17/12/14

LA PUTA RESPETUOSA. JEAN PAUL SARTRE.








LA PUTA RESPETUOSA
JEAN PAUL SARTRE





OBRA EN UN ACTO (DOS CUADROS)



PERSONAJES
LIZZIE
El NEGRO
FRED JOHN JAMES
El SENADOR
HOMBRE 1.°
HOMBRE 2.°
HOMBRE 3.°

DECORADO :
Una habitación amueblada en algún lugar del sur
de los Estados Unidos

ACTO UNICO
CUADRO PRIMERO
Una habitación en una ciudad americana del Sur. Paredes
blancas. Un diván. A la derecha, una ventana; a la izquierda,
una puerta que da al cuarto de baño. Al fondo, un pequeño
recibidor que da a la puerta de entrada.

ESCENA PRIMERA

LIZZIE . En seguida, el NEGRO
Antes de levantarse el telón, se oye un ruido tremendo que
procede del escenario. LIZZIE está sola, en camisa, manejando
el aspirador. Llaman a la puerta. Ella duda un momento,
mira hacia la puerta del cuarto de baño. Llaman otra vez. Para
el aspirador y va hacia la puerta del cuarto de baño. La abre un
poco
LIZZIE. — (En voz baja.) Están llamando. No salgas. (Va a
abrir. El NEGRO aparece en el marco de la puerta. Es un negro
alto y grueso, con los cabellos blancos. Está rígido.)
¿Qué quiere usted? Seguro que se ha equivocado de dirección.
(Una pausa.) Pero ¿qué es lo que quiere? Vamos, hable de unavez.
NEGRO . — (Suplicante.) Por favor, señora, por favor.
LIZZIE . — Por favor, ¿qué? (Lo mira mejor.) Pero oye... ¿No
eres tú el del tren? ¿Te pudiste escapar de esos? ¿Y cómo has
sabido mi dirección?
NEGRO . — La he buscado, señora. La he buscado por todas
partes. (Hace un gesto para entrar.) ¡Por favor!
LIZZIE . — No entres ahora. Tengo a uno dentro. Pero ¿qué es lo
que quieres?
NEGRO . — Por favor.
LIZZIE . — Pero ¿qué? Por favor, ¿qué? ¿Necesitas dinero?
NEGRO . — No, señora. (Una pausa.) Por favor, dígales que yo
no he hecho nada.
LIZZIE. — ¿Qué le diga a quién?
NEGRO . — Al juez. Dígaselo, señora. Por favor, dígaselo
LIZZIE . — ¿Yo decir? De eso, nada.
NEGRO . — Por favor.
LIZZIE . — De eso, nada. Bastantes líos tengo yo con mi propia
vida para cargar ahora con los de los demás. Márchate.
NEGRO . — Usted sabe que yo no he hecho nada. ¿0 es qué he
hecho algo?
LIZZIE . — No, nada. Pero ni hablar de que yo vaya a ver al
juez. A mí los jueces y los policías no me van nada, ¿sabes? Me
dan alergia.
NEGRO . — He abandonado a la mujer y a los chicos. Estoy
dando vueltas toda la noche. Ya no puedo más.
LIZZIE . — Vete de la ciudad.
NEGRO . — Están vigilando las estaciones.
LIZZIE. — ¿Quién está vigilando?
NEGRO . — Los blancos.
LIZZIE . — ¿Qué blancos?
NEGRO . — Todos. ¿No ha salido esta mañana?
LIZZIE . — No.
NEGRO . — Hay muchísima gente por las calles. Jóvenes y
viejos; y se hablan sin reconocerse.
LIZZIE. — ¿Y eso que quiere decir?
NEGRO . — Que..., que no me queda más remedio que dar
vueltas hasta que me cojan. Cuando hay blancos que sin
conocerse se hablan entre ellos, es que hay algún negro que va a
morir. (Una pausa.) Dígales que yo no he hecho nada, señora.
Dígaselo al juez y a los del periódico. Puede que lo publiquen.
¡Dígaselo, señora, dígaselo!
LIZZIE . — Pero no grites. ¿No te digo que tengo a uno? (Una
pausa.) Lo del periódico, ni hablar. No es momento de que se
fijen en mí, ni mucho menos. ( Una pausa.) Pero si me obligan
a declarar, te prometo que diré la verdad. ¿Vale?
NEGRO . — ¿Les dirá que yo no he hecho nada?
LIZZIE . — Se lo diré.
NEGRO . — ¿Me lo jura, señora?
LIZZIE . — Sí, sí.
NEGRO . — Por Dios Nuestro Señor que nos está mirando.
LIZZIE . — ¡Vamos, anda! Vete a hacer puñetas. Te lo estoy
prometiendo, ¿no? Pues eso tiene que bastarte. (Una pausa.) Y
ahora márchate. Venga, márchate.
NEGRO . — (Bruscamente.) Por favor, escóndame.
LIZZIE . — ¿Esconderte?
NEGRO . — ¿No, señora? ¿No quiere esconderme?
LIZZIE . — ¿Yo? Mira lo que te digo. (Le da con la puerta
en las narices.) Menos cuentos. (Se vuelve hacia el cuarto de
baño.) Ya puedes salir. (F RED sale en mangas de camisa, sin
corbata.)

ESCENA II
LIZZIE, FRED
FRED . — ¿Qué ha sido?
LIZZIE . — Nada.
FRED . — He creído que era la Policía.
LIZZIE . — ¿La Policía? ¿Es que tienes algo pendiente?
FRED . — Yo, no. Lo decía por ti.
LIZZIE . — (Ofendida.) ¡Oye, oye! Yo no le he quitado nunca ni
una perra a nadie.
FRED . — Y que, ¿nunca has tenido nada que ver con la Policía?
LIZZIE . — Por lo menos, por robos no. (Vuelve al aspirador.
Gran ruido.)
FRED . — (Molesto por el ruido.) ¡Ah!
LIZZIE . — (Gritando para hacerse oír.) ¿Qué te pasa, encanto?
FRED . — (Gritando.) Me vas a reventar los oídos.
LIZZIE . — (Gritando.) Acabo en seguida. (Una pausa.) Yo soy
así.
FRED . — (Gritando.) ¿Cómo?
LIZZIE . — (Gritando.) Te digo que yo soy así.
FRED . — (Gritando.) ¿Así, cómo?
LIZZIE . — (Gritando.) ¡Pues así! Al día siguiente no
puedo evitarlo: lo primero bañarme, y después pasar el
aspirador. (Lo deja.)
FRED . — (Señalando la cama.) Ya que estás ahí, tapa eso.
LIZZIE . — ¿El qué?
FRED . — Eso, la cama. Te digo que la tapes. Huele a pecado.
LIZZIE . — ¿A pecado? ¿Dónde te enseñan esas cosas? ¿Eres
pastor o qué?
FRED . — No. ¿A qué viene eso?
LIZZIE . — Hombre, a que hablas como la Biblia. (Lo mira.) No,
que vas a ser pastor: te cuidas demasiado para eso. Déjame ver
las sortijas. (Con admiración.) Oye, dime, dime, por favor... ¿Es
que eres rico?
FRED . — Sí.
LIZZIE . — ¿Mucho?
FRED . — Mucho.
LIZZIE . — Mejor. (Le rodea el cuello con los brazos y le
ofrece los labios.) Yo pienso que, en un hombre, a mejor ser
rico. Da confianza.
FRED . — (No sabe si besarla; por fin se vuelve.) Tapa esa cama,
anda.
LIZZIE . — ¡Está bien! ¡Está bien! Ahora la tapo. (La tapa y se
ríe sola.) «!Huele a pecado!» Nunca se me hubiera ocurrido una
cosa así. Claro que... ¿me oyes?.., será «tu» pecado, ¿no?
(Gesto de FRED .) Sí, ya lo sé también el mío. Pero yo tengo
tantos en la conciencia... (Se sienta en la cama y fuerza a FRED
a sentarse junto a ella.) Ven, ven a sentarte aquí encima de
nuestro pecado. Ha sido un pecado estupendo, ¿no? Un pecado
muy bonito... (Ríe.) Pero no bajes los ojos, hombre. ¿Qué pasa?
¿Es que te doy miedo? (FRED la estrecha brutalmente.)
¡Déjame; me haces daño! ¡Me estás haciendo daño! (El la
suelta.) ¡Vaya con el hombre! No me gusta esa cara. (Una
pausa.) Ahora dime cómo te llamas. Qué, ¿no quieres? Pues me
fastidia, ¿sabes?, eso de no saber tu nombre. Será la primera vez
que no me entero. El apellido, claro, raramente me lo dicen, y
yo lo comprendo. Pero ¡el nombre! ¿Cómo quieres que os
distinga a los unos de los otros si no sé vuestros nombres?
Anda, dímelo. Anda...
FRED . — No.
LIZZIE . — Entonces tú serás... el señor Sin Nombre. (Se
levanta.) Espera. Voy a terminar de arreglar esto un poco.
(Cambia algunos objetos.) Así. Muy bien. Ahora todo está en
orden. Las sillas, alrededor de la mesa. Resulta más distinguido.
¿No conoces a uno de esos que venden grabados? Me gustaría
poner algunas estampillas en las paredes. En la maleta tengo
una muy bonita. «El cántaro roto» se llama; se ve a una
muchacha; se le ha roto el cántaro a la pobre. Es francesa; la
estampa, digo.
FRED . — ¿Qué cántaro?
LIZZIE . — Yo qué sé; el suyo. Ahora quisiera una abuelita
vieja para hacer juego. Que haga punto o que le esté contando
un cuento a sus nietecitos. ¡Ah! Voy a descorrer las cortinas y
a abrir la ventana. (Lo hace.) ¡Qué bueno hace! ¡Mira: otro día
que empieza! (Se estira.) ¡Ay, qué bien me siento! Hace
bueno, me he bañado, hemos..., bueno, lo hemos pasado
bien... ¡Qué bien me siento! ¡No te puedes imaginar lo bien
que me siento! Mira la vista que tengo. Ven. Tengo una vista
muy bonita. Sólo se ven árboles; da la impresión de que uno
es rico. Dime si no he tenido suerte; a la primera he
encontrado casa en un barrio elegante. Qué, ¿no vienes? ¿Es que
no te gusta tu ciudad?
FRED . — Me gusta desde mi ventana.
LIZZIE . — (Bruscamente.) No dará mala suerte al despertarse y
ver a un negro..., ¿eh?
FRED . — ¿Por qué lo dices?
LIZZIE . — Es..., bueno, es que está pasando uno por la acera de
enfrente.
FRED . — Ver negros siempre trae mala suerte. Los negros son el
demonio. (Una pausa.) Cierra la ventana.
LIZZIE . — ¿No quieres que ventile un poco?
FRED . — Te digo que cierres. Venga. Y echa las cortinas.
Vuelve a encender la luz.
LIZZIE . — ¿Por qué? ¿Es por los negros?
FRED . — Idiota.
LIZZIE . — Hace un sol tan bonito...
FRED . — Aquí no hace falta sol. Prefiero que se quede todo
como estaba por la noche. Cierra la ventana, te digo. Ya veré el
sol cuando salga a la calle. (Se levanta, va hacia ella y la mira.)
LIZZIE . — (Vagamente inquieta.) ¿Qué pasa?
FRED . — Nada. Dame la corbata.
LIZZIE . — Está en el cuarto de baño. (Sale. FRED abre
rápidamente los cajones de la mesa y registra, LIZZIE vuelve
con la corbata.) Aquí la tienes. Espera... (Le hace el nudo.)
¿Sabes? A mí no me gusta trabajar el cliente de paso porque, en
fin, hay que ver demasiada caras nuevas, y no... Mi ideal sería
convertirme en un costumbre agradable para tres, lo más para
cuatro personas de cierta edad: el martes, uno; el jueves, otro
y otro para el fin de semana. Ya te digo; tú..., tú eres un poco
joven..., pero eres del tipo serio; así que cuando sientas la
tentación, ya sabes. ¡Está bien, está bien! No te digo nada. Ya
lo pensarás tú. ¡Ay hijo mío! Eres muy guapo, ¿sabes? Bésame,
anda... Bésame... en recompensa... ¿No quieres? ¿No? (El
la besa brusca y brutalmente; después la rechaza.) |Uf!
FRED . — Eres el Demonio.
LIZZIE . — ¿Qué?
FRED . — Que eres el Demonio.
LIZZIE . — ¡Otra vez con la Biblia! Pero ¿qué te pasa?
FRED . — Nada. Era una broma.
LIZZIE . — Pues vaya forma de gastar bromas que tienes
tú... (Una pausa.) ¿Estás contento?
FRED . — ¿Contento de qué?
LIZZIE . — (Lo imita sonriendo.) «¿Contento de qué? Qué tonta
eres, hijita mía!»
FRED . — ¡Ah! ¡Ah!, sí... Muy contento. Sí, muy contento.
¿Cuánto quieres?
LIZZIE . — Pero ¿quién habla de eso ahora? Te estoy
preguntando si estás contento. Lo menos que podrías hacer es
contestarme de buenas formas. Qué pasa, ¿eh? ¿Es que no estás
contento verdaderamente? Mucho me extrañaría, ¿sabes? Mucho
me extrañaría.
FRED . — Cállate la boca.
LIZZIE . — Me estrechabas con tanta fuerza, con tanta fuerza...
¡Ah!, y me has dicho muy bajito que me querías.
FRED . — Estabas bebida.
LIZZIE . — No, no es cierto.
FRED . — Sí que lo estabas.
LIZZIE . —Te digo que no.
FRED . — Por lo menos, yo sí lo estaba. No me acuerdo de nada.
LIZZIE . — Es una pena. Me he desnudado en el cuarto de baño,
y cuando he vuelto contigo te has puesto colorado, ¿no te
acuerdas? Que yo te he dicho: «Mira, mira que cangrejito.» ¿Y
tampoco te acuerdas de que has querido apagar la luz y de que
me has querido en la oscuridad? Me ha parecido un detalle
muy amable y respetuoso. ¿No te acuerdas?
FRED . — No.
LIZZIE . — ¿Y cuando jugamos a que éramos dos recién nacidos
en la misma cunita? ¿Te acuerdas de eso? ¿Eh?
FRED . — Te digo que te calles la boca. Lo que se hace por
la noche pertenece a la noche. Por el día no se habla de ello.
LIZZIE . — (Desafiante.) ¿Y si a mí me da la gana de hablar?
Lo he pasado muy bien, ¿sabes?
FRED . — Ya... Así que lo has pasado bien... (Va hacia ella. Le
acaricia suavemente los hombros y cierra las manos.) Siempre
lo pasáis bien cuando os creéis que habéis enredado a un
hombre. (Una pausa.) Yo he olvidado esa noche que tú
dices..., esa noche tuya. La he olvidado, pero completa-
mente... Me acuerdo sólo de la sala de fiestas... De lo demás
te acuerdas tú, tú sola. (Le aprieta el cuello.)
LIZZIE. —Pero ¿qué haces?
FRED . — Te aprieto el cuello
LIZZIE . — Me estás haciendo daño.
FRED . — Tu sola, digo... Y si ahora apretara un poquito más,
ya ni siquiera estarías tú: ya no habría nadie, en el mundo que
se acordara de esta noche. (La suelta.) ¿Así que cuánto?
LIZZIE . — Si lo has olvidado, es que he trabajado mal. Así
que nada. No quiero que pagues un trabajo mal hecho.
FRED . — Bueno, déjate de tonterías... ¿Cuánto?
LIZZIE . — Escucha: he llegado aquí hace dos días, y tú eres mi
primera visita; al primero no le cobro nada. Es una cosa que trae
suerte.
FRED . — No necesito tus regalos. (Deja un billete de diez
dólares en la mesa.)
LIZZIE . — Espera; no te voy a aceptar pasta ninguna, pero
vamos a ver en cuanto me estimas. Un momento que lo
adivine... (Coge el billete y cierra los ojos.). ¿Cuarenta dólares?
No. Es demasiado, y además habría dos billetes. ¿Veinte?
¿Tampoco? Entonces seguro que, es más de cuarenta.
Cincuenta. ¿Cien? (Durante todo esto, F RED la mira riendo
silenciosamente.) ¿Qué se le va a hacer? Abro los ojos. (Mira el
billete.) ¿No te habrás equivocado?
FRED . — No creo.
LIZZIE . — ¿Tú sabes lo que me has dado?
FRED . — Sí.
LIZZIE . — Guárdatelo. Guárdatelo en seguida. (Lo rechaza con
un gesto.) ¡Diez dólares! ¡Habráse visto! ¡Diez dólares! Pero
¿tú has visto mis piernas? (Se las enseña.) Y mis pechos, ¿tú
los has visto? Qué ¿te parecen pechos de diez dólares?
Guárdate tu billete y lárgate antes que acabe cabreándome.
¡Diez dólares! Aquí el señor me besaba por todas partes y
venga: que otra vez, que otra vez; y venga, a ver, que le contara
mi infancia; y luego, por la mañana, aquí el señor hasta se ha
permitido sus malos humores y ponerme mala cara, como si me
pagara por meses. ¿Y todo eso por cuánto? No por cuarenta,
señores; tampoco por treinta ni por veinte: ¡por diez dólares!
FRED . — Para una porquería, ya es demasiado.
LIZZIE . — El puerco lo serás tú. ¿De dónde te has escapado, di,
paleto? Tu madre debió ser una furcia de miedo para no
enseñarte a respetar a las mujeres.
FRED . — ¿Te vas a callar?
LIZZIE . — ¡Una furcia de miedo, te lo digo yo! ¡Una furcia de
miedo!
FRED . — (Con una voz neutra.) Un consejo, nena: no hables
demasiado de sus madres a los chicos de por aquí si no quieres
que uno te retuerza el cuello.
LIZZIE . — (Yendo hacia él.) ¡Tú, por ejemplo! ¡Anda, retuérce-
melo tú, a ver!
FRED . — (Retrocediendo.) Estate quieta. (LIZZIE coge un jarrón
de la mesa con evidente intención de rompérselo en la cabeza.)
Toma otros diez dólares y estate quieta. Estate quieta o hago
que te pongan a la sombra.
LIZZIE. — ¿Tú? ¿A la sombra yo?
FRED . — Sí, yo.
LIZZIE . — ¿Tú?
FRED . — Yo.
LIZZIE . — Pues no me extrañaría poco.
FRED . — Soy el hijo de Clarke.
LIZZIE . — ¿De qué Clarke?
FRED . — El senador.
LIZZIE . — ¡Ah!, ¿sí? Y yo la hija de Roosevelt.
FRED . — ¿Tú no has visto la fotografía de Clarke en los
periódicos?
LIZZIE . — Sí. ¿Y qué?
FRED . — Míralo. (Le enseña una fotografía.) Estoy aquí, a su
lado. Me tiene por los hombros.
LIZZIE . — (Súbitamente alarmada.) Pero ¡oye! ¡Qué bien esta
tu padre! Déjame ver. (FRED le arranca la fotografía de las
manos.)
FRED . — Bueno, ya basta.
LIZZIE . — ¡Qué bien está! ¡Con ese aspecto tan justo, tan
severo! ¿Es verdad eso que dicen de que su palabra es de miel?
(El no responde.) ¿El jardín es vuestro?
FRED . — Sí.
LIZZIE . — Debe de ser muy grande. Y las niñas en los
sillones, ¿qué son? ¿Tus hermanas? (El no contesta.) ¿La casa
dónde está? ¿En una colina?
FRED . — Sí.
LIZZIE . — Entonces por la mañana, cuando tomas el desayuno,
seguro que ves toda la ciudad desde la ventana.
FRED . — Sí.
LIZZIE . — ¿Y cómo hacen para llamaros a comer? ¿Tocan una
campana? Anda, dímelo.
FRED . — No; con un «gong».
LIZZIE . — (Extasiada.) ¡Con un «gong»! Mira, chico, no te
comprendo. A mí, con una familia como esa y en una casa así,
tendrían que darme dinero para levantarme. (Una pausa.) De
lo que he dicho de tu mamá, perdóname; es que estaba
furiosa. ¿Está también ahí, en la fotografía?
FRED . — Te he prohibido que me hables de ella.
LIZZIE . — Esta bien, hombre. (Una pausa.) ¿Puedo hacerte
una pregunta? (El no contesta.) Si el amor te molesta tanto,
¿qué has venido a hacer conmigo, a ver? (El no contesta. Ella
suspira.) ¡En fin! Mientras viva aquí haré lo posible por
adaptarme a vuestras cosas. (Una pausa. F RED se pasa el peine
ante el espejo.)
FRED . — ¿Tú de dónde vienes? ¿Del Norte?
LIZZIE . — Sí.
FRED . — ¿De Nueva York?
LIZZIE . — ¿A qué viene eso?
FRED . — ¿Cómo has hablado de Nueva York...
LIZZIE . — Todo el mundo puede hablar de Nueva York; eso no
quiere decir nada.
FRED . — ¿Por qué no te quedaste allí, donde estuvieras?
LIZZIE . — Estaba hasta la coronilla.
FRED . — ¿Tenías algún lío?
LIZZIE . — Hombre, claro; no sé que me pasa que los
atraigo como un imán. Hay naturalezas así. ¿Ves esta
serpiente? (Por una pulsera.) Trae mala pata
FRED . — ¿Y por qué te la pones?
LIZZIE . — Ya que la tengo, es peor quitármela. Por lo
visto, las venganzas de las serpientes son terribles.
FRED . — ¿Fue a ti a la que el negro ese quiso violar?
LIZZIE . — ¿El qué?
FRED . — ¿No llegaste anteayer en el rápido de las seis?
LIZZIE . — Sí.
FRED . — Entonces eres tú.
LIZZIE . — A mí nadie me ha querido violar. (Ríe con un poco
de amargura.) ¿Violarme a mí? ¿Tú te imaginas?
FRED . — Eres tú. Webster me lo dijo anoche en la sala de
fiestas.
LIZZIE . — ¿Webster? (Una pausa.) ¡Ah!, entonces era por eso.
FRED . — ¿Por eso el qué?
LIZZIE . — Por eso te brillaban así los ojos. Qué, ¿te excitaba?
¡Cochino! ¡Con un padre tan bueno!
FRED . — ¡Imbécil! (Una pausa.) Sólo de pensar que te
hubieras acostado con un negro...
LIZZIE . — ¿Qué?
FRED . — Yo tengo cinco criados de color, ¿sabes? Bueno,
pues cuando suena el teléfono y lo coge uno de ellos, lo limpia
con la bayeta antes de dármelo.
LIZZIE . — (Silbido admirativo.) ¡Qué bueno!
FRED . — (Despacio.) Aquí no nos gustan mucho los negros.
Ni las blancas que se divierten con ellos.
LIZZIE . — Comprendido. Yo no tengo nada contra ellos, pero
de eso a que me toquen, ¡en fin!
FRED . — ¡Cualquiera sabe! Tú eres el Demonio. El negro
también es el Demonio... (Bruscamente.) ¿Así que intentó
violarte?
LIZZIE . — ¿Qué puede importarte a ti lo que pasara?
FRED . — Entraron dos en tu compartimiento, y al poco se
echaron encima de ti. Tú pediste socorro y unos blancos
vinieron en tu ayuda. Uno de los negros tiró de navaja y un
blanco lo tumbó de un tiro. ¡El otro negro se escapó!
LIZZIE . — ¿Eso es lo que te ha contado ese Webster?
FRED . — Sí.
LIZZIE . — ¿Y el de qué lo sabe?
FRED . — Todo el mundo habla de ello.
LIZZIE . — ¿Todo el mundo? La suerte mía de siempre. ¿Es que
no tenéis otra cosa que hacer?
FRED . — ¿Ha pasado como te he dicho?
LIZZIE . — Ni mucho menos. Los dos negros estaban tan
tranquilos hablando entre ellos; ni siquiera me miraron. Después
subieron cuatro blancos; que por cierto dos de ellos se me
empezaron a echar encima. Por lo visto, acababan de ganar un
partido de «rugby» o no sé qué; el caso es que estaban
borrachos. Luego dijeron que olía a negro y entonces los
quisieron echar al pasillo. Los otros se defendieron como Dios
les dio a entender; y es cuando a uno de los blancos le dieron un
puñetazo en un ojo y el tío sacó un revólver y disparó. Ni más
ni menos. El otro negro se escapó saltando al andén cuando el
tren entraba en la estación; ni más ni menos.
FRED . — A ese negro lo conocemos de sobra. Lo único que
puede ganar ya es un poco de tiempo. (Una pausa.) Oye, y
cuando el juez te llame a declarar, ¿le vas a contar toda esa
historia?
LIZZIE . — Pero ¿qué puede importarte a ti?
FRED . — Tú contesta.
LIZZIE . — No pienso ni ver al juez; así que mira. Ya te digo
que me horrorizan las complicaciones.
FRED . — Claro que tendrás que ir a verlo.
LIZZIE . — De eso, nada. No quiero tener ningún asunto con la
Policía.
FRED . — Vendrán a por ti.
LIZZIE . — ¡Ah! Entonces les diré lo que he visto. (Una pausa.)
FRED . — ¿Te das bien cuenta de lo que vas a hacer?
LIZZIE . — ¿De lo que voy a hacer yo? Tú me dirás.
FRED . — Vas a declarar contra un blanco, a favor de un negro.
LIZZIE . — ¡Hombre! Si el blanco es culpable...
FRED . — Es que no es culpable.
LIZZIE . — Si es él el que ha matado, a ver si no.
FRED . — A ver. Culpable, ¿de qué?
LIZZIE . — De haber matado.
FRED . — Pero ha matado a un negro.
LIZZIE . — ¿Y qué?
FRED . — Si se fuera culpable cada vez que se mata a un negro...
LIZZIE . — No tenía derecho.
FRED . — ¿Qué derecho?
LIZZIE . — ¡No tenía derecho!
FRED . —Ese derecho tuyo viene del Norte, nena. (Una
pausa.) Culpable o no, tú no puedes hacer que castiguen a uno
de tu raza.
LIZZIE . —Yo no quiero hacer que castiguen a nadie. Me
preguntarán lo que he visto y yo lo diré. (Una pausa. F RED va
hacia ella.)
FRED . — Oye, ¿qué es lo que hay entre tú y ese negro? ¿Por qué
lo proteges?
LIZZIE . — Ni siquiera lo conozco.
FRED . — ¡Entonces!
LIZZIE . — ¡Entonces quiero decir la verdad! ¿Qué pasa?
FRED . — ¡La verdad! ¡Una putita de diez dólares que quiere
decir la verdad! ¡Que verdad ni que ocho cuartos! ¡Lo que hay
es blancos y negros, a ver si te enteras! Diecisiete mil blancos y
veinte mil negros. Esto no es Nueva York; así que no nos
podemos andar con esas bromas. (Una pausa.) Thomas es primo
mío.
LIZZIE . ¿Quién?
FRED . — Thomas, el que ha matado al negro; es primo mío.
LIZZIE . — (Impresionada.) ¿Sí?
FRED . — Y es un hombre de bien; eso a ti puede que no te
diga mucho; pero es un hombre de bien.
LIZZIE . — ¡Un hombre de bien que se apretujaba todo el
rato contra mí y que me levantaba las faldas! ¡Fíjate tú de los
hombres de bien! No me extraña nada que seáis de la misma
familia.
FRED . — ¡No te fastidia la asquerosa! (Se contiene.) Tú eres el
Demonio, claro, y con el Demonio no se puede hacer más que el
mal. Te levantó las faldas y disparó contra un mierda de negro,
vaya cosa; son gestos que uno hace sin pensar, cosas que no
cuentan. Thomas es un jefe; eso es lo único que cuenta.
LIZZIE . — Puede que sí. Pero es que el negro no hizo nada.
FRED . — Un negro siempre ha hecho alguna cosa.
LIZZIE . — Yo nunca entregaré a nadie a la bofia, nunca.
FRED . — Pero si no es él, será Thomas, ¿no comprendes?
De todos modos, vas a entregar a uno. Y eres tú la que tienes
que elegir.
LIZZIE . — Bueno, ya estoy otra vez de porquería hasta los ojos;
eso para cambiar. (A la pulsera.) ¿No sabes hacer otra cosa,
pedazo de animal? (La tira al suelo.)
FRED . — ¿Cuánto quieres?
LIZZIE. — No quiero ni una perra.
FRED . — Quinientos dólares.
LIZZIE . — Ni una perra.
FRED . — Tú necesitas bastante más que una noche para ganar
quinientos dólares.
LIZZIE . — Sobre todo si me caen en suerte tacaños como tú.
(Una pausa.) ¿Por eso empezaste a timarte conmigo anoche?
FRED . — ¡Bueno!
LIZZIE . — Así que fue por eso. Te dijiste: «Ahí esta la chica;
ahora la acompaño a casa y se arregla el asunto.» ¡Era por eso!
Me sobabas las manos, pero estabas frío como el hielo,
pensando: «A ver cómo le planteo la cosa a esta...» (Una
pausa.) Pero ¡ahora dime! Anda, dime, hijo mío... Si has
subido a mi cuarto para proponerme ese negocio, no tenías
necesidad de acostarte conmigo. ¿Eh? ¿Por qué te has acostado
conmigo, asqueroso? Di, ¿por qué?
FRED . — Que me maten si lo sé.
LIZZIE . — (Se desploma en una silla llorando.) ¡Asqueroso!
¡Asqueroso! ¡Asqueroso!
FRED . — ¡Bueno, basta ya! ¡Quinientos dólares! ¡No
chilles más, maldita sea! ¡Quinientos dólares! ¡No chilles
más! ¡Vamos, Lizzie! ¡Lizzie! ¡Sé razonable! ¡Quinientos
dólares!
LIZZIE . — (Sollozando.) Yo no soy razonable. Y no quiero los
quinientos dólares. Y no quiero levantar falso testimonio.
¡Quiero volverme a Nueva York, quiero marcharme! (Llaman
al timbre. Para en seco. Llaman otra vez. En voz baja.) ¿Quién
será? Cállate. (Un timbrazo largo.) No voy a abrir. Tú estate
quieto. (Golpes en la puerta.)
UNA VOZ . — Abran. Policía.
LIZZIE . — (En voz baja.) La «poli». Tenía que ocurrir. (Señala
la pulsera.) Esta tiene la culpa. (La recoge y vuelve a
ponérsela.) Es peor si no me la pongo. Escóndete. (Golpes en la
puerta)
LA VOZ . — ¡Policía!
LIZZIE . — Escóndete, te digo. Vete al cuarto de baño. (El no se
mueve. Ella lo empuja con todas sus fuerzas.) Pero ¡venga!
¡Escóndete!
LA VOZ . — Fred, ¿estás ahí? ¿Estás ahí, Fred?
FRED . —Sí, aquí estoy. (Rechaza a LIZZIE. Ella lo mira con
estupor.)
LIZZIE. — ¡Era para esto! (FRED va a abrir. Entran JOHN y
JAMES .)

ESCENA III
Los mismos, JOHN, JAMES
JOHN. — Policía. ¿Tú eres Lizzie MacKay?
LIZZIE . — (Sin oírlo, sigue mirando a F RED .) ¡Era para esto!
JOHN . — (Sacudiéndola por los hombros.) Contesta cuando se
te habla.
LIZZIE , — ¿Eh? Sí, soy yo.
JOHN. — Documentación.
LIZZIE . — (Se domina. Dice con dureza.) ¿Con qué derecho?
¿Que viene a hacer a mi casa? (J OHN le enseña la estrella.) Eso
se lo puede poner cualquiera. Ustedes son compinches de aquí,
del señor, y se han conchabado para hacerse conmigo; pero no.
(JOHN le pone un «carnet» en las narices.)
JOHN . — ¿Conoces esto?
LIZZIE . — (Señalando a JAMES .) ¿Y este?
JOHN . — (A JAMES .) Enséñale el «carnet» tú. (JAMES se lo
enseña. LIZZIE lo mira, va a la mesa sin decir nada, saca su
documentación y se la da a ellos. Mirando a FRED .) ¿Te lo has
traído a casa esta noche? ¿No sabes que la prostitución es un
delito?
LIZZIE . — Oiga, ¿ustedes están seguros de que tienen derecho
a entrar en casa de la gente sin un mandamiento? ¿No tienen
miedo de que yo pueda darles un disgusto?
JOHN . — No te preocupes por nosotros. Tú, tranquila. (Una
pausa.) Te preguntamos si te has traído a este muchacho a tu
casa. (Ella ha cambiado desde que entraron los policías. Se
ha hecho más dura y más vulgar.)
LIZZIE . — No hay que darle más vueltas. Claro que sí, que me
lo he traído a mi casa. Solamente que lo he hecho de gratis. ¿Lo
dicho os la corta..., la lengua, digo?
FRED . — Verán que hay dos billetes de diez dólares en la mesa.
Son míos.
LIZZIE . — Demuéstralo.
FRED . — (Sin mirarla, a los otros.) Los saqué del Banco ayer
por la mañana, con otros veintiocho de la misma serie. Si
quieren, pueden comprobar los números.
LIZZIE . — (Violentamente.) ¡Los he rechazado! ¡Yo he
rechazado su porquería de dinerito! Se lo he tirado a la cara.
JOHN . — Si los has rechazado, ¿cómo es que están ahí en la
mesa?
LIZZIE . — (Después de un silencio.) Estoy aviada. (Mira a
FRED con una especie de estupor y ahora dice con una voz
casi dulce.) ¿Así que era para esto? (A los otros.) ¿Y qué?
¿Qué quieren de mí?
JOHN . — Siéntate. (A FRED .) ¿Tú la has puesto al corriente?
(FRED dice que sí con la cabeza.) ¿No oyes que puedes
sentarte? (La empuja en un sillón.) El juez está de acuerdo
en soltar a Thomas si le firmas una declaración. Está ya
redactada; así que no tienes más que firmar. Mañana te
interrogarán rutinariamente y fuera. ¿Sabes leer? (LIZZIE se
encoge de hombros; él le alarga el papel.) Lo lees y firmas.
LIZZIE . — Es todo falso de cabo a rabo.
JOHN . — Puede que sí. ¿Y qué?
LIZZIE . — Que yo no lo firmo.
FRED . — Metedla a la sombra. (A LIZZIE .) Son dieciocho meses.
LIZZIE . — Dieciocho meses, sí. Y cuando salga te arranco el
pellejo.
FRED . — Pues no es difícil... (Se miran.) Deberías telegrafiar a
Nueva York; ha debido de tener algún jaleo allí.
LIZZIE . — (Con admiración.) Eres tan asqueroso como una
mujer. Nunca hubiera creído que un tipo pudiera ser tan
asqueroso como tú.
JOHN . — Bueno, decídete. O lo firmas o te meto en la cárcel.
LIZZIE . — Prefiero la cárcel antes que mentir.
FRED . — ¡Conque antes que mentir, que tía! ¿Qué es lo que
has hecho toda la noche? Cuando me llamabas cariño y todo
eso, ¿no mentías? Y cuando suspirabas para hacerme creer que
sentías placer, ¿qué? Tampoco mentías, ¿verdad?
LIZZIE . — (Desafiante.) ¿Qué quieres? ¿Tranquilizarte? Pues
no, no mentía. (Se miran. FRED vuelve los ojos.)
FRED . — Bueno, acabemos ya. Toma mi pluma. Firma.
LIZZIE . — Puedes metértela donde te quepa. No. (Un
silencio. Los tres hombres no saben qué hacer.)
FRED . — ¡En fin! ¡Adónde hemos llegado! Es el mejor hombre
de la ciudad y su suerte depende de los caprichos de una
chica...
(Da unos paseos y, de pronto, se vuelve
bruscamente a LIZZIE .) Míralo. (Le enseña una fotografía.)
Habrás visto muchos hombres en tu perra vida, pero como
este, ¿qué? ¿Muchos? Esa cara despejada..., enérgica..., esas
medallas en el uniforme. No, no vuelvas los ojos. Llega hasta
el final: es tu víctima y tienes que mirarla cara a cara. Ya ves tú
lo joven que es ahora..., lleno de vida..., esbelto... No te
preocupes; cuando salga de la cárcel dentro de diez años estará
más cascado que un viejo, medio calvo, sin dientes... Puedes
estar contenta: un buen trabajo. Hasta ahora lo que has
hecho ha sido rebañar un poco los bolsillos de tus clientes;
pero esta vez no; esta vez escoges al mejor y le quitas la
vida, nada menos. Qué, ¿no dices nada? ¿Tan podrida estás ya?
¡Si tenías que arrodillarte, puta del demonio! ¡Arrodillarte ante
ese hombre al que vas a deshonrar! (La ha tirado al suelo en el
momento en que, por la puerta que han dejado entreabierta,
entra CLARKE.)


