MARCO
MILLONES
(Marco
Millions)
Eugene
Gladstone O’Neill
PERSONAJES
CRISTIANOS (por orden de aparición):
Un Viajero
Marco Polo
Donata
Nicolò Polo, padre de Marco
Mateo Polo, tío de Marco
Tedaldo, Legado de Siria (luego,
el Papa Gregorio X)
Un Monje
Dominico
Un
Caballero Cruzado
Un Correo
Del Papa
Paulo
Loredano, padre
de Donata, caballero veneciano
Damas y
caballeros de Venecia, soldados, pueblo de Acre, músicos, criados, etcétera
PAGANOS (por orden de aparición):
Un Viajero
Mago
Un Viajero
Budista
Un Capitán
Mahometano del Ejército de Gazán
Los
Hermanos Alí, mercaderes
musulmanes
Una
Prostituta
Un Derviche
Dos
Mercaderes Budistas
Dos
Mercaderes Tártaros
Un
Sacerdote Mogol
El Emisario
De Kublai
Kublai, El
Gran Kan
La Princesa
Kukachin, Su
nieta
Chu-Yin, sabio del Catay
El General
Bayán
Un
Mensajero de Persia
Gazán, Kan
de Persia
Un
Sacerdote Taoísta
Un
Sacerdote Confucianista
Un
Sacerdote Musulmán
Un Cronista
Tártaro
Pueblo de
Persia, la India, Mogolla, Catay, cortesanos, nobles, damas, esposas, guerreros
de la corte de Kublai, músicos, danzarines, Coro de Plañideros
ESCENARIOS
Prólogo: Un árbol sagrado en Persia, cerca de las
fronteras de la India, a fines del siglo trece.
Acto
Primero
Escena 1: Exterior de la casa de Donata,
Venecia, veintitrés años antes.
Escena 11: Palacio del Legado Papal de Siria en
Acre, seis meses después.
Escena III:
Persia, cuatro meses
después.
Escena IV: La India, ocho meses después.
Escena V: Mongolia, once meses después.
Escena VI: Catay. La Sala del Gran Trono del
palacio de Kublai en Cambaluc, un mes después.
Acto
Segundo
Escena I: La Sala del Pequeño Trono del palacio
de verano de Kublai en Xanadu, “la ciudad de la Paz”, quince años después.
Escena II: El muelle real del puerto marítimo de
Zayton, varias semanas después.
Escena III:
Cubierta del real
junco de la princesa Kukachin, anclado en el puerto de Ormuz, Persia, dos años
después.
Acto
Tercero
Escena I: La Sala del Gran Trono en el palacio
imperial de Cambaluc, un año después: y luego, el comedor de la casa de los
Polo, en Venecia, en el mismo momento.
Escena II: Sala del Gran Trono en Cambaluc, un
año después.
Epílogo: El teatro.
PRÓLOGO
Escenario:
Un árbol sagrado en una vasta planicie de Persia, cerca de las fronteras de la
India. Ofrendas votivas, pedazos de paño arrancados de las ropas, ajorcas,
brazaletes, adornos, cirios, que han sido clavados sobre el tronco o atados a
las ramas. Las pesadas ramas se extienden a gran distancia del tronco. Debajo
de ellas hay una densa y fresca sombra, que contrasta con el enceguecedor
centelleo del sol del mediodía sobre la arenosa planicie de foro. Un mercader
que lleva en cada mano una caja sujeta con correas semejante a una caja de
muestras moderna, se adelanta trabajosamente y con aire exhausto hasta el pie
del árbol. Deja en el suelo las cajas y saca un pañuelo para secarse el sudor.
Es un cristiano de piel blanca, edad madura y aire corriente, con bigote y
barba que empiezan a encanecer. Su indumentaria, del tipo usado por los
mercaderes italianos en el siglo trece, está ajada por el viaje. Suspira,
fatigado y deprimido por el calor.
El
cristiano.—¡Uf!
(Por
izquierda entra un Mago persa, vestido a la manera de los mercaderes. Lleva una
bolsa pequeña y cuadrada. También siente el calor, está fatigado y cubierto de
polvo. En punto a edad y aspecto, si se prescinde de la diferencia racial, se
parece mucho al cristiano. Ambos se miran atentamente, luego se inclinan con un
saludo de mera fórmula, El Mago deja en el suelo su bolsa y se seca la frente.)
El
cristiano.—(Con aire de solidaria comprensión) ¡Un calor infernal!
El mago.— (Ceñudo.)
¡Más que infernal! (Ambos ríen. Un budista, mercader viajero de Cachemira,
entra resoplando y sudando por derecha. Lleva un fardo, atado a la espalda con
correas. Se parece a pos otros dos en las características esenciales de su
cuerpo y su rostro. Se detiene al verlos. Después de contemplarlo con aire
estimativo durante un instante, ambos se inclinan y el budista se adelanta para
dejar su fardo junto a los bultos de los otros)
El budista.— (Con
alivio.) ¡Uf! (Rompiendo el hielo.) ¡Un sol que fríe!
El mago.—Hace
calor, ciertamente.
El cristiano.—(Cuando
todos se sientan a descansar, pasea la mirada del uno al otro, jovialmente.)
¡Es curioso! Se diría que los tres nos hemos dado cita aquí. Vuestros rostros
me parecen familiares. ¿No os he visto antes en alguna parte?
El mago.—En la
casa de las cortesanas de Shiraz. Estabas borracho.
El
budista.—Dio la casualidad de que también yo estuviera allí esa noche. Bailaste
y cantaste canciones impúdicas.
El cristiano.—(Algo
turbado, pero sonriente) Hum. . . Ah, sí. . . Ya recuerdo. Era el día de mi
cumpleaños y yo había bebido un trago de más... cosa muy poco usual en mí. (Cambiando
bruscamente de tema) ¿Cómo marchan las cosas por allá?
El budista.—(Frunciendo
los labios.) Despacio. Vengo de Delhi. Han establecido un nuevo impuesto a
la importación y el comercio está muy revuelto. Fabricamos rosarios.
El mago.— (.Melancólicamente.)
Y yo, por mis pecados, estoy pregonando una novedad, un libro impreso en
plancha grabada para una empresa árabe. Contiene mil mentiras árabes, con una
más de regalo, todas llenas de lujuria. . . Al menos, eso me enseñaron a decir
para que la gente la comprara.
El
cristiano.—¿Te llevó tu viaje cerca del camino de Ispahán?
El mago.—De
allí vengo. Ahora, Ispahán es una ciudad triste. Todas las ferias han sido
cerradas por un edicto imperial, como duelo por la reina Kukachin. .
El cristiano.—
(Levantándose de un salto, como si lo hubiese picado una avispa.) ¿Ha
muerto la reina Kukachin? (Aturdido.) Pues yo tengo una carta de
presentación para ella del jefe de mi empresa, Marco Polo, de Polo Hermanos e
Hijo, Venecia. ¡Mi jefe fue el acompañante oficial de la reina Kukachin y la
llevó de Catay a Persia, donde debía casarse! ¡Y yo que esperaba venderle a
ella y a su marido toda una flota cargada de mercancías!
El mago.—(De
pronto, señalando hacia izquierda.) ¿Qué será esa nube de polvo? (Todos
miran fijamente y comienzan a sentirse inquietos.)
El
cristiano.—No parecen camellos.
El budista.—(Con
temor.) ¡Su aspecto es extraño!
El
cristiano.—Vienen en esta dirección.
El mago.—En
estas llanuras, rondan los espíritus malignos.
El cristiano.—
(Muy asustado, pero procurando aparentar valor.) He oído esos rumores. Y
sé positivamente que la gente suele ser poseída por demonios, pero no creo. . .
El budista.— (De
improviso, señalando el árbol.) Voy a elevarle una plegaria pidiendo
protección a este árbol, consagrado a Buda.
El cristiano y
el mago.—(A un tiempo, con tono irritado.) ¿Consagrado a Buda?
El budista.—¡Ciertamente!
¿No conocéis la leyenda de cómo el Santo Sakia recogió del suelo una ramita
para limpiarse los dientes y de cómo, cuando la arrojó, la ramita echó raíces y
surgió de la tierra bajo la forma de este robusto árbol, para ser eterno testigo
del milagroso poder de Sakia? El cristiano.—-(Resentido.) ¡Te
equivocas de medio a medio! Este árbol fue el cayado de nuestro primer
antecesor, Adán. Le fue legado a Moisés, que lo usó para obtener agua de las
piedras y finalmente lo plantó. La cruz sobre la cual fue crucificado nuestro
Señor, estaba hecha de esta madera. ¡Y, desde entonces, este árbol le ha sido
consagrado!
El mago.— (Con
voz incisiva.) ¡Habéis sido embaucados con mentiras infantiles! ¡Este árbol
está consagrado al fundador de la única religión verdadera, Zaratustra, que
trajo del paraíso un brote del Árbol de la Vida y lo plantó aquí!
El budista.— (Despectivamente.)
¡Sois un par de ovejas supersticiosas!
El
cristiano.—¡Y vosotros, una pareja de perros idólatras!
El mago.—¡Y
vosotros, unos cerdos blasfemos! (Se miran con aire insultante, las manos
sobre las dagas. Repentinamente, se oye un rumor por izquierda. Los ojos de los
mercaderes se vuelven de inmediato en esa dirección y, olvidando sus
animosidades personales, lanzan una exclamación de sorpresa ante lo que ven.)
El
budista.—¡Arrastran una carroza!
El
cristiano.—Deben ser esclavos. ¡Mirad cómo los fustiga el conductor!
El
budista.—Pero… ¿y eso que llevan en la carroza? ¡Parece un ataúd!
El
cristiano.—¡Debe ser un tesoro!
El mago.—No.
Es un ataúd. (Trémulo.) ¡Silencio! Presiento algo malo. (Se postran,
de cara al suelo. Al cabo de un momento, penetra tambaleándose, precedida por
gritos, restallar de látigos y sordas pisadas, una doble fila de treinta
hombres de distintas edades, desnudos hasta la cintura, uncidos el uno al otro
talle con talle y luego a la larga lanza de una carroza de dos ruedas y que
avanzan con esfuerzo fustigados por dos soldados que corren junto a ellos y
bajo los largos látigos del capitán y un cabo encaramados en la carroza, guiada
por el primero. Al llegar a la parte media de la sombra del árbol, se detienen.
Amarrado a la carroza, se ve un ataúd cubierto por una mortaja blanca.)
El capitán.— (Un
hombre brutal y de aire resuelto, de cuarenta años, brama.) ¡Alto! (Las
filas de hombres sangrantes y sudorosos se desploman, en informes masas que
jadean y gimen. Los soldados se tienden en el suelo a su lado, despatarrados.
