4/11/20

ANDRÉS OLMOS. EL JUICIO FINAL. SIGLO XVI

 



ANDRÉS OLMOS


EL JUICIO  FINAL


SIGLO XVI


CUADRO I

(Sonarán las flautas. Se abrirá el cielo. Bajará hacia acá san Miguel.)


San Miguel

¡Oh criaturas de Dios! Sabed, como ya sabéis, las órdenes divinas de Dios nuestro señor, de cómo se acabará, de cómo se perderá el mundo y las cosas creadas por Dios, nuestro amado padre. Se perderán, se terminarán todas las cosas que hizo, todo tipo de ave, todo tipo de animal y vosotros también. Desapareceréis ¡oh hombres de la tierra! En vuestros corazones ya sabéis que se levantarán los muertos y los rectos que sirvieron obedientemente al verdadero juez, Dios, serán llevados allí a su casa real a gozar de la gloria con sus santos.

     Pero los malvados, que no sirvieron a Dios nuestro señor en sus corazones, sufrirán los tormentos del infierno. ¡Llorad por esto! ¡Recordad esto! ¡Temedlo! ¡Espantaos! Pues vendrá sobre vosotros el día del Juicio espantoso, horroroso, terrible, tembloroso. Vivid vuestras vidas rectamente en cuanto al séptimo sacramento, porque ya viene el día del Juicio. ¡Ha llegado! ¡Ya está aquí!



CUADRO II

(Sonarán las flautas; subirá se retirará san Miguel. Saldrán hacia acá la Penitencia, el Tiempo, la Santa Iglesia, la Confesión  y la Muerte.)


Penitencia

Que ya no se hable del desatino de todos los habitantes del mundo, agobiados por toda clase de pecados. ¿Qué creerán? ¿Por qué obran así? No quieren abandonar las transgresiones  horrorosas de sus corazones, la dureza de su ceguedad. ¡Oh cuatrocientas veces desgraciados!

Morirán por sus pecados. Están sordos: ya no escuchan. Están ciegos: ya no ven. Se dirá que el pecado les ha destruido los ojos. Les ha sabido dulce, les ha olido a perfume. Se han adiestrado en el pecado como si se edificaran en una casa, como si se cubrieran en un manto. Ya no pueden tener vida; la han considerado agua, comida. ¡Y al señor Dios lo han olvidado! ¡Oh cuatrocientas veces desdichados! ¡Ya termina su vida en la tierra!


Tiempo

Yo soy el tiempo, el tiempo siempre es una manifestación divina que me dio, que me encargó Dios nuestro señor. Diariamente los cuido, los vigilo, los recupero. Ni un momento los abandono, ni de día ni de noche. Les estoy gritando en los oídos que recuerden al Criador, al Dios hacedor, al Soberano. Los exhorto a que giman, a que lo glorifiquen, a que le sirvan, a que cumplan con lo que desea Dios nuestro señor. Les suplico que vayan a su querida casa a que lo sirvan, a que le rueguen que les dé su amada gracia.

Pero ellos no sacan provecho de mi vida, de mis labores. Yo les digo: “Yo os quiero salvar; y no soy de culpar.” Ya se tendrán que defender en presencia de Dios cuando sean llamados uno por uno. Cuando sean interrogados ellos sabrán qué contestar.

Y yo voy a rendir cuentas ante Dios Padre, quien me dio todo poder. Y no encontrarán ninguna disculpa. ¡Pronto serán llamados!


Santa Iglesia

Yo soy la madre misericordiosa. Me puso aquí en la tierra mi amado doncel  Jesucristo para los hombres del mundo. Lloro por ellos todo el tiempo, ante todo cuando muere alguno. Vierto lágrimas por ellos; oro ante mi amada Madre Santa, fuente de alegría, para que se apiade, para que ilumine a sus criaturas, para que no desprecien el séptimo sacramento. Aquí los tengo guardados los sacramentos para el momento en que se necesiten para santificar a la humanidad. Les daré de comer, les daré de beber cuando tengan sed. Y ahora los espero, aunque estoy triste. Que vayan, que vivan rectamente, que oren. Se apiadarán de sí mismos. Y que lloren: ¡Que se arrepientan de sus pecados y defectos!




Confesión

¡Oh tú, madre de la verdadera fe! Todo lo que dices es verdad; pero no se acuerdan de eso, no lo desean. Sólo quieren estar pecando. ¿Acaso no estoy haciendo las cosas como las debería hacer? Los llamo continuamente; diario les pido que se confiesen, que se examinen, que se levanten al alba, que hagan penitencia, que se preparen para la muerte, o sea, que se casen por la Iglesia, que purifiquen sus corazones y sus almas, que ayunen, que se abstengan de comer. Y si no son perdonados, no podrán entrar a la casa preciosa de Dios nuestro señor, si no ayunan primero. Pues al que lo merezca me lo llevaré allá. Ya tienen la escalera para llegar al cielo. Así podrán entrar al cielo. Serán llamados a que uno por uno rindan cuenta de cómo vivieron en la tierra en presencia de Dios nuestro señor.


Muerte

Yo soy el alguacil, el elegido, el enviado del cielo. Se yergue todo mi poder en el cielo y aquí en la tierra. Resplandece plenamente en todas partes, en el cielo y en el universo. Saben en sus corazones los habitantes del mundo que mañana o pasado vendrá hacia acá el hijo amado de Dios a sentenciar a los vivos y a los muertos. A los justos los llevará a su casa señorial dentro del cielo y a los malos, a los que no lo sirvieron aquí en la tierra, los arrojará a las profundidades del Averno. Así, en sus corazones, los habitantes del mundo saben que llegará el día del Juicio espantosísimo cuando caiga sobre ellos. Mientras tanto, que vivan rectamente pues ya está, ya serán juzgados, y se les preguntará si buscaron a Dios nuestro señor.


Santa Iglesia

Es muy cierto lo que habéis explicado, lo que habéis expresado. Vosotros que servís como obreros de mi amado hijo único, de mi marido espiritual Jesucristo, os manifestáis para llamarlos, para que vayáis enfrente como redentores  del mundo. Los pecadores siguen viviendo en la maldad; se han rebajado, han enlodado los corazones y las almas.

Y ahora vamos. Llamémoslos para que pongan en orden sus cosas espirituales, con llanto, con lágrimas. Y yo soy el que los cuido para que se purifiquen, para que se bañen espiritualmente, para que queden limpios dentro del séptimo sacramento, el matrimonio, que les tengo guardado.


Tiempo

Me voy en este momento. Les voy a gritar. Los voy a casar. A toda hora les recuerdo sus obligaciones, para que no pierdan, para que no desperdicien el tiempo de vida que concedió Dios nuestro señor para que cuidara de ellos.

(Se va el Tiempo, solo.)


Santa Iglesia

Yo soy la única luz divina de la fe; por eso los ilumino. Enciendo una luz espiritual para que todos los cristianos vengan a que los purifique. ¡Están ebrios de tanto pecado! Pero si lloran, si gimen, si piden perdón a mi amado doncel Jesucristo, él les dará el reino celestial.

(Se va la Santa Iglesia, sola.)


Muerte

Son realmente dignos de lástima los hombres de la tierra. Están ciegos; se les olvida que serán sentenciados. En eso, en una vida frívola, pecando, han ensuciado sus almas. Lo que hablo, ellos lo entienden. Están ciegos los habitantes del mundo: ya no ven. Los pecados les han ennegrecido los corazones y las almas. No se arrepienten. ¡Que se purifiquen, que se bañen en la buena luz divina!

      Tal vez se acuerden, tal vez lloren cuando venga el día del Juicio, pues en verdad ya no habrá misericordia. ¡Mañana viene el día del Juicio, oh hombres del mundo, cuatrocientas veces desdichados! ¡Ya viene, ya está!

(Sonarán las trompetas. Se retirarán la Muerte y la Confesión.)


CUADRO III

(Aparecerá LUCÍA. Vendrá muy angustiada.)


LUCÍA

¡Oh Dios mío, señor mío Jesucristo! ¡Ya sucedió, oh desgraciada de mí! ¿Y ahora qué me pasa? Mi alma está acongojada como si hubiera entrado en una nube. ¿Ahora qué haré? Me iré a confesar. Tal vez así descanse mi alma. Iré a buscar un confesor, pues están afligidos mi rostro y mi corazón.



