24/4/20

IBSEN HENRIK. JUAN GABRIEL BORKMAN.













JUAN GABRIEL BORKMAN

HENRIK IBSEN



PERSONAJES

JUAN GABRIEL BORKMAN.
GUNHILDA BORKMAN, su mujer. ERHART, su hijo. ELA RENTHEIM, hermana gemela de Gunhilda. LA SEÑORA WILTON.
GUILLERMO FOLDAL.
FRIDA, Su hija. MAGDALENAdoncella.

La acción 
tiene lugar, una noche de invierno, en la casa solariega de los Rentheim, en los alrededores de la capital


ACTO PRIMERO



Piso bajo. Muebles antiguos y deslustrados. Una puerta de corredera comunica el salón con una estancia acristalada, al fondo, que da al jardín por una puerta ventana, a cuyo través se distingue, bajo el crepúsculo, la nieve que cae en copos menudos. A la derecha, puerta del vestíbulo. Más cerca, una vieja estufa encendida. En segundo término, a la izquierda, una puertecita. En primero, al mismo lado, una ventana con las cortinas corridas. Entre la puerta y la
ventana un canapé tapizado de pelo de cabra. Delante del canapé una mesa cubierta con tapete. Encima, una lámpara
de pantalla, encendida. Junto a la estufa, un sillón de respaldo alto. La señora Borkman, sentada en el canapé, hace
crochet. Es una señora de edad madura, de facciones impasibles de aire un poco rígido, noble, pero frío, cabellos espesos y cenicientos, manos transparentes y finas. Lleva un traje oscuro de seda gruesa, de una elegancia un tanto añeja, y sobre los hombros un chal de lana. Al cabo de un instante de silencio y de inmovilidad se oyen los cascabeles de un trineo que pasa. La señora. Borkman hace ademán de escuchar y le brillan de alegría los ojos

SEÑORA BORKMAN.— (Murmurando como a su pesar.) ¡Erhart! ¡Al fin! (Se levanta, separa un poco las cortinas, mira por la ventana y parece decepcionada. Luego, siéntase de nuevo y vuelve a su labor. Entra Magdalena, que viene del vestíbulo, con una tarjeta de visita en una bandeja. A Magdalena, vivamente.) ¿No ha vuelto el señorito Erhart?
MAGDALENA.—NO, señora. Pero hay una señora que...
SEÑORA BORKMAN.— (Dejando su labor.) La señora Wilton, probablemente...
MAGDALENA. — (Acercándose,) No. No la conozco.
SEÑORA BORKMAN.— (Cogiendo la tarjeta.) Veamos... (Lee el nombre, se pone en pie bruscamente y mira con fijeza a Magdalena.) ¿Está usted segura de que esa señora pregunta por mi?
MAGDALENA, — Sí señora,
SEÑORA BORKMAN.— ¿Por la señora Borkman?
MAGDALENA. — Cuando se lo digo a la señora..
SEÑORA BORKMAN, — (Con voz breve y resuelta.) Está bien; que pase. (Magdalena abre la puerta y se retira. Entra Ela Rentheim. Se parece a su hermana;, pero su rostro delata más sufrimiento que dureza, y conserva aún las huellas de una belleza expresiva, Su espesa cabellera, de un blanco plata, se riza naturalmente sobre su frente ancha. Lleva un sombrero de terciopelo y un traje y un abrigo forrado de la misma tela. Ambas hermanas observanse un instante de silencio. Se ve que las dos esperan que la otra hable primero.)  
ELA.— (Junto a la puerta, sin adelantar.) Sí, soy yo, Gunhilda. ¿Te extraña verme aquí?
SEÑORA BORKMAN. — (En pie, inmóvil, entre el canapé y la. mesa.) ¿No te habrás equivocado de puerta? El administrador vive al lado.
ELA. — No es al administrador a quien vengo a ver hoy.
SEÑORA BORKMAN,—Tienes entones algo que decirme?
ELA.— deseo hablarte un momento.
SEÑORA BORKMAN.— (Avanzando) En ese caso, siéntate si quieres.
ELA.--- Gracias. Puedo estar de pie.
SEÑORA BORKMAN, —Como quieras. Quítate, por lo menos el abrigo.
ELA.— (Desabrochándose el abrigo.) Gracias; hace aquí mucho calor.
SEÑORA BORKMAN.— ¿Sí? Yo siempre tengo frío...
ELA.—- (Contemplándola con el brazo apoyado en el respaldo del sillón.) Sí, Gunhilda... Pronto hará ocho años que no nos habíamos visto.
SEÑORA BORKMAN.— (Fríamente,) O por lo menos que no nos hemos hablado.
ELA.— Que no nos hemos hablado. Es cierto, Tú me veías de tarde en tarde, cuando venía a ver al administrador. Una vez al año.
SEÑORA BORKMAN. — Te he visto una o dos veces.
ELA. — Yo también te he entrevisto una o dos veces por la ventana.
SEÑORA BORKMAN. — ¿A través de las cortinas? ¡Qué buenos ojos! (Con voz dura y cortante.) Pero la última vez que nos hablamos fue aquí, en este mismo cuarto.
ELA.— (Evasivamente.) Sí, Gunhilda; me acuerdo.
SEÑORA BORKMAN.—Una semana antes de que le... pusieran en libertad.
ELA.— (Dando algunos pasos.) ¡No despiertes esos recuerdos!
SEÑORA BORKMAN.— (Con voz sorda, pero firme.) Una semana antes de que soltaran al director Borkman...
ELA.— (Avanzando hacia el primer término.) ¡Sí, sí! No he olvidado nada. Pero es demasiado doloroso...
SEÑORA BORKMAN. — (Sordamente.) Lo es, pero no es posible separarse de esos recuerdos! ¡Siempre se viene a parar a ellos! (Con ímpetu, juntando las manos.) ¡No, es imposible! ¡Nunca podré hacerme a esa idea! ¡Que una... monstruosidad semejante haya podido caer sobre una familia como la nuestra!
ELA.— ¡Ah Gunhilda! No ha sido la nuestra la única alcanzada Otras muchas han sido heridas con nosotros.
SEÑORA BORKMAN.—Sí; pero ¿qué me importan los demás? ¿De qué se trataba, al fin y al cabo, para ellos? ¡De un puñado de dinero, de unos cuantos valores! ¡Mientras que nosotros!... ¡Yo, Erhart; Erhart, que no era aún más que un niño! (Exaltándose más y más.) ¡La vergüenza y el deshonor sobre cabezas que eran inocentes! ¡Y por si fuera poco, la ruina!
ELA.— (Con precaución.) Dime, Gunhilda, ¿cómo sobrelleva él todo esto?
SEÑORA BORKMAN.— ¿Quién, Erhart?
ELA.—No, él, Juan Gabriel. ¿Cómo lo sobrelleva?
SEÑORA BORKMAN.— (Con una ligera mueca de ironía y de desprecio.) ¿Y crees tú que yo pregunto?
ELA.— ¿Cómo preguntar? Pero no creo que tengas necesidad de preguntar...Supongo...
SEÑORA BORKMAN.— (Mirándola con asombro.) ¿El qué? ¿No te figurarás que hago vida común con él, ni que le veo para nada?
ELA. — ¿Que no os veis?

SEÑORA BORKMAN. — (Continuando en el mismo tono.) ¡Un hombre que ha estado cinco años en la cárcel! (Cubriéndose el rostro con las manos.) ¡Qué infamia! ¡Qué vergüenza! (Irguiéndose de nuevo.) ¡Cuando piensa una en lo que significaba antes el nombre de Juan Gabriel Borkman! No, no, no... No quiero volver a verle nunca..¡Nunca más! ¡Nunca más!
ELA. — (Contemplándola un instante.) Tienes el alma dura, Gunhilda.
SEÑORA BORKMAN.—Para él, sí.
ELA. —Sin embargo, ¿no continúa siendo tu marido?
SEÑORA BORKMAN. — De sobra sabes lo que me echó en cara en su proceso. Según él, yo fui la causa primera de su ruina con mis gastos.
ELA. — (Tímidamente.) ¿Y no hay un poco de verdad en lo que dijo?
SEÑORA BORKMAN.—Pero ¿quién sino él empujaba a esos gastos? Nada le parecía bastante magnífico.
ELA.—Lo sé; pero tú habrías debido resistir, y nada hiciste.
SEÑORA BORKMAN. — ¿Acaso sabía yo que el dinero que él me daba a derrochar no era suyo? Sin contar que él ha derrochado diez veces más que yo.
ELA.— (Con dulzura.) Ten en cuenta que su posición así lo exigía.. hasta cierto punto.
SEÑORA BORKMAN. — (Sarcásticamente.) ¡Ah, sí! Teníamos que representar, que aparentar. ¡Oh! Lo que es en punto a aparentar, puede estar satisfecho. Necesitaba que todo el mundo lo acatase corno a un rey. Y de un extremo a otro del país nadie le conocía más que por su nombre de pila, como a los reyes. Juan Gabriel por aquí, Juan Gabriel por allá... Todo el mundo sabía quién era Juan Gabriel.
ELA— (Con fuego.) Sí; en aquel tiempo era grande. Bien lo sabes.
SEÑORA BORKMAN. ---Por lo menos, lo parecía. El caso es que todo se vino a tierra. Todo. De tanto esplendor no quedó nada.
ELA.- (Aparte.) Sí; todo eso vino a tierra..., para él y para otros.
SEÑORA BORKMAN.— (Irguiéndose amenazadora.) ¡Pero yo te juro, Ela, que no me rendiré! ¡Ya llegará la hora de la rehabilitación! ¡Yo sabré hacer que suene!
ELA. — (Sorprendida.) ¿De la rehabilitación? ¿Qué quieres decir?
SEÑORA BORKMAN._ ¡La rehabilitación del nombre, del honor, de la fortuna! La rehabilitación de todo mi ser, hecho pedazos! ¡Y tengo a alguien que realizará todo eso, Ela…; que lavará todo lo que fue manchado por el director Borkman!
ELA. — Gunhilda! Gunhilda!
SEÑORA BORKMAN. — (Con una exaltación creciente.) Sí; un vengador que sabrá reparar todo el daño que su padre me hizo.
ELA. — ¿Te refieres a Erhart?
SEÑORA BORKMAN. — Si; a Erhart, al hijo mío! Él sabrá levantar la familia, la casa, el nombre que lleva, todo lo que puede ser levantado, ¡Y quién sabe si todavía irá más allá!
ELA. — ¿Y con qué medios llevará a cabo todo eso?
SEÑORA BORKMAN. —Ya veremos. Todavía no lo sé... Lo único que sé es que es preciso, absolutamente preciso... (Mirándola.) Oye, Ela, ¿no se te ha ocurrido también a ti la misma idea alguna vez desde la infancia de Erhart?
ELA. - Nunca.
SEÑORA BORKMAN. — ¿Por qué, entonces, te encargaste de él cuando la tempestad se desencadenó sobre esta casa?
ELA. —Tú no estabas en estado de ocuparte de él, Gunhilda.
SEÑORA BORKMAN. — Sí, es cierto... No lo estaba... Y su padre tenía una excusa legal, ¿no es eso? (Con expresión venenosa.) ¡Decir que no vacilaste en encargarte de un hijo de Juan Gabriel! Lo mismo que si hubiera sido tuyo... ¡Que no temiste quitármelo y llevártelo contigo!... Y conservarlo durante años! Casi era ya un hombre cuando se separó de ti (Mirándola con desconfianza.) ¿Por qué hiciste eso, Ela? ¡Di! ¿Por qué lo conservaste tanto tiempo?
ELA— ¡Le quería tanto!
SEÑORA BORKMAN. —Más que yo..., su madre?
ELA. — (Evasivamente.) No sé. Además, Erhart tuvo una infancia un tanto enfermiza...
SEÑORA BORKMAN. — ¿Enfermiza? ¿Erhart?
ELA.—Sí...; por lo menos lo parecía entonces... Y el aire, como tú sabes, es mucho más benigno en la costa occidental que aquí.
SEÑORA BORKMAN.— (Con sonrisa amarga.) ¿Sí? ¿De veras? (Con voz seca.) Es justo. Tú hiciste mucho por Erhart. (Cambiando de tono.) Tú tenías los medios para ello. (Sonriente.) Si; tú tuviste mucha suerte, Ela. Todo lo tuyo so salvó del naufragio.
ELA.— (Herida.) Nada hice para ello, te lo juro. Hasta mucho después no supe que mi depósito estaba en seguridad.
SEÑORA BORKMAN.—No; si yo lo único que te digo es que tuviste mucha suerte. (Con mirada interrogante.) Pero, dime, cuando más tarde, por tu propia voluntad, te encargaste de la educación de Erhart..., ¿qué móvil te guió a ello?
ELA. — (Lentamente.) Quería hacer de él un hombre dichoso, conducirle por el camino que lleva a la felicidad.
SEÑORA BORKMAN.— (Con un gesto de desdén.) ¿Si?... Las gentes que se encuentran en posición como la nuestra tienen otra cosa en que pensar que en su felicidad.
ELA. — ¿En qué, pues?
SEÑORA BORKMAN. — (Con la mirada grave, dilatados los ojos.) Erhart debe, ante todo, brillar de tal modo que nadie en el país vea ya la sombra que su padre arrojó sobre él y sobre mí.
ELA. — (Con mirada escrutadora.) Y oye, Gunhilda, ese objetivo a su existencia, ¿también Erhart se lo propone a sí mismo?
SEÑORA BORKMAN. — (Un tanto desconcertada.) ¡Así lo espero!
ELA— ¿Y no serás tú quien se lo impone?
SEÑORA BORKMAN. — (Con voz seca.) Para Erhart, como para mí, el fin es el mismo.
ELA.— (Lentamente, con tono preocupado.) ¿Tan segura estás de tu hijo, Gunhilda?
SEÑORA BORKMAN. — (Con acento de triunfo mal disimulado.) ¡Sí; a Dios gracias, estoy segura de él!
ELA. — (Cambiando de tono.) Oye... Casi es preferible que hablemos do ello en seguida..., ya que para esto he venido...
SEÑORA BORKMAN. — De qué se trata?
ELA. —De algo de que es preciso hablemos... Dime, ¿Erhart, no vive aquí..., con vosotros?
SEÑORA BORKMAN.— (Duramente.) De sobra sabes que Erhart no puede vivir aquí conmigo, y que tiene que vivir en la ciudad.
ELA. —Me lo escribió.
SEÑORA BORKMAN. —Sus estudios lo exigen. Pero viene a verme un momento todas las noches.
ELA. —Lo sé. ¿No podría hablar con él en seguida?
SEÑORA BORKMAN. —Aun no ha llegado. Pero le espero de un momento a otro.
ELA. — ¿Cómo que no ha llegado? ¡Si le oigo caminar ahí encima!
SEÑORA BORKMAN. — ¿Ahí encima, en el salón?
ELA.- S i; le oigo andar arriba y abajo desde que entré.
SEÑORA BORKMAN(Separando La mirada.) No es a él a quien oyes, Ela.
ELA.— (Sorprendida.) ¿Que no es Erhart? ¿Quién es entonces?
SEÑORA BORKMAN. —El director Borkman.
ELA. — (Queda, reprimiendo un espasmo de dolor.) ¡Borkman! ¡Juan Gabriel Borkman!
SEÑORA BORKMAN. — Así se pasa el día, caminando de arriba abajo. Todos los días del año, desde que se levanta hasta que se acuesta. Sí, Ela... esta es nuestra existencia..., desde que le dejaron en libertad..., durante ocho largos años.
ELA. — (Mirándola,) ¡Qué horrible existencia, Gunhilda!
SEÑORA BORKMAN. — ¡Sí, Ela, horrible! No sé cómo tengo fuerzas... ¡Oír sonar sus pasos, sin cesar, sobre mi cabeza!... ¡Desde que amanece hasta bien entrada la noche! Me parece, a veces, como si ahí arriba viviese un lobo enfermo que no parase de dar vueltas por su jaula...
ELA. — (Con precaución.) Y... ¿no podrá esto cambiar algún día, Gunhilda?
SEÑORA BORKMAN.— (Resueltamente.) Nada ha hecho él para que cambie.
ELA.—Pero... ¿no podrías tú dar el primer paso?
SEÑORA BORKMAN.— (Irguiéndose.) ¿Yo? ¿Después de su odiosa conducta conmigo? ¡No! ¡De ningún modo! Dejemos al lobo vivir en su jaula. ¡Allá él!
ELA. —Me ahogo. Hace aquí un calor sofocante. Con tu permiso, me voy a quitar el abrigo.
SEÑORA BORKMAN. —Ya te dije antes que lo hicieras. (Ela deja el abrigo y el sombrero sobre una silla, junto a la puerta de entrada.)
ELA— ¿No te has encontrado nunca con él fuera de casa?
SEÑORA BORKMAN. — (Con una sonrisa amarga.) ¿Dónde? ¿En sociedad?
ELA. —No, fuera; cuando salga a tomar el aire.
SEÑORA BORKMAN. —El director Borkman no sale nunca...
ELA. —Cómo? ¿Ni siquiera por la noche, cuando nadie le ve?
SEÑORA BORKMAN. —Nunca!
ELA. — (Conmovida.) ¿Le falta valor?
SEÑORA BORKMAN. —Así parece. Ahí, en el armario del recibimiento están su capa y su sombrero. Algunas noches le oigo bajar la escalera... Pero se detiene a la mitad y vuelve sobre sus pasos. Y vuelta a andar de arriba abajo.
ELA. — (Con dulzura.) ¿No viene nunca a verle ninguno de sus antiguos amigos?
SEÑORA BORKMAN. —No tiene amigos.
ELA. —Pues en otro tiempo tuvo muchos.
SEÑORA BORKMAN. — ¡Bah! Ya ha hecho él lo necesario para dejar detenerlos. La amistad de Juan Gabriel era una amistad cara.
EIA. —De modo que vive solo ahí arriba? ¡Solo!
SEÑORA BORKMAN.—ASÍ parece. Sin embargo, me han hablado de un viejo escribiente que viene a verle de cuando en cuando.
ELA.— ¡Ah! ¿Sin duda un tal Foldal? Sé que en su juventud fueron muy amigos.
SEÑORA BORKMAN. — Eso creo. Yo no le conozco. No era de nuestro círculo... En los tiempos en que teníamos un círculo.
ELA. — ¿Y ahora viene a hacer compañía a Borkman?
SEÑORA BORKMAN. — Sí. Alguna que otra noche.
ELA. — Ese Foldal es una de las víctimas de la quiebra.
SEÑORA BORKMAN. — (Indiferentemente.) Sí, me parece recordar que perdió algún dinero. Muy poco, sin duda...
ELA. — (Subrayando ligeramente las palabras.) Todo lo que poseía.
SEÑORA BORKMAN. — (Sonriendo.) Que no debía de ser mucho No vale siquiera la pena de hablar de ello.
ELA. — Como no se habló en el proceso. Foldal prefirió callarse.
SEÑORA BORKMAN. — Por otra parte, te diré que Erhart le ha compensado con creces esa insignificancia
ELA.— (Asombrada.) ¿Erhart? ¿Y cómo?
SEÑORA BORKMAN.—Dando lecciones a la hija menor de Foldal; ocupándose de su educación. Por lo menos podrá ganarse la vida. Erhart la ha enseñado hasta piano. Como que viene con bastante frecuencia a tocar el piano ahí arriba.
ELA. — ¿Continúa Juan Gabriel tan aficionado a la música?
SEÑORA BORKMAN. — Ya lo ves. En su habitación tiene el piano que nos enviaste… antes de que le pusieran en libertad.
ELA. —La infeliz tiene bastante que andar para venir de la ciudad hasta aquí y volverse.
SEÑORA BORKMAN.—No; Erhart ha conseguido que la invite a pasar una temporada una señora que vive aquí cerca. Una tal señora Wilton.
ELA. — (Vivamente.) ¡Wilton! Fanny Wilton, ¿no es eso?
SEÑORA BORKMAN. — Justamente.
ELA. —Erhart me ha hablado de ella en muchas de sus cartas. Entonces, ¿ha venido a instalarse cerca de aquí?
SEÑORA BORKMAN. —Sí, ha alquilado un hotelito... Hace ya algún tiempo.
ELA.— (Con cierta vacilación.) Dicen que está divorciada...
SEÑORA BORKMAN. — ¡Oh!, hace ya tiempo que su marido murió,
EIA. —Si; pero, según parece, se habían divorciado... Ella fue la que pidió el divorcio.
SEÑORA BORKMAN. —Las culpas no eran suyas. Fue su marido quien la abandonó.
ELA. — ¿La conoces mucho, Gunhilda?
SEÑORA BORKMAN. — Sí, bastante. Vive muy cerca de aquí y viene a verme de cuando en cuando.
ELA. — ¿Té es simpática?
SEÑORA BORKMAN. — ¡ Es tan inteligente! ¡Tiene un juicio tan claro!
ELA.— ¿Y a Erhart... le conoce también mucho?
SEÑORA BORKMAN. —Sí, más que a mí. Se conocían ya de la ciudad.
ELA. — (Irreflexivamente.) ¿De modo que ha acabado por instalarse aquí?
SEÑORA BORKMAN. (Con un ligero estremecimiento y mirada escrutadora,) ¿Que ha acabado?... ¿Qué es lo que quieres decir?
ELA.— (Evasivamente.) ¿Yo?... Nada.
SEÑORA BORKMAN,— ¡Lo has dicho de un modo!... ¡Tú querías decir algo más Ela!
ELA. —. (Mirándola fijamente.) Pues bien: si, Gunhilda, algo más quería decir.
SEÑORA BORKMAN. — Dilo, entonces, sin rodeos.
ELA.—Ante todo, quiero declararte que yo también creo tener ciertos derechos sobre Erhart. ¿Estás conforme?
SEÑORA BORKMAN.— (Separando la mirada.) ¡No faltaba más! Después de todo lo que te ha costado...
ELA. — ¡No se trata de eso, Gunhilda! Quiero a Erhart todo lo que aún puedo querer a un ser humano.
SEÑORA BORKMAN.—Bien, bien. Pero...
ELA.—Y eso es lo que hace que me inquiete cada vez que le veo correr algún peligro.