El capitán salta de la carroza.) ¡Uf! Esta sombra es agradable. (Mira el
árbol y luego dice, con una mezcla de veneración y terror.) Este debe ser
el árbol santo que fue antaño el cayado de Mahoma y, después de haber sido
legado por varias generaciones, fue sepultado en la tumba de Abu Abdalá, donde
echó raíces y se convirtió, por la voluntad de Alá, en este árbol. (Hace una
reverencia y reza ante el árbol, como también los soldados. Se pone de pie y
bebe un trago de agua; luego, después de mirar a su alrededor, advierte a los
tres mercaderes y dice, con sobresaltada sorpresa, desenvainando la espada:)
¡Eh! ¿Quiénes sois? ¡Levantaos! (Los mercaderes obedecen, asustados. El
capitán los mira con ojos pene-trantes y ríe groseramente, con alivio.)
¡Vaya un sobresalto, por todos los diablos! ¡Pero vosotros los mercaderes sois
como las pulgas, estáis en todas partes! (Frunciendo el ceño.) ¡Y se
trata, por lo demás, de tres perros infieles! (Con aspereza.) ¡Decidme
adonde vais!
El budista.—Yo
voy al Oeste, en aventura de negocios, mi buen señor.
El mago.—Y yo,
al Norte.
El
cristiano.—Y yo, a la corte de Gazán Kan, para presentarle esta carta a la
reina Kukachin. Pero acabo de enterarme de que está muerta. (Le tiende la
carta al capitán, pero éste retrocede, con aire supersticioso.)
El
capitán.—Alá me prohíbe tocar algo perteneciente a un cadáver. (Con forzada
risa.) No necesitas proseguir tu viaje. ¡Ahí está Kukachin! (Ha bajado
la voz y señala el ataúd. Los demás lo miran absortos, sin habla y llenos de
espanto. El Capitán prosigue, secamente.) ¡No podrás engañarla ahora,
cristiano! (Bajando la voz, como si temiera ser oído.) Y, con todo, al
mirar su rostro se la creería dormida.
El cristiano.—
(Atónito.) ¡Cómo! ¿Puedes mirarla?
El capitán.—Su
ataúd es de cristal. Su cadáver fue untado por unos egipcios en forma tal que
conserva la apariencia de la vida. Esto se hizo por orden de su abuelo Kublai,
el Gran Kan. La llevamos a su país, el Catay, para darle sepultura allí... ¡y
so pena de tortura, debo franquear con ella la primera etapa del viaje de hoy,
al anochecer! (Lamentándose, repentinamente.) ¡Pero Alá me agobió!
Cuando llegué a la última aldea con mis camellos, que se desplomaban, descubrí
que los malditos lugareños habían dispersado a sus bestias para eludir la
requisa. Pero esos perros no pudieron desbaratar mis planes. Los uncí a la
lanza de la carroza a guisa de camellos. (Mira a las figuras gimientes, con
ojos crueles y estimativos.') Pero... ¿durarán hasta esta noche? ¡Eh,
soldados! ¡Agua para revivirlos! (Los soldados traen cántaros con agua,
hacia los cuales tienden ávidamente las manos los jadeantes hombres que tiran
de la carroza, y luego vuelven a echarse atrás. Vero tres de los más viejos
están demasiado agotados para moverse.)
El
cristiano.—(Tímidamente, ansioso por cambiar de tema.) ¿Era muy hermosa
la reina?
El capitán.—(Con
jactancia.) ¿Quieres verla? Tenías una carta para ella. Eso no puede
causarte daño alguno... ¡y es una gran maravilla!
El
cristiano.—(Con renovado aplomo, porque siente ahora suma curiosidad.)
En Occidente, al morir, las reinas yacen habitualmente en una capilla ardiente.
El
capitán.—Aparta la mortaja, pues, ya que estás habituado a ello. (El
Cristiano va hacia la carroza, aparta cautelosamente la mortaja de la cabecera
del ataúd y retrocede con una exclamación al ver bajo el vidrio el rostro de
Kukachin, una hermosa princesa tártara de veintitrés años. Su expresión serena
parece irradiar la intensa paz de una vida en el más allá, sus ojos se hallan
cerrados como si estuviese dormida. Los hombres uncidos a la carroza miran absortos,
con aire fascinado.)
El
cristiano.—(Después de una pausa, santiguándose con terror.) ¿Estás
seguro de que ha muerto?
El capitán.—(Con
atemorizado susurro.) En el palacio tuve el mando de la compañía que
custodiaba su ataúd de noche. Y no pude apartar los ojos de su rostro. ¡Parecía
que, de un momento a otro, despertaría y la oiríamos hablar! (Durante esta
conversación ha oscurecido, sin advertirlo los interlocutores. Un resplandor
ultraterreno que parece una aureola ilumina el rostro de Kukachin. De las ramas
del árbol llega el rumor de una dulce y triste música, como si las hojas fuesen
diminutas arpas torpemente arañadas por el viento. El rostro de Kukachin parece
cada vez más vivo. Finalmente, sus labios se separan y sus ojos se abren para
mirar el árbol.)
El capitán.—(Hincándose
para orar.) ¡Alá, ten misericordia!
El
budista.—¡Buda, protege a tu siervo!
El
mago.—¡Mitra, Todopoderoso!
El
cristiano.—¡Jesús, apiádate de mí! (Una voz, que es la de Kukachin y, con
todo, más musical que una voz humana, surge del ataúd cuando se ven moverse sus
labios.)
Kukachin.—Decid
esto: amé y morí. Ahora soy el amor, y vivo. Y viviendo, he olvidado. Y amando,
puedo perdonar. (Aquí sus labios se entreabren en tina sonrisa de bella
piedad.) ¡Decidlo por mí en Venecia! (De sus labios surge el rumor de
una tierna risa, de tina embriagadora y sobrenatural alegría, y ese rumor es
recogido en coro por las ramas del árbol, como si todas las hojas-arpas se
estuviesen rieitdo musicalmente con ella. La risa se aleja camino del cielo y
se extingue, al desvanecerse el halo de luz que rodea el rostro de Kukachin, y
el mediodía vuelve en un resplandor de llanura calcinada. Todos están
postrados: los desventurados uncidos a la carroza, en sus agotadas actitudes de
sueño; los demás, visiblemente trémulos de supersticioso terror.)
El cristiano.—(Que
es el primero en recobrarse, perplejo.) ¡Venecia! ¡Sin duda, fue un mensaje
que ella quiso que yo le llevara a Marco Polo!
El capitán.— (Cuyo
terror se esfuma y es sustituido por la ira, se levanta de un salto.) ¡Esa
fue la voz de algún demonio cristiano a quien llamaste! ¡Me hechizó a mí mismo,
hasta que Alá lo obligó a volver al infierno! (Desenvaina su espada.)
¡Cúbrele el rostro, maldito hechicero!
El cristiano.—
(Cubriendo la cabecera del ataúd con la mortaja, acuciado por una indecorosa
prisa.) ¡Te doy mi palabra, mi buen capitán...!
El capitán.— (A
sus soldados.) ¡Atención! ¡Hacedlos levantar a puntapiés! ¡Debemos
alejarnos de aquí! (Con golpes y puntapiés, los soldados obligan a
incorporarse a sus bestias humanas. Se oyen gemidos y blasfemias y gritos de
dolor. Pero hay tres hombres que no pueden ser despertados. El Capitán le
grita, con un gruñido salvaje, al Cristiano, a fin de no perder el ánimo.)
¡Cerdo infiel! (Mirando furiosamente al Budista y al Mago.) ¡Vosotros
también! ¡Estáis conjurados con él! (Blande la espada.)
Los tres.— (Arrodillándose,
lastimeramente.) ¡Piedad! ¡Perdónanos!
El cabo.—(Se
acerca y saluda.) No podemos levantar a tres de ellos, señor.
El capitán.—(Furioso.)
¡Azotadlos!
El cabo.—Están
muertos, señor.
El capitán.— (Con
aire malhumorado.) Ah... (Se le ocurre una idea, y dice, con cruel
satisfacción.) ¿Tres, dijiste? Tenemos suerte. ¡Alá ha proveído a esta
necesidad! ¡Desprendedlos y poned a ésos en su lugar! (A una señal, los
soldados se abalanzan sobre los tres mercaderes, los despojan de sus ropas de
cintura para arriba, desatan a los muertos y enganchan a aquéllos en su lugar.
Durante toda esta escena, los tres mercaderes profieren afligidos gemidos de
protesta, subrayados por los golpes y puntapiés que reciben. Los demás
contemplan el espectáculo con agotada indiferencia.)
El
cristiano.—(Haciéndose oír por sobre el tumulto.) ¡Mi carta! ¡Era para
la reina! ¡Cuando los hermanos Polo se enteren de este ultraje, harán que el
Kan te desuelle vivo a latigazos!
El capitán.— (Tomado
de sorpresa por un momento, dice, taimadamente.) ¡Muéstrame de nuevo tu
carta!
El
cristiano.—(Tendiéndosela, con frenética ansiedad.) ¡Aquí está! ¡Ahora
ponme en libertad!
El capitán.—(Toma
la carta y la hace pedazos tranquilamente.) No sé leer, pero creo que estás
mintiendo. ¡Sea como fuere, ahora ya no tienes carta! (El Cristiano profiere
un lastimero grito y recibe un golpe. El Capitán y el Cabo saltan sobre la
carroza.) ¡Y ahora, en marcha!
(La carroza
se pone en marcha velozmente, con gran restallar de látigos y gritos de dolor.
Sobre la tierra, bajo el árbol sagrado, quedan, en informe pila, tres
cadáveres. Del árbol vuelve a brotar la misma dulce música, como si su espíritu
estuviese tocando en las hojas un último y lastimero adiós a la princesa
muerta. Esta música brota suavemente y se extingue con la misma suavidad, hasta
que sólo se oye un leve rumor del viento que hace crujir las hojas.)
Telón ACTO
I
Escena I
Escenario:
Veintitrés años antes. Una fresca voz juvenil canta con sordina una canción de
amor. La luz revela lentamente el exterior de la casa de Donata, sobre un canal
de Venecia. Marco Polo, un muchacho de quince años, de adolescente belleza y
bien formado, está de pie en una góndola, bajo una ventana enrejada de la casa,
con una guitarra al hombro. Terminada la canción, espera con ansiedad. Le
tienden una mano por entre los barrotes. La besa apasionadamente. La mano es
retirada con rapidez. Aparece el rostro de Donata, pegado a los barrotes. Es
una muchacha de doce años, de rostro pálido y bello a la luz de la luna.
Donata.—(Recatada
y tiernamente.) No debes hacer eso, Marco.
Marco.—Nada
tiene de malo... ¡No hago más que besar tu mano!
Donata.—(Gazmoña.)
Es un pecado, estoy segura de ello.
Marco.—(Con
un rápido movimiento de la mano, apresa la de ella por entre los barrotes.)
Entonces tendré que robarlo, y el pecado será peor. (Acerca la complaciente
mano de Donata a sus labios.)
