta la tumba
y sólo cederemos el lugar a los gusanos. Bzz, bzz, bzz, bzz.
Danzan.
ELECTRA (que se despierta).— ¿Quién habla? ¿Quiénes sois?
 LAS ERINIAS.— Bzz, bzz, bzz.
ELECTRA.— ¡Ah, estáis aquí! ¿Y qué? ¿Los hemos matado de verdad? 
ORESTES (despertando).— ¡Electra!
ELECTRA.— ¿Quién eres tú? ¡Ah! Eres Orestes. Vete. 
ORESTES.— ¿Pero qué tienes?
ELECTRA.— Me das miedo. Soñé que nuestra madre había caído boca arriba y que sangraba, y su sangre corría en regueros por debajo de todas las puertas del palacio. Toca mis manos, están frías. No, déjame. No me toques. ¿Sangró mucho?
ORESTES.— Calla.
ELECTRA (completamente despierta).—Deja que te mire: los has matado. Eres tú quien los ha matado. Estás aquí, acabas de despertar, no hay nada escrito en tu rostro y sin embargo los has matado.
ORESTES.— ¿Y qué? ¡Sí, los he matado! (Una pausa.) Tú también me das miedo. Eras tan hermosa, ayer. Se diría que una bestia te ha destrozado la cara con sus uñas.
ELECTRA.— ¿Una bestia? Tu crimen. Me arranca las mejillas y los párpados: me parece que tengo los ojos, y los dientes desnudos. ¿Y éstas? ¿Quiénes son?
ORESTES.— No pienses en ellas. No pueden nada contra ti.
PRIMERA ERINIA.— Que venga en medio de nosotras, si se atreve, y ya verás si no podemos nada contra ella.
ORESTES.—Silencio, perras. ¡A la perrera! (Las ERINIAS gruñen.) ¿Es posible que fueras tú la que ayer, vestida de blanco, danzaba en las gradas del templo?
ELECTRA.— Envejecí. En una noche.
ORESTES.— Todavía eres hermosa, pero..., ¿dónde he visto esos ojos muertos? Electra... te pareces a ella; te pareces a Clitemnestra. ¿Valía la pena matarla? Me horroriza mi crimen cuando lo veo en esos ojos.
PRIMERA ERINIA.— Es porque a ella le horrorizas. ORESTES.— ¿Es cierto? ¿Es cierto que te horrorizo? ELECTRA.— Déjame.
PRIMERA ERINIA.— Bueno. ¿Te cabe la menor duda? ¿Cómo no había de odiarte? Vivía tranquila con sus sueños; llegaste tú con la carnicería y el sacrilegio. Y ahora comparte tu falta, clavada en ese pedestal, el único pedazo de tierra que le queda.

