15/4/20

COSAS DE PAPÁ Y MAMÁ ALFONSO PASO

COSAS DE PAPÁ
   Y MAMÁ




ALFONSO PASO


           
Personajes:
Bolt
Elena
Luisa
Leandro
Julio


                               PROLOGO PRIMERO

Una mujer vestida con sobria elegancia, surge por el centro del pasillo de butacas. Tal vez se
haya levantado de una de ellas, aunque al principio, por su aspecto corriente y normal, no nos
hayamos dado cuenta. Se dirige al público repitiendo con cierta frecuencia un ademán
“personal e intransferible”: la mujer se quita y se pone las gafas, de gruesa montura, con
relativa insistencia. Es, por tanto, mujer nerviosa, gran lectora y, a pesar de su aparente
desenvoltura, una persona tímida.


BOLT: Buenas noches. Disculpen que me presente así. Quería haberme puesto
una ropa más seria. Pero siempre me sucede lo mismo. Como buena española,
llego tarde al teatro. Soy Juana G. Bolt. Eso de la G punto es un truco que
hemos importado de Norteamérica, junto al aceite de soja y las ventas a plazos.
La G punto da importancia. ¿Cómo se llama usted? Juana G punto. ¡Anda! G
punto. La gente tiembla. ¿Qué hay detrás de la G punto? A las G punto les pasa
como a las viejas, que casi siempre esconden una tontería. En este caso, la
tontería es Gómez. Juana Gómez Bolt. Española, médica y lo suficientemente
rica como para no tener coche, ni nevera ni cocina eléctrica. Médica. En
realidad, vengo a contarles un caso clínico, sin más importancia. Figura en lo que
llamo Carpeta B. En esta carpeta incluyo los enfermos sin más ni más. ¿Qué
enfermos son esos? Bueno. Tratase de unos seres que acuden a las consultas
diciendo que les duele el hígado, los riñones, el pecho, la espalda. Se les
examina. No hay motivo. “Usted no tiene nada”, se les dice. “Doctora que estoy
muy malo. Doctora que me muero”. “¿Pero cómo va usted a morirse si no tiene
nada?” “Doctora que me acabo como una velita”… “Que no hombre, que no puede
usted morirse porque no tiene nada.” Un día, el médico, caminando tras el
féretro donde va su cliente, solo acierta a repetirse: “Pues se ha muerto. Y no
tenía nada”. Yo era de esas médicas. Pendientes de la pantalla. Sacando sangre
a diestro y siniestro… ¡He llegado a analizar hasta las uñas de mis enfermos!
Hubo una cosa que no analicé nunca: el alma. Y a la vista de una señora que se
había ido al barrio ese, gracias a Dios, poco comunicado, se me ocurrió
preguntar una tontería a la familia: “¿Tuvo algún disgusto serio con su marido?”
La respuesta fue terrible. “Hace seis meses que la dejo” Diagnostiqué a la
velocidad del rayo. “¿De qué ha muerto doctora?” “De pena”. “¿Como de pena?”
“Tenía una infección” “Tenía ganas de cogerla”.- repuse- “Pero hay unos
microbios”. “Si el marido hubiera estado junto a ella, se ríe de los microbios”.
Hoy firmo actas de defunción diciendo: “Fulanito de tal murió a causa de cinco
letras con gastos”. “Menganito de cual ha fallecido a causa de la jubilación”.
“Zutanito nos dijo que estaba cansado de ir a la oficina y tener broncas con su
mujer y que viviéramos nosotros porque él no estaba para eso”. Así
sucesivamente. Porque vivir representa un tremendo esfuerzo de voluntad.
Hace dos años tuve ocasión de comprobarlo en la más extraña, divertida y
fantástica historia de mi Carpeta B. (Ha subido al escenario y se sitúa junto al lateral
derecho) El asunto empezó como empiezan las cosas poco respetables: un día de
primavera. Estaba yo en mi despacho, pasando la consulta…



SE ALZA EL TELÓN




PROLOGO SEGUNDO


El foro, ocupado por una gran cortina de “Americana”. Hacia la derecha, dejando a la izquierda
tres cuartos de escenario aproximadamente, hay – en esquina – una puerta que da paso al
despacho de G. Bolt. En la derecha, una mesa – leve y fácilmente transportable -, un sillón tras
ella y una silla delante. En la izquierda, - casi la totalidad del escenario, como hemos advertido
-, hay un sofá, dos silloncitos y una mesa redonda, con periódicos, sobre la que advertimos un
búcaro de cristal con una rosa casi seca.

(Al alzarse el telón G. Bolt, ha quedado, pues, incluida es su despacho. Sentada en el sofá,
ELENA. Ya no cumple los cincuenta. Vestida con desgana y absoluta dejadez. Un poco
descuidado el pelo. Junto a ella, LUISA. Veinte años, atractiva, bonita. Viste al modo
“utilitario”, según los usos de la época. No por ello resulta menos femenina, aunque, preciso es
confesarlo, si menos dulce, lejana o misteriosa. G Bolt ha desaparecido momentáneamente por
la derecha)


ELENA: (Repentinamente lanza un suspiro largo y profundo) Ayyy... (Luisa la mira con
impaciencia mientras ojea el periódico)

LUISA: Bueno...
ELENA: (En un bisbiseo) bis, bis, bis, bis…
LUISA: ¡Mamá levanta la voz no hay forma de oírte!
ELENA: (Muy débil, muy desinteresada) ¿Que ha hecho hoy Corea del Norte?
                                                                                                3
LUISA: Es muy largo de contar, se opone a la conferencia de desarme
ELENA: ¿Qué van a desarmar?
LUISA: Desarme mama, hay que rebajar las fuerzas armadas de todos los
países. Europa tiene que garantizarse una paz duradera. Si Europa.
ELENA: Hija, me importa un pito Europa.
LUISA: Entonces ¿para qué preguntas...?
ELENA: Porque si te pregunto la hora me dices las cinco, y se acabo.
LUISA: ¡Mamá!
ELENA: ¡No me quieres Luisita! ¡No me quieres......!
LUISA: ¡Bueno!
ELENA: Estoy más sola que un hongo. Desde que murió tu padre más sola que un
honguito. Apenas te veo.
LUISA: Tengo que trabajar.
ELENA: No te hace falta pero tienes que trabajar. Mi hija es licenciada en
Filosofía y Letras. Da clases. Y siempre está con las clases
LUISA: Me redimiré de eso. Ya sabes que las academias te explotan. Algún día
pondré mi propia academia.
ELENA: Pero si no lo necesitas, con mi renta…
LUISA: ¡Hay que garantizarse un porvenir! El hombre se justifica trabajando,
creando riquezas.
ELENA: Si ni siquiera te casas. ¡Si te casaras por lo menos yo tendría un yerno
con quien distraerme peleándome! ... ¡Me muero Luisita, te lo advierto, me
muero!
LUISA: ¿Quieres leer otra vez la carta del Dr. Aguirre? (Blande un papel en su
mano.) No tienes nada en el hígado.
ELENA: ¿No? Pero me mareo y me duele aquí (se señala el abdomen, hacia la derecha)
LUISA: Tampoco tienes nada en el estomago
ELENA: ¿No...? Pues me late. Si, si me late el estomago
LUISA: ¿Pero cómo te va a latir el estomago? ¡Lo que late es el corazón!
ELENA: (Confidencial) Si yo te dijera que lo que no me late es el corazón…
LUISA: ¡Mama!
ELENA: ¿Y por qué se me duermen las piernas? Eh? ¿Y por qué en cambio, yo no
me duermo?
LUISA: Estas sana mama, estas perfectamente sana. Lo dice el Dr. Aguirre que
ha estudiado 7 años para decirlo.
ELENA: Me las piro Luisita. Te dejo.
LUISA: ¡Ay, mamá que agonía! Si tienes 47 años.
ELENA: ¡¡50!!
LUISA: Bueno 50, Eres joven.
ELENA: Soy una vieja. Y tú lo sabes. Estoy mandada a retirar y en cuanto
termine los cien lunes a San Cipriano, me retiro.
LUISA: ¿Que quieres, un viaje? Te llevo a Alicante, al mejor hotel.
ELENA: (Sin ilusión). Alicante…
LUISA: A Paris.
ELENA: (Despectiva) ¡Paris!
LUISA: Mama, es una cosa inolvidable Paris en primavera.
ELENA: (Con un gesto de desdén) Primavera…
LUISA: ¡Dios mío! He dejado una clase por acompañarte, ahora voy a telefonear
dejando otra, estoy a tu lado, me tienes contigo. (Irritada ya) Esto no puede
seguir así. ¿Qué más quieres mama? Tienes dos casas, una renta magnifica.
Puedes vivir como un rajá.
ELENA: ¡Niña no me faltes!
LUISA: Bueno ¡como una reina! El otro día te tocan los ciegos.
ELENA: (Con su habitual desdén) Los ciegos…
LUISA: Y en la penúltima Navidad coges 20.000 euros del gordo.
ELENA: Yo no las cogí, me las dieron. De sobra sabes que tu madre no tiene
fuerzas ni para coger un lápiz.
LUISA: Donde pones la mano brota dinero.
ELENA: La pongo en tan pocos sitios.
LUISA: Y para colmo estas mejor de salud que yo.
ELENA: (Ofendida) ¿Mejor? Tú no sabes lo que dices.
LUISA: Lo dice el Dr. Aguirre.
ELENA: El Dr. Aguirre es una tortuga con bata blanca.
LUISA: ¡Mama por favor!
ELENA: ¡Ah las batas blancas de algunos médicos! Como se refugian en ellas
para impresionarnos. Porque no recetan de paisano eh? ¿Por qué se tienen que
vestir de uniforme para recetar?
LUISA: Estas diciendo una sarta de tonterías.
ELENA: ¿Yo?
LUISA: Si, tu.
ELENA: ¿Tu madre? Demasiado sabes que no tengo fuerzas más que para decir
cosas sensatas. ¡No me quieres...!
LUISA: ¡Ayyyy, señor...!
ELENA: Me muero, vaya que si me muero.
LUISA: ¡¡¡¡Ya basta mamá!!!!

 
(Ha sostenido este dialogo en voz alta, llegando a acalorarse. De pronto ELENA muy dulce,
musita)


ELENA: Ea. Ya no me late.
LUISA: ¿Qué?
ELENA: (Dulcísima) ¿Qué va a ser? El corazón. Nada, se me ha quedado
quietecito. Yo le entiendo es que trabaja mucho el pobrecito. Todo el día
trique-traca, triqui-traca. A ver cuánto tiempo duro con el corazón parado
(LUISA va a acercarse a ella. ELENA la detiene con un breve ademán). Calla, calla no lo
asustes que ya empieza otra vez. Tic-tac, tic-tac… ya está. (Con inusitada dulzura)
¿Los ojos los tengo en su sitio?
LUISA: Si.
ELENA: ¿Uno a cada lado de la nariz, como de costumbre?
LUISA: ¡Como de costumbre...!
ELENA: ¡Qué alegría porque no veo!
LUISA: ¿Qué no ves?
ELENA: ¡Absolutamente nada!
LUISA: Lee ahí.

(Coge un periódico y se lo tiende a ELENA, que prueba su vista)


ELENA: “Ayer fue enterrado Castro” ¿Oye se ha muerto ese hombre?
LUISA: Se murió hace mucho. Debías saber que en la consulta de los médicos
buenos los periódicos son siempre atrasados. De esta forma se medita sobre el
pasado.
ELENA: Y no se piensa en el futuro. ¡Se ha muerto Castro! Eso fue cosa de San
Antonio de Padua. Lo que se lo tenía yo pedido. Recuérdame que le haga una
novena.
LUISA: Oye mama, ¿no crees que ya está bien de santos?
ELENA: Si, hay muchos.
LUISA: Me refiero a lo que tú haces. San Nicolás de Bari para los asuntos
domésticos; Santa Bisbiana para que no me ocurra nada; Santa Margarita para
no sé qué; San Expedito para que se vayan los pelmazos. En cuanto a San
Antonio…
ELENA: ¡Pobrecito mío! ¡Tan rico vestido de San Francisco!
LUISA: En cuanto a San Antonio, lo utilizas para cosas poco respetables.
ELENA: ¿Poco respetables?
LUISA: Mama, pedirle a San Antonio que se muera Castro, es algo bochornoso.
ELENA: ¿Bochornoso? Tú eres de cuidado. ¡A ti te han metido unas ideas muy
raras en la cabeza!
LUISA: Bueno, se trata de que dejes en paz a los santos una temporada y vivas
más cerca de la tierra, más realmente. ¿Comprendes?
ELENA: ¡Que juventud! ¡Qué asco! Cuanto materialismo. ¿Y vosotros sois los que
vais a cambiar el mundo? Di que no lo veré yo. Un asquito, eso es lo que sois,
unos pozos de frivolidad, de ateísmo…
LUISA: Mama, no digas disparates.
ELENA: ¿Tu madre disparates?
LUISA: Mi madre disparates
ELENA: ¡Qué no!
LUISA: Que siiii!
ELENA: (Con un ademán urgente) Quieta.
LUISA: ¿Qué?
ELENA: Las piernas… No las despiertes que se han dormido.
LUISA: Levántate
ELENA: ¡No puedo!
LUISA: (Tirándola del brazo) ¡Vamos mamá por Dios!

(Por la izquierda, entra JULIO, tirando del las manos de LEANDRO. JULIO es un muchacho
que acaba de cumplir los 25 anos. Aspecto serio, formal. Arrastra como ya he dicho a
LEANDRO. Es su padre. Ronda los 55. La verdad, está hecho una lástima. Vestido con desgana,
con descuido. El pelo le cae como una cascada sobre las orejas. Lleva un lastimoso bigote con
las guías caídas y lacias)


JULIO: ¡Vamos papá, por Dios!
LEANDRO: Si es inútil. Si se han dormido, Julio…
JULIO: Eso son aprensiones.
LEANDRO: Que se me han quedado de madera, Julio.
JULIO: (Desesperado). ¡Papá por Dios, no ve vuelvas loco!
LEANDRO: Aguarda, que la derecha ya funciona.

(Avanza un poco hacia el sofá)


LUISA: Mamá, levántate.
ELENA: Hija déjame morir aquí sentada.
LUISA: ¡Mamá!
ELENA: ¡Que no me muevo!
LUISA: ¡Está bien!

(Se retira fastidiada, en el momento en que JULIO ha sentado a su padre en el sofá. ELENA y
LEANDRO ofrecen un aspecto lastimoso. Miran ambos al frente con la vista fija en el vacío)


ELENA: Hija si estaré mal, que creo que tengo un señor al lado.
LUISA: Es que tienes un señor al lado.
ELENA: (Mirando) Pues es verdad. Buenas tardes. (LEANDRO no contesta) Buenas
tardes. (Un poco quemada) ¡Buenas tardes! ¡Qué grosero!
LEANDRO: No, es que soy sordo. Y me ha cogido usted del lado malo. ¡De ese
oído no oigo nada!
ELENA: ¿Y del otro?
LEANDRO: Muy poco. Le parecerá a usted una tontería, pero de este cuando
oigo mejor son los lunes, miércoles y viernes.
ELENA: ¡Ah!
LEANDRO: Si pudiese conseguir que se me arreglara este los martes, jueves y
sábados…
ELENA: Los domingos, ninguno, así no oye los resultados de los partidos.
LEANDRO: Eso.
ELENA: Bueno, pues perdone usted.
LEANDRO: Disculpe, no la oigo.
ELENA: ¡Que perdón!
LEANDRO: Ah, nada, nada.

(Se callan. JULIO ha tomado una revista y lee. LUISA le imita. Un silencio. Suspiro largo,
tremendo de ELENA. LUISA echa una mirada a su madre por encima del periódico. De pronto
LEANDRO empieza a toser de una manera terrible. Es una tos bronca, continua, con silbidos al
aspirar el aire, que lo agitan convulsivamente. JULIO se levanta con resignación, se acerca a
su padre y le alza el brazo derecho. En el acto cesa la tos. JULIO le baja el brazo con
cuidado. A mitad de camino LEANDRO empieza a toser de nuevo y JULIO el vuelve a subir el
brazo. Cesa de toser LEANDRO. JULIO le baja el brazo con precaución y luego se sienta.
Consulta el reloj.)

LEANDRO: ¡Estás perdiendo el tiempo conmigo, Julio!
JULIO: No es eso. Es que tengo clase a las cinco y faltan veinte minutos. Si
este señor va a tardar mucho... (A LUISA) Señorita, ¿a usted le importaría
dejarnos pasar primero? ¿Es qué tengo clase a las cinco?
LUISA: ¡Y yo!
JULIO; ¿Qué?
LUISA: Que yo también tengo clase a las cinco.
JULIO: No me ha entendido. Soy licenciado.
LUISA: ¡Yo también!
JULIO: (Sorprendido) ¿Letras?
LUISA: (Asiente) ¿Exactas? (asiente JULIO) Me pareció reconocerle al entrar.
Usted da clases en el colegio Ateneo.
JULIO: Pues no.
LUISA: ¿En el Menéndez Pelayo?
JULIO: No.
LUISA: ¿De qué le conozco yo?
JULIO: Aguarde. ¿No vive en General Iglesias?
LUISA: Vivo en San Epifanio.
JULIO: Que es la calle de la esquina. ¡Claro de eso nos conocemos!
LUISA: La ventana de mi comedor da frente al salón de usted.
JULIO: Y de su cocina a la mía hay seis metros. Claro. Encantado de conocerla…
Julio Cano.
LUISA: Luisa Velasco. Encantada.

(Se estrechan la mano. Los padres observan fijamente, sin decir nada)


JULIO: Me pareció verla en una moto. A mí me descuentan cualquier retraso.
LUISA: Si; Hay que llegar a tiempo a tantos sitios…
JULIO: Así al entrar, ya me había parecido…; pero no me fije mucho.
LUISA: A mí me pasa igual; que no me fijo en nada. Hay prisa siempre.
JULIO: No me hable. Seis clases diarias.
LUISA: Yo cuatro. Termino muerta.

(ELENA y LEANDRO empiezan a hacer “sus cosas” para que los muchachos les atiendan.
ELENA repite su suspiro con el soniquete de “Ay Jesús mío, que poca cosa somos y como todo
se termina” mientras LEANDRO se pone a toser con un entusiasmo digno de mejor causa, todo
ello bajo el dialogo de los muchachos y sin que ellos les hagan el menor caso).

JULIO: ¡Y lo que son en algunas academias! Que si se llega diez minutos tarde…
LUISA: A mi me descuentan los retrasos.
JULIO: Ah pues eso debe denunciarlo al colegio de licenciados.
LUISA: No crea, muchas veces he pensado en poner mi propia academia. Es un
negocio redondo.
JULIO: Bueno, pues avíseme, aquí tiene un socio.
LUISA: Pues seria cosa de atreverse.
JULIO: ¿Dinero?
LUISA: Al cincuenta.
JULIO; Para empezar, veinte mil euros.
LUISA: Sobra. El material a crédito.
JULIO: ¿Descuento?
LUISA: En Bankia.
JULIO: En Banesto. Yo empiezo a moverme. Hay una planta en Leganitos que
conviene.

(Han sacado dos cuadernitos y sin encomendarse a nadie empiezan a apuntar sus teléfonos).


LUISA: De acuerdo, a ver que hacemos.
JULIO: Grandes cosas. (Y ahora se vuelven. Los padres han desistido de quejarse y los
observan asombrados). ¡Papá somos vecinos!
LEANDRO: Si hijo, ya me he enterado.
LUISA: Este es el muchacho que canta “La Picolissima Serenata” mientras se
afeita, mama.
ELENA: Que la canta usted muy bien.
JULIO: Encantado, señora.
ELENA: Beso a usted la mano.
JULIO: (Desconcertado) ¿Qué?
ELENA: Beso a usted la mano.
JULIO: Pero, ¿por qué?
LEANDRO: Hijo es una cortesía. El hombre dice: A sus pies. La señora
contesta: "Beso a usted la mano".
JULIO: Lo de " a sus pies " me sonaba. Claro, cosas antiguas.
LUISA: (Riendo) Con un encantado se despacha mamá.
ELENA: (Automáticamente) ¡Encantado!
JULIO: Mi padre.
ELENA: Encantada.
LEANDRO: Encantado. (Un pequeño silencio) Oye, por mi no dejes tus obligaciones.
Esa Doctora me dice lo que sea, o me lo apunta.
JULIO: Quiero estar yo delante.
LEANDRO: Pero Julito… ¿Para qué? Mira hijo, tienes que ir acostumbrándote.
¡Yo voy a durar unas semanitas lo más!
JULIO: Pues que me lo diga el médico a mí en persona. Lo que voy a hacer es
telefonear diciendo que no voy a clase.
LUISA: Lo acompaño tengo que dar la misma razón.
JULIO: ¿Ve usted como esto no es vida?
LUISA: Muévase rápido con lo del piso. Yo saco la licencia el próximo jueves.
JULIO: Descuide. Tenemos que concertar unos puntos. ¿Por aquí?
LUISA: Sí, a la entrada.

(Y desaparecen por la izquierda. Los dos padres los han visto marchar. Se inclinan suavemente
para no perder detalle. Luego sonríen pálidamente)


LEANDRO: (Con voz trémula) ¡Están empezando a vivir!
ELENA: ¡Pero de una manera muy rara! Yo no los entiendo. ¡Qué deprisa lo hacen
todo!
LEANDRO: Sí, eso me tiene intrigado. ¿Por qué corren de esa manera? A lo
mejor es que como que el día menos pensado los matan en una guerra…
ELENA: Sí, pero en tiempos de Carlos V también había guerras y la gente se
sentaba.
LEANDRO: Eso digo yo. Ahora que si el despertador, el móvil…
ELENA: ¡No me hable usted del móvil! ¿Querrá usted creer que aún no lo
entiendo? El otro día mi hija me dijo por el móvil: “Mama, no voy a cenar, me
marcho de excursión a Segovia”. ¿Qué dirá que oí yo?
LEANDRO: (Haciendo pabellón en la oreja) Diga, diga.
ELENA: Mama, Eloy va a comer, el penacho que se lo den a Sagunto.
LEANDRO: Es que los teléfonos móvil funcionan malísimamente.
ELENA: Usted me dice por teléfono móvil Valencia y no crea que entiendo
Palencia, ¡qué va! Entiendo Zaragoza.
LEANDRO: Y yo que creí que estaba sordo…
ELENA: Claro. Mi hija tiene paciencia. Al fin y al cabo, una va para vieja y ellos
deben hacerse cargo.
LEANDRO: Claro.
ELENA: ¿Usted discute con su hijo?
LEANDRO: No mucho.
ELENA: Porque le complacerá en algo. Luisita es muy obstinada. No me lleva
nunca a ver zarzuelas. ¿Le gusta a usted la zarzuela?
LEANDRO: Sí, mucho.
ELENA: A mí me entusiasma. Eso de “Pobre Rafael, sufres aun por mi”
LEANDRO: “Caballero del alto copete…”
ELENA: Si no le molesta, es plumero. Caballero del alto plumero.
LEANDRO: Es cierto.
ELENA: Yo lo canto muy bien. Claro, de afición. Pero no hay quien se lo haga
comprender a la chica.
LEANDRO: Le advierto que yo en el fondo me alegro de que el chico sea tan
decidido. Así, cuando yo le falte…porque estoy para muy poquito, diga lo que
diga el doctor Aguirre.
ELENA: ¡Cómo!, ¿pero a usted le atiende también el doctor Aguirre?
LEANDRO: Perdóneme pero no la oigo.
ELENA: ¿Que si le atiende el doctor Aguirre?
LEANDRO: (Que se ha hecho pabellón con la mano en la otra oreja) Ah, si. ELENA: (Muy
animada) ya tenía yo ganas de hablar con alguien de ese mediquito. ¿Y qué? (Se
inclina al otro lado. Como aun se muestra torpe en entender LEANDRO ella se levanta y se
sienta al otro lado) ¿Le habrá dicho que no tiene nada, verdad?
LEANDRO: Nada.
ELENA: Y usted está a morir.
LEANDRO: Cuando me acuesto, para que me recen.
ELENA: A mí me tiene rabia.
LEANDRO: ¡Será capaz de decir que está usted sana!
ELENA: ¡Toma que es capaz! ¡Que lo dice! (Confidencial) ¿A usted se le para el
corazón?
LEANDRO: Parase lo que se dice pararse no; Pero hace la intención.
ELENA: A mí se me para.
LEANDRO: ¿Por completo?
ELENA: Ahora mismo lo tengo parado. Cójame el pulso y vera.

(LEANDRO lo toma)


LEANDRO: Yo oigo tic- tac. Tic- tac.
ELENA: Ese es el reloj de pulsera. Acerque el oído aquí.

(Se abre un poco el escote e invita con un gesto a LEANDRO para que apoye su oído en el
pecho. LEANDRO se queda mirando el escote atónito, perplejo. Lo mira con simpatía, con una
sonrisa agradable en los labios)


LEANDRO: Yo…
ELENA: Acérquelo. (LEANDRO obedece y coloca su oído en el escote de ELENA) Que,
¿nada verdad?

(Va a retirarse)


LEANDRO: (Deteniéndola) Aguarde que oigo un ruido raro.
ELENA: ¿Si?
LEANDRO: ¡¡¡Rarísimo!!!
ELENA: Pero, ¡a qué no suena a corazón!
LEANDRO: ¡Lo que se dice corazón, desde luego no!
ELENA: Lo ve usted. (LEANDRO retira la cabeza a su pesar) El doctor Aguirre dice
que sí, que late. ¿Cómo andamos del hígado?
LEANDRO: Muy mal.
ELENA: ¿Drenol?
LEANDRO: Yo me voy tirando con la Eparema.
ELENA: A mí la Eparema no me hace nada. En cambio me entona mucho el Calcio
Geve con vitamina D.
LEANDRO: ¡Ah sí! Unas pastillas así color mesa de despacho.
ELENA: Depende de cómo sea el despacho.
LEANDRO: Clarito.
ELENA: Esas. ¿Le molesta el estomago?
LEANDRO: Del estomago, prefiero no hablar.
ELENA: Hectonona Orba… Un polvillo blanco. Después de cada comida. Hágame
caso… ¡Extraordinario! Todas las que hacemos la novena a San Roque lo
tomamos. Lo recomendé yo. ¡Atención! Ahora vuelve a latir.
LEANDRO: ¡A ver, a ver!... (Ha acercado el oído con tanto interés que ELENA se
sorprende. Lo mira. LEANDRO lo nota descubierto y la mira a su vez. Algo acaba de nacer.
Algo extraño, tremendamente tierno y tragicómico. ELENA lentamente, decide acceder. Con
lentitud, abre un poco su escote, y LEANDRO, como un crío culpable, acerca su oído al pecho
de ELENA). Si, si ahora sí.


(Se retira. Ambos se miran. LEANDRO sonríe y ELENA instintivamente comienza a retocar su
pelo, mientras dice)


ELENA: Lo que me sienta muy bien para las piernas es el Iodamelis.
LEANDRO: Ah! A mí también.
ELENA: Pues tómelo, diga lo que diga el Dr. Aguirre. Ya verá como le alivia.
LEANDRO: Desde luego. ¡Como que lo voy a apuntar!

(Toma un lápiz y un papel y se dispone a apuntar)


ELENA: Ahora mismo no me circula la sangre en las piernas. (Se da un masaje con
vigor. LEANDRO se dispone a apuntar pero la ira con el rabilo del ojo las piernas. ELENA se
siente mirada. LEANDRO ha terminado de apuntar)
LEANDRO: Ya está. Iodopipelis… (Lee de nuevo) ¿Que he escrito yo?

