8/1/15

BECKET o EL HONOR DE DIOS. Jean Anouilh.







BECKET 

EL  HONOR DE DIOS
Jean Anouilh


ACTO PRIMERO
CUADRO PRIMERO



La  Catedral.  Fondo  neutro.  Columnas   esparcidas.   La  tumba   de Becket, en mitad del escenario. Una losa con su nombre esculpido.
(Dos soldados se apostan a lo lejos. Entra El Rey con su corona. Un Paje le sigue a distancia. El Rey duda un momento. Se quita el manto. Torso desnudo. Cae de rodillas, rezando ante la tumba. Detrás de las columnas, entre las tinieblas, adivinamos unas sombras inquietantes.)

EL REY:
Tomás Becket, ¿estás contento? Aquí me tienes, desnudo, esperando a los frailes de tu Orden. ¡Qué fin más triste ha tenido nuestra historia! Tú, pudriéndote bajo esa losa, con el cuerpo atravesado por los cuchillos de mis barones, y yo aquí, como un cretino, con el torso desnudo, expuesto a las corrientes de aire, esperando a que tus frailes vengan a azotarme. ¿No hubiera sido mejor habernos entendido?

(Becket, de arzobispo, como el día de su muerte, surge tras una columna.)

BECKET: (Dulcemente.)
No  podíamos  entendernos.

EL REY:
Yo te dije: “Todo, excepto el honor del reino.”

BECKET:
Y yo te contesté: “Todo, excepto el honor de Dios.” Era un diálogo entre sordos.

EL REY:
¡Qué frío hacía en la llanura de la Ferté-Fernard la última vez que nos vimos! Es curioso: siempre hizo frío en nuestra historia, menos al principio, cuando éramos amigos y salíamos juntos, de correrías, en busca de mujeres. ¿Amabas a Guendalina? ¿Me guardas rencor por aquella noche en que te la quité, alegando: “Yo soy el Rey”? ¿Quizá por eso jamás me perdonaste?

BECKET: (Dulcemente.)
Lo he olvidado.

EL REY:
Éramos como hermanos. Yo no pensaba más que a través de ti.

BECKET: (Dulcemente, como a un niño.)
Reza, en lugar de malgastarte en palabras inútiles.

EL REY:
¡Como que en estos momentos voy a tener ganas de rezar!... (Durante el párrafo a continuación, Becket se irá esfumando en la sombra.) Tenías razón. ¡Qué brutos son tus compatriotas, los sajones! Y me entrego a ellos desnudo. Es una heroicidad. Bueno. Lo hago porque los necesito. Tengo que atraerlos a mi causa, ¡contra mi hijo, que quiere arrebatarme el reino! Por eso vengo a hacer las paces con su santo; es decir, contigo. Tú has llegado a santo, y yo, tu rey, necesito de esa chusma amorfa para que sostenga mi corona. ¿De qué sirven las conquistas? Ellos son la Inglaterra de hoy. A fuerza de cruzarse y reproducirse como conejos, para compensar las matanzas, han creado un pueblo con el que hay que contar. Inglaterra bien vale una mascarada. Tú me has enseñado todas estas cosas. En realidad, todo, todo, me lo has enseñado tú. (Soñador.) ¡Qué tiempos aquellos! Cuando por la mañana temprano —para nosotros era mediodía, porque nos acostábamos tarde— entrabas en mi dormitorio sonriente, como si no hubiéramos pasado toda la noche bebiendo y amando... Incluso para el amor tenías más resistencia que yo...

(Cambian las luces. Ha entrado un paje con un lienzo blanco. Envuelve en él al Rey y le da unas friegas. Se oye dentro, silbada, una marcha escocesa, alegre e irónica, predilecta de Becket. La oiremos a menudo a todo lo largo de la obra. Los dos soldados han colocado en escena una cama y un sillón. Tomás Becket entra, joven, elegante, gentilhombre.)

BECKET:
Señor, todos mis respetos.

EL REY: (Lucha contra el bostezo que le aflora a los labios.)
¡Oh, Tomás! ¿Ya despierto?

BECKET:
Desde muy temprano, señor. He ido galopando hasta Richmond. ¡Hace un frío maravilloso!

EL REY: (Tiritando.)
No comprendo cómo puedes gozarte tanto con el frío. (Al paje.) ¡Frota con más fuerza, animal! (Becket, sonriente, echa hacia un lado al paje y le sustituye en la tarea.) Anda. Enciende la chimenea y vísteme cuanto antes. Me hielo.

BECKET:
Príncipe mío, os vestiré yo. Como todos los días.

(Sale el paje.)

EL REY:
¡Qué haría sin ti, Tomás! Me eres indispensable hasta para la menor cosa. No hay nadie que me dé las friegas como tú. Pero dime: ¿cómo siendo gentilhombre no tienes escrúpulos en hacer, a veces, las faenas de un criado? Si yo pidiese algo por el estilo a mis barones, me declararían la guerra civil.

BECKET: (Sonríe.)
Harán, con el tiempo, estas faenas y otras peores, cuando los reyes aprendan su oficio. Yo soy vuestro servidor. Para mí es lo mismo ayudaros en el gobierno que a entrar en calor.

(Frota con más fuerza.)

EL REY: (Con un gesto tierno.)
¡Y pensar que eres sajón! Al principio, cuando te tomé a mi lado, ¿sabes lo que me dijeron todos? Que aprovecharías la menor ocasión para apuñalarme.

BECKET: (Que le esta vistiendo.)
¿Y los creísteis?

EL REY:
No, no... Bueno, al principio tenía cierto resquemor, no te lo niego; pero tu aire así, tan distinguido, al lado de  todos  esos brutos,  me calmó. Oye..., ¿cómo te las arreglas  para hablar francés sin el menor acento inglés?

BECKET:
Porque mis  progenitores,  para  conservar sus bienes y 
propiedades, aceptaron “colaborar” con el Rey, vuestro padre, y me enviaron a Francia muy joven.

EL REY:
No he conocido a tu padre.

BECKET:
Era severo, rígido y supo hacer, colaborando, una gran fortuna. Como, además, era un hombre muy honrado, me imagino que compaginaría las cosas para que su rígida conciencia no sufriese menoscabo alguno.

EL REY:
¿Y tú?

BECKET:
¿Yo?

EL REY: (Con un matiz de ligero reproche en la voz, que, a pesar de su admiración por Becket o a causa de ella, emplea más de la cuenta.)
A ti también el “colaborar” te reporta grandes beneficios.

BECKET:
El problema es distinto. Yo soy un hombre ligero, débil. Me gusta la caza, y sólo los normandos y sus protegidos tienen derecho a cazar. Adoro el lujo, y el lujo es normando. Adoro la vida y los sajones, las matanzas. Y adoro el honor...

EL REY: (Incisivo.)
¿Y el honor se concilia también con la colaboración?

BECKET:
Yo puedo, llegado el momento, y sin recibir castigo alguno, atravesar con mi espada a cualquier gentilhombre normando que intente violar a una de mis hermanas.

EL REY: (Con intención.)
Podías también matarle y huir a los bosques, como han hecho muchos. Sería más patriótico.

BECKET:
No, no. Incómodo e ineficaz. Mi hermana sería inmediatamente violada por otro caballero normando.

EL REY: (Soñador.)
No me explico cómo no nos odias... Yo, que no soy un hombre valeroso...

BECKET:
Hasta el momento de la muerte, nadie puede hablar de su valor.

EL REY:
Me conozco. No tengo valor y no me gusta batirme; pero si los franceses invadiesen Normandía e hiciesen la centésima parte de lo que nosotros hemos hecho aquí, creo que no podría ver a un francés sin sacar mi daga y... (Viendo un gesto de Becket. Asustado.) Oye... ¿Qué buscas?

BECKET: (Sonriente. Saca un peine de un estuche.)
El peine. (Peina al Rey.) La razón está en que vuestras tierras no han sido ocupadas desde hace cien años, y todo se olvida.

EL REY:
Si tú hubieras sido pobre, no olvidarías.

BECKET:
Quizá, pero soy rico. ¿Sabéis que me ha llegado de Florencia una vajilla de oro? ¿Me haréis el honor de venir a comer en ella el día que la use por primera vez?

EL REY:
¿Una vajilla de oro? ¡Qué locura!

BECKET:
Lanzo la moda.

EL REY:
Yo soy tu Rey, y como en vajilla de plata.

BECKET:
Vos tenéis otras cargas más pesadas. Yo no tengo más cargas que las del placer. Me han enviado también dos tenedores.

EL REY: (Sorprendidísimo.)
¿Qué es eso?

BECKET:
Unos pequeños instrumentos diabólicos de forma y de uso. Sirven para pinchar la carne y llevarla a la boca. De esa manera no se ensucian los dedos.

EL REY:
Pero se ensuciarán los tenedores.

BECKET:
Se lavan.

EL REY:
Los dedos, también. No veo la utilidad...

BECKET:
Ninguna práctica, conforme;  pero es refinado, sutil...

EL REY: (De pronto, entusiasmado.)
¡Encárgame una docena! Estoy deseando ver las caras que pondrán mis barones en el primer banquete de la corte. Oye, oye... No les diremos para qué uso están destinados.

BECKET: (Ríe también.)
¡Pues no lo adivinarán!

EL REY: (Sigue riendo.)
Ya verás, ya verás... Nos vamos a divertir...

BECKET:
Príncipe mío, es hora de acudir al consejo.

(Salen riendo. Los soldados se llevan la cama. Empujan una mesa, unos escabeles. Los consejeros entran. Son el Arzobispo, el Obispo de York, Georges Filliot, Obispo de Londres. Y otros prelados. El Rey y Becket entran. Continúan riendo. El Rey, cariñosamente, pasa un brazo por encima de los hombros de Becket. Se sienta en un sillón.)

EL REY:
Señores: se abre el consejo. Os he reunido para tratar sobre esa incomprensible negativa del clero a pagar el impuesto de ausencia... Quiero saber quién gobierna el reino: la Iglesia... (El Arzobispo hace un gesto.) En seguida, señor Arzobispo. La Iglesia o yo. Bien, pero antes de entrar en el fondo de la discusión, quiero daros una buena nueva. He tomado la decisión de restablecer el puesto de Canciller de Inglaterra y Guardián del sello de los tres leones, y concedérselo a mi leal servidor y súbdito Tomás Becket. (Becket no puede evitarlo y, sorprendidísimo, se pone bruscamente en pie. El Rey, bromeando.) ¿Qué te ocurre, Becket? ¿Una necesidad imperiosa? No me extraña. Anoche bebimos mucho. Puedes salir. (Le mira divertido. Becket no se mueve.) Por fin he logrado sorprenderte con algo, ¿eh?

BECKET: (Se arrodilla ante él.)
Príncipe mío, el título que me habéis concedido es una muestra de confianza de la cual temo no ser digno. Soy demasiado joven para un cargo que...

EL REY:
¿Es que yo soy viejo? Eres joven, conforme, pero has estudiado mucho y sabes más que todos nosotros juntos, incluyendo al Arzobispo. (El Arzobispo hace un gesto.) En cuanto a su vida y costumbres, monseñores: bebe, sí, bebe...; le gusta divertirse, pero piensa todo el tiempo. A veces me molesta sentir cómo piensa a mi lado. Levántate, Tomás. Yo no tomaba una decisión, no movía un dedo sin tu consejo, era un secreto; desde este momento será público. (Estalla en risas. Saca algo del bolsillo y se lo alarga a Becket.) Toma: el sello con los tres leones. Ese sello es Inglaterra. Si lo perdieras, Inglaterra dejaría de existir y tendríamos que volvernos a Normandía. No lo pierdas... Ahora, ¡a trabajar!

ARZOBISPO: (Se levanta todo sonrisas, después de reponerse de la sorpresa.)
Permítaseme, con la venia de mi Príncipe, saludar a nuestro joven y sabio diácono, ya que yo fui el primero en haberme fijado en su talento. La presencia en este consejo, con el título preponderante de Canciller de Inglaterra, de uno de los nuestros —pues en cierto modo es nuestro hijo espiritual— es un premio para la Iglesia de este país. Una nueva era de comprensión mutua se avecina, entre los normandos que ocupan nuestra isla, y de los cuales sois el Rey, y nosotros los sajones; un espíritu de colaboración y de...

EL REY:
Etcétera, etcétera, etcétera. Gracias, Arzobispo. Estaba seguro de Que mi nombramiento os haría feliz, pero no contéis con Becket para que os ayude a resolver vuestros problemas. ¡Es mío! Y no le dejaré ir de mi lado. (Se vuelve a Becket.) Olvidé que eras diácono.

BECKET:
Yo también, Príncipe mío.

EL REY:
No te voy a hablar de las mujeres, que son pecado venial; pero para ser del clero, manejas la espada con mucha desenvoltura. ¿No prohíbe la Iglesia el derramamiento de sangre?

ARZOBISPO:
Nuestro joven Canciller es sólo diácono. No ha pronunciado aún sus votos. La iglesia es sabia y no ignora que es preferible que la juventud se pase y que después, con el pretexto de una guerra santa...

EL REY:
Todas las guerras son santas, señor Arzobispo. Os desafío a que encontréis un beligerante que no crea tener el cielo de su parte. Pero volvamos al asunto que nos ha reunido aquí. Nuestras costumbres exigen que pague un impuesto en plata todo aquel que posea tierras suficientes para mantener un hombre en armas.

ARZOBISPO:
Permitidme una objeción.

EL REY:
Objetad lo que queráis. Yo abro mi escarcela y espero.

(Se echa hacia atrás.)

ARZOBISPO:
Un súbdito cualquiera no debe negarse a cumplir sus deberes con el Reino. Conforme. Debe pagar el impuesto. Nadie lo discutiría.

EL REY:
Sobre todo el clero.

ARZOBISPO:
En cambio, la única forma con la que el clero puede ayudar al Reino es asistiendo al Príncipe en sus rezos, en sus obras de caridad y educación. Nos mereceríamos un impuesto semejante si nos negásemos a cumplir con nuestra obligación, que es rezar. ¿Nos hemos negado a rezar alguna vez?

EL REY: (Golpea la mesa con el puño.)
¿Creéis que voy a resignarme a perder dos tercios de mis impuestos con argucias semejantes? ¡Pagad! No me convenceréis de lo contrario. (A Becket.) Y tú... Habla, Canciller; parece que los honores te han mutilado la lengua.

BECKET:
Una respetuosa objeción, con vuestra venia, señor Arzobispo.

EL REY: (Entre dientes.)
Respetuosa, muy bien; pero firme. Eres el Canciller.

BECKET: (Sereno y sin mucha fuerza.)
Inglaterra es un navío.

EL REY: (Entusiasmado.)
¡Qué frase! La usaré en otra ocasión. ¡Qué frase!

BECKET:
En los peligros del mar, el instinto de conservación de los hombres hace admitir como necesario un solo dueño a bordo. Las tripulaciones revolucionadas que ahogan en el mar a su capitán, terminan siempre, después de unos días de anarquía, confiándose en cuerpo y alma a uno de los suyos, que les gobierna con mucha más dureza que el pobre capitán que tiraron por la borda.

ARZOBISPO:
Señor Canciller, no existe más que una sola fórmula. El capitán es el único dueño a bordo. ¡Después de Dios! (Grita con una voz que no adivinamos salir de su frágil cuerpo.) ¡Después de Dios!

(Se santigua. Los Obispos le imitan. Un viento de excomunión azota el consejo. El Rey, impresionado, se santigua y dice entre dientes.)

EL REY:
Nadie intenta poner en duda la autoridad de Dios.

BECKET: (Es el único que ha permanecido sereno y dueño de la situación.)
Dios guía el navío inspirando las decisiones del capitán; pero jamás he oído decir que comunicó directamente sus consignas al timonel.

(Gilbert Filliot, Obispo de Londres, se levanta.)

GILBERT:
Nuestro joven Canciller es sólo un diácono, pero los años que ha vivido entre el mundanal ruido no le habrán hecho olvidar que Dios dicta sus decisiones a los hombres a través de la Iglesia militante y por intercesión de nuestro Santo Padre.

EL REY:
No empleéis grandes frases, señor Obispo, con las que, en el fondo, estamos de acuerdo. Necesito dinero para mi guerra. ¡Dinero! La Iglesia, ¿me lo quiere dar o no?

ARZOBISPO: (Prudente.)
La Iglesia de Inglaterra siempre admitió como un deber ayudar a su Príncipe.

EL REY:
Eso son palabras. Quiero hechos. Y no me gusta el pasado; sólo me gusta el presente y el futuro. ¿Daréis ese dinero? ¿Sí o no?

ARZOBISPO:
Yo estoy aquí para defender los privilegios que vuestro antepasado Guillermo concedió a la Iglesia. ¿Seréis capaz de alterar su obra?

EL REY:
Que mi antepasado Guillermo descanse en paz. En donde está no necesita dinero; pero, desgraciadamente, donde estoy yo, aquí en la tierra, sí lo necesito. Estoy reclutando tropas, señor Arzobispo. Quince mil lansquenetes alemanes y tres mil suizos para combatir al Rey de Francia. Id a pagar a los suizos con razonamientos y con que si mi antepasado decretó esto o lo otro.

BECKET: (Se levanta brusco.)
Alteza, es inútil seguir manteniendo un diálogo en el cual ninguno de los interlocutores se escucha. Usaremos la fuerza si es necesario para obtener ese dinero.

GILBERT: (Se levanta, fuera de sí.)
¿Te atreverás a hundir el acero en el seno de tu madre, la Iglesia?

BECKET:
El Rey me ha confiado en custodia el sello de los tres leones. Mi madre es ahora Inglaterra.