(Irá LUCÍA a llamar a una puerta. Aparecerá un Sacerdote.)



LUCÍA

Que Dios nuestro señor esté contigo, amado padre.

(Saldrá el Sacerdote. Hablará.)


Sacerdote

¡Que te guíe Dios nuestro señor hacia acá, querida hija!... ¿Qué quieres?


LUCÍA

Has de saber, amado padre, por qué he venido, con tal de que no te enojes, querido padre.


Sacerdote

¿Qué es lo que quieres, hija amada? Dime, pues Dios nuestro señor nos ha manifestado que hemos de escuchar las confesiones de nosotros, los habitantes del mundo.


LUCÍA

Querido padre: quiero confesarme ante Dios nuestro señor y ante ti, padre amado.


Sacerdote

Hijita: esto me da mucho gusto. Escucho lo que te aflige, lo que te acongoja, ¿son tus pecados? Vamos a la iglesia, a la casa de Dios nuestro señor.


(Luego se confesará LUCÍA y mientras se esté confesando se levantará el Sacerdote espantado.)


Sacerdote

¡Jesús, Jesús! ¿Qué dices, qué hiciste? ¿Acaso no eres cristiana? ¿Acaso no sabes que has cometido un pecado cuatrocientas veces mortal? Pero ya ha sucedido, ¡oh cuatrocientas veces desgraciada! Que salves, que purifiques tu alma. ¿Por qué no has aceptado las cosas divinas? Sólo has seguido al demonio quien te ha apartado del séptimo sacramento bendito, del matrimonio. ¡Ya sucedió, cuatrocientas veces desgraciada! Ahora, ya que no quisiste casarte en la tierra, en tu corazón sabes que ultimadamente te casarás en el infierno, pues mereces que te toquen los suplicios  infernales. ¿Qué cuenta le vas a dar ahora a tu Dios, a tu Señor? No te podrás ayudar a ti misma, pues ha llegado el Juicio de Dios. Ahora tendrás que espantarte cuando descienda el amado hijo de Dios, cuando venga a juzgar a vivos y muertos, cuando cada uno tenga que dar cuentas a su criador, Dios. Y tú también aparecerás ante el verdadero juez, el amado hijo de Dios, Jesucristo.

(Se irá el Sacerdote. Queda LUCÍA.)


LUCÍA

¡Aaaaaaay, aaaaaaay, Dios! ¡Ya aconteció! ¡Oh cuatrocientas veces desdichada soy en la tierra! ¿Qué es lo que he escuchado? ¿Qué cosa espantosa ha dicho este amado hijo de Dios el Sacerdote? Tal vez debería haber escuchado, creído en lo que me dijeron  mi padre, mi madre y todos mis parientes, que me aconsejaron a que cambiara mi vida, pero yo menospreciaba el bendito, el santo sacramento del matrimonio. ¡Ya pasó, ahora soy cuatrocientas veces infeliz!

Abominada sea mi soberbia con la cual nació mi presunción. Malditos sean el Tiempo y el Mundo, el cual ya se está acabando, el cual ya se está feneciendo. Ya está: me siento desgraciada, cuatrocientas veces, de la manera más terrible, pues soy una gran pecadora.


CUADRO IV     

(Sonarán las flautas. Aparecerán los vivos. Se sentarán en el suelo junto con LUCÍA. Aparecerá el Anticristo. Traerá puesto el manto de los condenados. Traerá puesta la túnica por afuera. Levantará un dedo de la mano izquierda. Tronará la pólvora. Entrará el Anticristo.)


Anticristo

¡Oh amados hijos míos! ¿No me reconocéis? Yo soy el que padeció por vosotros en la tierra, el que se afligió por vosotros. Ahora podréis estar seguros en vuestros corazones que terminaré con la tierra, que la destruiré. Debéis creer en mí, oh criaturas mías, pues perdonaré vuestros pecados, vuestros defectos. Creed en mí, mirad mi sangre, mi sagrada carne.


Vivo primero

Tú no eres el que esperamos, pues vendrá nuestro Dios, nuestro Señor. El padeció y murió en la cruz por nosotros. Allí le estiraron los brazos por nuestros cuatrocientos grandes pecados.


LUCÍA

Sí, ciertamente, tú eres el que  hemos estado esperando, oh Dios nuestro señor, oh Señor nuestro, para que perdones nuestros pecados.


Anticristo

Sí, yo soy el que os va a auxiliar. ¿No sabéis que tengo todo el poder del universo?



CUADRO V


(Se abrirá el cielo. Vendrá hacia acá Jesucristo. Vendrá enfrente san Miguel, trayendo las balanzas. Jesucristo cargará la cruz y se detendrá a la orilla del cielo. Huirá el Anticristo. Se  tronará  la  pólvora.)


Coro

Por nosotros Cristo fue

obediente hasta la muerte,

hasta la muerte en la cruz.

Y por eso Dios

lo exaltó y le dio

un nombre que sobrepasa

a todos los nombres.




Jesucristo

Ven, mi caudillo en la guerra, ven al cielo. En este momento voy a terminar, a destruir el tiempo. Se llama el Juicio Final el día del juicio, tal como lo dejé asentado en mis órdenes divinas. Voy a barrer, a limpiar el cielo y la tierra, ensuciados por los habitantes del mundo, tanto vivos como muertos, porque se portaban mal.

     ¡Despertad, oh vivos y muertos, buenos y malos! A los buenos daré en el paraíso una ración regia y florida, el jade celestial, la palmera celestial del río. Y los malos recibirán la casa de la muerte y las aflicciones del averno, ya que no han guardado mis órdenes divinas.

(Jesucristo bajará hacia acá. San Miguel se sentará.)


Jesucristo

Ya te di mis órdenes en cuanto a lo que has de hacer, ¡oh caudillo mío en la guerra!


San Miguel  

Me parece muy bien, querido maestro, que tengan vida los muertos, que despierten los vivos, que se junten los huesos y que se coloquen en su lugar el barro, el lodo para que tú les des vida en el espíritu y en el alma, para que puedan contestar, para que puedan hablar de lo que hicieron bueno y de lo que hicieron malo.


Jesucristo

Con mi poder resucitarán, se moverán, pues les daré la resurrección tal como yo me levanté al tercer día. Que así sea. Que se levanten mis criaturas.



CUADRO VI

(Sonarán las flautas. Se irá Jesucristo por otra puerta. Ya no volverá a subir al cielo. San Miguel sonará la trompeta después.)


Ángel primero

¡Resucitad, oh vivos, pues Dios lo ordena! ¡Encarnaos!

(De nuevo san Miguel sonará la trompeta, con lo cual llamará a los muertos.)


Ángel segundo

¡Surgid oh muertos y venid al juicio! ¡Resucitad, oh muertos, y salid de la tierra! Encarnaos, pues es la orden de Dios nuestro señor.

(Aquí saldrán los muertos incorporados. Volverá a sonar la trompeta san Miguel.)


San Miguel

Ahora ya habéis resucitado. Juntaos, pues ahora daréis cuenta al verdadero Juez. No estéis inquietos; considerad que es vuestro Dios, vuestro Creador.


(Sonarán las flautas. Se irá san Miguel.)


CUADRO VII

(Saldrá el Anticristo que viene a engañar a vivos y muertos. Mucho después aparecerá Cristo.)


Anticristo

He venido para que se cumplan mis sagradas órdenes.

(Se canta el  TE DEUM “PARA TI SEÑOR”)


Te alabamos, oh Señor, te reconocemos.

A ti, eterno padre, toda la tierra te adora.

Lo mismo hacen los ángeles, los cielos y todas las potestades.

Los querubines y serafines cantan sin cesar:

¡Santo, santo, santo, eres Señor y Dios de los ejércitos!

Rebosan los cielos y la tierra de la grandeza de tu gloria.

Te alaba el grandioso conjunto de los apóstoles y la muchedumbre de los profetas.

Te alaba el inmaculado ejército de los                                                          mártires.

Y la santa Iglesia te entona un himno de alabanza.

Himno que se eleva a ti, padre de inmensa majestad a tu venerado, verdadero y único hijo, y también al Espíritu Santo, el Consolador.

