13/11/14

El cuento de Invierno. William Shakespeare.


















"El Cuento de Invierno"




William SHAKESPEARE.



DRAMATIS PERSONAE


* LEONTES, rey de Sicilia.
* MAMILIO, príncipe joven de Sicilia.
* ANTÍGONO, noble de Sicilia.
* CLEÓMENES, noble de Sicilia.
* DIÓN, noble de Sicilia.
* POLÍXENES, rey de Bohemia.
* FLORISEL, hijo de Políxenes.
* ARQUÍDAMO, señor de Bohemia.
* Un MARINERO.
* Un CARCELERO.
* Un ANCIANO PASTOR, supuesto padre de Perdita.
* BOBO, hijo del pastor.
* Un SIRVIENTE del anciano pastor.
* AUTÓLICO, pícaro.
* HERMIONA, reina, esposa de Leontes.
* PERDITA, hija de Leontes y Hermiona.
* PAULINA, mujer de Antígono.
* EMILIA, dama del séquito de la reina.
* Otras DAMAS, dama del séquito de la reina.
* DORCAS, pastora.
* MOPSA, pastora.
* Nobles y damas sicilianas, personas del acompañamiento, Guardias, Sátiros, Zagales, Zagalas, etc.
* El TIEMPO, como coro.

ESCENA: Unas veces en Sicilia y otras en Bohemia.

ACTO PRIMERO

ESCENA PRIMERA

Sicilia. Antecámara en el palacio de Leontes. Entran CAMILO y ARQUÍDAMO.


ARQUÍDAMO: Si tenéis la suerte, Camilo, de visitar a Bohemia en ocasión semejante a la que
ahora exige mis servicios, veréis, como he dicho, gran diferencia entre nuestra Bohemia y vuestra Sicilia.
CAMILO: Creo que el verano próximo el rey de Sicilia se propone pagar al de Bohemia la visita
que justamente le debe.
ARQUÍDAMO: En la que tal vez nuestra hospitalidad nos humille; pero, al menos, nuestras
afecciones abogarán por nosotros; porque a la verdad...
CAMILO: Os ruego...
ARQUÍDAMO: Digo, realmente, lo que pienso con toda franqueza. No podemos desplegar tanta
pompa..., de una manera tan rara..., no sé cómo expresarme. Os daremos brebajes narcóticos, a fin de que
vuestros sentidos, ignorantes de nuestra insuficiencia, puedan, si no encomiarnos, al menos hacernos
escasamente dignos de censura.
CAMILO: Pagáis a precio por demás excesivo lo que se os brinda espontáneamente.
ARQUÍDAMO: Creedme, hablo a tenor de lo que me inspira mi juicio y de lo que me dicta mi
lealtad.
CAMILO: El rey de Sicilia no se mostrará nunca demasiado afectuoso con el de Bohemia. Fueron
educados juntos en su infancia, y en esta época su cariño arraigó tan fuertemente, que no puede hacer sino
echar ramas ahora. Desde que las dignidades de su edad más madura y las exigencias de la realeza los ha
alejado al uno del otro, su comercio de amistad, aunque no hayan podido continuarlo en persona, se ha
mantenido realmente por un cambio de presentes, de cartas, de embajadas amistosas, a tal punto, que
parecían reunidos, aun estando ausentes; se daban las manos, por así decirlo, a través de la distancia, y se
han abrazado desde los extremos de opuestos horizontes. ¡Los cielos continúen su amistad!

ARQUÍDAMO: No creo que haya en el mundo interés o malicia que pueda alterarla. Tenéis en
vuestro joven príncipe Mamilio un indecible consuelo. Es el caballero de más grandes promesas que haya
llegado nunca a mi noticia.
CAMILO: Estoy enteramente de acuerdo con vos sobre las esperanzas que hace concebir. Es un
gallardo mozo; un mozo, en verdad, que vigoriza a sus súbditos y renueva los corazones viejos. Los que
iban sobre muletas antes que naciese, desean vivir aún para verle hecho un hombre.
ARQUÍDAMO: Sin esa razón, ¿se alegrarían de morir?
CAMILO: Sí; a no ser que tuvieran otro pretexto para desear vivir.
ARQUÍDAMO: Si el rey no tuviese hijos, desearía vivir sobre muletas hasta que tuviera uno.
Salen ARQUÍDAMO y CAMILO.

ESCENA SEGUNDA

Sicilia. Salón del trono en el palacio. Entran LEONTES, POLÍXENES, HERMIONA, MAMILIO, CAMILO
y acompañamiento.
POLÍXENES: El pastor ha visto nueve cambios del húmedo planeta desde que dejamos nuestro
trono libre de la carga de nuestra persona. Las gracias que os debemos, hermano mío, bastarían a llenar un
tiempo tan largo; y no obstante, estaríamos aún obligados a partir de aquí deudores a perpetuidad; por
consiguiente, como cifra ocupando de continuo un rico número, multiplicaré con un solo "Os lo
agradecemos" los miles y miles de agradecimientos que la preceden.
LEONTES: Dad de lado todavía por algún tiempo vuestras gracias y dirigídmelas cuando partáis.
POLÍXENES: Señor, será mañana. Me pregunto con temor sobre lo que puede suceder o
prepararse durante nuestra ausencia; si no podría soplar sobre vuestro reino algún viento glacial que nos
hiciera decir más tarde: "¡Esto resultó demasiado cierto!" Además, he permanecido tiempo suficiente para
fatigar a Vuestra Majestad.
LEONTES: Somos más robustos, hermano, para que podáis cansarnos.
POLÍXENES: No puedo quedarme más tiempo.
LEONTES: Una semana todavía.
POLÍXENES: No, en verdad; marcharé mañana.
LEONTES: Partiremos, entonces, el tiempo que acabo de decir; y en esto no admito réplica.
POLÍXENES: No me obliguéis así, os lo suplico. No hay lengua persuasiva, ninguna, ninguna en
el mundo, que pueda vencerme tan fácilmente como la vuestra. Así sería ahora si el objeto de vuestra
demanda implicase verdadera importancia para vos aunque tuviera que rechazarlo. Mis negocios me
impulsan literalmente hacia mi reino y retenerme sería hacerme de vuestra amistad un instrumento de
tortura. Mi estancia es para vos una carga y un enojo. Así, pues, para evitarnos los dos estos
inconvenientes, adiós, hermano.
LEONTES: ¿Es que nuestra reina tiene la lengua atada? Hablad.
HERMIONA: Señor, estaba decidida a guardar silencio hasta que os hubiera hecho el juramento
de que no podía permanecer. Vos, señor, le instáis, demasiado fríamente. Decidle que estáis seguro de que
todo marcha bien en Bohemia. El día de ayer nos trajo esta declaración satisfactoria. Decidle esto y será
batido de su mejor guardia.
LEONTES: Bien dicho, Hermiona.
HERMIONA: Si dijera que está impaciente por ver a su hijo, nos daría una razón poderosa; que
nos la dé, y le dejaremos partir; que nos jure que éste es su motivo, y no permanecerá más tiempo; le
arrojaremos fuera de aquí con nuestras ruecas. (A POLÍXENES) Me aventuro a solicitar a Vuestra
Majestad la limosna de una semana todavía. Cuando recibáis a mi señor en Bohemia, le daré autorización
para que permanezca un mes sobre el plazo fijado para su marcha; y, sin embargo, en realidad, Leontes,
mi amor por ti no está en retardo el tic tac de un reloj de lo que una mujer debe amar a su marido. ¿Os
quedaréis?
POLÍXENES: No, señora.
HERMIONA: Qué, ¿no queréis?
POLÍXENES: No puedo verdaderamente.

HERMIONA: ¡Verdaderamente! Me oponéis negativas poco recias; pero, aun cuando me
opusierais juramentos para hacer salir a los astros de sus órbitas, os respondería aún: Señor, no partáis.
Verdaderamente, no marcharéis; el verdaderamente de una dama es tan poderoso como el de un señor.
¿Queréis todavía partir? En ese caso, obligadme a guardaros como prisionero, no como huésped; de esta
manera pagaréis vuestros gastos cuando os marchéis y podréis ahorrar vuestras gracias. ¿Qué contestáis?
¿Queréis ser mi prisionero o mi huésped? Pues, por vuestro terrible "verdaderamente", es preciso que
seáis uno u otro.
POLÍXENES: Vuestro huésped, entonces, señora. Ser vuestro prisionero implicaría una ofensa,
que me sería menos fácil de cometer que a vos de castigar.
HERMIONA: No seré, pues, vuestra carcelera, sino vuestra amable hospedadora. Venid, quiero
interrogaros sobre las travesuras que vos y mi señor habéis cometido cuando erais muchachos. Seríais
entonces unos gentiles señoritos.
POLÍXENES: Eramos, bella reina, dos mozalbetes que no se imaginaban que hubiera otra cosa en
el mundo sino un "mañana" semejante al "hoy", y que creían ser eternamente mozos.
HERMIONA: ¿No era mi señor el más perfecto holgazán de los dos?
POLÍXENES: Eramos como dos corderos gemelos que triscan al sol y balan el uno al otro.
Cambiábamos inocencia contra inocencia; no conocíamos el arte de hacer mal, ni soñábamos con que
alguien lo conociera. De haber continuado ésta vida y a no estar nuestras débiles almas educadas más alto,
excitadas por una sangre más impetuosa, hubiéramos podido comparecer osadamente ante el Cielo y
decir: "Sin culpa", dando de lado el pecado original.
HERMIONA: Lo que nos hace sospechar que habéis tropezado después.
POLÍXENES: ¡Oh mi muy respetable señora! ¡Las tentaciones nacieron desde entonces para
nosotros! Pues en estos días en que aún estábamos sin pluma, mi esposa era una niña, y vuestra linda
persona no había cruzado a la sazón los ojos con mi joven compañero de juegos.
HERMIONA: ¡La gracia del Cielo nos proteja! () No extraigáis la conclusión de vuestras
palabras. Temo vengáis a decir que vuestra reina y yo somos diablos. Pero continuad. Responderemos de
las faltas que os hemos hecho cometer si es con nosotras con quienes habéis comenzado a pecar y si
continuáis sin tropezar con nadie sino con nosotras.
LEONTES: ¿Está ya vencido?
HERMIONA: Se quedará, mi señor.
LEONTES: No quería hacerlo a petición mía. Mi queridísima Hermiona, jamás habéis hablado
con mejor sentido.
HERMIONA: ¿Jamás?
LEONTES: Jamás, salvo una vez.
HERMIONA: ¡Cómo! ¿He hablado bien dos veces? ¿Cuándo fue la primera? Dímelo, por favor.
Hártame de elogios, engórdame como los animales que se domestican. Una buena acción que muere sin
que se la haya celebrado, entraña con ella la muerte de otras mil que esperaban que fuese conocida.
Nuestros elogios son nuestras soldadas. Con un dulce beso podéis recorrer mil estadios antes que la
espuela pueda hacernos devorar un acre. Pero volvamos a nuestro punto de partida. ¿Mi última buena
acción ha sido rogarle que se quedara? ¿Cuál fue la primera? Tiene una hermana mayor, o no os entiendo.
¡Oh, si su nombre fuera gracia! De modo que he hablado una vez con buen sentido. ¿Cuándo? Veamos,
hacédmelo saber. Ardo en ansiedad.
LEONTES: Vaya, fue cuando tuve que esperar a que tres meses llenos de angustia se consumieran
en una impaciencia mortal, antes que consintieses en abrir tu blanca mano y colocarla en la mía cerrando
tu amor. Entonces dejaste escapar éstas palabras: "Soy vuestra para siempre."
HERMIONA: El nombre de esta acción es gracia, en verdad. Muy bien; ya veis, he hablado dos
veces a propósito. La primera para ganar eternamente un real esposo, la segunda para conseguir por algún
tiempo un amigo. (Tiende la mano a POLÍXENES)
LEONTES: (Aparte) ¡Demasiado ardor! ¡Demasiado ardor! Llevar la amistad tan lejos es como
mezclar las sangres. Siento en mí un tremor cordis; mi corazón danza, pero no de alegría. Esta acogida
puede, en efecto, mostrarse a cara descubierta; puede tomar su libertad de la cordialidad, de la

generosidad, de la riqueza del corazón y hacer honor a quien la manifiesta; puede, convengo en ello; pero
estrecharle las palmas y pellizcarse los dedos como hacen ahora, dirigirse sonrisas de inteligencia como
en un espejo; y luego suspirar como si asistieran a la muerte del gamo, ¡oh, ése es un género de acogida
que no agrada a mi corazón ni a mi frente! (Alto) Mamilio, ¿eres tú mi mozuelo?
MAMILIO: Sí, mi buen señor.
LEONTES: ¿Seguro? ¡Pardiez!, he aquí mi guapetón. ¡Cómo! ¿Te has manchado con tizne la
nariz? Dicen que es copia de la mía. Vamos, capitán () , debemos ser limpios; y no sólo limpios, sino
aseados, capitán; y, sin embargo, el becerro, la novilla y el ternero se llaman todos vacunos () . ¡Continúa
tocando el virginal () sobre su mano! ¡Hola, ternero retozón! ¿Eres tú mi ternero?
MAMILIO: Sí, si os place, mi señor.
LEONTES: Te falta una cabeza dura y los tallos que brotan sobre la mía para que te parecieras
enteramente a mí. No obstante, se dice que nos semejamos como dos huevos; son las mujeres quienes lo
dicen; las mujeres, que dicen cualquier cosa; pero fueran falsas como las telas teñidas de negro () , como
el viento, como las aguas; falsas como los dados que desea el hombre que no establece diferencia entre lo
tuyo y lo mío, no sería menos exacto decir que éste niño se me parece. Entonces, señor paje, miradme con
vuestros ojos color de cielo. ¡Villano encantador! ¡Mi queridísimo! ¡Riquín! ¿Puede tu madre...? ¿Es
posible?... ¡Imaginación!... ¡Tu designio hiere en el centro! Haces posibles las cosas que no son tenidas
por tales. Te comunicas con los sueños... ¿Cómo puede ser?... Obras de concierto con lo irreal, y te
asocias a la nada. Luego es muy creíble que puedas juntamente con algo. Y eso es lo que haces, y en una
medida que rebasa lo permitido, y yo lo hallo en el envenenamiento de mis pensamientos y en el
endurecimiento de mi frente.
POLÍXENES: ¿Qué tiene el rey de Sicilia?
HERMIONA: Parece un poco fuera de juicio.
POLÍXENES: ¡Hola, mi señor! ¿Cómo os va? ¿Qué os pasa, excelente hermano?
HERMIONA: Dijérase, a juzgar por vuestra fisonomía, que os halláis embargado por alguna gran
preocupación. ¿Estáis inquieto, mi señor?
LEONTES: No, de todas veras. (Aparte) ¡Cómo traiciona a veces la Naturaleza a su locura, a su
sensibilidad, y se convierte en pasatiempo de los corazones endurecidos! Contemplando las líneas del
rostro de mi pequeño, parecióme retroceder veintitrés años; me veía sin calzones, en mi cota de terciopelo
verde, mi daga abozalada, por temor de que mordiese a su dueño y se convirtiese para él, como sucede
frecuentemente con las cosas de adorno, en demasiado peligrosa. ¡Qué parecido era entonces, pensaba yo,
a ésta pepita de hombre, a ésta vaina, a éste hidalgüelo!
Mi honrado amigo, ¿aceptaríais huevos en lugar de dinero?
MAMILIO: No, señor, me batiría.
LEONTES: ¡Os batiríais! Bien; que la felicidad sea su destino... Hermano, ¿estáis tan prendado de
vuestro joven príncipe como nosotros parecemos estarlo del nuestro?
POLÍXENES: Señor, cuando me encuentro en el hogar, es toda mi ocupación, toma mi alegría,
todos mis negocios; tan pronto es mi amigo jurado como mi enemigo; es mi parásito, mi soldado, mi
hombre de estado, todo. Me hace un día de julio tan corto como uno de diciembre, y con su infantilidad
llena de imitaciones me cura de aquellos pensamientos que espesarían mi sangre.
LEONTES: Éste escudero hace los mismos oficios conmigo. Mi señor, vamos a pasearnos él y yo
juntos, y a dejaros a vuestras más graves pisadas. Hermiona, muestra cuánto nos amas en tu hospitalidad a
nuestro hermano. Que todo lo que hay de más caro en Sicilia se prodigue como cosa sin valor. Después de
ti y de mi joven corretón, es el ser más cercano a mi corazón.
HERMIONA: Si queréis reuniros con nosotros, nos hallaréis en el jardín. ¿Os aguardamos en él?
LEONTES: Disponed de vuestras propias inclinaciones. Os hallaré, visto que moráis debajo del
cielo. (Aparte) Estoy ahora de pesca de anzuelo, aunque no advertís cómo arrojo el sedal. ¡Id, id! ¡Cómo
inclina hacia él su pico! ¡Cómo inclina su hocico hacia él! ¡Cómo toma con él todas las atrevidas
familiaridades de una mujer para con su legítimo esposo!... (Salen POLÍXENES, HERMIONA y
acompañamiento) ¡Se han ido!... ¡En el cenagal, hasta las rodillas! ¡Cornudo por encima de la cabeza y de
las orejas!... Anda, juega, muchacho, juega. Tu madre juega, y yo juego también; pero un papel tan vil,

que el desenlace me conducirá a fuerza de silbidos a la tumba. Risotadas y gritos serán mi campana
fúnebre. Anda, niño, juega... O mucho me equivoco, o hubo cabrones antes de ahora; y queda más de uno
en el presente momento; sí, en el momento mismo en que hablo existe más de un hombre que tiene su
mujer bajo el brazo, y que apenas duda de que en su ausencia, en su estanque, de que ella ha abierto la
compuerta, ha pescado su vecino próximo, su vecino el señor Risueño. ¡Pardiez!, es un consuelo soñar
que los demás hombres tienen también puertas, y que estas puertas han sido abiertas como las mías,
contra su voluntad. Si todos cuantos han tenido mujeres perjuras se hubieran de desesperar, la décima
parte del género humano tendría que ahorcarse. No hay remedio alguno; es la influencia de un astro
alcahuete que hiere allí donde predomina; y creedlo, es poderoso al Este, al Oeste, al Norte y al Sur.
Concluyamos, no hay barricada para una barriga; creedlo, dejará entrar y salir al enemigo con armas y
bagajes. Millares de nosotros tienen la enfermedad y no la sienten. ¿Qué hay muchacho?
MAMILIO: Que dicen que me parezco a vos.
LEONTES: Sí, es un consuelo hasta cierto punto... ¡Cómo! ¿Camilo está aquí?
CAMILO: Sí, mi buen señor.
LEONTES: Anda a jugar, Mamilio; eres un honrado hombrecito. (Sale MAMILIO) Camilo, ese
gran monarca se va a quedar todavía algún tiempo.
CAMILO: Habéis hecho mal en obligarle a hundir su ancla. Cada vez que la arrojabais no quería
engancharse.
LEONTES: ¿Lo has advertido?
CAMILO: No quería permanecer, atendiendo vuestras solicitaciones. Cuanto más le insistíais,
eran más urgentes sus negocios.
LEONTES: ¿Lo notaste? (Aparte) He aquí que van dando ya en flor... Se cuchichea, se murmura:
el rey de Sicilia es un... etcoetera. Hace ya mucho de la cosa, y soy el último en enterarme. ¿Cómo ha
podido ser que se quede, Camilo?
CAMILO: Cediendo a las instancias de la buena reina.
LEONTES: De la reina, pase; en cuanto a "buena", sería la palabra conveniente; pero en el estado
de las cosas, no lo es. ¿Ha podido caber esto en otra cabeza pensante sino en la tuya? Pues tu inteligencia
posee el don de la penetración y se asimila más cosas que las cabezas de tronco del vulgo. ¿No se notó
sino por los espíritus mejor dotados, no es eso? ¿Por algunos hombres de inteligencia privilegiada? ¿No
han advertido quizá éste asunto los subalternos? Dime.
CAMILO: ¡"Éste asunto", mi señor! Supongo que la mayor parte entiende que el rey de Bohemia
prolonga aquí su estancia por algún tiempo.
LEONTES: ¿Eh?
CAMILO: Que prolonga aquí su estancia por algún tiempo.
LEONTES: Sí, pero ¿por qué?
CAMILO: Por obedecer a Vuestra Alteza y a los ruegos de nuestra muy graciosa soberana.
LEONTES: ¡"Obedecer" a las órdenes de vuestra soberana! "¡Obedecer!" Basta. Camilo, te he
dado acceso con toda confianza a lo más secreto de mi corazón, así como a la cámara de mi Consejo.
Visitabas mi alma como un sacerdote, y yo me separaba de ti como tu penitente reformado; pero me he
engañado sobre tu integridad, engañado sobre la que te atribuía.
CAMILO: ¡No lo permita el Cielo, mi señor!
LEONTES: Para decirte lo que pienso, no eres honrado; o si tienes inclinación a serlo, eres un
cobarde que desjarreta a la honestidad por la espalda, para impedir que siga el camino que debe recorrer;
o si no, es preciso que te mire como un servidor investido de mi más seria confianza, y que conduce con
negligencia; o como un imbécil, que ve jugar en su domicilio una partida cuya rica puesta se escamotea a
sus ojos, y toma todo por una chanza.
CAMILO: Mi gracioso señor: puedo ser negligente, imbécil o tímido; ningún hombre se halla tan
exento de esos defectos que su negligencia, su imbecilidad o su timidez no se manifestasen alguna vez
entre las infinitas acciones del mundo. Si he sido, nunca a sabiendas, negligente en vuestros asuntos, mi
señor, la falta reside en mi imbecilidad; si he representado el papel de imbécil por exceso de perspicacia,
achacadlo a mi negligencia, que no ha pesado bien las consecuencias de mis actos; si alguna vez he sido