GILBERT:
¡Un diácono! Un humilde diácono alimentado a nuestra costa. ¡Traidor! ¡Réprobo! ¡Sajón!

EL REY:
Respetad a mi Canciller o de lo contrario llamaré a los centinelas. ¡A los centinelas! (Ha pronunciado demasiado alta la última palabra y entran dos soldados.) ¿Lo veis? Aquí están. Si les hubiera llamado, no vienen. Excusadme, pero tengo que tomar algo. Me siento desfallecer, y es algo que en un Rey estaría muy mal visto. Servidme en mi oratorio. Oraré después de comer. Ven conmigo, Tomás.

(Sale, tirando de Becket. Los tres prelados se levantan, heridos, murmurando entre dientes y mirando hacia donde ha salido el Rey.)

GILBERT:
Hay que comunicar a Roma la insolencia de este ser lleno de orgullo.

OBISPO DE YORK:
Señor Arzobispo, sois Primado de Inglaterra. En lo concerniente a la Iglesia, vuestras decisiones son ley. Contra tal rebeldía sólo hay un arma: la excomunión.

ARZOBISPO:
No. Paciencia. Los furores del Rey son terribles, pero pasajeros.

GILBERT:
Sólo la excomunión puede reducir a la impotencia a ese depravado.

ARZOBISPO: (Pensativo.)
No creáis que es un simple depravado. Su alma es extraña e impenetrable. He tenido ocasión de observarle, en el placer y en el silencio. Siempre está ausente. Se busca a sí mismo.

GILBERT:
Doblegadle, monseñor. De lo contrario, el clero de este país lo pagará muy caro.

BECKET: (Entra.)
El Rey ha decidido suspender el consejo. Una noche de meditación os hará cambiar de parecer.

GILBERT: (Ríe amargo.)
Suspende el consejo porque irá de caza.

BECKET:
Es posible. Personalmente, estoy muy disgustado, señor Obispo, con el cariz que han tomado los acontecimientos; pero todos, seglares y clero, estamos obligados con el Rey por el mismo juramento feudal de conservar su vida, su dignidad y su honor. ¿No habréis olvidado la fórmula?

ARZOBISPO:
No la hemos olvidado. Sois joven. Acabáis de tomar una resolución cuyo sentido no se me ha escapado. Permitid a un hombre viejo, que está muy cerca de la muerte, el desearos, como un padre, que no conozcáis un día la amargura de haberos equivocado. (Le tiende el anillo. Becket lo besa.) Os bendigo, hijo mío.

(Sale seguido de los otros Obispos. Becket, solo en escena, murmura sonriente.)

BECKET:
Un hijo demasiado indigno, monseñor; pero ¿cuándo se es digno? ¿Y digno de qué?

(Un gesto rápido de encogerse de hombros. Entra El Rey.)

EL REY:
¿Se han ido? ¿Me acompañas en la cacería?

(Se lo lleva cogiéndole por el cuello. Unas ramas bajan del telar. Transforman las columnas en árboles de un bosque en invierno. Trompas de caza en la lejanía. La marcha escocesa que siempre silba Becket. El Rey y Becket a caballo, un halcón sobre sus manoplas de cuero.)

EL REY:
¿Te divierte cazar con halcón?

BECKET:
No. No me gusta que hagan por mí las cosas. Prefiero el peligro de la caza del jabalí.

EL REY:
¿Por qué la mayoría de las personas aman el peligro y arriesgan la piel con los pretextos más ridículos? En el fondo, eres un hombre refinado, haces versos, comes con tenedor y estás más cerca de mis barones de lo que tú imaginas.

BECKET:
Porque hay que arriesgar la vida para sentirse vivir.

EL REY:
O morir. (Al halcón.) Paciencia. Te quitaremos en seguida el capuchón. Podrás respirar a gusto. (Ríe.) A quien más le gusta la caza con halcón es a los halcones. Hay veces que nos magullamos el trasero cabalgando durante horas para proporcionarles ese placer. (Para de pronto el caballo y le pregunta.) Becket, ¿me quieres?

BECKET:
Soy vuestro servidor.

EL REY:
¿Qué sentiste por mí cuando te nombré Canciller? ¿Eh? Me pregunto  a veces si  eres capaz de amar a alguien. ¿Amas a Guendolina?

BECKET:
Es mi amante.

EL REY:
¿Por qué para justificar tus sentimientos tienes que ponerle a todo una etiqueta?

BECKET:
Porque sin etiquetas, el mundo no tendría forma ni sentido, Príncipe mío. (Trompas a lo lejos.) Los rastreadores nos llaman, señor. ¡Espolead vuestro caballo! ¡Hacia el claro del bosque!

(Parte al galope. El Rey le sigue, la mano en alto, enarbolando el halcón.)

EL REY: (Un poco desconcertado.)
Becket, Becket, no has contestado a mi pregunta. ¡Becket!

(Desaparece en el bosque. Trompas de caza. Los cuatro barones pasan al galope siguiendo su rastro y se pierden en la lejanía. Tormenta. Relámpagos. Dos sajones empujan hacia el fondo de la escena una cabaña.)

EL PADRE:
¡Pon  el  ganado  al  abrigo! ¡La  tormenta se acerca! ¡La caza!  ¡El Rey va de caza! Busca a tu madre. ¡Esconde a tu hermana!

(Becket y El Rey llegan al galope. Se paran.)

BECKET:
¡Eh! ¡Campesino! ¿Podemos dejar los caballos al resguardo? Vamos a entrar en tu casa hasta que pase la tormenta.

(Han pasado por detrás de la cabaña seguidos del hombre, que multiplica sus mudas reverencias con el sombrero en la mano. Se les ve entrar en el interior chorreando agua.)

EL REY: (Estornuda.)
Nos hemos calado hasta los huesos. ¡Y todo para que se diviertan los halcones! (Grita al hombre con malos modales.) ¿Qué esperas? ¡Enciende el fuego! ¿No ves que nos morimos de frío? (El hombre, aterrorizado, no se mueve. El Rey estornuda. A Becket.) ¿Pero qué espera?

BECKET:
La leña está escasa, señor; seguramente no habrá una rama en la cabaña.

EL REY:
¿En pleno bosque?

BECKET:
Sólo tienen derecho a tres brazadas de leña muerta por persona. Si les ven coger una rama más, les cuelgan.

EL REY: (Grita al hombre.)
Recoge toda la leña que puedas y enciende una buena hoguera. Por una vez no te colgarán, perro.

(El campesino, espantado, ni se mueve. Becket le dice dulcemente.)

BECKET:
Obedece, hijo mío. Es tu Rey quien lo ordena.

(El hombre sale temblando, multiplicando los saludos.)

EL REY:
¿Por qué le llamas a ese viejo “hijo mío”?

BECKET:
Porque vos le habéis llamado perro.

EL REY:
Siempre a los sajones se les ha llamado perros. ¿A qué huele? ¡Puf! ¡Qué asco! Pero ¿qué comen? ¿Estiércol?

BECKET:
Raíces. Las gentes de los bosques no pueden cultivar nada.

EL REY:
¿Por qué no se van a la llanura?

BECKET:
Porque les ahorcarían si abandonasen su región.

EL REY:
¿También? En medio de todo tienen suerte. Cuánto debe simplificarse la vida sabiendo que le van a ahorcar a uno por tomar la menor iniciativa. Pero todavía no me has dicho por qué le has llamado hijo.

BECKET:
Es tan pobre y tan desgraciado, y yo tan rico en comparación, que es verdaderamente mi hijo.

EL REY:
Pues sí que iríamos lejos con tus teorías.

BECKET:
Sois más joven que yo y me llamáis hijo.

EL REY:
Porque te quiero.

BECKET:
Todos somos vuestros hijos, porque sois el Rey.

EL REY:
¿Incluso los sajones?

BECKET:
Inglaterra será grande el día en que los sajones sean también hijos vuestros.

EL REY:
¡Ah! ¡Cómo estás hoy! Parece que me habla el Arzobispo. Tengo sed. Registra a ver si encuentras algo de beber en la casa de “tu hijo”. (Becket empieza a buscar. Sale. El Rey se levanta, registra, mirándolo todo con curiosidad. Descubre una especie de trampilla. Abre. Mete la mano, tira y saca a una muchacha muy joven. Está aterrorizada.) ¡Tomás! ¡Tomás!

BECKET: (Entra.) 
¿Algo de beber?

EL REY:
¡Algo de comer! ¿Qué te parece?

(Le tiene cogida por la muñeca.)

BECKET: (Frío.)
Es muy bonita.

EL REY:
Apesta un poco. ¡Pero lavándola bien! ¿Cuántos años tendrá? ¿Quince, dieciséis?

BECKET: (Dulcemente.)
Es un “objeto” que habla, señor.  (A  la muchacha.)  ¿Cuántos años tienes?

(Ella les mira aterrada, sin contestarles.)

EL REY:
¿Ves cómo no habla? (Al Padre, que ha entrado con un brazado de leña y que se para en la puerta.) ¿Qué edad tiene tu hija, perro? (El hombre no contesta. A Becket.) ¿También mudo? ¡Qué curioso! La cantidad de mudos que encuentro cuando salgo de palacio. Reino en un pueblo de mudos (A Becket.) ¿Por qué?

BECKET:
Porque tienen miedo.

EL REY:
Pues me alegro. Es necesario que la gente del pueblo tenga miedo. Cuando cesan de tenerlo, son ellos los que lo causan. Hubo una revolución en el reinado de mi padre, y todavía me acuerdo. (Por el hombre.) Mírale. Mudo, pequeño, repugnante. ¿Cómo explicas que un monstruo parecido pueda ser el padre de esta criatura tan bella? Explícalo, tú que lo explicas todo.

BECKET:
A los veinte años, antes de perder sus dientes y adquirir ese aire característico de toda la gente del campo, sería un apuesto galán. Viviría su noche de amor, en la que, olvidando su miedo, fue rey él también. Después la vida continuó. Su mujer y él habrán olvidado aquellos días, pero la semilla estaba echada.

EL REY: (Soñador.)
¡Cuentas las cosas de una manera!... Nada, que como te empeñes me vas a convertir en una persona inteligente. Si la llevásemos con nosotros y la educásemos para cortesana, no se pondría fea.

BECKET:
Quizá.

EL REY:
Es un servicio que le hacemos, después de todo.

BECKET: (Frío.)
Sin duda.

(El Padre se ha erguido. La Hija se acurruca en el suelo, espantada. Entra el hermano. Sombrío, mudo, amenazador.)

EL REY:
¿Quién es?

BECKET: (Que con una rápida mirada se hace cargo de la situación.)
Su hermano.

EL REY:
¿Cómo lo sabes?

BECKET:
El instinto me lo dice.

(Se lleva la mano a su daga.)

EL REY: (Golpea la mesa con la mano.)
¿Y por qué me miran todos con esas caras? Quiero algo de beber, perro.

(El hombre, espantado, sale corriendo.)

BECKET:
Yo os traeré un poco de ginebra que llevo siempre en la silla del caballo. (Al hijo.) Ven a sujetarme el caballo.

(Se lleva al hermano brutalmente por un brazo. Sale al bosque con él. Cuando están solos, salta sobre él. Lucha silenciosa. Le arranca el cuchillo. El hermano huye al bosque. Becket le ve ir cogiéndose una mano con un gesto de dolor. Da la vuelta a la casa. Desaparece a nuestra vista. El Rey, sentado en una banqueta, levanta las faldas de la muchacha con una vara que ha encontrado a su alcance.)

EL REY:
Y pensar que hay veces que uno no tiene ganas. (Murmura soñador.) ¿Todos hijos míos? (Ahuyenta un pensamiento.) Me cansa Becket con esa manía de hacerme pensar. Debe ser malo para la salud. (Se ha levantado. Becket entra.) ¡Cuánto has tardado! (Ve la mano ensangrentada de Becket.) ¿Qué te pasa?

BECKET:
Me ha mordido el caballo.

EL REY: (Rompe a reír.)
¡Me alegro! ¡Como su señoría sabe montar mejor que nadie! (Ríe más. De pronto, la mirada se le hace más tierna.) Estás pálido. ¿Cómo ha sido?

BECKET:
Al coger la ginebra.

EL REY: (Repentinamente preocupado.)
¿Por qué me interesaré tanto por ti? Una mordedura de caballo puede traer malas consecuencias. Enséñame la mano.

BECKET:
No os gusta ver sangre.

EL REY:
Y todo por ir a buscarme algo de beber. Mereces un buen regalo. Pídeme lo que sea.

BECKET: (Dulcemente.)
Esta muchacha... me gusta.

EL REY: (Fastidiado.)
A mí también me gusta. Ya sabes que sobre “ciertas” cuestiones no tengo amigos. (Pausa. Duda.) Sea, pero no se te olvide. Porque en otra ocasión me tendrás tú que dar algo a cambio. ¿Te acordarás?

BECKET:
Os doy mi palabra de gentilhombre.

EL REY: (Vacía el vaso de un trago.)
Adjudicada. Es tuya. ¿La llevamos con nosotros u ordenamos a los soldados que se encarguen de ella?

BECKET:
Enviaremos a dos soldados. Aquí llegan.

(En efecto, un grupo de soldados ha llegado a caballo ante la cabaña.)

EL REY: (Al hombre.)
Lava a tu hija, perro. Quítale los piojos. Va a ir a palacio. No te apenes, hombre. Se la he regalado a este caballero. Es sajón, como tú. (A Becket, al salir.) Dale una moneda de oro. ¡Para que luego digas que tengo mal corazón!

(Sale El Rey. El hombre, aterrorizado, mira a Becket.)

BECKET:
Nadie vendrá a arrebatarte a tu hija. Escóndela mejor. Y aconseja a tu hijo que se vaya al bosque durante una temporada. Allí estará más a salvo. Toma.

(Le tira una moneda y sale. El hombre se lanza a recogerla. Cambio de luz. La cabaña y las ramas de los árboles desaparecen. Estamos en el palacio de Becket. Dos criados han colocado en escena una especie de cama baja con almohadones. Al fondo, entre las columnas, una cortina, a través de la cual vemos las sombras de unas cuantas personas sentadas a la mesa. Cantan, ríen. En escena, Guendalina, echada en un diván, canta dulcemente, acompañándose con un laúd. La cortina del fondo se entreabre. Aparece Becket. Va hacia Guendalina y las canciones ininteligibles continúan al fondo.)

GUENDALINA:
¿Ha terminado el banquete?

BECKET:
Sí.

GUENDALINA:
No me explico cómo mi señor puede convivir con semejantes seres.

BECKET:
Con sabios clérigos, discutiendo el sexo de los ángeles, tu señor se aburriría mucho más. Algunos están tan lejos de la verdadera inteligencia como los más brutos campesinos.

GUENDALINA:
Nunca comprendo lo que me decís...

BECKET: (La acaricia.)
La belleza es una de las pocas cosas que no hacen dudar de la existencia de Dios.

GUENDALINA:
Soy cautiva de guerra de vuestra señoría y os pertenezco. Dios así lo ha querido, puesto que ha dado la victoria a los normandos. Si los míos hubieran vencido, a estas horas estaría casada con un hombre de mi raza, en el castillo de mi padre. Pero no ha sido la voluntad de Dios.

BECKET:
Es una moral como otra cualquiera. Pero no olvides que yo pertenezco también a una raza vencida. Sigue cantando.

GUENDALINA:
Yo os hubiera seguido a pesar de todo, porque os quiero. (Lo ha dicho con mucha seguridad. Becket se levanta y se aleja de ella. Ella le mira angustiada.) ¿Qué tenéis, mi señor? ¿Qué os he dicho de malo?

BECKET: (Grave.)
Nada. Que no me gusta que me quieran.

(Se abre la cortina. Aparece El Rey. Detrás de él hay gran tumulto entre los barones. Lo vemos en sombras chinescas.)

EL REY: (Un poco  borracho.)
¡Tomás! Se están batiendo con los tenedores. Han llegado a la conclusión de que eran magníficos para sacarse los ojos. ¡Ve!   ¡Corre! ¡Te los van a romper!

(Becket pasa detrás de la cortina y se le oye.)

BECKET:
Señores, señores, que no son armas mortíferas. Sirven para pinchar la carne. Os voy a hacer una demostración.

(Grandes carcajadas. El Rey avanza hacia Guendalina.)

EL REY:
¿Eres tú quien cantaba durante el banquete?

GUENDALINA: (Reverencia.)
Sí, señor.

EL REY:
Reúnes muchas cualidades. Levántate. (Le ayuda a levantarse y aprovecha para acariciarla. Ella se aparta molesta. Con sonrisa malévola.) Te doy miedo... (Llama.) ¡Eeh! ¡Callaos! Venid a escuchar un poco de música. Una vez satisfecho el vientre, conviene dedicarle algo al espíritu (Becket y los cuatro barones han entrado. El Rey se tumba en la cama cerca de Guendalina. Los barones, aflojándose los cinturones y dando resoplidos, se sientan en los escabeles que hay repartidos por escena. No tardarán en caer en un profundo sopor Becket se queda de pie.) Se come muy bien en tu casa. ¿Dónde has robado el cocinero?

BECKET:
Lo he comprado, señor. Es francés.

EL REY:
¿Y no tienes miedo de que te envenene? ¿Cuánto te costó?

BECKET:
Lo que un caballo, señor.

EL REY: (Sinceramente indignado.)
¡Qué tiempos! ¡No hay hombre que valga lo que un caballo! (A Guendalina, que ha empezado a tocar.) ¡Más triste! ¡Más triste! Tomás, dile que cante la canción sobre la historia de tu madre. ¡Me entusiasma!

BECKET: (Serio.)
A mí no.