(ELENA lo observa con una ternura y un agradecimiento infinito)


ELENA: Iodamelis!
LEANDRO: Eso. Iodamelis!
ELENA: (De pronto) ¿Casado?
LEANDRO: Viudo y ¿Usted?
ELENA: Viuda (Y empieza a arreglarse el pelo con más decisión e intensidad que antes. De
pronto, dispara) ¿Sin compromiso?


(A LEANDRO le da un golpe de tos. ELENA le levanta el brazo rápidamente. Cesa la tos. Y ella
deja caer el brazo lentamente)


LEANDRO: (Agradecido, tierno) Ya se ha enterado de como se me pasa... ELENA:
No tiene importancia. Se lo vi hacer a su hijo. ¿Decía usted que sin
compromiso?
LEANDRO: Yo el único compromiso que tengo es pagar la casa a primero de
mes. (Ella ríe) Se ríe usted muy bien.
ELENA: (Un poco tímida) Me faltan algunas piezas de atrás. No tenía humor para
ir al dentista.
LEANDRO: No se nota. Se ríe usted tan bien…
ELENA: Como todo el mundo.
LEANDRO: No…, no. Es una cosa especial… muy alegre.
ELENA: ¿Alegre yo?
LEANDRO: Le juro que sí.
ELENA: Pues es la primera persona que me lo dice. Desde que murió mi Juan,
nadie.
LEANDRO: Pues desde que murió Julita, nadie se había reído así con una cosa
mía.
ELENA: ¿Julita?
LEANDRO: Si.

(Pausa)


ELENA: ¿Guapa?
LEANDRO: Muy guapa. (ELENA tuerce el gesto) Mire… esta fotografía se la hizo
cuando…

(Va a enseñarle una foto. Pero ELENA le detiene con un ademán)


ELENA: No por favor.
LEANDRO: Perdone. ¿No la habré molestado?
ELENA: (Levantándose con sorprendente agilidad) ¡Claro que no! Es que no me gusta
ver las fotografías de seres que se han marchado. Me parece, no sé, como si
hubieran estado haciendo el ridículo, como si hubieran perdido el tiempo y
siempre, siempre, hubiesen estado quietos, como en la foto.
LEANDRO: (Tras una pausa) Habla usted que da gusto oírla.
ELENA: Pero, ¿me oye?
LEANDRO: ¿Eh?
ELENA: ¿No está usted un poco sordo?
LEANDRO: Anda, pues es cierto. ¡Caramba! Me parece que oigo mejor. Siga…
ELENA: Pues…
LEANDRO: Siga…
ELENA: No se… Así, de pronto, no se me ocurre nada.
LEANDRO: (Urgente) ¡Lo que sea mujer! Una canción, un verso…
ELENA: (En tono de conversación) “Señor Juez, pase usted delante y que entren
todos esos, no le dé a usted ansia, no le dé a usted miedo…”
LEANDRO: (Muy contento) Como que oigo mejor… ¡pero muchísimo mejor! Como
que oigo de lejos.
ELENA: ¡Enhorabuena! (Le tiende la mano. El se la estrecha. Y se quedan así prendidos un
instante. Ella forcejea con suavidad para desprender la mano). Si la necesita, en casa
tengo una copia en yeso…
LEANDRO: Perdone, es la emoción.
ELENA: (Apoyando una mano en el pecho) Creo que me palpita demasiado fuerte el
corazón. Y tengo calor.
LEANDRO: Lo va haciendo.
ELENA: Claro, es primavera.
LEANDRO: Sí…
ELENA: Madrid en primavera es una delicia… ¿No le parece? Se pone todo tan
verde… El color verde me entusiasma. Por mi gusto lo tendría todo verde en
casa. Hasta los muebles. Pero los hijos mandan. (Señala el búcaro) ¡Cristal de roca!
Me entusiasma el cristal de roca. ¿Y a usted?
LEANDRO: En mi casa tengo una lámpara de cristal de roca. Costó muy cara. Es
casi una joya. En mi dormitorio. (ELENA baja la vista ruborosa) Con el perdón de
usted.
ELENA: Perdonado. (Ha tomado una flor del búcaro) Una rosa.
LEANDRO: Esta seca.
ELENA: No se que tienen las flores secas… Huelen mas, con mucha más fuerza;
huelen con rabia, negándose a morir…
LEANDRO: ¿Y por qué tienen que morirse?
ELENA: Poniéndoles un poco de Aspirina, duran mucho.

(Se la tiende. El la coge. Se miran con una intensidad tremenda. G. Bolt ha abierto la puerta)


BOLT: ¡Que pase el primero! (Los observa. No oyen nada) El primero.
ELENA: Sí, soy yo. (Da dos pasos hacia la puerta. En un susurro) ¡Iodamelis!
LEANDRO: ¡Iodamelis!
ELENA: ¡Y Drenol!
LEANDRO: Y Drenol.
ELENA: Calcio Geve con Vitamina D.
LEANDRO: Calcio Geve con Vitamina D.

(¿Qué ocurre? Los nombres de estas medicinas cobran en los labios de ambos la sustancia de palabras
amorosas. Parecen arrullarse con nombres de medicamentos. ELENA andando con lentitud hacia la
puerta y el mirándola fijamente).


ELENA: Hectonona Orba!
LEANDRO: Hectonona Orba!

(Va a entrar ELENA en la consulta. Se detiene. Se vuelve hacia LEANDRO y dice suavemente)


ELENA: Me llamo Elena.
LEANDRO: y Yo Leandro. A sus pies señora.
ELENA: (Dulcemente) Beso a usted la mano.

(Cae lentamente el telón. G. BOLT ha aparecido, casi de inmediato, por la derecha. Se dirige al
público mientras realiza un ademán automático de despojarse de las gafas para cabalgarlas
segundos después sobre la nariz)


BOLT: Reconocí a la viuda de Velasco. Mi colega, el doctor Aguirre, llevaba toda
la razón. No tenía absolutamente nada. Pero a mi modo de ver, estaba saliendo
de la más grave enfermedad de su vida. Un año más en este estado y se moría
sin remedio. ¿De qué? El pretexto viene luego. Una cirrosis hepática, una
modesta pulmonía. Nos disculpamos. “El enfermo presentaba un aspecto de
absoluta extenuación, con marcada astenia” Pero, ¿no estaba sano? Hemos
fracasado de medio a medio; se nos fue de las manos una paciente a quien,
dejando a un lado el hígado, el estomago, etc. etc., debimos preguntar
simplemente: “¿Se siente usted muy sola, verdad? “ Y, ¿cómo certificar un año
después que la primera causa de su cirrosis hepática fue la soledad? Estaba
saliendo, he dicho, de la más grave enfermedad de su vida. Lo advertí solo con
mirarla a los ojos. Se quejaba de baja tensión. Cuando se la tome, la tenía
normal. Ni que decir hay, que igual le ocurría a D. Leandro Cano, el caballero que
entro tras ella. Comprendí que tenía la curación de ambos en mis manos. Y
recurrí al método menos científico y más canallesco que imaginar puedan
ustedes. En la siguiente visita le dije a Doña Elena que tomara las medicinas de
costumbre y le pregunte que había hecho con D. Leandro. “¿Yo?” “Me siento
muy disgustada señora, ese hombre está loco por usted. Delira. Me ha dicho
que, o consigue su amor, o se suicida.” “Pero doctora, ¿usted cree que yo puedo
inspirar…? “Don Leandro se me resistió un poco. “Oiga, ¿está usted segura de
que yo he trastornado a esa mujer?”. “Por completo: esta prendida en el
hechizo de sus ojos azules, de los ademanes de sus manos. No se atreverá a
decirlo, claro; pero me juró que si usted no la amaba, se tiraría por un balcón”. Y
bien. Las vitaminas seguían, como siempre, haciendo su mortecino efecto. Pero
en los cuerpos de aquellos dos seres, estaba empezando a vibrar una fuerza que
se lleva por delante cuanto podemos recetar: La ilusión. Y la ilusión se
desencadeno de pronto, irresistible, tremenda, victoriosa. Bien es verdad que
nunca supuse que iba a traer aquella consecuencias… lo terrible empezó el 20 de
mayo. Un mes y pico después. Hacía una noche calurosa y estupenda. Bastaba
extender una mano para tocar en cada cosa a la Naturaleza. Don Leandro
estaba en su casa…

(G. BOLT desaparece por la derecha, al tiempo que empieza a alzarse el telón).


ACTO PRIMERO

Salón en casa de LEANDRO. Un arco, al foro, que abre paso a un corredor con salida a la
izquierda. En el foro también, hacia la derecha, ventanal con terracita y balaustrada. En
frente, terracita gemela con parecido ventanal, pertenecientes al comedor de ELENA.
Derecha e izquierda puertas. Mobiliario corriente, de buen gusto, sin excesos. Un sofá,
butacas, bar, mesita. En un búcaro, unas rosas algo ajadas y caídas por el calor. Tocadiscos.
Algo nos extraña, sin embargo. Tratase de los colores. Del color, mejor dicho, porque todo lo
que hay en escena absolutamente todo, es verde. El tapizado de los muebles, las pantallas, las
cortinas, la alfombra, la moqueta, las puertas, hasta los tiestos de la terraza, pasando por el
teléfono y el tocadiscos.

Una pausa. Por la derecha, sale LEANDRO. Notable cambio en su aspecto. Rebosa lozanía, buen
color y firmeza. Ha peinado sus cabellos de sabia manera. El bigote enhiesto y arrogante. Va
vestido de pies a cabeza de verde. Un verde peligrosamente parecido al que reina en todo el
cuarto. Se muestra un poco nervioso. Otea la terracita de enfrente con interés. Saca un
enorme pañuelo verde y lo perfuma con un esenciero de bolsillo. JULIO hace su aparición por
la izquierda.


                                                                                     
JULIO: No, no me conformo.
LEANDRO: ¿A qué?
JULIO: A esta habitación. Parece un poema a la clorofila. De verdad, me va a
dar algo.
LEANDRO: Será que estas pocho. Porque yo me encuentro perfectamente aquí.
JULIO: Pero, bueno ¡qué locura te ha entrado de pronto! En tres días has hecho
que pintaran el salón, que tapizaran… los muebles, hasta el teléfono… mira como
lo has puesto.
LEANDRO: Esta precioso. Cuando lo coges, parece que te llevas al oído un junco.
JULIO: De verdad. Pon algo colorado o azul. Esto es de obsesión. ¡Hasta el
traje!
LEANDRO: ¡Me gusta el verde!
JULIO: ¡Pero tanto!...
LEANDRO: Estas anticuado. No sé si has oído que se lleva el “Tout d’une meme
facon”. Vamos, todo de amarillo, o de blanco… el saloncito persa, el saloncito
árabe… Esto es lo de hoy, lo nuevo. (Le da la mano) Buenas noches.
JULIO: No me voy todavía.
LEANDRO: (Inquietísimo) Oye Julito, estás haciendo esperar a esa muchacha. Un
caballero, y más si se interesa por una señorita…
JULIO: ¿Qué estás diciendo?
LEANDRO: Que si un caballero se interesa por una señorita...
JULIO: ¿Que dices? ¿Interesa, como?
LEANDRO: Como se interesan los hombres por las mujeres…
JULIO: Oye papá… ¿Que es lo que ocurre? ¿Has sido tú el que me has
combinado esta cita?
LEANDRO: ¿Yo?
JULIO: Sí tú. Te has empeñado en que salga esta noche.
LEANDRO: Hijo mío. Yo me hago cargo de lo que es la juventud.
JULIO: ¡Qué juventud, ni que porras! Desde ayer me estabas preparando esta
salida.
LEANDRO: Julio a mi no me tienes que explicar nada. ¡La chica es una
preciosidad!
JULIO: Tengo mucho que hacer como para preocuparme de esas cosas. La
semana que viene abrimos la academia.
LEANDRO: (Picaron) Bueno, pero la noche...
JULIO: ¿Qué pasa con la noche?
LEANDRO: (Guiñando el ojo) ¡La noche...!
JULIO: ¡Qué haces con el ojo!

                                                                   
LEANDRO: ¡Lo guiño, no te das cuenta! (picaron) ¡La noche…!
JULIO: Papá…, crees que estamos en tus tiempos. ¿Qué tiene que ver la noche?
Tú dices “la noche” y yo te contesto “las ocho de la mañana que es la hora que
tengo que levantarme todos los días.
LEANDRO: Pero mañana, no.
JULIO: Mañana a las siete y media. Llegan las mesas y el material al piso y
tenemos que disponerlo.
LEANDRO: (Fastidiado) ¡Cuerno! ¡Alguna vez echarás una canita al aire!
JULIO: El domingo pasado nos fuimos a la sierra en moto.
LEANDRO: (Sonriente) ¡Ah, el campo!
JULIO: Es difícil llevar la moto con tanto tráfico por la carretera. Que si un
claxon por aquí, que si por allá se te mete un camión…
LEANDRO: (Picaron, insinuante) Pero luego, el campo…
JULIO: Al llegar tienes los nervios desechos. Nos tomamos un café y nos
volvimos. Vuelves con los nervios destrozados.
LEANDRO: ¿Y eso es una cana al aire?
JULIO: (Sin mucho entusiasmo) Hombre, se va uno de la ciudad.
LEANDRO: Tal como tú lo cuentas, parece el desembarco de Alhucemas.
JULIO: Se toma el aire.
LEANDRO: ¡Gustándole a la chica!...
JULIO: Quiero advertirte que la chica es un socio comercial. Y sólo eso. Ni yo
le intereso como hombre, ni ella a mí como mujer. Tenemos que trabajar. Eso es
todo.
LEANDRO: Pero teniéndola tan cerca… la cintura… ¡esos bracitos estupendos…!
JULIO: ¿Tiene los bracitos estupendos?
LEANDRO: Si.
JULIO: De verdad que no me había fijado. No tengo tiempo para eso. Hay que
trabajar.
LEANDRO: Ya. Pues, nada, a trabajar.
JULIO: Eso.

(Suena el teléfono. LEANDRO corre a él)

LEANDRO: ¡Deja, deja! (Se atusa el bigote y responde con cierto aire mundano.) ¿Aló...?
(Con desencanto) ¡Ah ah, sí! En seguida se pone. (A Julio) El socio.

(JULIO ha abierto el mueble bar, ha sacado de él un pequeño recipiente con bicarbonato y lo
lleva consigo)

JULIO: Si. (Mientras habla echa bicarbonato en un vaso mediado de agua, lo agita y bebe
después) Iba a hora a recogerte. Si ya sé, a las siete y media. Bueno, daremos un
paseo y volveremos en seguida. O te vienes aquí a tomar café… ¿Cómo? ¿Que tu
madre te ha sacado entradas para el cine? ¡Pero si no hay humor para ver cine!
(LEANDRO teclea en la mesita, como ajeno a la cuestión) ¡Qué idea tan descabellada!
¿“El Puente sobre el río Kwai”? ¿Quiere que vayamos a ver esa película? ¡Eso
termina a la una y media! (LEANDRO tose discretamente.) Bueno. ¡Se pueden
devolver las entradas y ya está!
LEANDRO: ¡Te prohíbo que lo hagas!
JULIO: Espera. ¿Qué pasa ahora...?
LEANDRO: ¡La ilusión con que esa pobre mujer habrá sacado las entradas!.... Me
la figuro comprándolas "Dos de la fila 12, pasillo. Que sean mulliditas, que estén
muy bien” Y luego con la voz temblorosa: “¿A qué hora empieza? ¿A las once? A
las once estarán aquí. Mi hija no se queda sin ver El puente sobre el río Kwai”. ¡Y
luego de vuelta con sus dos entraditas en la mano, tarareando: “Ta, ta, ta, ta…!
A qué hora sale el Crucero. ¡Es un crimen lo que hacéis con esa pobre mujer!
JULIO: ¡Pero papá hay que trabajar!
LEANDRO: Tú tienes un injerto alemán. ¡Qué manía has cogido con el trabajo!
JULIO: Pero…
LEANDRO: Lo comprendo, ¡hay que trabajar! ¿No he sido yo el primero en
garantizarte los créditos y las letras y esas garambainas para que trabajes?
Pero es que lo tuyo no es trabajar, lo tuyo es complejo. Supongo que el trabajo
puede ser compatible con la galantería. Acuérdate de lo que digo: "Si no vais al
cine se va a armar una gorda, pero bien gorda". ¡Qué desagradecimiento! La
pobre mujer. “Ta, ta, ta, ta” Y tú, “Hay que trabajar, hay que trabajar”
JULIO: Esta bien. (Al teléfono) Oye vamos a ver esa condenada película.
LEANDRO: Además, en el descanso podéis hablar del trabajo.
JULIO: (Al teléfono). Sí yo paso a recogerte. Conseguí a 30, 60 y 90 días. Sopena
no hace descuento, pero es el mejor material que he encontrado. Ya te contare.
¿Tienes jaqueca? Me lo explico. ¡Con estos trajines!... ¿Mi ulcera? Igual hija,
¿Tu madre? (Asombrado) ¿Haciendo gimnasia? ¿Qué ha estado haciendo
gimnasia? ¿Y el corazón? ¿Bien gracias? Bueno, mejor es así. Hasta ahora.
(Cuelga) No me lo explico. ¡Qué cosas tan raras! Hace unos días estaba
muriéndose. La doctora Bolt debe ser una maravilla.

(Pulsa un timbre en la pared)

LEANDRO: ¿A quién llamas?
JULIO: A la muchacha.
LEANDRO: No está.
JULIO: ¿Por qué?
LEANDRO: Le he dado permiso.
JULIO: ¿Pero a santo de qué? ....
LEANDRO: Vino su padre, con una de esas enfermedades que se cogen en los
pueblos.
JULIO: ¡Paludismo!
LEANDRO: No un burro que le dio una coz.
JULIO: ¿Entonces?
LEANDRO: Lo lógico era dejar que la muchacha fuera a ver a su padre.
JULIO: ¿Y quién se queda en casa...?
LEANDRO: ¡Yo!
JULIO: ¿Sólo?
LEANDRO: ¡Qué le vamos a hacer!
JULIO: No lo entiendo. Hace días te quedabas solo cinco minutos y te ponías a
gemir.
LEANDRO: Y que te crees, ¿que no voy a gemir? Pero para adentro.
JULIO: Yo…
LEANDRO: (Empujándolo hacia el arco) ¡Que sí Julito! ¡Que yo también he sido
joven, que comprendo lo que son esas ganas frenéticas de salir de noche que le
entran a la juventud! ¡A divertirse!

(Y sin más rodeos, lo echa de la escena por el arco. Se atusa el bigote y se pone a mullir el
sofá. En tal operación lo encuentra JULIO que vuelve y observa a su padre con cierto recelo)


JULIO: ¿Qué haces?

(LEANDRO lanza un grito y da un salto)

LEANDRO: Pero ¿no te habías ido?
JULIO: Oye… ¿qué te has echado?
LEANDRO: ¿Yo?
JULIO: Hueles a perfume
LEANDRO: ¡Ah sí! no te he explicado lo del traje. Todos los hombres olemos a
traje y yo ya estaba cansado de oler a traje. Digo: “Si no huelo a traje, ¿a qué
huelo?” Y he comprado una cosita de nada. Un perfumito para caballero:
“Primavera verde”
JULIO: Por no oler a traje…
LEANDRO: Claro…
JULIO: Aquí hay algo raro que no me explico. ¡Tanto verde, tanto verde...! Y te
has subido los cuatro pisos de un tirón silbando. Que me lo ha dicho el portero.
LEANDRO: El ascensor, cumpliendo con su obligación, no funcionaba.
JULIO: ¿Y tus piernas?
LEANDRO: ¡Ya te he dicho que me encuentro mucho mejor! He subido silbando.
Un hombre enfermo no silba.
JULIO: Lo terrible no es que silbaras, si no que estabas silbando la marcha de
“El puente sobre el río Kwai”
LEANDRO: ¿Ah, sí?
JULIO: Me lo ha dicho el portero.
LEANDRO: Está de moda. Como ser tonto. No voy a ir contra la corriente.
JULIO: Que raro me suena todo esto.
LEANDRO: Son casi las once. Vais a llegar empezado, y te pierdes las
inundaciones en California. Hala, hala, a padecer. El mundo es de los jóvenes.
¡Venga! (Y lo echa de nuevo por el arco. Suena una puerta. LEANDRO retorna a escena.
Consulta el reloj. Apaga la luz general y deja la escena alumbrada por tres pantallas, que
prestan a la habitación una luminosidad intima y difusa. Sonríe satisfecho. Da de nuevo la luz
general. Toma unos discos, los revisa. Se muestra satisfecho. Ahora toma un pulverizador y se
dedica a esparcir perfume por el aire. En el búcaro donde reposan las rosas, echa cuatro
Aspirinas que ha sacado de un tubo. Mientras, consulta un libro de tamaño regular. Repite
como intentando aprenderlo). “La vida es el espacio que hay entre dos inscripciones
en el Registro Civil. El amor es el espacio que hay entre un “dile que me pongo en
seguida y un dile que no estoy”. (Y suena el timbre de la puerta. LEANDRO se atusa el
bigote. Cuando sale por el arco, casi pide el acompañamiento de la marcha de Guillermo Tell.
Una pausa. Vuelve a entrar. Se sitúa junto al sofá y dice triunfante). ¡Adelante!

(ELENA penetra por el arco. Del cambio que se ha producido en esta mujer nos gustaría
hablar mucho. Ha cuidado su atavío, nuevo y elegante, hasta la exageración. Nos admira el
peinado, a la moda, y el calzado de tacón alto y esbelto. Se maquilló el rostro sabiamente.
Mentiríamos, sin embargo, si no dijéramos que todo en ella tiene un aire conmovedoramente
“demodé”. Esta graciosa, atractiva; pero un poco pasada de época. Nada más entrar, medrosa
y pálida, se tambalea y exclama)

ELENA: ¡Ay Madre!
LEANDRO: ¿Qué le ocurre?
ELENA: ¿Donde está usted?
LEANDRO: Aquí, junto al sofá.
ELENA: Pero, ¿por qué se ha vestido usted de habitación?
LEANDRO: ¿No le gusta?
ELENA: Es que así, a primera vista, me marea un poco. (Se serena) me gusta.
Claro que me gusta. ¿Por qué lo ha hecho?
LEANDRO: A lo mejor, por eso sólo. Porque le gusta a usted. (ELENA le mira y
sonríe) ¿Quiere sentarse?
ELENA: ¿No es un poco pronto?
LEANDRO: Hombre, ¡eso de sentarse no es como empezar el bachillerato!
ELENA: No me fío de los hombres que invitan a sentarse con tanta
desenvoltura.
LEANDRO: A mí me encantan las mujeres que se niegan a sentarse la primera
vez.

(Todo esto resulta ridículo. Es una tierna escena de conquista, de amor con sabor antañón. Tal
vez como hubiera podido ocurrir en 1915.)

ELENA: ¿Estamos...?
LEANDRO: Solos...
ELENA: ¿El servicio...?
LEANDRO: ¡Le di permiso!
ELENA: ¿Usted será...?
LEANDRO: ¡Un caballero!
ELENA: ¿Puedo...?
LEANDRO: Fiarse...
ELENA: Mañana...
LEANDRO: Hoy no es mañana. Elena. Mañana será otro día.
ELENA: Eso lo he oído yo en alguna parte.
LEANDRO: Me gusta decir frases. No tema.
ELENA: Preguntaba, que va a pensar de mi mañana.
LEANDRO: Esto no es ni mucho menos un pecado. Hemos querido vernos,
charlar un poco en la intimidad, sin moscones… se le ocurrió mandar a su chica al
cine…Combinamos todo con el mayor respeto. Me costó una barbaridad que me
entendiese por teléfono. Cuando yo le decía: “Nos veremos en mi piso”. Usted
entendía: “Estoy en Torrelodones”. No sé por qué. No hay nada indecente, como
ve.
ELENA: ¡Pero esta es la casa de un hombre!
LEANDRO: Lo dice Usted como si fuera el Molino Rojo.
ELENA: Estoy con un hombre a solas. Esa es la situación. ¡Si mi marido me viera!
El, tan serio, tan formal, tan probo…
LEANDRO: ¿Era probo?
ELENA: ¡Pobrísimo! Ayúdeme usted a tenerlo siempre presente. Como si
estuviera aquí, entre los dos. ¡Usted, él y yo!
LEANDRO: ¿Los tres?
ELENA: ¿Va a ser mucha gente, verdad?
LEANDRO: No. La ayudare a tenerlo presente.
ELENA: Yo le ayudare a tener presente a Julita. ¿Era una santa, verdad?
LEANDRO: ¡Un ángel!... ¡Cosía!
ELENA: ¿Bien?
LEANDRO: No hacía más que eso. ¡Por la mañana, coser; por la tarde, coser; por
la noche, coser! A veces se levantaba de madrugada… ¿A qué, dirá usted?
ELENA: ¿A coser?
LEANDRO: A coser.
ELENA: ¡Qué señora! Y ¿a qué santo tenia devoción?
LEANDRO: A San Luís.
ELENA: Influencia francesa, ¿eh?
LEANDRO: Se había educado en Saint Louis des Francais…
ELENA: Pues desde ahora estaremos siempre los cuatro juntos.
LEANDRO: Usted manda. (Acercándose a ella, atusándose el bigote.) ¿Cómo tiene
usted el corazón?
ELENA: Oh! ¡Bien, perfectamente!
LEANDRO: Ya ve…, a mi me parecía que…
ELENA: Llevo unos días muy mejorada.
LEANDRO: ¿De verdad no necesita que se lo escuche?
ELENA: Le aseguro que no. (Por las rosas) ¡Ah, rosas!
LEANDRO: Pero un poco secas.
ELENA: Pero huelen más.
LEANDRO: La que usted me dio la he guardado dentro de un libro.
ELENA: ¿Un libro respetable?
LEANDRO: La “Historia de España” yo soy muy tradicional. Pero si no le gusta,
la cambio de libro.
ELENA: Las rosas son mi capricho. Soy muy caprichosa, muy antojadiza. Cuando
estaba en estado interesante, que es ese estado en que las mujeres estamos
menos interesantes…, bueno, no se puede usted hacer una idea de los antojos
que me daban. La gasolina…
LEANDRO: Ya estaba cara.
ELENA: No. Fíjese que tontería: tenía que aspirar un pañuelo mojado en
gasolina.
LEANDRO: ¿Un pañuelo mojado en gasolina?
ELENA: O no daba un paso. Eso me ocasiono muchos disgustos, porque el barrio
se tiro medio año llamándome “La Wolsvagen”. Cosas de la gente baja, dada a la
frase chabacana.
LEANDRO: ¡Vaya!
ELENA: Y si es el merengue… oh! ¡Lo del merengue era terrible! Se me antojaba
un merengue. Bueno, pues si no me lo traían me mareaba y me caía redonda al
suelo.
LEANDRO: Así que usted, en estado interesante, gasolina y merengue, gasolina
y merengue.
ELENA: A veces merengue y gasolina.
LEANDRO: Ya…
ELENA: ¡Muy, muy antojadiza!... pero en cambio, guiso muy bien. Y soy una
excelente mujer de hogar. (Mirando la habitación) Ah! No hay nada como el hogar,
por verde que lo hayan puesto.
LEANDRO: ¿Que hogar, Elena?
ELENA: El suyo.
LEANDRO: Al mío le falta lo principal, una mujer.
ELENA: ¿Una mujer?
LEANDRO: Una esposa.

(Pausa)

ELENA: Creo que voy a sentarme.
LEANDRO: ¿En el sofá?
ELENA: (Altiva). ¿Usted cree que yo soy de esas mujeres que se sientan en un
sofá?
LEANDRO: Taburete no voy a poder ofrecerla.
ELENA: Este silloncito me vale.

(Se sienta. Cruza las piernas. LEANDRO se atusa los bigotes. Saca el pañuelo y empieza a
agitarle con bastante ingenuidad, por cierto. ELENA cree que esta saludando a alguien y
vuelve la cabeza. LEANDRO sonriente, le pasa el pañuelo por las narices. Y ELENA prorrumpe
en una serie de estornudos interminables.)