tímido en cumplir una cosa cuyo resultado me pareciera dudoso, cuando la ejecución de ella proclamaba
más tarde que hubiera sido lamentable no haberse cumplido, imputadlo a un temor que paraliza a los más
sensatos. Defectos son éstos, señor, que pertenecen al número de esos achaques naturales de que la
honradez nunca está libre. Pero suplico a Vuestra Gracia que seáis explícito conmigo; hacedme saber el
verdadero semblante de mi transgresión. Si rehuso entonces reconocerla, es que no me pertenece.
LEONTES: ¿No habéis visto, Camilo..., pero lo habéis visto, está fuera de duda, o la retina de
vuestros ojos es más espesa que el cuerno de un cornudo; no habéis oído (y lo habéis oído, pues ante
semejante evidencia el rumor no puede quedar mudo); no habéis pensado... (y lo habéis pensado, pues la
facultad de reflexionar no reside en un hombre que no piensa) que mi mujer ha tenido un tropiezo? () . Si
consientes en confesarlo, o, de lo contrario, no te queda más que negar descaradamente que no tienes ni
ojos, ni oídos, ni pensamiento, di, entonces, que mi mujer es una libertina () que merece un hombre tan
grosero como el de la última hilandera de lino que se entrega antes de su verdadero matrimonio. Di esto y
pruébalo.
CAMILO: No toleraría yo a asistir a una conversación donde oyera calumniar así a mi real dama
sin tomar venganza inmediatamente. ¡Maldito sea mi corazón si habéis pronunciado jamás palabras que
os convengan menos que esas! Repetirlas sería un pecado tan grande como el de que la acusáis, si fuera
cierto.
LEONTES: ¿Los cuchicheos no son nada? ¿Las mejillas inclinadas una contra la otra no son
nada? ¿No son nada narices que se encuentran y labios que se besan por dentro? ¿Nada es interrumpir el
curso de la risa con un suspiro, indicación infalible de haber sucumbido la honradez, pasearse a caballo,
pie junto a pie, acurrucarse a escondidas en los rincones, desear que los relojes fueran más rápidos, las
horas minutos, el mediodía la medianoche, y que todos los ojos cegasen con la gota serena y la catarata,
menos los suyos, los suyos sólo, a fin de poder ser criminales sin que se los viera? ¿Esto no es nada?
¡Bien! Entonces el mundo y todo cuanto encierra no es nada. El cielo que nos cobija no es nada, el rey de
Bohemia no es nada, mi mujer no es nada, ni nada son éstos nadas si lo que he dicho no es nada.
CAMILO: Mi buen señor, curaos de esa opinión enfermiza, y pronto, porque es muy peligrosa.
LEONTES: Confiesa que es cierto, di que esto es verdad.
CAMILO: No, no, mi señor.
LEONTES: Sí lo es; mentís, mentís. Digo que mientes, Camilo, y te aborrezco. Reconócete por un
grosero patán, un siervo estúpido, o un contemporizador, que trata de mantener la balanza en equilibrio, y
viendo con sus ojos a la vez el bien y el mal se inclina hacia ambos. Si el hígado de mi mujer estuviera
tan emponzoñado como su vida, no viviría el tiempo que tarda en caer un grano en el reloj de arena.
CAMILO: ¿Quién la emponzoña?
LEONTES: ¡Pardiez!, el que la lleva como su medallón, colgada a su cuello, el rey de Bohemia. Si
tuviera alrededor de mí servidores de ojos tan fieles para velar por mi honor como para atender a sus
beneficios, a sus ganancias particulares, hallarían medio de impedir que las cosas fueran más lejos; sí, y
tú, que eres su copero; tú, a quien he hecho ascender de la condición más humilde al sitio que ocupas y a
quien he elevado en dignidad; tú, que puedes ver tan claramente como el cielo y la tierra y la tierra del
cielo, cómo soy ultrajado..., podrías especiar una copa, que daría a mi enemigo un cierre de ojos
sempiterno, cuya posición sería para mí cordial.
CAMILO: Señor y soberano mío, podría hacerlo, y no con una poción fuerte, sino mediante una
droga lenta que obrara sin dejar rastros reveladores como el veneno; pero no puedo creer en esta
hendidura en la virtud de mi temida señora, tan soberanamente honorable. Te he amado...
LEONTES: ¡Duda lo que quieras y ve a pudrirte! ¿Me supones tan idiota, tan desequilibrado, que
yo mismo me creara ésta vejación? ¿Mancillara la blancura de mis sábanas, que, conservadas intactas, son
sueño y seguridad, y, manchadas, sólo son pinchos, espinas, ortigas y aguijones de avispa, para arrojar
sospechas escandalosas sobre el nacimiento del príncipe mi hijo, que creo mío y a quién, como mío, amo,
sin pesar maduramente mis motivos? ¿Haría esto sin razón? ¿Es que podría un hombre desbarar hasta ese
punto?
CAMILO: Debo creeros, señor; os creo, y me comprometo a hacer desaparecer al rey de Bohemia,
a condición de que cuando quede eliminado, Vuestra Alteza vuelva a tomar a su reina como antes, aunque

sólo sea por consideración a vuestro hijo y para atajar la injuria de las lenguas en las cortes y reinos que
os conocen y son vuestros aliados.
LEONTES: Lo que me aconsejas concuerda exactamente con mis propias resoluciones. No quiero
arrojar ninguna tacha sobre su honor, ninguna.
CAMILO: Mi señor, id, entonces, y guardad ante el rey de Bohemia y vuestra esposa una
fisonomía tan sonriente como pueda la amistad llevarla en medio de las fiestas. Su copero soy; si recibe
de mis manos un brebaje salutífero, no me tengáis por vuestro servidor.
LEONTES: Eso es todo. Haz lo que dices, y te pertenece la mitad de mi corazón. No lo hagas, y
has partido el tuyo.
CAMILO: Lo haré, mi señor.
LEONTES: Pareceré amigable, como me has aconsejado. (Sale LEONTES)
CAMILO: ¡Oh infeliz señora! Pero en cuanto a mí, ¿en qué situación me encuentro? He de ser el
envenenador del buen Políxenes; y el motivo que a ello me obliga es la obediencia que debo a mi amo, un
hombre en rebelión consigo propio y que quiere que todos los que le pertenecen se hallan en rebelión
consigo mismos. A la ejecución de este acto sigue el acrecentamiento de mi fortuna. No lo cometería aun
cuando descubriera mil ejemplos de gentes que han atentado contra reyes ungidos y prosperado después.
Pero puesto que ni el bronce ni la piedra ni los pergaminos presentan ejemplo semejante, que la villanía
misma renuncie a ello. Tengo que abandonar la Corte; pues llevar o no a cabo ésta acción es para mí,
ciertamente, un despeñadero. ¡Que una estrella propicia reine ahora sobre nosotros! He aquí venir al rey
de Bohemia. (Vuelve a entrar POLÍXENES)
POLÍXENES: Es extraño. Diríase que mi favor aquí comienza a declinar. ¡No hablarme! Buenos
días, Camilo.
CAMILO: ¡Salud, mi real señor!
POLÍXENES: ¿Qué noticias hay en la Corte?
CAMILO: Nada extraordinario, mi señor.
POLÍXENES: El rey tiene un aspecto como si hubiese perdido alguna provincia, alguna región,
que amara tanto como a sí. Ahora mismo acabo de encontrarle, y le abordaba con el cumplimiento de
costumbre, cuando volviendo los ojos al lado opuesto, y haciendo un movimiento de desdén con los
labios, se alejó de mí a toda prisa, y me dejó así, preguntándome qué podría motivar el haber cambiado de
tal modo sus maneras.
CAMILO: No me atrevo a saberlo, mi señor.
POLÍXENES: ¡Cómo! ¿Que no os atrevéis? ¿Que no? ¿Es a mí a quien no os atrevéis a revelar lo
que sabéis? Eso debe de ser; porque, en cuanto a vos, sabéis lo que sabéis, y no podéis deciros a vos
mismo que no os atrevéis a saberlo. Buen Camilo, vuestras facciones alteradas son para mí un espejo, que
me muestran que las mías están alteradas también, y debo de ser parte en esta mudanza, pues,
contemplándola, distingo mi alteración propia.
CAMILO: Hay una enfermedad que pone en destemplanza a alguno de nosotros; pero no puedo
nombrar la dolencia; y es de vos de quien la ha cogido, de vos, que, sin embargo, os halláis bien.
POLÍXENES: ¡Cómo! ¿Cogida de mí? No me atribuyáis los ojos del basilisco. He mirado a
millares de personas, que se sintieron mejor por mis miradas; pero ninguna murió por ellas. Camilo..., por
el nacimiento que os hace, ciertamente caballero, por ese saber y esa experiencia que no adorna menos
nuestra condición que los nobles nombres de nuestros padres, cuyas hazañas nos han hecho caballeros, os
conjuro a que, si sabéis alguna cosa de que me importe estar informado, no la aprisionéis en ignorado
escondrijo.
CAMILO: No puedo contestar.
POLÍXENES: Una enfermedad que se ha cogido de mi persona, y, sin embargo, yo me encuentro
bien. Debo tener una respuesta. Óyeme, Camilo. Te conjuro por todas las virtudes humanas que el honor
reconoce, y no es la menor de ellas la que me hace dirigirte ésta súplica, que me declares qué
acaecimiento hostil a mi persona conjeturas que va arrastrándose hacia mí; si está lejano; si se halla
próximo; qué camino ha de seguirse para evitarlo; si puede evitarse, y si no, el medio de soportarlo de la
mejor manera.

CAMILO: Señor, voy a declarároslo, ya que he sido invitado a ello en nombre del honor y por
quien creo honorable. Tomad, pues, nota de mi consejo, que haréis bien en seguir casi tan rápidamente
como voy a dároslo; o, si no vos y yo habremos de exclamar: "¡Estamos perdidos!", y después, ¡buenas
noches!
POLÍXENES: Prosigue, buen Camilo.
CAMILO: Estoy encargado de mataros.
POLÍXENES: ¿Por quién, Camilo?
CAMILO: Por el rey.
POLÍXENES: ¿Por qué?
CAMILO: Piensa, mejor dicho, jura con absoluta confianza, como si lo hubiera visto o hubiera
servido de instrumento para fijaros a ello, que habéis mancillado criminalmente a su esposa.
POLÍXENES: ¡Oh, si es así, que mi sangre más pura se transforme en gelatina infecta, y mi
nombre se ayunte con el del hombre que hizo traición al Justo! ¡Que el perfume de mi reputación se
cambie, entonces, en un hedor capaz de ofender las ventanas de la nariz más insensible a que me acerque!
¡Que mi presencia se evite, mejor, se odie más que la mayor peste de que hayan hablado la Historia y la
traición!
CAMILO: Así juréis, negando su opinión, por cada estrella particular del firmamento y por todas
sus influencias, tan fácil os será impedir a la mar que obedezca a la luna como destruir con vuestros
juramentos o conmover con vuestras explicaciones la fábrica de su locura, levantada sobre su fe y que
durará lo que la permanencia de su cuerpo.
POLÍXENES: Pero ¿cómo ha surgido esto?
CAMILO: No lo sé; pero estoy seguro de que es más prudente evitar el mal que ha surgido, que
averiguar cómo se ha engendrado. Por consiguiente, si osáis confiaros a mi probidad, alojada en este
cuerpo, que llevaréis con vos en rehenes, ¡en camino desde esta noche! Informaré discretamente del
asunto a las personas de vuestro séquito, y les haré despejar la ciudad de dos en dos, y de tres en tres por
distintas poternas. En cuanto a mí, pongo a vuestro servicio mi fortuna, perdida aquí por esta revelación.
No vaciléis; pues, por el honor de mis deudos, he dicho la verdad. Si buscáis pruebas, no me atrevo a
facilitaros su rebusca; ni vos tendréis más seguridad que la de un hombre condenado por la propia boca
del rey y cuya ejecución ha sido jurada.
POLÍXENES: Te creo. He visto tu corazón en tu semblante. Dame tu mano, sírveme de piloto, y
tu sitio estará siempre cerca de mi persona. Mis naves se hallan dispuestas, y mis gentes esperaban que
hubiese partido de aquí hace dos días. Estos celos son por una criatura preciosa; ahora, deben ser tanto
más grandes cuanto ella es más rara; y tanto más violentos cuanto él es más poderoso. Y como se imagina
que está deshonrado por un hombre que le hizo siempre profesión de amistad, su venganza será, por ello
mismo, más acerba. El temor me circuye con sus sombras. ¡Buena fuga, sé mi amiga, y un auxilio para la
reina bondadosa, y complicada en su antojo, pero que no merece en nada sus mal fundadas sospechas!
Vamos, Camilo; te esperaré como a un padre si puedes sacar de aquí mi vida. Alejémonos.
CAMILO: Mi autoridad me da poder para disponer de las llaves de todas las poternas. Plazca a
Vuestra Alteza aprovechar estos momentos que nos urgen. ¡Vamos, señor, partamos!
Salen CAMILO y POLÍXENES.


ACTO SEGUNDO

ESCENA PRIMERA

Sicilia. Aposento en el palacio real. Entran HERMIONA, MAMILIO y las Damas de la reina.
HERMIONA: Tomad con vosotras al niño. Me fatiga tanto, que no puedo tenerlo.
DAMA °: Venid aquí, mi amable señor. ¿Me queréis por camarada de juegos?
MAMILIO: No, no quiero nada de vos.
DAMA °: ¿Por qué, mi simpático señor?
MAMILIO: Me besaríais demasiado y me hablaríais como si fuera siempre un niño de pecho. Os
quiero más a vos.
DAMA °: ¿Y por qué así, mi señor?
MAMILIO: No es porque vuestras cejas sean más negras que las suyas. Sin embargo, dicen que
las cejas negras son las que mejor les caen a las mujeres, con tal que no sean excesivamente vellosas y
formen un semicírculo o una media luna trazada con una pluma.
DAMA °: ¿Quién os ha enseñado eso?
MAMILIO: Lo he aprendido de las caras de las mujeres. Decidme ahora por favor, ¿de qué color
son vuestras cejas?
DAMA °: Azules, mi señor.
MAMILIO: No, eso es una broma. He visto a una dama que tenía la nariz azul; pero sus cejas
azules, nunca.
DAMA °: Oídme. La reina, vuestra madre, se redondea a toda prisa. Uno de estos días
presentaremos nuestros respetos a un nuevo y delicado príncipe; y entonces os agradará jugar con
nosotras, si nosotras queremos.
DAMA °: En efecto; en estos últimos tiempos ha adquirido un volumen considerable. ¡Ojalá
tenga un buen parto!
HERMIONA: ¿Qué preocupación grave os inquieta? Venid, señor; me tenéis ahora dispuesta
nuevamente; sentaos cerca de nosotras, por favor, y contadnos un cuento.
MAMILIO: ¿Cómo lo queréis, alegre o triste?
HERMIONA: Tan alegre como queráis.
MAMILIO: Un cuento triste es mejor para el invierno. Sé uno de duendes y aparecidos.
HERMIONA: Contádnoslo, mi buen Mamilio. Venid aquí y sentaos; venid aquí y haced todo lo
posible por espantarme vuestras apariciones. Os dais buena maña para ello.
MAMILIO: Érase un hombre...
HERMIONA: Vamos, venid y sentaos; continuad ahora.
MAMILIO: ... que habitaba cerca de un cementerio. Voy a recitároslo bajito. Los grillos de allá
abajo no lo oirán.
HERMIONA: Avanzad, entonces, y decídmelo al oído. (Entran LEONTES, ANTÍGONO, Señores y
otros)
LEONTES: ¿Se le encontró allí? ¿Y con su séquito? ¿Y Camilo con él?
SEÑOR °: Los encontré detrás del bosquecillo de pinos. Nunca vi a hombres emprender su ruta
con tanto apresuramiento. Los seguí con la vista hasta sus naves.
LEONTES: ¡Cómo estaba en lo cierto con mis justas conjeturas, con mis fundadas sospechas!
¡Ay! ¡Hubiera querido saber menos! ¡Qué maldición adivinar tan bien! Una araña puede caer y ahogarse
en el fondo de una copa y un buen hombre beberla, abandonarla, y, sin embargo, no participar del veneno,
pues su imaginación no está infectada; pero si se presenta a sus ojos el horrible ingrediente, si se le
muestra lo que ha bebido, rompe su garganta y sus costados con violentos esfuerzos. ¡Yo he bebido y he
visto la araña! Camilo era en éste asunto su cómplice, su alcahuete; hay un complot contra mi vida, contra
mi corona. Todo lo que sospechaba es cierto; éste hipócrita malvado que yo empleaba, era empleado ya
por él; le he revelado mis designios; y heme aquí hecho un ser atenaceado, sí, un verdadero juguete, de
quien ellos pueden divertirse a voluntad. ¿Cómo fue que se les abrieron tan fácilmente las poternas?

SEÑOR °: Por la gran autoridad de Camilo, que le había dado ya poder para hacerlas abrir como
hoy, en virtud de vuestras órdenes.
LEONTES: Demasiado lo sé. (A HERMIONA) Dadme el niño. Me alegro de que no le hayáis
amamantado. Aunque lleva algunos rasgos míos, sin embargo, le habéis comunicado mucha de vuestra
sangre.
HERMIONA: ¿Qué significa esto? ¿Es una broma?
LEONTES: Llevaos de aquí el niño. No permanecerá al lado de ella. ¡Partid con él! (Sale
MAMILIO con algunas personas del séquito) Y que juegue con el niño de que está embarazada, pues es
Políxenes el que le ha hecho inflarse así.
HERMIONA: No tendría que decir más que no, y estoy segura de que me creeríais bajo mi
palabra, por inclinado que estuvierais a la contradicción.
LEONTES: Señores, miradla vosotros; fijaos bien en ella. Comenzad por decir tan sólo: "Es una
hermosa dama", y la justicia de vuestros corazones os obligará inmediatamente a añadir: "¡Lástima que
no sea honrada, honorable!" Alabadla únicamente por su belleza exterior, que, a fe mía, merece grandes
elogios, y acto seguido he aquí que los encogimientos de hombros, esos "¡hum!", esos "¡ah!", todas las
pequeñas manchas de que hace uso la calumnia... ¡Oh, me equivoco! Es la indulgencia la que las emplea,
pues la calumnia marcará el fuego a la misma virtud...; esos "¡hum!", esos "¡ah!", cuando hayáis dicho:
"Es hermosa", no esperarán a que digáis: "Es honrada." Pues sabed de quien tiene más razones para
deplorarlo, que es una adúltera.
HERMIONA: Si un villano hablara así, aunque fuera el villano más execrable del mundo, lo sería
más todavía. Vos, señor, no hacéis sino equivocaros.
LEONTES: Habéis confundido, señora mía, a Políxenes con Leontes. ¡Oh, tú, cosa...! Pero no te
daré el nombre que conviene a una criatura de tu condición, no sea que la grosería, autorizándose con mi
ejemplo, aplique parecido lenguaje a todos los linajes y olvide las diferencias que la urbanidad debe
establecer entre un príncipe y un mendigo. He dicho que es una adúltera, he dicho con quién lo es; más:
una traidora, y Camilo, uno de sus cómplices, uno de los que saben lo que ella debía sonrojarse de saber,
aunque su vil cómplice lo supiera con ella; es decir, que es una profanadora de su lecho, al igual de
aquellas a quien el vulgo aplica los epítetos más enérgicos; sí, y, además, está en el secreto de su reciente
fuga.
HERMIONA: ¡No, por mi vida! No estoy en el secreto de nada semejante. ¡Cómo os apenará,
cuando veáis más claro, el haberme ofendido así! Mi amable señor, apenas podréis entonces hacerme
reparación al confesar que os engañasteis.
LEONTES: ¡No! Si me equivoco, dados los fundamentos en que apoyo mi acusación, entonces el
centro de la tierra no es lo bastante sólido para sostener la peonza de un escolar. ¡Que se la conduzca a la
prisión! ¡Quien hable en favor de ella es culpable indirectamente! ¡Sólo por el hecho de que hable!
HERMIONA: Algún planeta aciago predomina. Debo resignarme hasta que el cielo tenga un
aspecto más favorable. Mis buenos señores, no soy inclinada al llanto, como ordinariamente las personas
de nuestro sexo, y tal vez la ausencia de este vano rocío secará vuestra piedad; pero tengo aquí, alojada en
mi corazón, esa desesperación del honor que abrasa con su fuego demasiado intenso para que las lágrimas
puedan extinguirlo. Os ruego a todos, señores, que me juzguéis con los mejores pensamientos que os
inspire la caridad, y ahora, ¡cúmplase la voluntad del rey!
LEONTES: (A los Guardias) ¿Me habéis oído?
HERMIONA: ¿Quién me acompaña? Suplico a Vuestra Alteza que vengan conmigo mis damas,
pues, vos lo sabéis, lo requiere mi estado.
No lloréis, tontuelas; esas lágrimas no tienen razón de ser. Cuando sepáis que vuestra señora ha
merecido la prisión, abundad entonces en lágrimas a mi partida; el trato que ahora sufro es para mi mayor
honor.
Adiós, mi señor; jamás deseé ver vuestro pesar; ahora tengo la certidumbre de que lo veré.
Vamos, mis damas; tenéis permiso.
LEONTES: ¡Id, ejecutad mis órdenes! ¡Fuera de aquí! (Sale HERMIONA, custodiada, con sus damas)
SEÑOR °: Suplico a Vuestra Alteza que vuelva a llamar a la reina.

ANTÍGONO: Estad seguro de lo que hacéis, señor, no sea que vuestra justicia pase por violencia,
y haga tres grandes víctimas: vos mismo, la reina y vuestro hijo.
SEÑOR °: Por ella, mi señor, hubiera empeñado mi vida; y la empeño, si os place aceptarla,
señor, de que la reina está sin mancha a los ojos del Cielo y ante vos; quiero decir de aquello de que la
acusáis.
ANTÍGONO: Si se prueba lo contrario, estableceré mis caballerizas donde aloje a mi mujer; iré
siempre acoplado con ella; no me fiaré de la misma sino cuando la vea y la toque, pues si la reina es
infiel, no hay una pulgada de carne de mujer en el mundo, sí, ni una onza de carne femenina que no sea
falsa.
LEONTES: Guardad silencio uno y otro.
SEÑOR °: Mi buen señor...
ANTÍGONO: Por vos es por quien hablamos, no por nosotros. Os habéis dejado engañar por algún
intrigante, que se condenará por ello; si conociera al malvado le haría un infierno la tierra () . Si hay una
brecha en el honor de la reina..., tres hijas tengo, la mayor de once años, la segunda de nueve y la tercera
de alrededor de cinco; si el hecho es verdad, ellas me lo pagarán. Por mi honor, que las castraré a todas;
no verán la edad de catorce años para producir generaciones bastardas; son mis coherederas, y me caparé
yo mismo antes que exponerme a dejarlas dar al mundo retoños ilegítimos de mi sangre () .
LEONTES: ¡Basta! Ni una palabra. Olfatearéis este asunto con un sentido tan frío como la nariz
de un hombre muerto; pero yo lo veo y lo siento como vos me sentís cuando os pincho el brazo, y como
veis el instrumento que os hace experimentar esa sensación.
ANTÍGONO: Si es así, no tenemos necesidad de tumba para enterrar la honradez; no hay un
átomo para purificar la faz de esta tierra, que no es más que un vasto estercolero.
LEONTES: ¡Cómo! ¿No se da crédito a mis palabras?
SEÑOR °: Mi señor, en este asunto preferiría que fueran vuestras palabras, y no las mías, las
faltas de crédito, y me agradaría más ver justificar su honor que vuestras sospechas, sea cual fuere la
censura que me infligierais por mis palabras.
LEONTES: ¡Pardiez! ¿Qué necesidad tenemos de conversar con vosotros de esto, en lugar de
seguir simplemente nuestra invencible creencia? Nuestra prerrogativa no apela a vuestros consejos; es
nuestra bondad natural la que nos ha llevado a tomaros por confidentes. Sí, atolondrados estúpidamente o
aparentándolo así con arte, no queréis o no podéis acoger como nosotros una verdad, estad advertidos de
que no necesitamos más de vuestra consulta. El asunto, la pérdida, la ganancia, la manera de proceder,
todo esto nos concierne exclusivamente a Nos.
ANTÍGONO: Y yo siento, mi soberano, que no hayáis instruido este proceso con el silencio de
vuestro solo juicio, sin darle más resonancia.
LEONTES: ¿Cómo hubiera podido hacerse? O la edad te ha vuelto muy ignorante, o has nacido
tonto. La fuga de Camilo, añadida a su familiaridad, que era tan evidente como nunca se mostró la
convicción, y que no podía sino ser vista y no probada, pues el percibirla bastaba para que las demás
circunstancias pusieran su crimen a la luz, nos obliga a este proceder. Sin embargo, para confirmarnos
más soberanamente en nuestra creencia, pues en acto de tal importancia sería deplorable mostrarse
precipitado, he despachado a toda prisa hacia el sagrado Delfos, al templo de Apolo, a Cleómenes y Dión,
de quienes conocéis su probada capacidad. Ahora, del oráculo dependerá todo; cuyo consejo espiritual
hará que me detenga o que avive el asunto. ¿He hecho bien?
SEÑOR °: Muy bien hecho, mi señor.
LEONTES: Aunque yo estoy convencido y no tengo necesidad de saber más de lo que sé, no
obstante, el oráculo calmará las almas de otras personas parecidas a Antígono, cuya credulidad ignorante
se resiste a la evidencia. Así, hemos hallado bueno confinar a la reina, lejos de nuestra libre persona, no
sea que los dos culpables que han huido de aquí le hayan dejado el encargo de cumplir su traición. Venid,
seguidnos; vamos a hablar al público, pues este asunto levantará un movimiento general.
ANTÍGONO: (Aparte) De risa, como estoy seguro, si se conociera la sencilla verdad.
Salen todos.

ESCENA SEGUNDA

Sicilia. Vestíbulo de una cárcel. Entran PAULINA y personas del séquito.