EL REY:
¿Por qué? ¿Te avergüenza ser hijo de una sarracena? Tal vez sea eso lo que te ha proporcionado la mitad de tus encantos, imbécil. Yo adoro esa canción. (Guendalina duda. Mira a Becket. El Rey dice frío.) Es una orden; cántala.

BECKET: (Serio.)
Cántala.

GUENDALINA: (Canta.)
El bravo Gilberto
a la guerra fue.
Sale en un hermoso
claro amanecer.
De Dios, señor nuestro,
salvará la fe.
¡Ay! ¡Ay! Pobre corazón.
De día y de noche
llora sin amor.
Llora sin amor.

EL REY:
¿Qué más?

GUENDALINA:
Con los sarracenos
en batalla entró.
A golpes de espada
camino se abrió.
Mas de su caballo a
tierra cayó.

(Estribillo.)

(Lo canta también El Rey, desafinando.)

Malherido y preso,
hierros en los pies,
al bravo Gilberto
llevan a vender,
esclavo, al mercado,
mercado de Argel.

(Estribillo.)

EL REY:
A mí es una historia que siempre me hace llorar. Parezco un hombre cruel, pero en el fondo soy un niño. ¿Por qué no te gusta que la cante? Es maravilloso ser el hijo de dos personas enamoradas de verdad. Cuando veo las caras de mis augustos padres tiemblo al pensar en “ciertas” cosas y en “ciertos” momentos. Es hermoso que tu madre ayudara a tu padre a evadirse, y que viniese a Londres a reunirse con él, llevándote a ti en sus entrañas. Canta el final.

GUENDALINA: (Canta.)
Bella sarracena
hija del pacha
prendida en su llama
a sus brazos va.
Su pasión le jura,
su esposo será.
¡Paz! ¡Paz!, canta el corazón.
De noche y de día
rebosa de amor.

EL REY:
De noche y de día rebosa de amor. (Soñador.) ¿Y la quiso siempre? ¿O ese final está arreglado para que la canción termine bien?

BECKET:
Se quisieron siempre.

EL REY:
¡Qué curioso! A mí lo que me pone más triste es ese final lleno de felicidad y de amor. ¿Crees en el amor?

BECKET:
En el que mi padre sentía por mi madre, sí.

(El Rey se acerca a los cuatro barones que roncan estrepitosamente.)

EL REY:
¡Se han dormido! ¡Los muy brutos! ¡Bah! Cada uno se emociona a su manera. (A Becket.) Ahora, si tu estimación y amistad fuesen verdaderas, me buscarías una tierna doncella. No conviene hacer reposo después de comer. Se engorda. (Va hacia Guendalina. La acaricia.) ¿Te acuerdas que me debes algo a cambio de...?

BECKET: (Pálido, después de una pausa.)
Soy vuestro servidor y todo lo que tengo es vuestro.

EL REY:
Gracias, Becket.

BECKET:
Pero no os cansáis de repetir que somos entrañables amigos.

EL REY: (Sigue acariciando a Guendalina.)
Lo que te pido, precisamente, es cosa que se hace entre amigos. ¿Te importa mucho? ¿Será para ti un gran sacrificio? Eres incapaz de mentir. La mentira te repugna.

BECKET:
Me repugna, señor.

EL REY:
Me diste palabra de gentilhombre de que en cualquier momento me darías lo que yo te pidiese.

BECKET: (Por Guendalina.)
Y os la he dado.

(Se miran un momento.)

EL REY:
Me retiro. Tengo ganas de acostarme pronto. (Da patadas a los barones que roncan beatíficamente. Los barones se despiertan entre resoplidos y gargarismos.) ¡A la cama, barones! ¡Esta noche me habéis demostrado que sois amantes de la buena música! ¡Cerdos!

(El Rey va a salir detrás de los barones.)

BECKET: (Rígido.)
Os pido que me concedáis un instante.

EL REY:
Os espero abajo, en mi litera. A los dos.

(Sale. Becket un momento inmóvil bajo la mirada de Guendalina.)

BECKET:
Tendrás que seguirle.

GUENDALINA: (Al borde de las lágrimas.)
Me prometisteis guardarme siempre a vuestro lado.

BECKET:
También le prometí a él darle lo que me pidiera. Nunca supe lo que iba a ser.

GUENDALINA:
Si mañana ya no me desea, ¿podré venirme con vos?

BECKET:
No.

GUENDALINA:
¿Pongo todos mis vestidos en los cofres?

BECKET:
Mandará a recogerlos. Ahora, baja de prisa. Al Rey no se le hace esperar.

GUENDALINA: (Deja el laúd sobre la cama. Pausa. Le mira con los ojos llenos de lágrimas.)
Mi señor no quiere a nadie en el mundo, ¿verdad?

BECKET:
A nadie.

GUENDALINA:
Sois también una raza vencida, pero de tanto gustar las mieles de esta vida habéis olvidado que aún les queda algo a los que se les ha despojado de todo.

BECKET:
Sí. Tal vez he olvidado. El honor es una especie de laguna en mi vida. Vete.

(Guendalina sale. Becket no se mueve. Va a la cama. Toma el laúd entre sus manos. Lo tira bruscamente. Echa una manta de piel sobre la cama. Entran dos soldados arrastrando a la muchacha del bosque. La tiran en mitad de la habitación. El Rey aparece detrás, riendo brutalmente.)

EL REY:
Me dijiste que querías gozar con ella, pues ahí la tienes. ¿La habías olvidado? Para que luego te quejes de mi amistad. Ha habido que herir gravemente al padre y al hermano y tomarla a la fuerza. ¡Que pases buena noche!

(Sale seguido de los soldados. La muchacha, asustada, mira a Becket. Lo reconoce. Se levanta y le sonríe. Larga pausa. Becket la mira con aire ausente. Ella empieza a desnudarse. De repente va a ella, la coge entre los brazos y la sacude.)

BECKET:
Tu alma será hermosa y encontrarás todo esto demasiado repugnante, ¿no?

(Aparece un criado mudo, enloquecido, se para en la puerta. Antes de que Becket reaccione, El Rey entra corriendo. Se para. Dice sombrío.)

EL REY:
¡Tu Guendalina está loca! Se tumbó como muerta en mi litera y de repente sacó un cuchillo de no sé dónde. Lo ha puesto todo perdido de sangre. ¡Qué asco! Pudo matarme a mí también. (Pausa. Dice repentinamente.) Echa fuera a esa muchacha. Me voy a acostar esta noche en tu dormitorio. Tengo miedo. (Becket hace un gesto al criado, que se lleva a la muchacha. El Rey, vestido, se deja caer en la cama.) Puedes acostarte a mi lado.

BECKET:
Dormiré a vuestros pies.

EL REY:
¿Me detestas? No voy a poder confiar en ti tampoco.

BECKET:
Me habéis dado a guardar el sello. Y los tres leones de Inglaterra grabados en él me guardan a mí también.

(Becket le cubre con la manta de piel, apaga las velas menos una y se tumba a su lado sobre unos almohadones. El Rey, la voz velada por el sueño.)

EL REY:
Jamás sabré lo que piensas.

BECKET:
Va a amanecer. Dormíos. Mañana embarcaremos para el continente. Nos esperan trances muy duros. Dentro de ocho días nos enfrentaremos con el ejército del Rey de Francia, y tendremos contestación, incluso, a nuestras más simples preguntas.

(Se ha tumbado cerca de El Rey. Silencio. Se oye la respiración del Monarca. De pronto se agita en su sueño.)

EL REY:
¡Me persiguen! ¡Me persiguen! ¡Están armados!

BECKET:
Calmaos. Dormid en paz. Estoy a vuestro lado.

EL REY:
¡Ah! ¿Estás ahí, Tomás? ¡Me perseguían!

(Se va quedando dormido otra vez. Becket le cubre con la manta con un gesto de ternura.)

BECKET:
¡Si fueras mi verdadero príncipe! Si fueras de mi raza ¡qué sencillo resultaría todo! Te hubiera rodeado de una auténtica ternura... pero yo soy como un intruso en tus filas. Duerme, duerme... Mientras Becket se vea obligado a buscar su honor estará a tu lado. Pero si un día lo encuentra... (Pausa.) ¿Y dónde está el honor de Becket?

(Recuesta la cabeza con un suspiro al lado de El Rey, que ronca beatíficamente. La luz de la vela oscila.)




OSCURO

CUADRO SEGUNDO




El mismo decorado de fondo. Ahora es un bosque de Francia. Tienda de campaña del Rey.

(Un centinela a lo lejos. Al amanecer, alrededor de una hoguera, los cuatro Barones comen en silencio. Las reacciones de los cuatro son lentas.)

BARÓN 1º:
¿Quién es ese tal Becket?

BARÓN 2º: (Ligeramente sorprendido.)
El Canciller de Inglaterra.

BARÓN 1º:
Conforme, pero ¿quién es?

BARÓN 2º:
El Canciller de Inglaterra. Y el Canciller de Inglaterra es siempre el Canciller de Inglaterra.

BARÓN 1º:
¿Y si por una suposición el Canciller de Inglaterra fuera yo?

BARÓN 2º:
Eso es una suposición estúpida.

BARÓN 1º:
No estoy conforme. Pero insisto, ¿quién es?

BARÓN 2º:
¿Os encontráis bien de salud?

BARÓN 1º:
Sí, ¿por qué?

BARÓN 2º:
Porque un Barón que hace preguntas es un Barón enfermo. No estamos aquí para hacer preguntas, sino para contestar. Cuando te encuentres delante de un francés armado, no preguntes, raja o él te rajará a ti. En el ejército no se pregunta.

BARÓN 1º:
Quería decir que no siento por Becket el menor afecto.

BARÓN 2º:
Haber empezado por ahí. Os hubiéramos comprendido antes. Yo tampoco se lo tengo.

BARÓN 1º:
Batirse se bate bien.

BARÓN 2º:
Eso no se puede negar. Ayer, cuando mataron al Escudero del Rey y el mismo Rey cayó a un foso, abrió una brecha entre las filas francesas de una manera brutal e impresionante.

BARÓN 1º:
De acuerdo. Se bate bien.

BARÓN 2º: (Al Barón 3º que no habla.)
¿No se bate bien?

BARÓN 3º:
Sí, pero es un sajón.

BARÓN 1º: (Al 4° que no ha abierto la boca.)
¿Y vos qué pensáis, Begnanet?

BARÓN 4º: (Con la boca llena.)
Yo espero.

BARÓN 1º:
¿Y qué es lo que esperáis?

BARÓN 4º:
Que se descubra.

BARÓN 1º:
¿Eh?

BARÓN 4º:
Que se descubra tal y como verdaderamente es. Y se descubrirá. ¡Ya lo veréis!

(Se oye la marcha escocesa silbada por Becket que entra armado.)

BECKET:
Os saludo, señores. (Los cuatro se ponen de pie y, muy falsos, saludan militarmente.) ¿El Rey duerme aún?

BARÓN 1º: (Serio.)
Todavía no ha dado señales de vida.

BECKET:
¿Ha venido el Mariscal de campo a leer la lista de bajas?

BARÓN 1º:
No.

BECKET:
¿Por qué?

BARÓN 1º:
Porque él es otra baja.

BECKET:
¡Ah!

BARÓN 1º:
No estaba yo lejos de él cuando cayó.

BECKET:
¡Pobre Beaumont!

BARÓN 2º:
¡Franceses! ¡Cerdos!

BECKET:
Señores: ¡es la guerra! Voy a despertar al Rey: Nuestra entrada en la ciudad está prevista para las ocho. Y el Tedeum en la catedral, para las nueve y cuarto. Sería poco diplomático hacer esperar al Obispo francés. Es necesario que colaboren con nosotros desde el principio.

BARÓN 1º: (Que sigue con su idea fija.)
En mis tiempos se mataba a todo el mundo y se entraba después...

BECKET:
En una ciudad muerta. Yo quiero entregar al Rey ciudades llenas de vida. A partir de esta mañana, a las ocho, soy el mejor de los franceses.

BARÓN 1º:
¿Y el honor inglés?

BECKET:
El honor inglés, Barón, es al fin y al cabo, conseguir lo que sea sin reparar en los medios.

(Entra en la tienda de campaña.)

BARÓN 1º: (Murmura.)
¡Qué mentalidad!

BARÓN 4º: (Concluye sentencioso.)
¿Lo veis? ¡Cuando yo dije que se descubriría!

(Los cuatro Barones se alejan. Un criado levanta la cortina de la tienda de campaña. Vemos al Rey, tendido en la cama con una muchacha al lado.)

EL REY: (Bostezando.)
Buenos días, hijo. ¿Has dormido bien?

BECKET:
No. He aprovechado las horas de la noche para reflexionar.

EL REY:
Yo también me he pasado la noche reflexionando. ¿Qué te parece mi francesita? Adoro Francia.

BECKET:
Yo también, príncipe mío; como todos los ingleses.

EL REY:
Hace sol, las mujeres son bonitas, el vino es generoso...

BECKET:
Lo malo de todo es que lo hemos pagado a buen precio. Dos mil hombres en los combates de ayer.

EL REY:
¿Ha hecho el recuento de bajas Beaumont?

BECKET:
Y se ha incluido en la lista.

EL REY:
¿Herido?

(Becket calla. El Rey no puede reprimir un escalofrío.)

BECKET:
No podemos remediarlo. Veamos, señor. Hay varios asuntos que resolver.

EL REY:
Contigo al lado, ser Rey es una carga pesadísima. “¡Hay que trabajar para el bien del pueblo!” Yo no les conozco a todos personalmente y no puedo amarles. Tú tampoco les amas. ¡No mientas!

BECKET:
Yo sólo amo una cosa. Hacer bien lo que tengo que hacer.

EL REY:
Siempre la es... est... ¿cómo es esa palabra que empleas tanto?

BECKET:
La estética.

EL REY: (Ríe y da unos golpes cariñosos a la muchacha que tiene al lado.)
¿Y esto no es estética? Hay gente que se extasía ante las catedrales. Esto también es una obra de arte. ¿Tienes ganas?

BECKET:
Antes los asuntos que hemos de resolver, señor.

EL REY: (Se sienta en la cama como un mal alumno al que se le reprime.)
Te escucho. Siéntate.

BECKET: (Se sienta a su lado.)
Hay malas noticias.

EL REY:
Las noticias son siempre malas. Un filósofo me dijo una vez que, a las malas noticias y a las preocupaciones, no había que concederles demasiada atención; terminan siempre por comerse las unas a las otras y al cabo de los diez años se da uno cuenta de que sigue viviendo. Al final todo se arregla.

BECKET:
Sí, pero mal. Cuando jugáis al bilboquet, ¿esperáis que buenamente la bola de madera se pinche en el palo sin hacer nada, o movéis la mano verticalmente, tomándoos el trabajo, para conseguir lo que os proponéis?

EL REY:
¡Eh! Estás hablando de una cosa muy seria: el bilboquet.

BECKET:
La noticia más grave es que desde que hemos abandonado Londres, y hemos pasado al continente, hay un poder en nuestro país que está creciendo de manera alarmante con peligro de anular el vuestro. El poder del clero.

EL REY:
Al final conseguimos que pagasen el impuesto.

BECKET:
Ellos saben que a los Reyes se les calma con unas monedas de plata; pero también saben tomar con una mano lo que sueltan por la otra. Y con habilidad de escamoteadores. Tienen tras ellos siglos de experiencia. Si no ponéis remedio habrá dentro de cinco años dos Reyes de Inglaterra: el Primado de Canterbury y vos. Y en diez años sólo un Rey...

EL REY:
¿Yo?

BECKET:
No. El Primado de Canterbury.

EL REY:
¡Eso no ocurrirá nunca! Jamás pudo nadie quitar nada a los Plantagenet.

(En su entusiasmo ha tapado con la almohada la cara de la muchacha que se debate asfixiada.)

MUCHACHA:
¡Me ahogo, señor!

EL REY:
¿Qué haces aquí? Eres una espía del Primado de Canterbury. ¡Vístete de prisa! Dale una moneda de oro, Tomás.

MUCHACHA:
¿Vuelvo esta noche?...

EL REY:
Sí... digo, no... no sé... Estoy en una difícil posición. ¿De quién me ocupo? ¿De ti o del Arzobispo? Escojo al Arzobispo. ¡Vete! (La muchacha desaparece detrás de la tienda de campaña.) ¡A caballo, Tomás! ¡Por la grandeza de Inglaterra! ¡Tú y yo aliados haremos grandes cosas! (Está nervioso, inquieto.) Hay pocas que sepan la ciencia del amor como... (señala en dirección por donde ha desaparecido la muchacha). (La muchacha entra, recoge sus ropas, se las echa por encima y va a salir.) Vuelve esta noche, ángel mío. ¡Tienes los ojos más bonitos del mundo! (Va a Becket.) Hay que decirles eso aunque se las pague. Se portan luego mejor. Como verás, me estoy volviendo un gran diplomático. (De pronto con miedo.) ¿Y Dios? ¿Qué dirá de todo esto? Después de todo son sus Obispos.

BECKET:
Con Dios acaba uno siempre por reconciliarse aquí en la tierra. No hagáis esperar al Obispo francés, príncipe mío. El Tedeum es a las nueve y cuarto. Daos prisa, señor.

EL REY:
Voy a vestirme.

(Sale de la tienda por la derecha. Dos soldados traen a un fraile joven con las manos atadas.)

BECKET:
¿Qué ocurre?

SOLDADO 1º:
Le acabamos de prender, señor. Rondaba el campamento. Escondía un cuchillo bajo su hábito. Le conducimos al preboste.

BECKET:
¿El cuchillo? (El soldado se lo alarga. Becket lo mira.) ¿Eres francés?