ORESTES.— No la escuches.
PRIMERA  ERINIA.—  ¡Atrás!  ¡Atrás!  Échalo,  Electra,  no  te  dejes  tocar  por  su  mano.  ¡Es  un carnicero! Tiene encima el olor insulso de la sangre fresca. Mató a la vieja suciamente, ¿sabes? golpeando varias veces.
ELECTRA.— ¿No mientes?
PRIMERA ERINIA.— Puedes creerme, yo estaba allí, zumbando alrededor de los dos. ELECTRA.— ¿Y dio varios golpes?
PRIMERA ERINIA.— Unos diez. Y cada vez la espada hacía "cric" en la herida. Ella se protegía el rostro y el vientre con las manos, y le acuchilló las manos.
ELECTRA.— ¿Padeció mucho? ¿No murió en seguida?
ORESTES.— No las mires más, tápate las orejas, sobre todo no las interrogues; estás perdida si las interrogas.
PRIMERA ERINIA.— Padeció horriblemente. 
ELECTRA (tapándose la cara con las manos).— ¡Ah!
ORESTES.— Quiere separarnos; levanta a tu alrededor los muros de la soledad. Ten cuidado: cuando estés bien sola, sola y sin recursos, te caerán encima. Electra, hemos decidido juntos este crimen, y debemos soportar juntos las consecuencias.
ELECTRA.— ¿Insinúas que lo quise? ORESTES.— ¿No es cierto?
ELECTRA.—No, no es cierto... Espera... ¡Sí! ¡Ah! Ya no lo sé. He soñado con ese crimen. ¡Pero tú, tú lo cometiste, verdugo de tu propia madre!
LAS ERINIAS (riendo y gritando).— ¡Verdugo! ¡Verdugo! ¡Carnicero!
ORESTES.— Electra, detrás de esa puerta está el mundo. El mundo y la mañana. Afuera nace el sol sobre los caminos. Pronto saldremos, iremos por los caminos soleados, y estas hijas de la noche perderán su poder: los rayos de luz las traspasarán como espadas.
ELECTRA.— El sol...
PRIMERA ERINIA.— Nunca volverás a ver el sol, Electra. Nos amontonaremos entre él y tú como una nube de langostas y llevarás a todas partes la noche sobre tu cabeza.
ELECTRA.— ¡Dejadme! ¡No me torturéis más!
ORESTES.— Tu debilidad es lo que les da fuerza. Mira: a mí no se atreven a decirme nada. Escucha: un horror sin nombre se ha asentado sobre ti y nos separa. Sin embargo, ¿qué viviste tú que yo no haya vivido? ¿Crees que mis oídos dejarán de oír jamás los gemidos de mi madre? Y sus ojos inmensos —dos océanos agitados— en su rostro de tiza, ¿crees que mis ojos dejarán jamás de verlos? Y la angustia que te devora, ¿crees que dejará jamás de roerme? Pero qué me importa: soy libre. Más allá de la angustia y los recuerdos. Libre. Y de acuerdo conmigo mismo. No debes odiarte, Electra. Dame la mano: no te abandonaré.
ELECTRA.— ¡Suelta mi mano! Estas perras negras a mi alrededor me espantan, pero menos que tú. PRIMERA ERINIA.— ¡Ya ves! ¡Ya ves! ¿No es cierto, muñequita? ¿Te damos menos miedo que él?
Nos necesitas, Electra, eres nuestra hija. Necesitas nuestras uñas para revolver tu carne, necesitas nuestros dientes para morder tu pecho, necesitas nuestro amor caníbal para apartarte del odio que te inspiras, necesitas padecer en tu cuerpo para olvidar los sufrimientos de tu alma. ¡Ven! ¡Ven! No tienes más que bajar dos escalones, te recibiremos en nuestros brazos, nuestros besos desgarrarán tu carne frágil, y será el olvido, el olvido en el gran fuego puro del dolor.
LAS ERINIAS.— ¡Ven! ¡Ven!
Danzan muy lentamente como para fascinarla. ELECTRA se levanta.
ORESTES (tomándola del brazo).— No vayas, te lo suplico, sería tu perdición.
ELECTRA (desprendiéndose con violencia).— ¡Ah! ¡Te odio! Baja los escalones; las ERINIAS se arrojan todas sobre ella.
ELECTRA.— ¡Socorro!


Entra JÚPITER.