PAULINA: Al guardián de la prisión llamadle; hágasele saber quién soy. (Sale uno del séquito)
¡Digna señora! No hay corte en Europa demasiado buena para ti. ¿Qué haces, pues, en la cárcel? (Vuelve a
entrar el del séquito con el CARCELERO) ¡Hola, querido señor! Me conocéis, ¿no es así?
CARCELERO: Por una digna dama, a quien honro mucho.
PAULINA: Entonces, conducidme ante la reina, por favor.
CARCELERO: No puedo, señora; he recibido órdenes expresas en contrario.
PAULINA: ¡He aquí precauciones para secuestrar a la virtud y a la honra, y prohibir a los
visitantes amigos el acceso a ellas! Os lo suplico; ¿está permitido ver a sus damas, sea a quien fuese, a
Emilia, por ejemplo?
CARCELERO: Si os place, señora, haced retirar a esas personas de vuestro séquito, haré venir a
Emilia.
PAULINA: Llamadla, os ruego. Retiraos vosotros. (Salen las personas del séquito)
CARCELERO: Además, señora, tengo que presenciar vuestra conferencia.
PAULINA: Está bien, hacedlo, por favor. (Sale el CARCELERO) ¡Cuánto trabajo para quitar una
mancha sin decolorar la tela! (Vuelve a entrar el CARCELERO con EMILIA) Querida dama, ¿cómo se
encuentra nuestra señora?
EMILIA: Tan bien como es posible en una persona de tanta grandeza a infortunio. Bajo el golpe
de sus terrores y de sus penas, y nunca una dama sensible los experimentó tan grandes, ha dado a luz un
poco antes de término.
PAULINA: ¿Un niño?
EMILIA: Una niña, una nena muy robusta y hermosa, y que vivirá, según parece. La reina halla en
ella mucho consuelo; le dice: "Pobre prisionera mía, soy tan inocente como tú."
PAULINA: Me atrevo a jurarlo. ¡Malditas sean esas peligrosas y malignas lunas del rey! Debe
informársele de ello, y se le informará. El oficio corresponde mejor a una mujer; lo tomo sobre mí. Si no
le digo claro y sin elogios melifluos lo que pienso, que mi lengua se cubra de ampollas y no sirva nunca
más de trompeta a mi cólera cuando estalle roja de indignación. Os lo ruego, Emilia; comunicad a la reina
el homenaje de mi mayor respeto; si se atreve a confiarme su tierna criatura, la presentaré al rey y abogaré
por su causa con todas mis fuerzas. No sabemos hasta qué punto puede enternecerse a la vista de la niña.
El silencio de la pura inocencia persuade a menudo allí donde la elocuencia fracasa.
EMILIA: Muy digna señora, vuestra honradez y vuestra bondad son tan evidentes, que vuestra
espontánea empresa no puede tener mal resultado. No sé de dama en el mundo más adecuada para esa
gran misión. Plazca a vuestra señoría pasar a la habitación inmediata; yo voy a dar cuenta a la reina, acto
seguido, de vuestra muy noble proposición. Precisamente hoy estaba forjándose la idea de este proyecto;
pero no se atrevía a solicitar de nadie ese ministerio de honor, temerosa de una negativa.
PAULINA: Decidle, Emilia, que pondré a su disposición toda la elocuencia que posea, y si mi
lengua es tan elocuente como mi corazón valeroso, no dudéis que saldré bien.
EMILIA: ¡Bendita seáis por ello! Voy a ver a la reina. Dignaos entrar en un aposento más
próximo. (Sale EMILIA)
CARCELERO: Señora, si la reina accede a enviar a la niña, no sé a qué me expongo con
permitirlo, pues no tengo órdenes a este respecto.
PAULINA: Nada tenéis que temer, señor; la niña era prisionera en el vientre de su madre, y ahora
se ha liberado y manumitido por la ley y el curso de la gran Naturaleza. Ni es partícipe en la cólera del
rey, ni responsable de la falta de la reina, si la hubiese.
CARCELERO: Así lo creo yo.
PAULINA: No temáis nada. Por mi honor, me interpondré entre vos y el peligro.
Salen PAULINA y el CARCELERO.

ESCENA TERCERA

Sicilia. Aposento en el palacio real. Entran LEONTES, ANTÍGONO, Señores y otras personas del
acompañamiento.

LEONTES: ¡Ni de día ni de noche, ningún reposo! Soportar así este asunto es debilidad, pura
debilidad. ¡Si la causa de estos tormentos no existiese!... Ella no es sino una parte de esta causa, ella, la
adúltera, pues el rey corruptor está por completo más allá del alcance de mi brazo, fuera del blanco y tiro
de mi cerebro, al abrigo del complot; pero a ella puedo agarrarla. Supongamos que ha desaparecido, que
fue entregada a las llamas; recobraría yo la mitad de mi descanso. ¿Quién va?
ACOMPAÑANTE °: (Avanzando) ¿Mi señor?
LEONTES: ¿Cómo está el niño?
ACOMPAÑANTE °: Ha dormido bien esta noche. Se cree que ha ganado por la mano a su
enfermedad.
LEONTES: ¡Qué nobleza la suya! Al saber el deshonor de su madre, se abatió inmediatamente,
quedóse postrado, lo tomo muy a pecho; la vergüenza de esta acción le ha encadenado y paralizado como
si fuera suya; ha perdido la viveza, el apetito, el sueño, y ha caído en una absoluta languidez. Dejadme
solo. Id y ved cómo sigue. (Sale el Acompañante) ¡Vergüenza! ¡Vergüenza! No pensemos en él. La idea
misma de la venganza, por otro lado () , rebota contra mí; él es demasiado poderoso por sí, por sus
partidarios, por sus alianzas; dejémosle tranquilo hasta que se presente una ocasión favorable. En cuanto a
la venganza inmediata, tomémosla sobre ella. Camilo y Políxenes se ríen de mí, se divierten con mis
dolores; no se reirían si pudiera alcanzarlos, ni se reirá ella, que está en mi poder. (Entra PAULINA con una
niña)
SEÑOR °: No podéis entrar.
PAULINA: Antes bien: secundadme, mis buenos señores. ¿Os importa más, ¡ay!, su cólera de
tirano que la vida de la reina, un alma delicada e inocente, más pura aún que el celoso?
ANTÍGONO: Basta.
ACOMPAÑANTE °: Señora, no ha dormido esta noche; ha mandado que nadie se le acerque.
PAULINA: No tanto celo, mi buen señor; vengo a traerle el sueño. Gentes parecidas a vos, que se
deslizan junto a él a manera de sombras y acompañan con suspiros sus gemidos inútiles, gentes parecidas
a vos son las que mantienen la causa de sus insomnios. Yo vengo con palabras tan saludables como
verdaderas, y tan honradas como verdaderas y saludables, a purgarle de ese humor que le aleja del sueño.
LEONTES: ¿Qué ruido es ése? ¡Eh!
PAULINA: No hay ruido, mi señor, sino una conferencia necesaria sobre los padrinos de un
bautizo que toca a Vuestra Alteza.
LEONTES: ¡Cómo! ¡Fuera con esa dama atrevida! Antígono, te ordené que no la dejaras acercarse
a mí. Sabía que vendría.
ANTÍGONO: Le había dicho, mi señor, que debía abstenerse de visitaros, bajo pena de vuestro
desagrado y del mío.
LEONTES: ¡Qué! ¿No puedes imponer tu autoridad de esposo?
PAULINA: Sí, para prohibirme todo lo que es deshonesto; pero en este asunto, a menos que no
adopte la conducta que habéis seguido vos y me envíe a la cárcel para castigarme por una acción honrosa,
no hará que le obedezca, estad seguro de ello.
ANTÍGONO: ¡Vedlo ahora! Ya lo oís. Puesto que ella quiere tomar las riendas, la dejo correr:
pero no dará traspiés.
PAULINA: Mi buen soberano, vengo, y os suplico que me oigáis, a mí, que me declaro vuestra
leal servidora, vuestro médico, vuestra muy obediente consejera y que, aun al aliviar vuestras malas
disposiciones, me atrevo a mostrarlo menos que muchos que os parecen más adictos; vengo, digo, de
parte de vuestra virtuosa reina.
LEONTES: ¡Virtuosa reina!
PAULINA: Virtuosa reina, mi señor, virtuosa reina; he dicho bien, virtuosa reina, y a ser yo
hombre, siquiera el más débil de los que os acompañan, combatiría para probar que es virtuosa.
LEONTES: ¡Echadla de aquí a viva fuerza!

PAULINA: ¡Que el que no tenga miedo de sus ojos ponga el primero sus manos en mí! Saldré por
mi propia voluntad; pero llenaré antes mi mensaje. ¡La virtuosa reina, porque es virtuosa, os ha dado una
hija; hela aquí, la encomienda a vuestra bendición! (Deposita a la niña en el suelo)
LEONTES: ¡Fuera! ¡Bruja marimacho! () ¡Que se la arroje de aquí! ¡Que se la ponga en la
puerta! ¡Una celestina que sabe admirablemente su oficio!
PAULINA: No, estoy tan ignorante en ese oficio como vos en darme esa calificación, y soy tan
honrada como vos loco; lo que es bastante, os lo garantizo, tal como va el mundo, para pasar por honrada.
LEONTES: ¡Traidores! ¿No la ponéis en la puerta? ¡Dadle la bastarda! (A ANTÍGONO) Y tú,
imbécil, eres un gallino, suplantado aquí por tu dama gallina. ¡Recoge la bastarda! ¡Recógela, digo!
¡Entrégasela a tu viejarrona! ()
PAULINA: ¡Deshonradas sean para siempre tus manos si levantas del suelo a la princesa, movido
de la falsa imputación de bastardía que ha lanzado contra ella!
LEONTES: ¡Tiene miedo a su mujer!
PAULINA: ¡Ojalá vos lo tuvieseis de la vuestra! Está fuera de toda duda que entonces llamaríais
vuestros a los hijos que os pertenecen.
LEONTES: ¡Qué nido de traidores!
ANTÍGONO: ¡Por esta bella luz, que no soy un traidor!
PAULINA: Ni yo, ni nadie; no hay más que un solo traidor; y está aquí presente; y es él mismo,
pues entrega traidoramente a la calumnia, cuya punta es más mortal que la de la espada, su honor sagrado,
el de la reina, el de su hijo, lleno de promesas; el de su nena, pues rehusa (y, en el estado de las cosas, es
una maldición que no pueda obligársele) arrancar de una vez la raíz de su opinión, tan podrida como
sólida fue siempre la piedra o la carrasca.
LEONTES: ¡Regañona deslenguada () , que antes golpeaba a su marido y ahora se ceba en mí!
Esa rapaza no es mía. Es la progenitura de Políxenes. ¡Que se la saque de aquí, y se la arroje al fuego,
junto con su madre!
PAULINA: Es vuestra, y podríamos dejar a vuestro cargo el antiguo proverbio: "Se os parece
tanto, que es tanto peor." Mirad, señores, aunque la imagen sea diminuta, ¿no es la completa reducción y
la verdadera copia del padre? Es su nariz, sus ojos, sus labios, el movimiento de sus cejas, su frente, todo,
hasta el talle, hasta los gentiles hoyuelos de su mentón y de su nariz; es su sonrisa, la configuración y
molde de la mano, de los dedos, de las uñas. ¡Y tú, buena diosa Naturaleza, que has formado esta niña tan
semejante al que la engendró, si la creación de su alma te pertenece también, no hagas entrar al amarillo
entre sus colores, de miedo que ella no sospeche, como ha hecho él, que sus hijos no son de su esposo!
LEONTES: ¡Qué insolente bruja! Y tú, canalla, mereces ser ahorcado por no detener su lengua.
ANTÍGONO: Ahorcad a todos los maridos que no puedan imponer silencio a sus mujeres, y
apenas os quedará un súbdito.
LEONTES: Una vez más, arrojadla de aquí.
PAULINA: El más indigno y desnaturalizado de los esposos no podría hacer más.
LEONTES: Te haré quemar.
PAULINA: ¡Poco me importa! El hereje será quien encienda el fuego, y no la que se queme en él.
No os llamaré tirano, pero este modo tan cruel de tratar a la reina, sin poder producir otras acusaciones
que las de vuestro capricho mal fundado, sabe un poco a tiranía y os hará aparecer innoble, sí,
escandaloso a los ojos del mundo.
LEONTES: ¡En nombre de vuestro juramento de fidelidad, hacedla salir de esta sala! Si fuera un
tirano, ¿dónde estaría ahora su vida? No osara llamarme tirano si supiera lo que soy. ¡Fuera con ella!
PAULINA: No me empujéis, os lo ruego; voy a partir. Echad una mirada a vuestra hija, mi señor;
es vuestra. ¡Quiera Júpiter enviarle por guía un mejor genio tutelar!... ¿Qué necesidad tengo de esas
manos?... Vos, que tan complaciente os mostráis con sus locuras, no le haréis jamás ningún bien, ni
ninguno de vosotros. Eso es, eso es. Adiós; nos marchamos. (Sale PAULINA)
LEONTES: ¡Traidor! ¡Tú eres quien ha incitado a tu mujer a esa escena! ¡Mi hija!
¡Desembarazdme de eso!... ¡Tú mismo, que muestras un corazón tan tierno para con eso, llévatelo de aquí
y cuida de que instantáneamente lo consuman las llamas! Tú mismo, y nadie sino tú. Coge eso enseguida,

y dentro de una hora ven a comunicarme que el acto se ha cumplido, y esto con pruebas indiscutibles, o
dispongo de tu vida y de cuanto te pertenece. ¡Si rehusas y quieres afrontar mi cólera, dilo, y con mis
propias manos saltaré los sesos de esa bastarda! Anda, lleva eso al fuego, ya que tú has instigado a tu
mujer.
ANTÍGONO: No lo he hecho, señor. Estos señores, mis nobles compañeros, pueden, si les place,
justificarme de tal acto.
SEÑOR °: Podemos, mi real soberano; no es culpable de la venida de su esposa.
LEONTES: ¡Todos sois unos embusteros!
SEÑOR °: Suplico a Vuestra Alteza que nos otorgue mejor crédito. Hemos sido siempre para vos
servidores fieles, y os conjuramos a que nos consideréis como tales. Os rogamos, pues, de rodillas, en
recompensa de nuestros leales servicios pasados y futuros, que abandonéis ese designio tan horrible, tan
sanguinario, que ha de conducir a algún fin odioso. ¡Caemos todos de rodillas!
LEONTES: Soy una pluma para todo viento que sopla. ¿Estaré condenado a vivir para ver a esa
bastarda arrodillarse y llamarme padre? Más vale quemar eso ahora que maldecirlo entonces. Pero sea,
que viva. No será ni una cosa ni otra. (A ANTÍGONO) Acercaos aquí, señor; vos, que os habéis mostrado
tan tiernamente oficioso con la señora Paulina, vuestra partera mujer, para salvar la vida de esta bastarda,
porque es una bastarda, tan seguro como tu barba es gris, ¿qué aventuráis para salvar la vida de esa
chicuela?
ANTÍGONO: Cualquier cosa, mi señor, que mi capacidad pueda superar y la nobleza imponerme.
Si no puedo hacer más, puedo, a lo menos, comprometer la poca sangre que me queda para salvar a la
inocente. Haré cuanto sea posible.
LEONTES: Será posible. Jura por esta espada que ejecutarás mis órdenes.
ANTÍGONO: Las ejecutaré, señor.
LEONTES: Toma nota de ellas, y cúmplelas. ¡Mira!... Porque la no ejecución de un solo punto de
esas órdenes implicará la muerte, no ya de ti, sino también de tu mujer, la lengua grosera, que
perdonamos por el momento. Nos te ordenamos, como vasallo nuestro que eres, que te lleves de aquí esta
bastarda y la transportes a algún lugar alejado o desierto, fuera por completo de nuestros dominios, y que
allí la abandones, sin más piedad, a su propia protección y a la clemencia del clima. Como eso nos ha
venido por extraña suerte, te mando, en nombre de la Justicia, bajo pena de peligro de tu alma y del
tormento de tu cuerpo, que la entregues a la suerte de algún lugar extraño, donde el azar podrá nutrirlo o
matarlo. Llévate eso.
ANTÍGONO: Juro hacerlo; aunque una muerte inmediata hubiera sido más misericordiosa. ¡Ven,
pobre nena! ¡Que algún espíritu poderoso enseñe a los milanos y a los cuervos a servirte de nodrizas!
Dicen que los lobos y los osos, desechando su índole salvaje, han llenado tales oficios de piedad. ¡Señor,
sed más feliz de lo que merecéis por esta acción! ¡Y a ti, que la protección divina combata en tu favor
contra esta crueldad, pobre criatura condenada a perecer! (Sale ANTÍGONO con la niña)
LEONTES: ¡No, no criaré la progenitura de otro! (Entra un Criado)
CRIADO: Con el permiso de Vuestra Alteza, hace una hora que han llegado correos de parte de
los embajadores que enviasteis a consultar el oráculo. Cleómenes y Dión, felizmente arribados de Delfos,
han desembarcado uno y otro y se dirigen a toda prisa hacia la Corte.
SEÑOR °: Plázcaos saber, señor, que su rapidez ha excedido a todo cálculo.
LEONTES: Han estado ausentes veintitrés días. Es una rara celeridad. Nos presagia que el gran
Apolo quiere que la verdad de este asunto aparezca sin dilación. Preparaos, señores. Convocad un tribunal
() , para que podamos hacer comparecer en justicia a nuestra muy desleal esposa, pues ya que ha sido
acusada públicamente, obtendrá un juicio equitativo y público. En cuanto ella viva, mi corazón será para
mí una carga. Dejadme, y pensad en cumplir mis órdenes.
Salen todos.


ACTO TERCERO

ESCENA PRIMERA

Un puerto de mar en Sicilia. Entran CLEÓMENES y DIÓN.
CLEÓMENES: El clima es delicioso, el aire muy suave, la isla fértil y el templo rebasa en mucho
las alabanzas que comúnmente se le atribuyen.
DIÓN: Mencionaré, pues es lo que me ha cautivado vivamente, los hábitos celestiales, me parece
que así es como hay que llamarlos, y el aspecto venerable de los graves pontífices. ¡Oh el sacrificio! ¡Qué
majestuoso, qué solemne, qué extraterrestre en el momento de la ofrenda!
CLEÓMENES: Pero, por encima de todo, la repentina explosión, y la voz ensordecedora del
oráculo, próximo pariente del trueno de Júpiter, paralizaron de tal modo mis sentidos, que estaba como si
no existiera.
DIÓN: Si el viaje es, en sus resultados, tan feliz para la reina, ¡oh, ojalá lo sea!, como ha sido para
nosotros raro, agradable y pronto, no habremos perdido nuestro tiempo.
CLEÓMENES: ¡Gran Apolo, convierte todo en lo mejor! Me gustan poco esas proclamas que
incriminan a Hermiona, a despecho de sus negativas.
DIÓN: El rigor de ese proceder probará su inocencia, o apresurará la conclusión de este asunto.
Cuando el oráculo, sellado por el gran sacerdote de Apolo, revele su contenido, algo extraordinario se
pondrá entonces de manifiesto. Vamos. ¡Caballos frescos, y que el éxito sea feliz!
Salen CLEÓMENES y DIÓN.

ESCENA SEGUNDA

Sicilia. Un tribunal de justicia. LEONTES, Señores y Oficiales.

LEONTES: Esta causa, lo declaramos con gran sentimiento, es un golpe para nuestro corazón. La
parte acusada es la hija de un rey, nuestra esposa, y una mujer a quien hemos amado en extremo. Que se
nos absuelva del reproche de tiranía, ya que procedemos en justicia tan abiertamente, la que seguirá su
curso normal hasta la condenación o la absolución. Introducid a la presa.
Un OFICIAL: Es deseo de Su Alteza que la reina comparezca en persona aquí ante el tribunal.
¡Silencio! (Entra HERMIONA, escoltada; PAULINA y sus Damas de honor la acompañan)
LEONTES: Leed la acusación.
OFICIAL: (Leyendo) "Hermiona, reina consorte del digno Leontes, rey de Sicilia, estás aquí
procesada y acusada del crimen de alta traición, por haber cometido adulterio con Políxenes, rey de
Bohemia, y haber conspirado con Camilo para quitar la vida a nuestro soberano señor el rey, tu leal
esposo; cuyo complot, habiendo sido revelado en parte por las circunstancias, tú, Hermiona,
contrariamente a la fe y a la obediencia de una fiel súbdita, les has prestado tus oídos y tu ayuda para
ponerse a salvo por una evasión nocturna."
HERMIONA: Puesto que todo lo que tengo que decir radica simplemente en contradecir mi
acusación, y los testimonios que puedo exhibir consisten en los que extraiga de mí misma, no me servirá
de gran cosa el decir: "No soy culpable." Mi integridad, tomada por falsedad, será recibida como tal
cuando lo afirme. A pesar de esto diré: si las potencias divinas contemplan nuestras acciones humanas,
como las contemplan, no dudo entonces que la inocencia cubra de oprobio las acusaciones falsas y haga
temblar la tiranía ante la resignación. Vos, mi señor, sabéis mejor que nadie, aunque quisierais aparecer

como que sabéis menos que nadie, que mi vida pasada ha sido tan continente, tan casta, tan leal como
desgraciada soy ahora, y la Historia no ofrece ejemplo de infortunio mayor que el mío, aun cuando me
arreglara y pusiera en escena para emocionar a los espectadores. Porque, miradme aquí, la compañera de
un lecho real, que ocupa la mitad del trono, hija de un gran rey, la madre de un príncipe lleno de
esperanzas, miradme aquí, condenada a hablar y a perorar para defender mi vida y mi honor ante quien
quiera venir a escuchar. En cuanto a la vida, la aprecio lo que aprecio la pena, como una cosa que pasaría
de buen grado; en cuanto al honor, es un bien que debe pasar de mí a los míos, y sólo por él estoy aquí.
Señor, apelo a vuestra conciencia para decir cómo me hallaba en vuestras buenas gracias, como merecía
hallarme, antes que Políxenes viniera a vuestra Corte; después que vino, ¿por qué ligereza tan culpable
estoy apartada del recto camino para que tenga que comparecer así ante vos? Si he rebasado en un ápice
la frontera del deber, o si en acto o en pensamiento me he inclinado a rebasarla, ¡que todos los corazones
de los que me escuchan se cierren a mis dolores, y que mi pariente más próximo grite venganza sobre mi
tumba!
LEONTES: Jamás he oído decir de ninguno de esos vicios audaces que hayan tenido menos
impudicia para negar sus actos que la que habían tenido precedentemente para cometerlos.
HERMIONA: Demasiado cierto, aunque esa sea una máxima que no se dirige a mí, señor.
LEONTES: No queréis confesarlo.
HERMIONA: Entre las faltas que se me reprochan no puedo reconocer sino las que me son más
personales. En cuanto a Políxenes, con quien soy acusada, confieso que le estimaba como lo merecía con
todo honor, con ese género de afecto que podía convenir a una dama como yo, con aquel y con ningún
otro; de haberlo rehusado, pienso que habría obrado a la vez con desobediencia respecto de vos y con
ingratitud acerca de vuestro amigo, cuya afección desde el día mismo en que pudo hablar, desde la época
en que era niño, había declarado lealmente que os pertenecía. En cuanto a la traición, no sé qué gusto
tiene, aunque se me sirve como un plato que debo probar. Todo lo que sé es que Camilo era un hombre
honrado. Por qué ha abandonado la Corte, los dioses mismos lo ignoran si no saben de ello más que yo.
LEONTES: Sabíais su partida, como sabíais lo que habéis tratado de hacer en su ausencia.
HERMIONA: Señor, habláis un lenguaje que no entiendo. Mi vida está al alcance de vuestras
visiones, y a ellas os la abandono.
LEONTES: ¡Vuestros actos son mis visiones! ¡Habéis tenido una bastarda de Políxenes, y esto es
una visión mía! De igual modo que habéis dado de lado a toda vergüenza (así son las de vuestra especie),
os habéis despojado de toda veracidad. Esas negativas os importan más que os aprovechan; pues así como
tu rapaza ha sido arrojada de aquí, abandonada a sí propia, falta de un padre que la reconozca, lo que, en
verdad, es más criminal en ti que en ella, así tú también sentirás nuestra justicia, y de su trámite más
benigno no esperes menos que la muerte.
HERMIONA: Señor, malgastáis vuestras amenazas. El espantajo con que deseáis aterrarme, yo
misma lo busco. Para mí, la vida no puede ser ya un bien. La corona y esta alegría de mi vida, vuestro
favor, las miro como perdidas, pues siento que se me han escapado, sin que pueda decir cómo. Mi
segunda alegría era el primogénito de mis entrañas, y se me separa de su presencia como una apestada.
Mi tercer consuelo, mi hija, nacida bajo funesta estrella, se la arranca de mi seno, con la leche inocente
sobre sus labios, más inocentes aún, y se la arrastra al asesinato. A mí misma se me proclama en cada
poste una prostituta; con un odio indecente, se me niegan los privilegios del parto, que pertenecen a las
mujeres de toda condición, y, por último, se me apremia a venir aquí, a este sitio al aire libre, antes de
transcurrir el tiempo necesario para reparar mis fuerzas. Ahora, soberano mío, decidme ¿qué felicidad me
queda en esta vida, para que haya de temer la muerte? Proseguid, pues; sin embargo, oídme esto: no os
equivoquéis sobre mis palabras; poco importa mi vida; yo no la estimo en una arista de paja; pero en
cuanto a mi honor, que lo quisiera sin mancha, si he de ser condenada por conjeturas, ausentes todas las
pruebas, salvo las que inventen vuestros celos, os lo declaro, esto es abuso y no justicia. Vuestros
Honores me entienden todos. Me remito al oráculo. ¡Que Apolo sea mi juez!
SEÑOR °: Vuestra demanda es enteramente justa. Por consiguiente, que se dé a conocer, en
nombre de Apolo mismo, el oráculo que ha pronunciado. (Salen algunos Oficiales)