LEANDRO: ¡Vaya!
ELENA: ¡Cloroformo no! ¡Cloroformo no! ¡Atchis!
LEANDRO: Pero si es un perfume muy delicioso. “Primavera verde”.
ELENA: ¡Atchis! Me da alergia. ¡Atchis!
LEANDRO: Lo siento.
ELENA: Guárdese el pañuelo. ¡Atchis, atchis!
LEANDRO: Eso se arregla con un traguito. (Acude al mueble bar y saca dos copas y
una botella de champagne). Bebamos.
ELENA: (Mas serena) ¿Por qué?
LEANDRO: Hay que festejar la subida a mi casa por primera vez.
ELENA: ¿Cree que voy a subir más?
LEANDRO: Déjeme creerlo.

(Coloca una copa frente a ella)

ELENA: ¿Champán?
LEANDRO: Si, Champán. ¿Ocurre algo?
ELENA: Prefiero no tomarlo. ¡El Champán es una inmoralidad!
LEANDRO: Este no, es catalán.
ELENA: ¿Seguro?
LEANDRO: ¿Me cree usted capaz de ofrecerle champán francés?
ELENA: No; eso no. Siempre me ha parecido usted un hombre digno.
LEANDRO: Vea la etiqueta. “San Sadurni de Noya” (Recalcando) San, eh, San.
ELENA: Siendo San…
LEANDRO: (Con el taponazo) ¡Viva! Su copa, pronto. (La escancia champán)
ELENA: Hace años que no bebo champan, desde que murió mi marido...
LEANDRO: Por favor, no recordemos cosas tristes. El está aquí y se alegra
mucho de que beba.
ELENA: ¡Con esta copa bastaría para marearme!
LEANDRO: Le aseguro que no. (Se la ofrece). ¡Elena!
ELENA: (Turbada) ¡Me la da usted de un modo…! ¿Quién se resiste?
LEANDRO: (Insinuante) ¿Para qué resistir? (ELENA toma la copa con cierto temblor en
las manos. LEANDRO brinda) ¡Por usted!
ELENA: Por los cuatro.

(Bebe. Al principio con timidez. Luego, de un trago.)

LEANDRO: ¿Qué tal?
ELENA: Calle. Esto me trae tantos recuerdos... Un Madrid con menos coches y
más alegría…Diversiones… La Granja, el Henar… a la salida de los teatros… Doña
María Guerrero…, y el cielo…, el cielo más puro, mas azul… (En otro tono) ¿Esto no
hará daño al estomago, no?
LEANDRO: Pero si es un vino digestivo, chiquilla.
ELENA: ¿Por qué dice eso?
LEANDRO: Porque lo es.
ELENA: Me refiero a la chiquilla.
LEANDRO: Es usted una chiquilla.
ELENA: ¿Qué edad me echa?
LEANDRO: Pues, treinta... treinta y uno…
ELENA: Ay, quien los pillara. (Perfectamente seria) Tengo treinta y ocho...
LEANDRO: (Con asombro) ¡No!
ELENA: Treinta y ocho, los cumplo en Septiembre.
LEANDRO: No los aparenta. Se lo aseguro.
ELENA: He sufrido tanto que no me extrañaría aparentar... cuarenta y cinco.
LEANDRO: ¡Que disparate!
ELENA: La vida es una cosa tan rara…
LEANDRO: El espacio que hay entre dos inscripciones en el registro civil.
ELENA: ¿Y el amor?
LEANDRO: El espacio que hay entre un “dile que me pongo en seguida” y un “dile
que no estoy”.
ELENA: Es usted muy listo.
LEANDRO: Abogado, como es la obligación.
ELENA: (Animándose) ¿Me haría daño un poco más de San Sadurni?
LEANDRO: Todo lo contrario, la entonara.
ELENA: Si. Yo, normalmente estoy siempre hablando de muertos, como todos
los españoles. ¡Y este maldito San Sadurni!... me encuentro muy rara.
LEANDRO: (Mientras la echa champán) ¿Qué tiene usted en los ojos?
ELENA: ¿Se me ha metido algo?
LEANDRO: No. Si digo espiritual. Un brillo, un fuego extraño.
ELENA: Esas palabras...
LEANDRO: Son sinceras. Esta usted tan bonita, Elena. Tan bonita...

(ELENA se bebe el champán de un trago)

ELENA: ¿Hoy es 20 de Mayo?
LEANDRO: ¡Sí!
ELENA: Hoy hace mucho tiempo que me dieron mi primer beso.
LEANDRO: Su esposo que gloria haya.
ELENA: (Abanicándose con un periódico). Los esposos nunca son los primeros en dar
un beso o una es idiota.
LEANDRO: ¿Qué?
ELENA: (Colorada) Disculpe. Estoy… algo turbada. Fue… No sé, durante un baile.
Yo había ido con mi padre, que era coronel. Ya sabe usted que todas las
muchachas de aquel tiempo teníamos un padre Coronel…
LEANDRO: ¡No faltaba más!
ELENA: Bajaba la escalera.
LEANDRO: ¡De mármol!
ELENA: Si. De repente la luz se apagó y sentí que me cogían de la cintura y me
besaban.
LEANDRO: ¡Un calavera!
ELENA: ¡Que tío! ¡Cómo apretó! ¡Qué bárbaro! Mi marido nunca lo supo. El era
tan recto, tan cabal… Si hubiera sabido que yo tenía un pasado… (De pronto)
Deme usted otra copita, hombre.
LEANDRO: Desde Luego.

(Escancia champán en la copa de ELENA. Ella se lo bebe ya como agua. Está empezando a hipar
y se halla, sin duda, en los prolegómenos de una borrachera imponente. LEANDRO acude,
haciendo alguna ese discreta, al interruptor de la luz general. La apaga. Y al tiempo enciende
los portátiles.)

ELENA: ¿Qué hace usted?
LEANDRO: Así estaremos mejor. Por lo menos no se puede leer el periódico, lo
cual es ya un consuelo.
ELENA: Si, señor. (Y se sirve otra copa por su cuenta, que bebe con avidez tremenda.
LEANDRO se ha sentado en el sofá. ELENA, inusitadamente, se sienta en el sofá también.
LEANDRO se sobresalta un poco, pero sonríe). Cuénteme su vida.
LEANDRO: Vulgar. Unos padres buenos. Una carrera para no ejercer. Una santa
esposa. Una herencia… una renta.
ELENA: ¿Cuánto?
LEANDRO: Para tirar.
ELENA: Venga, venga. ¿Cuánto?
LEANDRO: Pues entre unas cosas y otras, salgo por un billete grande al día.
ELENA: Felicidades. A mí me falta un poco para el billete.
LEANDRO: Tengo una finquita en el Mediterráneo… cerca de Alicante.
ELENA: (Como si hubiera dicho Capri) ¡Alicante! ¡Dios mío, Alicante! A 70 kilómetros
de Murcia y a 110 de Albacete. ¡Qué divinidad!
LEANDRO: Las noches son calurosas… Se escucha el susurro del mar… Las
estrellas casi se pueden tocar con las manos.
ELENA: (Como quien dice no sigas que me pierdo) ¡Ay Madre!

(Le sirve una copa a LEANDRO y se sirve ella).


LEANDRO: Y una casita en la costa de Granada. Los gitanos duermen en la
playa. De noche, se les oye cantar y bailar.
ELENA: ¡Que hermoso! A propósito de Granada, yo sé alemán.
LEANDRO: ¿Ah, sí?
ELENA: A simple vista no se nota. Pero cuando me descaro…
LEANDRO: El alemán es muy interesante.
ELENA: Mi papá nos puso a las cinco hermanas un profesor. Dijo: “Si no se
casan, se lían a hablar y de espías”. Claro que mi fuerte son las zarzuelas. ¿Le
gustan?
LEANDRO: Me entusiasman. Ya me habló de ello en la consulta. Las canta muy
personalmente, ¿no?
ELENA: Las pongo un fuego…, un alma… ¡Si usted me oyera cantarlas!
LEANDRO: Algún día la oiré.
ELENA: Ah, no, no. Jamás. Si le cantara una zarzuela…Eso sería la mayor
prueba de confianza que podría obtener de mí. Ni mi marido me oyó cantarlas.
LEANDRO: A mí me gusta el flamenco, las Sevillanas, los fandangos de Huelva.
No es porque yo lo diga, pero los entono a lo bajo, con sentimiento, como debe
de ser.
ELENA: ¿También les pone fuego?
LEANDRO: También.
ELENA: Usted y yo tenemos muchas cosas en común.

(Lo ha dicho con la lengua un poco estropajosa, abanicándose con un periódico y metiéndole el
rostro en la cara a LEANDRO, que se desplaza en el sofá otro poquito.)

LEANDRO: Si.
ELENA: (Acercándose) A que… ¿le gustan los huevos fritos?
LEANDRO: Me encantan.
ELENA: (Metiéndole la cara) ¿Usted sabe como hago yo los huevos fritos a la
Cubana?
LEANDRO: (Retrocediendo ya a la esquinita del sofá) No…
ELENA: (Metiéndole la cara muy melosa, como quien está contando una historia de Paris
Canaille). Frío los huevos con mucho, muchito aceite… Pongo agua a hervir lentito,
y cuando hace glu, glu… echo el arroz, con unas gotitas de aceite para que no se
pegue…
LEANDRO: (Que tiene los labios de ella muy cerca) Mejor… ¿para qué se va a pegar
nadie?
ELENA: Los tengo siete minutos cociendo. Luego cojo un colador … (Y le toma la
mano a LEANDRO, que se ha puesto nerviosísimo). Rocío el arroz con agua fría, lo dejo
reposar dos horas y después lo rehogo con unos ajitos fritos… ¿le gusta así?
LEANDRO: Me encanta.

(Ponése en pie para salvar la situación. ELENA bebe mas champan. Hipa ya francamente.
LEANDRO ha colocado un disco en el tocadiscos. Empieza a sonar el vals de “La viuda alegre”)

ELENA: ¡Ay, madre!
LEANDRO: ¿Bailamos?

(ELENA le tiende una copa)

ELENA: Brindemos antes…
LEANDRO: Le ha cogido usted el gusto al San Sadurni
ELENA: Es que no sabe usted lo digestivo que es.
LEANDRO: ¡Por usted!
ELENA: No. Por un hombre y una mujer. Nada más.

(Y se atiza el latigazo. Al ponerse en pie, vacila.)

LEANDRO: ¿Se encuentra bien?
ELENA: En la vida me he encontrado mejor. (Tiende los brazos hacia LEANDRO. Él la
toma por el talle. Bailan.) Más vueltas.
LEANDRO: Nos vamos a comer un mueble.
ELENA: Mas vueltas…Como entonces. (LEANDRO obedece.) ¿Qué hacía “La viuda
alegre”?
LEANDRO: Pasarlo bien.
ELENA: Alegre…Que magnifica palabra…
LEANDRO: Ya sabe usted que en España la alegría la prohibió Aníbal con un
decreto ley.
ELENA: Pues yo me río de Aníbal. (Empieza a reírse. Ríe con todas sus fuerzas. Caen
ambos en el sofá. Ella en brazos de él. Aun, una fuerza extraña la hace separarse.) Me ha
traído aquí, para aprovecharse, ¿no? Soy un plan.
LEANDRO: ¡Le juro que no!
ELENA: Si, soy un plan. Pero, ¿quién no es plan con esos ojos que usted
tiene…con esa forma de mirar?
LEANDRO: Elena… La traje aquí porque quería…quería decirle... Como decirle.
Dios mío, si me atreviera. Usted es una mujer decente, y la memoria de su
honrado esposo...
ELENA: ¡Vamos a decir la verdad! Mi esposo era un cenizo.
LEANDRO: ¿Eh?
ELENA: Un cenizo. He consumido quince años de mi existencia como una idiota.
Aburriéndome. Ignoro si aburrirse es ser decente. Si lo es, puedo dar un curso
de decencia de aquí te espero. Sólo íbamos a los espectáculos serios, hablaba
de filósofos indios; Ni un baile, ni una fiesta… Era un cenizo. Y si hay justicia en
el cielo, tiene que estar tostándose. Porque en el infierno hay una caldera
reservada a los pelmazos.
LEANDRO: (Bebiendo un trago) Ea, ¡verdad por verdad! a mi santa esposa no había
quien la aguantara. Esa está en la caldera de al lado. Señor… ¡Cuanta honradez,
cuanta seriedad…cuanto cosido, que mujer de hogar!, pero que petardo… ¡madre
de mi alma…que petardo!
ELENA: (Anhelante) Está terminando “La viuda alegre”.
LEANDRO: Si, eso parece.
ELENA: (De pronto) Béseme, oiga.
LEANDRO: ¡Caray!
ELENA: ¡Béseme Leandro! Como aquel hombre en el baile, desesperadamente.
¡Béseme!
LEANDRO: Una mujer debe…
ELENA: (Cogiendo la botella de champan por el cuello) ¡O me besa, o tenemos un
disgusto!
LEANDRO: Si se empeña…

(La besa suavemente. Luego con más fuerza. Luego con una intensidad tremenda)

ELENA: ¡Ay madre!
LEANDRO: Te quiero, Elena. Te quiero con toda mi alma. Y me gustas.
ELENA: ¡Cielo mío!

(Y se besan de nuevo)

LEANDRO: Ya no podré vivir sin ti. Vámonos.
ELENA: ¿Los dos solos?
LEANDRO: ¿No hacen eso los extranjeros? El pelo blanco, una cámara colgada
del hombro, y a correr mundo. Tenemos dinero. ¡Vamos a machacarlo!
ELENA: ¡A machacarlo! Yo no le dejo a mi niña ni para una blusa.
LEANDRO: Que se busquen la vida los jóvenes.
ELENA: ¡Y tu y yo a divertirnos! ¡Dios mío, tenemos derecho! ¡El sagrado
derecho de los cincuenta años!
LEANDRO: ¡Eso! Te quiero, Elena. (Arrebatado) Elena, cántame una zarzuela.
ELENA: No, eso es demasiado.
LEANDRO: Soy yo, tu Leandro. El hombre que te adora. Elena…, no te resistas.
Cántame una zarzuela.
ELENA: Somos dos locos.
LEANDRO: No me quieres.
ELENA: No, eso sí que no.
LEANDRO: ¿Entonces…?
ELENA: Todo me da vueltas, Leandro. Es el vértigo. Si empiezo cantando una
zarzuela, ¿cómo voy a terminar?
LEANDRO: Te digo que no me quieres.
ELENA: ¡Calla! Está bien. (Seria, grave, trascendental.) Leandro, te juro por mi hija
que eres el primer hombre a quien le canto una zarzuela. ¿No me crees verdad?
LEANDRO: Claro que sí. ¡Siempre te creeré, Elena!
ELENA: No me mires. Escucha solo. Así, quieto.
LEANDRO: Quieto. No quiero romper el encanto.

(Y la pobrecita mía, entona con una voz débil y ridícula, un poquito desafinada)

ELENA:
Pobre Rafael,
Sufres aun por mí,
Sin pensar que mis locuras,
Te han traído aquí. ¡Calla corazón, si aquel amor no puede ser!
Alma mía…

(Y sigue con el dúo de “La Dolorosa”. Suena el timbre de la puerta. LEANDRO se inquieta. Pero
ELENA esta con la música y no se da cuenta de nada. LEANDRO acude al foro).

LEANDRO: ¡Demonio! ¡Oye!
ELENA:
Porque no vas al hombre
 Que ayer te quiso,
 Y si es preciso
¿Pides perdón?
LEANDRO: ¡Que llaman!
ELENA: ¡Jamás, jamás!...
LEANDRO: (Aterrado) ¡Es mi hijo! ¡Y con tu niña! ¡Oye!

(Pero ELENA continúa con su canción)

ELENA:
Maldito el canalla
Que mancho mi frente
Que niega y miente
¡Cariño y pan a este angelito!

(El timbre ya es urgente)
LEANDRO: ¿Qué hacemos? ¡Oye… deja de cantar! ¡Escóndete!
ELENA: ¡Maldito sea! Maldito seaaa!
LEANDRO: (Levantándola del sofá y llevándola como puede hacia la derecha). Espera ahí
dentro. Si, si. Luego seguimos con “La rosa del azafrán”. ¡Calla por Dios! No se
te ocurra salir y no te tambalees. Tengo una lámpara de cristal de roca que me
costó un dineral. Escucha. Elena, trata de serenarte. ¡Voy!

(La introduce en la derecha y cierra la puerta. El timbre es urgente. Cuando LEANDRO inicia
el camino del arco, la puerta de la derecha se abre y aparece ELENA, bebida por completo,
que canta.)

ELENA: Allá en lo profundo del alma bohemia…
LEANDRO: ¡Dios mío! (la toma por la espalda y la introduce dentro de la habitación.
Cierra). ¡Cállate! Espera un poco. Voy a tratar de que se marchen. ¡La lámpara,
por piedad! ¡Callada!

(Un silencio en la habitación. LEANDRO corre al arco. Desaparece para entrar de nuevo,
seguido de LUISA y JULIO. En la mirada del muchacho hay recelo y cierta indignación).

JULIO: ¿Se puede saber que pasaba?
LEANDRO: (Cogiendo al vuelo la botella de champán y ocultándola tras la espalda) Ya te lo
he dicho, que me quede dormido
JULIO: ¡Y cantas dormido!
LEANDRO: ¿Canto?
JULIO: ¡Sí, estabas cantando!
LEANDRO: Ah sí, rarezas. ¡Unos roncan, yo canto!
JULIO: ¡Ya!
LEANDRO: Lo que quisiera saber, es porque no estáis en el cine vosotros.
¡Cumpliendo con vuestra obligación!
LUISA: Porque estas localidades…

(Le muestra un par de tickets)

JULIO: Ya sabes… “Deme la fila doce…muy mullidita…”
LUISA: Pues eran para esta tarde.
LEANDRO: ¡Adiós!
LUISA: Mamá con la turbación, con el nerviosismo....
JULIO: Porque se ha pasado toda la tarde nerviosa.
LUISA: No debió darse cuenta que se las despachaban para la función de la
tarde.
LEANDRO: ¡Dios mío! Pero ya estabais allí…
JULIO: Nos ha parecido una ocasión estupenda para no ir al cine. Luisa va a
tomar un café aquí, si no tienes inconveniente.
LEANDRO: ¿Yo? No ninguno. Pero, no hay café.
JULIO: Bueno, un vaso de leche. Si no te importa.
LEANDRO: ¿A mí? No hay leche.
JULIO: Una copa de Champan. ¡Y no me digas que no hay, porque he visto yo
mismo la botella antes de salir! Luisa se queda aquí un rato. (JULIO se pone a
buscar en el mueble bar. LEANDRO va girando para ocultar la botella que tiene a sus espaldas,
con tan santa inocencia, que, por esconderla a la vista de JULIO, la pone delante de los ojos
de LUISA). Si estaba aquí… Si saque yo el bicarbonato y lo volví a guardar y la vi
aquí. Pero, ¿dónde puede haber ido?
LEANDRO: Las botellas hacen unas cosas muy raras.

(LUISA se la toma por sorpresa)

LUISA: ¿No será esta?
JULIO: ¡Esa debe ser! ¡Vacía! ¿Te has bebido una botella de Champán?
LEANDRO: Se la he echado a los tiestos.
LUISA: Se la han...
JULIO: ¿Cómo...?
LUISA: Divide por dos. Se la han bebido.

(Y señala dos copas)

JULIO: Papá…
LEANDRO: (Nerviosísimo) Es que…veras, ha estado aquí quien menos puedes
figurarte... Tu tío Enrique.
JULIO: Padre, el tío Enrique murió el año pasado.
LEANDRO: ¿Ves? Ya te he dicho que quien menos podías figurarte.
LUISA: (Riendo, después de observar las copas) ¿El tío Enrique se pintaba los labios?
LEANDRO: Pues, a veces…, yo creo que…
JULIO: ¡Papá esto es repugnante! ¡Has traído aquí a una pájara!

(LUISA se está riendo)

LEANDRO: No, no, no, no es eso... Escúchame.
JULIO: Claro, por eso tanto interés en echarme de casa. ¡Por eso habías dado
salida a la chica!
LEANDRO: Julio, tú eres hombre, debes comprender…
JULIO: ¡¡¡Pero a tu edad!!!
LEANDRO: ¡Diablos con la edad! Soy un hombre como cualquier otro. ¡Tengo la
culpa de que pase el tiempo!
JULIO: Que vergüenza, ¡¡¡échala ahora mismo!!!
LEANDRO: Iros un momento. Al bar de la esquina. Yo le diré que se marche. No
quiero que la veas. Pero no es una pájara, debes comprenderlo.
JULIO: ¿Dónde está?
LEANDRO: Ahí. (Señala la puerta de la izquierda. JULIO se dirige a ella con paso resuelto,
y en ese momento suena un ruido infernal de cristales rotos en la derecha. LUISA lanza una
carcajada) Eso de llamar cristal de roca al cristal de roca, no pasa de ser un
optimismo. (JULIO avanza hacia la derecha. LEANDRO se pone delante.) ¡No!
JULIO: ¡Qué bonito! Cómo un gamberro aprovechando la ausencia de la familia,
metes en tu cuarto a una mujerzuela, ¡a una desvergonzada!

(LUISA está riendo con todas sus ganas. Y al término del párrafo de JULIO se escucha la voz
de ELENA, que canta dentro).

ELENA:
¡Ay, de mi, ay de mí!
Si acabare llorando,
Yo que siempre me reí.

LUISA: (Aterrada) ¡Mamá!
JULIO: ¡Papá!

(LUISA aparta a LEANDRO y abre la puerta)

LUISA: ¡Ma…má!
ELENA: (Con su imponente borrachera encima) Vaya, Luisita, tanto bueno por aquí.
Hija de mi vida… como te quiero. Motorizada y todo, como te quiero…
LUISA: Virgen Santa (Volviéndose a LEANDRO) ¿A usted no le da vergüenza?
ELENA: No, no le da vergüenza ninguna. Porque he venido a eso, a estar a solas
con él. A hacer lo que me da la gana… ¡Porque le quiero! ¿Te enteras?... ¡¡¡Le
quiero con toda mi alma!!!

(Y se abraza a LEANDRO)

LUISA: ¡Pero, mamá con cincuenta años!
ELENA: (Herida, como una fiera) ¡Treinta y ocho, treinta y ocho!
LUISA: ¡Cincuenta, mama!
ELENA: Treinta y ocho.
LUISA: Cincuenta.

(Una pausa. A los ojos de ELENA asoma una lágrima suave. Asiente despacio)

ELENA: Cincuenta… (Mira de reojo a LEANDRO y, con una impresionante dulzura, como
pidiendo perdón por algo terrible que ha hecho) Cincuenta Leandro.
LEANDRO: (Lleno de ternura) ¡Que parecen doce!
ELENA: Cuarenta y cinco. Y no me canso de preguntarle a San Nicolás de Bari, a
Santa Bibiana, a Santa Margarita, a San Antonio de Padua… ¿por qué? ¿Por qué
tengo cincuenta años....? ¿Por qué está horrible broma del paso del tiempo? ¿Por
qué, si todo mi cuerpo me pide querer y vivir, tienen que ir jubilándome poco a
poco... los años y la gente? (Se deja caer en el sofá. Su mirada se nubla). Creo… que el
corazón me late poco.... muy poquito. ¡Y estas condenadas piernas! ¿Me escucha
usted Leandro?
LEANDRO: (Conmovido, con cansancio). Es que de este oído…, ya sabe usted, Elena,
no suelo oír bien.




SEGUNDO ACTO

Al alzarse el telón, G. Bolt está junto al lateral derecho sobre la cortina de “americana”.
Celebra una conferencia telefónica. El hilo del teléfono se pierde por la caja.


BOLT: Sí, la entiendo perfectamente señorita. Su madre, sí. Los mismos
dolores en el estomago. Le palpita. Y el corazón, no le palpita. Bien. Los ojos. No
ve. De acuerdo, iré esta tarde. Descuide. (Cuelga, pero el teléfono vuelve a sonar
inmediatamente.) Si, ¿de parte de? ¿Don Leandro Cano? Póngame en seguida. Sí,
Don Leandro. Ah! ¡Es su hijo! Diga. Sí, la doctora Bolt. Su padre. Dolores en el
estomago. Ya, le palpita. Y el corazón, no le palpita. Las piernas, de madera. Me
hago cargo. Iré a verle ahora mismo. Esté tranquilo. (Cuelga. Se dirige al público).
Esas dos llamadas, una detrás de la otra, fueron el principio de aquel memorable
23 de Mayo. Nunca podría figurarme las consecuencias de la ilusión. Después de
todo, en el fondo, la ilusión es una de las medicinas que nunca suelen fallarnos a
los médicos. La sociedad y los convencionalismos se habían puesto en marcha
para caer sobre Elena y Leandro. Más tarde, mientras les escuchaba yo, sin
poderlo remediar, iba recordando a Romeo y a la infeliz Julieta, suspirando de
pasión. Y a la lista interminable de decentes Capuletos y de decentes
Montescos que han logrado que en este mundo el amor pueda resultar un vicio,
un pecado o una ridiculez. Pero mi Romeo y mi Julieta eran más terribles, más
dolorosos, más urgentes, porque habían pasado de los cincuenta años y, sin
embargo, en ellos, el misterio del amor surgía con la misma fuerza avasalladora
que a los veinte. Empecé a sospechar que se trataba, nada menos, que de librar
la batalla entre los más intransigentes Capuletos y Montescos: los jóvenes. Y de
ese modo viví personalmente uno de los más grotescos lances de aquellas dos
fichas sin importancia de mi Carpeta B.

(Se ha ido corriendo la cortina. G. Bolt ha desaparecido.)

El mismo decorado del primer acto. Las pantallas han sido substituidas por otras azules, rojas,
que rompen un tanto la monotonía del verde de paredes y muebles. Unos cojines sobre el sofá
logran el milagro de la nota cambiante en aquella sonata verde realmente insoportable.

(LEANDRO está sentado en el sofá. El rostro sin expresión. La mirada perdida. El cabello
revuelto y los bigotes caídos de nuevo, a lo chino. Sobre la mesita una botella de agua mineral
de la que bebe LEANDRO, en ocasiones, con desmayo y apatía. JULIO esta al teléfono.)

