Las
aventuras de la tía Amada y de su hermana Engracia
Comedia.
De
Benjamín Gavarre.
Escena
1.
Doña
Gertrudis, anciana que pasa de los 70 toca el timbre del departamento y
consultorio de la tía Amada y de su hermana Engracia. Frau Helga, la empleada
doméstica y asistente ejecutiva, le contesta por el interfono.
Frau
Helga. – (Biliosa) ¿Qué se le
ofrece?
Gertrudis.
– (Misteriosa) Disculpe, señor. No me lo vaya a
tomar a mal…
Frau
Helga. – No soy señor. Soy
señorita.
Gertrudis.
– (Resignada) Sí. Sí. Es posible… En fin,
disculpe. ¿Es el consultorio de la tía Amada y su hermana Engracia?
Frau
Helga. – (Furiosa) ¿Qué cosa
dijo? ¿Qué “Es” Posible?
Gertrudis.
─ (Cortante) Sí, sí. Dije lo que dije... Yo
creo. En fin. Yo sé que nada tiene solución. ¿Pero qué le va uno a hacer?
Preguntaba yo si es aquí El Consultorio de las hermanitas del buzón
del corazón: ellas lo saben todo. ¿Sabe? Me enteré por una amiga que ellas
solucionan “las crisis del corazón”, por más graves que estas sean. Y yo
quisiera...
Frau
Helga. ─ (Fulminante) ¡Suba!
La espero aquí: PH. Quise decir Pent-house... Ah, y si tiene problemas con el
elevador… le deseo suerte.
Frau
Helga se carcajea, pero se detiene súbitamente y se queda viendo el Interfono
con enigmática sonrisa. Doña Gertrudis intenta hacer funcionar el elevador:
(“Un elevador” escenográfico con puertas que se abren y cierran y que
supuestamente irá subiendo los diez pisos del edificio hasta llegar al
pent-house). Golpea la puerta con los puños y luego se lo queda viendo,
suplicante.
Gertrudis.
─ (Oprime repetidamente los botones para llamar al
elevador, pero éste evidentemente no funciona) Por favor, elevador, sé
bueno con esta pobre anciana que no le hace daño a nadie. (Siempre de manera
gestual, le da tres patadas a las puertas del elevador; sus actos
se contraponen a sus tonos de voz.) Anda, cariño, elevadorcito lindo, mira
que vivo atormentada. (El elevador funciona repentinamente y abre las
puertas.) Gracias elevadorcito mío, Dios te lo ha de pagar. (El
elevador cierra sus puertas repentinamente, dejando prensada a Gertrudis.)
¡Majadero!
Las
puertas del elevador se abren y Doña Gertrudis inicia preocupada el ascenso. En
cada uno de los diez pisos hay un letrero que indica la posición de la anciana.
Vemos cuando Gertrudis llega al tercer piso, las puertas del elevador se abren
y vemos un letrero que indica:
Más vale paso que dure y no trote que infarte… Y el elevador vuelve a cerrar
sus puertas.
En
otro lado del escenario vemos el interior del departamento y consultorio de la
Tía Amada y de su hermana Engracia. Esta última está regando sus doce girasoles
(Manejados como títeres) que “miran” todos hacia la izquierda.
Engracia.
─ Muchachos, por favor. Todos los girasoles bien
nacidos dirigen su atención al sol. El Sol sale por el Poniente y se muere el
pobrecito por el Oriente. ¿O es al revés? Como sea. Háganle caso a su tía
Engracia. Por favor, miren hacia la derecha, allí está el Sol; no lo podemos
ver por esa nube permanente de smog. Pero les juro que ahí está. Enero,
Febrero, Marzo y Abril… Ustedes, que son los más inteligentes de la familia,
convenzan a sus hermanitos que miren hacia el Sol, sí, sí, así está muy bien.
Los
girasoles giran bruscamente hacia la derecha, y luego, giran inmediatamente al
centro viendo fijamente a Engracia.
¿Pero
qué me ven, Giratontos? ¡Yo no soy el Sol!... Que yo sepa. No me vean a mí.