Tú eres, oh Cristo, el rey de la gloria, hijo eterno del Padre.

Por salvar al hombre no dudaste de encarnarte en el vientre de la Virgen.

Y destruido el terror de la muerte, abriste a los que creen en ti el reino los cielos.

Tú estás sentado a la derecha del Padre en su misma gloria.

Creemos que tú eres el juez que vendrá al final de los tiempos.

A ti, pues, rogamos que te acuerdes de tus siervos, pues los redimiste con tu sangre preciosa.

Haz que seamos contados con tus santos en la gloria eterna.

Salva a tu pueblo, Señor, y a nosotros, herencia tuya.

Gobiérnanos y hónranos contigo en la eternidad.

Todos los días vivimos bendiciéndote y alabando tu santo nombre por los siglos de los siglos.

Dígnate, Señor, en este día guardarnos del pecado.

Apiádate de nosotros, Señor, apiádate de nosotros.

Que tu misericordia se derrame sobre nosotros, Señor, como lo hemos esperado.

Pues en ti, oh Señor, he confiado.

Y espero no ser defraudado para siempre.

Amén.



CUADRO VIII

(Desaparecerá el Anticristo. Se tronará pólvora. Luego aparecerá Cristo. Vendrán el Ángel primero y el Ángel segundo, guiándolos san Miguel.)


Jesucristo

¡Ven acá, oh perla celestial, oh arcángel san Miguel! Llama a los vivos  y a los muertos para que se junten en mi presencia. Les tomaré cuenta de cómo vivieron en la tierra.


San Miguel

Así se hará, querido maestro. Los llamaré.

(San Miguel sonará la trompeta. Luego uno por uno irán a sentarse ante Cristo. Un Ángel pesará sus obras buenas y malas. Se arrodillará el muerto primero.)


Jesucristo

Ven, tú. ¿Cumpliste con mis mandamientos mientras vivías en la tierra?... Habla. Contéstame tal como hablabas en la tierra. Habla así ahora.



Muerto primero

Oh Dios mío, Señor mío: observé, guardé tus benditos mandamientos. Cumplí con tus órdenes. Interroga a mi ángel custodio, querido maestro.


Jesucristo

Me serviste bien. Gozarás y serás feliz en el cielo. Jamás terminará, jamás se acabará tu felicidad.

(Lo bendecirá. Lo colocará san Miguel a la derecha de Cristo.)


Jesucristo

Ven tú, oh vivo. ¿A quién honraste en la tierra, a quién amaste?


Vivo primero   

A ti, Dios mío, Señor mío.


Jesucristo

Si es cierto que soy tu Dios, tu Señor ¿guardaste mis divinos mandamientos? ¿Cumpliste con ellos?



Vivo primero   

Eso no lo hice, divino padre. Pero perdóname ya que soy un pecador.


Jesucristo

Ahora ya no existe el perdón. Vete.

(A empujones san Miguel lo llevará al otro lado. Luego se arrodillará el muerto segundo ante Dios.)


Jesucristo

Ven tú, que estabas muerto. ¿Qué hiciste cuando vivías en la tierra? ¿Trabajaste por mí? ¿Me serviste en la tierra? Contéstame.


Muerto segundo

De ninguna manera. Pero perdóname, Señor, Maestro, Dios.


Jesucristo

Ya no. En el juicio ya no hay perdón. Vete.


(San Miguel se llevará al muerto segundo a empujones y los demonios lo jalarán, lo tirarán al otro lado. Se arrodillará la segunda viva, que es LUCÍA.)


Jesucristo

Ven tú, viva. ¿Acaso cumpliste con mis diez mandamientos divinos? ¿Acaso amaste a tu prójimo y a tu padre y madre?


LUCÍA

Seguramente. Primero te amé a ti, Dios mío, Señor mío, y luego a mi padre y madre.


Jesucristo

Si es cierto que soy tu Dios y que me has amado primero, y luego a tu padre y a tu madre ¿guardaste mi mandamiento y el mandamiento de mi amada y gloriosa madre en cuanto al séptimo sacramento sagrado, el bendito matrimonio? ¿Viviste con castidad en la tierra? ¿La manifestaste?




LUCÍA

No, no te he servido, ni reconocí a tu amada madre. Pero perdóname, Dios mío, Señor mío.


Jesucristo

En la tierra tu corazón jamás se dirigía a nosotros. Sólo te la pasabas jugando. Vete. Que se cumpla. Tal vez recuerdes tu vida viciosa para que sufras trabajos. Así es que ya no espere nada tu corazón del Cielo. Te has vuelto desgraciada porque nunca quisiste casarte en la tierra. Te has ganado la casa infernal que será tu tormento. Vete a ver a los que serviste, pues yo no te conozco.


(Será llevada a empujones a los demonios.)


Jesucristo

Ven tú, que viviste en la tierra. ¿Qué movía tu corazón? ¿Mis palabras divinas? ¿Me invocabas dormido y despierto?





Muerto tercero      

Jamás te olvide, ni cuando comía ni cuando bebía, ni cuando estaba despierto ni cuando dormía, amado maestro.


Jesucristo

Me serviste bien, criatura mía. Y yo también siempre me acordé de ti. Por eso te tuve guardado tu collar florido.

(Lo llevará san Miguel a colocarlo entre los justos.)


Jesucristo

¡Venid, oh moradores del averno! Llevad a vuestros siervos a las profundidades del infierno. Y a esta mujer desgraciada, metedla en un temascal  de fuego; atormentadla allí.


Demonio segundo

Señor, nos has hecho un favor. En nuestros corazones te esperábamos... Hemos sido merecedores, hemos sido favorecidos por tu corazón amado. Hemos logrado quedarnos con tus criaturas.

(Este demonio ahora se dirige a otro.)


      Trae la cuerda de metal ardiente y la vara de metal ardiente para que los azotemos. Y dile a nuestro señor Lucifer que ya le llevamos a sus siervos. Que mande inmediatamente las espinas metálicas ardientes al lugar adonde llevaremos a sus siervos.

(Se va Satanás a traer las espinas de metal ardiente.)


Satanás

Aquí traigo todo lo necesario para atarlos, no sea que huyan de nuestras manos. Ahora tendremos nuestra comida en las profundidades infernales. Hemos hecho todo lo posible para que cayeran en nuestras manos.


(Todos los condenados.)

 ¡Auxilio!


Jesucristo

Ya no esperéis nada. En vuestros corazones podéis estar seguros que quedaréis en el abismo infernal.



(Nuevamente hablan todos.)

Condenados

Oh señor Dios nuestro, ¡sácanos a nosotros los pecadores!


(Luego se les expulsará. Tronará la pólvora. Gritarán. A los justos se les entregarán coronas floridas de palma. Subirá Cristo hacia el cielo. A la mitad de la escalera hablará.)


 Jesucristo

Subid hacia acá. Siervos míos. Recibid lo que tengo guardado: la felicidad que nunca termina, que nunca se acaba.



CUADRO IX       

(Sonarán las flautas. Subirán los ángeles, Jesucristo y los justos. Luego sacarán a LUCÍA hacia acá. Sus aretes serán mariposas de fuego, su collar una serpiente. La atacarán de la cintura. Vendrá gritando y le contestarán los demonios.)


Demonio primero

Muévete, maldita. ¿Acaso no recuerdas lo que hiciste en la tierra? Ahora lo vas a pagar allá en el abismo del infierno.


LUCÍA

¡Ya me sucedió, oh cuatrocientas veces desgraciada! ¡Soy una pecadora que merece la morada infernal!


Satanás

¿Con que ahora gritas, desdichada? Ahora te haremos gozar en lo hondo del averno. Allí, en nuestra casa señorial, te casaremos, ya que nunca quisiste casarte en la tierra. ¡Ándale! Muévete, pues te espera nuestro señor Lucifer.


LUCÍA

¡Aaaaaaay, aaaaaay, ya sucedió! ¡Oh infeliz de mí, oh pecadora! Mis merecimientos resultaron en tormentos infernales. Ojalá no hubiera nacido en la tierra. ¡Aaaaaaay, aaaaaay, malditos sean el tiempo y la tierra en que nací! ¡Maldita sea la madre que me parió! ¡Aaaaaaay, malditos sean los pechos que me criaron! ¡Maldito sea todo lo que comía y bebía en la tierra! ¡Aaaaaaay, maldita sea la tierra que pisé y la ropa que vestí!