SEÑORA BORKMAN. — ¿Un peligro? ¿Y qué peligro puede correr ahora? ¿De dónde podría provenir?

ELA. —De ti, ante todo.
SEÑORA BORKMAN. — (Protestando.) ¿De mí?
ELA. -- Y luego de esa señora Wilton, a quien temo por él.
SEÑORA BORKMAN.— (Mirándola un instante, desconcertada.) ¿Y así juzgas a Erhart? ¡A mi Erhart, destinado a una misión tan alta!
ELA.— (Desdeñosamente) ¡Oh! Una misión..., una misión...
SEÑORA BORKMAN. — (Indignada.) ¿Te burlas? ¿Te atreves a burlarte?
ELA. -- Pero ¿crees tú realmente que un joven de la edad de Erhart..., fuerte y sano..., va a sacrificarse así a… a una misión?
SEÑORA BORKMAN. — (Con acento firme convencido.) Erhart lo hará; estoy segura.
ELA.— (Sacudiendo la cabeza.) No estás segura, Gunhilda. Tú misma no lo crees.
SEÑORA BORKMAN. — ¿Yo?
ELA. — Sí; no pasa de ser un sueño. Si no lo tuvieses para sostenerte, pronto caerías en la desesperación.
SEÑORA BORKMAN. — (Con violencia.) ¿No es eso, quizá, lo que deseas?
ELA— Seguramente, antes que verte en salvo a costa de Erhart.
SEÑORA BORKMAN. — (Con acento amenazador.) ¿Quieres interponerte entre nosotros? ¿Entre mi hijo y yo?
ELA. —Quiero librarle de tu sujeción, de tu tiranía.
SEÑORA BORKMAN. — (Con acento de triunfo.) ¡Demasiado tarde! No lo conseguirás. Tú lo tuviste en tus redes hasta los quince años. Pero hoy es mío, ¿sabes?
ELA. — ¡Yo lo reconquistaré entonces! (Bajando la voz con tono sordo.) No sería la primera vez, Gunhilda, que luchásemos a muerte por un hombre.
SEÑORA BORKMAN. — (Mirándola de arriba abajo con aire de triunfa.) ¡ Fui yo quien venció!
ELA. — (Con sonrisa irónica.) ¿Y crees haber ganado mucho con tu victoria?
SEÑORA BORKMAN. — (Con acento sombrío.) No. Tienes despiadadamente razón.
ELA. — Esta vez tampoco ganarías nada.
SEÑORA BORKMAN. — ¿Nada? ¿No es nada entonces haber reconquistado mi autoridad de madre sobre Erhart?
ELA. — (Con fuego.) Yo, en cambio, lo que quiero tener es su cariño, su alma..., ¡su corazón entero!
SEÑORA BORKMAN. — (Con pasión.) ¿Su corazón? ¡No lo tendrás ya nunca!

ELA.— (Mirando a su hermana.) ¿Le has predispuesto acaso contra mí?
SEÑORA BORKMAN. — (Sonriendo.) Sí. He sabido aprovechar estos ocho años que le he tenido entre mis manos.

ELA. — (Dominándose.) ¿Y qué has dicho de mí a Erhart? ¿Puedes repetírmelo?
SEÑORA BORKMAN. —Claro que puedo.
ELA. — Habla.
SEÑORA BORKMAN. — Le he dicho simplemente la verdad.
ELA.—Dila.
SEÑORA BORKMAN. —Le he educado en la idea de que a ti te debemos el poder de vivir como vivimos..., y hasta el poder vivir. Pero le he preguntado también cómo se explicaba que tía Ela no viniese nunca a vernos.
ELA. — (Interrumpiéndola.) De sobra sabía él por qué yo no venía.

SEÑ0RA B0RKMAN.--Ahora lo sabe mejor. Tú le habías hecho creer que era por delicadeza con ese que camina ahí arriba.

ELA. —Y es la pura verdad.

SEÑORA BORKMAN. — No lo cree así ya Erhart.
ELA.—Qué idea le has dado entonces de mí?
SEÑORA BORKMAN. — Cree, y hace bien en creerlo, que tú te avergüenzas de nosotros y nos desprecias. ¿No es acaso la verdad’? ¿No pensaste tú en separarle por completo de mí? ¡Recuerda, recuerda bien! Tu memoria te lo dirá.
ELA,— (Vivamente.) Si lo hice, fue en los momentos más duros, cuando el escándalo y el proceso.. Pero hace ya tiempo que se me pasaron esas ideas.
SEÑORA BORKMAN. —Que, por otra, parte, no te servirían de nada. ¿Qué sería entonces de su misión? ¡No, yo soy ahora la necesaria a Erhart, y no tu!
ELA.— (Con fría resolución.) Eso 1o veremos. Por 1o pronto, me quedo aquí.
SEÑORA BORKMAN.— (Mirándola fijamente.) ¿Que te quedas aquí?
ELA. — Sí.
SEÑORA BORKMAN. — ¿A pasar la noche con nosotros?
ELA. —Y si es preciso, el resto de mis días.
SEÑORA BORKMAN.— (Conteniéndose.) Sí, en efecto, la casa te pertenece.
ELA— No es eso.
SEÑORA BORKMAN.—Si; todo te pertenece aquí; la silla en que me siento, la cama en que me retuerzo durante mis noches de insomnio. Hasta el pan que comemos.
ELA. —Bien sabes que no puede ser de otro modo. Legalmente, Borkman no puede poseer nada. Le despojarían en seguida.
SEÑORA BORKMAN. —Lo sé. No hay más remedio que vivir de tu caridad. ¿Cuando quieres que nos vayamos?
ELA.— (Mirándola.) ¿Que os vayáis?
SEÑORA BORKMAN. — (Exaltándose.) ¿Es que crees que voy a vivir bajo el mismo techo que tú? ¡No y no! ¡Antes el asilo o el camino real!
ELA. — Perfectamente. Devuélveme entonces a Erhart, y me voy.
SEÑORA BORKMAN.—A Erhart? ¿A mi hijo?
ELA. —Si me lo devuelves, me voy esta misma noche.
SEÑORA BORKMAN. — (Con voz firme, después de un instante de reflexión.) Que él mismo elija.
ELA.— (Con una ligera vacilación en la mirada.) ¿Él?... ¿Te atreverías tú a someterlo a su elección, Gunhilda?
SEÑORA BORKMAN. — (Riendo con dureza.) ¿Si me atrevería?.., ¿A dejar a mi hijo que escoja entre su madre y tú? ¡Ya lo creo que me atrevería!
ELA. — (Escuchando.) Vienen. Me parece oír...
SEÑORA BORKMAN. —Debe de ser Erhart.
(Unos golpecitos a la puerta del vestíbulo, que se abre
inmediatamente para dar paso a la señora Wilton, en traje
de visita y capa. Tras ella entra la doncella, que no ha te-
nido tiempo de anunciarla y parece cortada. La puerta queda
entreabierta. La señora Wilton es una mujer de treinta años,
de una gran belleza, muy llamativa, labios sonrientes, rojos
y gruesos, ojos vivos y magníficos cabellos oscuros.)

SEÑORA WTLTON. — ¡Buenas noches, mi querida amiga!
SEÑORA BORKMAN. — (Con tono un poco seco.) Buenas noches. (A la doncella, señalándole la habitación del fondo.) Traiga la lámpara de ahí.
(La doncella sale en busca de la lámpara.)
SEÑORA WILTON. — (Advirtiendo la presencia de Ela.) ¡ Ah... perdón... No había notado...
SEÑORA BORKMAN. —es mi hermana, que acaba de llegar. (Erhart Borkman empuja la puerta entreabierta del vestíbulo y se precipita en la estancia. Es un mozo elegante, de ojos claros y llenos de vida, y barba incipiente.)

ERHART. — (Radiante de alegría... ¡Qué sorpresa! Tía Ela! (Se dirige a Ela y le coge las manos.) ¡Tía! ¡Tía! ¡Si parece un sueño! ¿Eres tú de verdad?
ELA.— (Echándole los brazos al cuello.) ¡Erhart, hijo mío! ¡Cómo has crecido! ¡Qué felicidad volver a verte!
SEÑORA BORKMAN. — (Bruscamente.) Pero ¿qué quiere decir esto, Erhart? ¿Te escondías en el recibimiento?
SEÑORA WILTON.— (Vivamente.) Ha venido conmigo.
SEÑORA BORKMAN. — (Mirándola fijamente.) ¿Es cierto, Erhart? ¿Antes de venir a saludar a tu madre?
ERHART.—Tuve que pasar primero por casa de la señora Wilton para recoger a Frida.
SEÑORA BORKMAN. —Ah: ¿Ha venido esa señorita Foldal con ustedes?
SEÑORA WILTON. — Sí. Está en el vestíbulo.

ERHART. — (Hablando a través de la puerta.) Puedes subir, Frida.
(Un silencio. Ela examina a Erhart. Este parece un poco turbado y ligeramente impaciente. Sus facciones se inmovilizan, su expresión se hace más fría. La doncella trae la lámpara encendida, la deja en la habitación del fondo y sale cerrando la puerta tras si.)
SEÑORA BORKMAN— (Con una cortesía forzada.) Siéntese usted, señora Wilton..., si quiere usted hacernos compañía.
SEÑORA WILTON. — Muchísimas gracias, mí querida amiga. Tenemos otra invitación. Nos esperan en casa de los Hinkel.
SEÑORA BORKMAN.— (Mirándola.) ¿Nos? ¿A quién se refiere usted?
SEÑORA WILTON.— (Riendo.) A decir verdad, a mí sola. Pero esos señores me rogaron que les llevase a Erhart, si por casualidad le veía.
SEÑORA BORKMAN.—Y veo que si le a visto.
SEÑORA WLTON. — Sí. Una casualidad. Ha sido tan bueno, que ha pasado por casa... a recoger a Frida.
SEÑORA BORKMAN, — (Secamente.) No sabía, Erhart, que conocieses a esos..., a esa familia Hinkel.
ERHART. — (Un poco confusa.) ¡Pero si no los conozco! (Con cierta impaciencia.) De sobra sabes tú, mamá, la gente que conozco.
SEÑORA WILTON— ¡Bah! Es una gente alegre y hospitalaria, con, la que en seguida se hacen amistades. Y tienen siempre llena la casa de muchachas bonitas.
SEÑORA BORKMAN.— (Recalcando las palabras.) Me parece, por lo que conozco a mi hijo, señora Wilton, que no es ésa una casa a propósito para él
SEÑORA WILTON.— ¿Y por qué no, señora? Al fin y al cabo, también es joven.
SEÑORA BORKMAN.—A Dios gracias!
ERHART.— (Disimulando su impaciencia.) Vamos, vamos, mamá... Inútil decirte que no pienso ir a casa de esos Hinkel. Pasaré la velada contigo y tía Ela. No hay más que hablar.
SEÑORA BORKMAN. — ¡Estaba segura, hijo mío!
ELA.—No, Erhart, por nada del mundo querría yo retenerte.
ERHART. — Por Dios, tía, no faltaba más. (Con cierta vacilación y mirando a la señora Wilton.) Pero ¿cómo vamos a hacer? No es tan fácil como parece. Usted aceptó la invitación... en mi nombre.  
SEÑORA WILTON.— (Alegremente.) ¿Y qué? Iré solita a la fiesta... y punto concluido. Solita y abandonada... y le disculparé a usted.
ERHART. — (Lentamente.) Bueno..., puesto que usted no ve inconveniente...
SEÑORA WILT0N.—Claro que no. ¿Cómo iba usted a dejar a su tía en el momento que acaba de llegar? Eso sería indigno de un buen hijo.
SEÑORA BORKMAN. —De un buen hijo?
SEÑORA WILTON. — De un hijo adoptivo, quiero decir, señora Borkman.
SEÑORA BORKMAN. — ¡Ah!
SEÑORA WILTON.—Yo, por mi parte, creo que una buena madre de adopción tiene más derechos a nuestra gratitud que una madre.
SEÑORA BORKMAN. — ¿Habla usted por experiencia?
SEÑORA WILTON. — ¡Oh, no! ¡Conocí tan poco a mi madre! Todo lo que sé es que si yo hubiese tenido, como su hijo de usted, una buena madre adoptiva, no sería tan aturdida como me acusan de ser. (Volviéndose hacia Erhart.) ¡Vamos, señor estudiante, no hay más remedio que quedarse a tomar el té con mamá y con tía! (A las dos señoras.) ¡Adiós, mi querida señora! Adiós, señorita!
(Saludos mudos. La señora Wilton se dirige hacia la puerta.)
ERHART. — (Siguiéndola.) ¿Quiere usted que la acompañe un rato?
SEÑORA WILTON. — (En el umbral de la puerta, negándose con e1 gesto.) ¡De ningún modo! ¡Se lo prohíbo! ¡Estoy tan acostumbrada a andar sola! (Se detiene. antes de irse y mira a Erhart ladeando un poco la cabeza.) ¡Pero tenga usted cuidado, señor estudiante!... ¡No le digo más!
ERHART, — ¡Cuidado! ¿De qué?
SEÑORA WILTON.— (Alegremente.) ¿Quiere usted que se lo diga? Cuando me encuentre en el camino… sola y abandonada... ensayaré en usted mi poder magnético.
ERHART.— (Riendo,) ¿Otra vez?
SEÑORA WILTON. — (Con tono semijocoso, semiserio)Y Sí, sí, otra vez. Mientras baje la colina concentraré toda mi voluntad y diré interiormente: ¡Erhart Borkman, coja usted su sombrero!
SEÑORA BORKMAN.— ¿Y cree usted que él lo cogerá?
SEÑORA WILTON. — (Riendo.) ¡Vaya si lo cogerá! Sin perder un minuto. Luego diré: ¡Erhart Borkman, póngase usted su abrigo y sus zuecos y sígame! ¡Vamos, obedezca!
ERHART.— (Con una risita forzada.) ¡Sí, sí, puede usted estar tranquila!
SEÑORA WILTON. — (Levantando el índice.) ¡Vamos, obedezca!... ¡Buenas noches! (Inclina la cabeza riendo, sale y cierra la puerta tras de sí.)
SEÑORA BORKMAN.—.Y es verdad que puede hacer eso?
ERHART.—Qué disparate! ¿No comprendes que es una broma? (Cambiando de tono.) Bueno, no hablemos más de la señora Wilton. (Obliga a Ela a sentarse en el sillón, junto a la estufa, y, en pie, la contempla un instante.) ¿De modo que al fin te has decidido a hacer este largo viaje, tía Ela? ¡Y con este tiempo! ¡En pleno invierno!
ELA. — No podía aplazar más el viaje, Erhart.
ERHART. — ¿Por qué?
ELA. —Ya iba siendo hora para mí de consultar a los médicos.
ERHART, —Al fin! ¡Gracias a Dios!
ELA. — (Sonriendo.) ¿Te alegra eso?
ERHART. —. ¿Que te hayas decidido a ponerte en tratamiento? ¡Claro que me alegra!
SEÑORA BORKMAN.— (Fríamente, desde su canapé.) ¿Estás enferma, Ela?
ELA.— (Con mirada dura.) De sobra lo sabes.
SEÑORA BORKMAN. —Un poco delicada, sí..., desde hace años.
ELHART. —Cuando yo estaba contigo, más de una vez te aconsejé que fueras a ver a un médico.
ELA.—No había ninguno en la comarca que me inspirase confianza. Sin contar que en aquellos tiempos no me sentía tan mal.
ERHART. — ¿Entonces, has empeorado, tía?
ELA. —Si, Hijo mío; bastante.
ERHART. —Pero supongo que no habrá ningún peligro...
ELA. —Qué sé yo! Eso depende...
ERHART. — (Con viveza.) Pero en ese caso, tía Ela..., es precisa que te quedes aquí una temporada.
SEÑORA BORKMAN.— (Sin levantar los ojos de su labor, que ha vuelto a coger.) Sí; tu tía piensa instalarse aquí, en su casa.
ERHART. — (Mirándolas alternativamente.) ¿Aquí? ¿En casa?... ¿Es cierto eso, tía?
ELA. —Sí, acabo de decidirlo.
SEÑORA BORKMAN. — (En el mismo tono.) Ya sabes que todo esto pertenece a tu tía.
ELA,—SÍ, Erhart, me quedo aquí. Provisionalmente..., hasta nueva orden. Me instalaré en la otra ala de la casa, donde vive el administrador.
ERHART. —Perfectamente. Allí hay cuartos de sobra. (Animándose de pronto.) Pero, ahora que pienso, tía... debes de estar muy cansada del viaje.
Et. — Verdad. Me siento un poco cansada. ERHART. — En ese caso deberías acostarte temprano. EI..4.,— (Mirándola y sonriendo.) Eso pienso hacer.
ERHART.— (Vivamente.) Mañana podremos hablar a nuestras anchas los tres; ¿no te parece, tía Ela?
SEÑORA BORKMAN. — (Sin poder contenerse, poniéndose en pie.) ¡Erhart! Te conozco en la cara que quieres abandonarnos.
ERHART. — (Estremeciéndose.) ¿Qué quieres decir?
SEÑORA BORKMAN. — ¡Que quieres irte a casa de los Hinkel!
ERHART.— (A pesar suyo,) ¡Otra vez! (Conteniéndose.) ¿Prefieres que impida a tía Ela que se vaya a la cama? Ten en cuenta mamá, que está enferma.