Donata.—Me
estás lastimando los dedos.
Marco.—(Audazmente
ahora.) Entonces, conozco la manera de curarlos. (Los besa uno por uno.)
¡Ya está!
Donata.— ¡Niño
tonto! ¿Por qué haces eso?
Marco.—(Con
mucha seriedad.) Tú lo sabes, Donata.
Donata.—¿Sé el
qué? (Con dulzura.) Vamos, dintelo, Marco.
Marco.— (Con
áspero desahogo.) Te amo, eso es todo. Te he amado siempre. Y tú lo has
sabido siempre, de modo que de nada te sirve fingir.
Donata,—(Con
suavidad.) No estaba segura.
Marco.—(Desbocadamente.)
¿Y tú? ¿Me amas? ¡Tienes que contestarme a esto!
Donata.—Tú lo
sabes... sin que yo te lo diga.
Marco.—¡Dímelo,
por favor!
Donata.—(En
un susurro.) Te amo. ¡Ya está, tonto!
Marco.—¿Y
prometes casarte conmigo cuando vuelva?
Donata.—Sí,
pero tendrás que pedírselo a mis padres.
Marco.—(Con
desenvoltura.) No te preocupes de ellos. Se alegrarán, y los míos también.
La boda unirá más estrechamente a ambas firmas comerciales.
Donata.— (Con
tono práctico.) Sí. También yo lo creo así. (Pausa. Llegan canciones
desde cerca y desde lejos, en la noche que los rodea. Marco se ha apoderado de
las manos de Donata y su rostro está más próximo a los barrotes de su ventana.)
Marco.—(Con
un suspiro.) ¡Qué hermosa noche! Ojalá no tuviera que marcharme.
Donata.—¡Ojalá!
¿Es forzoso que te vayas?
Marco.—Sí. Y,
por lo demás, yo mismo quiero hacerlo... aunque no abandonarte. Quiero viajar y
ver mundo y todos los pueblos y conocer de cerca sus costumbres y necesidades.
Conviene saberlo cuando se quiere ser realmente grande e importante. Eso es lo
que dice papá... y tío.
Donata.—Pero...
¿no será peligroso un viaje a países tan lejanos?
Marco.— (Jactanciosamente.)
Sé cuidar de mí mismo. El tío dice que los riesgos —los riesgos necesarios, desde
luego— constituyen la mejor escuela para un verdadero mercader, y, según un
dicho de papá, quien nada arriesga, nada gana. Y ellos han de saberlo, después
de haberse pasado nueve años en la corte del Gran Kan y viajado ida y vuelta...
¿verdad?
Donata.—¿Es
allí adonde vas?
Marco.—Sí. El
Kan es el rey más rico del mundo y tío y papá son amigos personales suyos. Han
hecho muchos trabajos para él. Yo estaré en situación favorable a su lado desde
el primer momento, y papá y tío dicen que se pueden amasar millones a su
servicio cuando no se teme el trabajo y se está al acecho de la oportunidad.
Donata.—Estoy
segura de que triunfarás. Pero preferiría que no te ausentaras por tanto
tiempo.
Marco.—Te
echaré de menos tanto como tú a mí. (Con voz ronca,) Me duele mucho
abandonarte, Donata... pero tengo que abrirme camino... para poder casarme
contigo...
Donata.—(Precipitadamente.)
Sí... desde luego... Pero vuelve lo antes posible.
Marco.—¿Me
esperarás por mucho que tarde en volver ... verdad?
Donata.—(Solemnemente.)
Sí. Juro esperarte, Marco.
Marco.—Y yo
juro ante Dios que volveré y me casaré contigo y te seré fiel eternamente y
nunca te olvidaré ni haré algo que...
Donata.—(Sobresaltada
por un ruido que llega del interior de la casa.) ¡Sssst! Oigo a alguien ahí
dentro. Toma. (Le tiende un relicario.) Es un retrato mío, hecho por un
pintor que le debía a papá el precio de unas especias y no pudo pagárselo con
dinero. ¿Lo mirarás constantemente cuando estés lejos, y no me olvidarás?
Marco.—(Besándolo
con pasión.) ¡Todos los días!
Donata.—¿Y me
escribirás?
Marco.—Lo
prometo. Todas las veces que pueda.
Donata.—(Vacilante.)
¿Me escribirás... un poema? No me importa que sea breve... con tal de que sea
un poema.
Marco.—Intentaré
escribirlo, Donata. Haré todo lo que pueda. Donata.—¡Eso me alegrará muchísimo,
Marco! (Con un sobresalto.) ¡Sssst! Oigo nuevamente ese ruido. Debe ser
papá. Tengo que volver a mi cuarto sin que lo noten.
Marco.—(Con
desesperación.) ¿No me besarás... no me dejarás besarte realmente... nada
más que una vez... como despedida?
Donata.—No
debo hacerlo.
Marco.—¿Una
sola vez... ya que me voy tan lejos? (Con desesperación.) ¡Me... me
moriré si no me lo concedes!
Donata.—Bueno...
Por esta sola vez. (La claridad lunar se esfuma en la tiniebla al
encontrarse los labios de ambos. Luego, desde la oscuridad, se oye el murmullo
de sus voces.) Adiós, Marco.
Marco.—Adiós,
Donata. (Desde todos los rincones de la noche llegan sentimentales canciones
y música de guitarras, en celebración del amor. Estos rumores se tornan cada
vez más tenues, extinguiéndose a lo lejos, como si Marco abandonara ya Venecia.)
Oscuridad
Escena II
Escenario:
Seis meses después. Se oye el tañido de la campana de una iglesia. Luego se ve
el interior del palacio del Legado Papal en Acre, una combinación de iglesia y
de edificio gubernamental.
El Legado,
Tedaldo, un hombre de sesenta años, de rostro fuerte e inteligente, está
sentado sobre una suerte de trono, ubicado contra la pared de foro. A su derecha está de
pie un noble guerrero, caballero cruzado de armadura completa, apoyado sobre su
espada. A su izquierda está un monje dominico, consejero del Legado. A
izquierda de la habitación, un altar donde arden velas. A derecha, un vestíbulo
abierto, por el cual se pasea un centinela, alabarda en mano.
Los dos
hermanos Polo, Nicolò y Mateo, están parados en actitud pacientemente servil
ante el trono. El padre de Marco, Nicolò, es un hombre de edad madura, pequeño
y delgado, de rostro seco y astuto. Mateo, el tío de Marco, tiene poco más o
menos la misma edad, pero es alto y corpulento, carirredondo y jovial y de ojos
pequeños y astutos. Entre ambos y Marco se advierte una acentuada semejanza
general. Marco está sentado sobre un escabel en primer término, el cuerpo
retorcido en torpe esfuerzo, mientras se empeña en componer un poema a fondo a
Donata, pero se distrae constantemente contra su voluntad.
Tedaldo.—(Aburrido,
pero tolerante.) ¿Qué puedo hacer, como no sea aconsejaros paciencia? Estoy
seguro de que el cónclave de cardenales no tardará en elegir un papa.
Nicolò.—¡Dos
años sesionando! (Súbitamente, consolado.) Por lo menos, se trata de un
nuevo record mundial.
Mateo.—(Meneando
la cabeza.) Esta incertidumbre es dañosa para el comercio.
Tedaldo.—(Con
un bostezo de hastío.) Sin duda. (Con cierta impaciencia.) En este
caso, y ya que vuestros negocios os reclaman en forma tan indudable desde el
Oriente... ¿por qué demorar más? ¿Por qué no expli-carle simplemente al Gran
Kan, Kublai, que no encontrasteis a un papa a quien entregar su mensaje?
Nicolò.—Quizá
no lo comprenda. Las instrucciones que nos dió el Gran Kan eran muy
categóricas.
Mateo.—Pidió
que el Papa le enviara a cien sabios de Occidente...
Tedaldo.—(Secamente.)
¡Ese Kublai es un optimista!
Mateo.—...
para discutir con sus budistas y taoístas confucianistas sobre cuál es la mejor
religión del mundo.
El monje.—(Con
aire ultrajado.) ¡Impúdico ignorante! ¿Supone que la Iglesia condescendería
a tan ociosas polémicas?
Tedaldo.—(Con
fatigada sonrisa.) Empiezo a creer que Kublai es también un humorista.
Mateo.—(Con
tono astuto.) Sería un buen negocio convertirlo. Es el rey más rico del
mundo. ¡Gobierna a millones de súbditos, su imperio abarca millones de
kilómetros cuadrados de grandes recursos inexplotados y su fortuna personal,
solamente en dinero, joyas y bienes, alcanza fácilmente a millones de millones!
Marco.—(Mira
absorto a su tío y murmura luego, fascinado.) ¡Millones! (Después,
procurando olvidar la interrupción, vuelve a inclinarse sobre sus versos.)
Tedaldo.—(Cansado.)
Vuestros millones me aburren, señores Polo. Aun cuando existan, cuesta
demasiado esfuerzo concebirlos. (Los Polo se inclinan humildemente y se
retiran haciendo reverencias, caminando hacia atrás. Mientras los contempla con
indiferencia, Tedaldo ve a Marco, que en ese momento se está rascando,
retorciendo y cambiando de posición, como también mesándose el cabello, en un
verdadero frenesí de frustrada inspiración. Tedaldo sonríe y le habla, con tono
afectuoso y jovial.) ¡Dios se apiade de tu persona, joven Marco! ¿Te ha
poseído repentinamente el demonio... o se trata tan sólo de esas infernales
pulgas mahometanas que nos envía el Todopoderoso por nuestros pecados?
Marco.— (Despertando
de su acceso de inspiración, tímidamente.) Sólo estaba escribiendo algo.
Mateo.—Marco
es de una velocidad sorprendente en materia de números.
Nicolò.—Pero
atolondrado, con todo. ¡Un soñador! (A Marco, con condescendiente aire
paternal.) ¿Qué estás escribiendo, hijo? {Ti y Mateo se acercan a Marco.)
Marco.— (Más confuso aun.) Nada, señor... Sólo... una pequeñez. (Trata
de ocultar el papel.)
Mateo.—¿Por
qué estás tan misterioso? Vamos, déjame verlo.
Marco.—No,
tío... Te lo ruego.
Mateo.—(Con
brusco y astuto movimiento, arranca el papel de la mano de Marco, lo mira
fugazmente y estalla en risotadas.) ¡Mira, Nicolò! ¡Mira!
Marco.—(Con
tono rebelde.) ¡Devuélveme eso!
Nicolò.—(Severamente.)
¡Pórtate bien, Marco! (A Mateo.) ¿Qué es eso?
Mateo.—Míralo
tú mismo. (Se lo tiende.) ¿Estabas enterado de que habías engendrado a
un ruiseñor? (Ríe groseramente. Nicolò lee, y en sus labios se dibuja una
sonrisa desdeñosa.)