JULIO: Gracias doctora, gracias. Le esperamos. (Cuelga). Bueno, va a venir a
verte.
LEANDRO: Que se dé prisa. Yo no duro media hora.
JULIO: (Frenético) ¡No! ¡Eso sí que no! No estás enfermo. No lo estabas para
beberte una botella de champan a media con ella.
LEANDRO: La verdad es que ella se bebió tres cuartos.
JULIO: Me es lo mismo. Para eso no estabas enfermo.
LEANDRO: Pues no lo estaba. ¿Qué quieres que te diga?
JULIO: No tienes más que cuento.
LEANDRO: (Haciendo pabellón en la oreja) ¿Qué?
JULIO: Para oírla no estabas sordo.
LEANDRO: Dímelo por este lado, Julio… que por el otro no oigo nada.
JULIO: ¡Bueno, bueno! ¡Esto es ridículo! ¡Esto es una niñería! ¡Si mamá viviese…!
LEANDRO: Estaría cosiendo.
JULIO: ¡No te lo consiento! Eh? Bromas de ese aspecto no te las consiento.
LEANDRO: Julio, déjame verla. Aunque sólo sean cinco minutos. (Niega con la
cabeza JULIO). Hablarle por teléfono. Aunque lo entienda todo al revés. (Nueva
negación). ¡La tenéis secuestrada! Cuantas veces he llamado y se ha puesto la
maldita niña trabajadora, para decir que su madre no estaba. ¡Voy a denunciar
este asunto a la comisaría!
JULIO: ¿No te basta con el escándalo que has dado? ¿Sabes que cuando entro
en el estanco me preguntan por el niño? Y me dicen que te vigile bien, que la
juventud de ahora esta descarriada. De momento… sabes que mis alumnos me
han preguntado cuando eran las amonestaciones.
LEANDRO: Pero, ¿por qué todo ese traer y llevar con dos personas que se
quieren?
JULIO: Porque no sois jóvenes. A vuestra edad todo esto es ridículo. ¡No, no te
pongas las manos en la oreja porque oyes perfectamente!
LEANDRO: ¡Por lo que más quieras, Julio! Yo no me he negado a nada de lo que
me has pedido. Te he dado dinero para que enseñes a los niños quien fue el
General Espartero, que es una tontería muchísimo mayor… ¡Cinco minutos solo!
JULIO: ¡Eso se ha acabado, papá! ¡Qué ideas! ¡Coger una cámara fotográfica,
irse los dos correr mundo… y a darse besitos… a vuestra edad! ¡Vamos, si
parece de folletín!
LEANDRO: La vida es un folletín, más o menos caro. Depende de lo que quieras
comprar.
JULIO: ¡No! ¡No te lo aguanto! Esa frase no es tuya. Te has comprado una
antología de pensamientos y se los soltabas a ella como si fueran tuyos, para
impresionarla. “Las mujeres siempre terminan pareciéndose a sus madres”.
LEANDRO: Mío.
JULIO: De Oscar Wilde. “La mujer se viste, sobre todo para las otras
mujeres”.
LEANDRO: Mío.
JULIO: De Miguel de Unamuno. “El amor es el espacio que hay entre dos
frases: Dile que me pongo en seguida y dile que no estoy”.
LEANDRO: Mío.
JULIO: De Alfonso Paso.
LEANDRO: ¡Pero si no se van a enterar!...
JULIO: Todo esto son chiquilladas. Boberías, que tienen justificación a los
veinte años; pero a tu edad… Además, ¿qué has podido ver en esa mujer? Tiene
arrugas.
LEANDRO: Como la tierra buena.
JULIO: Y esos ojos… son pequeños.
LEANDRO: Te advierto que hay poco que ver.
JULIO: Y se pinta los labios muy mal.
LEANDRO: Estilo abstracto. A la moda.
JULIO: Bueno. Hemos acabado de hablar de ella. No consigo entenderlo. Pero
me parece absurdo, ridículo y poco respetable.
LEANDRO: ¡Cinco minutos solo!... Al menos, di que se ponga al teléfono.
JULIO: Por si no lo sabias, pongo en tu conocimiento que se la van a llevar.
LEANDRO: (Aterrado) ¿Donde?
JULIO: Fuera de la capital.
LEANDRO: ¿Pero lejos?
JULIO: Muy lejos. Esta con la misma perra que tu. Quiere verte, hablarte…
¡Chocheces!
LEANDRO: Si se la llevan, yo… yo…
JULIO: ¿Qué?
LEANDRO: ¡Armo la tremolina! Me doy de baja en el Círculo de Bellas Artes…
Compro un aparato de televisión. (Va dominando sus ímpetus)
JULIO: Es cosa de su hija.
LEANDRO: ¡Qué se lleven a la hija!
JULIO: ¡Está bien! No puedo meterme en eso. Sólo te digo que de seguir ella
aquí, os van a hacer un homenaje en el barrio. Y eso, ¡no!
LEANDRO: Julio, ¡que me muero!...
JULIO: Pero papá, ¡si estas con la misma canción hace diez años!
LEANDRO: Que ahora no asusto, que te lo firmo en un papel. ¡Me muero!
JULIO: Y por si acaso, tú te vas a ir al campo. Un mes de vida sana.
LEANDRO: Julio, que hay que estar muy bien de salud para aguantar la vida
sana.
JULIO: Te vas a ir a Cuenca.
LEANDRO: ¿Desterrado?
JULIO: A Cuenca, con la tía Pura.
LEANDRO: Julio, Cuenca a solas, puede ser una crueldad; pero con la tía Pura al
lado, es ya sadismo.

(Suena el timbre)

JULIO: Seguro que es Luisa, ¿No querrás que te vea?...
LEANDRO: Si yo le hablara a ella…
JULIO: Te lo prohíbo en absoluto.
LEANDRO: Está bien, ¡hombre está bien! Veremos si puedo levantarme.
JULIO: (Ayudándole). ¿Por qué no te arreglas un poco?
LEANDRO: ¿Para que? ¿Para qué me veas tú?
JULIO: Esta bien.
LEANDRO: ¿Tengo las dos piernas?
JULIO: Si.
LEANDRO: Pues no noto más que una. (LUISA esta en el umbral del arco. Cambio de
miradas entre ella y LEANDRO. LUISA vuelve lentamente la espalda). ¡Qué niños madre,
qué niños!

(Hace mutis por la derecha)

JULIO: ¿Qué tal está?
LUISA: Igual, dice que quiere morirse rápidamente, sin sentirlo, de una
emoción. Y se ha puesto a leer la lista de precios de los hoteles de la Sierra,
con la lupa claro, porque no ve. ¡El corazón lleva un día de paraditas!... Y además
le ha entrado asma.
JULIO: ¿Come?
LUISA: Agua con azúcar. ¿Y tu padre?
JULIO: Agua mineral.

(Señala la botella de agua mineral que hay sobre la mesita).


LUISA: Pero, ¿se han vuelto locos?
JULIO: ¡Qué sé yo! Voy pensando que sí. (Se sirve bicarbonato). Cuando se rondan
los cincuenta, la gente enferma.
LUISA: Si, eso me han dicho.
JULIO: Y lo que ellos están es enfermos.
LUISA: Si, enfermos. Es muy posible.
JULIO: No de lo que se quejan, claro. Si no psíquicamente… ya me entiendes.

(Apura el bicarbonato).

LUISA: Claro. Tienes por ahí una Cafiaspirina?
JULIO: ¿Te sirve Salidon?
LUISA: No, me baja la tensión.
JULIO: Pero una Centramina te la sube.
LUISA: Bueno, dámelo. Pero luego la Centramina no me deja dormir.
JULIO: Te tomas un Quadranox. Y al despertarte otra Centramina. Y ya esta.
LUISA: Si.
JULIO: (Entregándole la pastilla) ¿Qué te decía?
LUISA: Que están enfermos.
JULIO: Eso es. Les da por no comportarse normalmente. Pero en cuanto
rebasan los cincuenta ya se mejoran.

(Y vuelve a echar bicarbonato en el vaso).

LUISA: (Oprimiéndose la frente, con ademán de fatiga). No sé qué me pasa hoy. Parece
que voy a estallar. En fin… Me han traído el permiso del ministerio. Podemos
abrir perfectamente mañana. (Le entrega unos papeles). Desinfección.
Acondicionamiento. Informe de la Inspección. Mañana vence la primera letra.
JULIO: (Mientras se sirve bicarbonato). Ya. (Lee). “Para mejor cumplimiento de estas
normas, véase Decreto de 19 de Noviembre 1947”.
LUISA: Lo he visto.
JULIO: ¿Y qué?
LUISA: Te remite al decreto del 8 de febrero de 1941.
JULIO: ¿Y qué?
LUISA: Ese te remite a la Ley de 12 de junio de 1939.
JULIO: Bueno, ¿y qué?
LUISA: Esa ley te remite al Código Mercantil. Articulo 56.
JULIO: ¿Y qué?
LUISA: No dice nada. La verdad no he querido seguir buscando porque he visto
que terminaba en el fuero juzgo. La explicación de todo viene abajo, donde dice:
“Precio de este impreso, sesenta pesetas”. (JULIO apura el bicarbonato y se acaricia,
con gesto de dolor, el estomago). Traigo aquí…
JULIO: ¿Más papeles?
LUISA: No. Tu padre ha mandado a casa una cartita con unos versos. He
logrado hacerme con ella. Creo que es mejor que la guardes tú. (Ha sacado un papel
y lee). “Amor mío: (Risas de ambos) No me dejan verte. Apenas si puedo escribirte;
pero sigo queriéndote como antes de ayer como hace cuarenta días, cuando nos
vimos en la consulta. Paloma mía… (Risas) para que no estés sola te mando un
verso que he hecho pensando en ti. Espero que te guste: ¿Que es poesía? Me
preguntas clavando en mi pupila tu pupila azul. ¿Y tú me lo preguntas? Poesía,
eres tú.

(Los dos se echan a reír bruscamente)


JULIO: ¡Dios mío! ¡Lo que hace la edad!
LUISA: Te advierto que lo remata diciendo: “Ten paciencia, todo llega, todo
vuelve. Como yo mismo he escrito: “Volverán las oscuras golondrinas de tu
balcón los nidos a colgar…”
JULIO: ¡Qué bárbaro! Va a terminar firmando el Quijote. ¿Pero tu madre no
conoce esas rimas?
LUISA: De memoria.
JULIO: Dirá que es un copión, un plagiario.
LUISA: Dice que son suyas.
JULIO: ¿Cómo?
LUISA: Si, que son de tu padre. ¡Como explicártelo! Tiene nublado el
conocimiento. Cualquier cosa que el diga le parece una maravilla, aunque sea:
“Me pica la espalda”. Se pasa horas y harás oliendo un perfume.
JULIO: ¿“Primavera verde”?
LUISA: Ese. Y el caso es que le produce alergia. Y se pone a estornudar como
una loca. Pero dice que le recuerda a su Leandro. Si vieras eso de “Su Leandro”
como lo suelta. (Risas de ambos, perdonando la vida). Me ha pedido cinco minutos solo
para verle. ¡Cinco minutos! Y me gustaría que la hubieras oído. La voz le
temblaba en el “le”. “Déjame ver-le” Y en ese “le”… ¡Demonio!... Nunca he oído
tantas cosas dentro de una silaba.
JULIO: Pues échale una mirada a la carta que ha mandado.

(Un papel en la mano de JULIO)


LUISA: ¿A tu padre?
JULIO: Si, ayer. Se la he encontrado dentro de un libro, junto a una flor seca.
Es conveniente que la leas tú. A mi francamente me hace una gracias tremenda.
Es para tumbarse de risa. ¡A los cincuenta años!
LUISA: (Leyendo en voz alta) “Tesoro mío”…
JULIO: ¿Eh? Tesoro mío… ¡Buen principio!... ¡Tesoro! ¡Ya verás lo de tesoro!...
LUISA: “No puedo dormir”.
JULIO: Señora, ¡tome una pastilla de Quadronox! Eso es lo que yo hago cuando
tengo insomnio.
LUISA: Bueno… ¿me dejas leerla?
JULIO: Sigue, sigue. ¡Es para tumbarse! Ya verás…
LUISA: “No puedo dormir. Quisiera tenerte cerca…
JULIO: ¡A mi padre! ¡Ja, ja, ja!
LUISA: “La chica no me siente. Todos están en los brazos de Morfeo…
JULIO: ¡Ja, ja, ja!
LUISA: Despacito, como un ladrón, me he levantado y estoy en el escritorio.
Amor de mis amores…

(Algo ocurre. Una extraña cosa que no podíamos esperar. A LUISA le están sentando mal las
carcajadas de JULIO. No sabe porque. Pero hay algo de su corazón, en definitiva del corazón
de cualquier mujer en aquella carta. Mira a JULIO con fastidio).


LUISA: “Amor de mis amores. No sé cómo me estará saliendo la carta. Estoy
escribiendo a oscuras para que mi hija no se despierte y me sorprenda. Con esta
oscuridad es probable que haya alguna hache de menos. Yo no soy poeta, como
tú, ni tengo talento. Soy nada mas que una pobre mujer enamorada y sola”.
JULIO: (Imitando los compases del final de un tango). ¡Chin chan! ¡Ja, ja, ja!

(LUISA le dirige una mirada inquieta. El no lo advierte).


LUISA: ¡Tesoro…!
JULIO: ¡Y dale!
LUISA: (Mas fuerte). “Tesoro. Ahora me gustaría estar en tus brazos, ¡fuertes y
nervudos!
JULIO: ¡Fuertes y nervudos! (Riendo). ¡Es para mondarse!
LUISA: “Protegida en ti, sabiendo que tu peleas por nuestro amor”. (La voz de
LUISA comienza a temblar ligeramente). “Solo eso merece la pena en la vida. La
ilusión del amor. Para eso tenemos que vivir, para eso fui creada. Para amar,
amar siempre, amar con todas mis fuerzas y morir por ese amor. Te quiero…”

(LUISA baja el papel, agobiada por las palabras de su madre)


JULIO: Sigue, sigue…
LUISA: (Mordiendo la frase) “Tesoro”
JULIO: Ja, ja, ja.
LUISA: “Y sin ti no deseo vivir. Soy toda tuya, desde la puntita del pelo…
JULIO: Con muchas canas…
LUISA: “Hasta las uñitas de los pies”.
JULIO: ¡Qué chiquilla!
LUISA: “Mi hija se despierta. No puedo seguir. Un beso muy fuerte, con toda
mi pasión. Tu Elena. P.D. Tesoro”
JULIO: ¡Cómo no!

(Y se tumba de risa. LUISA se pone en pie, iracunda.)


LUISA: Ya está bien, ¿no...?
JULIO: (Sorprendido). ¿Qué pasa?
LUISA: Que no es para reírse tanto.
JULIO: Claro. Es tu madre…
LUISA: No. Es una mujer enamorada.
JULIO: Pero todo eso es ridículo.
LUISA: ¿Ridículo?
JULIO: Eso digo.
LUISA: Te lo estoy preguntando.
JULIO: ¡Tiene gracia! ¡Pues claro que es ridículo! ¿Tú pondrías esas cosas en
una carta?
LUISA: Nunca he escrito cartas de amor.
JULIO: Pero, ¿lo pondrías?
LUISA: (Tras una pausa). No.
JULIO: Entonces…
LUISA: Entonces… ¿quién lleva la razón?
JULIO: Supongo que no iras a aprobar esa monstruosidad. Me hablaste de
sacar a tu madre de la capital.
LUISA: Y no la apruebo. Eso es aparte. Lo único que digo es: ¿Qué nos espera?
JULIO: ¿A quién?
LUISA: A nosotros. A los que tenemos insomnio por otras cosas que no es el
amor. Estamos quitando el sentido a todo. Hasta a las palabras de amor. Nos
burlamos de cuanto cae en nuestras manos. “Tesoro, amor de mis amores…”
poco a poco, estamos consiguiendo que el amor se pase de moda. ¿Y qué
ofrecemos a cambio? Camaradería. ¿Sabes quién inventó la camaradería? Los
pingüinos. Son excelentes camaradas.
JULIO: Pero, ¿a qué viene todo eso?
LUISA: Jaquecas, dolor de estomago, velocidad y trabajo, mucho trabajo. No
hay tiempo más que para trabajar. ¡Demonios! Trabajar, ¿para qué?
JULIO: Para ganar dinero.
LUISA: ¿Para qué?
JULIO: Para comprar cosas.
LUISA: ¿Para qué?
JULIO: Para… Oye, ¡no me digas que esa carta…!
LUISA: Lo que me pregunto es si no somos nosotros los equivocados... si
cualquiera de esos “tesoro” tiene más justificación que nuestras malditas letras
de cambio.
JULIO: Te ha ofendido que me riera de la carta. Pero quiero...
LUISA: (Fastidiada) ¿Cómo estoy?
JULIO: ¿Qué?
LUISA: Sí, ¿cómo estoy?
JULIO: ¿Es qué estabas mala?
LUISA: Estoy bien, ¿mal? ¿Soy fea, guapa? ¿Atraigo? ¿No valgo un pito? ¿Qué?
JULIO: No sé. Así de pronto.
LUISA: ¿Soy alta o baja?
JULIO: Yo creo que mediana.
LUISA: ¿Cómo tengo las piernas?
JULIO: (Un poco sofocado) Bien…, bien
LUISA: Cómo bien, bien. ¿Qué clase de tonto eres tú?
JULIO: Pero, Luisa...
LUISA: Un mes, un mes juntos y ¿no sabes cómo soy?
JULIO: Una excelente compañera.
LUISA: Compañera. Colaboradora. Socia. ¡Diablos! No has intentado ninguna de
las tradicionales cosas para que yo te de la tradicional bofetada.
JULIO: Supongo que teniendo que…
LUISA: Trabajar, claro. ¡Teniendo que trabajar como va a quedar tiempo para
intentar nada!
JULIO: Pero esas cosas son boberías.
LUISA: Estoy segura a tu lado. Tristemente segura. Ninguna emoción puede
venirme de ti, como no sea que nos vence mañana una letra. Pero, ¿qué puedo
inspirar yo, si pongo en marcha un motor?
JULIO: Oye…
LUISA: (Frenética) Sí. Esta piernecita femenina da una patada y la moto se pone
en marcha.
JULIO: Pero es lógico, si la moto es buena.
LUISA: Me encuentro horrible. Y cuando saco la mano para decir que tuerzo a
la izquierda, me rechinan los dientes.
JULIO: Tuerce a la derecha.
LUISA: Tengo una cintura que no está mal, eh?
JULIO: Pues sí, supongo.
LUISA: ¿Cómo me coges la cintura cuando vas en el asiento posterior de la
moto?

(JULIO intenta un desangelado y aséptico ademán de afecto).


JULIO: Pues, así…
LUISA: Como se coge un buñuelo de viento. Temiendo apretar mucho porque
puede salirse la nata.
JULIO: Tanto como la nata…
LUISA: O el cabello de ángel…lo que quieras.
JULIO: De todas…
LUISA: ¡Oh, no, no! Hemos perdido la partida y lo intuimos. Porque mientras leía
esa carta de amor, sentía una pena inmensa.
JULIO: Por tu madre.
LUISA: Por mí y por las que como yo, ya no somos capaces de escribir esas
ridiculeces.
JULIO: ¡Vamos! ¿Por qué no confiesas que te ha molestado que me riera de tu
madre?
LUISA: Insisto. De una mujer enamorada.
JULIO: ¿Y puede saberse a santo de qué te ríes tú de un hombre enamorado?
LUISA: ¿Qué hombre?
JULIO: Mi padre. Viene así en el Documento Nacional de Identidad. Sexo: V.
LUISA: No me he reído.
JULIO: Así que cuando yo leía: “Amor mío” y “Paloma mía”, tú no te reías…
LUISA: Y tú.
JULIO: Pero tú también.
LUISA: No.
JULIO: ¡Que cinismo!
LUISA: Si me he reído no fue de esas palabras.
JULIO: Resumamos. Tú puedes reírte de mi padre. Y yo no puedo reírme de tu
madre.
LUISA; No son tu padre y mi madre.
JULIO: ¿Qué son? ¿Dos tranvías? (Y se echa a reír)
LUISA: ¡Ah, no! ¡No te aguanto! ¡No lo soporto! Tus estúpidas burlas, tus
chistecitos de niño despistado… (En la cara de él) ¡No! ¿Sabes? Nuestras
relaciones van a ser puramente comerciales. ¡No te tolero otra cosa!
JULIO: Pero ¿quién ha intentado otra cosa?
LUISA: No, claro tu qué vas a intentar. ¡Pero no te lo tolero!
JULIO: ¿Qué?
LUISA: ¡Lo que no intentas!
JULIO: ¡Ay Dios mío! ¿Qué os ha pasado? ¡Os habéis vuelto todos locos!
LUISA: (Rompiendo a llorar) ¡Voy a llevarme a mi madre lejos! Donde no pueda
sentir y escribir esas maravillas. Quiero ser tratada como una mujer,
¿comprendes? En mis ratos libres. Y sentir miedo del hombre. Y parar pies.
JULIO: Bueno, Luisa…
LUISA: Quiero que valgan las mismas palabras de siempre. Y hacer una locura
muy gorda. ¡Muy gorda! Contigo no, claro; contigo nos pasaríamos la noche
trabajando.

(Bolt está en el arco. La ve LUISA cuando, iracunda, se dirige a la salida).


BOLT: Buenas tardes.
LUISA: (Señalando a JULIO) Llega a tiempo doctora. Cúrelo. Hace tiempo que ha
cogido un resfriado al alma. ¡Y no se lo quita de encima! (Dicho lo cual, hace mutis
por el foro)
BOLT: ¿Han reñido?
JULIO: No se qué puede ocurrirle. Se ha pasado el tiempo diciendo disparates.
No la entiendo.
BOLT: (Dejando la cartera de mano que trae). A las mujeres no hay que entenderlas,
amigo. Es preferirle quererlas nada más.
JULIO: ¿Y cuando no se las quiere?
BOLT: Se casa uno con ellas. Y así no desentona.
JULIO: Pero tenemos un negocio a medias.
BOLT: El único negocio a medias que se puede tener con una mujer es un niño.
¿Y ese hombre?
JULIO: Mal. Ya se lo he dicho. (BOLT hace un ademán, dando a entender a JULIO que
quiere ver a LEANDRO) Si Doctor.
BOLT: A solas, por favor.
JULIO: Desde luego. ¡Papá! Esta aquí el doctor. (A BOLT, rascándose la cabeza).
Doctora… ¿soy yo la única persona que trabaja?
BOLT: En España, afortunadamente, si.
JULIO: ¿Y eso es tan malo?
BOLT: No está bien mirado. Buenas tardes.
JULIO: Buenas tardes, doctora.
BOLT: (Deteniéndole al mutis). Si quiere que marche bien el negocio a medias,
hágale el amor. Las mujeres, cuando nos enamoramos, trabajamos una
barbaridad.
JULIO: Es monstruoso… monstruoso… incomprensible. No paso, por eso, ¡no
paso… no paso!
BOLT: Pues siento comunicarle que ella está enamorada de usted.
JULIO: Pero, ¿por qué?
BOLT: No se. Es la costumbre. La gente se enamora, se casa, bebe cerveza,
tose en el teatro. Lo normal.
JULIO: ¡Un hatajo de locos! ¡Eso es! ¡Completamente chalados! En la vida hay
cosas más importantes que el amor. Eso es un cuento incomprensible.
BOLT: (Con una serenidad imperturbable) ¿Le duele ya el estomago?
JULIO: Sí, ¿cómo lo ha averiguado?
BOLT: Cuando un hombre habla de esa manera, es un abonado al bicarbonato o
va a serlo muy pronto. El cuerpo no resiste que le lleven la contraria. Y cuando
lo hacen del modo que usted lo está haciendo, protesta. Empieza por ahí. (Le
señala el estomago)

JULIO: ¿Tengo ulcera?
BOLT: No lo sé, pero se la merece.
JULIO: ¡Oiga!
BOLT: Lo estoy distrayendo de su trabajo. Buenas tardes. Hágala el amor si
quiere sacarle rendimiento.
JULIO: Incomprensible, ¡incomprensible!
BOLT: (Viendo venir a LEANDRO) Solos por favor. (LEANDRO ha aparecido en la
derecha. Esta hecho un trapo. JULIO hace mutis por la izquierda). ¿Se siente con
fuerzas de avanzar hasta ese sillón y sentarse? (LEANDRO lo hace, andando como un
pajarillo). Ya. Sé todo lo ocurrido. Incluso la juerguecita que se preparo aquí.
LEANDRO: Doctor…, quisiera que lo comprendiera. La juerga tiene su
justificación. Junto a esa mujer… no se…, se me quitan los dolores, oigo de
maravilla y me siento capaz de todo.
BOLT: La quiere… ¿no?
LEANDRO: (Ruboroso) ¿Está prohibido decir que sí?
BOLT: A mí, no.
LEANDRO: Pues, sí.
BOLT: ¿Y ella?
LEANDRO: Según dice, me adora.
BOLT: ¿Y bien?...
LEANDRO: No hay nada que hacer, doctor. Los chicos no nos dejan vernos.
Todo el mundo se burla de nosotros. Estoy en la situación del gamberro de
veinte años que ha cometido una fechoría.
BOLT: ¿Qué va a hacer?
LEANDRO: ¿Qué quiere que haga? Dejarlo, claro. A mi edad es ridículo. Mi hijo
tiene razón. Yo estoy para sopitas y buen vino. Lo que necesito es un
medicamento que me alivie y…
BOLT: Bueno. Vaya encargándose la sepultura.
LEANDRO: ¡Oiga!
BOLT: Y el habito y todo eso.
LEANDRO: (Horrorizado) ¿Es que estoy tan grave?
BOLT: No tiene usted ninguna enfermedad. Las enfermedades vienen luego. Son
como la póliza que se pone en la instancia para darle curso. Pero la instancia ha
sido escrita antes.
LEANDRO: (Aterrado) ¿Y si no la escribimos?
BOLT: La instancia se llama desengaño, complejo de jubilación… La póliza puede
ser una arterioesclerosis. ¿Qué quiere que le recete?
LEANDRO: (Horrorizado) ¡Oiga!
BOLT: (Con el recetario y la pluma en la mano). ¿Ceregumil?... es muy barato. O
penicilina. El ochenta por ciento de los muertos están llenos de penicilina.
LEANDRO: Yo quiero una receta que me cure.
BOLT: Se llama Elena.
LEANDRO: No me dirá que…
BOLT: Elija. Con ella puede usted durar mucho tiempo. Sin Elena, se muere
usted dentro de dos años, a lo mejor del hígado.
LEANDRO: Eso de a lo mejor…
BOLT: ¿Ceregumil, no?
LEANDRO: No.
BOLT: O Perborato…
LEANDRO: ¡O sifón!
BOLT: Lo que le apetezca. Da igual. (Va a escribir. LEANDRO la detiene)
LEANDRO: Aguarde, ¿qué quiere que haga?
BOLT: Pelear.
LEANDRO: Pero, ¿cómo pelear?
BOLT: Por encima, Don Leandro. Cuando la vida no tiene sentido, empezamos a
morir un poco. Ese es el valor de la ilusión. Hacernos vivir de nuevo. La vida nos
hace, a veces, renunciar a la ilusión. Pero no es un adiós, don Leandro. Es un
hasta pronto. Porque la ilusión llega cuando menos se piensa, y hay que cogerla
sea como sea y caiga quien caiga. Eso le pido. Pelee por la ilusión. Recobre a esa
mujer.
LEANDRO: Pero mi hijo…
BOLT: Los hijos comprenden a sus padres cuando les faltan. Y esos dos
muchachos están ahora en una edad especial: la de cosas de papa y mama.
Cualquier deseo, cualquier ilusión de ustedes no son deseos ni ilusiones, son
cosas de papa y mama. Si no le comprende, peor para él. Tampoco
comprendemos el sueco, y se habla. ¡Al diablo con su hijo!
LEANDRO: Pero si me acoquina. No sé qué contestarle. Me da sus razones y yo
me callo.
BOLT: Llévesela.
LEANDRO: La tienen encerrada. No querrá que escale la fachada.
BOLT: Si la escalara con ilusión…
LEANDRO: Sí, pero a lo mejor me caigo con ilusión y me rompo la cabeza con
ilusión.
BOLT: Escuche. ¿Está dispuesto a plantear el combate? ¿Sí o no?
LEANDRO: Yo…
BOLT: Ceregumil…
LEANDRO: No, no. Estoy dispuesto.
BOLT: ¿Seria usted capaz de casarse con ella?
LEANDRO: Lo estoy deseando.
BOLT: Bien. Voy a ayudarles yo. Con mis clientes, tengo la obligación, en cierto
modo.
LEANDRO: Mi hijo no se va a conformar. Armará el escándalo.
BOLT: (Mira por donde hizo mutis JULIO). ¿Tiene teléfono dentro?
LEANDRO: En mi despacho.
BOLT: Vamos. Hay que llamar a Elena. Es necesario que nos pongamos los tres
de acuerdo.
LEANDRO: ¿De acuerdo con Elena por teléfono? Esta usted listo.
BOLT: No se preocupe. Le repetiré el disco tres o cuatro veces. Déjelo en mis
manos. Levante esos hombros. (Le da un golpe en la espalda). La barbilla alta. (Le sube
la barbilla). El pecho fuera (Golpe en el pecho). Las circunstancias nos favorecen.
Hay discrepancias en el bloque joven. (Otro golpe). Los brazos tensos. Es usted
un hombre que nació un poco antes. Solo eso. ¡Los ojos!
LEANDRO: ¿Me los quito?
BOLT: Deles vida, animación. Va usted a librar un combate corto, pero muy
fuerte.
LEANDRO: Doctora… Eso que vamos a hacer, ¿no será una barbaridad?
BOLT: Si. Pero ya es hora de que hagamos barbaridades. ¡Llevamos tantos años
de sentido común! (LEANDRO ha desaparecido por la derecha.) (Bolt queda apoyado en la
caja, sonriente, fuera de escena, se dirige al público). Lo que ideamos fue la más
extraña y fantástica de las diabluras. Hoy, al recordarlo, no logro explicarme
como salió bien. Supongo que porque era tan increíble, tan poético… después de
veinticinco años de ciencia, tengo que reconocer que no hay modo de vencer a la
poesía. Que cuanto más increíble, mas fantástico, más poético es lo que
imaginamos, mas dentro esta de la lógica humana y obra con mucha más fuerza
sobre el hombre que la ciencia. Así, la ciencia ha quedado reducida a investigar
las intuiciones poéticas del hombre. Estuve cerca de una hora hablando con don
Leandro, dándole ánimos. Poco a poco, aquel trapo cobro vida, se irguió y se
apresto a la lucha, sin más armas que la ilusión y media botella de coñac que le
hice tomar. (JULIO surge nervioso por la izquierda). El pobre muchacho no sabía lo
que una hora más tarde le esperaba. Como no saben lo que les espera todos los
que hacen frente a la ilusión donde aparezca y como aparezca. Creo que el
pobre se decidió a llama al socio de la manera más lastimosa.