FRAILECILLO:
No. Soy inglés. (I am english.)

BECKET:
¿De dónde?

FRAILECILLO: (Pausa. Y como un insulto.)
¡De Hastings!

BECKET:
¡Ah! (Divertido.) Idos. Voy a interrogarle yo.

SOLDADO 1º:
Tened cuidado. Es peligroso. Al prenderle se debatió como un verdadero diablo. Han sido necesarios cuatro centinelas para quitarle el cuchillo y atarle las manos. Ha herido al sargento. No estaría vivo si no hubiéramos pensado que podría declarar cosas de interés. Para eso le llevamos al preboste.

BECKET:
Dejadme. Pero no os alejéis. (No ha cesado de mirar con curiosidad al frailecillo. Juguetea con el cuchillo.) ¿Para qué lo usas en tu convento?

FRAILECILLO:
Para cortar el pan.

BECKET:
¿Y qué pretendías?

FRAILECILLO:
He aceptado morir.

BECKET:
Después, pero no antes. Sería estúpido. ¿A quién iba dirigido este instrumento de cocina? (No contesta.) No irías a clavarlo en un simple soldado normando. (Sigue sin contestar.) Te torturarán si no hablas. Por mi profesión he visto torturar a mucha gente. Cree uno que podrá resistir. Pero los que torturan son muy ingeniosos y conocen la anatomía del hombre mucho mejor que todos los bestias de nuestros galenos. Cree uno que podrá resistir, pero al final siempre se acaba por hablar. Confíate a mí. Será todo más sencillo. Además, dependes directamente de mi jurisdicción. El Rey me nombró superior en todas las abadías de Hastings.

FRAILECILLO: (Retrocede.)
¿Sois Becket?

BECKET:
Sí. (Mira el cuchillo.) ¿Era para mí? Confieso que habías escogido el mejor momento. Si era para el Rey lo encuentro estúpido. Tiene tres hijos. Los Reyes se reproducen como las amapolas. Es muy difícil acabar con una dinastía. ¿Creías que con este acto ibas a liberar a tu raza?

FRAILECILLO:
No. (Añade sordamente.) Me iba a liberar.

BECKET:
¿De qué?

FRAILECILLO:
De la vergüenza que siento.

BECKET: (Más serio.)
¿Qué edad tienes?

FRAILECILLO:
Dieciséis años.

BECKET:
Hace cien que los normandos ocupan la isla. Es antigua la vergüenza. Tu padre y tu abuelo la bebieron antaño. La copa está vacía.

FRAILECILLO:
NO.

BECKET: (Como si estuviera viendo una visión lejana.)
Una mañana te despiertas en tu celda al son de las campanas. Es la hora del primer oficio. ¿Son las campanas las que te han aconsejado tomar la venganza?

FRAILECILLO: (En un grito.)
¿Quién os ha dicho...?

BECKET: (Indiferente.)
Sabes que soy sajón como tú y piensas con asco que colaboro con nuestros enemigos los normandos.

FRAILECILLO:
Sí.

BECKET: (Sonriendo.)
¡Escupe! ¡Lo estás deseando! (El Frailecillo le mira inmóvil. Becket grita violento.) ¡Escupe! Es una orden. (El Frailecillo le mira huraño y escupe.) Qué bien se queda uno ¿verdad? (En otro tono.) El Rey me espera. No tengo más tiempo que perder. Haré todo lo posible por salvarte la vida. Es por egoísmo, ¿sabes? Tu vida para mí no tiene ningún valor, pero ocurre tan pocas veces que el destino nos ponga delante a nuestro propio fantasma... ¡Soldados! (El Soldado vuelve y se cuadra con un ruido de armas.) Lleva a este fraile ante el preboste. Dile que pertenece al convento de Hastings. Que le devuelvan a Inglaterra y que su superior no le pierda de vista hasta mi regreso. Que sea tratado sin brutalidad. Es una orden.

SOLDADO:
Bien, señor.

(Han aparecido otros soldados. Dando escolta, rodeando más bien al Frailecillo, desaparecen. Becket se queda un momento mirando el cuchillo.)

BECKET:
Es conmovedor. (Lo tira lejos. Se dirige hacia la tienda de campaña. Entra en ella.) Señor, ¿estáis dispuesto? Os dije que no era conveniente hacer esperar al Obispo francés.

(Un estallido de campanas gozosas. La tienda de campaña desaparece. El decorado se transforma en una calle. Las mismas columnas guarnecidas con oriflamas de colores. Avanzan por el centro todos a caballo, precedidos de dos trompeteros. El Rey levemente adelantando a Becket y seguidos de los cuatro Barones. Aclamaciones de la multitud.)

EL REY: (Contentísimo, saluda a derecha e izquierda.)
Me adoran los franceses.

BECKET:
Bien caras me han costado estas efusiones de la multitud. Desde por la mañana temprano se han distribuido monedas de plata a manos llenas. Los burgueses y la gente acomodada no han salido de sus casas.

EL REY:
¿Por patriotismo?

BECKET:
No. Porque nos hubieran costado demasiado caros. También hay entre la muchedumbre un gran número de soldados de Vuestra Majestad disfrazados de paisanos para hacer bulto y arrastrar a los indecisos.

EL REY:
Siempre te gusta deshacerme las ilusiones. Yo creía que me amaban por méritos. Eres un hombre amoral, Becket. (Pregunta, inquieto.) ¿Se dice amoral o inmoral?

BECKET:
Depende de lo que queráis decir. Inmoral es no hacer lo que se debe cuando es preciso.

EL REY: (Sigue saludando.)
En el fondo, la moral es un remedio en el que no crees.

BECKET:
Es un remedio sólo bueno para uso externo, señor.

EL REY:
¡Qué hermosa doncella! ¡Aquella de los ojos negros! La del balcón de la derecha. ¿Nos paramos?

BECKET:
Imposible. El Obispo nos espera.

EL REY:
La cambiaría por el Obispo; pero ¡qué se le va a hacer! El deber ante todo. Acuérdate de la casa.

BECKET:
Calle de los Bodegueros, frente a la posada del Ciervo.

EL REY:
¡Eres asombroso! ¿Ya conoces la ciudad?

BECKET:
Sí. ¿Os acordáis de lo que tenéis que decir al Obispo?

EL REY:
¡Como que me voy a olvidar! ¡A un Obispo francés al que le he tomado su ciudad por la fuerza!

BECKET:
Sed lo más cortés posible.

EL REY:
¿Cortés con el vencido? Cuando en una ciudad se le oponía la menor resistencia a mi padre, pasaba a todo el mundo por las armas. ¡Qué tiempos de decadencia vivimos! No, si desde la invención de los tenedores se puede esperar de todo.

BECKET:
No hay que desesperar demasiado a nuestros enemigos. Eso les hace más fuertes. La dulzura es la mejor política. Una buena ocupación no debe destruir sino minar.

EL REY:
¿Vas a darme lecciones de ocupación? ¿Tú, un sajón?

BECKET:
Justamente por eso, señor. Tengo cien años de experiencia.

EL REY:
¿Y si ahora en lugar de asistir a un Tedeum cargase sobre esos montones de comedores de ranas?

BECKET:
Sería una falta imperdonable. Aunque sin mucha convicción, os están aclamando.

EL REY:
Bien, “papá”. Mira, mira aquella doncella de cabellos de fuego. Da órdenes para que el cortejo vuelva por el mismo camino. (Avanza con la cabeza vuelta exageradamente hacia la muchacha. Hacen mutis. Órgano. Las oriflamas desaparecen. Estamos en la Catedral. La escena vacía. Se despliega en el lateral derecho una pared que figura la sacristía. El Rey, vestido para la ceremonia, espera. Entran los cuatro Barones, un sacerdote desconocido y un monaguillo. El Rey, cansado, se sienta en un taburete.) Pero ¿dónde está Becket? ¿Y a qué se espera?

BARÓN 1º:
Ha dicho que esperemos, señor. Debe faltar algún detalle.

EL REY: (Se levanta de mal humor.)
Al Rey no se le hace esperar. ¡Tanta ceremonia para un Obispo francés! Parezco una novia a la que el novio ha dejado plantada en la sacristía.

BARÓN 4º: (El más bruto.)
Estoy con vos. Después de todo, la Catedral es vuestra. (Se echa mano a la espada.) ¿Atacamos, señor?

EL REY: (Se vuelve a sentar.)
Eso no le gustaría a Becket, y él sabe más que nosotros lo que conviene hacer en cada caso. Si nos hace esperar debe haber alguna razón. ¡Por fin! Nos helamos, Becket.

(Becket entra, rápido y nervioso.)

BECKET:
Señor, los hombres de mi escolta tenían la certeza de que iba a  producirse  un  levantamiento francés durante la ceremonia religiosa. 

(El Rey se levanta.)

BARÓN 4º: (Saca la espada, dispuesto a luchar.)
¿No lo dije? ¡Por el Rey!

(Los demás le imitan.)

BECKET:
Enfundad vuestras espadas. Aquí no hay peligro. Todas las puertas están protegidas. Haré entrar nuevas tropas en la ciudad y después evacuaremos la catedral. Hasta ese momento os confío la persona del Rey. Y nada de provocaciones. Solamente dispongo, por el momento, de los cincuenta hombres de la escolta.

EL REY:
Becket, ¿ese sacerdote es francés?

BECKET: (Que le ha mirado.)
Sí. Es persona allegada al obispo, y el obispo está de nuestra parte.

EL REY:
Si a veces no podemos fiarnos de los obispos ingleses, ¡imagínate de los franceses! Ese sacerdote me mira de una manera muy extraña.

BECKET:
Se comprende. Extravía un ojo. Aquí os quedáis. Yo voy a vigilar la evacuación  de la nave.

(Va a salir. El Rey le coge de una manga.)

EL REY:
¿Y el monaguillo?

BECKET:
Pero si es muy pequeño.

EL REY:
A lo mejor es un enano. Con estos franceses nunca se puede estar tranquilo. Becket, hemos hablado muy ligeramente hoy por la mañana. ¿Será todo esto un castigo de Dios?

BECKET:
No. Seguramente, una exageración de los hombres de mi escolta por exceso de celo. Tranquilizaos. No ocurrirá nada. Asistiremos al Tedeum en una iglesia desierta. Eso es todo.

EL REY:
¿Y yo que creí hace un momento, cuando veníamos hacia aquí, que todo el mundo me adoraba? Seguramente, no has repartido bastante dinero.

BECKET:
Se pueden comprar sólo aquellos que se venden, y esos son, precisamente, los menos peligrosos. Los otros son lobos contra lobos. Vuelvo en seguida.

(Sale. El Rey comienza a observar con inquietud las evoluciones del sacerdote, que pasea, rezando entre dientes.)

EL REY: (Asustado.)
¡Barón!

BARÓN 4º:
¿Señor?

EL REY:
Vigilad a ese hombre. ¡Los cuatro! Y al menor  gesto, saltad   sobre  él. (Pequeña  pantomima cómica. El sacerdote empieza a temer del Rey. El Rey, al sacerdote. Golpes bruscos a la puerta. El Rey se sobresalta.)  ¿Quién es?

SOLDADO: (Entrando.)
Un mensajero de Londres, Alteza. El mensaje es urgente.

EL REY:
Ve  a ver, Regnault.

(Sale el Barón 4°. Vuelve al instante.)

BARÓN 4º:
Es Guillermo de Corbeil, señor.

EL REY:
¿Estás  seguro que es él?

BARÓN 4º:
Lo reconozco mejor que a las niñas de mis ojos. Hemos vaciado juntos más barriles de cerveza que pelos tiene en el pecho. ¡Y es un erizo el muy rufián!

(Ríe a carcajadas. Se corta ante la mirada del Rey. Sale el Barón y entra seguido del Mensajero que cae de rodillas. Le entrega una misiva.)

EL REY:
Gracias. Levanta. (Lee.) ¡Buenas noticias! Tenemos un enemigo menos. (A Becket que entra muy alegre.) ¡Becket!

BECKET:
Todo está en vías de arreglo, señor. Tropas de refuerzo se encaminan a la ciudad.

EL REY:
Tú lo has dicho. Todo está en vías de arreglo. ¡Dios no nos ha vuelto la espalda! Acaba de llamar a su lado al Arzobispo de Canterbury.

BECKET: (Recibe un golpe)
¿Eh? ¡Pobre! Cuánta fuerza y obstinación en su débil cuerpo.

EL REY:
Bueno, bueno, no malgastes tu pena y considera la noticia como excelente.

BECKET:
Fue el primer normando que se interesó por mí. Se portó como un padre. Dios haya recibido su alma.

EL REY:
Así sea. A Dios, después de todo, le será más útil que a nosotros. (Le atrae hacia sí. Desfigurado). ¡Becket! ¡Qué idea extraordinaria revolotea alrededor de mi cabeza! No sé lo que me ocurre hoy por la mañana,  pero  pienso  con más claridad. ¿Será por haber pasado la noche con una francesa? ¿Estás seguro que no me hará daño tener ideas geniales? Tomás, ¿me oyes?

BECKET: (Sonriendo divertido.)
Sí, príncipe mío.

EL REY: (Excitado como un niño.)
Escucha. La ley impide que yo me inmiscuya en los privilegios del primado. ¿Me escuchas?

BECKET:
Sí, príncipe mío.

EL REY:
Pero si el primado... ¿cómo diría yo? Es algo mío. Si el Arzobispo de Canterbury está a mi lado, ¿en qué podría molestarme su poder?

BECKET:
Bien. Pero no olvidéis que la elección es libre.

EL REY:
¡No! Por primera vez estás equivocado. Cuando el candidato no es persona grata al Trono, el Rey envía un emisario a la asamblea de obispos. Y es el Rey el que tiene la última palabra. Hace cien años que esa asamblea no ha elegido a ningún arzobispo contra la voluntad del Rey.

BECKET:
Les conocemos a todos. ¿En qué obispo confiáis? Con la mitra puesta, una especie de vértigo se apodera de ellos.

EL REY:
Pero yo sé de alguien que no conoce el vértigo, que tiene la cabeza bien sentada sobre los hombros. De alguien que no teme ni el furor del cielo. Tomás, hijo, te necesito una vez más. Tendrás que postergar las mujeres, las batallas, toda clase de placeres..., vas a embarcarte para Inglaterra.

BECKET:
Estoy   a   vuestras  órdenes.

EL REY:
¿No adivinas cuál será tu misión?

BECKET: (En su cara se refleja la angustia de lo que ve venir.)
No, príncipe mío.

EL REY:
Serás portador de una carta dirigida a cada obispo. ¿Y sabes cuál será el contenido de esa carta? Tomás, hermano mío, “mi voluntad real es verte elegido arzobispo de Canterbury”.

BECKET: (Petrificado, pálido, intenta sonreír.)
¿No habláis en serio? ¿A un hombre como yo encargarle de tan santa misión? ¡Sería una gran farsa! (El Rey estalla en risa. Becket se contagia). ¡Qué ejemplar arzobispo iba a ser! Mirad mis nuevas calzas. Son la última moda de París. ¿No os parece llena de encanto esta punta hacia arriba?

EL REY: (Cesa de reír.)
Basta, Tomás. He hablado en serio. Escribiré las cartas antes del mediodía. Tú me ayudarás.

BECKET: (Pálido. Balbucea.)
Pero ni siquiera soy sacerdote, señor.

EL REY: (Tajante.)
Eres diácono. Puedes, mañana, pronunciar tus últimos votos y ordenarte dentro de un mes.

BECKET:
¿Y qué dirá el Papa?

EL REY:
Pagaré.

BECKET: (Murmura abatido después de un silencio lleno de angustia.)
Príncipe mío: veo que vuestra decisión es firme; pero no la llevéis a cabo.

EL REY:
¿Por qué?

BECKET:
Tengo miedo.

EL REY: (Duro. Como nunca lo hemos visto.)
Es una orden, Becket.

(El órgano de pronto empieza a tocar. Entra un soldado.)

SOLDADO:
La Iglesia está vacía. El señor obispo y el clero esperan a Vuestra Majestad.

EL REY: (Brutalmente a Becket.)
¿Oyes? ¡Vuelve en ti! El Tedeum va a dar comienzo.

(El cortejo se forma. En cabeza el sacerdote y el monaguillo. Becket un poco rezagado al lado del Rey.)

BECKET:
Es una locura, señor. No la cometáis. No podré servir a Dios y a Vuestra Alteza.

EL REY: (Mira al frente.)
Jamás me has decepcionado, Becket. Sólo en ti puedo tener confianza. Partirás esta misma noche. Es una orden de tu Rey. Y ahora, vamos, vamos...

(Hace un gesto al sacerdote. Inician la marcha. Pasan a la catedral. Las notas graves del órgano inundan el escenario. Oscuro. Viene la luz sobre la estancia de Becket. Cofres abiertos y esparcidos por el suelo. Dos criados amontonan ricas vestiduras.)

CRIADO 2º: (Más joven que el primero.)
El jubón ribeteado de armiño, ¿también?

CRIADO 1º:
¿No te han dicho que todo?

CRIADO 2º:
Armiño a los pobres. El armiño no se come.

CRIADO 1º: (Ríe.)
Todas estas vestiduras son para venderlas, y el dinero que de ellas se obtenga, repartirlo entre los pobres.

CRIADO 2º:
Pero y él, ¿qué se va a poner si lo vende todo?

BECKET: (Entra con una especie de ropón gris muy simple.)
¿Habéis llenado todos los cofres? Quiero que antes de la noche estén en la tienda del judío. Que sólo queden las paredes desnudas de esta casa. Toma. La manta de piel. Se te olvidaba.