ESCENA IV
Los mismos; en seguida, el SENADOR
SENADOR. — Déjala. (A LIZZIE .) Usted, levántese.
FRED . — ¡Hola!
JOHN . — ¡Hola!
SENADOR . — ¡Hola! ¡Hola!
JOHN . — (A LIZZIE .) Es el senador Clarke.
SENADOR . — (A LIZZIE .) ¡Hola!
LIZZIE — ¡Hola!
SENADOR . — Bueno, ya nos hemos presentado. (Mira a
LIZZIE .) Así que esta es la joven... Tiene un aspecto muy
simpático.
FRED . — No quiere firmar.
SENADOR . —Y tiene toda la razón del mundo. Habéis entrado
en su casa sin ningún derecho. (A un gesto de JOHN , con
fuerza.) Absolutamente sin ningún derecho; y además, la
tratáis brutalmente y queréis que hable en contra de su
conciencia. Esos no son procedimientos americanos. ¿Es cierto
que el negro intentó violentarte, hija mía?
LIZZIE . — No.
SENADOR . — Perfectamente. Entonces hay una cosa que está
clara. Mírame a los ojos. (El la mira.) Estoy seguro de que no
miente. (Una pausa.) ¡Pobre Mary! (A los demás.) Está bien,
muchachos; vámonos. No tenemos nada que hacer aquí. Sólo
nos queda pedir excusas a la señorita.
LIZZIE . — ¿Quién es Mary?
SENADOR . — ¿Mary? Mi hermana; la madre de ese
desgraciado Thomas. Una pobre vieja que de esta se va a morir.
Adiós, hija mía.
LIZZIE . — ¡Senador!
SENADOR . — ¿Hijita?
LIZZIE . — Lo siento mucho.
SENADOR . — ¿Qué vas a sentir, puesto que dices la verdad?
LIZZIE. — Siento que sea... precisamente esa verdad.
SENADOR . — ¿Qué le vamos a hacer ni tú ni yo? Nadie tiene
derecho a pedirte un falso testimonio. (Una pausa.) No, no
pienses más en ella.
LIZZIE . — ¿En quién?
SENADOR . — En mi hermana. ¿No pensabas en ella?
LIZZIE . — Sí.
SENADOR . — Veo claramente lo que te pasa, hija mía.
¿Quieres que yo le diga lo que ahora tienes en la cabeza?
(Imitando a LIZZIE .) «Si yo firmara esto, el senador se iría en
seguida a su casa a verla, y le diría: "Lizzie MacKay es una
buena chica; ella es la que hoy te devuelve a tu hijo." Y ella
sonreiría entre las lágrimas, diciendo: ¿Lizzie MacKay? Nunca
olvidaré ese nombre." Y entonces yo, sin familia como estoy,
relegada por el Destino a ser el desecho de la sociedad...,
no sé..., desde ahora habría una viejecita sencilla que
pensaría en mí allí en su casa grande...; habría una madre
americana que me adoptaría en su corazón.» Pobre Lizzie, no
pienses más en ello.
LIZZIE . — ¿El pelo como lo tiene? ¿Blanco?
SENADOR . — Sí, completamente blanco; pero, no creas, se
conserva muy joven de cara... Y tenía una sonrisa de bondad
que conmovía a todos. Ya no volverá a sonreír nunca;
figúrate. Adiós. Mañana le dirás la verdad al juez.
LIZZIE . — ¿Ya se marcha?
SENADOR . — Pues sí; voy a su casa. Tengo que decirle
el resultado de nuestra conversación.
LIZZIE . — ¡Ah! ¿Sabe que ha venido usted aquí?
SENADOR . — He venido precisamente porque ella me lo ha
pedido.
LIZZIE . — ¡Dios mío! ¿Y estará esperándole? Y usted tendrá
que decirle que yo me he negado a firmar. ¡Cómo me va a odiar
la pobre!
SENADOR . — (Poniéndole las manos en los hombros.) Pobre
hijita, créeme que no quisiera encontrarme en tu lugar.
LIZZIE . — ¡Que problema! (A su pulsera.) Y todo por tu culpa,
porquería, que eres una porquería.
SENADOR . — ¿Cómo dices?
LIZZIE . — Nada. (Una pausa.) Tal como están las cosas, es una
pena que el negro no me haya violado de verdad.
SENADOR . — (Conmovido.) ¡Hija mía!
LIZZIE . — (Tristemente.) Para ustedes hubiera sido una alegría
tan grande, y para mí un disgusto tan pequeño...
SENADOR . — ¡Gracias! (Una pausa.) Yo quisiera ayudarte.
(Una pausa.) Pero la verdad es la verdad.
LIZZIE — (Tristemente.) Claro.
SENADOR . — Y la verdad es que el negro no te ha violado.
LIZZIE . — (Igual.) Eso es.
SENADOR . — Eso es. (Una pausa.) Aunque, bien entendido, es
una verdad que podríamos llamar de primer grado.
LIZZIE . — (Sin comprender.) ¿Cómo de primer grado?
SENADOR . — En fin, sí; quiero decir una verdad... popular.
LIZZIE . — ¿Popular? ¿Y eso qué? ¿Qué no es la verdad?
SENADOR . — Sí, sí; claro que es la verdad. Sólo que... hay
distintas clases de verdades.
LIZZIE . — ¿Piensa usted que el negro me ha violado?
SENADOR . — No, eso no. Desde cierto punto de vista, es cierto
que no te ha violado de ningún modo. Pero, ya ves, yo soy un
viejo que ha vivido mucho, que se ha equivocado muchas veces
y que, desde hace algunos años, cada vez se equivoca un poco
menos. Y tengo sobre estas cosas una opinión distinta de la tuya.
LIZZIE . — ¿Qué opinión, a ver?
SENADOR . — ¿Cómo explicártelo? Mira: imaginemos por un
momento que la nación americana se te aparece de pronto.
¿Qué crees que te diría?— Entonces tiene muchas cosas que
decirte. Por ejemplo: «Lizzie, has llegado a una situación tal
que tienes que elegir hoy entre dos de mis hijos. Uno de los dos
tiene que desaparecer. ¿Qué hay que hacer en un caso
semejante? Quedarse con el mejor. Pues bien: vamos a ver cuál
de los dos es el mejor. ¿Quieres?»
LIZZIE . — Sí. ¡Ay, perdón! Creí que era usted el que estaba
hablando.
SENADOR . — Estoy hablando en su nombre. (Coge el hilo.)
«Lizzie, ese negro al que tú proteges, ¿para qué sirve? Ha
nacido por azar, Dios sabe dónde. Yo le he dado de comer y él,
en cambio, ¿qué ha hecho por mí? Nada: vagabundear, golfear,
cantar, comprarse trajes de color rosa y verde. Es también mi
hijo y yo lo quiero como a los demás. Pero yo te pregunto:
¿Puede decirse de él que lleva una vida de hombre? ¡Ya ves! Ni
siquiera me daría cuenta de su muerte.»
LIZZIE . — ¡Qué bien habla usted!
SENADOR . — (Siguiendo.) «El otro, por el contrario, ese
Thomas, es verdad que ha matado a un negro y eso está muy
mal. Pero lo necesito. Es un americano cien por cien,
descendiente de una de nuestras más antiguas familias; ha
estudiado en Harvard; es oficial..., necesito oficiales...; da
trabajo a dos mil obreros en su fábrica..., dos mil parados si
llegara a morir...; es un jefe; una sólida barrera contra el
comunismo, el sindicalismo y los judíos. Tiene el deber de
vivir, y tú, tú tienes el deber de conservarle la vida. Así es la
cosa. Elige. »
LIZZIE . — Pero ¡qué bien habla usted!
SENADOR . — ¡Elige!
LIZZIE . — (Se sobresalta.) ¿Eh? ¡Ah, sí!... (Una pausa.) Me
ha liado usted. Ya no sé donde estoy.
SENADOR . — Mírame, Lizzie ¿Tienes confianza en mí?
LIZZIE — Sí, senador.
SENADOR . — ¿Crees que yo puedo aconsejarte una mala acción?
LIZZIE . — No, senador.
SENADOR . — Entonces firma. Aquí tienes mi pluma.
LIZZIE . — ¿Cree usted que ella quedara contenta conmigo?
SENADOR . — ¿Quién?
LIZZIE . — Su hermana.
SENADOR . — Te querrá, de lejos, como a una hija.
LIZZIE . — ¿A lo mejor me envía flores?
SENADOR . — A lo mejor. Seguramente.
LIZZIE . — O su fotografía con un autógrafo.
SENADOR . — Es muy posible.
LIZZIE . — La pondré en la pared. (Una pausa. Se mueve con
agitación.) ¡Qué cosas, madre mía! (Volviendo con el
SENADOR .) ¿Y qué le harán al negro si yo firmo?
SENADOR .— ¿Al negro? Bueno... (La coge por los hombros.)
Si tú firmas, toda la ciudad te adopta. Toda la ciudad. Todas
las madres de la ciudad.
LIZZIE . — Pero...
SENADOR . — ¿Y tú crees que una ciudad entera puede
equivocarse? Una ciudad entera, con sus pastores y sus curas,
sus médicos, sus abogados, sus artistas, su alcalde, sus
concejales y sus asociaciones de beneficencia... ¿Tú crees que
puede equivocarse?
LIZZIE . — No. No. No.
SENADOR . — Dame la mano. (La fuerza a firmar.) Ya está.
Te doy las gracias en nombre de mi hermana y de mi sobrino,
en nombre de los diecisiete mil blancos de la ciudad, en nombre
de la nación americana a la que represento en este lugar. Déjame
tu frente. (La besa en la frente.) Vosotros, vámonos. (A
LIZZIE .) Volveré a verte luego.
(Sale.)
FRED . — (Saliendo.) Adiós, Lizzie.
LIZZIE . — Adiós. (Ellos salen. Ella se queda como aplastada y
de pronto se precipita hacia la puerta.) ¡Senador! ¡Senador!
¡No quiero! ¡No, no quiero! ¡Rompa ese papel! ¡Senador!
(Vuelve a escena. Coge maquinalmente el aspirador.) ¡La
nación americana!
(Pone el contacto.) Tengo la impresión de que me han liado.
(Maneja con rabia el aspirador.)



CUADRO SEGUNDO
El mismo decorado, doce horas después. Las lámparas están
encendidas, las ventanas abiertas a la noche. Rumores que van
en aumento. El NEGRO aparece en la ventana, se monta en el
alféizar y salta a la habitación desierta. Va al medio de la
escena. Llaman al timbre. Se esconde detrás de una cortina.
LIZZIE sale del cuarto de baño, va a la puerta de entrada y abre.

ESCENA PRIMERA

LIZZIE, el SENADOR ; el NEGRO, escondido.
LIZZIE . — Pase. (El senador entra.) ¿Qué hay?
SENADOR . — Thomas está ya en brazos de su madre. Vengo a
comunicarte su agradecimiento.
LIZZIE . — ¿Está muy contenta?
SENADOR . — Mucho.
LIZZIE . — ¿Ha llorado?
SENADOR . — ¿Llorado? ¿Por qué? Es una mujer fuerte.
LIZZIE . — Usted me había dicho que lloraría.
SENADOR . — ¡Bueno! Es una manera de hablar.
LIZZIE . — Ella no se lo esperaba, ¿a que no? Se figuraría,
seguro, que soy una mala mujer y que iba a declarar a favor del
negro.
SENADOR . — Se había confiado en las manos de Dios.
LIZZIE . — ¿Qué piensa de mí?
SENADOR . — Te da las gracias.
LIZZIE. — ¿No le ha preguntado cómo soy?
SENADOR . — No.
LIZZIE. — ¿Opina que soy una buena chica?
S ENADOR . — Piensa que has cumplido con tu deber.
LIZZIE . — ¡Ah!, ¿sí?
SENADOR . — Y espera que vas a continuar cumpliéndolo.
LIZZIE . — Sí, claro...
SENADOR . — Mírame, Lizzie. (La coge par los hombros.)
¿Vas a continuar cumpliéndolo? ¿No irás defraudarla ahora?
LIZZIE . — ¡No se preocupe! Cualquiera se vuelve atrás
después de haber firmado: me meten en la cárcel. (Una pausa.)
¿Qué son esos gritos?
SENADOR . — Nada.
LIZZIE . — No puedo aguantarlos. (Va a cerrar la ventana.)
Senador...
SENADOR . — ¿Hija mía?
LIZZIE . — ¿Está usted seguro de que no nos hemos
equivocado, de que yo he hecho lo que debía hacer?
SENADOR . — Absolutamente seguro.
LIZZIE . — No sé; estaba que no daba pie con bola; me ha
hecho usted un lío; piensa demasiado rápido para mí. ¿Qué
hora es?
SENADOR . — Las once.
LIZZIE . — Todavía quedan ocho horas para que amanezca. No
creo que pueda pegar ojo. (Una pausa.) Por las noches hace
tanto calor como por el día. ¡Uf! (Una pausa.) ¿Y el negro?
SENADOR . — ¿Qué negro? ¡Ah, perdona! Sí, lo están buscando.
LIZZIE . — ¿Y que le harán? (El SENADOR se encoge de
hombros; los gritos aumentan.
LIZZIE va a la ventana.) Pero, ¿qué son esos gritos? Están
pasando hombres con linternas y perros. ¿Qué es? ¿Un desfile
de antorchas? O... ¡Dígame lo que es, senador! ¡Dígame lo que
pasa!
SENADOR . — Mi hermana me ha encargado que te entregue esto.
LIZZIE . — (Vivamente.) ¿Me ha escrito? (Rompe el sobre,
saca un billete de cien dólares, busca dentro la carta, no la
encuentra, arruga el sobre y lo tira al suelo; su voz cambia.)
Cien dólares. Estará usted contento, ¿no? Su hijo me había
prometido quinientos; ha sido un buen ahorro.
SENADOR . — Hija mía...
LIZZIE . — Puede darle las gracias a su señora hermana. Le dice
que me hubiera gustado más un jarroncito o unas medias de
«nylon», algo que ella se hubiera tornado la molestia de
elegir. Pero es la intención lo que cuenta, ¿no es verdad? (Una
pausa.) Me la han jugado bien. (Se miran. El SENADOR se
acerca.)
SENADOR . — Te agradezco mucho lo que has hecho, hija mía.
Tenemos que charlar un poco a solas. Estás atravesando una
crisis moral y necesitas apoyo.
LIZZIE . — Lo que necesito es pasta, sobre todo; pero, en
fin, creo que ya nos arreglaremos usted y yo. (Una pausa.)
Hasta ahora siempre he preferido los viejos porque me parecían,
no sé, más respetables; pero me empiezo a preguntar ahora si no
serán todavía más guarros que los otros.
SENADOR . — (Divertido.) ¡Guarros! Me gustaría que mis colegas
te oyeran. ¡Qué natural tan delicioso! Hay algo en ti, no sé, algo
que tu vida desordenada no ha podido destruir. (La acaricia.)
Sí. Sí. Hay algo... (Ella se deja hacer, pasiva y despectiva.) Yo
volveré. No me acompañes. (Sale. LIZZIE no se mueve. Pero
coge el billete, lo arruga, lo tira al suelo, se deja caer en una
silla y estalla en sollozos. Fuera, los alaridos se aproximan.
Disparos a lo lejos. El negro sale de su escondite. Se planta
ante ella. Ella levanta la cabeza y da un grito.)

ESCENA II
LIZZIE, el NEGRO .
LIZZIE . — ¡Ah! (Una pausa. Se levanta.) Estaba segura de que
vendrías. Segura... ¿Por dónde has entrado?
NEGRO . — Por la ventana.
LIZZIE . — ¿Y qué quieres?
NEGRO . — Escóndame.
LIZZIE . — Ya te he dicho que no.
NEGRO . — ¿No los oye, señora?
LIZZIE . — Sí.
NEGRO . — Es que ha empezado la caza.
LIZZIE . — ¿Qué caza?
NEGRO . — La caza del negro.
LIZZIE . — ¡Ya! (Una larga pausa.) ¿Estás seguro de que no te
han visto entrar?
NEGRO . — Seguro.
LIZZIE . — ¿Qué te harán si te cogen?
NEGRO . — Con gasolina.
LIZZIE . — ¿Qué?
NEGRO .— Con gasolina. (Hace un gesto explicativo.) Me
prenderán fuego.
LIZZIE . — Ya veo. (Va a la ventana y echa las cortinas.)
Siéntate. (El negro se deja caer en una silla.) Tenías que venir
precisamente a mi casa. Pero ¿es que no vais a dejarme
tranquila nunca? (Va hacia él, casi amenazadora.) ¡Me
horrorizan los líos! ¿Comprendes? (Golpeando con el pie.)
¿Comprendes? ¡Me horrorizan! ¡Me horrorizan!
NEGRO . — Es que creen que yo le hice daño a usted, señora.
LIZZIE . — ¿Y qué?
NEGRO . — Que no creo que vengan a buscarme aquí.
LIZZIE . — ¿Sabes por qué quieren cazarte?
NEGRO . — Porque creen que yo le hice daño a usted.
LIZZIE . — ¿Y sabes quién se lo ha dicho?
NEGRO . — No.
LIZZIE . — Yo misma. (Un largo silencio. El negro la mira.)
¿Qué piensas tú de eso?
NEGRO . — ¿Y por qué ha hecho eso, señora? ¿Por qué lo ha
hecho?
LIZZIE . — Es lo que me pregunto.
NEGRO . — No tendrán ninguna piedad conmigo. Me darán
latigazos hasta que chorree sangre y vaciarán en mí las latas de
gasolina. ¡Oh! ¿Por qué ha hecho una cosa así? Yo no le hice
ningún mal.
LIZZIE . — ¡Claro que me lo has hecho! ¡Y no te figuras hasta
qué punto! (Una pausa.) ¿No te dan ganas de estrangularme?
NEGRO . — Muchas veces fuerzan a la gente a decir lo contrario
de lo que piensa.
LIZZIE . — Sí. Muchas veces. Y cuando no pueden forzarlas, las
lían a base de discursos. (Una pausa.) Entonces, ¿qué? ¿No?
¿No me estrangulas? Qué buen carácter tienes. (Una pausa.)
Te voy a esconder hasta mañana por la noche. (El hace un
movimiento.) Pero no me toques; no me gustan los negros.
(Gritos y disparos fuera.) Se están acercando: (Va a la
ventana, aparta las cortinas y mira la calle.) ¡Estamos listos!
NEGRO . — ¿Qué hacen ahora?
LIZZIE . — Han puesto centinelas en los dos extremos de la
calle y están registrando todas las casas. Y tú tenías que venir
aquí. Es seguro que alguien te ha visto entrar en la calle. (Mira
de nuevo.) Ahí están. Es por nosotros. Suben.
NEGRO . — ¿Cuántos son?
LIZZIE . — Cinco o seis. Los demás esperan abajo. (Vuelve
hacia él.) Pero no tiembles. ¡No tiembles, por el amor de Dios!
(Una pausa. A la pulsera.) ¡Bicho asqueroso! (La tira al suelo
y la patea.) ¡Maldita serpiente! (Al NEGRO .) Tenías que venir
precisamente aquí. (El se levanta y hace un movimiento para
marcharse.) Quédate. Si sales, estás aviado.
NEGRO . — Por los tejados.
LIZZIE . — ¿Con esta luna? Puedes hacerlo, si tienes ganas de
que te aticen. (Una pausa.) Vamos a esperar. Les quedan dos
pisos por registrar antes que el nuestro Y te estoy diciendo que
no tiembles. (Largo silencio. Ella pasea, nerviosa. El NEGRO
está como aplastado en su silla.) ¿No tienes armas?
NEGRO . — ¡OH! No.
LIZZIE — Espera. (Registra en un cajón y saca un revólver.)
NEGRO . — ¿Qué va a hacer con eso, señora?
LIZZIE . — Voy a abrirles la puerta y a decirles que entren. Ya
son veinticinco años que me lían con el rollo ese de las madres
viejecitas con su pelito blanco y los héroes de la guerra y la
nación americana. Pero ya lo he comprendido todo y no me
van a liar hasta el final. Ahora les abro y les digo: «Sí, está
aquí, ¿qué pasa? Está aquí, pero no ha hecho nada, me han
sonsacado un falso testimonio. Juro por Dios que está en los
cielos que él no ha hecho nada.»
NEGRO . — Seguro que no la creen.
LIZZIE . — Puede que no. Puede que no me crean; entonces tú les
apuntas con el revólver y, si no se marchan, les pegas cuatro
tiros.
NEGRO . — Pero vendrán otros.
LIZZIE . — Les disparas también. Y si ves entre ellos al hijo del
senador, procura que no se te escape, porque ha sido él
precisamente el que lo ha mangoneado todo. Estamos
acorralados, ¿no es verdad? Y de todas maneras es nuestra
última historia, porque, a ver, si te encuentran conmigo, no doy
ni una perra por mi piel. Así que tanto mejor si la diña uno en
numerosa compañía. (Le tiende el revólver.) ¡Toma esto! Te
digo que lo cojas.
NEGRO . — Yo no puedo, señora.
LIZZIE . — ¿Qué?
NEGRO . — No puedo disparar contra unos blancos.
LIZZIE . — ¡Claro! No sea que se enfaden, ¿no?
NEGRO . — Son..., son blancos, señora.
LIZZIE . — ¿Y qué? ¿Porque sean blancos tienen derecho a
degollarte como un cerdo?
NEGRO . — Ellos son blancos.
LIZZIE . — ¡Qué asco, madre mía! Mira, tú te me pareces un
rato; eres tan imbécil como yo. En fin, si todo el mundo está de
acuerdo, a mí...
NEGRO . — ¿No..., no podría disparar usted, señora?
LIZZIE . — Ya te he dicho que yo también soy una imbécil.
(Se oyen pasos en la escalera.) Ahí están. (Risa breve.) A mal
tiempo, buena cara. (Una pausa.) Métete en el cuarto de baño.
Y no te muevas. Contén la respiración. (El NEGRO obedece.
LIZZIE espera. Timbrazo. Ella se santigua, recoge la pulsera
y va a abrir. HOMBRES con fusiles.)

ESCENA III
LIZZIE, tres HOMBRES .
HOMBRE 1.°. — Buscamos al negro.
LIZZIE . — ¿A qué negro?
HOMBRE 1.° — Al que ha violado a una mujer en el tren; ese
que ha herido al sobrino del senador a navajazos.
LIZZIE . — Pero, ¡hombre!, en mi casa es el último sitio donde
tienen que buscarlo. (Una pausa.) ¿No me reconocen?
HOMBRE 2.° — Sí, sí, sí. Yo la vi bajar del tren anteayer.
LIZZIE . — Exacto. Porque es a mí a quien ha violado,
¿comprenden? (Rumores. La miran con ojos llenos de estupor,
codicia y una especie de horror. Retroceden ligeramente.) Si se
presenta por aquí, se encontrará con esto. (Ellos ríen.)
UN HOMBRE . — ¿No tiene gana de verlo ya colgado?
LIZZIE . — Vengan a buscarme cuando lo hayan encontrado, ¿eh?
UN HOMBRE . — No tardará mucho, guapita. Sabemos que está
escondido en esta calle.
LIZZIE . — Pues buena suerte. (Ellos salen. Ella cierra la puerta
y va a dejar el revólver en la mesa.)

ESCENA IV
LIZZIE ; luego el NEGRO .
LIZZIE . — Ya puedes salir. (El negro sale, se arrodilla v besa el
bajo de su vestido. ) Ya te he dicho que no me toques. (Lo mira.)
De todos modos, menudo tío debes de ser tú para tener toda una
ciudad así, detrás de tus talones.
NEGRO . — Yo no he hecho nada, señora. Usted lo sabe.
LIZZIE . — Dicen que un negro siempre ha hecho alguna cosa.
NEGRO . — Nunca jamás. Yo, nunca. Nunca.
LIZZIE . — (Se pasa la mano por la frente.) Estoy hecha un
lío, pero del todo. (Una pausa.) De todos modos, una ciudad
entera no creo que pueda equivocarse completamente; algo
habrá que... (Una pausa.) ¡A la mierda! Ya no comprendo nada.
NEGRO . — Es así, señora. Con los blancos siempre es así.
LIZZIE . — ¿Tú también te sientes culpable?
NEGRO . — Sí, señora.
LIZZIE . — Pero no has hecho nada.
NEGRO . — No, señora.
LIZZIE . — Pero ¿qué tienen, a ver, para que uno esté siempre de
su parte?
NEGRO . — Tienen que son blancos.
LIZZIE . — Yo también lo soy. (Una pausa. Ruido afuera.)
Ya bajan. (Se acerca instintivamente a él. El está temblando,
pero le pasa la mano por los hombros. Los pasos se alejan.
Silencio. Ella se separa bruscamente.) ¿Eh? ¿Qué decías?
Estamos solos, ¿eh? Parecemos dos huérfanos. (Llaman.
Escuchan en silencio. Vuelven a llamar.) Vete al cuarto de
baño, ¡hale! (Golpes en la puerta de entrada. El NEGRO se
esconde. LIZZIE va a abrir.)

ESCENA V
FRED , LIZZIE .
LIZZIE . — ¿Tú estás loco o qué? ¿A qué viene llamar a mi
puerta? No, aquí no entras tú; ya tengo bastante. ¡Vete,
asqueroso! ¡Vete, vete! (El la empuja, cierra la puerta y la
coge por los hombros. Largo silencio.) ¿Qué pasa, a ver?
FRED . — ¡Eres el Demonio!
LIZZIE . — ¿No querrías hundir la puerta para luego decirme
eso? ¡Qué cabeza! ¿De dónde sales? (Una pausa.) Contesta.
LIZZIE . — Si das un paso, te liquido.
FRED . — ¡Pues tira! ¡Venga, tira! Ya lo ves, no puedes. Una
chica como tú «no puede» disparar contra un hombre como yo.
¿Quién eres tú, a ver? ¿Qué haces en el mundo? ¿Sabes ni
siquiera quién fue tu abuelo? Yo tengo derecho a vivir; hay
muchas cosas que hacer y me están esperando. Dame ese
revólver. (Ella se lo da; él lo guarda en su bolsillo.) De lo que
decías del negro, corría como un loco; se me ha escapado
vivo. (Una pausa. Le rodea los hombros con el brazo.) Te
instalaré en la colina, al otro lado del río, en una casa bonita con
un parque. Te pasearás por el parque todo lo que quieras, pero
te estará prohibido salir de allí; soy muy celoso. Iré a verte tres
veces a la semana, ya anochecido: el martes, el jueves y el
sábado hasta el lunes. Tendrás criados negros y más dinero del
que hayas podido soñar nunca, pero me tolerarás todos mis
caprichos. ¡Y tendré muchos! (Ella se abandona un poco más
en sus brazos.) ¿Es verdad lo que me dijiste de que yo..., que
fuiste feliz conmigo? Contéstame. ¿Es verdad?
LIZZIE . — (Con lasitud.) Sí, es verdad.
FRED . — (Golpeándole la mejilla.) Entonces todo ha vuelto al
orden. (Una pausa.) Me llamo Fred.
(Telón.)
FIN 

LA DONCELLA de ORLEÁNS. FRIEDRICH SCHILLER.


















LA
DONCELLA de
ORLEÁNS

FRIEDRICH SCHILLER

TRAGEDIA ROMÁNTICA
PERSONAJES
CARLOS VII, Rey de Francia.
LA REINA ISABEL, su madre
INÉS SOREL, querida del Rey
FELIPE, EL BUENO, Duque de Borgoña.
EL CONDE DUNOIS, bastardo de Orleáns
LA HIRE, oficiales del ejército del Rey.
DUCHATEL
EL ARZOBISPO DE REIMS
CHATILLÓN, caballero borgoñón.
RAOUL, caballero lorenés.
TALBOT, general inglés
LIONEL, capitanes ingleses.
FALSTOLF.
MONTGOMERY, caballero del país de Gales
CONSEJEROS DE ORLEÁNS.
UN HERALDO INGLES.
THIBAUT D’ARC, rico labrador.
MARGOT
LUISON, hijas de Thibauat.
JUANA
ESTEBAN,
CLAUDIO MARÍA, sus novios.
RAIMUNDO
BERTRÁN, otro labrador.
LA SOMBRA DE UN CABALLERO NEGRO
UN CARBONERO y SU ESPOSA.
Soldados, pueblo, oficiales de la corona, obispos, frailes,
mariscales, magistrados, cortesanos, y otros personajes mudos
del séquito de la coronación.



PROLOGO
Paisaje campestre.
Delante, a la derecha, una imagen de un santo en una ca-
pilla, y, a la izquierda, una copuda encina.
ESCENA PRIMERA.
THIBAUT D'ARC, sus tres hijas, y tres pastores jóve-
nes, sus novios.
THIBAUT. -¡Sí, queridos vecinos! Hoy somos
franceses, ciudadanos libres, y dueños del antiguo
suelo, que cultivaron nuestros padres. ¿Quién sabe
cuál será mañana nuestro amo? En todas partes on-
dea la bandera victoriosa de los ingleses, y sus cor-
celes huellan los fértiles campos da Francia. París
los ha recibido corno a vencedores, y el retoño de
una dinastía extranjera orna sus sienes con la corona
de Dagoberto. El descendiente de nuestros Monar-
cas vaga errante, desheredado y fugitivo en su pro-
pio reino. Contra él, en el ejército enemigo, pelean
su pariente más próximo, su primer par, y hasta su
cruel madre lo guía.
Aldeas y ciudades arden por todas partes. El
humo de las llamas se acerca más cada instante gi-
rando hacia estos valles, todavía indemnes. No aquí
la razón, vecinos estimados, ya que hoy puedo ha-
cerlo, con el favor de Dios, de mirar por la suerte de
mis hijos. En las miserias de la guerra la mujer nece-
sita protector, y un amor fiel es grande ayuda para
sobrellevar las penalidades de la vida. (Al segundo
pastor.) Ven, Esteban, has solicitado a mi Margot;
nuestros campos están próximos, los corazones de
acuerdo... bases ambas de un buen casamiento. (Al
Segundo pastor.) ¡Claudio María! ¿Callas y mi Lui-
són baja los ojos? ¿Separaré yo dos corazones, que
se aman, sólo porque no tienes tesoros que ofre-
cerme? ¿Quién los posee ahora? La casa y la granja
son despojo del enemigo más próximo, o de las
llamas... El pecho honrado de un hombre de valor
es hoy el hogar más seguro.
LUISÓN. -¡Padre mío!
CLAUDIO MARÍA. -¡Luisón mía!
LUISÓN. (Abrazando a Juana). -¡Hermana que-
rida!
THIBAUT. -Para cada uno treinta fanegas de tie-
rra, un establo, una casa y un rebaño... Dios me ha
dado su bendición. ¡Él os bendiga ahora!
MARGOT. (Abrazando a Juana.) –¡Contenta a
nuestro padre! ¡Sigue nuestro ejemplo! ¡Que hoy se
celebren tres bodas venturosas!
THIBAUT. -Idos, y haced los preparativos nece-
sarios. Mañana os casaréis, y quiero que, con este
motivo, toda la aldea se regocije. (Ambas parejas se
van del brazo)
ESCENA II
THIBAUT, RAIMUNDO Y JUANA
THIBAUT. –Tus hermanas se casarán, Juanita, y
su felicidad sonríe a mi vejez; y tú, la más joven, me
causas pena, y dolor.
Raimundo. –¿Qué idea os ocurre? ¿Por qué re-
convenís a nuestra hija?
THIBAUT. –Aquí ves este generoso mancebo,
con el cual no tiene comparación ningún otro de la
aldea, en todos conceptos excelente, y que te ha
consagrado su afecto Tres otoños hace ya que, con
toda su alma, te pretende en silencio. Tú lo rechazas
con frialdad, y ni uno solo dé los demás pastores ha
logrado arrancarte una sonrisa favorable... Te veo
florecer con todos los encantos de la juventud en la
primavera de la vida, con todas las bellezas corpo-
rales en la época de la esperanza; pero siempre
aguardo en vano que esa flor abra su cáliz á los ra-
yos del tierno amor, y produzca sus olorosos frutos.
¡Oh! Esto no me agrada, y me indica la influencia de
un yerro deplorable de la naturaleza. No me place
observar que tú corazón, frío y sereno, se cierre en
la edad propia de los sentimientos.
RAIMUNDO. -¡No hagáis caso, Thibaut! Deja-
dla en paz. Él amor de mi incomparable Juana es
don celestial, noble y tierno, que, poco a poco, y sin
sentir, alcanzará su madurez. Conténtale ahora vivir
en las montañas y la molesta descender de las um-
brías y en donde se ve libre, a la mezquina mansión
dé los hombres, morada de cuidados vulgares. Con
frecuencia la contemplo desde este valle profundo,
en silencio y admirado, cuando descuella en las altu-
ras en medio de su rebaño, fijándose, llena de dig-
nidad y de nobleza, en las estrechas regiones de la
tierra. Paréceme entonces que simboliza algo sobre-
natural, y que pertenece a tiempos que pasaron.
THIBAUT. -He ahí justamente lo que no me sa-
tisface. Ella esquiva el trato afable de sus dos her-
manas, busca las desiertas montañas, y abandona su
lecho de noche, antes que cante el gallo; y en esa ho-
ra temerosa, en que el hombre ansía juntarse con
otros hombres, se desliza, como ave solitaria, por el
imperio horrible y sombrío de los espíritus noctur-
nos, corre a las encrucijadas, y acostumbra entablar
diálogos misteriosos con el viento de las montañas.
¿Por qué elige siempre ese paraje, y lleva a él fre-
cuente su rebaño? Obsérvola horas enteras pensati-
va, sentada bajo el árbol de los Druidas, del que
huyen todos los seres venturosos. No, no es de
buen agüero, porque bajo él, desde la época antigua
y obscura del paganismo, reside un mal espíritu.