HERMIONA: ¡El emperador de Rusia era mi padre! ¡Oh! ¡Que no viviera para asistir al juicio de
su hija! ¡Que no se halle aquí para contemplar el despotismo de mi miseria, antes con ojos de piedad que
no de venganza! (Vuelven a entrar los Oficiales con CLEÓMENES y DIÓN)
OFICIALES: Vais a jurar aquí, sobre esta espada de la Justicia, que vosotros, Cleómenes y Dión,
habéis estado los dos en Delfos, que habéis traído este oráculo sellado y entregado por la mano del
pontífice del gran Apolo, y que, desde entonces, no habéis tenido la audacia de romper el sello sagrado ni
leer los secretos que encierra.
CLEÓMENES y DIÓN: Lo juramos absolutamente.
LEONTES: Romped los sellos y leed.
OFICIAL: (Leyendo) "Hermiona es casta; Políxenes, intachable; Camilo, un súbdito leal; Leontes,
un tirano celoso; su inocente criatura, legítimamente engendrada; y el rey morirá sin heredero si lo que se
ha perdido no es hallado."
SEÑORES: ¡Bendito sea el gran Apolo!
HERMIONA: ¡Alabado sea!
LEONTES: ¿Has leído exactamente?
OFICIAL: Sí, mi señor; exactamente como está escrito.
LEONTES: No hay una palabra de verdad en todo ese oráculo. Seguirá su curso el proceso. Eso es
pura falsedad. (Entra un Criado)
CRIADO: ¡Mi señor el rey! ¡El rey!
LEONTES: ¿Qué sucede?
CRIADO: ¡Oh señor! ¡Voy a ser odiado por anunciar tales noticias! El príncipe vuestro hijo, por
sólo el efecto de los terrores de imaginación y de los temores que les inspiraba la suerte de su madre, ha
partido.
LEONTES: ¡Cómo! ¡Partido!
CRIADO: Ha muerto.
LEONTES: ¡La cólera de Apolo! ¡Los cielos mismos castigan mi injusticia! (HERMIONA se
desvanece) ¿Qué pasa ahí?
PAULINA: Esta noticia es mortal para la reina. ¡Bajad los ojos, y ved en ella la obra de la muerte!
LEONTES: Sacadla de aquí. No es más que un síncope. Volverá en sí. He dado demasiado crédito
a mis sospechas. Por favor, administradle tiernamente algunos remedios que la hagan volver a la vida.
(Sale PAULINA con HERMIONA y las Damas del séquito) ¡Apolo, perdona mis palabras impías contra tu
oráculo! Me reconciliaré con Políxenes, ganaré de nuevo el corazón de mi reina, llamaré otra vez al buen
Camilo, al que proclamo hombre leal y humano, pues impulsado por mis celos a los pensamientos
sanguinarios y a la venganza, elegí a Camilo por ministro encargado de envenenar a mi amigo Políxenes,
y esto hubiera sucedido si el alma honesta de Camilo no hubiese retardado mis órdenes precipitadas,
aunque yo le amenacé de muerte si no las ejecutaba, y le seduje con la promesa de una recompensa si las
llevaba a cabo. Camilo, muy humano y lleno de honor, ha descubierto mis tramas a mi real huésped, ha
dado adiós a su posición en nuestra Corte, que, Vos lo sabéis, era grande, y, sin otra riqueza que su honor,
ha entregado su persona al azar de todas las incertidumbres. ¡Cómo reluce al lado de mi orín! ¡Y cómo su
piedad hace aparecer mis actos más negros todavía! (Vuelve a entrar PAULINA)
PAULINA: ¡Día funesto! ¡Oh, cortad el lazo de mi corpiño, o mi corazón, haciéndole estallar, va a
romperse también!
SEÑOR °: ¿Qué acceso es ése, mi buena dama?
PAULINA: ¿Qué estudiados tormentos tienes para mí, tirano? ¿Qué ruedas, qué potros, qué piras?
¿Qué desollamiento o qué cocción de plomo o aceite? ¿Qué tortura antigua o moderna habré de sufrir si
cada una de mis palabras merece hacer conocimiento con lo que puedes inventar de peor? Esos antojos de
tu tiranía, trabajando de concierto con tus celos, caprichos que serían demasiado fútiles para los niños,
demasiado ingenuos y demasiado absurdos para niñas de nueve años, ¡oh!, piensa en lo que han hecho, y
luego vuélvete enseguida loco, loco de atar, pues todas tus extravagancias pasadas no eran sino gérmenes
de lo que sucede. El haber traicionado a Políxenes no era nada, puesto que no ha servido sino para
mostrarte un loco inconstante y negramente ingrato. Has pretendido emponzoñar el honor del buen

Camilo, haciéndole asesinar a un rey; esto no era nada tampoco; pobres crímenes, en verdad; pues más
monstruosos esperaban su vez, y entre ellos cuento aún por nada, o casi nada, el hecho de haber arrojado
a los cuervos tu hijita de pecho, aunque un diablo hubiera vertido lágrimas de sus ojos de fuego; ni se te
debe culpar directamente de la muerte del joven príncipe, cuyos sentimientos de honor, tan elevados para
una edad tan tierna, han roto el corazón, que se vio obligado a comprender que un padre brutal e insensato
ultrajaba a su bondadosa madre. No, no se debe poner eso a tu cargo; pero ésta última catástrofe..., ¡oh
señores!, cuando os he dicho que claméis "¡Día funesto!"..., la reina, la reina, la más preciosa de las
criaturas, acaba de morir, y el cielo no ha hecho todavía caer su venganza.
SEÑOR °: ¡Los dioses potentes lo impidan!
PAULINA: Os digo que ha muerto, y lo juraré. Si ni palabras ni juramentos pueden convenceros,
id y mirad; si podéis devolver el color a sus labios, el resplandor a sus ojos, el calor a sus miembros
exteriores, la respiración a su pecho, os serviré como serviría a los dioses. Pero, ¡oh, tú, tirano!, no te
arrepientas de estas cosas, pues son demasiado pesadas para que todas tus penitencias puedan levantarlas.
Por consiguiente, entrégate a la sola desesperación. Aun cuando plegaras mil rodillas durante diez mil
años consecutivos, desnudo, hambriento, sobre una montaña estéril, en medio de una tempestad perpetua,
no podrías decidir a los dioses a que miraran allí donde estuvieras.
LEONTES: Continúa, continúa. Jamás hablarás demasiado. He merecido que todas las lenguas me
dirijan sus más amargos reproches.
SEÑOR °: Ni una palabra más. Sea cual fuere el estado de las cosas, habéis cometido una falta
hablando tan audazmente.
PAULINA: Lo siento. Me arrepiento de todas las faltas que cometo cuando llego a conocerlas.
¡Ay! ¡He obedecido demasiado a la temeraria sensibilidad de una mujer! El rey está conmovido en su
noble corazón. Lo que ya se consumó y es irreparable no ha menester de lamentaciones. Que mis
imprecaciones no os causen aflicción; antes os suplico que me hagáis castigar por haberos recordado lo
que debéis al olvido. Vamos, mi buen soberano. Señor, real señor, perdonad a una mujer insensata. El
amor que profesaba a vuestra reina... ¡Vamos, he aquí que estoy loca una vez más! No os hablaré ya de
ella ni de vuestros hijos. No os recordaré a mi esposo, perdido también. Acumulad toda vuestra
resignación y no diré nada.
LEONTES: No has hecho sino hablar bien al hablarnos con toda verdad, acepto mejor tus
reproches que hubiera aceptado tu compasión. Por favor, llévame al lado de los cadáveres de mi reina y
de mi hijo. Una sola tumba, sobre la que, para nuestra eterna vergüenza, se grabarán las causas de su
muerte, los encerrará a los dos. Todos los días visitaré la capilla en que reposen, y verter lágrimas será mi
consuelo; y tanto tiempo como me permita la naturaleza el ejercicio de esta expiación, por tanto tiempo
hago el juramento de cumplirlo cada día. ¡Ven y condúceme ante ese espectáculo de dolores!
Salen todos.

ESCENA TERCERA

Bohemia. Una comarca desierta junto al mar. Entran ANTÍGONO con la niña y un Marinero.
ANTÍGONO: ¿Estás seguro, entonces, de que nuestro navío ha tocado los desiertos de Bohemia?
MARINERO: Sí, mi señor, y temo que hayamos desembarcado en mal tiempo; el firmamento
tiene aspecto de mal humor y amenaza enfadarse de un momento a otro. Por mi conciencia los cielos
están enfurecidos contra lo que vamos a hacer, y nos miran ceñudos.
ANTÍGONO: ¡Cúmplase su divina voluntad! Anda, vuélvete a bordo, vigila tu barco; no tardaré
en reunirme contigo.
MARINERO: Daos toda la prisa posible y no os alejéis demasiado tierra adentro. Es probable que
tengamos un tiempo duro; además, este paraje es célebre por los animales de presa que habitan en él.
ANTÍGONO: Vuelve atrás. Te acompañaré inmediatamente.
MARINERO: Me alegro de todo corazón de desembarazarme así de este asunto. (Sale el
MARINERO)
ANTÍGONO: ¡Ven, pobre nena! He oído decir, sin otorgarle crédito, que las almas de los difuntos
pueden volver de nuevo. Si semejante cosa es verdad, tu madre se me apareció la noche última, pues

jamás tuve sueño tan parecido a la vela. Hacia mí avanzó una criatura que inclinaba la cabeza tanto a un
lado como a otro. Nunca vi vaso de dolor tan henchido y tan noble. Bajo sus velos castos y blancos,
semejante a la santidad misma, se aproximó al camarote en que dormía, tres veces se inclinó ante mí, y
como abriera con esfuerzo la boca para comenzar algún discurso, sus ojos se convirtieron en dos fuentes.
Una vez pasado el acceso de lágrimas, escapáronse estas palabras de sus labios: "Buen Antígono, ya que
la fatalidad, a despecho de tus generosas disposiciones, te ha designado para ministro encargado de
exponer a mi hija al abandono, tal como has tenido que jurarlo, existen en Bohemia regiones bastante
apartadas. Ve allí a llorar y deja allí a la niña entregada a sus gritos, y como se considerara perdida para
siempre, llámala, por favor, Perdita. Por este feo asunto que te ha sido impuesto por mi señor, no volverás
a ver a tu esposa Paulina." Y a esto, sollozó y disolvióse en el aire. Muy espantado, poco a poco volví en
mí, y me pareció que era una realidad y no un sueño. Los sueños son ilusiones; sin embargo, por una sola
vez quiero dejarme llevar de este, como un simple supersticioso. Creo que Hermiona ha sufrido la muerte,
y que esta niña, por ser realmente la progenitura del rey Políxenes, Apolo ha querido que fuese expuesta
sobre el territorio de su legítimo padre, sea para vivir, sea para morir en él. ¡Capullo, crece en
prosperidad! (Deposita la niña en tierra) ¡Quédate aquí, y contigo, tu filiación (Deja en el suelo un paquete) , y
esto, chiquitina, que podrá bastar para educarte () y quedar en tu posesión, si place a la Fortuna! La
tempestad comienza. ¡Pobre desgraciada, que por la falta de tu madre te ves así expuesta al abandono y a
lo que pueda suceder! No puedo llorar, pero mi corazón sangra. ¡Oh, qué maldito soy por juramento a
cumplir esta acción! ¡Adiós! El día se ensombrece cada vez más. Vas a tener probablemente una canción
de cuna demasiado desapacible. Jamás he visto los cielos tan sombríos en pleno día... ¡Se oye un rumor
salvaje! ¡Que pueda yo felizmente regresar a bordo!... ¡Es la caza!... ¡Estoy perdido para siempre! (Sale
ANTÍGONO perseguido por un oso. Entra un PASTOR)
PASTOR: Quisiera que no hubiese edad entre los dieciséis y los veintitrés años, o que la juventud
durmiera durante el intervalo, pues entre las dos edades no hay otra cosa sino muchachas embarazadas,
viejos insultados, robos y peleas. ¿Oís ese estrépito? Decidme si habría otras gentes más que cerebros
ardorosos de diecinueve y veintidós años que cazasen con este tiempo. Han hecho huir doce de mis
mejores ovejas, que temo las halle el lobo antes que su amo; si tengo la suerte de encontrarlas en algún
lado, será a la orilla del mar, donde se habrán puesto a ramonear la hiedra. (Descubriendo a la niña) ¡Buena
suerte! ¿Se me presenta ahora tu favor? ¿Qué es esto? ¡Bondad divina! ¡Un nene, un lindísimo nene! ¿Es
chico o chica?, me pregunto. ¡Una bonita chica! ¡Una hermosísima niña! Seguramente, el fruto de alguna
deshonra. Aunque no sea hombre leído, puedo leer, no obstante, que se trata de la deshonra de una
doncella. Resultado de algún trabajo de escalera, de encima de un baúl o de detrás de la puerta. ¡Los que
han engendrado a esta niña tenían más calor que ella, pobre criatura! Voy a recogerla por piedad. Sin
embargo, aguardaré a que llegue mi hijo. Voceaba hace un instante. ¡Ahó! ¡Eh! ¡Ohé! (Entra el BOBO)
BOBO: ¡Húchoho! ¡Alho!
PASTOR: ¡Cómo! ¿Estás tan cerca? Si quieres ver una cosa de que hablarás todavía cuando estés
muerto y podrido, ven aquí. ¿Qué tienes, hombre?
BOBO: ¡Qué dos espectáculos he visto en el mar y en la tierra! Pero no debo decir que es el mar,
pues es ahora cielo. Entre el mar y el firmamento no podrías meter la punta de un punzón.
PASTOR: ¿Qué quieres decir, muchacho?
BOBO: ¡Quisiera tan sólo que vieseis cómo se irrita, cómo se enfurece, cómo bate la ribera! Pero
no es esta la cuestión. ¡Oh, era el alarido más lastimoso el de aquellas pobres almas! A veces se los veía,
luego dejaba de vérselos; ora la nave parecía barrenar la luna con su palo mayor, y enseguida era
engullida por la espuma y el movimiento del agua, como si arrojaseis un corcho en un tonel. Y después,
pasemos a la tierra: ver cómo el oso le arrancó al hombre del omóplato y cómo gritaba llamándome en
auxilio y diciendo que se llamaba Antígono y que era un noble. Pero, para acabar con la nave, había que
ver cómo el mar se la tragaba como una pasa () ; pero antes era de ver cómo rugían los infelices y cómo
el mar se burlaba de ellos, y luego escuchar cómo daba alaridos el pobre caballero, y cómo el oso se
mofaba de él, y cómo los unos y los otros aullaban más fuerte que el mar y el temporal.
PASTOR: ¡En nombre de la misericordia! ¿Cuándo has visto eso, muchacho?

BOBO: Ahora, ahora mismo. No hace un guiñar de ojos que lo he presenciado. Los hombres no
están aún fríos debajo del agua, y el oso no se habrá comido todavía la mitad del caballero. Está en ello
ahora.
PASTOR: ¡Cómo hubiera querido estar allí para auxiliar al viejo! ()
BOBO: Hubiera querido que os hallaseis cerca del navío para prestarle socorro. Vuestra caridad
habría perdido allí el pie.
PASTOR: ¡Tristes sucesos! ¡Tristes sucesos! Pero mira aquí, muchacho. Y bendice ahora tu buena
suerte. Tú has encontrado cosas agonizantes; yo, cosas recién nacidas. He aquí un espectáculo para ti.
¡Mira, un traje de cristianar para la hija de un noble! Ve aquí, recoge esto, recoge esto, muchacho. Ábrelo.
Que se vea. Me habían dicho que las hadas me enriquecerían. Éste es algún niño sustituido por otro.
Ábrelo. ¿Qué hay dentro, muchacho?
BOBO: Sois un viejo afortunado. Si los pecados de vuestra juventud os son perdonados, vais a
vivir feliz. ¡Oro, todo oro!
PASTOR: Oro encantado, muchacho, ya verás cómo es así; arriba con él; tenlo bajo llave. A casa,
a casa por el camino más corto. Somos felices, muchacho, y para serlo siempre no se requiere sino
guardar el secreto. Que se vayan mis ovejas. Vamos, mi querido muchacho, a casa por el camino más
corto.
BOBO: Id vos por el camino más corto con vuestro hallazgo. Yo voy a ver si el oso ha terminado
con el caballero y cómo se lo ha comido. No son nunca temibles sino cuando están hambrientos. Si queda
algo de él, le daré sepultura.
PASTOR: Es una buena acción. Si por los restos que encuentras juzgas que puede identificársele,
ven a buscarme para que le vea.
BOBO: Lo haré, ¡pardiez!, y me ayudaréis a enterrarlo.
PASTOR: Éste es un día venturoso, muchacho, y debemos mostrarnos agradecidos a él por buenas
acciones.
Salen el PASTOR y el BOBO.


ACTO CUARTO

Entra el TIEMPO, que hace de coro.
TIEMPO: Yo, que complazco a algunos, que pongo a prueba a todos, que soy a la vez la alegría y
el terror de los buenos y de los malos, el que hace y descubre el error, me conviene ahora, en mi calidad
de Tiempo, usar de mis alas. No me imputéis como un crimen, a mí o a mi vuelo rápido, que me deslice
sobre dieciséis años y me pase sin describir los acontecimientos de este amplio vacío, ya que está en mi
poder derribar toda ley y en una sola de estas horas engendradas por mí implantar y desarraigar la
costumbre. Permitidme que sea lo que era antes que el orden social más antiguo se estableciese o que el
más moderno se aceptase. Soy testigo de las épocas que los crearon; lo seré de las cosas más jóvenes que
reinan ahora, y devolveré este brillo del presente tan anticuado como mi cuento os parece hoy. Contando
con vuestra indulgencia, vuelvo mi reloj de arena y hago dar un gran salto a mi drama; será como si
hubierais dormido durante el interregno. Dejando a Leontes y las consecuencias de sus actos dementes,
consecuencias tan desastrosas, que se ha encerrado en la soledad, imaginad, amables espectadores, que
estoy ahora en la hermosa Bohemia, y acordaos de que os mencioné un hijo del rey. Le doy al presente el
nombre de Florisel. Después me apresuro a hablaros de Perdita, que ha crecido con una gracia igual a la
admiración que produce. Lo que haya de ocurrirle no puedo anticipároslo; conoced tan sólo las noticias
del Tiempo a medida que suceden. La hija de un pastor, su vida actual y sus aventuras ulteriores; he aquí
el argumento de la historia que el Tiempo va a presentaros. Concededme esta libertad si os ha sucedido
alguna vez emplear peor vuestras horas. Si no os ha acontecido, el Tiempo mismo os lo dice: desea que en
el porvenir nunca las empleéis peor.

Sale el TIEMPO.

ESCENA PRIMERA

Bohemia. Aposento en el palacio de Políxenes. Entran POLÍXENES y CAMILO.

POLÍXENES: Por favor, buen Camilo, no insistas más. Negarte alguna cosa es para mí un
sufrimiento; concederte esto, sería una muerte.
CAMILO: Hace quince años que no he visto mi patria. Aunque haya respirado el aire de fuera
durante la mayor parte de mi vida, deseo que mis huesos descansen en mi país. Además, el rey,
arrepentido, mi señor, ha enviado a buscarme. Podría llevar tal vez algún alivio a los pesares de su
corazón, o, a lo menos, tengo la pretensión de imaginármelo, lo que es otro motivo que espolea mi
partida.
POLÍXENES: Si me estimas, Camilo, no borres tus servicios pasados, dejándome así ahora. La
necesidad que tengo de ti, tu propio mérito la ha creado. Hubiera preferido no haberte conocido jamás, a
perderte de esta manera. Me has introducido en asuntos que tú sólo puedes llevar a buen término. Debes,
por tanto, permanecer para concluirlos, o llevarte con tu persona los servicios mismos que me has hecho.
Si no los he recompensado lo suficiente, y no sabría recompensarlos demasiado, mi único estudio
consistirá en mostrarte mi reconocimiento por ellos y extraer el provecho de estrechar más aún nuestra
amistad. Te suplico que no me hables más de Sicilia, de esa nación fatal; su solo nombre me flagela por el
recuerdo de ese rey arrepentido, como tú le llamas, de mi real hermano, reconciliado hoy conmigo; la
pérdida de cuya preciosa reina e hijos es todavía para mí una herida fresca. Dime: ¿cuándo viste al
príncipe Florisel, mi hijo? Los reyes no son menos desgraciados cuando tienen vástagos indignos de ellos
que cuando los pierden después de haber comprobado sus virtudes.
CAMILO: Señor, hace tres días que no he visto al príncipe. Cuáles sean sus ocupaciones favoritas,
lo ignoro. Pero he tenido ocasión de advertir muchas veces que desde hace algún tiempo se ausenta
frecuentemente de la Corte y se muestra menos asiduo que antes a los ejercicios que convienen al hijo de
un rey.
POLÍXENES: He hecho la misma observación, Camilo, y con cierta inquietud; a tal extremo, que
tengo espías a mi servicio para que vigilen sus pasos durante sus ausencias; por ellos he sabido que
apenas sale de la casa de un pastor muy rústico, un hombre, dicen, que, con gran asombro de sus vecinos,
se ha elevado de la nada a un estado de increíble comodidad.
CAMILO: Señor, he oído hablar de un hombre de ese género, que tiene una hija de una distinción
muy rara y cuya celebridad se ha extendido más lejos de lo que podría esperarse de una reputación
comenzada en semejante choza.
POLÍXENES: Lo que me dices forma asimismo parte de mis noticias; pero temo el anzuelo que
atrae allí a nuestro hijo. Tú nos acompañarás a ese lugar; nos disfrazaremos sin aparecer como somos, e
interrogaremos al pastor. No ha de sernos difícil, creo, obtener de su simplicidad la causa de las
frecuentaciones de mi hijo. Te lo ruego, sé por el momento mi asociado en este asunto y da de lado al
pensamiento de Sicilia.
CAMILO: Obedezco gustosamente vuestras órdenes.
POLÍXENES: ¡Mi excelente Camilo! ¡Tenemos que disfrazarnos!
Salen POLÍXENES y CAMILO.