Desconsiderados, majaderos. Yo, que me desvivo por su educación tan sólida, tan
fertilizada, ingratos, y así me pagan. Deberían aprender de Lucrecia. (Lucrecia
es una perra Chihuahua de peluche, vestida como bailarina de clásico) Mi
terroncito de azúcar, juguetito, corazón, tesorito del norte, tu mami te tiene
preparada tu comida especial. Vamos a dejar solos a estos girasoles giratorios
de porquería. Sí, a ustedes me refiero. Y no me mires así, Junio, que te voy a
arrancar los pétalos. Ven, Lucrecia, vamos al consultorio. Tú me vas a ayudar a
resolver la vida de otro pobre corazón roto. Al ataque, Lucrecia.
Engracia
toma entre sus brazos a su perrita; los girasoles voltean en todas direcciones,
completamente desorientados.
Se
abren las puertas del elevador. En el interior, doña Gertrudis respira con
dificultad. Vemos un letrero que dice:
Quinto piso nunca es malo del todo.
Gertrudis.
─ No, no hay quinto malo, solamente hay quinto pésimo,
pero algún día he de llegar.
Y
las puertas del elevador se cierran entre rechinidos y sonidos extraños.
En
el departamento de las hermanas. La tía Amada saluda a los doce girasoles que
la siguen obedientemente a donde ella se mueva
La
tía Amada. ─ Buenos días,
lindos girasoles: Martes y Miércoles, Jueves y Lunes y Sábado, Domingo y
Miércoles. Ay, quién me falta. No importa, buenos días, muchachos, no se vayan
a insolar.
Doña
Gertrudis llega a su destino. Las puertas del elevador se abren y vemos
un último letrero que dice: “Nos
volveremos a encontrar”. Gertrudis lo lee en voz alta y se aleja a punto de
llorar, grita: “No, no, no por favor”. Luego, recorre el escenario hasta
llegar a la puerta del departamento, desfalleciente. La toca con desesperación.
Abre Frau Helga, quien en esos momentos está sola en el
Consultorio-departamento, toma de los hombros a la anciana y la conduce a un
diván. Anota en una libreta de taquimecanografía sus respuestas.
Frau
Helga. – (Implacable)
¡Nombre!
Gertrudis.
─ (Asfixiada) Gertrudis Núñez de
Avellaneda.
Frau
Helga. – ¿Estado civil?
Gertrudis.
─ Casada, por vida mía, casada. Oiga.
Frau
Helga. – Sexo, hábitos públicos y
domésticos. ¿Cuántas vacunas ha recibido? ¿Dirección, teléfono, tiene cuenta
bancaria? ¿Le gustan los domingos o no tanto?
Gertrudis.
─ Ah, los domingos. Fíjese que mi marido me llevaba a
Chapul…
Frau
Helga. – (Cortante)
Suficiente.
Helga
revisa a la paciente con el estetoscopio. Luego le mide la presión. Finalmente,
toma un abatelenguas y se lo muestra amenazadora a Gertrudis.
Frau
Helga. – Diga sí.
Gertrudis.
─ (Risueña) Ay, no, pero si estoy requeté bien,
estoy más sana que una primavera en flor, se lo juro.
Frau
Helga le abre la boca a la fuerza y la revisa con el abatelenguas.
Frau
Helga. ─ (Implacable) Diga,
Ah.
Gertrudis.
─ (Juguetona) Muy bien. Gauuu, Gugú,
Gokúuuu.
Frau
Helga. ─ ¿Ha padecido usted
enfermedades graves?
Gertrudis.
─ (Repentinamente patética) ¡Oh, he parecido
tanto! Mi marido, usted no sabe, ¡es tan celoso!
Frau
Helga. ─ Cáncer, leucemia,
hepatitis… ¿Acostumbra usted sufrir paros cardiacos?
Gertrudis.
─ (Confundida) Tanto como acostumbrar… Una vez
tuve un dolor aquí… (Se señala el hombro derecho) O, la verdad, fue más
bien acá… (Se señala el hombro izquierdo).
Frau
Helga. –¿Cuántos años tiene?
Gertrudis.
─ (Incómoda) ¿Cómo dijo?
Frau
Helga. –¿Cuántos años tiene?
Gertrudis.
─ (Aterrada) No entiendo la pregunta.
Frau
Helga. – (Fulminante)
¡Edad!
Gertrudis.
─ (Trastornada) Déjeme ver… En 1940… Y no… en
1930… y no, no, no, no.
Frau
Helga. – Sea breve.
Gertrudis.