      Todo se ha vuelto fuego. ¡Aaaaaaay, me quema mucho! Mariposas de lumbre me envuelven las orejas y señalan las cosas con que me embellecía, mis joyas. Y aquí, alrededor del cuello, traigo una serpiente de fuego que me recuerda el collar que traía puesto. ¡Me ciñe una espantosa víbora de lumbre, corazón del Mictlán , la morada infernal! Con  ella me acuerdo de mis placeres en la tierra. ¡Aaaaaaay, cómo no me casé! ¡Aaaaaaay de mí, desdichada, ya sucedió!


Demonio primero

Ahora serás encerrada, ahora la pagarás. Ha caído sobre ti la cosa de la cual te amonestaba  tu familia en la tierra.


(La azotarán.)





Satanás

¡Anda, infeliz! ¿Con que ahora te acuerdas de que deberías haberte casado? ¿Cómo no te acordaste de eso cuando vivías en la tierra? Ahora pagarás por toda tu maldad. ¡Anda, muévete!

(La azotarán. Se la llevarán. Tronará la pólvora. Tocarán sus trompetas los demonios. Se entiende que se cerrarán el cielo, la tierra y el infierno. Ya no se escucharán los gritos de LUCÍA ni las voces de los demonios.)


CUADRO X

(Aparecerá un Sacerdote ante el público.)

Sacerdote

¡Oh amados hijos míos, oh cristianos, oh criaturas de Dios! Y habéis visto esta cosa terrible, espantosa. Y todo es verdad, pues está escrito en los libros sagrados. ¡Sabed, despertad, mirad en vuestro propio espejo! Para que lo que sucedió en la comedia no os vaya a pasar. Esta lección, este ejemplo, nos lo da Dios.

      Mañana o pasado vendrá el día del juicio. Oren a nuestro señor Jesucristo y a la Virgen santa María para que le pida a su amado hijo Jesucristo que después del juicio merezcáis, recibáis la felicidad del cielo, la gloria. ¡Así sea!


Coro

Dios te salve santa María, llena eres de gracia, el Señor es contigo. Bendita eres entre todas y sobre todas las mujeres, y también es muy bendito el fruto de tu vientre Jesucristo.

      ¡Oh santa María! Ruega por nosotros. Así sea.


*


12/9/20

El juego de la enramada, Adam de la Halle








EL JUEGO DE LA ENRAMADA




Escena Primera


(Adam, Riquier Aurí, Hane el mercero y Gillot el pequeño)


ADAM.     (Llevando la capa de los estudiantes de París). Señores, ¿sabéis por qué he  cambiado de traje? Porque aunque soy casado, vuelvo a la clerecía para realizar lo que vengo soñando desde hace mucho tiempo. Así es que voy a despedirme de todos vosotros. Nadie podrá decir que sólo me he jactado de poder realizarlo. Siempre puede uno salir de su encantamiento. Después de la enfermedad se recupera la salud. Por otra parte, no he perdido mi tiempo; he amado lealmente… En fin, me voy a París.


RIQUIER.    ¿Qué harás allí, desventurado? Nunca ha salido de Arras un buen clérigo   y tú tienes la pretensión de ser el primero. ¡Es una gran ilusión!


ADAM.     ¿Riquier Amion no es un buen clérigo y no tiene habilidad para llevar un libro?


HANE.     Sí. “A dos centavos la libra”. No creo que sepa otra cosa. Pero ni quien se atreva con vos ya que nadie os gana en viveza.


RIQUIER.     ¿Creéis, mi dulce y buen amigo, que Adam conseguirá su propósito?


ADAM.     Todo el mundo se burla de mí. Pero como la necesidad me empuja y debo decidirme yo solo, la estancia en Arras y sus placeres no pesan tanto sobre mí para que les sacrifique la ciencia. Ya que Dios me dio talento, todavía es tiempo de emplearlo bien. He desperdiciado bastante mi riqueza aquí.


GILLOT.     ¿Y qué será de Dama María, mi comadre?



ADAM.     Señor mío, vivirá aquí con mi padre.


GILLOT.         Maestro, no podéis iros así. Cuando la Santa Iglesia une una pareja, es para siempre. Debéis reflexionar antes de decidiros.


ADAM.     A fe mía que habláis sin saber. Es fácil decir: “sigue la línea trazada”. ¿Quién hubiera sabido librarse del matrimonio al principio? El amor me sorprendió en el momento en que uno se hiere dos veces si se defiende de él; me aprisionó cuando la sangre empieza a hervir, en la verde estación y en lo sabroso de la juventud, cuando la cosa tiene el mejor gusto, cuando no se busca la conveniencia sino el placer. El verano brillaba hermoso, dulce, verde, claro, deleitable con los cantos de los pajarillos; en un espeso bosque, cerca de una fuente que corría sobre una arena centelleante, apareció la que hoy es mi mujer, (a quien ahora veo pálida y marchita) y entonces la vi tan blanca, rosada, risueña, amorosa y esbelta, como ahora la veo gorda, mal hecha, triste y gruñona.


RIQUIER.     ¡Qué Maravilla! Verdaderamente eres bien variable si olvidas tan pronto aquellas cualidades encantadoras. Sé muy bien por qué estás harto.


ADAM.    ¿Por qué?


RIQUIER.     Porque tu mujer ha sido demasiado pródiga de sus bienes.


ADAM.     No es esto, amigo Rikeche. El amor hace brillar en la mujer todas sus gracias, haciéndola aparecer más bella, tanto que nos hace ver una truhana como si fuere una reina. Los cabellos parecen de oro brillante, ondulados, tornasolados, abundantes, mientras son negros, lisos, escasos. Ahora todo me parece cambiado. Tenía la frente bien proporcionada, blanca, lisa, alta, descubierta; la veo arrugada y estrecha. Sus cejas me parecían arqueadas, finas, trazadas con un fino pincel para embellecer la mirada; las veo borrosas y como si quisieran volar en el aire. Sus ojos negros, me parecían brillantes y vivos, grandes bajo los párpados rematados por dos finas vallas gemelas que se abrían y cerraban a voluntad con miradas francas y amorosas; entre los dos ojos, descendía la arista de la nariz bella y recta, medida con justa proporción que le daba forma, figura y estremecimientos de alegría. Bajo la redecilla, aparecían dos blancas mejillas un poco teñidas de rojo, en las que la risa ponía dos hoyitos. ¡Dios no había formado otro rostro parecido! Después, la boca fina en los extremos y gordezuela en el centro, fresca y roja como una rosa; los dientes blancos, bien formados, apretados; la barbilla con su hoyito y el cuello blanco, sin pliegue hasta los hombros; la nuca descubierta, blanca y llenita, con un ligero repliegue hacia un lado; de los hombros rectos nacían los largos brazos, llenos o delgados donde se convenía. Y todo esto no era nada si se miraban sus blancas manos, sus largos dedos de articulaciones finas y adelgazadas puntas, con sus uñas rosadas, limpias y lisas. Comprendió bien pronto que la quería más que a mí mismo, lo que hizo que me tratara con un orgullo terrible, y cuanto más orgullosa se mostraba, más hacía crecer en mí el amor y el deseo. Los celos, la locura, la desesperación, se mezclaron con el amor que iba creciendo, me inflamaba y poníame fuera de mí. No conocí el reposo hasta que fui su dueño y señor. Buenas gentes, es así como caí prisionero del Amor que me tomó por sorpresa y a traición, ya que no eran verdad todas las perfecciones que él ponía ante mis ojos.


RIQUIER.    Maestro, si vos me dejarais a vuestra mujer, la encontraría bien a mi gusto.


ADAM.     Lo creo. Pero ruego a Dios no me dé tal desgracia; no necesito un aumento de preocupaciones; al contrario, quisiera ganar el tiempo perdido y, para cultivarme, correr a París.




Escena Segunda


(Los mismos, Maestro Enrique, padre de Adam, después un médico, después Dama Dulce y Rainelet)


ENRIQUE.     ¡Ah mi buen y dulce hijo! Te compadezco por haber perdido tanto tiempo por una mujer. Ahora sé juicioso y vete.