ESCENA SEGUNDA

Bohemia. Un camino junto a la cabaña del Pastor. Entra AUTÓLICO, cantando.

AUTÓLICO:
Cuando los narcisos comienzan a apuntar,
/con el ¡hurra! la ramera, sobre el valle,
/viene entonces lo más dulce del año,
/pues la sangre roja triunfa sobre la palidez del invierno.
La sábana blanca blanquea en el cercado,
/son el ¡hurra! las lindas aves, ¡oh cómo cantan!,
/me da dentera de robo,

/pues un cuartillo de cerveza es un plato de rey.
La alondra, que canta tira - lirá,
/con el ¡hurra!, con el ¡hurra! el tordo y el grajo,
/son canciones de estío para mí y mis tías () ,
/mientras nosotros nos revolcamos sobre el heno.
He servido al príncipe Florisel, y en mi tiempo he llevado terciopelo; pero ahora estoy fuera del
servicio. (Canta)
Mas ¿lloraré por esto, amada mía?
La pálida luna brilla de noche,
/y cuando vago aquí y allá
/es cuando voy muy derecho.
Si los calderos tienen permiso para vivir
/y llevar el zurrón en piel de cerda,
/entonces bien puedo establecer mi cuenta
/y confesarla en los cepos.
Trafico en sábanas; cuando el milano ha hecho su nido, mirad la ropa blanca menuda. Autólico me
llamó mi padre, que, habiendo sido, como yo, dado a luz bajo la influencia de Mercurio, fue igualmente
un ratero de bagatelas sin importancia. Gracias a los dados y a las mujercillas he adquirido este
caparazón, y es mi renta la trampa boba. Las horcas y las palizas que se arriesgan sobre los caminos reales
son demasiado importantes para mí, la idea de ser apaleado y llevado a la horca me aterroriza. En cuanto
a la vida futura, duerme en mi pensamiento... ¡Una presa! ¡Una presa! (Entra el BOBO)
BOBO: Veamos; cada once corderos dan veintiocho libras de lana; cada veintiocho libras hacen
una libra esterlina y algunos chelines. Mil quinientos corderos trasquilados, ¿qué suma hacen de lana?
AUTÓLICO: (Aparte) Si el lazo es sólido, el gallo es mío.
BOBO: Es un cálculo que no puedo hacer sin calculador. Veamos. ¿Qué es lo que tengo que
comprar para nuestra fiesta de la esquila de los corderos? (Lee) "Tres libras de azúcar, cinco libras de
pasas de Corinto; arroz..." ¿Qué querrá hacer mi hermana con el arroz? Poco importa, ya que mi padre la
ha nombrado ordenadora de la fiesta, y ella lo pone en lista. Me ha confeccionado veinticuatro ramilletes
para los trasquiladores, todos cantores a tres partes, y de los buenos; pero la mayoría son tenores y bajos.
Entre ellos no hay más que un puritano, y este canta salmos sobre aires de cornamusa. Me falta azafrán
para dar color a nuestros pasteles de peras, macis, dátiles... No, no es necesario; esto no está en mi nota.
(Lee) "Nueces moscadas, siete; una raíz o dos de jengibre." Pero esto puedo pedir que se me dé. "Cuatro
libras de ciruelas y otras tantas de uvas secas al sol."
AUTÓLICO: (Revolcándose en el suelo) ¡Oh, si no hubiera nunca nacido!
BOBO: ¡Por vida mía!...
AUTÓLICO: ¡Oh, auxiliadme, auxiliadme! ¡Quitadme sólo estos harapos, y luego la muerte, la
muerte!
BOBO: ¡Ay pobre infeliz! Más bien necesitas que te añadan otros harapos y no que te quiten los
que tienes.
AUTÓLICO: ¡Oh señor! Su asquerosidad ofende más que los golpes que he recibido, y eso que
fueron duros y se cuentan por millones.
BOBO: ¡Ay pobre infeliz! ¡Un millón de golpes debe de hacer una cuenta pesada!
AUTÓLICO: He sido robado y golpeado, señor. Se llevaron mis vestidos y mi dinero y
pusiéronme estos pingos detestables.
BOBO: ¿Quién fue? ¿Un caballero, o un peatón?
AUTÓLICO: Un peatón, señor, un peatón.
BOBO: En efecto; debe de haber sido un peatón, a juzgar por los vestidos que te ha dejado. Si esa
es la ropa de un caballero, ha visto muy cálidos servicios. Dame la mano y te ayudaré. Vamos, dame la
mano. (Le ayuda a levantarse)
AUTÓLICO: ¡Oh, cuidadosamente, mi buen señor! ¡Oh!
BOBO: ¡Ay pobre alma!

AUTÓLICO: ¡Oh mi buen señor! Con cuidado, mi buen señor. Temo, señor, que tenga dislocado
el omóplato.
BOBO: ¿Qué es eso? ¿No puedes tenerte en pie?
AUTÓLICO: Con cuidado, mi querido señor. (Le registra los bolsillos) Mi buen señor, con cuidado.
Me habéis hecho un servicio caritativo.
BOBO: ¿Necesitas algún dinero? Tengo un poco de dinero a tu disposición.
AUTÓLICO: No, mi bueno y amable señor. No, señor, os lo ruego. Tengo un pariente, a casa del
cual iba, que no está a tres cuartos de milla de aquí. El me dará dinero y todas las cosas que necesite. ¡No
me ofrezcáis dinero, os lo suplico! Esto me parte el corazón.
BOBO: ¿Qué clase de hombre es el que te ha robado?
AUTÓLICO: Una buena alhaja, señor, a quien he conocido buhonero del juego del boliche () . Le
conocí antes como sirviente del príncipe. No podría deciros, señor, por cuál de sus virtudes; pero en
verdad, ha sido arrojado de la Corte a latigazos.
BOBO: Por cuál de sus vicios, querrás decir. No hay virtud que se arroje de la Corte a latigazos.
En la Corte se acaricia a la virtud para hacer que se quede allí, y, sin embargo, con gran trabajo consiente
en permanecer.
AUTÓLICO: De sus vicios quería decir, señor. Conozco perfectamente a ese hombre; ha sido
luego exhibidor de monos; después alguacil; belleguín; más tarde obtuvo permiso para un retablo de
muñecos con la historia del Hijo Pródigo, y se casó con la mujer de un calderero a una milla de donde
radican mis tierras y mis bienes; y, en fin, tras haber pasado por diversas profesiones de pícaros, ha
tomado sólo la de bribón. Algunas personas le llaman Autólico.
BOBO: ¡Mala peste le coja! ¡Ratero, por vida mía, ratero! Ronda las romerías, las ferias y los
combates de osos.
AUTÓLICO: Muy cierto, señor; el mismo, señor; ese es el granuja que me ha puesto en este traje
ridículo.
BOBO: No hay un bellaco más cobarde en toda Bohemia. Con sólo que le hubierais mirado
abriendo mucho los ojos y le hubierais escupido, se habría dado a la fuga.
AUTÓLICO: Debo confesaros, señor, que no soy hombre de armas tomar; me falta valor por ese
lado, y esto lo sabía él, os lo garantizo.
BOBO: ¿Cómo os sentís ahora?
AUTÓLICO: Mi amable señor, mucho mejor que antes; puedo tenerme en pie y marchar. De
manera que tomo licencia de vos e iré pasito a paso a casa de mi pariente.
BOBO: ¿Quieres que te lleve hasta el camino?
AUTÓLICO: No, arrogante señor; no querido señor.
BOBO: En ese caso, que te vaya bien. Voy a comprar especias para nuestra fiesta de la esquila de
los corderos.
AUTÓLICO: Os deseo toda clase de prosperidades, simpático señor. (Sale el BOBO) Vuestra bolsa
no está lo bastante caliente para comprar especias. Me reuniré con vos en vuestra fiesta de la esquila de
los corderos. Si a este escamoteo no sucede otro, si de los trasquiladores no hago borregos, no quiero
pertenecer al mundo de los rateros y deseo que mi nombre se inscriba en el libro de la virtud. (Cantando)
Trotemos, trotemos por el sendero,
/y tomémoslo alegremente.
Un corazón feliz va todo el día,
/un corazón triste está fatigado al cabo de una milla.
Sale AUTÓLICO.

ESCENA TERCERA

Bohemia. Prado delante de la cabaña del Pastor. Entran FLORISEL y PERDITA.

FLORISEL: Esos vestidos, a que no estáis acostumbrada, os transforman. No sois ya una pastora,
sino Flora asomando en la frente de abril. Vuestra fiesta de la esquila de los corderos es como una reunión
de semidioses, de que sois la reina.

PERDITA: Señor, mi gracioso señor, no me cumple reñiros por la exageración de vuestras
alabanzas. ¡Oh, perdón por hablar así! Vuestra alta personalidad, que constituye la admiración del país, la
habéis disminuido al vestiros con traje de pastor; mientras yo, pobre doncella de humilde condición, estoy
vestida como una diosa. Si nuestras fiestas no admitieran la locura como plato y si nuestros convidados
no lo digirieran por costumbre, enrojecería al veros vestido de esa manera. Me desmayaría, creo, al
contemplarme en vos como en un espejo.
FLORISEL: Bendito el día en que mi buen halcón tendió su vuelo a través del campo de tu padre.
PERDITA: Ahora quiera Júpiter daros razón. En lo que me concierne, la diferencia de nuestros
linajes me aterroriza. Vuestra grandeza no conoce el temor. A cada instante tiemblo ante la idea de que
vuestro padre podría, por una casualidad, pasar como vos por aquí. ¡Oh los hados! ¿Qué pensaría al ver a
su noble hijo ligado a tanta inferioridad? ¿Y cómo podría yo, bajo este aderezo prestado, soportar la
severidad de su presencia?
FLORISEL: No pienses más que en estar contenta. Los dioses mismos, humillando su divinidad
ante el amor, han tomado forma de animales. Júpiter se transformó en toro y mugió; el verde Neptuno
cobró la figura de un morueco y baló; y el dios de traje de fuego, el rubicundo Apolo, los rasgos de un
simple pastor, como yo ahora. Jamás sus metamorfosis tuvieron por excusa una belleza tan rara como la
tuya, ni una intención tan casta, porque mis deseos están contenidos por mi honor, y mi pasión no se halla
inflamada sino por mi fe.
PERDITA: ¡Oh mi querido señor! Vuestra resolución será insostenible cuando a ella se oponga,
como tiene que suceder, la autoridad del rey. Ocurrirá entonces, o que vos renunciáis a vuestro propósito,
o que yo renuncio a vivir.
FLORISEL: Mi muy cara Perdita, te suplico que no entristezcas la alegría de esta fiesta con
pensamientos que no son sino suposiciones. O seré de ti, hermosa mía, o no seré de mi padre, pues no
puedo pertenecer ni a mí ni a otros si no te pertenezco. Y en esto seré sumamente constante, aunque el
Destino diga que no. ¡Muéstrate alegre, mi gentil! Ahoga semejantes pensamientos con aquello que
atraiga tus ojos. Nuestros huéspedes llegan. Animad vuestro semblante como si estuviéramos en el día de
la celebración de este matrimonio que hemos jurado los dos que ha de venir.
PERDITA: ¡Oh dama Fortuna! ¡Sednos propicia!
FLORISEL: Mirad, vuestros convidados se acercan. Preparaos a recibirlos alegremente, y rojee
nuestro rostro con el regocijo. (Entran el PASTOR con POLÍXENES y CAMILO, disfrazados; el BOBO,
MOPSA, DORCAS y otros)
PASTOR: ¡Qué vergüenza, hija mía! Cuando vivía mi anciana esposa, en tal día como hoy era
panetera, repostera y cocinera, dama y criada a un tiempo. Daba la bienvenida a todos, a todos servía.
Entonaba su canción y bailaba a su vez. Tan pronto aquí, a la testera de la mesa, como en medio; ya junto
al hombro de éste, ya junto al de aquél. La fatiga encendía su cara, y si bebía alguna cosa para extinguirla,
era tomando un sorbo de cada uno. Vos os retraéis como si fuerais una invitada y no la huéspeda de esta
reunión. Por favor, desead la bienvenida a estos amigos desconocidos, pues el modo de hacernos mejores
amigos es conocernos más. Vamos, no os ruboricéis y mostrad lo que sois: la señora de esta fiesta.
Acoged a vuestros trasquiladores si queréis que prospere vuestro rebaño.
PERDITA: (A POLÍXENES) Bien venido seáis, señor. Mi padre quiere que llene hoy las funciones
de huéspeda. (A CAMILO) Sed bien venido, señor. Dadme aquellas flores, Dorcas. Señor, he aquí para vos
romero y ruda. Son flores que conservan su forma exterior y su perfume todo el invierno. La gracia y el
recuerdo sean con ambos. Y la bienvenida a nuestros trasquiladores.
POLÍXENES: Zagala, pues sois una linda zagala, tenéis razón al ofrecer flores de invierno a
personas de nuestra edad.
PERDITA: Señor, cuando el año se adelanta, y no estamos aún en la muerte del estío ni en el
nacimiento del tembloroso invierno, las flores más lindas de la estación son los claveles y las clavellinas
jaspeadas, que algunos llaman las bastardas de la Naturaleza. Se halla falto de esta especie nuestro rústico
jardín, y yo apenas me cuido de obtener vástagos de ellas.
POLÍXENES: ¿Por qué las desdeñáis, gentil doncella?

PERDITA: Porque he oído decir que hay un arte que consiste en producir flores con una variedad
de colores tan grande como la Naturaleza misma.
POLÍXENES: Existe; pero la Naturaleza no ha sido mejorada jamás sino por ella propia. Ese arte
que, según vos, perfecciona la Naturaleza, es un arte que la Naturaleza ha creado. Así, veis, dulce
doncella, que unimos el injerto, el tallo más gentil, al esqueje más salvaje y hacemos reproducir de la
corteza más común un brote de la más noble especie. El arte que corrige así la Naturaleza, o más bien que
la transforma, es siempre la Naturaleza.
PERDITA: En efecto.
POLÍXENES: Por consiguiente, enriqueced vuestro jardín con clavellinas y no las califiquéis de
bastardas.
PERDITA: Yo no pondré en la tierra el almocafre para plantar con él un esqueje de ellas. Es más,
si yo llevara afeites, no quisiera que este joven me admirara y sintiera el deseo de hacerme madre. He
aquí flores para vos: la ardiente alhucema, menta, ajedrea, almoraduj; la caléndula, que se acuesta con el
sol y, llorando, se levanta con él. Son flores del medio verano, y creo que las que se dan a los hombres de
una edad media. ¡Sed muy bien venidos!
CAMILO: Me olvidaría de pacer si formara parte de vuestro rebaño, y pasaría la vida en vuestra
contemplación.
PERDITA: ¡Quitad! ¡Ay! Os pondríais tan flaco que los cierzos de enero os horadarían de parte a
parte. (A FLORISEL) En cuanto a vos, mi más bello amigo, desearía tener algunas flores primaverales,
como adecuadas a vuestra juventud. (A los Aldeanos) También quisiera tenerlas para vosotros. (A las
Aldeanas) Y para vosotras, que vuestras ramas inmaculadas lleváis vuestras virginidades en capullo. ¡Oh
Proserpina! ¡Que no tenga a mi disposición las flores que, en tu espanto, dejas caer del carro de Plutón!
¡Los narcisos, que preceden a las intrépidas golondrinas y cuya belleza cautiva a los vientos de marzo!
¡Las violetas, oscuras, pero más deliciosas que las pupilas de Juno o el aliento de Citera! ¡Las pálidas
primaveras, que mueren vírgenes antes de haber podido contemplar el brillante sol en toda su fuerza,
enfermedad frecuente entre las vírgenes! ¡La orgullosa prímula y la corona imperial! ¡Lirios de todas
clases, de que forma parte la flor de lis! (A FLORISEL) ¡Oh, me faltan de estas para haceros guirnaldas y
cubriros todo entero, mi dulce amigo!
FLORISEL: ¡Cómo! ¿Semejante a un cadáver?
PERDITA: ¡No; como un lecho donde se recline y juguetee el amor! ¡No como un cadáver, sino...
como un cuerpo vivo que tuviera por tumba mi seno! Vamos, tomad vuestras flores. Me parece
representar una pastoral de Pentecostés. ¡Seguramente el vestido que llevo es lo que cambia así mi
carácter!
FLORISEL: Lo que hacéis es siempre mejor que lo que habéis hecho. Cuando habláis, amada mía,
quisiera que hablaseis siempre; cuando cantáis, quisiera que cantaseis comprando, que cantaseis
vendiendo, que cantaseis distribuyendo limosnas, murmurando plegarias, ocupándoos de vuestros
asuntos. Cuando bailáis, siempre que no seáis una onda, para bailar siempre, sin conocer otra función.
Vuestra manera de obrar es tan singular, tan especial, corona tan bien cada uno de vuestros actos, que
todas vuestras acciones son reinas.
PERDITA: ¡Oh Doricles! Vuestros elogios serían exagerados si vuestra juventud y la pureza de la
sangre generosa que la nutre no descubrieran en vos la inocencia de un pastor. De otro modo, mi Doricles,
la discreción me haría temer que pretendíais ganarme por mal camino.
FLORISEL: Y al suponerlo, estaríais tan lejos de la verdad como yo de querer alabaros. Pero
vamos; nuestro baile, por favor. Vuestra mano, Perdita. Seamos dos tórtolos que nunca se separarán.
PERDITA: En lo que me concierne, lo juraría.
POLÍXENES: Entre las muchachas de baja extracción, he aquí la más linda que haya corrido
jamás sobre el césped. Todo cuanto hace o dice deja suponer que está por encima de su condición y que
es demasiado noble para este lugar.
CAMILO: Algo le dice él que la hace ruborizarse. Por mi fe, es la reina del requesón y la crema.
BOBO: ¡Vamos, tocad!

DORCAS: Si Mopsa ha de ser nuestra pareja, ¡pardiez!, comed ajos para que sus besos sepan
menos fuertes.
MOPSA: Aceptado, en buena hora.
BOBO: ¡Ni una palabra, ni una sola! Conservad nuestra compostura. ¡Vamos, tocad! (Música. Aquí
un baile de pastores y pastoras)
POLÍXENES: Decidme, os suplico, buen pastor: ¿quién es aquel lindo zagal que baila con vuestra
hija?
PASTOR: Se llama Doricles. Se jacta de poseer un pasturaje digno de la fortuna de mi hija. Es él
quien lo dice, mas yo le creo, pues tiene el aire sincero. Pretende a mi hija. Lo creo también, porque jamás
la luna se miró en el agua como él se detiene a leer en los ojos de mi hija. En fin, si hubiera de
establecerse una comparación entre su amor recíproco, no habría la diferencia de medio beso.
POLÍXENES: La niña baila maravillosamente.
PASTOR: Todo lo hace a maravilla, aunque hablo de lo que debiera callarse. Si el joven Doricles
se casa con ella, ella le dará alguna cosa con que no sueña. (Entra un Criado)
CRIADO: ¡Oh amo! Si oyeseis al buhonero en la puerta, no querríais bailar nunca al son del
tamboril y el caramillo. No, no; la cornamusa no os haría ya ningún efecto. Entona diversas canciones
más pronto que vos contáis mi dinero. Las tararea como si hubiese comido baladas, y los hombres se
vuelven todo orejas para oírle.
BOBO: No podéis elegir mejor momento. Hacedle entrar. Me gustan las baladas cuyo tema y cuya
música son alegres, o una canción regocijada en un tono lamentable.
CRIADO: Tiene canciones para hombres o para mujeres, de todas clases. No hay modista que
ponga tan bien los guantes a su parroquia. Lleva los más lindos romances de amor para las doncellas, y
sin palabras licenciosas, lo que es extraño; con una delicada carga de estribillos y bordones, con "sáltala y
pégala"; y en el momento en que algún chocarrero desbocado quisiera, como si dijéramos, hallar qué
censurar, interpretar mal la cosa, él hace responder a la doncella: "¡Húchoho, no me hagas daño, buen
hombre!" Ella lo rechaza y se salva con un: "¡Húchoho, no me hagas daño, buen hombre!"
POLÍXENES: ¡Es un bravo camarada!
BOBO: Créeme, hablas de un mozo admirablemente dotado. ¿Lleva mercancías nuevas?
CRIADO: Lleva cintas de todos los colores del arco iris y más puntillas que puntos pueden tocar
sabiamente todos los leguleyos de Bohemia, aunque vengan en gran número: cenefas, filadices, batistas,
linones. ¡Pardiez!, canta las cosas que vende como si fueran dioses o diosas. Pensaríais que una camisa de
mujer es un ángel femenino, a fuerza de oírle celebrar las mangas y el trabajo de ribeteo.
BOBO: Por favor, introdúcele, y que se acerque cantando.
PERDITA: Prevénle que no use palabras inconvenientes en sus canciones. (Sale el Criado)
BOBO: Hay buhoneros que valen más de lo que pensáis, hermana.
PERDITA: O más bien, buen hermano, de lo que me inclino a pensar. (Entra AUTÓLICO, cantando)
AUTÓLICO:
Linón tan blanco como la nieve que cae,
/burato negro como nunca fue el cuervo,
/guantes tan perfumados como la rosa de Damasco,
/antifaces para la cara y la nariz,
/brazaletes de abalorios, collares de ámbar,
/perfumes para el gabinete de las damas,
/cofias de oro y pecheras,
/para que los galanes obsequien a sus amadas,
/alfileres y plegadores de acero,
/todo lo que las mozas necesitan de cabeza a talón.
¡Venid a comprarme, venid; venid a comprar, venid a comprar!
¡Comprad, muchachos, o vuestras muchachas van a llorar!
¡Venid a comprar!
BOBO: Si no estuviera en amores con Mopsa, no me sacabas a mí el dinero; pero esclavizado por
ella como estoy, esclavos suyos han de ser algunas cintas y guantes.

MOPSA: Me fueron prometidos antes de la fiesta; pero nunca vendrán demasiado tarde.
DORCAS: Os había prometido más que esto, o hay mentirosos.
MOPSA: A vos os ha dado más de lo prometido; más quizá de lo que debiera haberos dado; algo
que tendríais vergüenza en devolverle.
BOBO: Pero ¿es que no tienen ya modales las muchachas? ¿Llevarán su guardapiés donde debían
llevar su cara? ¿No tenéis, a la hora del ordeño, a la hora de acostar, a la de ir al horno, tiempo bastante
para contaros estos secretos? ¡Pero preferís cotorrear delante de nuestros huéspedes! ¡Fortuna que ellos
están parloteando también! ¡Poned sordina a vuestras lenguas, y ni una palabra más!
MOPSA: He acabado; pero conste que me prometisteis un pasamano vistoso y un par de guantes
perfumados.
BOBO: ¿No te dije que me habían desvalijado en el camino y que había perdido todo mi dinero?
AUTÓLICO: En efecto; hay rateros por los contornos y es prudente andar ojo alerta.
BOBO: No temas, hombre; aquí no te robarán nada.
AUTÓLICO: Así lo espero, señor, pues llevo encima muchos paquetes de mercancía.
BOBO: ¿Qué tienes ahí? ¿Baladas?
MOPSA: Por favor, cómprame alguna. Me gustan las baladas impresas, como esas, pues estamos
seguros de que son verdad.
AUTÓLICO: He aquí una, de un tono doliente; de cómo la mujer de un usurero parió veinte sacos
de dinero a la vez; y de cómo ansió comer cabezas de víboras y escuerzos en carbonada.
MOPSA: ¿Creéis que sea verdad?
AUTÓLICO: ¡Y tan verdad! Hace menos de un mes.
DORCAS: ¡Líbreme Dios de casarme con un usurero!
AUTÓLICO: Aquí dice el nombre de la comadrona, una tal doña Chismosa, y el de cinco o seis
mujeres honradas que estaban presentes. ¿Por qué había yo de divulgar mentiras?
MOPSA: Por favor, compradla ahora.
BOBO: Vaya, echadla a un lado, y enseñadnos más baladas aún; compraremos después otros
artículos.
AUTÓLICO: He aquí otra, la de un pez que apareció sobre la costa un viernes veinticuatro de
abril a cuarenta mil brazas por debajo del agua y cantó ésta balada contra las doncellas de corazón
empedernido. Créese que era una mujer transformada en pez frío por no haber querido cambiar su carne
con la de un hombre que la amaba. Esa balada es tan emocionante como verdadera.
DORCAS: ¿Pensáis también que sea verdad?
AUTÓLICO: Cinco jueces lo han certificado por escrito. En cuanto a los testimonios, hay más de
los que podría encerrar mi fardo.
BOBO: Echadla a un lado también. Otra.
AUTÓLICO: Ésta es una balada alegre, pero de las más lindas.
MOPSA: Hay que comprar algunas alegres.
AUTÓLICO: ¡Pardiez!, ésta es para morirse de risa, y se canta con el tonillo de "Las dos doncellas
que pretendían a un hombre". No hay en todo el Oeste doncella que no la cante. Me la piden mucho, os lo
aseguro.
MOPSA: Dorcas y yo podemos cantarla. Si llevas una parte, la oiréis. Está a tres partes.
DORCAS: Nosotras hemos aprendido el tono hace más de un mes.
AUTÓLICO: Puedo llevar mi parte. Sabéis que es mi ocupación. Estoy a vuestras órdenes.
CANCIÓN
AUTÓLICO:
Id allá, que debo marcharme
/a un sitio en que no me conozcáis.
DORCAS:
¿Dónde?
MOPSA:
¡Oh! ¿Dónde?