Tedaldo.—¿Supongo
que Marco no habrá escrito una canción?
Nicolò.—(Se
acerca a él, riendo.) ¡Un poema! ¡Y nada menos que un poema de amor!
Tedaldo.—(Severamente,
tomando el poema.) ¡No os burléis de él! Agradeced, más bien, el que un
abrojo pueda engendrar higos. (Marco se conserva a distancia, el aire
malhumorado y hosco, los puños crispados. Tedaldo lee, frunce el ceño y luego
le dice sonriendo a Nicolò.) Tu temor de que esto pueda ser un poema, es...
¡hum!... un poco exagerado. (Lee, divertido, mientras Marco se retuerce.)
“Eres hermosa
como el oro del sol,
tu piel semeja
la plata de la luna,
tus ojos son
negras perlas que he conquistado.
Beso tus
labios de rubí y desfalleces,
en tanto me
agradeces con una sonrisa mi promesa,
de una gran
fortuna si me eres fiel,
mientras esté
ausente ganando oro
y plata, de
modo que cuando seamos viejos
tenga un
millón en mi cuenta
y mientras
tanto podamos permitirnos fácilmente
un gran
casamiento digno de nosotros
y empecemos a
tener hijos... ¡bendito sea Dios!”
(Hay un
estallido de risas en que participa Tedaldo. Marco busca con la mirada algún
agujero donde esconderse. Tedaldo le habla con aire divertido, pero bondadoso.)
Ven, Marco. Toma tu poema. Tu dama es un poco demasiado mineral, tu paraíso de
amor algo monetario... pero ello no debe importarte. Nunca serás más feliz como
Polo que como poeta. Toma. (Le da el poema a Marco. Éste estruja
furiosamente el papel y lo tira al suelo y pisotea.)
Nicolò.—(Con
tono de aprobación.) Razonable actitud, hijo mío.
Tedaldo.— (Escudriñando
el rostro de Marco, dice con dulzura.) Quizás yo haya sido un crítico
demasiado severo. Tu poema tenía sus méritos. Estoy seguro de que habría
conmovido el corazón de tu dama.
Marco.—(Con
gran alarde de hombría.) Oh. . . no me importan vuestras bromas. Sé
aguantarlas. Eso que hice era realmente tonto. A fin de cuentas, toda la poesía
es estúpida. Yo sólo quería divertirme, ver si era capaz de escribirlo. ¡Nunca
me sorprenderéis ya en semejante papel de tonto!
El monje.— (Al
oír un rumor de gritos que se acerca.) ¡Sssst! ¿Qué es eso? (El
Caballero se dirige precipitadamente hacia el vestíbulo.)
El
caballero.—Alguien viene aquí corriendo, seguido por una muchedumbre. Les oigo
gritar “Papa”.
El
monje.—¡Entonces, el cónclave ha elegido!
Los Polo.—(Con
alegría.) ¡Por fin! (Se oyen los gritos de muchas voces. El Centinela y
el Caballero dejan pasar al Mensajero, pero hacen retroceder a los demás.)
El mensajero.—
(Exhausto, cae de rodillas ante Tedaldo, tendiéndole un documento sellado.)
Vengo del cónclave. Tú eres el elegido. Su Santidad... (Se desploma,
desmayándose. La multitud lanza vítores y penetra impetuosamente. )
Tedaldo.—(Poniéndose
de pie, pálido y trémulo.) ¿Qué ha dicho?
El monje.—(Que
ha recogido el documento, gozosamente.) ¡Mira! ¡El sello oficial! ¡Eres el
Papa! (Se hinca con humildad.) Permítame Su Santidad que yo sea el
primero... (Besa la mano de Tedaldo. Todos están arrodillados ahora, con las
cabezas abatidas. Comienzan a oírse las campanadas de las iglesias.)
Tedaldo.— (Levantando
las manos hacia el cielo, aturdido.) ¡Señor, no soy digno! (Luego, les
dice a los que lo rodean, con voz temblorosa.) Dejadme solo. Debo orar para
que Dios me dé fuerzas... ¡para que me sirva de guía!
La multitud.—(En
un clamor.) ¡Tu bendición! (Tedaldo, con sencilla dignidad y poderío, la
bendice. El pueblo sale lentamente, caminando hacia atrás, siendo los últimos
el Monje y el Caballero. Los Polo se agrupan en primer término, conferenciando
en voz baja. Tedaldo se arrodilla ante el altar.)
Mateo.—Ahora
que Tedaldo es Papa, quizás podamos obtener de él una respuesta y emprender el
viaje de inmediato.
Nicolò.—El
tiempo es inmejorable.
Mateo.—Tedaldo
parece simpatizar con Marco. Háblale tú, Marco.
Marco.— (Reacio.)
Está orando.
Mateo.—Tendrá
tiempo de sobra si quiere orar, pero para nosotros el tiempo es oro. (Dándole
un empellón al reacio Marco.) ¡Esto probará tu coraje, Marco! ¡No eludas la
oportunidad! Marco.—(Apretando los dientes, animosamente.) Muy
bien. ¡Ya veréis que no tengo miedo! (Avanza audazmente hacia el altar, se
detiene allí durante un instante con aire turbado, mientras Tedaldo permanece
abstraído, y luego se deja caer de rodillas y dice, humildemente, pero con
insistencia.) Su Santidad. Perdóneme Su Santidad...
Tedaldo.— (Se
vuelve hacia él y, levantándose de un salto, dice imperiosamente.) ¡Quiero
estar solo! (Luego, al ver retroceder a Marco encogido, le dice más
bondadosamente.) Bueno... ¿Qué pasa? Te debo una recompensa, quizás... por
un insulto.
Marco.—(Balbuceante.)
Su Santidad... Si Su Santidad quisiese darme alguna respuesta para el Gran
Kan... podríamos partir ahora... con un tiempo tan favorable...
Tedaldo.—(Divertido
a pesar suyo.) ¡El día del Juicio Final, uno de vosotros interrumpirá a
Gabriel para venderle otra trompeta! (Sardónicamente, a los hermanos Polo.)
No tengo cien sabios... ¡ni uno solo siquiera! Decidle al Gran Kan que debe
haber creído en vuestras patrióticas mentiras. En caso contrario, no se habría
atrevido a formular semejante pedido.
Los Polo.—(Aterrorizados.)
Perdónenos Su Santidad. No nos atreveríamos a decirle eso... ¡El Kan nos haría
matar!
Tedaldo.—Le
mandaré un par de monjes. ¡Eso basta para convertir a un salvaje tártaro!
Mateo.—Pero,
Su Santidad ... ¡El Gran Kan no es un salvaje! ¡Tenga en cuenta Su Santidad que
todos los platos de su mesa son de oro macizo!
Tedaldo.—(Sonriendo.)
Y debe tener millones de platos también... ¿verdad? (Con repentino capricho.)
Pero, si fracasan los monjes, Marco puede ser mi misionero. ¡Que sea un ejemplo
de la virtuosa hombría de Occidente en medio de las ligerezas del paganismo,
que rehúya la debilidad de la poesía, que tenga un millón en su cuenta, como lo
expresó hermosamente, y apuesto un millón de esto o aquello a que el Kan se
verá impulsado muy pronto a buscar en alguna parte salvación espiritual!
Acordaos de mis palabras... ¡Marco valdrá por un millón de sabios... en la
causa de la sabiduría! (Ríe alegremente, levantando la mano sobre la cabeza
de Marco.) ¡Ve con mi bendición! Pero... ¿para que necesitas una bendición?
¡Has nacido con el éxito en el bolsillo! (Con un último gesto, se vuelve y
se marcha rápidamente por foro.)
Mateo.— (Después
de haberse marchado Tedaldo, con aire de aprobación.) ¡Marco está haciendo
ya una buena impresión!
Nicolò.—¡Es
porque tiene una cabeza sobre los hombros!
Marco.—(Comenzando
a sentirse algo engreído, con tono comercial.) No os preocupéis por mí.
¿Cuándo partimos?
Los Polo.— (Precipitadamente.)
De inmediato. Vámonos a empacar. (Salen por izquierda.) ¡Ven, Marco!
¡Date prisa!
Marco.—Voy. (Espera,
los sigue con la mirada, recoge el estrujado poema, comienza a meterlo en su
jubón y, cambiando de intención, murmura con valiente autodesdén.) ¡Bah!
¡Vaya un estúpido que soy! (Vuelve a arrojar al suelo el poema, se dispone a
irse, vacila, súbitamente regresa, lo recoge, lo mete en su jubón y sale
corriendo como un desorbitado hacia la puerta. La escena se esfuma en la
oscuridad. Las campanas de las iglesias, que nunca han cesado de sonar, siguen
aclamando con sus tañidos al nuevo Papa; pero los Polo emprenden
precipitadamente su viaje y pronto dejan atrás esos sonidos.)
Oscuridad
Escena III
Escenario:
La escena se ilumina gradualmente. A foro, se ve el frente de una mezquita
mahometana. Delante de la mezquita, un trono en que está sentado un príncipe
musulmán. A su derecha, el inevitable guerrero, a su iz-quierda, el inevitable
sacerdote: los dos defensores del Estado. A los pies del príncipe, sus esposas,
acurrucadas como esclavas. Todo está adornado con piedras preciosas, ostenta
colores llamativos y es suntuoso en ese ambiente. En cuclillas contra las
paredes laterales, formando una suerte de semicírculo, con el trono en el
centro, de derecha a izquierda, están una madre que amamanta a una criatura,
dos niños que juegan, una muchacha y un joven amorosamente abrazados, una
pareja de edad madura, una pareja de edad, un ataúd. Todas estas figuras
musulmanas permanecen inmóviles. Sólo sus ojos se mueven, mirando fijamente,
pero con indiferencia, a los Polo, parados en el centro. Marco lleva en cada
mano maletas que recuerdan extrañamente a las modernas cajas de muestras. Las
deja en el suelo y pasea a su alrededor una mirada de perplejo temor.
Nicolò.— (Volviéndose
hacia él, cordialmente.) Bien, hijo. Ya estamos en el Islam.
Marco.— (Los
ojos dilatados de asombro.) Un hombre me dijo que el Arca de Noé sigue aún
en estos lugares, sobre la cumbre de una montaña. (Con vehemencia.) Y
me lo probó, además. ¡Mirad! (Les muestra un trozo de madera.)
Arrancó esto del Arca. ¡Como veis, tiene las iniciales de Noé!
Mateo.—(Cernido.)
¿Cuánto pagaste por esto?
Marco.—Diez
sueldos de plata.
Nicolò.—(Arrancando
el trozo de la mano de Marco, con amargura.) ¡Estúpido! ¿Crees que Dios
Todopoderoso permitiría que los infieles cortaran trozos del Arca de Noé para
vendérselos a los cristianos como reliquias? Mateo.— (Zumbón.) Tu hijo y
tu dinero se han separado pronto, hermano. (Con tono apaciguador.) Pero
no es más que un niño. Pronto aprenderá. Y antes de proseguir nuestro
itinerario, Nicolò, convendría leerle algunas notas de nuestro último viaje,
para enseñarle todo lo que conviene recordar sobre este rincón del mundo.