CRIADO 1º:
Vais a tener mucho frío al amanecer.

BECKET:
Haz lo que te digo. (El criado 1°, de mala gana, guarda la manta de piel en el cofre.) ¿Ha venido el intendente para organizar el banquete de esta noche? Ya lo sabéis. Cuarenta cubiertos en el comedor grande.

CRIADO 1º:
Dice el intendente que la vajilla de oro no alcanzará. ¿La mezcla con la vajilla de plata?

BECKET:
Que ponga la mesa con los platos y las escudillas de barro de la cocina. La vajilla está vendida. El judío vendrá por ella esta noche.

CRIADO 1º: (Asombradísimo.)
¿Las escudillas... de la cocina? Bien, señor. Al intendente le preocupa también la lista de los invitados. No hay mucho tiempo para...

BECKET:
No habrá invitaciones especiales. Abriremos las puertas y se sentarán a la mesa todos los pobres que pasen por la calle. Quiero cenar con ellos la última noche.

CRIADO 1º: (Aterrado.)
Bien, señor.

(Va a salir con el otro.)

BECKET:
¡Ah! Una advertencia. Que el servicio sea impecable, como si se tratara de una cena de príncipes. Os podéis ir. (Salen. Becket, solo, va a uno de los cofres, saca una de las prendas, la mira, la vuelve a dejar en el cofre.) Todo esto era muy hermoso. Es verdad. (Sonríe.) Un hombre con verdadera vocación no hubiera renunciado a todo esto en un día con tanta facilidad. ¿Será el orgullo? (Se acerca a un crucifijo salpicado de brillantes y pedrería que hay colgado en la pared.) Espero, Señor, que no serás Tú quien me inspire estas resoluciones para ponerme luego en ridículo. Todo es tan nuevo para mí... (Descuelga el crucifijo.) Eres demasiado rico Tú también. Estas piedras preciosas no van bien alrededor de Tu cuerpo ensangrentado. Serás más feliz entre las manos de un pobre. (Mira en torno suyo.) Es como si me fuera de viaje. Perdóname, Señor, pero no tengo ninguna pena. ¡No creo que Dios sea triste! Mi alegría al despojarme de todas estas cosas debe formar parte de Tus deseos. (Pasa detrás de una cortina. Le oímos silbar su marcha predilecta. Sale. Descalzo. Sandalias. Hábito de monje, simple estameña.) Ya está. Adiós, Becket. Desearía sentir dolor por dejar algo, para podértelo ofrecer, Señor, pero no siento dejar nada, nada... (Va al crucifijo.) ¿Será posible, Señor? Me parece todo demasiado sencillo... (Cae de rodillas, reza.)

TELÓN

ACTO SEGUNDO





Una sala del Palacio del Rey.



(En escena la Reina Madre y la Reina, esposa del Rey, bordan tapices en grandes bastidores. Los dos hijos del Rey, en un rincón. El Rey, entretenido con el bilboquet. Falla dos golpes. Lo tira a un lado y grita.)

EL REY:
¡Cuarenta pobres! ¡Ha invitado a cuarenta pobres a cenar!

REINA MADRE:
Es un extravagante. Siempre te dije que habías colocado muy mal tu confianza.

EL REY:
¿Qué sabes tú? Tomás es más inteligente que todos nosotros juntos.

LA REINA:
¿Eh? ¡Somos la familia real!

EL REY: (Entre dientes.)
Pues por eso. (Pausa.) ¡Cuarenta pobres! Debe haber alguna explicación. Lo sabremos en seguida. Falta poco para que llegue. Le he convocado con urgencia para hoy por la mañana.

LA REINA:
Parece ser que ha vendido la vajilla de oro y toda su ropa a un judío. Y dicen que va vestido con un humilde hábito de fraile.

REINA MADRE:
Se puede llegar a santo, ¡pero no en un día! Hasta eso lo hace por ostentación.

EL REY:
Va a ser todo una burla. Sí. Al final resultará que se ha querido burlar de nosotros.

REINA MADRE:
Jamás le tuve el menor afecto. Fuiste un loco en darle tanto poder.

EL REY:
¡Es mi amigo!

LA REINA:
Es el amigo de tus correrías, de tus depravaciones. Por culpa de él has dejado de cumplir tus deberes conmigo.

EL REY: (Furioso.)
¿Mis deberes contigo? ¿Y los tres hijos que te he dado? He cumplido con mi deber tres veces por lo menos.

LA REINA: (Ofendida.)
Cuando dejes de estar bajo la influencia de ese hombre nefasto, te refugiarás en el seno de la familia.

EL REY:
¿Queréis que sea sincero? Me aburro con vosotras. Estoy harto de los eternos cuchicheos y maldades, que volcáis sobre todo el mundo, por encima de vuestros bordados y tapices. (Se coloca detrás de los bastidores.) Que además ¡son horrendos! ¡Ni para esto tenéis habilidad!

LA REINA:
Cada cual hace lo que sabe.

EL REY:
Vosotras, por lo que se ve, muy poco. (Va a la ventana.) ¿Irá atrasado el cuadrante solar?

REINA MADRE:
Para eso sería necesario que se atrasase el sol.

EL REY: (Grita, desesperado.)
¡Entonces es él quien se retrasa! Hace un mes que no le veo. Le doy licencia para que después de su nombramiento vaya en viaje pastoral. Llega al fin. Le llamo ¡y se retrasa en venir! (Mira por el ventanal.) ¡Eh! No. No es él. (Se acerca a los niños.) ¡Encantadora prole! ¡Hombres en granazón! ¿Cuál de vosotros es el mayor?

EL MÁS ALTO: (Se levanta.)
Yo, señor.

EL REY:
¿Cómo te llamas?

EL MÁS ALTO:
Enrique III.

EL REY:
¡Ehhh! Cuidado, que el segundo se encuentra muy bien de salud.  (Mira a la Reina.) Bonita educación. Te crees ya la Regente, ¿no?

(Entra un soldado.)

SOLDADO:
Un mensajero del Arzobispo Primado, señor.

EL REY:
¿Un mensajero? ¿Un mensajero? He convocado al Arzobispo en persona. (Se vuelve hacia las mujeres; cambia el tono.) Puede que esté enfermo.

REINA MADRE: (Agria.)
¡Sería demasiado hermoso!

EL REY:
¡Cuánto os gustaría verle hecho pedazos! ¿No? A lo mejor se realizan vuestros deseos. Si no viene es que le habrá pasado algo... ¡Becket! (Al soldado.) Haz entrar al mensajero. En seguida. (El soldado sale y vuelve acompañado de un fraile. El Rey va rápido hacia él.) ¿Quién eres? ¿Está Tomás Becket enfermo?

FRAILE:
Soy el secretario de su eminencia el Arzobispo Primado.

EL REY:
¿Le ha pasado algo a su eminencia?

FRAILE:
No, señor, pero me ha encargado que entregue esto a vuestra majestad.

(Le da algo al Rey envuelto en un papel.)

EL REY: (Lo abre. Se queda atónito.)
¿El sello? ¿Por  qué  me  devuelve  el  sello  de  Inglaterra? (Despliega la carta escrita en pergamino. Se queda petrificado.) Está bien. Cumpliste con tu misión. Vete.

(El fraile, antes de salir, se para.)

FRAILE:
¿Alguna respuesta que llevar a monseñor el Arzobispo Primado?

EL REY: (Duro.)
¡Ninguna!

(El Rey queda un momento como desamparado. Va al fondo. Se deja caer en su trono. Las mujeres le miran. La Reina Madre se acerca a él.)

REINA MADRE: (Insidiosa.)
¿Qué nuevas son las de tu amigo?

EL REY: (Se pone en pie. En un grito.)
¡Salid! ¡Salid! ¡Quiero quedarme solo! ¡Y llevaos a esa maldita prole! (Las dos Reinas, asustadas, salen con los infantes. El Rey, solo un momento, como aturdido, se desploma en el trono sollozando como un niño, con la cabeza entre las manos.) ¡Tomás! ¡Tomás! (Unos instantes así. Se levanta pálido, terrible. Dice con los dientes apretados, mirando el sello.) Me devuelves el sello con los tres leones del reino como un niño que no quiere seguir jugando conmigo. ¡Crees que ahora debes defender el honor de Dios! Yo hubiera hecho una guerra contra toda Inglaterra para defenderte, sajón del diablo. Yo hubiera tirado por los aires alegremente el honor del reino por ti. Hay una diferencia: yo te quería, tú no me quieres. (La cara endurecida, dice sordamente.) Después de todo, te agradezco el que te vayas de mi lado. Voy a aprender, por fin, a vivir solo.

(Vase. Baja la luz. Unos pajes se llevan los muebles. Cuando vuelve la luz, el decorado de las columnas. Una iglesia vacía. Un hombre envuelto en su manto entra y se coloca detrás de una columna. Es el Rey. Gilbert Filliot, Obispo de Londres, entra seguido de unos clérigos. Vienen de decir misa. El Rey le aborda.)

EL REY:
¡Eminencia!

(El Obispo 2° retrocede asustado.)

GILBERT:
¿Que quieres? (Exclama.) ¡El Rey!

EL REY:
Sí.

GILBERT:
¿Solo? ¿Sin escolta? ¿Con uniforme de escudero?

EL REY:
Pero el Rey, a pesar de todo. Eminencia, quisiera confesarme.

GILBERT:
Soy Obispo de Londres. El Rey tiene su confesor. Es un cargo importante que posee sus prerrogativas.

EL REY:
La elección de un sacerdote para confesarse debe ser libre. ¡Incluso para los reyes! (Gilbert hace una seña a los clérigos y desaparecen.) Seré breve. No vengo a pediros la absolución, aunque he cometido algo más grave que un pecado: una torpeza. Yo impuse a la fuerza a Tomás Becket en el Concilio de Claredon. Me arrepiento ahora.

GILBERT: (Impenetrable.)
Nos inclinamos entonces ante la decisión real.

EL REY:
Necesité trece semanas para reducir con mi autoridad una oposición irreductible, al frente de la cual figurabais vos. En la última sesión del Concilio, cuando se nombró a Becket Arzobispo, vuestra cara se tiñó de verde. Me dijeron que a los pocos días caísteis enfermo.

GILBERT: (Soberbio.)
Dios me ha curado.

EL REY:
A mí no; yo sigo enfermo, y debo curarme sin la intervención divina. Tengo a Becket sobre la boca del estómago, y hasta que no lo arroje no quedaré tranquilo. ¿Qué piensa de él el clero normando?

GILBERT: (Reservado.)
No le es muy propicio, aunque parece que ha tomado en sus manos las riendas de la Iglesia en Inglaterra. Los que están más cerca de su persona, dicen que su conducta es la de un santo varón.

EL REY: (Con admiración, a pesar de todo.)
En él nada me extraña. ¡Sólo Dios sabe de lo que es capaz! Tanto para el bien como para el mal. (Pausa.) Tenía peor opinión de vos, eminencia. La amistad por Becket me cegaba.

GILBERT: (Siempre impenetrable.)
La amistad es algo muy hermoso, Alteza.

EL REY:
Sí. Es como una bestia viva y tierna. Una bestia con una curiosa particularidad. Cuando está muerta es cuando muerde.

GILBERT: (Prudente.)
¿La amistad del Rey por Becket ha muerto?

EL REY:
Sí. De repente.

GILBERT:
Es un fenómeno curioso que ocurre con frecuencia.

EL REY: (Cogiéndole por un brazo.)
¡Odio a Becket! No puedo vivir con este sentimiento, pero soy el Rey y la grandeza que conviene a mi cargo impide... Necesito a alguien.

GILBERT: (Le mira curioso.)
Yo tampoco os conocía, Alteza. Siempre os tuve por un niño brutal, preocupado sólo por satisfacer vuestros caprichos y placeres.

EL REY:
Se equivoca uno tantas veces al juzgar a los demás. Yo me he equivocado. (Grita de pronto.) ¡Becket! ¡Becket! ¿Por qué ha ocurrido todo esto? ¿Por qué?

GILBERT:
Le queréis. Conserváis aún el afecto por ese impostor, ese bastardo sajón, ese puerco que deshonra la mitra que ciñe sus sienes.

EL REY: (Salta, le coge por el cuello.)
¡Sí! Le quiero aún, pero ése no es asunto tuyo. Te he confiado mi odio. Voy a pagarte para que me deshagas de él, pero no me digas nada en contra suya o de lo contrario nos veremos las caras. ¡De hombre a hombre!

GILBERT:
¡Me estranguláis, alteza!

EL REY: (Lo suelta y concluye en otro tono.)
Nos volveremos a ver mañana y planearemos el ataque juntos. Seréis convocado a palacio con un pretexto: mis obras de caridad en vuestra diócesis de Londres. Pero no hablaremos, como comprenderéis, de los pobres. Lo dejaremos para otra ocasión. Después de todo, el reino que ellos esperan es el eterno. Tienen tiempo.

(Vase el Rey. Gilbert Filliot queda un momento parado. Los clérigos que venían con él se le unen. Toma la cruz y sale con toda dignidad. Por detrás entra un Sacerdote. Detrás dos Frailes y el Frailecillo del primer acto.)

EL SACERDOTE:
Su Eminencia os recibirá aquí.

(Los dos Frailes están impresionadísimos. Empujan, no de muy buenas formas, al Frailecillo.)

FRAILE 1º:
Ponte derecho. Bésale el anillo cuando aparezca y responde con humildad a sus preguntas.

FRAILE 2º:
¿Creías que te había olvidado? Los grandes no olvidan nada.

FRAILE 1º:
No muestres con él tu orgullo.

(Entra Becket. Hábito simple de fraile.)

BECKET:
Hermanos. (Les da su anillo a besar.) ¿El tiempo es hermoso en Hastings?

FRAILE 1º:
Las nieblas de siempre, monseñor.

BECKET:
Iré pronto a visitar la abadía. Cuando mis nuevas funciones me dejen libre. (Por el Frailecillo.) ¿Cómo se ha portado nuestro buen fraile?

FRAILE 2º:
Con la obstinación de una bestia salvaje. El padre superior intentó con él la dulzura, como vos recomendasteis, pero tuvo pronto que recurrir a la celda de castigo, a las duras disciplinas y al pan y al agua, y sin resultado alguno. Los insultos siempre al borde de los labios. ¡Parece que el orgullo ha tomado posesión de todo su ser! (Al Frailecillo.) ¡Ponte derecho!

BECKET:
Ponte derecho. El pecado de orgullo tiende a enderezar a las personas. Mírame de frente. (El Frailecillo obedece.) Está bien. (Becket se vuelve a los otros Frailes.) Podéis ir a la cocina, donde repondréis fuerzas antes de partir. Os relevamos por hoy del voto de abstinencia. Saludad en Jesús a vuestro Superior de nuestra parte.

 FRAILE 2º:
Y...

(Señala al Frailecillo.)

BECKET:
Se quedará aquí. Tiene que cumplir una misión a mi lado.

FRAILE 2º:
Desconfiad de él.

BECKET:
No le temo. Idos tranquilos. (Los dos Frailes salen.) Otra vez tú y yo frente a frente. ¿Por qué te inclinas tanto?

FRAILECILLO:
No quiero mirar a nadie a la cara.

BECKET:
Yo te enseñaré. Levanta la cabeza. Has cargado a tus espaldas con toda la vergüenza de Inglaterra. ¿Es ese peso el que te curva el espinazo?

FRAILECILLO:
Ese peso.

BECKET:
Si yo cargase con la mitad, te pesaría menos. (Hace una señal al sacerdote.) Que sus señorías entren cuando lo deseen. (Sonríe al Frailecillo.) Es la hora del consejo. Ahora vendrán los Obispos.

FRAILECILLO:
No sé apenas leer y escribir. Mis padres eran campesinos, pero tonsuré para burlar la leva de soldados. ¿Por qué me habéis mandado llamar?

BECKET: (Sonríe.)
Porque te necesito. Eso debe bastarte. Sólo te pido que me mires como me estás mirando en este momento. Hay quien lleva un cilicio. (Se abre el hábito.) Yo lo llevo, pero ¡qué ridículas son a veces vuestras disciplinas y sacrificios! Ya me he acostumbrado a él, y si me lo quitase, me acatarraría. Yo necesito algo más. Algo que me recuerde constantemente lo que soy. Te necesito a ti, mezcla de cardo y de ortigas, necesito pincharme con tus espinas para no abandonar el camino que he emprendido, para no volver jamás a mis antiguos placeres. (Entran los Obispos.) No te muevas de ese rincón y domínate, no les saltes al cuello. Eso lo complicaría todo. (A los Obispos.) Empezad cuando queráis. ¿Cuáles son vuestras mociones de hoy?

OBISPO DE OXFORD:
Eminencia, habéis decidido, en contra de nuestra voluntad, atacar al Rey de frente. Incluso antes de que las tres excomuniones, dirigidas a personas de su corte, se hayan hecho públicas, el Rey ha contestado. Su Gran Justiciero, Richard de Lacy, acaba de presentarse en vuestra antecámara, reclamando vuestra presencia en nombre del Rey. Es portador de un llamamiento para que comparezcáis en el plazo de un día ante el gran consejo, que se reunirá con las atribuciones de un tribunal de justicia.

BECKET:
¿De qué me acusa el Rey?

OBISPO DE OXFORD:
De prevaricación. Su Alteza os reclama una considerable suma, de cuando vuestra gestión cerca del Tesoro.

BECKET:
Al abandonar la Cancillería entregué documentos y cuentas al Gran Justiciero. Los revisó y me dio su conformidad. ¿Qué cantidad me reclama el Rey?

OBISPO DE OXFORD:
Cuarenta mil marcos de oro fino.