Cuentos espeluznantes refieren acerca de él, los más
ancianos de la aldea, y a menudo, se oye entre sus
ramas extraño concierto de voces sobrenaturales.
Yo mismo, al pasar junto a ese árbol cierto día, ya
tarde vi allí una fantasma de mujer, que extendió ha-
cia mí su mano descarnada envuelta en vestido de
pliegues numerosos. Parecía como si me hiciese se-
ñas; pero Yo apresuraré el paso, y encomendé a
Dios mi alma.
RAIMUNDO. (Señalando a la imagen de la ca-
pilla.) -La imagen veneranda de la Virgen que de-
rrama aquí la paz del cielo, no Satanás, atrae sólo a
vuestra hija.
THIBAUT. -No, no; no en vano he tenido yo
ciertos sueños y angustiosas apariciones. Tres veces
he visto a mi hija en Reims, sentada en el regio so-
lio, con una diadema brillante y siete estrellas en la
frente, el cetro en su mano, y saliendo de él tres azu-
cenas; y yo, su padre, sus dos hermanas, y todos los
príncipes, condes y arzobispos, y hasta el mismo
Rey, se inclinaban ante ella. ¿Cómo, pues ha de lle-
narse mi cabaña de tanto esplendor? ¿Anuncia qui-
zás esto una profunda caída? Este sueño saludable
simboliza las vanas inclinaciones de su corazón.
Avergüénzase de su humildad... porque Dios la ha
dotado de tanta belleza corporal, de dones tan ma-
ravillosos, distinguiéndola de todas las doncellas de
este valle; el orgullo insensato se ha apoderado de
su alma, cuando por su soberbia se precipitaron al
abismo los malos ángeles, y por la soberbia se insi-
núa el infierno en el ánimo de los hombres.
RAIMUNDO. -¿Quién más modesta ni más
virtuosa que vuestra hija? ¿No sirve é sus hermanas
con alegría? Es, entre ellas la más capaz, y, sin em-
bargo, como la de menos aliento, se somete gustosa
a los trabajos más pesados, y por ella prosperan
admirablemente vuestros rebaños y campos. A
cuanto toca, la bendición divina favorece con dicha
incomparable.
THIBAUT. -¡Sí; es verdad, una dicha incompa-
rable!... Pero me asusta también tanta ventura... No
hablemos más de esto. Yo callo. Quiero guardar si-
lencio, porque ¿cómo ofender yo a mi propia hija?
No puedo, hacer otra cosa que aconsejarla, y rogar a
Dios por ella. Pero debo advertirle... que huya de
ese árbol, que no ame la soledad, ni arranque raíces
a media noche, ni prepare bebedizos, ni trace ca-
racteres en la arena. El mundo de los espíritus se
revuelve fácilmente, porque acechan siempre em-
boscados, su oído es sutil, y acudan en tropel ense-
guida. No estés sola, porque el mismo Satanás tentó
en el desierto al Dios del cielo.
ESCENA III.
BERTRAND, con un yelmo en la mano.
THIBAUT,
RAIMUNDO y JUANA.

RAIMUNDO. -¡Silencio! Aquí regresa Bertrand
de la ciudad. Pero ¿qué trae?
BERTRAND. -¿Os admiráis de verme? ¿Os
sorprende contemplar en mis manos este objeto
extraordinario?
THIBAUT. -Así es; decidnos cómo lo habéis
adquirido, y por qué traéis a esta mansión de paz ese
signo de mal agüero. (Juana, que, durante las escenas
anteriores, ha estado muda, y sin mostrar interés al-
guno en cuánto ha pasado, manifiesta curiosidad y
se acerca a ellos.)
BERTRAND. -Apenas podré deciros yo mismo
cómo este caso se encuentra en mi poder. Había ido
a Vancouleurs á comprar aperos de labranza. La
plaza estaba llena dé gente, porque acababan de lle-
gar de Orleáns algunos fugitivos, que contaban ma-
las noticias de la guerra. Recorrí toda la ciudad en
conmoción; y, cuando yo discurría entre la muche-
dumbre, se me acercó una tostada gitana con este
yelmo, y, mirándome fijamente, me dijo: «Buen ami-
go, sé que buscáis un yelmo; sí, sé que buscáis uno.
¡Ea! ¡TomadIo, pues! Os lo daré muy barato... »
«Dirigíos a los lanceros, le contesté; soy labrador, y
el yelmo no me hace falta». Pero no me dejó, aña-
diendo. «Ningún, hombre puede asegurar que no
necesitará de yelmo. Ahora es más útil para las casas
tener el techo de hierro que de piedra» Así me per-
siguió por las calles, empeñada en que sin
que-
rer yo, había de comprar su mercancía. Lo examiné
entonces mejor, y observé que era bello y brillante, y
digno de un caballero; y, cuando yo le daba vueltas
en mi mano, dudando y admirado de tan extraña
aventura, desapareció la gitana de mi vista, llevada
con rapidez por las oleadas de la gente, y fue mío el
yelmo.
JUANA. (Apoderándose de él con prontitud y
afán.) –¡Dámelo!
BERTRAND. -¿Para qué os servirá? No es nin-
gún adorno para la cabeza de una doncella.
JUANA -(Arrebatándoselo de las manos.)-- ¡El
yelmo es mío y para mí!
THIBAUT. -¿Qué dice esa niña?
RAIMUNDO. -Dejadla que satisfaga su capri-
cho. Bien le sienta esa prenda de guerra, porque en
su pecho lata un corazón varonil. Recordad cómo
domó el lobo feroz, animal terrible y cruel que de-
vastaba nuestros rebaños, llenando, de horror a los
pastores. Y ella sola, doncella de corazón de león,
peleó con él y la arrancó el cordero, que, se llevaba
en sus sangrientas fauces. Sea cual fuere la valerosa
frente, que haya de cubrir este yelmo, ninguna lo se-
rá más que la suya...
THIBAUT. (A Bertrand) -¡Hablad! ¿Qué nueva
desgracia ha ocurrido en la guerra? ¿Qué contaban
esos fugitivos?
BERTRAND. ¡Que Dios se apiade de la patria, y
ayude al Rey! Hemos sido, derrotados en dos gran-
des batallas; el enemigo, posee el corazón de Fran-
cia, y hemos perdido todas las provincias hasta el
Loira... Ahora ha concentrado todas tus fuerzas pa-
ra sitiar a Orleáns.
THIBAUT. -¡Dios proteja al Rey!
BERTRAND. Artillería innumerable se ha reu-
nido de todas partes. Como los enjambres de abejas
zumban alrededor de las colmenas en el otoño; co-
mo las nubes de Iangostas, traídas por viento fu-
nesto, cubren leguas enteras del campo, perdiéndose
de vista, así se han acumulado en cercanías de Or-
leáns ejércitos de todos los pueblos, y el sonido
confuso de sus lenguas diversas llena el campa-
mento. Porque el vehemente y poderoso Duque de
Borgoña ha llegado con todos sus hombres de ar-
mas, los de Lieja, Luxemburgo, Hainaut, Namur, y
los que habitan en el venturosa Brabante, en la vo-
luptuosa Gante, adornándose con orgullo de tercio-
pelo y seda; los de Zelanda, cuyas ciudades se
ostentan tan bellas sobre las aguas del mar; los ho-
landeses, ricos en rebaños, los de Utrecht, hasta los
de la lejana Frisia, que viven hacia el helado polo...
Todos ellos siguen las banderas del temible señor
de Borgoña, y vienen a conquistar á Orleáns.
THIBAUT. -¡Oh discordia, mil veces malhada-
da, que esgrime contra Francia sus propias armas!
BERTRAND. -Hasta la anciana Reina, la orgu-
llosa Isabel, la Princesa de Baviera, cabalga en los
reales cubierta de acero, excitando a todos contra su
hijo con palabras insolentes, después de haberlo lle-
vado en su seno.
THIBAUT. -¡Qué la maldición caiga sobre su
cabeza! ¡Ojalá que la precipite Dios algún día al
abismo de su perdición, como hizo con Jezabel!
BERTRAND. -El temible Salisbury, destructor
de murallas dirige el asedio; ayúdanle Lionel, her-
mano del león, y Talbot, cuya espada homicida siega
en las batallas tantas vidas. Han jurado, en su rabia
criminal, deshonrar a todas las doncellas y sacrificar
con la espada a cuantos la llevan, han construido
cuatro grandes torres para dominar a la ciudad, y
desde ellas el cruel Conde de Salisbury la espía con
miradas amenazadoras, y cuenta hasta los transeún-
tes que recorren ligeros sus calles. Muchos miles de
balas de enorme calibre, han sido ya disparadas
contra la plaza, arruinando iglesias, y obligando a
doblegar su cerviz a la soberbia torre de Nuestra
Señora. Han preparado también minas, y los habi-
tantes de Orleáns descansan llenos de espanto so-
bre este infernal abismo, temiendo a cada instante
su explosión, acompañada de atronador ruido. (Jua-
na lo ha escuchado atenta, se pone el yelmo.)
TRIBAUT. -Pero ¿en dónde estaban, pues, los
brazos esforzados de Saintrailles, de La Hire y del
Bastardo heroico, baluarte de la Francia, cuando el
enemigo ha logrado avanzar tanto? ¿En dónde está
el mismo Rey, presenciando ocioso la ruina de su
Reino y la pérdida de su ciudad?
BERTRAND. -El Rey tiene en Chinon su corte,
sin soldados, y en la imposibilidad de combatir. ¿De
qué sirva el valor de los generales y la fuerza de los
héroes, cuando el miedo, de rostro pálido, paraliza
al ejército? Pavor inexplicable, como si Dios lo in-
fundiera, se ha apoderado de los ánimos más vale-
rosos. Las órdenes de los Príncipes no se obedecen.
Como se apiñan tímidas las ovejas al oír los aullidos
del lobo, así los franceses, olvidados de su antiguo
renombre, sólo buscan su seguridad en las fortale-
zas. Un caballero no más, según he oído, ha levan-
tado escasa tropa, y acude al socorro del Rey con
diez y seis banderas.
JUANA. (Con viveza.) -¿Cómo se llama ese ca-
ballero?
BERTRAND. -Baudricourt. Pero escapará con
trabajo a la vigilancia del enemigo, que lo persigue
con sus dos ejércitos.
JUANA. -¿En dónde está ese caballero? ¡De-
cídmelo, si lo, sabéis!
BERTRAND. -Dista de Vancouleurs menos de
una jornada.
THIBAUT. (A Juana.) -¿Qué te importa? Haces
preguntas que son impropias de ti.
BERTRAND. -Viendo al enemigo tan poderoso,
y que no pueden esperar del Rey auxilio alguno, han
resuelto, por unanimidad, entregarse al Duque de
Borgoña. Así no sufriremos el yugo extranjero, y
continuaremos sometidos a la secular dinastía de
nuestros Soberanos... y acaso volvamos de nuevo a
la antigua corona francesa, si se reconcilian alguna
vez Borgoña y Francia.
JUANA. (Como inspirada.) -¡Nada de tratados!
¡Nada, de sumisión! El libertador se acerca, y se
apresta a la pelea; la fortuna de los enemigos se es-
trellará ante Orleáns, porque rebosa ya la medida, y
la mies está madura. La doncella se adelanta con su
hoz para abatir las espigas de su orgullo. Bajando
del cielo humillará su gloria, que se sublima ahora
hasta las nubes. ¡No temed! ¡No huid! Antes que se
doren los campos, antes que se llene la luna, los
corceles de Inglaterra no beberán ya en las aguas del
caudaloso Loira.
BERTRAND. -¡Ay de mí! Cesaron ha tiempo los
milagros.
JUANA. -Los hay todavía... Una blanca paloma
se precipitará con el valor del águila contra ésos
buitres, que han devastado la patria. Vencerá a ese
soberbio borgoñón, traidor a su país; a ese Talbot,
que amenaza, al cielo con sus cien brazos; a ese Sa-
lisbury, profanador de templos y á todos esos teme-
rarios isleños, ahuyentándolos como un rebaño de
corderos. El Señor, el Dios de las batallas estará con
ella. Él elegirá una criatura tímida, y será ensalzado
por una tierna doncella, porque es Todopoderoso.
TRIBAUT. -¿Qué espíritu se apodera de esa ni-
ña?
RAIMUNDO.-Es el casco el que la inspira ese
ardor bélico. ¡Mirad a vuestra hija! Sus ojos brillan,
y en su rostro aparece el entusiasmo que la abrasa.
JUANA. -¿Este reino ha de sucumbir? Esta re-
gión de la gloria, la más bella, alumbrada eterna-
mente por el sol, el paraíso de las tierras amado por
Dios, como la niña de sus ojos, ¿ha de soportar las
cadenas de un pueblo extranjero?... El poder del pa-
ganismo se estrelló en él. Aquí se levantó la primera
cruz, imagen de la gracia divina; aquí descansan las
cenizas de San Luis, y desde aquí se preparó con-
quista de Jerusalén.
BERTRAND. (Admirado) ¡Oíd sus palabras!
¿De dónde le viene esa elevada inspiración? Thi-
baut d'Arc, Dios os ha dado una hija maravillosa!
JUANA. –¿No hemos de tener ya Reyes propios,
ni señores naturales de este Reino?... El Soberano
que nunca muere, ¿ha de desaparecer para noso-
tros?... Él, que protege a la sagrada reja del arado,
que ampara nuestros trabajos rurales, y hace fértil la
tierra, y da libertad a los siervos, y rodea su trono de
alegres ciudades... que socorre al débil, y amedrenta
al malvado, sin conocer la en envidia... porque es
más que ninguno... que, siendo hombre, es ángel de
misericordia en éste mundo de maldades... Porque el
solio del Monarca, resplandeciente de oro, es el re-
fugio de los desgraciados... en él residen la fuerza y
la compasión... el culpable se acerca temblando,
confiado el justo, y retoza con los leones de su cor-
tejo. El Rey extranjero, que llega de otros países, y
no tiene en este suelo sagrados restos de sus antepa-
sados, ¿podrá amarlo? Quien no ha jugado con
nuestros jóvenes; aquel cuyo corazón no mueven
nuestras palabras, ¿podrá ser el padre de sus hijos?
THIBAUT. -¡Qué Dios proteja al Rey y a la
Francia! Nosotros somos pacíficos labradores, no
sabemos manejar la espada, ni regir el bélico cor-
cel... Esperemos, pues, sumisos, que la victoria nos
dé un Rey. La fortuna de las batallas es la obra de
Dios. Será nuestro Soberano el que sea ungido con
el óleo sagrado, y reciba la corona en Remis... ¡Va-
mos, pues, a trabajar! ¡Venid! Que cada cual piense
sólo en lo que más le interese. Los grandes y los
Príncipes de la tierra se la repartirán entra sí. Noso-
tros, tranquilos, contemplaremos los estragos de los
hombres, porque el suelo, que cultivamos, resiste á
todas las tempestades. Si el fuego devora nuestras
aldeas y los cascos de sus caballos de guerra huellan
nuestros sembrados, otra primavera traerá consigo
nuevas mieses, y nuestras chozas se levantarán otra
vez fácilmente. (Vanse todos menos Juana.)
ESCENA IV
JUANA, sola.
¡Adiós, vosotras, montañas; pastos queridos, va-
lles pacíficos y melancólicos, quedad con Dios! Jua-
na no discurrirá ya más entre vosotros, y se despide
para siempre; prados regados por mí, árboles que yo
planté, floreced alegremente. ¡Adiós, grutas, y fres-
cas fuentes! Tú eco, voz ata de este valle, que res-
pondiste a mis cantos con tanta frecuencia, Juana os
abandona, y no volverá jamás.
Para siempre os dejo, lugares testigos de mis pla-
ceres inocentes. Dispersaos, corderos, por los mato-
rrales, porque por que ahora rebaño sin pastor; ha
de apacentar otro en los campos sangrientos de la
muerte. Así me lo ordena la voz del espíritu, no im-
pulsándome deseo mundanal ni vano.
Quien descendió hasta Moisés en el monte Ho-
reb, mostrándose a él en el zarzal ardiendo, y man-
dándole que se presentase a Faraón; el que eligió en
otro tiempo por combatiente al piadoso mancebo,
hijo de Isaí; el que ha sido siempre propicio a los
pastores, me habló desde las ramas del árbol, y me
dijo: «Ve; tú darás testimonio de mí sobra la tierra.
Revestirás de acero tu pecho delicado; el amor a los
hombres no tocará tu corazón, ni los goces terres-
tres lo abrasarán con sus llamas pecadoras. La co-
rona de la desposada no adornará jamás tus cabellos
ni en tu seno u reclinará ningún niño amado; pero
yo, colmándolo de gloria bélica, te enalteceré sobre
todas las mujeres de la tierra»
Cuando los más valerosos vacilen en la lid;
cuando parezca que sucumbe el destino de Francia,
tú serás quien llevo mi estandarte, y abatirás al or-
gulloso vencedor, como la diestra segadora á. las
espigas. Tú derribarás la rueda de su fortuna, salva-
rás a los hijos heroicos de tu nación, y libertarás a tu
Soberano, y lo coronarás en Reims»
El cielo me envía su signo. Tráeme el yelmo, que
viene de él, y su acero me infunde fuerza divina,
inspirándome el valor ardiente de los querubines.
Arrástrame al estrépito de la guerra; me arrebata con
la violencia de la tempestad, y hieren mis oídos los
gritos de los combatientes, el relinchar de los cor-
celes y el sonido de las trompetas. (Vase)

ACTO PRIMERO.
Corte del Rey Carlos en Chinon
ESCENA PRIMERA
DUNOIS y DUCHATEL
DUNOIS. -¡No; no lo sufriré más largo tiempo!
Me separo de este Rey, que tan ignominiosamente se
abandona. Mi corazón esforzado mana sangre en el
pecho, y derramo lágrimas de fuego, al presenciar
que saltadores se reparten con su espada el reino de
Francia, y que las más nobles ciudades, tan antiguas
como nuestra monarquía, entregan al vencedor sus
llaves mohosas, mientras nosotros aquí, en el des-
canso y la ociosidad, malgastamos tiempo precioso,
que debiéramos emplear en libertaros... Oigo que
Orleáns está amenazada; acudo volando desde la
lejana Normandía, creyendo que el Rey, armado de
todas armas, se halla al frente de su ejército, y. lo
encuentro... rodeado de trovadores y juglares, desci-
frando, sutiles charadas, y celebrando galanas fiestas
en honor de Sorel, como si la paz más profunda
reinase en todo el imperio... El Condestable se va,
porque no quiere ser de semejante espectáculo... Yo
lo imito, y lo abandono a su triste suerte.
DUCHATEL. -¡El Rey viene!
ESCENA II.
Los mismos y el Rey CARLOS.
CARLOS. –El Condestable nos ha devuelto su
espada, y renuncia a nuestro servicio... ¡Sea enhora-
buena! Así nos vemos libres de un hombre atrabilia-
rio, que se proponía dominarnos imperiosamente.
DUNOIS. -Mucho vale un hombre en estos
tiempos calamitosos. Yo, a lo menos, no lo perdería
tan tranquilo.
CARLOS. -Hablas así sólo por el placer de con-
tradecirme. Mientras ha estado con nosotros, no ha
sido tu amigo.
DUNOIS. -Era un loco, sombrío y antipático,
que nunca se resolvía... pero ahora no lo hizo así.
Ha sabido retirarse en el momento oportuno, cuan-
do no hay gloria que ganar.
CARLOS. -Te encuentras hoy de buen humor, y
no quiero contrariarlo. ¡Hola, Duchatel! Han llega-
do embajadores del viejo Rey René, acabados
maestros de canto, y de gran fama... Hay que hospe-
darlos espléndidamente, y regalar a cada uno una
cadena de oro. (Al Bastardo.) ¿Por qué te sonríes?
DUNOIS. -Porque hablas de cadenas de oro.
DUCHATEL. -No hay ya, señor, cadena alguna
de ese metal en tu tesoro.
CARLOS. -¡Bien! Búscala en otra parte... Ningún
poeta egregio ha de dejar mi corte sin recibir galar-
dón. Por ellos florece mi seco cedro, y se entrelazan
en mi estéril corona ramas de verde perenne. Iguales
a Monarcas, con ilusiones construyen su trono, y
sus alegres dominios carecen de fronteras. Así los
cantores son iguales a los reyes, porque unos y otros
se elevan sobre los demás hombres.
DUCHATEL. -¡Soberano señor mío! He cuida-
do de no molestar tus oídos, mientras había medios
posibles de ayudaros; pero al fin la necesidad desata
mi lengua... Nada tenéis que dar, ¡ay de mí! Nada
hay para que viváis mañana. Vuestras riquezas, antes
tan grandes, se han agotado y en las arcas de tu te-
soro hay sólo aire. Aun no se ha pagado el sueldo
de las tropas, que murmuran, y amenazas, abando-
narte... Apenas cuento con recursos para los gastos
de vuestra real casa, no corno conviene a un Mo-
narca, sino para las atenciones más perentorias.
CARLOS. -Empeñad las rentas de la Corona, y
pedid dinero a los lombardos.
DUCHATEL. -Las rentas, señor, de vuestra co-
rona; los impuestos, están empeñados ya por tres
años.
DUNOIS. -Y mientras tanto se ha perdido la tie-
rra y su hipoteca
CARLOS. -Nos quedan todavía muchas provin-
cias, tan ricas como bellas.
DUNOIS. -Si lo quiere Dios y la espada de Tal-
bot. Cuando se rinda Orleáns, podréis acompañar a
vuestro Rey René a guardar ovejas.
CARLOS. -Siempre aguzas tu ingenio en daño
de tu Soberano. Sin embargo, ese mismo Rey sin
reino me ha enviado hoy un presente regio.
DUNOIS. -Pero no sus estados de Nápoles,
¡pardiez!, Por que, según he oído, se venden a bajo
precio, desde que él apacienta los rebaños.
CARLOS. -Es un juego, una distracción grata,
una fiesta que ofrece a su corazón, inocente y pura
en medio de la triste realidad de la barbarie que lo
rodea. Mas su propósito es grandioso y magnáni-
mo... Intenta resucitar los tiempos pasados, en qua
dominaba la ternura, en que el amor impulsaba al
caballero a acometer hazañas heroicas, y a las damas
de la nobleza formaban un tribunal, y decidían con
delicado acierto las más sutiles cuestiones. Ese an-
ciano feliz vive en esa época; y, como dicen las anti-
guas canciones, así también desea fundar una ciudad
celeste, entre doradas nubes, en esta tierra... Ha ins-
tituido una Corte de amor, a la cual han de concurrir
los nobles caballeros, en donde lista de reinar las
castas damas y dominar los afectos más delicados,
habiéndome elegido Príncipe del amor.
DUNOIS. –No soy yo hombre, tampoco que
desprecie el poder del amor. De él viene mi nombre,
soy su hijo, y toda mi herencia pertenece a su impe-
rio. Mi padre era el Príncipe de Orleáns; ningún co-
razón de mujer era invencible para él, ni ninguna
fortaleza inexpugnable para su valor. Sí queréis lla-
maros con propiedad Príncipe del amor, sed el va-
liente entre los valientes... Según he leído en eso
libros antiguos, el amor y el más noble espíritu ca-
balleresco caminaban siempre unidos; y héroes, no
pastores, se sentaban en la Tabla redonda. El que
no puede proteger la belleza, tampoco merece su
preciada recompensa... He aquí el campo de batalla.
¡ Combatid por la corona de vuestros abuelos! ¡De-
fended con la espada del caballero vuestros domi-
nios y el honor de las nobles damas!... Cuándo
usado rescatéis entre torrentes de sangre enemiga el
cetro que heredasteis, entonces será ocasión, como
conviene a un príncipe, de coronarse con los mitos
del amor.
CARLOS. (A un paje que entra.) ¿Qué hay?
EL PAJE. -Los Consejeros de Orleáns piden au-
diencia.
CARLOS. -¡Que entren! (vase el Paje) Solicitarán
auxilio, Pero ¿qué puedo hacer por ellos en mi triste
situación?
ESCENA III
Los mismos y tres CONSEJEROS
CARLOS. -¡Bien venidos seáis, fidelísimos, súb-
ditos míos de Orleáns! ¿Cuál es el estado de mi
buena ciudad? ¿Sigue resistiendo con su acostum-
brado denuedo al enemigo que la asedia?
UN CONSEJERO. -¡Ah, señor! Su aflicción es
extraordinaria, y cada hora acrece su gravedad. Las
obras exteriores están destruidas, y el enemigo gana
terreno a cada asalto. Las murallas carecen de de-
fensores, y los soldados que quedan, pelean sin des-
canso, y sucumben de fatiga. Pocos vuelven á ver las
puertas de su ciudad natal, y, además, nos amenaza
el azote del hambre. Por esta razón el noble Conde
de Rochepierre, que manda, en Orleáns, obligado
por la necesidad, y según la antigua usanza, ha con-
venido con los sitiadores en entregarla dentro de
doce días, si ningún ejército auxiliar, bastante nume-
roso para salvarla; sé presenta dentro de este plazo.
(Dunois hace un gesto marcado de cólera)
CARLOS. -Breve es el plazo.
UN CONSEJERO. –Y ahora hemos venido aquí
con salvo conduto del enemigo, a suplicar a V. M.
que se apiade de la ciudad y la socorra dentro del
plazo indicado, porque si no, se rendirá, a su termi-
nación.
DUNOIS. -¿Y dio Saintrailles su voto en favor
de este tratado ignominioso?
EL CONSEJERO. -¡No, señor! Mientras vivió
ese valiente, no quiso oír hablar de paz ni de rendi-
ción.
DUNOIS. -¿Ha muerto?
EL CONSEJERO. -Sucumbió con heroísmo en
la muralla, defendiendo la causa de su Rey.
CARLOS. -¿Saintrailles muerto? En él he perdi-
do un ejército. (Llega un caballero, y habla con el
Bastardo en voz baja, produciéndole sensible turba-
ción.)
DUNOIS. -¿También esto?
CARLOS. -¿Qué más sucede?
DUNOIS. -El Conde Douglas envía un mensaje.
Las tropas escocesas se sublevan, y amenazan reti-
rarse, si no se les pagan sus sueldos atrasados.
CARLOS.-¡Duchatel!
DUCHATEL. (Encogiéndose de hombros.)
-¡Señor! No se me ocurre expediente alguno para
pagarlos.
CARLOS. -Promete, empeña cuanto haya, la mi-
tad de mi reino...
DUCHATEL. -¡De nada servirá! ¡Se les ha en-
gañado tantas veces!
CARLOS. -Son los mejores soldados de mi ejér-
cito. No; ahora no deben abandonarme.
EL CONSEJERO. (Doblando una rodilla.)
-¡Ayudadnos, oh, Rey! ¡Acordaos de nuestra nece-
sidad!
CARLOS. (Desesperado.)-¿Puedo yo hacer sur-
gir ejércitos de la tierra? ¿Puedo hacer brotar un
campo de espigas en la palma de mi mano? ¡Ha-
cedme pedazos; arrancadme el corazón, y converti-
dlo en oro! Para vosotros es mi sangre; pero ni
tengo dinero ni soldados. (Ve entrar a Inés Sorel y
corre hacia ella con los brazos abiertos.)
ESCENA IV.
LOS MISMOS é INÉS SOREL con una cajita en
la mano.
CARLOS. -¡Oh, Inés mía! ¿Vienes, mi vida, a
arrancarme la desesperación? Pero tú me quedas;
puedo refugiarme en tu pecho, y contigo nada se ha
perdido, porque eres mi mayor bien.
INÉS. -¡Mi amado Rey! (mirando alrededor con
curiosidad y angustia.) ¡Dunois! ¿Es cierto? ¡Du-
chatel!
DUCHATEL. -Lo es desgraciadamente.
INÉS. -¿Tan irremediable es nuestra desventura?
¿Hace falta dinero? ¿Intentan retirarse las tropas?
DUCHATEL. -¡Nada más cierto!
INÉS. (Ofreciéndole la cajita con empeño.)
-¡Aquí, aquí, hay oro, aquí hay joyas! Fundid mi va-
jilla de plata... Vended, dad en hipoteca mis castillos.
Sirvan de garantía mis bienes de Provenza... Que se
convierta todo en dinero para pagar las tropas.
¡Pronto! ¡No hay que perder tiempo! (Llevándolo
hacia fuera.)
CARLOS. -Decid, pues, Dunois, Duchatel ¿soy
pobre todavía, poseyendo la perla de las mujeres?...
Ha nacido noble, como yo, y ni la sangre real de los
Valois es más, pura que la suya, y podría dar mayor
lustre al primer trono del mundo... Y, sin embargo,
lo desprecia, bastándole ser mía, y que yo la amo.
Jamás ha recibido de ají otro s regalos más precio-
sos, que alguna flor temprana en el invierno o algún
fruto raro. No hago por ella sacrificio ninguno, y
ella por mí todos. Expone magnánimamente todas
sus riquezas y bienes, cuando mi dicha está a punto
de desaparecer.
DUNOIS. -Sí; tan insensata es ella como voz.
Arrojáis cuanto poseéis en una casa ardiendo, y
vertéis el agua en el tonel agujereado de las Danai-
dés. No os salvará, sino que, al contrario, sucumbirá
con vos.
INÉS. (A Carlos.) -No lo creáis. ¿Diez veces ha
arriesgado su vida por vos, y se indigna porque yo
exponga ahora mi oro? ¿Cómo, pues? ¿No os he
sacrificado gustosa lo que vale más que las perlas y
todos los metales preciosos? ¿Por qué reservar aho-
ra la ventura para mí sola? ¡Venid! ¡Desprendámo-
nos de todos los adornos superfluos de la vida!
¡Dejadme daros un noble ejemplo de abnegación!
¡ Trasformad en campamento vuestra corte, en acero
el oro, y aventurad cuanto tengáis por recobrar
vuestra corona! ¡Venid, venid! ¡Participemos de la
escasez y del peligro! Montaremos el caballo de gue-
rra, y, expondré, mi cutis delicado a los rayos abra-
sadores del sol. Las nubes serán nuestro techo, y los
peñascos nuestro asiento, y el rudo soldado sufrirá
sus trabajos con paciencia, si ve a su Rey compartir
sus penalidades y sus miserias.
CARLOS. (Sonriéndose.) -Sí: de ese modo, se
cumplirán las palabras proféticas, que me dirigió
una Monja de Clermont, anunciándome que una
mujer me daría la victoria sobre todos los enemigos,
y que, por su mediación, reconquistaría la corona de
mis antepasados. Buscábala yo lejos, en el campa-
mento de mis enemigos, y esperaba conciliarme el
cariño de mi madre; y, sin embargo, he aquí la he-
roína que ha de llevarme a Reims, venciendo yo
solo por el amor de mí Inés.
INÉS. -Triunfaréis por la espada de vuestros va-
lerosos amigos.
CARLOS. -Mucho cuento también con las dis-
cordias de mis adversarios... Sé con seguridad que
esos lores ingleses orgullosos, y mi primo el de Bor-
goña, no están tan unidos como en otro tiempo...
Así, envié a La Hire en embajada al Duque, con el
propósito, de tentar sí traigo de nuevo a su deber y
obediencia a ese prócer indignado...
A cada instante aguardo su llegada.
DUCHATEL. – (En la Ventana) -Ese caballero
entra ahora mismo en el patio.
CARLOS. –¡Bien venido mensajero! Pronto sa-
bremos si hemos o no de vencer.
ESCENA V
Los mismos y LA HIRE.
CARLOS. (Saliendo al encuentro de La Hire)
-¡La Hire! ¿Traes o no buenas nuevas? Dilo en po-
cas palabras. ¿Qué puedo esperar?
LA HIRE. –Ponéd sólo en vuestro esfuerzo toda
vuestra esperanza.
CARLOS. –El orgulloso Duque ¿no quiere re-
conciliarse? ¡Oh! ¡Habla! ¿Cómo acogió mi mensa-
je?
LA HIRE. -Ante todo, y como preliminar indis-
pensable, exige que se le entregue Duchatel a quien
llama asesino de su padre.
CARLOS. –¿Y si no aprobamos tan vergonzosa
condición?
LA HIRE. –Entonces se rompe la alianza antes
de formarse.
CARLOS. -¿Le propusiste también, como te en-
cargué, que aceptase el combate conmigo en el
puente de Montereau, en donde sucumbió su padre?
LA HIRE. –Le presenté vuestro guante, y le dije,
que, prescindiendo de vuestro rango, deseabais pe-
lear por vuestro reino como un simple caballero.
Pero él replicó que no veía la necesidad de lidiar,
por lo que ya poseía; pero que, si ansiabais luchar
con él, lo encontraríais delante de Orleáns, ó donde
pensaba ir mañana. Después me volvió las espaldas
riéndose.
CARLOS. -Y ¿la voz pura de la justicia no se ha
hecho oír en mi Parlamento?
LA HIRE. -Está muda ante el furor de los parti-
dos. El Parlamento ha acordado excluir del trono a
vos, y a vuestra descendencia.
DUNOIS. -Sí; el fatuo orgullo del ciudadano
convertido en señor.
CARLOS.-¿No has intentado nada con mi ma-
dre?
LA HIRE. -¿Con vuestra madre?
CARLOS.-Sí, ¿Cómo se ha mostrado?
LA HIRE. (Después de reflexionar un momen-
to.) -Al llegar yo A San Dionisio, se celebraba la
fiesta de la coronación. Los parisienses estaban en-
galanados, como para solemnizar un triunfo; en to-
das las calles destinados al paso del Rey inglés había
arcos suntuosos. El suelo estaba lleno de flores, y el
populacho, dando vivas, como si Francia hubiese
obtenido importante victoria, rodeaba: el carruaje
del Monarca.
INÉS. -Su júbilo... su júbilo tenla por objeto des-
garrar el corazón de un Rey amoroso, y lleno de ca-
riño por sus súbditos.
LA HIRE. -He visto al joven Enrique de Lan-
caster sentarse en el solio real de San Luis, y, ó su
lado, a sus orgullosos tíos Glocester y Bedford, y al
Duque Felipe, arrodillado ante su trono, prestán-
dolo juramento de fidelidad por sus dominios.
CARLOS. -¡Oh par envilecido! ¡Oh primo in-
digno!
LA HIRE. -El mancebo, inquieto, vaciló al subir
al trono, y sus muchas gradas. «¡Mal agüero!» mur-
muró el pueblo, siguiéndole estrepitosas carcajadas.
Entonces se adelantó vuestra madre, y... ¡dispen-
sadme de decirlo!
CARLOS. -¡Vamos!
LA HIRE. -Tomó en sus brazos al mancebo, y lo
sentó en el trono de vuestro padre
CARLOS. -¡Oh madre! ¡Oh madre!
LA HIRE: -Hasta los furiosos borgoñones, ban-
das avezadas al asesinato, se ruborizaron y avergon-
zaron presenciándolo. Notólo ella, y volviéndose al
público, dijo con voz clara: «Agradecedme, france-
ses, que ponga una rama sana en el lugar de un
tronco enfermo. Os libro del hijo mal nacido de un
padre insensato» (El Rey se oculta el rostro. Inés co-
rre a él, y lo estrecha en sus brazos, y todos loo cir-
cunstantes expresan su horror y su indignación.)
DUNOIS. -¡Oh loba! ¡Oh atroz meguera!
CARLOS. (A los Consejeros después de una
pausa.) -Habéis leído cuál es el estado de las cosas.
No os detengáis más. Volved a Orleáns, y anuncia-
dlo así a mis fieles súbditos. Yo lea eximo de su ju-
ramento. Que acuerde pues, lo que la convenga, y
que se confíe a la clemencia del Borgoñón. Llámanle
el bueno, y será humano.
DUNOIS. -Pero, señor, ¿os proponéis abando-
nar a Orleáns?
UN CONSEJERO. (Arrodillándose.) -¡Rey y se-
ñor nuestro: no levantes de nosotros tu mano! No
entregues tu fiel ciudad a la tiranía de Inglaterra. Es
una de las joyas de tu corona, y ninguna otra ha sido
más leal con los soberanos, tus abuelos.
DUNOIS. -¿Nos han vencido ya? ¿Es lícito ce-
der el campo, antes de esgrimir la espada en su de-
fensa? ¿Intentáis, pronunciando esas palabras
ligeras, y antes que corra la sangre, perder la mejor
ciudad del corazón de Francia?
CARLOS. –¡Bastante sangre ha corrido ya en
vano! El rigor del cielo me persigue; en todas las
batallas ha sido derrotado mi ejército; mi Parla-
mento me rechaza, y lo mismo mi capital; mi pueblo
recibe con júbilo a mi enemigo, y los más unidos a
mí por los vínculos de la sangre me abandonan y
me venden... Mi misma madre acaricia en su seno al
hijo de un contrario extranjero... Queremos, pues,
retirarnos allende el Loira, y, esquivar el poder del
cielo, que favorece a los ingleses.
INÉS. –Dios no permite que desconfiemos así
de nosotros mismos, y que volvamos al reino las
espaldas. Esas palabras son indignas de vuestro
ánimo esforzado. La acción atroz, y desnaturalizada
de su madre ha abatido su coraje. Recobraréis
vuestros bríos, vuestra osadía varonil; resistiréis con
noble firmeza a la desgracia, que os persigue con tan
pertinaz encarnizamiento.
CARLOS. (Abismado en sombrías reflexiones)
¿No es verdad? Un destino cruel y horrible predo-
mina en los Valois. Dios los ha maldecido; los crí-
menes de una madre han llamado á las furias, a su
familia. Mi padre ha delirado veinte años, y la
muerte segó prematuramente la vida de mis tres
hermanos. El hado ha resuelto que la casa de los
Valois se extinga en Carlos VI.
INÉS. -En vos se enaltecerá y rejuvenecerá. Te-
ned fe en vos mismo... ¡Oh!. No en vano os conser-
vó la Providencia, entre todos vuestros hermanos,
siendo el más joven colocándoos, sin esperarlo, so-
bre el trono. El cielo, al daros esa alma sensible, os
dio también el bálsamo para curar todas las heridas,
que el furor de los partidos ha hecho a la patria.
Apagaréis el fuego de la guerra civil, porqué así me
lo dice el corazón; la paz se consolidará, y seréis
nuevo fundador del reino de Francia.
CARLOS. -¡Yo no! Esta época turbulenta y feroz
pide un piloto enérgico. Yo hubiera hecho acaso la
felicidad de un pueblo pacífico; pero no puedo re-
frenar al sedicioso y al rebelde. La espada no logrará
atraerme los corazones, que se han apartado de mí y
que me aborrecen.
INÉS. -El pueblo está ciego, ensordecido por su
delirio, pero su actual estado no puede persistir. No
parece lejano el día, en se sentirá más vivo amor por
su Rey legítimo, porque ese sentimiento está arrai-
gado en el corazón de los franceses. Al contrario, se
aumentará el odio y la rivalidad, que desde tiempos
remotos se para a ambos pueblos y su misma fortu-
na precipitará al vencedor. Por tanto, no debéis
abandonar con precipitación el campo de batalla,
sino disputar el terreno a palmos, y defender a Or-
leáns, como a vuestra propia vida. Echad a pique
todas las barcas, quemad todos los puentes, que po-
drían serviros para pasar a esa parte de vuestro rei-
no por el Loira, vuestra laguna Estigia.
CARLOS. -He hecho lo que he podido. Ofrecí
combatir personalmente por mi corona... La rehusa-
ron. Se prodiga en vano la vida de mis súbditos, y
mis ciudades se convierten en ruinas. Como aquella
madre desnaturalizada, ¿he de consentir que mi hijo
sea dividido por la cuchilla del verdugo? No; que
viva, y renuncio a él.
DUNOIS. -¿Cómo, señor? ¿Debe hablar así un
Rey? ¿Así se abandona un reino? El mas ínfimo de
vuestros súbditos arriesga sus bienes por sostener
su opinión y, su vida, su odio ó su amor. El partido
lo es todo, cuando se enarbola el sangriento estan-
darte de la guerra civil. El labrador se olvida del
arado; la mujer de la rueca; los niños y los ancianos
toman las armas; el ciudadano incendia su ciudad, y
el agricultor sus mieses, por perjudicarte o favore-
certe, y por asegurar el objeto de sus votos. Ni per-
dona nada, ni espera perdón cuando el honor lo
llama, ó cuando pelea por su Dios ó por sus ídolos.
Despojaos, pues, de esa mujeril compasión, impro-
pia de un Rey... Que arda la guerra, como ha co-
menzado, ya que vos mismo, y no levemente, la
habéis promovido. El pueblo ha de sacrificarse por
su Soberano; tal es el destino y la ley del mundo, y
los franceses ni saben ni quieren otra cosa. Poco
vale la nación, que no lo arriesga todo por su honor.
CARLOS. (A los consejeros.) -No aguardéis otra
respuesta. Dios os proteja. Yo no puedo.
DUNOIS. -¡Bien! ¡Que el Dios de la victoria os
deje para siempre, como vos hacéis con el reino de
vuestros padres! Puesto que os abandonáis vos
mismo, yo os dejo. No os despojan del cetro las
fuerzas reunidas de Inglaterra, y de Borgoña, sino
vuestra falta de resolución. Los Reyes de Francia
han de ser héroes, y vos no habéis nacido para la
guerra. (Á los consejeros.) El Rey os desahucia. Yo
me propongo entrar en Orleáns, ciudad de mi pa-
dre, y Sepultarme en sus ruinas. (Hace ademán de
irse, y lo detiene Inés Sorel.)
INÉS. (Al Rey.) -¡Qué no se aleje colérico de
vuestro lado! Sus palabras son ásperas, pero leal su
corazón, poro como el oro; siempre os ama ardien-
temente, y con frecuencia ha derramado su sangre
en vuestra defensa. ¡Venid, Dunois! Confesad que la
ira os ha llevado más allá de los límites debidos...
vos, perdonad sus expresiones ofensivas a vuestro
fiel amigo. ¡Oh! ¡Venid, venid! Dejadme reconci-
liarlos en un instante, antes que una rabia impru-
dente los separe, y sea tan irreparable como funesto
el daño que se cause. (Dunois mira atentamente al
Rey, y parece aguardar su respuesta.)
CARLOS. (Á Duchatel) -Pasemos el Loira. Em-
barcad cuanto poseo.
DUNOIS. –(A Inés, con viveza.)- ¡Adiós! (Vase
con precipitación, seguido de los Consejeros.)
INÉS. (Retorciéndoselos brazos desesperada.)
-¡Oh! ¡Si nos abandona, somos perdidos!... Segui-
dlo, La Hire. ¡Oh! Haced lo posible por aplacarle.
(Vase La Hire)
ESCENA VI
CARLOS INÉS y DUCHATEL
CARLOS. -¿Es la corona el único bien del mun-
do? ¿Tan amargo es renunciaría? Conozco algo más
intolerable: dejarse dominar por esos caracteres im-
periosos y tercos; vivir por gracia de vasallos orgu-
llosos Y egoístas, es lo más insufrible para un
corazón magnánimo, y más odioso que sucumbir al
destino adverso. (A Duchatel, que vacila.) ¡Haz lo
que te he dicho!
DUCHATEL. (Arrojándose a sus pies) ¡Oh, Rey
mío!
CARLOS. -¡Lo he resuelto! ¡No quiero oír una
sola palabra!
DUCHATEL. –¡Haced la paz con el Duque de
Borgoña! No veo otro medio de salvación para vos.
CARLOS. -¿Me das ese consejo, y es tu sangre la
que ha de sellarla?
DUCHATEL. -¡Vuestra es mi cabeza! La he
arriesgado con frecuencia por vos en las batallas y
contento la llevará ahora por vos hasta el cadalso.
¡ Aplacad al Duque! Abandonadme a todo el rigor
de su cólera, y dejad que corra mi sangre, si se ha de
extinguir su odio.
CARLOS. (Que lo mira un instante conmovido)
-¿Es, pues, verdad? ¿Tan deplorable es mi estado,
que mis amigos, conocedores de mi corazón, me
indican para salvarme tales oprobios? ¡Sí; ahora
comprendo cuán profunda es mi caída, cuando ni
en mi honor siquiera confían!
DUCHATEL. -Pensad...
CARLOS. -¡Ni una palabra!... ¡No me irritéis
más! Aunque perdiera diez reinos, no los rescataría
a costa de la vida de mis amigos... Haz lo que he
mandado. Anda, y embarca mis muebles.
DUCHATEL. -Pronto se hará. (se levanta y se
va, mientras Inés llora amargamente)
ESCENA VII
CARLOS e INÉS
CARLOS. –(Cogiendo su mano. -¡No te aflijas,
Inés mía! Allende el Loira está también Francia, y
vamos a una región más dichosa. Su cielo es sereno
y jamás las nubes lo ocultan; su aire más puro, y
las costumbres más pacíficas. Hay allí cánticos nu-
merosos, y allí florecen la vida y el amor.
INÉS. -¡Oh! ¡Que vea yo tan triste día! ¡El Rey
ha de salir desterrado, huir el hijo del hogar paterno,
y ausentarse del lugar de su nacimiento! ¡Oh tierra
querida, la que abandonamos; jamás te hollaremos
contentos!
ESCENA VIII
Los mismos y LA HIRE, que vuelve.
INÉS.-¿Venís solo? ¿No lo traéis? (Mirándolo
con más atención.) ¿Qué sucede La Hire? ¿Qué me
indican vuestras miradas? ¿Ha ocurrido alguna nue-
va desdicha?
LA HIRE. -La desdicha se ha agotado, y el sol
brilla de nuevo.
lNÉS. -¿Qué hay? ¡Decidlo, os ruego!
LA HIRE. (Al Rey) -¡Llamad de nuevo a los di-
putados de Orleáns!
CARLOS.-¿Para qué? ¿Qué hay?
LA HIRE. -¡Llamadlos! La fortuna os favorece al
cabo; ha habido combate, y la victoria es vuestra.
INÉS. -¿La victoria? ¡Oh dulcísima y armoniosa
palabra!
CARLOS: -¡La Hire! Te engaña algún falso ru-
mor. ¡La victoria! Ya no creo en ella.
LA HIRE. -Pronto darás fe a mayores porten-
tos... Ahí viene el Arzobispo. Trae de nuevo al
Bastardo a tus brazos...
INÉS. -¡Oh bella flor del triunfo, que, como los
frutos más preciados del cielo, te acompañan recon-
ciliación y paz!