Nicolò.—(Ambos
sacan libretas de notas parecidísimas a la agenda del hombre de negocios
moderno y leen.) Ahora pasamos por reinos donde adoran a Mahoma.
Mateo.—Hay un
reino llamado Mosul y en él un distrito llamado Bakú, donde existe un gran
manantial de petróleo. Hay una creciente demanda de eso. (Hablando.)
Anótalo mentalmente.
Marco.—Sí,
señor.
Nicolò,—Los
mercaderes obtienen grandes ganancias. La gente es sencilla. En invierno hace
mucho frío. Las mujeres usan calzones de lana. Se los ponen para que sus
caderas abulten más, porque eso es para los hombres una señal de belleza. (Los
dos mercaderes mahometanos entran por izquierda. Mateo los reconoce
inmediatamente, y en rápido aparte le dice a su hermano.)
Mateo.—Ahí
están esos malditos hermanos Alí. Como de costumbre, nos obligarán a rebajar
nuestros precios con su basura barata. (Los hermanos Alí han visto a los
Polo y hay entre ellos un aparte susurrado, a todas luces de la misma índole.
Luego, simultáneamente, ambas firmas co-merciales avanzan la una al encuentro
de la otra, con expresiones de la máxima cordialidad.) Vamos, vamos... ¡Qué
grato espectáculo el veros!
Uno de los
Alí.— ¡Queridísimos amigos! ¡Loado sea Alá! (Se abrazan.)
Mateo.— (Con
astuta sonrisa.) Apuesto a que estáis vendiendo aquí una buena lista de
mercancías... ¿verdad, viejos bribones?
El otro Alí.—
(Alegremente.) No hables de negocios, querido amigo. Pero vosotros
habéis emprendido un arriesgado viaje a la corte del Gran Kan, según tenemos
entendido... ¿verdad?
Mateo.—¡Cuántas
mentiras circulan por ahí! ¡En eso que se dice no hay una sola palabra de
cierto!
Nicolò.—¡Por
amor de Dios, no hablemos de negocios! Dediquémonos a una charla amistosa. (Los
cuatro se ponen en cuclillas, formando un círculo.)
Mateo.—(Con
un guiño.) Os contaré un gracioso cuento que me relató un armenio vendedor
de adornos para mesa, allá en Bagdad. (Todos estiran la cabeza hacia él, con
sonrisa expectante. Mateo mira a su alrededor y comienza, bajando
cautelosamente la voz.) Pues bien... Había un viejo judío llamado Isaac y
se casó con una muchacha llamada Rebeca... (Sigue narrando el cuento con una
mímica judía muy exagerada, pero con voz demasiado baja para que pueda oírse.
Mientras tanto, Marco se ha alejado de ellos, lleno de curiosidad y asombro,
para observar aquella vida extraña. Primero va hacia izquierda, se detiene ante
la madre y el lactante, le sonríe a éste con aire indeciso, luego se inclina
para apoderarse de su mano.)
Marco.—¡Buenos
días! (A la madre.) ¡Es gordo como la manteca! (Ambos permanecen en
silencio e inmóviles, mirando a Marco con aire muy lejano e indiferente calma.
Marco, desairado, se siente incómodo y se vuelve hacia los niños, que lo
contemplan, paralizados en pleno desarrollo de un juego con palitos. Marco
adopta un aire superior y condescendiente.) ¡Hum! ¿Aún se juega este juego
aquí? Lo recuerdo... desde mi infancia. (Los niños lo miran absortos, en
silencio. Él murmura, con disgusto.) ¡Alcornoques! (Y se vuelve hacia
los amantes, que, abrazados mejilla contra mejilla, lo miran también absortos.
Marco Polo los contempla, fascinado y lleno de emoción, y murmura con envidia.)
Es bonita. Supongo que estarán comprometidos... como Donata y yo. (Hurga en
su bolsillo y saca el relicario, suspendido de su cuello con una cinta.)
Donata es más bonita. (Con aire embarazado, le tiende el retrato a la pareja
para que lo vea.) ¿No os parece linda? Ella y yo nos casaremos algún día. (Ellos
sólo miran los ojos de Marco. Este les vuelve la espalda, herido e irritado.)
¡Idos al diablo, infieles! (Cierra el relicario, se detiene ante el trono,
trata de mirar con insolencia al príncipe, pero, asustado a pesar suyo, saluda
a regañadientes y pasa de largo, se detiene ante la pareja madura, ríe
burlonamente y pasa de largo, se detiene ante la pareja de edad y no puede
reprimir su curiosidad.) ¿Podría saber vuestra edad? (Desairado de
nuevo, pasa de largo, se detiene con aire fascinado ante el ataúd, se inclina y
lo toca con desafiante valor, lo recorre un supersticioso escalofrío y se
aparta, yendo hacia el grupo de mercaderes, que brama de risa al terminar su
historia Mateo.)
El otro Alí.—(A
Nicolò.) ¿Tu hijo?
Nicolò.—Sí. Y
una astilla del viejo palo.
El mayor de
los Alí.—¿Seguirá tus pasos?
Nicolò.—(Con
tono festivo.) ¡Sí! ¡Y más vale que tengáis cuidado, entonces! Posee ya la
vista penetrante de un halcón.
El mayor de
los Alí.—(Con la sombra de una mordaz sonrisa.) Se parece
muchísimo a un joven que vi en la carretera comprándole un trozo del Arca de
Noé a un estafador ambulante.
Mateo.—(Acudiendo
presurosamente en socorro de Nicolò, ya que éste no logra disimular su
aflicción, dice fanfarronamente.) Ese no era Marco. ¡Marco le habría
vendido a ese hombre los leones de San Marco a cambio de unos buenos perros
ratoneros! (Por derecha, entra la Prostituta. Está pintada, semidesnuda,
seductora de un modo sensual y descarado. Le sonríe a Marco tentadoramente. )
Marco.—(Con
una exclamación entrecortada.) ¡Mirad! ¿Qué es eso? (Todos se vuelven y
al reconocer a la mujer, ríen, con grosera familiaridad.) Mateo.—(Festivamente.)
De modo que estás otra vez aquí. Eres como una moneda falsa... Siempre vuelves.
La
prostituta.— (Sonriendo.) Cállate. Puedes apostar a que no son los
viejos tontos como tú quienes me hacen volver.
Nicolò.—(Con
sonrisa lasciva, mirándola.) ¿De veras? Pero son los viejos quienes tienen
dinero.
La
prostituta.—El dinero no siempre lo es todo. Por ejemplo, yo no le pediría
dinero a ése. (Señala a Marco.)
Nicolò.— (Irritado
y celoso.) ¡Déjalo en paz, asquerosa!
Mateo.—(Con
tono magnánimo.) Vamos, vamos, Nicolò. Deja que el niño tenga su desahogo.
La
prostituta.—(Los ojos fijos en Marco.) Hola, hermoso.
Marco.—(Perplejo.)
¿Sabes nuestro idioma?
La
prostituta.—Vendo a todas las naciones.
Marco.—¿Qué vendes?
La
prostituta.—Una preciosa joya. Yo misma. (Con deseo.) Pero, para ti, soy
un regalo. (Poniéndole las manos sobre los hombros y entreabriendo sus
labios.) ¿Por qué no me besas?
Marco.—(Terriblemente
confuso, librando una tremenda lucha consigo mismo.) Yo... yo no sé...
quiero decir, lo siento, pero... tienes que comprender... le he prometido a
alguien que yo nunca... (Zafándose bruscamente de ella, con miedo.)
¡Suéltame! No quiero tus besos. (De los hombres, brotan estruendosamente
groseras e insultantes carcajadas. Marco huye por izquierda.)
Nicolò.—-(Entre
dientes.) ¡Qué bobo!
Mateo.— (Dándole
tina palmada a la Prostituta en el hombro desnudo.) Tendrás más suerte la
vez próxima. ¡Él aprenderá!
La
prostituta.— (Tratando de disimular su resentimiento, fuerza una sonrisa
cínica.) Oh, sí... Pero, entonces, no seré un regalo. ¡Le haré pagar, nada
más que para darle una lección! (Ríe con aspereza y sale por izquierda.
Pausa. Los cuatro mercaderes siguen en cuclillas, sumidos nuevamente en
silencio.)
El mayor de
los Alí.—(Repentinamente.) En estas regiones han sucedido muchos
milagros. Cuentan que, en lejanos tiempos, tres reyes magos de este país fueron
a adorar a un profeta recién nacido y llevaron consigo tres clases de ofrendas,
oro, incienso y mirra: y cuando hubieron llegado al sitio donde había nacido el
Niño, se maravillaron, hincándose ante él.
Mateo.—Eso
está escrito en la Biblia. El niño era Jesucristo, nuestro Señor. (Se
santigua y lo mismo hace Nicolò.)
El mayor de
los Alí.—Vuestro Jesús fue un gran profeta.
Nicolò.—(Desafiante.)
¡Fue el Hijo de Dios!
Los dos Alí.—
(Obstinadamente.) ¡No hay más Dios que Alá! (Tensa pausa. Un derviche
del desierto entra corriendo y comienza una danza frenética girando sobre sí
mismo. Nadie se sorprende, con excepción de los hermanos Polo, que se ponen de
pie para mirarlo boquiabiertos, con el aire de estimativa emoción con que se
admira a un monstruo de la naturaleza en un espectáculo de variedades. Marco
vuelve y se les acerca.)
Mateo.— (Con
aire de entendido.) Si lo tuviésemos en Venecia, podríamos ganar un dineral
exhibiéndolo. (Nicolò asiente.)
Marco.—Tendré
que escribirle a Donata sobre esto, (Con aire de duda.) ¿Estará loco ese
hombre?
Mateo.—(Aparte,
en voz baja.) Hijo mío, todos los mahometanos están locos. Esa es la única
forma caritativa de encarar el asunto. (Súbitamente, se oye el llamado a la
oración de los muecines desde los minaretes de la mezquita. El derviche cae, de
cara al polvo. Todos se inclinan en actitud de plegaria, salvo los miembros de
la familia de Polo, que se miran con turbación, no sabiendo qué hacer.)
Marco.—¿Están
rezando?
Nicolò.—Sí.
Así llaman a eso. ¡De mucho les sirve!
Mateo.—¡Sssst!
¡Venid! Esta es una buena oportunidad para proseguir nuestro viaje. ¡Marco!
¡Despiértate!
(Salen
rápidamente por derecha. Marco los sigue con las muestras. El escenario se
esfuma rápidamente en la oscuridad, mientras se oye de nuevo el llamado de los
muecines.)