─ Sí, sí, sí, ah, sí… En 1980 y… En 1991…
Frau
Helga. – (Eficiente de nuevo)
¿Noventa y cuántos?
Gertrudis.
─ No, no, por Dios, no tantos. (Tartamudea)
Tengo exacta, ta, ta, ta, mente…
Frau
Helga. – (Histérica) ¡Cuántos
años tiene, señora?
Gertrudis.
─ Ta,ta y dos, ta ta y cinco, Ta, ta, ta, ta…
Tengo exactamente… (A punto de desmayarse) Tengo exactamente… ¡Ay,
Dios!
Doña
Gertrudis se desmaya. Entran por distintas puertas, Amada y Engracia. Amada,
acude inmediatamente en auxilio de Gertrudis. Engracia se sienta en un sofá con
su perra Lucrecia entre los brazos.
Escena
2
La
Tía Amada. ─ ¿Pero qué
sucedió aquí? ¿Ay, Olga, qué le pasó a esta señora, qué le hiciste?
Frau
Helga. – Helga, mi nombre es Helga.
No se le olvide, tía. (Dirigiendo su furia contenida a la paciente) En
cuanto a la paciente, solamente puedo agregar que es medio sorda. No pudo
entenderme cuando le pregunté su edad.
Engracia.
─ (Incisiva) No me extrañaría, querida Frau, que
la hubieras amenazado con el crematorio si no contestaba a tus dulces
preguntas.
Frau
Helga. ─ (Ofendida, pero
contenida) Señorita Engracia, yo me limito a cumplir
Engracia.
─ (Imitándola con una cantinela que se sabe de
memoria) …A cumplir con mis obligaciones con eficacia, discreción y
disciplina. Y si no les gusta cómo trabajo mejor me voy de aquí. Sí, ya sabemos
que eres eficaz, muy eficaz, más que eficaz, querida Olga.
Frau
Helga. ─ ¡Mi nombre es Helga!
Engracia.
─ Ya, ya, tranquila. Mira, la viejita ya se
despertó.
Gertrudis
se recupera. Mira asustada a su alrededor, la tía Amada le sonríe dulcemente,
Engracia se mira en un espejo y Helga la mira con los ojos fulminantes.
Gertrudis.
─ (Aterrada al ver a Helga) ¡Auxilio, ella, esa
mujer, quiere atormentarme, auxilio, la policía, llamen, socorro.
La
Tía Amada. ─ No se preocupe,
usted, señora. Helga es inofensiva. Un poco temperamental, solamente, pero
inofensiva. ¿Vamos a ver, usted seguramente perdió a su marido, verdad? Su
esposo es un vago pendenciero y jugador que no da nada para comer. A ver, dulce
abuelita, cuéntenos. Pero tranquila, a su muy avanzada edad es necesario tomar
las cosas con calma, sin precipitaciones y sin nervios.
Frau
Helga. ─ Todavía no nos confiesa su
edad.
La
Tía Amada. ─ Se confiesan
los pecados, Olga, no la edad. Yo, por ejemplo…
Engracia.
─ Oh milagro, ¿vas a Confesarnos tu edad,
hermanita?
La
Tía Amada. ─ (A
Gertrudis; ignora a su hermana) Así que su marido es un vago, pendenciero y
jugador.
Gertrudis.
─ Yo nunca dije tal barbaridad.
Engracia.
─ Ah bárbara.
Gertrudis.
─ Ay, tía, no sabe… Mi marido…
Se
ilumina una parte del escenario donde está la Casa de Doña Gertrudis. El
marido, Heriberto Manríquez es un hombre muy, muy viejo y jorobado. Cierra las
puertas con triple llave, las ventanas con candado, revisa debajo de las camas,
etcétera. Mientras lo vemos se escuchan las voces de las mujeres en el
consultorio.
Gertrudis.
─ Es terriblemente, insufriblemente, celoso. Tiene
celos del cartero, del lechero, del carnicero, del panadero, del vendedor de
lotería de la esquina, del que vende el gas, del que compra cosas viejas, del
que da las noticias en la tele, del suelo que piso, del aire que respiro…
Engracia.
─ Despacio, despacio, que nos vamos a
asfixiar.
Gertrudis.
─ Es un hombre vil. Es espantoso, repugnante, malsano,
malandrín y lo peor de todo…
La
Tía Amada. ─ Lo peor de todo
es que es un vago, pendenciero y jugador.