SEÑORA BORKM.AN. — ¡Tú quieres irte a casa de los Hinkel, Erhart!
ERHART. — (Con impaciencia.) ¿Y aunque así fuera, mamá?... Me parece que sería una grosería el no ir... ¿Verdad, tía?
ELA. — Haz lo que quieras, Erhart. Por mí no te violentes.
SEÑORA BORKMAN. — (En tono amenazador, volviéndose hacia ella.) ¡Tu lo que quieres es separarle de mí!
ELA.— (Levantándose.) ¡Ah! ¡Ojalá pudiera, Gunhilda! (Se oye una música en el piso de arriba.)
ERHART.— (Que parece sobre ascuas.) ¡Ah! ¡No puedo más! (Paseando en torno suyo los ojos; a Ela.) ¿Conoces eso que están tocando?
ELA.—No. ¿Qué es?
ERHART.- La danza macabra¿De veras no conoces La danza macabra, tía?
ELA. — (Con sonrisa dolorosa.) Todavía no, Erhart.
ERHART.—Mamá, te lo ruego... Permíteme que me vaya.
SEÑORA BORKMAN. — (Mirándole con dureza.) ¿Lejos de tu madre? ¿Tanto interés tienes?
ERHART. — ¡Vamos, no te enfades! Mañana.. Quizá volveré!
SEÑORA BORKMAN.— (Con una sobreexcitación apasionada.) ¡Quieres abandonarme! ¡Para ir a casa de esos extraños!... A casa de esos... ¡Sólo pensarlo es indignante!
ERHART.- Allí hay luz, y juventud, y alegría..., y música, mamá.
SEÑORA BORKMAN. — (Levantando el dedo.) ¡También hay música ahí arriba, Erhart!
ERART. — iAh! Esa música es precisamente la que me ahuyenta.
ELA.— ¿No te alegra que tu padre tenga ese instante siquiera de olvido?
ERHART.—Si, sí, mucho... con tal de no oírla!
SEÑORA BORKMAN. — (Exhortándole con la mirada.) Sé fuerte, Erhart! ¡Sé fuerte, hijo mío! No eches nunca en olvido tu gran misión.
ERHART. — ¿A qué todas esas frases, mamá? Yo no he nacido misionero... ¡Buenas noches, tía! ¡Hasta mañana, mamá! (Sale precipitadamente por la puerta del vestíbulo.) SEÑORA BORKMAN. — (Después de un breve silencio.) Tenías razón, Ela. No tardaras mucho en reconquistarlo.
ELA.- ¡Ah; si fuera posible!
SEÑORA BORKMAN. — Pero, ya verás, no será por mucho tiempo.
ELA. — Volverás tú a quitármelo. ¿No es eso lo que piensas?
SEÑORA BORKMAN. —Yo... o la otra.

ELA. —iEn ese caso, mejor ella!

SEÑoa.4 BORKMAN. — (Inclinando lentamente la cabeza.) Te comprendo, y lo mismo digo: antes ella que tú.
ELA. —Por primera vez están de acuerdo las hermanas gemelas. Buenas noches, Gunhilda. (sale por la puerta del vestíbulo. Suena más fuerte la música en el piso de arriba.)
SEÑORA BORKMAN. — (Queda un instante inmóvil, se estremece, se crispa, y dice con voz queda.) ¡Cómo aúlla el lobo enfermo! (Permanece en pie un instante; luego se arroja sobre la alfombra, se retuerce y se lamenta quedamente.) ¡Erbart! ¡Erhart no me abandones! ¡Vuelve a mí! ¡Sostén a tu madre!... ¡No puede soportar más esta vida!

TELÓN


ACTO SEGUNDO



En el primer piso: Antiguo salón de fiestas. Paredes revestidas con tapices de colores marchitos, representando cacerías y escenas pastoriles. A la izquierda, puerta de dos hojas. Más acá, un piano. Al fondo, izquierda, puerta disimulada en la pared. A la derecha, en el centro, un bureau de encina tallada, arrimado a la pared y cargado de libros y papeles. Más cerca, un sofá, una mesa y sillas. Todo el mobiliario es de estilo Imperio. Lámparas encendidas sobre la mesa y el bureau. Junto al piano, escuchando los últimos compases de La danza macabra, de Saint-Sans, tocada por Frida Foldal, está Juan Gabriel Borkman, en pie, con las manos a la espalda. Es un hombre de unos sesenta años, de estatura mediana, de aspecto recio, aire señorial, perfil fino, ojos agudos, cabellos y barba rizados y canosos. Viste traje negro un poco pasado de moda y corbata blanca. Frida Foldal es una rnuchachita de quince años, pálida y bonita, cuyas facciones revelan cierta fatiga. Va pobremente vestida con un trajecito
claro. Al concluir la pieza, un silencio
BORKMAN. — ¿A que no adivinas dónde of por primera vez una música semejante a ésta?
FRIDA.— (Levantando los ojos hacia él.) No sé, señor Borkman.
BORKMAN. — Allá en las minas.
FRIDA.— (Sin comprender.) ¿En las minas? ¿De veras?
BORKMAN.—NO sabes que soy hijo de minero?
FRIDA.—No lo sabía, señor Borkman.
BORKMAN.—SÍ, soy hijo de minero. Algunas veces mi padre me llevaba a la mina a oír el canto del mineral.
FRIDA.—.iDe veras? ¿El mineral canta?
BORKMAN. — (Moviendo afirmativamente la cabeza.) Sí, cuando lo extraen. Los martillazos que le arrancan es la campana de medianoche que lo despierta, la hora de la libertad que suena. Y su canto es entonces un canto de alegría...
FRIDA. — ¿Y por qué canta, señor Borkman?
BORKMAN. - Porque va a ver la luz y a servir a los hombres. (Pasea de arriba abajo con las manos cruzadas a la espalda.)
FRIDA.— (Aguarda unos momentos, luego mira su reloj y se levanta.) Usted me dispensará, señor Borkman, pero no tengo más remedio que irme.
BORKMAN. — ¿Ya? (Parándose delante de ella.)
FRIDA. —Sí; después de la cena habrá baile.
BORKMAN.— (En pie, mirándola.) ¿Y te gusta ir así, de casa en casa, tocando para que bailen?
FRIDA.— (Poniéndose el abrigo.) Sí, señor, siempre le dan a una algo, y hay que ganarse la vida.
BORKMAN. — (Insistiendo.) Y mientras tocas, ¿es eso en, lo que piensas?
FRIDA.—No; me da rabia no poder tomar yo parte en la danza.
BORKMAN. — (Moviendo afirmativamente la cabeza.) Eso es lo que yo quería hacerte confesar. (Caminando con inquietud.) Sí, sí, no poder tomar parte... Nada tan espantoso realmente... (Deteniéndose.) Pero tú tienes una compensación, Frida.
FRIDA. — (Interrogándole con la mirada.) ¿Cuál, señor Borkman?
BORKMAN.— Que tienes diez veces más música en ti que todos esos bailarines juntos.
FRIDA. — (Sonriendo evasivamente.) Qué sé yo! Tampoco es seguro.
BORKMAN.— (Levantando el índice.) ¡No cometas nunca la locura de dudar de ti misma!
FRIDA. — ¡Pero si nadie ve lo que usted dice...!
BORKMAN. —. Lo sabes tú, y basta. ¿Dónde tocas esta noche?
FRIDA.—Eu casa del abogado Hinkel.
BORKMAN. — (Fijando en ella una mirada relampagueante.) ¿Hinkel has dicho?
FRIDA. — Sí.
BORKMAN. — (Con una sonrisa envenenada.) ¿De modo que ese hombre encuentra gente que vaya a su casa?
FRIDA. Y mucha, según me ha dicho la señora Wilton.
BORKMAN. —- (Con arrebato.) Sí, pero ¿qué gente? ¡A ver, dime nombres!
FRIDA.— (Con cierta inquietud.) No, yo no sé nada en particular. ¡Ah, sí! Su hijo de usted irá esta noche.
BORKMAN. — (Con un estremecimiento) ¡Erhart!

FRIDA. — Sí. Pensaba ir.
BORKMAN. — ¿Cómo lo sabes?
FRIDA.—El mismo lo dijo hace una hora.
BORKMAN. — Entonces, ¿ha venido aquí esta noche?
FRIDA.—Si; ha pasado toda la tarde en casa de la señora Wilton.
BORKMAN. — (Con acento indagador.) ¿Y sabes si ha venido también aquí? ¿Si ha hablado abajo con alguien?
FRIDA.—Sí; entró un instante a ver a la señora.
BORKMAN. — (Amargamente.) ¡Ah! Perfectamente. ¡Era de esperar!
FRIDA. —Pero la señora no estaba sola. Me parece que había otra señora con ella.
BORKMAN.—Ah!... Sí; de cuando en cuando recibe alguna que otra visita.

FRIDA.— ¿Quiere usted que cuando vea a su hijo le diga que suba a verle?
BÓRKMAN.— (Con tono duro.) ¡No! No le digas nada. Te lo prohíbo. Quien quiera verme que venga por sí mismo. Yo no invito a nadie.

FRIDA.—Bien, señor Borkman... No diré nada... Buenas noches, señor Borkman; que usted lo pase bien.
BORKMAN.— (Entre dientes, andando de arriba abajo.) ¡Buenas noches!
FRIDA. — ¿Me permite usted que baje por la escalera de caracol? Es más corto.
BORKMAN.—Baja por donde quieras. ¡Buenas noches!
FRIDA. — Buenas noches, señor Borkman. (Sale por la puerta disimulada. Borkman, preocupado, se acerca maquinalmente al piano y hace ademán de cerrarlo, pero lo deja abierto. Pasea en torno suyo la mirada y se pone a pasear, inquieto, de arriba abajo, desde el ángulo donde está el piano al ángulo izquierdo del fondo. Al fin va a sentarse delante de su bureau. Tiende el oído hacia la puerta grande. Toma un espejito de mano, se contempla en él y se arregla la corbata. Llaman a la puerta grande. Borkman oye los golpes y se vuelve con viveza hacia la puerta, pero no dice nada. Al cabo de un instante llaman de nuevo, más fuerte.)
BORKMAN. — (En pie, junto al bureau.) ¡ Adelante!
(Entra Guillermo Foldal, con precaución. Es un viejecito encorvado, raído, de ojos azules y mirada dulce, de cabellos grises y ralos, que le caen sobre el cuello de la levita. Lleva una carpeta bajo el brazo, un sombrero flexible en la mano y gafas de concha, que se sube sobre la frente. Borkman cambia da actitud y mira a Foldal con aire mitad de decepción, mitad de satisfacción.)
FOLDAL. — Sí; soy yo. ¡Buenas, noches, Juan Gabriel!
BORKMAN.— (Con mirada severa.) ¡Oye, me parece que vuelves demasiado tarde a casa!
FOLDAL. — ¡Qué quieres! El camino es bastante largo, sobre todo para hacerlo a pie.
BORKMAN.- Pero ¿por qué vienes siempre a pie, Guillermo? ¿No tienes un tranvía que pasa por delante de tu casa?
FOLDAL. — Es más sano caminar. Y siempre se ahorran quince céntimos... ¿Hace muchos días que no viene Frida por aquí?
BORKMAN. — En este momento acaba de irse. ¿No te la has encontrado?
FOLDAL. No. Hace tiempo que no la veo... Desde que está con esa señora Wilton,
BORKMAN — (sentándose en el sofá y señalando una silla a Foldal.) Puedes sentarte, Guillermo.
FOLDAL.— (Sentándose en el borde la silla.) Gracias, (Con una mirada triste.) ¡Ay! No puedes figurarte lo solo que me siento desde que se ha ido Frida.
BORKMAN.— ¡Bah! ¿Con toda la chiquillería que te queda en casa?
FOLDAL. Sí, es cierto, otros cinco... Pero Frida era la única que me comprendía un poco. (Meneando dolorosamente cabeza.) Ninguno de los demás me comprende.
BORKMAN, — (Sombrío, mirando hacia sí y tamborileando con los dedos sobre la mesa.) Sí, ése es nuestro mal: la maldición que pesa sobre nosotros los solitarios, los elegidos. La masa, la multitud, la mediocridad no nos comprende Guillermo.
FOLDAL.— (Resignado.) ¡Si no fuese más que eso, aún! Pero ni siquiera tienen un poco de paciencia con uno. (Con lágrimas en la voz.) Eso, eso es lo más duro!
BORKMAN.— (Con violencia.) ¡Nada más duro que el no ser comprendido!
FOLDAL. — Sí, Juan Gabriel, hay algo peor. Precisamente antes de salir he tenido una escena de familia...
BORKMAN. — ¿Sí? ¿Por qué?
FOLDAL.— (Sin poderse contener más.) Me desprecian..., me desprecian los míos, Juan Gabriel.
BORKMAN. — (Estremeciéndose ligeramente.) ¿Que te desprecian?
FOLDAL, (Secándose los ojos.) Hace tiempo que lo he observado, y no puedo ya dudar de ello.
BORKMAN.— (Después de un momento de silencio.) Probablemente no elegiste bien mujer a casarte.
FOLDAL.— ¡como si yo hubiera podido elegir!... Además, cuando se hace uno viejo hay que pensar en establecerse lo mejor posible. Sobre todo cuando se está, como yo estaba, el agua al cuello.
BORKMAN. — (Poniéndose en pie de un salto.) ¿Es un reproche, una indirecta?
FOLDAL.— (Asustado.) ¡Dios me libre, Juan Gabriel! Ni siquiera se me ha ocurrido...
BORKMAN. — ¡Sí! ¡Siempre estás pensando en el desastre del Banco!
FOLDAL.— (Calmándole.) Pero no te echo la culpa a ti. ¡Te lo juro!
BORKMAN. — (Hosco, volviendo a sentarse.) ¡Menos mal!
FOLDAL.—Por otra parte, no creas que es de mi mujer de quien me quejo. La infeliz no es muy educada que digamos, pero no es mala. No, Juan Gabriel; mis hijos son los que...
BORKMAN. — Era do esperar.
FOLDAL.—Sí, ellos son más instruidos, y, por tanto, más exigentes...
BORKMAN.— (Con una mirada de lástima.) ¿Y ésa es la causa de que te desprecien?
FOLDAL. — (Encogiéndose de hombros.) Caramba! Hay que reconocer que no he sabido abrirme camino.
BORKMAN. — (Acercándose a él y poniéndole la mano en el hombro.) Entonces, ¿no saben nada del drama que escribiste en tu juventud?
FOLDAL.—Sí; pero parece tenerles sin cuidado...
BORKMAN.—Entonces, son unos idiotas. Tu drama es bue no soy yo quien te lo digo.
FOLDAL.— (Cuyo rostro se ilumina.) ¿Verdad que sí, Juan Gabriel? ¡Ah, si consiguiese que lo estrenaran! (Abriendo la carpeta y ojeando febrilmente su contenido.) ¡Mira, voy a enseñarte algunas modificaciones que se me han ocurrido!
B0aKMAN.—Pero ¿has traído tu drama?
FOLDAL.— Si. ¡Hace tanto tiempo que no lo leo!... He pensado que un acto o dos podrían distraerte.
BORKMAN. — (Levantándose, con ademán negativo.) No, no. Otra vez será.
FOLDAL.—Bueno. Como tú quieras. (Borkman vuelve a pasear de arriba abajo. Foldal vuelve a guardar el manuscrito.)
BORKMAN.— (Parándose delante de él.) Tienes razón en lo que decías hace un momento. No has sabido abrirte camino. Pero yo te juro, Guillermo, que cuando haya sonado la hora del desquite...
FOLDAL. — (Haciendo ademán de Levantarse.) ¡Gracias, Juan Gabriel, gracias!