Oscuridad
Escena IV
Escenario:
La luz, que aparece lentamente, muestra a un encantador de serpientes hindú en
cuclillas en el centro. Del cesto que tiene delante está empezando a surgir una
serpiente, cuya cabeza oscila al son de la música tenue y chillona de una
calabaza. Por lo demás, el escenario, en la colocación de sus personajes y de
los caracteres y tipos presentados, es un duplicado exacto del anterior, salvo
que aquí el ambiente es hindú. El telón de fondo del trono del príncipe es
ahora un templo budista, en vez de una mezquita. Las inmóviles figuras que
miran fijamente son, todas ellas, hindúes. Detrás y por encima del trono del
rey, asoma un inmenso Buda. Los hermanos Polo están parados en el centro como
en la escena anterior y Marco sigue llevando las muestras. Tiene, ahora,
diecisiete años. Ha perdido, en parte, la frescura de la juventud.
Los tres
viajeros contemplan absortos al encantador de serpientes, los hermanos Polo
cínicamente, Marco boquiabierto de fascinado horror.)
Marco.—¡Mirad
esa mortífera serpiente! Mateo.—(Con cinismo.) Es una impostura,
como todo lo que hay aquí. Le han quitado los dientes.
Marco.—(Desilusionado.)
¡Oh! (Se aparta. El encantador de serpientes los mira furioso, deja de
tocar, empuja a su serpiente al interior de la cesta y se la lleva, después de
escupir en el suelo a los pies de los tres viajeros, con irritado disgusto.
Marco se sienta sobre una de las cajas y mira a su alrededor con exagerado
desdén. Contempla por fin al Buda y dice, con tono engreído.) ¡De modo que
éste es Buda!
Nicolò.—(Comenzando
a leer en su libreta de notas.) Estas gentes son idólatras. El clima es tan
cálido que, si se pone un huevo en sus ríos, se cuece de inmediato.
Mateo.—(Continuando
la lectura de su libreta, con el mismo tono.) Los mercaderes obtienen
grandes ganancias. Jengibre, pimienta e índigo. Las ovejas más grandes del
mundo. Diamantes de gran tamaño. Los reyes tienen quinientas esposas cada uno.
Marco.— (Con
disgusto.) ¡Aquí el calor es endiablado!
Mateo.—(Con
tono de advertencia.) ¡Sssst! Que no te oigan los nativos. Recuerda que
todos los climas son buenos cuando los negocios marchan satisfactoriamente.
Marco.— (Se
aleja, malhumorado, hacia izquierda. En el mismo momento entran dos mercaderes,
esta vez budistas. Entre ellos y los Polo se desarrolla el mismo juego escénico
qt/.e con los hermanos Alí en la escena anterior, con la sola diferencia de que
esta vez ello ocurre en pantomima, hasta que se oye la sonora risa general que
rubrica el fin de la narración de Mateo. Mientras Mateo relata su cuento, Marco
mira a la gente, pero esta vez adopta un aire negligente, lleno de
indiferencia, de hombre sabio en achaques terrenos. Hace un estúpido gesto para
llamar la atención del lactante, pasa junto a los dos chiquillos exhi-biendo
apenas una presuntuosa mirada, pero se detiene y mira con descaro a los
enamorados y escupe finalmente con exagerado desdén.) ¿Dónde creéis estar?
¿En casa con la luz apagada? ¿Por qué no cobráis la entrada? (Pasa de largo
majestuosamente y se detiene ante la pareja de edad madura, entre los cuales
hay una escudilla de arroz y dice asombrado, como si le pareciera extraña esta
prueba de su humanidad en común con él.) ¡Arroz de verdad! (Pasa junto
al trono como si no lo viese, deja atrás a la pareja de viejos con una mirada
de aversión y aparta la cabeza del ataúd en forma ostensible. Cuando vuelve al
grupo del centro, Mateo acaba de terminar su relato. Hay un estallido de risas.)
Marco.— (Con
sonrisa ansiosa.) ¿Qué les contaste, tío?
Mateo.— (Sonriendo,
con aire de burla.) Eres demasiado joven.
Marco.—(Jactanciosamente.)
¿Te parece?
Nicolò.—(Con
severidad.) ¡Marco! (La Prostituta, la misma de antes, pero ahora con
indumentaria hindú, ha entrado por izquierda y se acerca por detrás de Marco.)
La
prostituta.—¡Una astilla del viejo tronco, Nicolò!
Nicolò.— (Irritado.)
¡Tú, de nuevo!
Marco.—(Satisfecho
de verla, con cierta turbación.) Hola... Buenos días.
La
prostituta.— (Cínicamente.) Sabía que querrías verme. (Le ofrece sus
labios.) ¿Quieres besarme? (Al verlo vacilar.) Olvida tu promesa.
Bien sabes que quieres besarme.
Mateo.—(Sonriendo
burlonamente.) Los jóvenes de hoy carecen de bríos. Apuesto a que no te
besará.
La prostituta.—(Los
ojos fijos en los de Marco.) ¿Cuánto quieres apostar?
Mateo.—Diez
... (Marco la besa bruscamente.)
La prostituta.—
(Volviéndose hacia Mateo.) Gané, tío.
Marco.— (Sonriendo.)
No. Yo te besé antes de que él dijera diez qué.
Mateo.— ¡Así
es! ¡Bravo, Marco!
La prostituta.—(Volviéndose
hacia Marco, cínicamente. ) Estás aprendiendo. Te estás volviendo astuto hasta
en materia de besos. Ahora sólo me necesitas a mí para convertirte en un
hombre, de veras... por diez monedas de oro.
Marco.—(Invadido
por un sincero sentimiento de repentina vergüenza.) No, te lo ruego. Yo...
yo no quise decir eso. Sólo lo hice por broma.
La
prostituta.— (Con sonrisa confiada.) Más tarde, entonces... cuando
volvamos a encontrarnos. (Se va por izquierda.)
Marco.—(La
sigue con la mirada. Cuando ella se vuelve, evidentemente para mirarlo, él
agita la mano y le sonríe y luego dice, corrido.) Es linda. Lástima que
sea... lo que es.
Mateo.—No
derroches tu piedad. Las mujeres como ella son males necesarios. Todos somos
seres humanos. (Larga pausa.)
El más viejo
de los mercaderes budistas.—(Bruscamente.) El Buda enseñó que nuestra
amorosa bondad debe abarcar a todas las formas de la vida, que nuestra
compasión debe sufrir con los sufrientes, que nuestra simpatía debe comprender
todas las cosas y, finalmente, que nuestro juicio debe considerar de igual
importancia a todas las personas y cosas.
Nicolò.—(Con
aspereza.) ¿Quién era ese Buda?
El más viejo
de los mercaderes budistas.—La Encarnación de Dios.
Nicolò.—¿Te
refieres a Jesús?
El más viejo
de los mercaderes budistas.—(Sin prestarle atención.) Buda fue concebido
en forma inmaculada. La Luz penetró en la matriz de Maya y ésta alumbró a un
hijo que, al llegar a la virilidad, renunció a su esposa e hijo, a sus riquezas
y poder, y se fue a mendigar por los caminos, en busca del supremo esclarecimiento
que vencería al nacimiento y a la muerte: y, por fin, alcanzó la sabiduría en
que todo deseo termina y conoce el paraíso de la paz, el nirvana. Y al morir,
volvió a convertirse en un dios. (Las campanas del templo comienzan a tañer
simul-táneamente. Todos, salvo los Polo, se postran ante el Buda.)
Marco.—(A
su tío, en un susurro burlón.) ¿Murió y se convirtió en un dios? De modo
que es eso lo que creen de esta estatua de piedra... ¿verdad?
Mateo.—Todos
ellos están locos, como los mahometanos. No son responsables de sus palabras.
Marco.—(Repentinamente.)
Vi a dos de ellos con una escudilla de arroz...
Mateo.—Ah, sí.
Comen lo mismo que nosotros. (Con brusquedad.) ¡Vamos! Esta es nuestra
oportunidad para ponernos en marcha. No olvides nuestras cajas, Marco. (Salen
por izquierda, seguidos por Marco, que lleva las cajas de muestras. El
escenario se esfuma en la oscuridad. El clamor de las campanas del templo se
extingue lentamente, a lo lejos.)
Oscuridad
Escena V
Escenario:
De las tinieblas, surge el sonido de un pequeño timbal tártaro, cuyos golpes
marcan el ritmo para una voz nasal que canturrea, subiendo y bajando de tono,
en un salmodiar sin palabras.
La
oscuridad se desvanece gradualmente. A foro, se ve una sección de la Gran
Muralla china, con una enorme puerta cerrada de dos hojas. Son las últimas
horas de la tarde, momentos antes del crepúsculo. Inmediatamente delante de la
puerta, se halla un tosco trono sobre el cual está sentado un príncipe mogol,
con el guerrero y el hechicero a su derecha e izquierda, respectivamente. A los
costados, hay chozas mongólicas circulares. Delante de éstas, se hallan
sentadas las figuras inmóviles. El Trovador, sentado en cuclillas en el centro,
es el único cuya figura se mueve. Detrás del trono y por encima de él, hay un
pequeño ídolo hecho de fieltro y paño tejido. La indumentaria del príncipe y de
su corte es de ricas sedas, forradas de costosas pieles. Las figuras del
pueblo, en cuclillas, visten toscos trajes.
Los Polo
están parados en el centro. Marco sigue llevando las estropeadas cajas de
muestras. Tiene ya cerca de dieciocho años y es un joven impetuoso, pleno de
confianza en sí mismo, categórico y locuaz. Los tres Polo están cansados y su
ropa se halla raída y gastada por el viaje.
Marco.— (Dejando
en el suelo las cajas, ruidosamente y mirando en torno con desdeñosa valuación.)
¡Bienvenidos a Mongolia, vieja y amada patria!
Mateo.— (Con
gesto fatigado, saca su guía de viajes y comienza a leer, con el tono monótono
de una aburrida fórmula.) Rebaños... cabras... caballos... vacas. Las
mujeres se encargan de todas las compras y ventas. El comercio se reduce a las
vacas y las cosechas. En suma, la gente vive como las bestias.
Nicolò.— (Leyendo
de su libreta.) Tienen dos dioses: un Dios del Cielo al cual rezan por la
salud del alma y un Dios de la Tierra, que cuida de sus bienes terrenos.
También le elevan preces a él y hacen muchas otras cosas estúpidas.
Marco.— (Aburrido.)
¡Pues dejad que las hagan! (Se aleja y pasa junto a las figuras, pero ahora
apenas si las mira. Entran los dos mercaderes tártaros y se reproduce entre
ellos y los hermanos Polo la pantomima de saludos ocurrida con los mercaderes
budistas en la escena anterior. Marco participa de ella. Es evidente que todos
están cansadísimos. Bostezan y se disponen a acomodarse en el suelo.)