ESCENA II
LOS MISMOS - JÚPITER JÚPITER.— ¡A la perrera!
PRIMERA ERINIA.— ¡El amo!
Las ERINIAS se apartan con pesar, dejando a ELECTRA tendida en el suelo.
JÚPITER.— Pobres niños (Se acerca a ELECTRA.) ¿Veis vuestro estado? La cólera y la piedad se disputan mi corazón. Levántate, Electra: mientras yo esté aquí, mis perras no te harán daño. (La ayuda a levantarse.) ¡Qué rostro terrible! ¡Una sola noche! ¡Una sola noche! ¿Dónde está tu frescura campesina? En una sola noche tu hígado, tus pulmones y tu bazo se han gastado, tu cuerpo ya no es sino una gran miseria. ¡Ah, juventud presuntuosa y loca, cuánto daño os habéis hecho!
ORESTES.— Abandona ese tono, buen hombre: sienta mal al rey de los dioses.
JÚPITER.— Y tú, abandona ese tono orgulloso: no conviene nada a un culpable que está expiando su crimen.
ORESTES.— No soy un culpable, y no podrías hacerme expiar lo que no reconozco como crimen. JÚPITER.— Quizá te equivoques, pero paciencia; no te dejaré mucho tiempo en el error.
ORESTES.— Atorméntame todo lo que quieras: no lamento nada.
JÚPITER.— ¿Ni siquiera la abyección en que está sumida tu hermana por tu culpa? 
ORESTES.— Ni siquiera.
JÚPITER.— Electra, ¿lo oyes? Éste es el que decía que te amaba.
ORESTES.— La amo más que a mí mismo. Pero sus sufrimientos proceden de ella, sólo ella puede desecharlos: es libre.
JÚPITER.— ¿Y tú? ¿Acaso eres también libre? 
ORESTES.— Bien lo sabes.
JÚPITER.— Mírate, criatura desvergonzada y estúpida: tienes un gran aspecto, en verdad, todo encogido entre las piernas de un Dios caritativo, con esas perras hambrientas que te sitian. Si te atreves a afirmar que eres libre, entonces habrá que ensalzar la libertad del prisionero cargado de cadenas, en el fondo de un calabozo, y la del esclavo crucificado.
ORESTES.— ¿Por qué no?
JÚPITER.— Ten cuidado: fanfarroneas porque Apolo te protege. Pero Apolo es mi muy obediente servidor. Si alzo un dedo, te abandonará.
ORESTES.— ¿Y qué? Alza el dedo, alza la mano entera.
JÚPITER.— ¿Para qué? ¿No te dije que me repugnaba castigar? He venido a salvaros.
ELECTRA.— ¿A salvarnos? Deja de burlarte, amo de la venganza y de la muerte, pues no está permitido —ni siquiera a Dios— dar a los que sufren una esperanza engañosa.
JÚPITER.— Dentro de un cuarto de hora puedes estar fuera de aquí.
ELECTRA.— ¿Sana y salva? 
JÚPITER.— Te doy mi palabra.
ELECTRA.— ¿Qué exigirás de mí en cambio? 
JÚPITER.— No te pido nada, hija mía.
ELECTRA.— ¿Nada? ¿Te he oído bien, Dios bueno, Dios adorable?
JÚPITER.— O casi nada. Algo que puedes darme con toda facilidad: un poco de arrepentimiento. ORESTES.— Ten cuidado, Electra: esa nada pesará sobre tu alma como una montaña.
JÚPITER (a ELECTRA).— No lo escuches. Contéstame en cambio: ¿como no aceptarías negar ese crimen? Otro lo ha cometido. Apenas puede decirse que fuiste su cómplice.