ESCENA IX
Los mismos, y EL ARZOBISPO de Reims;
DUNOIS, DUCHATEL y el caballero RAOUL,
armado.
EL ARZOBISPO. (Que acerca al bastardo al
Rey, Y junta sus manos) -¡Abrazaos, Príncipes! De-
saparezcan ahora toda enemistad y todo agravio,
puesto que el mismo cielo se declara en favor nues-
tro. (Dunois abraza al Rey.)
CARLOS. -Acabad con mi sorpresa y con mis
dudas. ¿Qué me anuncia esta grave solemnidad?
¿Cuál es la causa de tan rápido cambio?
EL ARZOBISPO. -(Que presenta al Rey el caba-
llero.) ¡Hablad!
RAOUL. Habíamos reunido diez y seis banderas
de gente de Lorena, para juntarlas con el ejército del
Rey, a cuyo frente estaba el caballero Baudricourt de
Vancouleurs. Al llegar a las alturas de Vermantou, y
bajar al valle que atraviesa el Loira, nos aguardaba el
enemigo en la llanura, y sus armas nos rodeaban por
todas partes. Cercábannos dos ejércitos, y no había
esperanza de vencer ni de huir. Abatiéronse los más
esforzados, y todos, presa de la desesperación, se
disponían a entregar las armas. Cuando los capita-
nes deliberaban, y no encontraban medio alguno de
salvarse... he aquí que se ofrece a nuestra vista una
maravilla. De lo más espeso del bosque, sale de re-
pente una doncella, con un yelmo en su cabeza, co-
mo la Diosa de la guerra, bella asimismo, y terrible
su aspecto; su cabello, en espesos rizos, cala sobre
sus espaldas, y pareció qua un resplandor sobrena-
tural lo iluminaba todo, exclamando en voz alta:
«¿Por qué vaciláis, bravos franceses? «¡Al enemigo!
Aunque fueran más numerosos que las arenas del
mar, Dios y la Santa Virgen os guían!» Rápida arre-
bató la bandera de las manos de quien tu llevaba, y
con osadía y valor se puso al frente de las tropas.
Nosotros, mudos de sorpresa, contra nuestra vo-
luntad, seguimos a la bandera, que flotaba en lo alto,
y a la que la llevaba, y atacamos sin titubear al ene-
migo, que, atónito é inmóvil, contemplaba este por-
tento con ojos abiertos y parados... De improviso,
como si les acometiera miedo infundido por Dios,
se ponen en huida, tiran armas y pertrechos, y se de-
rraman en confuso tropel por el campo. Inútiles son
las voces de mando y las exhortaciones de los capi-
tanes, porque, desalentados de miedo y sin volver la
cara atrás, hombres y caballos se precipitan en el río,
y se dejan degollar sin resistencia. Era una matanza,
no una batalla. Dos mil hombres cubren la tierra,
sin contar los anegados, y nosotros no hemos per-
dido uno solo.
CARLOS. -¡Raro, por Dios, es esto, extraño y
milagroso!
INÉS. -¿Y es obra de una doncella? ¿De dónde
viene? ¿Quién es?
RAOUL. –Solo al Rey quiere declararlo. Dícese
profetisa, enviada por Dios, y promete salvar a Or-
leáns, antes de la luna nueva. La cree el pueblo, y
arde por combatir. Sigue al ejército, y pronto estará
aquí. (óyense campanas y ruido de armas, que cho-
can.) ¿Oís el bullicio? ¿Oís las campanas? Es ella; el
pueblo saluda a la mensajera de Dios.
CARLOS. (A Duchatel) Traedla... (Al Arzobis-
po.) ¿Qué he de pensar, cuando una doncella me
proporciona la victoria, y ahora justamente, cuando
sólo el poder divino puede salvarme? Esto no es
natural, y me inclino á... ¿Debo, oh a Arzobispo,
considerarlo como un milagro?
MUCHAS VOCES. (Detrás dé la escena.) -¡Viva,
viva la doncella, nuestra salvadora!
CARLOS. -¡Ya llega! (A Dunois.) ¡Ocupad mi
lugar, Dunois! Probaremos si es esta joven maravi-
llosa. Si Dios la inspira y la envía, conocerá quién es
el Rey. (Dunois se sienta, y el Rey se queda en Pie a
su derecha, y junto a él Inés Sorel; enfrente, el Ar-
zobispo y los demás personajes, dejando libre espa-
cio intermedio.)
ESCENA X
Los mismos y JUANA, acompañada de los con-
sejeros y de muchos caballeros, que llenan el fondo
de la escena; se adelanta con dignidad, y examina a
cuantos la rodean.
DUNOIS. -(Después de un silencio solemne.)
-¿Eres tú, doncella milagrosa...
JUANA– (Interrumpiéndolo, y mirándolo con
orgullo) -¡Tientas a Dios, bastardo de Orleáns!
Abandona ese lugar, que no es el tuyo, porque ven-
go a visitar otro más elevado que tú. (Dirígese con
decisión al Rey, dobla ante ti una rodilla, y se retira
enseguida. Todos expresan su admiración. Dunois
abandona su sitio, y lo deja al Rey.)
CARLOS. -hoy ves mi rostro por primera vez.
¿Cómo, pues, lo has conocido?
JUANA. -Os he visto, cuando Dios sólo os vela.
(Se acerca al Rey, y le habla en secreto.) -Acordaos
que la noche anterior, cuando todos dormían a
vuestro rededor profundamente, os levantasteis y
dirigisteis a Dios ferviente súplica. Que se vayan to-
dos, y os repetiré lo que le dijisteis.
CARLOS. -Lo que yo confío al cielo, no he de
ocultarlo ante los hombres. Repíteme mis palabras,
y no dudaré que Dios te inspira.
JUANA. -Tres cosas le pedisteis; mirad, oh Del-
fín, si son éstas. Rogasteis a Dios, primero, que si
había alguna injusticia afecta a vuestra corona, o al-
guna falta grave, cometida por vuestros antepasa-
dos, y no expiado, causa de esta guerra, deplorable,
que vos, no vuestro pueblo, fuese la víctima expiato-
ria, y que sobre vuestra cabeza sola descargara todo
el peso de su cólera.
CARLOS. (Retrocediendo asustado.) -¿Quién
eres tú, ser poderoso? ¿De dónde vienes? (Todos
expresan su admiración.)
JUANA. -Hicisteis al cielo esta segunda súplica:
que si la resolución y suprema voluntad divina era
despojar del cetro a vuestra familia, y de todo lo que
los Reyes, vuestros abuelos poseyeron en este impe-
rio, pedíais en cambio que os conservara sólo tres
bienes: una conciencia tranquila, el corazón de un
amigo y el amor de Inés. (El Rey se oculta el rostro,
llorando conmovido; la sorpresa de todos es gran-
de; pausa.) ¿Digo también cuál ha sido la tercera sú-
plica?
CARLOS. -Basta. Te creo. Ningún mortal puede
igualarte. Te envía Dios Todopoderoso.
EL ARZOBISPO. -¿Quién eres tú, santa y mara-
villosa doncella? ¿En qué bendito país naciste?
¿Quiénes son los padres, favorecidos por Dios, que
te engendraron?
JUANA. –Juana es mi nombre, oh señor digní-
simo. Soy la hija humilde de un pastor, natural de
Dom Remi, aldea de mi Rey, en la diócesis de Toul,
y he guardado, desde niña, los rebaños de mi pa-
dre... Mucho, y con frecuencia, he oído hablar del
insular extranjero, que ha pasado el mar para hacer-
nos esclavos, é imponernos un Monarca, también
extranjero, que no quiere el pueblo; y que se ha apo-
derado de París, la gran ciudad, y del Reino. Enton-
ces rogué a la Santa Madre de Dios que nos librase
del oprobio de llevar extrañas cadenas, y que nos
conservase nuestro Señor natural. Delante de la al-
dea, en donde he nacido, hay una imagen muy anti-
gua de la Virgen a donde acuden muchos piadosos
peregrinos, junto, una añeja encina, célebre por sus
milagros. Sentábame yo a menudo a su sombra,
guardando mi rebaño, porque mi corazón me lleva-
ba a ella; y ni uno de mis corderos se perdía en las
desiertas montañas, al dormirme allí, porque me de-
cía el sueño en dónde se ocultaba... Y en una oca-
sión, en que pasé toda la noche en éxtasis piadoso al
abrigo de sus ramas, resistiendo al sueño, se me
apareció la Virgen Santa, con espada y bandera, pe-
ro vestida, como yo, de pastora, y me dijo: «Soy yo,
Levántate, Juana. Deja el rebaño. El Señor te llama a
otra ocupación. Toma esta bandera. Cíñete esta es-
pada. Aniquila con ella al enemigo de tu patria; lleva
a Reims al hijo de tu Soberano, y pon en sus sienes
la corona real» Yo le contesté: «¿Cómo yo, doncella
delicada, é ignorando el arte de la guerra, he del ha-
cer tal cosa?» Y ella replicó. «Una joven pura es ca-
paz de llevar a cabo grandes cosas en la tierra, si
puede resistir el amor mundano. ¡Mírame! Doncella
casta, como tú, di a luz al Señor, tu Dios, y yo mis-
ma soy santa ahora» Entonces tocó mis párpados, y
cuando miré hacia arriba vi el cielo lleno de ángeles,
que llevaban azucenas en sus manos, y que circula-
ban en el aire sonidos armoniosos... Así se me apa-
reció la Virgen tres noches consecutivos,
diciéndome: «¡Levántate, Juana! El Señor té llama a
otra ocupación» Y a la tercera, noche, mostróse co-
lérica, y añadió: «La docilidad es el primer deber de
la mujer sobre la tierra, y la resignación su triste
destino; se enaltece por sus servicios más penosos, y
la que los cumple aquí, allá arriba vive en la gloria»
Y mientras hablaba así, se despojó del traje de pas-
tora, y como Reina del cielo, se presentó en todo su
esplendor entre nubes de oro, que la llevaban, y de-
sapareció lentamente en la mansión de las delicias.
(Todos se conmueven; Inés Sorel derramando co-
piosas lágrimas, oculta su rostro en el pecho del
Rey.)
EL ARZOBISPO. (Después de una larga pausa.)
-Ante un testimonio divino tan elocuente, han de
desvanecerse todas las dudas de la humana pruden-
cia. El éxito ha probado la verdad de sus palabras.
Dios sólo es capaz de tales portentos.
DUNOIS. -No a sus milagros; a la expresión de
sus ojos, al candor de su rostro doy yo entero cré-
dito.
CARLOS. -Y yo, pecador, ¿soy merecedor de esa
gracia? ¡Tú, cuya mirada, incapaz de engañarse, lo
ve todo; tú conoces el fondo de mi alma y mi hu-
mildad ante ti!
JUANA. -La humildad de los potentados res-
plandece pura allá arriba. Porque os humillasteis,
fuisteis ensalzado.
CARLOS. -¿Podré, pues, resistir a mis enemi-
gos?
JUANA. -Pondré a vuestros pies la Francia.
CARLOS. -¿Dices que Orleáns no será tomada?
JUANA. –Antes el Loira correría hacia el puente
CARLOS. -¿Entraré vencedor en Reims?
JUANA. -Os llevaré allá, pasando entre millares
de enemigos. (Todos los caballeros presentes hacen
sonar sus lanzas y escudos, y dan señales de su ar-
dimiento.)
DUNOIS. -Póngase Juana al frente del ejército, y
seguiremos ciegos a donde nos lleve este general
divino. Sus ojos proféticos nos guiarán, y mi cor-
tante espada sabrá defenderla.
LA HIRE. –No temeremos a todo el mundo en
armas, si precede a nuestros batallones. El Dios de
la victoria está á su lado, y puesto que su poder es
tan grande, que nos lleve al combate. (Los caballe-
ros hacen resonar sus armas, y se adelantan.)
CARLOS. -Sí, santa doncella; guía a mi ejército, y
te obedecerán sus capitanes. Esta espada, que sim-
boliza supremo mando militar, y nos fue enviada
por el colérico Condestable, ha encontrado manos
dignas que la manejen. Recíbela, santa profetisa, y
que en adelante...
JUANA. -No, noble Delfín. No por medio de
este símbolo del poder terrestre logrará mi Señor la
victoria. Conozco otra espada, que lo proporcionará
el triunfo. Os la indicaré, según el Espíritu me la ha
enseñado. Enviad, pues, por ella.
CARLOS. -¡Habla, Juana!
JUANA. -Manda a la antigua ciudad de Fierbois,
a su iglesia de Santa Catalina, en donde existe una
bóveda llena de armas, trofeos de remota victoria.
Allí está la espada, que ha de servirme. Se distingue
porque tiene grabados en la hoja tres flores de lis.
Que la traigan, y con ella venceréis.
CARLOS. -¡Que vayan por ella! ¡Hágase lo que
dice!
JUANA. -Que traigan también una bandera
blanca, con una franja bordada de púrpura. En ella
estará representada la Reina del cielo con su bello
niño Jesús, sobra una esfera terrestre. Esta bandera
es la que me ha mostrado la Madre de nuestro Re-
dentor.
CARLOS. -Obedézcase a cuanto dice.
JUANA. -(Al Arzobispo.) -Poned vuestras ma-
nos sobre mi cabeza, oh digno Arzobispo, y bende-
cid a vuestra hija. (Arrodillase)
EL ARZOBISPO. - Has venido para derramar
bendiciones, no para recibirlas... Que Dios te dé
fuerzas. Nos somos pecador é indigno. (Levántase
Juana.)
UN ESCUDERO, PAJE NOBLE. -Llega un he-
raldo de los generales ingleses.
JUANA. -Que entre, porque Dios lo envía. (El
Rey hace una señal al paje, que se va.)
ESCENA XI
Los mismos y EL HERALDO.
CARLOS. -¿Qué traes, Heraldo? Di a qué vienes.
EL HERALDO. -¿Quién es el que habla aquí
por Carlos de Volois, Conde de Ponthieu?
DUNOIS. -¡Indigno heraldo! ¡Bribón despre-
ciable! ¿Osas acaso renegar del Rey de Francia, en
su propio territorio? Tu investidura te protege, por
que si no...
EL HERALDO. -Francia no acata más que a un
Soberano; cae está en el campamento inglés.
CARLOS. -¡Sosiégate, primo! ¡Tu comisión, He-
raldo!
EL HERALDO. -Mi ilustre Señor, que deplora
la sangre, ya vertida, y la que ha de derramarse,
mantiene en sus vainas las espadas de sus soldados,
y antes de tomar a Orleáns por asalto, se digna pro-
poneros condiciones de arreglo ventajosas.
CARLOS. -¡Oigámoslas!
JUANA. (Adelantándose.) -Permitid, Señor, que
yo hablo en vuestro nombre con este Heraldo
CARLOS. -Haz lo que deseas, doncella. Decide
tú de la guerra ó de la paz.
JUANA. (Al Heraldo) -¿Quién te envía, y en
nombre de quién hablas?
EL HERALDO. -En nombre del general, Conde
de Salisbury.
JUANA. -¡Mientes, Heraldo! Tú no lo represen-
tas. Sólo hablan los vivos, no los muertos.
EL HERALDO.-Mi general vive, lleno de salud
y de fuerza, y vive para perderos a todos.
JUANA. -Vivía cuando lo dejaste. Hoy por la
mañana ha muerto de una bala, disparada desde
Orleáns, cuando miraba desde la torre de La Four-
nelle... ¿Te ríes porque te digo lo que sucede lejos de
ti? No des crédito a mis palabras, pero dalo a tus
ojos. Encontrarás su entierro cuando regreses. Aho-
ra, Heraldo, particípame el objeto de tu venida.
EL HERALDO. -Si tú sabes descubrir lo oculto,
lo conocerás sin mi ayuda.
JUANA. -No necesito saberlo, pero tú escúcha-
me; y repite mis palabras a los Príncipes, que te en-
vían. ¡Rey de Inglaterra, y vosotros, Bedford y
Gloster, que devastáis cate Reino; dad cuenta al Rey
del cielo de la sangre vertida; devolved las llaves de
todas las ciudades que habéis tomado contra el de-
recho divino! La Doncella es enviada por Dios para
ofreceros la paz o la guerra sangriento. ¡Elegid! Os
lo anuncio para que no aleguéis ignorancia. El Hijo
de la Virgen María no consiente que poseáis á la be-
lla Francia... ha de ser Carlos mi Señor y Delfín,
quien por mandato de Dios, ha de entrar solemne-
mente en Parla, acompañado de todos los grandes
de su Reino.
Ahora, Heraldo, vete y apresúrate, porque antes
que llegues al campamento y lleves la noticia, estará
allí la Doncella, y plantará en Orleáns su bandera
victoriosa. (Vase todos los presentes se ponen en
movimiento, y cae el telón)

