5/9/14

LA CANTANTE CALVA de Eugène Ionesco



LA CANTANTE CALVA de Eugène Ionesco







PERSONAJES:

SEÑOR SMITH
SEÑORA SMITH
SEÑOR MARTIN
SEÑORA MARTIN
MARY, LA SIRVIENTA
EL CAPITÁN DE LOS BOMBEROS.

ESCENA I
Interior burgués inglés, con sillones ingleses. Velada inglesa. El señor SMITH, inglés, en su sillón y con sus zapatillas inglesas, fuma su pipa inglesa y lee un diario inglés, junto a una chimenea inglesa. Tiene anteojos ingleses y un bigotito gris inglés. A su lado, en otro sillón inglés, la señora SMITH, inglesa, remienda unos calcetines ingleses. Un largo momento de silencio inglés. El reloj de chimenea inglés hace oír diecisiete toques ingleses.

SRA. SMITH:
– ¡Vaya, son las nueve! Hemos comido sopa, pescado, patatas con tocino, y ensalada inglesa. Los niños han bebido agua inglesa. Hemos comido bien esta noche. Eso es porque vivimos en los suburbios de Londres y nos apellidamos Smith.

SR. SMITH: (continuando su lectura, chasquea la lengua).

SRA. SMITH:
– Las patatas están muy bien con tocino, y el aceite de la ensalada no estaba rancio. El aceite del almacenero de la esquina es de mucho mejor calidad que el aceite del almacenero de enfrente, y también mejor que el aceite del almacenero del final de la cuesta. Pero con ello no quiero decir que el aceite de aquéllos sea malo.

SR. SMITH: (continuando su lectura, chasquea la lengua).

SRA. SMITH:
– Sin embargo, el aceite del almacenero de la esquina sigue siendo el mejor.

SR. SMITH: (continuando su lectura, chasquea la lengua).

SRA. SMITH:
– Esta vez Mary ha cocido bien las patatas. La vez anterior no las había cocido bien. A mí no me gustan sino cuando están bien cocidas.

SR. SMITH: (continuando su lectura, chasquea la lengua).

SRA. SMITH:
– El pescado era fresco. Me he chupado los dedos. Lo he repetido dos veces. No, tres veces. Eso me hace ir al retrete. Tú también has comido tres raciones. Sin embargo, la tercera vez has tomado menos que las dos primeras, en tanto que yo he tomado mucho más. Esta noche he comido mejor que tú. ¿Cómo es eso? Ordinariamente eres tú quien come más. No es el apetito lo que te falta.

SR. SMITH: (continuando su lectura, chasquea la lengua).

SRA. SMITH:
– No obstante, la sopa estaba quizás un poco demasiado salada. Tenía más sal que tú. ¡Ja, ja! Tenía también demasiados puerros y no las cebollas suficientes. Lamento no haberle aconsejado a Mary que le añadiera un poco de anís estrellado. La próxima vez me ocuparé de ello.

SR. SMITH: (continuando su lectura, chasquea la lengua).

SRA. SMITH:
– Nuestro rapazuelo habría querido beber cerveza, le gustaría beberla a grandes tragos, pues se te parece. ¿Has visto cómo en la mesa tenía la vista fija en la botella? Pero yo vertí en su vaso agua de la garrafa. Tenía sed y la bebió. Elena se parece a mí: es buena mujer de su casa, económica, y toca el piano. Nunca pide de beber cerveza inglesa. Es como nuestra hijita, que sólo bebe leche y no come más que gachas. Se ve que sólo tiene dos años. Se llama Peggy. La tarta de membrillo y de fríjoles estaba formidable. Tal vez habría estado bien beber, en el postre, un vasito de vino de Borgoña australiano, pero no he llevado el vino a la mesa para no dar a los niños un mal ejemplo de gula. Hay que enseñarles a ser sobrios y mesurados en la vida.

SR. SMITH: (continuando su lectura, chasquea la lengua).

SRA. SMITH:
– La señora Parker conoce un almacenero rumano, llamado Popesco Rosenfeld, que acaba de llegar de Constantinopla. Es un gran especialista en yogurt. Posee diploma de la escuela de fabricantes de yogurt de Andrinópolis. Mañana iré a comprarle una gran olla de yogurt rumano folklórico. No hay con frecuencia cosas como ésa aquí, en los alrededores de Londres.

SR. SMITH: (continuando su lectura, chasquea la lengua).

SRA. SMITH:
– El yogurt es excelente para el estómago, los riñones, el apéndice y la apoteosis. Eso es lo que me dijo el doctor Mackenzie-King, que atiende a los niños de nuestros vecinos, los Johns. Es un buen médico. Se puede tener confianza en él. Nunca recomienda más medicamentos que los que ha experimentado él mismo. Antes de operar a Parker se hizo operar el hígado sin estar enfermo.

SR. SMITH:
– Pero, entonces, ¿cómo es posible que el doctor saliera bien de la operación y Parker muriera a consecuencia de ella?

SRA. SMITH:
– Porque la operación dio buen resultado en el caso del doctor y no en el de Parker.

SR. SMITH:
– Entonces Mackenzie no es un buen médico. La operación habría debido dar buen resultado en los dos o los dos habrían debido morir.

SRA. SMITH:
– ¿Por qué?

SR. SMITH:
– Un médico concienzudo debe morir con el enfermo si no pueden curarse juntos. El capitán de un barco perece con el barco, en el agua. No le sobrevive.

SRA. SMITH:
– No se puede comparar a un enfermo con un barco.

SR. SMITH:
– ¿Por qué no? El barco tiene también sus enfermedades; además tu doctor es tan sano como un barco; también por eso debía perecer al mismo tiempo que el enfermo, como el doctor y su barco.

SRA. SMITH:
– ¡Ah! ¡No había pensado en eso!... Tal vez sea justo... Entonces, ¿cuál es tu conclusión?

SR. SMITH:
– Que todos los doctores no son más que charlatanes. Y también todos los enfermos. Sólo la marina es honrada en Inglaterra.

SRA. SMITH:
– Pero no los marinos.

SR. SMITH:
– Naturalmente.

Pausa.

SR. SMITH (sigue leyendo el diario):
– Hay algo que no comprendo. ¿Por qué en la sección del registro civil del diario dan siempre la edad de las personas muertas y nunca la de los recién nacidos? Es absurdo.

SRA. SMITH:
– ¡Nunca me lo había preguntado!
(Otro momento de silencio. El reloj suena siete veces. Silencio. El reloj suena tres veces. Silencio. El reloj no suena ninguna vez. )

SR. SMITH (siempre absorto en su diario):
– Mira, aquí dice que Bobby Watson ha muerto.

SRA. SMITH:
– ¡Oh, Dios mío! ¡Pobre! ¿Cuándo ha muerto?

SR. SMITH:
– ¿Por qué pones esa cara de asombro? Lo sabías muy bien. Murió hace dos años. Recuerda que asistimos a su entierro hace año y medio.

SRA. SMITH:
– Claro está que lo recuerdo. Lo recordé en seguida, pero no comprendo por qué te has mostrado tan sorprendido al ver eso en el diario.

SR. SMITH:
– Eso no estaba en el diario. Hace ya tres años que hablaron de su muerte. ¡Lo he recordado por asociación de ideas!

SRA. SMITH:
– ¡Qué lástima! Se conservaba tan bien.

SR. SMITH:
– Era el cadáver más lindo de Gran Bretaña. No representaba la edad que tenía. Pobre Bobby, llevaba cuatro años muerto y estaba todavía caliente. Era un verdadero cadáver viviente. ¡Y qué alegre era!

SRA. SMITH:
– La pobre Bobby.

SR. SMITH:
– Querrás decir "el" pobre Bobby.

SRA. SMITH:
– No, me refiero a su mujer. Se llama Bobby como él, Bobby Watson. Como tenían el mismo nombre no se les podía distinguir cuando se les veía juntos. Sólo después de la muerte de él se pudo saber con seguridad quién era el uno y quién la otra. Sin embargo, todavía al presente hay personas que la confunden con el muerto y le dan el pésame. ¿La conoces?

SR. SMITH:
– Sólo la he visto una vez, por casualidad, en el entierro de Bobby.

SRA. SMITH:
– Yo no la he visto nunca. ¿Es bella?

SR. SMITH:
– Tiene facciones regulares, pero no se puede decir que sea bella. Es demasiado grande y demasiado fuerte. Sus facciones no son regulares, pero se puede decir que es muy bella. Es un poco excesivamente pequeña y delgada y profesora de canto.

El reloj suena cinco veces. Pausa larga.

SRA. SMITH:
– ¿Y cuándo van a casarse los dos?

SR. SMITH:
– En la primavera próxima lo más tarde.

SRA. SMITH:
– Sin duda habrá que ir a su casamiento.

SR. SMITH:
– Habrá que hacerles un regalo de boda. Me pregunto cuál.

SRA. SMITH:
– ¿Por qué no hemos de regalarles una de las siete bandejas de plata que nos regalaron cuando nos casamos y nunca nos han servido para nada?... Es triste para ella haberse quedado viuda tan joven.

SR. SMITH:
– Por suerte no han tenido hijos.

SRA. SMITH:
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– ¡Sólo les falta eso! ¡Hijos! ¡Pobre mujer, qué habría hecho con ellos!

SR. SMITH:
– Es todavía joven. Muy bien puede volver a casarse. El luto le sienta bien.

SRA. SMITH:
– ¿Pero quién cuidará de sus hijos? Sabes muy bien que tienen un muchacho y una muchacha. ¿Cómo se llaman?

SR. SMITH:
– Bobby y Bobby, como sus padres. El tío de Bobby Watson, el viejo Bobby Watson, es rico y quiere al muchacho. Muy bien podría encargarse de la educación de Bobby.

SRA. SMITH:
– Sería natural. Y la tía de Bobby Watson, la vieja Bobby Watson, podría muy bien, a su vez, encargarse de la educación de Bobby Watson, la hija de Bobby Watson. Así la mamá de Bobby Watson, Bobby, podría volver a casarse. ¿Tiene a alguien en vista?

SR. SMITH:
– Sí, a un primo de Bobby Watson.

SRA. SMITH:
– ¿Quién? ¿Bobby Watson?

SR. SMITH:
– ¿De qué Bobby Watson hablas?

SRA. SMITH:
– De Bobby Watson, el hijo del viejo Bobby Watson, el otro tío de Bobby Watson, el muerto.

SR. SMITH:
– No, no es ése, es otro. Es Bobby Watson, el hijo de la vieja Bobby Watson, la tía de Bobby Watson, el muerto.

SRA. SMITH:
– ¿Te refieres a Bobby Watson el viajante de comercio?

SR. SMITH:
– Todos los Bobby Watson son viajantes de comercio.

SRA. SMITH:
– ¡Qué oficio duro! Sin embargo, se hacen buenos negocios.

SR. SMITH:
– Sí, cuando no hay competencia.

SRA. SMITH:
– ¿Y cuándo no hay competencia?

SR. SMITH:
– Los martes, jueves y martes.

SRA. SMITH:
– ¿Tres días por semana? ¿Y qué hace Bobby Watson durante ese tiempo?

SR. SMITH:
– Descansa, duerme.

SRA. SMITH:
– ¿Pero por qué no trabaja durante esos tres días si no hay competencia?

SR. SMITH:
– No puedo saberlo todo. ¡No puedo responder a todas tus preguntas idiotas!

SRA. SMITH (ofendida):
– ¿Dices eso para humillarme?

SR. SMITH (sonriente):
– Sabes muy bien que no.

SRA. SMITH:
– ¡Todos los hombres son iguales! Os quedáis ahí durante todo el día, con el cigarrillo en la boca, o bien armáis un escándalo y ponéis morros cincuenta veces al día, si no os dedicáis a beber sin interrupción.

SR. SMITH:
– ¿Pero qué dirías si vieses a los hombres hacer como las mujeres, fumar durante todo el día, empolvarse, ponerse rouge en los labios, beber whisky?

SRA. SMITH:
– Yo me río de todo eso. Pero si lo dices para molestarme, entonces... ¡sabes bien que no me gustan las bromas de esa clase!

Arroja muy lejos los calcetines y muestra los dientes. Se levanta.

SR. SMITH (se levanta también y se acerca su esposa, tiernamente):
– ¡Oh, mi pollita asada! ¿Por qué escupes fuego? Sabes muy bien que lo digo por reír. (La toma por la cintura y la abraza.) ¡Qué ridícula pareja de viejos enamorados formamos! Ven, vamos a apaciguarnos y acostarnos.

ESCENA II

Los mismos y MARY

MARY (entrando):
– Yo soy la criada. He pasado una tarde muy agradable. He estado en el cine con un hombre y he visto una película con mujeres. A la salida del cine hemos ido a beber aguardiente y leche y luego se ha leído el diario.

SRA. SMITH:
– Espero que haya pasado una tarde muy agradable, que haya ido al cine con un hombre y que haya bebido aguardiente y leche.

SR. SMITH:
– ¡Y el diario!

MARY:
– La señora y el señor Martin, sus invitados, están en la puerta. Me esperaban. No se atrevían a entrar solos. Debían comer con ustedes esta noche.
SRA. SMITH:
– ¡Ah, sí! Los esperábamos. Y teníamos hambre. Como no los veíamos llegar, comimos sin ellos. No habíamos comido nada durante todo el día. ¡Usted no debía haberse ausentado!

MARY:
– Fue usted quien me dio el permiso.

SR. SMITH:
– ¡No lo hizo intencionadamente!

MARY (se echa a reír. Luego llora. Sonríe):
– Me he comprado un orinal.

SRA. SMITH:
– Mi querida Mary, ¿quiere abrir la puerta y hacer que entren el señor y la señora Martin, por favor? Nosotros vamos a vestirnos rápidamente.
La señora y el señor SMITH salen por la derecha. MARY abre la puerta de la izquierda, por la que entran el señor y la señora MARTIN.

ESCENA III

MARY y los esposos MARTIN

MARY:
– ¿Por qué han venido ustedes tan tarde? No son corteses. Hay que venir a la hora. ¿Comprenden? De todos modos, siéntense ahí y esperen.

Sale.

ESCENA IV

Los mismos, menos MARY

La señora y el señor MARTIN se sientan el uno frente al otro, sin hablarse. Se sonríen con timidez.

SR. MARTIN (el diálogo que sigue debe ser dicho con una voz lánguida, monótona, un poco cantante, nada matizada):
– Discúlpeme, señora, pero me parece, si no me engaño, que la he encontrado ya en alguna parte.

SRA. MARTIN:
– A mí también me parece, señor, que lo he encontrado ya en alguna parte.

SR. MARTIN:
– ¿No la habré visto, señora, en Manchester, por casualidad?

SRA. MARTIN:
– Es muy posible. Yo soy originaria de la ciudad de Manchester. Pero no recuerdo muy bien, señor, no podría afirmar si lo he visto allí o no.

SR. MARTIN:
– ¡Dios mío, qué curioso! ¡Yo también soy originario de la ciudad de Manchester!

SRA. MARTIN:
– ¡Qué curioso!

SR. MARTIN:
– ¡Muy curioso!... Pero yo, señora, dejé la ciudad de Manchester hace cinco semanas, más o menos.

SRA. MARTIN:
– ¡Qué curioso! ¡Qué extraña coincidencia! Yo también, señor, dejé la ciudad de Manchester hace cinco semanas, más o menos.

SR. MARTIN:
– Tomé el tren de las ocho y media de la mañana, que llega a Londres a las cinco menos cuarto, señora.

SRA. MARTIN:
– ¡Qué curioso! ¡Qué extraño! ¡Y qué coincidencia! ¡Yo tomé el mismo tren, señor, yo también!

SR. MARTIN:
¡Dios mío, qué curioso! ¿Entonces, tal vez, señora, la vi en el tren?

SRA. MARTIN:
– Es muy posible, no está excluido, es posible y, después de todo, ¿por qué no?... Pero yo no lo recuerdo, señor.

SR. MARTIN:
– Yo viajaba en segunda clase, señora. No hay segunda clase en Inglaterra, pero a pesar de ello yo viajo en segunda clase.

SRA. MARTIN:
– ¡Qué extraño, qué curioso, qué coincidencia! ¡Yo también, señor, viajaba en segunda clase!

SR. MARTIN:
– ¡Qué curioso! Quizás nos hayamos encontrado en la segunda clase, estimada señora.

SRA. MARTIN:
– Es muy posible y no queda completamente excluido Pero lo recuerdo muy bien, estimado señor.

SR. MARTIN:
– Yo iba en el coche número 8, sexto compartimiento, señora.