ORESTES.— ¡Electra! ¿Vas a renegar de quince años de odio y esperanza?
JÚPITER.— ¿Quién habla de renegar? Ella nunca quiso ese acto sacrílego. 
ELECTRA.— ¡Ay de mí!
JÚPITER.— ¡Vamos! Puedes depositar tu confianza en mí. ¿Acaso no leo en los corazones? ELECTRA (incrédula).— ¿Y lees en el mío que no quise ese crimen, cuando he soñado quince años
con crimen y venganza?
JÚPITER.— ¡Bah! Esos sueños sangrientos que te acunaban tenían una especie de inocencia: te ocultaban tu esclavitud, curaban las heridas de tu orgullo. Pero nunca pensaste en realizarlos. ¿Me equivoco?
ELECTRA.— ¡Ah Dios mío, Dios mío querido, cómo deseo que no te equivoques!
JÚPITER.— Eres una niñita, Electra. Las otras niñitas desean llegar a ser las más ricas o las más bellas de todas las mujeres. Y tú, fascinada por el destino atroz de tu raza, deseaste llegar a ser la más dolorosa y la más criminal. Nunca quisiste el mal; sólo quisiste tu propia desdicha. A tu edad, las niñas juegan aún con la muñeca o a la rayuela; y tú, pobrecita, sin juguetes ni compañeras, jugaste al crimen, porque es un juego que se puede jugar sola.
ELECTRA.— ¡Ay, ay! Te escucho y veo claro en mí.
ORESTES.— ¡Electra! ¡Electra! Ahora eres culpable. Lo que quisiste, ¿quién puede saberlo si no tú?
¿Dejarás que otro lo decida? ¿Por qué deformar un pasado que ya no puede defenderse? ¿Por qué renegar de esa Electra irritada que fuiste, de esa joven diosa del odio que tanto he amado? ¿Y no ves que este Dios cruel se burla de ti?
JÚPITER.— ¿Burlarme de vosotros? Escuchad lo que os propongo: si repudiáis vuestro crimen, os instalo a los dos en el trono de Argos.
ORESTES.— ¿En el lugar de nuestras víctimas? 
JÚPITER.— No hay más remedio.
ORESTES.— ¿Y me pondré las ropas tibias aún del difunto rey? 
JÚPITER.— Ésas u otras, poco importa.
ORESTES.— Sí, con tal que sean negras, ¿no es cierto? 
JÚPITER.— ¿No estás de duelo?
ORESTES.— Dé duelo por mi madre, lo olvidaba. Y a mis súbditos, ¿tendré que vestirlos también de negro?
JÚPITER.— Ya lo están.
ORESTES.— Es cierto. Dejémosle tiempo para que gasten sus viejas ropas. Bueno. ¿Comprendiste, Electra? Si derramas algunas lágrimas, tendrás las enaguas y las camisas de Clitemnestra —esas ca- misas hediondas y manchadas que has lavado durante quince años con tus propias manos. También te aguarda su papel, no tendrás más que reanudarlo; la ilusión será perfecta, todo el mundo creerá ver de nuevo a tu madre, porque empiezas a parecerte a ella. Yo estoy más asqueado: no me pondré los calzones del bufón a quien he muerto.
JÚPITER.— Alzas mucho la cabeza: heriste a un hombre indefenso y a una vieja que pedía gracia; pero el que te oyera hablar sin conocerte podría creer que has salvado a tu ciudad natal combatiendo solo contra treinta.
ORESTES.— Tal vez, en efecto, he salvado a mi ciudad natal.
JÚPITER.— ¿Tú? ¿Sabes qué hay detrás de esa puerta? Los hombres de Argos —todos los hombres de Argos—. Esperan a su salvador con piedras, horcas y garrotes para probarte su agradecimiento. Estás solo como un leproso.
ORESTES.— Sí.
JÚPITER.— Anda, no te llenes de orgullo. A la soledad del desprecio y del horror te han arrojado, a ti, el más cobarde de los asesinos.
ORESTES.— El más cobarde de los asesinos es el que tiene remordimientos.
JÚPITER.— ¡Orestes! Te he creado y he creado toda cosa: mira. (Los muros del templo se abren.