ACTO II
Paisaje rodeado de peñascos
ESCENA PRIMERA.
TALBOT y LIONEL generales ingleses;
FELIPE, DUQUE DE BORGOÑA; el caballero
FALSTOLF y CHATILLON, con soldados y ban-
deras.
TALBOT. -Hagamos alto al abrigo de estas ro-
cas, y fortifiquemos' aquí nuestro campamento; aca-
so reunamos de nuevo los batallones fugitivos, que
el primer horror ha diseminado. Poned buenos
centinelas y ocupad las alturas. U noche, en verdad,
impide que nos persigan, y, a no tener alas el enemi-
go, no espero que nos ataque... Sin embargo, es pre-
ciso estar prevenidos, porque nos las habemos con
gentes osadas, y nos han derrotado. (vase Falstolf
con los soldados.)
LIONEL. -¡Derrotados! No pronunciéis esa pa-
labra, General. No quiero ni aun pensar que los
franceses han visto hoy las espaldas a los ingleses...
¡Oh Orleáns, Orleáns! ¡Tumba de nuestra gloria!
¡En estos campos queda enterrado el honor dé In-
glaterra! ¡Vergonzosa, y ridícula derrota! ¿Quién lo
creerá en el tiempo venidero? ¡Los vencedores de
Poitiers, de Crecy y de Azincourt, humillados por
una mujer!
EL DUQUE DE BORGOÑA. –Eso debe con-
solarnos. No nos han vencido los hombres, sino el
demonio.
TALBOT. –El demonio de nuestra locura...
¿Cómo, Duque? ¿El espectro que asusta al popula-
cho, asusta también a los Príncipes? La superstición
es un manto, incapaz de cubrir vuestra cobardía...
Vuestras tropas huyeron las primeras.
EL DUQUE. –Nadie resistió. La huida fue gene-
ral.
TALBOT. –¡No, señor! Comenzó en vuestra ala.
Os precipitasteis en nuestro campamento, gritando:
«El diablo anda suelto; Satanás pelea a favor de
Francia» Así llevasteis la confusión a los nuestros.
LIONEL. –No lo podéis negar. Vuestra ala se
cedió la primera.
EL DUQUE. –Porque el primer ataque se dirigió
contra ella.
TALBOT. –La doncella conocía la debilidad de
esa parte del campamento, la susceptible de miedo.
EL DUQUE. –¿Cómo? ¿Los borgoñones han
de ser los culpables del desastre?
LIONEL. –Si hubiéramos estado solos nosotros,
los ingleses, como hay Dios, no perdemos a Or-
leáns.
EL DUQUE. –No... porque jamás la hubieses
visto. ¿Quién os abrió el camino de este Reino, os
tendió una amiga y real, cuando desembarcasteis en
esta tierra extraña y enemiga? ¿Quién coronó a
vuestro Enrique en París, y os trajo los corazones
de los franceses? ¡Por el cielo! Si este fuerte brazo
no os hubiese traído aquí, nunca hubieseis visto su-
bir el humo de una chimenea francesa.
LIONEL. –Si las palabras ostentosas valieran lo
que las grandes hazañas, a vos sólo se debería la
conquista de toda Francia.
EL DUQUE. -Estáis descontento porque se os
escapa Orleáns, y descargáis en mí vuestra cólera,
siendo vuestro aliado. ¿Por qué no hemos tomado a
Orleáns, sino por vuestra codicia? Pronta estaba a
entregárseme, y sólo vuestra envidia lo ha estorba-
do.
TALBOT. -No la hemos puesto sitio por vos.
EL DUQUE. -¿Y qué sería de vosotros, si me
llevase mis tropas?
LIONEL. -No nos encontraríamos peor, creed-
me, que en Azincourt, cuando os vencimos con to-
da Francia.
EL DUQUE. -Sin embargo, mucho os importa-
ba mi alianza, cuando tan cara la ha comprado
vuestro regente.
TALBOT. -Sí, cara; cara la hemos pagado hoy
ante Orleáns a costa de nuestro honor.
EL DUQUE. -No habléis más, milord, por que
pudierais arrepentiros. ¿He desertado de las bande-
ras de mí legítimo Soberano, he incurrido en la vota
de traidor, para sufrir tales insultos de extranjeros?
¿Qué tengo que hacer aquí? ¿A qué combatir contra
Francia? Para servir a ingratos prefiero hacerlo a mi
señor natural.
TALBOT. -Estáis en tratos con el Delfín, lo sa-
bemos; pero ya veremos el medio de guardarnos de
vuestra traición.
EL DUQUE. -¡Muerte é infierno! ¿Así se me
trata? ¡Chatillón! Que mis tropas se apresten para la
marcha. Nos volvemos a nuestro territorio. (Vase
Chatillón.)
LIONEL. -¡Buen viaje! Nunca brilla tanto el va-
lor de los ingleses como cuando, fiados sólo en su
buena espada, combaten sin auxilio ajeno. Que cada
cual defienda su propia causa. Verdad eterna será
siempre que jamás se unirán con sinceridad ingleses
con franceses.
ESCENA II
Los mismos y la Reina ISABEL acompañada de
un PAJE.
ISABEL.-¿Qué oigo, señores capitanes?... ¡Dete-
neos! ¿Qué planeta maléfico infunde en vosotros
tanta insensatez? Ahora, en que la unión sola puede
salvarnos, ¿queréis que os separe el odio, y acelerar
nuestra ruina, disputando unos con otros?.. Supli-
coos, noble Duque, que retiréis esa orden precipita-
da... Y vos, ilustre Talbot, aplacad al amigo
ofendido. Ayudadme, Lionel a calmar estos caracte-
res orgullosos, y a reconciliarlos entre sí.
LIONEL. -Yo no, señora. Pienso como ellos en
todo. Lo que no puede estar unido, debe separarse.
Es lo mejor.
ISABEL. -¿Cómo? Las artes diabólicas, que
tanto daño nos han hecho en la pelea, ¿han de en-
loquecernos y extraviarnos también ahora? ¿Por
quién comenzó la disputa? ¡Hablad!.. Noble lord
¿habréis sido capaz de obrar contra vuestro propio
interés, insultando a un aliado importante? ¿Qué
podréis intentar sin su ayuda? A él debe su trono
vuestro Rey, y en su Mano está derribarlo, si le
agrada. Sus tropas, y aún más su nombre, os sostie-
nen. Aunque toda Inglaterra desembarcase a todos
sus hijos en nuestras costas, no podría subyugar este
reino, si estuviera unido. Sólo Francia puede vencer
a Francia.
TALBOT. -Sabemos honrar a un amigo fiel; pe-
ro precaverse contra el falso, es un deber de pru-
dencia.
EL DUQUE. -Quien es pérfido bastante para no
agradecer los beneficios recibidos, bien puede hacer
alarde de llevar en su frente el estigma impudente de
la mentira.
ISABEL. -¿Es posible, noble Duque, que de tal
modo os olvidéis de vuestro oprobio, y de vuestro
honor de Príncipe, y deis vuestra mano a quien con
la suya asesinó a vuestro hermano? ¿Seríais insen-
sato hasta el extremo de creer en la posibilidad de
una reconciliación sincera con el Delfín, a quien ha-
béis arrastrado al mismo borde del precipicio? ¿Os
proponéis acaso detenerlo, cuando tan próximo se
halla a caer en el abismo, y llevaréis vuestro delirio
hasta el extremo de destruir vuestra propia obra?
¡Aquí están vuestros amigos! Vuestra salvación de-
pende solo de vuestra estrecha alianza con Inglate-
rra.
EL DUQUE.- Lejos está mi ánimo de hacer la
paz con el Delfín, pero no puedo sufrir el desprecio,
el orgullo y la insolencia de los ingleses.
ISABEL. -Venid y desvaneced los efectos de
palabras harto irreflexivas. Grave es el disgusto que
aflige al General, y la desdicha, como sabéis, hace
injusto. ¡Venid! ¡venid! Abrazaos; dejad que yo cie-
rre y cure con rapidez esta herida, antes que se haga
crónica.
TALBOT. -¿Qué pensáis, Duque? Los corazo-
nes nobles se someten de buen grado a la razón. La
Reina ha hablado con cordura. Que se junten nues-
tras manos, y sanen la herida ligera, que ha causado
mí lengua.
EL DUQUE. La Reina ha pronunciado palabras
discretas, y mi justa cólera cede a la necesidad.
LA REINA. -¡Bien! que un abrazo fraternal selle
la renovación de vuestra alianza, y que el viento se
lleve lo que antes dijisteis (El Duque y Talbot se
abrazan.)
LIONEL. (Aparte, y mirando el grupo) -¡Viva la
paz, debida á una furia!
ISABEL. -Hemos perdido una batalla, Genera-
les, porque la fortuna nos fue adversa; pero que no
sea causa bastante para que decaiga nuestro valor.
El Delfín desespera de la protección del cielo, y lla-
ma en su auxilio las artes de Satanás. Vanamente se
ha condenado, por que ni el mismo infierno ha de
salvarlo. Una doncella victoriosa guía el ejército
enemigo, y yo quiero guiar el vuestro, y ser vuestra
profetisa, como lo es la doncella para nuestros ad-
versarios.
LIONEL. -¡Volved a París, Señora! Queremos
vencer con nuestras bien templadas armas, no con
la ayuda de mujeres.
TALBOT.- ¡Idos! ¡Idos! Desde que estáis en
nuestro campamento, todo está revuelto, y la bendi-
ción divina no acompaña a nuestras armas.
EL DUQUE. -¡Idos! Vuestra presencia no trae
aquí ventaja alguna. Los soldados no os miran con
buenos ojos.
ISABEL. (Mirando a todos atónita.) ¿También
vos, Duque? ¿Os declaráis contra mi con estos lores
ingratos?
EL DUQUE.- Tened entendido que el soldado
pierde sus bríos al pensar que ha de combatir en
vuestro favor.
ISABEL.- Cuando con trabajo he logrado resta-
blecer entre vosotros la concordia, ¿os unís todos
contra mí?
TALBOT. -¡Andad! ;andad con Dios, Señora! ni
a los diablos temeremos si estáis lejos de nosotros.
ISABEL. -¿No soy acaso vuestra fiel aliada?
Vuestra causa ¿no es la mía?
TALBOT.- Pero la vuestra no es la nuestra. La
guerra en que estamos empeñados es honrosa y leal.
EL DUQUE. -Yo vengo el sangriento asesinato
de un padre. La piedad filial santifica mi participa-
ción en la guerra.
TALBOT.- Hablemos claramente. Vuestra con-
ducta con el Delfín ni es loable para los hombres, ni
está conforme con las leyes divinas.
ISABEL.- ¡Que sea maldito hasta su décima ge-
neración! ¡Ha sido criminal con su madre!
EL DUQUE. -Vengaba a un padre y a un espo-
so.
ISABEL. -Se erigió en juez de mis actos.
LIONEL. –No era en un hijo prueba de respeto.
ISABEL.- Me condenó al destierro.
TALBOT.- Por satisfacer a la opinión pública
ISABEL. -¡Que caiga la maldición divina sobre
mí, si alguna voz lo perdono! Antes que reine en los
dominios de su padre...
TALBOT. -¿Sacrificaréis el honor de su madre?
ISABEL- No conocéis, oh almas débiles, lo que
puede una madre ofendida. Yo amo a quien me hace
bien y a aborrezco a quien me ultraja; y si este últi-
mo es mi hijo, concebido en mí propio sello, lo de-
testo mucho más.Quisiera privar de la existencia al
que la di, puesto qué con orgullo deshonroso y pu-
nible ha insultado a la madre que crió. Vosotros no
tenéis razón ni derecho para robarle lo suyo. ¿Cuál
ha sido la falta grave, que ha cometido el Delfín
contra vosotros? ¿Qué deber ha violado? Yo puedo
odiarlo, porque es mi hijo.
TALBOT. -¡Bien! Por su venganza conocerá a
su madre
SABEL. -¡Hipócritas, miserables! ¡Cuánto des-
precio me inspiráis, engañándois a vosotros mis-
mos, y al mundo! Vosotros, ingleses, extendéis
vuestras manos rapaces hacía Francia, cuando no os
asiste ni razón ni pretexto para apoderaros de lo que
señala en la tierra solo un casco de caballo... y este
Duque, que consiente que le apelliden el Bueno, ha
sido traidor a su patria y a la herencia que recibió de
sus antepasados, vendiéndola al enemigo de su país
y a señores extraños... La justicia es para vosotros
indiferente. Yo desprecio la hipocresía. Me presento
al mundo tal como soy.
EL DUQUE. -¡Es cierto! Habéis Sostenido con
firmeza vuestra buena fama.
ISABEL.- Como otra cualquiera tengo pasiones,
un carácter vehemente, y me propongo vivir aquí
como Reina, no en la apariencia. ¿No ha de existir la
alegría para mí, porque una suerte adversa haya con-
fiado a un espeso insensato mi juventud, natural-
mente fogosa y ávida de placeres? Prefiero la
libertad a la vida, y cualquiera que a ella atente... Pe-
ro ¿á qué discutir con vosotros sobre mis derechos?
La sangre corre espesa por vuestras venas, y no co-
nocéis lo que son goces, sino sólo la cólera. Y ese
Duque, que ha vivido siempre vacilando entre el
bien y el mal, no es capaz de amar ni de aborrecer
de corazón... Voy a Melún. Dadme ese caballero
(Señalando a Lionel) que me acompañe y distraiga.
Me agrada, y haced vosotros lo que os plazca. Nada
me interesan borgoñones ni ingleses. (Hace una se-
ñal a sus pajes, é intenta alejarse)
LIONEL. -¡Dejadnos en paz! Os enviaremos a
Melún los más hermosos mancebos que hagamos
prisioneros.
ISABEL. (Volviéndose.) -Vosotros sólo sabéis
esgrimir la espada con esfuerzo, y sólo los franceses
decir bellas frases. (Vase)
ESCENA III
TALBOT, el DUQUE y LIONEL.
TALBOT. -¡Qué mujer!
LIONEL.- Ahora, caballeros, ¿qué pensáis?
¿Continuamos nuestra retirada, o, con un ataque rá-
pido y osado, borramos el oprobio de este día?
EL DUQUE. -Somos harto débiles; las tropas
están diseminadas, y demasiado reciente el pavor de
los soldados.
TALBOT. -Un miedo infundado nos ha venci-
do, ó la impresión repentina del momento. Cuando
se contemple más, de cerca ese fantasma temeroso
de una imaginación extraviada, desaparecerá como
la espuma. Opino, pues, que el ejército repase el río,
al romper la aurora, y que ataquemos al enemigo...
EL DUQUE. -Reflexionad...
LIONEL. -Con vuestro permiso, nada hay que
reflexionar. O hemos de recuperar la honra perdida,
ó quedaremos humillados para siempre.
TALBOT. -Estamos resueltos. Mañana pelea-
mos. Desvaneceremos ese fantasma espantoso, que
deslumbra y acobarda a nuestras tropas, lidiando
personalmente con esa Doncella infernal. Si se pone
al alcance de mi invencible espada, entonces no nos
derrotará más en lo sucesivo; si no... y se convencen
de que esquiva el combate... se disipa el encanto del
ejército.
LIONEL. -¡Sea así! Dejad a mi cargo, oh mi Ge-
neral, esa fácil lucha, en que no correrá la sangre.
Me propongo apoderarme de ese espectro vivo, y
en las barbas del Bastardo, su amante, lo traeré en
mis brazos al campamento inglés para solaz de los
soldados.
EL DUQUE. -No prometáis tanto.
TALBOT. -Si llega a caer en mis manos, no
pienso abrazarla tan dulcemente. Venid ahora a
restaurar con un sueño reparador nuestro natural
cansancio. Mañana, al romper la aurora, nos levan-
taremos. (vanse)
ESCENA IV
JUANA, con la bandera, con yelmo y coraza, y
en lo demás vestida con arreglo a su sexo;
DUNOIS, LA HIRE, CABALLEROS y
SOLDADOS aparecen en lo alto de los peñascos,
descienden de ellos y se detienen en la escena.
JUANA. (A los caballeros que la rodean, mien-
tras los soldados prosiguen adelantándose.)
-Pasamos la muralla, y estamos ya en el campamen-
to. Romped el silencio de la noche, que es ha prote-
gido en vuestra misteriosa marcha, é infundid el
horror en vuestros en enemigos, anunciándoles
vuestra llegada a los gritos de «Dios y la Doncella»
TODOS. (Que dan grandes voces, y hacen reso-
nar con estrépito sus armas.) -¡Dios y la Doncella!
(Ruido de tambores y trompetas.)
LOS CENTINELAS. (Detrás de la escena.) -¡El
enemigo, el enemigo, el enemigo!
JUANA -¡Traed antorchas! ¡Prended fuego a las
tiendas! ¡El furor de las llamas, aumenta el miedo!
¡Que la muerte los rodee amenazadora! (Los solda-
dos corren y ella hace ademán de seguirlos.
DUNOIS. (Deteniéndola.) -¡Has cumplido tu
deber, Juana! Nos has guiado al centro del campa-
mento, y has puesto al enemigo en nuestras manos.
Retírate ahora de la batalla, y deja a nuestro cuidado
su sangriento éxito.
LA HIRE. -Guías al ejército a la victoria, y llevas
la bandera en tus castas manos; no manejes, sin em-
bargo, la espada, ni tientes al falso Dios de las bata-
llas porque es liego, y a nadie perdona.
JUANA. -¿Quién osará detenerme? ¿Quién tra-
zar leyes al espíritu que me guía? La flecha ha de
volar a impulso dela mano que la dispara. En donde
haya peligro estará Juana, porque mi destino no es
sucumbir, ni hoy ni aquí. He de ver la corona en las
sienes de mi Rey. No habrá enemigo, que me arran-
que la vida, hasta que yo no cumpla las órdenes de
Dios. (Vase.)
LA HIRE. -¡Venid, Dunois! Sigamos a la heroí-
na, y que vuestro pecho esforzado le sirva de escu-
do. (vanse.)
ESCENA V
SOLDADOS INGLESES, que huyen y después,
TALBOT.
UN SOLDADO. -¡La Doncella! ¡En medio del
campamento! OTRO SOLDADO. -¡No es posible!
¡No, jamás! ¿Cómo había de venir al campamento?
OTRO SOLDADO. -¡Por el aire! ¡El diablo la
ayuda!
OTROS DOS. -¡huid, huid! ¡Vamos todos a mo-
rir! (vanse.)
TALBOT. (Que llega.) -Nada oyen... ¡No quieren
detenerse! Rotos están todos los lazos de la discipli-
na. Como si el averno hubiese vomitado todas sus
legiones de condenados, el pánico arrastra con su
ímpetu al valiente y al cobarde; ni un pequeño pe-
lotón puedo oponer al torrente de enemigos que in-
vade sin cesar nuestro campo... ¿Soy yo, pues, el
único hombre sereno, y han perdido todos el juicio
con la fiebre del miedo? ¡Huir de esos afeminados
franceses, vencidos por nosotros en veinte batallas!..
¿Quién es esa invencible y terrorífica deidad, a
quien favorece la fortuna de la guerra trocándola a
su antojo, y convierte un ejército de cobardes cier-
vos en bravos leones? Una juglaresa, que representa
el estudiado papel de heroína, ¿ha de asustar a hé-
roes verdaderos? Una mujer ¿ha de privarme de to-
da mi gloria militar?
UN SOLDADO. (Que entra huyendo.) –¡La
Doncella! ¡Huid, huid, mi General!
TALBOT. (Derribándolo en tierra.) -¡Huye a los
infiernos! ¡Mi espada atravesará a todo el que me
hable de miedo y de cobarde huida! (vase.)

ESCENA VI
Descúbrese el fondo del teatro, y se ve el cam-
pamento inglés, presa de las llamas. Óyense los
tambores, y unos persiguen y otros huyen. Poco
después se presenta MONTGOMERY.
MONTGOMERY. (Solo.) -¿Adónde huir? Por
todas partes nos, cercan los enemigos y la muerte.
Aquí el general enfurecido, que amenaza con su es-
pada a los que huyen y allá aguardándonos la muer-
te. Allí esa doncella terrible, que, como la llama,
todo lo devasta... Y ningún matorral en donde
ocultarme, ni una caverna, que me ofrezca seguri-
dad. ¡Ojalá que nunca me hubiera embarcado para
atravesar la mar, ay de mí, desdichado! Insensato fui
en querer ganar fácil gloria en la guerra de Francia, y
ahora el destino funesto me arrastra a esta contienda
mortal... ¡Si estuviese en las orillas risueñas del Sa-
verna, en la morada pacífica de mi padre, y en don-
de dejé, llenas de tristeza, a mi madre y a mi tierna
prometida! (Juana se presenta á lo lejos.) ¡Ay de mí!
¿Qué veo? ¡Allí aparece la terrible Doncella! Se
destaca entre las llamas del incendio, a su luz si-
niestra, como si el averno vomitara uno de sus es-
pectros en medio de la noche... ¿En dónde me
refugio? Ya ha fijado en mí sus miradas de fuego, y,
desde lejos como la serpiente, me fascina y paraliza.
Su mágico influjo encadena más y más mis pies, im-
pidiéndome la huída. Aunque no lo desee, he de mi-
rar fatalmente esa imagen que da la muerte. (Juana
da algunos pasos hacia él, y se detiene.) ¡Se acerca!
No esperaré que sea la primera en atacarme. Supli-
cante abrazaré sus rodillas y le pediré la vida. Es
mujer, y quizás mis lágrimas la ablandarán. (Mien-
tras él se aproxima, ella corre a su encuentro.)
ESCENA VII
JUANA y MONTGOMERY
JUANA. -¡Morirás, porque naciste de madre in-
glesa!
MONTGOMERY. (Cayendo a sus pies.)
-¡Detente, Doncella terrible! No mates a un indefen-
so. He abandonado espada y escudo, y me postro a
tus pies, desarmado y suplicante. Déjame gozar de la
luz de la vida, y acepta mi rescate. Mi padre, dueño
de bienes cuantiosos, habita en el país de Gales, por
cuyos verdes campos corre el Saverna de ondas
plateadas, y cincuenta aldeas acatan su señorío. Dará
oro abundante por su amado hijo, si lo rescata vivo
del campamento de los franceses.
JUANA. -¡Insensato extraviado! ¡Eres hombre
perdido! Has caído en manos de la Doncella, que es
implacable, y de la cual no hay que aguardar rescate
ni salvación. Si tu desventura te hubiese llevado a
las fauces de un cocodrilo, o a las garras de un tigre
real, podrías encontrar acaso lástima o misericordia;
pero en el mío, solo la muerte. EL espíritu, que me
domina, inviolable e inflexible, me ha impuesto la
terrible condición de dar muerte con mi espada a
todos los seres vivos, que me presenta el Dios de las
batallas en sus misteriosos designios.
MONTGOMERT. -Pavor infunden tus palabras,
aunque es dulce tu mirada; y cuando se te contempla
de cerca, no es terror lo que inspiras, y tu hermosura
seduce mi corazón. Yo te suplico, invocando la dul-
zura propia de tu sexo. ¡Apiádate de mi juventud!
JUANA -No me conjures por mi sexo. No me
llames mujer. Como los espíritus incorpóreos, que
no obran como los demás seres de la tierra, no per-
tenezco a sexo alguno humano, y bajo esta coraza
no late ningún corazón.
MONTGOMERY. -Yo te ruego por la ley sagra-
da y poderosa del amor, a la cual rinden homenaje
todas las criaturas. En mi patria he dejado una ama-
da, bella como tú, y como tú, dotada de todos los
atractivos de la juventud. Espera llorando la vuelta
de su amante. ¡Oh! ¡Si tú misma crees que has de
amar algún día, y ser feliz con tu amor, no separes
cruel dos corazones, unidos por el sagrado vínculo
del amor!
JUANA.-Llamas a voces a Dioses terribles y ex-
traños para mí, que no son santos ni venerables.
Nada sé de los vínculos del amor, que tú invocas, y
jamás profesaré su vano culto. ¡Defiende tu vida,
que la muerte te aguarda!
MONTGOMERY. -¡Oh! Apiádate de mis pa-
dres, dignos de lástima, que he dejado en mi hogar.
¡Sí; tú tendrás padres también, y su recuerdo habrá
de atormentarte!
JUANA. -¡Desdichado! ¡Y me representas así a
mi memoria cuántas madres de este país han queda-
do huérfanas de sus hijos, cuántos tiernos niños sin
padre, cuántas esposas prometidas sin esposos!
¡También las madres de Inglaterra aprenderán aho-
ra lo que es la desesperación, y lo que significan las
lágrimas vertidas por las míseras francesas!
MONTGOMERY. -¡Es triste morir en tierra
extranjera sin ser llorado!
JUANA. -¿Quién os llamó a este país extraño,
para devastar sus campos cultivados con esmero,
para arrojarnos de nuestros lares patrios, y para lan-
zar la tea incendiaria de la guerra en el santuario de
pacíficas ciudades? Soñabais, en vuestra vanidad in-
sensata, que someteríais a los franceses libres a ver-
gonzosa esclavitud, y que remolcaríais este vasto
reino, como una barquilla, con vuestro buque de
alto bordo. ¡Insensatos! Las armas reales de Francia
están suspendidas del trono de Dios; y antes arran-
caríais una estrella del cielo, que una aldea de este
país, cuya unión será eterna. Llegó el día de la ven-
ganza; ninguno repasará vivo la mar sagrada, que
Dios puso entre vosotros y nosotros, y que, al de-
sobedecerlo, profanasteis.
MONTGOMERY. (Soltando su mano.) -¡Oh!
¡Moriré sin remedio! La muerte horrible se apodera-
rá de mí.
JUANA. -¡Muere, amigo! ¿Por qué temblar así
ante la muerte, destino inevitable?... ¡Mírame, míra-
me; yo soy sólo una doncella, pastora desde que na-
cí; esta mano no está acostumbrada a manejar la
espada , porque hasta ahora sólo conocía al ino-
cente cayado. Pero separada violentamente de mis
prados natales, de los brazos de mi padre, de las ca-
ricias de mis amadas hermanas, me he visto obliga-
da a venir aquí, aquí... la voz de Dios, no mi
capricho... me trae aquí para vuestro mal, no para
vuestra alegría, ya que, como horroroso espectro,
vengo a derramar sangre y a dar la muerte, para ser
luego su víctima. Yo no veré el día risueño de mi
vuelta a mis hogares. Pero antes sucumbirán mu-
chos de los vuestros, y hará muchas viudas, hasta
que al cabo yo mismo perezca, y cumpla mi desti-
no... Cumple ahora el tuyo. Empuña, pues, tu espada
sin demora, y luchemos por el dulce beneficio de la
vida.
MONTGOMERY. (levantándose.) -Ya que eres
mortal, como yo, y que pueden herirte las armas,
acaso se haya concedido a mi brazo enviarte a los
infiernos, y poner fin a los desastres de Inglaterra.
En las manos de Dios pongo mi vida. ¡Llama en tu
ayuda, oh condenada, a los espíritus infernales! ¡De-
fiende tu vida! (Atácala con su escudo y su espada.
Óyese a lo lejos música bélica; Montgomery cae,
después de pelear un momento.)
ESCENA VIII
JUANA, sola
JUANA. -Tus mismos pasos te han traído a la
muerte... ¡Adiós! (Aléjase de él, y se detiene pensati-
va.) ¡Virgen Santísima, tú, en mi persona, haces
grandes milagros, porque infundes fuerza en mi dé-
bil brazo, y crueldad en mi corazón! Siento piedad
en mi alma, y tiembla mi mano, como si hubiera de
profanar un santuario, cuando me veo obligada a
derramar la sangre de algún enemigo. Sólo la vista
del acero brillante me llena de terror. Pero, cuando
lo he menester, me ayuda la fuerza, y la espada se
mueve por sí en mi mano temblorosa, como si fuese
un espíritu vivo.
ESCENA IX
JUANA, y UN CABALLERO con la visera ca-
lada
EL CABALLERO. –¡Maldita! ¡Ya llegó tu última
hora; te busco por todo el campo de batalla, fantas-
ma vano y funesto! ¡Torna a los infiernos, de donde
has salido!
JUANA. –¿Quién eres tú, a quien su mal ángel
trae a mi encuentro? Tu traza parece de Príncipe; no
te creo inglés, porque llevas los colores de Borgoña,
ante los cuales bajo mi espada.
EL CABALLERO. -¡Tú, mujer infernal, no me-
reces morir de la noble mano de un Príncipe! El ha-
cha del verdugo debe separar tu cabeza de tu cuerpo
nefando, no la valiente espada del real Duque de
Borgoña.
JUANA. -¿Eres tú, pues, ese mismo Duque?
EL CABALLERO. (Levantándose la visera.)
-¡Yo soy! ¡Tiembla, oh miserable, y desespera! Ya
no te ampararán las artes de Satanás. ¡Te las hubiste
hasta ahora con niños! ¡Ante ti tienes un hombre!
ESCENA X
Los mismos, y DUNOIS y LA HIRE
DUNOIS. -¡Vuélvete, Duque de Borgoña!
¡ Combate con hombres, no con mujeres!
LA HIRE. -Nosotros protegemos la cabeza sa-
grada de la profetisa, y antes atravesará este pecho
tu espada...
EL DUQUE. -Ni temo a esta enamorada Circe,
ni a vosotros, tan vergonzosamente trasformados
por ella. Ruborízate, Dunois; baja los ojos, La Hire,
porque habéis asociado vuestro valor notorio a las
artes diabólicas, trocándoos en miserables escude-
ros de una Doncella infernal. ¡Venid, pues! ¡A to-
dos os desafío! Desespera de Dios quien recurre al
demonio. (Cuando se aprestan a la pelea, Interviene
Juana.)
JUANA.-¡Deteneos!
EL DUQUE. -¿Tiemblas por tus amantes? Ante
tus ojos caerá... (Dirígese contra Dunois.)
JUANA. -¡Deteneos! ¡Separadlos La Hire!... No
debe correr sangre francesa, ni el acero ha de deci-
dir esta contienda. Obra como han resuelto los as-
tros... ¡Separaos, digo..! Escuchad y respetad al
espíritu que me domina y habla por mis labios.
DUNOIS. -¿Por qué detienes mi brazo, ya le-
vantado, y suspendes la sangrienta decisión de la
espada? El acero se ha desenvainado; que hiera, y
Francia se verá unida y vengada.
JUANA. (Que se pone entre los dos, dejando
entre ambos vasto espacio; al Bastardo.) ¡Retiraos!
(A la Hire.) ¡No os mováis! Tengo que hablar al
Duque. (Después que todos se quedan tranquilos.)
¿Qué pretendes, Duque de Borgoña? ¿A qué ene-
migos buscan tus miradas homicidas? Este noble
Príncipe es hijo de Francia, como tú, y este valiente,
tu hermano de armas, y tu compatricio, y yo misma
natural de tu patria. Todos nosotros, a quien te pro-
pones aniquilar, somos tuyos... nuestros brazos es-
tán prontos a estrecharte, y á, doblarse ante ti
nuestras rodillas... nuestras espadas están sin filo
contra ti. Respetable es para nosotros el rostro, que,
si bien bajo yelmo enemigo, lleva los rasgos amados
de nuestro Rey.
EL DUQUE. -Con blandas palabras y adulador
acento intentas, ola sirena, atraer a tu víctima. Tu
astucia no me engaña. Mis oídos están preparados
contra tus artes ponzoñosas, y tus miradas ardientes
se estrellan en la acerada coraza de mi pecho. ¡A las
armas, Dunois! ¡Combatamos con ellas no con pa-
labras!
DUNOIS. -Hablemos primero, y peleemos des-
pués. ¿Tienes miedo a hablar? Cobardía es también,
y señal funesta de traición.
JUANA. -No es una necesidad imperiosa la que
nos trae a tus pies, ni nos presentamos como supli-
cantes a ti. ¡Mira a tu rededor! Reducido a ceniza
está el campamento Inglés y vuestros muertos llenan
la tierra. Oyes tocar las trompetas guerreras de los
franceses, y por mandado de Dios ha sido nuestra la
victoria. La rama de laurel de la victoria, cortada re-
cientemente, la compartiremos gozosos con nuestro
amigo... ¡Oh! ¡Venid a nosotros! Venid, noble fugi-
tivo, a donde la justicia asegura el triunfo. Yo mis-
ma, enviada por Dios, te ofrezco mi mano amiga.
Quiero salvarle, y ganarte para la buena causa. El
cielo se declara en favor de Francia. Sus ángeles... tú
no los ves... pelean por el Rey, y todos ostentan las
flores de lis. Pura y clara, como esta bandera, es
nuestra empresa, y la Inmaculada Virgen nuestro
casto símbolo.
EL DUQUE. -Artificiosas son las palabras en-
gañosas de la mentira, aunque sencillas como las de
un niño. Cuando los espíritus perversos las sugie-
ren, semejan maravillosamente la inocencia. No
quiero oír más. ¡A las armas! ¡Mis oídos, no hay
duda, son más débiles que mi brazo!
JUANA. -Me llamas mágica, y me acusas de em-
plear artes diabólicas... Establecer la paz, y reconci-
liar a quienes se aborrecen ¿es arte diabólica?
¿Proviene la concordia del eterno abismo? ¿Qué
más inocente, más sagrado, más humano, más loa-
ble que defender la patria? ¿Desde cuándo lucha así
consigo misma la naturaleza, que el cielo abandone
la causa de la justicia, y el demonio la defienda? Y si
es verdad lo que te digo, ¿de dónde crees que viene,
sino de arriba? ¿Quién me hubiera acompañado en
los pastos, y trasformándome de sencilla pastora en
heroína de grandes hazañas? Jamás me he visto en
presencia de Príncipe, ó ignoro el arte de hablar; pe-
ro ahora, cuando necesito conmoverte, tengo la pe-
netración necesaria, conozco lo desconocido, y el
destino de reinos y reyes aparece ante mis ojos de
niña tan claro como la luz del sol, y mi voz retumba
como el trueno.
EL DUQUE. (Profundamente conmovido, la
mira y la contempla atónito.) -¿Qué me sucede?
¿Qué siento? ¿Es alguna deidad que, en lo hondo
de mi pecho, muda mi corazón?... Imagen tan elo-
cuente no engaña sin duda. ¡No, no! Si me ciega un
poder mágico, es un poder divino. Una voz interior
me dice que el mismo Dios la envía.
JUANA. -¡Se ha conmovido! ¡Lo está! No le he
suplicado en vano. Las nubes tempestuosas de la
ira, acumuladas en su frente, se deshacen en lágri-
mas, y de sus ojos, que destellan paz, sale el reful-
gente sol del sentimiento... ¡Dejad las armas!...
¡ Abrazaos!... Llora; se ha convertido... es nuestro.
(Suelta su espada y su bandera; corre habla él con
los brazos abiertos, y lo estrecha en ellos con entu-
siasmo. La Hire y Dunois dejan que sus espadas y
corren también a abrazarlo.)