SRA. MARTIN:
– ¡Qué curioso! Yo iba también en el coche número 8, sexto compartimiento, estimado señor.

SR. MARTIN:
– ¡Qué curioso y qué coincidencia extraña! Quizá nos hayamos encontrado en el sexto compartimiento, estimada señora.
SRA. MARTIN:
– Es muy posible, después de todo. Pero no lo recuerdo, estimado señor.

SR. MARTIN:
– En verdad, estimada señora, yo tampoco lo recuerdo, pero es posible que nos hayamos visto allí, y si reflexiono sobre ello, me parece incluso muy posible.

SRA. MARTIN:
– ¡Oh, verdaderamente, verdaderamente, señor!

SR. MARTIN:
– ¡Qué curioso! Yo ocupaba el asiento número 3, junto a la ventana, estimada señora.

SRA. MARTIN:
– ¡Oh, Dios mío, qué curioso y extraño! Yo tenía el asiento número 6, junto a la ventana, frente a usted, estimado señor.

SR. MARTIN:
– ¡Oh, Dios mío, qué curioso y qué coincidencia! ¡Estábamos, por lo tanto, frente a frente, estimada señora! ¡Es allí donde debimos vernos!

SRA. MARTIN:
– ¡Qué curioso! Es posible, pero no lo recuerdo, señor.

SR. MARTIN:
– Para decir la verdad, estimada señora, tampoco yo lo recuerdo. Sin embargo, es muy posible que nos hayamos visto en esa ocasión.

SRA. MARTIN:
– Es cierto, pero no estoy de modo alguno segura de ello, señor.

SR. MARTIN:
– ¿No era usted, estimada señora, la dama que me rogó que colocara su valija en la red y que luego me dio las gracias y me permitió fumar?

SRA. MARTIN:
– ¡Sí, era yo sin duda, señor! ¡Qué curioso, qué curioso, y qué coincidencia!

SR. MARTIN:
– ¡Qué curioso, qué extraño, y qué coincidencia! Pues bien, entonces, ¿tal vez nos hayamos conocido en ese momento, señora?

SRA. MARTIN:
– ¡Qué curioso y qué coincidencia! Es muy posible, estimado señor. Sin embargo, no creo recordarlo.

SR. MARTIN:
– Yo tampoco, señora.

Un momento de silencio. El reloj toca 2–1.

SR. MARTIN:
– Desde que llegué a Londres vivo en la calle Bromfield, estimada señora.

SRA. MARTIN:
– ¡Qué curioso, qué extraño! Yo también, desde mi llegada a Londres, vivo en la calle Bromfield, estimado señor.

SR. MARTIN:
– Es curioso, pero entonces, entonces tal vez nos hayamos encontrado en la calle Bromfield, estimada señora.

SRA. MARTIN:
– ¡Qué curioso, qué extraño! ¡Es muy posible, después de todo! Pero no lo recuerdo, estimado señor.

SR. MARTIN:
– Yo vivo en el número 19, estimada señora.

SRA. MARTIN:
– ¡Qué curioso! Yo también vivo en el número 19, estimado señor.

SR. MARTIN:
– Pero entonces, entonces, entonces, entonces quizá nos hayamos visto en esa casa, estimada señora.

SRA. MARTIN:
– Es muy posible, pero no lo recuerdo, estimado señor.

SR. MARTIN:
-Mi departamento está en el quinto piso, es el número 8, estimada señora.

SRA. MARTIN:
– ¡Qué curioso, Dios mío, y qué extraño! ¡Y qué coincidencia! ¡Yo también vivo en el quinto piso, en el departamento número 8, estimado señor!

SR. MARTIN (pensativo):
– ¡Qué curioso, qué curioso, qué curioso y qué coincidencia! Sepa usted que en mi dormitorio tengo una cama. Mi cama está cubierta con un edredón verde. Esa habitación, con esa cama y su edredón verde, se halla en el fondo del pasillo, entre los retretes y la biblioteca, estimada señora.

SRA. MARTIN:
– ¡Qué coincidencia, Dios mío, qué coincidencia! Mi dormitorio tiene también una cama con un edredón verde y se encuentra en el fondo del pasillo, entre los retretes y la biblioteca, mi estimado señor.
SR. MARTIN:
– ¡Es extraño, curioso, extraño! Entonces, señora, vivimos en la misma habitación y dormimos en la misma cama, estimada señora. ¡Quizá sea en ella donde nos hemos visto!

SRA. MARTIN:
– ¡Qué curioso y qué coincidencia! Es muy posible que nos hayamos encontrado allí y tal vez anoche. ¡Pero no lo recuerdo, estimado señor!

SR. MARTIN:
– Yo tengo una niña, mi hijita, que vive conmigo, estimada señora. Tiene dos años, es rubia, con un ojo blanco y un ojo rojo, es muy linda y se llama Alicia, mi estimada señora.

SRA. MARTIN:
– ¡Qué extraña coincidencia! Yo también tengo una hijita de dos años con un ojo blanco y un ojo rojo, es muy linda y se llama también Alicia, estimado señor.

SR. MARTIN (con la misma voz lánguida y monótona:
– ¡Qué curioso y qué coincidencia! ¡Y qué extraño! ¡Es quizá la misma, estimada señora!

SRA. MARTIN:
– ¡Qué curioso! Es muy posible, estimado señor.

Un momento de silencio bastante largo. . . El reloj suena veintinueve veces.

SR. MARTIN (después de haber reflexionado largamente, se levanta con lentitud y, sin apresurarse, se dirige hacia la señora MARTIN, quien, sorprendida por el aire solemne del señor MARTIN, se levanta también, muy suavemente; el señor MARTIN habla con la misma voz rara, monótona, vagamente cantante):
– Entonces, estimada señora, creo que ya no cabe duda, nos hemos visto ya y usted es mi propia esposa. . . ¡Isabel, te he vuelto a encontrar!

SRA. MARTIN (se acerca al señor MARTIN sin apresurarse. Se abrazan sin expresión. El reloj suena una vez, muy fuertemente. El sonido del reloj debe ser tan fuerte que sobresalte a los espectadores. Los esposos MARTIN no lo oyen).

SRA. MARTIN:
– ¡Donald, eres tú, darling!

Se sientan en el mismo sillón, se mantienen abrazados y se duermen. El reloj sigue sonando muchas veces. MARY, de puntillas y con un dedo en los labios, entra lentamente en escena, y se dirige al público.

ESCENA V

Los mismos y MARY

MARY:
– Isabel y Donald son ahora demasiado dichosos para que puedan oírme. Por lo tanto, puedo revelarles a ustedes un secreto. Isabel no es Isabel y Donald no es Donald. He aquí la prueba: la niña de que habla Donald no es la hija de Isabel, no se trata de la misma persona. La hijita de Donald tiene un ojo blanco y otro rojo, exactamente como la hijita de Isabel. Pero en tanto que la hija de Donald tiene el ojo blanco a la derecha y el ojo rojo a la izquierda, la hija de Isabel tiene el ojo rojo a la derecha y el blanco a la izquierda. En consecuencia, todo el sistema de argumentación de Donald se derrumba al tropezar con ese último obstáculo que aniquila toda su teoría. A pesar de las coincidencias extraordinarias que parecen ser pruebas definitivas, Donald e Isabel, al no ser padres de la misma criatura, no son Donald e Isabel. Es inútil que él crea que ella es Isabel, es inútil que ella crea que él es Donald: se equivocan amargamente. Pero ¿quién es el verdadero Donald? ¿Quién es la verdadera Isabel? ¿Quién tiene interés en que dure esa confusión? No lo sé. No tratemos de saberlo. Dejemos las cosas como están. (Da algunos pasos hacia la puerta y luego vuelve y se dirige al público.) Mi verdadero nombre es Sherlock Holmes. Sale.


ESCENA VI

Los mismos menos MARY



El reloj suena todo lo que quiere. Muchos instantes después la señora y el señor MARTIN se separan y vuelven a ocupar los asientos del comienzo.

SR. MARTIN:
– Olvidemos, darling, todo lo que no ha ocurrido entre nosotros, y ahora que nos hemos vuelto a encontrar tratemos de no perdernos más y vivamos como antes.

SRA. MARTIN:
– Sí, darling.

ESCENA VII

Los mismos y los SMITH



La señora y el señor SMITH entran por la derecha, sin cambio alguno en sus vestidos.

SRA. SMITH:
– ¡Buenas noches, queridos amigos! Discúlpennos por haberles hecho esperar tanto tiempo. Pensamos que debíamos hacerles los honores a que tienen derecho y, en cuanto supimos que querían hacernos el favor de venir a vernos sin anunciar su visita, nos apresuramos a ir a ponernos nuestros trajes de gala.
SR. SMITH (furioso):
– No hemos comido nada durante todo el día. Hace cuatro horas que los esperamos. ¿Por qué se han retrasado?

La señora y el señor SMITH se sientan frente a los visitantes. El reloj subraya las réplicas, con más o menos fuerza, según el caso.

Los MARTIN, sobre todo ella, parecen turbados y tímidos. Es porque la conversación se entabla difícilmente y a las palabras les cuesta salir al principio. Un largo silencio incómodo al comienzo y luego otros silencios y vacilaciones.

SR. SMITH:
– ¡Hum!

Silencio.

SRA. SMITH:
– ¡Hum, hum!

Silencio.

SRA. MARTIN:
– ¡Hum, hum, hum!

Silencio.

SR. MARTIN:
– ¡Hum, hum, hum, hum!

Silencio.

SRA. MARTIN:
– Oh, decididamente.

Silencio.

SR. MARTIN:
– Todos estamos resfriados.

Silencio.

SR. SMITH:
– Sin embargo, no hace frío.

Silencio.

SRA. SMITH:
– No hay corriente de aire.

Silencio.

SR. MARTIN:
– ¡Oh, no, por suerte!

Silencio.

SR. SMITH:
– ¡Ah, la la la la!

Silencio.

SR. MARTIN:
– ¿Está usted disgustado?

Silencio.

SRA. SMITH:
– No. Se enmierda.

Silencio.

SRA. MARTIN:
– Oh, señor, a su edad no debería hacerlo.

Silencio.

SR. SMITH:
– El corazón no tiene edad.

Silencio.

SR. MARTIN:
– Es cierto.

Silencio.

SRA. SMITH:
– Así dicen.

Silencio.

SRA. MARTIN:
– Dicen también lo contrario.

Silencio.

SR. SMITH:
– La verdad está entre los dos.

Silencio.

SR. MARTIN:
– Es justo.

Silencio.

SR. SMITH (a los esposos MARTIN) :
– Ustedes que viajan mucho deberían tener, no obstante, cosas interesantes que relatarnos.

SR. MARTIN (a su esposa):
– Diles, querida, lo que has visto hoy.

SRA. MARTIN:
– No merece la pena, no me creerían.

SR. SMITH:
– ¡No vamos a poner en duda su buena fe!

SRA. SMITH:
– Nos ofenderían si pensaran eso.

SR. MARTIN (a su esposa):
– Les ofenderías, querida, si lo pensaras.

SRA. MARTIN (graciosa):
– Pues bien, hoy he presenciado algo extraordinario, algo increíble.

SR. MARTIN:
– Apresúrate a decirlo, querida.

SR. SMITH:
– Nos vamos a divertir.

SRA. SMITH:
– Por fin.

SRA. MARTIN:
– Pues bien, hoy, cuando iba al mercado para comprar legumbres, que son cada vez más caras. . .

SRA. SMITH:
– ¡Adonde va a ir a parar eso!

SR. SMITH:
– No debes interrumpir, querida, malvada.

SRA. MARTIN:
– Vi en la calle, junto a un café, a un señor, convenientemente vestido, de unos cincuenta años de edad, o ni siquiera eso, que. . .

SR. SMITH:
– ¿Quién? ¿Cuál?

SRA. SMITH:
– ¿Quién? ¿Cuál?

SR. SMITH (a su esposa):
– No hay que interrumpir, querida; eres fastidiosa.

SRA, SMITH:
– Querido, eres tú el primero que ha interrumpido, grosero.

SR. MARTIN:
– ¡Chitón! (A su esposa.) ¿Qué hacía ese señor?

SRA. MARTIN:
– Pues bien, van a decir ustedes que invento, pero había puesto una rodilla en tierra y estaba inclinado.

SR. MARTIN. SR. SMITH, SRA. SMITH:
– ¡Oh!

SRA. MARTIN:
– Sí, inclinado.

SR. SMITH:
– No es posible.

SRA. MARTIN:
– Sí, inclinado. Me acerqué a él para ver lo que hacía.. .

SR. SMITH:
– ¿Y?

SRA. MARTIN:
– Se anudaba las cintas de los zapatos que se le habían soltado.

Los OTROS TRES:
– ¡Fantástico!

SR. SMITH:
– Si no lo dijera usted, no lo creería.

SR. MARTIN:
– ¿Por qué no? Se ven cosas todavía más extraordinarias cuando se circula. Por ejemplo, hoy he visto yo mismo en el subterráneo, sentado en una banqueta, a un señor que leía tranquilamente el diario.

SRA. SMITH:
– ¡Qué extravagante!

SR. SMITH:
– ¡Era quizás el mismo!

Llaman en la puerta de entrada.

SR. SMITH:
– Llaman.

SRA. SMITH:
– Debe de ser alguien. Voy a ver. (Va a ver. Abre y vuelve.) Nadie. Se sienta otra vez.

SR. MARTIN:
– Voy a citarles otro ejemplo. . .

Suena la campanilla.

SR. SMITH:
– Llaman otra vez.

SRA. SMITH:
– Debe de ser alguien. Voy a ver. (Va a ver. Abre y vuelve.) Nadie. Vuelve a su asiento.

SR. MARTIN (que ha olvidado dónde está)
– ¡Oh!

SRA. MARTTN:
– Decías que ibas a citar otro ejemplo.

SR. MARTIN:
– Ah, sí...

Suena la campanilla.

SR. SMITH:
– Llaman.

SRA. SMITH:
– Yo no voy más a abrir.

SR. SMITH:
– Sí, pero debe de ser alguien.

SRA. SMITH:
– La primera vez no había nadie. La segunda vez, tampoco. ¿Por qué crees que habrá alguien ahora?

SR. MARTIN:
– ¡Porque han llamado!

SRA. MARTIN:
– Ésa no es una razón.

SR. MARTIN:
– ¿Cómo? Cuando se oye llamar a la puerta es porque hay alguien en la puerta que llama para que le abran la puerta.

SRA. MARTIN:
– No siempre. ¡Lo acaban de ver ustedes!

SR. MARTIN:
– La mayoría de las veces, sí.

SR. SMITH:
– Cuando yo voy a casa de alguien llamo para entrar. Creo que todo el mundo hace lo mismo y que cada vez que llaman es porque hay alguien.

SRA. SMITH:
– Eso es cierto en teoría, pero en la realidad las cosas suceden de otro modo. Lo has visto hace un momento.

SRA. MARTIN:
– Su esposa tiene razón.

SR. SMITH:
– ¡Oh, ustedes, las mujeres, se defienden siempre mutuamente!

SRA. SMITH:
– Bueno, voy a ver. No dirás que soy obstinada, pero verás que no hay nadie. (Va a ver. Abre la puerta y la cierra de nuevo.) Ya ves que no hay nadie. Vuelve a su sitio.

SRA. SMITH:
– ¡Ah, estos hombres quieren tener siempre razón y siempre se equivocan!

Se oye llamar otra vez.

SR. SMITH:
– Llaman de nuevo. Tiene que ser alguien.

SRA. SMITH (con un ataque de ira):
– No me mandes a abrir la puerta. Has visto que era inútil. La experiencia nos enseña que cuando se oye llamar a la puerta es que nunca está nadie en ella.

SRA. MARTIN:
– Nunca.

SR. MARTIN:
– Eso no es seguro.

SR. SMITH:
– Incluso es falso. La mayoría de las veces, cuando se oye llamar a la puerta es que hay alguien en ella.

SRA. SMITH:
– No quiere desistir.

SRA. MARTIN:
– También mi marido es muy testarudo.

SR. SMITH:
– Hay alguien.

SR. MARTIN:
– No es imposible.

SRA. SMITH (a su marido):
– No.

SR. SMITH:
– Sí.

SRA. SMITH:
– Te digo que no. En todo caso, ya no me molestarás inútilmente. ¡Si quieres ver quién es, vete tú mismo!

SR. SMITH:
– Voy.

La señora SMITH se encoge de hombros. La señora MARTIN menea la cabeza.

SR. SMITH (va a abrir):
– ¡Ah! ¿How do you do? (Lanza una mirada a la señora SMITH y a los esposos MARTIN, quienes manifiestan su sorpresa.) ¡Es el capitán de los bomberos!