GILLOT.     Dadle pues dinero; para vivir en París, lo necesitará.


ENRIQUE.     ¡Lástima, buen hombre! ¿De dónde lo sacaré? No tengo más que veintinueve libras.


HANE.     ¿Estáis borracho?


ENRIQUE.     No, no he bebido una sola gota de vino hoy. Lo he empeñado todo. ¡Mal haya quien me lo aconsejó!


ADAM.     ¿Qué, qué, qué? ¡Con eso sí que podré ser estudiante!


ENRIQUE.     ¡Hijo mío! Tú eres fuerte y listo y saldrás adelante por ti mismo. En cambio yo soy un viejo, siempre con tos, enfermo, reumático y decaído.


EL MÉDICO. Sé muy bien lo que os pone enfermo. Por la fe que os debo, Maestro    Enrique, sé bien vuestra enfermedad. Es un mal que se llama avaricia. Si queréis que os cure, habladme luego. Soy un médico con buena clientela; tengo muchos enfermos de este mal; en esta villa en particular tengo más de dos mil para los cuales no es posible ni la curación ni el alivio. Halois ya murió de lo mismo. Tienen la misma enfermedad, Roberto Cosel, Faverel el cojo y todos sus hijos.


GILLOT.    Por vida mía, no estaría mal que todos estuvieran muertos y enterrados.


EL MÉDICO. Tengo también a los Ermenfrois de París y Ermenfrois Crespin a los que esta enfermedad terrible conduce a la muerte con todos sus hijos y familia. Otro es Halvis, caso por cierto algo odioso, ya que es verdugo de sí mismo. Si muere será por su culpa porque compra pescado podrido para comer. Lo raro es que no reviente.


ENRIQUE.     Maestro, ¿qué será esta hinchazón que tengo aquí?


EL MÉDICO. ¿Tenéis un orinal?


ENRIQUE.     Sí, Maestro. Aquí hay uno.


EL MÉDICO. ¿Habéis orinado en ayunas?


ENRIQUE.     Sí.


EL MÉDICO.    Veamos. ¡Qué Dios nos ayude!

Tenéis el mal de San Lienart, amigo. No necesito ver más.


ENRIQUE.     ¿Tengo que meterme en la cama? 


EL MÉDICO. No. Tengo tres enfermos de la misma enfermedad.


ENRIQUE.     ¿Quiénes son?


EL MÉDICO. Juan de Auteville, Guillermo Wagon y el tercero, Adam L’Austier. Están enfermos por llenarse demasiado la panza y por lo mismo tenéis vos el vientre hinchado. (Llega Dama Dulce que pide también una consulta al médico, lo que da ocasión a una crítica de las mujeres).



GILLOT.     A fe mía que para las mujeres es necesario hacerse temer. Creo sensatas a las damas de la Waranche que se hacen temer y respetar.


HANE.     La mujer de Mahieu L’Austier, que se casó en Ernoul de la Porte se conduce de tal manera que la temen y la respetan. Usa sus dedos y uñas contra el magistrado de Vermandois. Pero tengo por sabio a su marido, ya que se calla.


RIQUIER.     Hay en la vecindad algunas jovencitas, Margot de las Manzanitas y Aélis la del Dragón que, una se pelea con su marido sin dejarle reposo, y la otra habla como cuatro.


GILLOT.    ¡Ah! ¡por Dios traed una estola! Ha nombrado los diablos.


HANE.     Maestro, no os alarméis si tengo que nombrar a vuestra mujer.


ADAM.     Yo me río, pero que ella no se entere. Conozco algunas bien peleonas. La mujer de Enrique de Arjans que saca las uñas y se eriza como un gato, y la mujer del Maestro Tomás de Darnestal, la que vive allá, por los alrededores de la villa.


HANE.    Bueno; aquellas tienen cien diablos en el cuerpo, tan cierto como que yo soy hijo de mi padre.


ADAM.     Más o menos como Dama Eva, vuestra madre.


HANE.     Vuestra mujer, Adam, no se queda atrás.




Escena tercera


(Los mismos, el Fraile, después Walet, después El Loco y su Padre)


EL FRAILE.     Señores, el señor Sanacario ha venido a visitaros. Acercaos todos a rezarle y que cada uno le dé su ofrenda pues no hay Santo de aquí hasta Irlanda que haga tan grandes milagros; él saca los diablos del cuerpo por el santo misterio de Dios, y sana de la locura a los tontos y tontas. He visto a menudo llegar al monasterio de Haspres a verdaderos idiotas, que, al irse, estaban sanos, ya que la reliquia tiene un gran poder, y con una monedita podéis quedar bien con el santo.


ENRIQUE.     ¡A fe mía! Yo aconsejo llevar a Haspres a Walet antes de que sea tarde.


RIQUIER.    ¡Oh, Walet! De verás tú el primero, pues creo que no hay nadie más loco que tú.


WALET.     ¡San Acario! Dadme la felicidad de la locura puesto que, como veis, soy loco declarado. Me siento feliz de veros y os traigo, “hermoso sobrino”, un queso bien grande y jugoso; creo que os lo comeréis entero. No sé como obsequiaros de otra forma.


ENRIQUE.     Walet, por la fe que debo a San Acario ¿qué habrías dado para ser tan buen ministril como tu padre?


WALET.     “Hermoso sobrino”, para ser tan buen gaitero como él fue, consentiría ser colgado o que me cortaran la cabeza.


EL FRAILE.     A fe que esto es una simpleza. Tienes razón de recurrir a San Acario. Walet, besa el relicario, de prisa, pues ya está llegando la multitud.


WALET.     ¡Besadlo también, “hermoso sobrino”, Walaincourt!


EL FRAILE.     ¡Oh Walet!, “hermoso sobrino”, ve a sentarte.


DAMA DULCE.     ¡Por Dios, Señor, atendedme! Collart de Bailleul y Henvin os mandan dos monedas porque tienen mucha confianza en el poder del Santo.


EL FRAILE.     Los conozco muy bien, desde la infancia, cuando cazaban mariposas. Depositad las monedas aquí y traedlos mañana.


WALET.     Esto, por Gautier a La Main. Rogad por él; está enfermo de un mal que le atacó el cerebro.


HANE.     Vamos a mugir como bueyes; dicen que esto lo pone furioso. (Dice estas palabras refiriéndose al loco que en este momento llega).


LA MULTITUD.     ¡Mu-u-u!


EL FRAILE.     ¿Nadie da más?¿Habéis olvidado al Santo?


ENRIQUE.     Aquí traigo una medida de trigo por Juan le Keu, nuestro sargento. Lo encomiendo a San Acario; es su devoto desde hace tiempo.


EL FRAILE.     Hermano, habéis hecho una buena recomendación. ¿Dónde está que no viene él personalmente?


ENRIQUE.     Señor, lo tiene postrado el mal, tanto que le han obligado a guardar cama. Mañana vendrá a pie, si Dios quiere y está mejor.


EL PADRE DEL LOCO. Vamos, levántate, hijo mío, y ven a rezar al Santo.


EL LOCO.     ¿Qué es esto?¿Quieres matarme?¡Hereje canalla!, ¿crees a ese hipócrita? Déjame. ¡Yo soy el rey!


EL PADRE.     Por favor, hijito, quédate quieto, o te pegarán.


EL LOCO.     No quiero…soy un sapo y sólo como ranas. ¡Oídme! Imito las trompetas. ¿Está bien?¿Continúo?


EL PADRE.     ¡Ah querido y dulce hijo! Quédate aquí, y ponte de rodillas. Si no, /Roberto Sommeillon que es de nuevo príncipe “du pui” te pegará.


EL LOCO.     Se han lucido eligiéndolo. Puedo ser mejor príncipe que él. A su asamblea, Maestro Gautier As Paus y su mejor pareja, Tomás de Clari, deben componer una canción. Les oí, el otro día, jactarse de ello. Maestro Gautier está ya tocando el cuerno y dice que va a ser coronado . 


ENRIQUE.    Así que esto será un juego de dados; no buscan más que divertirse.


EL LOCO.     ¡Oíd como nuestra vaca muge! (Salta sobre la espalda del padre).


EL PADRE.     ¡Ah, tonto apestoso! quítame las manos de encima o te pego.