BECKET:
¡Jamás hubo esa cantidad en todos los cofres de Inglaterra! Pero basta con un escribano hábil para demostrar lo que se desea. Soy en estos momentos como una mosca entre los dedos del Rey. Siento cómo sus dedos se cierran, se cierran... (Sonríe. Los mira.) ¡Qué alivio en vuestros semblantes, monseñores! ¡No podéis ni siquiera disimularlo!

OBISPO DE YORK:
Éramos contrarios a la lucha abierta...

BECKET:
Guillermo de Ayneslord, empujado por el Rey, y bajo pretexto de que desaprobaba mi elección, ha herido de muerte al sacerdote que yo había nombrado para sus dominios. ¿Voy a permitir que hieran, que maten a mis sacerdotes?

GILBERT:
No debisteis nombrarle por vuestra cuenta.

OBISPO DE OXFORD: (Dulcemente.)
Guillermo de Ayneslord es un noble muy allegado al Rey. Su excomunión es una torpeza.

BECKET:
Le conozco bien. Le gustan los goces terrenales. He vaciado con él muchos vasos de cerveza, pero no me arrepiento de mi decisión.

OBISPO DE YORK:
¡Y yo soy primo hermano de su esposa!

BECKET:
¡Ah! Un detalle importante que desconocía, señor Obispo; pero a pesar de eso, ¡ha malherido a uno de mis sacerdotes! Si yo no les defiendo, ¿quién les defenderá? Guillermo de Ayneslord se ha atrevido a juzgar a un clérigo que únicamente podía ser juzgado por un tribunal eclesiástico.

OBISPO DE YORK: (Con ironía.)
Una pobre víctima por la que valía la pena batirse. (Transición.) Estaba acusado de violación y asesinato. ¿No hubiera sido más inteligente dejar que le colgasen y vivir en paz con los nobles normandos?

BECKET:
“Yo no he venido a traer la paz, sino la guerra.” Su Señoría ha oído eso en alguna parte, ¿no? Me importa muy poco saber de qué se le acusaba. Pero si dejo juzgar a mis sacerdotes por un tribunal secular, si dejo que Robert de Vere saque a la fuerza del convento a un fraile tonsurado, con el pretexto de que era uno de sus siervos que había huido de la leva de soldados, si no doy pruebas de que existimos, dentro de cinco años ¡veréis cuál iba a ser nuestra suerte! He excomulgado por hechos cometidos contra nuestros sacerdotes a Guillermo de Ayneslord, a Gilbert de Clave y a Robert de Vere. El Reino de Dios debe defenderse como los otros reinos. El derecho sin la fuerza no existe.

OBISPO DE OXFORD:
El Rey es la fuerza y la ley.

BECKET:
Es la ley escrita, pero hay otra ley no escrita que acaba siempre por doblegar, por hacer agachar la cabeza e los Reyes. (Los mira.) Yo era un libertino, no tenía escrúpulos. Me gustaba vivir y me burlaba de todo esto que ahora defiendo. Pero ¡que no me hubieran cargado con el fardo! Con él a la espalda, remangaré mi sotana, subiré mis mangas y atravesaré todos los caminos por muy llenos de zarzas y emboscadas que se encuentren.

GILBERT: (Furioso.)
¿Sabéis qué es lo que ocurre cuando se aplica sólo la jurisdicción eclesiástica? Para robar... (Gesto de Becket.) Sí, para robar los siervos sajones a sus señores, cualquier hijo de campesino, gracias a esa ley, es capaz de ir a la guerra tonsurándose. Dos tijeretazos y un oremus bastan para hurtar al señor de uno de sus hombres. La propiedad es sagrada. ¿Impediríais a los amos que se quejen si les quitasen uno de sus bueyes y ellos intentaran recuperarlo?

BECKET:
Es admirable, señor Obispo, el vigor con que defendéis a los grandes terratenientes normandos. Olvidáis algo de suma importancia —de suma importancia para un sacerdote—, y es que un siervo sajón tiene un alma, un alma que quizá desea dedicarla a Dios. ¡La comparación con el buey no me parece muy caritativa!

GILBERT:
No os hagáis ahora el ingenuo, Tomás Becket. En otra época, si no recuerdo mal, estabais al lado y de parte de los normandos y su Rey.

BECKET: (Que no le escucha.)
Es posible que, en la mayoría de los casos, los siervos que se refugien en nuestros conventos sólo lo hagan con el deseo de escapar a la esclavitud de la guerra y de las armas, pero si sobre diez mil que mientan hay un solo siervo sajón que quiere servir a Dios, yo arriesgaría la seguridad de la Iglesia y su existencia para protegerle.

(Silencio.)

GILBERT: (Suave.)
La alusión a la oveja descarriada siempre fue de gran efecto. Es fácil hacer grandes frases, monseñor, sobre todo cuando el tema, como en este caso, se presta a ello. (Más duro.) Pero la política es algo muy distinto. En otra época sabíais seguir sus dictados a la perfección.

BECKET:
En otros tiempos puede ser, y me avergüenzo de ello. ¡Ahora odio las políticas!

OBISPO DE OXFORD: (Dulcemente.)
Y por política no deberíamos oponernos a las decisiones de los caballeros normandos. La Iglesia debe obrar siempre sabia y cautelosamente.

BECKET:
Pues yo no quiero ser sabio ni cauteloso a ese precio. Doy por terminado el consejo. Mi decisión es firme. Mantengo las tres excomuniones. (Un gesto a un sacerdote.) Que pase el Gran Justiciero de Su Majestad. No le hagamos esperar más. (Dos soldados entran precediendo a Richard De Lacy y a su heraldo. Becket va a él sonriente.) ¡Richard de Lacy! Fuimos buenos compañeros en otra época. Recuerdo que encontrabais mis sermones un poco largos cuando era la hora de cenar. Ahorradme ahora el vuestro. La lectura de esa citación está dentro del procedimiento legal. Pero, por favor, ahorrárosla. Ahora soy yo el que tengo prisa. Decid al Rey que responderé en la sala de justicia a sus acusaciones.

(Se corren unas cortinas. Suponemos que detrás de esas cortinas está la sala de justicia. Aparece El Rey,   mira   por una rendija. Gilbert Filliot entra.)

EL REY:
¿Qué? ¿Qué?

GILBERT:
El procedimiento sigue su curso, Alteza. El Arzobispo no ha acudido a responder a las acusaciones porque dice estar enfermo. Y lo está. Un galeno ha hecho la comprobación. Será condenado por ausencia. Nuestro decano, el Obispo de Chichester, una vez promulgada la sentencia, irá ante él y le comunicará que nos desligamos de la promesa de obediencia hacia su persona. Entonces Nos, Obispo de Londres, avanzaré y acusaré públicamente a Becket, negándole por vez primera su título de haber celebrado una misa sacrílega bajo la evocación del espíritu maligno.

EL REY: (Un poco inquieto.)
Me parece excesivo.

GILBERT:
Puede ser, Alteza; pero es algo que nunca falla. Entonces vos, o una persona designada por vos, suplicará a los prelados que le liberen del perjurio. Todo puede darse por terminado hoy mismo. ¿Tenéis la fórmula?

EL REY: (Saca un pergamino y lee.)
“Oíd todos los aquí reunidos mi petición real. Por la fe que nos debéis os pedimos justicia contra Tomás Becket, que era persona de mi confianza y...” Leo muy mal.

GILBERT:
No os  importe,  nadie va a  escucharos. La  Asamblea  después  votará  una  sentencia  de encarcelamiento. Ya está redactada.

EL REY:
¿Por unanimidad?

GILBERT:
Falta vuestro voto, Majestad.

EL REY: (Desfalleciendo.) 
¡Tomás! 

GILBERT:
Puedo parar la máquina de la justicia.

EL REY: (Duda un poco.)
No. Adelante.

(Gilbert sale. El Rey mira por la rendija de la cortina. Entran las dos reinas.)

LA REINA:
¿Ya? ¿Está de una vez perdido para siempre?

EL REY:
Sí.

LA REINA:
¡Al fin!

EL REY: (Grita.)
Os prohíbo que mostréis alegría.

LA REINA:
¿De ver perecer a tu enemigo?

EL REY:
¡Mi enemigo! Pero en una balanza, desnudo, como su madre lo echó al mundo, pesa mil veces vuestro peso, con joyas, corona ¡y con vuestro padre el Emperador encima! Becket me ataca y yo tengo que defenderme. Pero me ha dado a manos llenas todo lo bueno que hay en mí. ¿Tú qué me has dado? ¡Tu mediocridad! Por eso te prohíbo el menor gesto de alegría cuando él muera.

LA REINA:
Te he dado mi juventud y tus hijos.

EL REY:
A mis hijos los detesto. En cuanto a tu juventud, flor seca entre las páginas de un libro de misa, abandónala sin pesar. Tal vez envejeciendo, la beatería y la maldad den a tu ser un carácter y un relieve que ahora no tiene. Tu vientre era un desierto en el que tuve que perderme, solitario, para cumplir un deber, para tener una  descendencia; pero  jamás fuiste mi  mujer, y Becket fue mi amigo; lleno de fuerza, de generosidad  y de  sangre corriendo  por sus  venas. (Sacudido por un sollozo.)  ¡Becket! ¡Becket!

REINA MADRE:
Y yo, hijo, ¿no te he dado nada?

EL REY: (Tranquilizándose.) 
Sí.  La  vida.  Gracias, señora. Pero después os he visto muy pocas veces; arreglada para ir a un baile o con vuestra corona y vuestro manto de armiño diez minutos antes de asistir a una ceremonia oficial, a las que por exigencias del protocolo tenía yo también que asistir sentado a vuestro lado. Pero siempre estuve solo. Únicamente una persona me ha querido sobre esta tierra: Becket.

REINA MADRE: (Grita.)
Pues bien, ¡absuélvele, perdónale! ¡Y dale otra vez el poder!

(Entra un Paje corriendo sin aliento.)

EL REY:
¿Qué ocurre?

EL PAJE:
Majestad, monseñor Becket ha aparecido ante el Tribunal cuando ya no se le esperaba. Pálido, enfermo, revestido de pontifical, cargado con una cruz. Ha atravesado la sala de justicia sin que nadie osara detenerle. Al salir a la calle, la multitud se arrodillaba a su paso.

EL REY: (No puede impedir gritar gozoso.)
¡Buena jugada, Tomás! ¿Y mis barones qué hacían?

EL PAJE:
Con la mano en la espada gritaban: “traidor”, “perjuro”, “detenedle”, “escucha tu sentencia”, y él avanzaba, avanzaba, sin escucharles, con la cruz entre las manos. Nadie osó tocar los sagrados ornamentos.

EL REY:
¡Imbéciles! Estoy rodeado de imbéciles, y el único hombre inteligente de mi reino está en contra mía.

EL PAJE:
En la puerta, antes de salir se volvió, los miró fríamente y les dijo que en otra época, no muy lejana, hubiera contestado a los insultos con las armas.

EL REY: (Jubiloso.)
¡Es verdad! Con la lanza o la espada era invencible.

EL PAJE:
Les miró de una manera tan extraña que uno a uno se fueron callando.

EL REY: (De pronto serio.)
¿Y Gilbert Filliot, el Obispo de Londres, que iba a pulverizarle, qué hizo?

EL PAJE:
Se quedó ronco queriendo calmar a todo el mundo, lanzó unas cuantas injurias y se desmayó. En estos momentos le están poniendo unas compresas de vinagre.

(El Rey estalla a reír incontenible. Se retuerce de risa.)

EL REY:
¡Es todo demasiado divertido! ¡No puedo más!

(Ríe, ríe.)

REINA MADRE: (Fría.)
Puede que mañana no te toque reír, sino lamentarlo. Becket pedirá asilo al Rey de Francia y desde allí seguirá maniobrando en contra tuya.

(Sale. El Rey cesa de reír. Un momento de indecisión y sale rápido. Cambia la luz. Palacio del Rey de Francia. Sentado en mitad del escenario en su trono. Es un hombre más bien gordo.)

REY LUIS: (A sus Barones.)
Hay una canción que dice:  “Señores, estamos en Francia, mierda para el Rey de Inglaterra”.

BARÓN 1º:
Vuestra Majestad no puede negarse a recibir a los Embajadores extraordinarios.

REY LUIS:
Los recibiré, es mi oficio.

BARÓN 1º:
Hace dos horas que esperan.      

REY LUIS:
Ese es el suyo, esperar. Sé, además, lo que vienen a pedirme.

BARÓN 2º:
La extradición de un súbdito reclamado es una cortesía que debe existir entre cabezas coronadas.

REY LUIS:
Las cabezas coronadas juegan la comedia de la cortesía, pero mi derecho a la cortesía cesa cuando se trate de la suerte de Francia. Y la suerte de Francia debe ser en estos momentos crear las mayores dificultades posibles a Inglaterra. Hay que pagarles con la misma moneda. Bastantes nos crean ellos. El Arzobispo Tomás Becket es una cadena que aprisiona los pies del Rey. ¡Viva el Arzobispo! Además, me es simpático. A todo esto se añade que el proteger a los exiliados es uno de los más gallardos florones de la corona de Francia.

BARÓN 2º:
Vuestra Majestad es dueño absoluto de cualquier resolución.

REY LUIS:
Haced entrar a los embajadores.

(Sale el Barón 1° y vuelve seguido de Gilbert Filliot y de un noble.)

BARÓN 1º:
Permitidme, Majestad, que os presente a los enviados extraordinarios de Su Majestad el Rey de Inglaterra. Su Eminencia el Obispo de Londres y el barón de Araundel.

REY LUIS:
Os saludo, milord, Eminencia. Sed bienvenidos a esta tierra francesa. ¿Cuál es vuestro mensaje?

GILBERT:
Majestad. (Se inclina. Desenrolla un pergamino. Lee.) “A mi señor y amigo Luis, Rey de Francia. Yo, Enrique de Inglaterra, Duque de Normandía, duque de Aquitania y conde d'Anjou, os hago saber que Tomás Becket, que fue Arzobispo de Normandía, después de ser juzgado públicamente por fraude, perjurio y traición hacia mi persona, fue condenado. Os ruego que no deis asilo en vuestro Reino a Tomás Becket, ni que nadie de los vuestros le preste socorro, apoyo o consejo. Espero de vos que me ayudéis en la venganza de mi honor y en el castigo de mis enemigos. Como desearíais que hiciese lo mismo con los vuestros.”

(Silencio. Al terminar la lectura, Gilbert Filliot, inclinándose, le entrega el pergamino al Rey, quien a su vez lo enrolla displicente y lo alarga a uno de sus Barones.)

REY LUIS:
Hemos escuchado con toda atención la misiva de que sois portadores. Mi Cancillería redactará una respuesta que vos mismo llevaréis mañana a vuestro Rey. Por el instante no tenemos ninguna noticia de que Tomás Becket, Arzobispo de Canterbury, haya pisado suelo francés.

GILBERT: (No creyéndole. Frío.)
El que fue Arzobispo de Canterbury se halla refugiado en la Abadía de San Martín, cerca de San Omar.

REY LUIS: (Irónico.)
Sabéis más que nosotros. ¡Estos ingleses! (Se pone en pie. Los Embajadores se inclinan y salen, no sin antes hacer unas reverencias. El Rey Luis dice al segundo Barón en voz baja.) Acompañad hasta aquí a Tomás Becket y dejadnos solos. (Sale y vuelve acompañado por Becket. Hábito de fraile. Se arrodilla ante el Rey.) Levantaos, Tomás Becket, saludadme como Arzobispo de Canterbury, Primado de Inglaterra. Con una simple inclinación de cabeza. Yo os debería besar el anillo si vuestra visita fuera oficial, pero temo que no lo sea.

BECKET: (Sonríe.)
No, señor. Soy un exiliado.

REY LUIS:
Título de la máxima importancia en Francia.

BECKET:
Temo que es  el  último  que me quede. Mis bienes han sido distribuidos entre todos aquellos que han servido al Rey contra mí. Se han enviado misivas al Conde de Flandes diciéndole que me devolviese a Inglaterra si pisase sus tierras. Juan, Obispo de Pitiers, que era sospechoso de querer darme asilo, ha sido envenenado.

REY LUIS: (Un poco en broma.)
Debéis ser una persona muy peligrosa.

BECKET:
Estoy empezando a creerlo yo también.

REY LUIS:
No os preocupéis, Becket. A mí me gusta el peligro. Si el Rey de Francia empezase a tener miedo del Rey de Inglaterra, algo no marcharía bien en Europa. Os concedemos nuestra protección real.

BECKET:
La  acepto  con   profundo  agradecimiento.

REY LUIS:
Pero... siempre hay un pero en todas las cosas, y en política abunda más esa palabra que en cualquier otro oficio. (El Rey se levanta penosamente de su trono hacia Becket. Éste lo mira.) Mi misión es defender siempre los intereses de Francia, Becket; pero... en un mes, quizá en un año, puedo comunicaros que mis relaciones con el Rey de Inglaterra han evolucionado favorablemente, y para ponerme a bien con él deba expulsaros de mi país. Es la política. (Le da un golpecito cariñoso en un hombro.) Me sabréis comprender, porque vos fuisteis cocinero antes que fraile, y nunca mejor empleado el proverbio.

BECKET: (Sonríe.)
Os comprendo, Majestad.

REY LUIS:
Y pensad que si hubieseis sido un Arzobispo francés a lo mejor os estaría yo persiguiendo en estos momentos.

BECKET:
En política, como habéis dicho, todo es posible.

REY LUIS:
Fijaréis vuestra residencia en el convento de monjes de la Orden del Císter, de Pontigny. La regla es dura.