ESCENA VIII

Los mismos y el CAPITÁN DE LOS BOMBEROS



EL BOMBERO (lleva, por supuesto, un enorme casco brillante y uniforme):
– Buenos días, señoras y señores. (Los otros siguen un poco sorprendidos. La señora SMITH, molesta, vuelve la cabeza y no responde a su saludo.) Buenos días, señora Smith. Parece usted enojada.

SRA. SMITH:
– ¡Oh!

SR. SMITH:
– Es que, vea usted... mi esposa se siente un poco humillada por no haber tenido razón.

SR. MARTIN:
– Ha habido, señor capitán de Bomberos, una controversia entre la señora y el señor Smith.

SRA. SMITH (al señor MARTIN) :
– ¡Eso no es asunto suyo! (Al señor SMITH) Te ruego que no mezcles a los extraños en nuestras querellas familiares.

SR. SMITH:
– Oh, querida, la cosa no es muy grave. El capitán es un viejo amigo de la casa. Su madre me hacía la corte y conocí a su padre. Me había pedido que le diera mi hija en matrimonio cuando tuviera una. Entre tanto murió.

SR. MARTIN:
– No es culpa de él ni de usted.

EL BOMBERO:
– En fin, ¿de qué se trata?

SRA. SMITH:
– Mi marido pretendía. . .

SR. SMITH:
– No, eras tú la que pretendías.

SR. MARTIN:
– Sí, es ella.

SRA. MARTIN:
– No, es él.

EL BOMBERO:
– No se enojen. Dígame qué ha sucedido, señora Smith.

SRA. SMITH:
– Pues bien, oiga. Se me hace muy molesto hablarle con franqueza, pero un bombero es también un confesor.

EL BOMBERO:
– ¿Y bien?

SRA. SMITH:
– Se discutía porque mi marido decía que cuando se oye llamar a la puerta es porque siempre hay alguien en ella.

SR. MARTIN:
– La cosa es plausible.

SRA. SMITH:
– Y yo decía que cada vez que llaman es que no hay nadie.

SRA. MARTIN:
– Eso puede parecer extraño.

SRA. SMITH:
– Pero está demostrado, no mediante demostraciones teóricas, sino por hechos.

SR. SMITH:
– Es falso, puesto que el bombero está aquí. Ha llamado, yo he abierto y él ha entrado.

SRA. MARTIN:
– ¿Cuándo?

SR. MARTIN:
– Inmediatamente.

SRA. SMITH:
– Sí, pero sólo después de haber oído llamar por cuarta vez ha aparecido alguien. Y la cuarta vez no cuenta.

SRA. MARTIN:
– Siempre. Sólo cuentan las tres primeras veces.

SR. SMITH:
– Señor capitán, permítame que le haga, a mi vez, algunas preguntas.

EL BOMBERO:
– Hágalas.

SR. SMITH:
– Cuando he abierto la puerta y lo he visto, ¿era usted quien había llamado?

EL BOMBERO:
– Sí, era yo.

SR. MARTIN:
– ¿Estaba usted en la puerta? ¿Llamó para entrar?

EL BOMBERO:
– No lo niego.

SR. SMITH (a su esposa, victoriosamente.)
– ¿Lo ves? Yo tenía razón. Cuando se oye llamar es porque hay alguien. No puedes decir que el capitán no es alguien.

SRA. SMITH:
– No puedo, ciertamente. Pero te repito que me refiero únicamente a las tres primeras veces, pues la cuarta no cuenta.

SRA. MARTIN:
– Y cuando llamaron la primera vez, ¿era usted?

EL BOMBERO:
– No, no era yo.

SRA. MARTIN:
– ¿Ven ustedes? Llamaron y no había nadie.

SR. MARTIN:
– Era quizás algún otro.

SR. SMITH:
– ¿Hacía mucho tiempo que estaba usted en la puerta?

EL BOMBERO:
– Tres cuartos de hora.

SR. SMITH:
– ¿Y no vio a nadie?

EL BOMBERO:
– A nadie. Estoy seguro de eso.

SRA. MARTIN:
– ¿Oyó usted que llamaban por segunda vez?

EL BOMBERO:
– Sí, pero tampoco era yo. Y seguía no habiendo nadie.

SRA. SMITH:
– ¡Victoria! Yo tenía razón.

SR. SMITH (a su esposa):
– No tan de prisa. (Al BOMBERO.) ¿Qué hacía usted en la puerta?

EL BOMBERO:
– Nada. Estaba allí. Pensaba en muchas cosas.

SR. MARTIN (al BOMBERO):
– Pero la tercera vez, ¿no fue usted quien llamó?

EL BOMBERO:
– Sí, fui yo.

SR. SMITH:
– Pero al abrir la puerta no lo vieron.

EL BOMBERO:
– Es que me oculté. . . por broma.

SRA. SMITH:
– No se ría, señor capitán. El asunto es demasiado triste.

SR. MARTIN:
– En resumidas cuentas, seguimos sin saber si cuando llaman a la puerta hay o no alguien.

SRA. SMITH:
– Nunca hay nadie.

SR. SMITH:
– Siempre hay alguien.

EL BOMBERO:
– Voy a hacer que se pongan de acuerdo. Los dos tienen un poco de razón. Cuando llaman a la puerta, a veces hay alguien y a veces no hay nadie.

SR. MARTIN:
– Eso me parece lógico.

SRA. MARTIN:
– También yo lo creo.

EL BOMBERO:
– Las cosas son sencillas, en realidad. (A los esposos SMITH.) Abrácense.

SRA. SMITH:
– Ya nos abrazamos hace un momento.

SR. MARTIN:
– Se abrazarán mañana. Tienen tiempo de sobra.

SRA. SMITH:
– Señor capitán, puesto que nos ha ayudado a ponerlo todo en claro, póngase cómodo, quítese el casco y siéntese un instante.

EL BOMBERO:
– Discúlpeme, pero no puedo quedarme aquí mucho tiempo. Estoy dispuesto a quitarme el casco, pero no tengo tiempo para sentarme. (Se sienta sin quitarse el casco.) Les confieso que he venido a su casa para un asunto muy distinto. Cumplo una misión de servicio.

SRA. SMITH:
– ¿Y en qué consiste su misión, señor capitán?

EL BOMBERO:
– Les ruego que tengan la bondad de disculpar mi indiscreción. (Muy perplejo.) ¡Oh! (Señala con el dedo a los esposos MARTIN.) ¿Puedo. . . delante de ellos. . .?

SRA. MARTIN:
– No se preocupe.

SR. MARTIN: Somos amigos viejos. Nos cuentan todo.

SR. SMITH:
– Hable.

EL BOMBERO:
– Pues bien, sea. ¿Hay fuego en su casa?

SRA. SMITH:
– ¿Por qué nos pregunta eso?

EL BOMBERO:
– Porque. . . discúlpenme, tengo orden de extinguir todos los incendios de la ciudad.

SRA. MARTIN:
– ¿Todos?

EL BOMBERO:
– Sí, todos.

SRA. SMITH (confusa):
– No sé... no lo creo . . ¿Quiere que vaya a ver?

SR. SMITH (husmeando):
– No debe de haber fuego. No se siente olor a chamusquina.

EL BOMBERO (desolado):
– ¿No lo hay absolutamente? ¿No tendrán un fueguito de chimenea, algo que arda en el desván o en el sótano? ¿Un pequeño comienzo de incendio, por lo menos?

SRA. SMITH:
– No quiero apenarlo, pero creo que no hay fuego alguno en nuestra casa por el momento. Le prometo que le avisaremos en cuanto haya algo.

EL BOMBERO:
– No dejen de hacerlo, pues me harán un favor.

SRA. SMITH:
– Prometido.

EL BOMBERO (a los esposos MARTINA):
– Y en la casa de ustedes, ¿tampoco arde nada?

SRA. MARTIN:
– No, desgraciadamente.

SR. MARTIN (al BOMBERO) :
– Las cosas marchan mal en este momento.

EL BOMBERO:
– Muy mal. Casi no sucede nada, algunas bagatelas, una chimenea, un hórreo. Nada serio. Eso no rinde. Y como no hay rendimiento, la prima por la producción es muy magra.

SR. SMITH:
– Nada marcha bien. Con todo sucede lo mismo. El comercio, la agricultura, están este año como el fuego, no marchan.

SR. MARTIN:
– Si no hay trigo, no hay fuego.

EL BOMBERO:
– Ni tampoco inundaciones.

SRA. SMITH:
– Pero hay azúcar.

SR. SMITH:
– Eso es porque lo traen del extranjero.

SRA. MARTIN:
– Conseguir incendios es más difícil. ¡Hay demasiados impuestos!

EL BOMBERO:
– Sin embargo hay, aunque son también bastante raras, una o dos asfixias por medio del gas. Una joven se asfixió la semana pasada por haber dejado abierta la llave del gas.

SRA. MARTIN:
– ¿La había olvidado?

EL BOMBERO:
– No, pero creyó que era su peine.

SR. SMITH:
– Esas confusiones son siempre peligrosas.

SRA. SMITH:
– ¿No fue a averiguar a la tienda del vendedor de fósforos?

EL BOMBERO:
– Es inútil. Está asegurado contra incendios.

SR. MARTIN:
– Entonces, vaya a ver de mi parte al vicario de Wakefield.

EL BOMBERO:
– No tengo derecho a apagar el fuego en las casas de los sacerdotes. El obispo se enojaría. Apagan sus fuegos ellos mismos o hacen que los apaguen sus vestales.

SR. SMITH:
– Trate de ver en casa de los Durand.

EL BOMBERO:
– Tampoco puedo hacer eso. Él no es inglés. Sólo se ha naturalizado. Los naturalizados tienen derecho a poseer casas, pero no el de hacer que las apaguen si arden.

SRA. SMITH:
– Sin embargo, cuando ardió el año pasado bien que la apagaron.

EL BOMBERO:
– Lo hizo él solo, clandestinamente. Oh, no seré yo quien lo denuncie.

SR. SMITH:
– Yo tampoco.

SRA. SMITH:
– Puesto que no tiene usted mucha prisa, señor capitán, quédese un ratito más. Nos hará un favor.

EL BOMBERO:
– ¿Quieren que les relate anécdotas?

SRA. SMITH:
– ¡Oh, muy bien, es usted encantador! Le abraza.

SR. SMITH, SRA. MARTIN, SR. MARTIN:
– ¡Sí, sí, anécdotas! ¡Bravo! Aplauden.

SR. SMITH:
– Y lo que es todavía más interesante es que las anécdotas de bombero son todas ellas auténticas y vividas.

EL BOMBERO:
– Hablo de cosas que yo mismo he experimentado. La naturaleza, nada más que la naturaleza. No los libros.

SR. MARTIN:
– Exacto: la verdad no se encuentra en los libros, sino en la vida.

SRA. SMITH:
– ¡Comience!

SR. MARTIN:
– ¡Comience!

SRA. MARTIN:
– Silencio, comienza.

EL BOMBERO (tosiquea muchas veces):
– Discúlpenme, pero no me miren así. Hacen que me sienta incómodo. Ya saben que soy tímido.

SRA. SMITH:
– ¡Es encantador! Le abraza.

EL BOMBERO:
– Procuraré comenzar a pesar de todo. Pero prométanme que no me escucharán.

SRA. MARTIN:
– Pero si no le escuchamos no le oiremos.

EL BOMBERO:
– ¡No había pensado en eso!

SRA. SMITH:
– Ya les he dicho: es un niño.

SR. MARTIN, SR. SMITH:
– ¡Oh, el niño querido! Le abrazan.

SRA. MARTIN:
– ¡Valor!

EL BOMBERO:
– Pues bien, comienzo. (Vuelve a tosiquear y luego comienza con una voz a la que hace temblar la emoción.) "El perro y el buey", fábula experimental: una vez otro buey le preguntó a otro perro: ¿por qué no te has tragado la trompa? Perdón, contestó el perro, es porque creía que era elefante.

SRA. MARTIN:
– ¿Cuál es la moraleja?

EL BOMBERO:
– Son ustedes quienes tienen que encontrarla.

SR. SMITH:
– Tiene razón.

SRA. SMITH (furiosa):
– Otra.

EL BOMBERO:
– Un ternero había comido demasiado vidrio molido. En consecuencia, tuvo que parir. Dio a luz una vaca. Sin embargo, como el becerro era varón, la vaca no podía llamarle "mamá". Tampoco podía llamarle "papá", porque el becerro era demasiado pequeño. Por lo tanto el becerro tuvo que casarse con una persona y la alcaldía tomó todas las medidas promulgadas por las circunstancias de moda.

SR. SMITH:
– De moda en Caen.

SR. MARTIN:
– Como el mondongo.

EL BOMBERO:
– ¿Lo conocían ustedes, entonces?

SRA. SMITH:
– Lo publicaron todos los diarios.

SRA. MARTIN:
– Eso sucedió no lejos de aquí.

EL BOMBERO:
– Voy a relatarles otra. "El gallo". Una vez un gallo quiso pasar por perro, pero no pudo, pues lo reconocieron en seguida.

SRA. SMITH:
– En cambio, al perro que quiso pasar por gallo no lo reconocieron.

SR. SMITH:
– Yo, a mi vez, voy a contarles una: "La serpiente y la zorra". Una vez una serpiente se acercó a una zorra y le dijo: "Me parece que te conozco". La zorra le contestó: "Yo también". "Entonces —dijo la serpiente— dame dinero." "Una zorra no da dinero", respondió el astuto animal que, para escaparse, saltó a un valle profundo lleno de fresas y de miel de gallina. La serpiente le esperaba allí y reía con una risa mefistofélica. La zorra sacó su cuchillo y le gritó: "¡Voy a enseñarte a vivir!". Y huyó, dándole la espalda. No tuvo suerte. La serpiente fue más rápida, asestó a la zorra un puñetazo en plena frente, que se rompió en mil pedazos, mientras gritaba: "¡No! ¡No! ¡Cuatro veces no! ¡Yo no soy tu hija!".

SRA. MARTIN:
– Es interesante.

SRA. SMITH:
– No está mal.

SR. MARTIN (estrecha la mano al SR. SMITH.):
– Le felicito.

EL BOMBERO (celoso):
– No es gran cosa. Además, yo la conocía.

SR. SMITH:
– Es terrible.

SRA. SMITH:
– Pero eso no sucedió en realidad.

SRA. MARTIN:
– Sí, por desgracia.

SR. MARTIN (a la SRA. SMITH):
– Es su turno, señora.

SRA. SMITH:
– Sólo conozco una. Se la voy a decir. Se titula: "El ramillete".

SR. SMITH:
– Mi esposa ha sido siempre romántica.

SR. MARTIN:
– Es una verdadera inglesa.

SRA. SMITH: Hela aquí: Una vez un novio llevó un ramillete de flores a su novia, quien le dijo gracias; pero antes que ella le diese las gracias, él, sin decir una palabra, le quitó las flores que le había entregado para darle una buena lección y, diciendo las tomo otra vez, le dijo hasta la vista, tomó las flores y se alejó por aquí y por allá.

SR. MARTIN:
– ¡Oh, encantador! Abraza o no abraza a la SRA. SMITH.

SRA. MARTIN:
– Tiene usted una esposa, señor Smith, de la que todos están celosos.

SR. SMITH:
– Es cierto. Mi mujer es la inteligencia misma. Hasta es más inteligente que yo. En todo caso es mucho más femenina.

SRA. SMITH (al BOMBERO):
– Otra más, capitán.

EL BOMBERO:
– ¡Oh, no, es demasiado tarde!

SR. MARTIN:
– Dígala, no obstante.

EL BOMBERO:
– Estoy demasiado cansado.

SR. SMITH:
– Háganos ese favor.

SR. MARTIN:
– Se lo ruego.

EL BOMBERO:
– No.

SRA. MARTIN:
– Tiene usted un corazón de hielo. Nosotros estamos en ascuas.

SRA. SMITH (se arrodilla, sollozando, o no lo hace):
– Se lo suplico.

EL BOMBERO:
– Sea.

SR. SMITH (al oído de la señora MARTIN):
– ¡Acepta! Va a seguir fastidiándonos.

SRA. MARTIN:
– ¡Bah!

SRA. SMITH:
– Mala suerte. He sido demasiado cortés.