(JULIO ha marcado un número en el teléfono. Esta meditabundo, pensativo. BOLT,
lentamente hace mutis por el arco, mirándolo sonriente).


JULIO: Luisa… ¿eres tu Luisa? Oye. Voy a comunicarte una cosa. Tienes unos
brazos estupendos. (Lo ha dicho con tal falta de sentimiento, con tal absoluta frialdad, que
podemos suponer lo que ocurre al otro lado del teléfono). No es ninguna idiotez. Tienes
unos bracitos estupendos. Oye… y el campo, eh? El campo. Tu comprendes, eh?
(Serio). No. Ni yo tampoco. Pero el campo… (Furioso). Demonios no sé qué tiene
que ocurrir con el campo, ¡pero se dice eso! Y la noche, eh? Si. La noche, eh?
Luisa, si trabajamos juntos, es preciso que tengamos una absoluta armonía y no
discuta… no, no te he dicho lo de los bracitos por eso. (Furioso). ¡Deja de
llamarme pingüino! Un negocio no puede estar a expensas de cualquier idiotez y
es preciso que tú y yo nos enamoremos para ganar dinero. No. No solo para
ganar dinero, sino… ¡Oye!... ¡Oye! (Cuelga, está furioso. Y acierta a salir LEANDRO en
ese momento, vestido de verde nuevamente y con el bigote erguido. Se dirige al arco) .
¿Dónde vas?
LEANDRO: A hablar con el cura.
JULIO: Padre, deja ya las neurastias. No estás tan mal como para...
LEANDRO: No lo has entendido. Voy a hablarle para ir preparando la boda. Mi
boda. Me caso con la viuda. ¿Pasa algo?
JULIO: Ese tono…
LEANDRO: El que quiero. ¿Te ocurre algo?
JULIO: Bueno, ¿pero es que aun no te has dado cuenta de lo que has hecho?
LEANDRO: Me doy cuenta de todo lo que no he hecho en todos estos años. De
la vida que he llevado. De cómo he aguantando tu insulsa e insoportable
juventud.
JULIO: Ya está bien. ¡Ni una palabra más! Por esa puerta no sales.
LEANDRO: Salgo.
JULIO: Échame el aliento. (LEANDRO lo hace). ¡Dios mío! ¡Ahora coñac! ¿Pero es
que encima vas a beber? ¿Qué quieres? Arruinar mi academia, claro. Tengo que
ocuparme de eso papa. Por lo que más quieras. Ten un poco de juicio.
LEANDRO: En resumen: papá siéntate en una silla y dile adiós al mundo.
Prohibido enamorarse, prohibido divertirse.
JULIO: El amor entre viejos es ridículo.
LEANDRO: ¿Tú has visto un chico de veinte años diciéndole a la novia: “Quieres
una patata frita cariño?” ¿Qué? ¿Qué les niegas el derecho a los viejos de ser
tontos?... No, hombre, no.
JULIO: ¡No quiero oír hablar más de todo esto! En dos días parece como si la
humanidad se hubiera vuelto loca. ¡No, no, no! (Se interpone entre el arco y su padre).
Papa, un favor, no vayas a verla. No des mas escándalos. Ya está bien. Esta
noche se la llevan.
LEANDRO: (Tras una pausa) Habrá que ponerle al lado un especialista.
JULIO: En cualquier parte de España hay buenos médicos.
LEANDRO: Pero no como el que ella necesita.
JULIO: Medicina general.
LEANDRO: (Como quien no dice nada). De ginecología.
JULIO: Ginecólogos hay buenos en… (Aterrado). ¿Qué?
LEANDRO: Quiero decir, que necesita un ginecólogo.
JULIO: Pero ¿para qué?
LEANDRO: Para que le lea la mano.
JULIO: Escucha… ¿para qué necesita esa mujer un ginecólogo?
LEANDRO: Dentro de ocho meses va a tener un hijo.
JULIO: ¡Dios santo! tú has podido poner los ojos en una mujer que va a tener un
hijo así de cualquier manera…
LEANDRO: Hombre eso de cualquier manera...
JULIO: Sin casarse.
LEANDRO: una barbaridad. Cualquier ser humano puede hacerla, por mucho que
le pese.
JULIO: ¿Y se sabe quién es el padre?
LEANDRO: Un señor estupendo.
JULIO: ¿Quién?
LEANDRO: Yo.
JULIO: ¡No!
LEANDRO: Si.
JULIO: ¡Madre!

(LEANDRO le sirve bicarbonato y se lo da).


LEANDRO: ¿Un traguito?
JULIO: (Secándose el sudor) ¿Que tú…?
LEANDRO: Te preparamos un hermanito para el invierno. Va a caer por Reyes…
una atención.
JULIO: ¡No, no! Es demasiado.
LEANDRO: Eso creí yo, pero ha habido suerte.
JULIO: ¿Pero cómo has podido hacer esa locura?
LEANDRO: No me obligues a que te lo cuente.
JULIO: Claro que sí, ¿cómo pudiste hacer esa locura?
LEANDRO: Fuimos a El Escorial. Estuvimos viendo el Monasterio. Como después
de ver el Monasterio de El Escorial se sale con unas ganas tremendas de
olvidarlo, le propuse tomar unas copas. Bebimos “Tío Pepe” en homenaje a su
padre que se llamaba Ernesto. Hacia fresco. Ella se refugió en mí.
JULIO: (Iracundo). Ella se refugió en ti, eh?
LEANDRO: (Con unos guiños picarones). La abrace. El campo, eh…la noche, eh?...
había luna… Ella, con una inteligencia asombrosa, me dijo una frase
desconcertante: “Mira la luna”. Y yo la mire. ¡Nunca lo hubiera hecho! El campo…
exhalaba un perfume a hierba nueva. Fue inevitable.
JULIO: No, no. Si parece mentira…
LEANDRO: Hace poco me comunico la noticia. Íbamos a ser padres. Cuando
anteanoche nos sorprendiste estábamos celebrando las consecuencias de una
visita al Monasterio de El Escorial.
JULIO: ¡Vaya visita!
LEANDRO: La mayoría de los madrileños son productos de un veraneo en El
Escorial. Yo creo que es una réplica a Felipe II.
JULIO: (Sudoroso, atribulado). ¿Estás seguro de que ese niño?...
LEANDRO: Hermano tuyo. Puedes jurarlo.
JULIO: Tú no conoces a las mujeres.
LEANDRO: Quien no las conoce eres tú.
JULIO: (Frenético). ¿Pero te das cuenta de que esa fresca te ha seducido?
LEANDRO: Oye…
JULIO: (Dando un golpe sobre el sofá). Si, si. Seducido. Se refugió en ti. “Mira la
luna” es la estafa más repugnante que he conocido. Esto lo arreglo yo ahora
mismo. (Coge el teléfono). Pero a tu edad…
LEANDRO: No me quejo, no me quejo…
JULIO: (Tras marcar un numero en el teléfono) Si se cree que le va a resultar tan
fácil engañar al hijo como al padre, está equivocada de medio a medio. ¡Qué
diablos! ¿Por qué no contestan?

(En el arco ha aparecido LUISA con ELENA de la mano)


LUISA: Si llamas a casa, entre otras cosas ¡porque estoy aquí!
JULIO: ¡Me alegro de verte!

(ELENA trae un pañuelo en la mano y solloza)


LUISA: (Plantada ante él, con ganas de pelea) Vamos a ver, ¿qué hacemos?
JULIO: ¿Cómo que qué hacemos?
LUISA: Si, por que esta infeliz, va a ser madre. (ELENA arrecia el llanto. LUISA se
vuelve a ella iracunda) Las lagrimas antes. ¡Antes! ¡Ahora no! (A JULIO) ¿Te das
cuenta que campanada? A ver…, tu padre… ¡Que responda! ¡Que cumpla! Que
diga algo, ¡lo que sea!
JULIO: ¡Poco a poco!
LUISA: ¿Cómo que poco a poco?
JULIO: ¡Es muy fácil decir que cumpla! Primero hay que ver si el muchacho… (Se
enmienda). Si mi padre…ha tenido la culpa. O la que ha tenido la culpa ha sido tu
madre.

(ELENA arrecia en sus sollozos)


LUISA: ¿Pero cómo te atreves?... Mama, cuéntale a este imbécil la caída.
ELENA: (Muy ingenua) ¿Se ha caído alguien?
LEANDRO: Elena, se refiere a…
JULIO: ¡Cállate! ¡A ver si a mí me engaña!
LUISA: ¿Cómo te sedujo ese sinvergüenza…?
JULIO: Oye, sin faltar.
LEANDRO: Déjala, si tiene razón, ¡si soy un sinvergüenza!
JULIO: ¡Que te calles!
LEANDRO: Bueno, ¿pero el niño es tuyo o mío?
JULIO: Eso es lo que me gustaría aclarar. ¿Quién es el padre?
LUISA: ¿Cómo…?
ELENA: Eso si que no, Leandro, tú lo sabes. Yo soy una mujer decente. Tuve
esos diez minutos débiles que todas las mujeres tenemos cada media hora… Su
padre puede decir…
JULIO: Quien tiene que decir es usted.
LUISA: Cuéntalo mamá, cuéntalo te digo.

(Pequeña pausa. ELENA domina sus sollozos).


ELENA: Fue una excursión…esas malditas excursiones que siempre se acaba
haciendo una locura o cantando “Quien estuviera en Asturias”.
LUISA: Deprisa mama, que aquí tienen que responder.
ELENA: Era demasiado, demasiado para una mujer enamorada. Bebimos un poco.
Se me nublaba la vista… la tarde radiante, y luego aquel calor, aquel calor
tremendo, los trigales…
LEANDRO: ¡Ay Dios! (LEANDRO empieza a hacerle señas de que no)
ELENA: Y ese pueblo, ese pueblo que ha sido Real Sitio, lleno de historia, con
tanto ambiente. ¡Aranjuez!
LEANDRO: ¡Ay Dios!
JULIO: ¿Cómo?
LEANDRO: Es que ella llama Aranjuez a EL Escorial, por originalidad.
JULIO: Pero señora, ¿qué dice usted de Aranjuez?
LEANDRO: No dice nada.
JULIO: Hazme el favor de callarte. ¿Qué dice de Aranjuez?
ELENA: Allí me caí.
JULIO: Señora, fue en El Escorial, de noche y hacia fresco. Eso ha dicho mi
padre.
ELENA: ¿Ah sí? (Para si). ¡Dios mío! ¿Pero cómo he cogido yo el recado?
LUISA: ¿Qué estás murmurando?
ELENA: Bueno, tal vez fuera en El Escorial. Como comprenderá usted, yo no
estaba para darme cuenta del pueblo.
JULIO: Fue en El Escorial. Y usted se refugió en mi padre, “se refugio” y le
dijo: “Mira la luna”, “Mira la luna”.
ELENA: Yo es que digo cosas muy raras.
LUISA: ¿Pero cómo iba a decirle “Mira la luna” si era por la tarde?
LEANDRO: (Nerviosísimo) En realidad lo que me dijo fue “Mira el sol”.
ELENA: Es que aquella tarde el sol estaba un poco blanco.
JULIO: El Escorial o Aranjuez, el sol o la luna, el caso es que usted se refugió
en el muchacho, digo, en mi padre.
LUISA: Y que el muy sinvergüenza aprovecho el refugio.
JULIO: Quisiera saber que hubiera ocurrido si ella no se hubiera refugiado.
LUISA: (Levantando la voz) Que él habría buscado las vueltas para conseguir lo
que quería.
JULIO: (Levantando la voz) A un hombre que no le dejan…

(Los dos hablan a gritos).


LUISA: Consigue lo que le da la gana.
JULIO: Ni mucho menos.
LUISA: ¡A ver si te crees que tu padre es tan tonto como tú!
JULIO: ¡Si se llama ser tonto a ser persona decente!
LUISA: ¡Pues no sabe el aprovechar las ocasiones!
JULIO: ¡Eres una imbécil insoportable!
LUISA: ¡A ver quién responde!
JULIO: Aquí no responde nadie.

(Los dos están cara a cara como energúmenos)


LUISA: ¿Quieres ver como llamo al juzgado de guardia?
JULIO: No hay pruebas.
LUISA: ¿Quieres verlo?
JULIO: ¡Llama donde te dé la gana!

(LEANDRO y ELENA tienen que intervenir para separarlos)


LEANDRO: Bueno, bueno, no os pongáis así...
ELENA: Luisa hija, ya está bien.
LUISA: Yo te digo que ese niño sale de aquí con un padre o armo la escandalera.
¡Es mi hermano y si este imbécil tuviera sangre en las venas se daría cuenta que
es suyo también!
JULIO: No puedo hacerme a esa idea.
LEANDRO: Ya verás cuando te diga: “Julito, Julito apo Julito.
JULIO: Bueno papa. Basta de tonterías. No hay pruebas.
LEANDRO: ¿Pero que más pruebas quieres que yo? El niño es mío, me consta y
lo declaro.
LUISA: Ya lo has oído. Y esta pobre chica…, digo mi madre, necesita cuidados,
sobrealimentación y tranquilidad.
ELENA: Y que me vayan haciendo la canastilla.
JULIO: ¡Es desesperante! ¡Incomprensible!
LUISA: Tu padre cumple como un hombre, o atente a las consecuencias. ¡Vamos
mamá!

(Inician el mutis)


JULIO: Un momento. (Se pasa la mano por el cuello de la camisa). Creo que…, creo que
se puede hablar de todo esto con un poco de calma. Pongamos que mi padre
responde económicamente de todo y…
ELENA: (Ofendida). ¿Qué es eso? Guárdese su dinero. Yo tengo suficiente. Para
mí y para el fruto. No hay más que una solución: ¡boda!
LEANDRO: ¡Muy bien!
JULIO: Pero…
LUISA: ¡Boda! (Coge a su madre de la mano e inicia de nuevo el mutis)
JULIO: Esperen. (Asiente a su pesar. Un ademán para que se sienten. ELENA corre a ver
si lo hace junto a LEANDRO, pero JULIO la detiene). Señora ya tendrá tiempo. Ahí.
(LEANDRO y ELENA se sientan en dos butacas frente a frente, aunque en los extremos de la
escena. JULIO y LUISA más cerca. Actitud grave por parte de los jóvenes). Bueno, habrá
que pensar en casarlos.
LUISA: Si, hay que casarlos.
JULIO: A mí me duele porque he tenido una madre.
LUISA: Y yo he tenido un padre.
JULIO: Si, es lo normal… Puedo preguntarte, ¿qué es lo que lleva tu madre?
ELENA: Ahora, combinación de medio cuerpo nada más. Con el calor…
LUISA: Se refiere a lo económico, que es lo que parece interesarle más.
JULIO: Hay que asegurarse de que, ocurra lo que ocurra, no van a quedarse en
la calle. Cualquier jaleo financiero los coge desprevenidos y dada su
inexperiencia…

(LEANDRO y ELENA están tirándose besos. LEANDRO hace el signo de la victoria, aludiendo
al triunfo que acaban de obtener. Todo ello sobre el dialogo. Como sobre el dialogo de los
muchachos procede ELENA a hacerle signos a LEANDRO de que se acerque y ambos con la
silla a cuestas van ganado terreno hasta que, en el momento oportuno, terminan muy cerca y
con las manos cogidas).


LUISA: Mama tiene una renta de ochocientas pesetas diarias, más o menos.
Valores. Y algunas propiedades.
JULIO: Pueden hacerse inversiones.
LUISA: De sobra.
JULIO: Papa sale por las mil. Y tiene casas en Alicante y en la costa de
Granada. Sin contar un par de usufructos que luego te detallare.
LUISA: No es necesario. ¿Fecha?
JULIO: Yo creo que para el otoño.
LUISA: Que quieres, ¿qué la boda de mi madre sea un espectáculo público?
Cuanto antes.
JULIO: Dentro de dos meses.
LUISA: Uno.
JULIO: Dos.
LUISA: Uno.
JULIO: Dos. (En este instante ya están cogidos de las manos LEANDRO y ELENA. JULIO y
LUISA lo advierten. Intervienen). Pero, ¿qué es esto? ¡Papá!
LUISA: ¡Mamá por Dios! ¡Un poco de paciencia!

(LEANDRO y ELENA cogen sus sillas y vuelven a sus posiciones primitivas).


JULIO: Sobre todo. Se están tratando cosas de ustedes. Debían prestar
atención. (A LUISA). Dos.
LUISA: Dos. Pero la boda a las doce y con lunch.
LEANDRO: Y con la banda municipal.
JULIO: En principio el día de Santiago.
LEANDRO: Y de paso nos sirve como homenaje a la raza.
LUISA: De acuerdo.
JULIO: Tú me das una lista de invitados y yo te daré la mía.
LUISA: Muy bien.
JULIO: ¿Tienen ustedes algo que opinar?
ELENA: La iglesia…
LUISA: ¿Qué pasa?
ELENA: Me gustaría que fuese San José. Allí fue donde firme el pacto de
amistad, no agresión y bostezo con tu padre.
LUISA: ¡Mamá! No te consiento…
ELENA: Además, conozco al párroco y me gustaría decirle que ya me he
desquitado.
LUISA: El párroco no puede escuchar esas cosas.
ELENA: ¡Si es muy amigo mío! Y le hacían mucha gracia mis antojos.
LUISA: Te casas en la parroquia y se acabó.
LEANDRO: Un momento.
JULIO: ¿Qué pasa ahora?
LEANDRO: Si quiere casarse en San José, ¿por qué no puede casarse en San
José?
LUISA: Porque la conocen hasta los monaguillos. Se ha hecho allí todas las
novenas existentes. Va a ser una corrida de toros.
JULIO: ¡Una indecencia!
LUISA: ¡Un escándalo!

(ELENA rompe a llorar como una niña. LEANDRO aprovecha la ocasión, se levanta, acude a ella
y la abraza como un oso polar. ELENA se abraza también a él).


LEANDRO: ¡Ya me la habéis hecho llorar! No te disgustes… ¡no te disgustes!
¡Que lo paga un inocente!

(JULIO y LUISA los separan como pueden)

LUISA: ¡Bueno! Déjela un momento, que se tiene de pie sola.
JULIO: ¡Déjala en paz!
LUISA: San José. Está bien.

(LEANDRO vuelve a su silla. ELENA se reporta)


JULIO: San José. Creo que no hay nada más que añadir.
LEANDRO: Un instante. Faltan los padrinos. Un sí de cada uno, la bendición de
juez y listo.
JULIO: Ya se buscaran.
LEANDRO: No lo entiendes. Quiero que tú, Julito, seas el padrino.
JULIO: (Horrorizado). ¿Yo?
LEANDRO: ¿Puede concebirse algo más bonito?
JULIO: ¡De ninguna manera! ¡Paso por la boda, porque de alguna manera hay que
solucionar esto y porque la primavera os ha vuelto locos a todos, a todos! Pero
apadrinar semejante disparate, ¡no!
LEANDRO: O sea, que te niegas a ser el padrino de tu padre.
JULIO: Sí.
LEANDRO: (Con un pañuelo en la mano). Está bien. Todos los sacrificios que yo he
hecho por ti cuando te llevaba de pequeño a la verbena a que te pisaran…, se
merecen esto… ¡Señor!

(Y empieza a sollozar quedamente, con el pañuelo ante los ojos. ELENA aprovecha la ocasión,
salta de su silla y se abraza como unos alicates a su futuro)


ELENA: ¡No llores tú…, no llores! ¡No llores Leandro! (Pero como apoya su nariz cerca
del pañuelo de LEANDRO, empieza a estornudar con toda su alma). ¡Atchis! ¡Atchis!


(Los muchachos se ven y se desean para separarlos)


JULIO: ¡Ya está bien!
LUISA: ¡Mamá por favor! (ELENA vuelve a su sitio, sorbiendo por la nariz). Bien
mirado, no sé porque tienes que negarte a ser el padrino.
JULIO: Ese día me marchare fuera. ¿Lo oyes? Sí, fuera, para no ver la
ceremonia. A El Escorial. A El Escorial, no ¡maldita sea!
LEANDRO: Vete a Tarragona que allí no ocurrió nada.
LUISA: ¡Que cabezonería! ¡Hay que aceptar el hecho! Y pasar por todas sus
consecuencias. Para mi no es un plato de gusto.
JULIO: ¿Ah no? Pues anda, se tú la madrina.
LUISA: ¡Y lo soy!
JULIO: Si tú eres la madrina, yo soy el padrino. ¡El pitorreo compartido!
LUISA: Con mi madre hasta las últimas consecuencias. ¡Pues soy la Madrina!
JULIO: ¡Pues soy el padrino!
LUISA: ¡Pues no hay más que hablar!
JULIO: ¡Pues eso! (ELENA y LEANDRO se hacen disimuladamente el signo de la victoria)
¡Todo listo! ¡Qué horror!
LEANDRO: Y ahora que está todo listo… ¿queréis dejarnos solos un rato?
JULIO: ¡Ah, no, no! Os dejamos solos y…esta señora se pone a cantar “Pobre
Rafael”…
LEANDRO: Queremos hablar de nuestras cosas. Tenemos derecho. Somos
prometidos.
JULIO: Con ganas de juerga. Con unas incomprensibles ganas de juerga. Hasta
el día de la boda, se os vigilara estrechamente.
LUISA: ¿Me permites que te diga que eso es una estupidez? ¿Qué hay que
vigilarles ya? Si quieren estar solos, que lo estén.
JULIO: ¿Me permites que te diga que a los adultos hay que tenerlos bien
sujetos?
LUISA: ¿Me permites que te diga que has llegado tarde?
JULIO: (Tras una pausa). Si… eso es cierto. Ya…
LUISA: Vamos a darnos una vuelta, y que ellos hagan su vida. Tienen derecho a
divertirse.
JULIO: Buenos, al fin y al cabo, todo está perdido. Bueno, no todo. (Suave
transición). Espero que esté de acuerdo, la boda de nuestros chicos…, de…,
nuestros padres sirva para que nuestros negocios marchen perfectamente.
Ahora estamos obligados. Hay que velar por ellos.
LUISA: Marcharan. ¡Qué remedio! (Con un cansancio infinito) No te preocupes.
Anda, déjalos solos.
JULIO: No sé si es prudente. En cuanto tiene una ocasión se abalanza sobre él.
LUISA: ¡Sin exagerar!
JULIO: Es que no está para jaleos, de verdad.
LUISA: Nosotros, inexplicablemente, nosotros somos los que no estamos para
jaleos. Santíguate cuando los veas. Han encontrado la vida. De eso no cabe
duda. ¿Me permites? (Se acerca a su madre) ¡Enhorabuena mamá!
ELENA: ¡Luisita, hija! ¡Soy una loca! ¡Estoy tan avergonzada!
LUISA: Tienes la suerte por arrobas… ¡no te quejes! (Confidencial) ¿Cómo lo
conseguiste?
ELENA: ¿Qué?
LUISA: Que se enamorara hasta ese punto.
ELENA: Pues…
LUISA: Te beso, claro.
ELENA: ¡Luisita, me da vergüenza!
LUISA: ¿Pero te beso… así por las buenas?
ELENA: Los hombre son muy tímidos, ¡hay que animarlos!
LUISA: ¿Animarlos? Quieres decir que tu.
ELENA: Bueno, le dije que me besara. El empezó a poner obstáculos y yo cogí
una botella y le dije que, o me besaba o le pegaba un botellazo.
LUISA: ¿Y él?
ELENA: Me beso.
LUISA: ¿Y lo otro?
ELENA: ¡Niña!...
LUISA: Aquí no hay mas niña que tu.
ELENA: En lo otro influye mucho el vino, Luisita. Te atreves a cosas que nunca
te hubieses atrevido estando serena. ¿No te has emborrachado nunca?
LUISA: No.
ELENA: ¿Nunca te has visto en peligro de…?
LUISA: Jamás…
ELENA: ¿No han querido en ningún momento…?
LUISA: No.
ELENA: (Asombrada) Pero hija, ¿qué quinta te ha tocado en suerte?
LUISA: Desde hace dos días, no ceso de preguntármelo mismo. (La besa) ELENA:
No me desprecias, ¿verdad Luisita? Era… ¿cómo explicártelo? Más fuerte que
yo misma. Era… No me desprecias, ¿verdad?
LUISA: (Confidencial) Un secreto. ¡Te envidio con todas mis fuerzas! (la vuelve a
besar. Se dirige a JULIO) Cuando quieras.
JULIO: Si, si. Un favor padre. Nada de escándalos. Nada de zarzuelas, escenas
románticas, etc. A partir de ahora. Quedan dos meses.
LEANDRO: Te lo prometo.
JULIO: Bueno. Hasta luego. La chica está en casa. Y es de Pamplona.
LEANDRO: Descuida.
JULIO: (A LUISA) ¿Vamos?
LUISA: Vamos.