BECKET:
No me importa, Majestad. Es lo que deseo.

(Oscuro; viene la luz sobre una celda débilmente iluminada. Becket reza ante un crucifijo de madera. En un rincón, acurrucado en el suelo, El Frailecillo juguetea con un cuchillo.)

BECKET: (Todavía en actitud de rezar, dice.)
Señor, esta celda desnuda, los cilicios, el frío sobrehumano, todo, todo es demasiado poco para mí. Creo, Señor, que esta vida de molicie no es un sacrificio, es un premio. Sí. Debo abandonar este convento, ponerme mi casulla dorada, ceñir la mitra sobre mis sienes y volver a luchar al sitio y con las armas que Tú tuviste a bien concederme. Señor mío. Fuiste Tú quien me hizo Arzobispo, fuiste Tú quien me colocaste en el tablero como un peón frente al Rey y sus injusticias. Volveré a Canterbury, empuñaré mis armas, que en este caso son la cruz y el bastón pastoral, y dejaré que el mundo me acuse de orgullo. Debo realizar lo que creo que es mi obra. En todo lo demás, hágase Tu voluntad.

(El Frailecillo, que jugueteaba con el cuchillo, lo  lanza  sobre  el suelo. El cuchillo  se  clava vibrando. La luz de un proyector se encuentra sobre él. Oscuro. Luz. La misma celda. Becket de pie. El Superior y dos Frailes.)

SUPERIOR:
Noticias del Rey.

BECKET: (Impenetrable.)
Las adivino y comprendo vuestra emoción.

SUPERIOR: (Indeciso.)
El tiempo que habéis vivido a la sombra de los muros de nuestra Abadía lo recordaremos con orgullo y... pero... pero...

BECKET: (Implacable.)
Pero... ¡ya surgió!

SUPERIOR:
Venimos solamente a advertiros para que vos mismo, con vuestra reconocida prudencia, juzguéis lo mejor por hacer.

(Silencio. Becket le sondea con la mirada.)

BECKET:
La prudencia es una virtud. Pero no hay que abusar demasiado de ella. Vuestro convento está asentado sobre las tierras del Rey de Francia y yo he vivido en él acogido a su real protección.

SUPERIOR:
La Orden del Císter no sólo tiene esta Abadía en Pontigny. Las hay también en Normandía, en Inglaterra, en el Condado de Anjou...

BECKET: (Sonríe.)
Qué difícil es defender el honor de Dios cuando se tienen grandes posesiones. Ved las mías. (Va a un rincón.) Este hatillo de ropa. Y ya lo había atado. Contaba con salir al amanecer.

SUPERIOR: (Con un suspiro de alivio.)
¡Me quitáis un peso de encima! Es para mí un alivio el que esa decisión haya partido de vos, hijo mío.

BECKET:
No me llaméis hijo mío, Abad. Soy el Arzobispo Primado de la Iglesia de Inglaterra. Y ante el viaje que voy a emprender, tan lleno de peligros, soy yo quien os da la bendición apostólica.

(Se pone el anillo y le bendice. El Superior, con un gesto de contrariedad, se arrodilla. Cambian las luces. Por un lateral entra el Rey Luis con Becket, al que coge por un brazo amistosamente.)

REY LUIS:
Sí. Un cambio de la política. Ahora nos conviene estar en las mejores relaciones con Inglaterra. La paz, por ese lado, me asegura grandes ventajas en la lucha que voy a iniciar contra el Emperador. Habéis salido a relucir muy a menudo en mis conversaciones con el Rey de Inglaterra. Os odia de todo corazón.

BECKET:
En otro tiempo nos queríamos, pero ahora no me perdona que haya preferido a Dios.

REY LUIS:
Le obsesionáis. En resumidas cuentas, no he tenido más remedio que prometerle vuestra expulsión de Francia, a la que tengo que acceder no sin sentirme un poco avergonzado. ¿Dónde vais a ir?

BECKET:
A Inglaterra. Hace tiempo que tomé esta decisión.

REY LUIS:
¿Os gustaría acabar como un mártir? No me decepcionéis. Yo os tenía por un hombre más sano.

BECKET:
No voy a mendigar por los caminos de Europa un cobijo donde refugiarme. Soy el Arzobispo Primado de Inglaterra. Si debo morir, debe ser en mi Iglesia, ciñendo la mitra, con la cruz plantada en la mano, y rodeado de mis ovejas.

REY LUIS:
Puede que tengáis razón. (Suspira.) A veces es muy pesado ser Rey. Sobre todo cuando se tropieza con un hombre como vos. ¿Por qué no nacisteis a este lado del Canal de la Mancha, Becket? (Ríe.) Mejor es que no haya sido así. En estos momentos sería a mí al que le estaríais buscando conflicto tras conflicto. Sois un hombre valiente. Os aprecio. Y más que los problemas de mi Reino, que son muchos, el teneros que expulsar me ha quitado el sueño esta noche. De vez en cuando los Reyes nos podemos permitir el lujo de tener un sentimiento humano. ¿Por qué no intentamos...? Yo tengo que encontrarme con vuestro Rey dentro de muy pocos días en la Ferté-Fernard para sellar los acuerdos. Voy a intentar convencerle y que selle la paz también con vos... no a vuestra costa. ¿Aceptáis hablar con él?

BECKET:
Desde que nos dejamos de ver, yo no he cesado ni un día de hablarle

(Oscuro. Trompetas. El escenario vacío, desnudo. Llanura batida por los vientos. Nobles y hombres de armas agrupados en un lado del escenario. Lanzas, banderolas, todo muy brillante de color. Rodean al Rey Luis, que mira al frente.)

REY LUIS: (A sus Barones.)
¡Duro trabajo me ha costado! Becket aceptó sonriendo. Hasta le divertían las exigencias del Rey como si viniesen de un niño caprichoso. El Rey, en cambio, no quería oírme. Aullaba como un tigre con la mano en su puñal.

BARÓN 1º:
¡Le odia!

BARÓN 2º:
¡Mirad! Avanzan el uno hacia el otro.

REY LUIS:
Solos, en la llanura desnuda, frente a frente como dos reyes.

BARÓN 1º:
Ante nosotros sólo hay un Rey.

REY LUIS:
Dos. No son reyes sólo los que llevan corona. Son muchas veces indignos de llevarlas. (Sigue mirando.) Que se den el beso de la paz. 

(Se van alejando, retrocediendo, esfumándose. En otro grupo, dos Soldados mirando también al frente.)

SOLDADO 1º:
¡Abre bien los ojos! Todos los días no se presencian cosas así. Es una entrevista que quedará en la historia.

SOLDADO 2º: (Un joven.)
Para ser cura, monta bien.

SOLDADO 1º:
Antes de serlo era vencedor en todos los torneos.

SOLDADO 2º: 
¡Ya! ¡Ya están muy cerca! ¿Qué crees que se dirán?

SOLDADO1º:
¿Cómo te imaginas que van a preguntarse por la familia? Debatirán sobre la suerte del mundo. Cosas que ni tú ni yo comprenderíamos.

(Han ido retrocediendo. Desaparecen. El escenario vacío. Aparecen por cada lateral Becket y El Rey, a caballo. Se enfrentan. Durante toda la escena el ruido del viento pone fondo a sus palabras a modo de una melodía aguda.)

EL REY:
Has envejecido, Tomás.

BECKET:
También vos, Alteza. ¿No tenéis frío?

EL REY:
Un frío que me llega hasta los huesos. Tú estás en tu elemento. Apuesto algo a que vas descalzo.

BECKET: (Sonríe.)
Sí. Es mi nueva coquetería.

EL REY:
Incluso cubriendo mis manos por cueros me invaden los sabañones. ¿Tú no tienes?

BECKET: (Dulcemente.)
Sí, claro.

EL REY: (Ríe.)
Y los ofreces a Dios como todo buen fraile que se aprecie.

BECKET:
Tengo algo más importante que ofrecerle.

EL REY: (Grita repentinamente.)
Vamos a terminar discutiendo como siempre. Hablemos de cosas indiferentes. ¿Sabes que mi hijo tiene catorce años?

BECKET:
¿Cómo es?

EL REY:
Un cretino. Sale a su madre. No te cases jamás, Becket.

BECKET:
Respecto a eso, mi suerte está echada. Y por deseo de Vuestra Alteza. Vos me hicisteis ordenar.

EL REY: (Grita.)
¡No empieces! Será más conveniente que hablemos de otras cosas.

BECKET: (Pregunta superficial.)
¿Caza mucho Vuestra Alteza?

EL REY: (Furioso.)
Todos los días. Ejercicio que ya ni me divierte.

BECKET:
¿Tiene  buenos halcones en su cetrería?

EL REY:
De los más caros, pero vuelan mal.

BECKET:
¿Y caballos?

EL REY:
El Sultán me ha enviado cuatro espléndidos pura sangre en recuerdo del décimo aniversario de mi reinado; pero tumban por tierra a todo el que los monta. Nadie ha conseguido cabalgarlos todavía.

BECKET: (Sonríe.
Me gustaría probar.

EL REY:
Y te tiraría como a los demás. Caerías ridículamente boca arriba y veríamos tu trasero por debajo de tus faldas. ¡Si eso no ocurriera me daría mucha rabia!

BECKET: (Después de una pequeña pausa.)
¿Sabéis lo que echo más de menos, Alteza? Los caballos.

EL REY:
¿Y las mujeres?

BECKET: (Con diáfana sencillez.)
Para mí ya no existen.

EL REY:
¡Hipócrita! Al convertirte en fraile te has convertido en un hipócrita. Amabas a Guendalina.

BECKET:
La he olvidado.

EL REY:
¡La querías!

BECKET: (Grave.)
No, Príncipe mío, en el fondo de mi alma y de mi conciencia no la quería.

EL REY:
Entonces mucho peor. No has amado a nada ni a nadie de este mundo. (Pregunta, huraño.) ¿Por qué me acabas de llamar Príncipe mío como en otra época?

BECKET: (Dulcemente.)
Porque seguís siendo mi Príncipe.

EL REY: (Grita.)
Entonces, ¿por qué me haces tanto daño?

BECKET: (Suavemente.)
¿No dijisteis que hablásemos de otras cosas?

EL REY:
¿De qué? ¡Tengo frío!

BECKET:
Siempre os aconsejé que al frío había que combatirlo con sus propias armas. Desnudaos al amanecer y meteos en un balde de agua helada.

EL REY:
Eso lo hice varias veces cuando tú estabas a mi lado, pero ahora ¡no me lavo! Hubo un tiempo en que dejé que mi barba creciera, después me la corté porque me picaba.

BECKET: (Ríe.)
Lo sabía.

EL REY: (Grita de pronto como un niño perdido.)
¡Lo paso muy mal, Becket!

BECKET:
¡Cuánto me gustaría poder ayudaros!

EL REY:
¿No ves que voy a reventar de frío? ¿A qué esperas?

BECKET: (Suavemente.)
A que el honor de Dios y el honor del Rey se confundan.

EL REY:
Eso va para muy largo.

BECKET:
Sí, para muy largo.

(Silencio. Viento.)

EL REY:
Pues habla. De prisa. Si no, estamos en peligro de que se reconcilien dos estatuas de hielo en un frío definitivo. Soy tu Rey, Becket, y mientras estemos sobre la tierra serás tú quien deba dar el primer paso. Estoy dispuesto a olvidar muchas cosas menos que soy Rey. Y al decirte esto no hago más que seguir tus consejos de otro tiempo.

BECKET:
Vuestra obligación es empuñar el timón.

EL REY:
¿Y la tuya?

BECKET:
Resistir con todas mis fuerzas si os empeñáis en enfilar contra el viento.

EL REY:
¡Viento de popa, Becket! ¡Sería demasiado hermoso! ¿Dios con el Rey? Eso ocurre una vez cada siglo. En las Cruzadas, cuando toda la cristiandad grita “Dios lo quiere”. Y aun entonces... Sabes que soy el Rey, que debo actuar como un Rey. ¿Qué esperas? ¿Mi flaqueza?

BECKET:
No. Me aterraría.

EL REY:
¿Vencerme  por la fuerza?

BECKET:
Sois vos la fuerza.

EL REY:
¿Convencerme?

BECKET:
Ya no lo intentaría.

EL REY:
¡Hay que obrar con lógica!

BECKET:
No es necesario. Hay que hacer ciegamente, puede que absurdamente, aquello que le han encargado a uno.

EL REY:
Hace diez años que te conozco, sajón del diablo, en la caza, en la guerra, en un burdel o incluso en tu trabajo. ¡Absurdamente! Una palabra que no esperaría jamás que saliera de tu boca.

BECKET:
Quizá, pero es que no me parezco en nada al hombre que conocisteis hace diez años.

EL REY: (Ríe.)
¿Has sido tocado por la gracia?

BECKET: (Grave.)
No por la que suponéis. Soy indigno de ella.

EL REY:
¿Te has sentido de pronto sajón a pesar de los buenos oficios de colaboración de tus padres?

BECKET:
Tampoco.

EL REY:
¿Entonces?

BECKET:
Yo era un hombre sin honor y de repente, en la Catedral vacía, el día que me ordené sentí descansar sobre mis propias espaldas lo que jamás hubiera podido imaginar: el honor de Dios. Leve y frágil como un niño perseguido.

EL REY:
Habla con palabras más a mi alcance.

BECKET:
Eso hago.

EL REY:
Entonces es que soy un cretino. ¡Háblame como se le habla a un cretino! ¡Es una orden!, y terminemos de una vez. ¿Levantarás la excomunión de Guillermo de Ansford y de los otros nobles allegados a mí?

BECKET:
No, porque esa es mi única arma para defender a ese pobre niño desnudo que me ha sido confiado.

EL REY:
¿Aceptarás las doce propuestas ya aceptadas por mis Obispos en tu ausencia? ¿Renunciarás a la abusiva protección a los clérigos sajones que se tonsuran para huir de la leva de hombres para la guerra?

BECKET:
No, Rey mío. Debo defender a mis ovejas. Tampoco aceptaría la elección de sacerdotes fuera del Episcopado, ni que un clérigo sea juzgado fuera de la jurisdicción de la Iglesia. (Pausa; transición.) Aceptaré, en cambio, las otras nueve propuestas. Sé que es preciso que sigáis siendo el Rey, y no debo menoscabar vuestra autoridad.

EL REY:
Bien. Sea. Yo, a cambio y en recuerdo del compañero que fuiste, te ayudaré a defender a tu Dios, puesto que esa es tu vocación. Todo, excepto el honor del Reino.

BECKET:
Todo, excepto el honor de Dios.

EL REY:
Puedes entrar en Inglaterra cuando lo desees, Tomás.

BECKET:
Pensaba hacerlo y entregarme a vuestro poder. En la tierra sois mi Rey.

EL REY:
Hemos terminado. Tengo frío.

BECKET:
Yo también tengo frío, puede que por primera vez en mi vida.

(Silencio, se miran. Viento.)

EL REY: (Sombrío.)
La paz real sea contigo. (Grita repentinamente.) Pero ya no será como antes. Jamás te volveré a pedir nada, a suplicar. No he debido verte. Me está haciendo mucho daño.

(Un sollozo sacude su cuerpo.)

BECKET: (Emocionado.) 
¡Príncipe mío!

EL REY: (Grita muy fuerte.)
¡No!   ¡No me compadezcas!   ¡La compasión es repugnante!   ¡Vuelve a Inglaterra! ¡Vuelve a Inglaterra! Aquí hace demasiado frío. 

BECKET: (Más cerca de él.)
Adiós. ¿Me dais el beso de la paz?

EL REY:
¡No te acerques! ¡No podría verte de cerca! Hay que dar tiempo al tiempo, puede que más adelante... cuando no sienta este dolor de ahora...

BECKET:
Mañana embarcaré para Inglaterra. Adiós, Príncipe mío. Sé que no os volveré a ver más.

EL REY:
¿Por qué me dices eso después de haberte dado mi palabra de Rey? ¿Me tomas por un traidor? (Becket le mira un instante con un leve matiz de piedad. Vuelve al caballo y se aleja lentamente. El viento más fuerte.) ¡Becket! ¡Becket!

(Pero Becket no le ha escuchado. Cambio de luces.)

(Unos Pajes entran con una mesa, escabeles y el sillón del Rey. Las dos Reinas, el Príncipe, el Rey y los Barones se sitúan alrededor de la mesa. La luz de las antorchas proyecta sobre las paredes sombras inquietantes. Todos, un momento de pie, inmóviles. El Rey los recorre con la mirada. En la boca un rictus de chispeante ironía.)

EL REY:
Señores, hoy no seré yo quien tome asiento el primero. (A su hijo, al mismo tiempo que le saluda cómicamente.) Tú eres el Rey. Siéntate en mi sillón. Yo te serviré.

REINA MADRE: (Un poco violenta.)
Hijo mío...

EL REY:
No me interrumpáis, señora. ¡Sé lo que hago! (El niño, ante el grito del Rey, va a sentarse, huraño, en el sillón.) ¡Así! Y ahora tomad asiento. (Nadie se mueve.) ¡Yo permaneceré de pie! (Pausa. Les mira.) Barones y nobles de Inglaterra. He ahí a vuestro segundo Rey. Por el bien de nuestras vastas provincias nos era necesario que un colega compartiese el Trono. Reanudando una antigua costumbre, queremos que nuestro sucesor sea consagrado antes de nuestra muerte. Os pedimos que a partir de este momento le rindáis vuestro homenaje y le honréis con el mismo titulo que a nos.

(Hace un gesto. Dos criados traen una bandeja en la que hay servido un faisán. El Rey sirve a su hijo.)