Se
ilumina el Consultorio. Doña Gertrudis, sentada al lado de Engracia, quien
apenas la mira. Helga y la tía Amada, sentadas en el diván, la miran
atentamente.
Gertrudis.
─No. Lo peor de todo es que desde hace milenios no me
besa: ni un besito en la mejilla, ni un cariñito, ni nada. Ay, tía, Ay
hermana Engracia, qué debo hacer.
La
Tía Amada. ─ No se preocupe,
señora. Si su marido es un vago, pendenciero y jugador, es quizá por su culpa.
Miren, nada más que facha. ¿Por qué no se arregla bien? Debería usted ser más
coqueta. Ponerse perfume, estudiar repostería, decirle picardías. Va a ver que
si se arregla un poquito se le quita en un santiamén lo vago, pendenciero y
jugador.
Engracia.
─ Celoso, Amada; su marido es celoso. Díselo tú,
Helga.
Frau
Helga. ─ (Gélida) Su marido
es celoso.
Engracia.
─ Su esposo es de esos ejemplares que no la dejan a una
maquillarse.
Gertrudis.
─ (Emocionada) Sí.
Engracia.
─ Es de esos que le revisan a una la…
Gertrudis.
─ (Cada vez más exaltada) La correspondencia, la
ropa, las compras…
Engracia.
─ Y es de los que escuchan tangos como el de “La mujer
malvada perversa engañadora”.
Gertrudis.
─ (Eufórica) ¡Exacto!
La
tía Amada aplaude con entusiasmo.
La
tía Amada. ─ ¡Bravo, que
mueran los celos, que viva el tango!
Gertrudis.
─ (Súbitamente da un giro de actitud) Pero en el
fondo, yo no sé si hago bien en censurarlo. Yo no soy nadie para criticarlo
verdad.
Engracia.
─ ¡Qué dice? ¡Y entonces quién?
Frau
Helga. ─Sí, entonces quién.
La
tía Amada. ─ Un abogado, un
sacerdote, un jefe de estación de tren. (Todas la miran significativamente;
la tía se echa para atrás en su comentario) No, la verdad, de verdad sí…
Eso de criticar a las personas es muy feo.
Gertrudis.
─ Pues sí. Pues no. La verdad sí necesito su
ayuda.
Engracia.
─ Pues para eso vino, ¿no?
Gertrudis.
─ Y para eso está dispuesta a pagar lo que sea.
Frau
Helga. ─ (Siniestra) Lo
que sea…
Gertrudis.
─ Sí, por supuesto. (Abre su monedero y empieza a
contar monedas) Y ya será mejor que me vaya. (Reflexiona algo privado,
guarda las monedas en su monedero y se lo guarda en el seno) Heriberto
piensa que en este momento me estoy bañando.
Engracia.
─ Pues será en tina, porque ya se tardó demasiado, ¿no
cree? Helga, acompaña a la señora a la puerta.
Frau
Helga. ─ Págueme 200000 de la
consulta.
La
tía Amada. ─ (Reprobando
la codicia de Helga) ¡Helga!
Gertrudis.
─ (Alarmada) ¡Doscientos cuántos!
Frau
Helga. ─ Doscientos mil. Ahora.
La
tía Amada. ─ No se preocupe,
señora. Helga solo estaba bromeando.
Frau
Helga. ─ Si no me paga yo
renuncio.
Engracia.
─ Ya Helga, no nos amenaces con renunciar y vete de una
buena vez.
La
tía Amada. ─ (Conciliadora) Ya nos pagará usted lo que pueda,
siempre y cuando quede satisfecha con nuestros servicios. Helga, contrólate o
vamos a tener que despedirte.
Frau
Helga. ─ Necesito vacaciones. Díganle
que me pague. (A la temblorosa Gertrudis) ¡Doscientos mil, ahora!
Gertrudis.
─ Pero… yo todavía… Ustedes no me han dicho… Qué… Qué es
lo que debo hacer…
La
tía Amada. ─ Helga, está
bien, desde ahora te damos vacaciones… y bien pagadas te lo prometo… pero antes
acompaña a la señora a la puerta. Y no se preocupe señora. Nosotros le
quitaremos a su esposo lo vago y pendenciero y jugador.