(Mutis ambos. LEANDRO abraza a ELENA)


LEANDRO: ¡Amor mío!
ELENA: Creí que lo iba a estropear todo. Pero no entendí bien lo que el doctor
me hablo por teléfono. Tú sabes lo torpe que soy para el teléfono.
LEANDRO: Todo solucionado. ¡Nos casamos Elena! Bolt estaba en lo cierto. Oigo
bien. Me he tomado media botella de coñac y el estomago funciona
estupendamente.
ELENA: Si supieras que solo con verte… solo traspasando la puerta, se me ha
quitado el asma…
LEANDRO: Mañana compraremos la cámara. ¡Y a gozar de la vida! ¡De la sagrada
y estupenda vejez! Más alegre, más tranquila y mas cierta que la juventud.
ELENA: El caso es que…
LEANDRO: ¿Qué te pasa?
ELENA: Estoy muerta de miedo Leandro. Ellos se lo han creído, los chicos; pero
tú y yo sabemos que eso no es cierto, lo del… lo del niño.
LEANDRO: Bueno pero…
ELENA: No vamos a tenerlo. Salió bien la jugarreta del doctor, y eso es todo.
Los hemos cogido por sorpresa. Pero ¿y cuando vean que pasa el tiempo y no
pasa nada?
LEANDRO: Estaremos ya casados.
ELENA: Desde luego, desde luego. ¿No se enfadaran?
LEANDRO: pero se contentarán en seguida. Para esas fechas Julito estará
trabajando en la academia y cuando el niño trabaja es como si le estuvieras
operando de apendicitis: no se entera de nada.
ELENA: ¡Claro, claro! Sin embargo…
LEANDRO: ¿Qué te ocurre? ¿No estás contenta de que hayamos resuelto todo
en unas horas?
ELENA: Muy contenta. (De espaldas a él). ¡Leandro… con que gusto he hecho esa
comedia! ¡Con que alegría les iba mintiendo! Que feliz era diciendo lo de la caída
y…, sobre todo…, lo del niño… ¡lo del posible niño que no existe! ¿Sabes? ¡Estaba
llena de ilusión pensando en un Leandrito sabio, hijo de padres viejos, con tus
ojos azules, tu…pelo! (Se vuelve a él). Claro que siempre…, siempre cabe la
posibilidad de no defraudar a los chicos… (LEANDRO se agarra un mueble). No por
nosotros, claro. Nosotros no contamos.
LEANDRO: (Lentamente). No, claro. Tú lo dices por los chicos.
ELENA: Exactamente. Creo que…, creo que… Puede parecer una tontería, pero
me estoy asustando. (LEANDRO enciende un portátil)
LEANDRO: ¿Por qué?
ELENA: No me miras como siempre.
LEANDRO: Pues, ¿cómo te miro?
ELENA: En casa teníamos un gato rubio para que cazase los ratones. Cuando
veía uno se le agrandaba la pupila y se preparaba para saltar.
LEANDRO: ¿Y yo…?
ELENA: Eres todo ojos.
LEANDRO: (Que ha encendido otro portátil). Para verte mejor.
ELENA: Y esa nariz…
LEANDRO: ¿No te gusta?
ELENA: Se mueve al respirar, así; los hoyitos se agrandan…
LEANDRO: (Sacando una botella de champan y colocándola encima de la mesita). Para
olerte mejor.
ELENA: ¡Tengo miedo! Abre esa ventana. He dicho muchas tonterías.
LEANDRO: ¿Tú crees?
ELENA: ¡Por favor, Leandro…! ¿Qué haces ahora? (LEANDRO esta en el tocadiscos.
Ha colocado un disco)
LEANDRO: respeta el silencio. Elena. Y hazte cuenta que estas en Aranjuez…,
el sol quema. (Mueve el portátil, enfocándola a ella). La tarde radiante… (ELENA
entreabre los ojos) Los trigales… y ese Real Sitio cargado de historia, con tantos
recuerdos, con tanto ambiente…

(Empieza a sonar el vals de “La Viuda Alegre”. ELENA sentada en el sofá, siente a LEANDRO
muy cerca de si. Tiembla)


ELENA: ¡Estas… malditas excursiones…!

(G. BOLT ha aparecido por el primer bastidor. Trae en las manos una gran carpeta azul.
LEANDRO avanza hacia ELENA. BOLT grita hacia la izquierda)


                                    CORTINAS

BOLT: Tampoco sospechaba la fuerza de la ilusión en ese aspecto. La fuerza de
la ilusión se llamo Juanito, en recuerdo del marido de ella, y Julito, en recuerdo
de la esposa de él. Juanito Julito peso tres trescientos, y ante el asombro de
todos, nació un mes más tarde de lo tradicional. El diezmesino hizo la felicidad
de aquella casa, según creo. Nunca hubieron de necesitar mis servicios desde el
22 de Mayo. Los vi por última vez el 25 de Julio en la iglesia de San José,
mientras Leandro esperaba a la flamante novia con su traje verde, como fue
deseo de ella.

(LEANDRO aparece por la izquierda. Tiene un sombrero verde y unos guantes del mismo color
en la mano. Esta nerviosísimo)


LEANDRO: Ese niño es idiota, idiota… ¡Mira que haberse dejado los anillos en
casa! (Le sigue LUISA)
LUISA: No se preocupe papa. Se casa usted con este. (Le ofrece uno que lleva ella
misma) Era de mi padre.
LEANDRO: ¡Con ese te casas tú, guapa! Doctora, ¿usted está casada?
BOLT: No. Soy una persona normal. Pero puedo dejarle esta sortija. Le da usted
la vuelta y parece un anillo. Para salir del apuro. (Se la entrega)
LEANDRO: Gracias. Vale. ¡Este niño!... ¿Qué hora es? ¿Cómo se retrasa tanto?
Es capaz de no venir.
BOLT: Descuide. Ninguna mujer falta a su boda. Es un caso de conciencia.
LEANDRO: ¡Que bromista esta! ¡Como se nota que no se casa usted! ¡Y de
verde!
BOLT: Con usted, don Leandro, se casan muchos hombres a los que los jóvenes
quieren jubilar. Con usted se casa una generación que no se resigna a morir. Con
usted me caso yo.
LEANDRO: Sin guasas…, eh?
JULIO: (Entrando) ¡Luisa…!
LEANDRO: Si. ¡Ya lo sabemos! ¡Te has dejado los anillos!
JULIO: ¡Con este ajetreo! Ese maldito turismo se nos ha parado dos veces.
LEANDRO: Como que teníais que haber venido en la moto de esta. Ya os lo decía
yo.
LUISA: Lo que hubiera necesitado es un coche en condiciones. (Por la derecha
entra ELENA.) Vamos mamá, ¡que ya está bien!
ELENA: (Muy sofocada) ¡Un pañuelo con gasolina, un pañuelo con gasolina!...
LEANDRO: ¿Pero dónde quieres que encuentre yo ahora un pañuelo con
gasolina?
LUISA: ¡Mamá déjate de antojos, que se os marcha el tren!
ELENA: ¡Un pañuelo con gasolina o no entro!

(Desde unos altavoces situados en el patio de butacas empieza a sonar la marcha nupcial)


LEANDRO: ¡Que empiezan sin nosotros!

(JULIO baja las escalerillas hacia el patio de butacas, gritando)


JULIO: ¡Un momento, un momento! (Mutis.)
LEANDRO: (Nerviosísimo) ¿Dónde ha ido el memo de mi hijo?
LUISA: Supongo que habrá ido a por el pañuelo… ¡vamos, mama! No hagas
pucheros que ahora te lo traen. ¡Mamaíta por Dios, cuídate! Nada de bajar ni
subir escaleras.
ELENA: Donde no haya ascensor, me quedo en la puerta.
LUISA: Cuidado con los tacones. Ponte zapatos planos en seguida.
JULIO: (Corriendo por el patio de butacas) ¡Mamá, mamá… tenga usted! (Sube al
escenario y le entrega a ELENA un pañuelo, que aspira con deleite y necesidad). La gasolina
es del sacristán. Habrá que darle una propina. Por Dios, tenga usted cuidado al
subir y bajar las escaleras” y el sol, ¡el sol también es muy perjudicial! ¡Cuidado
con el sol!

(Comienza a sonar la marcha nupcial)


LEANDRO: La madrina… ¡no me dejéis sólo!

(LUISA se coge del brazo de LEANDRO. ELENA, con el pañuelo pegado a la nariz, toma a
JULIO del brazo. Comienza a bajar las escaleras.)


JULIO: No le deje que trasnoche mucho, eh?
ELENA: Agárrame bien, que me estoy mareando.
JULIO: ¡Ah Dios mío, no!
ELENA: Si me pudieran traer un merengue…
JULIO: Señora, conténgase.
ELENA: Di que me traigan un merengue.
JULIO: Pero…
ELENA: ¡Un merengue!

(JULIO se vuelve y notifica a su padre, que camina detrás lentamente con mucho empaque)


JULIO: Un merengue.
LEANDRO: ¿Qué?
JULIO: Que se le ha antojado un merengue. Se está poniendo muy mala. (La
comitiva se ha detenido)
LEANDRO: Tu madre quiere un merengue.
LUISA: ¿Y dónde encontramos un merengue?
LEANDRO: Ahí al lado hay una pastelería. Sería cosa de un minuto.
JULIO: Que el cura dice que sigamos.

(La comitiva prosigue su marcha. ELENA tambaleándose, hasta desaparecer por la puerta del
patio de butacas, hacia el vestíbulo. BOLT ha quedado solo en el escenario, diciéndoles adiós
con la mano. Sonríe. Abre la carpeta que traía en la mano e, introduciendo en ella dos fichas,
tamaño universal, dice al público, cerrando la carpeta)


BOLT: Como ven dos casos sin importancia de mi carpeta B. Ojala se hayan
entretenido con ellos. Salgan a la calle llenos de fe en la vida, en la ilusión, y
solo por eso me disculpen. Buenas noches…, o mejor, ¡hasta pronto!


                                    TElón

11/4/20

Emperador Jones, de Eugene O'neill




Emperador

JONES

Eugene O’Neill


El enigmático retrato de un africano renacentista


El emperador Jones


Eugene O'Neill






PERSONAJES



BRUTUS JONES, emperador 

HENRY SMITHERS, comerciante cockney 

UNA VIEJA NATIVA 

LEM, un jefe nativo 

SOLDADOS, parciales de Lem 

Los Pequeños Miedos Informes, Jeff, Los Presidiarios Negros, El Guardián de la Cárcel, Los Plantadores, El Subastador, Los Esclavos, El Hechicero del Congo, El Dios Cocodrilo.



La acción de la obra se desarrolla en una isla de las Antillas, de la cual no se han adueñado aún los marinos blancos. La forma de gobierno nativa es, por el momento, la imperial.



ESCENARIOS



ESCENA I: En el palacio del emperador Jones. De tarde.

ESCENA II: En el linde del Gran Bosque. Al anochecer.

ESCENA III: En el Bosque. De noche.

ESCENA IV: En el Bosque. De noche.

ESCENA V: En el Bosque. De noche.

ESCENA VI: En el Bosque. De noche.

ESCENA vil: En el Bosque. De noche.

ESCENA VIII: El mismo de la Escena II, el linde del Gran Bosque, al amanecer.



ESCENA I



Sala de audiencias del palacio del Emperador: un aposento espacioso, de alto cielo raso y paredes desnudas, enjalbegadas. El piso es de losas blancas. A foro, izquierda, ancha arcada que lleva a un pórtico de columnas blancas. El palacio está situado evidentemente sobre una loma, ya que más allá del pórtico sólo se ve un paisaje de colinas lejanas, cuyas cumbres están coronadas de densos bosquecillos de palmas. En el muro de la derecha, centro, un vano más pequeño, de dintel en arco, que lleva a los aposentos del palacio. La sala está desprovista de muebles, con excepción de un enorme sillón de madera sin desbastar que se encuentra en el centro, con el respaldo hacia foro. Se trata evidentemente del trono del Emperador. Está pintado de un escarlata deslumbrante y que hiere la vista. Sobre el asiento, un almohadón anaranjado de tono vivo, y en el suelo otro, más pequeño, a guisa de escabel. Desde el pie del trono hasta ambas entradas, hay tiras de esteras teñidas de escarlata.

Son las últimas horas de la tarde, pero el sol proyecta aún sus amarillos fulgores más allá del pórtico, y en el aire gravita una oprimente carga de agobiante calor.

Al alzarse el telón, una negra nativa entra cautelosamente por derecha. Es muy vieja, su vestido es de percal barato, está descalza y le cubre la cabeza un gran pañuelo rojo, bajo el cual asoman unos cuantos mechones sueltos de cabello blanco. Lleva al hombro un hatillo envuelto en paño de colores y que cuelga del extremo de un palo. Vacila junto a la puerta, mirando hacia atrás como con gran temor de ser descubierta. Luego, comienza a deslizarse silenciosamente, paso a paso, hacia la salida de foro. En ese momento, aparece Smithers bajo el pórtico.

Smithers es un hombre alto, cargado de espaldas, de unos cuarenta años. Su calva, encaramada sobre un largo cuello provisto de una enorme nuez de Adán, parece un huevo. Los trópicos han bronceado su rostro naturalmente pastoso, de facciones angulosas, dándole un enfermizo tono amarillo, y el ron nativo ha pintado su puntiaguda nariz de un alarmante color rojo. Sus ojos azules, pequeños, acuosos, están orlados de carmesí y lanzan vivaces miradas a su alrededor como los de un hurón. Su expresión revela una inescrupulosa bajeza, cobarde y peligrosa. Viste un raído traje de montar, de sucio dril blanco, polainas, espuelas y un casco blanco de corcho. Le ciñe la cintura una cartuchera provista de un revólver automático. Lleva en la mano una fusta de montar. Ve a la mujer y se detiene a observarla, con aire de sospecha. Luego, tomando una decisión, penetra rápidamente en puntas de pie en la habitación. La mujer, que vuelve la mirada a cada momento, sólo lo ve cuando es demasiado tarde. Entonces, Smithers da un salto adelante y la aferra con firmeza del hombro. La nativa se esfuerza por zafarse de él, con salvaje vehemencia, pero silenciosamente.



Smithers: (Con rudeza e intensificando su presión.) ¡Vamos! Basta de alharacas, querida. Ahora que te lie puesto los ojos encima, no podrás escapar.

La nativa: (Advirtiendo cuan inútil es su resistencia, se deja dominar por un terror frenético y se desploma en el suelo, abrazando las rodillas de Smithers con aire suplicante.) ¡No decirlo! ¡No decírselo, míster!

Smithers: (Con gran curiosidad.) ¿Decírselo? (Desdeñosamente.) ¡Ah! ¿Te refieres a su lozana Majestad? ¿Qué pasa, a fin de cuentas? ¿Por qué te escurres así? Supongo que habrás robado algo. (Golpea significativamente el hatillo con su fusta.)

La nativa: (Meneando la cabeza con vehemencia.) No. Mí no robar.

Smithers: ¡Infame embustera! Dime de qué se trata. Está sucediendo algo extraño. Lo he husmeado esta mañana al levantarme. Ustedes los negros deben estar tramando alguna fechoría. Este palacio parece una tumba. ¿Dónde están los demás? (La nativa guarda un hosco silencio. Smithers levanta la fusta con aire amenazador.) ¡Ah! ¿Conque no quieres hablar? Yo te haré menear la lengua.

La nativa: (Agachándose medrosamente.) Yo decir, míster. Tú no pegar. Irse ... todos irse. (Hace un amplio ademán, señalando las colinas lejanas.)

Smithers: ¿Han huido... a las colinas?

La nativa: Sí, míster. El Emperador... El Gran Padre... (Toca el suelo con la frente, en rápido movimiento mecánico.) dormir después de comer. Entonces ellos irse... todos irse. Yo, ser vieja. Yo, ser única que quedó. Ahora, yo irme también.

Smithers: (Su asombro es reemplazado por una inmensa y mezquina satisfacción.) ¡Ah! ¡De modo que era eso! Bueno... Pues yo sé perfectamente qué va a ocurrir... cuando ellos huyen a las colinas. Pronto retumbará allí el tam-tam. (Con tono muy rencoroso.) ¡Y eso me alegra mucho, por lo demás! ¡Bien merecido lo tiene! ¡Miren las ínfulas del negro hediondo! ¡Su Majestad! ¡Al diablo con eso! Me gustaría estar allí cuando lo hagan salir para matarlo a tiros. (Bruscamente.) Está aún aquí... ¿verdad?

La nativa: Él dormir.

Smithers: Se dará cuenta forzosamente apenas despierte. Es lo bastante astuto para comprender cuando le llegue la hora. (Va hacia la salida de la derecha y lanza un penetrante silbido con los dedos metidos en la boca. La vieja se levanta de un salto y sale corriendo por la puerta de foro. Smithers la sigue, echando mano a su revólver.) ¡Detente o te mato! (Deteniéndose, con tono indiferente.) Revienta, pues, si quieres, vaca negra. (Se queda parado en el vano de la puerta, siguiéndola con la mirada.)

(Jones entra por derecha. Es un negro de raza pura, alto, de cuerpo recio, de edad madura. Sus facciones son típicamente negras, pero en su rostro hay algo de francamente diferencial: una subyacente fuerza de voluntad, una intrépida y aplomada confianza en sí mismo que inspira respeto. Sus ojos están iluminados por una vivaz y astuta inteligencia. Sus modales son taimados, recelosos, evasivos. Viste una chaqueta de uniforme de color azul claro, salpicada de botones de latón, pesadas charreteras de oro, trencilla de oro sobre el cuello, los puños, etc. Sus pantalones son de un color rojo vivo, con una franja de tono azul claro al costado. Calza botas de charol con cordones y espuelas de latón, y un cinturón con un revólver de largos cañones y mango de nácar en la pistolera completa su atavío. Sin embargo, hay algo no del todo ridículo en su magnificencia. Sabe hacérsela disculpar.)

Jones: (Sin ver a Smithers, sumamente irritado y parpadeando con aire soñoliento, grita.) ¿Quién se atreve a silbar así en mi palacio? ¿Quién se atreve a despertar al emperador? ¡Malditos negros! ¡Haré despellejar a unos cuantos de ustedes!

Smithers: (Dejándose ver, con aire a medias temeroso y a medias desafiante.) Fui yo quien silbó. (Al ver que Jones frunce el ceño, irritado.) Tengo novedades para usted.

Jones: (Con sus modales más suaves, que no logran disimular su desdén por el blanco.) Ah... Es usted, míster Smithers. (Se sienta sobre el trono con desenvuelta dignidad.) ¿Qué novedades me trae?

Smithers: (Acercándose más a él para gozar de sí desconcierto.) ¿No ha notado usted hoy algo extraño?

Jones: (Con frialdad.) ¿Algo extraño? No. ¡En absoluto!

Smithers: Entonces, no es tan astuto como supuse ¿Dónde está toda su corte? (Con tono sarcástico.) ¿Dónde están sus generales y ministros del gabinete y todos lo demás?

Jones: (Imperturbable.) Adonde corren habitual mente apenas cierro los ojos... A beber ron y a charlar largo y tendido allá en el pueblo. (Sarcásticamente.) ¿Cómo se explica que usted no lo sepa? ¿Acaso no se emborracha con ellos todos los días?

Smithers: (Picado, pero fingiendo indiferencia, con un guiño.) Eso forma parte del trabajo diario. Tengo que hacerlo... dados mis negocios... ¿No le parece?

Jones: (Desdeñosamente.) ¡Sus negocios!

Smithers: (Impulsado por una imprudente ira.) ¡Maldito sea! ¡Bastante se alegró usted de que lo hiciera trabajar conmigo cuando llegó aquí! ¡Entonces no tenía tantas ínfulas de personaje!

Jones: (Su mano se apoya con la rapidez del relámpago sobre la empuñadura de su revólver y dice con tono amenazador.) ¡Hable con cortesía, hombre blanco! ¡Hable con cortesía! ¿Me oye? Yo soy aquí el amo ahora... ¿Lo ha olvidado? (El cockney se dispone, al parecer, a desmentir esta última afirmación con los hechos, pero lo contiene e intimida algo que ve en los ojos de su interlocutor.)

Smithers: (Con tono cobardemente quejumbroso.) No ha sido con mala intención, jefe.

Jones: (Condescendiente.) Acepto su excusa. (Aparta la mano del revólver.) Es inútil que escarbe en el pasado. Una cosa es lo que fui entonces y otra lo que soy ahora. Si usted me hizo intervenir en sus deshonestos negocios, no fue a causa de sus buenos sentimientos. Yo le hacía un trabajo sucio… y la mayor parte de las ideas eran también mías, por lo demás. Y yo valía para usted el dinero que me pagaba. Eso es todo.

Smithers: Bueno, qué diablos... Yo le di el primer empujón cuando otros no querían hacerlo... ¿no es así? No temí emplearlo, como lo temían los demás... a causa de lo que se contaba sobre su fuga de la cárcel, allá en los Estados Unidos.

Jones: No tiene derecho a mirarme con desprecio por eso. Usted mismo ha estado en la cárcel más de una vez.

Smithers: (Furioso.) ¡Mentira! (Tratando de liquidar el asunto negándose a tomarlo en serio.) ¡Vamos! ¿Quién le ha contado ese cuento de hadas?

Jones: No hace falta que me digan ciertas cosas. Las leo en los ojos de la gente. (Después de una pausa, con aire meditativo.) Sí. Usted me dió el primer empujón. Ciertamente. Y no necesité mucho tiempo, luego, para hacer con esos negros torpes y estúpidos lo que quería. (Con orgullo.) ¡De polizón a emperador en dos años! ¡Ya es algo!

Smithers: (Con curiosidad.) Y apostaría a que tiene usted su dinerito a salvo en alguna parte.

Jones: (Con satisfacción.) ¡Naturalmente! Y está depositado en un banco extranjero, donde sólo yo podré echarle mano, suceda lo que suceda. No se imaginará que he estado trabajando en este oficio de emperador por la gloria que da... ¿verdad? ¡Claro! Las alharacas y la gloria que hay en él sólo sirven para marear a estos negros del bosque, de tan cortos alcances. Quieren un gran espectáculo de circo a cambio de su dinero. Yo les doy el espectáculo y me quedo con el dinero. (Con sonrisa sardónica.) ¡Todas las veces, me llueven billetes a los bolsillos! (Con tono de reproche.) Pero usted no puede quejarse de mí, Smithers. Le he pagado de sobra todos los favores que me hizo. ¿Acaso no lo he protegido y hecho la vista gorda ante todo ese comercio deshonesto a que se ha dedicado usted a la luz del día? Por cierto que sí... ¡Y, al mismo tiempo, he promulgado leyes para evitarlo! (Ríe burlonamente.)

Smithers: (Con sonrisa sarcástica.) Pero... y esto sin mala intención... usted mismo se ha estado apoderando de todo lo posible a diestro y siniestro... ¿no es así? ¡Vaya con los impuestos que les ha obligado a pagar! ¡Demonio! ¡Los ha exprimido usted a fondo!

Jones: (Con una risita.) No. A fondo, no. ¿Acaso no estoy aquí todavía?

Smithers: (Sonriendo ante sus pensamientos secretos.) Ya verá que ahora están exprimidos a fondo. (Cambiando bruscamente de tema.) Y en cuanto a las leyes que he violado, usted mismo las violó apenas las hizo.

Jones: ¿No soy acaso el emperador? Las leyes no rezan conmigo. (Con tono doctoral.) Fíjese en esto que le digo, Smithers. Hay robos chicos como los suyos y robos grandes como los míos. Por los robos chicos, uno va a parar a la cárcel tarde o temprano. Por los robos grandes, lo hacen emperador y lo llevan a la Galería de Hombres Célebres cuando revienta. (Con tono evocativo.) Si algo he aprendido después de escuchar durante diez años en los pullman las conversaciones de la gente blanca de rango, es eso. Y apenas tuve la oportunidad de llevarlo a la práctica, terminé por ser emperador a los dos años.

Smithers: (Incapaz de reprimir la auténtica admiración del pez chico por el pez grande.) Sí. No cabe duda de que supo usted hacerles la jugarreta. ¡Demonio! Nunca vi un hombre de tanta suerte.

Jones: (Severamente.) ¿Suerte? ¿Qué quiere decir... con eso de suerte?

Smithers: Supongo que, para usted, esa fanfarronada de la bala de plata no es suerte... Y eso fué lo que puso de su parte más que nada a estos imbéciles negros cuando tuvo lugar la revolución... ¿no es así?

Jones: (Riendo.) ¡Ah! ¡Esa bala de plata! Claro está que fué suerte. Pero fui yo quien hice esa suerte... ¿entiende? ¡Fui yo quien cargó el dado! ¡Sí, señor! Cuando el viejo Lem, ese sanguinario negro a quien pagaron para matarme, me apuntó a diez pasos de distancia y erró el tiro y yo lo derribé de un balazo... ¿qué me oyó usted decir?

Smithers: Que usted poseía un hechizo tal, que no podía matarlo una bala de plomo. "Soy tan fuerte —les dijo a los negros— que sólo puede matarme una bala de plata." ¡Qué diablos! ¿Acaso no fué eso una fanfarronada de su parte... y una suerte vulgar y estúpida?

Jones: (Orgullosamente.) Tengo sesos y los uso con rapidez. Eso no es suerte.

Smithers: Usted sabía que ellos no podrían conseguir balas de plata. Y tuvo suerte al no ser alcanzado por el tiro del viejo Lem.

Jones: (Riendo.) Y luego, todos esos estúpidos negros del bosque se hincaron de rodillas y comenzaron a golpear el suelo con la cabeza, como si yo fuese un milagro escapado de la Biblia. ¡Santo Dios! Desde entonces, los tengo en un puño. Hago restallar el látigo y saltan.

Smithers: (Resoplando.) Eso fué una patraña. Un bluff yanqui.

Jones: ¿Acaso el hombre no es grande por las cosas grandes que dice... con tal de que consiga hacérselas creer a la gente? Desde luego, yo hablo mucho cuando no tengo en qué apoyarme, pero, de todos modos, no hablo a tontas y a locas. Sé que puedo engañarlos, lo sé, y esto respalda suficientemente mi juego. ¿Y no tuve que aprender, acaso, el idioma de esos negros y enseñarles el inglés a varios antes de poder hablar con ellos? ¿No fué trabajo eso? Usted no aprendió el idioma de esa gente, Smithers, durante los diez años que ha pasado aquí, aun sabiendo que eso le representaba dinero al comerciar con ellos. Pero es demasiado haragán para tomarse esa molestia.

Smithers: (Sonrojándose.) No se preocupe por mí. ¿Y esos rumores de que usted tiene en realidad una bala de plata que ha fundido personalmente?

Jones: Eso fué para aprovechar mi bluff a fondo. Fundí la bala de plata y les dije que, cuando llegara la hora, yo mismo me mataría con ella. Agregué que eso se debía a que yo era el único hombre lo bastante grande para destruirme a mí mismo. Sería inútil que ellos intentaran hacerlo. Y entonces se arrojaron al suelo y se dieron de cabezazos contra el polvo. (Ríe.) Lo hice para poder pasear tranquilo, sin que ningún negro envidioso me disparara un balazo agazapado detrás de los árboles.

Smithers: (Asombrado.) Entonces... ¿es cierto que ha fundido usted la bala? ¿Palabra?

Jones: Claro. Aquí está. (Saca el revólver, lo abre y saca de la cámara la bala de plata.) Cinco plomos y esta niña de plata al final. ¿Verdad que tiene un hermoso brillo? (La exhibe en la mano, contemplándola con admiración, como extrañamente fascinado.)

Smithers: Permítame verla. (Estira la mano hacia la bala de plata.)

Jones: (Con aspereza.) Quietas las manos, hombre blanco. (Vuelve la bala a la cámara y se coloca nuevamente el revólver en la pistolera.)

Smithers: (Con un gruñido.) ¡Vaya! Por lo visto, usted me cree un ladrón.

Jones: No, no es eso. Sé que le daría miedo robarme. Sólo que no le permito a nadie tocar a esta niña. Es mi pata de conejo.

Smithers: (Burlón.) Ah... Conque se trata de un amuleto... ¿eh? (Con tono maligno.) ¡Pues necesitará usted pronto todos los amuletos que tenga! ¡Créame!

Jones: (Con aplomo.) Oh... Me quedan seis meses largos hasta que se cansen de mi juego. Entonces, cuando vea que se avecina el peligro, huiré.

Smithers: ¡Ajá! De modo que usted lo tiene planeado todo... ¿eh?

Jones: No soy un estúpido. Sé que esta vida de emperador dura poco. Por eso, estoy segando el heno mientras brilla el sol. ¿Creyó usted que yo conservaría este empleo durante toda mi vida? ¡No, señor! ¿De qué sirve ganar dinero si uno se queda en este andrajoso país? No, cuando gasto quiero movimiento, animación. Y cuando vea que esos negros están recobrando su coraje y se disponen a echarme y que ya he conseguido todo el dinero que me proponía, renuncio de inmediato y huyo sin demora.