EL BOMBERO:
– "El resfriado": Mi cuñado tenía, por el lado paterno, un primo carnal uno de cuyos tíos maternos tenía un suegro cuyo abuelo paterno se había casado en segundas nupcias con una joven indígena cuyo hermano había conocido, en uno de sus viajes, a una muchacha de la que se enamoró y con la cual tuvo un hijo que se casó con una farmacéutica intrépida que no era otra que la sobrina de un contramaestre desconocido de la marina británica y cuyo padre adoptivo tenía una tía que hablaba corrientemente el español y que era, quizás, una de las nietas de un ingeniero, muerto joven, nieto a su vez de un propietario de viñedos de los que obtenía un vino mediocre, pero que tenía un resobrino, casero y ayudante, cuyo hijo se había casado con una joven muy linda, divorciada, cuyo primer marido era hijo de un patriota sincero que había sabido educar en el deseo de hacer fortuna a una de sus hijas, la que pudo casarse con un cazador que había conocido a Rothschild y cuyo hermano, después de haber cambiado muchas veces de oficio, se casó y tuvo una hija, cuyo bisabuelo, mezquino, llevaba anteojos que le había regalado un primo suyo, cuñado de un portugués, hijo natural de un molinero, no demasiado pobre, cuyo hermano de leche tomó por esposa a la hija de un ex médico rural, hermano de leche del hijo de un lechero, hijo natural de otro médico rural casado tres veces seguidas, cuya tercera mujer. . .

SR. MARTIN:
– Conocí a esa tercera mujer, si no me engaño. Comía pollo en un avispero.

EL BOMBERO:
– No era la misma.

SRA. SMITH:
– ¡Chitón!

EL BOMBERO:
– Continúo: cuya tercera mujer era hija de la mejor comadrona de la región y que, habiendo enviudado temprano. . .

SR. SMITH:
– Como mi esposa.

EL BOMBERO:
– ... se volvió a casar con un vidriero, lleno de vivacidad, que había hecho, a la hija de un jefe de estación, un hijo que supo abrirse camino en la vida. . .

SRA. SMITH:
– Su camino de hierro. . .

SR. MARTIN:
– Como en los mapas.

EL BOMBERO:
– Y se casó con una vendedora de hortalizas frescas cuyo padre tenía un hermano que se había casado con una institutriz rubia cuyo primo, pescador con caña. . .

SR. MARTIN:
– Con caña rota.

EL BOMBERO:
– ... se había casado con otra institutriz rubia llamada también María, cuyo padre estaba casado con otra María, asimismo institutriz rubia. . .

SR. SMITH:
– Siendo rubia, no puede ser sino María.

EL BOMBERO:
– ... y cuyo padre fue criado en el Canadá por una anciana que era sobrina de un cura cuya abuela atrapaba a veces, en invierno, como todo el mundo, un resfrío.

SR. SMITH:
– La anécdota es curiosa, casi increíble.

SR. MARTIN:
– Cuando se resfría hay que ponerse condecoraciones.

SR. SMITH:
– Es una precaución inútil, pero absolutamente necesaria.

SRA. MARTIN:
– Discúlpeme, señor capitán, pero no he comprendido bien su relato. Al final, cuando se llega a la abuela del sacerdote, uno se enreda.

SR. SMITH:
– Siempre se enreda entre las zarpas del sacerdote.

SRA. SMITH:
– ¡Oh, sí, capitán, vuelva a empezar! Todos se lo piden.

EL BOMBERO:
– ¡Ah!, no sé si voy a poder. Estoy en misión de servicio Depende de la hora que sea.

SRA. SMITH:
– En nuestra casa no tenemos hora.

EL BOMBERO:
– ¿Y el reloj?

SR. SMITH:
– Anda mal. Tiene el espíritu de contradicción. Indica siempre la contraria de la hora que es.

ESCENA IX

Los mismos y MARY

MARY:
– Señora. . . señor. . .

SRA. SMITH:
– ¿Qué desea?

SR. SMITH:
– ¿Qué viene a hacer aquí?

MARY:
– Que la señora y el señor me disculpen... y también estas señoras y señores... Yo desearía... yo desearía... contarles también una anécdota.

SRA. MARTIN:
– ¿Qué dice esa mujer?

SR. MARTIN:
– Creo que la criada de nuestros amigos se ha vuelto loca. Quiere relatar también una anécdota.

EL BOMBERO:
– ¿Por quién se toma? (La mira.) ¡Oh!

SRA. SMITH:
– ¿Quién la mete en lo que no le importa?

SR. SMITH:
– Este no es verdaderamente su lugar, Mary.

EL BOMBERO:
– ¡Oh, es ella! No es posible.

SR. SMITH:
– ¿Y usted?

MARY:
– ¡No es posible! ¿Aquí?

SRA. SMITH:
– ¿Qué quiere decir todo eso?

SR. SMITH:
– ¿Son ustedes amigos?

EL BOMBERO:
– ¡Vaya si lo somos!

MARY se arroja al cuello del BOMBERO,

MARY:
– ¡Me alegro de volverlo a ver. . . por fin!

SR. y SRA. SMITH:
– ¡Oh!

SR. SMITH:
– Esto es demasiado fuerte aquí, en nuestra casa, en los suburbios de Londres.

SRA. SMITH:
– ¡No es decoroso!

EL BOMBERO:
– Es ella quien extinguió mis primeros fuegos.

MARY:
– Yo soy su chorrillo de agua.

SR. MARTIN:
– Si es así... queridos amigos. . . esos sentimientos son explicables, humanos, respetables...

SRA. MARTIN:
– Todo lo humano es respetable.

SRA. SMITH:
– De todos modos no me gusta verla aquí, entre nosotros. . .

SR. SMITH:
– No tiene la educación necesaria

EL BOMBERO:
– Tienen ustedes demasiados prejuicios.

SRA. MARTIN:
– Yo creo que una criada, en resumidas cuentas, y aunque ello no me incumbe, es siempre una criada.

SR. MARTIN:
– Aunque a veces pueda actuar como un detective bastante bueno.

EL BOMBERO:
– Suéltame.

MARY:
– No te preocupes. No son tan malos como parecen.

SR. SMITH:
– Hum . . . hum. . . Son conmovedores ustedes dos, pero también un poco. . . un poco. . .

SR. MARTIN:
– Sí, ésa es la palabra.

SR. SMITH:
– . . .un poco excesivamente llamativos.

SR. MARTIN:
– Hay un pudor británico, y discúlpenme que una vez más precise mi pensamiento, que no comprenden los extranjeros, ni siquiera los especialistas, y gracias al cual, para expresarme así... en fin, no lo digo por ustedes

MARY:
– Yo desearía referirles. . .

SR. SMITH:
– No refiera nada. . .

MARY:
– ¡Oh, sí!

SRA. SMITH:
– Vaya, mi pequeña Mary, vaya donosamente a la cocina a leer sus poemas ante el espejo. . .

SR. MARTIN:
– ¡Toma! Sin ser criada, yo también leo poemas ante el espejo.

SRA. MARTIN:
– Esta mañana, cuando te miraste en el espejo, no te viste.

SR. MARTIN:
– Es porque todavía no estaba allí.

MARY:
– De todos modos, quizá podría recitarles un poemita.

SRA. SMITH:
– Mi pequeña Mary, es usted espantosamente obstinada.

MARY:
– ¿Convenimos, entonces, en que les voy a recitar un poema? Es un poema que se titula "El fuego", en honor del capitán.
EL FUEGO
Los policandros brillaban en el bosque
Una piedra se incendió
El castillo se incendió
El bosque se incendió
Los pájaros se incendiaron
Las mujeres se incendiaron
Los pájaros se incendiaron
Los peces se incendiaron
El agua se incendió
El cielo se incendió
La ceniza se incendió
El humo se incendió
El fuego se incendió
Todo se incendió
Se incendió, se incendió.

Recita el poema mientras los SMITH la empujan fuera de la habitación.



ESCENA X

Los mismos, menos MARY

SRA. MARTIN:
– Eso me ha dado frío en la espalda.

SR. MARTIN:
– Sin embargo, hay cierto calor en esos versos.

EL BOMBERO:
– A mí me ha parecido maravilloso.

SRA. SMITH:
– Sin embargo. . .

SR. SMITH:
– Usted exagera. . .

EL BOMBERO:
– Es cierto. . . todo eso es muy subjetivo. . . pero así es como concibo el mundo. Mi sueño, mi ideal. . . Además, eso me recuerda que debo irme. Puesto que ustedes no tienen hora, yo, dentro de tres cuartos de hora y dieciséis minutos exactamente tengo un incendio en el otro extremo de la ciudad. Tengo que apresurarme, aunque no tenga mucha importancia.

SRA. SMITH:
– ¿De qué se trata? ¿De un fueguito de chimenea?

EL BOMBERO:
– Ni siquiera eso. Una fogata de virutas y un pequeño ardor de estómago.

SR. SMITH:
– Entonces, lamentamos que se vaya.

SRA. SMITH:
– Ha estado usted muy divertido.

SRA. MARTIN:
– Gracias a usted hemos pasado un verdadero cuarto de hora cartesiano.

EL BOMBERO (se dirige hacia la salida y luego se detiene):
– A propósito, ¿y la cantante calva?

Silencio general, incomodidad.

SRA. SMITH:
– Sigue peinándose de la misma manera.

EL BOMBERO:
– ¡Ah! Adiós, señores y señoras.

SR. MARTIN:
– ¡Buena suerte y buen fuego!

EL BOMBERO:
– Esperémoslo. Para todos.

EL BOMBERO se va. Todos lo acompañan hasta la puerta y vuelven a sus asientos.



ESCENA XI

Los mismos, menos EL BOMBERO

SRA. MARTIN:
– Puedo comprar un cuchillo de bolsillo para mi hermano, pero ustedes no pueden comprar Irlanda para su abuelo.

SR. SMITH:
– Se camina con los pies, pero se calienta mediante la electricidad o el carbón.

SR. MARTIN:
– El que compra hoy un buey tendrá mañana un huevo.

SRA. SMITH:
– En la vida hay que mirar por la ventana.

SRA. MARTIN:
– Se puede sentar en la silla, mientras que la silla no puede hacerlo.

SR. SMITH:
– Siempre hay que pensar en todo.

SR. MARTIN:
– El techo está arriba y el piso está abajo. . .

SRA. SMITH:
– Cuando digo que sí es una manera de hablar.

SRA. MARTIN:
– A cada uno su destino.

SR. SMITH:
– Tomen un círculo, acarícienlo, y se hará un círculo vicioso.

SRA. SMITH:
– El maestro de escuela enseña a leer a los niños, pero la gata amamanta a sus crías cuando son pequeñas.

SRA. MARTIN:
– En tanto que la vaca nos da sus rabos.

SR. SMITH:
– Cuando estoy en el campo me agradan la soledad y la calma.

SR. MARTIN:
– Todavía no es usted bastante viejo para eso.

SRA. SMITH:
– Benjamín Franklin tenía razón: usted es menos tranquilo que él.

SRA. MARTIN:
– ¿Cuáles son los siete días de la semana?

SR. SMITH:
– Lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo.

SR. MARTIN:
– Edward es empleado de oficina, su hermana Nancy, mecanógrafa, y su hermano William, ayudante de tienda.

SRA. SMITH:
– ¡Qué familia divertida!

SRA. MARTIN:
– Prefiero un pájaro en el campo a un calcetín en una carretilla.

SR. SMITH:
– Es preferible un filete en una cabaña que leche en un palacio.

SR. MARTIN:
– La casa de un inglés es su verdadero palacio.

SRA. SMITH:
– No sé hablar en español lo bastante bien para hacerme comprender.

SRA. MARTIN:
– Te daré las zapatillas de mi suegra si me das el ataúd de tu marido.

SR. SMITH:
– Busco un sacerdote monofisita para casarlo con nuestra criada.

SR. MARTIN:
– El pan es un árbol, en tanto que el pan es también un árbol, y de la encina nace la encina, todas las mañanas, al alba.

SRA. SMITH:
– Mi tío vive en el campo, pero eso no le atañe a la comadrona.

SR. MARTIN:
– El papel es para escribir, el gato para la rata, y el queso para echarle la zarpa.

SRA. SMITH:
– El automóvil corre mucho, pero la cocinera prepara mejor los platos.

SR. SMITH:
– No sean pavos y abracen al conspirador.

SR. MARTIN:
– Charity begins at home.

SRA. SMITH:
– Espero que el acueducto venga a verme en mi molino.

SR. MARTIN:
– Se puede demostrar que el progreso social está mucho mejor con azúcar.

SR. SMITH:
– ¡Abajo el betún!

Después de la última réplica del SR. SMITH los otros callan durante un instante, estupefactos. Se advierte que hay cierta nerviosidad. Los sones del reloj son más nerviosos también. Las réplicas que siguen deben ser dichas al principio en un tono glacial, hostil. La hostilidad y la nerviosidad irán aumentando. Al final de esta escena los cuatro personajes deberán hallarse en pie, muy cerca los unos de los otros, gritando sus réplicas, levantando los puños, dispuestos a lanzarse los unos contra los otros.

SR. MARTIN:
– No se hace que brillen los anteojos con betún negro.

SRA. SMITH:
– Sí, pero con dinero se puede comprar todo lo que se quiere.

SR. MARTIN:
– Prefiero matar un conejo que cantar en el jardín.

SR. SMITH:
– Cacatúas, cacatúas, cacatúas, cacatúas, cacatúas, cacatúas, cacatúas, cacatúas, cacatúas, cacatúas.

SRA. SMITH:
– ¡Qué cagada, qué cagada, qué cagada, qué cagada, qué cagada, qué cagada, qué cagada, qué cagada, qué cagada, qué cagada!

SR. MARTIN:
– ¡Qué cascada de cagadas, qué cascada de cagadas, qué cascada de cagadas, qué cascada de cagadas, qué cascada de cagadas!

SR. SMITH:
– Los perros tienen pulgas, los perros tienen pulgas.

SRA. MARTIN:
– ¡Cacto, coxis! ¡Coco! ¡Cochino!

SRA. SMITH:
– Embarrilador, nos embarrilas.

SR. MARTIN:
– Prefiero poner un huevo que robar un buey.

SRA. MARTIN (abriendo la boca de par en par):
– ¡Ah! ¡Oh! ¡Ah! ¡Oh! ¡Dejen que rechinen los dientes!

SR. SMITH:
– ¡Caimán!

SR. MARTIN:
– Vamos a abofetear a Ulises.

SR. SMITH:
– Yo voy a vivir en mi casa entre mis cacahuetales.

SRA. MARTIN:
– Los cacaos de los cacahuetales no dan cacahuetes, sino cacao. Los cacaos de los cacahuetales no dan cacahuetes, sino cacao. Los cacaos de los cacahuetales no dan cacahuetes, sino cacao.

SRA. SMITH:
– Los ratones tienen cejas, las cejas no tienen ratones.

SRA. MARTIN:
– ¡Toca mi toca!

SR. MARTIN:
– ¡Tu toca de loca!

SR. SMITH:
– La toca en la boca, la boca en la toca.

SRA. MARTIN:
– Disloca la boca.

SRA. SMITH:
– Emboca la toca.

SR. MARTIN:
– Emboca la toca y disloca la boca.

SR. SMITH:
– Si se la toca se la disloca.

SRA. MARTIN:
– ¡Usted está loca!

SRA. SMITH:
– ¡Y usted me provoca!

SR. MARTIN:
– ¡Sully!

SR. SMITH:
– ¡Prudhomme!

SRA. MARTIN, SR. SMITH:
– ¡Frangois!

SRA. SMITH, SR. MARTIN:
– ¡Coppée!

SRA. MARTIN, SR. SMITH:
– ¡Copée Sully!

SRA. SMITH, SR. MARTIN:
– ¡Prudhomme Frangois!

SRA. MARTIN:
– ¡Pedazos de pavos, pedazos de pavos!

SR. MARTIN:
– ¡Rosita, culo de marmita!

SRA. SMITH:
– ¡Khrisnamurti, Khrisnamurti, Khrisnamurti!

SR. SMITH:
– ¡El Papa se empapa! El Papa no come papa. La papa del Papa.

SRA. MARTIN:
– ¡Bazar, Balzac, Bazaine!

SR. MARTIN:
– ¡Paso, peso, piso!

SR. SMITH:
– A, e, i, o, u, a, e, i, o; u; a; e; i; o; u; i.

SRA. MARTIN:
– B, c, d, f, g, 1, m, n, p; r; s; t; v; w; x; z.

SR. MARTIN:
– ¡Del ojo al ajo, del ajo al hijo!

SRA. SMITH (imitando al tren):
– ¡Teuf, teuf, teuf, teuf, teuf, teuf, teuf, teuf, teuf!

SR. SMITH:
– ¡No!

SRA. MARTIN:
– ¡Es!

SR. MARTIN:
– ¡Por!