Gertrudis.
─ Pero tía, hermana Engracia, ustedes no me han dicho
todavía lo que debo hacer.
Engracia.
─ Hasta luego, señora, le deseamos mucha suerte porque
la va a necesitar. Helga, llévatela por favor.
Frau
Helga. ─ (Enloquecida, a Gertrudis)
Doscientos mil. Ahora.
Frau
Helga se acerca amenazante a doña Gertrudis, esta última sale despavorida y
Helga corre tras de ella.
Más
adelante, vemos a la tía Amada quitando un cuadro en que ella y su hermana
aparecen en un curioso retrato. La tía abre un gabinete secreto y saca una
pequeña caja de chocolates. Engracia se acerca parsimoniosa, toma la caja y
contempla atentamente los chocolates.
Engracia.
─ (Señala cada uno de los chocolates) Contra los
maridos avaros, contra los mentirosos, contra las suegras incorregibles, contra
las esposas habladoras. No. Se nos acabaron los chocolates contra los maridos
celosos, entendiste, hermanita, contra los maridos ce-lo-sos.
La
tía Amada. ─ Ay, Engracia.
¿Pues qué piensas, que soy tonta o qué? Yo siempre supe que se trataba de un
marido rabioso.
Engracia.
─ Ay hermanita… Mira… Mejor nos vamos con
Malaquías.
Se
oscurece el consultorio de las hermanas y se ilumina la parte del escenario
conde está el laboratorio de Malaquías.
Escena
3
En
el laboratorio del doctor Malaquías Usullagoytia.
El
doctor explica uno más de sus experimentos. Engracia, mira fascinada como el
doctor va mezclando cada uno de los ingredientes que menciona. El ayudante,
Serafín del Monte, trata de salvar el mortero o el tubo de ensayo que
torpemente Malaquías está a punto de dejar caer al suelo.
Malaquías.
─ Celos, ¡oh cielos! Tenemos que acabar con el monstruo
de ojos verdes que se burla de la carne de la que se alimenta. El monstruo
verde de los celos… y también de la envidia, saben. Oh, mísero de mí…
Pero si ya les había preparado millones de veces los chocolates contra los
celos.
Serafín
del Monte. ─ Se les terminó,
doctor.
Malaquías.
─ Mira, mira Serafín. Esta chocolate en polvo es un
simple chocolate en polvo… pero gracias al prodigio de la ciencia, lo
convertiremos en el antídoto más poderoso, capaz de vencer al más insoportable
de los Otelos.
Engracia.
─ Ay, doctor Usullagoitia, qué bien habla usted y tan
claro, tan deliciosamente claro.
Malaquías.
─ Eso me han dicho.
Engracia.
─ Y sin querer molestarlo ni importunarlo en sus vastos
conocimientos… ¿No cree que le haga falta azúcar?
Malaquías.
─ El chocolate en polvo ya tiene azúcar.
Engracia.
─ Según yo. ¿No le podría agregar un poquito más?
Malaquías.
─ ¿Sí? ¿No quedará muy dulce?
Engracia.
─ Es importante que tengan azúcar. Es
importante.
Malaquías.
─ Serafín, hazle caso a la tía y tráeme un poco de
azúcar.
Engracia.
─ ¿Solo un poco?
Malaquías.
─ Serafín, hazle caso a la tía y tráeme un kilo de
azúcar.
Serafín
del Monte. ─ Pero,
doctor…
Engracia.
─ Que sean dos kilos.
Serafín
del Monte. ─ Doctor…
Malaquías.
─ Hazle caso a la tía.
Serafín
del Monte. ─ Está bien…
Malaquías.
─ No se diga más. Ahora sumergimos este chocolate en
polvo y estos dos kilos de azúcar y lo mezclamos todo con bicarbonato de sodio
líquido, diez mililitros de destilado de bromuro de mercurio del moro de
Venecia, dos o tres cactus del desierto de Gobi… y luego se irradia todo este
universo de moléculas con uranio doscientos veintitrés.
Vemos
un pequeño efecto de explosión, con luces, humo y sonido. Y luego de un
resplandor y luces estroboscópicas, vemos al doctor con unos chocolates reluciendo
en una charola de vidrio.
Ya
está, se acabaron los celos. Ahora, hay que ponerlos en una cajita y dárselos a
probar al celoso incorregible.