Smithers: ¿Adónde?

Jones: Eso no es cosa suya.

Smithers: Apostaría a que no volverá a esos condenados Estados Unidos.

Jones: (Receloso.) ¿Por qué no? (Con risa condescendiente.) ¿Se refiere a eso que cuentan sobre mi fuga de la cárcel? Habladurías, nada más.

Smithers: (Con tono escéptico.) ¡Ah, claro!

Jones: (Con tono áspero.) ¿Insinúa que estoy mintiendo?

Smithers: (Precipitadamente.) ¡No, así me caiga muerto! Sólo pensaba en las mentiras que les dijo usted a estos negros al hablarles de los blancos que mató en los Estados Unidos.

Jones: (Irritado.) ¿Cómo, mentiras?

Smithers: ¿Acaso no habría estado usted en la cárcel, de ser cierto eso? (Con malignidad.) Y, según dicen, el matar a un blanco en los Estados Unidos no es aconsejable para la salud de un negro. Lo hierven en aceite... ¿verdad?

Jones: (Con mortífera frialdad.) ¿Quiere usted decir que me hubiera asustado el linchamiento? Entonces, le diré, Smithers. Puede ser que yo haya matado a un blanco allí. Puede ser. Y puede ser que mate a otro aquí antes de mucho, si ese blanco no se anda con cuidado.

Smithers: (Tratando de reír.) Patrañas mías. ¿No sabe aguantarse una broma? Y usted acababa de decir que nunca estuvo en la cárcel.

Jones: (Con el mismo tono, ligeramente fanfarrón.) Puede ser que yo haya estado en la cárcel, allá, por una discusión con navajas en una partida de dados. Puede ser que me hayan tocado veinte años al morir ese hombre de color. Puede ser que haya tenido otra discusión con el guardián de la cárcel que nos vigilaba durante el trabajo de la carretera. Puede ser que me haya golpeado con un látigo y que yo le haya abierto la cabeza con una pala y huido y limado la cadena de mi pierna y me haya puesto a salvo. Puede ser que haya hecho todo eso y puede ser que no lo haya hecho. ¡Le cuento esa historia para que sepa que, si repite una sola palabra, terminaré muy pronto con sus robos en estas tierras!

Smithers: (Aterrorizado.) ¿Cree que yo lo delataría? ¡No, por cierto! ¿Acaso no he sido siempre su amigo?

Jones: (Calmándose, súbitamente.) Sí, por cierto... y más vale que lo siga siendo.

Smithers: (Recobrándose y recuperando al mismo tiempo su socarronería.) Y precisamente para probarle mi amistad le diré la novedad que iba a contarle.

Jones: ¡Adelante! Hable. Debe ser una mala noticia, a juzgar por su aire satisfecho.

Smithers: (Con tono de advertencia.) Quizás se esté aproximando la hora de que usted renuncie... Con esa reluciente bala de plata... ¿eh? (Termina con una mueca burlona.)

Jones: (Intrigado.) ¿Qué dice? Hable claro.

Smithers: Hasta ahora, no he notado aquí hoy a ninguno de los guardias o criados.

Jones: (Negligentemente.) Todos ellos están en el jardín, durmiendo bajo los árboles. Cuando duermo, aprovechan la ocasión para echar también una siesta y yo simulo no sospecharlo. Me basta con tocar la campanilla y vienen volando y aparentan que han estado trabajando sin cesar.

Smithers: (Con el mismo tono burlón.) Toque la campanilla ahora y verá muy pronto y claramente qué quiero decir.

Jones: (Sobresaltado y en guardia, pero con el mismo tono negligente. ) Claro está que llamaré. (Tiende la mano y saca de atrás del trono una gran campanilla de las usadas para llamar a comer, pintada con el mismo vivo color escarlata del trono. La agita vigorosamente y luego se interrumpe para escuchar. Finalmente, va hacia ambas puerta, agita la campanilla y se asoma afuera.)

Smithers: (Observándolo con maliciosa satisfacción, después de una pausa, burlonamente.) El barco se hunde y las ratas se van.

Jones: (En repentino acceso de ira, arroja la campanilla, que rueda ruidosamente hacia un rincón.) ¡Viles negros de la selva! (Luego, al advertir que Smithers lo observa, se domina y estalla bruscamente en una suave risa burlona.) ¡Creo que me he excedido en esta mano de pòker! No es posible llevarse siempre el pozo con una escalera incompleta. ¿Dije que me quedaría otros seis meses? Pues bien... He cambiado de idea. Cobro mis fichas y renuncio al empleo de emperador ahora mismo.

Smithers: (Con sincera admiración.) ¡Que me condenen! Es usted un pájaro de sangre fría, qué duda cabe.

Jones: Es inútil agitarse. Cuando se sabe que la partida ha terminado, un beso de despedida y nada de largas esperas. Todos han huido a las colinas... ¿verdad?

Smithers: Sí. Hasta el último negro.

Jones: De modo que la revolución está en marcha. Y más vale que el emperador ponga los pies en polvorosa. (Marca el mutis hacia la puerta de foro. )

Smithers: ¿Va en busca de su caballo? No encontrará uno solo. Lo primero que hace esa gente es robar los caballos. El mío había desaparecido cuando lo busqué esta mañana. Esto fué lo que me hizo sospechar por primera vez lo que se estaba tramando.

Jones:( Alarmado por un momento, se rasca la cabeza y luego dice, filosóficamente.) Bueno, iré a pie. ¡Pies, cumplid con vuestro deber! (Saca un reloj de oro y lo mira.) Las tres y media. El sol se pone a las seis y media, poco más o menos. ( Vuelve a guardarse el reloj y dice, con fría confianza en sí mismo.) Me sobra tiempo para marcharme cómodamente.

Smithers: No esté tan seguro de eso. Lo perseguirán furiosamente. El viejo Lem está en el fondo de este asunto y lo odia. ¡Preferirá dar con usted a cenar, por cierto!

Jones: (Desdeñosamente. ) ¿Ese negro estúpido y despreciable? ¿Cree que me asusta? He aplastado ya más de una vez su torpe cabeza y volveré a hacerlo si se me interpone en el camino... (Con aire feroz.) ¡Y esta vez lo mataré, no le quepa duda!

Smithers: Tendrá usted que atravesar ese gran bosque. .. y esos negros saben husmear y seguir un rastro en las tinieblas como sabuesos. Tendrá que darse prisa para atravesar ese bosque en doce horas, aunque conozca todos los senderos como un nativo.

Jones: (Con indignado desdén.) ¡Oiga, hombre blanco! ¿Cree que he nacido imbécil? ¡Reconózcame un poco de sentido común, por amor de Dios! ¿No comprende que preví esto y me aseguré en todas las posibilidades? Fui tantas veces a ese gran bosque, simulando cazar, que lo conozco de extremo a extremo como la palma de mi mano. Podría recorrer sus senderos con los ojos cerrados. (Con gran desprecio.) ¿Cree que esos ignorantes negros del bosque, cuyos sesos no les bastan siquiera para saber sus propios nombres, podrán atrapar a Brutus Jones? ¡Bah! ¡Tenga en cuenta que los hombres blancos me persiguieron con sabuesos en el país de donde vine y me reí de ellos! Da lástima engañar a esa basura negra que tenemos aquí, tan fácil resulta hacerlo. Míreme y verá. Voy a marearlos. Habré atravesado la llanura y llegado al linde del bosque cuando anochezca. ¡Y cuando esté en el bosque, de noche, están aviados si piensan encontrar a este niño! Mañana, al amanecer, estaré del otro lado del bosque y en la costa, donde está anclada la cañonera francesa. La cañonera me recoge, me lleva a la Martinica cuando vaya allí y en la Martinica estoy a salvo, con un gran rollo de billetes en el bolsillo. Eso es tan fácil como hacer rodar un tronco.

Smithers:(Maliciosamente.) Pero... ¿y si sucede algún contratiempo y ellos lo atrapan?

Jones:(Con tono perentorio.) No lo conseguirán: esa es la respuesta.

Smithers: Pero, en el supuesto caso de que lo consiguieran... ¿qué haría usted?

Jones: (Frunciendo el ceño.) En este revólver, tengo cinco balas de plomo lo bastante buenas para unos vulgares negros de la selva... y, además, me queda la bala de plata para impedirles que me atrapen.

Smithers: (Con sarcasmo.) Ah ... Olvidaba esa bala de plata. Usted se despachará a sí mismo con elegancia... ¿verdad? ¡Vaya que sí!

Jones: (Con aire sombrío.) Puede apostarse todo su paco a una sola cosa, hombre blanco: este niño seguirá jugando hasta el fin, y, cuando abandone el juego, lo hará estrepitosamente y como es debido. ¡La bala de plata no será demasiado buena para él cuando se vaya, téngalo por seguro! (Dominando su nerviosidad, con confiada risa.) ¡Vamos! ¿De qué estoy hablando? No hemos llegado a eso todavía y nunca llegaremos... al menos, con esa basura negra que hay aquí. (Jactanciosamente.) De todos modos, la bala de plata me trae suerte. ¡Puedo vencer en ingenio, en la carrera, en la lucha y en el juego a todos ellos, en cualquier momento del día y de la noche! ¡Ya verá! (Desde las lejanas colinas, llega el tenue y regular redoble de un tam-tam, grave y vibrante. Se inicia con un ritmo que corresponde exactamente a un pulso normal —de 72 pulsaciones por minuto— y continúa con un ritmo gradualmente acelerado desde entonces, sin interrupción, hasta el final mismo de la obra. Jones se sobresalta al oírlo. Una extraña aprensión invade por un momento su rostro al escucharlo. Luego pregunta, tratando de recuperar su aire displicente.) ¿Por qué estará redoblando ese tambor?

Smithers: (Con una mueca significativa.) Redobla por usted. Significa que esa maldita ceremonia ha empezado. He oído eso antes y lo conozco.

Jones: ¿Ceremonia? ¿Qué ceremonia?

Smithers: Los negros se han reunido y bailan una danza guerrera para excitar su valor, antes de atacarlo.

JONES: ¡Que lo hagan! ¡Les hará falta!

Smithers: Y celebran sus misas paganas... ejecutando innumerables hechizos y brujerías para que les ayuden contra la bala de plata. (Con sonora risotada.) ¡Santo Dios, cómo huelen los condenados!

Jones: ( Un poco asustado e impresionado, sin poderlo remediar.) ¡Bah! ¡Hace falta algo más que eso para asustar a este pollo!

Smithers: (Husmeando los sentimientos de su interlocutor, con tono maligno.) Esta noche, cuando el bosque esté oscuro como boca de lobo, los negros soltarán a sus demonios y fantasmas favoritos para que le den caza. Ya verá usted que se le erizará el cabello antes del amanecer. (Con tono solemne. ) Ese hediondo bosque es un sitio muy extraño, hasta a la luz del día. No se sabe qué puede ocurrir en él... ¡Ese maldito silencio! Siempre siento un escalofrío en la espalda apenas entro allí.

Jones: (Con desdeñoso bufido.) Yo, no soy un cobarde como usted. Los árboles son mis amigos y habrá una luna llena que me ayudará. Y que esos pobres negros hagan todos los estúpidos hechizos que se les ocurran. ¿Me supone tan tonto como para creer en fantasmas y aparecidos y todos esos cuentos de viejas? ¡Vamos, hombre blanco! No me diga esas cosas. (Con una risita.) ¿No sabe que esos negros tendrán que vérselas con un hombre que fué miembro de buena reputación de la iglesia bautista? Por cierto que lo fui cuando era camarero de los pullman, antes de tener mi disgustillo. Que ensayen sus tretas paganas. La iglesia bautista me protege y los enviará al infierno. (Con satisfacción más aplomada.) ¡Y me queda la bala de plata de mi propiedad, no lo olvide!

Smithers: ¡Bah! Usted no se ha acordado gran cosa de su iglesia bautista desde que está aquí. Yo mismo oí decir que había cambiado de religión y que era partidario de esos malditos brujos o como diablos quiera llamar usted a esos cerdos.

Jones: (Con vehemencia.) ¡Lo fingí! ¡Naturalmente que lo fingí! Eso formó parte del juego desde el primer momento. Si comprobaba que los negros creían que lo negro era blanco, yo lo gritaba con más fuerza que ellos. De nada me servía hacer trabajo de misionero para la iglesia bautista. Yo buscaba el dinero y arrinconé a Jesús en los estantes por el momento. (Se interrumpe bruscamente para mirar su reloj, en guardia.) Pero ya no me queda mucho tiempo para seguir hablando sobre tonterías con usted. Me voy ahora mismo. (Meie la mano debajo del trono y saca un costoso sombrero de Panamá con una cinta multicolor y se lo pone garbosamente en la cabeza.) ¡Hasta luego, hombre blanco! (Con una sonrisa sarcàstica.) ¡Quizás lo vea algún día en la cárcel!

Smithers: A mí no, por cierto. Y lo que es a mí no me gustaría estar en su pellejo por todo el oro del mundo, pero le deseo buena suerte de todos modos.

Jones: (Desdeñosamente.) ¡Es usted el hombre más asustadizo que se haya visto! Le digo que estoy tan a salvo como si me hallase en Nueva York. Los negros sólo habrán juntado coraje suficiente para hacer algo al anochecer. Y, a esa hora, les habré sacado una ventaja que no podrán descontar.

Smithers:(Maligno.) Dele recuerdos míos a todos los fantasmas que encuentre.

Jones: (Sonriendo. ) Si alguno de esos fantasmas tiene dinero, le diré que lo rehúya a usted si no quiere perderlo.

Smithers: (Halagado.) ¡Vamos, hombre! (Con curiosidad.) ¿No lleva usted equipaje?

Jones: Voy liviano cuando quiero avanzar con rapidez. Y en la entrada del bosque tengo enterradas unas latas de conservas. (Jactanciosamente.) ¡Ahora no dirá usted que soy poco previsor y no sé usar mi cerebro! (Con gesto amplio y generoso. ) Le dejo todo lo que queda en el palacio... y más vale que se lleve lo que pueda sin llamar la atención, antes de que lleguen ellos.

Smithers: (Agradecido.) Perfectamente... y gracias. (Al ver que Jones se encamina hacia la puerta de foro, con tono de advertencia.) ¡Oiga! No pensará usted salir por ahí... ¿verdad?

Jones: ¿Cree que me avendría a salir por la puerta de los fondos, como un negro cualquiera? ¿Acaso no soy aún el emperador? Y el emperador Jones sale por donde entró y esa basura negra no se atreverá a detenerlo... por ahora, al menos. (Se detiene por un instante en el umbral, escuchando el redoble lejano pero insistente del tam-tam.) Escuche esa diana... Debe ser un tambor muy grande para oírse desde tan lejos. ( Riendo. ) Bueno... Ya que no acude toda una charanga a despedirme, por lo menos está el tambor. Hasta luego, hombre blanco. (Se mete las manos en los bolsillos y con estudiada negligencia, silbando una canción, sale con pausado andar y se va hacia la izquierda. )

Smithers: (Siguiéndolo con una mirada perpleja de admiración.) ¡Tiene bríos, qué diablos! (Irritado.) ¡Bah! ¡Maldito negro. . . con sus ínfulas! ¡Ojalá lo atrapen y le ajusten las cuentas!



Telón



ESCENA II



El fin de la llanura, donde comienza el Gran Bosque. El primer término está formado por terreno liso y arenoso punteado con unas piedras y grupos de árboles enanos, que se inclinan hasta muy cerca de la tierra para eludir los embates del viento alisto. A foro, el bosque es un muro de tiniebla que divide el mundo. Sólo cuando el ojo se habitúa a la oscuridad pueden distinguirse los contornos de los árboles más próximos, enormes pilares de más intensa negrura. Una lúgubre monotonía de viento perdido en las hojas, gime en el aire. Con todo, este sonido sólo intensifica la impresión de la implacable inmovilidad del bosque, sólo forma un fondo que destaca su caviloso y despiadado silencio.

Jones entra por izquierda, con rápidos pasos. Se detiene al acercarse a la entrada del bosque y mira a su alrededor, escudriñando la tiniebla, como si buscara algún mojón familiar. Luego, convencido al parecer de que está donde debe estar, se deja caer en el suelo, mortalmente cansado.

Jones: Bueno... Aquí estoy. ¡A tiempo, por cierto! ¡Un poco más y esto habría sido más negro que el as de espadas! (Saca un pañuelo de colores del bolsillo trasero del pantalón y se seca el sudoroso rostro.) ¡Ya lo creo! ¡Necesito aire! Estoy cansadísimo, vaya si lo estoy... Ese cómodo empleo de emperador no ha sido un buen adiestramiento para una larga caminata por esta llanura, bajo los rigores del sol. (Con una risita.) Animo, negro. Falta aún lo peor. (Alza la cabeza y mira fijamente el bosque. Su risita se extingue de improviso. Con terror.) Dios mío... ¡Qué bosque, éste! Ese despreciable Smithers dijo que era negro y por cierto que no se equivocó. ( Les vuelve la espalda a los árboles y al mirar sus pies aferra al vuelo la oportunidad de cambiar de tema y dice, con aire solícito.) Pies míos, os portáis bien y confío en no veros ampollados. Es hora ya de que os dé un descanso. (Se quita los zapatos, mientras sus ojos rehúyen insistentemente el bosque. Tantea con cautela sus talones. ) Todavía estáis en magníficas condiciones... sólo que un poco afiebrados. Enfriaos. Recordad que os espera un largo viaje. (Se sienta en actitud fatigada, escuchando el rítmico redoble del tam-tam. Gruñe en voz alta, para disimular un creciente desasosiego.) ¡Despreciables negros del bosque! ¿No se cansarán de redoblar en ese tambor? Se diría que suena con más fuerza. ¿Habrán empezado a perseguirme, ya? (Se levanta trabajosamente, volviendo los ojos hacia la llanura y abarcándola.) Ahora, no podría verlos, por cierto que no, aunque estuviesen a cien pasos. (Luego, sacudiéndose como un perro mojado, para liberarse de estos deprimentes pensamientos. ) Claro... Están a kilómetros y kilómetros y más kilómetros de distancia. ¿A qué viene eso de sentirte nervioso? (Pero se sienta y comienza a atarse presurosamente los cordones de los zapatos, murmurando mientras tanto con tono tranquilizador.) ¿Sabes qué sucede? ¡Pues que tienes la panza vacía, eso es lo que hay! ¡Es hora de comer! Con sólo viento en el estómago, se explica que estés nervioso. Bueno, comeremos ahora mismo, apenas estén atados estos fastidiosos zapatos. ( Termina de atarlos.) ¡Eso es! ¡Ahora, veamos! (Se hinca de rodillas y apoya en el suelo las manos, registrando con los ojos la tierra, a su alrededor.) Piedra blanca, piedra blanca... ¿Dónde estás? (Ve la primera piedra blanca, se le acerca arrastrándose y dice, con tono satisfecho.) ¡Aquí estás! Ya sabía yo que el sitio era éste. Lata de provisiones, ven a mí. (Levanta la piedra, tantea debajo de ella y dice, consternado.) ¡No está! ¡Santo Dios! ¿Es este el sitio o no? Hay otra piedra. Debe ser ésa. (Se arrastra hasta la otra piedra y la invierte.) ¡Tampoco está aquí! ¡Comida! ¿Dónde estás? No está aquí. ¡Dios mío! ¿Tendré que pasar hambre en ese bosque... durante toda la noche? (Mientras habla, se arrastra de una piedra a otra, invirtiéndolas todas con frenética prisa. Finalmente, se levanta de un salto, con aire excitado.) ¿Será que no encuentro el sitio? ¡Eso debe ser! Pero... ¿cómo se explica, después de haber seguido la huella por la llanura a plena luz del día? (Con tono casi quejumbroso.) ¡Tengo hambre, eso es lo que hay! ¡Necesito encontrar mi comida! ¿De dónde obtendré fuerzas si no como? ¡Tengo que dar con esas provisiones en alguna parte, suceda lo que suceda! ¿Por qué oscurece tan pronto? ¡No veo ni pizca! (Enciende un fósforo frotándolo contra sus pantalones y lo escudriña todo a su alrededor. El ritmo del lejano tam-tam aumenta perceptiblemente en ese momento. Jones murmura, con tono perplejo.) ¿Cómo se explica que estén aquí todas estas piedras blancas, cuando yo sólo recuerdo una? (Repentinamente, con entrecortada exclamación de terror, arroja el fósforo al suelo y lo pisotea.) ¡Negro! ¿Te has vuelto loco? ¿Estás encendiendo fósforos para mostrarles dónde estás? ¡Usa tu cabeza, por amor de Dios! ¡Caramba, tengo que ser cuidadoso! (Mira fijamente la llanura que está a sus espaldas, con aire aprensivo, la mano apoyada sobre el revólver.) Pero... ¿cómo están aquí estas piedras blancas? ¿Y dónde está la lata con las provisiones, envuelta en hule, que escondí aquí?

(Mientras está de espaldas, Los Pequeños Miedos Informes salen arrastrándose de la cerrada tiniebla del bosque. Son negros, carecen de forma y sólo se ven sus fulgurantes ojillos. Si tienen alguna forma susceptible de descripción, es la de una lombriz del tamaño de un niño que se arrastra. Se mueven silenciosamente, pero con esfuerzo pausado y penoso, tratando de incorporarse, fracasando en su intento y volviendo a caer de bruces. Jones se vuelve de cara al bosque. Mira fijamente las copas de los árboles, tratando en vano de descubrir el lugar donde está por la conformación de aquéllas.)

¡Los árboles no me dicen ni pizca! ¡Dios mío! ¡Nada de lo que veo se parece a lo que he visto ya! ¡Me he extraviado, no hay duda! (Con sombrío presentimiento.) ¡Esto es muy extraño! ¡Muy extraño! (Con repentino y forzado desafío y poseído de irritación.) ¡Bosque! ¿Estás tratando de engañarme?

(De los informes seres que están en el suelo ante él, brota una leve ráfaga de burlona risa que semeja un susurro de hojas. Los Pequeños Miedos Informes se arrastran hacia Jones incorporándose un poco. Jones mira abajo, da un salto atrás con un alarido de terror y sacando de un tirón el revólver dice con trémula voz.) ¿Qué es eso? ¿Quién está ahí? ¿Qué eres? ¡Aléjate de mí antes de que te mate! ¿No te vas...?

(Dispara. Un fulgor, una sonora detonación y luego el silencio, interrumpido solamente por el lejano y acelerado latido del tam-tam. Los informes seres han vuelto a deslizarse al interior del bosque. Jones permanece inmóvil, escuchando atentamente. El sonido de la detonación, el tranquilizador contacto del revólver que tiene en la mano, le han permitido recobrar en parte su valor desfallecido. Vuelve a hablarse a sí mismo, con renovada confianza.)

Se han ido. Ese tiro les ajustó las cuentas. Sólo eran unos animalitos... pequeños cerdos salvajes, supongo. Quizás hayan desenterrado mis provisiones, comiéndoselas. Claro está, negro tonto... ¿Y qué te habías imaginado? ¿Que eran fantasmas? (Con excitación.) ¡Santo Dios! Te has delatado al disparar ese tiro. ¡Los negros lo habrán oído, sin la menor duda! Es hora de que huyas al bosque, sin más demora. (Se dispone a entrar en el bosque, vacila antes de internarse y, luego, se incita a sí mismo, con varonil decisión.) ¡Entra, negro! ¿Qué temes? ¡Ahí no hay más que árboles! ¡Entra! (Se interna audazmente en el bosque.)



ESCENA III



En el bosque. Acaba de salir la luna. Sus rayos, al filtrarse por entre el dosel de hojas, crean un resplandor apenas perceptible, imponente, que lo baña todo. En primer término, un denso y bajo muro de maleza y enredaderas, que cerca a un pequeño claro triangular. Más allá del claro está la negra masa del bosque, como una valla que todo lo rodea. Se distingue vagamente un sendero que lleva al claro desde la izquierda, foro, y que vuelve a alejarse de él, serpenteando, hacia la derecha. Al levantarse el telón, nada se distingue nítidamente. Salvo el redoble del tam-tam, algo más sonoro y rápido que al terminar la escena anterior, reina el silencio, interrumpido con intervalos de pocos segundos por unos extraños golpes secos. Luego, gradualmente, puede distinguirse la figura del negro Jeff, agazapado en cuclillas a foro del triángulo. Es un hombre de edad madura, flaco, moreno y viste uniforme y gorra de camarero del pullman. Echa un par de dados al suelo, los recoge, los agita, vuelve a echarlos, con los movimientos regulares, rígidos, mecánicos de un autómata. Se oyen los pesados y trabajosos pasos de alguien que se acerca a izquierda, por el sendero, y resuena la voz de Jones, algo más aguda, en un brioso esfuerzo por vencer sus temblores.

Jones: Ha salido la luna. ¿Oyes, negro? Ahora tienes más luz. Ya no te darás topetazos contra los árboles ni te arañarás el pellejo en la maleza. Ahora ves por donde caminas. ¡Animo, pues! A partir de aquí, esto es una ganga. (Aparece exactamente a foro del claro triangular y se seca el rostro con la manga. Ha perdido su sombrero de Panamá. Su rostro está cubierto de arañazos y su vistoso uniforme exhibe varias grandes desgarraduras. ) ¿ Qué hora será? No encenderé un fósforo para averiguarlo. ¡Oh! Hace calor, no hay duda. (Con voz exhausta.) ¿Cuánto tiempo hará que me estoy abriendo camino a través de este bosque? Horas y horas, seguramente. ¡Se diría que he estado aquí toda mi vida! Pero eso no puede ser, ya que la luna acaba de salir. ¡Larga noche ésta para ti, Majestad! (Con triste risita.) ¡Majestad! Ya no le queda mucha Majestad a este niño, ahora. ( Con forzada jovialidad. ) No te preocupes. Todo eso forma parte del juego. Terminará esta noche, como todo lo demás. Y cuando estés allí, sano y salvo y con el paco en las manos, te reirás de todo esto. (Empieza a silbar, pero se interrumpe con irritación.) ¿Qué es eso de silbar, imbécil? ¿Quieres que todos te oigan? (Calla, para escuchar.) ¡Siempre ese tambor! A juzgar por el ruido, se está acercando. Ellos lo llevan consigo. Es hora de que me mueva. (Da un paso adelante y luego se detiene y dice con aire inquieto.) ¿Qué extraño chasquido es ése? ¡Ahí está! ¡Se oye cerca! Suena como... como... ¡Dios mío, suena como si un negro echara los dados jugando al paso inglés! (Asustado.) Más vale que huya antes de que se me ocurran esas ideas. (Penetra rápidamente en el claro, se detiene petrificado al ver a Jeff y dice, con una exclamación entrecortada de terror.) ¿Quién está ahí? ¿Qué es eso? ¿Eres tú, Jeff? (Se adelanta hacia él. Ha olvidado por un momento todo lo que lo rodea y cree realmente ver a un hombre vivo, de modo que dice con tono de satisfecho alivio.) ¡Jeff! ¡Por cierto que me alegro muchísimo de verte! Me dijeron que habías muerto a causa del navajazo que te di. (Deteniéndose, de pronto, con aire perplejo.) Pero... ¿cómo se explica que estés aquí, negro? (Contempla con aire fascinado a Jeff, que continúa jugando mecánicamente con los dados. Jones pone los ojos en blanco, desatinadamente, y balbucea.) ¿No vas... a mirar... no puedes hablarme? ¿Eres un... un... fantasma? (Saca de un tirón el revólver, en un frenesí de aterrorizada ira) Negro, te maté en otros tiempos. ¿Tendré que volver a matarte? Toma, pues. (Dispara. Al disiparse el humo, Jeff se ha desvanecido. Jones permanece inmóvil y trémulo y luego dice, algo tranquilizado.) Sea como fuere, ha desaparecido. Fantasma o no, ese tiro le ha ajustado las cuentas. (El redoble del lejano tam-tam se vuelve perceptiblemente más sonoro y rápido. Jones lo advierte y dice con un sobresalto, volviendo los ojos.) ¡Se están acercando! ¡Apuran el paso! ¡Y yo disparo balazos para indicarles donde estoy! ¡Oh, Dios mío! Tengo que correr. (Olvidando el sendero, se interna desatinadamente en la maleza de foro y desaparece en la sombra.)