Aparece el cielo, constelado de estrellas que giran. JÚPITER está en el fondo de la escena. Su voz se ha hecho enorme micrófono— pero apenas se lo distingue). Mira esos planetas que ruedan en orden, sin chocar nunca: soy yo quien ha reglado su curso, según la justicia. Escucha la armonía de las esferas, ese enorme canto mineral de gracias que repercute en los cuatro rincones del cielo. (Melodrama.) Por mí las especies se perpetúan, he ordenado que un hombre engendre siempre un hombre, y que el cachorro de perro sea un perro; por mí la dulce lengua de las mareas viene a lamer la arena y se retira a hora fija, hago crecer las plantas, y mi aliento guía alrededor de la tierra a las nubes amarillas del polen. No estás en tu casa, intruso; estás en el mundo como la astilla en la carne, como el cazador furtivo en el bosque señorial, pues el mundo es bueno; lo he creado según mi voluntad, y yo soy el Bien. Pero tú, tú has hecho el mal, y las cosas te acusan con sus voces petrificadas; el Bien está en todas partes, es la médula del saúco, la frescura de la fuente, el grano de sílex, la pesadez de la piedra; lo encontrarás hasta en la naturaleza del fuego y de la luz; tu cuerpo mismo te traiciona, pues se acomoda a mis prescripciones. El Bien está en ti, fuera de ti: te penetra como una hoz, te aplasta como una montaña, te lleva y te arrastra como un mar; él es el que permite el éxito de tu mala empresa, pues fue la claridad de las antorchas, la dureza de tu espada, la fuerza de tu brazo. Y ese Mal del que estás tan orgulloso, cuyo autor te consideras, ¿qué es sino un reflejo del ser, una senda extraviada, una imagen engañosa cuya misma existencia está sostenida por el Bien? Reconcéntrate, Orestes; el universo te prueba que estás equivocado, y eres un gusanito en el universo. Vuelve a la naturaleza, hijo desnaturalizado: mira tu falta, aborrécela, arráncatela como un diente cariado y maloliente. O teme que el mar se retire delante de ti, que las fuentes se sequen en tu camino, que las piedras y las rocas rueden fuera de tu senda y que la tierra se desmorone bajo tus pasos.
ORESTES.— ¡Que se desmorone! Que las rocas me condenen y las plantas se marchiten a mi paso: todo tu universo no bastará para probarme que estoy equivocado. Eres el rey de los dioses, Júpiter, el rey de las piedras y de las estrellas, el rey de las olas del mar. Pero no eres el rey de los hombres.
Los muros se juntan, JÚPITER reaparece, cansado y agobiado, ha recobrado su voz natural. JÚPITER.— No soy tu rey, larva desvergonzada. Entonces, ¿quién te ha creado? 
ORESTES.— Tú. Pero no debías haberme creado libre.
JÚPITER.— Te he dado la libertad para que me sirvas.
ORESTES.— Es posible, pero se ha vuelto contra ti y nada podemos ninguno de los dos. 
JÚPITER.— ¡Por fin! Ésa es la excusa.
ORESTES.— No me excuso.
JÚPITER.— ¿De veras ? ¿Sabes que esa libertad de la que te dices esclavo se asemeja mucho a una excusa?
ORESTES.— No soy ni el amo ni el esclavo, Júpiter. ¡Soy mi libertad! Apenas me creaste, dejé de
pertenecerte.
ELECTRA.— Por nuestro padre, Orestes, te conjuro, no añadas la blasfemia al crimen.
JÚPITER.— Escúchala. Y pierde la esperanza de convencerla con tus razones: ese lenguaje parece bastante nuevo para sus oídos, y bastante chocante.
ORESTES.— Para los míos también, Júpiter. Y para mi garganta que emite las palabras y para mi lengua que las modela al pasar: me cuesta comprenderme. Todavía ayer eras un velo sobre mis ojos, un tapón de cera en mis oídos; ayer tenía yo una excusa: eras mi excusa de existir porque me habías puesto en el mundo para servir tus designios, y el mundo era una vieja alcahueta que me hablaba sin cesar de ti. Y luego me abandonaste.
JÚPITER.— ¿Abandonarte, yo?
ORESTES.— Ayer yo estaba cerca de Electra; toda tu naturaleza se estrechaba a mi alrededor; tu Bien, la sirena, cantaba y me prodigaba consejos. Para incitarme a la lenidad, el día ardiente se suavizaba como se vela una mirada; para predicarme el olvido de las ofensas, el cielo se había hecho suave como el perdón. Mi juventud, obediente a tus órdenes, se había levantado, permanecía