SRA. SMITH:
– ¡Allá!

SR. SMITH:
– ¡Es!

SRA. MARTIN:
– ¡Por!

SR. MARTIN:
– ¡A!

SRA. SMITH:
– ¡Quí!

Todos juntos, en el colmo del furor, se gritan los unos a los oídos de los otros. La luz se ha apagado. En la oscuridad se oye, con un ritmo cada vez más rápido:

TODOS JUNTOS:
– ¡Por allá, por aquí, por allá, por aquí, por allá, por aquí, por allá, por aquí, por allá, por aquí, por allá, por aquí, por allá, por aquí!.

Las palabras dejan de oírse bruscamente. Se encienden las luces. El señor y la señora MARTIN están sentados como los SMITH al comienzo de la obra. Ésta vuelve a empezar esta vez con los MARTIN, que dicen exactamente lo mismo que los SMITH en la primera escena, mientras se cierra lentamente el telón.





TELÓN




LA LECCIÓN IONESCO







LA LECCIÓN
IONESCO




La lección fue representada por primera vez en el Théátre de Foche el 20 de febrero de 1951.
La puesta en escena estuvo a cargo de Marcel Cuvelier.


PERSONAJES

EL PROFESOR, 50 a 60 años. Marcel Cuvelier.
LA JOVEN ALUMNA, 18 años. Rosette Zuchelli.
LA SIRVIENTA, 45 a 50 años. Claude Mansard.


DECORACIÓN
El gabinete de trabajo, que sirve también de comedor, del viejo profesor.
A la izquierda de la escena una puerta que da a las escaleras del edificio; en el fondo, a la derecha de la escena, otra puerta que lleva a un pasillo del departamento.
En el fondo, un poco a la izquierda, una ventana, no muy grande, con cortinas sencillas; en el borde exterior de la ventana macetas de flores vulgares.
Se ven, a lo lejos, casas bajas con tejados rojos: la pequeña ciudad. El cielo es de un color azul grisáceo. A la derecha, un aparador rús-tico. La mesa sirve también como escritorio; se halla en medio de la habitación. Tres sillas alrededor de la mesa, otras dos a ambos lados de la ventana, el papel de las paredes claro y algunos anaqueles con libros.
Al levantarse el telón, el escenario está vacío y sigue así durante bastante tiempo. Luego se oye la campanilla de la puerta de entrada. Se oye la:

Voz DE LA SIRVIENTA (entre bastidores). — Sí. Inmediatamente.

En seguida aparecen en escena LA SIRVIENTA, que ha bajado corrien¬do las escaleras. Es robusta; de 45 a 50 años, coloradota y lleva toca de campesina. Entra como un vendaval, hace que la puerta golpee tras ella, se enjuga las manos en el delantal mientras se oye sonar por segunda vez la campanilla.

LA SIRVIENTA. — Paciencia, ya voy. (Abre la puerta. Aparece la JOVEN. ALUMNA, de 18 .años. Delantal blanco, pequeño cuello blan-co, carpeta bajo el brazo.) Buenos días, señorita.
LA ALUMNA. — Buenos días, señora. ¿El profesor está en casa?
LA SIRVIENTA. — ¿Es para la lección?
LA ALUMNA. — Sí, señora.
LA SIRVIENTA. — Le espera. Siéntese un momento mientras voy a
avisarle.
LA ALUMNA. — Gracias, señora.

Su sienta junto a la mesa, de cara al público; a su izquierda queda la puerta de entrada; ella da la espalda a la otra puerta, por la que siempre, apresuradamente, sale LA SIRVIENTA, quien llama:

LA SIRVIENTA. — Señor, haga el favor de bajar. Ha llegado su alumna. VOZ DEL PROFESOR (un poco alfeñicada). — Gracias. Ya bajo... dentro de dos minutos.

La SIRVIENTA sale; la ALUMNA, con las piernas recogidas y la car-peta en las rodillas, espera graciosamente; lanza una o dos miradas a la habitación, los muebles y también al techo; después saca de la carpeta un cuaderno, que ojea, y se detiene más tiempo en una página, tanto para repasar la lección como para lanzar una última ojeada a sus deberes. Parece una muchacha cortés, bien educada, pero muy vivaz, alegre y dinámica. Tiene una sonrisa fresca en los labios. Durante el drama que se va a representar disminuirá progre-sivamente el ritmo vivo de sus movimientos, irá abandonando su apostura, dejará de mostrarse alegre y sonriente para ponerse cada vez más triste y taciturna. Muy animada al principio, se mostrará cada vez más fatigada y soñolienta. Hacia el final del drama su rostro deberá expresar claramente un abatimiento nervioso, su ma-nera de hablar lo dejará ver, su lengua se hará pastosa, las palabras acudirán con dificultad a su memoria y saldrán de su boca también con dificultad; parecerá vagamente paralizada, con un comienzo de afasia. Voluntariamente al principio, hasta parecer casi agresiva, se hará cada vez mes pasiva, hasta no ser más que un objeto blando e inerte, al parecer inanimado, entre las manos del profesor, hasta el punto de que cuando éste llegue a hacer el gesto final, la ALUMNA no reaccionará; insensibilizada, carecerá ya de reflejos; sólo sus ojos, en un rostro inmóvil, expresarán un asombro y un terror indecibles. El paso de un comportamiento al otro se deberá hacer, por supuesto, insensiblemente.
El PROFESOR entra. Es un viejecito de barbita blanca. Lleva bi-nóculos, y viste birrete negro, larga blusa negra de maestro de escue-la, pantalones y zapatos negros, cuello postizo blanco y corbata negra. Excesivamente cortés, muy tímido, con la voz amortiguada por la timidez, muy correcto, muy profesor. Se frota constantemente las manos; de vez en cuando tiene un brillo lúbrico en los ojos, rápida-mente reprimido.
Durante el transcurso del drama, su timidez desaparecerá progresivamente, insensiblemente; los fulgores lúbricos de sus ojos terminarán convirtiéndose en una llama devoradora, ininterrumpida. De aspecto más que inofensivo al comienzo de la acción, el PROFESOR se mostrará cada vez más seguro de sí mismo, nervioso, agresivo, dominante, hasta hacer lo que quiere con su alumna, convertida entre sus manos en una pobre cosa. Evidentemente la voz del PROFESOR deberá trans¬formarse también, de débil y alfeñicada, en una voz cada vez más fuerte y, al final, extremadamente potente, retumbante, sonora como un clarín, en tanto que la voz de la ALUMNA se hará casi inaudible, de muy clara y bien timbrada que habrá sido al comienzo del drama. En las primeras escenas el PROFESOR tartamudeará, muy ligeramen¬te, quizás.

EL PROFESOR. — Buenos días, señorita... ¿Usted es... usted es, verdad, la nueva alumna?
LA ALUMNA (se vuelve vivamente, con mucha desenvoltura, como muchacha mundana; luego se levanta, avanza hacia el PROFESOR y le tiende la mano). — Sí, señor. Buenos días, señor. Como ve, he venido a la hora. No he querido retrasarme.
EL PROFESOR. — Está bien, señorita. Gracias, pero no tenía que apresurarse. No sé cómo disculparme por haberla hecho esperar... Terminaba justamente... de... Me disculpo... Usted me per¬donará...
LA ALUMNA. — No es necesario, señor. Nada malo hay en ello, señor.
EL PROFESOR. — Mis excusas... ¿Le ha costado encontrar la casa?
LA ALUMNA. — De ningún modo. Además he preguntado. Aquí le conocen todos.
EL PROFESOR. — Hace ya treinta años que vivo en esta ciudad. Us¬ted no lleva en ella mucho tiempo. ¿Qué le parece?
LA ALUMNA. — No me desagrada ni mucho menos. Es una ciudad linda, agradable, con un hermoso parque, un colegio, un obispo, buenas tiendas, calles, avenidas...
EL PROFESOR. — Así es, señorita. Sin embargo, preferiría vivir en otra parte: en París, o por lo menos en Burdeos.
LA ALUMNA. — ¿Le gusta Burdeos?
EL PROFESOR. — No lo sé. No lo conozco.
LA ALUMNA. — ¿Pero conoce París?
EL PROFESOR. — Tampoco, señorita, pero, si usted me permite, ¿po-dría decirme si París es la capital de... la señorita?
LA ALUMNA (busca durante un instante y luego contesta, feliz por saberlo). — París es la capital... de Francia...
EL PROFESOR. — Así es, señorita. ¡Bravo, muy bien, perfecto! Le felicito. Usted conoce su geografía nacional al dedillo. Sus capi¬tales.
LA ALUMNA. — ¡Oh!, no las conozco todas todavía, señor; no es tan fácil, me cuesta aprenderlas.
EL PROFESOR — Oh, ya las aprenderá... Valor, señorita... Hay que tener paciencia... poco a poco... Verá usted cómo las aprenderá... Hoy hace buen tiempo... o más bien no tan bue¬no. .. Oh, sí, a pesar de todo... En fin, no hace un tiempo demasiado malo, y eso es lo principal... No llueve, ni nieva.
LA ALUMNA. — Eso sería sorprendente, pues estamos en verano.
EL PROFESOR. — Discúlpeme, señorita, yo iba a decírselo... pero usted sabe que se puede esperar todo.
LA ALUMNA. — Evidentemente, señor.
EL PROFESOR. — En este mundo, señorita, no podemos estar segu¬ros de nada.
LA ALUMNA. — La nieve cae en el invierno. El invierno es una de las cuatro estaciones. Las otras tres son... son... la pri...
EL PROFESOR. — ¿Sí?
LA ALUMNA. —...mavera, y luego el verano... y... y...
EL PROFESOR. — Comienza como otomana, señorita.
LA ALUMNA. — ¡Ah, sí, el otoño!
EL PROFESOR. — Eso es, señorita. Muy bien contestado, perfecto. Estoy convencido de que usted será una buena alumna. Progre¬sará. Es inteligente, me parece instruida y tiene buena memoria.
LA ALUMNA. — Conozco mis estaciones, ¿verdad, señor?
EL PROFESOR. — Claro que sí, señorita... o casi. Pero ya llegará. De todos modos, ya está bien. Usted llegará a conocer todas sus estaciones con los ojos cerrados, como yo.
LA ALUMNA. — Es difícil.
EL PROFESOR. — ¡Oh, no! Basta con un pequeño esfuerzo y buena voluntad, señorita. Ya verá. Eso llegará, esté segura.
LA ALUMNA. — ¡Cómo lo desearía, señor! ¡Estoy tan sedienta de instrucción! También mis padres desean que profundice mis conocimientos. Quieren que me especialice. Creen que una simple cultura general, aunque sea sólida, no basta en nuestra época.
EL PROFESOR. — Sus padres, señorita, tienen completa razón. Usted debe llevar adelante sus estudios. Le pido que me disculpe por decírselo, pero eso es necesario. La vida contemporánea se ha hecho muy compleja.
LA ALUMNA. — Y muy complicada. Mis padres son bastante ricos, en eso tengo suerte. Podrán ayudarme a trabajar, a hacer estu¬dios muy superiores.
EL PROFESOR. — Y usted podría presentarse...
LA ALUMNA. — Lo más pronto posible, en el primer concurso de doctorado. Se realiza, dentro de tres semanas.
EL PROFESOR. — ¿Ha hecho ya su bachillerato, si me permite la pre-gunta?
LA ALUMNA. — Si, señor, soy bachiller en ciencias y bachiller en letras.
EL PROFESOR. — ¡Oh! Está usted muy adelantada, incluso dema¬siado adelantada para su edad. ¿Y en qué quiere doctorarse: en ciencias materiales o filosofía normal?
LA ALUMNA. — Mis padres desearían, si usted cree que eso es posi¬ble en tan poco tiempo, que obtenga el doctorado total.
EL PROFESOR. — ¿El doctorado total?... Es usted muy valiente, señorita, y le felicito sinceramente. Procuraremos, señorita, hacer todo lo que podamos. Por otra parte, usted sabe ya mucho, a pesar de ser tan joven.
LA ALUMNA. — ¡Oh, señor!
EL PROFESOR. — Entonces, si usted me lo permite, y le ruego que me disculpe, le diré que hay que ponerse a trabajar. Apenas te¬nemos tiempo que perder.
LA ALUMNA. — Al contrario, señor, yo también lo deseo. E incluso se lo ruego.
EL PROFESOR. — Entonces, ¿puedo rogarle que se siente?... Ahí... ¿Me permite, señorita, si no ve en ello inconveniente, que me siente frente a usted?
LA ALUMNA. — Por supuesto, señor. Se lo ruego.
EL PROFESOR. — Muchas gracias, señorita. (Se sientan a la mesa, el uno frente al otro, de perfil a la sala.) Ya está. ¿Tiene sus libros, sus cuadernos?
LA ALUMNA (sacando cuadernos y libros de m carpeta). — Sí, señor. Por supuesto, tengo aquí todo lo necesario.
EL PROFESOR. — Muy bien, señorita. Perfecto. Entonces, si eso no le molesta, ¿podemos comenzar?
LA ALUMNA. — Sí, señor, estoy a su disposición.
EL PROFESOR. — ¿A mi disposición? (Fulgor en los ojos rápida¬mente extinguido y un gesto que reprime.) Oh, señorita, soy yo quien está a su disposición. No soy sino su servidor.
LA ALUMNA. — ¡Oh, señor!
EL PROFESOR. — Si usted quiere... entonces... nosotros... nos¬otros... yo... yo comenzaré haciendo un examen sumario de sus conocimientos pasados y presentes, a fin de despejar el camino futuro... Bueno. ¿Cómo va su percepción de la pluralidad?
LA ALUMNA. — Es bastante vaga... confusa.
EL PROFESOR. — Bueno. Vamos a ver eso.