ACTO III
La escena es en el campamento del Rey, en Cha-
lons –sur-Marne
ESCENA PRIMERA
DUNOIS y LA HIRE
DUNOIS. -Éramos amigos íntimos, hermanos
de armas, prontos a defender unidos la misma cau-
sa, y a sufrir juntos los males y la muerte. Que el
amor a una mujer no rompa los lazos que han resis-
tido a todas las vicisitudes de la suerte.
LA HIRE. -¡Escuchadme, Príncipe!
DUNOIS. -Amáis a esa doncella maravillosa, y
conozco vuestro propósito. Pensáis buscar ahora
al Rey, y pedirle a Juana por esposa... No rehusa-
rá esa recompensa a vuestro valor.. Tened entendi-
do, sin embargo... que, antes de verla en brazos de
otro...
LA HIRE. -¡Oídme, Príncipe!
DUNOIS. -No me atrae en ella la rápida y pasa-
jera impresión de su belleza. Ninguna mujer había
perturbado mis sentidos impasibles, basta que vi a
ese portento, enviado por Dios, para salvar a este
reino y ser mi esposa. Hice voto entonces, pronun-
ciando solemne juramento, de casarme cola ella,
porque sólo una mujer fuerte puede ser la compañe-
ra de un hombre que también lo sea, y mi ardiente
corazón suspira por la posesión de otra igual, capaz
de comprenderlo y de sostenerlo.
LA HIRE. -¡Cómo es posible, Príncipe, que yo
ose comparar mis escasos méritos con vuestra fama
heroica! Cuando se presenta en la Iiza el Conde
Dunois, ha de retirarse cualquier otro contendiente.
Pero una humilde pastora, por lo mismo, no merece
vivir a vuestro lado como esposa. La sangre de re-
yes, que corre por vuestras venas, no consiente tan
baja mezcla.
DUNOIS. -Ella es hija de Dioses, como yo, y
santa por naturaleza, e igual a mí. No es indigna de
la mano de un Príncipe, porque es esposa de los pu-
ros ángeles, porque ciñe su frente divina aureola,
más clara y esplendente que todas las coronas de la
tierra; porque está viendo a sus pies a todas las
grandezas y vanidades mundanales, y porque todos
los tronos de potestades, uno sobre otro, y aunque
llegasen hasta las estrellas no alcanzan a su altura, en
donde la rodea la majestad de los ángeles.
LA HIRE. -El Rey decidirá.
DUNOIS. -¡No, que decida ella misma! Ha li-
bertado a Francia, y libre ha de ser para dar su cora-
zón.
LA HIRE. -¡Ahí viene el Rey!
ESCENA II
CARLOS, INÉS SOREL, DUCHATEL, EL
ARZOBISPO. CHATILLÓN, y los mismos.
CARLOS. -(A Chatillón.) -¿Que viene? ¿Decís
que viene á atacarme, como a su soberano, y a ren-
dirme homenaje?
CHATILLÓN. -Aquí, señor, en tu real ciudad de
Chalóns, quiere arrojarse a tus pies el Duque, mi se-
ñor... Me ha ordenado que te salude como a su Rey
y Soberano; viene detrás de mi, y en breve se pre-
sentará.
INÉS. -¡Viene! ¡Oh día venturoso, que trae con-
sigo la alegría, la Paz y la reconciliación!
CHATILLÓN. -Mi señor, con doscientos caba-
lleros, no tardará en prosternarse ante ti; pero espe-
ra que no lo consentiréis, y que lo abrazaréis como a
vuestro primo.
CARLOS. -Arde mi corazón en deseos de sentir-
se oprimido contra el suyo.
CHATILLÓN. -El Duque os suplica que no ha-
bléis palabra alguna alusiva a vuestra anterior con-
tienda.
CARLOS. -¡Que todo lo pasado sea condenado
al más completo olvido! Sólo queremos pensar en
los días felices de lo porvenir.
CHATILLÓN. -Cuantos han combatido en su
favor, habrán de ser admitidos a la reconciliación.
CARLOS. -Así duplicaré mis súbditos.
CHATELLÓN. -La Reina Isabel será compren-
dida también en vuestra gracia, si la acepta.
CARLOS. -Hízome la guerra, no yo a ella.
Nuestra disputa queda resuelta, en cuanto ella lo di-
ga.
CHATILLÓN. -Doce caballeros responderán de
vuestra palabra.
CARLOS. -Mi palabra es sagrada.
CHATILLÓN. -Y el Arzobispo ha de compartir
una hostia entre vos y él, como prenda y sello de
vuestra sinceridad.
CARLOS. -Que mi parte en la salvación eterna
sea tan verdadera como lo es mi lealtad y mi afecto.
¿Pide el Duque alguna otra garantía?
CHATILLÓN. (Mirando a Duchatel.) -Hay una
persona, cuya presencia podría nublar la primera
entrevista. (vase Duchatel en silencio.)
CARLOS. - ¡Vete, Duchatel; ocúltate hasta que el
Duque pueda sufrir tu vista (Síguelo con los ojos, y
después corre, y lo abraza.) ¡Honrado amigo! ¡Más
todavía quisieras hacer por mi bien! (Vaso Ducha-
tel.)
CHATILLÓN. -Las demás condiciones están
consignadas en este papel.
CARLOS. (Al Arzobispo.) -Despachad esto. To-
das las aceptamos, porque ningún sacrificio ha de
omitirse por ganar un amigo. ¡Andad, Dunois! Que
os acompañen cien caballeros, y recibid afablemente
al Duque. Que todos los soldados se engalanen con
verdes ramas para honrar a sus hermanos de armas.
Que toda la ciudad celebre este día como una fiesta,
y que todas las campanas anuncien que Francia y
Borgoña están de nuevo unidas. (Llega un Escude-
ro, y se oyen trompetas) ¡Oíd! ¿Qué significa este
toque de trompetas?
EL ESCUDERO. -El Duque de Borgoña entra
en la ciudad. (Vase.)
DUNOIS. (Que sale con La Hire y Chatillón.)
-¡Ea! Vamos a recibirlo.
CARLOS. (Á Inés.) -¿Lloras, Inés?,Casi me fal-
tan las fuerzas para presenciar esta escena. ¡Cuántas
víctimas, hecho la muerte, antes que nos veamos de
nuevo en paz! Pero cálmase al fin el furor de la tem-
pestad; sigue el día a la noche más oscura, y llega un
tiempo en que maduran los frutos más tardíos.
EL Arzobispo. (Á la ventana.) -Con harto trabajo
atraviesa el Duque la apiñada muchedumbre. Lo
arrancan del caballo, y besan su manto y sus espue-
las.
CARLOS. -Es un buen pueblo, vivo y extremado
en su amor, como en su odio... ¡Cuán pronto ha ol-
vidado que ese mismo Duque ha sacrificado a sus
padres y a sus hijos! Este momento borra toda una
vida... ¡Reanímate, ¡Inés! Una alegría excesiva po-
dría dañarte también; que nada lo avergüence aquí
ni lo aflija.
ESCENA III
EL DUQUE DE BORGOÑA, DUNIOIS, LA
HIRE, CHATILLÓN, y otros dos caballeros del
séquito del Duque. Éste se detiene un instante a la
entrada, y el Rey sale a su encuentro. Acércase el
Duque enseguida, y al querer doblar una rodilla,
CARLOS lo recibe en sus brazos.
CARLOS. -Nos habéis sorprendido... Nos pro-
poníamos salir a vuestro encuentro, pero tenéis
buenos caballos.
EL DUQUE. -Me ayudaban a cumplir mi deber.
(Abraza á Inés, y la besa en la frente.) ¡Con vuestro
permiso, primo! Es nuestro derecho de señor en
Arrás, y ninguna mujer bella puede rechazarlo.
CARLOS. -Vuestra capital es, según dicen, la
mansión del amor, en donde tiene su asiento y su
confirmación toda belleza.
EL DUQUE. -Somos, oh Rey mío, un pueblo
mercantil. Cuantos ricos productos hay en todos los
climas, se ofrecen a nuestra vista y para nuestros go-
ces en el mercado de Brujas; pero la belleza de la
mujer es lo más precioso.
INÉS. -Su fidelidad vale más aún, y, sin embargo,
no se expone en el mercado.
CARLOS. -Tenéis, oh primo, la reputación y
mala fama de que despreciáis la virtud superior de la
mujer.
EL DUQUE. -Esa blasfemia encontraría en el
pecado la penitencia. Afortunado habéis sido, oh
Rey mío, porque vuestro corazón descubrió al prin-
cipio lo que mi vida desordenada me ha enseñado
tarde. (Repara en el Arzobispo, y le da la mano.)
¡Reverendo Arzobispo, dadme vuestra bendición!
Siempre bolláis la verdadera senda, y, para hallaros,
hay que seguirla sin remedio.
EL ARZOBISPO. -Llámeme a sí mi Maestro
cuando le plazca, mi corazón está satisfecho, y pue-
do morir en paz, porque mis ojos han visto este día.
EL DUQUE. (Á Inés.) -¿No dicen que os habéis
despojado de vuestras joyas, para forjar con su pre-
cio armas contra mí? ¿Cómo? ¿Tan belicosos son
vuestros pensamientos? ¿Tanto era vuestro empeño
en perderme? Pero pasó ya nuestra enemistad, y se
ha recuperado cuanto se había perdido. Lo mismo
acontece a vuestras joyas, y, ya que citaban destina-
das a hacerme la guerra, recibidlas de mi mano co-
mo prenda de paz. (Toma de uno de su séquito una
cajita de joyas, y se la presenta abierta. Inés mira al
Rey confusa)
CARLOS. -Acepta ese obsequio; me es doble-
mente caro, como signo dé reconciliación y de
afecto.
EL DUQUE. (Poniendo en los cabellos de Inés
una rosa de brillantes.) -¿Por qué no había de ser la
corona de Francia? Con la misma afición la coloca-
ría en esta bella cabeza. (Cogiendo las manos con
afecto.) Y... contad conmigo, si alguna vez tenéis ne-
cesidad de un amigo. (Inés, llorando, se aparta a un
lado; el Rey parece profundamente conmovido, y
todos los circunstantes contemplan a los Príncipes
con ternura. El Duque, después de observar a todos,
se precipita en los brazos del Rey.) ¡Oh, Rey mío!
(Al mismo tiempo los tres caballeros borgoñones
abrazan a Dunois, La Hire y al Arzobispo. Ambos
príncipes, callados, quedan en esta posición algunos
momentos.) ¿Y pude odiaros?, ¿Y pude negaros mi
homenaje?
CARLOS. -¡Basta, basta! ¡No más!
EL DUQUE. -¿Y pude dar la corona a esos in-
gleses? ¿Jurar fidelidad a ese extranjero? ¿Poner á
mi Soberano al borde del abismo?
CARLOS. -¡Olvidadlo! ¡Todo lo perdono! ¡Bó-
rralo todo, oste instante! Fue culpa del destino, de
algún astro maléfico...
EL DUQUE. (Cogiendo su mano.) -Repararé el
agravio; creedme, no es otro mi deseo. Todos vues-
tros sufrimientos serán compensados, y todo vues-
tro reino volverá a poder vuestro... sin exceptuar la
aldea más insignificante.
-CARLOS. -Ya estarnos unidos, y a nadie tema.
EL DUQUE. -Os aseguro que no llevaba con
alegría mis armas contra vos. ¡Oh! Si Supieseis...
¿Por qué no me la habéis enviado? (Señalando a
Inés.) Yo, no hubiese podido resistir, sus lágrimas...
Ahora ningún poder, infernal logrará separarnos,
puesto que nuestros pechos están juntos. Este es
ahora mi verdadero lugar, y mi extravío termina en
vuestros brazos.
EL ARZOBISPO. (Interponiéndose entre ellos.)
-Sois amigos, Príncipes. Francia, corno el ave Fénix
rejuvenecida, saldrá radiante de sus cenizas. Lo
porvenir nos sonríe. Sanarán las profundas llagas
que la afligen. Las villas devastadas, las ciudades se
levantarán de sus ruinas, y se cubrirán los campos
de nueva verdura... Pero las víctimas de vuestras
discordias, los muertos, no resucitarán; mis lágri-
mas, que vuestras luchas han hecho correr, derra-
madas quedarán.
La generación nueva florecerá,
pero, la pasada fue presa de la desdicha, y la felici-
dad de los nietos no despertará a sus abuelos. ¡He
aquí los frutos de vuestra contienda fratricida! ¡Que
os sirvan de lección! Temed a la Deidad de la gue-
rra, antes de desenvainar la espada. El poderoso
puede desencadenar la guerra, pero no es ésta dócil,
corno el balcón, que, desde los aires, torna al puño
del cazador, sino que ese Dios indómito no hace
caso alguno de la voz humana. La mano de vuestro
salvador no saldrá otra vez de su nube, en un mo-
mento dado, corno hoy.
EL DUQUE. -¡Oh, señor! A vuestro lado hay un
ángel... ¿En dónde está? ¿Por qué no la veo aquí?
CARLOS. -¿En dónde está Juana? ¿Por qué no
presencia, con nosotros, este acto tan deseado y
grato, obra suya?
EL ARZOBISPO. -Esa santa Doncella, oh se-
ñor, no ama el descanso de una corte ociosa; y si la
orden de Dios no la llama a la luz del mundo, es-
quiva, llena de rubor, las vanas miradas del vulgo.
Seguramente está ocupada en cosas divinas, si Fran-
cia y su bienestar no embargan su atención, porque
la gracia sobrenatural es siempre su compañera in-
separable.
ESCENA IV
Los mismos, y JUANA, armada, pero sin casco y
con una corona en los cabellos.
EL REY. -¿Vienes, oh Juana, vestida de sacer-
dotisa, para consagrar la alianza, que tú misma has
formado?
EL DUQUE. - ¡Cuán terrible es esta doncella en
las batallas y en la paz cuan inefable su gracia!.. ¿No
he cumplido mi palabra, Juana? ¿Estás satisfecha, y
merezco tu aprobación?
JUANA. -Tú mismo te has hecho el mayor bien.
Alúmbrate ahora luz bendita, cuando antes tu as-
pecto era sombrío y sanguinario, como luna espan-
tosa, que se destacaba del Cielo. (Mirando
alrededor.) Muchos nobles caballeros hay aquí reu-
nidos, y todos ostentan rostros placenteros. Sólo he
encontrado uno triste, que ha de ocultarse, cuando
los demás se regocijan.
EL DUQUE. -¿Y quién se encuentra abrumado
de tan pesada culpa, que desespera de nuestra cle-
mencia?
JUANA. -¿Puede acercarse? ¡Oh! ¡Decid que sí!
¡Que sea completa tu obra! No hay verdadera re-
conciliación, mientras el ánimo no está libra de todo
odió. Una gota amarga que quede en la copa del
placer, emponzoña el néctar que la llena... No hay
crimen por grave que sea, que el Duque de Borgoña
no pueda perdonar hoy.
EL DUQUE. -¡Ah! Ya te comprendo
JUANA. -¿Y perdonarás? ¿Quieres perdonar, oh
Duque?.. ¡Adelantaos Duchatel! (Abre la puerta, é
introduce a Duchatel, que se queda lejos) El Duque
se reconcilia con todos sus enemigos, y también con
vos. (Duchatel se acerca algo al Duque, e intenta leer
en sus ojos.)
EL DUQUE. -¿Qué haces conmigo, Juana? ¿Sa-
bes acaso lo que pretendes?
JUANA. -Un señor bondadoso abre sus puertas
a todos los huéspedes, y no excluye a ninguno. Tan
holgadamente como al mundo el firmamento, ha de
envolver la clemencia al amigo y al enemigo. El sol
envía por igual sus rayos á todos los puntos del es-
pacio infinito, y el cielo baña con su rocío a todas
las plantas sedientas. Todo lo bueno, todo lo que
viene de arriba, es general é ilimitado, y la oscuri-
dad, sólo en los repliegues se encuentra.
EL DUQUE. -Puede amonestarme como lo
plazca, porque mi corazón es de cera en sus ma-
nos... ¡Abrazadme, Duchatel! ¡Yo os perdono! No
te irrites, espíritu de mi padre, si estrecho amiga-
blemente la mano que te dio la muerte; y vosotras,
deidades infernales, no me reconvengáis si que-
branto mi terrible juramento de venganza. Entre
vosotras, allí abajo, en la noche eterna, no late ya el
corazón; todo es eterno, firme é inmutable... pero
aquí, bajo la luz del sol, muy de otra manera. El
hombre, que vive y siente, es ligero juguete de las
circunstancias del momento.
CARLOS. (A Juana.) -¡Cuánto no he de agrade-
certe, oh noble doncella! ¡Cuán generosamente no
has cumplido todas tus palabras! ¡Con qué rapidez
no se ha trocado mi fortuna! Tú me has reconciliado
con mis amigos, has sumido en el polvo a mis ene-
migos, y librado a mis ciudades del yugo extranje-
ro... Tú sola has hecho todo esto... DI, ¿Cómo
podré recompensarte?
JUANA. -Sé, oh señor, humano siempre en la
próspera fortuna, como en la adversa lo fuiste... y en
la cúspide de tu grandeza no olvides lo que vale tan
amigo en la necesidad, porque su humillación, te lo
ha probado. No rehúses la clemencia ni la justicia al
más ínfimo de tus súbditos, porque Dios te ha en-
viado una pastora para salvarte... Tu reunirás a todo
Francia bajo tu cetro, y serás abuelo y tronco de
grandes Reyes, que te sucederán, y brillarán más que
tus predecesores, y tu linaje florecerá mientras con-
serve el amor de su pueblo. Solo el orgullo puede
precipitarlo. De estas humildes cabañas, de donde
ha salido tu salvador ahora, saldrá también la miste-
riosa ruina de tus culpables descendientes.
EL DUQUE. -¡Doncella inspirada por el soplo
divino! si tus miradas penetran en lo porvenir, há-
blame también de al progenie. ¿Será tan vasto su
poderío, como lo indican sus principios?
JUANA. -Tú, Duque de Borgoña, has colocado
tu asiento a la altura del trono, y tu corazón ambi-
cioso aspira á elevarlo más, y a llegar hasta las nu-
bes... Paro la mano de Dios te detendrá pronto en
su camino. No temas, sin embargo, la caída de tu
familia. Brillará, en la persona de una doncella, y
brotarán de su seno monarcas poderosos, pastores
de pueblos. Se sentarán en dos grandes tronos y
dictarán leyes al mundo conocido; y a otro nuevo,
que la Providencia tiene oculto más allá de mares
nunca navegados.
CARLOS. -Di, ya que, el espíritu divino te ilumi-
na: esta alianza de amistad, que ahora contraemos
nosotros, ¿unirá también a nuestros nietos?
JUANA. (Después de un momento de silencio.)
-¡Temed la discordia, reyes y potentados! No la
despertéis en la caverna, en donde duerme, porque
entonces es difícil enfrenarla. Férreo linaje es su
obra, y una tea incendia a la otra... No intentéis sa-
ber más. Regocijaos de lo presente, y dejadme que
os oculto lo futuro.
INÉS. –Tú, santa doncella, escudriña mi cora-
zón, y cerciórate de si aspira o no a mayor grandeza.
Dame también un oráculo lisonjero.
JUANA. -El espíritu divino muéstrame no más
que importantes sucesos. Tu destino está encerrado
en tu propio pecho.
DUNOIS. -¿Pero cuál será la suerte, doncella
egregia, amada de Dios? Sin duda será para ti la flor
terrestre más bella, ya que eres tan preciosa y tan
santa.
JUANA. -La felicidad sólo existe, allá arriba, en
el seno del Padre Eterno.
CARLOS. -Sea tu fortuna en adelante cuidado
sólo de tu Rey. Quiero que tu nombre sea ilustre en
toda Francia, y que lo bendigan las más remotas na-
ciones... y ahora mismo voy a hacerlo... ¡arrodíllate!
(Saca su espada, y le toca con ella.) ¡Levántate! ¡Eres
noble! Yo, tu Rey, sacudo el polvo de tu humildes
nacimiento... ¡Qué sean también nobles tus antepa-
sados, que descansan en la tumba! Llevarás flores de
lis en tus armas, y serás igual a la primera nobleza de
Francia; que sólo la sangre real de los Valois sea
más preclara que la tuya. El más grande entre mis
grandes, se honrará tomando tu mano, y yo me en-
cargo de unirte a noble esposo.
DUNOIS. (Adelantándose.) -La eligió mi cora-
zón cuando era plebeya, y el nuevo honor que po-
see, ni realza su mérito, ni aumenta mi amor. Aquí,
en presencia de mi Soberano, y de este venerable
Arzobispo, te ofrezco mi mano como a la princesa
mi esposa, si me estima digna de su mérito.
CARLOS. -¡Doncella irresistible! ¡Añades mila-
gros a milagros! Sí; ahora creo que nada hay para ti
imposible. Has rendido este corazón indomable,
que se había burlado siempre de la omnipotencia
del amor.
LA HIRE. –(Adelantándose a su vez.) -La pren-
da más estimable de Juana, porque la conozco bien
es su modestia. Merece los más preciados honores,
pero jamás pondrá tan alta su ambición. No la sedu-
cen las grandezas de la tierra hasta cegarla. Bástale
una sincera inclinación, un alma honrada, y la tran-
quila suerte que le ofrezco con mi mano.
CARLOS. -¿Tú también, La Hire? Dos famosos
rivales, iguales en valor heroico y en gloria bélica...
¿Quieres tú, que me has reconciliado con mis ene-
migos, que has unido a mis súbditos, sembrar la dis-
cordia entre mis amigos y yo? Sólo uno ha de ser su
esposo, y los dos valen lo mismo para mí. Habla tú,
pues, y que tu elección decida.
INÉS. (Aproximándose.) -Observo la sorpresa
de esa noble doncella, y el rubor que tiñe sus tími-
das mejillas. Déselo tiempo para consultar con su
corazón, confiar su acuerdo a alguna amiga, y rom-
per el sello de su bien cerrado pecho. Esta es la oca-
sión propicia, en que yo he de acercarme como una
hermana a esta doncella austera, y ofrecerle el servi-
cio de mi afecto, de mi lealtad y de mi reserva... Que
como a mujeres, se nos dejo examinar este proyecto
mujeril, y que esperen nuestra resolución.
CARLOS. (Haciendo ademán de irse.) -¡Sea así!
JUANA. –No, señor; el rubor de mis mejillas es
efecto de ni confusión, no de mi tímido pudor. Na-
da tengo que confiar a esta noble señora, de que ha-
ya de avergonzarme ante los hombres. Mucho, me
honra la elección de tan egregios caballeros; pero no
abandonó yo mis pastos de ovejas para granjear
mundanalmente vanidades terrenales, ni para que la
corona del himeneo adornase mis cabellos revestí
mi cuerpo de férreas armas. He sido llamada a em-
presa, bien opuesta, y sólo puede realizarla una
doncella pura. ¡Yo soy la guerrera de Dios Todo-
poderoso, no la esposa de ningún hombre!
EL ARZOBISPO. -La mujer ha nacido para ser
la compañera amada del hombre... y, cuando obede-
ce a la naturaleza, sirve meritoriamente al cielo. Ya
que tú has cumplido las órdenes divinas, que te en-
viaban a la guerra, puedes deponer las armas, y ser
de nuevo del sexo más dulce, del cual has renegado,
y que no ha nacido para el sangriento trabajo de la
milicia.
JUANA. -Aun no puedo decir, venerable Prela-
do, lo que me mandará hacer el Espíritu; pero cuan-
do llegue ese momento, su voz será escuchada, y yo
la obedeceré. Ahora me manda cumplir mi obra.
Las sienes de mi Soberano, no han recibido aún la
corona, y el santo óleo no ha ungido tampoco su
cabeza, ni mi Señor se llama Rey todavía.
CARLOS. -Nos proponemos ahora encaminar-
nos a Reims.
JUANA. -No estemos ociosos, porque nuestros
enemigos, que nos rodean, se ocupan en cerrarnos
el camino. Pero; yo os llevaré allá, atravesando por
medio de todos.
DUNOIS. -Cuando todo se haya hecho; cuando
hayamos entrado en Reims victoriosos, ¿consentirá
la entonces, santa doncella..?
JUANA. -Si el cielo permite que yo salga triun-
fante de esta mortal contienda, entonces estará ter-
minada mi obra.. y la pastora cada tiene que hacer
en la corte del Rey.
CARLOS. –(Cogiendo su mano.)--Anímate aho-
ra la voz del espíritu, y el amor calla en los pechos
llenos del poder divino; pero no enmudecerá siem-
pre, ¡creedme! Descansarán las armas, y la victoria
traerá a la paz de la mano; la alegría reinará también
en todos los ánimos, y más dulces afectos en todos
los corazones... También surgirán en el tuyo, y de-
rramarás dulces lágrimas de amor, que no han verti-
do nunca tus ojos... y ese corazón, dominado sólo
ahora por el poder de Dios, se consagrará a amar á
seres terrestres... Has hecho dichosos a millares de
hombres, y acabarás haciendo feliz a uno solo.
JUANA. -¿Estás ya cansado, oh Delfín, del favor
del cielo, para romper así su vaso de elección, y re-
bajar hasta el polvo vil a la doncella pura que Dios
te ha enviado? ¡Cuán ciegos estáis! ¡Cuán tibia es
vuestra fe! La gloria celestial os alumbra, y descubre
a vuestros ojos sus portentos, y solo veis en mí una
mujer cualquiera. ¿Es posible que una mujer se re-
vista de acero, y alterne en las batallas con los hom-
bres? ¡Ay de mí, si llevando en mi mano la espada
certera de Dios, fomento vanas pasiones, y amo a
criaturas terrestres! ¡Valiérame más no haber naci-
do! No habléis, pues, palabra alguna sobre esto, os
digo, si no queréis que se rebele el espíritu que me
anima. Las miradas de los hombres, que se fijan en
mí con afición mundana, son merecedoras de mí
censura, y me profanan y horrorizan.
CARLOS. -¡No hablemos más de esto! Es inútil
que intentemos conmoverla.
JUANA. -Mandad que toquen la trompeta gue-
rrera. Me fatiga y me aflige esta tregua, y es menester
que abandone estos ocios, y prosiga mi fin, y termi-
na mi obra, ya que dan imperioso y exigente es mí
destino.
ESCENA V
Los mismos, y UN CABALLERO, que llega
apresuradamente.
CARLOS. –¿Qué hay?
EL CABALLERO. -El enemigo ha llegado
al
Marne y dispone sus tropas para el combate.
JUANA. (Inspirada.) -¡A la batalla! ¡A la lid! Ya
está mi alma libre de sus ataduras. ¡Armaos mien-
tras yo ordeno los batallones! (Vase corriendo.)
CARLOS. -¡Seguidla, La Hire!.. ¿Se proponen
que peleemos por la corona, hasta en las puertas de
Reims?
DUNOIS. -No es verdadero valor lo que los
mueve; es el último esfuerzo de una rabia impotente.
CARLOS. –Nada os digo, Duque de Borgoña.
Hoy es el día que ha de hacer buenos otros muchos
malas.
EL DUQUE. -Quedaréis contento de mi.
CARLOS. -Os precederé en la senda de la gloria,
y ante la ciudad de la coronación combatirá por mi
corona... ¡Inés mía! Tu caballero se despide.
INÉS. (Abrazándolo.) No lloro, ni tiemblo por ú.
Mi fe descansa tranquila en el cielo. Tantas señales
de su favor no serán vanas al fin. Mi corazón me
dice que en breve abrazaré a mi señor en Reims,
después que consiga la victoria. (Las trompetas sue-
nan, animando al combate, y, mientras muda la es-
cena, excitan más a la batalla. Los instrumentos de la
orquesta las acompañan.)
ESCENA VI
Múdase la escena en un lugar abierto, rodeado de
árboles. Toca la música, y los soldados atraviesan
con rapidez por el fondo.
TALBOT, apoyado en FALSTOLF, y acompa-
ñado de SOLDADOS. Poco después llega
LIONEL.
TALBOT. -Dejadme bajo estos árboles, y volved
a la pelea. No necesito a nadie para morir.
FALSTOLF. -¡Oh día funesto y lamentable!
(Llega Lionel), ¡Qué espectáculo venís a presenciar,
oh Lionel! Aquí yace el General, herido mortal-
mente.
LIONEL. -¡No lo permita Dios! ¡Levantaos,
noble lord! No es este el momento de dejarse abatir
por la fatiga. No cedáis a la muerte; que nuestra
enérgica voluntad obligue a la naturaleza a vivir.
TALBOT. -¡Es en vano! Vino el día fatal que ha
de derribar en Francia nuestro trono. Inútilmente,
en desesperada lucha, he aventurado el último re-
curso para evitarlo. Herido por el rayo, yazgo aquí
para no levantarme más... ¡Reims se ha perdido!
¡ Corred a salvar a París!
LIONEL. -París ha tratado ya con el Delfín.
Ahora mismo ha traído un correo la noticia.
TALBOT. (Rompiendo sus vendajes) -¡Corred
entonces, venas de mi sangre! La luz del sol me es
ya intolerable.
LIONEL. -¡No puedo quedarme aquí!.. Llevad al
General a un sitio más seguro, Falstolf No podemos
defender más tiempo este puesto. Los nuestros hu-
yen en todas direcciones, porque la Doncella los
acorrala por todas partes...
TALBOT. -¡Tú vences, oh locura, y yo he de
morir! Ni aun los Dioses podrían vencer con la es-
tupidez. Sublime razón, hija esclarecida de la Divi-
nidad, sabia creadora del mundo entero, guía de los
astros, ¿quién eres tú, si, atada al corcel fogoso de la
superstición, y dando gritos de impotencia, eres
arrastrada, con hombres ebrios al abismo, claro para
ti, de tu perdición? ¡Maldito sea quien en su vida,
rinde culto a lo grande y a lo digno, y traza con ma-
durez planos sensatos! En el orbe impera el rey de
la locura...
LIONEL. -¡Milord! Sólo viviréis algunos ins-
tantes... pensad en vuestro Creador...
TALBOT. -Si sucumbiéramos como valientes,
vencidos por otros valientes, podríamos consolar-
nos con la suerte común, siempre varia é incons-
tante... ¡Pero morir por obra de tan grosera farsa! Mi
vida anterior, laboriosa y formal, ¿no merecía fin
más noble?
LIONEL. (Presentándole la mano.)-¡Adiós, mi-
lord! El tributo debido de mis lágrimas, lo recibiréis
cumplidamente, después de la batalla, si quedo vivo.
Ahora me llama el destino a la pelea, porque allí
juzga. ¡Hasta que nos veamos de nuevo en el otro
mundo! ¡Breve es la despedida para amistad tan lar-
ga! (vase.)
TALBOT. -Pronto se acabará todo para mí; y a
la tierra y al sol perdurable devolveré los átomos,
que en mí se juntaron para experimentar el placer y
el dolor. De eso poderoso Talbot, que llenó al orbe
con su gloria militar, sólo quedará un puñado de
polvo... Tal es el fin del hombre... y la única ventaja,
que logramos de la lucha de la vida, es la evidencia
de nuestra nada, y el profundo desprecio de cuanto
estimamos sublime y digno de envidia.

ESCENA VII
Los mismos; CARLOS, EL DUQUE DE
BORGOÑA, DUNOIS, DUCHATEL y soldados
que llegan.
EL DUQUE. -¡La trinchera se tomó!
DUNOIS. -¡La jornada es nuestra!
CARLOS. (Reparando en Talbot.) -Andad y ave-
riguad quién es ése, que allí se despide mal su grado
y amargamente, de la luz del sol. Su armadura indica
que no es un cualquiera. Id, y asistidle, si es tiempo
todavía. (Obedécenlo algunos soldados de su sé-
quito.)
FALSTOLF. -¡Atrás! ¡No os acerquéis! Respetad
a un muerto, a quien en vida no hubieseis deseado
encontrar.
EL DUQUE. -¿Qué veo? ¡Talbot bañado en su
sangre! (Aproximase a él; Talbot lo mira fijamente, y
espira.)
FALSTOLF. -¡Alejaos, Duque! Que la presencia
de un traidor no manche el último momento de un
héroe.
DUNOIS. -¡Terrible, indomable, Talbot! Te
contentas con tan pequeño espacio, y la vasta exten-
sión de Francia no satisfacía a tu ambición gigantes-
ca... Ahora, al fin, señor, los saludo como a Rey,
porque mientras el alma animó a este cuerpo, vaci-
laba la corona en vuestra cabeza.
CARLOS. (Contemplando en silencio al muerto
algunos instantes.) –No nosotros, sino más alto po-
der lo ha vencido. Yace sobre la tierra de Francia,
como el héroe sobre su escudo, al que no ha queri-
do abandonar. ¡Lleváoslo de aquí! (Los soldados se
llevan el cadáver.) ¡Haya paz para sus restos, y que
los guarde honroso sepulcro! Que sus huesos des-
cansen en Francia, en donde terminó su heroica ca-
rrera. Ningún acero enemigo fue tan lejos como el
suyo, y sírvale de epitafio el sitio en que se le en-
cuentra.
FALSTOLF. (Entregando su espada.) -¡Señor,
soy vuestro prisionero!
CARLOS. (Devolviéndole la espada.) -¡No lo
consiento! La guerra, aunque cruel rinde homenaje a
la piedad, y acompañaréis libremente a su tumba a
vuestro General. Apresuraos, Duchatel... Mi Inés
tiembla... Desvaneced su inquietud por nosotros...
Llevadle la nueva de que vivimos, de que vencimos,
y de que entraremos triunfantes un Reims. (Vase
Duchatel.)
ESCENA VIII
Los mismos y LA HIRE.
DUNOIS. -¿En dónde está Juana, La Hire?
LA HIRE. -¿Cómo? Os pregunto lo mismo. La
dejé peleando a vuestro lado.
DUNOIS. -Creía que la protegía vuestro brazo,
cuando corrí a juntarme con el Rey.
EL DUQUE. -En lo más espeso de los batallo-
nes enemigos vi yo flotar ha poco su bandera blan-
ca.-
DUNOIS. -¡Ay de nosotros! ¿En dónde está?
Nada bueno presumo. ¡Vamos, vamos a libertarla!...
Temo que su valor temerario no la haya llevado
demasiado lejos, que luche sola, cercada de enemi-
gos, y que haya de sucumbir sin socorro contra
tantos combatientes.
CARLOS. -¡Daos prisa a salvarla!
LA HIRE. -Yo os sigo. ¡Venid!
EL DUQUE. -¡Vamos todos! (Vanse precipita-
damente.)
ESCENA IX
La escena representa un paisaje solitario del
campo de batalla. A lejos se divisan las torres de
Reims, iluminadas por el sol.
UN CABALLERO, todo armado de negro, y
con la visera baja. JUANA lo sigue por la parte an-
terior del teatro, en donde él se detiene, y la espera.
JUANA.- ¡Pérfido! Ahora comprendo tu, astucia.
Con tu huida engañosa me has atraído lejos del
campo de batalla, librando a muchos ingleses de su
perdición y de su muerte. Pero la tuya, sin embargo,
está próxima.
EL CABALLERO NEGRO. -¿Por qué me per-
sigues así tan tenazmente? Mi destino no es morir a
tus manos.
JUANA. -Odioso hasta el extremo eres para reí,
como el color de la noche, que llevas. Deseo irresis-
tible de privarte de la luz del día siento en mi inte-
rior. ¿Quién eres? Levanta tu visera... Si yo no
hubiese visto caer en la batalla al valiente Talbot,
diría que tú lo eres.
EL CABALLERO NEGRO. -¿Está muda en ti
la voz del espíritu profético?
JUANA. -He dice, en lo más hondo del pecho,
que mi desdicha ha de ser obra tuya.
EL CABALLERO NEGRO. -¡Juana de Arco!
Has llegado hasta las puertas de Reims en alas de la
victoria. Bástete la gloria ganada. Deja libre a la
fortuna, quo te ha servido como esclava, antes que
te abandone colérica, porque detesta la fidelidad, y
nunca es constante hasta el fin.
JUANA. -¿Te atreves a decir que me detenga en
medio de mi carrera, y renuncie a mi obra? La ter-
minaré, y cumpliré mi voto.
EL CABALLERO NEGRO. -Nada puede resis-
tirte, por la fuerza, y vences siempre en las batallas...
Pero no pelees más. ¡Sigue mi consejo!
JUANA. -Mis manos no soltarán su espada hasta
que sucumba la orgullosa Inglaterra.
EL CABALLERO NEGRO. -¡Mira allí! Ve a
Reims con sus torres, objeto y fin de tu empresa...
Ves brillar la cúpula de su elevada catedral, y en ella
entrarás en triunfo, para coronar a tu Rey y llenar tu
misión.. Pero no entres, vuélvete, ¡Obedéceme!
JUANA. -¿Quién eres tú, ser falso y de lengua
astuta que intentas asustarme y confundirme? ¿Có-
mo te atreves a pronunciar ante mí un oráculo falaz
y traidor? (El Caballero negro hace ademán de reti-
rarse, pero ella lo detiene.) ¡No, o me contestas, o te
mato! (Quiere pelear con él.)
EL CABALLERO NEGRO. (La toca con su
mano, y ella se queda la móvil.) -¡Mata a lo que es
mortal! (Las tinieblas lo invaden todo, relámpagos y
truenos; el Caballero desaparece.)
JUANA. (Al principio sorprendida, y reanimán-
dose enseguida.) -No era un ser vivo... sino imagen
engañosa del infierno un espíritu rebelde escapado
del fuego eterno para perturbar mi corazón. ¿A qué
temeré yo con la espada de Dios? Acabaré triun-
fante mi carrera, y aunque el mismo Averno me ata-
que, ni se debilitará mi valor, ni vacilaré. (Hace
ademán de irse.)
ESCENA X
JUANA y LIONEL.
LIONEL. -¡Mujer maldita, apréstate a la pelea!...
Uno de los dos ha de quedar aquí muerto. Has he-
cho sucumbir a mis más valerosos conciudadanos, y
el noble Talbol ha espirado en mis brazos... O ven-
go a ese bravo, ó comporto su suerte. Y para que
sepas quién te disputa tu gloria, muera o triunfe... yo
soy Lionel, el último de los capitanes de nuestro
ejército, pero cuyo brazo no ha sido vencido. (La
ataca, y a poco ella hace saltar su espada.) ¡Infame
suerte! (Lucha con ella.)
JUANA. (Que coge por detrás su yelmo, y se lo
arranca con violencia, dejando su rostro al descu-
bierto. Al mismo tiempo levanta su espada con la
mano derecha.) -¡Sufre el castigo que buscas! ¡La
Santa Virgen te inmola por mi mano! (Míralo en este
momento se conmueve, queda inmóvil, y deja caer
el brazo lentamente.).
LIONEL. -¿Por qué dudas, y no me matas?
¡Arráncame la vida; llévate esa gloria; estoy a tu
merced, y no quiero perdón! (Ella le hace señal con
la mano de que se aleje.) ¿Huir yo? ¿Deberte la vi-
da?... ¡Antes morir!
JUANA. (Volviendo el rostro.) -¡Sálvate! No
quiero saber que tu vida depende de mi voluntad.
LIONEL. -Te detesto, y a tu generosidad... No
quiero que me perdones... Mata a tu enemigo, que te
aborrece, y que quisiera matarte.
JUANA. -¡Mátame... y huye!
LIONEL. -¡Ah! ¿Qué es esto?
JUANA. (Ocultándose el rostro.) -¡Ay de mí!
LIONEL. (Acercándose a ella.) -Tú matas, según
dicen A lodos los ingleses, a quienes vences pelean-
do... ¿Por qué me perdonas a mí solo?
JUANA. (Que levanta la espada con un movi-
miento rápido; pero, la deja caer al mirarlo.)
-¡Virgen Santa!
LIONEL.-¿Por qué invocas á. la Santa Virgen?
No se cuida de ti, ni el cielo tampoco.
JUANA. –(con la mayor angustia.) -¿Qué he he-
cho? ¿He quebrantado mi voto? (Se retuerce deses-
perada las manos.)
LIONEL. (Contemplándola con Interés, y apro-
ximándose.) -¡Doncella desventurada! Yo te com-
padezco. Tú me conmueves; has sido generosa sólo
conmigo, conozco que mi odio de desvanece, y que
me inspiras interés... ¿Quién eres? ¿De dónde vie-
nes?
JUANA. -¡Vete! ¡Huye!
LIONEL. -Tu juventud y tu belleza me afligen.
Tu mirada me llega hasta el corazón. De buen grado
te salvara... Dime cómo lograrlo. ¡Ven, ven! Renun-
cia a ese deber horrible ¡Arroja lejos de ti esas ar-
mas!
JUANA. -Soy indigna de llevarlas.
LIONEL. -Abandónalas pronto y sígueme.
JUANA. -(Con horror.) -¡Seguirte yo!
LIONEL. -Puedes salvarte. ¡Sígueme! Quiero
salvarte, pero no vaciles.. Siento por ti lástima inde-
cible y deseo vehemente de servirle. (Coge su bra-
zo.)
JUANA.-¡El Bastardo se acerca! ¡Ellos son! ¡Me
buscan! Si te encuentran...
LIONEL. -¡Yo te protejo!
JUANA. -Moriré, si caes en sus manos.
LIONEL.-¿Me amas?
JUANA. -¡Santos del cielo!
LIONEL. -¿Te volveré a ver? ¿Sabré de ti?
JUANA. -¡Nunca! ¡Jamás!
LIONEL. -¡Qué esta espada responda que he de
verte otra vez! (Le arrebata su espada.)
JUANA. -¡Insensato! ¿Cómo te atreves..?
LIONEL. -Cedo ahora a la fuerza; pero te veré
después, (Vase.)
ESCENA XI
JUANA, DUNOIS y LA HIRE
-LA HIRE. -¡Vive! ¡Aquí está!
DUNOIS. -¡Nada temas, Juana! Tus amigos más
poderosos están a tu lado.
LA HIRE. -¿No es Lionel el que huye?
DUNOIS. -¡Déjalo huir! Juana, la buena causa
triunfa. Reims abre sus puertas, y todo el pueblo,
aclamándolo, sale al encuentro del Rey.
LA HIRE. -¿Qué ha sucedido a la Doncella? Pa-
lidece y vacila. (Juana aparece próxima a desmayar-
se.)
DUNOIS. -Está herida... ¡quítala la coraza!... Es
en el brazo, y parece ligera la herida.
LA HIRE. -¡La sangre corre!
JUANA. -¡Dejadla correr con mi vida! (Cae
desmayada en los brazos de La Hire.)