Engracia.
─ (Lo aborda con coquetería) Ay, doctor, es usted
un genio. ¿Cuándo me va a aceptar mi invitación a cenar? Usted quedó más que
formalmente en ir a conocer mis educados y lindos girasoles.
Malaquías.
─ (Nervioso, deja caer sus lentes. Habla sin que se
le entienda) Que se me han caído mis lentes, que los he perdido y no puedo
ver nada sin ellos.
Engracia.
─ Pobre del doctor Usullagoitia. Parece que le dio un
ataque. ¿Qué dijo, Serafín?
Serafín
del Monte. ─ El doctor dice
que la encuentra a usted más bella que de costumbre.
Malaquías.
─ (Le tuerce el brazo a Serafín del Monte para que
se calle) En cuanto a los celos, hay que esperar que el sujeto presa de los
mismos no coma más de un solo chocolate. El exceso como sucede en este y en
todos los casos, puede resultar peligroso, sumamente peligroso.
Engracia.
─ Pero doctor no me ha contestado… Cuándo me va a
aceptar la invitación.
Malaquías.
─ Yo, yo tengo que ir urgentemente al baño. Serafín,
atiende tú a la tía.
Serafín
del Monte. ─ Muy bien, tía.
¿Le han dicho a usted que es una tía muy bonita?
Engracia.
─ A mí, muchas veces, pero platícame más.
Serafín
del Monte. ─ Pues verá…
Yo…
Oscuro
Escena
4
Casa
de Gertrudis y su esposo, Heriberto Manríquez. El viejo regaña a su mujer,
quien llora desconsolada mientras limpia los muebles del departamento. Se
escucha el silbido un hombre en la calle.
Heriberto.
─ ¿En quién estás pensando, Gertrudis? ¿Te comunicas con
el hombre del silbido, verdad? ¿Le mandas mensajes secretos con tu llanto? Eso
es… (Se escuchan más silbidos) ¿Ya te contestó?, ¿qué te dice?… (Gertrudis
deja de llorar) Y ahora, por qué no le contestas, a ver, sigue
llorando…
Suena
el timbre de la puerta, vemos a la tía Amada disfrazada de vendedora de la
fábrica de chocolates La
Ilusión.
Heriberto.
─ Gertrudis, enciérrate en tu recámara porque ya llegó
tu silbadorcito. A ver con qué mentiras me sales para poder verlo. Enamorarte a
tu edad; vergüenza debería darte. ¡Que te metas a tu recámara!
Heriberto
abre apenas la puerta bloqueada con una cadena.
Heriberto.
─ (A la tía Amada) Qué se le ofrece.
La
tía Amada. ─ Buenas tardes,
señor, vengo a representando a la fábrica de dulces y chocolates “La
ilusión”.
Heriberto.
─ No me diga. A usted la manda el tipo que está silbando
en la calle, lo manda ese o no la manda. A ver júreme que no es así.
La
tía Amada. ─ Yo nunca juro en
vano, señor mío.
Heriberto.
─ Pues dígale a ese mequetrefe que ni loco, ni
muerto ni enterrado voy a permitir que mi esposa me engañe con él.
Se
escucha con insistencia el silbido del hombre de la calle. Gertrudis se asoma
discretamente de manera que no la vea su marido.
Heriberto.
─ ¿Ya lo oyó? (Se asoma por la puerta y
sabemos que está mirando al hombre que silba) Mírelo, sigue silbando.
Dígale que no voy a caer en su trampa, y que ya conozco su clave secreta, y que
no pierda el tiempo conmigo, y que puede ahorrarse sus grititos.
La
tía Amada. ─ No sé de qué me
habla, señor, pero mire, me conformo con que pruebe usted uno… No mejor dos…
No, mejor tres chocolates de la fábrica “La ilusión”. Son gratis.
Heriberto.
─ ¡Fuera de aquí!
La
tía Amada. ─ Mire, aproveche
la promoción. Si usted prueba tres de nuestros maravillosos chocolates, le
regalaremos un paquete entero de veinte chocolates de la fábrica de dulces y
chocolate “La ilusión”.
Heriberto.
─ No insista; usted no tiene por qué saberlo, pero soy
diabético.
La
tía Amada. ─ Eso no importa,
no; eso no tiene la menor importancia. Son chocolates para diabéticos, sin
azúcar.