Se frota las manos. Entra la SIRVIENTA, lo que parece irritar al PROFESOR; se dirige al aparador y busca, algo, demorándose.
EL PROFESOR. — Veamos, señorita. ¿Quiere que hagamos un poco de aritmética, si no tiene inconveniente?
LA ALUMNA. — Sí por cierto, señor. En verdad, no deseo otra cosa.
EL PROFESOR. — Es una ciencia bastante nueva, una ciencia moder-na; hablando propiamente, es más bien un método que una cien¬cia... Es también una terapéutica. (A la SIRVIENTA.) María, ¿no ha terminado aún?
A SIRVIENTA. — Sí, señor. Ya he encontrado el plato y me voy.
EL PROFESOR. — Dése prisa. Vaya a su cocina, por favor.
LA SIRVIENTA. — Sí, señor. Ya voy. Falsa salida de la SIRVIENTA.
LA SIRVIENTA. — Discúlpeme, señor, pero tenga cuidado. Le reco-miendo la calma.
EL PROFESOR. — Es usted ridícula, María. No se preocupe.
LA SIRVIENTA. — Siempre se dice eso.
EL PROFESOR. — No admito sus insinuaciones. Sé perfectamente cómo debo conducirme. Soy bastante viejo para eso.
LA SIRVIENTA. — Precisamente, señor. Haría mejor si no comenzase por la aritmética con la señorita. La aritmética fatiga, enerva.
EL PROFESOR. — Más a mi edad. ¿Pero quién la mete en lo que no le importa? Este es asunto mío. Y lo conozco. Su lugar no está aquí.
LA SIRVIENTA. — Está bien, señor. No dirá que no le he advertido.
EL PROFESOR. — María, no necesito sus consejos.
LA SIRVIENTA. — Hágase la voluntad del señor. Sale.
EL PROFESOR. — Perdóneme, señorita, por esta estúpida interrup-ción... Disculpe a esa mujer. Teme constantemente que me fa¬tigue. Vela por mi salud.
LA ALUMNA.— ¡Oh, todo está disculpado, señor! Eso prueba que le es leal y que le estima. Las buenas sirvientas son raras.
EL PROFESOR. — Pero exagera. Su temor es estúpido. Volvamos a nuestras matemáticas.
LA ALUMNA. — Le sigo, señor.
EL PROFESOR (ingenioso). — Pero sin levantarse de la silla.
LA ALUMNA (que aprecia el chiste). — Como usted, señor.
EL PROFESOR. — Bueno. Aritmeticemos un poco.
LA ALUMNA. — Con mucho gusto, señor.
EL PROFESOR. — ¿No le molesta decirme...?
LA ALUMNA. — De ningún modo, señor, continúe.
EL PROFESOR. — ¿Cuántos son uno y uno?
LA ALUMNA. — Uno y uno son dos.
EL PROFESOR (admirado por la sabiduría de la alumna). — ¡Oh, muy bien! Me parece muy adelantada en sus estudios. Obtendrá fácil-mente su doctorado total, señorita.
LA ALUMNA. — Lo celebro, tanto más porque es usted quien lo dice.
EL PROFESOR. — Sigamos adelante: ¿cuántos son dos y uno?
LA ALUMNA. — Tres.
EL PROFESOR. — ¿Tres y uno?
LA ALUMNA. — Cuatro.
EL PROFESOR. — ¿Cuatro y uno?
LA ALUMNA. — Cinco.
E,L PROFESOR. — ¿Cinco y uno?
LA ALUMNA. — Seis.
EL PROFESOR. — ¿Seis y uno?
LA ALUMNA. — Siete.
EL PROFESOR. — ¿Siete y uno?
LA ALUMNA. — Ocho.
EL PROFESOR. — ¿Siete y uno?
LA ALUMNA. — Ocho... bis.
EL PROFESOR. — Muy buena respuesta. ¿Siete y uno?
LA ALUMNA. — Ocho... triplicado.
EL PROFESOR. — Perfecto. Excelente. ¿Siete y uno?
LA ALUMNA. — Ocho... cuadruplicado. Y a veces nueve.
EL PROFESOR. — ¡Magnífica! ¡Es usted magnífica! ¡Es usted exqui-sita! Le felicito calurosamente, señorita. No merece la pena de continuar. En lo que respecta a la suma es usted magistral. Vea¬mos la resta. Dígame solamente, si no está agotada, cuántos son cuatro menos tres.
LA ALUMNA.— ¿Cuatro menos tres?... ¿Cuatro menos tres?
EL PROFESOR. — Sí. Quiero decir: quite tres de cuatro.
LA ALUMNA. — Eso da... ¿siete?
EL PROFESOR. —'Perdóneme si me veo obligado a contradecirle. Cua-tro menos tres no dan siete. Usted se confunde: cuatro más tres son siete, pero cuatro menos tres no son siete... Ahora no se trata de sumar, sino de restar.
LA ALUMNA (se esfuerza por comprender). — Sí... sí...
EL PROFESOR. — Cuatro menos tres son: ¿Cuánto?... ¿Cuánto?
LA ALUMNA. — ¿Cuatro?
EL PROFESOR. — No, señorita, no es eso.
LA ALUMNA. — Entonces, tres.
EL PROFESOR. — Tampoco, señorita... Perdóneme, pero debo decír-selo: no es ésa la respuesta... Discúlpeme.
LA ALUMNA. — Cuatro menos tres... Cuatro menos tres... ¿Cua¬tro menos tres? ¿No son diez?
EL PROFESOR. — No, ciertamente, no lo son, señorita. Pero además no se trata de adivinar, sino de razonar. Procuremos deducirlo juntos. ¿Quiere usted contar?
LA ALUMNA. — Sí, señor. Uno... dos... tres...
EL PROFESOR. — ¿Sabe usted contar bien? ¿Hasta cuántos sabe us¬ted contar?
LA ALUMNA. — Puedo contar... hasta el infinito.
EL PROFESOR. — Eso es imposible, señorita.
LA ALUMNA. — Entonces, digamos hasta dieciséis.
EL PROFESOR. — ¡Eso basta. Hay que saber limitarse. Cuente, pues, por favor, se lo ruego.
LA ALUMNA. — Uno... dos... y después de dos, vienen tres... cuatro...
EL PROFESOR. — Deténgase, señorita. ¿Qué número es mayor: el tres o el cuatro?
LA ALUMNA. — ¿Es?... ¿El tres o el cuatro? ¿Cuál es mayor? ¿El mayor de tres o cuatro? ¿En qué sentido el mayor?
EL PROFESOR. — Hay números más pequeños y números más gran-des. En los números más grandes hay más unidades que en los pequeños...
LA ALUMNA. — ¿Que en los números pequeños?
EL PROFESOR. — A menos que los pequeños tengan unidades me-nores. Si son muy pequeñas, es posible que haya más unidades en los números pequeños que .en los grandes... si se trata de otras unidades.
LA ALUMNA. — En ese caso, ¿los números pequeños pueden ser ma-yores que los grandes?
EL PROFESOR. — Dejemos eso. Nos llevaría mucho más lejos. Sepa únicamente que no sólo hay números. Hay también dimensiones, sumas, grupos, montones, montones de cosas tales como las cirue¬las, los coches, las ocas, los pepinos, etcétera. Supongamos sim¬plemente para facilitar nuestro trabajo que no tenemos más que números iguales: los mayores serán los que tengan más unidades, iguales.
LA ALUMNA. — ¿El que tenga más será el más grande? ¡Ah, com-prendo, señor! Usted identifica la calidad con la cantidad.
EL PROFESOR. — Eso es demasiado teórico, señorita, demasiado teó-rico. No tiene por qué preocuparse de ello. Tomemos nuestro ejemplo y razonemos sobre ese caso concreto. Dejemos para más tarde las conclusiones generales. Tenemos el número cuatro y el número tres, cada uno de ellos con un número igual de unidades. ¿Qué número será mayor, el número más pequeño o el número más grande?
LA ALUMNA. — Discúlpeme, señor. ¿Qué entiende usted por el nú-mero mayor? ¿El menos pequeño que el otro?
El, PROFESOR. — Eso es, señorita. ¡Perfecto! Me ha comprendido muy bien.
LA ALUMNA. — Entonces, es el cuatro,
EL PROFESOR. — ¿Qué es el cuatro? ¿Mayor o menor que el tres?
LA ALUMNA. — Menor..., no, mayor.
EL PROFESOR. — Excelente respuesta. ¿Cuántas unidades hay entre tres y cuatro? ¿O entre cuatro y tres, si usted prefiere?
LA ALUMNA. — No hay unidades, señor, entre tres y cuatro. El cua¬tro viene inmediatamente después del tres, ¡pero no hay nada ab-solutamente entre el tres y el cuatro!
EL PROFESOR. — Me he explicado mal. La culpa es mía, sin duda. No he sido bastante claro.
LA ALUMNA. — No, señor, la culpa es mía.
EL PROFESOR. — Escuche. He aquí tres fósforos. Y aquí otro más, en total cuatro. Ahora observe bien; usted tiene cuatro, yo retiro uno, ¿cuántos le quedan? No se ven los fósforos ni ninguno de los objetos de que habla. El PROFESOR se levantará de la mesa y escribirá en una pizarra inexistente con una tiza inexistente, etcétera.
LA ALUMNA. — Cinco. Si tres y uno hacen cuatro, cuatro y uno hacen cinco.
EL PROFESOR. — No es eso, no es eso en modo alguno. Usted tiende siempre a sumar. Pero también hay que restar. No sólo es nece¬sario integrar, también hay que desintegrar. Eso es la vida. Eso es la filosofía. Eso es la ciencia. Eso son el progreso y la civi¬lización.
LA ALUMNA. — Sí, señor.
EL PROFESOR. — Volvamos a nuestros fósforos. Tengo cuatro de ellos. Como usted ve, son cuatro. Quito uno, y ya sólo quedan...
LA ALUMNA. — No sé cuántos, señor.
EL PROFESOR. — Vamos, reflexione. Admito que no es fácil, pero usted es lo bastante culta para que pueda hacer el esfuerzo inte¬lectual necesario y llegue a comprender. ¿Entonces?
LA ALUMNA. — No llego a comprenderlo, señor. No lo sé, señor.
EL PROFESOR. — Tomemos ejemplos más sencillos. Si usted tuviese dos narices y yo le arrancase una, ¿cuántas le quedarían?
LA ALUMNA. — Ninguna.
EL PROFESOR. — ¿Cómo ninguna?
LA ALUMNA. — Sí, precisamente porque usted no me ha arrancado ninguna es por lo que tengo una ahora. Si usted me la hubiese arrancado, ya no la tendría.
EL PROFESOR. — No ha comprendido mi ejemplo. Suponga que no tiene más que una oreja.
LA ALUMNA. — Sí. ¿Y después?
EL PROFESOR. — Yo le agrego otra. ¿Cuántas tendrá entonces?
LA ALUMNA. — Dos.
EL PROFESOR. — Está bien. Y si le agrego otra más, ¿cuántas tendrá?
LA ALUMNA. — Tres orejas.
EL PROFESOR. — Le quito una. ¿Cuántas orejas le quedan?
LA ALUMNA. — Dos.
EL PROFESOR. — Muy bien. Le quito otra más. ¿Cuántas le quedan?
LA ALUMNA. — Dos.
EL PROFESOR. — No. Usted tiene dos, yo le quito una, le como una, ¿cuántas le quedan?
LA ALUMNA. — Dos.
EL PROFESOR. — Le como una... una...
LA ALUMNA. — Dos.
EL PROFESOR. — Una
LA ALUMNA. — Dos.
EL PROFESOR. — ¡Una!
LA ALUMNA. — ¡Dos!
EL PROFESOR. — ¡Una!
LA ALUMNA. — ¡Dos!
EL PROFESOR. — ¡Una!
LA ALUMNA. — ¡Dos!
EL PROFESOR. — ¡Una!
LA ALUMNA. — ¡Dos!
EL PROFESOR. — ¡Una!
LA ALUMNA. — ¡Dos!
EL PROFESOR. — No, no. No es eso. El ejemplo no es... no es con-vincente. Escúcheme.
LA ALUMNA. — Le escucho, señor.
EL PROFESOR. — Usted tiene... usted tiene... usted tiene...
LA ALUMNA. — ¡Diez dedos!
EL PROFESOR. — Como usted quiera. Perfecto. Usted tiene, pues, diez dedos.
LA ALUMNA. — Sí, señor.
EL PROFESOR. — ¿Cuántos tendría si tuviese cinco?
LA ALUMNA. — Diez, señor.
EL PROFESOR. — ¡No es así!
LA ALUMNA. — Sí, señor.
EL PROFESOR. — ¡Le digo que no!
LA ALUMNA. — Usted acaba de decirme que tengo diez.
EL PROFESOR. — ¡Le he dicho también, inmediatamente después, que tenía usted cinco!
LA ALUMNA. — ¡Pero no tengo cinco, tengo diez!
EL PROFESOR. — Procedamos de otra manera... Limitémonos a los números de uno a cinco para la substracción... Preste atención, señorita y va a verlo. Voy a hacer que comprenda. (El PROFESOR se pone a escribir en una pizarra negra imaginaria. La acerca a la ALUMNA, que se vuelve para mirarla.) Vea, señorita. (Hace como que dibuja en la pizarra un palito y que escribe debajo la ci¬fra 1; luego dos palitos, bajo los que escribe la cifra 2; luego tres palitos, bajo los que escribe la cifra 3; y por fin cuatro palitos, bajo los que escribe la cifra 4) ¿Ve usted, señorita?
LA ALUMNA. — Sí, señor.
EL PROFESOR. — Son palitos, señorita, palitos. Aquí hay un palito, aquí dos palitos, aquí tres palitos, y luego cuatro palitos, cinco palitos. Un palito, dos palitos, tres palitos, cuatro palitos, cinco palitos son números. Cuando se cuenta los palitos cada palito es una unidad, señorita... ¿Qué acabo de decir?
LA ALUMNA. — "Una unidad, señorita. ¿Qué acabo de decir?".
EL PROFESOR. — ¡O cifras! ¡O números! Uno, dos, tres, cuatro, cin¬co, son elementos de la numeración, señorita.
LA ALUMNA (vacilando). — Sí, señor. Elementos, cifras, que son pa-litos, unidades y números.
EL PROFESOR. — Al mismo tiempo... Es decir que, en definitiva, toda la aritmética está en eso.
LA ALUMNA. — Sí, señor. Bien, señor. Gracias, señor.
EL PROFESOR. — Entonces, cuente, por favor, valiéndose de esos ele-mentos. ... Sume y reste
LA ALUMNA (como para, imprimirlo en su, memoria). — ¿Los pali¬tos son cifras y los números unidades?
EL PROFESOR. — Hum... Pase. ¿Y entonces?
LA ALUMNA. — Se puede restar dos unidades de tres unidades, ¿pero se puede restar dos dos de tres tres? ¿Y dos cifras de cuatro nú¬meros? ¿Y tres números de una unidad?
EL PROFESOR. — No, señorita.
LA ALUMNA. — ¿Por qué, señor?
EL PROFESOR. — Porque no, señorita.
LA ALUMNA. — ¿Y por qué no si los unos son los otros?
EL PROFESOR. — Es así, señorita. Eso no se explica. Eso se com¬prende mediante un razonamiento matemático interior. Se lo tiene o no se lo tiene.
LA ALUMNA. — ¡Tanto peor!
EL PROFESOR. — Escúcheme, señorita: si no llega a comprender pro-fundamente estos principios, estos arquetipos aritméticos, nunca llegará a realizar correctamente un trabajo de politécnico. Y to¬davía menos se podrá hacer cargo de un curso en la Escuela politécnica... ni en la maternal superior. Reconozco que no es fácil, que se trata de algo muy, muy abstracto, evidentemente, ¿pero cómo podría usted llegar, antes de haber conocido bien los elementos esenciales, a calcular mentalmente cuántos son —y esto es lo más fácil para un ingeniero corriente— cuántos son, por ejemplo, tres mil setecientos cincuenta y cinco millones novecien¬tos noventa y ocho mil doscientos cincuenta y uno, multiplicados por cinco mil ciento sesenta y dos millones trescientos tres mil quinientos ocho?
LA ALUMNA (muy rápidamente). — Son diecinueve trillones tres-cientos noventa mil billones dos mil ochocientos cuarenta y cua¬tro mil doscientos diecinueve millones ciento sesenta y cuatro mil quinientos ocho.
EL PROFESOR (asombrado).— No. Creo que no es así. Son diecinueve trillones trescientos noventa mil billones dos mil ochocien¬tos cuarenta y cuatro mil doscientos diecinueve millones ciento sesenta y cuatro mil quinientos nueve.
LA ALUMNA. — No, quinientos ocho.
EL PROFESOR (cada vez más asombrado, calcula mentalmente). — Sí... tiene usted razón... el resultado es... (Farfulla ininteli¬giblemente.) Trillones, billones, millones, millares... (Clara¬mente.) ... ciento sesenta y cuatro mil quinientos ocho. (Estupefacto.) ¿Pero cómo lo sabe usted si no conoce los principios del razonamiento aritmético?
LA ALUMNA. — Es sencillo. Como no puedo confiar en mi razona-miento, me he aprendido de memoria todos los resultados posibles de todas las multiplicaciones posibles.
EL PROFESOR. — Es extraordinario... Sin embargo, me permitirá que le confiese que eso no me satisface, señorita, y no le felicito. En matemáticas, y en la aritmética muy especialmente, lo que cuenta —pues en aritmética hay que contar siempre— lo que cuenta es, sobre todo, la comprensión. Usted debía haber obte¬nido ese resultado, lo mismo que cualquier otro, mediante un razo¬namiento matemático inductivo y deductivo al mismo tiempo. Las matemáticas son enemigas encarnizadas de la memoria, excelente por lo demás, pero nefasta aritméticamente hablando... Por lo tanto, no estoy satisfecho... eso no marcha, de ningún modo.
LA ALUMNA (desconsolada). — No, señor.
EL PROFESOR. — Dejemos eso por el momento. Pasemos a otro gé-nero de ejercicios.
LA ALUMNA. — Sí, señor.
LA SIRVIENTA (entrando). — ¡Hum, hum, señor...!
EL PROFESOR (que no oye). — Es lástima, señorita, que esté tan poco adelantada en matemáticas especiales...
LA SIRVIENTA (tirándole de la manga). — ¡Señor! ¡Señor!
EL PROFESOR. — Temo que no se pueda presentar al examen para el doctorado total.
LA ALUMNA. — Sí, señor, es lástima.
EL PROFESOR. — A menos que usted... (A la SIRVIENTA.) ¡Pero déjeme, María! ¿Por qué se mete en esto? ¡A la cocina! ¡A su vajilla! ¡Váyase! ¡Váyase! (A la ALUMNA.) Procuraremos pre¬pararla para que apruebe por lo menos el doctorado parcial.
LA SIRVIENTA. — ¡Señor! ¡Señor!
Le tira de la manga.
EL PROFESOR (a la SIRVIENTA). — ¡Pero déjeme en paz! ¡Váyase! ¿Qué significa esto? (A la ALUMNA.) Tengo que enseñarle, si quiere usted verdaderamente presentarse para el doctorado parcial...
LA ALUMNA. — Sí, señor.
EL PROFESOR. — ...los elementos de la lingüística y de la filología comparada...
LA SIRVIENTA. — ¡No, señor, no! ¡No es necesario!
EL PROFESOR. — ¡María, usted exagera!
LA SIRVIENTA. —Señor, sobre todo nada de filología. La filología lleva a lo peor...
LA ALUMNA (asombrada). — ¿A lo peor? (Sonriendo, un poco tontamente.) ¡Vaya un lance!
EL PROFESOR (a la SIRVIENTA). — ¡Esto es demasiado! ¡Salga!
LA SIRVIENTA. — Está bien, señor, está bien. ¡Pero no dirá que no le he advertido! ¡La filología lleva a lo peor!
EL PROFESOR. — ¡Soy mayor de edad, María!
LA ALUMNA. — Sí, señor.
LA SIRVIENTA.— ¡Sea lo que quiera! Sale.
EL PROFESOR. — Continuemos, señorita.
LA ALUMNA. — Sí, señor.
EL PROFESOR. — Le ruego que escuche con la mayor atención mi curso, enteramente preparado...
LA ALUMNA. — Sí, señor.
EL PROFESOR. —... gracias al cual, en quince minutos, podrá usted adquirir los principios fundamentales de la filología lingüística y comparada de las lenguas neo-españolas.
LA ALUMNA. — ¡Sí, señor, oh! Aplaude.
EL PROFESOR (con autoridad). — ¡Silencio! ¿Qué significa eso?
LA ALUMNA. — Perdón, señor.
Lentamente, la ALUMNA vuelve a poner las manos en la mesa.
EL PROFESOR. — ¡Silencio! (Se levanta, se pasea por la habitación, con las manos a la espalda; de vez en cuando se detiene en el centro de la habitación o junto a la ALUMNA y apoya sus palabras con un gesto de la mano; perora, sin exagerar; la ALUMNA le sigue con la mirada y a veces encuentra cierta dificultad para hacerlo, pues debe volver mucho la cabeza; una o dos veces, no más, se vuelve por completo.) Así pues, señorita, el español es la lengua madre de la que han nacido todas las lenguas neo-españolas; el español, el latín, el italiano, nuestro francés, el portugués, el rumano, el sardo o sardanápalo, el español y el neo-español, y también, en algunos de sus aspectos, el turco mismo, que sin embargo se acerca más al griego, lo que es enteramente lógico, pues Turquía es vecina de Grecia y Grecia está más cerca de Turquía que usted y yo. Esto no es sino una ilustración más de una ley lingüistica muy importante, según la cual la geografía y la filología son her¬manas gemelas... Puede tomar nota, señorita.
LA ALUMNA (con voz apagada). — Sí, señor.
EL PROFESOR. — Lo que distingue a las lenguas neo-españolas entre sí y a sus idiomas de los otros grupos lingüísticos, tales como el grupo de las lenguas austríacas y neo-austríacas o habsbúrgicas, así como de los grupos esperantista, helvético, monegasco, suizo, ando¬rrano, vasco, y pelota, como asimismo de los grupos de las lenguas diplomática y técnica, lo que las distingue, digo, es su llamativa semejanza que hace difícil distinguirlas a las unas de las otras. Me refiero a las lenguas neo-españolas entre sí, a las que se llega a distinguir, no obstante, gracias a sus caracteres distintivos, prue¬bas absolutamente indiscutibles del extraordinario parecido que hace indiscutible su comunidad de origen, y que, al mismo tiempo, las diferencia profundamente, mediante el mantenimiento de los rasgos distintivos de que acabo de hablar.
LA ALUMNA. — ¡Oooh! ¡Sííí, señor!
EL PROFESOR. — Pero no nos demoremos en las generalidades...
LA ALUMNA (lamentándolo, desilusionada). — ¡Oh, señor!
EL PROFESOR. — Eso parece interesarle. Tanto mejor, tanto mejor.
LA ALUMNA. — ¡Oh, sí, señor!
EL PROFESOR. — No se preocupe, señorita. Volveremos a ello lue¬go... a menos que no lo hagamos. ¿Quién podría decirlo?
LA ALUMNA (encantada, a, pesar de iodo).— ¡Oh, sí, señor!