BORKMAN. — Continúa sentado. (Exaltándose poco a poco.) Cuando suene la hora de mi desquite... Cuando se convenzan todos do que no pueden prescindir de mí... Cuando vengan todos aquí, a este salón, a suplicarme de rodillas que vuelva a empuñar el timón... y me ponga a la cabeza del nuevo Banco… de ese Banco fundado por ellos y que son incapaces de dirigir... (Golpeándose el pecho.) ¡Yo estaré aquí para recibirles! Y todo el país so preguntará qué condiciones pone Juan Gabriel para... (Interrumpiéndose bruscamente y clavando los ojos en Foldal.) ¡Parece que me miras con aire de duda! ¿Es que no crees que vendrán, que no tendrán más remedio que venir? Sí, más remedio!... ¿No lo crees, di?

FOLDAL. Pues claro que lo creo, Juan Gabriel, te lo juro.
BORKMAN.— (Sentándose de nueva en el sofá.) ¡Tengo una fe tan grande en el porvenir, estoy tan seguro de que vendrán!... Si no lo estuviese..., hace ya tiempo que me habría saltado la tapa de los sesos...


FOLDAL,— (Inquieto.) ¡Por Dios, Juan Gabriel!...


BORKMAN.— (Con aire de triunfo¡Pero vendrán!... ¡Ya lo creo que vendrán! ¡Tú lo verás! A cada momento se me figura verles entrar. Y ya ves que estoy preparado para recibirles.


FOLDAL.— (Con un suspiro.) ¡5 siquiera se diesen un poco de prisa!


BORKMAN.--Es cierto, Guillermo; el tiempo y los años pasan; la vida... ¡ah!, no, no quiero pensar en ello. (Mirando Foldal.) ¿Sabes tú cómo me siento a veces?


FOLDAL. —No.


BORKMAN.—Como un Napoleón al que una bala hubiese dejado fuera de combate en su primera batalla.


FOLDAL. -- (Con la mano sobre su carpeta.) Yo también conozco esa sensación.


BORKMAN. -- Sí, es el mismo sentimiento, en pequeño.


FOLDAL. — (Con dulzura.) Mi pequeño mundo de poesía tiene un gran valor para mí, Juan Gabriel.


BORKMAN. — (Arrebatadamente.) ¡ Sí, pero yo hubiera podido crear millones! Dueño de minas, de canteras, de saltos de agua, de mil explotaciones nacientes bajo mi mano, yo habría abierto al comercio caminos nuevos a través del mundo, por la tierra y por el mar!... ¡ Sí, yo solo habría realizado todo eso!


FOLDAL.—Lo sé. Nada te hacía retroceder.
BORKMAN. — (Retorciéndose las manos.) ¡ Y ahora me veo aquí como un águila herida, viéndome robar por los otros mis ideas,., una a una!

FOLDAL. — Yo también he pasado por eso!
BORKMAN. — (Sin prestarle atención.) ¡Pensar que he estado tan cerca de la meta!... ¡Con sólo ocho días que hubiese tenido para rehacerme!... Todos los depósitos habrían sido reembolsados, Todos los valores que yo tuve la audacia de emplear habrían vuelto a su lugar. Las formidables compañías que yo había soñado estaban casi constituidas. Nadie habría perdido un solo céntimo.
FOLDAL. — ¡Ah! ¡Ya lo creo que estuviste cerca del fin que te proponías!
BORKMAN.— (Con una cólera sorda.) ¡Y en ese momento, la traición! ¡En el mismo instante en que todo iba a realizarse! (Mirando a Foldal.) ¿Sabes tú cuál es para mí el crimen más infame que pueda cometer un hombre?
FOLDAL. — ¿Cuál?
BORKMAN.—No es el homicidio, ni el asesinato, ni el robo. Ni siquiera el juramento en falso. Todo eso no perjudica, generalmente, más que a enemigos o a indiferentes.
FOLDAL. — ¿Y tú conoces algo peor, Juan Gabriel?
BORKMAN.— (Recalcando las palabras.) Sí, lo más infamo que hay en el mundo es el abuso de confianza cometido por un amigo a expensas de un amigo.
FOLDAL.— (Con cierta vacilación.) Mira, Juan Gabriel: el caso es…
BORKMAN. — (Con violencia.) ¡Sé lo que vas a decir! Pero eso no tiene nada que ver con la cuestión... Las personas que tenían depósitos en el Banco habrían recuperado todo su dinero. ¡Hasta el último céntimo! ¡Sí! ¡El acto más vil que pueda cometer un hombre es abusar de las cartas de un amigo..., iniciar a todo el mundo en lo que se había confiado a uno solo, en la intimidad, como un secreto. El hombre que recurre a medios semejantes está corrompido hasta la medula por una moral de bandido. Y yo tuve un amigo de esa especie... el fue quien me hizo pedazos.
FOLDAL.—Me parece que sé a quién te refieres.
BORKMAN.—Nada había en toda mi conducta que yo te mies revelarle. Y el muy infame, en un momento dado, volví contra mí las armas que yo le había puesto en la mano.
FOLDAL. — Jamás comprendí qué móvil podía haberle empujado.. Aunque entonces se hicieron ciertas suposiciones...
BORKMAN. — ¿Qué suposiciones? ¡Dímelas! Nada sé. Poco tiempo después me... me alistaron. ¿Qué es lo que supieron, Guillermo?
FOLDAL. — ¿No se habló por entonces de ofrecerte una cartera?
BORKMAN.—Me la habían ofrecido, pero yo rehusé.
FOLDAL.—,SÍ? ¿Luego entonces para nada le estorbabas en sus planes?

BORKMAN. —-Lo más mínimo, y no fue ésa la causa de que me hiciera traición.
FOLDAL.—Pues no comprendo...
BORKMAN.—Hoy puedo decírtelo, Guillermo,
FOLDAL. — ¡A ver, di!
BORKMAN.—Había entre nosotros... una historia de mujer, ¿sabes?
FOLDAL, — ¿Una historia de mujer?
BORKMAN.— (Cambiando de tono.) Sí, sí...; pero basta de historias viejas... El caso es que ninguno 4e los dos llegamos al ministerio.
FOLDAL.—Pero él, sin embargo, ha subido muy arriba.
BORKMAN.—Y yo he bajado muy abajó.
FOLDAL.—Ay, qué terrible drama!
BORKMAN.— (Afirmando con la cabeza.) Casi tan terrible como el tuyo, si nos fijamos bien.
FOLDAL, — (ingenuamente.) Sí, tan terrible cuando menos.
BORKMAN. (Sonriendo.) Pero, considerado desde otro punto de vista, había también en él un buen argumento de comedia.
FOLDAL. — ¿De comedia?
BORKMAN.—.-SÍ, a juzgar por el desenlace. Escucha...
FOLDAL.—;A ver!
BORKMAN. — Es cierto. ¿No te has encontrado con Frida al entrar?
FOLDAL. — No.
BORKMAN. --Pues bien: mientras nosotros estamos aquí, ella está tocando para que bailen en casa del traidor que me ha arruinado.
FOLDAL.— ¿Qué dices? No tenía la menor idea...
BORKMAN. — Pues sí, señor. Ha cogido sus papeles de música y me ha dejado para ir... al castillo.
FOLDAL. - (intentando excusar a su hija.) La pobrecita... no habrá tenido más remedio...
BORKMAN.— ¡Y adivina quién está a11 también bailando!
FOLDAL.—,Quién?
BORKMAN.— ¡Mi hijo!
FOLDAL.—Tu hijo?
B0RKMAN— El mismo, Guillermo! ¿Qué te parece? Mi hijo bailando en aquella casa. ¡ Di si no es una comedia!
FOLDAL..—Entonces, es que no sabe nada.
BORKMAN.—De qué?
FOLDAL.—No sabe que ese hombre,. Estoy seguro, Juan, de que tu hijo ignora lo ocurrido.
BORKMAN. — (Con acento sombrío, tamborileando sobre la mesa.) Lo sabe todo. Tan cierto como que estoy aquí.
FOLDAL.— ¿Pero tú crees que entonces iba a querer frecuentar esa casa?
BORKMAN.— (Inclinando la cabeza.) Mi hijo no ve las cosas como yo. Juraría que está de parte de mis enemigos. Piensa, corno ellos, que al hacerme traición el abogado Hinkel no hacía más que su maldito deber.
FOLDAL. — ¿Y quién hubiera podido presentarle las cosas desde ese punto de vista?
BORKMAN.—i,Y lo preguntas? ¿Olvidas quiénes le han educado? Su tía primero..., desde los siete años. Y más tarde, ¡su madre!
FOLDAL.—Me parece que las acusas injustamente.
BORICMAN.— (Exaltándose.) Yo nunca acuso a nadie injustamente. Una y otra le han prevenido contra mí; ¿lo entiendes?
FOLDAL.— (Apaciguándose.) Sí, sí; puede que tengas razón.
BORKMAN. — (Con ira.) ¡Ah, esas mujeres! ¡Nos estropean y nos deforman la existencia! Rompen nuestro destino, nos hurtan la victoria!
FORDAL.—!No todas, Juan Gabriel!
BORKMAN.—No? ¿Conoces tú una sola que valga algo?
FOLDAL.—lAy, no! Las pocas que conozco no son para citadas.
BORKMAN.— (Con un gesto desdeñoso.) ¿Qué importa, entonces, que haya otras, si no las conocemos?
FOLDAL. — (Con fuego.) ¡ Sí, Juan Gabriel, si importa, a pesar de todo! Es tan bueno, tan dulce, pensar que puede existir, cerca o lejos de nosotros, ¡qué importa!, la verdadera mujer.,.
BORKMAN.— (Con impaciencia, dejándose caer en el sofá.) ¡Bah! ¡Déjame en paz con todas esas vaciedades poéticas!
FOLDAL. — (Mirándole con aire lastimado.) ¿Llamas vaciedades a mis creencias más sagradas?  
BORKMAN.— (Con dulzura.) ¡Naturalmente! Ellas son las que te han impedido abrirte camino. Si te dejases de todas esas majaderías, todavía podría yo hacer algo de ti.
FOLDAL.— (Conteniendo una sorda agitación.) ¡Oh, lo que es eso!...
BORKMAN. — ¡ Ya verás, ya verás tú si llego yo al poder!
FOLDAL.— ¡Ya habrá llovido de aquí a entonces!  
B0RKMAN.— (Con arrebato.) ¿Es que tú crees que no llegara nunca? ¡Contesta!
FOLDAL.—!Y yo que sé!
BORKMAN.— (Levantándose frío e imponente y señalándole la puerta.) ¡En ese caso, nada tienes que hacer aquí!
FOLDAL.— (Levantándose amedrentado.) ¿Cómo?
BORKMAN.—Si no crees que mis destinos tienen que cambiar, alguna vez..
FOLDAL. —. ¡Pero yo no puedo creer contra todo sentido común! Antes sería preciso una sentencia de rehabilitación...
BORKMAN. — Prosigue! ¡Prosigue!
FOLDAL.—Y no hay motivos bastantes...
BORKMAN. —Los hombres excepcionales no tienen necesidad de motivos.
FOLDAL.— ¡La ley no hace distingos!
BORKMAN.— (En tono duro y perentorio.). ¡Tú no eres poeta, Guillermo!
FOLDAL.—. (Uniendo violentamente las manos.) ¿Tú crees?
BORKMAN.— (Cortando en seco, sin contestar.) Los dos estamos perdiendo nuestro tiempo. Es preferible que no vuelvas por aquí.

FOLDAL.— ¿Quieres entonces, que te abandone?  
BORKMAN.- (Sin mirarle.) Ya no te necesito.
FOLDAL.— (Con dulzura, cogiendo su carpeta.) ¡Está bien, está bien, no hablemos más!
BORKMAN.—Do modo que no venías aquí más que a contarme mentiras?
FOLDAL.— (Meneando la cabeza.) Nunca te he mentido, Juan Gabriel.
BORKMAN. — ¿No has estado finiendo que tenias fe en mí y en mi porvenir?
FOLDAL.—Mientras tú creíste en mi vocación y tuviste fe en mí, yo la tuve en ti.
BORKMAN. —Veo que nos hemos engañado uno a otro. Y puede que también cada uno se 1aya engañado a sí mismo.
FOLDAL. — Sí, pero, después de todo, ¿no es eso la amistad, Juan Gabriel?
BORKMAN. — (Con una sonrisa amarga.) Sí, sí, tienes razón; saber engañar..., en eso consisto la amistad. No es la primera vez que hago la experiencia.
FOLDAL— (Con dulzura.) ¡Que yo no soy poeta!... Y has tenido el valor de decírmelo así, sin más ni más.
BORKMAN. — (Con voz más dulce, ¡Qué quieres, soy poco experto en esas cosas!
FOLDAL. — Quizá más de lo que crees!
BORKMAN. — ¿Yo?
FOLDAL.— (Con dulzura.) Sí, ¡Ah, si tú supieras las horas que yo he tenido de duda, perseguido por la idea espantosa de haber sacrificado mi vida a una quimera!...
BORKMAN.—Si dudas de ti mismo, de antemano estás perdido.

FOLDAL.—Mi único consuelo era venir aquí, donde tu fe me serviría de puntal. (Cogiendo su sombrero.) Pero ahora no eres ya más que un extraño para mí.
BORKMAN. — Como tú para mí.
FOLDAL, — Adiós, Juan Gabriel!
BORKMAN.— ¡Adiós, Guillermo!
(Sale Foldal por la puerta izquierda. Borkman queda un 4natanta inmóvil, con los ojos fijos en la puerta cerrada. Luego hace un movimiento como si fuera a llamar a Foldal, pero se domina y vuelve a pasear de arriba abajo por el salón, con las manos a la espalda. Detiénese al fin ante la mesa, junto al sofá, y apaga la lámpara. Queda sumido el salón en penumbra. Un momento después llaman a la puerta disimulada.)
BORKMAN. — (Estremeciéndose, se vuelve y pregunta en voz alta.) ¿Quién es? (No contestan y llaman de nuevo.) ¿Quién es? ¡Adelante!
(Ela Rentheim, con una bujía encendida en la mano aparece en la puerta. Lleva traje negro, con capa sobre los hombros.)
BORKMAN.— (Mirándola fijamente.) ¿Quién es usted? ¿Qué me quiere?
ELA.— (Cerrando la puerta tras de si y adelantando.) Soy yo, Borkman. (Deja la bujía encima del piano y queda in móvil.)
BORKMAN.— (Como petrificado, la mira largamente y dice a media voz.) ¿Eres tú..., tú, Ela? ¿Ela Rentheim?
ELA. — Sí, tu Ela»..., como tú la llamabas.., en otros tiempos... hace muchos años...
BORKMAN.— (Sin cambiar de tono.) Sí, eres tú, Ela... Ahora te reconozco.
ELA.—.Me reconoces?
BORKMAN.—Si; empiezo a...
ELA. —Los años han hecho en mí muchos estragos; ¿verdad, Borkman?
BORKMAN.— (Con un esfuerzo.) Has cambiado un poco. Ela el primer momento...
ELA.—Ya no tengo aquellos rizos negros que te gustaba enroscar a tus dedos.
BORKMAN.— (Vivamente.) No, no. Ela... Ahora me doy cuenta; es que has cambiado de peinado...
ELA.— (Con una sonrisa melancólica.) Sí, eso debe de ser.
BORKMAN. — (Cambiando de conversación.) Además, ignoraba que estuvieses por aquí.
ELA.—Acabo de llegar.
BORKMAN. — ¿Y qué es lo que te trae aquí... en Invierno?
ELA.—Voy a decírtelo.
BORKMAN. — ¿Es algo que se refiere a mí?
ELA.—También a ti. Pero para explicártelo todo tendré que remontarme unos cuantos años.
BORKMAN. —Debes de estar cansada.
ELA.—Sí, lo estoy.
BORKMAN. — ¿No quieres sentarte? Allí.., en el sofá.
ELA.—Gracias. Realmente necesito sentarme. (Va a sentarse al extremo más próximo del sofá. Borkman, en pie junto a la mesa, con las manos la espalda, la contempla. Un silencio corto.)
ELA.—Hace tiempo que no nos veíamos así, cara a cara, Borkman.
BORKMAN.— (Con aire sombrío, Sí, mucho tiempo. Un abismo de horror nos separa de ese último día.
ELA.—Toda una vida nos separa. Toda una vida perdida.
BORKMAN.— (Con una mirada acerada.) ¿Perdida?
ELA. — Sí. Perdida para ambos.
BORKMAN.— (Secamente.) Yo no considero aún mi vida como perdida.
ELA.—. ¿Y la mía?
BORKMAN.—Tuya es la culpa, E1a
ELA.— (Estremeciéndose.) ¿Y eres tú quien me dice eso?
BORKMAN.— ¡Hubieras podido ser tan feliz sin mí!
ELA.— ¿Tú crees?...
BORKMAN.—Si hubieras querido.
ELA. — (Con acento de amargura.) Sí; otro hombre estaba dispuesto a recogerme.
BORKMAN. — Y tú le rechazaste...
ELA. — Sí; le rechacé.
BORKMAN. —Varias veces, durante años.
ELA.— (Con acento sarcástico.) Y fue rechazar la felicidad, ¿no es eso?
BORKMAN.—Hubieras podido ser feliz con él... Y yo me habría salvado.
ELA.— ¿Tú?
BORKMAN. — Sí. Ela; me habrías salvado.