ESCENA IV



En el bosque. De derecha, primer término, a izquierda, foro, un ancho camino de tierra en diagonal. Enhiesta, a ambos lados, lo tapia la arboleda del bosque. La luna ha alcanzado ahora su mayor altura. Bajo su resplandor, el camino brilla de un modo irreal y propio del trasmundo. Se diría que el bosque se ha apartado, momentáneamente, para dejar que el camino pase y cumpla su secreto designio. Hecho esto, el bosque volverá a replegarse sobre sí mismo y el camino dejará de existir. Jones entra a tropezones, viniendo del bosque de la derecha. Su uniforme está desgarrado y hecho jirones. Mira a su alrededor con muda sorpresa al ver el camino, mientras sus ojos parpadean bajo el brillante centelleo de la luna. Se desploma en tierra, exhausto, y jadea pesadamente durante algún tiempo. Luego dice, con repentina ira:

Jones: ¡El calor me está derritiendo! ¡Corro y corro y corro! ¡Maldita sea esta chaqueta! ¡Parece una camisa de fuerza! (Se arranca la chaqueta y la tira, mostrando el cuerpo desnudo hasta la cintura.) ¡Eso es! ¡Así estoy mejor! ¡Ahora puedo respirar! (Mira sus pies y sus ojos se fijan en sus espuelas.) Y al diablo con estas malditas espuelas. Son ellas las que me han estado haciendo tropezar y dar de golpes. ( Las desprende y arroja a un lado, con gesto de desagrado.) ¡Eso es! Me despojo de estos adornos baratos de emperador y viajo con mayor rapidez. ¡Dios mío! ¡Qué cansado estoy! (Después de una pausa, escuchando el insistente redoble del tam-tam a lo lejos.) Debo haber puesto alguna distancia entre ellos y yo... corriendo así... y con todo eso... ese maldito tambor suena del mismo modo que antes... hasta parece más próximo. Bueno, de todos modos, creo llevarles la delantera. No me alcanzarán. (Con un suspiro.) Con tal de que aguanten mis estúpidas piernas... Oh ... Lamento haber empezado todo esto. Es difícil zafarse de este empleo de emperador. (Mira en torno suyo, con aire receloso.) ¿Cómo vino a parar aquí este camino? Un buen camino nivelado, por cierto. No recuerdo haberlo visto antes. (Meneando la cabeza, con aprensión.) Este bosque, ciertamente, se llena al llegar la noche de cosas extrañas. (Con súbito terror.) ¡Dios mío, no me hagas ver más espíritus, te lo suplico! ¡Me enloquecen! (Tratando de convencerse a sí mismo.) ¡Espíritus! ¡No hay tal cosa, negro imbécil! ¿No te lo dijo muchas veces el párroco bautista? ¿Eres un individuo civilizado o eres igual a cualquiera de estos ignorantes negros de la selva? ¡Claro! Todas esas fueron visiones tuyas. Allí nada había. ¡Aquel no era Jeff! ¿Sabes qué pasa? Simplemente, que estás viendo cosas porque tienes vacía la panza y estás enfermo de hambre. El hambre influye sobre tu cabeza y tus ojos. Cualquier tonto lo comprende. (Suplicando fervorosamente.) ¡Pero ojalá no vuelva a encontrarme con ellos, Dios mío, sean lo que sean! (Cautelosamente.) ¡Descansa! ¡No hables! ¡Descansa! Lo necesitas. Luego, seguirás tu camino. (Mirando la luna.) Ha pasado ya casi la mitad de la noche. ¡Por la mañana llegarás a la costa! Allí estarás a salvo.

(Por derecha, entra una pequeña cuadrilla de negros. Visten trajes listados de presidiarios, tienen la cabeza rapada y arrastran una cadena. Algunos, llevan picos, otros, palas. Los sigue un hombre blanco, que viste el uniforme de guardián de la cárcel. Tiene atravesado al hombro un Winchester y lleva un pesado látigo. A una señal del guardián, los negros se detienen en el camino, del lado opuesto a aquel en que se ha sentado Jones. Éste, que ha estado contemplando el cielo sin advertir la silenciosa llegada del grupo, baja los ojos bruscamente y los ve. Los ojos se le salen de las órbitas, trata de levantarse y de huir, pero vuelve a dejarse caer, harto petrificado por el miedo para moverse. Su voz murmura, en estrangulada plegaria. )

¡Dios mío!

(El guardián de la cárcel hace restallar su látigo, silenciosamente, y ante esta señal todos los presidiarios comienzan a trabajar en el camino. Blanden sus picos y manejan la pala, pero su labor no causa el menor ruido. Sus movimientos, como los de Jeff en la escena anterior, son propios de autómatas, rígidos, lentos y mecánicos. El guardián de la cárcel señala severamente a Jones con su látigo y le ordena que ocupe su sitio entre los demás paleadores. Jones se pone de pie, presa de un hipnotizado estupor. Murmura, con aire dócil.)

¡Sí, señor! ¡Sí, señor! ¡Ya voy!

(Mientras se dirige, arrastrando uno de los pies, a su sitio, maldice en voz baja con ira y odio.)

¡Maldito seas! Ya te ajustaré las cuentas, algún día.

(Como si tuviese una pala en las manos, ejecuta fatigados y mecánicos ademanes propios de quien cava la tierra y la arroja al borde de la carretera. Súbitamente, el guardián se le acerca enojado, con aire amenazador. Alza el látigo y le cruza con él malignamente los hombros. Jones se estremece de dolor y se agacha, con abyecto gesto. El guardián le vuelve la espalda y se aleja desdeñosamente. De inmediato, Jones se yergue. Los brazos levantados, como si esgrimiera la pala a guisa de porra, salta con ímpetu sanguinario hacia el guardián, que nada sospecha. Cuando va a dejar caer su pala sobre el cráneo del hombre blanco, aplastándolo, Jones nota de pronto que sus manos están vacías. Grita, con desesperación.)

¿Dónde está mi pala? ¡Denme mi pala para destrozarle la cabeza! (Dirigiéndose a sus camaradas de presidio.) ¡Denme una pala, cualquiera de ustedes, por amor de Dios!

(Todos permanecen petrificados en la mayor inmovilidad, los ojos fijos en el suelo. El guardián parece esperar con aire de expectación, vuelta la espalda al atacante. Jones brama con perpleja y aterrorizada ira, tratando frenéticamente de sacar su revólver.)

¡Te mataré, demonio blanco, aunque ese sea el último acto de mi vida! ¡Fantasma o demonio, te mataré!

(Libera el revólver y hace fuego a quemarropa sobre la espalda del guardián. De inmediato, los muros del bosque se cierran desde ambos lados y el camino y las figuras de la cuadrilla de presidiarios se borran en una tiniebla que lo amortaja todo. Los únicos sonidos que se perciben son un crujido en la maleza cuando Jones se aleja a saltos en loca fuga y el latir del tam-tam, muy lejano aún, pero cuyo volumen sonoro y rapidez de ritmo han aumentado.)



ESCENA V



Un gran claro circular, rodeado por apretadas hileras de gigantescos árboles, cuyas copas no alcanza a divisar la vista. En el centro, un gran tocón al cual la acción del tiempo ha dado una curiosa semejanza con el estrado de una subasta pública. La luna baña el claro con diáfana luz. Entra Jones, abriéndose camino a través del bosque, por izquierda. Mira nerviosamente el claro, con ojos temerosos y acosados. Sus pantalones están hechos jirones, sus zapatos destrozados y deformados tienen desprendidas las suelas. Se desliza cautelosamente hacia el tocón y se sienta, en una posición tensa, pronto a huir de inmediato. Luego, oprimiéndose la cabeza con las manos, se balancea hacia adelante y hacia atrás, gimiendo lastimeramente.

Jones: ¡Oh, Señor, Señor! ¡Oh, Señor, Señor! (Súbitamente, se deja caer de rodillas y alza las manos unidas al cielo, con atormentada súplica.) ¡Señor Jesús, escucha mi plegaria! ¡Soy un pobre pecador, un pobre pecador! ¡Sé que he hecho mal, lo sé! ¡Al sorprender a Jeff haciendo trampa con dados cargados, me venció la ira y lo maté! ¡Hice mal, Señor! Cuando ese guardia me golpeó con el látigo, me venció la ira y lo maté. ¡Hice mal, Señor! Y aquí, donde esos estúpidos negros de la selva me elevaron al sitial de los poderosos, robé todo lo que pude. ¡Hice mal, Señor! ¡Lo sé! ¡Lo siento! ¡Perdóname, Señor! ¡Perdona a este pecador! (Suplicando, con tono aterrorizado.) ¡Y apártalos de mí, Señor! ¡Apártalos de mí! ¡Y que ese tambor deje de resonar en mis oídos! También eso está empezando a parecerme cosa de los espíritus. (Se pone de pie, algo tranquilizado evidentemente por su plegaria, con forzada confianza.) Que el Señor me proteja de los aparecidos después de esto. (Vuelve a sentarse sobre el tocón.) Los hombres de carne y hueso no me asustan. Que vengan. .. Pero esos otros. .. (Se estremece, luego se mira los pies, moviendo nerviosamente los dedos dentro de los zapatos y dice, con un gemido.) ¡Oh, mis pobres pies! Esos zapatos de nada sirven, como no sea para lastimarme. Estaré mejor sin ellos. (Los desata y se los quita y con los restos de sus zapatos en las manos los contempla tristemente.) Eran buenos. De charol, además. Mírenlos, ahora. ¡Emperador, estás decayendo mucho!

(Suspira con abatimiento y permanece con los hombros agobiados, contemplando fijamente los zapatos que tiene en las manos, como si no quisiera abandonarlos. Mientras su atención está ocupada así, desde todas partes penetra en el claro una muchedumbre de figuras. Todas visten trajes del Sur, del período 1830-1860. Hay hombres de edad madura que son, a todas luces, acaudalados dueños de plantaciones. Hay un individuo garboso y autoritario, el Subastador. Y también una multitud de espectadores curiosos, en su mayoría jóvenes beldades y petimetres, que han venido a la subasta de esclavos a divertirse. Todos cambian corteses saludos sin pronunciar palabra y conversan silenciosamente. En sus movimientos, hay algo de rígido, ceremonioso, irreal, marionetístico. Se agrupan en torno del tocón. Finalmente, un empleado trae por izquierda una tanda de esclavos: tres hombres de distintas edades, dos mujeres, una de ellas con una criatura de pecho a quien amamanta. Estos esclavos son ubicados a la izquierda del tocón, junto a Jones.

Los plantadores blancos miran a los esclavos con aire estimativo, como si fuesen ganado, y cambian opiniones. Los petimetres los señalan y hacen observaciones ingeniosas. Las beldades ríen entre dientes, de una manera fascinadora. Todo esto se desarrolla en silencio, oyéndose solamente la siniestra vibración del tam-tam. El Subastador alza la mano, ocupando su lugar en el tocón. Los componentes del grupo adelantan la cabeza, con aire atento. El Subastador toca imperativamente el hombro de Jones, haciéndole señas de que suba sobre el tocón, estrado de la subasta.

Jones alza los ojos, ve las figuras que lo rodean por todas partes, mira con desvarío buscando alguna brecha por donde huir y salta con frenesí a lo más alto del tocón, para alejarse de ellos todo lo posible. Allí, queda inmóvil, agachado, paralizado de terror. El Subastador inicia su silenciosa perorata. Señala a Jones, exhorta a los plantadores a que se cercioren personalmente. He aquí a un buen peón para tareas rurales, de buen aliento y sanos miembros, como puede verse. Muy robusto aún, a pesar de ser hombre de edad madura. Miren su espalda. Miren esos hombros. Miren los músculos de sus brazos y sus recias piernas. Capaz de ejecutar cualquier cantidad de trabajo pesado. Además, de buen carácter, inteligente y dócil. ¿Quieren iniciar sus ofertas, caballeros? Los plantadores alzan los dedos, haciendo sus ofertas. Todos, al parecer, están ansiosos por quedarse con Jones. La puja es animada, la muchedumbre revela interés por su desenlace. Mientras ocurre todo esto, en Jones ha aparecido el valor de la desesperación. Se atreve a bajar los ojos y a mirar a su alrededor. En su rostro, el abyecto terror es substituido por la perplejidad y luego por una gradual comprensión y balbucea.)

¿Qué están haciendo ustedes, hombres blancos? ¿Qué significa todo esto? ¿Por qué me miran? ¿Qué hacen conmigo, a fin de cuentas? (Repentinamente, convulsionado por un furioso odio y por el miedo.) ¿Es esto una subasta? ¿Me venden, como solía hacerse antes de la guerra? (Sacando de un tirón su revólver, en el preciso momento en que el Subastador lo adjudica a uno de los plantadores con un golpe de martillo, Jones pasea furiosamente la mirada del Subastador al comprador.) ¿Y es usted quien me vende? ¿Y usted quien me compra? ¡Yo les demostraré que soy un negro libre, malditos sean! (Dispara contra el Subastador y el Plantador con tal rapidez, que ambos tiros son casi simultáneos. Como si esto fuera una señal, se cierran los muros del bosque. Sólo quedan las tinieblas y un silencio interrumpido por Jones cuando éste sale corriendo y gritando de miedo y por el redoble acelerado y cada vez más sonoro del tam-tam.)



ESCENA VI



Un claro en el bosque. Las ramas de los árboles se unen, formando un bajo cielo raso a unos dos metros del suelo. Las ramas entrelazadas de las enredaderas suben para abrazar los troncos de los árboles, dando un aspecto arqueado a los flancos. El espacio así rodeado semeja la oscura y ruidosa bodega de un navío antiguo. La claridad de la luna es interceptada casi por completo y sólo se filtra una vaga y descolorida luz. Se oye que alguien se acerca por izquierda, tropezando y arrastrándose por entre la maleza. Se distingue la voz de Jones, entre gemidos.

Jones: ¡Oh, Señor! ¿Qué puedo hacer, ahora? Sólo me queda la bala de plata. Si me persiguen otros espíritus... ¿cómo haré para ahuyentarlos? ¡Oh, Señor! Sólo me queda la bala de plata... y la guardaré para que me traiga suerte. ¡Si la disparo, estoy perdido! ¡Dios mío, qué oscuro es esto! ¿Dónde está la luna? ¡Oh, Señor! ¡Esta noche es interminable! (Avanza, tanteando cautelosamente su camino.) ¡Aquí! Esto parece un claro. Necesito tenderme y descansar. No me importa el que esos negros puedan atraparme. Necesito descansar.

(Se ha adelantado ahora lo suficiente para que su figura pueda distinguirse vagamente. Sus pantalones están desgarrados a tal punto, que sus restos son apenas un taparrabos. Se tiende cuan largo es, boca abajo, jadeando de cansancio. Gradualmente el espacio cercado parece iluminarse más y pueden verse detrás de Jones dos filas de figuras sentadas. Éstas se hallan encogidas, en actitudes llenas de desesperanza, el cuerpo doblegado, enfrentadas las unas a las otras y con las espaldas en contacto con los muros del bosque, como si estuviesen encadenadas a éstos. Todas son negras y su única indumentaria es el taparrabos. Al principio, permanecen en silencio e inmóviles. Luego comienzan a balancearse lentamente hacia adelante y hacia atrás, a un tiempo, como si se dejaran llevar con laxitud por el largo mecerse de un barco en el mar. Al mismo tiempo, se eleva entre ellos un melancólico murmullo, el cual crece gradualmente en etapas rítmicas que parecen dirigidas y fiscalizadas por la vibración del tam-tam lejano, basta convertirse en un largo y trémulo lamento de desesperación que alcanza cierto tono insoportablemente agudo y baja luego, en lentas gradaciones tonales, al silencio y vuelve a subir. Jones se sobresalta, alza los ojos, ve las figuras y se arroja nuevamente al suelo para no ver el espectáculo. Todo su cuerpo es convulsionado por un escalofrío de terror al oír nuevamente el lamento, que vuelve a elevarse en torno suyo. Pero a la vez siguiente, su voz, como obedeciendo a alguna misteriosa coacción, comienza con los demás. Al elevarse el tono del coro, Jones se incorpora y adopta la misma posición, balanceándose hacia adelante y hacia atrás. Su voz alcanza el tono más agudo del dolor, de la desolación. La luz se extingue, cesan las demás voces y sólo queda la oscuridad. Se oye cómo Jones se pone de pie trabajosamente y se va corriendo, y su voz baja hasta lo más grave de la escala, oyéndose cada vez menos, a medida que se aleja a través de la espesura. El tam-tam se oye con creciente sonoridad, rapidez y una pulsación más insistente, triunfante.)



ESCENA VII



El pie de un árbol gigante, a orillas de un gran río. Junto al árbol, una tosca construcción de cantos rodados, que parece un altar. En primer plano de foro, la elevada ribera del río. Más allá, la superficie del río, brillante y plácida bajo la luz de la luna, desdibujada y fundida en un velo de azulenca niebla a lo lejos. Desde la izquierda llega la voz de Jones, que sube y baja de tono en el largo y desesperado lamento de los esclavos encadenados, al rítmico redoble del tam-tam. Al esfumarse la voz de Jones en el silencio, entra en el claro. La expresión de su rostro es impasible y pétrea, en sus ojos hay un fulgor obsesionado y se mueve con un andar extrañamente pausado, como un sonámbulo o un hombre en estado de trance. Mira a su alrededor, contempla el árbol, el tosco altar de piedra, la superficie del río iluminada por la luna que se extiende más allá y se pasa la mano por la cabeza con vago gesto de intrigado desconcierto. Luego, como obedeciendo a algún oscuro impulso, se deja caer de rodillas ante el altar, en devota actitud. En ese momento, parece recobrarse parcialmente y comprender de una manera vaga qué está haciendo, porque se yergue y mira en torno con horror, murmurando algo incoherente.

Jones: ¿Qué... qué estoy haciendo? ¿Qué... sitio es éste? Me parece conocer ese árbol... y esas piedras... y el río. Recuerdo... Me parece haber estado antes aquí. (Trémulo.) ¡Oh, tengo miedo en este sitio! Tengo miedo. ¡Oh, Señor, protege a este pecador!

(Se aleja arrastrándose del altar y se queda agachado, muy cerca del suelo, el rostro oculto, los hombros estremecidos por sollozos de histérico temor. La figura del hechicero aparece desde atrás del tronco del árbol, como si surgiera de él. Es un hombre arrugado y viejo, cuya única vestimenta es la piel de un animal pequeño ceñida a la cintura y cuya peluda cola le pende por delante. Todo su cuerpo está pintado de un rojo vivo. A ambos lados de la cabeza ostenta cuernos de antílope, que se bifurcan hacia arriba. En una mano lleva una matraca de hueso; en la otra, una vara para hechizos, a cuyo extremo está atado un manojo de plumas de cacatúa blanca. Su cuello, como también sus orejas, muñecas y tobillos, están cubiertos de numerosas cuentas de vidrio y adornos de hueso. Se pavonea silenciosamente con extrañas cabriolas, hasta ubicarse en el claro, entre Jones y el altar. Luego, tras de un golpe preliminar en el suelo con el pie, que parece un llamado, comienza a bailar y a salmodiar. Como en respuesta a su llamado, el redoble del tam-tam crece hasta convertirse en un salvaje y jubiloso estrépito, cuyas vibraciones parecen llenar el aire de trepidante ritmo. Jones alza los ojos, va a levantarse de un salto, pero cuando ya está a medias arrodillado, a medias en cuclillas, se queda rígidamente inmóvil, paralizado por una fascinación plena de terror ante la nueva aparición. El hechicero se balancea, golpeando el suelo con el pie y marcando el ritmo con su matraca de hueso. Su voz se eleva y desciende en misterioso y monótono canturreo, sin divisiones claras en palabras. Gradualmente su danza se convierte a todas luces en la de quien narra con una pantomima, su canturreo es un encantamiento, un hechizo para mitigar la ferocidad de alguna divinidad implacable que exige un sacrificio. Huye, es perseguido por los demonios, se oculta, vuelve a huir. Su fuga se vuelve cada vez más desenfrenada, el demonio perseguidor está cada vez más próximo y el espíritu del terror se posesiona de él cada vez más. Su canturreo, al crecer en intensidad, es subrayado por penetrantes gritos. Jones está totalmente hipnotizado. Su voz se une al encantamiento, a los gritos, marca el compás con las manos y el cuerpo de un lado a otro, de cintura para arriba. Todo el espíritu y sentido de la danza han penetrado en él, se han convertido en su espíritu. Finalmente, el tema de la pantomima se detiene en un aullido de desesperación y es recogido en una nota de salvaje esperanza. Hay una salvación. Las fuerzas del mal exigen un sacrificio. Deben ser apaciguadas. El hechicero señala con su vara mágica el árbol sagrado, el río, el altar y finalmente a Jones, con ademán ferozmente imperativo. Jones parece adivinar el sentido de esto. Es él quien debe ofrecerse al sacrificio. Golpea la tierra abyectamente con la frente, gimiendo de manera histérica.)

¡Piedad, oh, Señor! ¡Piedad! Piedad de este pobre pecador.

(El hechicero salta hacia la margen del río. Tiende los brazos y llama a algún dios que está en las profundidades de éste. Luego, empieza a retroceder lentamente, los brazos siempre tendidos. Sobre la orilla aparece la enorme cabeza de un cocodrilo y sus ojos, de un brillo verdoso, se fijan en Jones. Éste los mira, absorto y fascinado. El hechicero se acerca a Jones dando cabriolas, lo toca con su vara mágica, le hace un abominable gesto imperativo señalándole al monstruo que espera. Jones se acerca más y más, arrastrándose sobre el vientre y gimiendo sin cesar.)

¡Piedad, Señor! ¡Piedad!

(El cocodrilo iza a la orilla un poco más de su enorme mole. Jones se arrastra hacia él, retorciéndose. La voz del hechicero chilla presa de furiosa exaltación, el tam-tam redobla frenéticamente. Jones grita, con salvaje y agotado espasmo de acongojada súplica.)

¡Señor, sálvame! ¡Señor Jesús, escucha mi plegaria!

(De inmediato, en respuesta a ésta, acude el recuerdo de la única bala que le queda. Jones echa mano a su pistolera, gritando con tono desafiante.)

¡La bala de plata! ¡Todavía no me habéis atrapado!

(Dispara contra los verdes ojos que están frente a él. La cabeza del cocodrilo se sumerge detrás de la orilla del río, el hechicero salta hacia atrás del árbol sagrado y desaparece. Jones permanece boca abajo, los brazos tendidos en cruz, lloriqueando de miedo, mientras el redoble del tam-tam llena el silencio a su alrededor de una sombría pulsación, de una frustrada pero vengativa fuerza.)



ESCENA VIII



El alba. El mismo escenario de la escena segunda, la línea divisoria entre el bosque y la llanura. Los árboles más próximos se distinguen vagamente, pero el bosque, detrás de ellos, sigue siendo una masa de tenebrosas sombras. El tam-tam parece estar presente, tan sonoros e incesantemente vibrantes son sus sonidos. Lem entra por izquierda, seguido por un pequeño pelotón de soldados a sus órdenes y por el comerciante cockney, Smithers. Lem es un viejo salvaje de tipo ultraafricano, de físico recio y rostro simiesco, cuya sola indumentaria es un taparrabos. Una cartuchera, con un revólver, ciñe su cintura. Sus soldados ostentan diversos grados de una desnudez disimulada con harapos. Todos ellos están tocados con anchos sombreros de hojas de palma y llevan sendos fusiles. Smithers es el mismo de la escena primera. Uno de los soldados, evidentemente un rastreador, escudriña con ojos penetrantes la tierra. Señala el sitio por donde penetrara jones en el bosque y Lem y Smithers se acercan para mirarlo.

Smithers: (Después de arrojar una mirada, se aparta, disgustado.) Por ahí entró, no cabe duda. De mucho les servirá. ¡A estas horas, se halla a kilómetros de distancia y a salvo camino de la costa, maldito sea su pellejo! ¿No les dije acaso que perderían su rastro, si derrochaban la noche redoblando ese condenado tambor y consagrándose a esos estúpidos hechizos? ¡Qué cuadrilla, Dios me ayude!

Lem: (Con voz gutural.) Nosotros atraparlo. (Les hace un gesto a sus soldados, que se ubican en cuclillas formando un semicírculo.)

Smithers: (Con exasperación.) Pues bien. . . ¿No van a entrar en el bosque y a darle caza allí? ¿De qué sirve esperar?

Lem: (Imperturbable, poniéndose en cuclillas a su vez.) Nosotros atraparlo.

Smithers: (Apartándose de él, desdeñosamente.) ¡Bah! Jones vale más que todos ustedes juntos. Lo odio, pero reconozco que es así. (Se oye un ruido en el bosque. Los soldados se levantan de un salto, aprestando sus fusiles con aire alerta. Lem se queda sentado con aire imperturbable, pero escuchando atentamente. Hace una rápida señal con la mano. Sus secuaces se deslizan con rapidez hacia el interior del bosque, dispersándose en tal forma que cada uno entra por un sitio distinto.)

Smithers: No creerás que se trata de él... ¿verdad?

Lem: (Tranquilamente.) Nosotros atraparlo.

Smithers: ¡Malditos imbéciles! (Después de volver a pensarlo, con aire de duda.) Con todo, podría ser. Si se ha extraviado en ese hediondo bosque, lo más probable es que haya descrito un círculo sin saberlo.

Lem: (Con tono imperativo.) ¡Sssst! (Del bosque llega la detonación de varios fusiles y un segundo después se oyen salvajes alaridos de júbilo. El redoble del tam-tam cesa bruscamente. Lem mira al hombre blanco con una mueca de satisfacción.) Lo hemos atrapado. Está muerto.

Smithers: (Con un gruñido.) ¿Cómo sabes que es él y cómo sabes que está muerto?

Lem: Mis hombres tener para él balas de plata. La bala de plomo no matarlo. Él tener fuerte hechizo. Yo fundir dinero, hacer una bala de plata, hacer fuerte hechizo, también.

Smithers: (Asombrado.) De modo que fué eso lo que estuviste haciendo durante toda la noche... ¿eh? Tenías miedo de perseguirlo mientras no hubieras fundido balas de plata... ¿verdad?

Lem: (Como quien expone simplemente un hecho.) Sí. Él tener fuerte hechizo. Plomo inútil.

Smithers: (Dándose una palmada en el muslo y con una carcajada.) ¡Ja, ja! ¡Ustedes le ganan al propio diablo! (Recobrándose, desdeñosamente.) ¡Te apuesto a que no es él quien ha muerto, estúpido!

Lem: (Tranquilamente.) Ahí traerlo. (Los soldados salen del bosque, trayendo el cuerpo inerte de Jones. Está muerto. Se lo traen a Lem, que lo examina con gran satisfacción. Smithers se inclina por sobre su hombro, y dice, con tono atemorizado y reverente. )

Smithers: ¡Pues es verdad que te han despachado, Jones, hijo mío! ¡Estás muerto como un arenque! (Burlonamente.) ¿Dónde están ahora tus ínfulas y tu aire imponente, lozana Majestad? (Con una sonrisa.) ¡Balas de plata! ¡Sea como fuere, has muerto con todos los honores, qué diablos!

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