EL PROFESOR. — Todo idioma, señorita, sépalo y recuérdelo hasta la hora de su muerte...
LA ALUMNA. — ¡Oh, sí, señor, hasta la hora de mi muerte!... Sí, señor.
EL PROFESOR. — Y éste es también un principio fundamental, todo idioma no es, en resumidas cuentas, sino un lenguaje, lo que implica necesariamente que se compone de sonidos o...
LA ALUMNA. — Fonemas.
EL PROFESOR. — Iba a decírselo. Por lo tanto, no ostente sus conocimientos. Escuche, más bien.
LA ALUMNA. — Bien, señor. Sí, señor.
EL PROFESOR. — Los sonidos, señorita, deben ser cogidos al vuelo por las alas para que no caigan en oídos sordos. En consecuen¬cia, cuando usted se decide a articular, se recomienda que, en la medida de lo posible, levante muy alto el cuello y el mentón y se ponga de puntillas. Así, vea...
LA ALUMNA. — Sí, señor.
EL PROFESOR. — Cállese. Quédese sentada y no interrumpa... Y que emita los sonidos muy agudamente y con toda la fuerza de sus pulmones asociada a la de sus cuerdas vocales. Así, observe: "Mariposa", "Eureka", "Trafalgar", "papi, papá". De esta ma¬nera, los sonidos, llenos con un aire cálido más ligero que el aire circundante, revolotearán, revolotearán sin correr el peligro de caer en los oídos sordos, que son los verdaderos abismos, las tumbas de las sonoridades. Si usted emite muchos sonidos a una velocidad acelerada, esos sonidos se agarrarán los unos a los otros automáti-camente, formando así sílabas, palabras, en rigor frases, es decir, agrupaciones más o menos importantes, reuniones puramente irra-cionales de sonidos, desprovistos de todo sentido, pero precisamen¬te por eso capaces de mantenerse sin peligro en una altura elevada en el aire. Solas, caen las palabras cargadas de significado, pesadas a causa de sus sentidos, y terminan siempre sucumbiendo, desmoronándose...
LA ALUMNA. —... en los oídos sordos.
EL PROFESOR. — Así es, pero no interrumpa. Y en la peor confu¬sión. O estallando como globos. Así pues, señorita... (La ALUM¬NA parece sufrir de pronto.) ¿Qué le pasa?
LA ALUMNA. — Me duelen las muelas, señor.
EL PROFESOR. — Eso no tiene importancia. No vamos a detenernos por tan poco. Continuemos...
LA ALUMNA (que parece sufrir cada vez más). — Sí, señor.
EL PROFESOR. — Llamo de paso su atención sobre las consonantes que cambian de naturaleza en las conjunciones. Las / se convier¬ten en ese caso en v, las d en t, las g en k j viceversa, como en los ejemplos que le señalo: "tres horas, los niños, el gallo con vino, la edad nueva, he aquí la noche".
LA ALUMNA. — Me duelen las muelas.
EL PROFESOR. — Continuemos.
LA ALUMNA. — Sí.
EL PROFESOR. — Resumamos: para aprender a pronunciar hacen falo en sardanápali, ni en rumano, ni en neo-español, ni siquiera en oriental: boca, bocacalle, embocar, siguen siendo la misma palabra, invariablemente con la misma raíz, el mismo sufijo, el mismo pre¬fijo, en todas las lenguas enumeradas. Y lo mismo sucede con todas las palabras.
LA ALUMNA. — ¿En todas las lenguas esas palabras quieren decir lo mismo? Me duelen las muelas.
EL PROFESOR. — Absolutamente. Por lo demás, es una noción más bien que una palabra. De todas maneras, usted tiene siempre el mismo significado, la misma composición, la misma estructura so-nora no sólo para esa palabra, sino para todas las palabras conce-bibles, en todos los idiomas. Pues una misma idea se expresa me-diante una sola y misma palabra, y sus sinónimos, en todos los países. Deje, por lo tanto, sus muelas.
LA ALUMNA. — Me duelen las muelas. ¡Sí, sí y sí!
EL PROFESOR. — Bien, continuemos. Le digo que continuemos... ¿Cómo dice usted, por ejemplo, en español: las rosas de mi abuela son tan amarillas como mi abuelo que era asiático?
LA ALUMNA. — Me duelen, me duelen, me duelen las muelas.
EL PROFESOR. — Continuemos, continuemos. ¡Dígalo de todos modos!
LA ALUMNA. — ¿En español?
EL PROFESOR. — En español.
LA ALUMNA. — ¿Que diga en español: Las rosas de mi abuela son . . ?
EL PROFESOR. — Tan amarillas como mi abuelo, que era asiático.
LA ALUMNA. — Pues bien, en español se dirá, según creo: las rosas de mi... ¿cómo se dice abuela en español?
EL PROFESOR. — ¿En español? Abuela.
LA ALUMNA. — Las rosas de mi abuela son tan... amarillas... ¿En español se dice amarillas?
EL PROFESOR. — Sí, evidentemente.
LA ALUMNA. — Son tan amarillas como mi abuelo cuando se enojaba.
EL PROFESOR. — No... Que era a...
LA ALUMNA. —... siático... Me duelen las muelas.
EL PROFESOR. — Eso es.
LA ALUMNA. — Me duelen...
EL PROFESOR. —...las muelas. Tanto peor. ¡Continuemos! Ahora traduzca la misma frase al español, y luego al neo-español.
LA ALUMNA. — En español será: las rosas de mi abuela son tan ama-rillas como mi abuelo, que era asiático.
EL PROFESOR. — No. Está mal.
LA ALUMNA. — Y en neo-español: las rosas de mi abuela son tan amarillas como mi abuelo, que era asiático.
EL PROFESOR. — Está mal. Está mal. Está mal. Ha invertido usted las cosas. Ha tomado el español por neo-español, y el neo-español por español... No, es todo lo contrario.
LA ALUMNA. — Me duelen las muelas. Usted me embrolla.
EL PROFESOR. — Es usted quien me embrolla. Esté atenta y tome nota. Yo le diré la frase en español, luego en neo-español y por fin en latín. Usted la repetirá después de mí. Atención, pues las seme¬janzas son grandes. Son semejanzas idénticas. Escuche y sígame bien.
LA ALUMNA. — Me duelen...
EL PROFESOR. — ...las muelas...
LA ALUMNA. — Continuemos... ¡Ah!
EL PROFESOR. —...en español: las rosas de mi abuela son tan ama-rillas como mi abuelo, que era asiático; en latín: las rosas de mi abuela son tan amarillas como mi abuelo, que era asiático. ¿Ad¬vierte usted las diferencias? Traduzca eso... al rumano.
LA ALUMNA. — Las... ¿Cómo se dice rosas en rumano?
EL PROFESOR. — "Rosas".
LA ALUMNA. — ¿No es "rosas"? ¡Ah, cómo me duelen las muelas!
EL PROFESOR. — Pero no, no, puesto que "rosas" es la traducción oriental de la palabra francesa "rosas", en español "rosas". ¿Com-prende? En sardanápali "rosas".
LA ALUMNA. — Discúlpeme, señor, pero... ¡Oh, cómo me duelen las muelas!... No advierto la diferencia.
EL PROFESOR. — ¡Sin embargo, es muy sencillo! ¡Muy sencillo! Con la condición de poseer una experiencia, una experiencia técnica y una práctica de esas lenguas diversas, tan diversas aunque no pre¬sentan sino características enteramente idénticas. Voy a tratar de darle una clave...
LA ALUMNA. — Me duelen las muelas.
EL PROFESOR. — Lo que diferencia a esos idiomas no son las palabras, que son absolutamente las mismas, ni la estructura de la frase, que es igual en todo, ni la entonación, que no ofrece diferencias, ni el ritmo del lenguaje... Lo que las diferencia... ¿Me escucha usted?
LA ALUMNA. — Me duelen las muelas.
EL PROFESOR. — ¿Me escucha usted, señorita? ¡Ah, nos vamos a enojar!
LA ALUMNA. — ¡Me fastidia usted, señor! ¡Me duelen las muelas!
EL PROFESOR. — ¡En nombre de un perro de lanas! ¡Escúcheme!
LA ALUMNA. — Pues bien... sí... sí... continúe.
EL PROFESOR. — Lo que las diferencia a unas de otras, por una parte, y de la española, con una e muda, su madre, por otra parte... es...
LA ALUMNA (haciendo muecas). — ¿Qué es?
EL PROFESOR. — Es una cosa inefable. Una cosa inefable que sólo se llega a advertir al cabo de mucho tiempo, con mucha difi¬cultad y tras una larga experiencia.
LA ALUMNA. — ¡Ah!
EL PROFESOR. — Sí, señorita. No le puedo dar regla alguna. Hay que tener olfato, nada más. Pero para tenerlo hay que estudiar, estudiar y estudiar.
LA ALUMNA. — Las muelas.
EL PROFESOR. — De todos modos, hay algunos casos concretos en los que las palabras cambian de un idioma a otro..., pero no pode¬mos basar nuestro saber en eso, pues esos casos son, por decirlo así, excepcionales.
LA ALUMNA. — ¿Ah, sí?... ¡Oh, señor, cómo me duelen las muelas!
EL PROFESOR. — ¡No interrumpa! ¡No me enoje! Si no, no respon¬deré ya de mí. Decía, pues... ¡Ah, sí!, me refería a los casos excepcionales, llamados de distinción fácil..., o de distinción cómoda..., como usted prefiera... Repito, como usted prefiera, pues compruebo que no me escucha..
LA ALUMNA. — Me duelen las muelas.
EL PROFESOR. — Digo que, en ciertas expresiones de uso corriente, ciertas palabras difieren totalmente de un idioma a otro, de modo que la lengua empleada es, en ese caso, sencillamente más fácil de identificar. Le citaré un ejemplo: la expresión neo-española célebre en Madrid: "Mi patria es la neo-España" se convierte en italiano en: "Mi patria es...
LA ALUMNA. — La neo-España".
EL PROFESOR. — No. "Mi patria es Italia." Dígame, entonces, por simple deducción, ¿cómo dirá Italia en francés?
LA ALUMNA. — ¡Me duelen las muelas!
EL PROFESOR. — Es, no obstante, muy sencillo: para la palabra Ita¬lia tenemos en francés la palabra Francia, que es su traducción exacta. Mi patria es Francia. Y Francia en Oriental se dice Oriente. Mi patria es el Oriente. Y Oriente en portugués se dice Portugal. La expresión oriental: Mi patria es el Oriente se traduce, por lo tanto, de esta manera en portugués: ¡Mi patria es Portugal! Y así consecutivamente.
LA ALUMNA. — ¡Así es! ¡Así es! Me duelen...
EL PROFESOR. — ¡Las muelas! ¡Las muelas! ¡Las muelas!... ¡Se las voy a arrancar! Otro ejemplo más. La palabra capital, la capital reviste, según el idioma que se hable, un sentido diferente. Es de¬cir que si un español dice: "Vivo en la capital", la palabra capital no querrá decir de modo alguno lo mismo que cuando un portu¬gués dice también: "Yo vivo en la capital". Y con mayor razón cuando lo dice un francés, un neo-español, un rumano, un latino, un sardanápali... Tan luego como oye usted decir, señorita... ¡Señorita, estoy hablando para usted! ¡Mierda, entonces!... Tan luego como oye decir: "Vivo en la capital", sabrá usted inmediata y fácilmente si se trata de español, neo-español, de francés, de oriental, de rumano o de latín, pues basta con adivinar cuál es la metrópoli en la que piensa quien pronuncia la frase... en el mo¬mento mismo en que la pronuncia... Pero éstos son, pocos más o menos, los únicos ejemplos concretos que puedo citarle...
LA ALUMNA. — ¡Oh, mis muelas!
EL PROFESOR. — ¡Silencio! ¡O le rompo el cráneo!
LA ALUMNA. — ¡Intente hacerlo! ¡Calavera! El PROFESOR la ase del puño y se lo retuerce.
LA ALUMNA (gritando). — ¡Ay!
EL PROFESOR. — ¡Entonces, quédese tranquila! ¡Ni una palabra!
LA ALUMNA (lloriqueando). — Las muelas...
EL PROFESOR. — Lo más..., ¿cómo diré?..., lo más paradójico... sí... ésa es la palabra, lo más paradójico es que muchas personas que carecen por completo de instrucción, hablan esos diferentes idiomas... ¿Me oye? ¿Qué he dicho?
LA ALUMNA. —... hablan esos diferentes idiomas. ¿Qué he dicho?
EL PROFESOR. — ¡Ha tenido usted suerte!... La gente del pueblo habla el español, relleno de palabras neo-españolas que rio advier¬ten, creyendo que hablan el latín... o bien hablan el latín, re¬lleno de palabras orientales, creyendo que hablan el rumano... o el español, relleno de neo-español, creyendo que hablan el sardanápali, o el español... ¿Me comprende usted?
LA ALUMNA. — ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¿Qué más quiere usted?
EL PROFESOR. — ¡Nada de insolencias, jovencita, o ten mucho cui-dado! (Muy enojado.) Pero el colmo, señorita, es que ciertas per¬sonas, por ejemplo, en un latín que suponen español, dicen: "Su¬fro de mis dos hígados a la vez" dirigiéndose a un francés que no sabe una palabra de español, pero éste les comprende tan bien como si se tratase de su propio idioma. Y el francés responderá, en francés: "Yo también, señor, sufro de mis hígados" y se hará entender perfectamente por el español, quien estará seguro de que le han contestado en un español puro y que ambos hablan en es¬pañol, cuando en realidad no hablan en español ni en francés, sino en latín a la neo-española... Estése quieta, señorita, y no mueva las piernas ni patalee.
LA ALUMNA. — ¡Me duelen las muelas!
EL PROFESOR. — ¿Cómo es posible que, hablando sin saber qué idio-ma habla, e incluso creyendo que habla otro, la gente del pueblo se entiende, no obstante, entre sí?
LA ALUMNA. — Es lo que me pregunto.
EL PROFESOR. — Es sencillamente una de las curiosidades inexplica-bles del empirismo grosero del pueblo que no hay que confundir con la experiencia, una paradoja, un despropósito, una de las ra¬rezas de la naturaleza humana. Es sencillamente, para decirlo todo en una palabra, el instinto el que interviene en eso.
LA ALUMNA. — ¡Ja, ja!
EL PROFESOR. — En vez de mirar cómo vuelan las moscas mien¬tras yo me tomo todo este trabajo, haría usted mejor si procurara prestar más atención. No soy yo quien se va a presentar al exa¬men para el doctorado... Lo pasé ya mucho tiempo..., inclu¬yendo mi doctorado total..., y mi diploma supra-total... ¿No comprende que lo hago por su bien?
LA ALUMNA. — ¡Las muelas!
EL PROFESOR. — ¡Mal educada!... ¡Pero eso no seguirá así, no seguirá, no seguirá así!...
LA ALUMNA. — Yo... le... escucho.
EL PROFESOR. — ¡Ah! Le he dicho que para aprender a distinguir todos esos idiomas diferentes no hay nada mejor que la práctica... Procedamos por orden. Voy a 'tratar de enseñarle todas las tra-ducciones de mi cuchillo.
LA ALUMNA. — Como usted quiera... Después de todo...
EL PROFESOR (llama a la SIRVIENTA). — ¡María! ¡María!... No viene... ¡María! ¡María! ¿Cómo es eso, María? (Abre la puerta de la derecha.) Sale.
La ALUMNA queda sola durante unos instantes, con la mirada per-dida en el vacío y como embrutecida.
EL PROFESOR (con voz chillona, afuera). •—- ¡María! ¿Qué significa esto? ¿Por qué no viene? ¡Cuando yo la llamo, tiene que venir! (Entra, seguido por MARÍA.) Soy yo quien manda, ¿me oye? (Se¬ñala a la ALUMNA.) ¡No comprende nada ésa! ¡No comprende!
LA SIRVIENTA. — No se ponga en ese estado, señor. ¡Tenga cuidado! Eso lo llevará lejos, lo llevará lejos de todo eso.
EL PROFESOR. — Sabré detenerme a tiempo.
LA SIRVIENTA. — Eso se dice siempre, pero desearía verlo.
LA ALUMNA. — ¡Me duelen las muelas!
LA SIRVIENTA. — Ya lo ve, eso comienza. ¡Es el síntoma!
EL PROFESOR. — ¿Qué síntoma? Explíquese. ¿Qué quiere decir?
LA ALUMNA (con voz débil). — Sí, ¿qué quiere decir usted? Me duelen las muelas.
LA SIRVIENTA. — ¡El síntoma final! ¡El gran síntoma!
EL PROFESOR. — ¡Tonterías! ¡Tonterías! ¡Tonterías! (LA SIRVIENTA va a salir.) No se vaya así. La he llamado para que me traiga los cuchillos español, neo-español, portugués, francés, oriental, ruma¬no, sardanápali, latino y español.
LA SIRVIENTA (severa). — No cuente conmigo. Se va.
EL PROFESOR (hace gestos, quiere protestar, se contiene, un poco desamparado. De pronto recuerda). — ¡Ah! (Se dirige rápidamente al cajón y saca de él un gran cuchillo invisible, o real, según el gusto del director de escena, y lo blande jubiloso.) He aquí uno, señorita, he aquí un cuchillo. Es lástima que no haya más que éste, pero trataremos de utilizarlo para todas las lenguas. Bastará con que usted pronuncie la palabra cuchillo en todos los idiomas, mirando al objeto, muy de cerca, fijamente, e imaginándose que es el idioma que usted dice.
LA ALUMNA. — ¡Me duelen las muelas!
EL PROFESOR (casi cantando, melopea). — Entonces: diga cu, como cu; chi, como chi; y llo, como llo. Y mire, mire, fíjese bien.
LA ALUMNA. — ¿Qué es eso? ¿Francés, italiano, español?
EL PROFESOR. — Eso no tiene ya importancia. Eso no le importa. Diga: cu.
LA ALUMKA. — Cu.
EL PROFESOR. — Chi... Mire.
LA ALUMNA. — Chi.
EL PROFESOR. — Llo. Mire. (Blande el cuchillo ante los ojos de LA ALUMNA)
LA ALUMNA. — Lio.
EL PROFESOR. — ¡Siga mirando!
LA ALUMNA. — ¡Ah, no! ¡Vayase a paseo! ¡Estoy harta! Además me duelen las muelas, me duelen los pies, me duele la cabeza.
EL PROFESOR (nervioso). — Cuchillo... Mire... Cuchillo... Mi¬re... Cuchillo... Mire...
LA ALUMNA. — También me hace usted daño en los oídos. ¡Tiene una voz! ¡Oh, qué voz estridente!
EL PROFESOR. — Diga: cuchillo, cu... chi... llo.
LA ALUMNA. — ¡No! Me duelen los oídos, me duele en todas partes.
EL PROFESOR. — ¡Voy a arrancarte las orejas, y así no te dolerán los oídos, querida!
LA ALUMNA. — ¡Ay! Es usted quien me hace daño...
EL PROFESOR. — Vamos, mire y repita rápidamente: cu...
LA ALUMNA. — Si usted tiene el... cu... cuchillo... (Durante un instante lúcida e irónica.) es neo-español.
EL PROFESOR. — Si se quiere, sí, neo-español. Pero apresurémonos, pues no tenemos tiempo... Además, ¿a qué viene esa pregunta insidiosa? ¿Cómo se permite usted...?
La ALUMNA está cada vez más fatigada, llorosa, desesperada, al mismo tiempo extasiada y exasperada.
LA ALUMNA. — ¡Ay!
EL PROFESOR. — Repita, mire. (Imita al cuchillo.) Cuchillo... cuchillo... cuchillo...
LA ALUMNA. — ¡Ay, me duele... la cabeza!.... (Se pasa la mano, como en una, caricia, por las partes del cuerpo que nombra.) Los ojos.
EL PROFESOR (imitando al cuchillo). — Cuchillo... cuchillo...
Los dos se han puesto en pie; él sigue blandiendo su cuchillo in-visible, casi fuera de sí, mientras da, vueltas alrededor de ella en una especie de danza salvaje, pero no se debe exagerar y el profesor ape-nas esbozará los pasos de danza. La ALUMNA, en pie frente al pú-blico, se dirige, caminando hacia atrás, a la ventana, enfermiza, lán-guida, embrujada.
EL PROFESOR. — Repita, repita: cuchillo... cuchillo... cuchillo…
LA ALUMNA. — Me duele... la garganta, cu... ¡ay!... los hom¬bros... los senos... cuchillo...
EL PROFESOR. — Cuchillo... cuchillo... cuchillo...
LA ALUMNA. — Las caderas... cuchillo... los muslos... cu... EL PROFESOR. — Pronuncie bien: cuchillo... cuchillo.
LA ALUMNA. — Cuchillo... la garganta...
EL PROFESOR. — Cuchillo... cuchillo...
LA ALUMNA. — Cuchillo..., los hombros..., los brazos, los senos, las caderas… cuchillo... cuchillo...
EL PROFESOR. — Eso es… Ahora pronuncia usted bien.
LA ALUMNA. — Cuchillo... mis senos... mi vientre...
EL PROFESOR (cambiando de voz). — ¡Atención!... No rompa mis baldosas... El cuchillo mata...
LA ALUMNA (con voz débil). — Sí, sí... el cuchillo mata.
EL PROFESOR (mata a LA ALUMNA de una cuchillada muy espectacular). — ¡Ah! ¡Toma!
Ella grita también “¡Ah!” y luego cae, en una actitud impúdica, en una silla que, como por casualidad, se encuentra junto a la ven¬tana. Gritan “¡Ah!” al mismo tiempo el asesino y la víctima. Después de la primera cuchillada LA ALUMNA se deja caer en la silla, con las piernas muy separadas pendiendo a ambos lados de la silla; EL PROFE¬SOR está en píe frente a ella, dando la espalda al público; después de la primera cuchillada, asesta a LA ALUMNA muerta una segunda, de abajo arriba, a continuación de lo cual EL PROFESOR experimenta un sobresalto muy visible de todo su cuerpo.
EL PROFESOR (sin aliento, farfullando). — ¡Arrastrada!... Bien he-cho... Eso me hace bien... ¡Ay, ay, qué cansado estoy!... Me cuesta respirar... ¡Ah!