ELA. —¿Qué quieres decir?
BORKMAN.—É1 me atribuía tus negativas..., creía que yo era el responsable. Y un día se vengó. ¡Le era tan fácil! Tenía el arma al alcance de la mano: mis cartas, en que yo, sin reservas, sin desconfianzas, le contaba todo. Hizo uso de ellas..., ¡y me perdió! De momento, se entiende. ¡Ya ves que todo fue culpa tuyas Ela!
ELA. — Sí. Realmente, Borkman, echando bien las cuentas, resultará que soy yo tu deudora.
BORKMAN. —- Según y cómo. De sobra, sé todo lo que te debo. Cuando la subasta, te hiciste adjudica: esta propiedad, la pusiste en estado de albergarnos a mí y a tu hermana. Recogiste a Erhart, le criaste, le instruiste. Lo repito; sé todos los sacrificios que has hecho por tu hermana por mi. Pero tú estabas en estado de hacerlos, Ela. Y si le estabas, recuerda que a mí me lo debías. Tú no habrías podido hacer lo que hiciste si no te hubiese suministrado los medios.
ELA.— (Sonriendo.) ¡Oh!, los medios..., los medios...
BORKMAN.— (Con fuego.) ¡SI, los medios! Cuando iba a sonar la hora, la hora de la batalla suprema y decisiva; cuando no podía tener en cuenta ni parientes ni amigos; cuando tuve que apoderarme, como me apoderé, de los millones que me habían sido confiados..., sólo contigo hice excepción, con tu porvenir, con todo lo que te pertenecía. ¡Y, sin embargo, yo habría podido cogerlo..., servirme de ello.., como del resto!
ELA.— (Fríamente, con calma.) Exacto, Borkman.
BORKMAN.—SÍ; exacto. Cuando vinieron a detenerme.., encontraron intacto en mi caja de caudales todo lo que te pertenecía.
ELA.-— (Con los ojos fijos en el.) Más de una vez me he preguntado la causa de ello.
BORKMAN.—¿La causa?
ELA— Sí; la causa. ¡Dímela!
BORKMAN.— (Con acento duro y sarcástico.) ¿Crees acaso que fue con objeto de reservarme un apoyo si las cosas sallan mal?
ELA.—No, Borkman; en ese momento no fue ésa tu idea.
BORKMAN. — Jamás! Yo estaba seguro de la victoria.
ELÁ. — Entonces dime la verdadera razón.
BORKMAN.— (Encogiéndose de hombros.) ¡Qué sé yo, Ela! ¿Crees que es posible acordarse de todos los motivos que lo han guiado a uno hace veinte años? Lo único que sé es que en mis horas de soledad, cuando secretamente revolvía en mi cabeza todos mis proyectos, experimentaba un sentimiento Semejante al de un aeronauta consagrando sus noches sin sueño a hinchar un globo inmenso que le eleve por encima de los mares inseguros.
ELA.— (Sonriendo.) ¿Y dices que nunca dudaste de la victoria?
BORKMAN.— (Con impaciencia.) Los hombres son así, Ela. Lo mismo que es para ellos objeto de fe lo es también de duda. (Mirando ante sí.) Ésa debe de ser la razón que me impidió tomarte conmigo a ti y tus bienes.
ELA. — (Con expectación anhelosa.) ¡Explícate, te lo suplico!
BORKMAN. — (Sin mirarla.) Cuando se embarca uno para un viajo semejante no lleva uno consigo lo que tiene de más querido.
ELA.—Pero ¿no llevabas tú a bordo lo que tenias de más querido, tu porvenir, tu vida?
BORKMAN.—La vida no es siempre lo que se tiene de más querido.
ELA.— (Reteniendo el aliento.) ¿Y era oso lo que sentías entonces?
BORKMAN.—Me parece que sí.
ELA. — ¿Era yo lo que tenias de más querido?
BORKMÁN. — Sí; me parece recordar que sí.
ELA— ¡Sin embargo, hacía pocos años que me habías hecho traición para casarte con... otra!
BORKMAN. — ¿Hecho traición? Tú debes comprender que me vi obligado a ello, por motivos de orden superior..., o de otro orden, si quieres. Yo no podía hacer nada sin él.
ELA. — (Dominándose.) ¿De modo que me hiciste traición por.., motivos de orden superior?
BORKMAN. — Yo no podía prescindir de su concurso. Y tú eras el precio.
ELA. Y ese precio se lo pagaste a1 contado, sin regatear...
BORKMAN. — No podía ser otra cosa Tenía que vencer o perecer.
ELA.— (Con la voz trémula, fijos lo ojos en él.) ¿Y es cierto eso que dices? ¿No tenías realmente en aquel tiempo nada más precioso que yo?
BORKMAN.—Ni en aquel tiempo, ni más tarde.
ELA. — ¿Y eso no te impidió hacer el trato, vender a otro tu derecho de amor..., canjear mi amor por un puesto de director de Banco?
BORKMAN,— (Con voz sombría, inclinando la cabeza.) Una necesidad absoluta pesaba sobre mí, Ela
ELA.— (Levantándose de un salto, trémula de ira.) ¡Criminal!
BORKMAN. — (Estremeciéndose, pero dominándose.) No es la primera vez que oigo esa palabra.
ELA.— ¡ Oh, no se trata d: lo que hayas podido cometer contra las leyes de tu país! ¡ Qué tengo yo que ver con el uso que hiciste de las accionas demás valores que te fueron confiados! Si yo hubiese podido estar a tu lado en el momento en que todo se vino a tierra...
BORKMAN.—Qué hubieras hecho, Ela?
ELA. — ¡Ah, puedes estar seguro de que todo lo habría portado con alegría! ¡Todo lo habría compartido: tu vergüenza, tu ruina...; todo, todo... Yo te habría ayudado a llevar el peso!
BORKMAN.—. ¿Tú habrías hecho eso? ¿Tú habrías tenido fuerza para ello?
ELA.—Fuerza y voluntad; nada me habría faltado. Yo, entonces, ignoraba tu horrendo crimen.
BORKMAN. — ¿A qué crimen te refieres?
ELA.- un crimen para el cual no hay remisión.
BORKMAN. — (Mirándola.) pierdes el juicio.
ELA. — (Acercándose a él.) ¡ Eres un asesino! ¡Has cometido el pecado de muerte!
BORKMAN. — (Retrocediendo hacia el piano.) ¿Te has vuelto loca, Ela?
ELA.—Has matado en mí la vida de amor! (Yendo hacia él) ¿Comprendes lo que esto quiere decir? Las Escrituras hablan de un pecado misterioso para el cual no hay remisión. Hasta ahora no he comprendido qué pecado podía ser ése. Hoy lo sé. ¡ El pecado que no tiene perdón... es matar la vida de amor en un ser!
BORKMAN.—Y me acusas de él?
ELA.—SÍ. Hasta esta noche no he comprendido lo que ocurrió. ¡Pero ahora lo comprendo todo! ¡Hiciste traición a la mujer a quien querías! ¡A mí, a mí!... No temiste sacrificar a tu codicia lo que tenias de más querido en el mundo. ¡Fuiste dos veces criminal! ¡Asesinaste tu propia alma y la mía!
BORKMAN.— (Fríamente, dueño de si.) ¡Cómo reconozco tu alma apasionada, indomable, Ela! Tú eres mujer, y para ti nada en el mundo está por encima de los derechos del corazón.
ELA.—Tú lo has dicho!
BORKMAN.—Pero ten en cuenta que yo soy hombre. Como mujer, tú eras lo que yo tenía de más querido en el mundo. Pero una mujer, después de todo, puede reemplazarse, si es preciso, por otra...
ELA.- (Mirándole con una sonrisa.) ¿Es tu casamiento con Gunhilda lo que te ha hecho llegar a esa conclusión?
BORKMAN.—No; pero la misión que veía ante mí me ayudó a soportar esa prueba, y todas. Se trataba de adueñarse de todo lo que constituye la fuerza en este país; de someter a mi ley la tierra y el mar, los campos y los bosques, haciendo de ellos una fuente de prosperidad para miles de seres humanos.
ELA.— (Sumida en sus recuerdos.) ¡Sí, sí, lo sé! ¡Cuántas noches me hablaste de tus proyectos!
BORKMAN. - SI, Ela, a ti podía hablarte de ellos!  
ELA.- jugaba con tus ideas. Te preguntaba si querías despertar a los espíritus dormidos del oro.
BORKMAN. — (Inclinando la cabeza.) Recuerdo esas palabras. (Lentamente.) A los espíritus dormidos del oro.
ELA. — Y tú las tomabas en serio. Sí, sí, Ela — me decías—.. esa es justamente mi intención.
BORKMAN.—Cierto. Y todo ello no dependía más que de un hombre. Yo conocía su pasión frenética por ti. Sabía que sólo con esa condición...  
ELA. — E hiciste el trato.
BORKMAN.— (Con arrebato.) ¡Sí, Ela, lo hice! ¡Tenía una sed tan grande de poderío! Hice el trato, como tú dices. Era preciso. Entonces, gracias a él, me elevé a medio camino hacia las cumbres soñadas... Subí, subí. Cada año avanzaba una etapa.
ELA— ¡ Y a mí me borraste de tu vida!
BORKMAN. - No obstante, acabó por hundirme en el abismo. Gracias a ti, Ela.
ELA.— (Después de un momento de meditación.) Dime, Borkman... ¿No te parece que había sobre nuestro amor como una especie de maldición?
BORKMAN.— (Mirándola.) ¿Una maldición?
ELA.—Sí. ¿No encuentras?...
BORKMAN.— (Con tono de impaciencia.) Sí; pero ¿por qué?... (Gritando.) ¡Ah, Ela!.... ¡Y no sé quién de nosotros dos tiene razón!
ELA. —Tú eres el culpable. Tú mataste en mí toda alegría humana.
BORKMAN.— (Anhelante.) ¡No digas eso, Ela! por lo menos, todas las alegrías de la mujer. Desde el momento en que tu imagen comenzó a borrarse en mí, toda luz se eclipsó. Durante estos largos años, cada vez me ha sido más imposible querer a ningún ser vivo, ni hombre, ni animal, ni planta. Sólo uno hacía excepción.
BORKMAN.- ¿Quién?
ELA. Erhart, naturalmente.
BORKMAN— ¿Erhart?...
ELA.—SI, Borkman.,. Erhart..., tu hijo.
BORKMAN— ¿De veras? ¿Hasta ese punto le querías?
ELA. — ¿Por qué, si no, le habría recogido y tenido conmigo todo el tiempo que pude?
BORKMAN.—YO atribuí ese acto a un móvil de caridad, como todos los demás.
ELA.— (Con una violenta emoción interior.) ¡Un móvil de caridad! Desde que me hiciste traición he perdido toda caridad. Sin embargo, yo en mi juventud era muy distinta,.. Tú fuiste quien hizo en mí el desierto... y en torno mío.
BORKMAN.—Y sólo Erhart encontró indulgencia en ti?
ELA.—Sí, tu hijo..., sólo él. Tú me privaste de los goces maternales, y también de los dolores y las lágrimas de la maternidad. Esta última fue, acaso, mi pérdida más cruel
BORKMAN. ¿De veras, Ela?
ELA.—;Quién sabe! Lo que me habría hecho mas falta, quizá, eran lo dolores y las lágrimas maternales. (Con una profunda turbación,) ¡Yo no podía resignarme a mi pérdida! Entonces fue cuando tomé conmigo a Erhart, cuando conquisté su almita dulce y confiada..., hasta que...
BORKMAN.— ¿Hasta qué?
ELA.—Hasta que su madre me lo arrebató. Pero yo no puedo soportar la soledad, el vacío, la pérdida de su corazón.
BORKMAN.— (Con un resplandor maligno en los ojos.) ¡Bah! No creo que le hayas perdido, Ela. No es ahí abajo sitio donde se pueda conquistar corazones.
ELA.—Yo he perdido a Erhart. Y ella lo ha conquistado. Ella..., y acaso también otra. Lo he conocido en las cartas que de cuando en cuando me escribe.
BORKMAN.—Entonces, ¿es para llevártelo contigo por lo que has venido?
ELA. — Sí, si es posible.
BORKMAN. — Posible es si te empeñas en ello. Tú tienes más derechos sobre él que nadie.
ELA.—;Mis derechos! ¿Qué pueden aquí? Si él no me acompaña por su propia voluntad, es lo mismo que si no fuera mío. ¡Y yo quiero que sea todo mío!
BORKMAN.—Ten en cuenta que Erhart ha cumplido ya los veinte años. Me parece que no podría ser por mucho tiempo completamente tuyo.  
ELA. — (Con una sonrisa triste.) No se trata de que sea por mucho tiempo.
BORKMAN.—,De veras? Creí que tus exigencias durarían tanto como tu vida.
ELA. — Justamente. Pero eso no quiere decir mucho.
BORKMAN.— (Con un estremecimiento.) ¿Qué quieres decir?
ELA.— ¿No sabes cuál ha sido mi estado de salud todos estos últimos años?
BORKMAN. — ¿Has estado enferma?
ELA.— ¿No lo sabías?
BORKMAN.—A punto fijo, no...
ELA.— (Mirándole asombrada.) ¿No te lo ha dicho Erhart?
BORKMAN.—En este momento no recuerdo...
ELA.- no te ha hablado nunca de mí?
BORKMAN.—Sí; me parece que sí. Pero le veo tan de tarde en tarde... Casi nunca.. Hay abajo alguien para impedírselo..., para alejarle de mí. (Cambiando de tono.) Entonces, ¿no te encuentr4s bien de salud, Ela?
ELA.—No. Y, este otoño, tanto he empeorado, que no he tenido más remedio que venir a consultar a un buen médico.
BORKMAN.— ¿Has visto ya a alguno?
ELA.—Sí; a dos, esta mañana.
BORKMAN. — ¿Y qué te han dicho?
ELA.—Me han confirmado en una idea que hace tiempo tenía.
BORKMAN. — ¿Qué idea?
ELA, — (Sosegadamente.) Que tengo una enfermedad mortal, Borkman.
BORKMAN. — ¿Es posible?
ELA. Una enfermedad que no perdona. Los médicos no conocen ningún remedio para curarla. A lo sumo, si pueden aliviarla un poco. Y ya es mucho.
BORKMAN.—lOh, pero así puedes vivir aún mucho tiempo! Ten la seguridad...
ELA. — Quizá pase del invierno. Por lo menos, eso me han dicho.
BORKMAN.—Pero ¿cuál ha sido la causa de esa enfermedad? Tú siempre .hiciste una vida sana y metódica...
ELA. — (Mirándole.) Los médicos hablan de emociones violentas.
BORKMAN. — (Estremeciéndose.) ¿Emociones? ¡Ah, comprendo! ¡Yo soy la causa de todo!
ELA, (Con sobreexcitación creciente.) Ya no es tiempo de hablar de ello. ¡Pero necesito a tu hijo, al hijo de mi corazón! ¡ Lo necesito antes de irme! Me es demasiado cruel pensar que tengo que abandonarlo todo, decir adiós a la vida, al aire, y a la luz del día, sin dejar un solo ser que piense en mí y me conserve un recuerdo dulce y cariñoso, como conserva un hijo de su madre.
BORKMAN.— (Tras una pausa breve.) Llévatelo, Ela..., si consigues ganar su corazón.
ELA.— (Vivamente.) ¿Tú me lo das? ¿de verás?
BORKMAN.—. (Con aire sombrío.) Sí. Y el sacrificio no es muy grande. No soy para él más que un extraño.
ELA,— ¡Gracias de todos modos, gracias!... Aún tengo una cosa más que pedirte, Borkman. Se trata que algo a que concedo un gran valor.
BORKMAN. — Dila.
ELA. — Puede que encuentres la idea pueril, que no me comprendas...
BORKMAN..—No importa. Di.
ELA. — Cuando me haya ido, dejaré algunos bienes.
BORKMAN. — Si, lo sé.
ELA. — Mi intención es legarlo todo a Erhart.
BORKMAN.— ¡Ah!, si... No tienes ningún pariente más cercano. Tú eres la última de tu raza.
ELA. — (Inclinando lentamente la cabeza.) Sí; la última. Conmigo se extinguirá el nombre de Rentheim. ¡Y me es tan penosa esta idea! ¡Desaparecer por completo, hasta el nombre!...
BORKMAN.— (Estremeciéndose.) Ah.. ¡Ya veo adónde quieres venir a parar!
ELA,— (Con pasión.) ¡Haz que n sea así! ¡Permite que Erhart tome mi nombre!
BORKMAN. (Mirándola duramente.) Comprendo. Quieres que Erhart no tenga que llevar el nombre de su padre.
ELA..—Nunca se me ha ocurrido semejante idea! ¡Yo me habría sentido tan feliz y tan orgullosa de llevar ese nombre! No, el deseo que expreso es el de una madre a punto de morir... Un nombre, Borkman, es un lazo más fuerte de lo que crees.
BORKMAN.— (Fríamente, con orgullo.) Está bien, Ela. Sea como quieres ¡Yo puedo llevar mi nombre yo solo!
ELA.— ¡ Gracias, gracias, Borkman! Ya has reparado, lo que estaba en tu mano, el mal que me hiciste. ¡Yo moriré, pero Erbart Rentheim vivirá después de mí!
(La puerta disimulada se abre y aparece la señora Borkman en el umbral.)
SEÑORA BORKMAN. — (En una violenta sobreexcitación.) Jamás llevará Erhart ese nombre!
ELA.— (Retrocediendo.) ¡Gunhilda!
BORKMAN.— (Duramente, en tono de amenaza.) ¡Nadie tiene derecho a penetrar aquí, en mi cuarto!
SEÑORA BORKMAN.— (Avanzando un paso.) ¡Yo me lo tomo!
BORKMAN.— (Dirigiéndose a ella.) ¿Qué me quieres?
SEÑORA BORKMAN.—Vengo a luchar por ti, a defenderte contra influencias adversas.
ELA.—No puede haberlas peores que, las que te poseen, Gunhilda.
SEÑORA BORKMAN.— (Duramente.) ¡Es posible!... (Con el brazo extendido y aire de amenaza.) ¡Lo que te aseguro es que llevará el nombre de su padre! ¡Lo llevará con la cabeza muy alta y lo volverá al camino del honor! ¡Y no tendrá otra madre que YO! ¡Yo sola! ¡Yo sola... poseeré el corazón de mi hijo! ¡Nadie más lo tendrá! (Sale por la puerta disimulada, que cierra tras de sí.)
ELA.— (Trastornada.) Borkman..., Erhart perecerá en esta tempestad. Es precisó... un acuerdo... entre Gunhilda y tú. Pronto; bajemos a hablar con ella.
BORKMAN. — (Mirándola.) ¿Cómo? ¿Yo también?