Mateo.—Tenemos
tiempo de echar una siesta antes de que abran las puertas.
Marco.—(Con
tono importante y aplomado.) ¡Un momento, nada más! Conozco un gracioso
cuento que me relató un pulidor de ídolos en el Tibet. ¡Lo más divertido que
hayáis oído! Según parece, un irlandés se emborrachó en Tangut y penetró al
vagabundear en un templo, donde confundió a una de las estatuas femeninas con
una mujer de carne y hueso y... (Prosigue, riendo entre dientes y por
momentos en voz alta, con una interminable pantomima cómica. Los dos mercaderes
tártaros se quedan dormidos. Finalmente, Marco termina, en un acceso de
turbulenta alegría.)
Nicolò.—(Con
aspereza.) ¡Alcornoque!
Mateo.—(Zumbón,
con un bostezo.) ¡La juventud quiere reír por su cuenta! (Marco cesa de
reír, atónito, y pasea una mirada absorta del uno al otro.)
Marco.— (Con
voz desmayada.) ¿Qué pasa?
Nicolò.—(Ásperamente.)
A menos que tus chascarrillos mejoren, nunca venderás nada.
Mateo.—Tendré
que darle a Marco unas cuantas lecciones sobre la manera de narrar un cuento. (Con
tono de advertencia.) Y mientras yo no te declare graduado... ¡chitón!...
¿Me entiendes? La gente que vive del otro lado de esta muralla podrá parecer
simple, pero no lo es. (Entra la Prostituta, vestida ahora a la usanza
tártara. Se acerca y posa la mano sobre la cabeza de Marco.)
La
prostituta.—¿Qué ha hecho ahora este niño malo?
Mateo.—¡Se
está volviendo demasiado gracioso! (Reposa la cabeza sobre sus brazos y se
entrega al sueño.)
La prostituta.—¿Vuelvo
a esperarte esta noche?
Marco.— No. Ya
te has quedado con todo mi dinero. (Súbitamente se pone de pie y se enfrenta
con ella, diciendo con tono disgustado.) Y he terminado contigo, de todos
modos. La prostituta.—(Con desdeñosa sonrisa.) Y yo, contigo... ahora,
que eres un hombre. (Se aleja.)
Marco.— (Irritado.)
¡Escucha! ¡Devuélveme lo que me robaste! Sé que anoche yo tenía una cinta
alrededor del cuello y que esta mañana había desaparecido. (Con tono
amenazador.) ¡Dámela! ¿Oyes? ¡O lo pasarás mal!
La prostituta.—(Sacando
del pecho un papel arrugado.) ¿Te refieres a esto?
Marco.—(Tratando
de arrebatárselo.) ¡No!
La prostituta.—(Desdobla
el papel y lo lee.)
“... ¡tenga un
millón en mi cuenta
y mientras
tanto, podamos permitirnos
un gran
casamiento digno de nosotros
y empecemos a
tener hijos, bendito sea Dios!”
(Ríe.)
¿Eres poeta, también?
Marco.— (Corrido
y furioso.) Yo no escribí eso.
La
prostituta.—Mientes. Debiste ser tú. ¿Por qué lo niegas? No vendas tu alma por
nada. Eso es mal negocio. (Ríe, agitando el poema en la mano levantada y
mirándolo burlonamente.) ¡Se va! ¡Se va! ¡Se fue! (Deja caer el papel,
lo mete pisoteándolo en la tierra y dice, riendo.) ¡Tu alma! ¡Muerta y
sepultada! ¡Hombre fuerte! (Ríe.)
Marco.— (Amenazador.)
¡Dame lo que estaba envuelto en eso! ¿Me oyes?
La
prostituta.—(Despectivamente, saca el relicario del pecho.) ¿Te refieres
a esto? Lo traía para devolvértelo. ¿Supones que quiero tener cerca el feo
rostro de esa mujer? ¡Tómalo! (Arroja el relicario a los pies de Marco. Éste
se inclina y lo recoge, lustrándolo sobre su manga con aire de remordimiento.
La Prostituta, al alejarse, le dice volviéndose a medias.) ¡Lo he besado,
para que recuerdes mi beso siempre que la beses a ella! (Ríe. Marco se
sobresalta y parece pronto a correr tras de ella, irritado. Súbitamente, brota
un grito de los labios de todos los tártaros, el Trovador y su timbal callan y
todos, a un tiempo, alzan los brazos y. los ojos al cielo. Luego, cantan
salmodia. )
El
trovador.—¡Dios de los Cielos, ven a nuestras almas! (Todos se postran en el
suelo, mientras él canta.) ¡Dios de la Tierra, ven a nuestros cuerpos! (Los
tártaros se incorporan. El Trovador reanuda el redoble de su tim-bal,
canturreando en voz baja y monótona. Los hermanos Polo se incorporan y
desperezan, con aire soñoliento.)
Marco.—(Inquisitivamente.)
¿Dos dioses? ¿Están reunidos ambos en una sola Persona, como en nuestra Santa
Trinidad?
Mateo.— (Escandalizado.)
¡No seas impío! Éstos son envilecidos paganos... o locos, lo cual es una manera
más caritativa de... (Desde el otro lado de la muralla, llega el estrépito
de una marcial música china. Las puertas se abren. A través de ellas, inunda el
escenario el brillo enceguecedor del sol que se pone. Entra una fila de soldados,
que acompañan a un Enviado de la Corte, ricamente ataviado. Este se dirige en
derechura hacia los Polo y les hace una gran reverencia.)
Enviado.—El
Gran Kan, Señor del Mundo, me ha mandado... (Mira en torno.) Pero...
¿dónde están los cien sabios de Occidente?
Nicolò.—(Confuso.)
Nos acompañaban dos monjes al partir... pero éstos nos abandonaron y se
volvieron.
Mateo.—(Con
tono de advertencia.) ¡Ssst!
El enviado.— (Con
indiferencia.) Se lo explicarán ustedes al Kan. Me ordenó que les diera la
bienvenida con todos los honores.
Mateo.—(Dándole
una palmada en la espalda.) Pues aquí nos tienes... ¡hambrientos como
cazadores! De modo que tu bienvenida será bienvenida, hermano. (El Enviado
se inclina saludando y emprende el regreso, seguido por los hermanos Polo, y
Mateo grita al alejarse.) ¡Atiende a tu trabajo, Marco! (Franquean la
puerta.)
Marco.— (Recogiendo
las cajas con aire fatigado y acicateándose a sí mismo.) ¡Arriba! ¡El Catay
o morir! (Franquea con esfuerzo las puertas. Por un momento, se lo ve enmarcado
por ellas, perfilado su contorno contra el luminoso cielo y arrastrando una
caja de muestras en cada mano. Luego las puertas se cierran y la luz se
extingue. Se oye el redoble del timbal y el canto se esfuma a lo lejos.)
Oscuridad
Escena VI
Escenario:
La música de nutridas orquestas chinas y tártaras estalla en un violentísimo crescendo de timbales, gongs y
flautas de sonido chillón y penetrante. La luz va llegando lentamente a un
grado de claridad enceguecedor. Entonces, al alcanzar la luz y el sonido su
punto culminante, se produce de pronto un silencio mortal. El escenario que
aparece es la Sala del Gran Trono del Palacio de Kublai, el Gran Kan, en la
ciudad de Cambaluc, del Catay, un inmenso aposento octogonal cuyos altos muros
ostentan ornamentos de oro y plata. En el lejano muro de foro, dentro de un
profundo nicho semejante al altar de un ídolo, está el trono del Gran Kan. A
éste se asciende por tres planos, de tres peldaños por plano. Arriba, sobre
almohadones de oro, está sentado Kublai, ataviado con su pesado ropaje de oro
ceremonial. Es un hombre de sesenta años, pero aún en la plenitud de sus
fuerzas y de semblante altivo y noble, cuya expresión tiene un dejo de irónico
humor y amargura, plenos con todo de comprensiva humanidad. En su persona se
combinan la conquistadora e indomable fuerza de un descendiente de Genghis Kan
con la humanizadora cultura de los chinos conquistados, que han empezado a
asimilarse a sus vencedores.
Al nivel
del trono, más abajo de Kublai, están: a su derecha, un guerrero mogol de
armadura completa, escudo y lanza, el rostro cernido, cruel y feroz, y a su
izquierda, Chu-Yin, el sabio y consejero del Kan, oriundo del Catay, un
venerable anciano de cabello blanco, de sencilla vestidura negra. Sobre el
plano principal, agrupados junto al trono, están: a la derecha, los hijos del
Kan; más allá, los nobles y guerreros de todos los rangos, y detrás de ellos
sus esposas, a la izquierda, las esposas y concubinas del Kan, luego los
cortesanos, oficiales, poetas, eruditos, etcétera: y todos los funcionarios
civiles y parásitos de la corte, con sus esposas a su lado. Marco está parado
con una caja de muestras en cada mano, perplejo y aturdido, volviéndose con
torpe gesto a uno y otro lado. Su padre y su tío, inclinándose, van hacia el
pie del trono y se arrodillan ante el Kan. Le hacen a Marco señales frenéticas
de que los imite, pero el joven está demasiado aturdido para notarlas. Toda la
gente del salón lo mira fijamente. El Kan contempla a los dos hermanos, con
aire severo. Un ujier del palacio se acerca silenciosamente a Marco y le indica
con ademán violento que debe hincarse.)
Marco.— (Interpretándolo
erróneamente, con tono agradecido.) Gracias, hermano. (Se sienta sobre
una de las cajas de muestras, ante el horror de toda la corte, que profiere una
exclamación entrecortada. El Kan mira aún con el ceño fruncido a los hermanos
Polo, mientras escucha el relato del Enviado que les ha servido de escolta. No
advierte lo ocurrido. Un ultrajado chambelán se abalanza sobre Marco y le
indica que se arrodille.)
Marco.—(Desconcertado.)
¿Qué sucede, ahora?
Kublai.—(Despide
al Enviado, después de haber escuchado su informe y les dirige la palabra con
frialdad a los hermanos Polo.) Os doy la bienvenida, señores Polo. Pero...
¿dónde están los cien sabios de Occidente que debían discutir con mis sabios
sobre las sagradas enseñan-zas de Lao-Tsé y Confucio y Buda y Cristo?
Mateo.—(Precipitadamente.)
El Papa sólo fue elegido pocos momentos antes de que...
Nicolò.—Y no
tenía sabios, por lo demás. (El Kan ve ahora a Marco y a su rostro asoma una
intrigada expresión de interés.)
Kublai.—¿Viene
con vosotros?
Nicolò.—(Vacilante.)
Es mi hijo Marco, Majestad... joven e insípido aún.
Kublai.—Ven
aquí, Marco Polo. (Marco se adelanta, tratando sin mayor éxito de adoptar un
aire audaz y aplomado.)