frente a mis ojos, suplicante como una novia a punto de ser abandonada: veía mi juventud por última vez. Pero de pronto la libertad cayó sobre mí y me traspasó, la naturaleza saltó hacia atrás, y ya no tuve edad y me sentí completamente solo, en medio de tu mundito benigno, como quien ha perdido su sombra: y ya no hubo nada en el cielo, ni bien, ni mal, ni nadie que me diera órdenes.
JÚPITER.— ¿Y qué? ¿Debo admirar a la oveja a la que la sarna aparta del rebaño, o al leproso encerrado en el lazareto? Recuerda, Orestes: has formado parte de mi rebaño, pacías la hierba de mis campos en medio de mis ovejas. Tu libertad sólo es una sarna que te pica, sólo es un exilio.
ORESTES.— Dices la verdad: un exilio.
JÚPITER.— El mal no es tan profundo: data de ayer. Vuelve con nosotros. Vuelve; mira qué solo te quedas, tu propia hermana te abandona. Estás pálido y la angustia dilata tus ojos. ¿Esperas vivir? Te roe un mal inhumano, extraño a mi naturaleza, extraño a ti mismo. Vuelve; soy el olvido, el reposo. ORESTES.— Extraño a mí mismo, lo sé. Fuera de la naturaleza, contra la naturaleza, sin excusa, sin otro recurso que en mí. Pero no volveré bajo tu ley; estoy condenado a no tener otra ley que la mía. No volveré a tu naturaleza; en ella hay mil caminos que conducen a ti, pero sólo puedo seguir mi camino. Porque soy un hombre, Júpiter, y cada hombre debe inventar su camino. La naturaleza tiene
horror al hombre, y tú, tú, soberano de los dioses, también tienes horror a los hombres. 
JÚPITER.— No mientes: cuando se parecen a ti los odio.
ORESTES.— Ten cuidado; acabas de confesar tu debilidad. Yo no te odio. ¿Qué hay de ti a mí? Nos deslizaremos uno junto al otro sin tocarnos, como dos navíos. Tú eres un Dios y yo soy libre; estamos igualmente solos y nuestra angustia es semejante. ¿Quién te dice que no he buscado el remordimiento en el curso de esta larga noche? El remordimiento, el sueño. Pero ya no puedo tener remordimientos. Ni dormir.
Silencio.
JÚPITER.— ¿Qué piensas hacer?
ORESTES.— Los hombres de Argos son mis hombres. Tengo que abrirles los ojos.
JÚPITER. ¡Pobres gentes! Vas a hacerles el regalo de la soledad y la vergüenza, vas a arrancarles las telas con que yo los había cubierto, y les mostrarás de improviso su existencia, su obscena e insulsa existencia, que han recibido para nada.
ORESTES.— ¿Por qué había de rehusarles la desesperación que hay en mí si es su destino? JÚPITER.— ¿Que harán de ella?
ORESTES.— Lo que quieran; son libres y la vida humana empieza del otro lado de la desesperación.
Silencio.
JÚPITER.— Bueno, Orestes, todo estaba previsto. Un hombre debía venir a anunciar mi crepúsculo.
¿Eres tú? ¿Quién lo hubiera creído, ayer, viendo tu rostro femenino?
ORESTES.— ¿Lo hubiera creído yo mismo? Las palabras que digo son demasiado grandes para mi boca; la desgarran; el destino que llevo es harto pesado para mi juventud; la ha roto.
JÚPITER.— No te quiero y sin embargo te compadezco.
ORESTES.— Yo también te compadezco.
JÚPITER.— Adiós, Orestes. (Da unos pasos.) En cuanto a ti, Electra, piensa en esto: mi reino no ha llegado todavía al fin, tanto se necesita para ello, y no quiero abandonar la lucha. Mira si estás conmigo o contra mí. Adiós.
ORESTES.— Adiós. JÚPITER sale.