ELA. — Sí; los dos.
BORCMAN. — (Meneando la cabeza.) Es dura, Ela. Dura como ese hierro que yo soñaba en otro tiempo con arrancar a los montes.
ELA — ¡ Inténtalo! ¡Es el momento! (Borkman la mira sin responder, inmóvil, indeciso.)

TELÓN


ACTO TERCERO



La decoración del primer acto. La lámpara continúa ardiendo sobre la mesa, junto al canapé. La habitación del fondo, sumida en la oscuridad. La señora Borkman, presa de viva agitación, entra por la puerta del vestíbulo, se acerca a la ventana y aparta la cortina. Luego, atraviesa el cuarto y va a sentarse junto a la estufa. Un instante después se levanta bruscamente y tira del cordón de la campanilla. Aguarda, en pie, junto al sofá. Nadie acude. Vuelve a llamar más fuerte. Al cabo de un momento, la doncella entra por la puerta del vestíbulo, con afro gruñón. Se ve que ha sido despertada
bruscamente y se ha vestido a la carrera

SEÑORA BORKMAN.— (Con impaciencia.) ¿Dónde estaba usted, Magdalena? ¡Es la segunda vez que llamo!
MAGDALENA.—Ya lo he oído, señora!
SEÑORA BORKMAN.—Entonces, ¿por qué no ha venido usted?
MAGDALENA.— (Con tono regañón.) ¡No iba a venir como estaba!
SEÑORA BORKMAN.—Pues acabe usted de arreglarse y vaya en seguida a buscar a mi hijo.
MAGDALENA.— (Mirándola asombrada.) ¿Al señorito Erhart?
SEÑORA BORKMAN.—Sí; que venga inmediatamente. Tengo que hablarle.
MAGDALENA.— (Agriamente.) En ese caso, mejor sería que vaya a despertar al cochero del administrador.
SEÑORA BORKMAN.— ¿Para qué?
MAGDALENA. — Para que enganche un trineo. Está cayendo mucha nieve.
SEÑORA BORKMAN.—No importa. ¡Vamos, dese prisa! Es aquí al lado; a la vuelta de la esquina.
MAGDALENA.—No, señorita, no es tan cerca, ni mucho menos.
SEÑORABORKMAN.—Pero ¿no sabe usted dónde está la quinta de los Hinkel?
MAGDALENA,— (Con tono sarcástico.) ¡Ah! ¿Es allí donde está el señorito Erhart?
SEÑORA BORKMAN, (Estremeciéndose.) Pues ¿dónde creía usted que estaba?
MAGDALENA. — (Con una sonrisita.) Pues donde está siempre.
SEÑORA BORKMAN. — ¿Qué quiere usted decir?
MAGDALENA. — ¡ Caramba, en casa de la señora Wilton!
SEÑORA BORKMAN.— ¿En casa de la señora Wilton? No va tan a menudo, que yo sepa.
MAGDALENA.— (Entre dientes.) Dicen que un día sí y otro también.
SEÑORA BORKMAN.- Comadrerías, Magdalena. Vamos, vaya usted en seguida a avisarle.
MAGDALENA, — (Encogiéndose de hombros.) Ya voy, señorita. (En el momento en que va a salir por la puerta del vestíbulo, esta se abre, y Ela y Borkman aparecen en el umbral.)
SEÑORA BORKMAN, — (Tambaleándose, da un paso atrás.) ¿Qué significa esto?
MAGDALENA. — (Asustada, juntando las manos instintivamente.) ¡Santo Dios!
SEÑORA BORKMAN.— (En voz baja, a Magdalena.) ¡Dígale usted que venga sin perder un instante!
MAGDALENA. — Sí, señorita.
(Entra Ela seguida de Borkman. Magdalena se desliza por detrás de ellos, sale y cierra la puerta. Pausa breve.)
SEÑORA BORKMAN. — (Que ha conseguido dominarse, volviendo hacia Ela.) ¿Qué viene a hacer aquí..., en mis habitaciones?
ELA. — Quería llegar a un acuerdo contigo, Gunhilda.
SEÑORA BORKMAN.—Jamás dio el menor paso hacia un acuerdo.
ELA.—Por eso lo intento esta noche.
SEÑORA BORKMAN. —La última vez que nos encontramos cara a cara fue en el tribunal, delante de los jueces que me pedían explicaciones.
BORKMAN.—Soy yo quien vengo a darlas hoy.
SEÑORA BORKMAN.— (Mirándole.) ¡Tú!
BORKMAN. — No se trata de lo que hice. Todo el mundo lo sabe.
SEÑORA BORKMAN, — (Con un suspiro amargo.) Tienes razón; todo el mundo lo sabe.
BORKMAN. — Lo que no se sabe son los motivos que me impulsaron..., que me obligaron a cometer ciertos actos. El mundo no comprende que me vi obligado a hacer lo que hice simplemente porque soy Juan Gabriel Borkman. Eso es lo que quiero explicarte.
SEÑORA BORKMAN.— (Meneando la cabeza.) Es inútil. Eso no absuelve de nada.
BORKMAN.- Eso puede absolvemos a nuestros propios ojos.
SEÑORA BORKMAN.—Basta de excusas de ese género!... He meditado mucho en todas estas tristes cuestiones.
BORKMAN.—Yo también. He tenido tiempo sobrado para ello durante mis cinco años de cárcel. Y, más aún, durante los ocho años que he pasado ahí arriba, en el salón. He revisado el proceso paso a paso, para mí sólo. He sido mi propio acusador, mi propio defensor, mi propio juez! Un juez imparcial..., puedo decirlo. Ahí arriba, paseando por la sala, he pesado cada uno de mis actos. Los he examinado desde todos los puntos de vista, sin compasión, como podría hacerlo el abogado de un adversario. Y todos estos debates contradictorios venían a terminar siempre en la misma sentencia..., una sentencia que no me reconoce culpable más que conmigo mismo.
SEÑORA BORKMAN.—Y conmigo? ¿Y con tu hijo?
BORKMAN. — En las palabras conmigo mismo estáis comprendidos los dos.
SEÑORA BORKMAN. — ¿Y los centenares de personas que, según dicen, arruinaste?
BORKMAN.— (Con tono más violento.) ¡Podía hacerlo! ¡Y obedecía a una sugestión interior irresistible! Desde todos los puntos del país, desde el corazón de las rocas y el seno de las montañas, me llamaban los millones cautivos, implorando su libertad. ¡Nadie oía su grito.., más que yo!
SEÑORA BORKMAN.—Sí, para vergüenza del nombre de Borkman.
BORKMAN. — Me gustaría saber qué habrían hecho los demás en mi lugar.
SEÑORA BORKMAN. — Nadie habría hecho lo que tú hiciste.
BORKMAN.—Es posible. Pero es que nadie tenía mi fuerza. Y aun aquellos mismos que habrían obrado como yo, lo habrían hecho por otro motivo. El acto no hubiera sido ya el mismo... En fin; yo he pronunciado mi propia absolución.
ELA. — (Dulcemente, con voz suplicante.) ¿Estás muy seguro de ello, Borkman?
BORKMAN. — (Irguiéndose.) Sí; sobre este punto me he absuelto, Pero siento pesar sobre mí otra acusación abrumadora.
SEÑORA BORKMAN. — ¿Cuál?
BORKMAN. — He malgastado ocho años preciosos de mi existencia sin el menor provecho. El mismo día en que me soltaron debí devolverme hacia la realidad, hacia una realidad
(Erhart abre violentamente la puerta del vestíbulo y se precipita al cuarto, con gabán y sombrero.)
ERHART. — (Pálido y anhelante.) ¡Por amor de Dios, mamá!... ¿Qué pasa? (Se queda estupefacto al ver a Borkman contra la puerta del fondo, quita el sombrero. Después de un momento de silencio.; ¿Qué es lo que me querías, mamá? ¿Qué ha ocurrido?
SEÑORA BORKMAN.— (Tendiéndole los brazos.) Quería verte, Erhart! ¡Tenerte conmigo..., siempre!
ERHART.— (Confuso.) ¿Tenerme contigo?... ¿Siempre? ¿Qué quieres decir?
SEÑORA BORKMAN. — ¡Conmigo, siempre conmigo! ¡Quieren arrebatárteme!
ERHART. — (Retrocediendo un poco.) ¡Ah! ¿Sabes?...
SEÑORA BORKMAN.—SÍ. ¿También tú?
ERHART. — (Con un movimiento de sorpresa, mirándola.) ¿Si sé yo? Pues, naturalmente...
SEÑORA BORKMAN.— ¡Ah! ¿Se tramaba un complot a espaldas mías?... ¡Erhart! ¡Erhart!
ERHART. — (Vivamente.) Pero, rnam, ¿a qué te refieres?
SEÑORA BORKMAN.—Lo sé todo. Sé que tu tía ha venido a quitárteme.
EItHART. — ¿Tía Ela?
ELA.— ¡Déjame que te diga antes, Erhart!...
SEÑORA BORKMAN. — Quiere que te ceda a ella... Quiere que de aquí en adelante seas su hijo y no el mío. Quiere dejarte todo lo que posee. Quiere que abandones tu nombre para tomar el suyo.
ERHART. — ¿Es verdad eso, tía Ela?
ELA. — Sí, es verdad.
ERHART. — Es la primera vez que oigo hablar de todo eso. ¿Por qué quieres que vuelva a vivir contigo?
ELA. — Porque sé que te perderé del todo si continúas aquí.
SEÑORA BORKMAN,— (En tono duro.) Te lo quitaré; ¿no es eso? Te estará bien merecido.
ELA..— (Con una mirada suplicante.) Erhart, la pérdida sería demasiado cruel. Estoy sola y la muerte me aguarda.
ERHART.— ¿La muerte?
ELA.— Sí, la muerte. ¿No quieres asistirme hasta mis últimos momentos, como si fueras mi propio hijo? ¿No quieres?
SEÑORA BORKMAN. — (Interrumpiéndola.) ¿Hacer traición a tu madre y acaso también a tu deber, a tu misión en este mundo?
ELA.—Estoy condenada a muerte. Contéstame, Erhart!
ERHART. — (Con viva emoción.) Tía la... Tú has sido una santa para mí. En tu casa transcurrí mi infancia, tan feliz, que no es posible que niño alguno la haya tenido más dichosa...
SEÑORA BORKMAN.—Erhart! ¡Erhart!
ELA. — ¡Qué alegría haber dejado un recuerdo semejante!
ERHART.—Pero me pides un sacrificio que no puedo hacerte. Yo no puedo consagrarme en absoluto a ese acto de piedad filial
SEÑORA BORKMAN.— (Triunfante.) ¡Ah! ¡Ya lo sabía yo! No será tuyo, Ela, no será tuyo!
ELA.— (Dolorosamente.) Sí; ya veo que me lo has quitado.
SEÑORA B0RKMAN.—lSí!... ¡Es mío y mío será! ¿Verdad, Erhart? ¡Mucho camino tenemos que andar juntos!
ERHART,— (Presa de una lucha interior.) Mamá... No puedo ocultártelo por más tiempo.
SEÑORA BORKMAN.— (Con inquietud.) ¿Qué?
ERHART.—No podemos andar mucho camino juntos, mamá!
SEÑORA BORKMAN.— (Aterrada.) ¿Qué quieres decir?
ELHART.—.Yo soy joven, mamá... Este olor a encierro acabaría por ahogarme.
SEÑORA BORKMAN.—!Erhart!
ERHART.—!SÍ, mamá, me ahogo aquí!
ELA. — ¡Ven entonces conmigo, Erhart!
ELHART.— ¿Y qué más da aquí que en tu casa, tía Ela? Poco más o menos, viene a ser lo mismo. ¡Un encierro con olor a espliego!
SEÑORA BORKMAN.— (Agitada, pero dominándose.) ¡Un encierro! ¡La casa de tu madre!
ERHART.— (Con una impaciencia creciente.) ¡Qué quieres, no se me ocurre otra palabra!... El caso es que no puedo vivir aquí.
SEÑORA BORKMAN..— (Contemplándole con una mirada grave y profunda.) ¿Olvidas el fin a que has consagrado tu existencia, Erhart?
ERHART.— (Sin poder contenerse.) Que has consagrado tú, querrás decir! ¡Tú has sustituido tu voluntad a la mía!... ¡Ah, no; ya estoy cansado de este yugo!... (Dirigiendo una mirada respetuosa y llena de deferencia a Borkman.) Yo no puedo consagrar mi vida a expiar las culpas de otro..., sea quien sea ese otro.
SEÑORA BORKMAN. — (Con angustia creciente.) ¿Quién te ha cambiado así, Erhart?
ERHART. — (Turbado.) ¿Quién?... ¿No puedo yo solo acaso?...