EL LOCO.     ¿Quién es aquel clérigo con capa?


EL PADRE.     Hijo mío, es un estudiante parisino.


EL LOCO.     Más bien parece un piojo hervido. ¡Guau!


EL PADRE.     ¿Qué es eso? ¡Cállate! Siquiera por respeto a las damas .


EL LOCO.     Si se acordara de los bígamos sería menos orgulloso.


RIQUIER.     ¡Eh!, maestro Adam, esta vez os toca a vos.


ADAM.     ¡Dejadle! que ataque o que alabe, ¿qué importa? ¿sabe alguna vez lo que hace? No me importa lo que dice. No soy bígamo y hay gentes más importantes que yo, que sí lo son.


ENRIQUE.     Ciertamente. Y todos y cada uno maldijeron del papa cuando cesó a tantos buenos clérigos. Esto no acabará aquí, pues algunos, de los más elevados, se han jactado de que pueden demostrar con claridad y por razones sólidas, que ningún clérigo puede ser castigado porque sea casado. Roma ha reducido a servidumbre y ha humillado a una tercera parte de los clérigos.


GILLOT.     Plumus, se ha cansado de decir que el recobrará lo que le han quitado, pagándolo con un pesón de estopa. En cuanto al papa, que cometió esta falta, es bueno que haya muerto; no habría sido bastante fuerte para no ser derribado por Plumus.


HANE.     Plumus es juicioso, a veces. Pero Mados y Gilles de Sains no se jactan menos que él. Maestro Gilles será el abogado y presentará los argumentos para recobrar sus privilegios y dice que él pondrá su ciencia si Juan Crepit pone el dinero. Juan le prometió sus escudos pues se sentiría muy desgraciado si tuviera que someterse.


ENRIQUE.     Tengo unos vecinos que son muy buenos notarios y se comprometen a dirigir de balde todo el proceso ya que la medida les parece indigna. Claro que los dos son bígamos.


GILLOT.     ¿Quiénes son? 


ENRIQUE.     Colart Fousedame y Gilles de Bouvignies. Ellos pleitearán en nombre de todos.


GILLOT.    Bueno, Maestro Enrique, vos también habéis tenido más de una mujer y si queréis que os atiendan tendréis que dar vuestro dinero.


ENRIQUE.     Gillot, ¿os burláis de mí? Por Dios, no tengo dinero; no voy a vivir mucho y no voy a pleitear. Que se dirijan a María Le Jaie; ella se siente aludida en el proceso.


GILLOT.     Sí; verdaderamente sabéis manejaros.


ENRIQUE.     No, yo he estado mucho tiempo al servicio de los magistrados municipales y no quiero estar en contra de ellos; preferiría perder cien sueldos a perder su buena amistad.


GILLOT.     Siempre estáis con el más fuerte. Ponéis buen cuidado en ello, Maestro Enrique. A fe mía que sois hábil.


EL LOCO.     ¡Ah! Aquel ha dicho que me cierren la boca. Voy a matarlo.


EL PADRE.     ¡Ah dulce hijito! Estate tranquilo. Habla de los bígamos.


EL LOCO.     Yo hablaré con el papa. Traédmelo aquí.



EL FRAILE.     Amigo mío, da gusto oír a este loco. Dice maravillas. ¿Tiene tantas salidas de tono cuando está solo?


EL PADRE.     Señor, está siempre lo mismo. Siempre delira, o canta, o grita; no sabe nunca lo que hace y menos lo que dice.


EL FRAILE.     ¿Cuánto hace que está enfermo?


EL PADRE.     A fe mía, Señor, creo que hace dos años.


EL FRAILE.     Y ¿de dónde sois?


EL PADRE.     De Duisans. He tenido muchas dificultades teniéndolo conmigo. Ved como mueve la cabeza; nunca está en reposo. Me ha roto más de cien jarros. Soy alfarero en Duisans.


EL LOCO.     He oído a Hesselin cantar la gesta de Anseis y de Marsila. ¿Verdad? Testigo, este golpe. (Pega su padre). ¿He gastado bien mis treinta sueldos? Me pega tanto este gran bellaco que me he convertido en una bolita.


EL PADRE.     No sabe lo que hace. Se comprende cuando me pega. 


EL FRAILE.   Buen hombre, por el alma de vuestra madre lleváoslo a vuestra casa. Pero antes rezad una plegaria y ofreced algún dinero si lo tenéis. Mañana traedlo de nuevo cuando haya dormido un poco.


EL LOCO.     ¿Este fraile te dice que me pegues?



EL PADRE.     No, querido hijo, vámonos. Hoy no tengo más dinero. Buen hijo, vamos a dormir un poco y despidámonos de todos.


EL LOCO.    ¡Guau! (Salen el loco y su padre).



Escena Cuarta


(Los mismos menos El Loco y su Padre. Después Croquesot y las hadas, Morgue, Magloire y Arsile)


RIQUIER. ¿Qué es esto? ¿Perderemos el día en tonterías? ¿No tendremos aquí más que locos y locas? Señor Fraile, ¿queréis poner vuestro relicario en lugar seguro? Yo sé que si no estuvierais vos aquí, este lugar sería, desde hace mucho, una maravilla de ensueño y fantasía. El hada Morgue y su cortejo estarían sentadas a esta mesa, pues según una costumbre inmutable las hadas vienen esta noche.


EL FRAILE.     Amable y buen señor, no os inquietéis. Ya que es así me voy. De todos modos ya no voy a recibir más ofrendas. Pero, mejor permitidme estar aquí para ver estas grandes maravillas. Claro, yo no voy a creer en ellas, pero veré lo que ocurre.


RIQUIER.     Entonces quedaos quieto y en silencio. No creo que tarden en llegar porque es más o menos la hora; ya deben estar en camino.


GILLOT.     Me parece que oigo la comitiva de Hellequin que siempre precede al cortejo haciendo sonar multitud de campanillas.


DAMA.     Las hadas ¿vienen después?



GILLOT.     ¡Qué Dios me ayude! Así lo creo.


RAINELET.     (A Adam). Protegedme, Señor, yo quisiera estar en casa.


ADAM.    ¡No! ¡Cállate, hombre! Si las hadas son damas muy bien vestidas.


RAINELET.    ¡Oh, Señor!, ya llegan, ¡me voy!


ADAM.     ¡Siéntate, bellaco!


CROQUESOT. ¿Me sienta bien el sombrero? ¿Qué es esto? ¿No hay nadie aquí? ¿He faltado a la cita porque he llegado tarde o es que no han venido? Dime, vieja pintada, ¿has visto al hada Morgue con su cortejo?


DAMA.     No, por cierto. ¿Deben venir aquí?


CROQUESOT. Sí, y comer a placer según tengo entendido. Es preciso que las espere.


RIQUIER.     ¿Quién eres tú, hombrecito barbudo? 


CROQUESOT. ¿Quién? ¿yo?


RIQUIER.    ¡Claro!


CROQUESOT. El rey Hellequin me envió de mensajero al hada Morgue, la sapiente, a la que mi señor ama. La esperaré aquí que es el lugar que me ha sido indicado.


RIQUIER.     Sentaos, entonces, señor correo.


CROQUESOT. Con mucho gusto. ¡Ya están aquí!


RIQUIER.     Son ellas. Por Dios, ni una palabra más. (Todos se esconden).


H. MORGUE. Bienvenido. Croquesot. ¿Cómo está Hellequin, tu señor?


CROQUESOT. Señora, es vuestro amigo siempre fiel. Os manda sus saludos.


H. MORGUE. ¡Dios os bendiga a los dos!


CROQUESOT. Me encargó un importante asunto que quiere os transmita de su parte. Lo cumpliré cuando gustéis.


H. MORGUE. Croquesot, siéntate allí un instante. Yo te llamaré en seguida. Magloire pasa delante, tú, Arsile, detrás de ella y yo me sentaré al final, a vuestro lado.


H. MAGLOIRE. Me siento en el último lugar, donde no han puesto ni cuchillo.


H. MORGUE. Pues yo tengo uno muy hermoso.


H. ARSILE.     Y yo también.


H. MAGLOIRE. ¿Y por qué no tengo yo? ¿Soy acaso la última? ¡Dios me asista! Me aprecia poco el que decidió que sólo yo no tuviera cuchillo.