LA REINA: (Al niño.)
Ponte derecho. No te metas los dedos en... y come con la mayor compostura... al menos un día.

EL REY: (Mientras le sirve y entre dientes.)
¡Qué cara! ¡Qué gesto de retrasado!, pero ¡qué se le va a hacer! Será vuestro Rey. Cuanto antes os acostumbréis a él mejor. Y si no os gusta, lo siento. No tengo otra cosa.

REINA MADRE: (Estalla.)
Es indigno de ti este juego. ¡Y mucho más indigno que nos obligues a entrar en él! Pero si es tu voluntad, juega al menos dignamente.

EL REY: (Se vuelve furioso.)
¡Callad! Por fin va a sernos útil este cretino. Va a demostrarle a nuestro “buen amigo” Tomás Becket, Arzobispo Primado, que podemos prescindir de él. Coronar a los Reyes es su más alto privilegio y al que se aferra con todas sus fuerzas. Pues bien, el anciano y balbuceante Arzobispo de York, con autorización del Papa —mi buen dinero me ha costado— consagrará mañana en la Catedral a nuestro hijo. (Ríe.) ¡Qué jugada! ¡Estoy viendo la cara que va a poner Becket cuando se entere! (Ríe más. Transición. Al niño.) ¡Sal de ahí, ahora, imbécil! Y siéntate al otro extremo de la mesa. Hasta mañana no podrás ocupar oficialmente este puesto. (El niño, con una mirada de rencor, cambia de sitio llevándose el plato. Al pasar por su lado le dice.) ¡Cómo me mira! ¿Os habéis fijado? ¿Qué desearías? ¿Ver a papá rígido y frío sobre un catafalco rodeado de cirios? Pues tendrás que esperar un poco. Papá se encuentra admirablemente bien de salud.

REINA MADRE:
Hijo mío, Dios es testigo de mi oposición a vuestra tentativa de reconciliaros con ese miserable, que os ha hecho tanto daño. Dios sabe cómo comprendo el odio que sentís por él. Pero que ese odio, y por el solo deseo de herir su orgullo, no os arrastre a cometer un acto que puede tener peligrosísimas consecuencias. Enrique es ahora un niño. Pero recuerda que tú no eras mucho mayor que él cuando quisiste gobernar y maniobrar en contra mía. Los ambiciosos, que tanto abundan en las escoltas de los príncipes, pueden aconsejarle y, aprovechando esta coronación prematura, organizar una facción contra ti y dividir el reino.

EL REY:
¿Y qué me importa? Todo lo daría a cambio de contemplar la cara de mi amigo de otros tiempos cuando vea cómo se le escapa de las manos el privilegio máximo del Arzobispo Primado: ¡consagrar a los reyes!

REINA MADRE:
Yo he soportado más tiempo que tú las cargas del reino. He sido tu reina y soy tu madre. Obra con arreglo a los intereses de tu pueblo y no movido por tus malos humores. Ya concediste demasiado al Rey de Francia en la Ferté-Fernard. Es de Inglaterra de quien tienes que ocuparte, y no de tu odio o de tu amor herido por ese hombre.

EL REY:
¿Quién os autoriza a ocuparos de mis afectos?

REINA MADRE:
Ese hombre os inspira un rencor malsano y muy poco viril. El rey —tu padre— trataba de una manera más expedita a sus enemigos. Los mandaba ejecutar y no volvía a hablar más de ellos. No sufrirías tanto si Tomás Becket fuera una mujer que te hubiese traicionado. (Fuerte.) ¡Descártalo para siempre de tu corazón! ¡Ah, si yo fuese un hombre!

EL REY:
¡Gracias a Dios que no lo sois! El Sumo Creador os dotó de ciertos “aditamentos”, de los que yo personalmente jamás me aproveché. Tengo entendido que me crió una rolliza campesina.

REINA MADRE:
En lo obtuso y cerrado sales a ella.

LA REINA: (Se levanta y dice, casi en un grito.)
¿Y yo? ¿No cuento? Os he tolerado vuestras amantes. Pero ¿creéis que voy a seguir tolerándolo todo? Estoy harta de ese hombre. ¡Siempre él! ¡Siempre él! ¡No hay otra conversación en esta casa! ¡Él! ¡Él! Soy vuestra esposa. ¡Y la reina! Me quejaré a mi padre, el duque de Aquitania; a mi tío, el Emperador; a todos los reyes de Europa, parientes míos. ¡Me quejaré a Dios!

EL REY:
Empieza por él. De lo contrario, se enfadaría. Y con razón. (Violento.) Corre a tu oratorio, a ver si te hace caso. Lo dudo. (A su madre.) Y vos, encerraos en vuestra cámara privada, reuníos con los consejeros secretos. ¡Salid las dos! ¡En seguida! ¡Y no os dejéis olvidado a este delicioso retoño! ¡A Enrique III! (Persigue al niño, dándole puntapiés.) ¡Como no te quites de mi vista voy a darte una patada real en tus reales posaderas! ¡Salid! ¡Salid! ¡Todos! (Salen precipitadamente entre un rozar de sedas. Se vuelve a sus barones, que se han puesto en pie y le miran con gesto de estupor.) Y ahora, ¡bebamos! Con vosotros es lo único que se puede hacer. ¡Bebamos como bestias! ¡Toda la noche! Hasta que rodemos por el suelo como toneles. (Les sirve. En su excitación vierte el vino por la mesa, por el suelo.) ¡Bebed, imbéciles! ¡Sois mis perros fieles!, ¿no? ¡Qué calor hace! ¡Se suda con vosotros como si se estuviera en un establo! (Le da a uno un golpe en la frente.) Nada ahí dentro, ¿verdad? ¡Vacía! Y pensar que antes de conocerle yo era como vosotros. Una máquina de comer, de beber, de gozar en un lecho con una hermosa doncella. ¡Una máquina para la guerra! ¿Pensáis alguna vez?

BARÓN 1º:
Jamás. Es malsano.

EL REY: (Más calmado.)
¡Bebamos! Esto sí que es sano. (Bebe. Les sirve y pregunta, fingiendo indiferencia.) ¿Ha desembarcado Becket?

BARÓN 2º:
Sí, Alteza.

EL REY:
Me han dicho que el mar no le había sido propicio.

BARÓN 1º:
Ha desembarcado, Alteza, a pesar de la furia del mar.

EL REY:
Dios no ha querido ahogarle.

BARÓN 1º:
No.

EL REY:
¿Dónde ha desembarcado?

BARÓN 2º:
En una playa desierta, cerca de Sándwich.

EL REY:
¿Y no le esperaba nadie? Tiene muchos amigos en Inglaterra.

BARÓN 1º:
Sí. El vizconde de Kent y Regnault de Garonne. El vizconde había jurado cortarle la cabeza con su propia mano si osaba desembarcar, pero las gentes de todos los pueblos de alrededor, armados, escoltaban al Arzobispo. Dicen que ha venido a Inglaterra porque tenía vuestro permiso.

EL REY:
Es cierto.

BARÓN 3º:
Los caminos que conducen a Canterbury se han llenado de gente del pueblo que aclamaba con entusiasmo al Arzobispo. No se vio, es verdad, a ningún hombre rico o poderoso mezclado en la multitud.

EL REY:
¿Y dónde se han metido?

BARÓN 1º:
En sus castillos y fortalezas. Jamás se ha visto una multitud tan amenazadora: gentes harapientas, que han bajado de las montañas y han surgido de las cuevas, protegen Canterbury con lanzas oxidadas, escudos abollados... Nunca se pudo suponer que hubiera tantos habitantes en Inglaterra.

(El Rey escucha silencioso, postrado. De repente se levanta y grita.)

EL REY:
¡Miserable! ¡Un miserable que ha comido mi pan! Al que he querido con toda mi alma. (Grita como un loco.) Sí. ¡Le he querido! ¡Y creo que todavía le sigo queriendo! ¡Basta, Dios mío! ¡Basta de este suplicio! ¡¡Basta!!

(Se tira sobre una especie de cama, presa de su crisis nerviosa. Llora, Desgarra el colchón de crines con sus dientes. Los Barones, sorprendidos, se acercan.)

BARÓN 1º: (Tímido.)
Alteza...

EL REY: (Que parece que no le oye.)
¡Nada! ¡No puedo nada contra él mientras viva! Tiemblo sólo de pensar que existe. ¡Tiemblo yo! ¡Y yo soy el Rey! (Se yergue.) ¿Nadie me va a librar de él? ¿Sólo tengo a mi alrededor cobardes? ¿No hay un hombre en Inglaterra capaz de...? (Se aprieta el corazón.) ¡Oh! Mi corazón. Me estalla el corazón. Quiere salirse del pecho y protestar también. ¡Mi corazón! (Cae sobre la cama. Los cuatro Barones se acercan a él. Oscuro. De pronto, como producido por un instrumento de percusión, un ritmo, una especie de tamtam sordo, que al principio es muy suave, como los latidos del corazón, pero que irá “in crescendo” en la escena que viene a continuación. Los cuatro Barones se miran en silencio. Se aprietan los cinturones, posan sus cascos y salen. El Rey, solo, postrado. La sala, desierta; los escabeles, en desorden por el suelo; algunos, patas arriba. La llama de uno de los velones oscila y se extingue. El Rey se levanta. Mira en torno suyo, comprueba que se han ido y adivina la misión que van a cumplir con cara de terror. Duda. Un sollozo y vuelve a caer sobre la cama.) ¡Becket! ¡Becket!

(El segundo velón oscila y se apaga. Oscuro. Vuelve la luz. Columnas. Estamos en la catedral de Canterbury. Al fondo, un pequeño altar con tres escalones. En un lateral, en primer término, Becket, ayudado por el Frailecillo, está terminando de revestirse. Cerca de ellos, sobre un taburete, la mitra y, apoyada en una columna, la alta cruz de plata.)

BECKET:
Tengo que ponerme hoy mis mejores galas. ¡De prisa!

(El Frailecillo le ayuda torpemente. Se sigue oyendo el tamtam en la lejanía.)

FRAILECILLO:
¡Qué difícil es de abrochar! Con tantos botones pequeños... Necesitaría tener manos de doncella.

BECKET:
No; mejor de hombre. Hoy, mejor de hombre. Deja los botones. El alba, de prisa, y la estola...

FRAILECILLO: (Queriendo terminar de abrochar todos los botones.) 
Es necesario que lo que deba hacerse se haga. No hay que dejar nada sin terminar.

BECKET:
Tienes razón. Abróchalos todos. Sin dejar uno. Dios nos dará tiempo. (Un silencio. El Frailecillo, en su tarea, saca la lengua. Becket sonríe y se miran.) ¡Qué curioso! Cuando trabajas en algo muy afanosamente, sacas la lengua.

FRAILECILLO:
¡Ya está! (Sudando.) Hubiera preferido cortar veinte brazadas de leña o limpiar un corral de cuarenta cerdos.

BECKET:
Dame el alba. (Le pregunta.) ¿Te gustaba criar cerdos?

FRAILECILLO:
Sí. Tienen malas intenciones, pero mejores que las de los hombres. Si hacen daño, no tienen razón para lo contrario.

BECKET:
Los cerdos de Hastings son de la mejor raza, negros y peludos. Mi padre también solía criar. Recuerdo que, cuando yo era pequeño, me gustaba sacarlos al campo. ¡La casulla! (El Frailecillo se la da.) Somos como dos fuertes campesinos de Hastings. ¿Llevas siempre tu cuchillo?

FRAILECILLO:
Sí. (Y añade sencillamente.) ¿Será hoy el día que...?

BECKET:
Sí. (Se miran.) ¿Tienes miedo?

FRAILECILLO:
No lo tendría si estuviera seguro de que íbamos a batirnos y dar unos cuantos golpes. Hasta ahora, sólo los he recibido; me daría por satisfecho si matara antes a un normando, ¡uno sólo! No soy exigente.

BECKET: (Le mira sonriente.)
¿A uno sólo?

FRAILECILLO:
Después, no me importaría seguir siendo un grano de arena, porque estoy seguro que, a fuerza de echar granos de arena en la máquina, un día se parará.

BECKET: (Dulcemente.)
¿Y ese día?...

FRAILECILLO:
La reemplazaremos con otra. Una máquina nueva y reluciente. Esa es la justicia, ¿no?

BECKET:
Dame la mitra. (Dulcemente y poniéndosela.) Señor, impedisteis a Pedro que empleara su cuchillo en el huerto de los Olivos. (Mira de soslayo al Frailecillo.) Yo no le privaré de esa alegría. Dame la cruz.

FRAILECILLO: (Se la da.)
¡Cómo pesa! Un buen golpe con ella y... ¡Si yo la tuviera entre mis manos algún día!

BECKET: (Le sonríe, con una caricia.)
Ea, ya estoy vestido, preparado para Vuestra fiesta, Señor. No dejes, en este momento de espera, que me asalte la menor duda.

(Durante esta escena, el tamtam se ha ido aproximando. Retumba en el escenario. Se confunde ahora con unos golpes violentos dados en la puerta. Un Sacerdote entra, enloquecido.)

SACERDOTE:
Monseñor: ¡cuatro hombres armados! Quieren veros de parte del Rey. He atrancado la puerta, pero están intentando tirarla abajo. Vienen armados con hachas. No perdáis tiempo. Refugiaos al fondo de la iglesia. Dad orden para que se cierre la verja del coro. No podrán tirarla abajo.

BECKET: (Sereno.)
Es la hora de las vísperas. Jamás se cierra la verja del coro a la hora de las vísperas.

SACERDOTE:
No, pero en un caso de urgencia...

BECKET:
Haced como si nada pasase. Porque no va a pasar nada extraordinario. Todo va a entrar en orden otra vez. Vamos. (Le dice al Frailecillo.) Vamos al altar. Ayúdame en el oficio. (Se dirige hacia el altar, seguido del Frailecillo. Ruido ensordecedor de golpes en la puerta. La puerta cede. Los cuatro Barones entran, armados de hachas. Más bien, irrumpen en escena. Se paran un instante, desconcertados. Son cuatro estatuas amenazadoras. El tamtam ha cesado. Silencio profundo.) ¡Por fin! ¡La torpeza! Le llegó su hora. (Todos inmóviles.) No se entra armado en la casa de Dios. ¿Qué queréis?

BARÓN 1º: (Sordamente.)
¡Que mueras!

(Silencio.)

BARÓN 2º:
Has hecho burla del Rey. Huye, o morirás.

BECKET: (Dulcemente.)
Es la hora del oficio. (Se vuelve hacia el altar. Les da la espalda. Los cuatro avanzan como autómatas. El Frailecillo se interpone. Saca su cuchillo, protegiendo a Becket. Uno de los barones le atraviesa con su espada. Becket murmura con un reproche.) ¿Ni siquiera a uno? Le hubiera hecho feliz, Señor. (Avanzan hacia él. Los espera sonriente.) ¡Pobre Rey mío! ¡Te compadezco! ¡Cuánto debes estar sufriendo en estos momentos!

(Los cuatro hombres se lanzan sobre él. Al primer golpe, Becket cae. Se ceban en su cuerpo con sus hachas de leñador. El Sacerdote huye, lanzando un grito prolongado. Oscuro. Al volver la luz, El Rey, de rodillas sobre la tumba de Becket, como al principio de la obra. Cuatro frailes le golpean con sus cuerdas, muy gruesas. Hacen los mismos gestos que hicieron los barones al matar a Becket.)

EL REY:
¿Estás contento, Becket? ¿Tu cuenta está saldada? ¿El honor de Dios, limpio? (Al terminar de azotarle, los cuatro frailes se arrodillan ante él. Nos damos cuenta en seguida que es fingido.) Gracias, gracias. ¿A qué esas caras? Ha sido fingido. Os perdono. Gracias. (El Paje avanza con el manto. Los Barones rodean al Rey. Ayudan a vestirle. El clero y los obispos se alejan al fondo. El Rey se dirige hacia la sacristía.) Los obispos normandos han hecho muy bien el simulacro, ¡pero los frailes!... Como son sajones, se han aprovechado de las circunstancias. ¡Demonio con los frailes! ¡Han pegado con fuerza!

(Estallido de campanas. Entra rápido uno de los Barones.)

BARÓN 1º:
Majestad, vuestra idea de reconciliaros con Becket, dejándoos azotar por sus frailes sobre su propia tumba, ha surtido los efectos previstos. El pueblo sajón aúlla de entusiasmo en torno a la catedral. En sus aclamaciones unen los nombres de vuestra Majestad y el de Tomás Becket. Tenéis al pueblo de vuestra parte. ¡Al fin! 

EL REY: (Con una majestad hipócrita, bajo su aire de niño grande.)
Era necesaria esta mascarada. Conviene que tengamos de nuestra parte el honor de Dios. Tomás Becket, que fue nuestro amigo, lo decía. Yo me encargaré que en este mi reino sea venerado y honrado como santo. Venid, señores; esta noche, en consejo extraordinario, decidiremos sobre los honores póstumos que hay que rendirle. ¡Ah! También trataremos en ese consejo del castigo de sus asesinos.

BARÓN 1º: (Imperturbable.)
Fueron unos desconocidos, Majestad.

EL REY: (Igual.) 
Los haremos buscar por la justicia, barón, y vos seréis, precisamente, la cabeza visible de esa búsqueda. Que nadie ignore, de ahora en adelante, nuestra voluntad real de defender el honor de Dios y la memoria de nuestro amigo.

(Han salido. El repicar de las campanas se desvanece. No hay nadie en escena. Sólo, en el centro, la tumba de Becket, iluminada. Se oye a lo lejos, ¿silbada por quién?, la marcha escocesa, alegre e irónica, que Becket tenía costumbre de silbar.)

Apagón