SEÑORA BORKMAN.—No, no; tú obedeces a una influencia extraña, que no es la de tu madre ni la de... tu madre adoptiva.
ERHART.— (Con cierta forzada fanfarronería.) No obedezco más que a mí mismo, mamá, y o sufro otra influencia que la de mi propia voluntad.
BORKMAN. — (Avanzando hacia Erhart.) ¡Vamos, quién sabe si mi hora al fin ha llegado!
ERHART.— (Con una fría indiferencia.) ¿Qué quiere usted decir, padre?
SEÑORA BORKMAN. — (Sarcástica y desdeñosa.) ¡Veamos!
BORKMAN. — (Sin turbarse.) Escúchame, Erhart... ¿No. estarías dispuesto a seguir a tu padre? Nadie puede ser rehabilitado por nadie. Todo eso que te han enseñado aquí, en el encierro de estos cuartos, no son más que fantasías y quimeras. ¿De qué puede, a mí servirme que tú llevases una vida tan edificante como la de los santos en el paraíso?
ERHART.— (Fríamente respetuoso.) De nada. Es la pura verdad.
BORKMAN. — Sí; es la verdad. De poco me serviría también consumirme en la contrición y en la penitencia. Todos estos años he tratado de sostenerme con la esperanza y la imaginación. Pero esto tampoco me sirve de nada. Ya he dejado de soñar.
ERHART. — (inclinándose ligeramente.) ¿Y qué piensa usted hacer?
BORKMAN. — Quiero levantarme yo mismo, empezar por abajo. Sólo el presente de un hombre y u porvenir pueden rescatar su pasado. Quiero trabajar sin tregua en lo que fue para mi la vida, cuando era joven; en lo que hoy lo es mil veces más. Erhart, ¿quieres estar conmigo y ayudarme a rehacer mi existencia?
SEÑORA BORKMAN.— (Suplicante.) ¡No lo hagas, Erhart!
ELA.— (Calurosamente.) ¡Sí, sí, ven en su ayuda, Erhart!
SEÑORA BORKMAN. — ¿Y eres tú quien le da ese consejo? ¿Tú, que hace mi momento te decías sola y moribunda?
ELA.— ;Oh, qué importa!
SEÑORA BORKMAN.—Sí qué importa, verdad, con tal de que no sea mío?
ELA.—Tú lo has dicho, Gunhilda.
BORKMAN. — ¿Y bien, Erhart?
ERHART.— (Turbado.) No puedo.., padre!... ¡No me es posible!
BORKMAN.- ¿Qué es, entonces, lo que quieres?
ERHART.— (inflamándose.) ¡Soy joven! ¡Quiero vivir! ¡Vivir mi propia vida!
ELA.— ¿Sin sacrificar unas cuantas semanas a endulzar el fin de una pobre vida que se apaga
ERHART. —Yo bien quisiera, tía; pero no me es posible.
ELA.— ¿Aun tratándose de un ser que te quiere por encima de todo?
ERHART. — ¡ Tan cierto como que existo, tía Ela, que no me es posible!
SEÑORA BORKMAN.— (Con una mirada severa.) ¿Y tu madre? ¿Nada te une tampoco a ella?
ELHART.—Yo te querré siempre, mamá. Pero no puedo seguir viviendo exclusivamente para ti. Yo no me siento hecho para la vida que quieres imponerme.
BORKMAN.—Únete, entonces, a mí. La vida, Erhart, es el trabajo. ¡Vamos a los caminos de la vida a trabajar juntos!
ERHART— (Con fuego.) ¡Oh, yo no quiero trabajar en este momento! 5oy joven! Hasta ahora no me había dado cuenta. Pero el fuego de la juventud me corre por todas las venas. ¡No quiero trabajar! ¡Quiero vivir, vivir!
SEÑoRA BORKMAN.— (Con un presentimiento.) ¡Erhart!... ¿A qué llamas tú vivir?  
ERHART.— (Con los ojos brillantes.) ¡Quiero ser dichoso, mamá!
SEÑoRA BORKMAN. — ¿Y adónde vas a buscar la dicha?
ERHART. — ¡ Ya la he encontrado!
SEÑORA BORKMAN.— (Lanzando un grito.) ¡Erbart!
(Erhart se dirige vivamente hacia la puerta del vestíbulo la abre.)
ERHART.— (Llamando.) ¡Fanny!... ¡Puedes entrar! (Aparece en el umbral de la puerta la señora Wilton, envuelta en su capa.)
SEÑORA BORKMAN. — (Levantando los brazos.) ¡La señora Wilton!
SEÑORA WILT0N. — (Levemente intimidada, interrogando a Erhart con los ojos.) ¿De veras? ¿Puedo entrar?
ERHART. —Sí, entra... Ya lo he dicho todo.
(Entra la señora Wilton. Erhart cierra la puerta tras ella, que se inclina con una reverencia ponderada ante Borkman, quien contesta con un saludo mudo. Pausa breve.)
SEÑORA WILTON. — (Atenuando la voz, pero con acento resuelto.) Puesto que lo saben ustedes todo... Me siento ante ustedes como una culpable que acaba de desencadenar la desgracia sobre esta casa.
SEÑORA BORKMAN.— (Con lentitud, mirándola fijamente.) Ha roto usted los últimos lazos que me ataban a la vida. (Con explosión.) ¡Pero no..., no es posible!
SEÑORA WILTON. — Comprendo, perfectamente, señora Borkman, que le parezca a usted imposible.
SEÑORA BORKMAN. — ¿Usted misma se da cuenta, entonces?...
SEÑORA WILTON. —Y hasta diré que es absurdo. Pero, sin embargo, es…
SEÑORA BORKMAN. — (Volviéndose hacia Erhart.) Pero, realmente, ¿es en serio, Erhart?
ERHART. — Mamá, toda mi felicidad está aquí! La felicidad grande, inefable, que ilumina la vida. Es cuanto puedo decirte.
SEÑORA B0aKMAN.— (Retorciéfld08’ las ‘manos, a la señora Wilton.) Ah! Cómo ha sabido usted seducirlo, atraerlo, envolverlo en sus redes, al muy incauto!
SEÑORA WILTON — (Con altivez.) Se engaña usted, señora!
SEÑORA B0nxMAN.— ¿Que me engaño, dice usted?
SEÑORA WILrON.- Yo no le he atraído. Erhart vino a mí por su propia voluntad. Y por mi propia voluntad fui yo a su encuentro.
SEÑORA BORKMAN. — (Mirándola de arriba abajo.) Sí, sí, a su encuentro, dice usted bien!
SEIORA WILTON.— (Dominándose) Señora..., hay en la vida fuerzas que parece usted ignorar.
SEÑORA BORKMAN.— ¿Qué fuerzas?
SEÑoRA WILTON. —Las que obligan a dos seres a unir para siempre sus destinos..., pase lo que pase.
SEÑORA BORKMAN.— (Con ironía.) Yo la creía a usted unida para siempre... a otro.
SEÑORA WILTON.— (Secamente.) Ese otro me abandonó.
SEÑORA BORKMAN. — Pero vive, según dicen.
SEÑORA WILTON.- Por mí ha muerto.
ERHART. (Interviniendo.) Sí, mamá; para ella ha muerto, Por otra parte, ¡qué me importa ese otro!
SEÑORA BORKMAN. (Con una mirada severa.) Entonces, ¿lo sabías?
ERHART. — ¡Sí, mamá, lo sé todo, todo!
SEÑORA BORKMAN. — ¿Y t tiene sin cuidado?  
ERHART. — (Con un soberbio desdén.) Te lo repito: no deseo más que una cosa: la felicidad. ¡Soy joven! ¡Quiero la vida! ¡La vida!
SEÑORA BORKMAN-. Sí, eres joven, Erhart, demasiado joven.
SEÑORA WILTON.— (Con acento firme y grave.) Crea usted, señora, que le he dicho todo lo que había que decirle. No le he ocultado nada de mi pasado. Más de una vez le he recordado que tengo siete años más que él.
ERHART. —(Interrumpiendo) Eso ya hace tiempo que lo sabía, Fanny...
SEÑORA WILTON. — Nada le ha hecho retroceder.
SEÑORA BORKMAN.- ¿De veras? ¿Y no podía usted dejar de recibirle, cortar toda relación con él? Eso es lo que debería usted haber hecho!
SEÑORA WILTOW. — (La mira, y dice, apagando, la voz.) Eso me era imposible, señora.
SEÑORA BORKMAN. — ¿Por qué?
SEÑORA WILTON. — Porque también iba en ello mi felicidad.
SEÑORA BORKMAN. — (Con sarcasmo.) ¡ Ah!... Su felicidad!...
SEÑORA WILTON. — Hasta ahora no he sabido lo que es la felicidad. Por tarde que venga, no puedo rechazarla.
SEÑORA BORKMAN. — ¿Y cuánto cree usted que durará esa felicidad?
ERHART. — (Interrumpiéndola.) ¡Qué importa el tiempo, mamá!
SEÑORA BORKMAN. — (Con ira.) ¡Ciego! ¿No ves adónde te llevará todo esto?
ERHART. — No me preocupa el porvenir. ¡No me preocupa nada! ¡Vivir es lo único que quiero!
SEÑORA BORKMAN.— (Dolorosamente.), ¡Y eso es lo que llamas vivir, Erhart!
ERHART. --Pero es que no ves lo hermosa que es?  
SEÑORA BORKMAN. — (Retorciéndose las manos.) ¡Ah, una vergüenza más!... Ver todos los días a mi hijo, a mi propio hijo, unido a una.. a una...
ERHART. -- (Interrumpiéndola duramente.) ¡No verás nada, mamá! ¡Puedes estar tranquila! No me quedaré.
SEÑORA WILTON.— (En tono firme y decidido.) Sí, señora Borkman. Los dos nos vamos.
SEÑORA BORKMAN.— (Palideciendo.) ¡También usted! ¿Juntos acaso?
SEÑORA WILTON. — (Haciendo un gesto afirmativo.) Yo me voy al extranjero, al Mediodía, acompañando a una muchacha. Y Erhart viene con nosotras.
SEÑORA BORKMAN. — ¿Se va con usted y... una muchacha?
SEÑORA WILT0N.—Sí; Frida Foldal, que vive conmigo. Quiero que aprenda bien la música.
SEÑORA BORKMAN. — ¿De veras?
SEÑORA WILTON. — Sí. No puedo enviarla sola tan lejos; es demasiado niña.
SEÑORA BORKMAN.— (Reprimiendo una sonrisa.) ¿Y tú qué dices, Erhart?
ERHART.— (Con cierto embarazo, encogiéndose de hombros.) ¿Yo?... Nada... Puesto que Fanny se empeña...
SEÑORA BORKMAN. — (Fríamente.) ¿Y cuándo es la marcha, si no es una indiscreción?
SEÑORA WILT0N.—Esta noche..., dentro de un momento. Mi trineo cerrado nos está esperando ahí fuera, frente a casa de los Hinkel.
SEÑORA BORKMAN.—Ah!... ¿Por eso era esa reunión?
SEÑORA WILTON. — (Sonriendo.) En que sólo estábamos Erhart y yo... y Frida, naturalmente.
SEÑORA BORKMAN. — ¿Dónde está Frida?
SEÑORA WILTON. —En el trineo, esperándonos.
ERHART,— (Trabajosamente.) ¿Comprendes, mama?... Yo quería evitarte a ti y a los demás todo esto...
SEÑORA BORKMAN. — (Herida). Querías irte sin decirme adiós!
ERHART. — Sí; lo hubiera preferirlo. Habría sido mejor para todos. El equipaje estaba hecho. Todo estaba arreglado. Pero fueron a buscarme y entonces. . (Tendiéndole las manos.) ¡Adiós, mamá!
SEÑORA BORKMAN.— (Rechazándole con el ademán.) ¡No me toques!
ERHART.— (Con dulzura.) ¿Es tu última palabra?
SEÑORA BORKMAN.— (Duramente.) Sí.
EHART.— (Volviéndose hacia Ela.) ¡Adiós, tía Ela!
ELA. — (Estrechando entre las suyas las manos de Erhart.) ¡Adiós. Erhart! Que vivas tu vida... y que seas muy feliz, todo lo feliz.., que puedas ser.
ERHART. — Gracias, tía! Inclinándose ante Borkman.) ¡Adiós, padre! (A la señora wilton, en voz baja.) ¡Vamos, hay que darse prisa!
SEÑORA WIIroN.— (También queda.) — ¡ Sí, vámonos ya!

SEÑORA BORKMAN.— (Con una sonrisa maligna.) ¿Y será prudente, señora Wilton, que lleve usted consigo a esa jovencita?
SEÑORA WILTON.— (Replicando con una sonrisa en tono medio en broma, medio en serio.) ¡Los hombres son tan inconstantes, señora!... ¡Y también las mujeres!... Cuando Erhart se canse de mí... y yo de él..., es preciso que el pobre tenga algo con qué entretenerse. Los dos saldremos ganando.
SEÑORA BORKMAN. — ¿Y usted?
SEÑORA WILTON. — Oh, yo ya sabré arreglármelas! Buenas noches, señores! (Sale por la puerta del vestíbulo. Erhart parece indeciso un momento. Luego se vuelve y la sigue.)
SEÑORA BORKMAN.— (Con las manos juntas.) ¡Ya no tengo hijo!
BORKMAN.— (Presa, al parecer, de una resolución súbita.) ¡Adelante, pues! Solo en medio de la tormenta! ¡Mi sombrero, mi capa! (Se precipita hacia la puerta.)
ELA. — (Deteniéndole angustiada.). ¿Adónde vas, Juan Gabriel?
BORKMAN. —En medio de la tormenta de la vida. ¿Lo oyes? ¡Suéltame, Ela!
ELA.— (Sin soltarle.) ¡No te suelto! ¡Estás enfermo! ¡Te lo conozco en el rostro!
BORKMAN._ ¡suéltame, te digo! (Se suelta y sale por la puerta del vestíbulo.)
ELA.— (Desde el umbral) ¡Gunhilda, ayúdame a detenerle!
SEÑORA BORKMAN. — (En medio de la escena, con voz fría y dura.) ¡Yo no detengo a nadie! ¡A nadie! ¡Que me abandonen todos si quieren! ¡Que se vayan lejos de aquí!.., ¡A donde se les antoje!... (Lanzando de pronto un grito desgarrador.) ¡Erhart, no te vayas! (Se precipita hacia la puerta con los brazos abiertos. Ela Renthejm le corta el camino.)

TELÓN


ACTO CUARTO



CUADRO PRIMERO



Patio abierto, delante de la casa Rentheitn. A la derecha se distingue una esquina de la casa. En lo alto de algunos escalones, la puerta de entrada. Al fondo, cerrando el horizonte, una cuesta escarpada, poblada de abetos, que avanza hasta el patio. A la izquierda, plantaciones recientes. La tormenta ha cesado, pero una capa espesa de nieve cubre el suelo y los árboles. La noche está oscura; el cielo atravesado de nubes, entre las cuales aparece de cuando en cuando la luna. Sólo la nieve ilumina el paisa5e con una luz mate. En lo alto de la escalera se distingue a Borkman, la señora Borkman y Ela Rentheim. Borkman, extenuado, se adosa al muro de la casa. Va cubierto con una capa vieja y tiene en una mano un sombrero de fieltro grueso y en la otra un grueso garrote. Ela lleva su abrigo al brazo. La señora Borkman va con la
cabeza descubierta