Mateo.—(En
ruidoso y vehemente aparte.) ¡Arrodíllate, asno! (Marco se deja caer de
rodillas.)
Kublai.—(Con
una sonrisa.) Te doy la bienvenida, joven Marco.
Marco.—Gracias,
señor... quiero decir Su Señoría... su... (Bruscamente.) Antes de que me
olvide... el Papa me dio un mensaje para vos, señor.
Kublai.—(Sonriendo.)
¿Eres tú los cien sabios?
Marco.—(Con
aplomo.) Pues... casi podría decirse que sí. Me envió en lugar de los cien
sabios. Dijo que yo valdría por un millón de sabios para vos.
Nicolò.—-(Precipitadamente.)
Su Santidad quiso decir que Marco, con su vida austera —sin desdeñar el aspecto
práctico, desde luego—, podría brindar un ejemplo capaz de presentar, mejor que
las palabras de los sabios, el producto en carne y hueso de nuestra
civilización cristiana.
Kublai.—(Con
apacible sonrisa.) Estudiaré esta apoteosis con infatigable interés. Lo
preveo desde ya.
Marco.—(Súbitamente,
con aire confidencial.) ¿No habrá querido Su Majestad hacer una broma,
simplemente, al pedir los cien sabios? Su Santidad consideró que Su Majestad
debía tener el sentido del humor. O que debía ser un optimista.
Kublai.—(Con
sonrisa comprensiva.) Temo que vuestro Santo Papa sea un cínico muy impío.
(Tratando de resolver un enigma que asedia su espíritu, dice
meditativamente.) ¿Habrá creído que este joven posee eso que se llama alma,
que según los sueños de Occidente sobrevive a la muerte... y que podría
revelármela? (Bruscamente, a Marco.) ¿Tienes un alma inmortal?
Marco.— (Sorprendido.)
¡Naturalmente! Cualquier estúpido lo sabe.
Kublai.— (Con
humildad.) Pero yo no soy un estúpido. ¿Puedes probármelo?
Marco.—Pues...
si no tuviéramos alma... ¿qué sucedería al morir?
Kublai.—Sí...
¿Qué sucedería?
Marco.—Pues,
nada. Que quedaríamos muertos... como un animal cualquiera.
Kublai.—Tu
lógica es irrefutable.
Marco.—Pero yo
no soy un animal... ¿verdad? Eso es bastante claro. (Orgullosamente.)
¡No, señor! ¡Soy un hombre hecho por Dios Todopoderoso a Su Imagen, para Su
mayor gloria!
Kublai.— (Lo
contempla absorto durante unos instantes, con aterrada valuación y dice, con
tono extático.) ¡De modo que tú eres la Imagen de Dios! Ciertamente, hay en
ti algo, algo completo e incontrovertible... Pero, espera... ¡Una prueba! (Da
una palmada, señalando a Marco. Dos soldados, con las espadas desenvainadas,
saltan hacia adelante y lo aferran, atándole las manos a la espalda.)
Mateo.—(Servilmente.)
¡Piedad! ¡No es más que un niño!
Nicolò.— (Servilmente.)
¡Piedad! ¡No es más que un tonto!
Kublai.—(Con
severidad.) ¡Silencio! (A Marco, con inhumana calma.) Ya que posees
la vida eterna, no podrá dañarte el hecho de que te haga cortar la cabeza. (Le
hace una señal a un soldado, que ejecuta un molinete con su espada.) Marco.—(Tratando
de disimular su miedo con un tono trémulo y festivo.) ¡Yo... podría...
resfriarme!
Kublai.—Bromeas,
pero tu voz tiembla. ¡Cómo! ¿Temes morir, joven inmortal? Pues bien... Si
confiesas que tu alma inmortal es una estúpida invención de tu temor y que
cuando mueras estarás tan muerto como un perro muerto...
Marco.—(Con
repentina furia.) ¡Pagano embustero! (Lo mira furiosamente, con aire
desafiante. Su padre y su tío gimen de horror.)
Kublai.—(Ríe
y da una palmada. Marco es liberado. El Kan escudriña su rostro malhumorado,
pero que revela alivio, con aire divertido.) ¡Perdóname, Marco! Yo
sospechaba un lunar, pero eres perfecto. Tu muerte te resulta inconcebible.
Eres un héroe nato. Debo conservarte a mi lado. ¡Me hablarás de tu alma y yo
escucharé, como si se tratara de los cien sabios de Occidente! ¿Convenido?
Marco.— (Con
tono vacilante.) Sé que se trata de un gran honor, señor... pero si dejamos
de lado ese aspecto del alma... os diré que necesito comer.
Kublai.—(Sorprendido.)
¿Comer?
Marco.—Quiero
decir... que soy ambicioso. Tengo que triunfar y... (Súbitamente, habla
claro.) ¿Cuánto puede pagarme Su Majestad?
Kublai.— ¡Ja,
ja! Bueno. Ya verás que también soy un hombre práctico. Puedo iniciarte en la
carrera que quieras. ¿Cuál prefieres?
Mateo.—(Interponiéndose,
con vehemencia.) Si se me permitiera hablar, con el niño en privado durante
unos instantes... darle mi humilde consejo... es tan joven... (Mateo y
Nicolò se llevan presurosamente a Marco a primer término.)
Mateo.—Has
causado una impresión favorable... ¡Dios sabe por qué! ¡Pero machaca mientras
el hierro está caliente, imbécil! Pídele que te nombre comprador de segunda
clase del gobierno.
Marco.— (Ofendido.)
¡No! ¡Seré de primera clase o nada!
Mateo.—¡No
seas estúpido! Un comprador de primera clase sólo luce botones de cobre y no
tiene oportunidades. Un comprador de segunda viaja por todas partes con los
gastos pagos, traba relación con todos los comerciantes, los obliga asustándolos
a darle participación en todo... ¡y gana lo que le corresponde legítimamente! (Con
mirada ladina y un codazo en las costillas.) Y, estando siempre en el
secreto, podrás decírnoslo en voz baja a tiempo para obtener ventaja...
Marco.— (Algo
agitado, con fanfarrón aplomo.) No sé. El Kan se ha portado bien conmigo.
Después de todo, la honradez es la mejor política... ¿verdad?
Mateo.—(Mirándolo
severamente.) ¿Crees que te estoy aconsejando robar... yo, Mateo Polo, cuya
rectitud nadie pone en duda?
Marco.—(Impresionado.)
No quise decir...
Mateo.— (Solemnemente.)
¿Presumes al Kan un Nerón que te supone capaz de vivir con tu solo sueldo?
Marco.— (Con
tono inseguro.) No. Supongo que no. (Repentinamente mira a Mateo, con
astuto guiño.) Cuando te proporcione un informe confidencial. . . ¿qué
obtendré de Polo Hermanos?
Mateo.—(Fluctuando
entre la estima y la consternación.) ¡Ja, ja! Estás aprendiendo pronto...
¿eh? (Precipitadamente.) Te diré... Nosotros habíamos pensado ya en eso
—cuenta con nosotros para cuidar de tus mejores intereses— y resolvimos...
hacerte socio joven de la firma... ¿eh, Nicolò?... Polo Hermanos e Hijo... Eso
suena bien... ¿no es así?
Marco.—(Con
astuta sonrisa.) Es un gran honor... Un honor muy grande. (Con tono significativo.)
Pero como ninguno de vosotros es Nerón, también me ofrecéis, naturalmente...
Mateo.—(Sonriendo
contra su voluntad.) ¡Hum! ¡Hum! ¡Judas!
Marco.—Una
buena participación ...
Nicolò.— (Tempestuoso,
pero en cuyos ojos brilla un paternal orgullo.) ¡Joven bribón!
Mateo.—-(Riendo.)
¡Ja, ja! ¡Bravo, Marco! ¡Los Polo siempre serán los Polo! (Los tres se
abrazan, riendo. Kublai, que los ha estado observando atentamente, se vuelve
hacia Chu-Yin y ambos sonríen.)
Kublai.—¿Habrá
querido decir su Papa que un tonto brinda mejor tema de estudio para un
gobernante de tontos de lo que podrían serlo cien sabios? Este Marco me
conmueve como un niño, pero noto en él al propio tiempo algo de
desnaturalizado, de deformado... Dime... ¿Qué he de hacer con él?
Chu-yin.—Deja
que se desarrolle de acuerdo con sus inclinaciones y dale también todas las
oportunidades posibles para formarse realmente, si así lo desea. Y
observémoslo. Al menos, si él no logra aprender, nosotros aprenderemos.
Kublai.— (Sonriendo.)
Sí. Y nos divertirá. (Llama, con tono imperativo.) ¡Marco Polo! (Marco
se vuelve, algo asustado, y se acerca al trono, hincándose.) ¿Te has
decidido?
Marco.— (Con
presteza.) Desearía ser nombrado comprador de segunda clase del gobierno.
Kublai.—(Un
poco tomado de sorpresa, con tono intrigado.) ¡Eres bastante modesto!
Marco.— (Con
tono varonil.) ¡Quiero empezar desde abajo!
Kublai.— (Con
burlona grandilocuencia.) ¡Levántate, pues, Marco de Segunda Clase!
Recibirás tu nombramiento de inmediato. (Con un fulgor en los ojos.)
Pero cada vez que vuelvas de un viaje tendrás que contarme todas las
observaciones y comentarios de tu alma en el Oriente. ¡Quedas advertido! ¡No
dejes de hacerlo ni en una sola oportunidad! Marco.— (Confuso, pero con
convicción.) No dejaré de hacerlo. Tomaré abundantes notas. (Significativamente.)
Y soy capaz de recordar todos los pequeños incidentes humorísticos...
Mateo.— (Aprensivamente.)
¡Bendito sea nuestro Salvador! (Tiene un violento acceso de tos.)
Marco.—(Mirándolo
con aire de interrogación.) ¿Hum? (Interpretando erróneamente la señal
de su tío.) ¿Y puedo anunciarle a Su Majestad que acaba de serme discernido
un señalado honor? Mi padre y mi tío me han incorporado a su firma. Se llamará,
desde ahora, Polo Hermanos e Hijo y si podemos servir en alguna forma a Su
Majestad...
Kublai.—(Cuyo
rostro se ilumina.) ¡Ajá! ¡Comienzo a oler a todos los picaros del Catay! (Los
hermanos Polo se inclinan hasta el suelo, temblando de inquietud. Kublai ríe,
apaciblemente.) Sin duda, desearéis celebrar juntos este éxito de la
familia, de modo que podéis marcharos. ¡Y acepta mis congratulaciones, Marco!
Marco.—Gracias,
Majestad. Su Majestad jamás lamentará esto. ¡Siempre serviré sus mejores
intereses, con la ayuda de Dios! (Sale con paso majestuoso, precedido
precipitadamente por los trémulos Nicolò y Mateo. Kublai ríe y se vuelve hacia
Chu-Yin, que sonríe.)
Telón
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