Heriberto.
─ ¿Sin azúcar?
La
tía Amada. ─ (Nerviosa al
ver que pierde su oportunidad) Eh… Sin azúcar real… es decir, son de azúcar
light, cero, bajas en calorías… No es realmente azúcar. Óigame, si usted prueba
solo uno de nuestros inmejorables chocolates sin azúcar… (Hace esfuerzos por
vencer el asco) …le prometo que le daré un beso de recompensa.
Heriberto.
─ (Hace pasar a la tía, se comporta como un aprendiz
de seductor. Gertrudis se esconde en su recámara, pero se asoma de repente)
¿Habla usted en serio? ¿Me daría un beso apasionado?
La
tía Amada. ─ (Con
infinita dignidad) Un beso en la mejilla, caballero, que soy toda una
dama.
Heriberto.
─ ¿Y cuál es el chocolate que me hará pasar al gozo de
su beso dulce dama, señora de todas mis intenciones?
La
tía Amada. ─ (Le sigue el
juego de cursilería cortesana) Pruebe usted este chocolate, caballero, y
este otro, y otro más, porque su caso es más grave de lo que
pensaba.
Heriberto.
─ Mi caso, ¿qué caso?
La
tía Amada. ─ Muy bien, qué
le parecen, ¿verdad que son maravillosos?
Heriberto.
─ (Se come todos los chocolates) Inmejorables.
Tan dulces como sus labios y tan encantadores como sus pupilas… y qué pasa con
los besos. ¿No me va a dar más besos?
La
tía Amada. ─ ¡Los besos son
para su esposa! ¡Viejo, vago, pendenciero y jugador! ¡Abur!
La
tía Amada sale como una exhalación. Gertrudis se mete definitivamente en su
recámara.
Heriberto,
debido a los chocolates, sufre una notable transformación: camina erecto,
sonriente. Va hacia el espejo y se arregla mientras silba “Amorcito corazón”. Finalmente, toca la puerta de
la recámara de doña Gertrudis.
Heriberto.
─ ¡Gertrudis!, Gertrudis, de mi vida. Lindura de mi
alma, ven aquí muñeca, Gertrudis de mis amores, ven linda mujercita, ven a
darle un besito a tu Esposito.
Se
asoma Gertrudis, únicamente vemos su cabeza.
Gertrudis.
─ (Asombrada e inquieta) Qué tienes, Heriberto,
qué te pasa.
Heriberto.
─ Déjame pasar a tu recámara, mi amor. Deja que te
demuestre todo mi afecto, todo mi eterno y profundo cariño. Déjame pasar,
corazón.
Gertrudis.
─ (Sale de su recamara y se enfrenta a Heriberto)
Debería darte vergüenza, Heriberto, a tus años. Déjame tranquila, y vete tú a
tu recámara como siempre lo has hecho, vete de aquí y no me toques, no me
agarres, suéltame…No, por favor, auxilio, socorro, ¡policíaaaa!
La
lleva a un sofá.
Heriberto.
─ (Como un cortesano empalagoso) Vamos a ver, mi
amor; mi princesita. ¿Qué vas a pedir para cenar? ¿Chongos Zamoranos? ¿Crepas
con cajeta y mermelada? ¿Pastel de caramelo con turrón? ¿Obleas de miel y
piloncillo? Tú nada más dime qué yo te voy a traer todo lo que tú me
mandes.
Gertrudis.
─ Heriberto, sabes muy bien que los dos somos
diabéticos.
Heriberto.
─ Muy bien. Entonces vístete que nos vamos a cenar a un
restaurante. ¿Qué prefieres? ¿Comida china, venezolana, hindú? O qué te parecen
unas buenas enchiladas. Decídete pronto, bombón, que me estoy muriendo de
hambre. Dime, mi tesoro, mi ángel. ¿Sí sabes que yo te quiero mucho no es así?
Dame un beso; bésame, mi amada; soy todo tuyo, no te vayas; deja que te
demuestre todo mi amor; mi vida, eres mi todo, mi vida, no te vayas, vida
mía…
Gertrudis.
─ Auxilio, por favor, que alguien me ayude.
Gertrudis
sale del departamento y es perseguida por el muy apasionado Heriberto.
Oscuro
Escena
5
En
el consultorio-penthouse de las hermanas.