ESCENA III


Los MISMOS menos JÚPITER


ELECTRA se levanta lentamente.
ORESTES.— ¿Dónde vas?
ELECTRA.— Déjame. No tengo nada que decirte.
ORESTES.— A ti, a quien conozco desde ayer, ¿tengo que perderte para siempre?
 ELECTRA.— ¡Ojalá los Dioses no me hubieran permitido conocerte nunca!
ORESTES.— ¡Electra! ¡Hermana mía, mi querida Electra! Mi único amor, única dulzura de mi vida, no me dejes solo, quédate conmigo.
ELECTRA.— ¡Ladrón! No tenía casi nada mío, fuera de un poco de calma y algunos sueños. Te lo has llevado todo, has robado a una mendiga. Eras mi hermano, el jefe de nuestra familia, debías protegerme, pero me has sumergido en la sangre, estoy roja como un buey degollado; ¡todas las moscas me siguen, voraces, y mi corazón es una colmena horrible!
ORESTES.— Amor mío, es cierto, te lo he quitado todo y no tengo nada que darte fuera de mi crimen.  Pero es un presente inmenso. ¿Crees que no pesa como plomo sobre mi alma? Éramos demasiado ligeros, Electra: ahora nuestros pies se hunden en la tierra como las ruedas de un carro en un surco. Ven, partiremos y caminaremos con paso pesado, encorvados bajo nuestro precioso fardo. Me darás la mano e iremos...
ELECTRA.— ¿A dónde?
ORESTES.— No sé; hacia nosotros mismos. Del otro lado de los ríos y de las montañas hay un
Orestes y una Electra que nos aguardan. Habrá que buscarlos pacientemente.
ELECTRA.— No quiero oírte más. Sólo me ofreces la desdicha y el hastío. (Salta sobre la escena.
Las ERINIAS se acercan lentamente.) ¡Socorro! Júpiter, rey de los dioses y de los hombres, mi rey, tómame en tus brazos, llévame, protégeme. Seguiré tu ley, seré tu esclava y tu cosa, besaré tus pies y  tus  rodillas.  Defiéndeme  de  las  moscas,  de  mi  hermano,  de  mí  misma,  no  me  dejes  sola, consagraré mi vida entera a la expiación. Me arrepiento, Júpiter, me arrepiento.
Sale corriendo.



ESCENA IV


ORESTES - LAS ERINIAS


Las ERINIAS hacen un movimiento para seguir a ELECTRA. La PRIMERA ERINIA las detiene.
PRIMERA 

ERINIA.— Dejadla, hermanas, se nos escapa. Pero nos queda éste, y por mucho tiempo, creo, pues su almita es tenaz. Sufrirá por dos.
Las ERINIAS empiezan a zumbar y se acercan a ORESTES. 

ORESTES.— Estoy completamente solo.
PRIMERA ERINIA.— Pero no, oh tú, el más lindo de los asesinos, te quedo yo; ya verás qué juegos inventaré para distraerte.
ORESTES.— Estaré solo hasta la muerte. Después...
PRIMERA ERINIA.— Valor, hermanas mías, cede. Mirad, sus ojos se agrandan; pronto resonarán sus nervios como las cuerdas de un arpa bajo los arpegios exquisitos del terror.
SEGUNDA ERINIA.— Pronto el hambre lo arrojará de su asilo; conoceremos el gusto de su sangre antes de esta noche.
ORESTES.— ¡Pobre Electra!
Entra el PEDAGOGO.



ESCENA V



ORESTES - LAS ERINIAS - EL PEDAGOGO


EL PEDAGOGO.— Vaya, mi amo, ¿dónde estáis? No se ve nada. Os traigo un poco de alimento; las gentes de Argos sitian el templo y no podéis pensar en salir; esta noche trataremos de huir. (Las ERINIAS le obstruyen el camino.) ¡Ah! ¿Quiénes son éstas? Más supersticiones. ¡Cómo echo de menos el dulce país de Ática donde era mi razón la que tenía razón!
ORESTES.— No trates de acercarte a mí, te desgarrarán vivo.
EL PEDAGOGO.— Despacito, lindas. Vaya, tomad estas viandas y estos frutos, si mis ofrendas pueden calmaros.
ORESTES.— ¿Los hombres de Argos, dices, están amontonados delante del templo?
EL PEDAGOGO.— ¡Ya lo creo! Y no podría deciros quiénes son los más perversos y los más encarnizados en perjudicaros: si estas lindas muchachas que están aquí o vuestros queridos súbditos.
ORESTES.— Está bien. (Una pausa.) Abre esa puerta.
EL PEDAGOGO.— ¿Os habéis vuelto loco? Están ahí detrás, con armas. 
ORESTES.— Haz lo que te digo.
EL PEDAGOGO.— Por esta vez me autorizaréis a desobedeceros. Os lapidarán, digo. 
ORESTES.— Anciano, soy tu amo y te ordeno que abras esa puerta.
El PEDAGOGO entreabre la puerta.
EL PEDAGOGO.— ¡Ay, ay, ay! ¡Ay, ay, ay! 
ORESTES.— ¡De par en par!
El PEDAGOGO abre la puerta y se esconde detrás de una de las hojas. La MULTITUD empuja vivamente las dos hojas y se detiene desconcertada en el umbral. Viva luz.