DORCAS:
¿Dónde?
MOPSA:
Conviene que mantengas el juramento que me has hecho
/de contarme todos tus secretos.
DORCAS:
Yo también; déjame ir allá.
MOPSA:
O vas a la granja o al molino.
DORCAS:
Si vas a la una o al otro, haces mal.
AUTÓLICO:
Ni a la una ni al otro.
DORCAS:
¡Cómo! ¿Ni a la una ni al otro?
AUTÓLICO:
Ni a la una ni al otro.
DORCAS:
Has jurado ser mi amante.
MOPSA:
Tú me juraste a mí más.
Así, pues, dímelo: ¿adónde vas?
BOBO: Enseguida nos hallaremos como en esta canción. Mi padre y los caballeros están de
conversación seria. No los interrumpamos. Vamos, enséñame tu mercancía. Muchachas, voy a hacer
compras para las dos. Buhonero, que tengamos cosas de primera clase. Seguidme, niñas. (Sale el BOBO
con DORCAS y MOPSA)
AUTÓLICO: ¡Y os las haré pagar bien! (Cantando)
¿Queréis comprar trencilla
/o encaje para vuestro manto,
/paloma delicada () , amada mía?
¿Algo de seda, algo de hilo,
/alguna fruslería para la cabeza?
¡De lo más nuevo y fino, del más fino uso!
¡Venid al buhonero!
El dinero es un entremetido,
/que adquiere todas las mercancías.
(Sale AUTÓLICO. Vuelve a entrar el Criado)
CRIADO: Amo, aquí hay tres carreteros, tres pastores, tres boyeros y tres porqueros que se han
cubierto de pelo, se dan nombre de "sátiros" y ejecutan un baile que las muchachas llaman un galimatías
de brincos, porque ellas no pueden tomar parte en él; pero convienen en que, si ese baile no pareciera
demasiado rudo a las personas acostumbradas a bailar de un modo más tranquilo, agradaría sobre manera.
PASTOR: ¡Atrás! ¡No queremos oír hablar de ello! Bastantes locuras se han hecho aquí ya.
Advierto que os fatigamos, señor.
POLÍXENES: No fatigáis sino a los que nos distraen. Por favor, dejad que veamos a esos cuatro
tríos de zagales.
CRIADO: Tres de ellos, señor, según dicen, han bailado delante del rey; y el peor de los tres sólo
salta doce pies y medio.
PASTOR: Dejad vuestra charlatanería. Puesto que es del gusto de estos buenos hombres, que
pasen, pero que sea inmediatamente.
CRIADO: ¡Pardiez!, señores; esperan en la puerta. (Sale el Criado. Vuelve a entrar con nueve Rústicos
en traje de sátiros. Bailan y luego salen)
POLÍXENES: (Al PASTOR) ¡Oh padre! En lo sucesivo sabréis de esto más. (A CAMILO) ¿No ha
ido la cosa demasiado lejos?... Es tiempo de separarlos... (A FLORISEL) ¿Qué hay, lindo zagal? ¿Vuestro

corazón rebosa de algo que os impide estar en la fiesta? A fe que cuando yo era joven y estrechaba las
manos de mi adorada, como vos en este momento, tenía por costumbre colmarla de baratijas. Saqueaba el
tesoro de sedas del buhonero y las esparcía para que las aceptase. Habéis dejado partir al buhonero sin
haber comprado nada. Si vuestra moza interpretase mal vuestra reserva, hallaría una falta de amor o de
generosidad, y os veríais apurado en la contestación, a lo menos si intentáis portaros bien con ella.
FLORISEL: Anciano señor, sé que ella no da valor alguno a esas niñerías. Los dones que ella
quiere obtener de mí están acumulados, encerrados en mi corazón. Ya le he hecho presente de ellos, sin
entregarme. (A PERDITA) ¡Oh! ¡Dejadme desahogar mi corazón () ante este anciano señor, que parece
haber conocido el amor un tiempo! ¡Tomo tu mano, esta mano tan suave como la pluma de una paloma,
tan blanca como ella, o los dientes de un etíope o la nieve dos veces ahechada por los vientos del Norte!
POLÍXENES: ¿Y qué viene después? ¡Qué graciosamente parece que baña el joven zagal esa
mano, ya de suyo tan limpia!... Os he interrumpido. Pero vamos a vuestras protestas. Permitidme que oiga
lo que os proponéis.
FLORISEL: Sea y sed testigo de ello.
POLÍXENES: Y mi vecino también.
FLORISEL: Ante él y más que él, ante los hombres, la tierra, el cielo, todo, juro que si llevara la
corona del monarca más poderoso y la hubiese merecido más que nadie; si fuera el más arrogante
mancebo que hubieran contemplado los ojos; si poseyese más vigor y conocimientos que ningún hombre,
no daría valor a estos bienes sin el amor de ella. Por ella los emplearía todos, y los aceptaría o rechazaría,
según fueran o no convenientes a su felicidad.
POLÍXENES: He aquí un bello ofrecimiento.
CAMILO: Y que muestra una profunda afección.
PASTOR: Pero, hija mía, ¿no decís vos otro tanto?
PERDITA: No puedo hablar tan bien ni con mucho; no, ni pensar mejor. Mido la pureza de sus
sentimientos por la de los míos.
PASTOR: Daos la mano. Asunto hecho. Y sed testigos vosotros, amigos desconocidos. Le entrego
a mi hija y la doto con una parte igual a la suya.
FLORISEL: ¡Oh! ¡No quiero otra cosa sino su virtud! Después de muerto quien sé, tendré una
fortuna que rebasará vuestros sueños lo bastante para asombraros. Pero vamos. Celebremos el contrato
ante estos testigos.
PASTOR: Venga vuestra mano y la vuestra, hija mía.
POLÍXENES: Un instante, pastor, os lo ruego. ¿Tenéis padre?
FLORISEL: Sí; pero ¿qué importa?
POLÍXENES: ¿Está al corriente de la situación?
FLORISEL: La ignora, y no la conocerá jamás.
POLÍXENES: Me parece que un padre, en las bodas de su hijo, es el huésped que conviene mejor
a la mesa. Escuchad aún, por favor. ¿Es vuestro padre incapaz de tratar asuntos serios? ¿La edad y
agobiantes reumas le han convertido en idiota? ¿Puede hablar, oír, distinguir un nombre de otro?
¿Discutir sus intereses? ¿No está inútil en cama? ¿Ha caído en la infancia de nuevo?
FLORISEL: No, mi buen señor; se encuentra bien de salud y está más fuerte, por cierto, que la
mayor parte de los hombres de su edad.
POLÍXENES: ¡Por mi barba blanca, le inferís, entonces, un ultraje indigno de un hijo! Es razón
que un hijo mío escoja mujer por sí; pero no lo es menos que a mí, el padre, que pongo toda mi alegría en
la esperanza de una bella prosperidad, se me pida algún consejo en este asunto.
FLORISEL: Os lo concedo; pero hay ciertas razones, mi venerable señor, que no puedo deciros y
que me impiden tener a mi padre al corriente de la situación.
POLÍXENES: Hacédselas saber.
FLORISEL: No las sabrá.
POLÍXENES: Te lo suplico, házselas saber.
FLORISEL: No, no debe saberlas.
PASTOR: Haced que las sepa, hijo mío. No tendrá que afligirse de vuestra elección.

FLORISEL: Vamos, vamos, es preciso que lo ignore. Tomad nota de nuestro contrato.
POLÍXENES: (Descubriéndose) ¡Tomad nota de vuestro divorcio, joven señor, a quien no me
atrevo a llamar hijo! ¡Eres demasiado vil para que te reconozca! ¡Tú, el heredero de un cetro, que así
aspiras () a un cayado! (Al PASTOR) En cuanto a ti, viejo traidor, sentiré, al hacerte ahorcar, que no
abrevies tu vida más que por una semana. (A PERDITA) Y tú, muestra reciente de acabada brujería, que
conocías de por fuerza al regio imbécil con quien estabas en contacto.
PERDITA: ¡Oh corazón, mío!
POLÍXENES: ¡Haré arañar tu belleza con zarzas y te enseñaré a no salir de tu condición! (A
FLORISEL) Volviendo a ti, insensato, si alguna vez llego a saber que suspiras por no haber vuelto a ver a
esta insignificancia, y no quiero que vuelvas a verla, te excluiremos de nuestra sucesión y no te
reconoceremos por de nuestra sangre, no, ni ligado a Nos más que el hijo de Deucalión. Pesa bien mis
palabras. Síguenos a la Corte. (Al PASTOR) Tú, patán, aunque hayas incurrido en nuestro desagrado,
consentiremos en desviar de ti el golpe mortal. (A PERDITA) Y a vos, hechicera, bastante digna de un
pastor, si alguna vez abrís estos rústicos cerrojos para dejar entrar al que, deshonrando nuestra sangre, se
hace hasta indigno de ti, o rodeas más su cuerpo con tus brazos, te reservaré una muerte tan cruel como
tierna le has parecido. (Sale POLÍXENES)
PERDITA: ¡Quedo medio destruida! Pero no demasiado espantada, pues una o dos veces he
estado a punto de hablar y de decirle claramente que el sol mismo que brilla sobre su palacio no esconde
el rostro a nuestra cabaña, sino que lo alumbra igualmente. (A FLORISEL) Si os place, señor, partid; os
dije lo que resultaría de esto. Os lo suplico: no comprometáis vuestra situación. Ahora que he despertado
de mi sueño, no quiero jugar a la reina un minuto más, sino ordeñar mis ovejas y llorar.
CAMILO: Vamos, ¿qué dices tú, padre? Habla antes de morir.
PASTOR: No puedo hablar ni pensar, y no me atrevo a saber lo que sé. (A FLORISEL) ¡Oh señor!
¡Habéis perdido a un anciano de ochenta y tres años! Creía tomar tranquilamente posesión de mi tumba,
morir sobre el lecho donde murió mi padre y reposar mis huesos cerca de sus honrados huesos; pero ahora
será el verdugo quien me depositará allí donde ningún sacerdote venga a arrojar la paletada de tierra. (A
PERDITA) ¡Oh maldita desgraciada! ¡Sabías que era el príncipe, y te aventuras a cambiar con él juramento
de amor! ¡Perdido! ¡Perdido! Si pudiera morir en este momento, hubiera vivido para morir en la hora
deseada. (Sale el PASTOR)
FLORISEL: ¿Por qué me miras así? Estoy desolado, pero no tengo miedo. Mis votos se retardan,
pero no cambian nada. Soy el que era; tanto más dispuesto a marchar adelante, cuanto más se me haga
retroceder, y decidido a no dejarme conducir en traílla contra mi voluntad.
CAMILO: Mi gracioso señor, conocéis el carácter de vuestro padre; en este momento no os
permitirá ningún discurso, y supongo que no entra en vuestros deseos insistir. Temo incluso que no
soporte más vuestra presencia. No os acerquéis, por tanto, a Su Alteza hasta que se haya aplacado su
cólera.
FLORISEL: No tengo esa intención... ¿Sois Camilo, verdad?
CAMILO: El mismo, mi señor.
PERDITA: ¿Cuántas veces os he dicho que habría de suceder esto? ¿Cuántas veces os he repetido
que mi grandeza acabaría cuando este estado de cosas se supiese?
FLORISEL: Tu grandeza no puede abandonarte más que si yo violo mi fe; y si hago esto, que la
Naturaleza aplaste el seno de la tierra y corrompa dentro los gérmenes. ¡Levanta la cabeza! ¡Exclúyeme
de tu sucesión, padre mío! Yo quedo heredero de mi amor.
CAMILO: Dejaos aconsejar.
FLORISEL: No me dejo aconsejar sino por mi pasión; si mi razón la quiere obedecer, la escucho;
si no, mis sentidos, más satisfechos en su locura, le desean la bienvenida.
CAMILO: Esas son razones desesperadas, señor.
FLORISEL: Llamadlas así; pero como ésta desesperación llena mis promesas, debo considerarla
necesariamente como pura virtud. Camilo: ni por Bohemia entera, ni por toda la pompa que pueda
otorgar, ni por todo lo que el sol alumbra, o todo lo que los mares profundos ocultan en los abismos
ignorados, no quisiera quebrantar el juramento hecho a esta mi bella amada. Os ruego, pues, ya que

siempre habéis sido el amigo honrado de mi padre, que cuando me eche de menos, porque, a fe mía, tengo
intención de no volver más, vuestros buenos consejos calmen su cólera. La Fortuna y yo vamos a entrar
en lucha en el porvenir. Sabedlo, y referídselo: huyo al mar con la que podría poseer en tierra. Felizmente
para las circunstancias en que nos hallamos, tengo anclado un navío cerca de aquí, que no estaba
preparado sino para este proyecto. En cuanto al rumbo que me propongo seguir, nada ganaréis con
saberlo, ni me concierne a mí decíroslo.
CAMILO: ¡Oh mi señor! Quisiera que vuestro espíritu fuera más accesible a los consejos o más
enérgico para afrontar vuestros peligros.
FLORISEL: Escucha, Perdita. (La lleva aparte. A CAMILO) Enseguida hablaré con vos.
CAMILO: Es inquebrantable en su resolución de huir. Sería feliz ahora si pudiera hacer que
sirviera su fuga a mis designios; si, salvándole del peligro y dándole una prueba de amor y de respeto,
pudiera comprar a este precio la alegría de contemplar aún mi querida Sicilia y a aquel desventurado rey,
mi señor, a quien ansío tanto ver.
FLORISEL: Ahora, mi buen Camilo, estoy tan ocupado en asuntos importantes, que os abandono
sin ceremonia.
CAMILO: Señor, supongo que habréis oído hablar de mis modestos servicios y del afecto que he
sentido siempre por vuestro padre.
FLORISEL: Le habéis servido muy noblemente. La música de mi padre consiste en hacer sonar la
alabanza de vuestras acciones; y no es la menor de sus solicitudes haberlas recompensado según su
mérito.
CAMILO: Pues bien, señor; si os place pensar que amo al rey, y por él lo que le es más cercano, es
decir, vuestra graciosa persona, aceptad siquiera mi dirección si vuestra resolución importante y definitiva
puede sufrir algunas modificaciones. Por mi honor, os dirigiré hacia un país donde recibiréis la acogida
que conviene a Vuestra Alteza; donde podréis gozar del amor de vuestra adorada, de quien, bien lo veo,
nada puede separaros, a no ser, ¡y de ello nos libre Dios!, vuestra ruina; donde podréis casaros con ella y
donde, con la ayuda de mis esfuerzos en ausencia vuestra, podréis trabajar en aplacar a vuestro padre y en
arrancarle su aprobación.
FLORISEL: ¿Cómo podría obtenerse ese resultado, que sería casi un milagro, Camilo? Dímelo,
para que en el porvenir te dé un nombre más alto que el de hombre y te conceda por siempre mi
confianza.
CAMILO: ¿Habéis pensado en el lugar adonde vas a dirigiros?
FLORISEL: Todavía no; pero así como este accidente imprevisto es culpable de la resolución
extrema que tomamos, así también en el futuro nos resignaremos a ser esclavos del azar y juguetes de
todos los vientos que soplen.
CAMILO: Entonces, oídme. He aquí lo que hay que hacer, si no queréis cambiar de proyecto y si
persistís en huir. Dirigíos hacia Sicilia; presentaos allí vos y vuestra hermosa princesa, pues veo que está
destinada a serlo, ante Leontes; ella será tratada como conviene a la compañera de vuestro lecho. Dijera
que veo a Leontes recibiros con los brazos abiertos; que vierte sobre vuestro corazón sus votos de
bienvenida con sus lágrimas; que os pide perdón a vos, el hijo, como si fuerais vuestro padre; que besa las
manos de vuestra joven princesa; que se reparte y se reparte más entre el recuerdo de su pasada crueldad y
el sentimiento de su afección presente; que arroja el uno a los infiernos, reprendiéndolo, y ordena al otro
que crezca más rápido que el pensamiento o el tiempo.
FLORISEL: Digno Camilo, ¿qué color daré yo a mi visita cuando me halle en su presencia?
CAMILO: Decidle que sois enviado por el rey vuestro padre a saludarle y llevarle consuelos.
Señor, yo os extenderé por escrito la manera como debéis conduciros respecto de él y los discursos que
debéis pronunciar como provenientes de vuestro padre, discursos que versarán sobre hechos conocidos
por nosotros tres. Estas indicaciones os marcarán lo que tenéis que decir en cada entrevista; de suerte que
no podrá menos de creer que lleváis pleno permiso de vuestro padre para hablar así y que le expresáis su
mismo corazón.
FLORISEL: Os quedo muy obligado. Hay recursos en esa idea.

CAMILO: Es una determinación infinitamente preferible a la que os obligaría a abandonaros
temerariamente a mares inexplorados, a riberas desconocidas y que os condenarían a infortunios
demasiado numerosos sin aguardar otro auxilio sino el recurso de volver a acogeros a una nueva
esperanza cada vez que os vierais forzado a abandonar una precedente; no teniendo de sólido sino
vuestras anclas, cuyo mayor servicio sería reteneros donde sintierais horror de permanecer. Por ende, vos
lo sabéis, la prosperidad es el verdadero lazo de los enamorados, pues la aflicción altera a la par el frescor
de la tez y los sentimientos.
PERDITA: Una de esas cosas es cierta. Yo creo que la aflicción puede marchitar las mejillas, pero
no abatir el amor.
CAMILO: ¿Sí? ¿Es así como pensáis? De aquí a siete años no nacerá en la morada de vuestro
padre una hija semejante a vos.
FLORISEL: Mi buen Camilo, está tan adelantada sobre nosotros en buena educación como nos es
inferior en nacimiento.
CAMILO: No puedo decir que es lástima que carezca de instrucción, pues parece maestra de
muchos que dan lecciones.
PERDITA: Perdonadme, señor, si no os puedo dar las gracias más que ruborizándome.
FLORISEL: ¡Mi encantadora Perdita! Pero ¡olvido las espinas sobre que marchamos! Camilo, tú,
que has sido el salvador de mi padre y que eres ahora el mío, médico de nuestra casa, ¿cómo haremos?
No estamos equipados como el hijo del rey de Bohemia y no se nos tomará por tal en Sicilia.
CAMILO: Mi señor, nada temáis a ese respecto. Supongo que sabéis que mi fortuna está toda
entera en ese país. Yo tendré también gran cuidado de que en él seáis proveído regiamente, como si la
escena que allí vais a representar fuera mía. Señor, para demostrar que no carecéis de nada, una palabra.
(Hablan aparte. Vuelve a entrar AUTÓLICO)
AUTÓLICO: ¡Ja, ja! ¡Qué loca es la honradez! Y la confianza, su hermana jurada, una
simplicísima doncella. He vendido todas mis baratijas; ni una piedra falsa, ni una cinta, ni un espejo, ni
una poma, ni un broche, ni un cuadernillo, ni una balada, ni un cuchillo, ni una trencilla, ni un guante, ni
una agujeta, ni un brazalete, ni un anillo de cuerno para preservar a mi fardo contra el ayuno. Se
atropellaban por quién compraría el primero, como si mis brujerías hubieran sido bendecidas y llevaran la
felicidad al comprador. Gracias a este apresuramiento he podido ver qué bolsas tenían mejor cara, y de lo
que he visto tendré memoria para mi provecho. Mi rústico, a quien falta alguna cosa para ser hombre
razonable, se encaprichó tanto de la canción de las muchachas, que no ha querido mover sus patas antes
de aprender el tono y la letra, cosa que encadenó de tal manera a mi alrededor el resto del rebaño, que
todos sus sentidos estaban en solas sus orejas. Hubierais podido pellizcar a una moza por la abertura de su
jubón; era insensible. Nada más fácil que capar a una pretina su bolsa. Habría podido coleccionar llaves
colgadas de una cadena. Ni un suspiro, ni un movimiento, nada sino la canción de mi señoría y la
admiración de todos por ese viento sonoro. Así que, aprovechándome de ese momento de letargo, he
podido quitar y cortar buen número de sus bolsas de fiestas; y si el viejo no hubiera venido con su
alboroto contra su hija y el hijo del rey a espantar mis chovas de la paja que les daba a picotear, no habría
dejado bolsa viva en todo el ejército. (CAMILO, FLORISEL y PERDITA se adelantan)
CAMILO: Sí, pero llegando mis cartas por ese medio al mismo tiempo que vos, se disipará esa
duda.
FLORISEL: Y las que vos obtengáis del rey Leontes...
CAMILO: Tranquilizarán a vuestro padre.
PERDITA: ¡La dicha sea con vos! Todo cuanto decís promete el éxito.
CAMILO: (Reparando en AUTÓLICO) ¿A quién tenemos aquí? Haremos de él un instrumento. No
hay que omitir nada que pueda ayudarnos.
AUTÓLICO: (Aparte) ¡Si me han oído ahora, por mi fe, soy ahorcado!
CAMILO: ¡Hola, buen amigo! ¿Por qué tiemblas así? No temas, hombre; no hay propósito de
hacerte daño.
AUTÓLICO: Soy un pobre hombre, señor.