Engracia
abraza a su perra Lucrecia y la tía Amada observa intrigada a los doce
girasoles que giran hacia todos lados.
La
tía Amada. ─ Qué bárbara,
doña Gertrudis, si te digo Engracia que yo no acabo de entender a las personas,
¿te la imaginas? Gritando como alma en pena por las calles. “Me quiero
divorciar” ¡Me quiero divorciar! No lo comprendo, de veras. Mira que su marido
es ahora tan atento… Le lleva comida a su cama, le da de comer en la boca, le
hace pasteles él mismo, la invita a todas las tardes a comer a los mejores
restaurantes… Y es tan atento y amoroso que le da un beso de buenos días, uno
de buenas tardes, un beso de buenas noches, un beso cuando llega el mismo de
comprar las cosas del súper. Sí, verdaderamente yo no acabo de entender a las
personas.
Engracia.
─ (Inconforme) ¿Y tú crees que doña Gertrudis se
sienta muy a gusto con el encimoso de su marido? Lo celoso se le quitó, ¿pero
tu aguantarías a un marido tan empalagoso?
La
tía Amada. ─ ¿Yo? ¿Un
marido? Ni empalagoso, ni celoso, ni nada. Así estoy bien.
Engracia.
─ (Suspira) Sí, así estamos bien.
La
tía Amada. ─ Estás pensando
otra vez en Malaquías. Ya te he dicho que no es para ti. Está muy
viejito.
Engracia.
─ Sí… (Pausa) Sabes… no debí sugerirle que le
pusiera tanta azúcar a los chocolates. Fue mucha, mucha, mucha azúcar.
La
tía Amada. ─ Ay hermanita,
qué hiciste.
Oscuro
Epílogo
Buzón
del Corazón de la tía Amada y su hermana Engracia. Ellas lo saben todo.
Las
dos hermanas hacen un video para alguna red social.
La
tía Amada. ─ (Habla a la
cámara) Bienvenidos y bienvenidas al Buzón del corazón de la tía
Amada y de la tía Engracia. Curiosamente, antes de empezar estos videos
recibimos millones de dudas, peticiones y súplicas de toda clase de corazones
aturdidos.
Engracia.
─ Así pues, comenzaremos inmediatamente a dar lectura a
cada uno de los mensajes que nos han llegado.
La
tía Amada. ─ (Lee uno de los
mensajes) Queridas tías.
Desde hace tiempo sueño con volverme invisible… para saber lo que hace mi
esposo por las noches. Él jura que son asuntos de trabajo.
Engracia.
─ Uy, sí, como no.
La
tía Amada. ─ (Sigue
leyendo a cámara) …pero ya van para cinco los años en que tiene asuntos de
asuntos de trabajo…Díganme: ¿Qué debo hacer?... (Responde al mensaje)
Mi muy invisible amiga, no sufra. Nosotros haremos todo lo posible
por…
Engracia.
─ (En desacuerdo) No, no, no, no, no y no. Mire,
Señora Invisible: ¿No sabe usted qué es de pésimo gusto espiar a las
personas?
La
tía Amada. ─ Pero si es su
marido…
Engracia.
─ Pues, aunque se tratara de su perro. O qué… A ti te
gustaría que te estuvieran espiando.
La
tía Amada. ─ No, ¿verdad?
Tienes razón. Imagínate que te observarán a ti por la mañana acabando de
despertar. Mirándote en el espejo del baño, haciendo muecas. Mirándote la
lengua…
Engracia.
─ Hermanita, estamos hablando de la señora de la muy
invisible, no de mí.
La
tía Amada. ─ (A la cámara)
No se preocupe, señora. Si usted quiere volverse invisible, es muy
fácil. Paso número uno: Rapte a la secretaria de su esposo. Paso número
dos: Disfrácese como ella… Y paso número tres: tenga sexo fogoso con su marido
y así verá si verdaderamente lo engaña o no tanto.
Engracia.
─ Sorprendente, Amada. A veces hasta pareces
inteligente.
La
tía Amada. ─ Gracias,
hermanita.
Engracia.
─ Y no lo olviden, damas y caballeros, jóvenes, niños y
niñas… Cualquier asunto sentimental será resuelto por nosotras en el buzón del
corazón. ¡Nosotras lo sabemos todo!
FIN