H. MORGUE. Hada Magloire, no os preocupéis tanto; nosotras tenemos dos.


H. MAGLOIRE. Mi pena es mayor porque vosotras tenéis y yo no.


H. ARSILE.     Tranquilizaos, señora; creo que no lo han hecho queriendo.


H. MORGUE. Bella y dulce compañera, mirad cuán limpio, claro y bello es todo.


H. ARSILE.    Justo será hacer un hermoso regalo al que se ocupó en prepararnos este lugar.


H. MORGUE. Sea, pero no sabemos quién es.


CROQUESOT. Señora, antes que todo estuviera listo, mientras acababan de preparar la mesa, llegué yo aquí; dos clérigos hacían todo y he oído que los llamaban Riquier Aurí, a uno, y al otro, Adam, hijo del Maestro Enrique; este último llevaba capa.


H. ARSILE.     Es justo que cada una de nosotras les otorgue un don. Señora, ¿qué daréis vos a Riquier? Empezad.


H. MORGUE. Le haré un gran regalo. Quiero que tenga dinero en abundancia. En cuanto al otro, quiero que no se encuentre un enamorado con más éxito en ningún país.


H. ARSILE.     Quiero que todos quieran ser sus amigos y que haga hermosas canciones.


H. MORGUE. Todavía un don más al otro.


H. ARSILE.     Quiero que su comercio prospere y se multiplique.


H. MORGUE. (A Magloire) No vais a ser tan rencorosa que no otorguéis ningún bien.


H. MAGLOIRE. Ellos no recibirán nada de mí. Pueden quedarse sin un don de mi parte ya que yo me quedé sin un cuchillo. ¡Mal haya quién les dé algo!


H. MORGUE. ¡Oh Señora! Esto no puede ser.


H. MAGLOIRE. Dulce compañera, si os place por hoy, me lo vais a dispensar.


H. MORGUE. Es preciso que hagáis como nosotras si nos amáis un poco.


H. MAGLOIRE. Quiero que Riquier sea calvo, que encima de su frente no tenga ni un cabello; el otro, que se jacta de ir a París, quiero que se embrutezca con las gentes de Arras y que en los brazos de su mujer que es amorosa y tierna, se olvide y odie el estudio y aplace su partida.


H. ARSILE.     ¡Qué pena! Señora, ¿qué habéis dicho? ¡Por Dios, revocad vuestra sentencia!


H. MAGLOIRE. Por el alma en la que reside la vida de mi cuerpo, será como he dicho.


H. MORGUE. Ciertamente, Señora, esto me apena; me arrepiento de haberos invitado hoy, pero nada puedo hacer. Yo pensaba que les concederíais un buen presente.


H. MAGLOIRE. No, pagarán caro el cuchillo que olvidaron poner en la mesa.


H. MORGUE. ¡Croquesot!


CROQUESOT. ¡Señora! 


H. MORGUE. ¡Si tienes alguna carta o encargo de tu señor, acércate!


CROQUESOT. Dios os premie al llamarme ahora, pues tengo mucha prisa. Tomad.


H. MORGUE. (Leyendo). A fe, que pierde su tiempo. Me requiere de amores, pero ya tengo el corazón en otra parte. Dile que emplea mal sus afanes.


CROQUESOT. ¡Pobre de mí! Señora, no me atreveré a transmitir vuestras palabras. Mi señor me arrojaría al mar. Y tengo que deciros a vos que no podéis amar a otro que os tenga más devoción.


H. MORGUE. Sí puedo.


CROQUESOT. ¿A quién, Señora?


H. MORGUE. A un doncel de esta villa que es más valiente que cien mil de estas gentes por las que nos atormentamos.


CROQUESOT. ¿Quién es?


H. MORGUE. Roberto Sommeillon, que es diestro en la equitación y en las armas. El combate por mí en todas partes, en los torneos de la mesa redonda. No hay nadie tan valeroso en el mundo entero. Se vio claramente en Montedidier, si era el peor o el mejor en las justas. Todavía se resienten del esfuerzo su pecho, sus espaldas y sus brazos.


CROQUESOT. ¿No es el que llevaba un traje verde con rayas rojas?


H. MORGUE.    El mismo.


CROQUESOT. Lo sabía. Mi señor está celoso desde el día que tomó parte en la justa celebrada en esta villa. Se jactaba de vos. En cuanto empezó la carrera mi señor se ocultó en la polvareda y dio un golpe a la pata de su caballo que hizo caer al joven antes de que alcanzara a su adversario.


H. MORGUE. A fe que la gente se burló de él; pero a pesar de todo me parece fuerte y valeroso, poco hablador y discreto. Me gusta, y pienso que he de amarle sin remedio.


H. ARSILE.     Vuestro corazón tiene aspiraciones muy elevadas y no podéis amar a un hombre tal. Verdaderamente no se puede encontrar a nadie más falso y mentiroso. Además, desde que llega a un lugar, quiere ponerse en el sitio más elevado.


H. MORGUE. ¿De veras?


H. ARSILE.    ¡Seguro!


H. MORGUE. ¡Dios me asista! Me desprecio por haber pensado en este joven y por haber olvidado al más grande de los príncipes del reino de las hadas.


H. ARSILE.     Hacéis bien en arrepentiros.


H. MORGUE. ¡Croquesot!


CROQUESOT. ¡Señora!


H. MORGUE. Lleva mi amistad y mi simpatía a tu señor.


CROQUESOT. Os doy las gracias en nombre del rey Hellequin. ¿Qué es lo que veo, señora, por esta calle? ¿Qué personajes son los que llegan?


H. MORGUE. No son personajes. Son bellas moralidades. La que tiene la rueda es nuestra sierva común; es muda, sorda y ciega de nacimiento.


CROQUESOT. ¿Cómo se llama?


H. MORGUE. La diosa Fortuna. Todos los seres dependen de ella. Tiene el mundo en la mano. Hace que un hombre sea hoy pobre y mañana rico, e ignora a quién favoreció. Nadie debe confiar en ella por elevado que se encuentre, puesto que, si la rueda se suelta, puede descender a lo más bajo. 


CROQUESOT. ¿Quiénes son aquellos personajes que parecen grandes señores?


H. MORGUE. No se puede revelar todo. Sobre este punto me callo.


H. MAGLOIRE. Te lo diré yo, Croquesot. Puesto que me han enojado, no perdonaré a nadie hoy. Todo lo que yo diga será en deshonor de alguien. Aquellos personajes son muy amigos del Conde y dueños de la villa. La Fortuna los ha colocado muy alto.


CROQUESOT. ¿Quiénes son?


H. MAGLOIRE. Ermenfrois Crespin y Jacquemon Louchart.


CROQUESOT. Los conozco. Son dos avaros. 


H. MAGLOIRE. De momento gobiernan y preparan a sus hijos para la sucesión.


CROQUESOT. ¿Cuáles?


H. MAGLOIRE. Allí están por lo menos dos. Pero no sé quién es el que está en lo más alto.


CROQUESOT. Y aquel que tropieza ¿ha hecho ya su agosto?


H. MAGLOIRE. No. Aquel es Tomás de Bourriane que gozaba del favor del Conde; pero la diosa Fortuna lo hizo descender y lo lleva y lo trae sin descanso. Lo han atacado y pretenden hacerle daño aún en su propia casa.


H. ARSILE.     El que perjudique así a un hombre debe tener mal fin.


H. MORGUE. Es la diosa Fortuna la que lo ha hecho, sin que él lo mereciera.


CROQUESOT. Señora, ¿quién es este otro desnudo y descalzo?


H. MORGUE. Es Leurin de Cavelan que no se levantará jamás.


H. ARSILE.    Sí puede levantarse, si Alguien allá arriba lo permite.


CROQUESOT. Señora, si lo permitís, deseo reunirme pronto con mi Señor.


H. MORGUE.    Sí; háblale de mí con entusiasmo y llévale este obsequio de mi parte.


CROQUESOT. ¿El sombrero me sienta bien? (Sale)


H. MORGUE. Bellas compañeras, si os parece, deberíamos irnos antes de que amanezca. No permanezcamos aquí ya más tiempo pues no podemos ir de día a ningún lugar donde se encuentre el hombre. Apresurémonos a ir hacia El Prado; sé que allí alguien nos espera.