CAMILO: Muy bien; continúa siéndolo; nadie intenta robarte esa cualidad. No obstante, podemos
proponer un cambio al exterior de tu pobreza. Quítate enseguida esa ropa, debes pensar que hay urgencia
en el asunto, y cambia de vestidos con este caballero. Aunque sea él quien sale perdiendo, toma, coge, he
aquí algo fuera de lo convenido. (Le da dinero)
AUTÓLICO: Soy un pobre hombre, señor. (Aparte) Bien os conozco.
CAMILO: Vamos, por favor, date prisa. Este caballero está ya casi despojado de sus ropas.
AUTÓLICO: ¿Habláis en serio, señor? (Aparte) Husmeo la treta de la cosa.
FLORISEL: Date prisa, te ruego.
AUTÓLICO: En verdad que va en serio; y la recompensa también; pero, en conciencia, no puedo
tomar esto.
CAMILO: Desabrochaos, desabrochaos... (FLORISEL y AUTÓLICO cambian de vestidos) Señora
afortunada, que mi profecía se cumpla sobre vos. Es preciso que os encubráis bajo un disfraz cualquiera.
Tomad el sombrero de vuestro amado y hundidle sobre vuestros ojos, ocultad vuestra cara, quitaos alguna
prenda exterior y disimulad todo lo posible vuestra persona real, para que podáis, pues temo las miradas,
deslizaros a bordo sin ser reconocida.
PERDITA: Veo que la comedia exige que haga un personaje.
CAMILO: No hay otro remedio. ¿Habéis acabado por esa parte?
FLORISEL: Aunque ahora me hallara mi padre, no me llamaría hijo suyo...
CAMILO: No, no llevaréis sombrero. (Entregándole el sombrero a PERDITA) Venid, señora, venid.
Que te vaya bien, amigo.
AUTÓLICO: Adiós, señor.
FLORISEL: ¡Oh Perdita! ¡Lo que hemos olvidado los dos! Permitidme una palabra... (Conversan
aparte)
CAMILO: (Aparte) Lo primero que voy a hacer es prevenir al rey de su fuga y del lugar de su
destino; de este modo, espero que le obligaré a correr detrás de ellos, y que así, en compañía suya, podré
volver a ver Sicilia, que deseo contemplar con una pasión de mujer.
FLORISEL: ¡La fortuna nos sea propicia! Por allá arriba, Camilo, ganemos la orilla del mar.
CAMILO: Cuanto más pronto, mejor. (Salen FLORISEL, CAMILO y PERDITA)
AUTÓLICO: Ya entiendo el negocio. Todo lo he oído. Tener un oído alerta, un ojo pronto, una
mano ágil, es cosa necesaria a un cortabolsas. También le es precisa una buena nariz, a fin de oler la obra
de los otros sentidos. Veo que estamos en un tiempo en que prospera el hombre injusto. ¡Qué hermoso
cambio hacía, ya sin propina, y qué hermosa propina recibo con este cambio! A buen seguro, los dioses
están este año en connivencia con nosotros, y podemos hacer cuanto nos dé la gana sin dificultad alguna.
El príncipe mismo es un modelo de iniquidad por huir lejos de su padre con su traba en los talones. Si
creyera que era una medida honrada informar de ello al rey, no lo haría. Veo que es mayor bellaquería
ocultarlo, y en esto soy fiel a mi profesión. Pero apartémonos, apartémonos. Noto que vienen otras
ocupaciones para un cerebro activo. Todo callejón sin salida, toda tienda, toda iglesia, todo tribunal, toda
ahorcadura, da ocasión de trabajo a un hombre emprendedor. (Vuelven a entrar el BOBO y el PASTOR)
BOBO: ¡Ved, ved qué clase de hombre sois ahora! No hay otro remedio que informar al rey de que
es una hija de las hadas y que nada tiene de vuestra carne y de vuestra sangre.
PASTOR: Sí, pero oídme.
BOBO: ¡Sí, pero oídme!
PASTOR: Vete, entonces.
BOBO: Si nada tiene de vuestra carne y de vuestra sangre, vuestra carne y vuestra sangre no han
ofendido al rey, y, por consiguiente, vuestra carne y vuestra sangre no deben ser castigadas por él.
Mostradle los objetos que hallasteis al lado de ella; esas cosas secretas, todo, menos lo que tiene sobre sí.
Hecho esto, dejad que silbe la ley; os garantizo contra ella.
PASTOR: Diré todo al rey, todo, hasta la última palabra y las diabluras de su hijo también; quien,
puedo asegurarle, no se ha conducido como un hombre honrado ni con su padre ni conmigo al meterme
en el caso de hacerme consuegro del rey.

BOBO: En verdad, consuegro era la palabra más lejana que hubierais podido tener con él; así, el
precio de vuestra sangre habría aumentado en no sé cuántas onzas.
AUTÓLICO: (Aparte) Muy sesudamente dicho, fantoches.
PASTOR: Bueno, vamos en busca del rey; hay en ese fardo algo que le hará rascarse la barba.
AUTÓLICO: (Aparte) No sé hasta qué punto esa queja podrá impedir la fuga de mi señor.
BOBO: Deseo con todo mi corazón que esté en palacio.
AUTÓLICO: (Aparte) Aunque no sea honrado por naturaleza, lo soy algunas veces por casualidad.
Metamos en el bolsillo esta excrecencia de buhonero. (Se quita la barba postiza) ¡Hola, rústico! ¿Adónde
bueno vais?
PASTOR: A palacio, si place a vuestra señoría.
AUTÓLICO: ¿Qué negocios os llevan a él? ¿De qué genero? ¿Con quién? La naturaleza de ese
fardo, el lugar donde habitáis, vuestros nombres, vuestras edades, vuestros bienes, vuestra condición y
cuanto es bueno que se sepa; en una palabra, declarad enseguida todo esto.
BOBO: No somos sino gentes sencillas, señor.
AUTÓLICO: ¡Mentira! Sois rugosos y velludos. No me mintáis; esto no conviene sino a los
mercaderes, que con frecuencia nos mienten a nosotros, los soldados; pero como nosotros se lo pagamos
en buen dinero contante y sonante y no con una daga de acero asesino, quiere decir que nos venden sus
mentiras.
BOBO: Vuestra señoría estaba a punto de tener de nosotros una opinión mentirosa, a no haberos
reprimido cortésmente.
PASTOR: ¿Sois un cortesano, si os place, señor?
AUTÓLICO: Soy un cortesano, me plazca o no. ¿No ves el aire de la corte en los pliegues de este
vestido? Mi manera de andar, ¿no tiene la medida de la corte? Tu nariz, ¿no recibe de mi persona un olor
de corte? ¿Piensas que porque te hablo con condescendencia o te atormento en tus negocios no soy un
cortesano? ¡Soy un cortesano de pies a cabeza! Un cortesano que puedo impulsar tus asuntos en la corte,
o impedir que avancen. Por eso te mando que me confíes tu negocio.
PASTOR: Mi negocio, señor, toca al rey.
AUTÓLICO: ¿Qué abogado tienes cerca de él?
PASTOR: No os moleste si digo que no os entiendo.
BOBO: Abogado es una palabra de la corte, para pedir con ella un faisán de presente. Decidle que
no tenéis ninguno.
PASTOR: No tengo ninguno, señor; ni faisán, ni gallo, ni gallina.
AUTÓLICO: ¡Qué felices somos con no ser gentes simples! La Naturaleza, sin embargo, pudo
haberme hecho parecido a ellas. Por consiguiente, no las desdeñaré.
BOBO: Éste no puede ser sino un gran cortesano.
PASTOR: Sus vestidos son lujosos, pero no los lleva bien.
BOBO: Debe ser tanto más noble cuanto más original. Es un hombre poderoso, os lo garantizo. Lo
conozco por su manera de limpiarse los dientes.
AUTÓLICO: ¿Qué paquete es ese que veo? ¿Qué contiene ese envoltorio? ¿Por qué esa caja?
PASTOR: Señor, este envoltorio y esta caja contienen tales secretos, que no deben ser conocidos
sino por el rey, y los conocerá de aquí a una hora si logro hablar con él.
AUTÓLICO: Anciano, has perdido tu trabajo.
PASTOR: ¿Por qué, señor?
AUTÓLICO: El rey no está en palacio. Se ha embarcado a bordo de un navío nuevo para purgar
su melancolía y tomar el aire, pues si eres capaz de entender las cosas serias, debes saber que está lleno de
pesar.
PASTOR: Es lo que se dice, señor, y a propósito de su hijo, que debía casarse con la hija de un
pastor.
AUTÓLICO: Si ese pastor no tiene un amigo que le guarde bajo caución, hará bien en huir. Las
maldiciones que reciba, las torturas que sufra, romperían las espaldas de un hombre y el corazón de un
monstruo.

BOBO: ¿Lo creéis así, señor?
AUTÓLICO: No sólo sufrirá todo lo que un espíritu ingenioso puede inventar de más intolerable y
la venganza del más cruel, sino que todos sus parientes, hasta los más lejanos en cincuenta grados,
pasarán por las manos del verdugo. Aunque esto sea muy doloroso, es, no obstante, necesario. ¡Un viejo
bribón silbaovejas, un ofrece moruecos tener la pretensión de hacer que su hija se eleve a la grandeza!
Algunos dicen que será lapidado; pero yo digo que esta muerte es demasiado suave para él. ¡Arrastrar
nuestro trono hasta la choza de un pastor! No hay para tal hecho géneros bastantes de muerte, y la más
cruel es aún la más dulce.
BOBO: No os disguste, señor; ¿sabéis si ese anciano ha tenido alguna vez un hijo?
AUTÓLICO: Tiene un hijo que será desollado vivo; luego, untado de miel y expuesto ante un
nido de avispas. Se le dejará allí hasta que sea tres cuartos y medio muerto; entonces se le hará volver en
sí con aguardiente u otra cualquier infusión cálida, y después, sangrando como esté, en el día más
caluroso que anuncie el almanaque, se le colocará contra una pared de ladrillos, donde el sol le mirará con
su disco más meridional y donde le mirará el sol mientras las moscas le picarán hasta que siga la muerte.
Pero ¿por qué hablamos de estos tunos traidores, cuyos crímenes son tan grandes que sus sufrimientos no
se hacen sino para excitar el reír? Decidme, pues parecéis gentes sencillas y honradas, cuáles son vuestros
asuntos cerca del rey. Gozando de cierta consideración, podría conduciros a bordo de su nave, llevar
vuestras personas ante su presencia y cuchichearle al oído algunas palabras a favor vuestro. Aparte del
rey, si está en el poder de un hombre hacer triunfar vuestra demanda, ved aquí al hombre que puede.
BOBO: Parece tener una gran autoridad. Acercaos a él, dadle oro; aunque el poder sea un oso
testarudo, con frecuencia se le lleva de la nariz con oro. Mostrad el interior de vuestra bolsa al exterior de
su mano, y esto sin tergiversación. Acordaos, ¡el uno, lapidado; el otro, desollado vivo!
PASTOR: Si os place, señor, interceder en este asunto por nosotros, he aquí este oro que tengo. Os
daré otro tanto y os dejaré este joven en rehenes hasta el pago completo de la suma.
AUTÓLICO: ¿Cuando haya hecho lo que he prometido?
PASTOR: Sí, señor.
AUTÓLICO: Bien, dadme esa mitad. (Al BOBO) ¿Estáis interesado en este asunto?
BOBO: De cierto modo, señor; pero aunque mi situación sea digna de piedad, espero que saldré de
ella sin ser desollado vivo.
AUTÓLICO: ¡Oh! Es el caso del hijo del pastor. ¡Ahorcado sea! Se hará de él un ejemplo.
BOBO: ¡Sí que es consolador! ¡Muy consolador! Es necesario que vayamos a ver al rey y le
mostremos estos singulares objetos. Es preciso que sepa que ella no es vuestra hija ni mi hermana. Sin
esto, estamos perdidos. Señor, yo os daré tanto como os ha dado este viejo cuando el asunto haya
terminado, y quedaré, como dice, en prenda hasta que la suma os sea entregada.
AUTÓLICO: Tengo confianza en vos. Marchad delante hacia la orilla del mar, torced a la
derecha; yo voy a mirar tan sólo por encima del cercado y me uno a vosotros.
BOBO: Es una bendición para nosotros haber hallado a este hombre, puedo decirlo, una verdadera
bendición.
PASTOR: Marchemos delante, como nos lo ordena. La Providencia nos lo ha enviado para
hacernos bien. (Salen el PASTOR y el BOBO)
AUTÓLICO: Si tuviera inclinación a ser honrado, está visto que no me lo permitirá la Fortuna.
Hace caer el maná en mi boca. Heme aquí gratificado en este momento con una doble suerte: oro, y
medio de servir al príncipe, mi señor. ¿Quién sabe hasta qué punto pueden cambiar las cosas, de manera
que reparen mi descrédito y me hagan prosperar? Voy a llevarle a bordo a estos dos tipos, a este par de
ciegos. Si juzga conveniente volverlos a tierra y si las cosas que quieren confiar al rey en su solicitud no
le conciernen en nada, que me llame bellaco por haber querido ser tan oficioso. Estoy a prueba de esta
injuria y del ultraje a ella anexo. Voy a presentárselos. El asunto puede valer la pena.
Sale AUTÓLICO.

ACTO QUINTO

ESCENA PRIMERA

Sicilia. Aposento en el palacio de Leontes. Entran LEONTES, CLEÓMENES, DIÓN, PAULINA y otros.

CLEÓMENES: Señor, habéis hecho bastante; habéis cumplido vuestra expiación como un santo.
De cualquier falta que hubierais sido culpable, estáis redimido. En verdad, vuestra penitencia ha rebasado
la culpa. Por último, haced como han hecho los cielos: olvidad vuestras faltas. Perdonaos como os han
perdonado.
LEONTES: Mientras me acuerde de su persona y de sus virtudes, no podré olvidar las
imputaciones con las que manché, y no podré olvidar, no, el mal que me hice a mí mismo; delito tan
grande que ha dejado a mi reino sin heredero y causado la muerte de la más dulce compañera en que un
hombre haya podido nunca fundar sus esperanzas.
PAULINA: ¡Es verdad, demasiado verdad, señor! ¡Ni aun cuando os desposarais, una tras otra,
con todas las mujeres del mundo o tomarais de cada una lo mejor para componer una mujer perfecta, la
que habéis muerto derrotaría aún toda comparación!
LEONTES: También lo creo. ¡Muerta! Yo la maté. Sí, yo lo hice; pero tú me has herido
cruelmente diciendo que fui yo. Recuerdo tan amargo es en tu lengua como en mi pensamiento. Por favor,
ten piedad, buena Paulina, no me lo digas sino rara vez.
CLEÓMENES: No se lo repitáis nunca, buena dama. Pudierais haber dicho mil cosas más
oportunas, con más honor, para vuestra bondad.
PAULINA: Vos sois uno de los que quisierais verle casado de nuevo.
DIÓN: Si vos no lo deseáis también, es que no tenéis piedad del Estado ni sentimiento de su muy
augusto nombre; es que soñáis poco en los peligros que pueden caer sobre el reino y devorar los súbditos,
abandonados a una situación incierta por falta de la posteridad del rey. ¿Qué cosa más piadosa que
felicitarse del descanso de que goza en el cielo la primera reina? ¿Qué de más piadoso aún, para el sostén
de la realeza, para el consuelo del presente y la felicidad del porvenir, que desear ver el lecho de Su
Majestad bendecido segunda vez por la persona de una dulce compañera?
PAULINA: Ninguna es digna de ello, en comparación de la que fue. Además, los dioses quieren
que se cumplan sus designios secretos. ¿Pues el divino Apolo no ha dicho, no fue ese el tenor de su
oráculo, que el rey Leontes no tendrá heredero antes que sea hallada su hija perdida? Cosa que es tan
monstruosa de admitirla la razón humana como admitir que mi Antígono, que, por mi vida, murió con la
criatura, pueda romper su tumba y volver a mí. ¿Es vuestro consejo que mi señor debe contrariar a los
cielos, oponerse a sus voluntades? (A LEONTES) No te inquietes por tu posteridad. La corona hallará un
heredero. El gran Alejandro dejó la suya al más digno. De esta manera tuvo la suerte de hallar al mejor
por sucesor.
LEONTES: ¡Buena Paulina, que conservas el recuerdo de la que fue Hermiona, lo sé, y con todo
honor! ¡Oh por qué no conformé siempre mi conducta en tus consejos! Ahora, en este mismo instante,
podría hundir mis miradas en los ojos de mi reina, recoger un tesoro de sus labios...
PAULINA: Y dejarlos más ricos de lo que ellos hubieran dejado tomar.
LEONTES: Dices verdad. No hay más mujeres semejantes. Por tanto, nada de mujer. Si tomase
una inferior a ella, y la tratase mejor, mi conducta sería capaz de obligar a su alma sacrosanta a recobrar
su cuerpo y hacerla aparecer sobre este teatro, donde la ofendimos, para decirme con desolada voz: "¿Por
qué fuiste injusto conmigo?"
PAULINA: De tener un poder semejante, no dejaría de ser justa su causa.
LEONTES: Lo sería, y me incitaría a asesinar a la que había desposado.

PAULINA: Yo haría otro tanto si fuera su espectro errante. Vendría a ordenaros que mirarais sus
ojos y me dijerais qué oscuros atractivos poseían para impulsaros a desposarla. Después gritaría tan fuerte
que vuestros oídos quedarían desollados, y las palabras que pronunciase serían éstas: "¡Acuérdate de mis
ojos!"
LEONTES: ¡Eran estrellas, estrellas! ¡Y todos los demás ojos, carbones apagados! No temas que
vuelva a casarme, Paulina. ¡No quiero otra mujer!
PAULINA: ¿Queréis jurar no casaros nunca sino con mi expreso consentimiento?
LEONTES: ¡No me casaré nunca, Paulina, así sea bendita mi alma!
PAULINA: Entonces, mis buenos señores, sed testigos de este juramento.
CLEÓMENES: Le habéis sometido a una ruda prueba.
PAULINA: No se casará, a no ser que otra, pareciéndose a Hermiona como su propio y vivo
retrato, venga a enfrentarse con sus ojos.
CLEÓMENES: Buena señora...
PAULINA: He concluido. Sin embargo, si mi señor quiere casarse, si queréis, señor, si no hay más
remedio y es esta vuestra resolución, dadme el encargo de hallar para vos una reina. No será tan joven
como la primera, pero será tal, que si el espectro de vuestra primera esposa cobrara vida, se alegrara de
verla en vuestros brazos.
LEONTES: Mi leal Paulina, no nos casaremos sino cuando tú nos lo ordenes.
PAULINA: Que será cuando vuelva a la vida vuestra primera esposa; jamás antes. (Entra un
Caballero)
CABALLERO: Uno que se da el título de príncipe Florisel, hijo de Políxenes, seguido de su
princesa, la más linda persona que haya visto hasta hoy, desea obtener acceso hasta vuestra persona.
LEONTES: ¿Qué tenemos que ver con él? No llega con la pompa que conviene a la grandeza de
su padre. Su llegada repentina, tan a espaldas de toda previsión, nos anuncia que no es una visita
oficialmente ordenada, sino que ha sido impuesta por necesidad o accidente. ¿Qué séquito trae?
CABALLERO: Muy poco numeroso, y los que lo componen no son sino gentes de baja condición.
LEONTES: ¿Decís que viene con él su princesa?
CABALLERO: Sí, el más incomparable pedazo de arcilla que creo haya alumbrado jamás el sol.
PAULINA: ¡Oh Hermiona! Así como cada nueva generación se envanece de una perfección
superior a la que le ha precedido, así también tu tumba debe ceder su puesto a lo que se ve ahora. Señor,
vos, vos mismo, habéis dicho y escrito estas propias palabras, pero, al presente, vuestro escrito está más
frío que su tema: que "la hermosura de Hermiona jamás se había visto, ni podía igualarse". Así es como
corrían otro tiempo vuestros versos en honor de su belleza. Malamente se aviene con ellos decir que
habéis visto una mejor.
CABALLERO: Perdón, señora; casi había olvidado a la una, vuestro perdón, y en cuanto a la otra,
cuando obtenga la atención de vuestros ojos, obtendrá también la aprobación de vuestra lengua. Es una
criatura que si quiere fundar una secta, extinguiría el celo de todos los demás predicadores y haría
prosélitos con la simple insinuación de que la siguieran.
PAULINA: ¡Cómo! ¿Y entre las mujeres no?
CABALLERO: Las mujeres la amarán porque es una mujer que vale más que ningún hombre, y
los hombres por ser la más rara de todas las mujeres.
LEONTES: Cleómenes, id vos mismo, acompañado de vuestros honrados amigos, a buscarlos
para traerlos a nuestros brazos. (Salen CLEÓMENES, Señores y el Caballero) Es extraño, sin embargo, que se
nos presente así de improviso.
PAULINA: Si nuestro príncipe, aquella joya de los niños, viviera a la hora presente, habría hecho
como ese señor una pareja perfecta. Entre sus edades no hay la diferencia de un mes.
LEONTES: Basta, te ruego, pues sabes que muere de nuevo para mí cuantas veces se habla de él.
Seguramente, cuando vea a ese caballero, las palabras que acabas de pronunciar me hundirán en
pensamientos capaces de hacerme perder la razón. Ya están aquí. (Vuelve a entrar CLEÓMENES con
FLORISEL, PERDITA y otros) Vuestra madre ha sido muy fiel a su lecho nupcial, príncipe; pues al
concebiros ha reproducido exactamente los rasgos de vuestro real padre. La imagen de vuestro padre se

halla tan bien impresa en vuestra persona, es de tal modo su fisonomía, que si yo no tuviera más que
veintiún años, sería capaz de llamaros hermano, como le llamaba, y de hablaros de alguna escapada juntos
en una época precedente. ¡Sed bien venido de todo corazón! ¡Y vuestra bella princesa..., o, por mejor
decir, diosa! ¡Ay! ¡He perdido una pareja que si hubiera podido sobresalir así, entre el cielo y la tierra,
habría arrancado la admiración como vosotros la arrancáis, pareja graciosa! Y en esta misma época perdí,
todo ello por mi propia locura, la sociedad, la amistad también de vuestro valeroso padre, que deseo ver
aún una vez en mi vida, aunque me halle postrado por la desgracia.
FLORISEL: Por orden suya he tocado aquí en Sicilia, y os traigo de su parte todos los saludos que
un rey puede amistosamente enviar a su hermano. Si las enfermedades naturales a la edad avanzada no
hubieran disminuido algo las fuerzas que habría necesitado para cumplir su deseo, hubiese franqueado su
persona las tierras y los mares que separan vuestro trono del suyo para venir a veros a vos, a quien ama,
así me ha encargado que os lo diga, más que a todos los cetros y que a los que los llevan a la hora
presente.
LEONTES: ¡Oh hermano mío! ¡Excelente caballero! El recuerdo de los daños que te causé
despiértase en mí con una nueva vivacidad, y tus procederes, de una delicadeza tan rara, son como
acusadores de mi negligencia tardía. Sed bien venido a estos lugares, como lo es la primavera a la tierra.
¡Cómo!, ¿y es él también quien ha expuesto esta maravilla al humor terrible o al menos áspero del
formidable Neptuno, para presentar sus felicitaciones a un hombre que no vale la pena que ella se ha
tomado y aún menos los peligros a que su persona ha sido expuesta?
FLORISEL: Mi buen señor, ella venía de Libia.
LEONTES: ¿Dónde el malicioso Smalo, este muy honorable señor, es temido y amado?
FLORISEL: Venimos de su reino, mi muy real señor. Lo hemos abandonado, proclamando por
sus lágrimas, en el momento de nuestra separación, que ella era su hija. De aquí, impulsados por un buen
viento del Sur, hemos atravesado los mares para ejecutar la obligación que mi padre me había impuesto
de visitar a Vuestra Alteza. Sobre las costas de Sicilia he despedido a la mejor parte de mi séquito y lo he
dirigido a Bohemia para anunciar allí no solamente mi éxito en Libia, señor, sino mi feliz llegada, así
como la de mi mujer, a los lugares en que estamos.
LEONTES: ¡Que los dioses bondadosos purguen nuestra atmósfera de toda infección mientras
respiréis aquí nuestro aire! Tenéis por padre un hombre virtuoso, un generoso caballero, contra quien he
pecado, aunque su persona fuese sagrada, pecado que los cielos, irritados, tomando nota de él, en castigo,
me han dejado sin posteridad, pero, en cambio, ellos han bendecido a vuestro padre, como merece,
dándole un hijo digno de su virtud. ¡Qué dicha he perdido yo, que hubiera podido contemplar ahora un
hijo y una hija tan bellos como vosotros dos! (Entra un Señor)
SEÑOR: Muy noble señor, lo que voy a contaros no merecería crédito si la prueba no estuviese tan
cerca de nosotros. No os desagrade que os diga, poderoso señor, que el rey de Bohemia os envía por mí
sus felicitaciones. Desea que hagáis detener a su hijo, que, olvidando a la vez su dignidad y sus deberes,
ha huido, abandonando a su padre y a su porvenir, con la hija de un pastor.
LEONTES: ¿Dónde está el rey de Bohemia? ¡Habla!
SEÑOR: Aquí en vuestra ciudad. Acabo ahora mismo de abandonarle. Hablo atropelladamente;
pero éste desorden conviene a mi sorpresa y a mi mensaje. Mientras se dirigía a toda prisa a vuestra
Corte, en persecución de esta bella pareja, ha encontrado al padre de esta falsa dama y a su hermano, que
los dos han abandonado su país con este joven príncipe.
FLORISEL: ¡Camilo me ha traicionado! ¡Él, cuyo honor y honradez habían resistido hasta ahora a
todas las variaciones de la fortuna!
SEÑOR: Dirigidle esta acusación. Está con el rey vuestro padre.
LEONTES: ¿Quién? ¿Camilo?
SEÑOR: Camilo, señor. Le he hablado, e interroga en este instante a las pobres gentes a que he
aludido. Jamás he visto a miserables temblar a tal punto. Se arrodillan, besan la tierra, se desmienten a
cada palabra que pronuncian. El rey de Bohemia se tapa los oídos y los amenaza con muchas muertes en
una sola.