Respira con dificultad; cae en una silla que por suerte está, a su alcance; se enjuga la frente y murmura palabras incomprensibles; su respiración se normaliza... Se levanta, mira el cuchillo que tiene en la mano, contempla a la muchacha y luego, como si despertase.

EL PROFESOR (presa del pánico). — ¿Qué he hecho? ¿Qué me va a suceder ahora? ¿Qué va a pasar? ¡Ah la, la! ¡Qué desgracia! ¡Señorita, señorita, levántese! (Se agita, conservando en la mano el cuchillo invisible con el que no sabe qué hacer.) Vamos, seño¬rita, la lección ha terminado... Puede usted irse..., pagará en otra ocasión... ¡Ay, está muerta..., muerta! Ha sido con mi cuchillo... Está muerta... Es terrible. (Llama a la SIRVIENTA.) ¡María! ¡María! ¡Venga, mi querida María! ¡Ay, ay! (La puerta de la derecha, se entreabre y aparece MARÍA.) No... No venga. Me he equivocado. No la necesito, María... ya no la necesito... ¿Me oye? MARÍA se acerca, severa, sin decir palabra, y ve el cadáver.
EL PROFESOR (con voz cada vez menos segura). — No la necesito, María.
LA SIRVIENTA (sarcástica). — Entonces, ¿está usted satisfecho de su alumna? ¿Ha aprovechado bien su lección?
EL PROFESOR (oculta el cuchillo a su espalda). — Sí, la lección ha terminado..., pero ella..., ella sigue ahí... no quiere irse.
LA SIRVIENTA (muy dura). — ¡En efecto!
EL PROFESOR (temblando). — No he sido yo... No he sido yo... María... No... Se lo aseguro… No he sido yo, mi pequeña María...
LA SIRVIENTA. — ¿Quién ha sido, entonces? ¿Quién ha sido? ¿Yo?
EL PROFESOR. — No lo sé..., quizás...
LA SIRVIENTA. — ¿O el gato?
EL PROFESOR. — Es posible... No sé.
LA SIRVIENTA. — ¡Ésta es la cuadragésima vez! ¡Y todos los días lo mismo! Y se quedará sin alumnas, lo que estará bien.
EL PROFESOR (irritado). — ¡Yo no tengo la culpa! ¡Ella no quería aprender! ¡Era desobediente! ¡Era una mala alumna! ¡No quería!
LA SIRVIENTA. — ¡Mentiroso!
EL PROFESOR se acerca disimuladamente a la SIRVIENTA, con el cu-chillo a la espalda.
EL PROFESOR. — ¡Eso no le importa a usted! (Trata de asestarle una cuchillada formidable, pero la SIRVIENTA le ase el puño al vuelo y se lo retuerce. El PROFESOR deja caer a tierra su arma.) ¡Perdón!
LA SIRVIENTA (abofetea dos veces seguidas al PROFESOR, con ruido y fuerza, y el PROFESOR cae al suelo de espaldas y lloriquea). ¡Ase¬sino! ¡Cochino! ¡Asqueroso! ¿Quería hacerme eso a mí? ¡Yo no soy una de sus alumnas! (Lo levanta asiéndolo por el cuello, recoge el birrete, que le pone en la cabeza, mientras él, que teme que lo abofeteen, se protege con el codo como los niños.) ¡Ponga ese cuchi¬llo en su lugar! ¡Vamos! (El PROFESOR va a dejarlo en el cajón del escritorio y vuelve.) Y, sin embargo, yo le advertí hace un mo¬mento: la aritmética lleva a la filología y la filología al crimen...
EL PROFESOR. — Usted dijo: "a lo peor".
LA SIRVIENTA. — Es lo mismo.
EL PROFESOR. — Yo entendí mal. Creía que "Peor" era una ciudad y que usted quería decir que la filología llevaba a la ciudad de Peor.
LA SIRVIENTA. — ¡Mentiroso! ¡Viejo zorro! Un sabio como usted no entiende mal el sentido de las palabras. No me va a engañar.
EL PROFESOR (solloza). — No la he matado intencionadamente.
LA SIRVIENTA. — ¿Al menos lo lamenta?
EL PROFESOR. — ¡Oh, sí, María, se lo juro!
LA SIRVIENTA. — ¡Me da usted compasión! Es usted una buena per-sona, a pesar de todo. Trataré de arreglar eso. Pero no vuelva a las andadas. Puede producirle una enfermedad del corazón.
EL PROFESOR. — Sí, María. ¿Qué se va a hacer, entonces?
LA SIRVIENTA. — Se la va a enterrar... al mismo tiempo que a las otras treinta y nueve... Serán necesarios cuarenta ataúdes... Se llamará al servicio de pompas fúnebres y a mi enamorado, el cura Augusto. Se encargarán coronas...
EL PROFESOR. — ¡Oh, María, muchas gracias!
LA SIRVIENTA. — Al grano. Ni siquiera vale la pena llamar a Au¬gusto, pues usted mismo es un poco cura a sus horas, si ha de creerse el rumor público.
EL PROFESOR. — De todos modos, que no sean muy caras las coro-nas. Ella no ha pagado su lección.
LA SIRVIENTA. — No se preocupe... Por lo menos cúbrala con su delantal. Así está indecente. Además se la van a llevar.
EL PROFESOR. — Sí, María, sí. (La cubre.) Hay el peligro de que nos detengan... Imagínese, con cuarenta ataúdes... La gente se asombrará. ¿Y si nos preguntan qué contienen?
LA SIRVIENTA. — No se preocupe tanto. Diremos que están vacíos. Por lo demás, la gente no preguntará nada, pues ya está habituada.
EL PROFESOR. — Sin embargo...
LA SIRVIENTA (saca un brazalete con tina insignia, quizá la svástica nazi). — Tome. Si tiene miedo, póngase esto y nada tendrá que temer. (Le coloca el brazalete.) Se trata de política.
EL PROFESOR. — Gracias, mi pequeña María. Así, estoy tranquilo. Es usted una buena muchacha, María, muy fiel.
LA SIRVIENTA. — ¡Vaya! Manos a la obra, señor. ¿Está listo?
EL PROFESOR. — Sí, mi pequeña María. (La SIRVIENTA y el PROFESOR toman el cuerpo de la muchacha, uno por los hombros y el otro por las piernas, y se dirigen hacia la puerta de la derecha.) ¡Cuida¬do, no le haga daño! Salen. La escena queda vacía durante unos instantes. Se oye llamar a la puerta de la izquierda.
Voz DE LA SIRVIENTA. — ¡Voy en seguida!
Aparece como al comienzo de la obra y se dirige a la puerta. Vuel¬ve a sonar la campanilla.
LA SIRVIENTA (aparte). — ¡Ésa tiene mucha prisa! (En voz alta.) ¡Paciencia! (Va a la puerta de la izquierda y la abre.) Buenos días, señorita. ¿Es usted la nueva alumna? ¿Viene para la lección? El profesor la espera. Voy a anunciarle su llegada. ¡Bajará inmediata-mente! ¡Pase, pase, señorita!










Junio de 1950.
TELÓN