H. MAGLOIRE. ¡Vámonos rápidamente; las mujeres ancianas de la villa son las que nos esperan!


H. MORGUE. ¿Es por algo malo?


H. MAGLOIRE. Aquí llega Dama Dulce que nos hablará de ello.


DAMA.     ¿Qué es esto, Bellas Hadas? Es una vergüenza que os hayáis retrasado tanto. Toda la noche estuve de centinela y mi hija os buscó en La Cruz del Prado y por las calles. Nos habéis hecho esperar demasiado.


H. MORGUE. ¿Por qué, Dama Dulce, nos habéis esperado tanto? 


DAMA.     Porque allí ante todo el mundo me ha insultado un hombre que quisiera tener entre mis manos para zarandearle sin piedad, como hice el año pasado con Jacquemon Pilepois y la otra noche con Gillon Lavier.


H. MAGLOIRE. Vamos; os ayudaremos. Que os acompañe vuestra hija y una mujer de la villa que no tendrá compasión de él.


H. MORGUE. ¿La mujer de Gautier Moulet?


DAMA.     Ella misma. Id delante. Yo os sigo.


LAS HADAS. (Cantando). Por aquí va la gentileza; por aquí por donde yo voy… (Salen).


Escena Quinta


EL FRAILE.     ¡Oh Dios mío! ¡Qué bien he dormido!


HANE.     ¡Virgen María! yo no he pegado un ojo. Vamos, vamos pronto.


EL FRAILE.     No, hermano, no antes de comer algo, por la fe que debo a San Acario.


HANE.     Fraile: ¿Quieres hacer algo bueno? Vamos a casa de Raoul (34) Le Waisdier. Tiene sobras de ayer. Tal vez nos dé algo.


EL FRAILE.     Con mucho gusto. ¿Quién me conducirá?


HANE.     Nadie mejor que yo; allí encontraremos buenos compañeros, que nunca discuten; Adam, el hijo del Maestro Enrique, Veelet, Riquier Auri y tal vez, Gillot le Petit.


EL FRAILE.    Por Dios Santo, que me place. Además, mis negocios van bien aquí. Fíjate: aquí tengo un buñuelo que ofreció al Santo no sé que pobre diablo. Te lo regalo.


HANE.     Vamos a la taberna antes de que los clientes la invadan. Mirad, la mesa está puesta y Rikeche junto a ella. Rikeche, ¿has visto al tabernero?


RIQUIER.     Sí; está allí dentro… ¡Raoulet!


TABERNERO. Aquí estoy.


HANE.    ¿Quién nos puede traer vino? ¿Ya no hay?



TABERNERO. ¡Señor, sed bienvenido! ¡Quiero festejaros, por San Gilles! Tomad de todo lo que se vende en esta villa. Saboreadlo, lo vendo con permiso de los concejales.


EL FRAILE.    ¡Con mucho gusto! ¡Venga!


TABERNERO. ¿Qué? ¿Es esto vino? En el convento no lo tenéis ni parecido. Yo os aseguro que no ha venido de Auxerre este año.


RIQUIER.     ¡Llenadme un vaso! y sentémonos en el suelo. Pondremos el vaso a nuestro lado.


GILLOT.     (Llegando) ¡Perfecto!


RIQUIER.     ¿Quién te llamó, Gillot? ¡No se puede estar tranquilo!


GILLOT.    Ciertamente no habéis sido vos. No, puedo alabarme de vuestra simpatía. ¿Qué tal? El Señor San Acario ¿ha hecho milagros aquí dentro?


TABERNERO. ¿Has perdido la cabeza, Gillot? ¡Cállate! Has hecho mal en venir.


GILLOT.     ¡Oh, buen tabernero! No diré una palabra más. Hane, preguntad a Raoulet si no tiene algo que le haya quedado de ayer guardado ya en el cajón de la comida de las gallinas.


TABERNERO. (Sirviendo a Hane). Sí. Un arenque de Gernemue nada más.


GILLOT.     (Alcanzando el arenque). Este es el mío. Hane, pedid el vuestro.


TABERNERO. (A Gillot). ¡Retira la zarpa! Tiene que ser para todos. No es bueno ser goloso.


GILLOT.     ¡Bueno! Era una broma.


TABERNERO. ¡Pon el arenque aquí!


GILLOT.     Aquí está. No lo voy a probar; peor, voy a beber un poco de vino. (Bebe). Por cierto que a este vino lo han bautizado, y sabe a tonel.


TABERNERO. No hables mal de nuestro vino. No sería correcto. Estamos en sociedad. (Entran Adam y Maestro Enrique).


HANE.     Aquí está Maestro Adam dándose importancia porque va a ser estudiante. Antes, se habría sentado de buen grado con nosotros para desayunar.


ADAM.     ¡Oh, buen Señor! es que es preciso volverse juicioso. No es por otra razón.


ENRIQUE.     Vete con ellos, por Dios. No es ningún mal. Haz como cuando yo no estoy presente.


ADAM.     ¡Caramba, señor, no iré, si no venís conmigo!


ENRIQUE.     Anda pues; ve delante. Yo te sigo.


HANE.     ¡Oh, Dios! He aquí un estudiante y un dinero bien empleado. ¿Hacen todos los estudiantes lo mismo en París?


RIQUIER.     ¡Mirad! Este fraile se ha dormido.


TABERNERO. Escuchad todos. Vamos a decirle que él debe todo el gasto. Que Hane jugó en nombre del fraile a los dados y lo perdió.


EL FRAILE.     (Despertando). ¡Oh Dios mío! Cómo me he retrasado ¡Eh! ¡tabernero! ¿cuánto debo?


TABERNERO. Bien, huésped. No debéis gran cosa. No os será difícil pagar al contado. No, no os impacientéis. Estoy calculando. Me debéis…doce sueldos. Dad las gracias a vuestro amigo, que acaba de perderlos por vos.


EL FRAILE.     ¿Por mí?


TABERNERO. ¡Sí!


EL FRAILE.     ¿Debo todo esto?


TABERNERO. Ciertamente.


EL FRAILE.     ¿Tan profundamente he dormido? Hubiera hecho mejor no viniendo. Yo no he dicho a Hane que jugara por mí.


TABERNERO. Cada uno de los presentes está dispuesto a asegurar que el jugó en nombre vuestro.


EL FRAILE.     Estaría bien jugar con vos si os tuviera confianza. Venir a beber aquí es la gran cosa, ya que os burláis así de todo el mundo.


TABERNERO. ¡Pagad, Fraile, lo que me debéis! ¿Pretendéis comprobar si es verdad?


EL FRAILE.     Si pagara, estaría tan loco como el demente de anoche.


TABERNERO. No tendréis más remedio, mal que os pese.


EL FRAILE.    ¿Emplearéis la fuerza?

TABERNERO. Sí, si no pagáis.


EL FRAILE.     Ya veo que me han metido en un mal asunto. Pero será la última vez. Me voy antes de que haya un nuevo gasto.


EL MÉDICO. (Entrando). Fraile, tenéis toda la razón en iros. (A los otros). Ciertamente, señores, estáis matandoos. O la medicina no vale nada, o todos acabaréis paralíticos si seguís estando en la taberna a estas horas.


GILLOT.     Maestro, estáis loco. La medicina vale menos que una nuez. Sentaos con nosotros.


EL MÉDICO. Bueno, por una vez, dadme de beber.


GILLOT.     Tomad y comed esta pera.


EL FRAILE.     ¡Tabernero! Escuchad: Habéis hecho el gran negocio conmigo; guardad mis reliquias, pues por el momento, no soy rico. Volveré por ellas mañana. (Sale).


TABERNERO. ¡Quedan en buenas manos!


GILLOT.    ¡Oh! ¡Verdaderamente!


TABERNERO. Ahora puedo rezar. Os ruego, por San Acario, a vos Maestro Adam y a vos Hane, y a todos que rebuznéis, y honremos así solemnemente a este Santo que nos ha favorecido, por un camino extraño, en verdad.


TODOS. (Cantando). “Aie se levanta sobre una alta torre”… Tabernero, ¿cantamos bien?


TABERNERO. Puedo aseguraros que nunca oí nada mejor.


*