PERDITA: ¡Oh pobre padre mío! Los cielos han lanzado espías sobre nosotros, y no quieren
acceder a que se celebre nuestro contrato.
LEONTES: ¿Estáis casados?
FLORISEL: No lo estamos, señor, ni es probable que lo estemos jamás. Bien lo veo; antes bajarán
las estrellas a los valles. Las alternativas de la suerte son iguales para los altos y para los bajos.
LEONTES: Mi señor ¿es ésta la hija de un rey?
FLORISEL: Lo será cuando sea mi esposa.
LEONTES: Este "será", lo veo por la diligencia de vuestro padre, vendrá a paso bien lento. Estoy
apenado, muy apenado, de que hayáis infringido su voluntad, a la que os ligaba vuestro deber, y me apena
igualmente que vuestra preferencia no se dirija a una persona tan rica en nacimiento como ella lo es en
hermosura y que podáis poseer sin indignidad.
FLORISEL: Querida, levanta la cabeza. Aunque la Fortuna, visiblemente nuestra adversaria, haya
impulsado a mi padre a nuestra persecución, no tiene el poder de cambiar nuestro amor ni un jota. Señor,
os lo suplico: acordaos de la edad en que no debíais al tiempo más de lo que yo le debo ahora. Y puedan
vuestras afecciones de entonces convertirse en abogados de mi causa. A requerimiento vuestro, mi padre
concederá las cosas más preciosas como si fuesen bagatelas.
LEONTES: Si pudiera obrar así, le pediría vuestra preciosa amada, que él mira como una simple
bagatela.
PAULINA: Señor, soberano mío, vuestros ojos han conservado demasiada juventud. Vuestra
reina, un mes antes de su muerte, era más digna de semejantes miradas que la criatura que contemplas
ahora.
LEONTES: En ella pensaba en el momento mismo de mirar a esta joven. (A FLORISEL) Pero no
he respondido aún a vuestra petición. Voy al encuentro de vuestro padre. Pues vuestro amor no ha sido
mancillado por vuestros deseos, soy su amigo y el vuestro. Para esta empresa voy a reunirme con vuestro
padre. Seguidme, pues, y observad cómo me porto. Vamos, mi buen señor.
Salen todos.

ESCENA SEGUNDA

Sicilia. Delante del palacio. Entran AUTÓLICO y un CABALLERO.

AUTÓLICO: Os lo suplico, señor: ¿estuvisteis presente en esta escena?
CABALLERO: Estuve presente en la apertura del envoltorio. Oí al anciano pastor contar cómo lo
halló. Con lo cual, después de un breve asombro, fuimos despedidos todos del aposento. Sólo me parece
que oí decir al pastor que había encontrado a la niña.
AUTÓLICO: Me alegraría verdaderamente saber el desenlace de este asunto.
CABALLERO: Os cuento la cosa atolondradamente; pero las emociones que veía suceder en los
rostros del rey y de Camilo eran verdaderas señales de admiración. Dijérase, por el modo de mirarse, que
sus ojos iban a salir de sus órbitas. Sentíase la elocuencia en su mutismo. Cada uno de sus gestos tenía su
lenguaje. Su fisonomía era la de gentes que recibiesen la noticia de un mundo rescatado o la de un mundo
destruido. En sus ojos dejábase leer un marcadísimo sentimiento de asombro; pero el espectador más
sagaz, que no tenía otro medio de darse cuenta de las cosas sino por lo que veía, no hubiese podido decir
si la emoción que les agitaba era la alegría o el dolor; mas necesariamente era la una o el otro, y en todo
su exceso. He aquí venir un caballero que quizá sepa más. (Entra el Caballero °) ¿Qué noticias, Rogero?
CABALLERO °: Nada sino ráfagas de alegría. Se ha cumplido el oráculo. La hija del rey ha sido
hallada. Hay a estas horas en el público una explosión tal de asombro, que los copleros no serán capaces
de expresar. Pero he aquí venir al intendente de madama Paulina. Él puede contaros más. (Entra el
Caballero °) ¿Qué hay de nuevo, señor? La noticia que se da por cierta se parece de tal modo a un cuento
viejo, que se da la verdad por sospechosa. ¿Ha hallado el rey a su heredera?
CABALLERO °: Es muy verdad, si alguna vez la verdad se ha revelado por pruebas
indubitables. Tal unidad existe en estas pruebas, que lo que oís contar juraríais que lo habéis visto vos
mismo. El manto de la reina Hermiona, la joya perteneciente a su collar, las cartas de Antígono
encontradas a la vez y que han sido reconocidas como de su puño y letra; esa majestad que la joven posee

de común con su madre; ese sentimiento de nobleza que la Naturaleza ha sabido hacer resplandecer a
despecho de su educación, y otras muchas pruebas manifiestas, proclaman con absoluta certidumbre que
es la hija del rey. ¿Habéis visto el encuentro de los dos reyes?
CABALLERO °: No.
CABALLERO °: Entonces habéis perdido un espectáculo que era para ver y que no puede
contarse. Hubierais visto dos alegrías coronarse la una a la otra, y esto con tal emoción, que dijérase que
el pesar lloraba de verse obligado a pedir permiso a los dos, pues estas alegrías iban al encuentro la una de
la otra a través de las lágrimas. Eran ojos levantados al cielo, manos tendidas en alto, con tales
distracciones en el aspecto de su persona en general que no podía reconocérseles sino por sus vestidos, y
no por sus fisonomías. Nuestro rey, que estaba a punto de saltar de alegría por haber hallado a su hija,
como si esta alegría se convirtiese en una pérdida, poníase a gritar, llorando: "¡Oh tu madre! ¡Tu madre!"
Luego pide perdón al rey de Bohemia, después abraza a su yerno, enseguida ahoga a su hija a fuerza de
abrazos; más tarde, da las gracias al viejo pastor, que permanece en actitud de una estatua remedada de
fuente pública que hubiese visto muchos reinados. Nunca he oído hablar de un encuentro semejante. Esto
hace impotente el relato y desafía la descripción.
CABALLERO °: Tened la bondad de decirme: ¿qué fue de Antígono, el que se llevó de aquí a la
niña?
CABALLERO °: Es también una historia parecida a uno de esos cuentos viejos, que tienen
aventuras que contar hasta cuando la credulidad se duerme y no queda un oído alerta. Fue despedazado
por un oso. De ello da fe el hijo del pastor, que para apoyar su testimonio tiene, no sólo su bobería, que
parece mucha, sino un pañuelo y los anillos de Antígono, que ha reconocido Paulina.
CABALLERO °: ¿Y qué fue de su nave y de las gentes que lo acompañaban?
CABALLERO °: Naufragaron en el momento mismo de la muerte de su señor y ante los ojos del
zagal, de suerte que todos los agentes que ayudaron a exponer a la niña perecieron en la hora misma en
que fue hallada. Pero ¡qué noble lucha entre la alegría y el dolor sostuvo Paulina al oír el relato! Uno de
sus ojos se inclinaba hacia la tierra por el sentimiento de la pérdida de su marido, mientras el otro se
elevaba hacia el cielo para agradecerle el cumplimiento del oráculo. Levantó del suelo a la princesa y la
apretó tan estrechamente en sus brazos, que se habría dicho que intentaba unirla contra su seno, a fin de
que no volviera a estar nunca en peligro de perderse.
CABALLERO °: La nobleza de este drama es digna de un auditorio de reyes y de príncipes, pues
por tales actores ha sido representado.
CABALLERO °: Uno de los incidentes más conmovedores, un incidente que ha hecho pesca en
mis ojos y que ha sacado de ellos aguas, si no el pez, ha sido al contarse la muerte de la reina y los errores
que la causaron, errores valerosamente confesados y deplorados por el rey, la atención dolorosa de su
hija, que, después de haber pasado de una señal de dolor a otra, ha concluido con un "¡ay!", para estallar,
debía decir más bien sangrar, en lágrimas, pues estoy seguro que mi corazón, por lo que a mí respecta,
llevaba sangre. Los que estaban más de mármol cambiaron entonces de color. Algunos se desvanecieron;
todos hallábanse llenos de aflicción. Si el mundo entero hubiera podido ver este espectáculo, el dolor
habría sido universal.
CABALLERO °: ¿Han regresado a la Corte?
CABALLERO °: No; la princesa ha oído hablar de la estatua de su madre, que está bajo la
guardia de Paulina, obra en la que han sido empleados muchos años y que acaba de terminarse por un
extraordinario maestro italiano, Julio Romano que imita tan perfectamente la Naturaleza, que le robaría su
potencia creadora si tuviera la eternidad y si pudiera infundir aliento a sus obras. Ha hecho una estatua de
Hermiona tan parecida a Hermiona, que dan ganas de hablarle y de esperar su respuesta. Se han dirigido
todos al sitio en que está, presas de un vivo transporte, y creo que tienen el propósito de cenar allí.
CABALLERO °: Pensaba que Paulina tenía algún asunto grave en ese lugar, pues desde la
muerte de Hermiona jamás ha faltado de visitar una o dos veces por día esa mansión retirada. ¿Queréis
que vayamos allí a aumentar la fiesta con nuestra compañía?

CABALLERO °: ¿Quién, teniendo permiso para entrar, no había de ir? A cada guiño de ojos
nacerá una nueva sorpresa. Nuestra ausencia nos hace perder las emociones que sentiríamos. Partamos.
(Salen los Caballeros °, ° y °)
AUTÓLICO: ¡Ahora es cuando, si no tuviera la mancha de mi vida anterior, lloverían los favores
sobre mí! Yo soy quien ha conducido al anciano y a su hijo a bordo de la nave del príncipe. Yo quien les
ha dicho que los oí hablar de un envoltorio y de no sé qué cosas más. Pero como en aquel instante se
hallaba extremadamente ocupado con la hija del pastor, tal la creía entonces, que comenzaba a ponerse
enferma a causa del mareo, y él mismo no se encontraba mejor y el tiempo continuó siendo de los más
malos, este misterio quedó sin descubrirse. Mas lo mismo me da, pues aunque hubiera sido yo el
revelador de este secreto, no me habría servido mucho en medio de mis otros descréditos. He aquí venir a
las gentes a quienes he hecho bien contra mi voluntad y que aparecen ya en toda la floración de su
fortuna. (Entran el PASTOR y el BOBO)
PASTOR: Vamos, muchacho. He pasado de la edad de tener hijos; pero tus hijos y tus hijas serán
todos nobles.
BOBO: Os encontramos muy a propósito, señor. Habéis rehusado batiros conmigo el otro día
porque no era caballero. ¿Veis estos vestidos? Decid ahora que no los veis y que creéis que no soy
caballero. Haríais bien en decir igualmente que estas capas no son de caballeros. Dadme el mentís,
dádmele, y procurad saber si no soy ahora un caballero.
AUTÓLICO: Sí, señor, que sois ahora un caballero, de nacimiento.
BOBO: Sí, y tal he sido en todos los minutos de estas cuatro horas.
PASTOR: Y yo también, muchacho.
BOBO: Sí, vos también; pero yo era un caballero nacido antes que mi padre, pues el hijo del rey
me ha cogido por la mano y me ha llamado hermano suyo, y enseguida los dos reyes han llamado
hermano a mi padre. Luego, el príncipe mi hermano y la princesa mi hermana han llamado a mi padre,
padre. Con lo cual hemos llorado, y estas son las primeras lágrimas de caballero que hemos vertido.
PASTOR: Podemos vivir bastante, hijo mío, para verter otras muchas.
BOBO: Sí, o nos vendría la desgracia, ahora que estamos en la situación preponderante en que
aparecemos.
AUTÓLICO: Os ruego, señor, que me perdonéis todas las faltas que he cometido contra vuestra
señoría, y de hablar de mí en buenos términos al príncipe, mi señor.
PASTOR: Por favor, hijo mío, hazlo, pues debemos mostrarnos nobles ahora que lo somos.
BOBO: ¿Cambiarás de vida?
AUTÓLICO: Sí, si place a vuestra excelente señoría.
BOBO: Dame tu mano. Juraré al príncipe que eres un camarada tan honrado y leal como el que
más en Bohemia.
PASTOR: Podéis decírselo, mas no jurarlo.
BOBO: ¡No jurarlo, ahora que soy caballero! Decidlo simplemente es cosa de rústicos y de
granjeros. Yo lo juraré.
PASTOR: ¿Cómo, si es falso, hijo mío?
BOBO: Así sea la cosa más falsa del mundo, un verdadero caballero puede jurarlo para servir a un
amigo. Y yo juraré al príncipe que eres un mozo valiente y laborioso, y que no te embriagas. Sé, no
obstante, que no eres un mozo valiente ni laborioso y que te embriagas; pero lo juraré, aunque quisiera
que fueses un mozo laborioso y valiente.
AUTÓLICO: Haré todo lo posible por serlo, señor.
BOBO: Sí, sé por todos los medios posibles un camarada valeroso. Si no me indigno de que oses
embriagarte sin ser un camarada valeroso, no tengas confianza alguna en mí. ¡Oíd! Los reyes y los
príncipes, nuestros parientes, van a ver el retrato de la reina. Ven, síguenos. Seremos tus buenos
protectores.
Salen el PASTOR el BOBO y AUTÓLICO.

ESCENA TERCERA


Sicilia. Una capilla en la casa de Paulina. Entran LEONTES, POLÍXENES, FLORISEL, PERDITA,
CAMILO, PAULINA, Señores y personas del séquito.

LEONTES: ¡Oh sabia y buena Paulina! ¡Qué gran consuelo he recibido de ti!
PAULINA: ¡Cómo! Soberano señor, si no siempre he hecho el bien, he tenido siempre el deseo de
hacerlo. Habéis pagado generosamente todos mis servicios, y el favor que me hacéis de visitar mi
humilde morada en compañía de vuestro hermano coronado y de estos novios herederos de vuestros
reinos es un exceso de favor que mi vida entera no bastaría para reconocerlo.
LEONTES: ¡Oh Paulina! No os honramos sino con el enojo que os causamos; pero hemos venido
a ver la estatua de nuestra reina. Hemos atravesado vuestra galería no sin sentir gran placer al admirar sus
numerosas rarezas. Sin embargo, no hemos visto lo que mi hija venía a contemplar; es decir, la estatua de
su madre.
PAULINA: Así como vivió sin igual, así también su imagen muerta sobrepasa, creo, todo lo que
habéis ya visto, todo lo que ha salido de la mano del hombre. Por ello la guardo sola y aparte. Pero está
aquí. Preparaos a ver la vida representada con tanta vivacidad como el tranquilo sueño representó jamás la
muerte. (Paulina descorre una cortina y aparece HERMIONA como una estatua) Me agrada vuestro silencio. Me
muestra mejor vuestro asombro. Pero, no obstante, hablad; vos, el primero, mi soberano. ¿Es que esta
imagen no se halla muy cerca de la realidad?
LEONTES: ¡Su actitud natural! ¡Acúsame, querida imagen de piedra, para que pueda decir que
eres verdaderamente Hermiona! ¡O más bien tú le pareces más, no reprochándome, pues era dulce como
la infancia y como la gracia! Pero, sin embargo, Paulina, Hermiona no estaba tan llena de arrugas, no era
de edad tan avanzada como aquí parece.
POLÍXENES: ¡Oh, no, ni con mucho!
PAULINA: Eso no hace sino honrar más la excelencia del artista, que ha hallado el medio de dejar
correr dieciséis años y de crear la imagen de la reina tal como sería si viviera ahora.
LEONTES: ¡Tal como podía vivir ahora, tanto para mi ventura como su ausencia es hoy cruel a mi
alma! ¡Oh! Así estaba, con esa plenitud de vida en la majestad, ¡cálida vida, como es fría ahora!, cuando
le hice la corte por vez primera. Me siento lleno de vergüenza. ¿Cómo no me rechaza éste mármol siendo
yo más duro que él? ¡Oh obra maestra real! ¡Reside en tu majestad la magia, una magia que ha evocado
mis faltas ante mi memoria y que se ha apoderado tan fuertemente del espíritu de tu hija, absorta de
admiración, que adquiere como tú, la inmovilidad de la piedra!...
PERDITA: Permitidme que me arrodille, e implore su bendición, y no me digáis que es
superstición obrar así. Señora, cara reina, que habéis terminado vuestros días cuando yo apenas
comenzaba los míos, dadme a besar vuestra mano.
PAULINA: ¡Oh calma! La estatua se ha colocado recientemente y aún no están secos los colores.
CAMILO: Mi señor, es un pesar demasiado profundamente doloroso aquél que no han podido
llevarse los huracanes de dieciséis inviernos, ni desecar los ardores de tantos calurosos estíos. Apenas
existe en el mundo una alegría que haya durado tanto tiempo, ni dolor que no se haya suicidado más
pronto.
POLÍXENES: Mi querido hermano, permitid al que fue la causa de todo esto que use de su poder
para aliviaros de tanto pesar tomando una parte de él para sí.
PAULINA: En verdad, mi señor, si hubiera pensado que la vista de mi pobre imagen os había de
afectar así, como la estatua es de mi propiedad, no os la hubiera mostrado.
LEONTES: ¡No corráis la cortina!
PAULINA: No la miraréis más. Tengo mucho miedo de que vuestra imaginación se figure que va
a moverse de un momento a otro.
LEONTES: ¡Sea! ¡Sea! ¡Ojalá hubiese yo muerto, visto que...! Pero, ¡cómo!, me parece que ya...
¿Quién es el autor de esta estatua? Ved, mi señor: ¿no afirmaríais que respira y que la sangre corre
verdaderamente en esas venas?
POLÍXENES: ¡Es una obra magistral! Sus labios parece que tienen el calor mismo de la vida.
LEONTES: ¡Los ojos inmóviles parecen moverse! ¡Tan grande es la ilusión del arte!

PAULINA: Voy a correr la cortina. Su imaginación le lleva tan lejos, que pronto va a pensar que
vive.
LEONTES: ¡Oh mi dulce Paulina! ¡Dejadme pensarlo veinte años seguidos! ¡Los razonamientos
más sabios del mundo no valen el placer de semejante locura! Déjala como está.
PAULINA: Estoy desolada, señor, de veros entregado a tales emociones. Pero podía afligiros aún
más.
LEONTES: Hazlo, Paulina, pues semejante aflicción tiene un sabor más delicioso que cualquier
consuelo cordial. Continúo creyendo que emana de ella una respiración. ¿Qué cincel delicado pudo nunca
dibujar esos labios? Que nadie se burle de mí. ¡Quiero besarla!
PAULINA: ¡Cuidado, mi buen señor! El rojo se halla todavía húmedo en los labios. Lo borraréis si
la besáis y mancharéis los vuestros de pintura grasa. ¿Corro la cortina?
LEONTES: ¡No, en veinte años!
PERDITA: Otros tantos estaría yo aquí mirándola.
PAULINA: Cuidado el uno y la otra. Abandonad inmediatamente la capilla, o preparaos a nuevos
asombros. Si podéis sostener este espectáculo, voy a hacer, en efecto, que se mueva la estatua.
Descenderá y os cogerá de la mano. Pero entonces pensaréis, aserción contra la cual protesto, que estoy
asistida por potencias malvadas.
LEONTES: Todo cuanto podáis hacerle ejecutar seré feliz de verlo. Todo cuanto podáis hacerle
decir seré feliz de oírlo, pues tan fácil es hacerle hablar como caminar.
PAULINA: Es necesario que despertéis en vos todo lo que tenéis de fe. Permaneced todos
tranquilos; o los que crean ilícita la obra que emprendo, que se retiren.
LEONTES: ¡Hacedlo! Nadie se moverá.
PAULINA: ¡Tocad música, despertadla! (Música) Ya es tiempo. Desciende. Cesa de ser de piedra.
Acércate. Hiere de asombro los ojos de los que te contemplan. Venid; cerraré vuestra tumba. Moveos.
Vamos. Avanzad. Legad a la muerte vuestro entumecimiento, pues una vida preciosa se redime de ella.
(HERMIONA desciende lentamente del pedestal) ¡No os sobrecojáis! Sus acciones serán tan santas, que os
declaro que mi mandamiento es legítimo. No os apartéis de ella antes de haberla visto morir de nuevo,
pues entonces la mataríais dos veces. Vamos, presentadle vuestra mano. Cuando era joven la cortejabais.
Ahora que tiene más edad es ella la que hace las insinuaciones.
LEONTES: (Abrazándola) ¡Oh! ¡Siento su calor! ¡Si es cosa de magia, que sea un acto tan ilícito
como la acción de comer!
POLÍXENES: ¡Ella le abraza!
CAMILO: ¡Se suspende de su cuello! ¡Que hable también y pertenezca a la vida!
POLÍXENES: ¡Sí; y que nos manifieste dónde ha vivido o cómo se ha escapado de entre los
muertos!
PAULINA: Si se dijera que está viva, esta afirmación sería silbada como un viejo cuento. Pero
parece que vive, aunque no hable. Esperad todavía un poco. Procurad intervenir bella princesa.
Arrodillaos e implorad la bendición de vuestra madre. Volveos, buena señora y reina. Nuestra Perdita es
hallada. (PAULINA presenta a PERDITA, que se arrodilla delante de HERMIONA)
HERMIONA: ¡Oh vosotros, dioses, dirigid aquí abajo vuestras miradas y verted de vuestras
sagradas urnas vuestras mercedes sobre la cabeza de mi hija! Dime, hija mía: ¿dónde has sido
conservada? ¿Dónde has vivido? ¿Cómo te has encontrado en la corte de tu padre? Pues debes saber que,
informada por Paulina de que el oráculo había dado la esperanza de que tú vivías, me he conservado en la
vida, a fin de ver el desenlace.
PAULINA: Tenemos tiempo para todo ello. Sería de temer que por esa demanda estos señores
turbasen vuestras alegrías, exigiendo de vos una relación semejante. Id juntos, ilustres y felices ganantes,
mientras lo sois. Cambiad vuestros regocijos con compañía. Yo, vieja tórtola, iré a suspenderme de
alguna rama seca y allí lamentaré hasta el fin de mis días la pérdida de mi compañero que nunca será
hallado.
LEONTES: ¡Oh, silencio, Paulina! Debes acceder a recibir un esposo de mi mano, como yo recibo
una esposa de la tuya. Es un contrato a que estamos unidos los dos bajo juramento. Tú has encontrado a

mi esposa. ¿Cómo? Está aún por saber, pues la creí muerta, como muerta la vi, y en vano dije no pocas
plegarias sobre su tumba. No tendré que buscar lejos para hallarte un honorable esposo, pues conozco en
parte sus sentimientos.
Avanza, Camilo, y toma por la mano a esta dama, cuya nobleza y virtud notoriamente célebres, son
atestiguadas aquí por nosotros, pareja real. Abandonemos este sitio.
Vamos, vuelve tus ojos sobre mi hermano, perdonadme los dos haber colocado mis malas
sospechas entre vuestras castas miradas.
He aquí a vuestro yerno, el hijo del rey, que por el favor del Cielo es el prometido de vuestra hija.
Buena Paulina, condúcenos fuera, a un lugar donde a satisfacción podamos interrogarnos y
respondernos el uno al otro sobre nuestras aventuras durante este largo espacio de tiempo que ha
transcurrido desde nuestra separación. Guíanos pronto.


Salen todos.