ESCENA VI


Los MISMOS – LA MULTITUD


GRITOS EN LA MULTITUD.— ¡Muerte! ¡Muerte! ¡Lapidadlo! ¡Desgarradlo! ¡Muerte!
ORESTES (sin oírlos).— ¡El sol!
LA MULTITUD.— ¡Sacrílego! ¡Asesino!  ¡Carnicero!  Serás  descuartizado.  Te  echaremos  plomo derretido en las heridas.
UNA MUJER.— Te arrancaré los ojos. 
UN HOMBRE.— Te comeré el hígado.
ORESTES (se ha erguido).— ¿Estáis pues aquí, muy fieles súbditos míos? Soy Orestes, vuestro rey, el hijo de Agamenón, y éste es el día de mi coronación.
La MULTITUD gruñe, desconcertada.
ORESTES.— ¿No gritáis más? (La MULTITUD calla.) Ya sé: os doy miedo. Hace quince años justos, otro asesino se irguió delante de vosotros; llevaba guantes rojos hasta el codo, guantes de sangre, y no le tuvisteis miedo porque leísteis en sus ojos que era de los vuestros y que no tenía el valor de sus actos. Un crimen que su autor no puede soportar ya no es el crimen de nadie, ¿verdad? Es casi un accidente. Habéis acogido al criminal como rey, y el viejo crimen se echó a rodar entre los muros de la ciudad, gimiendo despacito, como un perro que ha perdido a su amo. Me miráis, gentes de Argos, habéis comprendido que mi crimen es muy mío; lo reivindico de cara al sol; es mi razón de vivir y mi orgullo, no podéis castigarme ni compadecerme, y por eso me tenéis miedo. Y sin embargo, oh mis hombres, os amo, y por vosotros he matado. Por vosotros. Había venido a reclamar mi reino y me habéis rechazado porque no era de los vuestros. Ahora soy de los vuestros, oh súbditos míos, estamos ligados por la sangre, y merezco ser vuestro rey. Vuestras faltas y remordimientos, vuestras angustias nocturnas, el crimen de Egisto, todo es mío, lo cargo todo sobre mí. No temáis a vuestros muertos; son mis muertos. Y mirad: vuestras fieles moscas os han abandonado por mí. Pero no temáis, gentes de Argos, no me sentaré, todo ensangrentado, en el trono de mi víctima; un Dios me lo ha ofrecido y he dicho que no. Quiero ser un rey sin tierra y sin súbditos. Adiós, mis hombres, intentad vivir; todo es nuevo aquí, todo está por empezar. También para mí la vida empieza. Una vida extraña. Escuchad, además esto: un verano Scyros se infestó de ratas. Era un lepra horrible, lo roían todo; los habitantes de la ciudad creyeron morir. Pero un día llegó un flautista. Se puso de pie en el corazón de la ciudad —así—. (Se pone de pie.) Empezó a tocar la flauta y todas las ratas fueron a apretarse a su alrededor. Luego se puso en marcha a largos trancos, así (baja del pedestal) gritando a las gentes de Scyros: "¡Apartaos!" (La MULTITUD se aparta.) Y todas las ratas levantaron la cabeza vacilando —como lo hacen las moscas. ¡Mirad!
¡Mirad las moscas! Y luego, de golpe, se precipitaron sobre sus huellas. Y el flautista con las ratas desapareció para siempre. Así.
Sale; las ERINIAS se lanzan en su seguimiento aullando.


TELÓN