ACTO IV
Salón suntuoso y adornado.
Las columnas están rodeadas de guirnaldas,
Óyense, detrás de la escena flautas y clarinetes.
ESCENA PRIMERA
JUANA.
JUANA. -Descansan las armas, y no se oye ya el
estrépito de la guerra; a las batallas sangrientas su-
ceden el canto y el baile. En todas las calles suenan
músicas alegres, y los altares y las iglesias se osten-
tan engalanados. Verdes ramas adornan las puertas,
y guirnaldas cercan a las columnas. La gran ciudad
de Reims apenas puede hospedará tantos curiosos
como llegan para asistir a las fiestas populares.
Igual y exaltada alegría inunda todos los corazo-
nes, y una misma idea Rota en todos los entendi-
mientos, y quienes ha poco se odiaban mortalmente,
comparten ahora la dicha general. Quien sea fran-
cés, estará hoy más orgulloso de serio, porque se
renueva el brillo de la antigua corona, y porque
Francia rinde homenaje al hijo de sus Reyes.
Yo, sin embargo, que he llevado a cabo esa em-
presa, ni me siento conmovida, ni participo de tan
universal júbilo. Mi corazón está trocado y distraí-
do, y huye de esta fiesta, para volar al campamento
de los ingleses. Mis miradas, vagan por donde están
mis enemigos, y he de evitar este alegre concurso de
gentes, para ocultar la grave culpa que me atormen-
ta.
¿Quién? ¿Yo? ¿Yo llevo en mi pecho puro la
imagen de un hombre? Este corazón, lleno de gloria
celestial, ¿ha de latir a impulsos de un amor terres-
tre? ¿Yo, la salvadora de mi patria, la guerrera de
Dios Omnipotente, abrasarme por un enemigo de
mi patria? ¿Me atrevo a decirlo a la faz del sol, y no
morirme de vergüenza? (La música, detrás de la es-
cena, hace oír una melodía dulce y seductora.) ¡Ay!
¡Ay de mí! ¡Qué sonidos! ¡Cómo me deleitan! ¡Cada
uno de ellos me recuerda su voz como por encanto,
y me retrata su rostro! ¡Que yo no escuchase el fra-
gor de la batalla y el choque de las lanzas, para que
el ardor de la pelea encendiese mi ánimo! De nuevo
me dominaría mi coraje.
Estas voces, estos ruidos embargan mi mente.
Todas mis fuerzas se desvanecen ante lánguidos de-
seos, y se truecan en lágrimas melancólicas. (Con
más animación, después de una pausa) ¿Debía ma-
tarlo? ¿Podía, después de haberlo visto? ¡Matarlo!
Antes me hubiese atravesado yo misma. ¿Y soy cul-
pable, porque soy flaca? La compasión ¿es peca-
do?... ¡Compasión! ¿Oíste su voz, y la de la huma-
nidad, cuando inmolaba a tantos tu espada? ¿Por
qué enmudeciste cuando el mancebo del país de
Gales, tierno joven te pedía suplicante la vida? ¡Co-
razón engañoso! Mientes sin pudor, sin hacer caso
de la eterna, luz, y no es la voz de la piedad la que te
inspira
¿Por qué he mirado yo sus ojos? ¿Por qué he
contemplado las facciones de su noble rostro? ¡Con
esa mirada comenzó tu crimen, desdichada! Dios
exigía que yo fuese un ciego instrumento, y bahía de
serlo con los ojos cerrados. En cuanto los abriste, te
abandonó la protección divina, y te estrecharon las
serpientes del Averno. (Las flautas suenan de nuevo,
y se deja dominar de su tierna melancolía.) ¡Cayado
querido! ¡Oh! ¡Nunca debiera trocarte por la espa-
da! ¡Jamás debla yo haber escuchado las armonías
de la sagrada encina! ¡Ojalá que nunca me hubieras
aparecido, celestial Reina del cielo ¡Toma tu corona,
tómala; yo no puedo merecerla!
¡Ah! Yo he visto el cielo abierto; yo he visto el
rostro de los bienaventurados; y, sin embargo, mi
esperanza es terrenal, y ya no se dirige al cielo!
¡Ojalá que no me confiaras esta misión terrible,
porque yo no podía endurecer mi corazón, cuando
Dios mismo lo hizo sensible!
¡Si quieres manifestar tu poder, elige a quienes,
exentos de pecados, habitan en tu mansión eterna;
envía tus ángeles puros é inmortales, que no sienten
ni lloran! No elijas una flaca doncella, no el alma
frágil de una pastora.
¿Qué me importaba la suerte de las batallas ni las
contiendas de los Reyes? Inocente apacentaba yo
mis corderos en los tranquilos collados de la mon-
taña; pero me arrastraste a los torbellinos de la vida
y a los suntuosos salones de los Príncipes, para ha-
cerme culpable. ¡Ay de mí! Yo no lo hubiera elegi-
do.
ESCENA II
JUANA e INÉS SOREL
INÉS. (Que entra muy conmovida; y al ver a
Juana, corre y la abraza. De pronto se queda pensa-
tiva, la suelta, y se prosterna de rodillas ante ella.)
¡No; no así! ¡Aquí, en el polvo, ante ti!..
JUANA. (Queriendo levantarla.) -¡Levantaos!
¿Cómo, pues... ¿Olvidáis lo que sois, y lo que soy
yo?
lNÉS. –¡Déjame! La vehemencia de mi alegría
me obliga a arrojarme a tus pies... Mi corazón, que
rebosa de gratitud, ha de desahogarse ante Dios, y,
siendo invisible, lo adoro en ti. Tú eres el ángel que
ha llevado a Reims a mi señor, y que le has dado su
corona. Lo que ni en sueños había imaginado, se
realizó ya. La fiesta de la coronación se prepara; el
Rey, revestido de todas sus galas ha reunido los pa-
res y grandes del reino, para que lleven las insignias
reales: el pueblo acude en tropel a la catedral, y sue-
nan los cánticos, y tocan las campanas. ¡Oh! Yo no
puedo sufrir tanta dicha. (Juana la levanta con dul-
zura; Inés se detiene un momento, y examina con
atención a Juana.) Pero tú sigues siempre formal y
grave, y puedes conceder la felicidad, y no compar-
tirla. Tu corazón es frío; tú no participas de nuestros
goces; has contemplado la gloria celestial, y no hay
dicha terrestre que te conmueva. (Juana toma su
mano con emoción, y la abandona enseguida.) ¡Oh!
¡Si tú fueras mujer, y pudieras sentir! Deja esa arma-
dura; ya no hay guerra; confiesa que perteneces a un
sexo más amable. Mi corazón cariñoso se aleja
asustado de ti mientras te asemejas a la austera Pa-
las.
JUANA. -¿Qué exiges de mí?
INÉS. -¡Que te desarmes! ¡Despéjate de esa ar-
madura! El amor teme acercarse a ese pecho, cu-
bierto de hierro. ¡Oh! Sé mujer, y sabrás lo que es
amor.
JUANA. -¡Desarmarme yo ahora! ¡Ahora! ¡A la
muerte ofrecería yo ahora mi pecho en la batalla!
Ahora no... ¡Ojalá que tuviese yo ahora siete arma-
duras para defenderme de vuestras fiestas y de mi
misma!
INÉS. -Te ama el Conde Dunois. Su alma noble,
sólo accesible a la gloria y a las virtudes heroicas,
arde por ti en sagrada llama. ¡Oh! Es grato verse
amada de tan gran héroe... más grato aún el amarlo.
(Juana se vuelve con disgusto.) ¡Tú lo odias!... ¡No,
no; podrás acaso no amarlo... nunca aborrecerlo! Se
odia solamente al que nos arrebata un ser querido;
pero tú no quieres a nadie. Tu corazón está en paz...
si pudiera sentir...
JUANA. -¡Compadecedme! ¡Deplorad mi suerte!
INÉS. -¿Qué puede faltar a tu dicha? Has cum-
plido tu palabra, y Francia está libre; has traído vic-
torioso a tu: Rey hasta la ciudad, en que se coronan
los soberanos franceses, y ganado gloria inmarcesi-
ble. Te acata y vitorea un pueblo feliz; tus alabanzas
salen de todos los labios a porfía; tú eres la reina de
estas fiestas, y el mismo Rey, con su corona, no bri-
lla más que tú.
JUANA. -¡Ojalá que pudiera esconderme en lo
más profundo de la tierra!
INÉS. -¿Qué tienes? ¡Qué emoción tan singular!
¿Quién podrá ver tranquilo este día, si tú has de
bajar tus ojos? ¡Yo he de ruborizarme; yo, tan pe-
queña junto a ti, que no puedo compararme contigo
por tu firmeza heroica, por la elevación innegable!
¿He de confesarte yo misma mi flaqueza?... Ni la
gloria de mi patria, ni el nuevo esplendor del trono,
ni la alegría y las victorias del pueblo preocupan a
mi débil corazón. Una sola idea lo llama por entero;
sólo tiene espacio para ella; el adorado y aclamado
por el pueblo, el bendecido por él, aquel en cuyo
loor derrama flores, es mío, es mi amado.
JUANA. -¡Oh! ¡Tú eres feliz! Yo te declaro bie-
naventurada. Amas a quien todos aman. Te atreves
a abrir tu corazón, a expresar en voz alta tu entu-
siasmo, a manifestarla entre todos. Esta fiesta na-
cional lo es también de tu amor, y todos los pueblos
infinitos, que se oprimen gozosos dentro de estas
murallas comparten tus sentimientos y lo aprueban.
Te vitorean, lo coronan de guirnaldas; tu placer es el
de todos; quieres al que, llena á todos de júbilo, al
sol, y, cuanto ves, brilla con los resplandores de tu
amor.
INÉS. (Abrazándola) -¡Oh! ¡Tú me encantas; tú
me comprendes perfectamente! No yo a ti; tú sabes
lo que es amor, y lo que yo siento lo expresas tú
enérgicamente perfecta. Mi corazón se despoja de
su miedo y de su timidez, y, sale a tu encuentro lleno
de confianza.
JUANA. –(Arrancándose con violencia de sus
brazos.) -¡Dejadme! ¡Alejaos de mi! No os manchéis
con mi contacto. Sed feliz; andad, y yo envolveré en
las más profundas tinieblas m¡ desventura, mi
oprobio y mi horror...
INÉS. -No asustas y no te entiendo. Sin embar-
go, no te he entendido nunca. Tu carácter oscuro y
profundo ha sido siempre un misterio inexplicable
para mí. ¿Quién podría penetrar ahora en tu ino-
cencia, y en los motivos que espantan a tu tierna pu-
reza?
JUANA. –¡Tú eres la inocente; tú la pura! Si vie-
ses mí interior, rechazarías aterrada a esta enemiga.

ESCENA III
Los mismos, y DUNOIS, DUCHATEL y LA
HIRE, con el estandarte de JUANA.
DUNOIS. -¡Te buscan, Juana! Todo está prepa-
rado. El Rey nos envía, porque quiere que tú la pre-
cedas con la bandera sagrada. Irás en el séquito de
los Príncipes, y la más inmediata al monarca, porque
él no niega, y todos lo confiesan, que es sólo tuyo el
honor de tan fausto día.
LA HIRE. -¡Aquí está la bandera! ¡Tómala, no-
ble doncella! Los Príncipes esperan, y el pueblo está
impaciente.
JUANA. -¡Precederlo yo! ¡Llevar yo la bandera!
DUNOIS. –¿Y quién mejor ha de llevarla? ¿Qué
mano hay más pura para sostener tan sagrada insig-
nia? La hiciste flotar en las batallas; llévala ahora
como ornamento en esta solemnidad pacífica. (La
Hire hace ademán de entregársela, y ella retrocede
temblando.)
JUANA. -¡Dejadme, dejadme!
LA HIRE. -¿Qué tienes? ¿Te asustas de tu mis-
ma bandera?.. ¡Mírala! (La desarrolla.) Es la misma
que llevaste victoriosa. La Reina del cielo está repre-
sentada en ella, cerniéndose sobre un globo terres-
tre, como te lo habla prescrito antes.
JUANA. (Mirándola con terror.) -¡Ella es! ¡Así
exactamente se me apareció! ¡Mirad cómo me con-
templa y arruga su ceño, y cuán coléricos se mues-
tran sus ojos!
lNÉS. -¡Oh! ¡Juana está fuera de sí! ¡Vuelve en ti!
¡Serénate! No es real lo que ves. Es una imitación
terrestre de esa imagen pero ella misma está entra
los coros de ángeles.
JUANA. -¿Vienes, Virgen temible, a castigará tu
criatura? ¡Castígame, aniquílame; toma tu rayo, y ha-
zlo caer sobre mi cabeza culpable! ¡He faltado a mi
voto, la he profanado, he sido perjura a tu santo
nombre!
DUNOIS. -¡Ah de nosotros! ¿Qué es esto? ¡Qué
funestas palabras!
LA
HIRE.
(Admirado,
a
Duchatel.)
-¿Comprendéis tan extraña emoción?
DUCHATEL. -Ya lo veo, y ha largo tiempo que
lo temía.
DUNOIS. -¿Cómo? ¿Qué decís?
DUCHATEL. -No me atreva a expresar lo que
pienso. ¡Ojalá que esto hubiera ya sucedido, y que el
Rey estuviera coronado!
LA HIRE. -¿Qué decís? ¿Acaso el horror, que
inspira esta bandera, cae de rechazo sobre ella? Los
ingleses tiemblan ante este signo y todos los enemi-
gos dé Francia, y, sin embargo, infunde valor a los
fieles ciudadanos franceses.
JUANA. -Sí; tienes razón. Es grato a los amigos
y siembra el espanto en los enemigos. (Se oye la
marcha de la coronación.)
DUNOIS. -¡Toma, pues, la bandera! ¡Tómala!
Comienza la procesión, y no hay que perder un
momento. (Presentan a Juana la bandera; ella la
rehúsa; pero la lleva el fin, y los demás la siguen.)
ESCENA IV
La escena representa una plaza grande delante de
la catedral. Los espectadores llenan el fondo del
teatro, y entre ellos aparecen BERTRAND,
CLAUDIO MARÍA y ESTEBAN, y detrás
MARGARTA y LUISA. A lo lejos se oye la marcha
de la coronación.
BERTRAND. -¡Oíd la música! ¡Son ellos! ¡Ya se
acerca! ¿Qué será lo mejor? ¿Subimos a la platafor-
ma, o penetramos entre la muchedumbre, para no
perder nada del espectáculo?
ESTEBAN. -No se puede pasar. Las calles están
llenas de gente, de caballos y de coches. Acerqué-
monos a esas casas, y desde ellas lo veremos todo
cuando pasen.
CLAUDIO MARIA. -¿Es posible que se haya
reunido aquí la mitad de Francia? Tanta es la concu-
rrencia, que hasta nosotros hemos dejado el remoto
país de la Lorena por presenciar esta fiesta.
BERTRAND. -¿Quién podrá quedarse tranquilo
en un rincón, cuando tan portentosos sucesos ocu-
rren en nuestro país? Bastante sangre y bastantes
sudores ha costado coronar al Rey legítimo. Me-
nester es que nuestro Monarca verdadero, a quien
damos ahora la corona, acompañamiento que el
otro de París, coronado en San Dionisio. No es
buen francés el que huya de aquí, y no grite: ¡Viva el
Rey!
ESCENA V
Los mismos, y MARGARITA Y LUISA que lle-
gan.
LUISA. –¡Vamos a ver a nuestra hermana, Mar-
garita! ¡El corazón me late sobremanera!
MARGARITA. –La veremos en toda su gloria y
en todo su esplendor, y diremos: ¡Es nuestra her-
mana!
LUISA. -Hasta que no la vea, no puedo creer que
esa mujer poderosa, que se llama la Doncella de
Orleáns, sea nuestra hermana Juana, que perdimos.
(La procesión se acerca.)
MARGARITA. -¿Dudas todavía? ¡La verás aho-
ra!
BERTRAND. –¡Atención, que ya llegan!
ESCENA V
Flautas y clarinetes suenan a la cabeza de la pro-
cesión; siguen niños, vestidos de blanco, con ramos
en la mano. Detrás de éstos dos heraldos, y luego
alabarderos, y magistrados con togas. Después, dos
mariscales con su bastón, el Duque de Borgoña tra-
yendo la espada, Dunois el cetro, y algunos grandes
con la corona, el globo y la mano de la justicia, y
otros con ofrendas. A continuación caballeros de
distintas órdenes, niños con incensarios, dos Obis-
pos con el santo óleo, y el Arzobispo, con su cruci-
fijo, y junto a él Juana, con la bandera, llevando los
ojos bajos, con paso vacilante. Sus hermanas, al
Yerta, manifiestan su sorpresa y su alegría. Detrás
de ella viene el Rey bajo un solio, sostenido por
cuatro Barones, y acompañado de palaciegos. Sol-
dados cierran la procesión. Cuando el Rey entra en
la iglesia, calla la música.
ESCENA VII
LUISA, MARGARITA, CLAUDIO MARIA,
ESTEBAN y BERTRAND.
MARGARITA. -¿has visto a nuestra hermana?
CLAUDIO MARÍA. -¿La que llevaba una arma-
dura de oro, y una bandera delante del Rey?
MARGARITA. -¡Era ella! ¡Era Juana, nuestra
hermana!
LUISA. -¡Y no nos ha conocido! ¡No imaginaba
que estaba tan cerca de nosotras! Miraba al suelo, y
parecía pálida, como si temblara bajo su bandera...
Yo no me he alegrado de verla.
MARGARITA. -Así, yo he visto a nuestra her-
mana, rodeada de pompa y de grandezas... ¿Quién,
ni aun en sueño, hubiera pensado, cuando apacen-
taba en las montañas sus rebaños, que la habíamos
de contemplar de esta manera tan brillante?
LUISA. -Se ha cumplido el sueño de nuestro pa-
dre, de que nos prosternaríamos en Reims ante
nuestra hermana. Esa es la iglesia, que vio también,
y todo se ha realizado hasta ahora. Pero a mi padre
se presentaron, además, otras tristes apariciones.
¡Ah! ¡Siento haber sido testigo de las grandezas de
Juana!
BERTRAND. –¿Qué hacemos aquí ociosos?
Vamos a la iglesia a asistir a la sagrada ceremonia.
MARGARITA. ¡Sí, vamos! Quizá encontrare-
mos allí de nuevo a nuestra hermana.
LUISA. –Ya la hemos visto. Regresemos, Pues, a
nuestra aldea.
MARGARITA. -¡Cómo! ¿Antes de saludarla y
hablarla?
LUISA. -Nada tiene ya que ver con nosotras;
sólo se trata con Príncipes Y reyes... ¿Quiénes so-
mos nosotras para que por vanidad tomemos parte
también, en su gloria?
Una extraña era para nosotras cuando vivíamos
juntas.
MARGARITA. --¿Se avergonzará de nosotras, y
nos despreciará?
BERTRAND. -El mismo Rey nos ha atendido,
porque saludaba con afabilidad hasta a los más po-
bres. Por grande que sea ahora su orgullo, el Rey es
más que ella. (Las trompetas y los timbales resuenan
en la iglesia.)
CLAUDIO MARÍA. -¡Vamos a la iglesia! (Co-
rren hacia el fondo y desaparecen entre la gente.)
ESCENA VIII
THIBAUT, vestido de negro: detrás
RAIMUNDO, quiere detenerlo.
RAIMUNDO. -¡Estaos quieto, tío Thibaut!
¡ Alejaos de este bullicio! No veis aquí sino gente
alegre y vuestra tristeza la ofende. Venid; abando-
nemos cuanto antes esta ciudad.
THIBAUT. -¿Has visto a mi desdichada hija?
¿La has observado atentamente?
RAIMUNDO -¡Huyamos, por Dios!
THIBAUT. -¿Notaste cómo vacilaban sus pa-
sos? ¿cuán pálida, cuán demudada parecía? Conoce
su situación la infeliz hija mía. Este es el momento
de salvarla, y no quiero, desaprovecharlo. (Intenta
irse.)
RAIMUNDO. –¡Quedaos! ¿Que os proponéis
hacer?
THIBAUT. -Sorprenderla, precipitarla desde la
cúspide de su loca fortuna; sí, ó la fuerza quiero que
vuelva a su Dios, de quien ha renegado.
RAIMUNDO. -¡Ah! ¡Pensadlo bien! Podría su-
ceder que perdieseis.
THIBAUT. -Viva su alma, aunque perezca su
cuerpo. (Juana sale sin la bandera de la iglesia. El
pueblo se atropella por adorarla y besar sus vesti-
dos, y se queda en el fondo del teatro detenida por
la muchedumbre.) ¡Ella viene! ¡Ella es! Sale pálida
de la iglesia. Su inquietud la rechaza de ese lugar sa-
grado. ¡Ya la justicia divina que se manifiesta!
RAIMUNDO. -¡Adiós! No exigid ya que os
acompañe. Vengo lleno de esperanza, y me voy pre-
sa del más vivo dolor. He visto de nuevo a vuestra
hija, y comprendo que la he de perder de nuevo.
(Vase y Thibaut, también, en dirección opuesta.)
ESCENA IX
JUANA, el PUEBLO, y después SUS
HERMANAS.
JUANA. (Que se separa del pueblo y se adelan-
ta.) -¡No puedo quedarme aquí!.. Persíguenme fan-
tasmas; los sonidos del órgano son truenos para mí;
las bóvedas de la catedral que se desploman sobre
mi cabeza. Ansío respirar libremente. He dejado la
bandera en el santuario. No ¡jamás, jamás la tocaré!
Se me ha figurado que he visto pasar ante mí, como
en un sueño, a mis dos queridas hermanas Luisa y
Margarita... ¡Ay de mí! Era sólo una aparición enga-
ñosa. ¡Lejos están ellas, lejos é inaccesibles para mí,
como la dicha de mi infancia y mi inocencia!
MARGARITA. (Adelantándose.) -¡Ella es! ¡Es
Juana!
LUISA. (Corriendo a su encuentro) –¡Oh her-
mana mía!
JUANA. -¿No era, pues, ilusión?... ¿Sois voso-
tras... Yo os abrazo; a ti, Luisa mía; a ti, mi Margari-
ta! ¡Aquí, en este lugar extraño, en este vasto
desierto lleno de almas, abrazo yo a mis hermanas
tan adoradas!
MARGARITA. -Nos conoce; es, todavía nuestra
buena hermana.
JUANA. -Y vuestro afecto ¿os ha traído tan le-
jos, tan lejos, hasta mí? ¿No miráis mal á. vuestra
hermana, que os abandonó con tanta frialdad, sin
deciros adiós?
LUISA. –Las órdenes misteriosas de Dios te lo
ordenaban.
MARGARITA. -Tu fama, que pregona el mundo
entero, que publican todas las voces, ha llegado
hasta nuestra tranquila aldea, y nos ha guiado hasta
fiesta tan solemne. Hemos venido a contemplar tu
gloria, y no estamos solas.
JUANA. (Con prontitud) -¿No está mi padre con
vosotras? ¿En dónde en dónde está? ¿Por qué me
lo ocultáis?
MARGARITA. -Nuestro padre no nos acompa-
ña.
JUANA. -¿No? ¿No quiere ver a su hija? ¿No
me traéis su bendición?
LUISA. -No sabe que estarnos aquí.
JUANA. -¿No lo sabe? ¿Por qué no?... ¿Os tur-
báis? ¿Calláis, y miráis al suelo? Decid, ¿en dónde
está mi padre?
MARGARITA. -Desde que tú desapareciste...
LUISA. (Haciéndole una señal.) -¡Margarita!
MARGARITA. -Se puso triste...
JUANA. -¿Triste?
LUISA. -¡Consuélate! ¡Tú sabes cuán sensible es!
Volverá a su anterior estado, y se considerará satis-
fecho cuando le digamos que tú eres feliz.
MARGARITA. - Pero ¿lo eres? Sí; debes serlo,
ya que se ves tan grande y tan honrada.
JUANA. -Sí; lo soy, puesto que os veo, que oigo
vuestra voz, el acento querido, que me recuerda los
campos natales. Cuando apacentaba el ganado en las
colinas, era yo feliz, como si existiera en el paraíso...
¡No puedo la ser lo que era, no puedo! (Oculta su
rostro en el pecho de Luisa. Claudio María, Esteban
y Bertrand se presentan, y se quedan en el fondo.)
MARGARITA. -¡Venid, Esteban, Bertrand,
Claudio María! Mi hermana no es orgullosa; habla
con tanta dulzura, y tan amigablemente, como si na-
da hubiese hecho, como si todavía viviese con no-
sotros en la aldea. (Acércanse aquellos y le
presentan la mano Juana los mira fijamente, y mani-
fiesta gran sorpresa.)
JUANA. -¿Eh dónde estaba yo? Decidme, ¿ha
sido todo, esto sólo un sueño, y despierto ahora?
¿Me encuentro ahora lejos de Donremy? ¿No es
verdad? ¿Me había dormido bajo el árbol encanta-
do, y he despertado, y estáis todos a mi rededor, to-
dos esos a quienes tan bien conocía, y que me eran
tan familiares? He soñado con reyes, batallas y ha-
zañas guerreras... Eran sólo sombras, que han pasa-
do ante mí, porque se sueña debajo de ese árbol.
¿Cómo habéis venido vosotros a Reims? ¿Cómo
estoy yo aquí? ¡Nunca, nunca he abandonado yo a
Donremy! DecidIo, y regocijaréis así mi corazón.
LUISA. -Estamos en Reims. Tú no has soñado
todo eso, lo has hecho realmente... ¡Vuelve en tu
acuerdo, mira cuanto te rodea! ¡PaIpa tu armadura
de oro! (Juana lleva la mano a su pecho, reflexiona, y
se espanta.)
BERTRAND. -De mi mano recibiste ese casco.
CLAUDIO MARÍA. -No es extraño que creas
soñar, porque la que has intentado, lo que has he-
cho, apenas se puede imaginar.
JUANA. (Con prontitud.) -¡venid y huyamos! Me
voy con vosotras. ¡Vuelvo a nuestra aldea, a la casa
de mi padre!
LUISA. -¡Oh! ¡Ven, ven con nosotras!
JUANA. -Todos estos hombres me glorifican
más de lo que merezco. Me habéis visto niña, pe-
queña y débil. Me amáis, pero no me adoráis.
MARGARITA. -¿Renunciarás a toda esta pom-
pa?
JUANA. -Lejos de mí esas galas odiosas, que me
separan de vosotras. Quiero ser otra vez pastora.
Os serviré como vuestra humilde criada, y expiaré,
haciendo la más rigorosa penitencia, mi vana eleva-
ción sobre vosotras. (Suenan las trompetas.)
ESCENA X
EL REY, que sale de la iglesia, con sus insignias
reales; INÉS SOREL, el ARZOBISPO, el DUQUE
DE BORGOÑA, DUNOIS, LA HIRE,
DUCHATEL, CABALLEROS y CORTESANOS
Y PUEBLO.
EL PUEBLO. (Gritando varias veces, mientras
pasa el Rey.) –¡Viva el Rey! ¡Viva Carlos VII (Las
trompetas se callan; a una señal del Rey, los heral-
dos, levantando sus bastones, imponen silencio.)
EL REY. -¡Pueblo mío bondadoso! Te doy las
gracias por tu amor. La corona, que Dios ha puesto
en mi cabeza, ha sido ganada y conquistada con las
armas, derramándose noble sangre de ciudadanos,
aunque habrán, también de adornarla ramas de oli-
va. Doy también las gracias a todos los que han pe-
leado por mí, y perdono a cuantos me han resistido,
porque Dios, me ha dispensado su gracia, y la cle-
mencia ha de ser también el Principio de un reina-
do.
EL PUEBLO. -¡Viva el Rey! ¡Viva Carlos VII!
EL REY. -Sólo de Dios, el Soberano de los So-
beranos, es de quien recibimos la corona real de
Francia. Pero yo la he recibido de su mano de ma-
nera más sensible (Volviéndose hacia la Doncella.)
He aquí la enviada por Dios, que os ha dado vues-
tro Monarca legítimo, rompiendo el yugo de la tira-
nía extranjera. Su nombre debe ser igual al de Sarí
Dionisio, patrono de este Reino, y en su loor deben
también alzarse altares.
EL PUEBLO. -¡Viva, viva la Doncella, nuestra
salvadora! (Suenan las trompetas.)
EL REY. (A Juana.) -Si tú eres, como nosotros,
de la raza humana, di cual es la recompensa que
puede regocijarte; pero si el cielo es tu patria, si tú,
en tu cuerpo juvenil, encierras un alma celestial,
arranca la venda, que cubra nuestros ojos, y déjate
ver en tu forma gloriosa, como eres en el ciclo, para
que te adoremos en el polvo. (Silencio general; to-
dos miran a la Doncella.)
JUANA. (Gritando de repente.) -¡Dios mío! ¡Mi
padre!
ESCENA XI
Los mismos, y THIBAUT, que sale de entre la
muchedumbre, y se coloca delante de JUANA.
MUCHAS VOCES. -¡Su padre!
THIBAUT. -Sí, su padre, digno de lástima, el que
engendró a esa desventurada, el mismo, a quien im-
pulsa la justicia de Dios, para que acuse a su propia
hija.
EL DUQUE. –¡Hola! ¿Que es esto?
DUCHATEL. -¡Terrible luz ya a iluminarnos
ahora!
THIBAUT. (AL Rey.) -¿Crees tú que te ha salva-
do la mano de Dios? ¡Príncipe engañado! ¡Te ha
salvado el artificio del demonio! (Todos se apartan
con horror.)
DUNOIS.- ¿Está loco ese hombre?
THIBAUT. -Yo no, y tú sí, y cuantos me rodean,
y este sabio Arzobispo, porque creen que el Señor
del cielo se ha mostrado en la persona de una don-
cella despreciable. Veamos si también delante de su
padre se atreve á sostener sus arteros engaños, los
mismos con que ha seducido al pueblo y al Rey.
Respóndeme en nombre de lama Trinidad. ¿Eres
santa, y eres pura? (Silencio general; todos la miran;
ella se queda inmóvil.)
INÉS. -¡Dios mío! ¡Enmudece!
THIBAUT. -Oblígala a callar ese nombre temi-
ble, cuyo poder alcanza hasta las profundidades del
Averno... ¡Ella una santa, enviada por Dios!... Esa
idea lo ha sido sugerida en un lugar maldito, bajo el
árbol mágico, en donde desde tiempo inmemorial,
se reúnen para celebrar sus conciliábulos los malos
espíritus... Allí vendió su alma inmortal al enemigo
del género humano, para conquistar una gloria efí-
mera mundana. Descubridle el brazo, y veréis en él
la señal, que ha puesto el diablo.
EL DUQUE. -¡Esto es horrible!.. Sin embargo,
es menester dar crédito a su padre, acusando a su
propia hija.
DUNOIS. -No; no hay que fiarse de un loco, que
se deshonra deshonrando a su hija.
INÉS. (Á Juana.) -¡Oh! ¡Habla! ¡Rompe ese
malhadado silencio! ¡Nosotros te creemos! ¡Tene-
mos en ti confianza! Una palabra tuya, una sola pa-
labra de tus labios nos satisface... ¡Pero, habla!
Desmiente esa espantosa acusación... ¡Declara que
eres inocente, y todos te creemos! (Juana continúa
inmóvil; Inés se aleja de ella asustada.)
LA HIRE. -¡Está espantada! La sorpresa y el ho-
rror cierran sus labios... Ante una acusación tan gra-
ve tiembla hasta el más inocente. (Acércase a ella.)
¡Reanímate, Juana! ¡Cobra bríos! La inocencia tiene
una mirada victoriosa, una lengua, siempre triun-
fante, que anonada en un momento a la calumnia.
Manifiesta una noble ira, levanta los ojos, avergüen-
za y castiga a quienes dudan de ti, a quienes menos-
precian indignamente tu santa virtud. (Juana
continúa inmóvil. La Hire retrocede con horror, y el
movimiento general se aumenta.)
DUNOIS. -¿Por qué tiembla el pueblo? ¿Por qué
los Príncipes? Es inocente... ¡Yo respondo de ella,
yo mismo, por mi honor también de Príncipe! Aquí
está mi guante. ¿Quién se atreve a llamarla culpable?
(Suena un trueno fuerte, y todos los presentes se
aterran.)
THIBAUT. -¡Respondo en nombre de Dios, cu-
yo trueno retumba allá arriba! ¡Di que eres inocente!
¡Niega que el diablo es dueño de tu alma, y convén-
ceme de embustero! (Suena otro trueno más fuerte, y
el pueblo huye en todas direcciones.)
EL DUQUE. -¡El Señor nos ampare! ¡Qué se-
ñales tan temerosas!
DUCHATEL. (Al Rey) -¡Venid, venid, Rey mío!
¡Huyamos da aquí!
EL ARZOBISPO. (A Juana) -En nombre de
Dios te digo: ¿Callas porque eres culpable o ino-
cente? Si el trueno testifica en tu favor, toma esta
cruz, y pruébalo. (Juana permanece inmóvil. Nuevos
y mayores truenos. Inés, el Arzobispo, el Duque, La
Hire y Duchatel se van)
ESCENA XII
DUNOIS y JUANA.
DUROIS. -Tú eres mi esposa. Yo te he creído
desde el instante en que te vi, y lo mismo pienso
ahora. Te doy más fe que a todas estas señales, y
más que al trueno, que suena en lo alto. Callas no-
blemente indignada, y a menos tienes, bajo el escu-
do de tu santa inocencia, rechazar ésas injuriosas
sospechas... Desprécialas, pero confía en mí, porque
nunca he dudado de tu candor. Nada me digas; da-
me sólo tu mano, en prenda y signo de que fías a mi
brazo la defensa de tu buena causa. (Le presenta se
vuelve, y él se queda estupefacto.)
ESCENA XIII
JUANA; DUCHATEL; DUNOIS; por último,
RAIMUNDO
DUCHATEL. (Volviendo) -¡Juana de Arco! El
Rey os permite que abandonéis libremente esta ciu-
dad. Las puertas están abiertas para vos. No temáis
ofensa alguna. Os protege su poder... Seguidme,
Conde Dunois... no os honráis continuando más
tiempo aquí... ¡Qué desenlace! (Vase. Dunois sale de
su éxtasis, mira otra vez a Juana, y se va. Juana per-
manece sola un momento. Al fin aparece Raimundo;
se detiene algunos instantes, a lo lejos, y la contem-
pla afligido breve rato y en silencio. Después se
acerca a ella, y le coge una mano.)
RAIMUNDO. -Aprovecha la ocasión. ¡Ven, ven!
Las calles están desiertas. Dame la mano. Yo te
guiaré. (Al verlo, manifiesta por primera vez sensi-
bilidad. Lo mira, y luego al cielo. Estrecha su mano
con efusión, y sale.)