ELA.—(Cortándole el camino a la señora Borkman.) ¡No, Gunhilda, no debes correr tras de él!
SEÑORA BORKMAN.—¡No importa! ¡Déjame pasar, Ela! Voy a llamarle desde ese alto. ¡No tendrá más remedio que oír los gritos de su madre!  
ELA. — ¡Pero desde el fondo del coche no podrá oírte!
SEÑORA BORKMAN. —Pero..., aún no debe de haber subido.
ELA. —Te digo que sí, que ya hace rato que está en el coche.
SEÑORA BORKMAN. — (Con desesperación.) ¿Con ella, verdad, con ella?
BORKMAN,— (Con una risa lúgubre.) En ese caso, se puede asegurar que no oirá los gritos de su madre.
SEÑORA BORKMAN.—NO..., no oirá! (Tendiendo el oído.) ¡Psss! ¿Qué ruido es ése?
ELA. — (imitándola.) Parece de cascabeles...
SEÑORA BORKMAN.— (Ahogando un grito.) ¡Es su trineo!
ELA.—U otro.
SEÑORA BORKMAN.— ¡No! Es el trineo errado de ella. Reconozco el sonido de sus cascabeles plata. ¡Escuchad!... Ahora pasa por delante de nosotros. ¡Bajan la cuesta!
ELA. — (Vivamente.) ¡Gunhilda, si quieres llamarle, éste es el momento! Quién sabe si, a pesar de todo... (Se oyen los cascabeles muy cercanos, en el bosque.) ¡Date prisa, Gunhilda! Están muy cerca!
SEÑORA BORKMAN.— (Un momento indecisa, dominándose al fin.) ¡No, no le llamaré! ¡Que se vaya, si tal es su voluntad! ¡Que se vaya lejos, muy lejos, hacia lo que hoy llama la felicidad y la vida!
(El ruido se pierde en la lejanía.)
ELA.— (Después de un breve silencio.) Ya no se oyen los cascabeles.
SEÑORA BORKMAN, —Parecía la campana de difuntos.
BORKMAN. — (Con una risita seca, ahogada.) ¡ Je, je!... Todavía no es por mí, por quien llora.
SEÑORA BORKMAN. — No; es por mí. Y por él, que me ha abandonado.
ELA. —• (Pensativa, inclinando la cabeza.) Quién sabe sí, al contrario, Gunhilda, no le llama, como él dice, a la felicidad y a la vida.
SEÑORA BORKMAN. — (Estremeciéndose y fijando en Ela una mirada dura.) ¿A la vida y a la felicidad dices?
ELA.—Por unos instantes, al menos.
SEÑORA BORKMAN, — ¿Le desearías tú la vida y la felicidad... con ella?
ELA.— (Con juego.) ¡Oh, con toda mi alma!
SEÑORA BORKMAN.— (Fríamente.) ¡En ese caso, tu fuerza de amor es mayor que la mía!
ELA. — (Mirando a lo lejos.) Acaso sea la privación lo que mantiene esta fuerza.
SEÑORA BORKMAN.— (Fijando 1os ojos en Ela.) Si es así... pronto seré yo tan fuerte como tu, Ela. (Volviéndose, se adentra en la casa.)
ELA.— (Queda un instante inmóvil, con la mirada preocupada, fija en Borkman. Luego le pone suavemente la mano en el hombro.) Juan!... Hay que entrar también. Ven.
BORKMAN. — (Que parece despertar sobresaltado.) ¿Yo? ELA. — Sí. Este aire es demasiado vivo para ti. No puedes soportarlo, Juan. Lo veo en tu cara. Entremos, Ven a guarecerte bajo tu techo.
BORKMAN.— (Con ira.) ¿Ahí arriba, quizá, en el salón?
ELA.—No... Abajo mejor..., con ella.
BORKMAN.— (Con ademán y acento de violencia.) ¡En mi vida volveré a poner los pies en esa casa!
ELA.—,Y dónde quieres ir, Juan? Es tarde; la noche está oscura.
BORKMAN, —. (Cubriéndose.) Tengo que ir a visitar mis tesoros ocultos.
ELA.— (Con mirada anhelante,) ¿Qué quieres decir, Juan?
BORKMAN. — (Con risa entrecortada.) Oh! No se trata de un dinero robado y enterrado luego. No temas, Ela. (Interrumpiéndose y señalando con el dedo.) ¡Mira! ¿Quién viento ahí? (Guillermo Foldal, envuelto en un viejo gabán cubierto de nieve, el sombrero muy encasquetado, con un gran paraguas en la mano, entra y avanza con trabajo, cojeando marcadamente del pie izquierdo.) ¿Qué vienes a hacer aquí,
Guillermo?
FOLDAL. (Levantando la cabeza.) ¡Santo Cielo!... ¿Eres tú, Juan Gabriel? ¿Fuera de la casa? (Saludando.) ¡Y, según veo, con la señora!
BORKMAN. — (Con tono seco.) No es mi mujer.
FOLDAL. — Perdón... Creía... Como, he perdido las gafas en la nieve... Pero ¿cómo es posible que tú, que no sales nunca...?
BORKMAN.— (Con tono despreocupado y jovial.) ¿Qué quieres Ya va siendo tiempo de que vuelva a acostumbrarme al aire libre. Tres años de prisión preventiva, cinco de prisión correccional, ocho de encierro ahí arriba...
ELA.— (Inquieta.) ¡ Por Dios, Borkman!
FOLDAL.—;Ay! ¡Ay!
BORKMAN. — Pero, veamos, ¿qué te ocurre? ¿En qué puedo servirte?
FOLDAL. — Vengo a hablarte, Juan Gabriel. Necesitaba subir a tu cuarto, al salón... ¡Ah! ¡Ese salón, ese salón!
BORKMAN, — ¿Vuelves a mi casa, habiéndote echado de ella?
FOLDAL. — ¡Quién se acuerda de eso!
BORKMAN.—Pero ¿qué te pasa en el pie? Cojeas.
FOLDAL.—!Ah, sí! Me han atropellado...
BORKMAN — ¿Atropellado?
FOLDAL. — Sí, un trineo...
BORKMAN. — Caramba, caramba!
FOLDAL.—Un trineo de dos caballos, que bajaba la cuesta al galope...
ELA. — ¿Y le atropellé a usted?
FOLDAL,—SÍ, señora..., o señorita... Se me echó encima como una flecha y me envió dando tumbos por la nieve, don d perdí mis gafas. También el paraguas se me ha roto.
(Frotándose la rodilla.) Y la rodilla e me resiente bastante
BORKMAN.--- (Con una risa ahogada.) ¿Sabes tú quién iba en ese coche, Guillermo?
FOLDAL-.- No. ¿Cómo iba a sabe lo? Iba cerrado y con las cortinillas corridas. El cochero ni siquiera se paré. Pero ¿que más da?... (Con alegría.) ¡ Ah, me siento tan feliz, tan feliz!,..
BORKMAN.— ¿Feliz?
FOLDAL. — Sí, feliz... Es decir, no encuentro la palabra exacta. Pero algo por el estilo debe de ser. Acaba de ocurrirme algo tan extraordinario!... No he podido menos de venir a contártelo, Juan Gabriel, para que compartas mi alegría.
BORKMAN. — (Con rudeza.) ¡Venga! Aquí me tienes dispuesto a compartirla. Pero acaba pronto.
ELA.—Borkman, di antes a tu amigo que entre.
BORKMAN.— (Duramente.,) Ya te he dicho que no quiero entrar.
ELA. — Pero ten en cuenta que ha sido atropellado...
BORKMAN. — ¿Y quién no ha sido atropellado alguna vez en su vida? Pero hay que levantarse. Y. hacer como si no hubiera ocurrido nada.
FOLDAL. — Es una frase muy profunda, Juan Gabriel. Por mí no te violentes. Puedo muy bien contártelo todo en dos palabras,
BORKMAN.— (Con voz más dulce.) ¡Pues empieza cuando gustes, Guillermo!
FOLDAL. — Pues, verás: esta noche, al volver de tu casa, he encontrado una carta. Adivina de quién era...
BORKMAN. — ¿De Frida, sin duda?
FOLDAL.—;Justamente! Lo has adivinado. Sí; era una carta de Frida... Una carta bastante larga, que había llevado un criado. ¿Sabes lo que decía?
BORKMAN.—Supongo que adiós a ti y a su madre.
FOLDAL.— ¡Exacto! ¡Lo adivinas todo, Juan Gabriel! Si; me hablaba en ella de la bondad que le demuestra la señora Wilton, y me dice que esta señora se la lleva consigo al extranjero, a fin de completar su educación musical. La señora Wilton ha llevado su solicitud hasta buscar un buen maestro quela dé lecciones durante el viaje... ¡Si vieras qué carta tan bonita me ha escrito! Larga, cariñosa, sin el menor asomo de desprecio a su padre. Y qué idea tan delicada la de despedirse así, por carta! (Riendo,) ¡Pero ha contado sin la busqueda!
BORKMAN. (Con mirada interrogadora.) ¿Eh?
FOLDAL.—Me escribe que salen mañana por la mañana.
BORKMAN. — ¡ Ah!... ¿Te dice que salen mañana?
FOLDAL.— (Riendo y frotándose las manos.) Pero yo soy más listo... Como que ahora, pian, pianito, me voy a casa de la señora Wilton.,.
BORKMAN. — ¿Ahora?
FOLDAL — Sí, no es demasiado tarde... Si han cerrado, llamaré, Me es absolutamente preciso ver a Frida antes de que se vaya... ¡Adiós, hasta mañana!
BORKMAN. — Espera un momento, mi pobre Guillermo!... Puedes ahorrarte el viaje. Por mucho que hagas, no entrarás en casa de la señora Wilton.  
FOLDAL. — Ya lo creo que entraré! Me colgaré de la campanilla hasta que me abran. Quiero ver a Frida, y la veré.
ELA. — ¡ Su hija se ha ido ya, señor Foldal!
FOLDAL. — (Aterrado.) ¿Que se ha ido Frida? ¿Está usted segura? ¿Quién se lo ha dicho?
BORKMAN.—Su futuro maestro.
FOLDAL.— ¿Es que tú le conoces? ¿Quién es?
BORKMAN.—Un estudiante llamado Erhart Borkman.
FOLDAL. — (Radiante de alegría.) ¿Tu hijo, Juan Gabriel?
BORKMAN. — Sí; él es quien ayudará a la señora Wilton a completar la educación de Frida.
FOLDAL— ¡Alabado sea Dios! La pobrecita está en buenas manos, Pero ¿estas seguro de que se han ido ya?
BORKMAN —En el coche que te atropellé iban.
FOLDAL.— (Juntando las manos.) ¡Pensar que mi Frida iba en un coche tan hermoso!
BORKMAN.—(Meneando la cabeza.) Sí, sí, Guillermo..., y que la llevará lejos. Y también al joven Borkman. ¿Qué?... ¿No te fijaste en los cascabeles de plata?
FOLDAL. — ¿Cómo?... ¿Cascabeles de plata?... ¿De plata de veras?
BORKMAN.—Completamente de veras.
FOLDAL. — (Con una dulce emoción.) ¡Qué cosa tan extraña es la felicidad! Nunca se sabe de dónde viene. Ha sido mi talento, mi insignificante talento poético, que se ha transformado en música en Frida. No en vano habré sido, pues, poeta. Gracias a esto mi hija conocerá ese ancho mundo que yo sólo he podido ver en mis sueños. Ah! ¿Conque en un trineo cerrado, con cascabeles de plata?
BORKMAN.—Y pasando sobre el cuerpo de su padre.
FOLDAL.— (Gozoso.) ¡Bah! ¡Qué me importa, con tal de que ella...! Bueno, en vista de que he llegado demasiado tarde, me vuelvo a casa a consolar a su madre, que se ha quedado llorando en la cocina...
BORKMAN. — ¿Llorando?
FOLDAL. — (Sonriente.) Naturalmente; a lágrima viva.
BORKMAN.—.Y tú te ríes?
FOLDAL.— ¡Pues claro que me río! Pero ella, la pobre, no ve sino lo que tiene delante de los ojos... ¡Bueno, adiós! Adiós, Juan Gabriel! ¡Adiós, señorita! (Sale cojeando.)
BORKMAN. — (Queda un instante inmóvil, mirando ante sí.) ¡Adiós, Guillermo! ¡No es la primera vez que te pasan por encima!
ELA,— (Le mira disimulando su angustia.) ¡Qué pálido estás, Juan!
BORKMAN. — Es del aire de cárcel que se respira ahí arriba.
ELA.—Nunca te he visto así.
BORKMAN. — Nunca, sin duda, has visto a un preso en libertad.
ELA.—Entra conmigo en la casa, Juan.
BORKMAN. — Cesa en tu canto de sirena. Ya te he dicho...
ELA.—Te lo suplico! ¡Es por tu bien!... (Aparece Magdalena en el umbral de la puerta.)
MAGDALENA. — Ustedes perdonen. La señorita me ha mandado cerrar la puerta de entrada.
BORKMAN.— (En voz baja a Ela,) ¡Ya lo ves, quieren encerrarme!
ELA.— (A Magdalena.) El señor no se encuentra muy bien. Necesita tomar un poco de aire.
MAGDALENA. — Sí, pero la señora me ha mandado...
ELA.—Yo cerraré la puerta. Deje usted la llave en la cerradura.
MAGDALENA. — Está bien, señorita. Como la señorita quiera. (Entra.)
BORKMAN.— (Queda un momento inmóvil, con el oído atento. Luego baja precipitadamente la escalera.) ¡Heme ya en libertad, Ela! ¡Ya no volverán a cogerme! ¡Nunca!
ELA. — (Alcanzándole.) Pero igua1stás de libre en tu casa, Juan. ¿No haces en ella lo que quieres?
BORKMAN.— (Quedo, como presa de temor.) ¡Jamás volveré a entrar en mi casa! Se está tan bien aquí, en medio de la noche!... Si volviese ahora al salón, el techo descendería, las paredes so apretarían ceno para ahogarme..., para aplastarme como a una mosca.
ELA. — Pero ¿adónde quieres ir?
BORKMAN.— ¡Todo derecho ante mí! ¡Ver si puedo volver a la libertad, a la vida, al comercio de los hombres! ¿Quieres venir conmigo, Ela?
ELA.- Yo? ¿En este momento?
BORKMAN.-- ¡Sí, sí..., ahora mismo!
ELA.—Pero ¿hasta dónde iríamos?
BORKMAN. —Tan lejos como nuestros pies nos llevasen.
ELA. -- ¿En esta noche do invierno, con el frío y la nieve?
BORKMAN.— (Con voz ronca, estrangulada.) ¡Ah! ¿La señorita temo por su salud?
ELA.— ¡Por la tuya es por la que temo!
BORKMAN.—Bah! ¡La salud de un muerto! ¡Me haces reír, Ela! (Da, unos pasos hacia adelante.)
ELA— (Siguiéndole de cerca.) ¿Qué dices?
BORKMAN.—He dicho «la salud de un muerto,. ¿No recuerdas las palabras de Gunhilda: «Continúa como estás?
ELA.— (Con tono resuelto, envolviéndose en su capa.) ¡Iré contigo, Juan!
BORKMAN. — Sí, Ela, sí. ¡Ambos estamos hechos el uno para el otro! (Caminando.) ¡Ven! (Llegan a las plantaciones da la izquierda y desaparecen lentamente.)

TELÓN


CUADRO SEGUNDO



Espacio descubierto, tras el cual se eleva una cuesta escarpada. A la izquierda, vasta perspectiva sobre el fiordo y las montañas lejanas. Una capa espesa de nieve cubre el suelo. A la derecha, un árbol muerto. A su pie, un banco de respaldo
ELA.— (Dentro a la derecha, en el bosque.) ¿Adónde vamos, Juan? ¡He perdido el camino!
BORKMAN. — (Dentro; más cerca su voz.) ¡Continúa siguiendo mis huellas!
ELA.— (Dentro.) ¡Mira que no puedo más!
BORKMAN. — (Saliendo del bosque.) ¡Ven! ¡Ven! Aquí hay
un banco, en el que podrás descansar...
(Aparece Eta; ambos caminan trabajosamente sobre la
nieve.)
BORKMAN.— (Yendo hacia la izquierda.) ¡Ven, ven a ver,
Ela!
ELA. — (Alcanzándole.) ¿El qué, Juan?
BORKMAN.— (Señalando con la mano.) Toda esa tierra que
se abre ante nosotros..., lejos, lejos...
ELA. — Mira, ahí está el banco en que veníamos a sentar-
nos en otros tiempos. Nuestras miradas iban entonces mucho más lejos todavía.
BORKMAN.— ¡Al país de los sueños!
ELA.— (Inclinando tristemente la cabeza.) ¡Al país de la
vida soñada! Ahora ese país está cubierto de nieve  
BORKMAN.— (Sin escucharla.) ¿No ves allá en el tordo el
humo de los grandes navíos?
ELA.—No.
BORKMAN.—Yo sí lo veo. Surcan las aguas, hacen circular
la vida de un extremo a otro de la tierra. Llevan el calor y
la luz a millares de almas humanas. ¡He aquí el mundo que
yo quería crear, el mundo de mis sueños!
ELA.— (Con voz queda.) De tus sueños irrealizados.
BORKMAN. — De mis sueños irrealizados... (Escuchando.) ¿No oyes ese mido que viene del río? ¡Son las fábricas que trabajan! ¡Mis fábricas! ¡Todas las que yo quería crear! Escucha; es el trabajo de noche. Noche y día funcionan sin descanso. ¡Escucha, escucha! Las ruedas giran, los cilindros rugen... ¿No oyes, Ela?
Ei.... —No.
BORKMAN. — Yo si oigo.
ELA.—Me parece que te engañas, Juan.
BORKM.AN.— (Inflamándose más y más.) Pero todo eso, ¿sabes?, no son más que las maravillas sembradas en las cercanías del reino.
ELA.—Del reino?... ¿De qué reino hablas?
BORKMAN.—jDel mío! Del reino que iba a conquistar en el momento..., en el momento en que me mataron!
ELA.—- (Con voz estremecida.) ¡Juan!
BORKMAN. Y ahí está, sin defensa y sin dueño..., abierto a los bandidos, al saqueo... ¿Ves, Ela, esa cadena de montañas que se extiende, a lo lejos? Los montes trepan y se amontonan unos sobre otros. Todo eso es mi reino, inmenso, profundo, inagotable!
ELA. — ¡Ah! Pero ¡qué soplo de hielo nos llega de ese reino!
BORKMAN.—-Para mí es un hálito do vida. Los espíritus tributarios me saludan. Ahí, ahí están los millones cautivos. Los veo, los siento. Los filones sinuosos se entrelazan, se bifurcan y se tienden hacia mí como otros tantos brazos suplicantes. Yo los veía en torno mío; me rodeaban como vivos fantasmas la noche en que, linterna en mano, bajó a los sótanos del Banco... Ah! Vosotros implorabais vuestra libertad, y yo intentó dárosla. Pero no tuve fuerzas para levantar el tesoro, y éste cayó al abismo... (Tendiendo los brazos.) ¡Pero yo os lo digo, muy bajito, en el silencio de la noche! ¡Yo os amo, a vosotros, que estáis sumidos en el abismo, y en las tinieblas, y en la muerte aparente! ¡Os amo, riquezas que exigís vivir, y amo vuestro cortejo de poder y de honores! ¡Os amo, os amo, os amo!
ELA.— (Con una indignación que es incapaz de contener) ¡Sí, ahí va de nuevo tu amor, Juan! ¡Ahí lo enterraste, y, sin embargo, a tu lado, en la luz del día, palpitaba un corazón humano ardiente y rebosante de vida! ¡Tú rompiste ese corazón! Peor aún, mucho peor: tú lo vendiste por.., por...
BORKMAN.— (Sacudido por un temblor mortal.) ¿Por un reino, no es eso?... ¿Por el poder..., por los honores?
ELA.—SÍ; antes te lo dije! Tú mataste la vida de amor en la mujer que te amaba..., y que tú también querías... todo lo que podías querer... (Levantando un brazo.) Y por ello te lo predije, Juan Gabriel Borkman... Tú no lograrás nunca el precio de tu crimen. ¡Jamás entrarás triunfador en, tu reino de hielos y tinieblas!
BORKMAN.— (Se acerca tambaleándose al banco y sé deja caer en él pesadamente.) Mucho temo que tu predicción se cumpla, Ela.
ELA.— (Junto a él.) No te asuste eso, Juan. Nada mejor podría sucederte.
BORKMAN.— (Con un gesto, crispando la mano sobre el pecho.) ¡Ah! (Con voz débil.) ¡Ya me soltó!
ELA.— (Sacudiéndole del banco.) ¿Qué tienes, Juan?
BORKMAN.—(Recostándose en el banco.) He sentido como una mano de hielo que me apretase el corazón.
ELA. — ¿Una mano de hielo dices, Juan?
BORKMAN.— (Entre dientes.) No..., no de hielo..., una mano... de hierro... (Cae desplomado en el banco.)
ELA.— (Despojándose rápidamente de su capa y cubriendo con ella a Borkman.) ¡No te muevas de aquí! Voy a buscar socorro. (Da algunos pasos hacia la derecha. Se detiene, vuelve, le toma el pulso a Borkman, le pone la mano en la frente.) No... Más vale que sea así. Es mejor para ti, Juan Borkman.
(Extiende su capa sobre él y se sienta junto ai banco, en la nieve. Pausa breve. Entra la señora Borkman, envuelta en una capa, por la derecha, precedida de Magdalena, que lleva una linterna encendida.)
MAGDALENA. — (Bajando la linterna.) ¡ Sí, sí, señora! Aquí se ven las huellas.
SEÑORA BORKMAN.— (Buscando con la mirada.) ¡Sí; ahí están! Sentados en el banco. (Llamando.) ¡Ela!
ELA.— (Poniéndose en pie de un salto.) ¿Nos buscabas?
SEÑORA BORKMAN.— (Duramente.) ¡Qué remedio!
ELA.— (Señalando con la mano.) ¡Mira, Gunhilda, ahí le tienes!
SEÑORA BORKMAN. ¡ Dormido!
ELA.— (Haciendo señal de que si) ¡Profundamente, y para mucho tiempo, creo!
SEÑORA BORKMAN.— (Con un grito.) ¡Ela! (Recobrándose y bajando la voz.) ¿Y ha sido.., voluntariamente?
ELA. —No.
SEÑORA BORKMAN. — (Respirando.) ¿No ha sido, entonces, por su propia mano?.
ELA.—NO. Otra mano, una mano de hierro y de hielo le ha destrozado el corazón.
SEÑORA BORKMAN.— (A Magdalena.) ¡Vaya usted a buscar socorro!
MAGDALENA. — Sí, señora. (En voz baja.) ¡Santo Dios! (Desaparece. por el bosque a la derecha.)
SEÑORA BORKMAN.— (En pie detrás del banco.) ¡Ha sido el aire de la noche lo que le ha matado!
ELA.- Sin duda.
SEÑORA BORKMAN.—¡A él, al hombre fuerte!...
ELA. — (Delante del banco.) ¿No quieres verle, Gunhilda?
SEÑORA BORKMAN. (Negándose con el gesto.) No, no. (Bajando la voz.) Era un hijo de las minas. - - No ha podido resistir el aire libre.
ELA. — Más bien debo haber sido el frío lo que le ha matado.
SEÑORA BORKMAN. --. (Meneando la cabeza.) ¿El frío, dices?... Hace mucho tiempo que el frío le había matado...
EI,A. (Mirándola sacudiendo la Cabeza.) Y que hizo de nosotros dos sombras.
SEÑORA BORKMAN. ---Tienes razón.
(Con una sonrisa de dolor.) ¡UN cadáver y dos sombras!... ¡He ahí lo que hizo el frío!
SEÑORA BORKMAN.—Sí; el frío del corazón... ¡Ahora podemos tendernos la mano, Ela!
ELA. — Cierto.
SEÑORA BORKMAN. — ;,Que las dos hermanas unan sus manos por encima del hombre que ambas amaron!
ELA.—Sí; las dos sombras por encima del muerto! (La señora Borkman Ela Rentheim unen sus manos por encima del banco.)

FIN