ACTO V
El teatro representa un bosque. En lontananza,
chozas de carboneros. Está muy oscuro, con relám-
pagos y truenos, y oyéndose, por intervalos descar-
gas de artillería.
ESCENA PRIMERA.
UN CARBONERO, y su MUJER
EL CARBONERO. -La tempestad es horrorosa.
El cielo amenaza desgajarse en torrentes de fuego, y
en medio del día, reinan las tinieblas como a la me-
dia noche. Cual infierno desencadenado muge la
borrasca; tiembla la tierra y las seculares encinas en-
corvan, quejándose, sus copas. Y esta guerra terrible
en lo alto, que hasta acobarda a las fieras, y las obli-
ga a refugiarse en las cavernas, no trae la paz a los
hombres... A pesar del fragor de los truenos y del
huracán, se oyen las descargas de la artillería; tan
próximos están los dos ejércitos, que sólo el bosque
los separa, y a cada instante puede empezar horren-
da y sangrienta batalla.
LA MUJER. –¡Dios nos ampare! Los enemigos
estaban derrotados y dispersos. ¿Cómo, pues, nos
atormentan ahora de nuevo?
EL CARBONERO. -Porque no temen ya al Rey,
en cuanto se supo en Reims que la Doncella era una
hechicera; y desde que el diablo no nos ayuda, todo
se ha trastornado.
LA MUJER. -¡Calla! ¿Quién se acerca?
ESCENA II
Los mismos, y RAIMUNDO y JUANA.
RAIMUNDO. -Aquí veo una cabaña. Ven y en-
contraremos un abrigo contra la furiosa borrasca.
No podrás resistir más tiempo, al cabo de tres días
de vagar incesante, huyendo de todos, y sin otro
alimento que raíces silvestres. (Cálmase la tempes-
tad, y el día se aclara.) Son carboneros compasivos.
¡Entrad!
EL CARBONERO. -Necesitáis descansar, según
parece. ¡Venid! Vuestro es cuanto se cobija bajo ella
pobre choza.
LA MUJER. -¿Una tierna doncella armada? ¡Ya
se ve! Malos tiempos son estos, cuando hasta las
mujeres han de revestir la coraza. La misma Reina
Isabel según cuentan, está armada a la vista de todos
en el campamento enemigo y una doncella, criada
de un pastor, ha peleado por nuestro señor el Rey.
EL CARBONERO. -¿Qué dices? Entrad en la
choza, y ofreced a esa, joven una copa para que se
reanime. (La mujer va hacia la choza.)
RAIMUNDO. (A Juana.) -Ya veis que no todos
los hombres son perversos. También en estas sole-
dades hay buenos corazones. ¡Serenaos! La tem-
pestad se ha aplacado, y el sol brilla de nuevo, y nos
consuela.
EL CARBONERO. -Paréceme que os dirigís al
ejército de nuestro Soberano, puesto que camináis
armados... ¡Mirad delante de vosotros! Los ingleses
están acampados cerca, y sus escuadrones recorren
estos montes.
RAIMUNDO. -¡Ay de nosotros! ¿Cómo podre-
mos escaparnos?
EL CARBONERO. -Quedaos aquí, hasta que mi
hijo venga de la ciudad. Os guiará por sendas poco
frecuentadas, y nada tendréis que temer. Conocemos
todos los rodeos.
RAIMUNDO. (A Juana.) -Despojaos del yelmo y
de la armadura. Os delata, y no os protege. (Juana
sacude la cabeza.)
EL CARBONERO. -Esta joven parece muy afli-
gida... ¡Silencio! ¿Quién viene?
ESCENA III
Los mismos; la MUJER del Carbonero, que sale
de la choza trayendo una copa, y el HIJO del Car-
bonero.
LA MUJER. -Es el niño, cuya vuelta esperába-
mos. (A Juana.) ¡Bebed, noble joven! ¡Que Dios os
bendiga!
EL CARBONERO. (A su hijo.) -¿Llegaste ya,
Anet? ¿Qué traes?
EL HIJO. (Que mira a Juana mientras bebe, la
conoce, y le quita la copa.) ¡Madre, madre! ¿Qué ha-
céis? ¿A quién hospedáis? ¡Es la hechicera de Or-
leáns!
EL CARBONERO Y SU MUJER. -¡Que Dios
nos ampare! (Se persignan, y huyen.)
ESCENA IV
RAIMUNDO y JUANA.
JUANA. (Serena, y con dulzura.) -Ya ves; me
persigue la maldición, y todos huyen de mí. Piensa
en salvarte, y abandóname.
RAIMUNDO. –¡Yo abandonarte! ¿Ahora? ¿Y
quién te acompañará?
JUANA. -No me falta compañía. Has oído al
trueno retumbar sobre mi cabeza. Mi destino es mi
guía. No te inquietes; llegaré a mi fin sin buscarlo.
RAIMUNDO. -¿Adónde quieres ir? Aquí están
los ingleses, que han jurado tomar de ti horrible y
sangrienta venganza... allí los nuestros, que te han
rechazado y desterrado...
JUANA. -No me sucederá sino lo que me haya
de suceder por necesidad.
RAIMUNDO. -¿Quién te alimentará? ¿Quién te
protegerá contra las fieras, y quién contra los hom-
bres, más temibles todavía? ¿Quién te asistirá, si en-
fermas y te ves reducida á la miseria?
JUANA. -Conozco todas las hierbas, todas las
raíces. Mis ovejas me enseñaron a distinguir las sa-
ludables de las ponzoñosas... Comprendo el curso
de los astros y de las nubes, y oigo correr las fuentes
ocultas. El hombre necesita poco, y la naturaleza lo
da mucho, porque u muy rica.
RAIMUNDO. (Tomándole la mano) -¿No quie-
res volver a tu hogar? ¿Ni reconciliarte con Dios?...
¿Ni ingresar de nuevo, arrepentida, en el seno de la
Iglesia?
JUANA. ¿Pero tú me crees también culpable?
RAIMUNDO. -¿Cómo no? Tu tácita confesión...
JUANA. -Tú, que me has acompañado en mi
desgracia, el único ser, que me ha guardado fideli-
dad y encadena su suerte a la mía, cuando todos me
rechazan, ¿me miras como a una mujer reprobada,
que reniega de su Dios?.. (Raimundo se calla.) ¡Oh!
¡Esto es duro en verdad!
RAIMUNDO. -¿No eres, pues, hechicera?
JUANA. -¡Yo hechicera!
RAIMUNDO. -¿Entonces, sólo con la ayuda de
Dios y de sus santos has hecho tales milagros?
JUANA. --¿Cómo podría ser de otro modo?
RAIMUNDO. -¿Y te callaste, oyendo tan tre-
menda acusación... ¿Hablas ahora, y cuando debías
hablar ante el Rey, enmudeciste?
JUANA. -Me sometí en silencio al amargo tran-
ce, a que me sujetaba Dios, mi Señor.
RAIMUNDO. -¿No contestar siquiera a tu pa-
dre?
JUANA. -La prueba venía de Dios, porque venía
de mi padre.
RAIMUNDO. –¡Hasta el Cielo testificó contra
ti!
JUANA. -Porque habló el cielo, callé yo.
RAIMUNDO. -¡Cómo! ¿Podías disculparte con
una palabra, y dejaste a todos en tan desventurado
error?
JUANA. -No era un error, sino un decreto del
cielo.
RAIMUNDO. -¿Toleraste inocente tal oprobio,
y ni una queja articularon tus labios?... Te admiro, y
me siento conmovido hasta lo más hondo de mi co-
razón. De buen arado, Lo creo, porque me afligía
considerarte culpable. Sin embargo, yo no podía ni
aun soñar que ningún ser humano sufriese en silen-
cio tan monstruosa afrenta.
JUANA. -¿Merecía ser yo la enviada de Dios, sí
no acataba ciegamente su voluntad? No soy tan mi-
serable como te imaginas. Me aqueja la necesidad,
pero, para mi situación, no es ninguna desdicha. Me
veo desterrada y fugitiva, pero en mi soledad he
aprendido a conocerme. Cuando me rodeaba el es-
plendor de la gloria, había lucha en mi pecho, y era
la más miserable, cuando más me envidiaba el mun-
do... Ahora estoy curada, y esta tempestad de la na-
turaleza, que amenazaba tragarse la tierra, me ha
favorecido, purificando la atmósfera, y a mi tam-
bién... La paz reina en mi alma... Suceda lo que quie-
ra, nada me inspira temor.
RAIMUNDO. -¡Oh! ¡Ven, ven! Apresurémonos
a proclamar en voz alta tu inocencia, para que todos
la conozcan.
JUANA. -Quien ha consentido este yerro, sabrá
deshacerlo. Los frutos del destino caen por su pro-
pio peso, cuando están maduros. Llegará el día, en
que se demuestre mi inocencia. Quienes ahora me
rechazan y condenar, comprenderán cuánta ha sido
su insensatez, y llorarán mi suerte.
RAIMUNDO. -Menester era que yo callase,
hasta que...
JUANA. (Tomando su mano con dulzura.) -Tú
no ves sino el aspecto natural de las cosas, porque
venda mundana cubre tus ojos. Los míos han con-
templado cosas inmortales... Sin la voluntad de Dios
no se cae un solo cabello de la cabeza de los hom-
bres... ¿Ves cómo el sol desciende allí en el hori-
zonte? Del mismo modo que mañana brillará de
nuevo en todo su esplendor, así vendrá también el
día dela verdad.

ESCENA V
Los mismos, y la REINA ISABEL con
SOLDADOS que aparecen por el fondo.
LA REINA. (Detrás de la escena.) -Este es el
camino del campamento inglés.
RAIMUNDO. -¡Ay de nosotros! ¡El enemigo!
(Entran soldados, que, al ver á Juana, retroceden
asustados.)
LA REINA. -Veamos, ¿por qué retrocedéis?
Los SOLDADOS. -¡Dios nos socorra!
LA REINA. –¿Os espanta algún espectro? ¿Sois
soldados o mujercillas?... ¿Cómo? (Penetra entre
ellos y retrocede también al ver a Juana.) ¿Qué veo?
¡Ahí (Se repone en seguida, y sale a su encuentro.)
¡Entrégate! ¡Eres mi prisionera!
JUANA. -¡Lo soy! (Raimundo huye desesperado)
LA REINA. (A los soldados.) -¡Encadenadla!
(Los soldados se aproximan con timidez a la Don-
cella. Esta presenta sus brazos, y la sujetan.) He aquí
a la poderosa, a la temida, la que os aterraba como sí
fueseis corderos, y ahora no puede defenderse a sí
misma. Si hacía milagros, era por vuestra credulidad,
y se convierte en mujer, en cuanto encuentra un al-
ma varonil. (A la Doncella.) ¿Por qué abandonas tu
ejército? ¿En dónde está el Conde Dunois, tu caba-
llero y protector?
JUANA. -Me han desterrado.
LA REINA. (Retrocediendo admirada.) -¿Cómo?
¿Qué dices? ¿Te han desterrado? ¿Desterrada por el
Delfín?
JUANA. -No preguntéis más. Soy vuestra prisio-
nera. Pronunciad mi sentencia.
LA REINA. -¿Desterrada cuando lo has sacado
del abismo, cuando le das la corona en Reims, y lo
has hecho Rey de Francia? ¡Desterrada! Conozco en
esto a mi hijo... Llevadla al campamento. Mostrad a
les tropas la fantasma, ante la cual temblaba. ¿Es
acaso hechicera? Todos sus hechizos son el efecto
de vuestra insensatez y de vuestra cobardía. Es una
loca, que se sacrifica por su Soberano, y que ahora
recibe el premio merecido de ese mismo Soberano...
Llevadla a Lionel... Le envío atada la fortuna de los
franceses. Yo la seguiré al punto.
JUANA. -¿A Lionel? Matadme aquí antes.
LA REINA. (A los soldados.) ¡Obedecedme!
Lleváosla (vase.)

ESCENA VI
JUANA Y LOS SOLDADOS
JUANA. (A los soldados.) -No consintáis, oh in-
gleses, que yo salga viva de vuestras manos. ¡Ven-
gaos! Desenvainad vuestras espadas, y atravesadme
el corazón. Llevadme ya muerta a vuestro General.
Recordad que soy quien ha hecho sucumbir a vues-
tros más valerosos adalides, que nunca os mostró
compasión, que ha derramado torrentes de sangre
inglesa, y privado a vuestros héroes más distingui-
dos del placer de regresará su patria. ¡Tomad san-
grienta venganza! ¡Matadme! Vuestra soy ahora. No,
siempre me encontraréis tan débil...
EL CAPITÁN DE LOS SOLDADOS. -Haced
lo que la Reina os manda.
JUANA. -¿He de ser aún más desdichada de lo
que ya ha sido? ¡Virgen temible! ¡Cuán pesada es tu
mano! ¿Me retiraste por completo tu protección? Ni
Dios ni ángel alguno se me aparece, cesan los mila-
gros, y el cielo se ha cerrado para mí. (Sigue a los
soldados.)

ESCENA VII
El campamento francés.
DUNOIS, entre EL ARZOBISPO y
DUCHATEL.
EL ARZOBISPO. -Refrenad, oh Príncipe, vues-
tra negra melancolía. ¡Venid con nosotros! Volved a
vuestro Rey. No abandonéis la causa común en este
momento, porque vencidos de nuevo, necesitamos
del auxilio de vuestro brazo.
DUNOIS. -¿Por qué somos vencidos? ¿Por qué
cobra ánimo el enemigo? Todo estaba hecho; Fran-
cia victoriosa y la guerra terminada. Habéis deste-
rrado a vuestra salvadora. ¡Salvaos ahora vosotros!
Yo no veré más el campamento, si Juana no está en
él.
DUCHATEL. -¡Tomad mejor acuerdo, Príncipe!
No nos respondáis de esa manera.
DUNOIS. -¡Callad, Duchatel! Os detesto, y nada
quiero oír de vuestros labios. Sois el primero que
dudasteis de ella.
EL ARZOBISPO. -¿Quién no se había de enga-
ñar, y vacilar en ese día malhadado, en que tantos
signos testificaban contra Juana? Estábamos sor
rendidos, amenazados; el golpe era mortal para
nuestro corazón... ¿Quién podía permanecer sereno
en aquel momento horroroso? Ahora es cuando re-
flexionamos. La vemos como fue entre nosotros, y
no encontramos motivo alguno de censura; estamos
confusos; tememos haber cometido alguna grave
injusticia... El Rey está arrepentido. El Duque se
acusa a sí mismo, La Hire se muestra inconsolable, y
todos estamos tristes.
DUNOIS. -¡Ella una impostora! Si la verdad hu-
biese de revestir alguna vez figura humana, había de
elegir la suya. Si la inocencia, si la lealtad, si la pure-
za de las intenciones han habitado algún día sobre
la tierra... ha sido en sus labios, en sus nobles ojos.
EL ARZOBISPO. -Que el cielo se declare por
medio de un milagro, y descifre este misterio, que
nuestra corta vista no penetra... Pero sea la que fuera
la terminación de este contratiempo, hemos pecado.
Nos hemos defendido, con armas infernales, o he-
mos desterrado a una santa. Y cualquiera de estos
motivos es bastante para llamar la ira y el castigo del
cielo sobre este país infortunado.
ESCENA VIII
LOS mismos, y UN NOBLE y luego
RAIMUNDO.
EL NOBLE. -Un pastor joven pregunta por
Vuestra Alteza, y pide con gran ahinco hablaros;
viene, según dice de parte de la Doncella...
DUNOIS. -¡Corred! ¡TraedIo! ¡Que entre! (El
Noble abre á Raimundo la puerta. Dunois sale a su
encuentro.) ¿En dónde está? ¿En dónde está la
Doncella?
RAIMUNDO. -¡Dios os guarde noble Príncipe!
Y me alegro en el alma encontrar a vuestro lado a
este piadoso, obispo, a este santo varón, protector
de los oprimidos Y padre de los desafortunados
DUNOLS. -¿En dónde está la Doncella?
EL ARZOBISPO. -¡Dínoslo, hijo mío!
RAIMUNDO. -Señor, no es ninguna hechicera.
Lo aseguro, por Dios y por todos los santos. El
pueblo se ha engañado. Habéis desterrado a una
inocente, y rechazado a la enviada por Dios.
DUNOIS. -¿En donde está? ¡Dilo!
RAIMUNDO. -La acompañé en su huída por las
Ardenas. Allí me ha franqueado su corazón. Que
muera yo mártir, que mi alma no disfruta de la dicha
eterna, si ella no esta exenta, oh señor, de toda cul-
pa.
DUNOIS. -El mismo sol del cielo no es más pu-
ro. Pero, ¿en dónde está? ¡Dilo!
RAIMUNDO. -¡Oh! Si Dios ha mudado vuestro
corazón... ¡corred a salvarla! Es prisionera de los
ingleses.
DUNOIS. -¡Prisionera! ¿Cómo?
EL ARZOBISPO. -¡La desdichada!
RAIMUNDO. -Fue sorprendida en las Ardenas,
en donde tíos refugiamos, por la misma Reina, y
entregada a los ingleses. ¡Oh! salvadla de una
muerte horrorosa, ya que salvó a vosotros.
DUNOIS. -¡A las armas! ¡A las armas! ¡Tocad
los tambores! ¡Sonad la alarma! ¡A pelear todas las
tropas! ¡Que todos los franceses se apresten a la
batalla! ¡Nuestro honor lo pide! ¡Hay que recobrar
la corona y nuestro paladium, arriesgar toda nuestra
sangre, las vidas de todos! ¡Es preciso libertarla ante
que acabe el día! (vanse.)
ESCENA IX
Una torre, con una ventana alta.
LA REINA ISABEL FALSTOF, JUANA y
LIONEL.
FALSTOLF. (Entrando precipitadamente.) -Ya
es imposible contener a la muchedumbre. Exige fu-
riosa que muera la Doncella. Os oponéis en vano.
Matadla, y arrojadla de cabeza desde esta torre. El
ejército no se calmará, hasta que no corra su sangre.
LA REINA. (Que entra.) -Arriman escalas y acu-
den en tropel. Acceded a su deseo. ¿Esperaréis, que,
en su rabia ciega, derriben la torre, y nos maten a
todos? ¡Entregadla!
LIONEL. -¡Dejad que la asalten! ¡Dejadlos que
alboroten! Este castillo es fuerte, y prefiero sepul-
tarme en sus ruinas a ceder a su demanda... Respón-
deme, Juana. Sé mía, y te defiendo contra todos.
ISABEL. -¿Qué hacéis?
LIONEL. -Los tuyos te han rechazado. Ningún
lazo te une ya a tu ingrata patria. Los cobardes, que
te amaban, te abandonaron, no osando pelear en
defensa de tu honor. Yo, lo defiendo contra todos
los míos... Me hiciste creer un día que te era cara mi
vida. Y entonces combatía yo contra ti como enemi-
go. Ahora yo soy tu único amigo.
JUANA. -Tú eres mi enemigo, y el enemigo
odioso de mi pueblo. Nada puede haber común en-
tre tú y yo. No puedo amarte. Sin embargo, si sien-
tes inclinación hacia mí, sirve a ambos pueblos...
Lleva lejos de mi patria a tu ejército, entrega las lla-
ves de todas las ciudades, que habéis conquistado
por la fuerza, da libertad a los prisioneros, ofrece
rehenes como garantía de ese pacto sagrado, y así,
yo cierro contigo la paz en nombre de mi Rey.
LA REINA. -¿Nos impondrás condiciones,
siendo nuestra prisionera?
JUANA. -Hazlo así ahora, no cuando la necesi-
dad te obligue. Francia no sufrirá el yugo de Inglate-
rra. ¡No, no! ¡Jamás! Será más bien el sepulcro de
vuestro ejército. Ya sucumbieron los más valerosos.
Pensad en asegurar vuestro regreso; vuestra gloria,
vuestro poder, desaparecieron.
LA REINA. -¿Podéis lograr la arrogancia de esta
insensata?

ESCENA X
Los mismos, y un CAPITÁN, que llega corrien-
do.
EL CAPITÁN. -Apresuraos, general; apresuraos
a ordenar el ejército para la batalla. Los franceses se
adelantan, cor las banderas desplegadas, y el ruido
de sus armas llena todo el valle.
JUANA. (Con entusiasmo.) -¡Los franceses se
adelantan! ¡Al campo; pues, Inglaterra orgullosa!
Trátase de venir enseguida a las manos.
FALSTOLF. -¡Necia, reprime tu contento! ¡No
verás el fin de este día!
JUANA. -Mi pueblo vencerá, y yo moriré. Los
valientes no necesitan ya de mi brazo.
LIONEL. -Desprecio esos hombres afeminados.
En veinte batallas los hemos puesto en vergonzosa
huída delante de nosotros, antes que esta heroína
combatiera en su favor. A todos los tenía en poco,
excepto a una, y a esa la han desterrado... ¡Venid,
Falstolf! Vamos a prepararles una segunda jornada
de Crecy y de Poitiers. Vos, oh Reina, quedaos en
esta torre, y guardad a la doncella hasta que la bata-
lla se decida. Os dejo cincuenta caballeros para
protejeros.
FALSTOLF. -¿Cómo? ¿Vamos a salir al en-
cuentro al enemigo, y dejamos aquí a esta fanática?
JUANA. -¿Te asusta una mujer encadenada?
LIONEL. -¡Dame palabra, oh Juana, de no esca-
parte!
JUANA. -¡Escaparme es ahora mi único deseo!
LA REINA. -¡Triplicad sus cadenas! Con mi ca-
beza respondo que no se escapará. (Sujétanla con
pesadas cadenas el cuerpo y los brazos.)
LIONEL. (A Juana.) -¿Así lo quieres? Nos obli-
gas a ello. Todo depende de ti. Renuncia a Francia,
empuña la bandera de Inglaterra y eres libre, y esos
furiosos, que pedían tu muerte, te servirán.
FALSTOLF. (Invitándole.) -¡Vamos, vamos, mi
general!
JUANA. -¡Excusa tus palabras! Los franceses se
adelantan. ¡Defiéndete! (Suenan las trompetas, y
Lionel sale apresuradamente.)
FALSTOLF. -¿Sabéis lo que habéis de hacer, oh
Reina? Si la fortuna se declara contra nosotros; si
veis que huyen nuestras tropas...
LA REINA. (Sacando un puñal) -¡No tengáis
cuidado! No vivirá para presenciar nuestra derrota.
FALSTOLF. (A Juana.) -Ya sabes lo que te espe-
ra. Ahora pide a Dios que favorezca a tu pueblo.
(vase.)
ESCENA XI
La REINA; JUANA, y los SOLDADOS

JUANA. -¡Así lo haré! Nadie me lo estorbará...
¡ Oíd! ¡Es la marcha guerrera de mi patria! ¡Con qué
entusiasmo late mi corazón en mi pecho, y cómo me
anuncia la victoria! ¡Que sucumba Inglaterra! ¡Que
venzan los franceses! ¡A ellos mis valientes! ¡A
ellos! ¡La Doncella está cerca de vosotros! No pue-
de ya, como antes, precederos con su bandera... pe-
sadas cadenas la sujetan. Pero su alma, libre de su
prisión, vuela sin obstáculos en las alas de vuestra
marcha.
LA REINA. (A un soldado.) -Sube a esa ventana,
desde donde se domina el campo, y dinos las alter-
nativas de la batalla. (El soldado la obedece.)
JUANA. -¡Valor, valor, pueblo mío! ¡Es la últi-
ma pelea! Una victoria más, y sucumbe el enemigo.
LA REINA. -¿Qué ves?
EL SOLDADO. –Ya combaten. Un furioso, en
un caballo árabe, cubierto con una piel de tigre, se
precipita delante de los caballeros armados.
JUANA. -¡Es el Conde Dunois! ¡Adelante, vale-
roso adalid! ¡La victoria es tuya!
EL SOLDADO. -El Duque de Borgoña ataca los
puentes.
LA REINA. -¡Ojalá que diez lanzas atraviesen a
un tiempo el corazón del traidor!
EL SOLDADO. -Lord Falstolf le opone enérgi-
ca resistencia. Los soldados del Duque y los nues-
tros ponen pie en tierra, y pelean cuerpo a cuerpo.
LA REINA. -¿No ves al Delfín? ¿No conoces
las insignias reales?
EL SOLDADO.-Todo está envuelto en polvo.
Ya nada distingo.
JUANA. -Si él tuviera mis ojos, o yo estuviera
ahí arriba, ni el más pequeño detalle se me ocultaría.
Yo puedo contar al vuelo las aves que pasan, y en
las nubes distingo al halcón.
EL SOLDADO. -Junto al foso se traba encarni-
zada pelea. Los más valerosos, según me parece,
batallan allí.
LA REINA. -¿Flota al aire nuestra bandera?
EL SOLDADO. -Flota en lo alto.
JUANA. -Si yo pudiese presenciar el combate
por una hendidura, dirigiría desde aquí la batalla.
EL SOLDADO. -¡Ay de mí! Nuestro general es
cercado por los enemigos.
LA REINA. (Sacando el puñal contra Juana)
-¡Muere, desdichada!
EL SOLDADO. (Con prontitud.) -Ya está libre.
El animoso Falstolf acomete por retaguardia a los
enemigos... y rompe sus apretados escuadrones.
LA REINA. (Envainando el puñal.) -¡Tu ángel
de la Guarda ha pronunciado estas palabras!
EL SOLDADO. -¡Victoria, victoria! Ya huyen.
LA REINA. -¿Quién huye?
EL SOLDADO. -¡Los franceses, los borgoño-
nes! El campo está lleno de fugitivos.
JUANA. -¡Dios mío, Dios mío! ¿Hasta tal punto
has de abandonarme?
EL SOLDADO. -Allí llevan uno gravemente he-
rido. Muchos vuelan a su ayuda. ¡Es un Príncipe!
LA REINA.-¿Francés o de los nuestros?
EL SOLDADO. -La desatan el yelmo. ¡Es el
Conde Dunois!
JUANA. (Sacudiendo vigorosamente sus cade-
nas.) -¡Y yo sólo soy una mujer encadenada!
EL SOLDADO. -¡Hola! ¡Poco a poco! ¿Quién
lleva un manto celeste con estrellas de oro?
JUANA. (Con Viveza.) -¡Mi Señor, el Rey!
EL SOLDADO. -Su caballo espantado se alza
de manos... lo derriba en tierra... lo hace rodar... se
levanta con trabajo. (Juana, al oírlo, se mueve con-
vulsivamente.) Los nuestros acorren; ya lo alcan-
zan... ya lo envuelven...
JUANA. -¿No hay ya ángeles en el cielo?
LA REINA. (Burlándose.) -¡Ahora es la ocasión!
¡Sálvalo ahora!
JUANA (Se hinca de rodillas y con voz animada
y fuerte.) ¡Óyeme, Dios, en mi último trance! Mi al-
ma, en mi ansia ardiente, se eleva hacia el cielo y ha-
cia ti. Tú puedes dar tanta fuerza a los hilos de una
araña, como a los cables de un navío, Fácil es a tu
omnipotencia transformar a su vez en tenues hilos
de araña a cadenas de hierro. Si tú quieres, éstas ca-
denas caerán, y se abrirán las murallas de esta torre...
Tú- socorriste a Sansón, cuando estaba ciego y en-
cadenado, y sufría las burlas amargas de sus arro-
gantes enemigos... Confiado en ti, sacudió
vigorosamente las columnas del edificio, que le ser-
vía de cárcel y cayó en ruinas...
EL SOLDADO. -¡Victoria, victoria!
LA REINA. -¿Qué hay?
EL SOLDADO. -¡El Rey ha sido hecho prisio-
nero!
JUANA. (Levantándose.) -¡Que Dios sea conmi-
go misericordioso! (Agarra con fuerza las cadenas
con ambas manos, y las rompe. Enseguida se preci-
pita sobre el soldado más próximo, le arrebata su
espada, y corre fuera. Todos la miran inmóviles.)
ESCENA XII
Los mismos, sin Juana.
LA REINA. (DesPués de una larga Pausa.)
-¿Qué ha sido esto? ¿Sueño yo? ¿Adónde ha huido?
¿Cómo ha roto sus pesadas cadenas? Jamás lo hu-
biese creído, a no verlo con mis ojos.
EL SOLDADO. (En la ventana.) -¿Cómo? ¿Tie-
nen alas? ¿Se la ha llevado el viento?
LA REINA. –¿Está allá abajo?
EL SOLDADO.-En medio de la batalla... Corre
con tanta velocidad, que no puede seguirla mi vista...
ahora está allí... ahora aquí... la veo a un tiempo en
muchas partes... Hiende los escuadrones... todos ce-
den ante ella; los franceses se detienen y se rehacen
de nuevo... ¡Ay de mi! ¿Qué veo? Nuestros solda-
dos deponen las armas, nuestras banderas vienen a
tierra.
LA REINA. -¿Cómo? ¿Nos arrancarán una vic-
toria segura?
EL SOLDADO. -¡Va derecha hacia el Rey!... ya
llega junto él... lo salva de sus enemigos... Lord
Falstolf le acomete... El General es hecho prisione-
ro.
LA REINA. -No quiero oír más. ¡Baja!
EL SOLDADO. -¡Huid, Reina! ¡Seréis sorpren-
dida! Hombres armados se acercan a la torre. (El
baja.)
LA REINA. (Desenvainando su espada.) -¡Así
peleáis, cobardes!
ESCENA XIII
Los mismos, y LA HIRE, con soldados. Al en-
trar, los de la Reina deponen las armas.
LA HIRE. (Acercándose a la Reina con respeto.)
- ¡Someteos a la fuerza, señora!.. Vuestros caballeros
se han rendido, y toda resistencia es inútil... Aceptad
mis servicios. Ordenadme adónde he de llevaros.
LA REINA. -A cualquiera parte, siempre que no
sea al Delfín. (Dale su espada, y lo sigue con los
soldados)
ESCENA XIV
La escena representa al campo de batalla. Solda-
dos con banderas ocupan el fondo del teatro. De-
lante de ellos, EL REY y el DUQUE DE
BORGOÑA, en cuyos brazos descansa JUANA,
herida mortalmente, sin dar señales de vida. Andan
con lentitud. INÉS SOREL entra precipitadamente.
INÉS. -(Abrazando al Rey.) -¡Sois libre... vivís...
os veo de nuevo..!
EL REY. -Soy libre... pero lo soy a este precio.
(Aludiendo a Juana.)
INÉS. –¡Dios mío! ¡Se muere!
EL DUQUE. -¡Espiró! ¡Así se separan de noso-
tros los ángeles! ¡Vedla ahí, tranquila y sin dolor,
como un niño dormido! La paz del cielo resplande-
ce en su rostro. Ningún soplo de vida se escapa de
su pecho; pero hay algún calor en sus manos, y aun
no ha muerto del Lodo.
EL REY. -¡Sucumbió!... No despertará más, y sus
ojos contemplarán nada terrestre. Su alma gloriosa
vuela allá arriba, y no ve ni nuestro dolor ni nuestro
arrepentimiento.
INÉS. -¡Abre los ojos! ¡Vive!
EL DUQUE. (Atónito.) -¿Vuelve a nosotros
desde la tumba?¿Vence a la muerte? ¡Se levanta! ¡Se
sostiene!
JUANA. (En pie, y mirando a su rededor.) -¿En
dónde estoy?
EL DUQUE. -¡Entre los tuyos, Juana, entre tus
compatriotas!
EL REY. -¡En los brazos de tu amigo, de tu Rey!
JUANA. -(Después de mirar fijamente a su rede-
dor.) -¡No; no soy hechicera! ¡Cierto que no lo soy!
EL REY. -Eres santa, como los ángeles, pero
nuestros ojos estaban en tinieblas.
JUANA. (Sonriendo y contenta.) -¡Y estoy, en
efecto, entra los míos! ¡Y ni me desprecian, ni me
rechazan! ¡No me maldicen y se muestran conmigo
bondadosos!... Si; todo lo reconozco con claridad.
¡Este es mi Rey! ¡Esas son las banderas de Francia!
Pero, sin embargo, no veo la mía... ¿En dónde está?
No puedo caminar sin mi bandera. Confiómela mi
Maestro, y he de deponerla al pie de su trono, para
probarle que le he sido fiel.
EL REY. (Volviendo el rostro.) -¡Dadle su ban-
dera! (Se la entregan. Yérguese, con la bandera en la
mano. Rosada luz brilla en el cielo.)
JUANA. -¿Veis el arco iris allá lejos? La gloria
abre sus puertas de oro; resplandece entre coros de
ángeles, oprimiendo su pecho a su Eterno hijo, y
extendiendo hacia mí sus brazos con dulce sonrisa.
¿Qué siento yo?... Ligeras nubes me levantan... mi
pesada coraza se trueca en alas. Arriba... arriba...
Huye la tierra... ¡Breve es el dolor, y perpetua la ale-
gría! (Deja caer la bandera, y cae también muerta.
Todos permanecen largo tiempo conmovidos y ca-
llados... El Rey
hace una leve señal y traen to-
das las banderas, y la cubren con ellas.)

FIN